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El jugador

MANUEL VICENT

16 NOV 2003 - 00:00 CET

La ruleta giraba creando el mundo. Atrapado por la hipnosis de la bola el jugador se enfrentó al
destino: quería ganar, pero sabía que iba a perder y realmente sólo en la derrota se reconocía
a sí mismo. Cuando la racha le fue favorable, no le excitaba tanto el deseo de hacer saltar la
banca como la pulsión de volverse a despeñar hasta el fondo del abismo habiendo estado en la
cima de la gloria. La dulzura de la autocompasión se mezcló una vez más con el sabor de ceniza
en la lengua a altas horas de la madrugada después de haber perdido toda su fortuna. El
jugador se percató de que aún le quedaba una moneda ignorada en el bolsillo: con ella desafió
a la máquina tragaperras. A veces sucede que esa última moneda desata un nudo y el azar
comienza a crear de nuevo un árbol de oro a los pies del héroe derrotado. No sucedió así en
este caso. Se dice que los muertos experimentan todavía un pasmo de placer en los huesos al
contactar con el mármol de la tumba. Una sensación parecida sintió este jugador arruinado
cuando abandonó el casino y la niebla helada del amanecer generó en su cuerpo un escalofrío.
De regreso a la realidad anodina, recordó que hubo un momento en la noche en que fue
arrebatado por una espiral muy fuerte, muy dulce, y entonces creyó que eran unos dioses
ebrios quienes acarreaban el dinero hasta su regazo, pero él sabía que esa ganancia sólo servía
para seguir apostando hasta que los mismos dioses se la arrebataran. Pese a todo, cuando
abrió la puerta de casa, encontró que el perro le recibía moviendo el rabo. En la vida ordinaria,
fuera del casino, este hombre también era un perdedor. Siempre había apostado contra sí
mismo apuntándose a causas perdidas. Votaba a un partido político que nunca ganó. En el
trabajo nadie le requería su opinión para nada. Con las manos en los bolsillos, desde el
anonimato, veía desfilar a los triunfadores que habían tenido la habilidad de cambiar de
ideología para acomodarse a las nuevas circunstancias. Las mujeres también le habían
desairado y había llegado a la vejez sin conocer otra pasión que el vicio de la ruleta. En ella
había ido quemando todo el dinero como una forma de expiar una extraña culpa y ahora
cohabitaba solo con su perro, que le recibía moviendo la cola cuando llegaba del casino de
madrugada: con eso le hacía saber que no todo estaba perdido. El movimiento de esa cola era
el único amor puro que hacía girar todo el universo, y si este jugador aún estaba vivo se debía
a que nunca había apostado contra el rabo de su perro.

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