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SELLADO POR EL DESTINO

Raven Nº1
Una muchacha encantadora... Tamsin es hija de un
noble escocés y de una gitana de gran belleza que murió
al nacer ella. Ha vivido hasta los seis años la vida
itinerante de un campamento gitano, en compañía de sus
abuelos, y ahora su padre la reclama para que viva en el
castillo y reciba instrucción. El día que inicia el viaje a su
nuevo hogar, por el camino, ve a lo lejos a un joven de
trece años, a caballo entre hombres armados, y sabe que
el destino de algún modo los reunirá. Un presentimiento,
casi una certeza.
Un espía escocés... William Scott es ese muchacho
escoltado por los soldados. Su padre acaba de ser
ahorcado y el conde Angus lo retendrá, junto al rey
Jacobo, como rehén. Diecisiete años más tarde, William,
«un hombre delgado y duro, sorprendentemente apuesto
y de aguda inteligencia», recupera su castillo y se ve
envuelto en una conjura. Y de esa misma traición, y de
las desastrosas consecuencias que podría tener, tratará
de apartar a Tamsin y a su padre, Archie Armstrong,
presos en una mazmorra tras participar en una incursión
nocturna.
Título Original: The heather moon
Traductor: Martín Sanz, M. Cristina
Autor: King, Susan
©2000, Titania
Colección: Romantica-historica
ISBN: 9788479533908
Generado con: QualityEbook v0.60
Prólogo

¡FIJAOS en mí!
Un gitano convertido
en un elegante señorito.
BEN JONSON,
La mascarada de los gitanos metamorfoseados

Escocia, en la frontera. Febrero de 1526


—Tu padre es un ladrón —dijo su abuela, acercando a Tamsin
hacia sí—. Un forajido escocés y un gadjo, no de raza gitana. Quiere
que vivas con él en su gran casa de piedra, y hoy va a venir a
buscarte.
Tamsin nunca había estado en el interior de una casa de piedra y
se preguntó cómo sería. Fría y oscura, imaginó, sin el calor del sol ni
el fresco aroma del bosque que ella amaba tanto. No estaba segura
de que fuera algo deseable tener un padre que fuese ladrón,
escocés o gitano, pero sonrió al mirar a su abuela con confianza,
pues sabía que sus abuelos no permitirían que se marchara con su
padre escocés si éste fuera un gadjo malvado.
Nona Faw sonrió a su vez. Su rostro de pómulos altos y surcado
de arrugas era hermoso y bronceado, enmarcado por un turbante de
seda de color púrpura. Sus ojos eran negros y profundos, muy
distintos de los ojos verdes de Tamsin, que ésta había heredado de
su padre, un hombre al que sólo había visto en contadas ocasiones
a lo largo de su vida.
—Archie Armstrong tiene buen corazón —prosiguió Nona—.
¿Quiénes somos nosotros, los gitanos, para juzgar a un hombre por
robar cuando lo que busca con ello es ocuparse de su familia y
vengarse de sus enemigos? Siempre ha sido generoso con nuestro
pueblo, aunque viajemos como extranjeros y peregrinos a través de
Escocia. Además, nos pagó bien para que te criásemos, mi pequeña
Tchalai, después de que… la que te parió desapareciera hace seis
años.
Tamsin sabía que su abuela aún lamentaba la pérdida de su hija,
que había muerto al darla a ella a luz. Nona no había vuelto a
pronunciar el nombre de su hija ni a vestir de color rojo, el favorito
de la difunta; gestos como aquéllos formaban parte de la manera
que tenían los gitanos de mostrar el luto. Tampoco permitían que
Tamsin vistiera de rojo, aunque a ella la encantaba ese color y no
recordaba en absoluto a su madre.
Sus abuelos ni siquiera empleaban el nombre gadjo que habían
decidido ponerle sus padres al nacer, porque era otro recordatorio
de la muerte de su madre. Su padre la llamaba Tamsin cuando
hacía una visita al campamento gitano, y ella se veía a sí misma con
ese nombre. Le gustaba cómo sonaba, y la conmovía saber que sus
padres lo habían elegido juntos para ella.
Tamsin afirmó con la cabeza.
—Avali, sí, abuela —dijo—. Me iré con el hombre que es mi
padre, si así lo deseas. —A decir verdad, la idea de abandonar a
sus abuelos la asustaba y la entristecía, pero siempre había hecho
lo que ellos le habían pedido que hiciera.
—Tu padre quiere cuidar de ti, su niñita —dijo Nona—. Imagino
que, ahora que sus dos hijos mayores han muerto, necesita un poco
de felicidad en esa casa suya de piedra, que él llama Merton Rigg.
Te irás a vivir allí para complacerle, y también para complacernos a
nosotros.
—¿Debo quedarme allí para siempre? —preguntó Tamsin,
insegura.
—Hemos prometido a tu padre que te dejaremos ir con él
aunque todavía eres pequeña y la estrella que ilumina nuestras
vidas. Por eso te hemos llamado Tchalai, por las estrellas de color
verde claro que brillan en tus hermosos ojos —añadió—. Pero te
veremos tan a menudo como podamos en nuestros viajes, querida.
Ahora, quiero que recuerdes una cosa.
Tamsin alzó el rostro hacia ella.
—¿El qué?
Nona se acercó un poco más.
—Tu manita puede asustar a algunas personas, Tchalai. Debes
tener cuidado de esconderla bien. Habrá muchos que no entenderán
lo que vean.
Tamsin asintió. Se llevó a la espalda la mano extrañamente
formada y la cerró en un puño un tanto raro.
—Así lo haré, abuela.
—Algunos gitanos creen que tienes el mal de ojo, que naciste
con una maldición. —Nona apartó los oscuros rizos del rostro de
Tamsin—. Yo creo que los gadjo son aún más necios que nuestros
hermanos gitanos con esas cosas. ¿Cómo podría un bebé, nacido
del amor, traer una maldición al mundo? ¿Cómo podría esta carita,
estos preciosos ojos del color del agua, traer mala suerte?
—Ya sé que algunos dicen que soy wafri bak, mala fortuna —dijo
Tamsin, asintiendo solemnemente—. El abuelo se enfada con ellos.
Su abuela le acarició la mejilla y dejó escapar un suspiro.
—El destino te ha marcado con un defecto por alguna razón, y
hemos de confiar en que ese mismo destino cuide de ti. Pero debes
ser fuerte en tu corazón para soportar lo que te suceda. Tengo la
esperanza de que algún día considerarás esa mano un don en lugar
de una carga.
Tamsin asintió de nuevo, aunque no comprendía lo que le decía
su abuela. No veía don alguno, tan sólo una mano pequeña y fea,
distinta de cualquier otra mano que hubiera visto nunca y no tan útil
como otras. Deseaba tenerla bonita, pero sabía que los deseos más
fervientes no podían cambiarle la mano.
Ese mismo día, cuando su padre entró montado a caballo en el
campamento de sus abuelos, a Tamsin se le ocurrió que era el
hombre más grande que había visto jamás. Archie Armstrong era
alto y corpulento, y muy guapo. Hasta sus dientes eran grandes
cuando sonrió abiertamente. Ella le devolvió una sonrisa tímida, y él
soltó una carcajada fuerte y agradable que la hizo reír también.
Tenía el pelo rubio, los ojos verdes y el rostro sonrosado, y le
recordó a un oso dorado y peludo.
Aguardó en silencio mientras él hablaba con su abuelo en lengua
escocesa, la cual era ininteligible para ella. Su padre entregó a su
abuelo una pesada bolsa de monedas de plata. Tamsin sabía que
John Faw era un conde con tierras propias que poseía en un lugar
extranjero, fuera de Escocia. Estaba segura de que estaría contento
de tener otra bolsa de monedas que esconder bajo el suelo de su
carromato. Esperaba que le regalara a ella una pieza de plata para
llevarla colgada de un cordel alrededor del cuello. Su abuela llevaba
ya tantas monedas colgando, que tintineaban y centelleaban sobre
su busto cada vez que se movía.
Por fin, su padre montó el caballo y extendió los brazos hacia
ella. La abuela la besó profusamente y la abrazó con fuerza hasta
que a las dos se les saltaron las lágrimas.
El abuelo, que siempre olía a humo, a caballo y al metal que
trabajaba, la tocó en la cabeza con suavidad y le dijo que irían a
verla cada vez que sus desplazamientos les llevasen cerca de la
torre de piedra de Archie. Luego le puso alrededor del cuello una
correa de cuero con tres monedas de plata y la alzó hacia los brazos
de su padre.
—Todo irá bien—dijo la abuela—. Cuando llegues allí, lo verás.
Todo irá bien.
Tamsin asintió con la cabeza, apretando el pequeño bulto con
sus pertenencias en la mano buena y ocultando la mano mala bajo
la capa. Al iniciar la marcha, las lágrimas rodaron por su mejillas a
pesar de que intentó permanecer en silencio y en actitud orgullosa.
Al cabo de un rato, se secó las lágrimas torpemente con la mano
y cerró ésta en un puño para que su padre no la viera. Temía que
decidiera no llevarla a su casa de piedra, donde sus abuelos tanto
deseaban que viviese.
En el fondo de su corazón, Tamsin sabía que ansiaba vivir al aire
libre teniendo por techo el cielo y las estrellas, viajar con sus
abuelos a través del viento, el sol y la lluvia. No quería verse
encerrada en una casa gadjo oscura y maloliente como una cueva.
Pero la sonrisa de su padre y su hermosa forma de reír la hacían
sentirse segura. Sus abuelos habían prometido visitarla tan a
menudo como les fuera posible. Si se sintiera infeliz, podría pedir a
Nona y a John que volvieran a incluirla en su cuadrilla de gitanos.
Además, admitió para sí, tenía curiosidad por saber cómo eran
los ladrones escoceses y las casas de piedra.
***
—¡Dios de los cielos! Mira allá —rugió Archie. Se volvió hacia el
hombre que cabalgaba a su lado y señaló un angosto valle que se
veía en la base de la colina sobre la que se encontraban. Un grupo
de hombres a caballo avanzaba siguiendo el curso del arroyo.
El movimiento de su brazo hizo dar un salto a la niña que llevaba
en el regazo, y la sujetó con una mano. La pequeña levantó la cara
hacia él sin decir nada, tan silenciosa como a lo largo de las varias
horas que habían transcurrido desde que él la sacó del campamento
de los egipcios errantes, denominados gitanos.
Archie sonrió levemente. La niña clavó en él sus ojos grandes y
límpidos, verdes como el vidrio y rodeados de gruesas pestañas
negras semejantes a dos joyas engarzadas en su rostro pequeño y
de color miel. Estaba demasiado seria, demasiado callada, pensó.
Su confianza y su buena disposición, al igual que su belleza morena
y delicada le impresionaban y le hacían sentir una especie de afecto
mayor de lo que estaba dispuesto a admitir.
Le recordaba mucho a la madre, excepto por aquellos ojos —
iguales a los de él, de un verde claro— y su tez bronceada, de un
tono más pálido que el de su madre. Su madre era hermosa y dulce,
y a él nunca le había importado que fuera gitana. La había amado
mucho, y ella a él. Si hubiera sobrevivido al parto, le habría dado
hijos fuertes y tiernas noches.
Lanzó una mirada a Cuthbert Elliot, hermano de su madre, que
había acudido a reunirse con él no hacía mucho, trayendo trágicas
noticias.
—Allá abajo hay una partida de hombres entre los que viaja un
muchacho —dijo Archie a su tío—. De modo que deben de ser ellos.
Guthbert afirmó con la cabeza, con el semblante grave bajo el
borde del yelmo de acero.
—Sí, han salido de Rookhope Tower, tal como te dije. Se dirigen
a ver al conde de Angus, que últimamente retiene en su poder a
nuestro joven rey Jacobo. Y entre ellos va el joven maese William
Scott. Pobre muchacho, ahora es el señor de Rookhope, desde que
esos canallas ahorcaron a su padre esta mañana.
—Sí, por robar dos vacas a los ingleses, según has dicho. ¡Dios!
—Archie sacudió la cabeza con tristeza—. Allan Scott, ahorcado sin
un juicio. Es demasiado duro para creerlo.
—Es una justicia cruel la de colgar a un hombre a la vista de su
propio hogar, con su esposa y sus hijos asomados a la ventana —
dijo Cuthbert.
Archie temblaba azotado por el frío viento invernal que llevaba
una pizca de aguanieve. Pero era algo más que el frío lo que le
turbaba. El año anterior, había perdido a sus dos fuertes y amados
hijos, ahorcados en el patíbulo por delitos de robo de ganado. Creyó
que jamás le abandonaría la pena. Ahora, la cruel muerte de Allan
Scott, el famoso Rufián de Rookhope y su amigo más querido, le
produjo una pena casi igual de profunda, igual de amarga.
Apretó con fuerza el brazo alrededor de su hija pequeña y la
estrechó contra sí sin pronunciar palabra. Sabía que la niña todavía
no entendía la lengua que él hablaba, pero quería que notase que él
tenía la intención de velar por su seguridad.
La pequeña levantó la vista hacia él y le sonrió apenas. Era tan
inocente, pensó él, tan pura y confiada, todavía sin sufrir el dolor y la
injusticia del mundo. Deseó que siempre fuera así, pero sabía que la
vida le quitaría aquella inocencia, con o sin los buenos cuidados de
su padre. Ya había sido marcada por el dolor incluso antes de
abandonar el útero materno, con una mano de la mitad de tamaño.
Devolvió la sonrisa, y vio cómo se iluminaba el rostro de la niña.
Sintió aliviarse un poco la intensa pena que le oprimía el corazón.
En ese momento la pequeña giró la cabeza para mirar hacia el valle,
donde el muchacho y sus captores cabalgaban a lo largo del arroyo.
Archie lanzó un suspiro. Tal vez Tamsin fuera una niña
abandonada y además gitana, pero era su hija, su única hija ya, y
estaba resuelto a cumplir con su obligación para con ella. Sus
hermanos, a los cuales nunca había conocido, ya no estaban; la
madre de los chicos, su primera esposa, había muerto hacía mucho
tiempo; seis años atrás, la madre de Tamsin había fallecido tras un
año de matrimonio. Teniendo hijos varones que heredaran Merton
Rigg y a los gitanos dispuestos a cuidar de su hija cuando todavía
era un bebé, Archie no había sentido la necesidad de buscar una
nueva esposa.
Pero el año anterior su vida había cambiado con las trágicas
muertes de sus dos hijos. Ahora, lo único que le quedaba era esta
hija mestiza, pequeña y lisiada, que ni siquiera hablaba escocés.
—El Rufián de Rookhope era el mejor de todos los ladrones de
la frontera —dijo Cuthbert. Archie le miró, recordando de pronto su
presencia—. Era el mejor ladrón de ganado de toda la frontera
escocesa.
—Así es. Lamentaré su muerte como si fuera un verdadero
hermano —contestó Archie—. Como la de mis hijos.
—El conde de Angus ha cometido una acción abominable, y sus
hombres con él, incluido ese bellaco de Malise Hamilton. Mírale
desde aquí, como un buitre siniestro, cabalgando a un lado del
chico. —Cuthbert frunció el ceño—. Es medio hermano bastardo del
conde de Arran, el regente en persona, por eso se cree mejor que
un rey. Bah.
Archie arrugó la frente y observó al hombre que conducía el
caballo de William Scott a través del valle. En ese momento empezó
a nevar suavemente, lo cual enturbió la vista, pero Archie distinguió
la postura orgullosa y erguida de Archie. El muchacho volvió la cara
hacia la nieve que caía y su cabello oscuro ondeó en la brisa.
—Will Scott apenas tiene trece años, pero mírale —dijo Archie—.
Cabalga orgulloso como cualquier ladrón de la frontera, como si no
tuviera miedo de esos canallas, como si supiera que es igual que
cualquier hombre. Me recuerda mucho a su padre. ¿Sabes adónde
le llevan?
—Angus ha decidido retenerle como rehén de la corona y como
garantía del buen comportamiento de los de su apellido, Scott.
Archie suspiró.
—Pobre chico. Qué va a ser de él ahora. Dios le bendiga, y
también a su madre. Lady Emma ha perdido a su marido y a su hijo
mayor en un mismo día.
—Pero incluso en su dolor, ha tenido la amabilidad de pensar en
tu amistad y ha enviado un hombre a Merton Rigg con la triste
noticia del ahorcamiento. ¿Te he dicho que Malise Hamilton le
entregó cuatro monedas de oro como compensación por la muerte
de su esposo, una para ella y otra por cada hijo?
—¡Y tienen la cara dura de llamarnos a nosotros sinvergüenzas!
—Archie sacudió la cabeza—. Pero ya ves que William Scott es de
los valientes. Un día llegará a ser un hombre apuesto y elegante,
como lo fue su padre.
—Tengo entendido que van a confinarle junto con el mismísimo
rey Jacobo, para que le haga compañía. Angus lo quiere así. Dice
que mantendrá a raya a los señores de la frontera al tener a uno de
sus cachorros como rehén junto con el rey. William Scott aprenderá
a hablar con elegancia, a escribir y a bailar, y a vestir sedas y
adornos. Olvidará que una vez fue un pillo, el hijo de Allan Scott de
Rookhope.
—No lo olvidará —dijo Archie con vehemencia—. Y cuando ese
muchacho se haga un hombre, Hamilton y Angus harán bien en
tener cuidado. Lamentarán lo que han hecho hoy.
—Eso espero. —Cuthbert recogió las riendas—. Será mejor que
llevemos a casa a tu pequeña Tamsin. Mi madre nos espera con un
buen fuego, y ha preparado un guiso estupendo. Aunque está
preocupada por no saber qué comen los niños gitanos.
Mientras Archie miraba, William Scott levantó la vista en ese
momento. Archie alzó una mano en un mudo gesto de saludo, con
un nudo en la garganta. Incluso a cierta distancia y a través de un
velo de nieve, el muchacho pareció reconocer al amigo de su padre
y levantó la mano a su vez.
—Un muchacho estupendo —murmuró Archie—. Cuddy, ¿qué
vamos a hacer ahora, mi hija y yo?
—¿Cómo? —preguntó Cuthbert.
—En Año Nuevo, Allan y yo estuvimos hablando de casar a su
Will con mi Tamsin. Yo le prometí ir a buscar a la niña, que vivía al
cuidado de sus parientes gitanos desde que era un bebé.
Acordamos que sería un buen casamiento. Yo le dije… —Se le
quebró la voz.
Se acordaba de su amigo, alto y de cabellos oscuros, delgado
como un junco, ladrón de ganado endiabladamente listo y camarada
leal, y sin embargo un hombre de carácter suave con su esposa y
sus hijos.
—Le dije que Tamsin era una niña muy guapa —continuó—. Le
dije que crecería y se haría una mujer estupenda para su chico. A
pesar de su mano y de su sangre gitana.
—A pesar de todo eso, eh —dijo Cuthbert, mirando a la niña.
—Sí. Allan dijo que su sangre gitana y su mano deforme no
significaban nada, que era una Armstrong de Merton y que a él le
daría lo mismo que fuera una enana del bosque que tuviera mi
horrible cara.
Cuthbert sonrió ligeramente.
—¿Obtuviste esa promesa de matrimonio por escrito?
—No —contestó Archie—. Nuestra palabra era la única garantía
que necesitábamos.
—Y así habría sido. Pero no tienes ninguna prueba de esa
promesa, y ahora tampoco tienes al novio. Lo mejor sería que
olvidaras esa promesa de matrimonio, Archie. Puede que jamás
volvamos a ver a ese muchacho.
Archie sintió una dolorosa desilusión. Miró al muchacho que
cabalgaba orgullosamente y sin miedo a través del valle, y después
volvió la vista a la niña que llevaba en el regazo, la cual observaba
la escena que se desarrollaba allá abajo. Archie se preguntó cuánto
entendería de lo que estaba viendo; toda su atención parecía
acaparada por aquel adolescente.
De pronto se dio cuenta de que los dos niños se parecían en
cierto modo. Morenos y delgados, erguidos y orgullosos, hacían
pareja como hermano y hermana, como almas gemelas. Frunció el
ceño, pues sus poéticos pensamientos no hacían sino incrementar
su tristeza.
—Habría sido una unión muy fuerte, una hija mía y un retoño de
Rookhope —comentó.
—Así es. Pero el joven Rookhope será educado como pupilo de
la corona y en la corte. Se convertirá en un hombre echado a perder
por los libros y lleno de modales ridículos. —Cuthbert sacudió la
cabeza—. Busca para tu hija un buen ladrón que robe ganado inglés
contigo y que cuide de Merton Rigg cuando tú ya no estés. O
búscate una esposa nueva y ten otros hijos. Yo tengo una prima que
tal vez te guste.
—Ya he tenido dos esposas y tres hijos, y estoy cansado de que
la muerte me visite —respondió Archie—. Me queda una hija, y voy
a conservarla cerca de mí. Puede que nunca me arriesgue a tomar
otra esposa. Perder parientes es demasiado duro, Cuddy.
Demasiado duro. —Levantó las riendas—. Vamos a llevar a la niña
a casa.
—Mira. Tú pequeña Tamsin parece que conociera a Will Scott —
señaló Cuthbert—. Y parece triste.
Archie bajó la vista a la pequeña. Tamsin estaba inclinada hacia
adelante con la frente fruncida. Vio las lágrimas brillar en sus ojos.
La niña levantó la mano derecha, tal como había hecho Archie
momentos antes.
En el valle, el muchacho alzó la mirada y agitó la mano en
dirección a Tamsin, y acto seguido se volvió. Archie sintió una aguda
punzada de dolor en el corazón.
—Och —dijo Cuthbert, como si él también sintiera el mismo dolor
—. ¿Crees que la niña entiende quién es el chico? ¿Que estaba
destinado a ella y que ahora le ha perdido? ¿Que le hemos perdido
todos?
—¿Cómo va a saber eso? Yo no se lo diré, ni tú tampoco. No
merece la pena abrumarla con esta triste historia.
—En efecto, nunca conocerá a ese muchacho. —Cuthbert dejó
escapar un largo suspiro—. Este ha sido un día que me ha dejado el
corazón profundamente dolorido. Tendré que componer una balada
acerca de William Scott y la niña gitana.
Archie gimió:
—Tus baladas son las peores que he oído jamás.
—Will-yam Scott —pronunció en ese momento la niña.
—Creía que habías dicho que la pequeña no conocía la lengua
escocesa —dijo Cuthbert.
Ella le miró.
—Scocesa—repitió.
—Aprende rápido. —Archie acarició el sedoso cabello de Tamsin
—. John Faw dijo que habla la lengua de los gitanos y un poco de
francés que él le ha enseñado.
—¿Y cómo vamos a enseñarle nosotros el escocés? —quiso
saber Cuthbert—. ¿Señalando con los dedos y repitiendo las
palabras?
—Le buscaré un tutor que hable tanto francés como escocés.
Archie contempló cómo la partida de hombres desaparecía en un
paso entre dos colinas. Suspiró profundamente e hizo girar a su
caballo para alejarlo del borde de la loma.
—Por todos los diablos, Cuthbert —musitó—. Allan Scott de
Rookhope era el mejor de los forajidos. Jamás olvidaré la injusticia
que se ha cometido hoy.
—Yo tampoco. Si ese muchacho decide algún día vengar a su
padre, contará con el apoyo de los Armstrong y de los Elliot.
—Exacto. —Archie lanzó un suspiro—. El Cachorro del Rufián
podría haber sido mi propio yerno al casarse con mi hija.
—Amigo, lo que ha de ser, será —sentenció Cuthbert—. Ya
encontrarás otro marido para ella. Tienes tiempo, incluso años.
La niña se removió en brazos de Archie y se acomodó contra su
pecho mientras reemprendían la marcha. Pronto se quedó dormida.
La mano izquierda resbaló y quedó a la vista: un muñón sin dedos,
curvado en forma de garra, aunque el pulgar parecía tener un
tamaño bastante normal. Resultaba un tanto curiosa, pensó Archie,
y sorprendente a la vista, pero era suave y tierna como la mano de
cualquier niño. La ocultó suavemente bajo la capa y la sujetó allí por
espacio de unos instantes mientras la niña dormía.
En su camino hacia la casa, se preguntó si encontraría un
marido para ella cuando llegase el momento, y si lograría que fuera
igual que el hijo del Rufián de Rookhope.
Capítulo 1

PERDONAD, señora, aquí tenéis


(si alguien os juzgara por vuestra mano)
al mayor traidor del mundo, detectado.
BEN JONSON,
La mascarada de los gitanos metamorfoseados

Julio de 1543
Sus ojos eran de un verde frío, delicado, incluso a la luz de las
antorchas, pero su mirada era ardiente y furiosa. Si sus manos
enguantadas y sus tobillos cubiertos por las botas no estuvieran
sujetos por ligaduras, pensó William, la muchacha tal vez se hubiera
abalanzado contra él en un ataque de furia.
De los hombres reunidos en la mazmorra que la observaban,
William Scott era el que estaba más cerca. Había avanzado hacia
ella, mientras que el anfitrión inglés, su captor, permanecía junto a la
puerta con sus guardias, nervioso.
Observó con cautela a William, las aletas de la nariz dilatadas,
los ojos entornados, la respiración agitando su pecho bajo el viejo
jubón de cuero que llevaba puesto. A pesar de las ropas de hombre
y de la agilidad de la fuerza con que se resistía, ninguno de ellos la
había tomado por un muchacho. Era claramente una hembra, con
curvas bien marcadas bajo el jubón, las calzas y las botas altas.
Además, pensó William con cierta ironía, sólo una mujer podría
lanzar una mirada capaz de hacer dudar a varios hombres armados.
La joven le recordaba a un gato salvaje acorralado; ágil, atezado,
con los ojos relampagueantes. Sin embargo, captó una chispa de
miedo en su mirada. Recordaba demasiado bien lo que era sentirse
confinado, atado, vigilado como un animal de circo. Aunque en
aquella época era un muchacho, el día en que le capturaron —el día
en que ahorcaron a su padre— seguía nítido en su memoria. Se
acercó un poco más.
—Cálmate, muchacha —murmuró.
La mirada de ella saltó rápidamente de él a los otros, chispeante
como fuego verde. Bajó los ojos para mirar al hombre que yacía a
sus pies. Grande, rubio, con barba, y considerablemente mayor que
ella, parecía estar apenas consciente y sangraba ligeramente por
una herida en la frente. William se dio cuenta de que ella se erguía
junto al herido como un fiero guardián.
Avanzó lentamente, con la palma extendida.
—Cálmate, muchacha, sólo queremos hablar contigo.
Ella se echó hacia atrás arrastrando los pies y se las arregló para
conservar el equilibrio incluso con los tobillos atados. Largos
mechones de cabello oscuro y rizado le caían sobre el rostro. Se
sacudió la melena hacia la espalda, echando fuego por los ojos.
—Ten cuidado, amigo. Si te acercas más, te atacará —le advirtió
a su espalda Jasper Musgrave, anfitrión y captor de la chica—. La
conozco. Es una salvaje, medio escocesa de la frontera, medio
gitana. Dicen que ningún hombre quiere casarse con ella, por
mucho que su padre escocés le soborne y le suplique.
William percibió en su mirada que ella comprendía, y también
detectó una fugaz chispa de dolor.
—No es ninguna salvaje —murmuró por encima del hombro—.
Se defiende a sí misma y a su compañero. Cree que pretendemos
hacerles daño.
Musgrave soltó una carcajada y se adelantó un paso o dos.
—¡Y así es! Ella y su padre, y el resto de sus compinches, se
llevaron cuatro de mis caballos.
—¿El hombre es su padre? —William frunció el entrecejo. Había
visto por primera vez a los prisioneros hacía sólo unos instantes,
cuando su anfitrión le condujo a la mazmorra. Ya era pasada la
medianoche, pero él y Jasper Musgrave habían permanecido hasta
muy tarde sentados junto al fuego, bebiendo jerez español y
negociando un complejo asunto de soborno expreso y cauta
aceptación. Pero el dulce sabor del buen jerez no había disfrazado
el tono amargo de la conversación.
Varios hombres de Jasper Musgrave habían entrado en el gran
salón para informar a su señor de que habían capturado a dos
ladrones de ganado escoceses que se habían llevado unos cuantos
caballos. El resto de los ladrones habían huido, pero estos dos
habían sido encerrados en la mazmorra. Musgrave había pedido a
William, como su invitado escocés y miembro de una familia de
ladrones de ganado, que presenciase el interrogatorio.
—Sí, son padre e hija —dijo ahora Musgrave—. Escoria de la
frontera, del lado escocés. Ellos y sus parientes llevan años siendo
una plaga para mí. Mis tierras se extienden justo al sur de aquí, y
apenas cinco kilómetros separan nuestras torres. Podría haberles
hecho ahorcar por esto, ahora que les tengo por fin en mi poder. —
Musgrave hizo un gesto hacia el hombre tendido en el suelo—.
Hemos tenido suerte de que haya resultado herido. Habríamos
tenido una buena refriega si Archie Armstrong siguiera en forma
esta noche.
—¡Armstrong! —William volvió la vista hacia él—. ¿De qué
lugar?
—Merton Rigg —contestó Musgrave—. Medio Merton, como
dicen algunos, porque la torre se asienta directamente sobre la…
—Directamente sobre la línea de la frontera, en la zona
denominada el Territorio en Disputa —terminó William, recordando
—. Merton está situado a caballo entre Inglaterra y Escocia, ya que
la casa fue construida antes de que se desplazara la frontera actual.
—Así es —murmuró Musgrave—. Y la parte inglesa de esa tierra
es mía. El caso lleva debatiéndose en los tribunales desde la época
de nuestros padres. Ningún juez quiere fijar las fronteras de la parte
que nos corresponde a cada uno, pues eso implicaría una
modificación de las fronteras nacionales. —Miró de cerca a William
—. ¿Conoces a Armstrong de Merton Rigg?
—Mi padre le conoció hace tiempo. Habían salido juntos de
correrías.
—Tu padre era un famoso forajido. Tú contaste durante un
tiempo con el favor del rey escocés Jacobo, pero ahora está muerto
y la heredera de su reino es una niña pequeña. Ya no tienes el favor
del rey, William Scott. No eres nada más que un forajido también. —
Sonrió y cruzó las manos por encima de su panza—. Y además
justo el tipo de forajido que necesitamos: un astuto escocés que aún
conserva sus vínculos con la corona y que sin embargo posee
suficiente sentido común para unirse a nuestra causa.
—Así es, poseo suficiente sentido común —musitó William con
amargura. Vio que la muchacha escuchaba, con mirada penetrante
y la respiración agitada bajo el raído jubón de cuero. Luego echó un
vistazo al padre, que formaba un fornido bulto sobre el suelo de
tierra, con el rostro y la cabeza manchados de sangre.
A pesar de la herida y del encanecimiento que mostraba la
incipiente barba del hombre, en otro tiempo de color rojizo, William
reconoció aquellos rasgos fuertes y hermosos. Archie había sido un
íntimo camarada de su padre. Le recordaba como un individuo
enorme, rubio y risueño. Él era muy joven cuando Armstrong perdió
a sus dos hijos ejecutados en la horca, pero se acordaba muy bien
del dolor de su propio padre por el incidente. La hija de Archie era
mucho más joven de lo que entonces eran sus hermanos, incluso
más joven que él, que contaba treinta años.
Mientras observaba a la muchacha y a su padre, aguardando a
que Musgrave terminase de impartir órdenes a los guardias, William
recordó algo más acerca de Archie Armstrong.
Volvió a él una imagen que le provocó una impresión casi física.
Había visto a Archie el día en que murió su padre. Mientras él
cabalgaba a través de un angosto valle, su caballo guiado por los
hombres que le habían tomado prisionero para la corona escocesa,
levantó la vista y vio a Archie a lomos de su caballo en la cresta de
una colina, contemplando el paso del grupo. El amigo de su padre
alzó una mano a modo de fiel saludo. Aquel día, Archie llevaba
sentada en su regazo a una niña de cabello oscuro. Ella también
agitó la mano para saludarle, y él recordó haberle devuelto el gesto.
Revivió, con una punzada de emoción, la desesperación con que
deseó entonces liberarse de su escolta y lanzarse al galope hacia el
refugio y el calor que le ofrecía el amigo de su padre.
Con súbito asombro, contempló fijamente a la hija de Archie. La
joven no debía de tener más de cinco o seis años cuando él fue
hecho prisionero. No cabía duda de que aquella muchacha medio
gitana era la niña de cabello oscuro.
Su solemne saludo, y el de su padre, habían significado mucho
para él. En medio de la pena, el miedo y la rabia que había
soportado aquel día, aquel respetuoso adiós había permanecido en
su memoria como un instante resplandeciente de un preciado valor
para él.
—Y Archie es otro forajido que nos ha caído en las manos —
estaba diciendo Musgrave—. Le convenceré de que también nos
preste su apoyo para nuestro pequeño plan, o de lo contrario le
ofreceré la soga. ¿Qué dices a eso?
William aspiró profundamente y se obligó a salir de aquellos
intensos recuerdos y regresar a la mazmorra.
—¿Archie? No es más que un jefe sin importancia y un ladrón
que actúa de noche —dijo en tono deliberadamente aburrido—.
Dudo que nos resulte de alguna utilidad. Si yo estuviera en tu lugar,
le dejaría libre.
Su reacción instintiva le empujaba a desalentar a Musgrave de
que complicara a Armstrong en su plan. Si podía evitarlo, no
deseaba ver a aquel hombre en particular en una situación tan
humillante. Así que decidió, con los puños apretados, hacer todo lo
que estuviera en su mano para liberarlos a los dos. Estaba en deuda
con ellos, se dijo; se lo debía.
—Ah, es justo el tipo de rufián que necesitamos —replicó
Musgrave—. Además, Armstrong y su hija tienen vínculos con los
egiptanos que merodean por la frontera, y eso podría sernos muy
útil.
—¿Egiptanos? —preguntó William, sorprendido. Captó el rápido
gesto de fruncir el ceño en la muchacha y vio en sus brillantes ojos
que estaba escuchando atentamente. Se volvió y bajó la voz—:
¿Gitanos? ¿De qué pueden servirnos? —Sintió que le invadía la
impaciencia—. Será mejor que me lo expliques todo, Jasper, si
quieres que te ayude en tu plan.
—Ya te lo he explicado —dijo Musgrave en tono bajo,
permaneciendo en las sombras—. El rey Enrique necesita un
escocés como tú, con influencia en la corte y respetado por las
gentes de la frontera. Pero puede servirnos de mucho un hombre
corriente de la frontera como Archie.
—Siento curiosidad por conocer la totalidad de tu plan —dijo
William. Notó que la muchacha les observaba, escuchando, aunque
no se volvió a mirarla.
—Lo sabrás a su debido tiempo. Puedes estar seguro, es un
plan magnífico.
William estaba cansado de los jueguecitos evasivos de
Musgrave. Llevaba dos días intentando enterarse del verdadero
plan, pero sólo había oído vagas referencias al rey Enrique, octavo
de número de orden, y algunos cuchicheos acerca del bien de
Escocia y de la reina niña, María Estuardo. Pero había oído lo
bastante y sospechado lo suficiente como para decidirse a averiguar
el resto.
—Espero conocer pronto ese magnífico plan, o me iré —repuso
—. Y conmigo se irá también mi influencia en la corte y en la
frontera escocesa.
Musgrave le dirigió una mirada de pocos amigos.
—Antes quiero saber lo que Archie Armstrong estaba haciendo
en mis tierras de noche, y con mis caballos en la mano.
Avanzó unos pasos, con la respiración agitada. Era un individuo
corpulento y de gran papada, más notable por su anchura que por
su altura. Podría abultar lo mismo que dos hombres fácilmente,
pensó William al observarle.
—Verás —dijo Musgrave—, es posible que Armstrong no esté en
condiciones de confesar su delito en este preciso momento, a juzgar
por la herida que tiene en la cabeza. La muchacha es nuestra única
fuente si queremos saber qué les ha ocurrido a mis caballos. Quítale
el trapo de la boca para que pueda responder a mis preguntas. Esa
arpía estaría muy dispuesta a atacarme, pero no te hará daño a ti,
un escocés amigo de su padre.
William dirigió a Musgrave una mirada silenciosa con cuidado de
que no pareciera cargada de furia. Había estado cultivando la buena
opinión que aquel hombre tenía de él, y no pensaba echar a perder
ahora el trabajo hecho. Su reputación le había conducido hasta
aquí. La mayoría de los hombres de la frontera sabían que William
Scott había sido cautivo de la corona y luego amigo del rey Jacobo
de Escocia. Sin embargo, ahora había caído en desgracia en la
corte del rey, dirigida por la reina viuda de Jacobo, María de Guisa.
Musgrave creía que William Scott estaba lo bastante amargado
como para ser desleal, y William había fomentado aquella idea.
Cuando Musgrave se aproximó a él unos días antes con una
disimulada oferta de oro y ciertas pistas sobre una secreta
conspiración inglesa, William mostró gran interés y fue a su castillo,
situado en el lado inglés de la frontera, para hablar de algunas
posibilidades. Representó el papel del buen camarada y escocés
corrupto.
La mayoría de los escoceses de la frontera que vivían en
Liddesdale, donde se encontraba su propia Rookhope Tower, y en el
Territorio en Disputa, donde estaba situado Merton Rigg, el hogar de
Armstrong, conocían a Jasper Musgrave, cuyo castillo se hallaba a
una noche de distancia pasada la frontera. Musgrave tenía fama de
ser un inteligente forajido inglés, no ajeno a la traición y al robo de
ganado. William no le conocía bien personalmente, aunque su primo
Jock Scott estaba enamorado de la joven inglesa que estaba
prometida con el hijo de Jasper.
Esta misma noche, William había cenado con los dos Musgrave
y había escuchado palabras de adulación y abiertos intentos de
soborno cada vez más insistentes. Por fin aceptó apoyar la causa
del rey Enrique en Escocia. No puso su nombre por escrito, pero la
desagradable promesa verbal que hizo le dejó una sensación de frío
en el estómago; aun así, Musgrave había acudido a él con el
soborno, y se sentía obligado para con su reina, y para consigo
mismo, a cumplirla. Percibía un complot más profundo y siniestro
más allá del probable interés del rey por alentar la guerra entre los
dos países, y estaba resuelto a descubrir cuál era dicho complot.
Volvió a mirar a la joven Armstrong y a su padre. Aunque había
convencido a Musgrave de que le considerase un aliado, William no
podía consentir el hecho de que se humillase a la hija de un jefe
como si fuera una ladrona cualquiera. El incidente del robo no tenía
nada que ver con la política ni con las intrigas, y había de resolverse
rápidamente.
Con el ceño fruncido, dio un paso hacia la chica. Ella retrocedió.
—Tranquila, muchacha —murmuró, y la tomó por los hombros.
Ella se puso rígida al sentir su contacto, pero le permitió que la
obligara a girarse. William notó la buena confección del jubón de
cuero, los fuertes huesos y los músculos fibrosos de la joven, que
parecían vibrar tensos como cuerdas de laúd.
Cuando le soltó los nudos que llevaba en la nuca, su cabello se
le esparció por entre los dedos, despertando sus sentidos. Su
suavidad y el aroma a brezo que despedía estaban claramente fuera
de lugar en aquella mazmorra húmeda y fría. Ella giró la cabeza y
levantó la mirada hacia él, y él vio el delicado brillo de unos
pequeños aros de oro en sus orejas. Era una joven fiera y
encantadora, y sin embargo él captó una cierta inseguridad. Se
sintió invadido por un sentimiento de comprensión. La chica le
recordaba a sí mismo, años atrás, en los primeros días de su
cautiverio en la corte: atado, encadenado, dolido y desafiador,
escupiendo como un gato pero aterrorizado y vulnerable como un
bebé.
—¡Desatadme las manos! —Su tono de voz era áspero.
—Sólo la mordaza —dijo Musgrave—. Me parece que su lengua
es lo único que necesitamos soportar de momento.
La joven no hizo caso de Musgrave y clavó la mirada en William.
—¡Tengo que ocuparme de mi padre!
William se dio cuenta de que una buena parte de aquella
vehemencia era producto del pánico de la muchacha por su padre.
Su mirada le suplicó, le rogó que la escuchara.
—Soltadme la mano derecha. La izquierda no la necesito. Os lo
ruego, señor.
William bajó la vista al hombre que yacía en las sombras a sus
pies con el cabello rubio manchado de sangre y el rostro pálido e
inmóvil y, sin decir palabra, empezó a desatar las cuerdas que le
rodeaban la muñecas. El cáñamo estaba retorcido y los nudos eran
firmes.
—Rookhope, déjala —dijo Musgrave.
—El hombre está malherido —replicó William con violencia—. Ya
deberías haber hecho que le curara alguien. Deja que la chica
socorra a su padre.
Musgrave alzó una ceja al oír aquel tono tajante, pero cedió.
William siguió trabajando con los obstinados nudos, y terminó
sacando su puñal de la funda que llevaba al cinto. Deslizó la hoja
con cuidado entre la soga y las manos de la joven e introdujo
suavemente el filo en el nudo. Ella se volvió a mirar hacia atrás y
sacudió los brazos ligeramente, lo bastante para desviar la hoja del
cuchillo. El afilado borde le produjo un corte en la muñeca e hirió el
canto de la mano de William donde él estaba tensando la cuerda.
Ambos hicieron un gesto de dolor y dieron un respingo.
—Te pido perdón —murmuró William. Cortó el nudo y le liberó
las manos. Ella se cubrió la muñeca izquierda con la mano derecha
en un gesto de protección. William vio la sangre y extendió una
mano para tomarle el brazo. La joven dio un brinco, pero él la sujetó
con firmeza.
—Déjame ver —le dijo, y al dar vuelta a su mano izquierda
enguantada vio el pequeño corte en la muñeca. El ligero tajo que se
había hecho en su propia mano le escocía y goteaba, y manchó la
muñeca de ella. Limpió la sangre de ambos con el dedo pulgar.
Ella le dirigió una mirada de sorpresa con los ojos muy abiertos y
casi asustados, y se soltó la mano de un tirón. A continuación se
hincó de rodillas y se quitó el guante de la mano derecha. Con
dedos delgados y movimientos suaves, apartó el pelo del herido
para examinarle la herida. Entonces levantó la cabeza hacia William.
—Necesito un pedazo de tela. La mordaza servirá.
Él se la entregó, y ella la apretó fuertemente contra la herida que
su padre tenía en la cabeza. William se volvió.
—Agua —dijo a uno de los guardias. Musgrave frunció el ceño,
pero no interfirió. Al cabo de un minuto o dos, el guardia regresó con
un cubo de madera lleno de agua, el cual cogió William para
depositarlo en el suelo, junto a la muchacha.
Ésta mojó la tela en el agua y la pasó después por el rostro y la
cabeza de Armstrong. Cuando el herido se movió y gimió
ligeramente, le dio a beber un poco de agua formando un cuenco
con la mano derecha.
—Tranquilo, padre. Eso es.
A continuación le vendó la cabeza, aunque William se dio cuenta
de que su mano izquierda permanecía rígida y en posición extraña,
medio cerrada en un puño, y se preguntó si se habría herido en la
incursión, pero no parecía dolerle.
Al cabo de unos instantes, Armstrong se sentó y se recostó
contra la pared.
—Maldita cabeza —musitó—. ¡Me duele endiabladamente!
¿Dónde estamos, pequeña?
—En una mazmorra inglesa, la de Musgrave en persona—
contestó ella, con una mano apoyada en el hombro de su padre y
sentada a su lado con las piernas encogidas.
—Y a punto de pagar por el delito de robar mis caballos —
intervino Musgrave, avanzando hacia ellos—. ¡Dime, Archie!
¿Cuántos erais en total? Mis hombres me han informado de que
faltan cuatro caballos de mi establo y que la cerradura está rota. Sin
embargo, han encontrado sólo dos caballos y os han capturado a
vosotros dos. Tú no puedes haber hecho esto acompañado sólo de
una muchacha. ¿Dónde está el resto?
—¿El resto de qué? —preguntó Archie, llevándose una mano a
la frente.
—El resto de mis caballos —dijo Musgrave—. Tú te los has
llevado.
—¿Caballos? Lo único que recuerdo es haberme llevado unos
cuantos ronzales, ¿y tú me acusas de robar caballos? ¿Por quién
me tomas?—resopló Armstrong indignado.
—¡Te tomo por un ladrón de caballos! —replicó Musgrave.
—Hemos robado ronzales —dijo la muchacha—. Tal como él ha
dicho. —Su actitud se había calmado. Alzó la mirada en dirección a
Musgrave sin dejar de apoyar la mano protectoramente en el
hombro de su padre.
Musgrave había dicho que la joven era medio gitana. William
apreció aquella herencia en su piel tersa y de color miel y en su
gruesa cabellera negra. Sus ojos de color verde claro resultaban de
un notable contraste. Archie tenía los ojos de un color parecido,
aunque más corrientes y dentro de un rostro ancho y apuesto.
Les observó a los dos, intrigado. Una bonita joven gitana con un
viejo sinvergüenza por padre, pensó. Ladrones todos ellos. Pero
sabía que su propio padre había amado a aquel forajido como a un
hermano. Le debía a la memoria de Allan Scott hacer lo que
estuviera en su mano por ayudar a Archie Armstrong y a su hija.
Dentro de un día o dos, seguramente Musgrave sobornaría a
Armstrong para que apoyase la causa inglesa so pena de ahorcarles
a ambos. Pero no había necesidad de arrastrar a los Armstrong al
pozo de engaño en el que había caído él mismo. Frunció la frente,
pensando cómo podría convencer a Musgrave para que les dejara
en libertad.
—¡Ronzales! —escupió Musgrave—. ¡Ronzales!
—Sí, unas cuantas bridas de cuero, tres o cuatro juegos —dijo
Archie—. ¡Es difícil que eso justifique la captura de un hombre y de
su hija de una manera tan infame! Pero déjanos marchar y las
devolveremos, si es que de verdad te pertenecen a ti. ¿Dónde has
puesto los arreos, niña?
—Los dejé en el camino —respondió la aludida.
—Por todos los diablos… —Musgrave alzó el puño—. ¡Dime la
verdad!
Archie se frotó la cabeza.
—No recuerdo bien lo que hemos hecho esta noche. Tamsin,
después de esa estupenda cena, ¿qué más hicimos? ¿Jugamos
una tranquila partida de cartas, como tenemos por costumbre antes
de ir a la cama? ¿Algo de música? ¿Cómo hemos llegado hasta
aquí?
—Fuimos a montar a caballo bajo la luna, solos tú y yo.
—Ah, sí, hacía una buena noche para eso. Solos tú y yo.
—¡Mentís los dos! —gritó Musgrave—. ¡Te has llevado mis
caballos, maldito ladrón! ¡Como ya lo has hecho antes!
—¿Antes? —preguntó Archie blandamente—. ¿Quién has dicho
que eres?
—¡Bastardo! ¡Me conoces tan bien como yo a ti! ¡Llevas años
fastidiándome! —Musgrave se arrojó hacia adelante. La muchacha
lanzó ambos pies contra la gruesa pierna de Musgrave con
renovada ferocidad, semejante a una llamarada.
—¡Quieta! —William la agarró por los brazos y la izó hasta
ponerla en pie para poder sujetarla mejor, aunque ella intentó
zafarse—. Y tú, Jasper, tranquilízate.
—Muy bien, Armstrong —masculló Musgrave—. Recientemente
he sido nombrado delegado de lord Wharton, el guardián de la
Marca Mediana inglesa. Y éste es William Scott de Rookhope, cuyo
nombre seguramente habrás oído en vuestro lado de la frontera.
Mejor será que digáis la verdad, o me encargaré de que os
ahorquen a los dos. ¿Cuántos caballos habéis robado, quién estaba
con vosotros, y adónde han ido? Me refiero tanto a hombres como a
caballos.
—Eh, hemos robado ronzales, Jasper, aunque hace dos noches
tus hombres se llevaron ocho ovejas de mis tierras —rugió Archie al
tiempo que se esforzaba por mantenerse erguido—. ¡Desata a mi
hija! A ti te conozco, William Scott. El Cachorro del Rufián te
llamaban cuando eras sólo un mozalbete. Tu padre era un buen
forajido, el Rufián de Rookhope, ¡no había otro como él!
—Pero su hijo está de parte de los ingleses —musitó la joven.
William permanecía silencioso, distraído por el esfuerzo de
sujetar a la tenaz muchacha, que se retorcía en su afán de soltarse.
Apenas le llegaba al hombro, pero era fuerte y flexible.
—Sujétala bien, Scott, o haré que mis guardias se encarguen de
hacerlo —amenazó Musgrave—. ¡Compórtate, muchacha! Tú y tu
padre habéis sido atrapados robando ganado con las manos en la
masa. Tú eres medio de sangre gitana, y probablemente más
ladrona que tu padre. Si yo fuera tú, tendría miedo de lo que pudiera
depararme el futuro. ¡Archie! —Musgrave bajó la vista hacia
Armstrong—. ¡Piensa en tu hija! ¿Quieres ver cómo acaba en la
horca, igual que tus hijos?
La tensión inundó la pequeña celda cuando Armstrong fulminó
con la mirada a Musgrave. Luego cerró los ojos y sus mejillas
palidecieron aún más. Al cabo de un momento, lanzó un suspiro.
—Está bien —dijo—. Lo cierto es que tengo una brecha en la
cabeza. Tamsin, ¿has visto uno o dos caballos sujetos a esas
bridas?
La chica miró fijamente a su padre.
—Tal… tal vez.
—Tamsin y yo salimos a montar a la luz de la luna y
encontramos varios ronzales —explicó Archie a Musgrave—. ¿Fue
culpa nuestra que hubiera un caballo o dos sujetos a ellos en la
oscuridad? Och, deberías vigilar mejor tus propiedades, amigo,
cuando merodean por ahí de noche.
William, sin soltar a la muchacha, volvió la cabeza y esbozó una
sonrisa. Recordó que a su padre le encantaban las travesuras y el
ingenio de Armstrong. Se sintió invadido de pronto por un recuerdo
súbito, espontáneo, de su padre y Archie riendo a carcajadas, y le
entraron ganas de ensanchar su sonrisa, pero en lugar de ello
frunció el entrecejo.
—Ya basta —gruñó Musgrave—. ¡Ya basta de bromitas, Archie
Armstrong! Los dos pasaréis la noche en esta celda oscura, y ya
veremos cómo suplicáis por la mañana.
—Tomaré buena nota de esto, te lo aseguro —dijo Archie—. ¡Un
hombre herido y una muchacha bonita encerrados en una sucia
mazmorra! ¡Informaré de esto a la reina de Escocia!
—Tu reina no es más que un bebé que lloriquea —replicó
Musgrave.
—Pues presentaré mi queja a su madre —masculló Archie.
—Además, su padre, el rey Jacobo, nunca fue muy amigo de los
Armstrong —continuó Musgrave—. Hace unos doce años colgó a
unos cuantos de tus parientes, ¡y es una lástima que no te incluyera
a ti entre ellos! Pero ahora está muerto, y la corona escocesa y la
reina viuda te mostrarán incluso menos simpatías de las que habrías
recibido del rey Jacobo. Adelante, quéjate… ¡si es que eres capaz
de escribir algo!
—Mi hija sabe escribir muy bien, porque yo me he encargado de
su educación —repuso Archie—. Es cierto que al rey Jacobo no le
agradaban los Armstrong. Cuando era apenas algo más que un
muchacho, ahorcó a treinta de los míos, entre ellos al mayor pícaro
de todos, mi tío Johnnie Armstrong. —Archie hizo una pausa y
sacudió la cabeza con tristeza—. Pero el rey amaba a los gitanos.
Entregó un salvoconducto, y también el favor real, al abuelo de
Tamsin, Johnnie Faw del Bajo Egipto. —Miró a su hija, quien asintió
con la cabeza.
—Malditos ladrones —dijo Musgrave—. Pero puedo
aprovecharme de unos cuantos de ellos. Mañana tendré una oferta
que hacerte, Armstrong, y será mejor que la aceptes, o de lo
contrario tú y la chica os veréis haciendo gárgaras con una soga al
cuello antes del anochecer. —Dio media vuelta y echó a andar a
hacia la puerta de la celda—. ¡Rookhope, sigúeme! —rugió desde el
corredor.
—Voy a interrogarles un poco más y me reuniré contigo
enseguida —gritó William, y se volvió, aún agarrando a la muchacha
por el brazo—. Armstrong, escuchad bien a Musgrave. No habla en
tono de chanza.
—Bah —musitó Archie—. No tiene nada que decirme excepto
pedirme perdón. Debería recordarle cuántos caballos y ovejas se
han llevado sus hombres de mis tierras en estos últimos meses. —
Apoyó la cabeza en la pared y se tocó la frente, que había
empezado a sangrar otra vez bajo el vendaje—. Se lo diré yo
mismo, cuando pueda pensar como es debido. —Hizo una mueca
de dolor y cerró los ojos.
William miró a la joven, que había dejado de tirar para soltarse.
Había permanecido todo el tiempo muy consciente de su calor y
su fuerza mientras los otros hablaban. Por fin la soltó, esperando a
medias que ella le insultara o se abalanzara sobre él, pero la joven
se limitó a ladear la cabeza y contemplarle sin miedo ni
resentimiento.
—Decid a Musgrave que sólo nos hemos llevado unos cuantos
ronzales, tal como ha dicho mi padre. Robar arreos de caballos no
es un delito que se castigue con la horca. Decídselo, y nos dejará en
libertad.
Él la observó por espacio de unos instantes.
—Lo haría, si te creyera.
Capítulo 2

CREO que vos podéis ser mi esposo, dijo ella,


mi esposo y algo más…
«Proud Lady Margaret»

—¿No me creeis? —preguntó Tamsin, levantando la vista hacia


William Scott. A través de la puerta penetraba el resplandor de las
antorchas, parpadeando en un halo brillante alrededor del cabello
oscuro de William y de sus hombros anchos y cuadrados. Él se
acercó un poco más y la miró con expresión grave. Ella retrocedió
levemente.
—No estaba tan oscuro, muchacha, y tú y tu padre no sois tan
tontos —murmuró—: Ni yo tampoco lo soy. Musgrave cree que los
dos sois unos simples necios, pero yo opino de modo distinto.
Tamsin abrió más los ojos con la esperanza de fingir inocencia,
pero la mirada firme de él afirmaba que hablaba muy en serio y que
no la creía inocente ni por un instante. Seguro que a aquellos ojos
de intenso color azul no se les escapaba nada, se dijo. No se
parecía en absoluto a Jasper Musgrave.
Este hombre era delgado y duro, sorprendentemente apuesto y
de aguda inteligencia, todo lo contrario del antiguo enemigo de su
padre. Pero ella nunca había considerado la belleza ni la inteligencia
reflejo exterior de un carácter bondadoso; había aprendido a buscar
la verdadera personalidad de cada individuo. Si no fuera así, sus
propios defectos la habrían convencido hacía mucho de que ella
misma no valía gran cosa.
No podía permitirse rendirse al encanto del agradable aspecto
exterior de William Scott, ni tampoco se pondría de parte de él
basándose en el carácter del que había sido su padre, como
probablemente haría el padre de ella. Había oído hablar de este
hombre a su padre, una historia de un muchacho que fue capturado
hacía mucho tiempo por la corona escocesa para que sirviera de
rehén como garantía del buen comportamiento de los miembros de
su familia. Tal vez hubiera sido amigo de un rey, pero sus acciones,
hasta el momento, le decían que no era un hombre en quien confiar.
Y Tamsin tenía que ser sincera con él ahora, o de lo contrario se
arriesgaría a peores cosas.
—A mi padre le encanta molestar a Musgrave —admitió por fin
—. Jasper y él son enemigos desde que eran jóvenes. Mi padre
suele arreglárselas para escapar ileso, pero esta vez le han
atrapado. —Y de momento, Tamsin estaba sola para hacer frente a
la situación, pensó mientras miraba a su padre, que al parecer se
había dormido.
—Y a ti con él —dijo William Scott. Se cruzó de brazos y la miró
fijamente—. ¿Qué sucedió? ¿Y cómo es que Archie sale de
correrías con su hija?
—No salgo de correrías con él por costumbre —contestó ella—.
Me pidió que le acompañara porque se encontraba falto de hombres
capaces. —Se estremeció ligeramente al recordar los angustiosos
momentos de la noche anterior en que fueron capturados ella y su
padre—. Hace dos noches, los hombres de Musgrave robaron ocho
ovejas de nuestras tierras. Mi tío abuelo Cuthbert lo presenció y
conocía a los responsables, pero no pudo atraparlos. Mi padre juró
devolverles el favor. Pero la mayoría de sus parientes y camaradas
habían ido a Kelso, a la feria del mercado, y no quedaba nadie que
pudiera salir con él, excepto Cuthbert y yo.
William asintió.
—Yo mismo envié hombres y ganado a esa feria —dijo—.
Continúa. ¿Por qué iba a querer poner en peligro a su propia hija?
Robar ganado no es ningún juego, es un asunto serio y arriesgado.
—Yo soy muy ágil montando a caballo, me enseñaron los
gitanos, que saben más de caballos que la mayoría —dijo ella—. Mi
padre sabía que podría ayudarle a reunir el ganado que
pretendíamos llevarnos en pago por nuestras ovejas. De modo que
fui con él y con Cuthbert al lado inglés, y nos capturaron.
—Con los caballos de Musgrave en las manos —dijo William.
Tamsin se encogió de hombros y afirmó con la cabeza.
—Encontramos unos cuantos caballos que estaban pastando en
las tierras de Musgrave. A mi padre se le ocurrió que sería una
buena idea vender los caballos de Musgrave en la feria esta
semana, ya que es probable que Jasper acuda allí a vender
nuestras ovejas. Así que nos los llevamos. Cuando cruzábamos de
vuelta la frontera, caímos en una emboscada.
—¿Los hombres de Musgrave os estaban esperando?
—Así es. Casi logramos escapar, pero mi padre recibió un golpe
y cayó del caballo. Yo di la vuelta para socorrerle y me derribaron
también. Después nos trajeron aquí. —Apartó la mirada—. Mi tío
consiguió escapar. Al menos eso espero —murmuró.
—Lo hizo —dijo William—. Con el resto de los caballos.
Tamsin dejó escapar un suspiro de alivio.
—Nos estaban aguardando, ahora lo comprendo. Sabían que
iríamos tras ellos por haber robado las ovejas. Musgrave debió de
poner los caballos allí para pillarnos. No tiene por costumbre dejar
caballos pastando así por la noche.
William asintió, comprendiendo.
—Esta disputa entre tu padre y Jasper dura ya mucho tiempo.
—Desde que eran niños —repuso ella—. Sus respectivos padres
también peleaban a un lado y a otro de los límites de las tierras.
Pero no es una disputa de sangre, sólo es un poco de acoso. Mi
padre disfruta buscando modos de fastidiar a Musgrave, pero no
pretende hacerle daño de verdad. No habría placer en ello. Jasper
nos dejará libres dentro de un día o dos. Después de un poco de
descanso, volverán a la carga de nuevo el uno contra el otro.
—Yo no estaría tan seguro. Jasper no tiene el sentido del humor
de tu padre. Y además, en este preciso momento se encuentra bajo
la vigilancia de su rey Enrique. Puede que reaccione de modo
distinto al que tú crees. En lo que a él respecta, ándate con pies de
plomo.
Tamsin frunció el entrecejo.
—¿Por qué un desconocido se toma la molestia de advertirnos?
—No quiero presenciar un ahorcamiento —contestó William en
voz baja.
—La horca no es nada para un forajido como vos.
—Te equivocas—replicó él impulsivamente.
—Además, Jasper no se atrevería.
—Sí lo haría. En esta ocasión, creo que lo haría.
Tamsin sintió un cierto recelo.
—¿Por qué os preocupáis?
William cambió de postura y se volvió hacia la puerta. La luz de
laantorcha se derramó sobre su nítido perfil, su mandíbula firme, la
columna larga y ancha de su garganta.
—Me acuerdo de tu padre, aunque yo era un muchacho la última
vez que le vi —dijo. Su tono de voz era calmo y sereno. Ella le
contempló y sintió un extraño calor, en aquel lugar frío y húmedo, al
oír el timbre de su voz, la imperturbabilidad de su presencia—. Mi
padre tenía a Archie Armstrong en gran estima. En nombre de esa
vieja lealtad, te ofrezco mi consejo. Puedes aceptarlo o no, como
gustes.
—¿Por qué habría de confiar en vos? —preguntó Tamsin—. Sois
amigo de Musgrave, que es inglés, y enemigo de mi padre.
—No tienes ningún motivo para confiar en mí —dijo él con
sencillez, mirándola—. Pero puedes tener la certeza de que deseo
veros a ti y a tu padre fuera de este asunto, que no os atañe a
ninguno de los dos. Di a Archie que acepte todo lo que le sugiera
Musgrave. Decid que sí a todo y os dejará partir. De lo contrario,
puede ser que terminéis en la horca.
El corazón de Tamsin latía a toda prisa, pero no dejó ver el
miedo que sentía. Ladeó la cabeza y miró fijamente a William.
—He oído lo que hablabais con Musgrave. Sé que existe entre
vosotros alguna clase de plan. Mi padre jamás aceptará formar parte
de un complot inglés, y Jasper no nos colgará. Nos soltará por la
mañana.
Él la miró también.
—Robar caballos no es un delito sin importancia, muchacha.
Musgrave podría colgaros a los dos con todo el derecho. O podría
encerraros aquí durante meses, incluso años. No seas necia.
Ella frunció el ceño ante la insoportable idea de verse confinada
durante mucho tiempo en una mazmorra fría y oscura. Enfermaría
recluida en un lugar así, privada de libertad, privada del aire y del
sol. Igual que una planta arrancada de la tierra, se marchitaría y se
secaría. La idea la aterrorizó.
—Quiero ser libre. —Se encogió de hombros para disimular la
desesperación que contenía aquella afirmación—. ¿Quién no lo
desearía?
—Entonces toma la libertad, sin que importe el precio, cuando él
te la ofrezca.
—¿Qué precio? ¿Qué va a ofrecernos?
—Algún tipo de soborno. Os pedirá que os unáis a los ingleses
en alguna causa. Debéis aceptar.
—¿Qué causa?
—No lo sé.
—Y sin embargo vos habéis aceptado ayudarle, ¡os he oído!
Sois un canalla mayor de lo que yo había imaginado. ¡Habéis
aceptado soborno de él!
—Esto no es de tu incumbencia, muchacha —repuso William. Se
acercó a Tamsin y le habló en tono tan bajó que sólo ella pudo oírle.
Suave y profunda, la potencia de su voz le recorrió todo el cuerpo
igual que si la hubiera tocado—. Sólo te estoy sugiriendo que digas
a tu padre que acepte la oferta y aproveche el indulto que la
acompañará.
Tamsin no se sentía acobardada por la firme mirada de William ni
por la proximidad de su cuerpo. Notaba el calor que irradiaba y su
aliento suave, con cierto olor a vino, en el rostro. Deseaba mostrar
una actitud desafiadora, pero en cambio sintió el súbito impulso de
recostarse sobre él y aceptar la ayuda que parecía ofrecerle. Se
resistió a dicho impulso, aunque su presencia la cautivaba. Se dijo a
sí misma que aquel hombre no era digno de fiar y que no le
preocuparía en absoluto lo que les ocurriera a un ladrón de ganado
y a una gitana.
Pero el corazón se le aceleró al recordar, involuntariamente, lo
que había sucedido entre ellos un poco antes. Cuando él le cortó las
ligaduras de las manos, su cuchillo la hirió, y también se hirió a sí
mismo. Y aquel acto había arrojado su corazón y su mente a un
torbellino del que aún no se había recuperado.
La hoja de un cuchillo, un giro de la mano, un momento de
sangre compartida; aquellos elementos formaban parte de la
costumbre gitana de contraer matrimonio.
Aquel descubrimiento volvió a hacer que se le nublaran las ideas
y que se le aflojaran las rodillas. Ahora no podía pensar en eso, con
la mirada de él clavada en ella mientras aguardaba su respuesta. Se
le secó la boca y tuvo que desviar los ojos. No debía decir nada de
aquella situación típica de matrimonio, aunque su corazón parecía
tener dificultades con ella.
—¿Has oído lo que he dicho? —preguntó William—. Quiero que
aceptes lo que Musgrave te diga que hagas.
Ella respiró hondo y levantó la vista hacia él.
—Ni mi padre ni yo aceptaremos ayudar a los ingleses.
—Sospecho que tu padre es un pícaro de tomo y lomo. Una vez
que esté libre, eludirá a Musgrave totalmente hasta que este asunto
haya terminado. Di a Archie que consienta, pero que no acepte
dinero, para no permitir que Musgrave tenga ningún poder de
verdad sobre él.
—¿Por qué habría de decirle eso a mi padre?
—Porque, pequeña, te preocupas más por el bienestar de tu
padre que por el tuyo propio —respondió William casi en un susurro.
Ella contuvo la respiración al sentir la fuerza misteriosa y sensual de
aquella voz, y todo su cuerpo pareció derretirse al oírla. Retrocedió
levemente—. Haz lo que te digo. Dile que escuche a Jasper. Es más
importante de lo que te imaginas.
Tamsin suspiró y miró a su padre.
—Padre, ¿oyes lo que dice este hombre? —le preguntó, pero
Archie no se movió. Ella frunció el ceño y se inclinó sobre él—.
Padre, háblame. ¿Estás bien?
Su padre dijo algo entre dientes y movió la cabeza. Alarmada,
Tamsin se arrodilló a su lado a pesar de las ataduras que le
sujetaban los tobillos.
—Padre, ¿qué necesitas?
Archie gimió suavemente. Le tocó la cabeza con la mano
izquierda cerrada y escondida en el guante de cuero. Más una
manopla que un guante, las costuras formaban un dibujo que
imitaba cuatro dedos juntos que ocultaban hábilmente la
deformidad. Tamsin mojó la mano sin guante en el agua fría del
cubo y se la dio a beber a su padre. Este tomó un sorbo a duras
penas y volvió la cabeza. El vendaje, empapado de sangre, se le
resbaló de la frente. Tamsin intentó ajustarlo con una mano,
mientras Archie se deslizaba de costado a lo largo de la pared.
—¡Padre! —exclamó, tratando de sostenerle.
—Eh —musitó él. William hincó una rodilla junto a Tamsin y tomó
a su padre por los hombros.
—Armstrong —dijo en tono urgente—. Archie Armstrong.
Archie hizo una mueca.
—Eh… Déjame dormir…
William amontonó un poco de paja para formar una improvisada
almohada y ayudó a Archie a tenderse. Le levantó los párpados, le
dio unas suaves palmaditas en las mejillas y recibió una respuesta
irritada.
—Sólo necesita dormir. Se pondrá bien —le dijo a Tamsin.
Con la mano derecha, la muchacha tiró del vendaje de Archie.
—Tengo que arreglar esto otra vez—añadió—. Antes lo he hecho
bastante mal. —Separó el extremo de la tela con los dedos.
—¿Qué te ocurre en la otra mano? —le preguntó William—. ¿Te
has herido? Deja que yo lo haga. —Se encargó de la tarea de aflojar
el vendaje.
Su contacto era cálido y amable. Tamsin se apresuró a apartar
los dedos como si huyera de una llama. Al mismo tiempo, escondió
de la vista su mano izquierda.
—A mi mano no le pasa nada —repuso en tono rígido. William
gruñó escéptico y deshizo el vendaje para dejar al descubierto el
bulto hinchado y abierto que Archie tenía en la frente. Limpió la
sangre con la tela y miró a Tamsin. —Vamos a necesitar otro trapo.
Ella asintió.
—Lo arrancaré de mi camisa. —Y empezó a desabrochar los
ganchos que cerraban la parte delantera de su jubón de cuero con
los dedos de la mano derecha.
—Deja que te ayude —dijo William, tocándole la muñeca. Pero
ella le apartó la mano—. No pretendo ofenderte, muchacha —gruñó
—. Es evidente que tienes la mano izquierda herida…
—Mi mano está perfectamente —replicó ella de nuevo. William
enarcó una ceja y se volvió para apretar el paño mojado contra la
herida de Archie.
Tamsin reanudó la tarea. De uno en uno, fue soltando los
ganchos con movimientos rápidos y hábiles, acostumbrada a usar
una sola mano. El jubón se abrió, y ella tiró de la camisa de lino que
llevaba metida en las calzas.
—Aquí tenéis. Cortad una tira con el cuchillo —le dijo. Él
obedeció.
En cuestión de unos momentos, envolvió y sujetó la tela
alrededor de la cabeza de Archie. Tamsin se quitó el jubón y lo
dobló, y después se lo entregó a William, quien lo colocó debajo de
la cabeza de Archie para que hiciera las veces de una almohada
más cómoda que la paja sucia.
—Por la mañana estará bien —dijo William cuando Archie
empezó a roncar—. Sólo cerciórate, durante la noche, de que
duerme profundamente y no se desmaya. Zarandéale de vez en
cuando para despertarle.
Ella asintió con la cabeza, consciente de que su padre podría
deslizarse hacia la inconsciencia con semejante herida en la
cabeza. Entonces se dio cuenta de que también ella tendría que
tumbarse a dormir en aquella mazmorra que parecía una cueva.
Sintió un escalofrío y se rodeó la cintura con los brazos.
—Me quedaré despierta toda la noche.
William suspiró. Se agachó junto a ella sobre una rodilla y la
miró.
—Escúchame —le dijo—. No estoy de acuerdo con que se
encarcele a mujeres. Pero ésta es la casa de Musgrave, y no voy a
interferir mientras él os tenga bien cuidados. Haré que os envíen
mantas y comida. Primero déjame que te mire la mano herida.
—No estoy herida. —Tamsin escondió la mano enguantada bajo
el brazo.
—No puedes valerte de ella —replicó William—. ¿Te las has
roto? ¿Te heriste en la pelea?
—Está bien —respondió ella, esta vez con los dientes apretados.
No pensaba mostrarle su mano pequeña y deforme.
—Si no eres capaz de admitir una debilidad, de acuerdo,
muchacha —añadió él—. Yo peco de lo mismo. Pero creía que las
mujeres no sufrían esos ataques de orgullo.
Tamsin no contestó y se limitó a frotarse los brazos por el frío.
—Tienes frío —observó William con calma.
Ella bajó los ojos. A través del pálido tejido de la camisa de lino
se vio —igual que la vio él— la forma de sus senos y los pezones.
Se cubrió con los antebrazos y le dirigió una mirada de pocos
amigos.
William desabrochó los botones de peltre que cerraban su jubón
de lana parda, se lo quitó y se lo tendió a la muchacha.
—Toma esto.
Tamsin titubeó un momento, y después introdujo los brazos por
las mangas. La prenda conservaba aún el calor de su cuerpo.
William cambió de postura y extendió un brazo para colocarle el
jubón sobre los hombros. Le apartó la barbilla y abrochó el botón del
cuello, y luego pasó al botón siguiente. Ella no intentó impedírselo.
Los botones eran más difíciles de manejar que los ganchos y los
lazos. Permaneció en silencio, observándole mientras trabajaba.
Era un placer contemplarle, sus hombros anchos y su fuerte
cuello, fáciles de apreciar a través de la camisa floja. La luz de las
antorchas resaltaba la bien definida estructura de su rostro y su
cabello grueso y brillante. De rodillas los dos, cara a cara, Tamsin
percibía nítidamente su olor cálido y confortable: humo,
masculinidad y algo dulce y fuerte a la vez, como la canela. Mientras
se afanaba con los botones, iba despertando extrañas sensaciones
en ella, como si fuera un pedazo de hierro atraído por un imán.
William había mostrado amabilidad con ella y con su padre, pero ella
sentía cierto recelo. Al fin y al cabo, él era huésped del castillo de
Jasper Musgrave y cómplice en alguna clase de complot de los
ingleses.
—Decidme —le dijo—: ¿Por qué apoyáis el plan de Musgrave,
sea cual sea?
—¿Y por qué no habría de hacerlo? —replicó él.
Tiró de la pechera abierta de la prenda para juntar los bordes
sobre el pecho de la joven y apretar bien los botones. Una sutil
sensación la recorrió de arriba abajo cuando las manos de él se
detuvieron un instante y después siguieron bajando. Se dijo a sí
misma que era sólo el agradable calor del grueso jubón de lana.
—He… He oído contar historias de vuestro padre —respondió
Tamsin, con la respiración curiosamente alterada por el movimiento
de las manos de él—. He oído baladas que hablan de sus
hazañas… El Rufián de Rookhope le llamaban.
—Así es —repuso William en tono hosco, concentrado en un
botón difícil.
—Allan Scott era un osado ladrón de ganado, según dicen. Pero
con independencia de los problemas que creara, jamás robó a
escoceses de la frontera, sólo a ingleses.
—Conozco la historia de mi padre. ¿Adónde quieres llegar?
—Me pregunto cómo es que el hijo de un hombre así puede
aliarse con los ingleses en un siniestro plan.
—Ya que ninguno de los dos conoce el plan en su totalidad, no
podemos juzgar si es bueno o malo.
—Jasper Musgrave sólo es capaz de cometer maldades. ¿Qué
habéis aceptado hacer para él?
—Eso —dijo William, moviendo las manos por debajo de la
cintura de ella— no es asunto tuyo, muchacha.
Juntó las dos partes del jubón por encima de los muslos de ella.
La sensación que estalló de pronto en la parte inferior de su cuerpo
fue tan intensa y repentina que Tamsin sintió el deseo de apartarse
de un salto.
—Sí es asunto mío —replicó en tono más duro—; nos afecta a
mi padre y a mí.
—No os afectará a ninguno de los dos si sigues mi consejo,
hacéis lo que os diga Musgrave, y salís de aquí lo más rápidamente
que os sea posible.
Abrochó el último botón y se puso de pie. Permaneció un
momento mirándola, como un mítico dios guerrero, con las manos
ligeramente apoyadas en las caderas y la camisa abierta en el
pecho, las poderosas piernas separadas y embutidas en largas y
lustrosas botas de cuero y calzas negras.
—Musgrave tiene derecho a arrestarte a ti y a Archie —dijo—. El
consejo escocés no protestará si os ejecuta a los dos. Las vidas de
un insignificante ladrón y de una gitana, aunque sea una mujer, son
poca cosa si se comparan con la paz en la frontera.
—Sería más honroso morir en la horca —exclamó ella
impulsivamente— que aliarse con los que vos apoyáis, Rookhope.
—En efecto —murmuró él—. Tal vez sea así. Pero ya verás que
no tienes otra alternativa.
—¡Seguro que vos sí la tuvisteis!
—La tuve —contestó William—. Ciertamente la tuve. —Extendió
una mano hacia ella, con la palma vuelta hacia arriba, para ayudarla
a incorporarse.
Ella miró la ancha palma y tocó con la punta del dedo la larga
línea que atravesaba el centro de la misma.
—Veo aquí que poseéis una mente aguda —le dijo. Se inclinó un
poco más y escrutó su mano a la débil luz—. Y estas líneas me
dicen que sois fuerte en muchos aspectos, de voluntad, de corazón,
de cuerpo. De modo que no entiendo por qué os habéis unido a un
hombre malvado como Jasper Musgrave.
William cerró la mano.
—¿Qué tonterías son ésas, gitana? —le preguntó en tono suave
—. No te he dado permiso, ni dinero, para que me leas la fortuna en
la mano.
Ella se sentó sobre los talones.
—Consideradlo como un pago por vuestro consejo.
Él la observó por espacio de unos instantes.
—Procura seguir ese consejo mañana por la mañana. —Dio
media vuelta y salió de la mazmorra.
Su padre roncaba y los guardias paseaban y murmuraban en el
corredor de fuera. Arropada por aquellos sonidos, Tamsin dejó
escapar un suspiro y apoyó la cabeza en la pared. Cerró los ojos,
pero no pudo calmar sus pensamientos y sus emociones. Por
encima de todo, William Scott seguía presente en su mente.
Recordaba su cara, su voz, su contacto y su amabilidad, así como el
momento en que cortó las ligaduras que le inmovilizaban las
muñecas. El corte sufrido en la muñeca era pequeño y había
sangrado sólo un poco, pero su importancia era muy grande.
Se frotó la pequeña herida con el dedo y suspiró. William Scott le
había dado vuelta a la mano y, sin darse cuenta, había tocado su
piel con la de ella, mezclando la sangre de ambos. Estuvo a punto
de lanzar una exclamación de sorpresa, sin saber muy bien cómo
debía reaccionar. Estaba segura de que Scott no sabía lo que había
hecho, pero ella sí lo supo inmediatamente. Según la costumbre
gitana, el corte con un cuchillo y el acto de mezclar la sangre,
acompañados de un voto, creaban un vínculo matrimonial entre dos
personas. Había presenciado esa ceremonia incontables veces en
los campamentos gitanos. Archie había desposado a su madre de
aquella forma.
La aturdía el hecho de ver cómo el acto tenía lugar de manera
espontánea. No sabía qué pensar. Su padre y sus abuelos, si
hubieran sido testigos del incidente, lo hubieran considerado
significativo, un matrimonio celebrado por la mano del destino. Ella
era la única que sabía que se había creado un vínculo matrimonial
entre ella y William Scott. Y debía guardar silencio.
Lo irónico del incidente la sorprendió en gran medida. Nunca
había pensado en tomar parte en una unión así. Durante años, tanto
su padre como su abuelo le habían buscado un marido. Escoceses
o gitanos, un hombre tras otro habían rehusado arriesgarse a tomar
por esposa a una joven con horribles imperfecciones: aquella mano,
aquella sangre contaminada. Al principio se sintió profundamente
humillada; conforme fue pasando el tiempo y los rechazos fueron
sumándose, decidió que no quería casarse. No existía el hombre
que pudiera aceptarla y amarla tal como era, y ella no se casaría
con un hombre que hubiera sido sobornado o suplicado.
William Scott no sería diferente de los demás. Si su padre le
hubiera tanteado, habría reaccionado de igual manera que los otros.
Tal vez hubiera mostrado un horror mayor al saber que de hecho ya
había tenido lugar parte de la ceremonia de casamiento, según una
decisión del destino.
Cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas y se dijo a sí
misma que aquel momento no tenía importancia, había sido un
accidente, nada más. Pero experimentó una sensación de pérdida y
rechazo. Sabía que su padre apreciaría grandemente una unión
entre su hija y el hijo de su camarada. El hecho de darse cuenta de
que aquel matrimonio accidental jamás podría hacerse realidad, le
provocaba una inmensa tristeza.
Aspiró profundamente y se dijo que jamás podría permitir que su
padre ni el mismo William Scott se enterasen del ritual matrimonial
que había tenido lugar entre ambos.
Capítulo 3

BUSCAR agua caliente bajo el frío hielo


sin duda es una gran necedad.
He pedido gracia a un rostro que gracia no tiene,
¡pero no la he encontrado para mis nombres ni para mí!
«Johnie Armstrong»

Las sogas que le ataban las muñecas resultaban muy


incómodas. Tamsin reprimió un gesto de dolor y movió los hombros
donde se encontraba, sentada y recostada contra la pared. Esa
mañana habían entrado en la mazmorra dos guardias con más pan
y cerveza, además de la comida y las mantas que habían traído la
noche anterior, y antes de marcharse les habían atado las manos a
ella y a su padre.
Flexionó la mano izquierda, todavía enfundada en el guante, y
miró a su padre. El hombre estaba sentado junto a ella, con los ojos
cerrados, pero Tamsin sabía que estaba descansando más que
durmiendo. Las sombras llenaban la celda, aunque la luz del día se
filtraba por una alta ventana en forma de rendija. Las antorchas
iluminaban con luz parpadeante la pared situada al otro lado de la
puerta reforzada con bandas de hierro, y oía a los guardias
conversar en voz baja.
Archie se había despertado hacía poco para comer un poco de
pan y tomar un sorbo de cerveza. Tenía la frente cubierta de
hematomas y sus movimientos eran lentos, aunque habló con
energía y se tomó un poco a broma su estado. Tamsin estaba
segura de que el golpe en la cabeza, propinado con la hoja de una
espada en el momento de su captura, le había mermado las fuerzas
más de lo que él quería admitir.
Sin duda el destino les había acompañado, pensó con un
estremecimiento. Tenía la sensación de que había tenido lugar un
cambio en el curso de su vida, como si la hubiera azotado una
ráfaga de viento cargada de tormentas y promesas; de algún modo,
tenía la sensación de que tal vez ya nunca volvería a ser la misma
después de aquello. Lo único que podía hacer era esperar que lo
que el destino les tenía reservado a ella y a su padre no fuera la
más definitiva de las suertes. William Scott tuvo razón al decir que
Jasper Musgrave podía ejercer su poder como guardián delegado.
Tamsin no estaba preparada para morir, y sospechaba que tampoco
lo estaba Archie.
—Padre —dijo, mirándole—. Estás cansado. Apóyate en mi
hombro. Ven. —Se deslizó hasta su lado.
—Anda, pequeña, tú no puedes ni sostenerme —gruñó él con
afecto—. Te preocupas igual que una vieja. Estoy bien.
—Tienes la frente amoratada. Parece que te hubieras peleado
con el mismísimo Viejo Nick y hubieras perdido.
—¡Insultos! ¿Iba yo a perder una pelea con ese diablo? Además,
soy un hombre muy guapo. Bueno —añadió con una débil sonrisa
—, no tanto como ese joven Rookhope, claro.
—Oh —dijo ella—. No es tan guapo.
—Se parece mucho a su padre, alto y de pelo negro como ala de
cuervo, pero con los ojos azules de su madre. Un hombre lo
bastante guapo como para ablandar el corazón de una muchacha.
—Sonrió—. ¿Qué? ¿Qué opinas?
Tamsin compuso una mueca.
—Opino que has oído demasiadas baladas.
—Och, pero al menos un poco te agradará, ¿no?
Tamsin captó una nota de esperanza en su voz y comprendió
que debía convencerle de otra manera.
—Scott de Rookhope no es un hombre adecuado para mí —dijo,
un tanto a la ligera—. Además, es amigo de Musgrave. Y
probablemente estará casado. ¿Has pensado siquiera en eso? Tu
constante búsqueda de un marido para mí, y de ese modo un
compañero de correrías para ti, resulta agotadora. Se lo preguntas
casi a cada hombre con el que nos topamos. ¡Me sorprende que no
le hayas preguntado a Musgrave si necesita una esposa!
—Eh, tengo mis límites —musitó Armstrong—. Es cierto que
pensé en su hijo Arthur, pero dicen que se ha comprometido
recientemente. —Sonrió con malicia, y Tamsin vio que le estaba
tomando el pelo. Su padre nunca querría por yerno a un Musgrave.
—No deseo un marido —susurró furiosa, oyendo a los guardias
al otro lado de la puerta—. Nadie me quiere, así que ¿por qué
debería yo quererles a ellos? A estas alturas me has ofrecido a
tantos…
—Sólo unos doce o así —repuso Archie—. Apenas he
comenzado.
—¡Que apenas has comenzado! —Un chillido de indignación—…
¡Llevas años buscando, y todos han declinado tu oferta! ¡Oh, a
algunos les gustaría llevarse a la cama a una gitana sin pensárselo
dos veces, pero ninguno quiere casarse con una, en particular una
marcada por el demonio en el momento de nacer!
—Tamsin —dijo su padre, suspirando—. Yo me casé con una
gitana, y fui feliz con ella, aunque duró poco. Es triste lo que algunos
opinan de ti. Tú eres una joven bonita, y te encontraremos un
hombre.
—¡No! ¡Se acabó! No pienso casarme con ningún hombre al que
haya que sobornar o suplicar. Además —agregó—, es posible que
nos ahorquen aquí.
—No me gustaría verte ahorcada siendo virgen.
—Oh, padre —exclamó ella consternada—. ¿Qué importa eso?
—Ah, pero por ver de nuevo al joven Will Scott de Rookhope —
prosiguió Archie como si no la hubiera oído— ¡casi ha valido la pena
que nos capturaran! —Lanzó una mirada a su hija. Ella le miró
ceñuda a propósito.
—¿Y qué es lo que crees que está haciendo Rookhope aquí? —
le preguntó con rudeza—. ¡No está de visita por ser día festivo, eso
puedo asegurártelo! Y no te atrevas a preguntarle si desea una
esposa —se apresuró a añadir—. Ya tenemos graves problemas.
Piensa en eso, y en nada más.
—Pienso en eso. Si pierdo la vida, quiero que alguien cuide de ti
y de Merton Rigg cuando yo no esté.
—Si salimos vivos de ésta, yo cuidaré de Merton Rigg. Y también
cuidaré de ti y del tío Guthbert. Olvida la idea de que un hombre
querrá tomarme por esposa.
—En otro tiempo había un muchacho destinado para ti —musitó
su padre.
—¿Cómo has dicho? —Tamsin le miró con los párpados
entornados.
Él se agitó un poco.
—Veré lo que puedo hacer, eso es todo. Ya veré.
—Oh, claro. El verdugo te pondrá la soga al cuello, y tú le
preguntarás si está casado y si le gustaría quedarse con una gitana
manca.
—Tal vez lo haga —repuso él con un guiño que le costó un gesto
de dolor—. Tamsin, escúchame. Lo que yo deseo para ti es este…
un hombre al que no le importe tu mano deforme ni el color de tu
piel, sino que dé calor a tu corazón y tú al suyo, como el fuego de un
hogar. —Sonrió abiertamente—. Y ha de ser un bandido tan bueno
como tu padre.
—Padre —dijo ella, profundamente conmovida—. Te lo
agradezco, pero no hay otro bandido como tú. —Le obsequió con
una sonrisa de afecto—. Me pregunto… A lo mejor podemos salir de
ésta después de todo, aceptando lo que nos exija Musgrave, tal
como dice Rookhope.
Archie soltó un gruñido.
—Prefiero que me cuelguen. Estaré muerto para cuando se
ponga el sol, y rogaré por tu perdón.
—Estarás a salvo. —Tamsin le tocó la muñeca, que estaba
sujeta con ataduras como la suya, y le abrió la mano—. Tu línea de
la vida es larga y profunda. —Esperaba tranquilizar a su padre, y a
sí misma.
—Och, ¿trucos egiptanos otra vez? Pasas demasiado tiempo
con tu abuela gitana. Te dejo viajar con los gitanos, y tú aprendes
malignas costumbres paganas. —El tono era otra vez humorístico.
—Poco tiene de maligno leer la historia de una vida en la palma
de la mano, si fue Dios quien la puso ahí. Los gitanos saben leer las
líneas, eso es todo.
—Muchos pagan buenas monedas de plata para que les lean las
manos. Aunque a mí nunca me ha parecido que sirva para nada…
ni que sea maligno, para serte sincero. Pero debo decir que tus
parientes gitanos te enseñaron a tener buena maña con las cartas
de figuras. Ah, no hay quien pueda ganarte con las cartas. Esa sí es
una buena destreza, ya lo creo. —Sonrió.
Tamsin le tocó ligeramente la mano con la yema del dedo.
—Vivirás más que todos nosotros. Eres demasiado testarudo, y
afortunado, para abandonarnos demasiado pronto.
—Ah, mi suerte no va a durar siempre. —Lanzó un suspiro—.
Tamsin, si de verdad voy a morir, hay una cosa que debes saber —
dijo solemnemente—. Mi sueño más preciado es que te cases con el
hijo de Rookhope. Tengo ese deseo desde que naciste y él no era
más que un chiquillo. Allan también lo deseaba.
Tamsin nunca había oído estas cosas, y se preguntó si la herida
de la cabeza y la situación en que ambos se encontraban tendrían la
culpa de que su padre se pusiera sentimental con respecto al hijo de
su querido amigo.
—Padre —dijo suavemente—, los sueños son maravillosos por
la noche, pero no llegan a nada cuando se hace de día. Olvídate de
ése.
—Los sueños pueden llegar a mucho si uno no renuncia a ellos
—replicó Archie—. Este es mi sueño más querido, el que guardo
dentro de mí desde hace años. Jamás creí que fuera a ser posible,
pero ahora el muchacho ha regresado de la corte. De modo que si
me ahorcan hoy, debes recordar lo que te he dicho y acudir a
Rookhope y contarle cuál era mi deseo.
Tamsin inclinó la cabeza. Se sintió inundada por una sensación
de culpa, pues sabía que jamás podría contarle a su padre la
accidental unión de sangre que había tenido lugar entre ella y
William Scott. Archie le concedería demasiado valor. Permaneció en
silencio, insegura de cómo responder.
—Me parece —dijo Archie— que Will Scott es justamente el tipo
de forajido que tú quieres, pequeña. Un forajido estupendo, de buen
corazón. Anoche nos ayudó a los dos.
—Pero en realidad no le conozco —replicó ella—. Ni tú tampoco.
—Es el hijo de Allan Scott —dijo Archie con firmeza—. Es otro
Rufián de Rookhope.
—Pero el hijo no es como su padre. Tú me dijiste que William
Scott fue tomado como rehén cuando era un muchacho y educado
en la corte del rey.
—Sé que gozó de un confinamiento refinado, que fue instruido
junto al propio rey Jacobo, compartió sus tutores, aprendió lenguas,
letras, libros, cosas así. Y sé que fue amigo y consejero del rey
Jacobo. Un buen muchacho, este Will Scott. No regresó a Rookhope
hasta el año pasado, tengo entendido.
—Él no es el forajido de la frontera que tú quisieras que fuera. Es
un hombre de la corte y amigo de los ingleses. Sé que fuiste un
amigo leal de Allan Scott, y él amigo tuyo, pero eso tal vez te esté
poniendo una venda en los ojos para no ver la realidad en el caso
de su hijo. No le conocemos. Quizá sea ciertamente un traidor,
padre.
Archie guardó silencio. Después soltó un gruñido.
—De acuerdo, es posible que sea un canalla corrupto. Pero
también es posible que sea un apuesto granuja como Allan. Aún no
lo sabemos. Mírale la palma de la mano, y podrás distinguir si es un
proscrito bueno o malo.
—La lectura de la mano no sirve para espiar la personalidad de
un hombre —repuso Tamsin. No podía decir a su padre que ya
había visto la mano de William brevemente y que las cualidades que
había observado allí no hacían sino afirmar la opinión que su padre
tenía de él.
—Yo no necesito mirarle la mano—dijo Archie—. Sé que es un
hombre excelente y digno de confianza. El Cachorro del Rufián le
llamábamos, aunque era todavía un chiquillo imberbe y la sombra
de su padre. —Sonrió ligeramente para sí mismo, como si estuviera
perdido en sus recuerdos.
Tamsin dejó escapar un suspiro de exasperación.
—¡Está confabulado con Musgrave en algún asunto secreto! —
Dirigió una mirada a la puerta al tiempo que un guardia pasaba por
delante, y bajó la voz—: Ya te he contado lo que me dijo. Acepta lo
que Musgrave te ofrezca, sea lo que sea, o nos colgarán a los dos.
—¿Ves? Rookhope ha tratado de ayudarnos. Es un proscrito
bueno.
—¡Quiere que nos pongamos de parte de los ingleses! —insistió
ella.
—¡Eh, guardia! —llamó Archie. El aludido apareció de nuevo y
les miró—. Dime: ¿Rookhope está casado?
Tamsin suspiró y sacudió la cabeza negativamente en un gesto
de frustración.
—¿Qué? ¿Casado? —El guardia frunció el entrecejo—. No, creo
que no.
—¡Ah!—Archie lanzó a Tamsin una mirada triunfante.
—¡Prométeme que no le dirás nada a él acerca de tomar esposa!
¡Padre, debes prometerlo!
Archie, rezongando, lo prometió y cerró los ojos.
***
Más tarde, Tamsin y su padre siguieron a los guardias al exterior
de la mazmorra y ascendieron por una estrecha escalera de caracol.
Archie tropezó, lo cual alarmó a Tamsin, pero recuperó el equilibrio.
Salieron a un corredor en penumbra y lo siguieron hasta que los
guardias se detuvieron frente a una puerta de madera en forma de
arco.
—Entrad. —Uno de los guardias dio unos golpes en la puerta y
la abrió.
Tamsin penetró en la cámara, que contenía una gran cama
acortinada y varios muebles. Una ventana, con las persianas
inferiores abiertas, dejaba entrar la luz dorada del sol en la
habitación. Pasó junto a la cama y se detuvo en medio del suelo de
tablones de madera, con su padre detrás.
Tres hombres les observaban. William Scott estaba de pie junto
a la ventana, con un hombro apoyado en la pared en actitud
elegante. No muy lejos, Jasper Musgrave y un tercer hombre, más
joven que los otros dos, sentados en sendas sillas detrás de una
mesa.
A la luz del día, Jasper Musgrave era enorme, de piel pálida y
pastosa, cabello gris y ralo, y llevaba un jubón acolchado de color
granate que se le tensaba a la altura del estómago. Como contraste,
William Scott era delgado y atractivo a la vista. De largos miembros
y cabello negro, con el mentón oscurecido por barba de varios días,
vestía ropas que, aunque eran de corte simple, resultaban mucho
más elegantes en su sencillez que el recargado jubón de satén que
llevaba Musgrave. Su discreta fuerza y su simplicidad le daban la
apariencia de ser el retrato de un ángel oscuro e impresionante,
frente a la imagen de glotonería que ofrecía Musgrave.
A pesar de su atractiva belleza natural, a pesar de su amabilidad
de la noche anterior —Tamsin todavía llevaba puesto su jubón
marrón—, se permitió mirarle sólo a él. La asociación de William con
Musgrave la hacía sospechar de su personalidad. Ojalá su padre lo
viera así también.
El tercer hombre era una versión más joven y más esbelta de
Jasper Musgrave, y tenía facciones agradables. El joven parecía
distraído, como si se hubiera vuelto opaco bajo la fuerza de William
Scott y la maciza presencia de Jasper Musgrave.
Los guardias murmuraron algo con Musgrave y se marcharon,
cerrando la puerta tras ellos. William Scott observó a Tamsin con
mirada fija, sus ojos azules centelleando iluminados por el sol que
penetraba por el cristal de la ventana. Ella desvió la mirada… y
entonces dejó escapar una ligera exclamación.
Sobre la mesa cubierta de papeles descansaba el grueso lazo de
una horca, al lado de unas cuantas copas y una jarra de vino.
Musgrave estaba jugando con el extremo de cáñamo que colgaba
de la mesa y observaba a Tamsin y a Archie con los párpados
entornados.
Tamsin respiró hondo y alzó la barbilla.
—¿Del techo, Jasper Musgrave? ¿Pensáis ahorcarnos aquí
mismo?
—Calla, gitana, a no ser que yo te diga que hables. —Musgrave
soltó la cuerda y cogió una copa, de la que bebió ruidosamente. A
su lado, el hombre más joven rebuscó entre los papeles.
Scott cruzó los brazos sobre el pecho y no dijo nada. Su actitud
distante le separaba de los otros, pero Tamsin vio que se le contraía
un pequeño músculo en la mandíbula y que un leve rubor teñía sus
mejillas al mirar a los otros. Puede que tuviera el cabello negro
como ala de cuervo, pensó, pero poseía una tez clara e impactante.
Lo que no podía adivinar era qué aguijoneaba su conciencia o
despertaba su ira para provocar aquel rubor.
—Eh, Arthur —dijo Archie al joven—. ¿Has venido a proteger a
tu padre de mí?
—Mi hijo está aquí como delegado mío —dijo Jasper. Arthur
asintió con un gesto.
—Tu muchacho es un buen ladrón de ganado—dijo Archie—. Me
ha robado ovejas y caballos, lo sé. Y ahora es un delegado. ¡Qué
excelente muchacho! —Su falso entusiasmo llevaba una gota de
sarcasmo.
Tamsin dirigió una mirada de advertencia a su padre, pero éste la
ignoró.
—Tengo una oferta que hacerte, Archie —dijo Jasper.
—No soy un subordinado tuyo en ningún aspecto —replicó
Archie con rigidez.
—Como jefe capaz de reunir cien hombres… —empezó Arthur.
—Doscientos —interrumpió Archie—. Todos bandidos.
—Exactamente lo que necesitamos —dijo Jasper—. Tal vez seas
un bandido, pero tu nombre es respetado entre los escoceses de la
marca. Hay muchos hombres que te seguirán como jefe.
Tamsin miró ceñuda a William Scott, cuya expresión seguía
siendo impasible aunque los hoyuelos sonrosados de sus mejillas
dejaban entrever lo que estaba pensando. Había algo en aquella
reunión que le molestaba o le enfurecía. Se preguntó si serían los
Musgrave o los Armstrong quienes le fastidiaban, o más bien su
propia conciencia.
Entrecerró los ojos. Su insistencia en que aceptaran la oferta de
Musgrave tal vez se debiera a su propia necesidad de hacerles una
jugada o librarse de ellos. No estaba segura. Era obvio que él no era
como los Musgrave; era interesante, misterioso y sumamente
irresistible. No podía dejar de mirarle, su mirada chocaba una y otra
vez con las miradas que él le dirigía a ella.
Jasper Musgrave dio unos golpecitos en un pergamino que había
sobre la mesa, bajo su mano.
—Podría ahorcarte por robar caballos. Pero quizá podamos
negociar, tú y yo.
—No pienso negociar contigo, Jasper. Así que ahórcame. —
Archie se irguió en toda su estatura, que era bastante considerable.
Tamsin sintió que el alma se le caía a los pies al oír la
declaración de su padre. Temió que Jasper Musgrave perdiese los
nervios y le ahorcase sin más contemplaciones. El lazo seguía
sobre la mesa semejante a una serpiente enroscada y dormida. De
pronto tuvo el deseo de echar a correr, de huir de aquel lugar a toda
costa.
Vio que William Scott le dirigía otra mirada. Sus ojos azules le
transmitieron un silencioso mensaje, y ella recordó sus palabras de
la noche anterior: Decid que sí a lo que os ofrezca Musgrave, o de lo
contrario os ahorcarán a los dos, le había dicho. Deseo veros a los
dos fuera de este asunto.
Ahora no decía nada, pero ella estaba segura de que seguía
queriendo verles fuera de allí. Una sutil sensación de peligro le
retorció las entrañas. Se acercó un poco a su padre.
—Padre —susurró—. Escucha a Musgrave. Tenemos que salir
de ésta sea como sea.
Archie rugió furioso. Tamsin miró a William Scott, pero éste había
vuelto la cara y roto así el delicado hilo de unión que había entre
ellos, disipando al mismo tiempo la frágil esperanza de apoyo que
ella había empezado a sentir.
—Eres un criminal al que han capturado, Archie —dijo Musgrave.
—Anoche nos tendiste una trampa, Jasper —contestó Archie—.
Esos caballos…, er… ronzales fueron puestos allí a propósito para
poder atraparnos. No pienso negociar contigo.
Musgrave dio una palmada en la mesa.
—¡Y te atraparé aún más, con una soga alrededor del cuello, si
no te callas! El rey Enrique será generoso con todos los prisioneros
escoceses en honor de la nueva reina de Escocia, por la gracia de
su bondadoso corazón. Serás perdonado, si cooperas.
—¡No hay gracia en un corazón que carece de ella! ¿Crees que
soy un idiota? ¡Enrique quiere conquistar Escocia! Nuestra reina es
una niña de pecho. Los nobles luchan por el poder y discuten si una
muchacha de cualquier edad debería sentarse en el trono. Lo que
busca Enrique es comprar el apoyo de los habitantes de la frontera
para hacerse con Escocia. ¡No conseguirás que yo cometa traición!
—¡El rey Enrique espera apoyo para su causa en Escocia, a
cambio de perdonarte a ti y a tu hija!
—¡Magnífico! —gritó Archie—. ¡Ve a decir a tu rey que le
deseamos mucha suerte! ¡Ése es todo el apoyo que obtendrá de
Archie Armstrong! ¡Ahora déjame en paz… o ahórcame!
William Scott dio un paso adelante cuando Musgrave empezó a
farfullar.
—No sirve de nada perder los estribos —dijo con calma—.
Jasper, expon tu oferta al señor de Merton.
Musgrave lanzó un gruñido.
—Me ha ordenado lord Wharton, que a su vez recibe órdenes del
rey Enrique, que busque hombres de la frontera que le ayuden a
promover un plan ideado por el propio rey.
Consciente de que su padre aún no se había calmado, Tamsin
dio un paso antes de que él pudiera expresar una furiosa réplica.
—Decid lo que queréis de nosotros, Jasper Musgrave —dijo.
—Tienes en tu casa a una mujer de raza egipcia, Armstrong —
contestó Musgrave, ignorándola.
—Ya sabes que Tamsin es hija mía —contestó Archie.
—Pero su madre era de raza egipcia. ¿Tiene contacto con los
grupos de gitanos nómadas?
—Posee parientes entre ellos. Eso no te concierne a ti.
—Los gitanos han sido expulsados de Inglaterra y de Escocia. —
Musgrave frunció el ceño—. Concederles asilo infringe las leyes de
ambos países.
—Mi hija —rugió Archie— vive en mi casa desde que tenía seis
años, y tú vas a dejarla en paz.
—¿Dónde nació? —persistió Musgrave.
—Nací en Escocia y fui bautizada en una iglesia parroquial —
respondió Tamsin.
—Es una escocesa legítima —dijo Archie, irguiéndose
protectoramente sobre Tamsin. Incluso con las manos atadas,
irradiaba gran fuerza—. No puedes castigarla por su sangre gitana.
Déjala en paz y di lo que quieres realmente.
—El rey Enrique y Wharton, junto con otros, han trazado un plan
para promover la causa del rey en Escocia. Necesitamos hombres
que lo apoyen.
—Necesitáis jefes leales a los ingleses, no como yo —dijo
Archie.
—También queremos hombres corrientes de la frontera —
contestó Musgrave—. El éxito de nuestro plan depende de la ayuda
de hombres como tú, Archie.
—Los hombres que jamás se aliarían con los ingleses —intervino
Tamsin— son difíciles de convencer.
—El dinero cura muchas dolencias políticas —replicó Musgrave,
aunque sin mirarla—. Y también podríamos beneficiarnos de la
ayuda de los gitanos, que nunca rechazan el dinero por hacer un
trabajo. Tengo entendido que una vez que dan su palabra, la
cumplen.
—¡Naturalmente que la cumplen! —exclamó impulsivamente
Tamsin—. Podéis dejar tranquilamente las cucharas a la vista de la
gente romaní.
Musgrave bajó las cejas.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que los gitanos son dignos de confianza —
contestó William.
—Pero no conseguiréis su promesa para este plan —añadió
Tamsin.
—¿Ah, no?—rugió Musgrave.
—¡Gitanos y forajidos! —Arthur Musgrave, que había estado
escuchando atentamente, miró a su padre—. No la escuches,
corremos un riesgo demasiado grande al tratar con hombres así.
—Son exactamente lo que necesitamos en este momento —dijo
Jasper—. Todos maleantes, ávidos de dinero, carentes de lealtad
hacia Escocia pero con vínculos escoceses. Con Rookhope,
Armstrong de Merton, unos cuantos ladrones de la frontera y un
puñado de gitanos, este plan tendrá un gran éxito.
—¿Cuál es vuestro plan? —quiso saber Tamsin.
—Un plan que beneficiará a todos, los del norte y los del sur —
contestó Musgrave.
—¿La guerra? —preguntó Tamsin, horrorizada.
—No. No puedo decirlo todavía. —Musgrave miró a otra parte.
—El rey Enrique desea sólo el bien para Escocia —dijo Arthur.
Su padre asintió—. Nuestro rey está profundamente preocupado por
sus vecinos del norte, que carecen de un gobernante fuerte. La
pequeña reina de Escocia necesita ser guiada por él.
—¡Ya, busca la oportunidad de invadir Escocia! —exclamó
Archie—. No pienso ayudaros. —Y apretó la mandíbula tercamente.
—Piensa en tu hija. Podría morir en la horca por el color de su
piel y por ser una ladrona. Y tú, gitana —Musgrave posó la mirada
en Tamsin—, ¿quieres bailar en el extremo de una soga? —Cogió el
lazo que estaba sobre la mesa y lo pasó entre sus gordezuelos
dedos—. ¿Quieres ver cómo baila tu padre?
Entregó la soga a Arthur y le murmuró unas palabras. Arthur se
puso en pie y se adelantó. En un movimiento rápido y sorpresivo,
fue hasta Tamsin y le pasó el lazo por la cabeza. Luego apretó bien
el nudo, tirando hacia atrás de la cabeza de la muchacha. Tamsin
gritó al sentir la violenta presión en la garganta. Levantó las manos
atadas hacia la cuerda y se agarró a ella con los dedos de la mano
derecha. Arthur volvió a apretar el nudo, hasta que la chica comenzó
a sentirse mareada, con el corazón acelerado y las rodillas cada vez
más débiles.
A través de una nube de sorpresa y miedo, oyó que Archie
bramaba algo a Arthur y que William Scott se acercaba rápidamente
a ella.
—¡Quédate donde estás! —exclamó Jasper—. Arthur, si se
acerca alguno de los dos, tira fuerte del nudo. Y bien, Archie —dijo
con suavidad—, dime otra vez que te niegas a ayudarnos.
—¡Ella no tiene nada que ver con esto! —chilló Archie.
—Déjala en paz —intervino William. Su tono de voz fue tranquilo,
el retumbar de un trueno por toda la habitación. Tamsin vio que se
aproximaba, y que Musgrave alzaba rápidamente el brazo para
detenerle.
—Archie sólo necesita que le convenzan. La muchacha no
sufrirá daño alguno. —Musgrave sonrió—. Podemos aprovechar las
habilidades de los gitanos… de ésta o de otro de los suyos, si ella
no quiere cooperar. Archie sabrá a quién reclutar.
William no le hizo caso y miró a Arthur.
—Suéltala.
Arthur se detuvo un instante, y Tamsin tiró inútilmente de la soga.
Musgrave se incorporó trabajosamente y fue hasta ella. Le deslizó
un dedo por la garganta. Tamsin se sintió inundada por oleadas de
mareo mezclado con furia.
—Un cuello muy frágil —murmuró Musgrave—. Se romperá
fácilmente.
En ese momento, rápido y seguro, William Scott pasó al lado a
Musgrave raudo como una ave de rapiña y agarró el brazo de
Arthur. Rodeó el cuello del joven con el otro brazo y tiró hacia atrás.
Tamsin sintió otro tirón. Arthur seguía aferrando la cuerda.
—¡Suéltala, Arthur —rugió William—, o será tu cuello el que se
rompa!
Capítulo 4

¿TIENES algo de oro, padre?, dice ella,


¿o tienes algún dinero?,
¿o has venido a ver a tu propia hija colgando
de un árbol, como un perro?
«The Broom o'the Cathery Knowes»

El tiempo y la respiración parecieron detenerse por un instante


mientras William aguardaba, con el corazón desbocado y el brazo
alrededor del cuello de Arthur.
—Jasper —dijo William—, di a tu hijo que hablo en serio.
—Vamos, suéltala; —le ordenó Musgrave a regañadientes.
Arthur aflojó la soga. William le empujó a un lado y apenas se dio
cuenta de que caía al suelo y volvía a ponerse de pie.
La muchacha luchaba por respirar y asía la cuerda con una
mano. William abrió el nudo y se lo sacó por la cabeza. Luego arrojó
la cuerda al suelo, la cual chocó contra la pared y quedó formando
un bulto. Tamsin tosió, y William la tocó en el hombro con dedos
temblorosos.
Ella levantó la cara para mirarle. Sus ojos verdes eran de una
claridad sorprendente, como si en ellos brillara su alma desnuda,
esquiva y centelleante como la sombra de un pez deslizándose bajo
el agua.
Transcurrió un instante, no más, mientras se preguntaba qué era
lo que estaba viendo: inocencia lo bastante pura como para llegarle
al corazón, una preciada chispa de verdad. Luego sus ojos se
nublaron y la muchacha desvió la mirada.
—Gr-gracias —murmuró con la voz ronca.
—Tamsin—susurró él—. ¿Estás herida?
Lo único que le preocupaba era que ella estuviera a salvo.
Apenas se daba cuenta de que los tres hombres le estaban mirando
fijamente, uno con gratitud, dos con furia. No eran más que pobres
llamitas en comparación con la fulgurante luz que irradiaba ella. La
sintió como un calor bajo las manos que se le extendió por todo el
cuerpo.
—No está herida. —Jasper Musgrave agitó la mano para quitarle
importancia al incidente.
—¿Tamsin? —insistió William.
Ella afirmó con la cabeza mientras se pasaba los dedos por la
garganta.
—Estoy bien.
Su voz sonó débil, tensa. William se limitó a asentir, aunque
sintió el feroz impulso de arrojar a un Musgrave o a los dos por la
ventana. En silencio, con deliberada calma, retiró la mano del
hombro de la joven.
—Pequeña, ¿seguro que no estás herida? —preguntó Archie.
Ella afirmó de nuevo, y su padre se volvió hacia William—. Os lo
agradezco, señor, de veras —dijo con brusquedad. William se fijó en
que sus ojos eran tan luminosos y vibrantes como los de su hija. En
ellos creyó ver alivio y gratitud, y también algo más.
—He hecho lo que era necesario para impedir una crueldad —
dijo William, mirando a Musgrave con asco. Se apartó y se giró de
espaldas a los otros para mirar por la ventana.
—La chica está bien —musitó Musgrave—. Sólo se trataba de
hacer comprender a Archie nuestro punto de vista.
—Un punto de vista malvado, Jasper —replicó William por
encima del hombro—. Mal concebido y mal hecho.
—Demasiado revuelo para tratarse de una gitana —dijo Jasper
en voz baja.
—De una mujer —corrigió William.
—¡Desde luego! ¡Y una mujer bonita, que no debería ser tratada
de ese modo! ¡Rookhope lo sabe bien! —exclamó Archie.
William oyó a Jasper decir algo a Arthur gruñendo, culpándole de
un acto de crueldad que él mismo le había sugerido. Arthur se
marchó dando un portazo.
William contempló con mirada vacía el grueso cristal de la
ventana. Cerró las manos en dos puños y respiró hondo para
dominarse. El hecho de ver el lazo de soga alrededor del cuello de
la muchacha le había alterado profundamente. Aquella clase de
trato significaba poca cosa para hombres como los Musgrave. El
ahorcamiento era el castigo común para ladrones de ganado,
hombres de leyes y hasta monarcas. Pero a él no le parecía tan
poca cosa.
Incluso con sólo mirar una horca le inundaba un sudor frío, el
corazón le latía más deprisa y se sentía arder de cólera. Cargaría
para siempre con el doloroso recuerdo de la muerte de su padre.
Diecisiete años habían pasado desde aquel día. Había aprendido
a enfriar su angustia, a enterrarla en lo más hondo y sufrir en
silencio ocasionales sueños y recuerdos. Pero las horcas, las sogas
y los actos de crueldad como los que le gustaban a Musgrave eran
capaces de hacer aflorar la rabia en un instante, poniendo a prueba
su habitual calma.
Cuando vio la soga alrededor de aquella hermosa y frágil
garganta, una ola de furia y miedo se formó en su interior. Tan sólo
el control le había salvado de explotar en una reacción salvaje.
Ahora, aún alterado, le temblaban las rodillas. Flexionó las manos y
miró fijamente por la ventana en silencio.
—Es una buena muchacha —dijo Archie, capturando la atención
de William—. Algún hombre tendrá la fortuna de tomarla por esposa.
¡Y ningún Musgrave es digno de pronunciar su nombre! Eres el
mismo diablo, Jasper, y tu hijo también. No olvidaré esto.
—¡Tú y tu maldita gitana robasteis mis caballos, canalla! —gritó
Musgrave—. ¡Es un delito que se castiga con la horca!
William se volvió. Aunque no miró directamente a la muchacha,
percibió su mirada fija, plena y luminosa, clavada en él. Desde el
momento en que ella entró en la habitación, acaparó
constantemente toda su capacidad de percepción. Ahora sintió que
aquel débil hilo de unión se hacía más fuerte, como si su impulso de
protegerla les hubiera unido de verdad.
—Jasper —dijo—. Si deseas mi cooperación, trata con estas
personas de manera honorable.
Musgrave lanzó un suspiro.
—Armstrong, tu hija salvará la vida… o no. Depende de lo que
decidas ahora.
—¡No es necesario amenazarme con mi hija! Es un método muy
cobarde. Claro que es posible que ése sea tu método, vil alimaña.
—¡No vacilaré en ahorcarla! Hay leyes contra los gitanos que
vagan libremente por Inglaterra. Poseo pleno derecho de hacerlo, y
tú lo sabes. Toma una decisión. Acepta ayudarme, o la verás en la
horca y después morirás tú igual que ella.
William vio que Archie lanzaba un suspiro y que sus hombros se
desplomaban en un visible gesto de derrota. La muchacha
observaba a su padre con los ojos muy abiertos.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Archie en tono de
resignación.
—Reúne hombres que me sigan, y también gitanos —dijo Mus-
grave—. Yo te proporcionaré dinero para pagarles a todos, pero
quiero una lista de nombres con sus firmas, sus marcas y cuánto
has pagado a cada uno. Quiero la lista dentro de dos semanas, y
después te daré más información.
—Debo saber más ahora —replicó Archie—. Los habitantes de la
frontera y los gitanos son gente suspicaz. Me harán preguntas.
—Usa el dinero —dijo Musgrave—, o las amenazas. Como
prefieras. Encárgate de tenerlo todo listo dentro de dos semanas.
—El secreto y la intriga no hacen suponer nada bueno de
vuestro plan, ni de vuestro rey —dijo Tamsin con voz ronca.
—Si Enrique Tudor pretende iniciar nuevas guerras en la frontera
—dijo Archie—, yo no te ayudaré. Volveré a los habitantes de la
frontera contra ti, Jasper. ¡Y eso no te costará un solo penique!
Musgrave hizo un gesto en dirección a William.
—¡Rookhope comprende la sensatez de este plan! Y él es un
hombre que goza de buena reputación en la frontera y en la corte. Si
te queda algo de sentido común, también tú verás la ventaja que
supone unirte a nosotros.
—Es evidente que sabe de ello más que yo —dijo Archie—.
Guardas bien tus secretos, Jasper.
—Limítate a confiar en que se trata de una acción sensata y
necesaria, que puede evitar años de guerra entre Inglaterra y
Escocia —inquirió Musgrave—. Te veré dentro de dos semanas,
Archie.
—Si los hombres de la frontera se niegan… —Archie se alzó de
hombros.
—En ese caso, tengo soga de sobra —repuso Musgrave—.
Verás, alguien más que los Armstrong acabará en la horca si algún
escocés pone un pie en mis tierras o actúa en mi contra. Iré a
Merton dentro de una quincena, con tu hija. Entonces la dejaré en
libertad.
—¡No puedes retenerla aquí! —protestó Archie.
Tamsin lanzó una exclamación.
—¡Debo irme con mi padre!
—La gitana será tu garantía, Armstrong, hasta que me sean
entregadas por escrito y firmadas las promesas de esos hombres y
esos gitanos. Gitanos de fiar… si es que existen.
—Retener a una persona como garantía de buen
comportamiento —dijo William fríamente— es propio de las leyes
escocesas, no de las inglesas.
—Cierto —dijo Archie—. Los ingleses no toman garantías
honorables; toman rehenes, y les maltratan. No puedes retenerla a
ella aquí y obtener mi palabra.
—Sí puedo. Soy delegado de esta Marca. Ella es mi prisionera
por delitos cometidos anoche y en otras ocasiones. Igual que tú,
Archie. Pero la dejaré en libertad para ti dentro de dos semanas
solamente. Haz lo que yo quiero, o tu hija sufrirá.
—Necesito su ayuda para hablar con los egipcios —dijo Archie
—. No querrán escucharme si acudo a ellos sin mi hija. —Tamsin
sabía que estaba mintiendo por ella.
—Así es, me necesita para hablar con los gitanos —aseveró—.
No sabe encontrarlos sin mí, a no ser que ellos crucen por sus
tierras.
—Ella habla su lengua, que ellos enseñan sólo a los de su raza
—añadió Archie—. Si quieres la ayuda de los gitanos, debes permitir
que mi hija me acompañe. Regresaré dentro de dos semanas.
Tienes mi palabra.
Musgrave hizo un gesto desvaído con la mano.
—No puedo dejaros marchar a los dos basándome en meras
promesas. La muchacha se queda.
—¿Qué quieres? ¿Un rescate? Lo pagaré, sea el que sea. Tengo
mucho oro.
—¡Lo que es mucho oro para un escocés supone para mí una
miseria!
—¡Bastardo, dudo que esté segura contigo!
—¡Estará tan segura como a mí me plazca, viejo carcamal!
—¡Perro sarnoso! No vas a…
—¡Basta! —exclamó William—. Yo la tomaré bajo mi custodia.
Los demás se volvieron para mirarle. Había hablado
obedeciendo a un impulso, cansado de ver pelear a dos enemigos
de cabeza dura que se disputaban el destino de la muchacha.
Sabía que su oferta era sensata.
—Yo la retendré como garantía en Rookhope durante dos
semanas —añadió—. Es costumbre que un escocés asuma la
custodia de un prisionero también escocés, aun cuando el que le
acusa sea inglés.
—¡Sí! Que la vigile Rookhope —dijo Archie. La mirada de furia
que Tamsin dirigió a su padre habría podido fulminar a un hombre
más pequeño, pensó William. Pero Archie parecía impávido.
Jasper Musgrave frunció el ceño.
—Sería aceptable. La gitana seguiría estando bajo mi
supervisión, en cierto modo.
—No posees autoridad sobre suelo escocés —señaló William—.
Pero yo sí puedo retenerla, y así poner fin a esta discusión… al
menos durante un tiempo —agregó.
—Yo no quiero ir con Rookhope ni quedarme aquí —dijo Tamsin
a Archie—. Padre, debo ser libre.
—Tamsin, se trata de Rookhope —contestó Archie—. Estarás a
salvo.
—¡Pero él… él quiere tenerme prisionera!
—No te estamos dando a elegir, gitana —inquirió Jasper—. Una
mazmorra es tan buena como otra. Tú eres mi garantía, así que has
de ser confinada en alguna parte. No olvides la acusación de robo
de caballos.
—Una mazmorra es tan oscura como otra —replicó ella con
fiereza—. Y para un gitano, la prisión no se diferencia en nada de la
muerte.
Jasper agitó la mano.
—Llévatela de aquí. No quiero malgastar más tiempo con esto.
Archie, quiero esa lista de nombres y promesas dentro de una
quincena.
—Tendrás tu lista —aseveró Archie, refunfuñando.
—Vamos —dijo William. La muchacha clavó en él su mirada
furiosa, que todavía relampagueaba como fuego verde. Siguiendo la
lección aprendida del padre de ella, William le dedicó una sonrisa
breve y tranquila y dio media vuelta.
—Will Scott —pronunció Jasper Musgrave detrás de ellos—.
Cerciórate de que Archie cumple la promesa que me ha hecho. Ve
con ellos cuando visiten a esos gitanos y supervisa esa maldita lista.
No confío en esos dos.
—Muy bien —aceptó William, sin hacer caso de la persistente
mirada de furia de la muchacha.
Abrió la puerta e hizo una seña a los dos guardias que estaban
apostados afuera.
—Esperad en el pasillo con estos dos prisioneros hasta que yo
salga —les ordenó. Condujo a los Armstrong al exterior de la
habitación, con una mano apoyada en el hombro de la muchacha,
que le dirigió una mirada recalcitrante. Archie la siguió, con
expresión severa. William asintió gravemente con la cabeza y cerró
la puerta.
Entonces se giró hacia Musgrave.
—Dime en qué consiste ese plan —le dijo—. O perderás
totalmente mi influencia en este secreto asunto que te traes entre
manos.
—Secreto —contestó Musgrave—. Ésa es la palabra, en efecto,
porque de no ser así, todos saldremos perjudicados.
William se cruzó de brazos.
—Explícamelo.
—De momento, sólo puedo revelarte lo más básico de nuestras
intenciones —añadió Musgrave—. Mientras no tenga a esa escoria
de la frontera y a los gitanos bien atados por juramentos escritos y
pago en oro, no puedo hablar de los detalles del plan con nadie más
que lord Wharton y el rey Enrique.
—Puedo entender que las promesas de los habitantes de la
frontera pueden ayudar al rey Enrique —dijo William—, ¿pero los
gitanos?
Musgrave se reclinó en su asiento y entrelazó los dedos sobre el
estómago, donde se tensaban los botones de su jubón.
—¿Qué es lo que hace más famosos a los gitanos, eh?
William frunció el ceño.
—Viajan en caravanas por Inglaterra, Escocia, Europa… son
muy suyos, entrenan caballos, trabajan el cobre, tejen cestos, leen
la palma de la mano para ganarse unas monedas… ¿De qué puede
serviros eso a ti y a tu rey?
—Son muy hábiles haciendo trucos con las manos, son rápidos y
listos para sacarle a uno el dinero. Mienten, roban, se llevan
caballos —detalló Musgrave—. Dicen la buenaventura, cantan,
bailan, hacen juegos malabares… hasta en las cortes de los reyes,
no lo olvides. Visten ropas extrañas y repiten hasta la saciedad que
descienden de reyes de Oriente, de manera que los mejores de
ellos afirman ser príncipes y condes, cuando en realidad no son más
que vagabundos y paganos. —Musgrave sonrió—. Ahora piensa:
¿qué es lo peor que se dice de los gitanos? ¿Cómo asustan a sus
hijos las madres inglesas para que obedezcan, eh? —Parecía
complacido en su asiento.
—Tengo entendido —respondió William, obligándose a adoptar
un tono natural— que se dice que los gitanos roban niños.
Musgrave asintió con un gesto.
—Cuan afortunados somos de que se hayan ganado la fama de
una cosa así.
William frunció el ceño al comprender de pronto, y le recorrió un
escalofrío. Maldito bastardo, pensó, mirando a Musgrave. Sólo
había un niño que el rey Enrique deseara tener en su custodia. El
rey de Inglaterra ya había obtenido la promesa de la corona
escocesa en el sentido de que casaría a la reina María Estuardo, de
ocho meses de edad, con su hijo pequeño Eduardo. Pero William
había oído que Enrique Tudor no se contentaba con una promesa
de una futura boda, y que había solicitado que la reina fuese
educada en la corte inglesa, petición que había sido rechazada de
plano. William sabía que el rey Enrique no aceptaría aquel rechazo
a la ligera.
—¿Y qué niño —prosiguió William— quieres que roben los
gitanos para ti?
—Creo que tú mismo puedes adivinarlo. Y creo que sabes en
qué gran medida se beneficiarían tanto Inglaterra como Escocia si
determinado bebé fuera criado por su amable tío inglés, que se
sienta en el trono de Inglaterra. —Musgrave sonrió.
William le observó con mirada fría y expresión tranquila. En
aquel momento no se atrevía a hablar, a causa de la furia que sentía
formarse en las entrañas.
—No confío mucho en que los gitanos hagan lo que desea el rey
Enrique —dijo Musgrave—. A decir verdad, no estoy seguro de que
acepten hacerlo. Lo harán mis hombres de más confianza. Una vez
que cuente con la sumisión de mi pequeña banda de ladrones, la
culpa recaerá sobre los gitanos. Inteligente, ¿eh? —Sonrió
abiertamente—. Tú eres uno de los hombres en quienes confío.
Dicen de ti que cumples tus promesas, y también se dice que ya no
eres amigo de la nobleza escocesa. Obtendrás tierras y privilegios, y
más oro del que puedas soñar, en Inglaterra.
William lanzó un profundo suspiro para dominar su rabia,
buscando mostrar una expresión razonable y conforme. Si revelaba
su verdadera reacción en aquel momento, perdería una oportunidad
única de destruir aquella amenaza a la pequeña reina de Escocia.
No sólo era leal a María Estuardo, sino que también era padre él
mismo. Su propia hija tenía casi la misma edad que la reina. En el
fondo de las entrañas y en lo más hondo de sí, sentía una urgente
necesidad de proteger a María Estuardo, tal como habría hecho si
fuera su hija la que sufriera esa amenaza.
Un golpe del destino le había incluido entre los conspiradores.
Ahora se encontraba situado sobre el tablero de juego, era un peón
que veía la partida sin terminar.
—Te di mi palabra de que participaría en tu plan —dijo William,
escogiendo con cuidado su respuesta.
Musgrave hizo un gesto de asentimiento.
—Bien. Sabía que eras un rufián, Rookhope, igual que tu padre.
Ahora llévate a esos molestos Armstrong y ocúpate de que cumplan
como es debido las promesas que me han hecho.
—Como es debido. —William puso una mano sobre el pomo de
la puerta.
—Will Scott —murmuró Musgrave. Dio vuelta a un pergamino y
mojó su pluma en el tintero—. Tú tienes una hija, ¿no es así? —Su
tono suave provocó otro gélido escalofrío a William—. De menos de
un año de edad, nacida más o menos al mismo tiempo que tu
lloriqueante y debilucha reina escocesa, creo. Tu pobre niña no
tiene madre, ¿verdad? Murió al dar a luz, según tengo entendido.
Una escocesa de la nobleza, no casada. Una lástima. —Sacudió
lentamente la cabeza en un gesto negativo—. Pero si yo fuera tú,
me andaría con cuidado, por el bien de esa niña.
—No te atreverás —rugió William.
—Por supuesto que no. —Musgrave levantó la vista y sonrió,
pero sus ojos eran como dos pedazos de hielo—. Encárgate de
hacer esto bien, Will Scott. Sin olvidarte de nada. Tengo tu promesa.
William le contempló sin pronunciar palabra.
—Rompe esa promesa, y ya no podré garantizar la seguridad de
tu hija.
Sintió deseos de matar a aquel hombre allí mismo, pero no
podía, pues de hacerlo perdería la información de aquel condenado
plan. Aún no lo conocía del todo. Con el corazón rétumbándole en el
pecho, abrió la puerta de un tirón y salió cerrándola de golpe.
—Enviad un paje para que disponga mi caballo —ordenó a los
dos guardias que esperaban con los Armstrong—. Y decidle que
ensille también los caballos de estos prisioneros.
—Eh, de paso añadid uno o dos más, son buenos caballos
ingleses —dijo Archie, al tiempo que una leve sonrisa iluminaba su
cara llena de contusiones.
William, distraído de la cólera que le hacía hervir por dentro
gracias al tono desenfadado de Archie, miró a éste con aire
pensativo. Archie y él tenían más en común de lo que nadie
sospechaba, ahora que las hijas de ambos, y la reina de ambos,
habían sido amenazadas por Musgrave. William dejó escapar un
áspero suspiro y recordó de nuevo cuánto había apreciado su padre
a aquel hombre.
Ahora él también le apreciaba. Y no quería verle a él ni a su hija
Tamsin en peligro a causa de su propia situación. Sonrió
brevemente a Archie, el cual le respondió con una ancha sonrisa.
La muchacha, sin embargo, les miró ceñuda a los dos antes de
darse la vuelta y echar a andar por el corredor detrás del guardia.
Capítulo 5

LLAMÓ a sus alegres hombres,


a uno, a dos y a tres,
diciendo: llevaos a esa mujer salvaje
a muchas millas de mí.
«Lord Thomas and Lady Margaret»

Un par de días en una mazmorra le habían recordado lo esencial


que eran el cielo y la tierra para su salud. Tamsin aspiró la fresca
brisa y contempló las colinas de la frontera, salpicadas de ovejas
que pastaban, y el resplandeciente cielo de verano por el que se
desplazaban algunas nubes gruesas y bajas. Acarició el pescuezo
de su caballo gris moteado y sonrió. Se sentía contenta de verse
libre de aquellas paredes y aquella oscura prisión, contenta de sentir
el empuje del viento en el pelo y la firme fuerza del caballo bajo su
peso.
Dejando aparte sus secretas protestas, no podía negar que
William Scott era mucho mejor carcelero que Musgrave. Pronto la
confinaría en el interior de su torre, pero por ahora, podía disfrutar
de nuevo del aire y del sol. Su sangre gitana y los años pasados con
las gentes trashumantes habían hecho que la libertad física le fuera
tan necesaria que ya no podía sobrevivir sin ella.
Miró a William Scott, que cabalgaba a su lado. Iba a lomos de su
bayo de pelaje oscuro con soltura, con la mirada atenta bajo el
borde inclinado de su yelmo de acero. Viajaba tan fuertemente
armado como cualquier ladrón de la frontera, con un par de pistolas
de madera ribeteadas de bronce y una ballesta, además de una
lanza que sostenía en posición vertical sujeta a la silla. Calzaba
altas botas de cuero y llevaba un peto de brillante acero que le
protegía el pecho y la espalda, la típica armadura de dos piezas que
solían usar los habitantes de la frontera que podían permitírselo. La
mayoría de los escoceses de aquella zona, como Archie, llevaban
protecciones más baratas, como los chalecos de cuero de grueso
acolchado y reforzados con hierro.
Tamsin se fijó en que sus armas eran de excelente calidad,
posesiones típicas de un hombre acaudalado, aunque ninguna de
ellas era de diseño recargado. Un hombre podía mostrar su riqueza
y su educación valiéndose de adornos innecesarios, pero William
Scott no lo hacía. Hasta su forma de hablar el escocés era la de un
señor de la frontera, en vez del lenguaje con influencia inglesa típico
de un cortesano.
Intrigada y fascinada, le lanzaba frecuentes miradas a lo largo de
la marcha. Ojalá supiera algo más de él. Combinaba la amabilidad
con lo que estaba segura que era traición. Y parecía sentirse
perfectamente cómodo entre los señores y los ladrones de la
frontera, a pesar de haber pasado varios años en la corte como
amigo del rey.
—Mirad allí —dijo Archie. William volvió la atención hacia Archie,
y Tamsin también—. Merton Rigg. —Detuvo su caballo y señaló
hacia el este.
Tamsin y William detuvieron también sus caballos y
contemplaron el apacible paisaje de valles y colinas. A lo lejos se
divisaba una torre de piedra rodeada por un muro, en lo alto de un
promontorio rocoso que sobresalía de un altozano sombrío y
desigual. Una densa arboleda rodeaba la base de la loma, y todo el
conjunto formaba un cuadro de fuerza y belleza desde donde ellos
estaban. Tamsin, a lomos de su caballo al lado de su padre, alzó la
barbilla con orgullo.
—Medio Merton lo llamamos nosotros —continuó Archie—. La
línea fronteriza que separa Inglaterra y Escocia pasa por los
cimientos y divide la torre casi por la mitad. La cocina y el salón de
abajo, y también dos alcobas, se encuentran realmente en Inglaterra
desde el último tratado, hace una generación.
—Recuerdo haber oído hablar de Medio Merton cuando era un
muchacho —dijo William—. Recuerdo que mi padre decía que vos
habíais nacido en Inglaterra.
—Sí, bueno —gruñó Archie—. Mi madre tuvo un parto rápido y
no le dio tiempo a llegar al dormitorio que está situado sobre suelo
escocés. Pero confío en que vos sabréis mantener la boca cerrada
respecto de ese asunto.
William sonrió, un sutil movimiento de su firme boca que a
Tamsin le resultó atractivo. Sus ojos azules brillaron como el cielo,
provocándole el deseo de sonreír también, pero se resistió.
—Podéis confiar en mí —dijo William a Archie—. ¿Y vuestra
hija? ¿Es inglesa o escocesa, según el lugar de Merton donde
nació?
—Yo nací en un carromato de gitanos. En Escocia —respondió la
aludida.
—Es sin lugar a dudas una escocesa. —Y le dirigió otra de
aquellas sonrisas lentas antes de volverse para contemplar las
colinas.
Tamsin observó el camino de tierra, que se bifurcaba unos cien
pasos de donde ellos se encontraban. Un ramal llevaba hacia Medio
Merton y sus alrededores, que ya le eran familiares; el otro la
llevaría a Rookhope y a lo desconocido, en compañía de un hombre
en el que no confiaba del todo. Pero su padre parecía ansioso de
confiar en él, y sobre todo ansioso de ver a su hija irse con él.
Suspiró, pues sabía exactamente por qué a Archie le gustaba aquel
arreglo.
Ahora que sabía que William Scott no estaba casado, su padre
probablemente planeaba ofrecerle su mano en matrimonio antes de
que pasara mucho tiempo. Tamsin frunció el ceño y cerró con fuerza
la mano izquierda, sintiendo el ligero escozor del corte en la
muñeca, ya casi curado. No podía revelar a nadie el secreto que
llevaba consigo.
Aunque William Scott fuese un hombre de la frontera leal, lo cual
sabía que no era, jamás preferiría una muchacha medio gitana a las
damas de la corte, que poseían belleza y modales refinados. Deseó
fervientemente que su padre se mordiera la lengua, pero estaba
segura de que sacaría el tema a colación y causaría angustia a
todos ellos.
Allí sentada, tomó una decisión impulsiva que les beneficiaría a
su padre y a ella, al menos durante un rato. Miró a William y dijo:
—Tengo la intención de quedarme con mi padre —dijo
firmemente—. Adiós, William Scott. Gracias por escoltarnos. —Y
obligó a su montura a girar en dirección a Merton Rigg.
William extendió rápidamente el brazo para agarrar la brida.
—Irás a casa dentro de dos semanas —replicó con igual firmeza.
—¡Iré a casa cuando yo quiera! —protestó ella. Su mirada azul
era penetrante.
—Ahora vendrás conmigo.
—Och, dejad que venga a Medio Merton durante un rato, si
quiere —intervino Archie—. No tenemos por qué decírselo a Jasper,
¿no? Tomaremos una buena cena y más tarde podréis marcharos
con ella a Rookhope.
—No, padre —dijo Tamsin—. Quiero quedarme en Merton.
—Ha dado su palabra de custodiarte, y la cumplirá.
—Padre, ¿cómo puedes…?
—¡Silencio! —le espetó Archie bruscamente. Tamsin se le quedó
mirando, porque su padre rara vez la reñía—. Necesitará sus cosas
—le dijo a William—. A las muchachas les gustan sus chucherías.
Dejad que coja lo que necesite y cenad con nosotros antes de
proseguir hasta Rookhope con ella.
—Desde luego, necesito mis cosas —dijo Tamsin rápidamente.
En Merton, podría atrincherarse y quedarse. Aunque su padre
insistiera en que se fuera a Rookhope, podría acudir a Cuthbert y a
su madre, bisabuela de ella, que también vivían en Merton. Pasar
unos minutos bajo el escrutinio de Cuthbert y Maisie Elliot tal vez
hiciese que fuera William Scott el que estuviera ansioso por escapar.
Si fuera necesario, se escabulliría e iría a buscar a sus parientes
gitanos, pensó, decidida a no terminar en la mazmorra de
Rookhope.
—¿Sus cosas? Creía que los gitanos viajaban sólo con las ropas
que vestían encima del cuerpo y con la inteligencia en el alma —
intervino William. Miró a la muchacha y alzó una ceja.
—Existe otra razón por la que quiero que vengáis antes a Merton
—añadió Archie—. Si vais a tener la custodia de mi bonita hija
soltera —Archie subrayó las palabras, y Tamsin le fulminó con la
mirada— durante dos semanas, necesitará alguien que la
acompañe. Es lo correcto, ya comprendéis. Enviaré a alguien de
Merton con vos.
—¿Oh? ¿Y quién podría ser? —preguntó William.
—Mi tío, Cuthbert Elliot, o mi abuela Maisie. —contestó Archie.
—Cuthbert y la abuela Maisie son demasiado ancianos para
pasar dos semanas en una mazmorra —dijo Tamsin—. Cuthbert
tiene setenta años, y Maisie casi una década más.
William levantó las cejas, sorprendido.
—Yo no esperaría que vinieran con nosotros a caballo hasta
Rookhope. Es mejor que se queden en Merton.
—Pero si todavía se sienten vigorosos —discutió Archie—. No
serían ninguna molestia para vos. Tamsin necesita alguien con ella
que se ocupe de que todo resulte decente.
—Vuestra hija está a salvo conmigo. Yo no la deshonraré —dijo
William, endureciendo el tono que antes era amistoso. Tamsin vio
que apretaba la mandíbula y que sus ojos relampagueaban, azules
y duros—. En Rookhope están mi hermana y mi madre, y ellas
pueden actuar de guardianas de Tamsin, si es que creéis que
necesita que la protejan de mí.
—No, no son protectores —intervino Archie—. Sólo testigos.
—¿Vais a hacer que vuestra madre y vuestra hermana se pasen
el día en la mazmorra para hacerme compañía? —preguntó Tamsin.
Sabía que su tono era sarcástico, pero no le importaba—. ¿O acaso
vais a dejarme salir un poco cada día para que tome el sol, por el
bien de ellas?
Él le dirigió una mirada hosca.
—Unos cuantos días encerrada en una mazmorra podrían domar
esa lengua.
—Probablemente se volvería aún peor —replicó ella.
Archie les sonrió con gesto indulgente a ambos.
—Decidme —dijo al cabo de unos instantes de tenso silencio
entre Tamsin y William—: ¿Vuestra madre, lady Emma, está otra vez
en Rookhope? Sé que se fue de allí hace años… después de que a
vos os capturaran cuando erais un muchacho. Una hermosa dama,
vuestra madre. No sabía que había regresado. Había oído decir que
se casó con Maxwell de Brentshaw.
—En efecto, hace quince años. Él murió el año pasado, y ella
vino a vivir a Rookhope de nuevo.
—Habéis pasado mucho tiempo lejos de Rookhope, muchacho.
Más años de lo que duró vuestro confinamiento.
—Tenía un puesto al lado del rey —respondió William—. Fui a
Rookhope sólo de manera ocasional, hasta el año pasado. Ahora…
—se encogió de hombros— viven conmigo algunos parientes. —
Miró de reojo a Tamsin—. Aunque rara vez utilizamos las
mazmorras.
—En ese caso tendréis que hacer que les limpien el polvo —le
espetó Tamsin.
—Desde luego que lo haré —gruñó él.
—Una quincena tal vez no sea suficiente tiempo para vosotros
dos —observó Archie—. Puede que tengáis que retenerla más
tiempo, Rookhope… er… hasta que Musgrave y yo resolvamos
nuestras diferencias.
—Yo no opino lo mismo —dijo William.
Tamsin se inclinó hacia su padre.
—Ya sé qué malvado plan tienes en mente —le dijo entre dientes
—. No sigas.
Archie le guiñó un ojo inocentemente.
William volvió a contemplar las colinas, todavía sujetando con la
mano la brida del caballo de Tamsin. Ella tiró de las riendas, y él,
para sorpresa suya, soltó la mano sin hacer fuerza. Pero le dirigió
una mirada de advertencia.
Rápidamente, obedeciendo a un impulso, Tamsin se inclinó hacia
adelante y clavó los talones en el caballo, que se lanzó al galope por
el camino que llevaba a Merton. William juró y la llamó a gritos,
secundado por Archie. Tamsin oyó el golpeteo de cascos de
caballos a su espalda. Si se salía con la suya, ninguno de ellos la
alcanzaría. Era un jinete experto a lomos de un caballo rápido, y
mucho más ligera que sus perseguidores.
Guió al corcel gris fuera del camino y le instó a lanzarse a galope
tendido a través de una llanura cubierta de hierba. Después agachó
la cabeza y dejó que saltara sobre un seto. Conocía aquellas tierras,
conocía los altozanos y las pendientes, e hizo virar a su montura en
dirección a otro sendero que la llevaría a la parte de atrás de Medio
Merton. Una rápida mirada a su espalda reveló que su padre y Scott
cabalgaban acercándose al seto.
Galopando velozmente a lo largo del sendero en línea recta,
pronto llegó a una bifurcación. En ese momento vio algo en la
intersección de tierra, y tiró de las riendas con tal brusquedad que el
caballo relinchó y giró. Tamsin se inclinó hacia un lado para mirar el
suelo.
Había unas cuantas piedras colocadas, junto con unas líneas
dibujadas en la tierra. Las piedras rodeaban un pequeño corazón,
con varias líneas que se entrecruzaban. Una de ellas terminaba en
forma de flecha.
Se trataba de un patrin, una señal dejada por los gitanos para
indicar la dirección que habían tomado, y que entendían los de su
raza. Esas señales apenas eran percibidas por el ojo no entrenado y
tenían poco sentido excepto para los gitanos. Tamsin sabía leer los
símbolos con tanta claridad como sabía leer inglés, francés y latín.
El corazón se refería a un lugar concreto, situado a más de una
decena de kilómetros de aquella intersección, en el territorio de
Liddesdale. Y las líneas rectas, con una terminada en punta,
mostraban la dirección que había tomado el grupo.
Tamsin hizo girar a su caballo en medio del camino y volvió la
vista hacia Merton, que se encontraba tan cerca que las almenas de
la torre se elevaban hacia el cielo, separadas del sendero sólo por
un ancho bosquecillo. Luego miró atrás, a los hombres que se
acercaban, y vio que Archie señalaba hacia ella y que William Scott
se agachaba para instar a su caballo a acelerar la galopada.
Entonces Tamsin hizo girar al caballo y tomó el ramal de la
izquierda.
Cuando llegaron a la intersección, la muchacha había
desaparecido. William lanzó un juramento por lo bajo.
—Se ha ido a Merton —dijo Archie, señalando hacia la derecha.
—Yo la he visto galopando a la izquierda —respondió William
con impaciencia.
—No tiene motivos para tomar esa dirección. Si lo ha hecho,
quizás pretende dar un rodeo para llegar a Merton siguiendo ese
sendero.
William examinó el suelo, tal como había hecho Tamsin justo
antes de desaparecer. Le llamó la atención un dibujo formado por
piedras y rayas.
—¿Qué es eso?—quiso saber.
Archie miró al suelo.
—Piedras, Will Scott.
—Es algo más. Los gitanos dejan señales para que las
reconozcan otros grupos de gitanos. Ya he visto antes marcas
similares a éstas en el camino, aunque son todas distintas. Seguro
que Tamsin sabe lo que significa ésta. Ha tomado el ramal de la
izquierda por alguna razón. —Levantó la vista—. Creo que
encontraré un campamento gitano en esa dirección, y también a
vuestra hija.
—Podría ser, aunque no sé qué significan esas marcas. Ella
tiene algunos astutos trucos egipcios. —Archie lanzó una mirada a
William—. Como tal vez descubriréis.
—En este preciso momento me siento poco tolerante con los
trucos egipcios —dijo William. Pero he de encontrar a la muchacha.
—Adelante, pues. Vengo de pasar dos días disfrutando de la
lamentable hospitalidad de Musgrave. Tengo el estómago vacío, y la
herida de la cabeza me duele terriblemente. Voy a seguir hasta
Merton. Si Tamsin ha huido para encontrarse con Johnny Faw y el
grupo gitano, regresará a Merton cuando esté preparada para
hacerlo. Esa muchacha hace lo que quiere, pero siempre vuelve con
su padre. —Sonrió—. Sed paciente, muchacho.
William suspiró y contempló el sendero vacío.
—No tengo tiempo de sobra para depender de sus caprichos —
dijo.
—Pero habéis dado vuestra palabra a Musgrave de que la
custodiaréis durante dos semanas, y así lo haréis, ¿no?
William tuvo la impresión de que Archie parecía extrañamente
esperanzado.
—De pronto parecéis más ansioso de obedecer las ordénes de
Musgrave.
—Jasper sabe que soy un tipo desobediente, por eso ha
amenazado a mi hija. No quiero que la tenga prisionera él. Sin
embargo, que la custodiéis vos es algo completamente distinto.
William le miró.
—¿Por qué?
—Porque vos habéis dicho que la mantendréis a salvo.
—Así es —contestó William despacio—. ¿Por qué queréis que la
vigile yo? Ha huido de mí. Imaginaba que vos aplaudiríais eso.
—Y aplaudo su energía y su valor. Pero tengo mis razones para
desear que esté bajo vuestra custodia.—Archie hizo una pausa—.
No sé por qué apoyáis a un hombre como Musgrave, pero apostaría
a que se trata de algún juego secreto. Política y cosas así, que a mí
no me importan lo más mínimo.
William le miró fijamente.
—Yo también tengo mis razones.
—No voy a hacer preguntas. Confío en que sois un hombre de
palabra, y os trataré como tal. Habéis dicho que cuidaréis de la
muchacha.
William inclinó la cabeza, estudiando a Archie. Su ansiedad le
causaba un cierto recelo.
—Tengo la impresión de que tal vez tengáis un plan propio,
Archie Armstrong.
—¿Yo? Och, tengo una mente simple, amigo. Si vos os quedáis
con Tamsin, Musgrave creerá que estoy haciendo lo que él quiere —
dijo alegremente.
—Ah —respondió William—. ¿Y vais a hacerlo?
Archie calló durante unos instantes.
—No pienso hacer lo que me ha ordenado ese tonto simplón.
Pero quiero que mi hija esté a salvo, de modo que iré con vos.
—Tenéis la intención de romper la palabra que habéis dado.
—Las promesas pronunciadas mediante coacción no significan
nada. Cuando yo doy mi palabra de honor, la mantengo. Pero no
pienso hacer lo que Musgrave me exige. Ni tampoco lo que quiere
ese perro canalla, el rey Enrique.
—Corréis un gran riesgo.
—En efecto. Y confío en que vos no diréis nada a Musgrave. —
Archie le miró fijamente—. Veo en vos la fortaleza de vuestro padre,
muchacho. No sólo en vuestro bello rostro, sino también en la forma
en que nos habéis prestado vuestra ayuda a mi hija y a mí. Y creo
que poseéis un corazón tan bondadoso y leal como el de Allan. ¿Me
equivoco? —añadió en tono suave.
William desvió la mirada, sintiendo un nudo en la garganta. Notó
que le inundaba un sentimiento de gratitud, repentino y profundo,
que sorprendentemente le acercó al borde de las lágrimas. Archie,
que había conocido a Allan Scott mejor que muchos, acababa de
darle una valiosa parte del padre que había perdido con sólo unas
pocas palabras sinceras.
Luchó por recuperar la voz.
—Si preferís ir en contra de Musgrave —dijo por fin—, es asunto
vuestro, yo no diré nada. Y mantendré a salvo a vuestra hija en
Rookhope tanto tiempo como sea necesario.
—Bien, pues. —Archie asintió con un gesto—. Volveré a traerla
conmigo cuando Musgrave pierda el interés por dominarme.
—Tal vez eso no suceda nunca —respondió William en tono
irónico.
—Cierto —repuso Archie, sonriendo ligeramente—. En ese caso
tendréis que quedaros con Tamsin. —Adoptó un semblante más
solemne—. Es posible que Musgrave venga por mí cuando
descubra que no estoy apoyando en absoluto el plan secreto del rey
Enrique.
—Sí. Quiere esa lista.
—Och, pero no he dicho que no vaya a proporcionarle una lista.
William frunció el entrecejo.
—¿Qué habéis planeado, Archie?
—Si Musgrave no quiere revelar su plan, yo tampoco revelaré el
mío —respondió Archie con una amplia sonrisa.
—Sois un viejo sinvergüenza. —William sonrió con desgana—. Y
vuestra hija es una joven problemática. Será mejor que dé con ella.
—Oh, creo que eso sería de lo más sensato —coincidió Archie.
William lanzó un suspiro. Contaba con suficientes pistas para
desentrañar el plan urdido por los ingleses. En aquel momento, los
Armstrong, padre e hija, eran su mejor enlace para conocer toda la
verdad del complot. Pero ahora Archie y Tamsin habían tomado
direcciones inesperadas, en el sentido literal de la palabra en el
caso de la chica.
Ahora sabía que Musgrave tenía pensado organizar una
operación por parte de los ingleses para raptar a la reina escocesa.
Pero aún no sabía cómo, ni cuándo. Necesitaría más detalles si
quería frustrar el atentado, y la muchacha gitana y su padre podían
llevarle a descubrir esos detalles.
Sus obligaciones estaban confluyendo entre sí como ramales de
un cruce de caminos, se dijo mientras contemplaba el sendero.
Además de la promesa que había hecho a Musgrave en el sentido
de que mantendría su participación en el plan —cosa que haría de
todas formas, pensó con amargura— también acababa de prometer
a Archie que vigilaría a la muchacha.
—Seguid hasta Medio Merton —le dijo a Archie—. Yo debo ir
primero a Rookhope. Pero después pretendo salir en busca de
vuestra hija.
—Bien. Si está en Merton, os haré llegar un mensaje. En caso
contrario, podéis preguntar a cualquier granjero o habitante de esta
zona si los gitanos han pasado por aquí, y de esa forma daréis
antes con ella. Pero os advierto que los gitanos pueden ser muy
peligrosos si un hombre intenta llevarse a una de sus mujeres.
—Entonces tendré que convencerla de que venga conmigo de
buen grado.
Archie le miró fijamente por espacio de unos instantes.
—Voy a haceros una advertencia, Will Scott, como padre: Tratad
a mi hija con cortesía, o descubriréis que puedo ser un enemigo tan
feroz como un amigo.
—Tenéis mi palabra. —William calló unos momentos—. Yo
también soy padre. Tengo una hija que aún no ha cumplido ocho
meses.
—¡Creía que no teníais esposa!
Él apartó los ojos.
—La madre de Katharine murió en el parto.
—Ah. En ese caso —respondió Archie suavemente—, apostaría
a que estáis dispuesto a dar la vida por esa hijita.
—Así es —contestó William.
Archie hizo un gesto de asentimiento, como si se sintiera
satisfecho por algo. Retomó las riendas e hizo girar a su montura en
dirección a Merton Rigg.
—Os deseo suerte —dijo por encima del hombro—. No os
envidio la tarea de traer de vuelta a Tamsin si ella no quiere venir
con vos. Pero si hay un hombre capaz de convencerla, Will Scott —
sonrió abiertamente—, creo que ese hombre sois vos.
William observó cómo se alejaba y experimentó la inquietante
sensación de que Archie había hablado de algo más que encontrar y
custodiar a una gitana durante dos semanas.
Capítulo 6

¿QUÉ nuevas, qué nuevas, guapo muchacho?


¿Qué nuevas me traes?
No traigo nuevas, dijo el muchacho,
sino una carta para ti.
«Bonnie Annie Livieston»

A lo largo de varios kilómetros, William siguió una senda de


pastores que coronaba un promontorio alargado que se extendía
junto a las colinas semejante a una columna vertebral. La senda
constituía una rápida ruta hacia el nordeste entre la zona situada al
borde de la frontera, denominada el Territorio en Disputa, donde
estaba Merton Rigg, y la comarca de Liddesdale, donde se hallaban
las tierras de Rookhope.
El Territorio en Disputa era una área que se extendía a lo largo
del lado oeste de la frontera, y por la que porfiaban tanto Inglaterra
como Escocia. Era una tierra sin ley en la que maleantes y
proscritos se ocultaban de las autoridades y en la que los hombres
libres y honrados apenas se atrevían a dejar que pastaran sus
animales. Merton Rigg se asentaba sobre el extremo situado más al
este de la zona en discordia.
Liddesdale, cuyos límites empezaban unos cuantos kilómetros
más al norte, era escasamente más respetuosa con la ley, pues
acogía a decenas de escoceses de la frontera que se ganaban bien
la vida a base de tomar ganado y enseres prestados en la oscuridad
de la noche. Varías generaciones de incendios y saqueos a manos
de los ingleses habían convertido algunas zonas de la frontera
escocesa en comarcas salvajes e ingobernables. Las constantes
quejas tanto de la corona de Inglaterra como de la de Escocia y los
continuos esfuerzos por mantener el orden habían resultado
siempre ineficaces o demasiado duros.
Los ladrones comunes y de ganado, así como los pastores,
solían tomar la ruta que discurría a lo largo del promontorio, y
William mantuvo los ojos bien abiertos mientras avanzaba por ella.
Sabía que aquel sendero era más peligroso en las noches de luna
llena, cuando los ladrones de ganado se llevaban reses que
conducían a través de las colinas, ya fuera para sacarlas de
Inglaterra o de Escocia. Pero ahora todo parecía estar tranquilo, y el
bayo lo iba dejando atrás kilómetro a kilómetro a paso largo y ligero.
Al cabo de una hora, William penetró en una zona de colinas y
páramos que le pertenecían a él como parte de Rookhope Ryde,
que era el nombre que habían adjudicado a aquella propiedad en
tiempos de su abuelo. Iba anocheciendo y el cielo adquirió un tinte
de un denso color de peltre con una pizca de añil en el horizonte. El
viento se hizo más intenso y frío y el aire se volvió pesado, como si
se avecinase una tormenta de verano. Pronto divisó la recia silueta
de Rookhope Tower, construida en la cresta de una colina. A su
espalda se extendían varias hectáreas de denso bosque, y frente a
ella arrancaba una fuerte pendiente que descendía hasta un
angosto valle, con lo que la construcción estaba protegida de forma
natural gracias a su emplazamiento. Desde el tejado se obtenía un
amplio panorama de los alrededores, y el acceso a la torre podía
resultar difícil.
Mientras avanzaba, se dio cuenta de que el rastrillo de la muralla
exterior se estaba alzando y que dos hombres a caballo salían por la
abertura y se dirigían hacia la ladera que bajaba por el lado oeste,
donde había una senda desgastada a lo largo de siglos, pues allí la
pendiente era más suave que en las demás laderas que rodeaban la
torre. Uno de los hombres vio a William acercándose por el camino y
le saludó agitando la mano.
William entrecerró los ojos y les reconoció a los dos. Uno, el más
joven, era un amigo al que se alegraba de ver; el otro, un hombre de
más edad, era lo más cercano a un enemigo personal que ningún
otro hombre que conociera, aunque siempre habían mantenido un
barniz de fría cortesía al tratarse.
Con el ceño fruncido, detuvo su caballo para esperarles. Los dos
hombres se dirigieron hacia él en la luz del crepúsculo, arrancando
terrones de tierra con los cascos de sus caballos.
—¡Will! —El hombre que iba delante alzó una mano enguantada
a modo de saludo. Sus bellas facciones se veían enmarcadas por
una barba de color castaño rojizo pulcramente recortada y un
cabello muy corto, y se acercó sonriente hasta detener su montura a
pocos pasos de William.
—Buenos días, Perris —dijo William a su amigo con una
inclinación de cabeza, un saludo mas bien frío debido a la presencia
del otro hombre, que también detuvo su caballo al llegar hasta ellos.
—En este momento nos marchábamos de Rookhope —señaló
Penis—. Qué suerte hemos tenido de encontrarte aquí. Creíamos
que íbamos a irnos sin verte y que tendríamos que regresar otro día
de esta semana. —William esbozó una sonrisa fría y tensa.
Consideraba a Perris Maxwell un pariente además de un amigo,
pues su madre se había casado con el tío de Perris, Maxwell de
Brentshaw, años atrás. Aparte de estar unidos por ese parentesco,
también se conocían de la corte, donde Perris, que había estudiado
leyes, actuaba de consejero real para la viuda del rey, la reina viuda
María de Guisa.
William echó un vistazo al hombre que acompañaba a Perris e
inclinó la cabeza.
—Saludos, Malise.
—William —contestó Malise Hamilton. Sus oscuros ojos azules y
su cabello corto y plateado relucían en la penumbra—. Ha sido una
suerte, tal como ha dicho Perris.
Como siempre que veía a Malise Hamilton, William sintió que se
ponía en tensión. Malise y él estaban unidos por la tragedia y el
rencor, incluso el odio. No sólo Malise Hamilton formaba parte de la
escolta que le sacó de Rookhope Tower el día en que ahorcaron a
su padre, sino que también era el padre de la mujer que él había
amado y perdido, la madre de su hija. A causa del vínculo amargo e
irresoluble que les unía, a William le pareció que lo más juicioso era
simplemente evitar a aquel hombre siempre que le fuera posible. Se
armó de valor para controlar su ira mientras observaba a Malise, a
menos de cien metros del lugar en el que su padre había muerto y
aquel hombre le había tomado a él prisionero cuando era un
muchacho.
Además, estaban unidos por la existencia de Katharine. El hecho
de pensar en el bienestar de su pequeña hija le daba razones para
controlar su odio hacia él.
—Llegamos a Rookhope esta mañana en una misión oficial de la
corona, pero tú te encontrabas fuera —murmuró Malise—. Tu
hermana Helen ha actuado de amable anfitriona en tu ausencia.
Pobre muchacha.
William contuvo la respiración al percibir la condescendiente
referencia que hacía Malise a las cicatrices que tenía su hermana
menor a consecuencia de un ataque de viruela sufrido hacía varios
años. Quiso replicar acaloradamente, pero Perris se inclinó hacia
adelante para interrumpirle.
—Lady Helen dista mucho de ser una pobre muchacha —dijo el
joven—. Ha sido agraciada con abundante atractivo y finura. Yo la
encuentro encantadora y deliciosa. Confieso que tu comentario me
sorprende. ¿Encuentras algo digno de compasión en ella? —La
suave pregunta era un desafío.
William se unió a Perris en mirar fijamente a Malise, que se
aclaró la garganta y se encogió de hombros.
—Nada en absoluto, por supuesto. Tu madre se encontraba
enferma y se quedó en cama —continuó Malise—. En ningún
momento bajó a ofrecernos hospitalidad.
—Tal vez tuviera algún ataque de fiebre —murmuró William. Se
daba cuenta de por qué su madre no había querido salir de su
habitación y sospechaba que Malise también lo sabía. Lady Emma
no podía soportar la presencia de Hamilton en las raras ocasiones
que éste visitaba Rookhope.
—Katharine es muy hermosa —dijo Malise—. Me recuerda a su
madre cuando tenía su edad.
—Sí. —William asintió con brusquedad—. Has dicho que estáis
aquí en una misión oficial de la corona. Podíais haber enviado un
mensajero a pie.
—Su alteza la reina viuda te envía sus personales saludos —dijo
Perris.
William se le quedó mirando, atónito. Había pasado varios
meses sintiéndose rechazado por todo el mundo, y durante ese
tiempo estaba seguro de que María de Guisa, la viuda del rey
Jacobo, le había rehuido igual que todos los demás.
—Deseaba que te fuera entregado este mensaje privado, escrito
de su propia mano. —Perris introdujo la mano en su jubón y extrajo
un pergamino doblado y cerrado con un sello de lacre rojo.
William lo tomó con cautela, inseguro de si aquello significaba
buen o mal presagio.
—Yo le dije que te buscaría y te entregaría la citación, ya que tú
y yo tenemos asuntos entre nosotros —dijo Malise—. Y además
deseaba ver a mi nieta, naturalmente.
—Su alteza desea verte inmediatamente, en el palacio de
Linlithgow —dijo Perris.
William se guardó el documento para leerlo más tarde.
—Bien —dijo—. Yo también tengo asuntos de que hablar con
ella.
—¿Y cuáles pueden ser esos asuntos? —preguntó Malise
bruscamente—. Los dos estamos informados de cualquier asunto
que se presente a la atención de su alteza, como ya sabes.
William cruzó las manos enguantadas sobre el pomo de la silla
de montar y notó que su caballo se movía nervioso.
—Me guardaré para mí los detalles hasta que haya hablado con
ella —dijo—. Sin embargo, ya que ahora os dirigís de vuelta a
Linlithgow, espero que podáis entregarle un mensaje de mi parte.
—¿Cuáles?—preguntó Perris.
—Decidle que acudiré allí mañana, en cuanto haya visto a mi
familia. Y aconsejadle que piense en la posibilidad de trasladar a la
reina a un lugar más seguro lo antes posible.
—¿Por qué? ¿Corre su majestad algún peligro? —quiso saber
Malise.
—Han llegado a mis oídos rumores preocupantes —contestó
William con prudencia.
—¿Rumores de que el rey Enrique quiere raptar a la reina? —
Malise hizo un ruido de sorna—. Siempre circulan rumores de ésos.
Echa humo igual que una tetera y dice lo que le apetece para que lo
oigan todos, pero no siempre lo lleva a cabo. Hace años, sugirió a
sus consejeros que secuestrasen a su padre, el rey Jacobo, pero
ellos fueron demasiado cobardes para intentarlo.
—O demasiado sensatos —murmuró William—. De todos
modos, hasta que se descubra la verdad, la seguridad de la reina
María debe ser nuestra preocupación primordial. El palacio de
Linlithgow no es tan defendible como Edimburgo o Stirling.
—Su alteza ya está pensando en trasladar a la reina al castillo
de Stirling —inquirió Perris—. Su coronación tendrá lugar allí el mes
próximo.
—El mes próximo está todavía muy lejos —aseveró William—.
Soy de la opinión de que debería ser trasladada antes de esa fecha,
ya sea en secreto o protegida por un sustancial contingente de
hombres. Haced llegar ese mensaje a su alteza. Yo le explicaré los
detalles.
—Muy bien, pues —dijo Malise—. Si crees que estará dispuesta
a escucharte. No sé por qué quiere hablar contigo. Bien podría
tratarse de una reprimenda, que es lo que te mereces.
—Me arriesgaré—musitó William—. Buen viaje a los dos. —Y
levantó las riendas.
—Hay otro asunto más entre nosotros —dijo Malise. William le
miró—. Hace dos semanas te envié una larga carta, y no me agradó
tu respuesta.
—En ese caso, si no lo entendiste, voy a decírtelo otra vez,
Malise —repuso William—: No me interesa contraer matrimonio con
ninguna de las damas de la familia Hamilton que tú me sugerías en
la carta.
—Debes casarte, y pronto —le espetó Malise en tono duro—. No
pienso tolerar que mi nieta se críe sin una madre. No tienes motivos
para rechazar a ninguna de mis sobrinas. Una de ellas es una viuda
que posee buenas propiedades, la otra es su hermana soltera. Fue
una amabilidad por su parte permitirme que te hiciera semejante
oferta. Todos conocemos las circunstancias de tu… relación con mi
hija.
William entornó los ojos y aguardó a que su cólera se enfriara
antes de hablar. Y se preguntó, como tantas veces había hecho en
el pasado, cómo podía Jeanie ser hija de aquel hombre. Pero en los
ojos azul oscuro de Malise y en sus rasgos estrechos y bien
parecidos vio fugaces retazos de los risueños y azules ojos de
Jeanie y de su encantador rostro. El recuerdo de ella le hizo aspirar
profundamente.
Justo antes de morir, mientras él le sostenía la mano y rezaba en
silencio porque le volvieran las fuerzas, le prometió que haría las
paces con su padre. En el fondo de su corazón no sabía si sería
capaz de cumplir aquel juramento, pero por respeto al recuerdo de
Jeanie, y por el bien de la hija de ambos, tenía que intentarlo.
—Te agradezco tu preocupación —dijo en tono frío—. Pero
cuando desee tomar esposa, la elegiré yo mismo.
—Podrías haberla elegido el año pasado —ladró Malise—. Mi
hija murió sin haberse casado.
—Si tú le hubieras permitido ponerse en contacto conmigo,
ahora no tendrías ningún motivo de agravio conmigo —respondió
William con los dientes apretados.
Malise apartó la vista y su semblante se tornó pálido y duro.
—No creía que fuera a morir —murmuró.
William dejó escapar un profundo suspiro.
—Todos íbamos a perderla, de una forma u otra, por culpa de un
parto difícil.
—¿Y ahora vas a deshonrar a mi nieta? Katharine lleva sangre
de la realeza por parte de los Hamilton. Su tío es el Regente de
Escocia, y segundo en la línea de sucesión ál trono. Necesita un
hogar y una madre que resulte conveniente a su linaje.
—Ya tiene un buen hogar. Y ya tiene una buena madre.
Malise apretó los labios, con las aletas de la nariz dilatadas.
—Quiero que Katharine se críe en una casa Hamilton. Rookhope
Tower no es más que una cueva de ladrones.
—Yo me crié en esa cueva de ladrones —escupió William entre
dientes—. Y fui feliz en ella, hasta que tú y los hombres del conde
de Angus me separasteis de los míos a la fuerza. Estoy seguro de
que mi hija también será feliz viviendo entre forajidos.
—Yo no ordené la muerte de tu padre —dijo Malise—. Fue
Angus quien dio la orden. Yo llegué cuando ya estaba hecho.
—Tú no andabas muy lejos —contestó William.
—Ocurrió hace mucho tiempo —terció Perris en tono calmo—.
No hay necesidad de discutirlo hoy, ni nunca. Ese día tuvo lugar una
tragedia, y ninguno de los dos podéis cambiar eso. —Su
interrupción fue un intento de apaciguarles, William lo sabía, y un
modo de proporcionar el respiro que éste necesitaba para calmar su
ira inflamada.
—Fue un triste día para muchos. —Malise sonrió con aquella
acritud que era peculiar en él, como si la única amabilidad o disculpa
que era capaz de ofrecer fuese aquel ácido gesto de curvar los
labios—. Pero aún hay otra muerte entre nosotros, más trágica que
la pérdida de un compañero de correrías.
William dejó perder la mirada en las lejanas colinas, tensa la
mandíbula, las manos asiendo con fuerza las riendas, y no contestó.
No podía mirar en la dirección del roble en el que había muerto su
padre.
—Acepta desposar a una de mis sobrinas, y da a mi nieta el
hogar que yo deseo para ella —dijo Malise—. Y tal vez pueda
empezar a olvidar y a perdonar lo ocurrido.
—Ninguno de los dos olvidará. Ni perdonará —replicó William.
—Jean escogió por sí misma cuando fue a ti. Me rogó que te
amara como un hijo —respondió Malise—. He jurado por su
memoria, y por mi nieta, cumplir esa promesa, aunque preferiría
verte colgado por tu impúdico comportamiento. —Entornó los
párpados—. Entiende que lo que hago es por la niña. Cásate con
una de las mujeres de mi familia y cría a mi nieta como corresponde
a su linaje. Yo me encargaré de que te beneficies de tu situación
como persona emparentada por matrimonio con los Hamilton.
—Oh, me casaré —aseguró William, en el tono más amable que
pudo. Poco le importaba conseguir ninguna posición que le llevase a
estar en compañía de Malise—. No puedo prometer con quién, ni
cuándo. Ni tampoco puedo prometerte que te agrade la mujer que
elija, pero puedes estar seguro de que Katharine tendrá una madre
algún día. Y también puedes estar seguro de que siempre estará
feliz y a salvo bajo mi custodia.
—Bajo tu custodia —repitió Malise—. Ésa es la cuestión,
¿verdad? Cásate pronto, y con una Hamilton que pueda
proporcionar a mi nieta la educación que merece, o llevaré mi
demanda a la Corte de Sesiones. Recientemente he contratado un
abogado de Edimburgo que se ocupará del asunto.
William miró a Perris, que asintió con expresión grave.
—Yo le conozco —dijo—. Es un procurador muy capaz.
—La demanda de Hamilton no es válida —dijo William.
—Mi abogado no opina lo mismo —contestó Malise.
William volvió a mirar a Perris, que asintió de nuevo.
—El hijo de una mujer que todavía está bajo la custodia de sus
padres puede interpretarse que pertenece a los abuelos antes que
al padre —explicó—. El tribunal civil puede fallar en ese sentido si
Malise decide llevar adelante su demanda. Podrían fallar a favor de
Malise. O de ti —añadió.
—La hija de Jean es ilegítima —dijo Malise—. Katharine me
pertenece a mí por derecho. Quiero que crezca en mi casa.
William sintió que un escalofrío le bajaba por la espalda.
—Es mía —rugió.
—Malise, la niña debe estar con su padre —dijo Perris—.
Conoces la parte moral de este asunto.
—La parte moral es que Scott debería haber dejado a mi hija
limpia de toda mancilla —dijo Malise, y miró a William—. Quiero
tener a Katharine, y quiero los derechos a la propiedad que le dejó
su madre. De lo contrario, te casarás con la mujer que yo elija para ti
y firmarás la custodia de la propiedad a mi favor. Si haces eso,
podrás quedarte con la niña. —Otra de aquellas sonrisas agrias y
frías que sólo oscurecían sus ojos aún más.
—Las tierras —inquirió William—. Eso es lo que quieres. Piensas
en controlarlas tomando la custodia de Katharine. Como padre de la
niña, tengo derecho a proteger esa propiedad hasta que ella sea
mayor de edad.
—La tierra es demasiado valiosa para dejarla al cuidado del hijo
de un forajido —respondió Malise.
—Lo normal en estos casos —intervino Perris— es acordar un
precio y pagar los privilegios que pertenecen a la tierra hasta que
Katharine sea mayor de edad. Siempre seguirían siendo propiedad
suya.
—Él ya ha establecido un precio —añadió William—. Aunque no
en dinero.
—Lo que más me preocupa es el bienestar de Katharine. Está
abandonada al cuidado de una banda de ladrones —le espetó
Malise.
—Creeré en la sinceridad de esa preocupación —dijo William—
cuando se demuestre que la luna es un queso verde. —Dirigió una
mirada a Perris e inclinó la cabeza sin decir palabra a modo de
silenciosa despedida, y a cambio recibió otra inclinación de cabeza y
una mirada irónica cuando Perris expresó su opinión acerca de la
postura de Malise.
—No intentes reclamar a mi hija, Malise —dijo William—, o te
arrepentirás de haberme conocido hace años, el día en que tú y tus
compinches ahorcasteis a mi padre.
Sin mirar atrás, guió al bayo por el sendero que conducía a la
torre. A su espalda, oyó que Perris y Hamilton salían al galope y que
el ruido de los cascos de sus caballos se fue apagando hasta
desaparecer en cuestión de momentos.
Espoleó a su montura, sintiendo el corazón duro y oprimido,
como si de pronto se viera perseguido por los perros del infierno. Su
razón le decía que todo estaba en orden en el interior de Rookhope,
pero las amenazas de Malise le habían provocado una sensación de
inquietud y miedo. Tenía que comprobar que Katharine se
encontraba a salvo, con independencia de lo que le dijera su razón.
Entonces pensó en María de Guisa y su hija amenazada, la reina
de Escocia. Suponía que, al enterarse del complot inglés que se
cernía sobre ella, reaccionaría primero como madre y después como
reina. Su simpatía y su comprensión por ser padre él también le
daban una motivación más fuerte que incluso su inquebrantable
lealtad hacia la pequeña reina de Escocia.
Antes había dudado si perseguir a la muchacha gitana o ir
primero a casa. Se sentía profundamente contento de haber
escogido regresar a Rookhope. Después de ver a Katharine y a su
madre y su hermana, obedecería el llamamiento de la reina viuda.
Tenía la esperanza de que ella le ofreciera clemencia, incluso
perdón, por la tragedia de la muerte de Jean, que les había afectado
a ambos.
Independientemente de lo que su alteza requiriera de él, su
intención era aprovechar la oportunidad de una audiencia privada
para hablarle del complot que había descubierto. Sabía que tendría
que plegarse a sus deseos en cuanto a aquel plan, una vez se
enterara del mismo. Calculó que necesitaría dos o tres días para
viajar a Linlithgow, solicitar una entrevista con la reina viuda y
regresar. El viaje podía hacerse en un solo día si apretaba el paso
de su caballo. Cuando volviera a Rookhope, saldría de nuevo para ir
a buscar a la muchacha gitana. Pediría a sus primos Jock y Sandie
Scott, que solían ir con frecuencia a Rookhope, que le acompañaran
en la búsqueda del campamento gitano. Tal vez supieran el
paradero de alguno. William prefería cabalgar a la luz de la luna,
como hacían la mayoría de los habitantes de la frontera,
acostumbrados a salir de noche a hacer incursiones para robar
ganado y a dormir de día. Dentro de unas cuantas noches, pensó,
sería el momento ideal para dicha salida.
Conforme se aproximaba al alto muro de piedra que rodeaba
Rookhope Tower, oyó gritar a un hombre que montaba guardia en el
tejado. Probablemente se trataba de uno de sus primos, se dijo,
levantando una mano a modo de saludo. Dejó a un lado la pequeña
entrada lateral, fácil de defender y todavía cerrada, y siguió el
recorrido exterior de la muralla en dirección a la entrada principal,
que estaba abierta.
Cabalgó a lo largo de una ancha repisa cubierta de hierba que
había entre el muro de piedra y la fuerte pendiente que se abría en
la parte delantera de la torre. Durante más de un siglo, aquel difícil
acceso había desalentado a los visitantes hostiles. La torre estaba
situada en la cumbre de una imponente ladera cubierta de arbolado,
en cuya base discurría un estrecho arroyo de aguas turbulentas. Al
otro lado de la torre, separada por el angosto riachuelo, había una
colina redondeada que se elevaba en el cielo del anochecer. Un
gigantesco roble coronaba su cresta curva y desprovista de
vegetación.
Al acercarse al rastrillo de la entrada, William contempló la
sombría colina a través del hueco. El roble se erguía solitario, con
sus ramas recortadas contra el cielo semejantes a un centenar de
manos y dedos nudosos. Un pequeño montículo, una única tumba,
aceptaba el refugio al pie del árbol. La colina había ido perdiendo su
vegetación con el paso de los años y ahora sólo conservaba algo de
hierba rala, parches de brezo y, dominante, el viejo y retorcido roble.
Muchos creían que la colina y el árbol estaban encantados, por eso
nadie se acercaba a aquel lugar… excepto su madre, su hermana y
él mismo.
Lanzó una mirada hacia allí e inclinó solemnemente la cabeza en
respeto a la memoria de Allan Scott, enterrado bajo el roble. Al
acercarse al rastrillo vio que la reja de hierro y las macizas puertas
de madera que había detrás estaban abiertas.
Nada más traspasar la entrada, su hermana Helen se le acercó
desde el otro extremo del patio llevando en los brazos una niña
pequeña envuelta en mantas. William bajó la vista y apenas vio a su
hermana, pues su mirada estaba hambrienta de ver la pequeña
carita que llevaba al lado y que ahora se volvía hacia él: grandes
ojos azules bajo unos rizos oscuros, mejillas teñidas de rosa y boca
redonda y pequeña.
Desmontó, sintiéndose inundado por aquella dulce dicha que
sólo experimentaba por su hija, y abrió las manos para levantarla
bien alto.
Capítulo 7

ALGUNOS hablan de lords, algunos hablan de lairds


y otros hombres de alto rango.
Yo canto la canción de un caballero…
«Johnie Armstrong»

Los cascos del caballo producían un sonido hueco en los


adoquines de la calle mientras William se acercaba a la entrada sur
del palacio de Linlithgow. Saludó a la guardia real con una breve
inclinación de cabeza y detuvo su corcel bayo, que dio unos pasos a
un lado y sacudió sus crines negras, reflejo de la prisa de su dueño.
—¡Es el señor de Rookhope! —exclamó uno de los guardias. En
cuestión de momentos, el rastrillo se alzó con un chirrido y un
guardia hizo señas con la mano a William para que penetrara en el
túnel de entrada. Tras desmontar y entregar las riendas del caballo
a un paje, se dirigió a grandes zancadas hacia el patio cuadrado que
ocupaba el centro del palacio.
El sol del verano caldeaba la piedra rosada de la fachada interior,
con sus hileras de ventanas acristaladas. A través de una persiana
abierta en la torre noroeste, donde se encontraban los aposentos
reales, salió el grito irritado de un niño pequeño que llegó hasta el
patio.
—Ah, ésa es la reina de Escocia, protestando porque quiere
cenar —señaló un hombre. William oyó pasos a su espalda y al
darse la vuelta vio a Perris Maxwell, que ahora tenía menos el
aspecto de un ladrón de ganado y parecía un acicalado caballero,
vestido con jubón negro de terciopelo, calzas cortas y medias
negras que cubrían sus musculosas piernas. Perris saludó con una
ancha sonrisa y tendió la mano a William, que sonrió también,
contento de tener la oportunidad de hablar abiertamente con su
amigo sin que le estorbara la presencia de Malise Hamilton.
—Saludos, Perris. —William le estrechó la mano y después
señaló con un gesto hacia el bloque oeste del palacio—. La reina
María Estuardo en persona, ¿no es así? Suena fuerte y sana.
—Y así es, como pronto verás. Precisamente tú deberías
conocer bien el ruido de un niño pequeño. Tu propia hija es de la
misma edad.
—Y esta mañana estaba teniendo una buena rabieta cuando yo
me marché de Rookhope Tower. Me alegré de tener un motivo para
marcharme.
—Ah, esa niña derrite el corazón de su padre igual que si fuera
mantequilla al sol. Sobre todo, con esa sonrisa sin dientes.
—Así es. —William tocó el brazo de Perris—. ¿Qué es esto?
¿Terciopelo? ¿Y mangas abullonadas? Pareces un español.
Perris hizo una mueca.
—Lady Margaret Beaton me convenció de que encargara esta
ropa al sastre de su padre. Negro de luto, por el rey. Confieso que
me ha equipado con ropas demasiado recargadas para mi gusto.
Me quejé de que Will Scott siempre se vestía con ropas simples en
la corte sin tener en cuenta la moda y que a las damas las
encantaba. —Perris se rascó la barba—. Lady Margaret insistió en
que era Will Scott, y no su atuendo, lo que encantaba a las damas.
Al parecer, ese tranquilo encanto que posees resulta una miel más
dulce para esas abejas que estas ridículas ropas.
William sonrió, y luego adoptó una expresión solemne.
—Perris, ya sabes que regreso sólo para complacer a su alteza y
por el bien de su majestad, la pequeña reina. De no ser así, no
volvería a Linlithgow. Y no siento ningún deseo de ver a Malise en
este momento.
—Lo sé. No está aquí. A algunos les disgustará verte en la corte,
Will, y otros es posible que te demuestren lástima. Aún se habla
mucho del apuesto señor de Rookhope y de sus fechorías y sus
tragedias.
—Estoy seguro de que mi visita a la reina viuda dará más pábulo
a las lenguas chismosas —comentó William.
—Su alteza en persona te ha hecho llamar, de modo que eso las
mantendrá mudas durante un tiempo. Ella no agita el escándalo
contra ti, Will, aunque sé que tú crees que tal vez lo haga.
—Sé que le causé una profunda aflicción, y lo lamento. Pero no
pienso disculparme por lo que era un asunto privado entre Jeanie
Hamilton y yo. No pido el perdón de nadie.
Perris asintió. William reflexionó que, entre sus amigos, Perris
era uno de los pocos que no le habían mostrado animosidad
basándose en rumores.
—Pero creo que, después de todo, puedes estar seguro de su
amistad. Su alteza sigue considerándote una de las pocas personas
en las que puede confiar de verdad. Te ganaste su amistad cuando
ella llegó a Escocia sin hablar el escocés y el rey con escasos
conocimientos de francés. Tuviste mucha paciencia para enseñarle
nuestra lengua. Voto a que valora tu mano jugando a las cartas, y
también ese bello rostro tuyo.
—Siempre respetaré a su alteza. Espero que ella lo sepa —dijo
William en voz baja. Dejaron atrás una complicada fuente que había
en el centro del patio, y se detuvieron—. Pero quisiera saber por qué
me ha mandando llamar. En su carta sólo mencionaba un asunto
urgente. No me necesita a mí, un jefe de la frontera, para comentar
asuntos; tiene consejeros y jueces, sacerdotes y abogados… como
tú.
—Ciertamente, yo tampoco sé qué es —respondió Perris, y
apretó la mano de William—. Debo ir a atender un asunto de su
alteza. Esta vez no se trata de nada jurídico, pero de todos modos
es importante. He de buscar a un molinero del lugar que muela la
avena más fina. Su majestad la reina escupe las gachas.
—Ve, pues —dijo William con una risita. Perris sonrió
abiertamente y se apresuró hacia la puerta sur.
William se volvió a contemplar la fuente de piedra esculpida, y
recordó el día, cinco años atrás, en que sus tazas y surtidores
rebosaban de vino tinto y pétalos de rosa, obedeciendo a lo
ordenado por el rey Jacobo en honor de su flamante esposa
francesa, María de Guisa. Ahora los surtidores de la fuente se veían
vacíos y las tazas estaban verdes de liquénes, y el agua era escasa
y turbia. Tal vez nunca volviera a fluir vino tinto de ella, pensó
William con tristeza. Su mano fue a tocar el pergamino doblado que
llevaba en el interior de su jubón de cuero, escrito con la elegante
letra itálica de María de Guisa.
La citación le había sorprendido. Aquella demostración de
amistad por parte de la reina viuda le conmovía profundamente, y se
esforzaría por hacer lo que ella le solicitara. Se lo debía. Y también
se lo debía a la memoria de Jeanie. Como una de las damas de
compañía de María, Jeanie había sentido un gran cariño por su
señora y amiga. Allí de pie junto a la fuente, recordó aquellas
deliciosas noches de hacía casi dos años, en las que Jeanie
Hamilton y él se citaban en aquel mismo lugar. Aquellos
apasionados encuentros clandestinos les llevaron a ambos a un
enmarañado y trágico destino.
Ella era joven y encantadora, hija única del único hombre al que
William odiaba de verdad. William sabía que corrían rumores de que
él la había avergonzado deliberadamente. Pocos conocían la
verdadera historia, pensó con amargura. Pero no pensaba informar
a los curiosos.
***
El eco de sus pisadas era rápido y fuerte cuando inició la subida
de la escalera de caracol para después recorrer los anchos pasillos
abovedados que conducían a los aposentos de la reina. El guardia
apostado en la puerta alzó su alabarda para dejarle pasar.
—Rookhope, bienvenido seais de nuevo, señor. —Abrió la
gruesa puerta de roble. William le dio las gracias y le entregó su
larga espada, sabedor de que María de Guisa desaprobaba la
presencia de armas en las audiencias reales. El guardia le hizo un
gesto para invitarle a entrar.
El sol penetraba a través de dos altas ventanas y se derramaba
sobre el brocado rojo de los cojines y los tapices de las paredes,
trazando brillantes franjas luminosas en las baldosas del suelo. El
aire estaba lleno de música que procedía del extremo más alejado
de la enorme estancia, donde se veía el estrado real vacío. Cerca
de éste había varios hombres y mujeres en círculo alrededor de un
hombre que tocaba el laúd. Todos vestían ricos ropajes de lujosas
telas, trajes y jubones en los que relucían las perlas y las joyas.
Desde donde estaba, percibió una mezcla de perfumes de almizcle.
William echó un vistazo a sus propias ropas y se limpió el polvo
de montar. Las prendas que llevaba eran de buena calidad pero de
estilo simple, tal como a él le gustaban: un jubón sin mangas de
flexible cuero español, acuchillado para que resultara más fresco y
cómodo, y debajo una camisa tejida de lino; calzas de sarga negra y
botas de cuero altas, como las que llevaban los soldados y los
ladrones de ganado, más que los cortesanos. Llevaba el pelo más
largo de lo que dictaba la moda y no conservaba una barba bien
recortada, aunque a veces dejaba que le asomara un poco durante
un par de días. No se pulimentaba las uñas y tampoco usaba joyas.
Sabía que a la mayoría de las damas de la corte les gustaba su
aspecto. El resto, hombres y mujeres, se burlaban de su sencilla
indumentaria, más propia de un pillo de la frontera que de un
sofisticado hombre de la corte. William era ambas cosas, pero en
realidad las sutilezas de la moda le importaban tan poco como las
opiniones de los demás.
Nadie le miró cuando penetró en la espaciosa estancia. Los
cortesanos rodeaban a un hombre sentado en medio de ellos que
cantaba una balada. Su voz resultaba vibrante por encima del suave
tañido del laúd. William se detuvo unos instantes a escuchar,
apoyando un hombro contra el panel de roble que recubría los
muros.
El apuesto señor fue a la puerta de su amada
y el picaporte quiso girar.
—Si duermes, despierta, querida Jean,
levántate y déjame entrar.
La bella Jean se levantó y abrió,
pues le amaba mas que a nada.
Él la tomó en sus brazos
y ella se subió la falda.
William sintió que un escalofrío le recorría la espalda. El corazón
le dio un vuelco, la mandíbula se le puso en tensión, y sólo con gran
esfuerzo consiguió mantener una apariencia de calma.
El cantante era un joven vestido con un recargado jubón de
satén. William reconoció al secretario de la reina viuda. Siguió
escuchando y decidió no interrumpir. Todavía.
—Oh, Jeanie, ¿qué te aflige? —preguntó su padre.
—¿Algún dolor traspasa tu carne?
—Regalo de mi amante es, no dolor,
y mi señor, por orgullo, no quiere desposarme.

La bella Jean fue al bosque ese día


llevando consigo varios metros de lino.
Se recostó contra un enorme roble
y bañó en leche su pequeño niño.
William no aguantó más. Se apartó bruscamente de la pared y
atravesó la enorme sala con tal determinación que sus botas con
suela de madera levantaron un sonoro eco.
Los otros se volvieron. Casi todos dejaron escapar
exclamaciones, las mujeres se llevaron una mano al escote del
corpiño. El secretario pulsó un acorde disonante y se puso en pie de
un salto.
—¡Sir William! —gritó.
—Saludos, Francis. Y a los demás. —William inclinó la cabeza y
avanzó hacia ellos. Frente a él se abrió un espacio conforme los
presentes iban retrocediendo con un susurro de faldas y un roce de
zapatos.
—Lady Margaret, lady Elspeth, Fleming, Randolph, lady Alice —
enumeró con gesto severo a medida que iba pasando por entre el
grupo—. Seton, lady Mary, sir Ralph. —Saludó con una inclinación
de cabeza a un hombre alto y bien parecido.
Fue dejándolos atrás a todos mientras ellos murmuraban un
saludo de respuesta y se hacían a un lado. Algunos tuvieron la
deferencia de mostrar una expresión avergonzada a su paso. Le
alegró ver alguna que otra muestra de conciencia.
Por fin se detuvo con un puño apoyado en la cintura.
—Una balada interesante, Francis —señaló.
—No… No la he escrito yo, sir William—balbuceó Francis—.
Yo… la he tomado de un folleto impreso.
—Vaya. De modo que ya circula en folletos impresos, ¿eh?
—Sí, es una canción que se ha vuelto bastante popular. La he
oído cantar en Edimburgo, y tengo entendido que también se canta
en Inglaterra.
—Comprendo. ¿Y cómo se llama?
—El… El apuesto señor… —contestó Francis. Se miró la punta
de sus zapatos de cuero como si quisiera que se le tragara la tierra
—. El apuesto señor de Rookhope.
—Ah. —William dejó que flotara el silencio.
Francis, con las mejillas encendidas, tragó saliva. Miró a los
otros, que se habían esparcido por la habitación.
—¿Qué… qué os trae a la corte después de tanto tiempo, sir
William?
—Su alteza ha mandado llamarme. Ten la amabilidad de
comunicarle que ya he llegado y que estoy a su disposición para
cuando guste. —Extrajo la nota doblada, mostró el sello y la cinta y
volvió a guardársela.
—¿Ella os ha mandado llamar? —Francis parpadeó sorprendido.
—Así es. —William le miró sin alterarse lo más mínimo.
—Sir William, yo… lo siento muchísimo. No habría cantado la
balada de haber sabido que su alteza os había mandado venir. Soy
vuestro amigo, señor.
—En ese caso, me pregunto por qué cantas siquiera esa
canción.
—Me la suelen solicitar durante las cenas con acompañamiento
musical. Les gusta a muchos, por la melodía y por la letra, que ya se
ha hecho famosa.
William le miró furioso.
—No me importa lo que se diga de mí, Francis, pero Jeanie
Hamilton está muerta y no puede defenderse de los chismorreos y
las habladurías. Si quieres actuar como un amigo, respeta su
memoria.
Francis afirmó con la cabeza, intensamente ruborizado.
—Por su-supuesto. —Se apartó—. Os anunciaré. Pero su alteza
tiene muchas entrevistas programadas para esta tarde.
—Esperaré —repuso William.
Francis se fue corriendo detrás del estrado, sobre el que había
dos sillones del trono vacíos bajo un dosel. En la pared del fondo se
veía un tapiz bordado, y detrás de éste una puerta que conducía a
una pequeña sala de audiencias y un corto pasillo que daba acceso
a los aposentos privados de la reina. Francis se apresuró a salir por
la puerta.
William se volvió. Recorrió la estancia con la vista sin prestar
atención a los que le miraban fijamente y murmuraban entre sí. Se
acercó a una alta ventana y apoyó una mano en el alféizar, de
espaldas a la habitación. No tenía nada que decir a los otros, ni
tampoco ellos sospechó, tenían nada agradable que decirle a él.
Contempló la serena superficie del lago que se extendía en la
parte posterior del palacio y se fijó en un par de cisnes que se
deslizaban por las aguas, sintiendo, más que viendo, las miradas
curiosas y acusadoras clavadas en su espalda.
***
—Sir William. —Su voz era tal como él la recordaba, grave y
gentil, con un marcado acento francés—. Entrad.
—Madame. —William inclinó la cabeza y pasó al interior de la
alcoba de la reina. Su mirada recorrió la cama decorada y protegida
por cortinajes de damasco color violeta y el elegante mobiliario, para
fijarse en el gran ventanal. La luz del ala norte recortaba la silueta
de una mujer alta y con las manos entrelazadas por delante.
Estaba más delgada, pensó William inmediatamente. Pero la
última vez que había visto a María de Guisa, ésta estaba
embarazada. Desde entonces, había dado a luz y había quedado
viuda, y ahora cargaba sobre sus cuadrados y capaces hombros
con parte de la responsabilidad de cuidar del país de su
desaparecido esposo.
—Gracias por responder tan rápidamente a mi mensaje, sir
William. —Era alta, casi de un metro ochenta, de porte elegante por
naturaleza al andar. La luz arrancaba destellos a las perlas que
ribeteaban su cofia negra y su vestido de damasco negro, y
revelaba las oscuras ojeras de su rostro.
William hizo una reverencia cuando ella le tendió una mano,
tocando apenas sus dedos, y acto seguido se incorporó. La reina
viuda era casi de su misma estatura, y él sostuvo valientemente su
mirada, como había hecho siempre, aunque ella era una reina y él
sólo un jefe de la frontera.
—Tenéis buen aspecto —dijo la reina—. Os he echado de
menos, William.
Él volvió a inclinar la cabeza.
—Y yo a vos, madame.
Ella sonrió.
—¿Cómo se encuentra vuestra familia? ¿Y vuestra hija?
—Todos están bien, madame. ¿Y su majestad?
—Bastante bien. Venid a verla. —Dio media vuelta, y él la siguió.
En un rincón en penumbra estaba una joven vestida de oscuro
sentada en una silla con un bebé en brazos, silencioso y envuelto en
pálida y abundante seda. Una manita se veía posada en el pecho de
la joven, que canturreaba suavemente. La muchacha apartó un
pliegue de seda, y William contempló a la reina de Escocia.
Su rostro era encantador, apacible, con los párpados cerrados; el
labio inferior se movía ligeramente en sueños. Unos rizos de un
color dorado rojizo le cubrían la cabeza, y su piel era delicada y
traslúcida.
—No sé mucho de niños, aparte del que domina en mi propia
familia —murmuró—. Pero sé lo suficiente como para ver una
criatura de lo más dulce en esta pequeña reina.
—Merci —murmuró María de Guisa, y prosiguió en francés—:
Lleva un tiempo un poco inquieta. Los primeros dientes le están
causando un cierto malestar.
—Ah —William continuó en francés con algo de esfuerzo—.
Katharine ha tenido el mismo problema. Mi madre le da un remedio
para el dolor.
—¿Oui? ¿Qué remedio emplea?
—No lo sé, madame. Dispondré que os envíen la receta, si
gustáis. A nosotros nos proporciona cierta paz. —Sonrió.
La reina viuda despidió al ama de cría con la orden de dejar a la
reina en su cuna, situada en la habitación contigua. La muchacha
desapareció con la niña por una puerta abierta y cerró tras de sí.
María se volvió, rozando el suelo con las faldas, y se sentó en
una silla.
—Antes de que os vayáis, debéis jugar unas cuantas partidas de
cartas conmigo. Siempre suponéis un reto para mí, monsieur.
—Madame, será un placer jugar a las cartas con vos. Pero me
ganaríais todo mi oro y me despediríais con la bolsa vacía.
Ella ladeó la cabeza sobre su largo cuello. Sus bellos ojos
castaños se pusieron serios.
—Tanto vos como yo hemos sufrido pérdidas —dijo al cabo de
unos instantes—. Pero seguimos adelante. ¿Qué otra alternativa
nos queda?
—Ciertamente, madame —repuso él en voz baja. Él había
experimentado dolorosas pérdidas, pero María de Guisa había
soportado una auténtica devastación. Había quedado viuda pocos
meses atrás, y hacía menos de dos años que sus dos hijos
pequeños habían muerto de enfermedad en un plazo de pocos días
el uno respecto del otro. William no podía sino admirar su fortaleza y
su serenidad.
—Os he hecho venir por dos motivos —dijo la reina en francés
—. Últimamente he tenido largas entrevistas con Malise Hamilton.
William se puso tenso, pero inclinó la cabeza con calma.
—Precisamente ayer hablé con él.
—Me dice que os insta a que contraigáis matrimonio, y pronto.
William frunció el ceño.
—Me exige que proporcione una madre adecuada a su nieta.
Quiere que me case con una mujer elegida por él, y yo me he
negado.
—Él siempre os ha considerado un hijo, a pesar de la tragedia
que causasteis. Desea perdonar, y está preocupado por el bienestar
de su nieta.
—¿Os ha dicho que tal vez lleve el asunto a las cortes civiles y
presente una demanda por la custodia de Katharine?
—Traté de persuadirle de que no hiciera tal cosa. Pero él quiere
la mejor educación para la niña. Si no os casáis pronto, hará lo que
pueda para quitaros a la petite. Siente una gran devoción por ella.
—Siente devoción por las tierras que heredará por la muerte de
su madre. Quiere controlar esa propiedad. Sin duda su abogado
mencionará las tierras en la demanda que Malise presente contra
mí.
—¿Consideráis a Malise un hombre tan frío?
—Sí.
Ella frunció el ceño.
—Él es consciente de vuestra animosidad.
—¡Animosidad! —Casi se echó a reír—.Madame, ese hombre
participó en el asesinato de mi padre y controló mi vida según sus
deseos hasta que me hice un hombre.
—Él siente lo mismo por su hija. Él cree que vuestras acciones y
vuestras fechorías y falta de principios morales causaron su muerte.
Corre el rumor de que vos buscasteis vengaros de Malise por medio
de Jean.
William desvió la mirada.
—Lamento su muerte, madame —murmuró.
—Lo sé. William, Malise me ha pedido que hable con vos acerca
de la cuestión de tomar esposa. Dejando a un lado la disputa que
mantenéis con él, debéis creer que ama a su nieta.
—Y lo creo. Y yo también pienso velar por su bienestar. —Se
cruzó de brazos—. Madame, vos sois una diplomática amable. Os
pido disculpas si Malise os ha presionado para que intervengáis en
este asunto.
—Pero es cierto que necesitáis una esposa. Vuestra hija
necesita una madre.
—Mi madre y mi hermana la adoran. Katharine no sufre la
pérdida de su maman. Está bien atendida en todos los sentidos.
La reina suspiró.
—¿Y qué me decís de vos? Un hombre tan vigoroso necesita
una esposa, una compañera.
—Me halaga vuestra preocupación, madame. Vuestro
bondadoso corazón se desvive por el bien de la niña, me parece.
—La pauvre petite. Su madre fue una amiga muy querida para
mí.
—Lo sé. Os ruego que comprendáis que no tengo prisa por
casarme. —Respiró hondo—. Algún día, pero no… tan pronto,
madame.
—Diré a Malise que no se preocupe por el bienestar de su nieta.
Pero debéis prometerme que buscaréis una esposa que os agrade.
—Le miró solemnemente—. Os hablo como una amiga, William.
Nunca os he visto joyeux. Siempre parecéis llevar una tristeza en el
corazón.
Él sonrió y alzó los hombros.
—La existencia de mi hija alivia la tristeza que siento. Igual que
vuestra amistad, madame.
—No me ofrezcáis vuestro encanto, monsieur, sino la verdad.
Prometedme que buscaréis el verdadero contento para vos mismo.
—Haré lo que esté en mi mano —aseveró William—. Y bien,
madame, ¿es ésa la verdadera razón por la que me habéis
llamado?
—Hay otro asunto. Mi esposo valoraba vuestro consejo en lo
relativo a la frontera.
—No siempre seguía mis consejos.
—Pero yo sí lo haré. Vos entendéis la forma de ser de los
escoceses de la frontera, y podéis ayudarme en este momento.
—Me siento muy honrado, madame. Procuraré seros de ayuda.
—Ha llegado a mis oídos que los jefes de la frontera escocesa
han recibido ofertas de oro por parte de los ingleses, en nombre del
rey Enrique.
—Madame —dijo William—. Yo mismo he recibido ofertas de
ésas. Y también era mi intención hablar con vos al respecto.
—¿Sabéis quién ha aceptado esos sobornos, y por qué?
William negó con la cabeza.
—Aún no. Un cierto lord inglés ha hecho la oferta discretamente.
—El regente y Malise Hamilton creen que el rey Enrique está
planeando atacar Escocia de nuevo. Tal vez piense comprar el
apoyo de los escoceses de la frontera. Él aprueba el soborno, el
rapto y la intriga como métodos del arte de gobernar.
—Yo he aceptado ese soborno, madame —respondió William en
voz baja—. Supongo que comprenderéis por qué.
Ella calló un instante.
—Ah. Habéis decidido por cuenta propia actuar de espía para
mí… cuando yo estaba a punto de sugeriros eso mismo.
Él inclinó la cabeza a modo de aceptación.
—Los ingleses creen que todos los escoceses necesitan dinero,
de modo que me han ofrecido una cuantiosa suma. Ahora que estoy
a su favor, pretendo descubrir sus planes.
La reina dejó escapar un suspiro de alivio.
—El rey Enrique afirma apoyar a mi hija como la legítima reina
de Escocia, pero yo temo que en realidad pretenda perjudicarla. El
regente y mis consejeros no creen que el rey Enrique sea tan
desalmado como para separar a una niña pequeña de su madre. —
Cerró la mano en un puño sobre el regazo—. Pero no puedo
descansar por la noche por miedo a lo que le pueda pasar a mi hija.
—Se le quebró la voz.
William comprendía claramente la necesidad de tranquilizar a la
reina.
—En este momento conozco pocos detalles de ese plan,
madame, pero os informaré de lo que sospecho. Tan pronto como
me entere del resto, os lo comunicaré enseguida.
Ella asintió con gratitud.
—Eso es lo único que os pido. El regente se encargará de las
consecuencias que sufran los implicados.
William se inclinó hacia adelante y habló en tono bajo y urgente,
explicando lo que sabía de la situación. Por fin, inclinó la cabeza y
dijo:
—Os prometo, por mi propia vida, que la pequeña reina estará a
salvo.
Capítulo 8

UNA pobre gitana de mejillas azafrán y


quemada por el sol.
DEKKER,
Satiromastix, 1601

Tamsin estaba de pie detrás de un roble, fuera del alcance de la


luz de la fogata, contemplando las danzas. Sus parientes gitanos
giraban y reían al son de la música de una viola que tocaba su
primo, arrancándole un sonido intenso y alegre que se elevaba entre
las copas de los árboles que rodeaban el claro.
Movía rítmicamente las caderas mientras permanecía en las
sombras, siguiendo el ritmo con la mano derecha contra el muslo.
La izquierda la tenía escondida por costumbre a la espalda. En el
campamento gitano nunca llevaba puesto el guante protector, pues
su abuela consideraba que era una vanidad tonta e innecesaria.
Nona Faw tampoco había aprobado el impúdico atuendo de
jubón y calzas que Tamsin llevaba cuando llegó al campamento. La
joven se dio un rápido chapuzón en un arroyo antes de ponerse una
falda de lana y un grueso chal de tartán encima de una camisa floja
de lino, con los pies y las piernas desnudos. En el campamento se
parecía mucho a las otras mujeres gitanas, a no ser por el cabello
descubierto, que mostraba que aún no estaba casada.
Paseó la vista alrededor y vio a su abuelo conversando con uno
o dos hombres cerca de la zona donde estaban los caballos
recogidos con cuerdas tendidas entre los árboles. Más allá se veían
las colinas dela frontera, silenciosas e imponentes a la luz de la
luna. Se sentía aliviada de que ni su padre ni William Scott la
hubieran seguido hasta allí. El campamento estaba situado en una
hondonada entre altas colinas escarpadas, un lugar difícil de
encontrar a menos que uno conociera su emplazamiento, como era
el caso de ella.
Antes, había contado a su abuelo que ella y Archie habían salido
a robar unos cuantos caballos a modo de indemnización por las
ovejas que les había quitado Musgrave. Explicó que habían sido
atrapados por Musgrave y que ella había oído a éste hablar de un
complot contra los escoceses que de algún modo pretendía utilizar a
los gitanos, y que había obligado a Archie a tomar parte en él.
Imploró a su abuelo que no aceptara prestar ayuda a los ingleses ni
a los escoceses, incluido su padre, hasta que el asunto hubiera
pasado. John Faw la había escuchado y le había prometido que
pensaría en lo que ella le había contado y lo discutiría con sus
hombres.
Después la llamó su abuela para pedirle que la ayudase a
preparar un festín, pues aquella noche era la víspera de una boda.
Los festejos, celebrados por la cuadrilla de John Faw y otra, habían
comenzado hacía varios días, tal como era la costumbre. La novia,
una prima menor de Tamsin, y el novio todavía no habían
intercambiado los votos. El abuelo de Tamsin, como uno de los jefes
de los gitanos de Escocia y del norte de Inglaterra, sería el
encargado de celebrar la ceremonia.
Cerca de la fogata, la novia, que apenas contaba catorce años,
estaba resplandeciente con sus ojos oscuros y su falda roja, y
bailaba sensualmente alrededor de su prometido de dieciséis años.
El muchacho sonrió y le cogió la mano.
Tamsin, al ver la dicha y el deseo en sus jóvenes caras, sintió
una punzada de pesar y de anhelo por el esposo que nunca tendría,
por la fiesta de bodas, el baile, los votos que nunca se pronunciarían
por ella. Los esfuerzos de su padre por encontrarle un marido
habían fracasado; su abuelo también lo había intentado entre los
gitanos. Nadie la quería ni deseaba casarse con ella, eso estaba
demostrado.
O eso parecía. El hecho de que nadie más supiera que había
intercambiado el preciado símbolo de mezclar la sangre con un
hombre guapo y deseable hacía que el corazón le brincara en el
pecho. Frunció el ceño para alejar aquellas fantasías y se cruzó de
brazos mientras contemplaba a los gitanos reunidos en torno a la
hoguera.
Se reanudó la música, y acudió más gente a expandir el círculo
de bailarines. Tamsin siguió el ritmo con un pie sobre la hierba,
acostumbrada a quedarse al margen de aquel tipo de festejos.
—Únete a ellos, muchacha —dijo una voz a su espalda. Al
volverse vio que se trataba de su abuelo, quien la miró con sus
solemnes ojos negros en un rostro donde destacaba su larga nariz y
su barba gris—. Vamos, ve con ellos.
—Kek, no, abuelo —respondió ella en lengua gitana—. No
desean invitarme a bailar con ellos, creen que soy wafri bak, mala
fortuna, sobre todo en una fiesta de bodas. Tú sabes que creen que
nací con una maldición. —Sonrió a medias para demostrarle que
aquella opinión no la hería. Pero la verdad no era tan simple.
—Si bailar te da alegría, les diré que deben invitarte —dijo él
ásperamente. Estaba de pie a su lado, apenas más alto que ella,
musculoso y de hombros anchos, un hombre moreno y fuerte que
irradiaba una especie de fuerza terrenal.
Tamsin movió la cabeza negativamente.
—Nadie quiere tocarme la mano en el círculo de baile —dijo—.
Muchos de ellos, sobre todo los de la otra cuadrilla, creen que yo
transmito mala suerte y que se la contagiaré a ellos. Incluso algunos
piensan que tengo el mal de ojo, porque tengo los ojos claros.
—Son idiotas —replicó el abuelo impulsivamente—. Yo mismo te
puse el nombre de Tchalai porque tus ojos me recordaban a las
estrellas. Aunque tu padre te puso un nombre escocés, de los de su
raza. —Se encogió de hombros—. Ya sabes que los Faw jamás han
creído que estés maldita, Tchalai.
—Ya lo sé, abuelo —repuso Tamsin—. Gracias. El anciano soltó
un gruñido.
—Tchalai, he estado pensando en las noticias que me has traído.
No queremos problemas con los gadjo, y tampoco pienso ayudar a
ningún hombre que maltrate a mi nieta o a su padre. Después de la
boda, levantaremos el campamento para que nadie nos encuentre.
—Me alegro de saberlo —respondió Tamsin—. Mi padre no
desea causar daño a vuestra gente. Lo único que hizo fue aceptar,
para que yo pudiera salir de ese castillo inglés.
John Faw asintió con un gesto.
—Tu padre es un buen hombre, para ser gadjo. Aunque no te
haya encontrado un marido. —La miró de soslayo. Ella suspiró.
—Lo ha intentado, abuelo.
—Yo conozco un hombre que te desea.
El corazón empezó a latirle más deprisa. El rostro que le vino a
la mente era el de William Scott. Frunció el ceño; su abuelo ni
siquiera conocía al señor de Rookhope, y ella se alegraba de que no
supiera lo que había sucedido entre ella y aquel hombre. Debía de
estar muy cansada por lo que había soportado en los últimos días,
se dijo, para dejar que esos tontos pensamientos la distrajeran.
—¿Qué hombre?—quiso saber.
El abuelo señaló con el dedo hacia la fogata. Había un hombre
de pie al otro lado del fuego, enjuto pero bien parecido, con un gran
bigote negro.
—Ese es el tío del novio, Baptiste Lallo. Quiere tres caballos a
cambio de los dos excelentes animales que ha traído consigo. Y
dice que, si no, los cambiará por ti como esposa.
Tamsin lanzó una corta exclamación.
—¿Estarías dispuesto a cambiarme por unos caballos?
—No he aceptado su oferta. Estoy pensándola.
—Pero, abuelo, el padre de Baptiste Lallo discutió contigo y
separó su cuadrilla de la de los Faw. ¡Todos los gitanos saben que
los del grupo de Lallo son todos ladrones y maleantes en Inglaterra,
por donde viajan! ¿Cómo puedes esperar que yo vaya con él?
¿Cómo puedes venderme, como si fuera un caballo?
Él frunció el entrecejo.
—El padre de Baptiste era un renegado, es verdad, pero Baptiste
es sincero en su deseo de paz con la banda de los Faw. Y está
dispuesto a casarse contigo. Te desea.
Ella levantó la vista y vio que Baptiste la estaba mirando desde el
otro lado del claro. Sonrió, y al hacerlo sus ojos brillaron como dos
relucientes puntos negros.
—¡Pero yo no le deseo! —exclamó Tamsin.
—Necesitas un esposo gitano fuerte que sea capaz de domar
esa indecorosa osadía que has aprendido en las rodillas de tu padre
—dijo John Faw—. Estoy pensando que no hice bien en dejarte
marchar con Archie Armstrong hace años. No eres la modesta
gitana que deberías ser. Pero un esposo gitano te enseñará a
comportarte con respeto y pudor. No quiero que te conviertas en la
única muchacha soltera entre nuestra gente, no es un estado
adecuado para la nieta del jefe.
—He decidido no casarme. —Tamsin se cruzó de brazos.
—A menos que te cases, te harás vieja fregando cacharros y
cuidando niños que no serán tuyos. Tu padre no te ha encontrado
marido, como era su obligación, de modo que yo haré lo que pueda
por ti.
—Por favor, con ese hombre no —dijo ella.
—Este festín, esta feliz celebración, podría ser en honor tuyo,
Tchalai. Cuando te cases, yo te daré oro y plata y muchas cosas
bonitas. Pasaremos una semana bailando.
—¡No quiero casarme con ese hombre! —chilló ella.
—Ya es hora de zanjar antiguas diferencias entre nuestras dos
cuadrillas. Y todavía no he tomado una decisión al respecto—añadió
el abuelo.
Tamsin se mordió el labio en un gesto que denotaba ansiedad.
Desde el otro extremo del claro, Baptiste Lallo inclinó la cabeza
hacia ella.
—Abuelo —suplicó—. La banda de Lallo se ha ganado un mal
nombre en Inglaterra para todos los gitanos.
—Ese fue su padre —replicó John Faw—. Preguntaré a otros
qué saben de Baptiste, y tendré en cuenta lo que tú has dicho. Pero
jamás tendrás una celebración de boda a menos que hagamos algo
por ti pronto.
Tamsin escuchó mientras observaba a los gitanos bailar
alrededor del fuego. El ritmo parecía acelerar su corazón, pero
acusaba el peso de su falta de acogimiento. De pronto supo que ella
no pertenecía a aquel lugar, donde podía ser vendida a un hombre a
cambio de unos cuantos caballos.
Se frotó la muñeca izquierda, sintiendo el escozor del pequeño
corte que tenía allí. La ironía que suponía aquella diminuta herida se
le hundía en lo más profundo del corazón. Ya se había casado,
deseó gritarle a su abuelo. El destino le había encontrado un marido
y la había unido a él. Él era más amable, más apuesto y más diestro
y osado que ningún hombre que John Faw o Archie pudieran
encontrar para ella. Pero en realidad, aquello había sido solamente
una triste parodia de casamiento, un símbolo sagrado hecho sin
significado alguno, sin amor. Ningún hombre la amaría de verdad en
toda su vida ni se casaría con ella voluntariamente a menos que se
le hubiera pagado bien.
A pesar de sus orgullosas protestas contra el matrimonio, sentía
una profunda soledad. Ese descubrimiento estalló en su interior
dolorosamente. Ella también deseaba tener a alguien con quien
compartir las pequeñas alegrías y dificultades de cada día, de cada
año. Su mano deforme y su mezcla de herencias no la hacían
menos mujer ni le provocaban menos necesidades y deseos.
Contuvo un sollozo, giró sobre sus talones y huyó en la noche.
Su abuelo la llamó, pero ella no volvió la vista atrás. A su espalda,
las risas de los bailarines y la música resonaban elevándose hacia
las estrellas. Corrió sobre la crecida hierba a toda velocidad. El
viento le levantaba el pelo y le azotaba las faldas. Lo único que
quería era dejar atrás sus pensamientos y su angustia, si le era
posible; lo único que quería era un poco de paz y amor en su vida.
La luna llena, suspendida como un círculo opalescente en la
oscuridad, la instó a remontar una larga pendiente cubierta de
brezo. Aminoró el paso para caminar despacio entre los densos
parches de vegetación. Minúsculas florecillas esparcían su fragancia
en el aire de la noche, y arrancó un fuerte racimo que estaba lleno
de frágiles campanillas. Inhaló su perfume dulce y calmante y
continuó paseando.
La música se fue apagando allá a lo lejos, sustituida por el
susurro del viento y el burbujeo de un arroyo que corría alegremente
colina abajo. El aroma del brezo, el frío resplandor de la luna y el
monótono borboteo del riachuelo actuaban como un bálsamo sobre
sus emociones.
Los gitanos no iban a proporcionarle el refugio que había
esperado. Si desobedecía a su abuelo, no le resultaría fácil
quedarse con ellos. Pero no podía regresar a casa de su padre, por
miedo a lo que el lord inglés pudiera hacer. Además, pensó, la
recién descubierta adulación que Archie proporcionaba a William
Scott la hacía sospechar que, por primera vez en su vida, ya no
podía confiar en el apoyo total de Archie. Él quería que se casara
con Rookhope; eso la hizo echarse a reír con cierta amargura, allí
de pie, hundida en el brezo hasta la altura de las rodillas. El último
sitio en el que podía refugiarse era la misma Rookhope Tower,
donde la aguardaba otra mazmorra.
La brisa le agitó el pelo mientras paseaba sin una idea clara de
adónde iba, perdida en sus pensamientos. Los gitanos nunca
caminaban sin rumbo y siempre sabían cuál era su próximo destino.
Pero Tamsin no. Sin embargo, se recordó a sí misma que ella era
sólo medio gitana, del mismo modo que era sólo medio escocesa.
Ahora había empezado a preguntarse por primera vez en su vida a
qué lugar pertenecía realmente, y la respuesta no le llegaba.
En lo alto de la colina, el viento barría la roca revolviéndole las
faldas y azotándole el rostro. Se giró para mirar el oscuro páramo
que se extendía debajo. Tiendas y carromatos salpicaban el campo
abierto, y la hoguera brillaba semejante a una estrella amarilla que
hubiera caído a la tierra.
Pensó en las palabras de su abuelo, recordó la crítica que había
hecho de Archie. Su padre la quería mucho, eso lo sabía, pero la
había educado para que fuera una ladrona de ganado, no
necesariamente una dama. Había recibido formación en los libros
impartida por un aburrido tutor que le había enseñado a leer y
escribir, incluso en francés y en latín. Pero no sabía llevar un hogar
tan bien como jugar a los naipes o conducir un rebaño de ovejas por
los pastos.
De los gitanos, había aprendido el amor por la libertad que la
había hecho incapaz de vivir confinada en una casa. Para ella, la
naturaleza era maestra, refugio, proveedora y fuente constante de
placeres y sorpresas. Los gitanos le habían enseñado sus hábiles
trucos, sus juegos de manos y la forma de utilizar los matices de la
voz para hacer que una mentira sonase como una verdad. Sabía
hacer un guiso a base de erizos, robar gallinas y tejer cestos. Sabía
descifrar el mapa de la vida en la palma de la mano, leer mensajes
en las cartas de figuras y convencer a la gente para que se
desprendiera de buenas monedas de plata a cambio de ambos
servicios.
Pero no pertenecía totalmente a ninguna de las dos culturas.
¿Existía en alguna parte un hombre que pudiera amarla tal como
era, que pudiera admirar lo que ella conocía de ambas culturas?
¿Existía un hombre capaz de amarla con sus defectos?
William Scott acudía una y otra vez a su mente. Cerró los ojos y
sacudió la cabeza para difuminar su imagen.
Siguió caminando colina arriba, distraída por sus pensamientos.
El arroyo que corría a su derecha sonaba como un leve tronar, y el
viento la azotaba con fuerza a medida que se iba acercando a la
cima. Allí el retumbar era incluso más fuerte, como un insistente
golpeteo. Entonces giró en redondo, y contuvo una exclamación.
A escasos metros de ella, un caballo ascendía por el borde de la
colina semejante a una siniestra visión. El animal se lanzó de pronto
hacia ella, como un demonio en la noche, oscuro y fuerte, llevando
en su lomo un jinete cuya armadura lanzaba destellos a la fría luz de
la luna. Tamsin gritó y retrocedió, tropezando, cuando el caballo
llegó inexorable hasta ella. Detrás de él, un segundo caballo
apareció en la cima de la colina, después un tercero, irguiéndose en
la noche como oscuros espectros. El fuerte ruido de los cascos de
los caballos se mezcló con el aullido del viento.
—¡Apártate de ahí! —gritó alguien—. ¡Fuera!
Tamsin tropezó con una roca y perdió el equilibrio, estrellándose
contra el duro suelo, pero luchó por apartarse del camino de los
implacables caballos y levantó instintivamente el brazo para
protegerse la cara.
El primero de los jinetes gritó otra vez al tiempo que su montura
saltaba por encima de la muchacha, que reptó para escabullirse.
Una herradura de hierro le propinó un doloroso golpe de costado en
el muslo. Tamsin logró apartarse medio arrastrándose y quedó
acurrucada y aterrorizada mientras los otros caballos pasaban
retumbando a escasos centímetros de ella.
El primer jinete dio la vuelta y detuvo su caballo al lado de
Tamsin. Mientras ésta se incorporaba con dificultad sobre sus
rodillas, el caballo relinchó y se alzó de manos. El jinete le habló con
calma y a continuación bajó la vista hacia Tamsin.
—¿Estás herida? —le preguntó.
Ella le miró. Su silueta se recortaba contra la blanca luna, y al
principio vio sólo el imponente caballo y su jinete de anchos
hombros. Su yelmo de acero lanzaba destellos al tocarlo la luz. Más
allá, los otros jinetes se volvieron y aguardaron.
Tamsin intentó ponerse en pie, pero la pierna herida se le dobló
bajo su peso y estuvo a punto de desplomarse con un leve gemido.
El hombre se inclinó hacia abajo, le tendió una mano protegida
con un guantelete y soltó un juramento.
—Tamsin Armstrong —oyó que gruñía la voz de William Scott—,
¿qué diablos estás haciendo aquí?
Capítulo 9

… malvados, alegres vagabundos errantes que se llaman


a sí mismos egipcios… que se complacen… en lo extraño
de su vestimenta y practican la quiromancia
para decir la buenaventura.
THOMAS HARMON,
Advertencia contra los blasfemos comunes, 1567

William observó fijamente a Tamsin a la luz de la luna. Ella le


miraba con los ojos muy abiertos, luego le dio la espalda y probó a
dar un paso, pero la pierna parecía no resistir su peso, y se
desplomó a medias.
—No puedes ir muy lejos así. Sube aquí. —William se inclinó
hacia ella y le tendió la mano con la intención de subirla a la grupa
del caballo. El bayo, ya agitado por la súbita aparición de la
muchacha en su camino, se movía nervioso. William apretó las
rodillas para controlarlo y se estiró para agarrar a la joven por el
brazo—. Sube, y date prisa. ¡Pronto vendrán por nosotros!
—¿Quiénes? —Se resistió, haciendo fuerza, cuando él intentó
izarla.
William lanzó una mirada a su espalda. El firme retumbar de
cascos de caballos, un sonido débil pero incesante que llevaba ya
demasiado tiempo oyendo, se hizo más notable.
—¡Arriba, muchacha, o seguro que nos atraparán!
Gracias a Dios, la chica pensaba con rapidez, se dijo William.
Tamsin lanzó una exclamación al oír acercarse el retumbar de los
caballos y levantó los brazos en la oscuridad. William la izó cerrando
los dedos alrededor de su antebrazo izquierdo. Ella despegó los
pies del suelo y apoyó un pie descalzo en la pierna de él para
colocarse limpiamente de un salto detrás, a pesar de la herida
sufrida, y se abrazó con fuerza a su cintura.
—Bien hecho —comentó William, y dejó que el bayo se lanzara
hacia adelante.
Agachó la cabeza y notó que la muchacha hacía lo mismo sin
dejar de aferrarse a él. Más adelante, sus compañeros —sus primos
Jock y Sandie Scott, que a su vez eran primos entre sí— avanzaban
a todo galope.
Una mirada hacia atrás le permitió ver que sus perseguidores
rebasaban en ese momento el borde de la colina. La armadura y las
armas de los jinetes adquirían un brillo frío y cruel a la luz de la luna.
William espoleó a su caballo para que descendiera por la gradual
pendiente que llevaba hacia la llanura. Cuando el suelo se fue
nivelando, dio al animal rienda suelta y sobrepasaron a sus primos
en cuestión de momentos.
Uno de los primos de William lanzó un grito de alegría cuando el
bayo le adelantó, y ambos instaron a sus caballos a lanzarse a un
galope más rápido, intentando alcanzar a duras penas al bayo.
Detrás de ellos, William oía los otros caballos que se le acercaban.
En una dirección vio las chispas doradas de varios fuegos de
campamento; en otra, las colinas se elevaban oscuras contra el
claro cielo de la noche. No quería arriesgar más a los caballos en
las colinas por la noche, de modo que viró hacia los campamentos.
Sus primos le siguieron pendiente abajo.
Cuando alcanzaron la base de la colina, echó un vistazo a la
muchacha.
—Agárrate bien —le dijo, y espoleó al bayo hacia adelante.
El caballo tenía una zancada larga y poderosa a pleno galope.
Sus primos se acercaron hasta situarse uno a cada lado, los yelmos
relucientes y las lanzas y pistolas a mano. El ritmo de los cascos de
los caballos parecía ir a la par que los latidos de su corazón y
estimular, en la misma medida, su orgullo y su poder. Se sentía
exultante, avivado por la velocidad, el peligro y el hecho de saber
quién era: un forajido y un ladrón de ganado, como lo había sido su
padre, y el padre de su padre, una larga serie ininterrumpida de
escoceses que luchaban a su manera por la libertad de su tierra, la
libertad de corazón y de espíritu aunque les llamaran criminales en
vez de guerreros.
Jock cabalgaba al mismo ritmo que él, con una sonrisa dibujada
en su bello rostro bajo el yelmo de acero y con su largo cabello rubio
ondeando al viento. William comprendió que Jock sentía la misma
emoción. La razón de aquella persecución —el hurto de unas
cuantas vacas inglesas y un beso robado a una muchacha inglesa—
ya se había olvidado en medio del riesgo de la huida.
William se volvió y vio la cara de Sandie iluminada por una
sonrisa radiante. Sabía que su fornido primo de pelirroja barba se
enorgullecía y disfrutaba con la idea de que algún inglés había sido
acosado y molestado aquella noche.
William sonrió para sí mientras avanzaba a todo galope. Sentía
el pecho de la muchacha a su espalda, la presión de sus muslos a
cada lado de los suyos. Era tranquila y osada, lo cual le agradaba.
No le sorprendía que la hija de Archie Armstrong aceptara sin
pestañear una rápida persecución por un oscuro páramo.
Detrás de ellos, cuatro Forster y Arthur Musgrave galopaban
decididos a apresarles. Jock y Sandie habían aprovechado el
resplandor de la luna para hacer una incursión en territorio inglés
para visitar a una muchacha. Anna Forster estaba prometida a
Arthur Musgrave, de acuerdo con el deseo de los padres de ambos,
pero hacía unos meses que ella y Jock se habían enamorado el uno
del otro. William sabía que Jock llevaba un tiempo saliendo por las
noches para verse con Anna en secreto. Él había acompañado a
sus primos, con la idea de aventurarse en búsqueda del
campamento gitano, pues Jock y Sandie le habían dicho que
conocían su emplazamiento. Mientras Jock se veía con Anna,
Sandie se llevó unas cuantas vacas de Musgrave y las condujo
hasta el territorio de Forster para gastar una broma. Aquello, junto
con la entrevista clandestina de Jock y Anna Forster, había atraído a
un montón de los Forster y también a Arthur Musgrave, que irían
detrás de ellos pisándoles los talones durante lo que quedara de
noche.
William sabía el riesgo que corría él en aquella aventura. Si
Arthur Musgrave le reconociera, su pacto con Jasper estaría en
peligro y daría comienzo una disputa entre ellos.
Miró hacia atrás. Sus perseguidores se habían quedado
rezagados. Una fila de árboles bordeaba el páramo, de modo que
William viró en aquella dirección y sofrenó a su montura para que
adoptara un galope tranquilo. Sus primos le siguieron y se abrieron
paso entre los densos abedules buscando refugio.
William volvió a mirar por encima del hombro. Tal vez sus perse-
guidores hubieran perdido el rastro en la oscuridad, pero no quería
hacer suposiciones. Espoleó al bayo hacia adelante y lo guió con
precaución hacia el otro lado del bosquecillo.
Se giró para mirar a la muchacha, que le tenía fuertemente
aferrado por la cintura. Tamsin levantó la cabeza.
—¿Quién os persigue?—preguntó.
—Ingleses —respondió él—. Los Forster y Arthur Musgrave.
—¡Musgrave! ¿Por qué razón huís de él, o de cualquier inglés?
—agregó en tono acre—. Hubiera jurado que estaríais deseoso de
reuniros con ellos.
—Mis camaradas, mis primos, han provocado que nos vengan
siguiendo, a causa de una incursión al sur para hacer una visita a
una muchacha inglesa. Resulta que Arthur es su prometido. Él y los
hermanos de la chica se han lanzado a perseguirnos.
—¿Y por qué formáis vos parte de esto?—quiso saber Tamsin—.
La última vez que os vi, ibais de camino a Rookhope. —La falsa
dulzura de su tono le hizo desear a William apretar los dientes.
—No estaría aquí si tú no te hubieras escapado —replicó.
—No teníais necesidad de salir a buscarme.
—Ya lo creo que sí —masculló él—. ¡So! ¡Jock! ¡Sandie! ¡Por
aquí! —Hizo una señal con la mano a los otros para que le
siguieran.
Sandie se colocó a su altura.
—Will, pregunta a tu gitana si pertenece a ese campamento que
se ve al otro extremo del páramo.
—¿Gitana? —William dirigió a Tamsin una mirada de fingida
sorpresa—. Creí que habíamos recogido un gato salvaje en la
colina. —Ella le hizo una mueca, y él le sonrió abiertamente.
—¿Es ésta la muchacha de la que nos has hablado? —Jock la
miró—. ¿La que tienes en custodia?
—Yo no estoy bajo la custodia de nadie —saltó Tamsin.
—¡Eh, es la chica de Archie Armstrong! —Sandie la miró con
curiosidad—. He oído contar historias de ella. Una buena pieza,
según dicen.
—Muy buena pieza —rezongó William. Miró a su espalda y vio
las oscuras formas de los ingleses a través de los árboles—.
¡Vamos! —dijo en voz baja, y se dirigió en un lento galope hacia el
campo que se abría al otro lado de la arboleda.
En cuestión de breves instantes, los perseguidores les vieron y
gritaron. William instó a su caballo a cruzar el páramo a galope
tendido.
Tamsin alzó una mano para señalar.
—Tomad ese camino, hacia aquellos árboles —dijo—. Allí hay
una ciénaga, pero podréis evitarla si os ceñís al borde de los
árboles. Guiad a vuestros primos en línea recta. Si los ingleses nos
siguen, no verán la ciénaga en la oscuridad.
William asintió y avanzó cautelosamente sobre el blando suelo.
La traicionera superficie se apreciaba como poco más que un leve
parche brillante entre la densa vegetación.
Al llegar al extremo más alejado del paso, con Sandie y Jock a la
zaga, oyó chapoteos, y al volver la cabeza vio a los Forster y a
Musgrave indecisos ante la ciénaga poco profunda. Cuatro de los
caballos se habían metido, protestando y gimiendo, en la oscura y
lodosa charca. Un quinto jinete permanecía en suelo sólido y había
detenido su montura. William se volvió para guiar su bayo hacia el
campamento mientras Jock y Sandie avanzaban en silencio.
Tamsin apretó los brazos alrededor de la cintura de William.
—¡Una pistola! —exclamó—. ¡He visto la llama de la mecha!
William reaccionó velozmente haciendo girar en redondo a su
caballo, consciente de que la espalda de Tamsin constituía un
blanco directo para el disparo de una arma. Cogió una ballesta que
llevaba sujeta a la silla y la apuntó al jinete que llevaban detrás. Él
también vio ahora la chispa de la mecha. Entonces disparó el
proyectil.
La explosión de la pistola reverberó por toda la ciénaga. William
oyó un zumbido parecido al de una abeja y notó una aguda presión
en el brazo. Sabía que había sido alcanzado, aunque no sentía
dolor alguno. También sabía que el cuadrillo que había disparado él
había hecho blanco. Un hombre lanzó un chillido en la oscuridad y
cayó de espaldas.
Apretando el brazo herido contra el costado, sujetó de nuevo la
ballesta en una correa de la silla y tomó las riendas para lanzarse a
una feroz galopada mientras sentía cómo iba aumentando el dolor.
El bayo pareció volar sobre el suelo. Frente a ellos, el resplandor de
las fogatas del campamento gitano se fue haciendo más grande.
Se giró para mirar a Tamsin.
—¿Están allí tus parientes?
—Mis abuelos —contestó ella. Apoyó brevemente la mano
izquierda sobre la manga de William—. ¡Oh! ¡Estáis herido!
A la luz de la luna, vio una mancha oscura que le ennegrecía la
palma de la mano. Cuando William se volvió, ella se apresuró a
limpiarse la mano en el chal.
—¡Os han disparado!
—Sí. —Levantó el brazo ligeramente e hizo una mueca al sentir
el lacerante dolor—. No es nada. Tenemos que continuar.
—Debemos detenernos aquí y curar la herida —dijo Tamsin.
—No podemos arriesgarnos. Pronto se desembarazarán de esa
ciénaga y vendrán por nosotros otra vez.
—La ciénaga les ha retrasado, y uno de ellos está herido. Parad
aquí y dejad que os examine la herida —dijo ella con firmeza,
tocándole la manga—. Tenéis un enorme agujero en el brazo y
estáis sangrando mucho. Es necesario curarlo enseguida.
William negó con la cabeza.
—Luego. Ahora seguiremos.
—¿Quiénes?
—Tú —contestó él, mirándola— vienes conmigo a Rookhope, tal
como se acordó.
—Ah, no, no pienso ir —respondió Tamsin, e intentó pasar la
pierna por encima del caballo, pero William se lo impidió.
—Vendrás —insistió—. No olvides que no puedes ir muy lejos
con esa pierna. Tú también estás herida.
—En ese caso, los dos necesitamos detenernos.
—Si nos detenemos, tú te quedas conmigo —dijo William en
tono firme—. Dije que te custodiaría durante dos semanas. Tu
propio padre quiere que lo haga.
—¡Ja! Estoy segura de que sí —comentó ella.
William la miró, confuso. Se oyó un grito, y William vio que sus
primos venían de vuelta hacia ellos.
—Hemos oído un disparo —dijo Jock—. ¿Qué ha ocurrido?
—Una bala de pistola ha alcanzado a William —inquirió
rápidamente Tamsin.
Jock se acercó.
—¡Por todos los diablos!
—Hay que detener la hemorragia —dijo ella—. Mi abuela y yo
podemos curarle si viene al campamento.
Jock lanzó una mirada a William.
—Deja que la muchacha se ocupe de ello, queda mucho camino
hasta Rookhope. Dicen que los gitanos son buenos curanderos.
—Esta gitana no tiene el menor interés por curarme, sólo
pretende poner distancia entre ella y yo —replicó William, mirándola
fijamente en la oscuridad.
—Sé extraer un proyectil de pistola, si es necesario —contestó
Tamsin—. He quitado muchas bolas de plomo a hombres. Quiero
decir bolas disparadas por pistolas.
Sandie lanzó un silbido. William torció los labios para reprimir
una sonrisa.
—No me cabe la menor duda —dijo, arrastrando las palabras.
—Sandie y yo desviaremos a los ingleses de aquí —dijo Jock—.
Vosotros podéis dirigiros sin peligro al campamento y solicitar la
hospitalidad de los gitanos.
William dejó escapar un suspiro un tanto reacio.
—Sólo el tiempo suficiente para que me curen el brazo —dijor—.
Seguid hasta Rookhope y decid a mi familia que pronto estaré en
casa.
—De acuerdo, entonces —añadió Jock, retomando las riendas
—. Cuida bien de él, gitana. En ese castillo hay una jovencita que no
puede pasarse sin él. —Dirigió una ancha sonrisa a William.
—Encárgate de cuidar de esa jovencita —le ordenó William.
—Siempre —contestó Jock en tono serio. Hizo girar a su caballo
y se alejó galopando acompañado por Sandie.
Tamsin alzó la mano derecha para señalar.
—Allí… Aquella gran hoguera en el centro del campamento está
cerca del carromato de mi abuelo. Es el jefe de esa gente. Mi abuela
y yo os curaremos la herida, y después podréis seguir vuestro
camino.
—Y tú vendrás conmigo —insistió él.
Al acercarse empezaron a oír música y risas. William vio un gran
grupo de personas apiñadas alrededor de la fogata, muchas de ellas
bailando, la mayoría sonrientes mientras charlaban, comían o
contemplaban a los danzantes. La música inundaba el campamento
con ritmo rápido y curiosa melodía, un tentador aroma de carne
asada flotaba en el aire.
Unos cuantos perros ladraron cuando William y Tamsin entraron
a caballo en el recinto. Algunos hombres los llamaron, y se pusieron
de pie. El baile se interrumpió y la música se fue apagando hasta
desaparecer del todo, mientras cincuenta personas o más
observaban con cautela a los recién llegados.
William detuvo su caballo cerca de un roble que había al borde
del campamento. Algunos gitanos se acercaron a él con mirada
suspicaz. El repentino silencio, quebrado tan sólo por el crepitar del
fuego y el susurro del viento, parecía fantasmal. William se daba
cuenta de que llamaba la atención y de que era un intruso
probablemente inoportuno.
—No parecen muy contentos de vernos —murmuró.
—Como soy yo quien os ha traído aquí, vuestra llegada puede
considerarse un mal presagio. —Él la miró, preguntándose qué
habría querido decir.
—¿Es un día de fiesta para los gitanos? —preguntó William. Se
daba cuenta de que habían interrumpido alguna clase de
celebración. Bajo la protección de un grupo de árboles, en medio del
dorado resplandor de una hoguera, aquellos gitanos de rostros
atezados le miraban fijamente con clara desconfianza.
—Es la fiesta de bodas de una prima mía —respondió Tamsin.
William la notó tensa y rígida. Ya no le abrazaba por la cintura.
Extrañamente, echó de menos sentir aquella presión.
En ese momento se acercó a ellos un hombre de cierta edad, de
ojos brillantes como el ónice y altos pómulos, barba larga y gris y
torso ancho como un tonel, que les observó con cara de pocos
amigos. Luego le dijo algo a la muchacha en tono duro y en una
lengua extraña de sonidos fuertes, rápidos y rítmicos; William
comprendió que el gitano estaba hablando en romaní.
—Rya —contestó Tamsin con una inclinación de cabeza, y lanzó
otro chorro de palabras en la misma lengua. William conocía la
palabra rya; otros gitanos, con los que se había topado
ocasionalmente en el pasado, la habían utilizado como una forma de
respeto por los hombres de su raza y también por hombres nobles
no gitanos.
El anciano parecía enfadado, y William se puso tenso. También
él se daba cuenta de las miradas suspicaces de los hombres
reunidos a pocos metros de allí. Aquél debía de ser el abuelo de la
muchacha, porque tenía la actitud de seguridad de un jefe. Los otros
aguardaban en silencio mientras él hablaba.
El bayo se agitó ligeramente y William lo tranquilizó estirando un
brazo para acariciarle el pescuezo, lo cual le provocó de nuevo un
agudo dolor. Bajó la vista y vio la manga empapada de sangre, y se
tapó la herida con la otra mano. La sangre tibia se le coló entre los
dedos.
El anciano dio un paso adelante y tendió los brazos hacia la
muchacha, en una clara orden de que bajara del caballo. Ella se
deslizó al suelo, ágil y rápida a pesar de la herida de la pierna, pero
William notó que reprimía un gemido al tocar el suelo. Su abuelo le
habló en voz baja mientras ella negaba con la cabeza. William no
estaba dispuesto a permitir que la chica soportara el peso de la
cólera de su abuelo, de modo que saltó de la silla para situarse al
lado de ella. Ataviado con armadura y yelmo, se irguió por encima
del hombre y de la joven. Ella era de estatura mediana, porque su
coronilla le llegaba a él al mentón, pero parecía menuda sin el bulto
que suponían el chaleco, el jubón y las botas con que la había visto
la vez anterior. Ella miraba al suelo mientras hablaba sinceramente
con su abuelo.
Poseía un perfil delicado y exótico, nariz recta, labios llenos,
barbilla fina, ojos grandes y cejas oscuras. El cabello oscuro le caía
más allá de los hombros, ondulado y sedoso. Unos finos aros de oro
brillaban a través de aquella negra cortina, mientras que en su
esbelto cuello relucía la plata.
Era una linda joven, pensó William, nacida de un pueblo famoso
por su natural belleza. Cuando levantó la vista hacia él, se maravilló
una vez más del color de sus ojos, verdes y fríos, en un rostro cálido
y moreno.
La contempló fascinado mientras ella hablaba con el jefe gitano.
Sus ropas eran simples, llevaba los pies descalzos. Vestía una falda
oscura y un corpiño encima de una camisa de lino, además de un
tartán plegado a modo de chal, y el pelo suelto. Las demás mujeres,
excepto las niñas, llevaban pañuelos atados en la cabeza. Mientras
Tamsin hablaba con su abuelo, con una mano escondida bajo la
capa, algunos de los gitanos se acercaron para observar a William.
Los perros seguían ladrando y unos cuantos niños lloraban en
brazos —se dio cuenta— tanto de hombres como de mujeres.
El abuelo se volvió hacia William y le observó con mirada
penetrante y cauta. A continuación, hizo un gesto de asentimiento,
cruzó los brazos sobre el pecho e inclinó la cabeza hacia él.
En las pocas ocasiones en que había visto a gitanos, William
había observado aquella forma de saludo. Como no podía cruzar los
dos brazos sobre el pecho para devolver el saludo, dobló sólo el
brazo derecho, con la mano ensangrentada cerrada, e inclinó la
cabeza.
—Bienvenido, rya —dijo el anciano.
—Gracias, rya —contestó William—. Os pido disculpas por haber
interrumpido vuestra celebración. ¿Puedo solicitaros hospitalidad?
—Mi nieta, Tchalai, dice que le habéis salvado la vida después
de haberla pisoteado un caballo —prosiguió el gitano, hablando el
inglés con fuerte acento—. Y vos mismo habéis resultado herido en
el brazo. Como Tchalai está en deuda con vos, su abuela y yo lo
estamos también. Sed bienvenido a uniros a nuestra fiesta.
—Os doy las gracias. Pero vuestra nieta no me debe nada, ni
vos tampoco. Soy yo quien debe la vida a vuestra nieta. —Miró a la
joven—. Ahora podría estar muerto si ella no me hubiera advertido a
tiempo para esquivar un disparo en la espalda —dijo sin apartar su
mirada de la de Tamsin. Ella bajó los ojos—. Debo suplicar la ayuda
de un sanador. A cambio os ofrezco dinero.
El anciano sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—¡Nada de dinero! Os lo debemos, buen rya. Yo soy John Faw,
conde del Bajo Egipto, y éste es mi séquito. —Hizo un gesto con la
mano para mostrar a los demás gitanos—. Somos peregrinos que
viajamos por vuestra bella Escocia. ¿Cómo os llamáis, manús de la
frontera? ¿De dónde sois?
—Mi nombre es William Scott, y soy el señor de Rookhope
Tower, en Liddesdale.
—¡Rookhope! Conocemos esa torre de piedra. —El anciano
frunció el ceño—. Recuerdo a un hombre llamado Allan Scott de
Rookhope.
—Era mi padre —murmuró William.
John Faw se llevó una mano al corazón e inclinó la cabeza.
—Rya, vuestro padre fue generoso con los gitanos. Nos dio
refugio y comida, aunque hemos oído decir que era un fiero ladrón.
—Recuerdo que cuando yo era un muchacho, él permitía que los
gitanos acampasen en sus tierras y atendiesen sus caballos. Si
venís a las tierras de Rookhope, tened la seguridad de que yo haré
lo mismo.
John Faw sonrió.
—¡Os lo agradecemos mucho! El hijo de Allan Scott es
bienvenido aquí. Fue un buen amigo del padre de nuestra Tchalai.
—En efecto, lo fue —dijo William en voz baja.
Faw abrió sus dedos en forma de espátula en un gesto de
bienvenida.
—Os quedaréis y compartiréis nuestra comida, y dejaréis que mi
condesa os cure esa herida. ¡Nona! ¡Nona! —Se encaminó hacia
uno de los carromatos, y William le siguió.
En la parte de atrás del carromato se alzó una tela que tapaba la
entrada al mismo, arrojando un haz de luz al suelo. Por ella salió
también un chorro de palabras en romaní. Nona Faw apareció de
pie agitando las manos en dirección a su marido. Señaló a William
con el dedo, y ambos Faw se enzarzaron en una acalorada
discusión.
—No me quiere aquí —musitó William a Tamsin—. Tal vez
debería marcharme, después de todo.
—Cuando terminen de discutir, os dejarán entrar. Pero lo harán
sin prisas. Les gusta pelearse.
—¿Les gusta? —William la miró de reojo.
—Sí, mi abuelo dice que la furia de Nona le excita a la pasión
igual que si fuera un toro joven. —Sonrió, en un fugaz relámpago de
dientes blancos, y William se la quedó mirando—. Tened paciencia,
William Scott, los gitanos no se dan prisa para nada.
—Puedo tener toda la paciencia del mundo —murmuró él,
separando la mano ensangrentada de la manga—, pero no cuando
estoy sangrando.
—Ah, hombres, débiles como gatitos —dijo Tamsin, imitando en
el tono la forma rítmica de hablar de su abuelo. William captó una
chispa de diversión en sus ojos. Ella le empujó en la espalda—.
Fijaos, os están haciendo señas. Entrad —le instó—. Mi abuelo dice
que se ocupará de vuestro caballo. Entrad.
Él le dirigió una mirada escéptica, observó todavía con mayor
recelo a la anciana que le miraba ceñuda desde el carromato y por
fin echó a andar cuando Tamsin le dio otro empujoncito en la
espalda.
Capítulo 10

ESAS gentes holgazanas que se llaman a sí mismas egipcias…


que poseen el conocimiento del sortilegio, la profecía
u otras ciencias mal empleadas…
Actas del Parlamento escocés, 1579

William penetró en el carromato, agachando la cabeza para no


chocar con la puerta. A su espalda, oyó que la música se reanudaba
y que John Faw llamaba a alguien a gritos. Tamsin subió los
escalones también y entró con él.
Nona Faw le recibió con un gesto de bienvenida. Era una mujer
apergaminada, de piel oscura y arrugada como una manzana seca,
envuelta en un chal a rayas y con un pañuelo claro en la cabeza.
Sobre su pecho brillaba un collar de oro y monedas de plata. Sus
ojos brillaban como el azabache con una mirada inteligente en sus
órbitas surcadas de arrugas. Empujó a William hacia un banco
provisto de cojines que estaba colocado contra la pared de enfrente.
William se fijó en que el carromato consistía en una tienda
levantada sobre el suelo alargado de un carro, parecido a las sillas
de manos que utilizaban las damas de la nobleza para desplazarse.
Por encima de sus cabezas, unas vigas de madera sostenían la
cubierta de lona. Dentro, el espacio resultaba acogedor y lleno de
humo, atestado de cojines, bancos y canastas. Había un brasero en
el suelo en el que ardían unos cuantos carbones. El humo ascendía
en volutas hacia un agujero practicado en la cubierta de lona, y el
bajo techo estaba forrado con telas, lo cual hacía que el espacio
interior resultase cómodo y silencioso.
William rodeó el brasero mientras Nona le largaba otro torrente
de palabras en romaní directamente a él. Miró a Tamsin.
—Dice que os sentéis —explicó la joven.
—Ha dicho más que eso. Dime exactamente lo que ha dicho, si
no te importa —murmuró William, mirando fijamente a la anciana
con expresión cautelosa mientras ésta seguía parloteando en
romaní y agitando las manos.
—Muy bien. Dice que os sentéis, que os sentéis, os sentéis,
escocés herido y sangrando que habéis salvado la vida de su nieta
de ladrones y asesinos a la luz de la luna —tradujo Tamsin—. Dice
que no le da miedo la sangre, que le enseñéis vuestra herida
ensangrentada, que no se desmayará. Dice que es una mujer, no un
débil hombre.
—Gracias —masculló William.
En los ojos de Tamsin brillaba una chispa de diversión.
—Sentaos.
William se sentó, y la muchacha pasó a su lado, y al hacerlo
tropezó con el ancho borde de su bota. Hizo una mueca de dolor y
palideció. Su abuela le dijo algo y ella contestó sacudiendo la
cabeza en un gesto negativo.
—Te hiciste daño en la pierna al caerte —dijo William.
—Es sólo una contusión. No es nada. Sois vos el que está
muriéndose desangrado, después de todo.
—Conten esa lengua, ya me basta con una sola herida en carne
viva. —Apartó la mano de la manga con la palma llena de sangre.
—Aiieee —exclamó Nona, y se volvió rápidamente para coger
algunos paños.
Tamsin examinó el brazo y le tocó la manga.
—Es profunda, ahora lo veo —murmuró—. No era mi intención
burlarme de vos. —Se volvió para hablar con su abuela.
Nona fue hasta él y le apretó un paño doblado contra el brazo. Él
aspiró bruscamente, y el paño se tornó rojo de sangre. Cuando la
mujer hurgó en la herida con dedos firmes, William sintió que todo
parecía girar ante sus ojos, y respiró hondo para resistir aquella
momentánea agonía. Nona habló con Tamsin.
—La bala ya no está —tradujo la muchacha—. Os ha atravesado
el brazo. La herida ha sangrado, y parece limpia.
—Bien —dijo él—. Estoy seguro de que si la bala siguiera ahí,
ella la habría sacado con los dedos. Tu abuela tiene una mano
implacable.
Nona golpeó con fuerza en el pectoral de la armadura de William
y le espetó algo en romaní. William miró a Tamsin de nuevo.
—Dice que os quitéis esa camisa de metal y el jubón.
Él asintió y se quitó el yelmo, y a continuación se pasó los dedos
por el pelo. Luego, mientras Nona se ocupaba de su brazo, empezó
a desabrochar una hebilla del hombro con una mano, con
movimientos torpes. Tamsin extendió la mano derecha para
ayudarle, y retuvo la izquierda cerrada en la cintura.
—Dos manos serían de mayor utilidad en este momento —dijo
William—. ¿Te sigue doliendo la mano izquierda?
—Ya os lo dije, no está herida. Mi mano izquierda… no es buena
para trabajos pequeños —aseveró ella.
William asintió con un gesto, concentrado en la tarea. Entre los
dos desabrocharon las hebillas y levantaron las dos piezas de la
armadura. Nona se apartó para ir a buscar alguna otra cosa, y
William mantuvo el paño apretado contra la herida.
Tamsin se arrodilló frente a él. Con los ágiles dedos de una
mano, desató la larga fila de ganchos y lazadas que cerraban la
parte delantera del jubón de cuero que llevaba bajo la armadura.
William recordó haber hecho eso mismo por ella no hacía mucho.
Su sutil sumisión le provocaba una agradable sensación de
intimidad.
Cuando Tamsin se acercó un poco más, él percibió una leve
fragancia en ella, como el olor del brezo en el viento. La muchacha
seguía afanándose con los ganchos del jubón. Sentía su respiración
suave, se fijó en sus pestañas pobladas y negras en contraste con
sus mejillas, en los párpados que ocultaban a medias sus ojos
claros. Percibió también sus sensuales curvas y formas bajo la ropa.
Notó que le inundaba una inesperada ola de deseo, intensa y súbita,
y se aclaró la garganta.
—Ah —dijo—. ¿Cómo es ese nombre con el que te llaman tus
abuelos? ¿Chali?—intentó pronunciar.
—Tchalai —respondió ella con un hilo de voz, suavizando el
sonido—. Significa «estrella». No utilizan mi nombre escocés,
Thomasine, que me puso mi padre en honor a su padre, Thomas
Armstrong de Merton Rigg.
—Estrella —repitió William en voz queda. Comprendía el nombre
—. Te va muy bien. Tus ojos… —Pero en ese momento sintió una
oleada de debilidad y vio unos puntitos brillantes delante de los ojos.
El interior del carromato se oscureció. Sacudió la cabeza
ligeramente y apoyó los hombros contra un basto panel de madera
que tenía a la espalda.
Tamsin frunció el entrecejo.
—¿William Scott? ¿Will?
La miraba como en un sueño. Sus ojos eran verdes y líquidos,
parecidos al musgo visto a través del reflejo del agua. Nunca había
visto unos ojos tan luminosos. Todo lo demás empezó a difuminarse.
—William —exclamó Tamsin. Él se movió, trató de contestar,
pero se sentía lento y pesado, como si avanzara en medio de una
densa niebla—. Estáis pálido como la leche. —Nona le entregó una
taza, y ella se la acercó a los labios—. Bebed.
William tragó el líquido, que era vino endulzado con miel. Tamsin
le observó fijamente, con una mano apoyada en su hombro. Al cabo
de unos instantes empezó a sentirse más despejado. Tamsin tiró del
jubón, y él dejó que se lo quitara.
—Apretad fuerte contra la herida —le dijo.
Tiró de la camisa de lino de amplias mangas, asiendo la tela de
aquel extraño modo que él había notado, con la mano izquierda
cerrada en un puño. Ahora llevaba la mano descubierta, y William se
fijó en que el dorso era pequeño y de huesos finos. Ella le despojó
de la camisa y la dejó a un lado. El aire frío le corrió por la espalda
desnuda, pero el calor del brasero le calentaba el pecho y los
brazos.
—Habéis perdido mucha sangre —aseveró Tamsin—. Echaos.
—Le empujó suavemente en el pecho. Su mano derecha era un
punto de calor en su piel. William se tumbó sobre un montón de
almohadas.
A escasa distancia, Nona removía con el dedo el contenido de
un pequeño pote de arcilla y le dijo algo a Tamsin, con una sonrisa
de duendecillo. Ésta se sentó en el banco junto a William.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber William.
—Dice que sois un hombre muy guapo, tan guapo como los
hombres gitanos, que son famosos por ello. —Nona dijo algo más, y
Tamsin le contestó—. Dice que va a aplicaros un ungüento curativo
en la herida, pero que os quedará una cicatriz. Dice que a vuestra
esposa le gustará. A un hombre le queda bien llevar una cicatriz o
dos que demuestren su valentía.
—Yo no tengo esposa. Y llevo un montón de cicatrices.
—Ya se lo he dicho. Éstas parecen haber sido heridas
importantes —dijo Tamsin con suavidad. Tocó un arañazo que él
tenía en la barbilla y una cicatriz alargada y brillante que le cruzaba
el hombro. Su contacto era suave, terso, cálido.
—Eso fue de una espada, de muchacho —explicó William.
—Espero que hayáis mejorado desde entonces —señaló ella.
—Así es —repuso él, riendo ligeramente.
Nona chasqueó la lengua mientras aplicaba un paño húmedo a
la herida, y habló de nuevo.
—Mi abuela dice que no debo tocaros —tradujo Tamsin—. Y dice
también que vuestras cicatrices son defectos pequeños. —Sus
grandes ojos mostraban una expresión profunda y seria—. Algunas
personas tienen defectos mucho más grandes, creedme. Podéis
estar orgulloso de vuestra belleza y de la perfección de vuestro
cuerpo.
William tuvo la impresión de que aquellas palabras eran más
bien cosecha propia, y que no las había pronunciado la abuela.
Reprimió un gemido cuando Nona extendió un poco de ungüento
sobre el profundo corte y juntó los bordes de la herida antes de
vendarla estrechamente con tiras de tela. Formó una especie de
cabestrillo con un pedazo de tela y limpió la sangre seca del brazo y
de las manos.
—Gracias, señora —le dijo a la anciana, sentándose a medias,
pero ella le empujó hacia atrás de nuevo con cierta rudeza.
—De nada, manús de la frontera —contestó Nona con una
sonrisa desdentada y encantadora. William alzó las cejas con
sorpresa.
—Sabe algo de inglés, cuando le apetece usarlo —dijo Tamsin, y
recogió el jubón de cuero—. Mi abuelo puede reparar el agujero que
tiene el cuero. Ésta es una prenda de buena calidad, de fabricación
española, me parece, con este repujado tan ornamentado y estos
remates redondos en los hombros.
—En efecto. Se lo compré en Edimburgo a un sastre que había
adquirido tela y cuero de un mercader español.
Nona se inclinó hacia adelante y acarició el cuero, y lanzó una
exclamación en su lengua, con evidente admiración por la prenda.
—Le gustan las prendas hermosas —le explicó Tamsin. —Le
enviaré alguna prenda hermosa como regalo de agradecimiento —
dijo William—. ¿Qué le gustaría más? ¿Sedas o joyas? ¿Cuero
español? Ahora estoy en deuda con ella por haberme curado el
brazo.
—Eso le gustaría, William Scott. Le agradará cualquier cosa que
brille.
—Entonces le enviaré algunas chucherías de metales preciosos
y telas de seda.
—Pero que no sean de color rojo —se apresuró a decir Tamsin
—. Jamás se viste de rojo.
—El rojo le sentaría muy bien. —La observó durante unos
instantes—. Y a ti también, muchacha —murmuró. Le sentaría más
que bien, pensó; estaría resplandeciente vestida de ese color.
Incluso la luz rojiza del brasero ponía fuego en sus mejillas y daba
brillo a sus ojos.
—Yo tampoco me visto nunca de rojo —dijo Tamsin—. Ése era el
color favorito de mi madre, y no volveremos a llevarlo más, en
muestra de duelo.
—Mis condolencias. ¿Ha muerto recientemente?
—Al nacer yo.
William le dirigió una rápida mirada que llevaba una chispa de
diversión.
—¿Cuándo fue eso, hace veinte años?
Tamsin se ruborizó, y sus mejillas adquirieron un intenso color
rosado.
—Más —respondió—. Ésa es la forma que tienen los gitanos de
demostrar luto, de recordar toda la vida a los seres queridos —
explicó—. Jamás se pronuncia su nombre; aunque otra persona
lleve ese mismo nombre, no lo pronunciamos. Su familia no come su
comida favorita ni tampoco se canta la canción que más le gustaba.
Mi abuela no se viste de rojo, ni yo tampoco, y mi abuelo ya nunca
volverá a comer miel, pues a su hija la encantaba. Podéis pensar
que es algo absurdo, pero así es como los gitanos manifiestan su
dolor.
—Entiendo —murmuró William—. De verdad lo entiendo. —
Desvió la mirada, pensando en su padre y en la manera en que él
mismo odiaba las sogas de las horcas, y en la manera en que un
roble era capaz de evocar recuerdos tanto agradables como tristes.
Y en la forma en que la sonrisa de su hija podía recordarle a Jean
con tanta intensidad que a veces tenía que darle la espalda.
—Los gitanos aman apasionadamente —dijo Tamsin, como si
necesitase defender las costumbres del pueblo al que había
pertenecido su madre—. No abandonan fácilmente a sus muertos. Y
aman para siempre.
—Es el mejor modo de amar —repuso él en voz queda. Las
palabras de la muchacha parecían encontrar eco en su mente, en su
corazón, parecían alcanzar una corriente de pasión y dolor que
seguía recorriéndole por dentro la consecuencia de las muertes de
su padre y, recientemente, de Jeanie Hamilton—. Nadie abandona
fácilmente los recuerdos de las personas que han fallecido.
—Yo he tenido suerte —dijo Tamsin—. La única persona a la que
he perdido es a mi madre, y ni siquiera la conocí.
—Ciertamente, es una suerte—murmuró William—. Dime, ¿qué
quieres para ti, Tamsin la gitana? A Nona le regalaré sedas y joyas.
¿Qué te gustaría a ti? También estoy en deuda contigo por haberme
ayudado.
—No me debéis nada. Me salvasteis la vida en el castillo de
Musgrave. —Se tocó con los dedos los ligeros hematomas que aún
tenía en la base del cuello. Ese gesto provocó que William sintiera
que de nuevo la sangre le hervía de cólera.
—Aun así, yo pago mis deudas. ¿Qué te gustaría?
—La única cosa que quiero de vos es mi libertad.
—Eso no puedo dártelo.
—Sí que podéis —susurró Tamsin—. No se enteraría nadie,
excepto vos y yo. Podéis ir a Rookhope y decir a Musgrave que me
habéis perdido.
—Pero es que no quiero perderte —replicó él en voz baja—. He
dado mi palabra de custodiarte, y lo haré. —Ella le miró sin decir
nada, con los ojos de un verde cristalino. William experimentó una
curiosa sensación en todo el cuerpo.
Mientras él hablaba, Nona estaba sentada a su lado. Le cogió la
mano derecha en la suya, volvió la palma hacia arriba y pasó los
dedos por su piel, recorriendo las líneas con una uña y hablando en
voz baja.
—Dice que lleváis la suerte en la palma de la mano —dijo
Tamsin.
—Naturalmente. Buena suerte, una vida larga, riquezas. —Se
encogió de hombros.
Tamsin arrugó la frente. Resultaba obvio que no le gustaba
aquella reacción.
—Mi abuela no dice mentiras por dinero, como algunos podrían
pensar. Ve vuestra vida escrita en la mano. Ve vuestro pasado y
vuestro futuro, y todo lo que guardáis en el corazón y en la mente.
—¿Lo viste tú cuando miraste ahí? —preguntó él.
Tamsin frunció el ceño otra vez.
—Estaba oscuro —contestó escuetamente—. Pero si volviera a
veros la mano, podría leeros vuestra vida.
—Pero a mí me gustan mis secretos —murmuró William.
—Aquello que deseéis ocultar de verdad no puede revelarse
ante nosotros.
—En cierta ocasión leí algo acerca del arte de la quiromancia.
Era un tratado italiano, un libro que el rey Jacobo tenía en su
biblioteca. En Europa, la quiromancia tiene la reputación de ser
considerada una ciencia más que un arte de adivinación. Allí la
emplean muchos médicos, y también el arte de la frenología, para
entender mejor a sus pacientes.
—Muy sensatos —comentó Tamsin. Asintió cuando Nona habló
de nuevo—. Mi abuela dice que vos sufristeis una tragedia siendo
casi un niño, y que después de eso os visteis rodeado de riqueza y
poder, y que ahora sois rico. Dice que aún os sentís pobre y solo,
rechazado. —Nona dijo algo más, y Tamsin asintió de nuevo—. Dice
que habéis perdido a dos seres queridos. Un progenitor. Un amante.
Dice… que sois padre. —Le miró con expresión interrogante.
—Lo soy —respondió William con voz áspera. Ella ladeó la
cabeza con curiosidad, pero no hizo preguntas, y él no dio
explicaciones.
Nona habló otra vez, y Tamsin escuchó. Un leve frunce arrugó su
frente lisa.
—Dice —empezó— que un amor profundo, un amor que está
destinado a realizarse plenamente, entrará a formar parte de vuestra
vida. Dice que conocéis a esa mujer. —Bajó los ojos y miró a otra
parte—. Debéis reclamarla para vos, o de lo contrario jamás seréis
verdaderamente feliz.
William retiró a toda prisa la mano. Aunque dudaba de que un
amor así llegase alguna vez a él, no sabía cómo aquella anciana
había desentrañado los demás detalles acerca de su vida. Pero no
quería seguir escuchando. Le gustaba tener sus secretos y su
privacidad.
—Dile que le pagaré por sus trucos.
—Ella no hace trucos —replicó Tamsin—. No es un mono o un
oso. Vos mismo habéis dicho que es una ciencia. No hace falta ser
un médico que ha estudiado en la universidad para practicar esto y
hacerlo correctamente. —Todavía con el jubón de él en las manos,
se dirigió hacia la entrada del carromato.
Nona, ajena a la discusión, sonrió a William y se levantó para ir
hasta donde estaba la muchacha. Hablaron en voz baja y Tamsin
sacudió la cabeza negativamente.
William se puso de pie, lo cual le costó un leve mareo, y agachó
la cabeza para no chocar contra el techo bajo.
—Muchacha —dijo—. Mi jubón, si no te importa. Y prepárate,
hemos de partir para Rookhope.
Ella no miró hacia atrás.
—Os quedaréis aquí —repuso—. Necesitáis descansar. Y por la
mañana, cuando os marchéis, yo no os acompañaré. —Reanudó su
conversación con Nona, la cual se volvió y se acercó a William
hablando en romaní y le empujó en el pecho. Él se sentó, y Nona
movió la cabeza afirmativamente. Señaló las almohadas hasta que
William se tumbó por fin de mala gana.
—Dice que dormiréis aquí, como invitado nuestro —explicó
Tamsin—. Mi abuela y su esposo dormirán bajo las estrellas para
que el buen caballero pueda recuperarse tumbado en su cama.
—No quiero quitarles su cama —musitó William, incorporándose
de nuevo. La cabeza le dio vueltas, y tuvo que admitir para sí que tal
vez le viniera bien descansar un poco—. Dile que puedo dormir en
el suelo, debajo del carromato.
—¡No puedo decirle semejante cosa! Ahí es donde duermo yo.
—Nona volvió a decir algo—. Dice que cerréis los ojos. Ahora quiere
curarme la pierna.
William obedeció, se echó de nuevo y cerró los ojos. Oyó
murmullos y un gemido de dolor de Tamsin, a Nona que la
reprendía, y después un largo silencio. Creyendo que ya habían
terminado, volvió a abrir los ojos.
Vio a Tamsin de espaldas a él, con las faldas levantadas hacia
un lado y la pierna izquierda extendida, la rodilla ligeramente
flexionada. En su muslo se veía un gran hematoma de color
morado. Nona le estaba aplicando el mismo ungüento que a él, sólo
que con movimientos mucho más suaves.
Cerró los ojos rápidamente, pero no logró disipar la visión de
aquella pierna larga y bien formada, con la luz roja del brasero
deslizándose a lo largo de aquellas esbeltas curvas. Sintió la sangre
arder en sus venas, estimular su cuerpo hasta llevarlo a un estado
agradable, no una verdadera excitación, sino más bien una especie
de nítida percepción.
En ese momento estalló una conmoción en el campamento.
William abrió los ojos y vio que Tamsin se bajaba la falda y se volvía
hacia la puerta del carromato. Se incorporó en su lecho, pues
reconoció el rápido retumbar de cascos de caballos. Tamsin y Nona
miraban afuera y hablaban en tono bajo pero agitado.
—¡Aiiee! —dijo Nona, y agitó las manos señalando a William y
diciendo algo a Tamsin a toda prisa. Se puso a rebuscar en una
enorme cesta y sacó un bulto de ropas.
—¿Qué sucede?—preguntó William.
Tamsin se volvió.
—¡Arthur Musgrave! —siseó—. ¡Él y otro hombre acaban de
entrar en el campamento!
William se apresuró a coger su camisa y fue hasta ella.
—¡Dame mi jubón! —Al diablo con el resto, pensó. Necesitaba
recuperar su caballo y sus armas, que estaban colgadas de la silla
de montar. Si Arthur Musgrave le veía, habría problemas, pero
podría hacerles salir del campamento. Los gitanos le habían
ayudado cuando lo necesitó, y no quería causarles ningún daño a su
vez. Comprendió que tendría que regresar a buscar a Tamsin.
Nona lanzó el bulto de tela a William, hablando sin cesar. Él lo
cogió, desconcertado, y miró a Tamsin.
—¡Dice que os pongáis esas ropas y os quedéis aquí!
—No, debo salir. —Se puso su camisa, conteniendo un gemido
de dolor al pasar el brazo por la manga, después cogió el jubón de
manos de Tamsin e intentó hacer lo mismo, pero Nona le dio un
fuerte empujón.
—¿Qué demonios quiere? —exclamó William. Se puso el jubón,
conteniendo la respiración por el intenso dolor, y se encajó el yelmo
en la cabeza. A continuación levantó el pectoral de la armadura con
una sola mano, pero Nona le dio un manotazo al tiempo que seguía
con su verborrea en romaní. El ruido de caballos y de hombres
gritando se hizo todavía más fuerte.
—Por favor, William Scott, escuchad lo que dice —rogó Tamsin.
Fue hasta él y asió la armadura que él intentaba ponerse—. Mi
abuela dice que debéis esconderos aquí hasta que se vayan esos
hombres. No permitiremos que sepan que estáis con nosotros.
—¿Esconderme? No digas tonterías.
—¡Hacedlo, o de lo contrario causaréis grandes desgracias a
este campamento! ¡Esos hombres pretenden atraparos! ¡Han
intentado mataros!
—No pienso esconderme de unos rufianes.
—¡Si alguien es asesinado en este campamento, o en sus
inmediaciones, los gitanos serán acusados de ello y castigados!
¡Poneos esto!
William se detuvo un momento, estorbado por Tamsin y por su
propia torpeza, incapaz de ponerse nada con dos mujeres furiosas
decididas a impedírselo.
—¿Qué es lo que te alarma tanto? —preguntó a la muchacha.
—¡Ahorcan a los gitanos por menos de nada, vos lo sabéis!
—No van a ahorcar a nadie —exclamó él, afanándose con las
hebillas de la armadura.
—¡Y si ocurre alguna desgracia durante la boda de mi prima, su
matrimonio quedará maldito! La mala suerte acompañará ya para
siempre a los novios.
—Tonterías —replicó William con firmeza—. Alejaré a esos
hombres del campamento, y nadie sufrirá mala suerte a causa de
ellos excepto yo. Puedo quitármelos de encima sin problemas, —Se
volvió para levantar la cortina de la entrada—. Y después volveré a
buscarte a ti —añadió.
Nona le tiró del brazo, lo cual estuvo a punto de hacerle gritar de
dolor. Volvió a decir algo en rápido romaní al tiempo que agitaba el
bulto de ropa.
—Por favor —dijo Tamsin—. Os lo ruego, William Scott. No lo
entendéis… Esto es muy grave.
—¿Por qué? —quiso saber él, sin resuello, luchando contra el
dolor, tratando de soltarse de la insistente mano de Nona que le
sujetaba el brazo.
—No salgáis ahí. Si sucede algo, me culparán a mí, y no podría
soportarlo. Yo soy… wafri bak entre esta gente —dijo en voz baja—.
Quiere decir mala suerte. Algunos gitanos creen que ocurren cosas
malas cuando yo estoy presente.
—¿Y por qué? ¿Porque eres escocesa en parte?
Ella negó con la cabeza y cerró la mano izquierda en un puño a
la espalda.
—Por favor, sólo os pido que esperéis aquí. Dejad que mi abuelo
y los demás despidan a esos hombres para que sigan su camino. —
Le miró con sus ojos verdes como dos estanques. William vio en
ellos reflejada una necesidad, tan genuina y tan sorprendente que
se le encogió el corazón al verla.
—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Qué es lo que tanto te
perturba?
Ella sacudió la cabeza negativamente.
—Por favor, William Scott. Habéis dicho que me debíais un favor.
Pagádmelo, entonces, quedándoos aquí.
William suspiró, y tomó el bulto de ropa que le ofrecía Nona.
Capítulo 11

PERO me haré adivino,


y construiré así nuestro futuro
bien dicho, mi pequeña gitanilla,
pues tú lo predices maravillosamente.
Canción gitana inglesa

—Tu abuelo les está convenciendo para que sigan su camino —


susurró William momentos más tarde. Estaba de pie al lado de
Tamsin, mirando por una estrecha abertura en la lona que hacía las
veces de puerta.
John Faw fue hasta el carromato a grandes zancadas
acompañado de dos hombres tocados con yelmos y vestidos con
chalecos de cuero, y se detuvo un instante a hablar con ellos.
—Quizá me reconozcan a pesar de estas ropas gitanas. —
William indicó la ropa que le habían prestado—. Si llegan a verme,
no podré garantizar que haya paz. Sabrán que yo estaba con Jock y
Sandie.
—El abuelo les ha dicho que no hemos visto habitantes de la
frontera en toda la noche. Pero ahora le están pidiendo que una
mujer egipcia les diga la buenaventura antes de partir.
—Lo he oído. Tu abuelo podría haberse negado.
—Le han ofrecido dinero —dijo Tamsin, alzándose de hombros
—. Y mi abuela es famosa entre los gadjo por decir la buenaventura.
—Se volvió para hablar con Nona, que estaba sentada en la parte
de atrás del carromato. La anciana agitó las manos y contestó algo
rápidamente y en susurros.
—¿Qué es lo que quiere? —quiso saber William.
—Quiere que yo salga a hablar con esos hombres y les diga la
buenaventura a cambio de unas monedas. —Al tiempo que hablaba,
hurgó en un cesto y extrajo un chal de seda de color claro que utilizó
para envolverse la mano izquierda—. Como hablo su lengua, puedo
leerles la mano más deprisa que Nona, y así se irán más pronto.
—Arthur Musgrave te reconocerá —dijo William en voz baja.
—Sí —repuso ella simplemente—. Tal vez. Pero aquí estoy
protegida. Para cuando se lo diga a su padre, yo ya me habré ido.
—Sí, a Rookhope.
Ella se encogió de hombros y no contestó.
William observó por encima de la cabeza de la muchacha los
hombres que hablaban con John Faw a la parpadeante luz de la
fogata.
—Muy bien —dijo con decisión—. Allá vamos.
—¡A vos no deben veros!
—Con estas ropas parezco un gitano, si me mantengo a cierta
distancia.
Echó un vistazo a su atuendo: una túnica de lana marrón, una
brillante bufanda de seda alrededor del cuello, un sombrero de paja
de ala ancha y una capa a rayas que le ocultaba el cabestrillo del
brazo izquierdo. Nona había insistido en que se quitara las botas y
las medias, de modo que estaba descalzo y con las calzas a la
altura de las rodillas.
—Pasaré desapercibido, mezclado con los demás —dijo en tono
firme.
—Tenéis el cabello oscuro como los gitanos, pero sois más alto
que la mayoría y de cutis más claro. La abuela quería que os
untarais la piel con jugo de nueces y grasa para oscurecerla, pero
no tenemos tiempo.
—Habría permitido que eso me lo hicieras tú —comentó—, pero
tu abuela tiene la delicadeza de un herrero. Voy a salir.
Tamsin le caló el sombrero hasta los ojos.
—Si habéis de salir, mantened ocultos esos ojos azules.
—Tú los tienes verdes, y eres gitana —murmuró él.
Nona ladró una brusca orden, y Tamsin se giró para responder
en tono sumiso, como disculpándose.
William enarcó una ceja.
—No quiere que hables conmigo.
—Dice que no debo estar tan cerca de vos ni hablaros de
manera tan íntima. Ni tampoco debo tocaros. No es decente, a
menos que nos estemos cortejando.
Nona dijo algo más, agitando un nudoso dedo. William miró a
Tamsin.
—No debo volver a hablaros, excepto para traducir, a no ser que
vos vayáis a mi abuelo y le solicitéis permiso para cortejarme.
Dice… —Tamsin suspiró y desvió la mirada, mientras Nona seguía
musitando sin cesar.
—Creo que esos ladrones de ganado de ahí fuera suponen para
mí una amenaza menor que tu abuela —dijo William en tono
desenfadado—. ¿Qué está diciendo?
Tamsin atisbo por la abertura de la lona.
—Dice que ningún gitano me querrá jamás por esposa si actúo
de manera tan indecente, y que tampoco me querrá ningún escocés.
No sólo traigo mala suerte, sino que además me comporto
incorrectamente. —Nona habló de nuevo, y William miró a Tamsin,
expectante.
—He oído mi nombre. Creo que debo saber lo que está diciendo
de mí.
—Dice que ni siquiera vos, William Scott, os casaríais conmigo,
por mucho que necesitéis una esposa; lo ha visto en vuestra mano.
—Levantó la barbilla en un gesto desafiante—. Ya está. Eso es lo
queríais saber.
—Perdóname —murmuró William—. Te he traído problemas. Di
a tu abuela que yo tengo la culpa.
—Soy yo quien debe disculparse. Mis abuelos siguen las
tradiciones gitanas, y existen reglas muy estrictas para las mujeres.
Yo no cumplo demasiado bien con esa tradición, y a veces mi
abuela se impacienta conmigo. Sin embargo, parece ser que vos le
gustáis, porque nos ha permitido hablar. Yo no debería hablaros en
absoluto, excepto cuando ella me lo ordene.
—Ah —aseveró William—. Eres una muchacha rebelde, por lo
que veo.
De pie en la oscuridad, junto a ella, captó un pequeño
movimiento a través de la abertura en la tela. Tamsin se llevó a la
espalda la mano izquierda, envuelta en el chal de seda. William se
dio cuenta de que la escondía siempre que le era posible, y se
preguntó qué le pasaría. Alguna herida de la infancia, pensó, pues
ella había admitido que aquella mano era más débil. Pero no
consentía que nadie la viera. Tal vez alguna cicatriz, se dijo. No se le
ocurría por qué la muchacha tenía que avergonzarse de aquello.
Nona se acercó y se abrió paso entre William y Tamsin. Cubrió el
pelo de su nieta con un pañuelo oscuro y suave y lo anudó. A
continuación, la agarró del brazo, murmuró unas palabras y se la
llevó fuera del carromato.
William observó el claro iluminado por el resplandor de la
hoguera y vio cómo Tamsin y Nona se reunían con John Faw. John
dijo algo a Arthur Musgrave y al hombre que le acompañaba y luego
se marchó. Arthur señaló el campamento que se extendía a su
alrededor; estaba claro que preguntaba a Tamsin si había visto a
algún ladrón de ganado por allí. Ella negó con la cabeza repetidas
veces.
Con un aire de naturalidad, William bajó los escalones del
carromato y empezó a pasearse por el calvero. Mantuvo el
sombrero bien calado, y la capa a rayas le procuraba un buen
disfraz. Saludó con un gesto a algunos gitanos al pasar. Unos
cuantos le miraron con cara de pocos amigos, pero John Faw asintió
con la cabeza, dispuesto a representar aquella estratagema con tal
de preservar la paz del campamento.
William se encaminó hacia los árboles donde estaban Tamsin y
Nona con los ingleses. Apoyó un hombro contra el delgado tronco
de un abedul, no muy lejos de ellos, y contempló el baile que
acababa de reanudarse. Ladeó ligeramente la cabeza bajo el borde
del viejo sombrero y dirigió su atención hacia la conversación que
estaba desarrollándose a su espalda.
***
—Podrán negarlo hasta el Día del Juicio, pero uno de estos
gitanos tiene que haberles visto —dijo Ned Forster. Era un individuo
ancho y corpulento, no más alto que Tamsin—. Juraría que he visto
a una gitana cabalgando con uno de ellos… ¿Eras tú, muchacha?
—No era yo, rya —respondió Tamsin con suavidad. Consiguió a
duras penas mantener un tono de voz tranquilo—. He estado aquí,
en la boda de mi prima. Si algún ladrón de ganado hubiera entrado
en este campamento, le habríamos visto.
—¡Yo te conozco! —Arthur Musgrave la miró con los párpados
entornados—. ¡Eres la hija de Armstrong! ¿Por qué estás aquí?
¿Qué siniestro plan es éste?
—No existe ningún plan —contestó ella tajante. En aquel preciso
instante no podía mirar a Arthur, pues se acordaba de la asfixiante
sensación de tener la soga apretada alrededor de la garganta. Pero
respiró hondo y se obligó a sí misma a alzar la cabeza con orgullo
—. He venido aquí para hablar con los gitanos, tal como sugirió
vuestro padre.
—Eso se lo dijo a Archie, y Archie se quejó de que necesitaba tu
ayuda. Le dije a mi padre que deberíamos conseguir ayuda por
nuestra cuenta y no fiarnos de ladrones de la frontera ni de gitanos.
Así que ¿dónde están Armstrong y Rookhope? William Scott debía
tenerte bajo su custodia. ¿Dónde diablos está?
—Los que hemos perseguido esta noche eran Scott —dijo Ned
—. ¿Podría ser alguno de ellos ese Scott de Rookhope?
—Si lo era, mi padre se pondrá furioso por su traición —
respondió Arthur.
Por el rabillo del ojo, Tamsin vio que William se acercaba con
calma hacia ellos, con su identidad oculta por la capa y el sombrero
de su abuelo. Poco le faltó para lanzar una exclamación de alarma
al verle los pies descalzos; aquellos pies de piel clara sin duda le
delatarían como no gitano. Pero los dos ingleses no parecieron
darse cuenta. Observó aliviada que William se apoyaba contra un
abedul y que quedaba oculto por las sombras y por la anchura de la
capa y del sombrero.
Intercambió una mirada con su abuela, que estaba de pie detrás
de ella sosteniendo una gruesa vela para que Tamsin dispusiera de
luz suficiente para leer las palmas de las manos. Tamsin miró a
Arthur, que era el que había pedido que una gitana le dijera la
buenaventura.
—Si queréis que os diga la buenaventura, debo tocar una
moneda de plata que vos hayáis tenido en la mano. Así podré
deciros vuestro futuro con claridad.
—No pienses en engañarme, porque yo también veo con
claridad tu futuro —dijo Arthur en tono amenazador—. Serás
ahorcada.
Ella mantuvo los ojos bajos, aunque por dentro ardía de rabia.
—Habéis pedido que os digan la buenaventura, y mi abuelo me
ha llamado a mí para hacerlo. ¿Queréis que continúe?
—Sí —gruñó él, y sacó una moneda de la bolsa que llevaba en
el cinturón.
Tamsin la cogió con su mano derecha. El chal de seda seguía
bien enrollado alrededor de la izquierda y sólo dejaba ver el dedo
pulgar. Sabía por experiencia que nadie deseaba ver su mano
deforme, y mucho menos tocarla.
Nona les observaba con la mirada penetrante de un halcón
mientras sostenía la vela. Tamsin sabía que su abuela también
estaba allí para hacer de guardián en el caso de que aquellos
hombres intentasen algo grosero u ofensivo con ella. Excepto
cuando se trataba de leer la mano o de curar, a las mujeres gitanas
se les permitía escaso contacto con hombres que no fueran familia
suya, sus maridos o sus prometidos. Las jóvenes eran
estrechamente vigiladas por sus parientes mayores.
Tamsin había rebasado los límites de la buena conducta con
William Scott, pero Nona se había mostrado benévola en su
supervisión. Tamsin sospechaba que, como Nona encontraba a
William encantador y muy guapo, le permitía mayores privilegios de
los habituales.
Por el contrario, Arthur y Ned no se habían ganado su
aprobación, y se veían sometidos a su mirada implacable y
suspicaz. Ambos hombres se apartaron ligeramente de ella, pero la
anciana no se movió de su sitio, pues la luz de la vela y su vigilancia
formaban parte necesaria de aquel círculo.
Tamsin se daba perfecta cuenta de que William se había sentado
bajo el árbol y que probablemente estaba captando la mayor parte
de lo que decían. Tenía que contenerse constantemente para no
mirar en aquella dirección, temerosa de atraer la atención hacia él.
Cogió la mano de Arthur y la posó en su mano izquierda envuelta
en el chal de seda. Sosteniendo la moneda entre los dedos, pasó el
canto de la misma a lo largo de las líneas de la palma, examinando
atentamente, inclinando la mano para verla mejor a la luz amarilla
del fuego y al resplandor de la llama de la vela.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Ned Forster, señalando a
través de los árboles hacia William—. ¿Por qué está ahí sentado,
cerca de nosotros, en lugar de estar cantando y bailando con los
demás?
—Es… mi esposo —contestó Tamsin en un impulso, con la
esperanza de dar a la presencia de William una explicación que no
fuera cuestionada por los dos ingleses. Una vez pronunciadas
aquellas palabras, estuvo a punto de hacer una mueca de
arrepentimiento por lo que había dicho, pues aquello se acercaba
demasiado a una verdad que jamás pensaba revelar.
Vio que William inclinaba la cabeza bajo el viejo sombrero,
escuchando.
—No nos molestará —añadió Tamsin a toda prisa para disuadirle
de que se aproximara,
—Creía que no estabas casada —dijo Arthur con el ceño
fruncido.
—Si tengo un marido gitano, vos no tenéis por qué saberlo —
replicó ella.
—Sí, tiene un marido ansioso de que su mujer gane algo de
dinero —rió Forster—. Y se sienta ahí para cerciorarse de que
consigue algo. Estos egipcios son unos vagos y unos inútiles. Mira
cómo cantan y bailan, los hombres jamás trabajan en nada, excepto
en hacer cestos y tocar música. Son las mujeres quienes hacen las
tareas, ganan el dinero y hasta roban comida, mientras los hombres
se sientan a holgazanear.
—Si tú pudieras sentarte a holgazanear, lo harías —dijo Arthur
—. Ahora cállate y deja que la chica me diga el futuro.
—Bobadas —gruñó Ned—. Paganos inútiles, eso es lo que son.
—Yo soy una cristiana bautizada, igual que muchos gitanos —le
espetó Tamsin.
—Nuestro rey Enrique los expulsó a todos de Inglaterra —dijo
Ned—. Pero entonces los gitanos se vinieron a Escocia. Saltan a un
lado y a otro de la frontera, de un país a otro, cada vez que se
aprueba una ley que prohibe su existencia, como alimañas que uno
saca de la cocina y vuelven a colarse por otro agujero.
Tamsin estuvo a punto de soltar la mano de Arthur al mirar
furiosa a Ned.
—Los reyes de Escocia han mostrado su favor a los gitanos —
dijo en su defensa—. El propio rey Jacobo visitó a mi abuelo cuando
recorrió el país disfrazado de plebeyo. El rey en persona entregó a
mi abuelo un salvoconducto y cartas de recomendación.
—¿Y piensas que voy a creerme eso? —respondió Ned—. Los
gitanos mienten con mucha facilidad.
—¡Os enseñaré ese documento, si no me creéis! El rey Jacobo
llamó a los gitanos para que fueran a actuar en su corte, y en
ocasiones envió a buscar a un gitano para que cuidase de sus
caballos cuando estaban enfermos o heridos. Gozábamos del
respeto del rey de Escocia, y tenemos permiso para viajar por este
país siempre que seamos pacíficos.
—Ya no, ahora que ha muerto el rey Jacobo —contestó Arthur.
—Mientras los gitanos permanezcáis a este lado de la frontera,
sois competencia de Escocia —añadió Ned—. Los escoceses tienen
preocupaciones más importantes que unos gitanos trashumantes,
con una reina que aún es un bebé y a falta de un verdadero
gobernante. Ninguno de vosotros ha sido deportado, como
deberíais.
—Rya —dijo Tamsin, haciendo un esfuerzo para conservar la
calma ante aquellos prejuicios que la sacaban de quicio—. No
intentéis decirme dónde debo estar. Ocurre que vos sois un inglés
que se encuentra en Escocia pasada la medianoche. ¡Estáis
violando la Marca sólo con estar aquí de pie, en suelo escocés!
—Ja, ¡qué sabrá una gitana de violaciones de la Marca! —Ned
dio un codazo a Arthur, y ambos soltaron sendas carcajadas.
—Mi padre es un Armstrong —repuso ella.
—Ya. Resulta que sólo es medio gitana —le espetó Arthur.
—¡Esos maleantes de los Armstrong! Ja, sólo vas a obtener de
esta gitana la mitad de lo que valga tu dinero —musitó—. Si acaso.
—Calla —dijo Arthur—. Quiero que me diga el futuro.
Ned lanzó un gruñido y se apoyó contra el tronco del árbol.
Tamsin acercó la mano de Arthur hacia la luz y examinó el trazado
de las líneas de la ancha palma, empleando el canto de la moneda
en lugar del dedo.
—Ah —dijo al cabo de un momento—. Aquí se ve una vida larga.
Y buena salud. Pero debéis tener cuidado con el estómago. —Tocó
una hendidura con el borde de la moneda—. Esta línea indica un
estómago débil. Debéis alejaros del vino y de las comidas copiosas.
Ned rió con disimulo.
—Sí, Arthur, mantente alejado de los vinos franceses. Son
demasiado caros. Bebe buena cerveza inglesa, ¿eh?
Arthur se frotó el estómago ligeramente abultado.
—Me duele cuando como mucho.
—Y de muchacho sufristeis una herida grave en la cabeza —
prosiguió Tamsin. Estaba segura de aquello, porque su abuela le
había enseñado bien—. Esta minúscula isla en esta línea, y la barra
que se ve sobre ella, indican una herida en la cabeza. Tendríais
unos quince años, calculo. Estuvisteis largo tiempo enfermo.
—Es asombroso —dijo Arthur—. Ned, ¿recuerdas cuando me
caí de un caballo de chico y estuve varias semanas en cama? —Se
inclinó hacia Tamsin con avidez—. Ya te has ganado parte de tu
dinero. Ahora dime el futuro.
Tamsin estudió las pequeñas arrugas que bordeaban una línea
más importante.
—Veo… una boda, y muchos hijos.
—Ah —dijo Arthur, complacido—. Con Anna, mi prometida.
Tamsin titubeó. Tendía a ser honesta cuando observaba la
trayectoria de una vida en la palma de la mano o cuando echaba las
cartas, a menos que viera una vida muy corta o una señal de
tragedia.
La línea del corazón de Arthur era superficial y entrecortada, lo
cual indicaba que él no escuchaba lo suficiente a su corazón o a su
conciencia. Ya sabía que era un hombre capaz de ser mezquino y
de no reflexionar. Su línea del destino, que discurría hacia el centro
de la palma, se veía rota y débil en algunos puntos. Frunció el ceño.
Un defecto en la línea del destino, justo en el lugar que ella
estimaba su edad actual, le dijo que Arthur pronto sufriría una
ruptura sentimental.
Más adelante la línea se reforzaba, lo cual indicaba que en un
plazo de cinco años encontraría un nuevo amor que le llevaría al
matrimonio y a los hijos.
Nona se inclinó hacia adelante y observó también.
—Perderá un amor —musitó en lengua romaní—. Pero fíjate en
ese cuadrado: la persona que va a perder no le ama. Habrá otra
más tarde que amará a este buey y le convertirá en una oveja. Eso
le vendría bien. Díselo.
Tamsin asintió con un gesto.
—Aunque ahora estáis prometido —le dijo—, veo otro amor para
vos, uno mejor que éste. Os casaréis bien y viviréis feliz, pero no
con la mujer en la que estáis pensando.
—¿Qué? ¡Me casaré con Anna Forster! Ya tengo el
consentimiento de su padre.
Ella negó con la cabeza.
—Dejadla, rya —le dijo con amabilidad—. Veo una pareja mejor
para vos un poco más adelante. —Cerró los ojos y sintió una firme
certidumbre—. Eso es lo que veo.
—Anna —insistió él—. Estás viendo a Anna.
—Ja —comentó Ned—. ¡La gitana tiene razón!
—¡Anna me ama! —argüyó Arthur.
—Ama a Jock Scott. Por eso hemos salido esta noche detrás de
él, cabeza dura.
—Si encuentro a Jock Scott de Lincraig o a los hombres que
cabalgaban con él, no quedará ningún Scott para cortejar a Anna —
murmuró Arthur—. Te equivocas, gitana.
—Anna le dijo a su padre que no pensaba casarse contigo —
argumentó Ned—. Él la encerró en su habitación, pero la madre la
sacó de allí. Anna tuvo otra cita con Jock Scott, ¡tú mismo lo has
visto esta noche!
—¡Mataré a Jock Scott por ponerme los cuernos! Gitana —dijo
Arthur en tono fiero—, dime cómo puedo hacerla mía. Tú has de
conocer algunos hechizos. Prepárame una poción o di a esa vieja
que la prepare. Te pagaré el oro que pidas.
—No sé nada de magia —replicó Tamsin—, ni mi abuela
tampoco. —Nona solía emplear hechizos tradicionales para los
gitanos, pero Tamsin no estaba dispuesta a admitirlo.
—Esta gitana no puede ver el futuro en unas cuantas arrugas de
la mano —aseveró Ned—. Ya te dije que era desperdiciar un buen
dinero. La quiromancia es cosa de mujeres y de tontos.
—En las manos de todo el mundo se lee el pasado, el presente y
el futuro —dijo Tamsin—. Incluso en la vuestra, Ned Forster.
—¡Bah! —Arthur retiró la mano—. Dicen que los egipcios
conocen los secretos del futuro. ¡Pero es una estupidez! ¡No me has
predicho lo que quería saber!
—Si no os gusta lo que oís, lo lamento —repuso Tamsin. Ned
cogió la mano derecha de Tamsin.
—Muy bien, muchacha, ahora mírame la mano a mí —le exigió
—. Te daré buenas monedas, y más, si me dices lo que quiero,
vamos. —Soltó una leve risita—. Eres una bonita muchacha,
aunque seas en parte gitana. —La acercó a sí.
Tamsin le empujó.
—No quiero vuestro dinero. ¡Marchaos! —Nona le reprendió a su
vez en romaní, pero él no la miró.
Ned la agarró del brazo con fuerza.
—Tengo una bolsa llena de monedas, y también una bragueta
llena a reventar. —Mostró una ancha sonrisa, y Tamsin sintió un
escalofrío. Lanzó una mirada a William, que puso una mano en el
suelo, listo para ponerse en pie. En su nerviosismo por impedirle
que se acercarse, Tamsin trató de zafarse de Ned.
—¡Soltadme!
—¡Cerdo gadjo! —exclamó Nona en lengua gitana. Levantó en
alto la vela y derramó intencionadamente un poco de sebo caliente.
Aunque no llegó a alcanzar el brazo de Ned, éste dejó escapar
una exclamación.
—Ned, detente —le advirtió Arthur—. Su marido está ahí al lado,
y la defenderá. ¡Vamos a tener problemas con toda la tribu!
—A su marido no le importará lo más mínimo lo que haga,
siempre que vea dinero —replicó Ned—. Ven conmigo, muchacha.
Vamos a buscar un lugar tranquilo… y allí podrás leerme la mano.
—Respiraba trabajosamente al tirarle del brazo.
—¡Malvado manús! —exclamó Nona en torpe inglés. Sacudió la
vela, y la llama se apagó. Ninguno de los dos hombres volvió la vista
hacia ella. Tamsin dirigió a su abuela una rápida mirada de
desesperación, y ésta se apresuró a arrebatar la moneda de plata
de la mano de Tamsin antes de salir disparada en busca de John
Faw, que había desaparecido entre el resto de los hombres.
Al pasar junto a William Scott, que se había separado del árbol y
se acercaba hacia ellas, le dijo unas palabras en romaní y señaló a
Tamsin con la mano. Él asintió levemente.
—¡Marchaos antes de que haya problemas! —instó Tamsin a
Ned y a Arthur, y después se volvió para mirar a William,
—Problemas, sí —dijo Ned a Arthur—. Nos la llevaremos con
nosotros. ¡Vamos a convertir esto en un juego! Los gitanos nos
perseguirán hasta Inglaterra, y así nos darán la excusa para colgar a
uno o dos de ellos por vagabundos y ladrones. —Avanzó unos
pasos más arrastrando a Tamsin consigo. Arthur protestó
débilmente, pero echó a correr en dirección a los caballos, que
estaban atados al otro lado de los árboles.
Tamsin lanzó una fugaz mirada hacía atrás. William avanzaba
entre los árboles, silencioso y preparado como una fiera. La tensión
endurecía las largas y ágiles líneas de su cuerpo. Ninguno de los
dos ingleses se percató de su presencia. Si Arthur llegaba a
reconocerle, pensó Tamsin frenéticamente, habría violencia en el
campamento. Tenía que liberarse por sí sola. Forcejeando para
zafarse de la garra de Ned, gritó y tropezó cuando se le torció
dolorosamente la pierna herida.
Ned aminoró el paso, y Tamsin le propinó una patada en la
espinilla con el pie descalzo. Él le soltó el brazo derecho y la agarró
del otro brazo. El chal de seda se deslizó, dejando la mano al
descubierto. El resplandor de la hoguera iluminó de lleno su forma
pequeña y singular.
—¡Ah! ¿Qué es esto! —Ned se detuvo bruscamente—. ¡El cielo
nos asista, es la garra de un demonio!
Capítulo 12

…¡BRUJA!
Gata, pordiosera, gitana; cualquier cosa,
excepto una mujer honesta.
BEN JONSON,
La mujer magnética

El resplandor de la fogata iluminaba la forma de su mano


izquierda. En lugar de dedos separados, tenía una membrana curva
que ascendía desde la palma y se estrechaba hasta formar una
punta con una única y delicada uña de forma ovalada. Tamsin vio
miedo y repugnancia en el gesto de Ned, una expresión que había
visto demasiado a menudo en su vida.
Ned dio un paso atrás.
—¡Es la señal del diablo!
El miedo de Ned le proporcionaba a Tamsin una arma segura, la
única que tenía. Alzó la mano en alto a la luz del fuego sintiendo al
mismo tiempo una oleada de arrepentimiento, pero no disponía de
tiempo para pensar, no le quedaba otra alternativa. Ya no podía
esconder la mano.
Ned tropezó con Arthur, que había corrido a su lado.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Ned—. ¡Fíjate! ¡Es una
bruja! Quiere echarnos un maleficio… ¡Fíjate en su mano! —Aferró a
Arthur de la manga y señaló hacia Tamsin—. ¡Es en parte un
demonio!
Tamsin sostenía la mano en alto como una amenaza. Miró
fijamente a Ned con los ojos muy abiertos, con la esperanza de que
su insólito color le alarmase aún más. Dio un paso adelante, y ellos
retrocedieron.
—Marchaos de aquí, ¡si no queréis que os eche el mal de ojo! —
advirtió. Arthur lanzó una exclamación.
—Dios de los cielos, es capaz de hacerlo, mírala —musitó Ned.
—El diablo en forma de mujer —gritó Arthur—. La vez anterior
que la vi llevaba un guante. ¡Era para ocultar esa garra demoníaca!
¡Por el cielo! ¡Mi padre debería haberla ahorcado por bruja!
Tamsin percibió la presencia protectora de William a su espalda
en las sombras, sin embargo era consciente de que él la observaba,
de que ahora sabía la verdad acerca de ella. Reprimió un sollozo en
su interior. Podía soportar lo que pensaran de ella aquellas bestias,
pero había en lo más profundo de sí una parte blanda, herida, que
no deseaba que William Scott viera su defecto, su debilidad, su
fealdad.
Respiró hondo. Por mucho que aquello le doliera por dentro, no
permitiría que aflorase a la superficie. Era la nieta de un conde de
Egipto y la hija de un bandido escocés. Levantó la barbilla para
mostrar orgullo y sostuvo la mano en alto, inmóvil.
—Detenla —dijo Ned, mirando a Arthur—. ¡Tienes autoridad para
hacerlo! ¡Tu padre te ha hecho guardián delegado de la Marca
Mediana inglesa!
—Ah —expresó una voz segura y grave a espaldas de Tamsin—.
Pero ahora estamos en tierras escocesas, y aquí Arthur no tiene
ninguna autoridad.
Tamsin contuvo la respiración al sentir el súbito calor de las
manos de William apoyadas en sus brazos. Este la puso detrás de
sí y ella obedeció sin protestar, con el corazón latiéndole desbocado.
Observó a Ned y a Arthur más allá del hombro de William.
—¡Su marido! —exclamó Ned.
—¡Te lo dije! —siseó Arthur, parpadeando—. ¡Dios santo! ¿Qué?
¡Es William Scott… disfrazado de gitano!
William inclinó la cabeza.
—Muy bien. Ahora marchaos —les ordenó—. Estáis
interrumpiendo una boda.
—¿La vuestra? —Ned parecía confuso—. ¿Os habéis casado
con esta gitana esta noche? ¿A eso se debe esta celebración?
—¡Hay maneras más fáciles de llevar a la cama a una gitana que
casándose con ella! —dijo Arthur—. ¡Esa es una bruja! ¡Y vos
debéis de estar loco al desearla! Aunque es una putita bastante
bonita. Apuesto a que no sabíais nada de esa mano deforme, ¿eh?
William desenvainó la daga que llevaba al cinto.
—Cuida tu lengua —rugió.
—¡Ha cogido nuestro dinero y ha echado una maldición a Arthur!
—exclamó Ned.
Arthur parecía aturdido, pero asintió con la cabeza.
—¡Sí! —dijo—. Me ha echado el mal de ojo, a los dos, y se ha
llevado mi dinero, diciendo mentiras.
—No ha dicho ninguna mentira —replicó William—. La
quiromancia es considerada una ciencia entre médicos y eruditos,
aunque dudo que tú sepas eso. Además, ella sabe mucho de tu
verdadera personalidad, Arthur. Ciertamente, más de lo que tú
quisieras revelar a nadie —añadió arrastrando las palabras.
—¿De verdad os habéis casado con esa gitana? —quiso saber
Arthur—. ¡Mi padre querrá saber qué diablos os traéis entre manos!
—Si yo quisiera casarme con una gitana, sería asunto mío, y no
tuyo ni de tu padre —replicó William—. Si quisiera casarme con una
gitana —giró rápidamente la daga y volvió a atraparla, ligero como
una centella— a tu padre le gustaría, porque desea tener un
contacto entre estas gentes para favorecer sus propósitos. Ahora
largaos de aquí, o de lo contrario el mal de ojo será el menor de
vuestros problemas.
—¡Contaré a mi padre lo que he visto aquí! —dijo Arthur.
—Dile que nos has visto a Tamsin Armstrong y a mí reunidos con
los gitanos. Dile también que Ned ha insultado a la muchacha de
forma obscena, y que a los dos os han echado de aquí como
merecéis.
Ned soltó un gruñido y desenvainó su puñal al tiempo que se
lanzaba hacia William. Éste se hizo a un lado con agilidad y echó un
brazo a la espalda para proteger a Tamsin. Ned se detuvo
bruscamente, con la vista fija en un punto más allá. Entonces
Tamsin se volvió y vio a su abuelo y varios gitanos varones
acercándose hacia ellos. John Faw llevaba un látigo en la mano y lo
hizo restallar hábilmente. William miró a Ned y a Arthur.
—Marchaos —ordenó.
Sin decir palabra, los dos hombres dieron media vuelta y
echaron a correr en dirección a sus caballos. En cuestión de
momentos, subieron de un salto a sus sillas y salieron al galope,
desvaneciéndose en la oscuridad del páramo.
Tamsin se volvió y vio que su abuelo daba las gracias con una
inclinación de cabeza a William Scott, quien a su vez le devolvió el
gesto. Luego la miró a ella.
—¿Estás herida, pequeña? —le preguntó en lengua romaní.
—Estoy bien —contestó Tamsin, frotándose la muñeca izquierda
con la mano derecha. Su mano deforme estaba totalmente a la
vista, pero no le importaba. El daño ya estaba hecho.
John Faw contempló alternativamente a su nieta y a William
durante largos instantes. Tamsin estaba segura de que había oído
cómo Arthur preguntaba a William si éste era realmente su esposo.
Nerviosa, tragó saliva y aguardó a que su abuelo pidiese una
explicación o diera rienda suelta a su cólera.
Pero su abuelo se limitó a pasar su intensa mirada oscura del
uno al otro, como si estuviera intentando adivinar qué sabían ellos
que él desconociera. Tamsin se dio cuenta de que no pensaba
decirle nada de lo que opinaba para sus adentros ni de su
comportamiento delante de su gente. Al cabo de unos instantes, dio
media vuelta y se encaminó hacia la fogata, seguido por los
hombres. El campamento estaba en silencio. Tamsin no habría
podido decir cuándo habían cesado la música y las voces.
John Faw dio la señal para que se reanudara la música. Tamsin
vio a su abuela consolando a la novia llorosa, cuya fiesta de bodas
se había visto manchada por la violencia y los extranjeros. Sintió un
cierto pesar por haber estropeado el festejo, pero sabía que nadie
aceptaría sus disculpas; la novia y sus parientes más cercanos con
frecuencia se habían demostrado cautos y suspicaces con ella.
Se volvió, y al hacerlo vio a William de pie, observándola, con la
luz del fuego parpadeando en su rostro. Desvió la mirada y se
agachó para recoger el chal de seda y envolverlo alrededor de su
mano izquierda. Sabía que debería darle las gracias por haberla
ayudado, pero lo único que deseaba era huir de él, avergonzada de
que hubiera visto el defecto que trataba de ocultar. De modo que le
dio la espalda y se encaminó en dirección a la hoguera.
Un instante después, sintió unos dedos largos que le agarraban
la mano izquierda. El chal de seda resbaló y cayó flotando hasta el
suelo.
—Mal de ojo —musitó William. Tiró de la mano de la muchacha y
echó a andar a través del claro—. ¡Mal de ojo! ¡Echar un maleficio!
¡Dios del cielo, muchacha, en qué estabas pensando!
Tamsin sentía aquellos dedos cálidos y fuertes contra su piel,
arrastrándola. Demasiado aturdida para responder, abrumada por el
súbito contacto de su mano, intentó zafarse, pero él no aflojó el paso
sino que siguió tirando de ella. Algunos gitanos se detuvieron a
contemplarles.
—No te consideraba una muchacha tonta —prosiguió William en
tono irritado—, pero esa representación ha sido verdaderamente
una tontería. —Se detuvo y la miró furioso—. ¿Sabes lo que has
hecho?
—No —respondió ella acaloradamente—. ¡No tengo ni la menor
idea!
—Bien, pues pronto lo sabrás, cuando Jasper Musgrave publique
la orden de tu arresto y te acuse de brujería.
—No hará semejante cosa —dijo ella—. Cualquiera puede ver
que Arthur es un necio.
—Y lo es. Pero Jasper también. Creerá a Arthur cuando le
cuente lo sucedido. Y puedes estar segura de que se lo contará. —
Sacudió la cabeza en un gesto negativo, con la vista fija en el suelo,
pensativo. Sus dedos seguían sujetando firmemente la mano
deforme de Tamsin. Ella la flexionó, pero él no se inmutó, ni siquiera
aflojó la mano.
Tamsin se preguntó si William estaría tan ofuscado en su furia
que ni siquiera se daba cuenta de que la llevaba agarrada de la
mano izquierda.
—Bien —dijo él por fin, adoptando de nuevo una rápida zancada
—, lo mejor será que regresemos a Rookhope lo antes posible. Es
probable que nos lleve más de dos semanas salir de este embrollo.
Tendré que comunicárselo a tu padre, ya que querrá estar avisado
de que tal vez Musgrave haga que penda otra acusación más sobre
tu cabeza.
Tamsin tropezó tras él.
—Pero… Pero…
Él lanzó una mirada por encima del hombro.
—¿Qué? —preguntó en tono impaciente.
—Yo… Yo no quiero ir a Rookhope —dijo Tamsin. La
vehemencia de sus anteriores protestas se había disipado,
sustituida por puro asombro. William no había mirado su mano con
repugnancia; la llevaba aferrada en la suya, incluso ahora, con los
dedos cerrados alrededor, calientes y firmes contra su palma.
Ningún hombre, aparte de Archie y Cuthbert, le había agarrado
la mano de aquel modo, cálido, natural, como si se tratase de
cualquier otra mano. Le miró fijamente mientras caminaban.
—¿Qué ocurre? —preguntó él, deteniéndose de nuevo para
mirarla.
—Vos… —Buscó las palabras adecuadas—. No parecéis
turbado… —Se interrumpió.
—¿Por qué? ¿Por tu mano? —Le levantó la mano izquierda, la
bajó, no la soltó—. No soy ningún idiota supersticioso, como esos
dos estúpidos que acaban de irse.
—Vos… ¿no creéis que sea un signo de desgracia? —preguntó
Tamsin con un hilo de voz.
—¿De desgracia? Nada de eso. —Parecía impaciente—. Y dudo
que tú sepas siquiera cómo se echa un maleficio. Pero Jasper
Musgrave pensará que sí, y te pondrá otra vez la soga alrededor de
ese bonito y tonto cuello a menos que podamos evitarlo.
—¿Qué hemos de hacer? —preguntó ella. Se sentía aturdida,
tan aliviada por aquella reacción natural de William que apenas
podía pensar en otra cosa.
—Tendré que estudiar el asunto antes de contestar. Vamos.
—¿Adónde vamos?—preguntó Tamsin sin resuello.
—A Rookhope —respondió William al tiempo que llegaban al
carromato—. Recoge tus cosas.
Le soltó la mano y la empujó hacia los escalones de madera. En
ese momento la cortina de la puerta se abrió y apareció Nona
mirándoles y con el rostro iluminado por una sonrisa desdentada.
—Ahora que lo pienso —comentó William—, no estoy seguro de
que un buen maleficio esté fuera del alcance del talento de tu
abuela.
—Di a este guapo muchacho —dijo Nona en romaní, mirando a
Tamsin— que no debe mostrar tanta familiaridad contigo a menos
que tenga la intención de desposarte. Tu abuelo me ha contado todo
lo que se habló entre los gadjo. Aquí todo el mundo le ha visto
tocarte como si te estuviera cortejando, y suponemos que tiene la
intención de casarse contigo.
—Kek, no, abuela, no es lo que tú crees…
Nona señaló a William con el dedo.
—Me gusta mucho este guapo mocetón, y veo brillar el deseo
carnal por ti en sus ojos del color del cielo del verano. Pero te digo
que tu abuelo está furioso. Ha encontrado un gitano dispuesto a
tomarte en matrimonio. ¡Y ahora tú vas y te entregas a este guapo
rya!
—Por favor, escúchame. No es lo que piensas.
Nona estaba demasiado concentrada en lo suyo para escuchar.
—¡Pero te digo que es bueno que este apuesto gadjo te quiera
en su cama! —Sonrió—. Diré a tu abuelo que será un buen marido
para ti, este hombre, ¡fuerte y rico! Lleva un jubón de cuero de
buena calidad y una armadura de metal que cuesta mucho oro. Y
además tiene un buen corazón, aunque atormentado… Lo he visto
en la palma de su mano. —Agitó su largo dedo—. ¡Pero has de
decirle a este apuesto escocés que no puede tocarte hasta que
celebremos la boda!
—¿Qué está diciendo? —quiso saber William. Tamsin,
sorprendida, levantó la mirada hacia él. En sus entrañas ardía de
vergüenza por sus defectos y por la osadía de su abuela.
—Dice que no volváis a tocarme —tradujo, luchando por dominar
la angustia que le producía aquella embarazosa situación, y
reemplazándola por una oleada de furia—. Dice —empezó a subir
los peldaños— que si me tocáis, no tendréis más que mala suerte
para siempre. —Estuvo a punto de soltar una exclamación ante lo
absurdo de aquella respuesta.
La rabia y la gratitud bullían en su interior. William le había
cogido la mano sin miedo alguno. El calor y la presión de su
contacto la habían dejado atónita en un principio, y aunque fue una
sensación que agradeció profundamente, también se sintió un tanto
confusa. Los dedos de él contra su palma eran como un rayo de sol
sobre el suelo en sombras; su resuelto contacto llevaba consigo una
amabilidad tan sencilla y conmovedora que sintió ganas de llorar.
Y en lugar de eso le había respondido con un latigazo. Tropezó
al pasar junto a Nona para introducirse en el interior del carromato.
No pudo evitar mirar hacia atrás. Nona le estaba sonriendo a
William, que parecía desconcertado.
—Guapo rya —dijo Nona, aunque William no podía entenderla—.
Será una buena esposa para ti.
William sonrió a Nona y escudriñó el interior del carromato.
—Tamsin —llamó—. Sal. Saca mi armadura y mis ropas, si no te
importa, y sal de una vez. Hemos de partir para Rookhope. —
Aguardó unos momentos—. ¡Tamsin Armstrong! —dijo en tono más
alto. Nona cacareó encantada.
—Avali, sí—se dirigió a William—. ¡Esto es estupendo! ¡La llama
a gritos! ¡Dile lo que quieres de ella! ¡Muéstrale tu pasión! ¡Por fin,
un hombre fuerte para mi fuerte niña! ¡Tú no tienes miedo de su
mano deforme! —Gritaba para que todo el mundo la oyera. Algunos
gitanos que pasaban cerca se detuvieron para mirar hacia el
carromato.
—Abuela —susurró Tamsin—. ¡Ya basta! Te lo explicaré todo, ¡si
haces el favor de escucharme!
Nona señaló a William, el cual, al no comprender ni una palabra
de lo que sucedía, le dirigió una mirada más bien perpleja.
—Quédate aquí con nosotros, rya, y celebraremos una boda de
dos parejas. Diré a mi esposo que no se preocupe, ¡porque hemos
encontrado un buen hombre para nuestra Tchalai! —Se volvió y
sonrió abiertamente a Tamsin.
—¡Este hombre no me quiere! —dijo Tamsin.
—Mírale —insistió Nona, moviendo las cejas—. Yo creo que sí.
—Tamsin —dijo William, mirándola desde detrás de Nona. Habló
entre dientes, como si se sintiera profundamente exasperado—. ¡Sal
de ahí de una vez! ¡Y explícame qué diablos está ocurriendo aquí!
Tamsin permaneció de pie en las sombras, con las mejillas
coloradas de vergüenza.
—Le gustáis a mi abuela —le explicó a modo de escueto
resumen—. Pero marchaos. No voy a ir con vos a Rookhope.
Le oyó jurar en voz baja y le vio quitarse el sombrero que llevaba
y pasarse la mano por el pelo; luego le oyó jurar otra vez y le vio
hacer un gesto de dolor por el brazo herido, del que ya se había
olvidado. Nona cruzó las manos sobre el vientre y sonrió.
—Sólo dame mis cosas —dijo—. Dormiré en el campamento, en
alguna parte. Ya hablaremos por la mañana, tú y yo. Y puedes estar
segura de que no me iré sin ti.
El genio de Tamsin, apenas controlado, explotó. Ni siquiera sabía
por qué estaba furiosa, pero se dejó llevar por el fuerte impulso que
bullía dentro de sí. Cogió el yelmo de William y lo arrojó a través de
la puerta por encima del hombro de Nona. William agachó la
cabeza, pero logró atraparlo en el aire. Al yelmo lo siguió el resto de
sus ropas, en un bulto que Tamsin lanzó escaleras abajo.
Nona se frotó las manos, contemplando feliz la escena.
—Sí, sí —graznó—. Este va a ser un matrimonio magnífico, ¡ya
lo creo que sí!
William dirigió a Nona una mirada de desconcierto, ajeno a lo
que la mujer estaba diciendo. Miró ceñudo a Tamsin, que seguía de
pie en las sombras, detrás de la lona de la entrada, y entonces echó
a andar hacia los árboles.
Nona se volvió hacia su nieta con expresión inocente y feliz. Un
momento después salió corriendo del carromato, haciendo tintinear
su collar de monedas, y fue a llamar a su marido.
Tamsin se dejó caer en el suelo del carromato y escondió la cara
entre las manos. Enseguida gruesas lágrimas de vergüenza y
frustración empezaron a deslizarse por entre los dedos de sus
manos.
Capítulo 13

SI tu mano santificas,
buena suerte seguirá,
juro por estos diez
que la verás envejecer,
pero no sé cuándo será.
BEN JONSON,
Mascarada de los gitanos metamorfoseados

El alba rompió fresca y frágil, como un levísimo clarear. Tamsin


se despertó debajo del carromato y se arrastró para incorporarse en
el aire frío con la manta alrededor de los hombros. Aunque aún
persistía la oscuridad, captó el murmullo de unas voces y el
ocasional ladrido de un perro, y percibió el aroma a tocino frito que
provenía de alguna parte del bosquecillo.
Los fuegos de campamento centelleaban como estrellas doradas
en la neblina matinal. Los gitanos habían comenzado a
desperezarse tras un breve descanso y a moverse lentamente entre
las leves sombras, susurrando en voz queda mientras se ocupaban
de sus familias y de los caballos que ellos mismos criaban y
entrenaban.
La noche anterior, cuando sus abuelos regresaron al carromato,
Tamsin fingió estar durmiendo debajo del mismo, y ellos no la
molestaron. Al otro lado del calvero, William Scott había pasado la
noche bajo un amplio roble. Tamsin había mirado con frecuencia en
aquella dirección, pero él parecía estar profundamente dormido,
mientras que ella no hizo más que dar vueltas. Observó cómo unas
cuantas mujeres se preparaban para la celebración de la boda.
Pronto el campamento entero se dirigiría al lugar donde su abuelo,
como jefe del clan, llevaría a cabo la ceremonia. Banquete, música y
baile completarían el día.
Tamsin sabía que al día siguiente su abuelo conduciría a su
gente de viaje a otra parte de Escocia. John Faw había prometido
hacer caso de la advertencia de Tamsin: estarían protegidos contra
el plan del rey Enrique si no se conseguía descubrir que ningún
gitano era sobornado o amenazado para contribuir a dicho plan.
Se volvió y se encaminó hacia el arroyo que corría por el
extremo más alejado de los árboles, y al pasar dirigió una mirada
hacia William Scott. Este estaba sentado bajo el roble, poniéndose
las botas. Levantó la vista hacia ella, una mirada de un frío azul a la
luz del amanecer, y la saludó con una inclinación de cabeza. No
cabía duda de que esperaba que estuviera lista para partir hacia
Rookhope sin más tardar. Aunque el corazón pareció darle un
vuelco, se apresuró a pasar por su lado con otra breve inclinación
de cabeza.
En el arroyo, varias mujeres cogían agua en cubos, pero ninguna
le habló. Quizá se acordaban de que ella les había traído mala
suerte la noche anterior, se dijo. Se mantuvo apartada de ellas
mientras se lavaba la cara y las manos en el agua fría y se pasaba
los dedos húmedos por el pelo enredado. Al levantar la cabeza de
nuevo, una mirada fugaz le dijo que William estaba ya junto a su
caballo, preparando los arreos para partir.
Más adelante, John Faw emergió de su carromato y la saludó
con la mano. Llevaba comida en una tela doblada, y le hizo una
seña para que se acercase.
—¡Tchalai! —llamó—. Buenos días.
Le ofreció una galleta de avena y tocino recién frito, todavía
caliente. Ella le dio las gracias y comió de pie a su lado, con la
mirada baja, como era lo correcto, hasta que terminó.
—Abuelo —dijo—. Gracias por acudir en mi ayuda anoche.
—Defendemos a nuestras mujeres —replicó él.
—Siento haber causado molestias a la boda de mi prima.
—Los gadjo son los culpables de eso. Tú no hiciste nada malo…
aunque tu comportamiento no siempre es el que corresponde a una
gitana como Dios manda —agregó—. Al contrario, has aprendido los
modales de los gadjo.
—Las mujeres escocesas actúan con más libertad que las
gitanas —dijo Tamsin—. Sé que piensas que a veces me comporto
mal…
—Tú llevas en la sangre una cierta osadía que no es propia de
los gitanos. Las mujeres gitanas son pudorosas y obedientes. —Su
mirada era como una fría reprimenda.
—¿Es osadía, abuelo, o independencia?
El anciano gruñó.
—Los escoceses dan mucha importancia a su independencia —
contestó—. Eso es bueno para los hombres, pero indecoroso en el
caso de las mujeres.
Tamsin dejó escapar un suspiro. Aunque amaba y respetaba a
su abuelo tanto como a Archie, él se regía por estrictas normas
gitanas de comportamiento y le imponía a ella limitaciones que
Archie jamás había utilizado. Su abuelo era todo lo contrario de
Archie; su padre era grande y ruidoso, lleno de humor y afecto,
mientras que su abuelo era un hombre pequeño y moreno de
temperamento reservado.
—Solo pienso en tu bien, Tchalai —dijo el hombre—. Siempre he
defendido tu presencia entre nosotros, aunque otros quisieron
arrojarte fuera del grupo cuando eras un bebé. Pero Nona y yo te
conservamos a nuestro lado después de… que la que te dio la vida
nos abandonara. —Bajó los ojos—. Te pareces mucho a ella.
Tamsin lo sabía. Archie lo mencionaba de vez en cuando y
hablaba de su madre con ternura, mientras que su padre ni siquiera
pronunciaba su nombre. Al igual que Nona, se negaba a permitir
que su pena disminuyera o se curara.
—Estoy muy agradecida, abuelo —dijo Tamsin—. Tú y la abuela
siempre habéis sido amables conmigo, siempre me habéis querido.
Mi madre se alegraría de saber que han cuidado de mí las dos
familias.
Él desvió la mirada.
—Los gitanos no abandonan fácilmente a sus niños queridos —
dijo—. Cuando tu padre te llevó de aquí, albergamos la esperanza
de que regresaras a nosotros, no sólo los veranos, sino para casarte
con un romanichel y quedarte a vivir con nuestra banda.
Ella titubeó y escogió con cuidado las palabras.
—No estoy segura de que eso sea lo mejor para mí —dijo—. Soy
feliz con los gitanos y también con mi padre, y eso siempre ha sido
así. Y casarme, con quien sea, escocés o gitano, cambiaría esa
situación.
—La vida cambia —respondió el anciano—. La vida se mueve,
igual que los gitanos, de un lugar a otro. Ahora es el momento de
que te muevas tú, el momento de casarte. —Hizo una pausa—. He
decidido decirle a Baptiste Lallo que vas a ser su esposa.
A Tamsin se le cayó el alma a los pies.
—¡Yo no he dado mi consentimiento! ¡No quiero casarme con él!
Su abuelo alzó una mano para imponer silencio.
—Será un buen marido para ti. Baptiste ha perdido a su esposa.
Necesita una mujer que se ocupe de su fuego y de sus hijos y que le
dé lo que un hombre necesita de una esposa. Y yo quiero que me
garantice que no habrá más problemas entre nuestras respectivas
bandas.
Tamsin sacudió negativamente la cabeza.
—No está bien utilizarme a mí para comprar la paz para esta
banda.
—Yo decido lo que es correcto para tu matrimonio. El pueblo
gitano ha perdido el favor tanto de los ingleses como de los
escoceses. Nuestras bandas han de apoyarse la una a la otra más
lealmente.
—No puedo hacerlo. No lo haré.
—Ningún gitano desobedece a sus mayores como haces tú —
dijo el abuelo con severidad—. Pronto te situarás con Baptiste en el
círculo del corazón y pronunciarás los votos para tomarle por
esposo. Y te irás con él a su carromato. Baptiste ha aceptado unir
su banda a la mía. Tchalai, hago lo que es mejor para ti y para todos
nosotros.
—¡Esto no es lo mejor para mí!
—Tu padre te ha dado demasiada libertad. Eres una gitana,
nacida entre nosotros. Te dejé marchar con Armstrong para que
conocieras tus raíces gadjo, Pensé que si conocías sus costumbres,
su lengua, estarías a salvo de la persecución que sufre nuestro
pueblo. Pero siempre estuvo en mis planes que regresaras con los
gitanos.
—Soy tan gitana como escocesa. No quiero casarme con ese
romanichel.
El anciano la miró fijamente.
—¿Te casarías con un escocés?
—Mi madre lo hizo —repuso Tamsin—. Tú lo permitiste.
—Ella… se fugó con Archie —dijo John Faw, lo cual ya sabía
Tamsin—. Pero él se ganó mi respeto. Él la amaba. —Entrecerró los
ojos—. Tu abuela dice que deseas casarte con el rya escocés. ¿Es
eso cierto? ¿Te ha hecho una promesa de matrimonio, tal como
dijeron esos gadjo anoche? ¿Es por eso por lo que te niegas a mis
deseos?
Tamsin apartó la vista.
—Él no querría a alguien como yo.
—Nona dice que sí te quiere. A tu abuela le gusta ese hombre.
Yo no confío en la mayoría de los gadjo, pero creo que ése es un
hombre bueno, como su padre. Como Archie. —La miró con el ceño
fruncido—. ¿Tú quieres a ese hombre?
Tamsin guardó silencio durante largos instantes. Apenas podía
explicar a su abuelo que últimamente se sentía como si su corazón
hubiera quedado atrapado y atado por un simple giro del destino.
Como si no poseyera control alguno, ninguna voz en aquel asunto,
se sentía atraída inexorablemente hacia William Scott. Había
empezado a desearle con todo su insensato corazón.
—Me casaría con él antes que con Baptiste —dijo
prudentemente.
John Faw se frotó la barbilla con gesto ceñudo.
—¿Qué diría tu padre acerca de ese escocés? ¿Le conoce? ¿Le
aprobaría como marido tuyo?
—Sí le conoce. —Calló unos instantes—. Y le aprobaría.
—Tchalai —dijo su abuelo con expresión pensativa—, soy tu
pariente mayor y el jefe de esta tribu. Voy a darte a elegir. Puedes
escoger a Baptiste o al rya.
Ella se le quedó mirando.
—¿Elegir? —repitió como un eco.
—Nos avergonzarás a tu padre y a mí si rechazas a Baptiste y
sigues entre nosotros sin casarte. Debes tomar un esposo, y pronto.
—Eso no es elegir. ¡Yo no quiero casarme con nadie!
El anciano levantó las manos.
—¡Debería expulsarte de aquí por tu descaro y tu desobediencia!
—¿Expulsarme? —repitió Tamsin. El castigo gitano del exilio era
muy grave. Aunque no creía que su abuelo hablase en serio, se
sintió herida por el hecho de que lo hubiera sugerido.
El hombre lanzó un suspiro.
—Lo haré si es necesario. Obedéceme —le dijo—. Trae la
felicidad a tus abuelos. Cásate con uno de esos dos hombres. Te
estoy haciendo una buena oferta.
Ella negó con la cabeza.
—No lo entiendes…
—Si amas a ese rya, te dejaré ir con él. —Bajó la mirada—. Lo
haré en memoria de tu madre. Ella… querría que fueras feliz.
Tamsin sabía lo que le costaba a su abuelo pronunciar aquellas
palabras, y su corazón se conmovió por aquel esfuerzo. Pero veía
que él le estaba imponiendo otra regla más aun cuando trataba de
ser benévolo.
El anciano la miró.
—Ya es hora de que sientes la cabeza con un hogar y una
familia. Toma una decisión.
El corazón de Tamsin latía a toda prisa. No podía doblegarse
fácilmente ante aquella autoridad. Poseía mucho de aquel espíritu
independiente que tan poco le importaba a John Faw. Y tampoco
podía acceder a casarse con ninguno de aquellos hombres; el uno
era impensable, el otro inaccesible.
—No puedo hacer esto —dijo en voz queda.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Vivir en la torre de piedra de tu padre?
La vida de gadjo no te proporcionará felicidad, porque eres una
vagabunda de corazón, como los gitanos. —Fijó la mirada más allá
de la muchacha—. ¡Nona! ¡Ven aquí y dile a la muchacha que me
escuche!
Su abuela descendió los escalones del carromato y se acercó a
ellos a paso ligero con un ondear de faldas y un tintineo de monedas
y cadenas. Se detuvo entre su marido y su nieta.
—He oído bastante desde el carromato —gritó—. ¡El
campamento entero lo está oyendo, aunque miran a otra parte para
darnos un poco de intimidad!
—Dile que debe escoger marido —dijo John Faw.
—El escocés la desea —respondió Nona—. Lo he visto en sus
ojos. Marido, debes ofrecerle un caballo. Dos caballos. Posee una
casa grande de piedra, y tierras, y mucho oro. ¿Qué tiene Baptiste,
excepto dos niños llorones y una fogata que atender?
—Si se casa con un gitano, podrá zanjar la disputa entre los Faw
y los Lallo —contestó el abuelo.
—El rya es un buen hombre —insistió Nona—. Es rico y apuesto.
Los gitanos se beneficiarían del hecho de que uno de nosotros esté
casado con un hombre así.
—Por favor —terció Tamsin—. Dejad el asunto.
—Enséñame la palma de la mano, Tchalai. —Nona le cogió la
mano derecha y le abrió los dedos—. Te la he visto muchas veces,
pero mirémosla de nuevo. Fíjate, pequeña: tu línea del corazón se
ve nítida y curvada; escondes un corazón sensible bajo tu osadía.
Tamsin asintió. Ella también había examinado las líneas de su
mano y sabía que aquello era cierto. John Faw se acercó y observó
con interés la mano mientras Nona hablaba.
—Ah, pero el amor y la buena suerte te aguardan… Eres capaz
de sentir un amor profundo. Fíjate, la línea del corazón es fuerte y
se curva hacia abajo. Esto indica un corazón sensible y afectuoso.
—A continuación examinó las yemas de los dedos—. Pero aquí,
fíjate… cuántas dudas debes superar antes de encontrar la felicidad.
Muchas lecciones. Si no estás preparada para ese esfuerzo, no
recibirás las recompensas del amor.
—Mi destino es estar sola. Yo misma lo he visto.
Nona negó con la cabeza.
—Te asusta ver la felicidad que te espera. Fíjate en esta delgada
línea. —Nona tocó el montículo que había debajo del dedo pulgar de
Tamsin—. Fíjate cómo discurre a lo largo de la línea de la vida. Esto
es una marca especial, Tchalai, la línea que habla de un amor
destinado a existir, como una alma gemela para ti.
Tamsin se inclinó hacia adelante.
—Es débil y está rota. Creí que era simplemente una línea sin
significado.
—Se ve débil y rota porque tú niegas lo que quiere tu corazón —
dijo Nona—. Insistes en que nadie te quiere. Pero has de encontrar
al hombre que el destino ha escogido para ser tu amor. Tu corazón
necesita encontrarle.
—¿Escogido por el destino? —Tamsin, estupefacta, miró a su
abuela con los ojos como platos. Ella misma se había mirado la
mano muchas veces, pero no había reconocido la línea de una alma
gemela. Tal vez, como decía Nona, fuera verdad que se negaba a sí
misma la oportunidad de ser feliz.
—Escogido por el destino antes de que tú nacieras —sentenció
Nona—. Resulta fácil de ver, aquí en tu mano.
Escogido por el destino. Aquella frase hizo eco una y otra vez en
su mente. Cerró en un puño la mano izquierda, pensando en el
diminuto corte de la muñeca, y volvió a preguntarse qué significaría
en su vida.
—La buena suerte puede aparecer o desaparecer según las
decisiones que tomamos —le explicó su abuela—. Tú posees un
corazón afectuoso. Veo una boda para ti, y una inmensa felicidad.
Pero sólo si tú tomas la decisión correcta.
—Baptiste —insistió John Faw.
—El guapo escocés —aseveró Nona, mirando ceñuda a su
esposo.
—¡Basta! —Tamsin sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Vamos a ver la otra mano —dijo Nona al tiempo que le cogía la
mano izquierda. Tamsin se cubrió la muñeca inmediatamente con la
mano derecha. Su abuela le tocó la palma—. Aquí está.
Los tres se inclinaron hacia adelante, haciendo chocar las
cabezas.
—La palma derecha siempre es distinta de la izquierda —dijo
Nona—. La izquierda muestra la cualidades con las que naciste, y la
derecha indica los cambios que tú has provocado con tus acciones y
tus pensamientos. ¡Mira! —exclamó, dando unos toquecitos en la
piel.
Tamsin miró. Había una línea que corría por el lado de dentro y
paralela a la fuerte y curva línea de la vida.
—La línea es mucho más fuerte aquí que en la mano derecha.
Estás destinada a tener un amor profundo y duradero. —Sonrió—.
Pero debes aprovechar la oportunidad cuando el amor entre en tu
vida. —Se encogió de hombros—. O de lo contrario no tendrás
nada.
John Faw tomó a Tamsin del brazo para acercarle la mano. El
movimiento dejó al descubierto el corte de la muñeca.
—¿Qué es esto?—preguntó.
—¡La marca de una promesa de matrimonio! —exclamó Nona.
—Yo… Fue un accidente —tartamudeó Tamsin.
—Pero el guapo escocés tiene la misma marca. ¡Yo se la vi en la
mano anoche, cuando le curé la herida! —Nona batió palmas—.
¡Marido, te lo dije! ¡Ha hecho una promesa de matrimonio con el
guapo rya!
—¿Por qué no nos lo has dicho? —quiso saber el abuelo—. Esto
no es un compromiso, es un matrimonio. ¡Te has prometido a ese
hombre, y no nos has dicho una palabra!
Tamsin suspiró. Se inclinó y explicó, lo más simplemente que
pudo, lo ocurrido entre ella y William Scott en la mazmorra de
Musgrave. Después trató de explicar por qué no había dicho nada al
respecto.
—¡El destino ha decidido este matrimonio por ti! —exclamó Nona
—. ¿Creías que no te deseaba? ¿Creías que nosotros no lo
aprobaríamos? —Sonrió de oreja a oreja—. ¡Sí lo aprobamos!
—Si le quieres a él —dijo John Faw—, lo aprobamos.
—¡Pero esa unión fue un accidente! Ninguno de los dos
pretendió que tuviera lugar. Yo no estaba segura de que fuera
significativa.
—Lo es —respondió su abuelo—. Si no la respetas, atraerás la
mala suerte sobre ti, y sobre él, y sobre toda esta familia. Tendrás
que deshacer ese vínculo matrimonial también siguiendo las
tradiciones gitanas y divorciarte de él, si no estás a gusto.
—Pero no fue intencionado —insistió Tamsin.
—Es el destino el que ha decidido este matrimonio —dijo John
Faw—. No se puede ignorar una señal como ésta, o de lo contrario
toda nuestra suerte cambiará para peor.
—Tu abuelo tiene razón. El destino ha escogido a tu amor —dijo
Nona—. El rya también lleva la marca especial de una alma gemela,
yo la he visto. ¡Qué día tan feliz, día de boda para dos parejas! —
Nona se volvió—. ¿Dónde está mi futuro nieto? ¡Dejadme que le
abrace!
—¡No! —Tamsin tiró del brazo de su abuela—. Por favor… no.
¡Él no lo sabe! ¡No puedes decirle esto!
—¿Estaba dormido o borracho? ¿Cómo puede no saberlo?
—Él no… no entiende lo que significa esto —dijo Tamsin,
vacilante—. Al fin y al cabo, él no es gitano.
—¡Entonces se lo diremos! —Nona dio media vuelta—. ¡Rya! —
le llamó.
—¡No! —gritó Tamsin—. ¡No debes hacerlo! ¡Prométeme que no
le dirás nada!
William Scott no daría ninguna credibilidad a un simple desliz de
un cuchillo, sea provocado por el destino o no.
Y sin embargo, sus abuelos aceptaban de buen grado aquel
matrimonio accidental como un milagro del destino. Estaba segura
de que William Scott lo consideraría un incidente insignificante, una
simple molestia. No podía permitir que sus abuelos le dijeran nada;
debía hacerlo ella misma, y con cuidado.
Levantó la vista y vio que el escocés se aproximaba con su típica
zancada firme y segura. Llevaba su armadura y su yelmo, y su
caballo aguardaba ya ensillado en los límites del campamento. El
corazón le dio un vuelco al verle, pero se volvió de espaldas.
—Prometedme que todavía no le diréis nada de esto —dijo a sus
abuelos—. Dejad que yo se lo explique.
—Está indecisa, creo yo —dijo John Faw—. Divorcíate de él
como es debido, si es que crees que esto ha sido una equivocación,
y después cásate con Baptiste, que te desea.
—La desea el rya —replicó Nona—. ¿Es que eres un viejo idiota,
para no verlo? Ve a explicárselo —le ordenó a Tamsin.
William llegó hasta ellos.
—¿Estás lista para partir, Tamsin Armstrong? —La miró con sus
ojos de un azul brillante y penetrante. Cuando la miraba así, con
paciencia y amabilidad en la mirada, ella sentía deseos de confiar
en él.
—¿Partir? —repitió John Faw—. ¿Vais a llevárosla a vuestra
casa de piedra?
—Así es —contestó William—. Ya accedió en cierta ocasión.
Tamsin, ¿les has hablado de nuestro pacto? ¿De la garantía?
—¿La garantía? —Tamsin se le quedó mirando, pues sabía
exactamente a qué se refería. No había hablado a sus abuelos del
pacto de la garantía, porque no les habría resultado fácil entenderlo.
—Ah, la garantía—dijo John Faw—. Ya nos lo ha contado, rya.
—Y sonrió. Tamsin estuvo a punto de dejar escapar un gemido.
Sabía que su abuelo estaba hablando de una garantía matrimonial.
—Garantía —graznó—. Se lo he contado, sí.
John Faw tradujo por lo bajo para Nona, la cual sonrió
encantada.
—Permitidme que me disculpe por las molestias que os causé
anoche —dijo William—. Os ruego presentéis mis excusas a la
novia. Espero que no haya traído mala suerte a nadie.
—No es muy habitual que un gadjo le hable así a un gitano —
comentó el abuelo—. No nos debéis ninguna disculpa. Que la buena
suerte os acompañe, rya. Volveremos a veros muy pronto. Iremos a
Rookhope y acamparemos en vuestras tierras.
William estrechó la mano del anciano.
—Por supuesto que seréis bienvenidos en mis tierras. Si alguna
vez necesitáis un favor, llamadme.
—Así lo haremos. Que os acompañe la suerte —dijo John Faw.
William le dio las gracias y después se volvió hacia Tamsin.
Ella desvió la mirada. El destino se había apoderado de su vida
desde el momento en que conoció a William Scott. Ahora tenía que
irse con él; sus abuelos así lo esperaban. El hecho de ver su alegría
por la noticia de su boda accidental la hacía sentirse anonadada. No
podía quitarles ese placer.
Dejó escapar un largo suspiro. Se iría con Scott aunque tuviera
que permanecer en el interior de una mazmorra. Tal vez, se dijo,
pudiera suplicar un confinamiento menos duro en la torre. En el
castillo de Musgrave, Scott había dicho que no estaba de acuerdo
en encarcelar a mujeres; quizá se limitara a encerrarla en una
habitación durante dos semanas. Eso sí podría soportarlo.
Si se quedaba en Rookhope Tower, podría averiguar lo que
quería Musgrave de los gitanos y de su padre. De ese modo, le
resultaría más fácil mantenerles a salvo de los siniestros planes de
Musgrave.
—Iré con vos —declaró.
Él enarcó una ceja.
—¿Sin protestar?
Tamsin dio la espalda a sus abuelos para que sólo él pudiera
oírla.
—Solamente durante dos semanas —dijo en voz baja.
—Tal vez quieras quedarte más tiempo —murmuró William—. No
sabemos lo que hará Musgrave cuando Arthur le cuente lo sucedido
anoche.
Ella asintió. Habían ocurrido tantas cosas, que apenas podía
pensar con claridad. Y sucederían muchas cosas más antes de que
terminara el día, porque aún tenía que explicarle todo a William
Scott, que probablemente se mostraría disgustado. Tragó saliva y se
volvió para dar un abrazo a sus abuelos. Después miró otra vez a
William.
—Voy… Voy a recoger mi caballo y mis cosas. Me reuniré con
vos fuera del campamento. —Él asintió con un gesto.
Giró sobre sus talones y echó a correr, notando el escozor de las
lágrimas en los ojos.
Capítulo 14

SOCORREDME, socorredme, Señor -dijo ella-.


Socorredme, os lo suplico.
Soy una mujer profundamente enamorada
y expulsada de mi propio país.
«Lord Thomas and Lady Margaret»

Tamsin desapareció entre los carromatos. William registró a toda


prisa el campamento, pero no vio ni rastro de ella. Miró a sus
abuelos, que le contemplaban extrañamente sonrientes, y les
devolvió una sonrisa insegura sin saber muy bien por qué parecían
tan complacidos. Se alegraba de que Tamsin estuviera dispuesta a
partir con él; no tenía muchas ganas de convencerla.
Se aclaró la garganta. Ni Nona ni John pronunciaron palabra,
aunque el anciano tenía la mirada clavada en él.
—Que tengáis un viaje seguro —dijo por fin John Faw.
—Gracias. Os agradezco vuestra hospitalidad.
John Faw cruzó ambos brazos sobre el pecho e inclinó la cabeza
en un solemne gesto.
—Somos nosotros los agradecidos, rya —le contestó—. Estamos
muy agradecidos. Cuidad bien de nuestra nieta.
William asintió.
—Podéis estar seguro de ello, rya —respondió.
El anciano jefe se inclinó hacia Nona y tradujo. La mujer levantó
la vista para mirar a William, y él se sorprendió de ver brillar las
lágrimas en aquellos ojos del color del ónice. Nona le dijo algo
rápidamente y dio media vuelta para subir los peldaños de su
carromato agitando la mano, como indicándole que aguardase.
—¿Qué ha dicho? —preguntó William al anciano.
—Quiere daros un regalo —contestó—. Es lo propio.
Confuso, William no dijo nada. A lo mejor los gitanos tenían la
costumbre de entregar obsequios a los desconocidos a la hora de
partir. De modo que aguardó, y al poco regresó Nona y le entregó
una pieza de seda verde doblada.
—Es un pañuelo para el cuello, como los que usan nuestras
mujeres —explicó John Faw—. Quiere que lo tengáis vos. Cuando
Nona y yo éramos jóvenes, nos lo regaló el rey de Francia mientras
recorríamos aquellas tierras y cantábamos y bailábamos para
entretener a su corte. Allí nos querían mucho.
William desdobló el pañuelo, un rectángulo de seda de intenso
color verde bordado con hilo de oro. El color resplandecía como
esmeraldas fundidas a la luz del amanecer.
—Gracias —le dijo a Nona. Entonces se le ocurrió una idea—:
Merci, madame —se expresó en francés—. Me siento honrado por
este hermoso obsequio.
La mujer sonrió y empezó a soltar un torrente de palabras en
francés.
—Ah, mi apuesto caballero —dijo, sonriendo ampliamente—,
dejadme ver cómo lucís mi regalo. —Le quitó el yelmo, le enrolló el
pañuelo de seda alrededor del cuello y se lo anudó flojamente en la
garganta. Después le acarició suavemente el brazo, al borde de las
lágrimas—. Ah, ahora sí que parecéis un gitano —le dijo, luciendo
una amplia sonrisa.
William tocó los pliegues de la tela.
—Ojalá tuviera yo algo que obsequiaros a cambio —dijo.
—Ya nos habéis hecho un gran regalo —respondió John Faw en
francés para que pudieran entenderle tanto Nona como William—.
Siempre estaremos en deuda con vos. El destino os ha elegido.
William titubeó, después sonrió, y decidió que los Faw debían de
sentirse agradecidos por la ayuda que les había prestado la noche
anterior. Quizá también estuvieran contentos de que él tuviera la
intención de vigilar a Tamsin. Archie Armstrong había mostrado la
misma actitud de agradecimiento. La muchacha debía de ser más
difícil de lo que él pensaba, se dijo.
Con lágrimas en los ojos, Nona inclinó la cabeza y juntó las
manos para despedirse. En ese momento, William oyó el ritmo de
caballos que se aproximaban, y al volverse vio un corcel gris
moteado que invadía el campamento en dirección a él, y dio un paso
atrás.
Tamsin montaba con gracia temeraria, la espalda recta y las
caderas flexibles, las faldas volando por encima de las rodillas, el
pelo flotando a su alrededor como si fuera una nube negra. Tras
dedicarle apenas una mirada, pasó rauda a su lado y se dirigió al
exterior del campamento. Cuando alcanzó el borde del páramo,
espoleó a su caballo a lanzarse a todo galope.
William dio un salto hacia adelante, pero se volvió a mirar a los
Faw. El anciano señaló con calma hacia el páramo.
—Id —le dijo—. Seguidla. Ahora es problema vuestro, William
Scott.
William atravesó el bosquecillo a la carrera. En cuestión de
pocos momentos, montó su bayo y abandonó el campamento.
***
La neblina flotaba sobre el páramo en nubéculas bajas y frágiles,
y las colinas aparecían traslúcidas a la luz cada vez más intensa del
día. William guió su montura a paso tranquilo. Tamsin cabalgaba
muy por delante de él en su caballo gris, pero no sentía ninguna
necesidad urgente de alcanzarla. Le bastaba con no perderla de
vista y dejar que ventilara cualquiera que fuera la fuerte emoción
que la había hecho salir disparada del campamento gitano. Aquí
fuera no la perdería.
Tamsin cruzó el páramo y se dirigió hacia un sendero de tierra
que discurría alrededor de la base de un cerro. William la siguió a
paso rítmico pero relajado, no necesitaba forzar al caballo ni
perseguir a la muchacha. El corcel gris se cansaría pronto a aquel
paso, razonó. Tarde o temprano, la chica tendría que frenar.
La observó cabalgar, con el cabello flotando a su alrededor como
un estandarte oscuro y la falda arremangada sobre sus piernas
largas y esbeltas. Contempló aquella gracia y fuerza que parecían
naturales en ella y se preguntó qué sería lo que la angustiaba tanto.
Parecía huir de algo. La noche anterior, había tenido el coraje de
hacer frente a dos hombres que se estaban burlando de ella, y
ahora se comportaba como si le faltara siquiera el valor de mirarle a
él a la cara.
Avanzó a un cómodo galope detrás de ella, pensando en la
noche anterior, cuando le vio la mano al descubierto por primera
vez. No había reaccionado con un sobresalto ni con asco, aunque
Tamsin parecía esperar las dos cosas. Sorpresa, tal vez, y
curiosidad, pues sabía que la muchacha ocultaba algún defecto de
aquella mano. Había esperado ver cicatrices o rastros de alguna
vieja herida; pero lo que había visto, finalmente, no fue otra cosa
que una inofensiva variación de la naturaleza. Experimentó una
fuerte sensación de solidaridad hacia ella, como ya le había
sucedido antes. Tamsin parecía tener una singular capacidad para
derribar las murallas que guardaban sus sentimientos, por mucho
que él tratase de mostrarse siempre frío e impertérrito. Nadie más
que su hija ejercía ese efecto sobre él.
Tamsin parecía creer que su mano representaba alguna marca
de inferioridad, incluso un signo de una maldad inherente. Él no
podía estar de acuerdo en lo más mínimo con aquella opinión; los
varios años de tutela al lado del rey y su preferencia por estudiar
tratados científicos y médicos le habían hecho inmune a las
supersticiones corrientes.
Una furia abrasadora le había invadido cuando Arthur y Ned se
burlaron de ella y la amenazaron. Cuando la muchacha blandió la
mano como si fuera una arma, estuvo a punto de hacerles frente él
mismo. Había sido una reacción alocada pero valerosa, provocada
por su forma de ser vehemente e impulsiva. Sin embargo, la
verdadera valentía a menudo exigía un toque de locura que la
alimentara.
Miró frente a sí. El sendero se unía a otro y continuaba más allá
de un ancho cruce de caminos para desaparecer entre dos
pronunciadas laderas. Tamsin se dirigió al cruce, y una vez allí,
frenó la marcha e hizo girar a su caballo para mirar a William.
William recordó la ocasión en que Archie y él la habían
perseguido a través de senderos y prados en el Territorio en
Disputa; aquella vez, también se había detenido en un cruce de
caminos. Se preguntó si estaría buscando otra de aquellas extrañas
marcas de los gitanos. Pero esta vez Tamsin no tomó ninguno de los
dos ramales, sino que espoleó a su caballo para que ascendiera por
una de las laderas, una pendiente que conducía a la cresta por la
que él y sus primos habían cabalgado la noche anterior. Al llegar a
la cumbre, detuvo el caballo.
William supuso que su intención era esperarle y acompañarle a
lo largo de la senda de pastores que coronaba aquellas colinas, y la
siguió. Al llegar al cruce se detuvo, igual que había hecho ella. En el
centro del claro vio un montón de piedras colocadas en forma de
corazón, aunque el diseño no era el mismo que las rayas y los
guijarros que le habían conducido hasta el campamento gitano y
hasta Tamsin. En este caso, el corazón era mucho más grande y
estaba dibujado con piedras lisas del tamaño de hogazas de pan.
No se trataba de una señal secreta grabada en el polvo para que la
vieran otros gitanos; el corazón era permanente, pues las piedras
llevaban mucho tiempo puestas allí, medio hundidas en la tierra.
Levantó la vista hacia la cumbre de la colina. El caballo y su
jinete se veían silueteados contra el cielo. Tamsin permanecía
inmóvil, con la espalda recta y la cabellera al viento, observándole.
A la luz perlada del amanecer, una delicada neblina parecía
envolverla.
Condujo al bayo colina arriba, preguntándose si Tamsin saldría
disparada en cuanto él se acercara. Pero al alcanzar la cumbre, ella
no se movió. Excepto por el movimiento ondulado de su cabello y de
las crines y la cola del caballo, podría haber sido una estatua
ecuestre, como aquellas orgullosas y elegantes esculturas que
había visto una vez en Roma con ocasión de una misión para el rey
Jacobo, varios años atrás.
Se detuvo y situó su caballo al lado del de Tamsin. La muchacha
no le miró, aunque su montura reaccionó con un leve relincho. El
silencio y la inmovilidad de Tamsin parecían pedir la misma actitud a
él, de modo que no dijo nada y aguardó.
Estudió su elegante perfil, los rasgos esbeltos y gráciles de su
cuerpo, la masa oscura y revuelta de sus cabellos. La joven era de
una belleza más bien salvaje, pensó. No se parecía a las mujeres
que estaba acostumbrado a admirar en la corte. Sin el adorno de
ropajes y joyas, poseía un encanto natural, sencillo, fuerte y a la vez
delicado. Pero lo que le resultaba más fascinante era algo que no
estaba a la vista.
Una llama ardía en su interior, en el calor de su genio y en su
volátil estado de ánimo, en sus movimientos ágiles y ligeros, en la
calidez de su voz. Sobre todo, lo percibió en la fuerza que iluminaba
sus ojos, semejantes a dos cristales de color verde dotados de una
luz propia. Su silencio era profundo, no una dulce paz en armonía
con el alba sino algo más grave, teñido de tristeza. No sabía por qué
estaba allí sentada, esperando, en lo alto de la colina, pero no
pensaba perturbarla ni alterar aquella paz con preguntas vulgares.
Volvió la vista hacia el paisaje. Al pie de la colina se abría una
vasta extensión de páramos cubiertos por la neblina y cerros
alfombrados de brezo, en colores verdes y morados matizados por
la niebla. A un lado del páramo, parpadeaban los fuegos de
campamentos gitanos como estrellas al amanecer. Al cabo de unos
instantes captó un movimiento allí, y entrecerró los ojos para ver
mejor. Los gitanos caminaban sobre el páramo todos juntos,
hombres, mujeres y niños formando parte de la procesión. Pronto
llegaron al mismo sendero que habían tomado Tamsin y él y se
encaminaron a través de la bruma hacia el cruce de caminos.
—Se dirigen al corazón —dijo Tamsin antes de que él pudiera
preguntarle. Habló en tono dócil, como si la brillante llama que
llevaba en su interior ardiera lentamente.
—¿El corazón? —repitió William—. ¿En el cruce?
Ella afirmó con la cabeza y levantó la mano derecha para
señalar. La izquierda estaba una vez más escondida en su guante
negro, y con ella sujetaba las riendas.
—Hace mucho tiempo, los gitanos pusieron ahí esas piedras. En
ese lugar se celebran muchas bodas gitanas, y también muchos
compromisos matrimoniales. Las bandas de gitanos viajan hasta
este sitio sólo para celebrar bodas.
—¿Es costumbre casarse al amanecer? —El cielo se había
clareado un poco más, pero sobre las colinas aún pendía la
oscuridad de la noche.
—En la tradición gitana, el baile y la fiesta tienen lugar antes de
la ceremonia de la boda, no después. El último día de los festejos,
se toman los juramentos antes de que acabe la noche. —Le dirigió
una breve mirada—. Los novios tendrían que haber pronunciado los
votos anoche, pero la boda se retrasó.
—¿Quieres reunirte con ellos para asistir a la ceremonia? —
preguntó William—. Yo esperaré, si así lo deseas.
Ella negó con la cabeza.
—Lo veré desde aquí. La novia y sus parientes cercanos no
querrán que yo esté entre ellos. —Su tono era inexpresivo, carente
de toda emoción. Permaneció a lomos de su caballo en una postura
relajada, con la espalda erguida y la cabeza orgullosa. Pero William
vislumbró una chispa de fragilidad en lo profundo de sus ojos.
—Entonces los dos lo veremos desde aquí —dijo con suavidad
—. Si no te molesta la compañía.
Tamsin no contestó. Su mirada estaba fija en la escena que se
desarrollaba abajo. Los gitanos llegaron a la encrucijada y formaron
un corro alrededor. John Faw caminó hasta el centro del mismo y se
quedó fuera del corazón. Habló a los presentes, y a continuación
hizo una seña con la mano. Los novios se aproximaron y se situaron
dentro del corazón, y Faw les unió las manos con una tela roja.
William dirigió una mirada interrogante a Tamsin.
—Ahora mi abuelo, como jefe de los gitanos—explicó ella—, les
pedirá que digan los votos. Les ata las manos juntas para simbolizar
la unión. Luego…—Se interrumpió.
William vio brillar la hoja de un cuchillo.
—¿Qué…?
Notó que Tamsin respiraba hondo.
—Les… hace un pequeño corte en la muñeca. Ellos dejan que
se mezclen las dos sangres, y pronuncian sus promesas el uno para
el otro. Eso es todo lo que se necesita para sellar una boda gitana.
Un pensamiento fugaz le corrió por la mente y desapareció al
momento, tan deprisa que no pudo aprehenderlo. La simplicidad y la
sinceridad de aquel ritual le impresionaron profundamente. John
Faw liberó las manos de los novios, y éstos dijeron algo. A
continuación el grupo entero empezó a replegarse de vuelta hacia el
campamento, aunando sus voces para entonar cánticos.
—Ya está —dijo Tamsin.
—Les deseo mucha felicidad —añadió William en voz baja, casi
para sí mismo.
Tamsin abrió la boca como para hablar, pero desvió la mirada. Le
temblaba la barbilla.
—Debo deciros una cosa —dijo por fin.
Él frunció el ceño y entornó los párpados, comprendiendo que,
fuese lo que fuese lo que la muchacha iba a decirle, suponía una
carga para ella.
—Antes de salir del campamento tuve una larga conversación
con mis abuelos —comenzó Tamsin—. Es probable que vos oyerais
parte de ella, porque hablábamos muy alto.
—Me enteré de la discusión —respondió él—, pero no entendí el
idioma.
—Mi abuelo quería que me casara con un hombre elegido por él.
Quería que me introdujera en ese corazón junto con un hombre
gitano, uno que se ha ofrecido a tomarme por esposa. Yo me negué.
Mi abuelo estaba muy enfadado conmigo.
—Parecía bastante contento cuando nos fuimos —dijo William,
aunque experimentó en su interior un sorprendente cosquilleo de
celos. No le gustaba la idea de que Tamsin se casara con otro, y el
hecho de pensar tal cosa le maravillaba, porque no reclamaba a la
chica para sí—. Al parecer, la discusión se resolvió —agregó.
Tamsin inclinó la cabeza, y el cabello le resbaló hacia adelante.
—Eso es lo que he de deciros. La resolución. Mi abuelo quería
que me casara. Si no escogía un marido, uno cualquiera, amenazó
con expulsarme de los gitanos.
—¿Expulsarte? —repitió William—. ¿El exilio?
Tamsin afirmó con la cabeza.
—Un gitano que es expulsado jamás puede regresar, a menos
que se le conceda el perdón. No creo que vaya a hacerme eso
verdaderamente —se apresuró a decir—, pero lo mencionó, lo cual
indicaba lo enfadado y frustrado que se sentía, lo mucho que quería
que me casara. Yo no podría… no podría soportar el exilio. Me dio
miedo oírle decir eso. Durante la mayor parte del año no vivo con
ellos, y es cierto que a la mayoría de los gitanos no les gusto. Pero
el carromato de mis abuelos es mi hogar, tanto como lo es Merton
Rigg. Necesito ser libre para ir y venir, de ser bien recibida junto al
fuego de mi abuela, como lo he sido siempre. —Se detuvo y lanzó
un suspiro.
—Entiendo. —William sintió una punzada de comprensión—.Yo
sé lo que es verse apartado de la familia y el hogar. Créeme,
pequeña, no deberías soportar una cosa así.
Él tenía trece años cuando le arrancaron de Rookhope por la
fuerza y le pusieron bajo la custodia de la corona como rehén por
culpa de los desobedientes Scott, y cuando volvió a ver a su madre
y a sus hermanos ya era un hombre.
Contempló la manta de niebla que flotaba sobre el páramo.
Recordó el frío de aquel viaje a través del valle el día en que murió
su padre y sintió, una vez más, el agudo dolor de aquella forzosa
separación, la terrible soledad que le produjo y que jamás le había
abandonado en todos los años transcurridos desde entonces.
Y también recordó, como una visión compañera, la imagen de
Archie y Tamsin Armstrong juntos a lomos de un caballo en la cresta
de una colina, como la colina en la que ellos estaban ahora.
Rememoró el silencioso saludo que ambos le dirigieron y la manera
en que le observaron, como una guardia de honor, un gesto de
respeto. Sintió una nueva oleada de gratitud por aquel regalo de
amistad —y de amor— en un momento en que se sentía arrancado
de los suyos.
Dejó escapar un suspiro.
—¿Has decidido casarte con ese gitano y entrar en el corazón?
¿Es eso lo que querías decirme? —preguntó.
Tamsin sacudió la cabeza vehementemente, con las lágrimas
asomando a los ojos. Se las secó con el dorso de la mano.
—No —respondió con la voz quebradiza—. No acepté casarme
con él. Jamás podría hacer tal cosa. Acepté… —Entonces tragó
saliva y se tapó la boca con la mano para contener un sollozo.
William sintió el impulso irresistible de tocarla, abrazarla, no por
el deseo carnal que parecía inflamarse en él cada vez que la tenía
cerca, sino para consolarla. Pero una mano, un hombro sobre el que
recostarse, una palabra o dos mientras ella llorase, no aliviarían el
dolor y la confusión que la muchacha sentía. Estaba seguro. Y
también estaba seguro de que ella era demasiado orgullosa,
demasiado fuerte para permitirse a sí misma apoyarse en él. De
modo que permaneció sentado en su caballo y observó cómo
resbalaba una lágrima por la melosa curva de su mejilla. Cerró la
mano en un puño y tensó el estómago para combatir la sensación
de opresión en el corazón, tan intensa era su necesidad de
estrecharla entre sus brazos.
Tamsin se limpió la mejilla con el dorso de la mano y alzó la
cabeza con orgullo. Después tomó las riendas y guió su caballo
colina abajo. William la siguió, y detuvo su caballo al mismo tiempo
que Tamsin, en la encrucijada de caminos, ya vacía. Con un suspiro,
la joven desmontó y se acercó al corazón formado en el suelo. Al
cabo de un momento, él desmontó también y se situó a su lado. Vio
el brillo de las lágrimas, que ella intentaba reprimir.
—Tamsin. —Se acercó un poco más, incapaz de contener el
impulso de tocarla, y apoyó los dedos en su hombro—. ¿Qué
sucede? ¿Qué ha ocurrido entre tú y tus abuelos?
Tamsin giró la cabeza hacia otro lado, pero dejó que la mano de
él siguiera donde estaba. William se sintió inundado de su calor,
sintió su cabello rozarle suavemente la piel. Percibió un sentimiento
de pesar, incluso de culpa, en el interior de ella. Deseó ayudarla en
su angustia, como pago por aquel día, mucho tiempo atrás, en el
que ella, siendo una niña, le hizo aquel simple gesto, tan dulce que
se instaló en su corazón igual que una paloma que se posara
suavemente y ya nunca le había abandonado. Ahora, allí de pie con
ella, unido a ella sólo por el contacto de su palma en el hombro,
deseó darle algo más grande en retribución por aquel viejo regalo de
ternura; deseó pagar de alguna manera esa deuda a ella y a su
padre, y descubrió, simplemente, que no sabía cómo hacerlo.
—Mi desobediencia al rechazar a Baptiste es una vergüenza
para mis abuelos —dijo Tamsin—. Si me casara, si les obedeciera,
les proporcionaría una gran alegría. Esas cosas son de enorme
importancia para los gitanos. Quiero que comprendáis eso. —Dejó
escapar un suspiro.
—Lo comprendo —repuso él—. ¿Hay entonces algún otro
hombre con el que te puedas casar y todavía complacerles? —
Aquellas palabras encendieron de nuevo una llamarada de celos en
su interior. Se reprendió a sí mismo por ello, pero no pudo negar su
existencia.
Le sorprendió la leve risa que escapó de los labios de la joven,
que miraba fijamente el corazón dibujado en el suelo.
—Mi abuelo ha intentado encontrar un marido para mí; mi padre
lleva incluso más tiempo buscándolo. Ningún hombre aparte de ese
gitano, me ha querido nunca ni se ha ofrecido a tomarme por
esposa.
—No me digas que nadie te quiere —replicó William,
observándola a la claridad del amanecer—. Yo diría que muchos
hombres desearían tener la oportunidad de desposar a una joven
bonita y valiente como tú.
Yo te quiero, pensó de pronto, sintiendo una certeza tan intensa,
tan viva que estuvo a punto de decir la frase en voz alta. La idea le
dejó estupefacto a él mismo, y frenó su lengua inmediatamente.
—Es bien sabido que ningún hombre de la frontera, ni tampoco
ningún gitano, aparte de Baptiste Lallo, quiere cargar con la hija de
Archie Armstrong —dijo Tamsin—. Nadie quiere una mujer medio
gitana, y además con media… media mano, por esposa. —Se
encogió de hombros en un gesto con el que pretendía desechar a
todos los que pensaban así. Pero cuando inclinó ligeramente la
cabeza, William vio dolor en sus ojos.
—Entonces es que tu padre y tu abuelo no han preguntado al
hombre adecuado —dijo en voz queda.
Ella rió, una risa triste y sin humor.
—Mi padre se lo ha preguntado casi a todo hombre con el que se
ha topado.
—No me lo ha preguntado a mí. —William habló de forma
impulsiva.
Tamsin contuvo la respiración.
—¿Vos? ¿Qué… qué le habríais respondido si él os hubiera
pedido que pensarais en la posibilidad de tomar por esposa a una
muchacha como yo? —Volvió el rostro y le miró.
En sus ojos, lúcidos como la luz que atraviesa un cristal verde,
William distinguió esperanza, miedo y pasión. Vislumbró la llama
que era tan esencial a su ser, medio apagada a causa del rechazo
de tantos. La vulnerabilidad que vio en la profundidad de aquellos
ojos le llegó al corazón.
No quería contribuir él también a extinguir aquella llama. A pesar
de los muchos problemas que ella le había causado y a pesar de los
que pudiera causarle todavía, admiraba aquella llama, le gustaba,
quería verla arder de nuevo. La esquiva idea que le había asaltado
fugazmente mientras contemplaba la boda gitana volvió ahora de
improviso con asombrosa claridad. La revelación que trajo consigo
explotó y se ensanchó, llena de posibilidades. En cuestión de un
instante, le invadió un sudor frío y el corazón empezó a retumbarle
en el pecho.
Aún no había contestado. Tamsin apartó los ojos, exhaló un largo
suspiro e hizo ademán de regresar hacia el caballo.
—Tamsin —le dijo.
Debía de estar loco, se dijo a sí mismo. Una noche en compañía
de los gitanos le había arrojado a un estado de total demencia. No
debería decirle nada de aquella insensata idea; sólo debería
ofrecerle comprensión, ayudarla a montar de nuevo en su silla y
llevarla a Rookhope para retenerla allí durante dos semanas, tal
como estaba acordado. Ése era el camino seguro.
Pero esta vez no quería tomar el camino seguro. Lo sabía, pero
no sabía por qué. Y de pronto dejó de importarle.
—Tamsin —repitió, acercándose a ella.
Ella se volvió con la frente ligeramente arrugada y aguardó.
—Le habría dicho a tu padre que me sentiría muy honrado de ser
tu esposo.
Tamsin se le quedó mirando, con la boca ligeramente abierta,
muda y estupefacta de repente.
—Y le habría dicho —prosiguió William— que tú y yo ya
estábamos casados.
Capítulo 15

DIJO el joven conde a la gitana


mientras la luna derramaba su brillo de plata:
mi damita morena, mi damita egiptana,
déjame besar tus dulces labios.
Canción gitana inglesa
—Es cierto, ¿no? —preguntó él—. Tú lo sabías.
Un rubor se extendió por las mejillas de ella, y bajó los ojos. Sí,
pensó él, lo sabía. Lo sabía desde el principio. Se preguntó si el
corazón de ella estaría latiendo tan desbocado como el suyo.
Contempló la coronilla de su pelo mientras aguardaba la
respuesta.
—Lo sabía, sí —susurró Tamsin por fin.
—Entonces, lo que ocurrió entre nosotros en la mazmorra de
Musgrave fue… —Quería que ella terminase la frase. Quería estar
seguro.
—No hubo intención entre nosotros. Fue un accidente. —
Mantuvo la cabeza baja porque no podía mirarle—. Vos no me
habríais querido por esposa.
—Por lo que parece, ya te tengo por esposa —replicó él con
cierta ironía.
—Pero no estamos verdaderamente casados, según la
costumbre escocesa.
—¿Lo estamos —preguntó él— según la costumbre gitana?
Tamsin afirmó con la cabeza y tragó saliva.
—Mi abuelo lo considera un casamiento —dijo—. Él… está
enterado de esto. Y también mi abuela. Dijeron que no era un
accidente, sino un casamiento llevado a cabo por el destino, que
nos ha unido. Están seguros de que es el destino.
Levantó la mirada hacia él con una ligera mueca, como si
esperase que protestara con energía y seguridad.
Pero él se limitó a lanzar un resoplido de sorpresa.
—¿Un casamiento llevado a cabo por el destino?
Tamsin afirmó de nuevo, sintiéndose desgraciada.
—Mi abuelo vio la herida, y Nona ha visto la vuestra. Consideran
el accidente ocurrido entre nosotros algo sumamente significativo.
Mis abuelos respetan los incidentes del destino, dicen que es la
presencia y la voluntad de… de lo que los cristianos llaman Dios, y
que debe honrarse como tal.
—¿Nos consideran casados? —William frunció el entrecejo—.
Eso explica su comportamiento conmigo. Y también explica esto —
dijo, tocando el pañuelo verde de seda que llevaba al cuello—. Tu
abuela me lo dio como regalo de despedida.
—Como regalo de boda. Le gustáis mucho. —Tamsin apartó la
mirada—. Creen que estamos casados, por accidente, por el
destino, por… por decisión propia también. Creen que llegamos a
desearlo, cuando sucedió.
—Y tú dejaste que lo creyeran así —respondió William—. No les
sacaste de su error. —No la estaba acusando, sino más bien
tratando de resolver aquel rompecabezas a medida que ella iba
revelándolo.
—Mi abuelo dijo que atraeríamos mucha mala suerte sobre
nosotros, y también sobre los gitanos, si íbamos en contra de la
voluntad del destino en esto y lo considerábamos un mero
accidente. Y mi abuela está de acuerdo con él. Me miró la palma de
la mano y vio pruebas. Dice que estaba predestinado que sucediera
así. —Se encogió ligeramente de hombros y se frotó la muñeca
izquierda en un movimiento inconsciente.
—Tú le dijiste que me querías —dijo William, ceñudo.
—Así es —susurró ella—. Se lo dije. Lo siento. No podía aceptar
casarme con ese hombre. Mi abuelo me dio a elegir entre Baptiste
Lallo y vos. —En ese momento levantó la mirada hacia él. Sus ojos
resplandecían con la luz del amanecer—. Os escogí a vos.
William la miró fijamente. Aquella sinceridad le conmovió en lo
más hondo, más allá de toda razón y todo intelecto, y se convirtió en
una caricia para su alma. Se sintió honrado por lo que ella le estaba
diciendo, tanto como atónito. Tamsin era muy directa, y estaba
seguro de que poseía un corazón puro; la conocía, en cierto modo,
igual que se conocía a sí mismo, aunque sólo de apenas dos días.
Jugaba su juego, igual que otras, repartiendo verdad y fantasía
como en una mano de cartas. La había visto hacerlo para
protegerse a sí misma y a su padre.
Pero en cuestión de sentimientos, opinaba que su corazón era
como el suyo, protegido pero sincero. Percibía una sensación de
compañerismo con ella, sentía que la entendía, y confiaba en ella
plenamente, en lo más profundo de sí, donde cobraba importancia la
lealtad. No tenía motivos para sentirse así excepto su propio instinto
visceral, fuerte y fiable.
No sabía lo que ella sentía hacia él ni si confiaba en él. Y
tampoco sabía muy bien lo que tenía que hacer a continuación. Se
quitó el yelmo, se pasó los dedos por el pelo y se dio la vuelta. Casi
inmediatamente se volvió de nuevo para decir algo, pero descubrió
que no estaba preparado para expresar sus sentimientos. Lanzó un
suspiro y se quedó contemplando el suelo.
Las implicaciones de lo que ella había dicho y las reflexiones
sobre lo que él más necesitaba en su vida volaban por su mente
como hojas barridas por el viento. Necesitaba atraparlas,
ordenarlas; algunas de ellas eran exquisitamente bellas y valiosas.
—Estáis furioso conmigo —dijo Tamsin, observándole.
—No —contestó—. Estoy pensando. —Frunció el ceño, se frotó
las sienes, calculando, sopesando. Se volvió a medias.
—Mi abuelo dice que si no queremos estar en esta situación,
debemos pasar por la ceremonia de divorcio.
—¿Divorcio? —William la miró largamente.
—Los matrimonios gitanos pueden deshacerse casi con la
misma facilidad con que se hacen —respondió Tamsin.
—¿Y tú quieres eso?
Titubeó.
—Si lo queréis vos—susurró.
—Te estoy preguntando qué es lo quieres tú —replicó William en
voz queda.
Tamsin respiró hondo, desvió la mirada y cruzó los brazos sobre
el pecho.
—Si esta unión se disuelve, mi abuelo pensará que soy libre
para casarme con Baptiste Lallo. Volveré a negarme, y esta vez mi
abuelo no me dará a elegir. Puede muy bien expulsarme, pues mi
negativa le avergonzaría, y él tiene que salvar su orgullo. Tiene un
fuerte temperamento y un fuerte orgullo —explicó—. Así que este
matrimonio me ayudará. Es la única protección que tengo, tanto
para no casarme con Baptiste como para no ir al exilio.
La muchacha le había dado la respuesta sincera que él
esperaba.
—Si disolvemos este matrimonio al modo gitano —dijo William—,
te enfrentarías a una perspectiva aún más desagradable que el
estar casada conmigo o que una temporada en mi mazmorra. —
Recalcó las últimas palabras con la esperanza de ver la chispa, y la
llama, volver a los ojos de Tamsin.
Pero ella se limitó a mantener la cabeza baja, con el cabello
colgando hacia adelante como una madeja de hilo de seda.
—Sabía que no querríais casaros conmigo —aseveró—. Lo
siento. Esto es una locura. Yo me he buscado este problema, no
vos. Os pido perdón. Vos estáis libre de todo esto, yo soy la que
está atrapada, no vos.
Dio un paso atrás.
William extendió el brazo y la agarró de la mano izquierda. Ella
se resistió, pero él insistió, con suavidad y firmeza, hasta que ella
avanzó un paso hacia él. Su mano enguantada se curvó ligeramente
sobre los dedos de él. William percibió su vulnerabilidad en aquel
pequeño movimiento.
—Los dos hemos sido atrapados por el mismo acto del destino
—le dijo—. Al parecer, tú necesitas este matrimonio. O al menos
necesitas fingir uno.
—William —dijo Tamsin, pensativa—. ¿Qué ocurriría si… si lo
dejáramos tal como está? Solo durante un tiempo, hasta que
Baptiste siga su camino. —Se sonrojó, como si sintiera timidez.
Aquella aprensión casi le dolió. La muchacha poseía valor, una
brillante llama interior, y él no pensaba ponerse del lado de quienes
contribuían a apagarla. De repente supo, con sorprendente claridad,
lo que quería hacer, y aquella certeza le prestó fuerza para seguir su
propósito. Le dio un pequeño tirón a la mano para acercarla así, y
clavó su mirada en la de ella.
—En ese caso respetaré este matrimonio provocado por el
destino, si es eso lo que quieres de mí —murmuró—. Durante un
tiempo, tal como has dicho.
Una ráfaga de brisa levantó un bucle de su cabello por delante
de su rostro. La muchacha le miró fijamente.
—¿Harías eso? —susurró.
William apartó el sedoso mechón de pelo oscuro para verle la
cara, los ojos.
—Estoy en deuda contigo, pequeña, desde hace mucho tiempo.
—Ella ladeó la cabeza, en un gesto interrogante—. Ya te lo contaré
más tarde. Por ahora, sólo tienes que saber que yo siempre pago
mis deudas.
—Si existe alguna deuda, es la que yo he contraído contigo —
dijo Tamsin—. Tú nos has ayudado a mi padre y a mí, y me has
salvado de Arthur Musgrave. Dos veces. Pero dime por qué quieres
hacer esto por mí.
Él apartó la vista y la fijó en las colinas cubiertas de niebla. Le
vinieron a la mente varias razones prácticas para aquella poco
práctica solución. Quería hacer algo más por Archie y Tamsin en
pago de una antigua deuda que sentía en lo más hondo; necesitaba
aquel matrimonio para proteger a su hija Katharine de Hamilton;
Tamsin podría eludir la temida condena de exilio de su gente; y
Musgrave no estaría tan ansioso de llevar adelante las acusaciones
de brujería que le propusiera Arthur si Tamsin fuera la señora de
Rookhope.
Todas razones sensatas, que podría enumerar de manera
racional. Lo que no podía explicar tan fácilmente era la poderosa
fuerza que le empujaba hacia adelante, que le hacía persistir aun
sabiendo que, después de todo, no había ninguna razón
verdaderamente lógica ni sensata para hacerlo. Debería limitarse a
solidarizarse con su situación, no contarle nada de la suya y llevarla
a Rookhope tal como estaba planeado. Pero en lugar de eso, se
sentía como si caminara por un sendero que podría ser más
insensato que prudente. Y aun así, quería continuar. Impulsivo, sí,
pero su actitud se fundamentaba en el sincero deseo de ayudar a
aquella muchacha, no a causa del deseo físico que innegablemente
experimentaba por ella —eso lo podía controlar, se dijo—, sino
porque no podía simplemente marcharse y dejarla en semejante
apuro.
—¿Por qué aceptas ayudarme? —preguntó Tamsin de nuevo
con suavidad.
—Yo participé en ese inconsciente ceremonial de boda tanto
como tú —contestó él—. Ello ha sido una fuente importante de
problemas para ti. Si el dejarlo tal como está, aunque sea como un
engaño por breve tiempo, ayuda a resolver tu dilema, estoy
dispuesto a hacerlo. Además —añadió en voz baja— yo mismo me
encuentro en otro dilema. Esto me ayudaría a mí también. Necesito
una esposa, igual que tú necesitas un marido, durante un tiempo.
El corazón empezó a retumbarle como un tambor. Le miró
fijamente.
—¿Necesitas una esposa? —Parpadeó—. ¿Durante un tiempo?
William sonrió, ese leve movimiento de los labios que Tamsin
había llegado a apreciar, que arrugaba y ponía luz en sus ojos
azules.
—Sí —contestó—. En este preciso momento, me sería muy útil
tener una esposa. Y no tengo tiempo para salir a buscar una.
—Pero podrías elegir a una noble dama de la corte escocesa,
y… y tener una esposa auténtica.
—Podría. Pero tú, pequeña —replicó William—, resultas mucho
más interesante para mí que otras damas que he conocido. Y lo
creas o no, la mayoría de las damas de la nobleza de la corte no
querrían tener por marido al señor de Rookhope en este momento.
Tú no eres la única que tiene mala reputación. Por supuesto —
añadió en tono irónico—, yo me he ganado mi mala fama, mientras
que la tuya es inmerecida.
Tamsin se llevó la mano izquierda a la espalda por costumbre. El
calor del contacto de William parecía seguir allí. Había encontrado el
valor suficiente para pedirle que dejara el falso casamiento tal como
estaba, pero la asombraba sobremanera que él hubiese aceptado.
—Debes de necesitar desesperadamente una esposa, para
acceder a esto —le dijo.
—No tan desesperadamente como para quedarme con la
primera muchacha que se cruce en mi camino —replicó él—. Este
matrimonio nos ha llegado precisamente cuando ambos lo
necesitábamos. Tal vez haya tenido algo que ver el destino.
Tamsin asintió, todavía notando el fuerte retumbar de su
corazón.
—¿Por qué necesitas una esposa?
—Existe un hombre que me está presionando de forma
irrazonable y amenazando a los míos. Había pensado en tomarme
un año o dos para encontrar una esposa que me conviniera, pero si
regreso a casa con una esposa precisamente ahora, eso me
ayudará a evitarle grandes problemas a mi hija provenientes de ese
hombre. Es su abuelo.
Tamsin parpadeó, confusa.
—¿Tu hija?
—Sí. Katharine —respondió William—. Él quiere quitármela.
Pero yo la mantendré a salvo del modo que sea preciso—dijo con
vehemencia.
Tamsin vio brillar la convicción en sus ojos.
—¿Y… y su madre? —preguntó.
—Está muerta —contestó él—. Se llamaba Jeanie Hamilton —
añadió, suavizando el tono. Tamsin pensó que debía de haberla
amado mucho—. Es el padre de ella el que quiere la custodia de
nuestra hija —prosiguió—. Ahora supongo que no querrás meterte
en una situación así, aunque sea durante un breve tiempo.
—Nos conviene a los dos. Te ayudaré.
—Entonces está acordado.
Tamsin afirmó con la cabeza.
—Mi padre y mis abuelos me presionan para que busque un
marido, y yo estoy cansada de buscar. Esto supondrá un alivio,
aunque sea por poco tiempo.
—Lo será para ambos —repuso él, mirándola fijamente.
—Así es. Podremos disolverlo en cuanto se hayan solucionado
nuestros problemas. Pero… —Desvió la mirada, vacilante—. Pero
no quiero mentir acerca de este matrimonio, ya que es una verdad a
medias.
—Podemos pronunciar un voto entre nosotros aquí, al estilo
gitano, para que sea una verdad entera. Si tú quieres —agregó.
Tamsin se apresuró a asentir con un gesto. El corazón le
retumbaba en el pecho. Se sentía como si estuviera a punto de
saltar por un precipicio, ya fuera para caer al vacío o para salir
volando.
—Ahí está tu corazón de piedras. ¿Hacemos una promesa para
sellar el pacto?
—Sólo durante un tiempo —dijo ella. Él asintió a su vez.
A la clara luz del alba, Tamsin vio cómo las mejillas de William se
teñían de un color sonrosado. Le gustó aquella ventana a sus
sentimientos que demostraba que aquel pacto entre ellos le había
afectado profundamente. Aún estaba sorprendida de que él no se
hubiera mofado del extraño casamiento que había provocado el
destino. El corazón le latía con fuerza. Deseaba aquello
intensamente, y apenas podía encontrar palabras que expresaran el
motivo de ello. Sintió crecer en su interior el deseo de asirse a aquel
momento, y en su corazón brillaron las razones para conservar
aquella unión del destino como si fueran estrellas, esperanzas
diminutas.
Antes había desconfiado de William y no entendía sus
misteriosas e inexplicables lealtades… o deslealtades. Pero él le
ofrecía un maravilloso regalo de amistad para salvarla de un dilema,
cuando ella había esperado mucho menos.
—Doce hombres de la frontera han rechazado la oferta de
casarse conmigo —le soltó Tamsin impulsivamente, como para darle
a William la última oportunidad de negarse.
—Entonces yo soy el número trece que tiene la oportunidad —
repuso él.
—Es un mal presagio, el número trece. El escocés ladeó la
cabeza.
—En determinados asuntos, soy famoso por tener la mejor de
las suertes.
—¿En qué asuntos?
—En las cartas —contestó él—. Los juegos de azar.
—Bueno, no cabe duda de que éste es un juego de azar. Yo
también tengo suerte con las cartas. Aunque no mucha en lo demás
—añadió.
—Tal vez los dos tengamos suerte en este caso.
—Los gitanos dicen que yo soy wafri bak, mala fortuna.
—Pequeña —dijo William con suavidad—, yo no soy gitano.
—Hay una cosa más que debes saber —dijo Tamsin—: Mi padre
se alegrará mucho de esto y declarará que eres su yerno a todo
aquél con quien se tope. Y exigirá una boda religiosa, que será
mucho más difícil de disolver. Se puede poner fin a un matrimonio
gitano en pocos momentos, con el consentimiento de ambos
cónyuges. —Suspiró y sacudió la cabeza en un gesto negativo—.
Puede que esto sea un error, después de todo. No quiero que mi
padre sufra por ello.
William se acercó.
—Tamsin. —Ella adoró la manera suave en que pronunció su
nombre—. Ven aquí.
La tomó de la mano izquierda y dio un paso atrás, arrastrándola
consigo, hasta que el tacón de su bota tocó el círculo de piedras en
forma de corazón. Dejó caer el yelmo, que llevaba bajo el brazo, al
suelo.
—Ya está hecho a medias —le dijo—. Dime cómo hay que hacer
el resto.
Ella le miró con cautela.
—¿Divorcio? ¿O matrimonio?
Él le obsequió de nuevo aquella sonrisa ligera y paciente, que
hizo aletear su corazón.
—Hay tiempo de sobra para lo otro —respondió William—. Lo
haremos obligatorio.
—Pero no estaremos casados por las leyes escocesas —dijo
Tamsin.
William le dio vuelta a la mano y pasó el dedo pulgar sobre la
cicatriz ya curada que le había dejado en la muñeca la hoja del
cuchillo.
—Según las leyes escocesas, estaremos verdaderamente
casados si nos comprometemos a ello de buena fe, los dos juntos.
Si nos mantenemos juntos un año y un día, el matrimonio será
definitivo. Antes de eso, puede romperse en cualquier momento. Así
que podemos escoger una costumbre u otra.
—Ningún sacerdote pronunciará los votos para nosotros —
aseveró Tamsin—, y no se lo diremos a mi padre.
—Si eso es lo que prefieres, de acuerdo.
—Ni tampoco viviremos como hombre y mujer —añadió ella con
suavidad.
—Debo de estar loco para aceptar todo esto —musitó él—.
Como desees. Será un matrimonio entre amigos.
—Sería mezquino por tu parte me me deshonraras cuando sólo
nos estamos pidiendo amistad el uno al otro —observó Tamsin,
mirándole de soslayo.
—No ocurrirá entre nosotros nada que tú no quieras que ocurra
—dijo William—. Créeme. —Hablaba con mucha seriedad. Tamsin
se preguntó si acaso le habría ofendido.
En ese momento lamentó haber sugerido tal cosa, y lamentó
más su aquiescencia. Algo la invadió de repente, una oleada
caliente, insistente, de deseo que la empujaba a tocarle y sentirse
tocada por él. Se preguntó cómo sería ser estrechada por sus
brazos. Pero acababa de establecer las normas de aquel
matrimonio de pega, y no iba a ablandarse ahora.
William tiró suavemente de su mano y la condujo al interior del
corazón.
—¿Cuál es la costumbre?
—Existen varias —contestó ella—. Quizá valga para nosotros
una promesa de compromiso.
—Bien. Primero la boda, después el compromiso. —William
sonrió, y ella también, un tanto reacia.
—Quítate el pañuelo —le dijo.
Él alzó una ceja, sorprendido, pero desanudó el pañuelo y se lo
tendió a Tamsin.
—Pónmelo alrededor del cuello —le instruyó ella—, sosténlo por
los extremos y después di la promesa que deseas hacer. Esa es la
forma gitana de hacer una promesa de compromiso.
William frunció el ceño ligeramente al tiempo que pasaba el
pañuelo por la nuca de Tamsin y estiraba los extremos hacia
adelante. La seda era maravillosamente suave y aún conservaba el
calor de su cuerpo y su sutil aroma. Se acomodaba como un anillo
divino alrededor de su cuello, mitigando el recuerdo del lazo de la
horca que había sentido encima no hacía tanto tiempo.
—Ahora di lo que se te ocurra —le dijo a William—. El destino ha
creado este matrimonio entre nosotros. Si escuchas atentamente, tal
vez el destino te proporcione las palabras adecuadas para el
compromiso.
Él asintió. Sus ojos se veían de un azul cristalino, profundamente
concentrados. Entonces enroscó los dedos en los extremos del
pañuelo, acortándolo, y fue acercando a Tamsin lentamente hacia él.
***
Sus ojos, muy abiertos y de un vivido color verde prestado por el
pañuelo esmeralda, no se apartaron un momento de los suyos. Pura
y resplandeciente como la llama de una vela, aguardó a que él
hablara con una paciencia y una confianza que le conmovieron
hondamente. William se detuvo por espacio de unos instantes,
buscando las palabras adecuadas. El sol ascendía en el cielo y
empezaba a disolver los velos de niebla que les rodeaban. Y
entonces supo, como si los rayos de sol hubieran disipado la niebla
de su mente, el voto que había de pronunciar.
Siguió tirando del pañuelo hasta que Tamsin estuvo a apenas
unos centímetros de distancia, hasta que tuvo que inclinar la cabeza
hacia atrás para mirarle. Él seguía manteniendo tenso el pañuelo,
Tamsin atrapada y segura en él.
—Te entrego mi lealtad, Tamsin Armstrong —murmuró—.
Respetaré este matrimonio formado por la mezcla de nuestras
sangres y por nuestras mutuas promesas. —Percibió la profundidad
del silencio de ella—. Te entrego mi corazón como amigo, mi mano
como guardián y mi nombre como esposo. Cualquier cosa que
necesites de mí, la tendrás.
Ella abrió los labios, cerró los párpados y volvió a abrirlos.
William sintió que se le aceleraban los latidos del corazón; estaba
tan atrapado por aquella delicada mirada de color verde como lo
estaba ella por un frágil pedazo de seda.
—Y yo te entrego mi lealtad, William Scott. —Dijo la frase casi en
un susurro—. Respeto el matrimonio que el destino ha creado entre
nosotros, la mezcla de sangres y las promesas. Te entrego mi
corazón como amiga, mi ayuda como esposa, durante tanto tiempo
como acordemos. Cualquier cosa que necesites de mí, la tendrás.
Lo que le recorrió por entero en aquel momento llevaba consigo
la fuerza de un rayo, el ritmo del trueno, y llenó todo su ser hasta lo
más profundo. Envolvió los dedos en el pañuelo y acercó a Tamsin
todavía más, de tal modo que los pechos de ella presionaron contra
su cuerpo, aunque él no podía notar su blandura a través de la
armadura de acero. Ella echó la cabeza hacia atrás, y la claridad de
la mañana iluminó de lleno su rostro.
William la vio con mayor claridad que a ninguna otra persona en
su vida. En aquellos ojos traslúcidos vislumbró una alma vulnerable.
Comprendió, a pesar de los elementos más indomables de su
personalidad, cuánta inocencia, cuánta pureza había en ella.
Entonces supo que había hecho una promesa verdaderamente
sincera y vinculante. Las palabras que había pronunciado eran un
pobre reflejo de la fuerza que sentía entre ambos, más grande que
la de la amistad proveniente de la necesidad. De pronto se preguntó
qué había hecho; aquello no parecía en absoluto un pacto pasajero.
Tenía la intención de cumplir lo que había prometido, durante
tanto tiempo como ella necesitara. Lo que acababa de suceder en
aquella encrucijada de caminos le había arrojado a un torbellino
igual que si fuera una hoja a merced de la tormenta; pero en el
primer momento de calma, no se arrepintió de lo que había hecho.
Igual que en un juego de cartas, había asumido un riesgo al apostar
todo lo que poseía a un golpe de suerte. El destino había puesto en
su camino un matrimonio justo cuando más necesitaba una esposa.
Sólo faltaba un último detalle para completar el pacto: Bajó la
cabeza y rozó suavemente los labios de Tamsin con los suyos en un
beso semejante a la caricia de una pluma, leve y seco, que
pretendía ser una forma de sellar su acuerdo.
Pero ella gimió —apenas un susurro—y el pulso de su deseo, y
del de ella, retumbó en todo su ser con innegable fuerza. Ladeó la
cabeza y la besó profundamente al tiempo que soltaba el pañuelo
de seda para hundir los dedos en la masa de sus cabellos y curvar
las manos sobre su cabeza.
La mano derecha de Tamsin le tocó el mentón. Él dejó caer una
mano hasta la cintura de ella y la estrechó contra sí, sabiendo que
ella deseaba estar en sus brazos y que él mismo quería sentirla allí.
Movió la boca sobre la de Tamsin, le acarició las mejillas con los
pulgares, y sintió cómo ella abría los labios tímidamente para
acogerle.
Tamsin se apartó.
—Ya está —dijo sin aliento—. Ya está hecho, este… matrimonio,
esta amistad a la que nos hemos comprometido.
—Amistad, si así lo deseas tú —repuso William. Él también se
sentía falto de resuello, y curiosamente aturdido.
—¿Es esto lo que hacen los amigos en la corte del rey? —Los
ojos de Tamsin relampaguearon, sus labios todavía estaban
enrojecidos por el beso. Él rió suavemente, y ella hizo lo mismo. A
William le gustó aquel sonido.
Recogió el pañuelo en una mano y dio un paso atrás para atarlo
de nuevo al cuello de Tamsin.
—Perdóname —le dijo—. Mi intención ha sido sólo la de sellar el
pacto con un casto beso.
—No ha sido casto. —Ella seguía sonriendo ligeramente.
—Así es como ha comenzado —replicó él—. Tal como lo
habíamos planeado.
—¿Y ahora? ¿Vas a encerrarme en tu mazmorra?
—Ah, ¿acaso podría exigir a mi esposa que durmiera en mi
mazmorra?
Tamsin ladeó la cabeza.
—¿Permitirás que se acueste en tu estupendo lecho?
Él reprimió una sonrisa.
—Si ella quiere.
—Sí quiere —respondió Tamsin resueltamente—. A lo mejor
tienes un camastro en otra parte. —Le dirigió una sonrisa fugaz, tan
encantadora que podría haber roto el corazón a cualquier hombre. A
William le conmovió el suyo igual que la brisa entre los árboles,
fresca y pura.
Tamsin dio media vuelta y echó a andar hacia su caballo, y
William no pudo evitar fijarse en el balanceo de sus caderas bajo la
falda. Sin pedir su ayuda, la muchacha asió las crines del caballo y
apoyó el pie en una roca para subir a la silla. William fue hasta ella y
se agachó para introducir la mano debajo de su pie y ayudarla a
izarse.
—De modo que así es como se hace —dijo, acariciando el
hocico del caballo mientras hablaba—. El pobre marido asediado
tiene que dormir en un frío rincón mientras la esposa se apodera de
su lecho blando y mullido. Me he casado con una princesa.
—Si no te gusta —dijo Tamsin—, podemos disolver el
matrimonio cuando quieras, después de que mi abuelo haya dicho a
Baptiste Lallo que se busque otra mujer que le friegue los cacharros
y les quite los mocos a los niños.
—¿Y cómo podemos disolver nuestro pacto?
Ella enarcó una ceja.
—Eso depende de si la separación es amable o violenta.
—Seguro que será amable, habiéndonos hecho el uno al otro
este favor de amistad.
—Entonces tenemos que romper una jarra de arcilla entre
nosotros—dijo Tamsin.
—Eso es fácil —repuso William—. ¿Y si la separación es
violenta?
—Tendríamos que situarnos el uno frente al otro junto al cadáver
de un animal, expresar nuestros agravios y tomar cada uno su
camino.
Él la miró consternado.
—¿Por ejemplo una liebre o un pájaro?
—Oh —contestó ella— por ejemplo, tu mejor caballo. —Levantó
las riendas e hizo girar a su montura para partir.
William la miró fijamente, consciente de que una mueca
oscurecía su semblante. Fue hasta el bayo y le frotó el brillante
pelaje rojo del lomo.
—No temas, amigo —le dijo al caballo—. No temas. Por tu bien,
seré cuidadoso y cortés con tu dama.
Capítulo 16

JUNTOS en una melodía,


igual que dos gitanos sobre un caballo.
SHAKESPEARE,
Como gustéis

—Mi abuelo le quería dar a Baptiste dos caballos y algunas


monedas de oro como dote por mí —señaló Tamsin mientras
cabalgaban el uno al lado del otro, y a continuación miró cautelosa a
William.
En los labios de él jugó una sonrisa.
—Es evidente que prefería a Baptiste antes que a mí. Yo sólo me
he llevado un pañuelo para el cuello.
—Ah —dijo Tamsin—, de la mejor seda de Oriente, bordada por
una princesa de Francia y regalada a un conde del Bajo Egipto. Mi
abuela te prefiere a ti. Ella nunca le habría dado a Baptiste ese
pañuelo en particular. —Inclinó la cabeza mientras le miraba—. Creo
que yo también te prefiero a ti antes que a Baptiste.
—Sin embargo, yo creía que no querías venir conmigo por miedo
a mi mazmorra —dijo William.
A Tamsin le gustaba la manera en que él sonreía levemente, de
modo que el humor brillaba más en sus claros ojos azules. Le
pareció que él disfrutaba tanto como ella con aquella charla en tono
de broma.
—Ah, bueno, pasar dos semanas en un dulce encierro no me
molestaría mucho. Has aceptado cederme tu lecho.
Esperó otra sonrisa, pero William se puso solemne.
—¿Qué va a ocurrir dentro de dos semanas?
Ella se encogió de hombros, deseando preservar aquel ánimo
desenfadado que existía entre ambos desde que pronunciaron sus
impulsivos votos.
—Romperemos una jarra de arcilla y quedaremos libres de este
pacto.
William no contestó. La claridad del día arrancaba destellos a su
yelmo, que dejaba su rostro en sombra. Le contempló, y se fijó en la
línea equilibrada de su perfil, en la sensual curva de su labio inferior
y la ligera caída de sus párpados cuando estaba relajado. El firme
contorno de su mandíbula se perdía bajo la oscura arenilla de la
barba. Recordó el roce de aquella barba cuando él la besó, y ese
recuerdo la hizo llevarse una mano al corazón, como para sellar en
su interior la sensación que le recorrió todo el cuerpo.
El humo del fuego que habían encendido en el interior del
corazón de piedras se había despejado, y ahora se preguntaba qué
era lo que había hecho. Sospechaba, por el prolongado silencio de
William durante el viaje, que él se estaba preguntando lo mismo.
Pero sólo deseaba vivir el momento presente. Le gustaba cabalgar
con él a paso tranquilo, le gustaba posar la mirada en él, y también
le gustaba el tono de broma que utilizaban entre ellos. William la
sorprendía con una inteligencia tan rápida como la de su padre,
aunque más serena e irónica.
Se sentía cómoda en su compañía, como si le conociera de
años, como si le asumiera como un hermano, un amigo, un amante.
Aunque era incapaz de reconciliar aquellas impresiones con lo que
había conocido de él en el castillo de Musgrave, se dijo a sí misma
que probablemente tendría sus buenas razones para los secretos
que guardaba y para los motivos que por fuera no parecían muy
saludables. Era un hombre capaz de mostrar sinceridad y
generosidad, y tenía la amistad en muy alta estima. Eso por sí
mismo ya hablaba de un hombre leal, un hombre digno de
admiración. Descubriera lo que descubriera de él, no olvidaría que le
había ofrecido su amistad y su lealtad cuando ella necesitó ayuda.
Nunca había tenido un amigo íntimo de verdad. La promesa de
William la conmovía inmensamente y contribuía a explicar por qué
había seguido adelante con aquel acuerdo. Tal vez ese vínculo
bastase más tarde.
Le miró de nuevo, y recibió una de aquellas sonrisas tranquilas y
lentas. El corazón le dio un vuelco, y supo que jamás bastaría con
un vínculo de amistad.
***
Cuando el sol ya estaba alto en el cielo, su estómago protestó
hambriento y la pierna herida le dolía de tanto cabalgar. Se alegró
de ver que William alzaba una mano y señalaba al frente.
—Allí, en aquel cerro —dijo— se encuentra Rookhope Tower.
Tamsin se protegió los ojos con la mano enguantada. A lo lejos
distinguió una torre de piedra gris que se elevaba por encima de un
patio amurallado. Maciza y monolítica, formada por dos estructuras
principales unidas entre sí, la fortaleza contaba con un parapeto
sembrado de aspilleras y una fachada severa y casi desprovista de
ventanas. Asentada sobre una explanada de tierra lisa rodeada por
zanjas, la torre estaba protegida en tres de sus lados por bosques y
laderas desnudas. El cuarto lado daba a una profunda sima, un
corte en el suelo.
—Una torre fuerte —comentó Tamsin—. Y difícil de atacar.
—Así es. Rookhope es uno de los baluartes de la frontera —dijo
William. En ese momento, una bandada de pequeñas aves negras
emergió del bosque y pasó volando sobre la torre como si fuera un
oscuro velo—. Ah, fíjate en eso, ésos son los grajos que dieron
nombre a este lugar hace siglos, cuando se construyó aquí el primer
castillo1.
—A los grajos los llaman pájaros gitanos, ¿lo sabías? —le
explicó Tamsin.
—Lo he oído comentar, sí. —William rió brevemente, como para
sí—. Por eso el señor de Rookhope se trae una avecilla gitana a su
nido.
Tamsin reconoció el juego de palabras. «Burd» (ave) era una
palabra escocesa que significaba «muchacha».
—Sí, resulta muy apropiado —concordó.
—Esas campanillas azules que ves ahí—dijo William siguiendo
el sendero, que torcía para dirigirse a Rookhope— se llaman flores
gitanas. —Señaló con un gesto las flores de color azul y largo tallo
que crecían en racimos junto al borde del camino de tierra y
salpicaban de parches de color todo el prado—. Aquí crecen en
abundancia. Se llaman así por la manera en que se extienden con
facilidad por el terreno, echando raíces y brotando donde les place.
—Son alegres y muy bonitas, esas flores gitanas —dijo Tamsin.
William volvió el rostro, y bajo el borde del yelmo sus ojos la
recorrieron de arriba abajo.
—En efecto —murmuró, y desvió la mirada—. En cierta ocasión
visité un campamento gitano con el rey Jacobo. Aunque se trataba
de otra banda, no la de tu abuelo. De lo contrario, le habría
reconocido, y él a mí.
—El rey Jacobo solía visitar también la banda de mi padre —dijo
Tamsin—. En una de esas ocasiones yo estaba con ellos. Recuerdo
un hombre muy joven, larguirucho y de pelo largo y rojo. Iba
disfrazado de pordiosero. Estaba solo, creo, aunque ya había venido
otras veces a ver a mi abuelo. Desde luego, tú no le acompañabas,
te recordaría —añadió con suavidad.
William se encogió de hombros.
—Me acerco bastante a cualquier hombre —repuso—. Alto y
moreno. Hay muchos como yo.
Tamsin negó con la cabeza.
—Tú tienes los ojos del color de esas flores, de un azul brillante.
El color reluce incluso desde lejos.
William la observó durante unos momentos, y a continuación se
quitó el pañuelo del cuello.
—Y los tuyos —dijo— hacen que este pedazo de seda parezca
opaco.
Tamsin se sintió enrojecer. William se envolvió el pañuelo en el
brazo y lo sujetó empleando los dedos de una mano.
—¿Cómo es que has viajado con el rey? —quiso saber Tamsin
—. Ya sé que fuiste amigo suyo, pero yo… —Titubeó—. He oído
decir que durante esos años estuviste prisionero de la corona.
A William no pareció importarle que ella estuviera enterada de
eso.
—Mi padre fue ahorcado por ladrón —dijo—. Y yo fui tomado
como rehén por causa de mi familia. Me encerraron en un oscuro
calabozo hasta que supieron qué hacer conmigo. Por aquel
entonces, el conde de Angus tenía al joven rey bajo su pie, en
cautividad; un muchacho inteligente y aburrido, muy necesitado de
compañía. Me asignaron unos aposentos cerca del rey y me
permitieron compartir con él tanto las lecciones como los ratos de
ocio.
—¿Fuiste educado con un rey? —preguntó Tamsin—. Eso sí es
suerte.
—Supongo que sí —dijo William—. Aunque yo lo habría dado
todo a cambio de la vida que me arrebataron. —Tamsin escuchaba
con la cabeza ladeada, aguardando, pero William no dijo nada más
—. Incluso cuando el rey Jacobo recuperó su libertad a la edad de
dieciséis años —continuó el escocés—, yo no obtuve la mía
legalmente hasta que él me la concedió cuando cumplí los veinte
años. Después de eso, viví en la corte y acompañé al rey en sus
viajes por el país. Yo mismo viajé mucho también, en misiones para
la corona.
—¿Te quedaste en la corte después de ser liberado? —quiso
saber Tamsin—. ¿No fuiste a tu hogar en Rookhope?
—Ocasionalmente, pero mi familia ya no estaba allí —contestó él
—. La torre estaba en manos de parientes enviados por Scott de
Buccleuch, el jefe de nuestro apellido, que la guardaban para mí. Mi
madre, mi hermana y mi hermano se encontraban en Brentshaw,
con mi padrastro Robert Maxwell, pero yo no deseaba ir allí, de
modo que decidí vivir dondequiera que estuviera la corte: en
Edimburgo, Falkland, Linlithgow o Stirling, o bien me quedaba en
una casa que poseo en Edimburgo. El año pasado, mi madre
enviudó de nuevo y quiso regresar a Rookhope con mi hermana,
que también es viuda. Entonces decidí vivir en Rookhope. Ellas
cuidan de mi hija.
—Tu familia es importante para ti —dijo Tamsin.
William asintió con un gesto.
—Sí. —Una respuesta escueta, pero sus delgadas mejillas se
tiñeron de un intenso color rosa y un pequeño músculo vibró en su
mandíbula. Tamsin comprendió que la familia era esencial para él.
Igual que sus pensamientos reservados, porque no dijo una palabra
más.
—Cuando terminó tu encierro, ¿viajaste con el rey de Escocia?
—le preguntó—. Eso debió de ser muy emocionante.
Él contestó con una sonrisa triste:
—Sí. A mi modo, he sido un gitano. —Y volvió la vista hacia ella.
—¿Viajabas errante? —preguntó Tamsin.
—En misiones encargadas por el rey, sí. He estado en Inglaterra
y en Dinamarca, y también en Francia, Italia y Alemania. Y en todas
partes a las que viajé —añadió pensativo— vi caravanas
trashumantes de gitanos a lo largo de los caminos y en los campos,
y también en los mercados.
Tamsin asintió.
—Los gitanos viajan por todas partes en el Continente, y también
en los países del este, he oído decir. Son numerosos en Inglaterra y
en Escocia, aunque ahora, los ingleses están empezando a
deportarles en barcos a Dinamarca. Mis abuelos llegaron de Francia
y viajaron a Inglaterra cuando eran jóvenes, y luego sus viajes les
trajeron a Escocia.
—Entonces llevan mucho tiempo sin salir de Escocia —dijo
William.
—Creo que quieren quedarse aquí tanto tiempo como sean
bienvenidos, creo —respondió Tamsin—. En Escocia son más
tolerantes con los gitanos que la mayoría de otros lugares. Aquí
disponen de cierta libertad para gobernarse a sí mismos.
—¿Tú has estado en alguna otra parte? —quiso saber William.
—Sólo en Inglaterra, en una noche de luna llena. —Sonrió—.
Cuando era pequeña, vivía con mis abuelos y hablaba romaní y
francés. Mi padre me trajo a Merton cuando tenía unos seis años.
Allí estaba su abuela, Makie, para ayudar a criarme, pero yo no
hablaba inglés ni escocés. Mi padre contrató un tutor que hablaba
francés para que me enseñase la lengua de los escoceses. De mi
maestro aprendí más cosas que el escocés, porque me enseñó
también a leer inglés y latín y algo de aritmética.
William la miró.
—¿Una gitana instruida? Es poco corriente.
—Tú te educaste con un rey. Los dos somos poco corrientes por
nuestra educación, y también por nuestra vida errante. Háblame de
tus viajes con el rey.
Él se encogió de hombros.
—Los momentos más emocionantes fueron aquéllos en los que
le acompañé en sus giras secretas. Le gustaba recorrer su país
disfrazado de pordiosero o de granjero. El buen hombre de
Ballangeich, se denominaba a sí mismo en aquel entonces. En
ocasiones nos vimos en apuros, sobre todo en las tabernas, donde
con frecuencia había peleas a causa del juego o de cuestiones
relacionadas con la frontera. Yo me lo llevé a rastras más de una
vez para ponerle a salvo, cuando nadie sabía que estaban luchando
o discutiendo con el rey de Escocia. Cuanto más viajaba por el país,
de menos le servían sus disfraces —dijo con una sonrisa fugaz—.
Los escoceses son unos tipos muy listos. Algunos decían: eh, ahí
llega otra vez el rey, al verle andar vestido de harapos.
Tamsin rió ligeramente.
—¿Visitaste con él algún campamento gitano?
—Sí, aunque yo no visité el de tu abuelo personalmente. Jacobo
mencionó un conde egipcio llamado John Faw que en cierta ocasión
curó una enfermedad de su caballo, y por lo cual le quedó muy
agradecido. Debía de tratarse de tu abuelo.
Tamsin asintió.
—Así es. Se reunió con mi abuelo varias veces, incluso le invitó
a que llevara a su grupo a actuar en la corte. Hace tres años,
cuando mi abuelo llevó a su banda al palacio de Falkland, el rey le
dio una carta de privilegio y salvoconducto.
William frunció el ceño.
—¿Era ésa la banda de tu abuelo? Me enteré de esa actuación,
que impresionó a muchos, y del documento.
—Entonces sabrás lo que sucedió después.
—Sí, el rey emitió otro documento meses más tarde en el que
retiraba los privilegios del primero y declaraba que todos los gitanos
debían abandonar el reino de Escocia. Según recuerdo, parecía
estar furioso.
—Ahora los gitanos están condenados tanto en Inglaterra como
en Escocia, por eso pasan a un lado y al otro de la frontera para
eludir la deportación y la persecución de ambos países. A mi abuelo
le dolió la forma en que el rey Jacobo traicionó su amistad.
—Jacobo tenía un carácter voluble. ¿Por qué perdió el favor
John Faw?
—Porque le golpeó —respondió Tamsin.
William alzó las cejas.
—¿Golpeó al rey?
—Hace unos dos años, el rey llegó al campamento disfrazado de
granjero. Estaba borracho, porque venía de una taberna en la que
había estado jugando a los dados. Esa noche, al llegar al
campamento, acarició a una mujer de manera grosera. Mi abuelo le
golpeó en la cabeza con una botella de vino que le había dado él.
William parpadeó asombrado.
—Tu abuelo tuvo suerte, podría haber perdido la vida por hacer
algo así.
—A lo mejor se salvó porque el rey Jacobo le consideraba un
conde entre su propia gente, y además sentía un gran respeto por la
habilidad de mi abuelo con los caballos. Incluso consultó a mi
abuela acerca de su futuro.
—¿Le predijo una larga vida y buena suerte? Jacobo no tuvo
ninguna de las dos cosas al final.
Tamsin contempló las flores azules que bordeaban el camino.
—Vio la verdad, antes que nadie —contestó—. Supo que el rey
tendría una muerte temprana. Yo sé que le advirtió de su mala
salud, pero a veces una advertencia no sirve de nada; a veces el
destino es una fuerza demasiado poderosa.
—El destino —repitió William— hace su labor con muchas
personas.
—Así es. —Tamsin le miró y se sintió triste—. Así que ahora el
rey está muerto, y su hijita ocupa el trono.
—Un bebé que está echando los dientes sentado en un trono
supone un problema mucho más grande del que te imaginas.
—Para los gitanos está bien —repuso Tamsin—. En este
momento no se puede molestar con ese asunto al Consejo Privado
de los escoceses, y mi abuelo aún conserva el salvoconducto del
rey Jacobo, y lo utiliza libremente. Muchos escoceses no saben que
existe un segundo documento que nos rechaza, de modo que él
sigue obteniendo privilegios para su gente. —Ladeó la cabeza—.
¿Has visto a la reina María? —preguntó con curiosidad.
—Sí. Es una niña muy guapa, y una inmensa dificultad para
Escocia. Enrique de Inglaterra se cierne sobre su cuna como un
buitre.
—Cuenta con muchas personas que la protegerán.
—Está a salvo, apartada en Linlithgow, pero yo me sentiría más
tranquilo si estuviera en el castillo de Stirling. Nuestra reina niña
necesita una fortaleza alrededor. —Frunció el ceño.
—Yo visité una vez el palacio de Falkland —explicó Tamsin.
William la miró con sorpresa—. El rey invitó a la gente de mi abuelo
a bailar y tocar música un verano, hace tres años. Yo les acompañé.
Las damas nobles querían que les dijeran la buenaventura, y yo
ayudé a mi abuela a leer la mano y echar las cartas. Vi a la reina,
tan alta y encantadora, y al rey con ella, magníficamente vestido. El
palacio era enorme y muy hermoso, con tapices en las paredes,
ventanas con cristales y terciopelo en las sillas. Por todas partes
veía objetos de calidad y grandes damas y señores. —Miró a
William—. Pero no te vi a ti. Estoy segura de ello.
—Yo evito las grandes celebraciones por norma. Prefiero
reuniones más pequeñas. —La miró—. Como las que tenemos en
Rookhope. Después de la cena, nos reunimos para jugar y escuchar
música. Creo que te gustará.
Ella se apresuró a apartar la mirada. De repente la aterrorizó la
idea de conocer a la madre, la hermana y la hija de William.
—No estoy acostumbrada a esas cosas —contestó prudente.
—Has dicho que juegas a las cartas —dijo él—. Te llevarás bien
con mi familia, ya lo verás.
—¿Y qué veré? —preguntó. Asustada por la perspectiva de
conocer a su familia, pero nada dispuesta a demostrar su miedo y
su turbación, dejó que en lugar de eso saliera a flote la rabia—.
¿Qué vas a decirles? ¿«Esta es mi esposa, a la que voy a encerrar
en mi mazmorra»? ¿O más bien «ésta es mi prisionera, a la que voy
a meter en mi cama»? ¿Cómo piensas explicarles la situación?
—«Ésta es Tamsin Armstrong, nuestra invitada» —respondió
William con calma—. Simplemente así.
—Ah, simplemente así. Este matrimonio no va a durar mucho,
¿verdad? —Desvió la mirada y se echó hacia atrás la masa de
bucles que le caían más allá del hombro. Hacía un cálido día de
verano, y el tartán que llevaba le resultaba pesado, de modo que
desató el cordón que lo sujetaba y dejó que la prenda le resbalara a
la espalda.
Se pasó una mano por la camisola y la desgastada falda marrón
y se miró los pies descalzos, pensando que ojalá tuviera un peine,
un buen vestido, un par de zapatos. Las mujeres de la familia de
William se quedarían horrorizadas al ver su aspecto. Escondió la
mano enguantada en el regazo, pues lo que más temía de todo era
que a ellas les resultara repugnante.
—Tamsin —dijo William por fin—. ¿Qué es lo que te ha alterado?
¿Te arrepientes de algo?
—Yo no; es más probable que te arrepientas tú —gruñó ella.
—No lo haré. Pero tal vez lamente la promesa que he hecho de
tenerte fuera de la mazmorra —masculló él. Siguieron cabalgando
en silencio, cada vez más cerca de Rookhope, por un sendero que
ascendía por una ladera en dirección a la torre.
William volvió la vista hacia ella.
—Mi madre y mi hermana te están esperando —dijo—. No
tengas miedo de conocerlas.
Tamsin le miró a su vez, sorprendida.
—¿Me están esperando?
—Sí. Cuando dejé a tu padre me detuve en Rookhope. Cené, y
después les expliqué a mi madre y a mi hermana que Musgrave
quería utilizarte como rehén.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Y qué vas a decirles ahora?
—Ya veremos. —Guardó silencio durante unos instantes—. Mi
madre, lady Emma, y Helen son muy cariñosas. Estarás a gusto con
ellas, te lo prometo.
—¿Y tu hija?
—La encontrarás encantadora —contestó William—. Katharine
no es más que un bebé, apenas tiene ocho meses.
—¿Un bebé? —repitió Tamsin, asombrada—. Creía que era
mucho mayor.
—Nació apenas dos semanas antes que la reina de Escocia. La
reina viuda es su madrina. —Hizo una pausa y a continuación dijo
en voz queda—: Su madre murió el día en que nació ella.
—Lo siento —murmuró Tamsin.
—No estábamos casados. Pero la niña es mía, y se quedará
conmigo. Ahora que tengo una esposa —la miró y le dedicó una
sonrisa triste y entrañable—, a su abuelo le va a resultar más difícil
reclamar su custodia. —La miró otra vez de soslayo—. Si en algún
momento te arrepientes de nuestro acuerdo, hazme el favor de
soportarme como marido hasta que la Corte de Sesiones revise la
demanda relativa a la custodia de mi hija. —Tamsin percibió el
mismo tono vehemente en su voz que había notado antes al hablar
de su hija.
—Puedo soportar esto tanto tiempo como puedas tú —le dijo.
—Entonces, que así sea —dijo William, y sofrenó su caballo,
pues ante ellos se elevaba ya el muro macizo de Rookhope.
Dio una voz, y en cuestión de momentos el rastrillo de hierro
comenzó a levantarse. Hizo un gesto con la mano a Tamsin para
que pasara delante, pero ella rehusó con un gesto de la cabeza,
pues quería que él le sirviera de escudo, y le siguió. Las pisadas del
caballo resonaron en los adoquines del suelo al pasar bajo la
bóveda de entrada. Reaparecieron en un pequeño patio con un
pozo en un rincón y puertas arqueadas que conducían a otras
estancias. Tamsin vislumbró escaleras y nichos.
—¡Ah! ¡Willie Scott!
Tamsin alzó la vista y vio un hombre que se acercaba a ellos. Era
Sandie, al que reconoció de la noche anterior, que saludó a William
sonriente y con un fuerte apretón de manos.
—Por lo que veo, ya tienes el brazo mejor.
—Los gitanos se han ocupado de él —repuso William.
—Y también veo que tú te has ocupado de esta gitana, porque
viene contigo. —Sandie guiñó un ojo a Tamsin. Tenía los ojos de un
cálido color castaño, y a Tamsin le gustó aquel guiño rápido y
amistoso y su sonrisa sincera. Acostumbrada a los hombres de la
frontera, no se ofendió, segura de que no significaba nada.
—Sí, viene conmigo, y va a quedarse, así que vigila tus modales.
—Otra chica más en Rookhope —dijo Sandie con un suspiro—.
Este lugar está lleno de ellas. No es que me queje, me gusta que
haya mujeres alrededor, pero es que insisten en cuidar las normas y
los modales. A lo mejor una gitana es menos dura conmigo por
arrastrar mis espuelas por los suelos o por mis modales groseros a
la mesa, ¿no?
Tamsin sonrió.
—Lo prometo, Sandie Scott —le dijo—. Aquí no poseo ninguna
autoridad sobre la familia, no pienso tomármela. Y puede que mis
modales sean peores que los tuyos —añadió.
William desmontó, cogió las riendas del caballo de Tamsin y se
encaminó hacia el corredor en sombras donde se encontraban los
establos. Sandie cogió la brida del bayo y les acompañó.
—Una quincena, ¿no? ¿Es ése el pacto que hiciste con
Musgrave? —preguntó Sandie.
—Una quincena —respondió William—. Después veremos qué
ocurre. —Miraba a Tamsin mientras hablaba, y algo en su voz hizo
que ella sintiera un escalofrío por todo el cuerpo.
William le tendió las manos, y ella se inclinó hacia adelante y
apoyó las manos en sus hombros, sintiendo los dedos de él
deslizarse por sus costados, presionando, levantándola. Cuando
William se volvió para entregar las riendas a Sandie, Tamsin
permaneció detrás de él. El escocés echó a andar en dirección a la
torre maciza y le hizo a Tamsin una seña para que le acompañara.
A nivel del suelo se abría una arcada que conducía a un nicho en
la pared y un tramo de escaleras, al final de las cuales había un
amplio rellano y una robusta puerta de madera. William subió los
peldaños y Tamsin le siguió. En ese momento se abrió la puerta de
par en par y apareció la silueta de una mujer recortada contra la
tenue luz que inundaba el rellano.
—¡William! —La mujer se deslizó hacia adelante, vestida de
negro, con las faldas ondeantes y los brazos extendidos—. Estoy
muy contenta de que hayas vuelto. Jock y Sandie me han dicho que
habías resultado herido y que tuviste que detenerte en el
campamento gitano…
—Estoy bien, madre —dijo él—. El brazo ya casi no me molesta,
se está curando bien, creo. Los gitanos hacen curas mágicas.
Llegó hasta el descansillo de la escalera y se inclinó para besarla
en la mejilla. Ella le sonrió y a continuación se volvió hacia Tamsin
con una expresión cortés en su encantador y delgado rostro. Tamsin
pensó que se parecía a su guapo hijo, sobre todo en el azul brillante
de sus ojos poblados de densas pestañas.
William se volvió hacia Tamsin y la invitó con una mano
extendida a que subiera hasta el rellano donde estaban ellos.
—Madre, ésta es Tamsin Armstrong. Nuestra invitada.
Capítulo 17

OH, ¿dónde habéis cabalgado en este largo día?


¿Y dónde habéis llevado de polizón a esta bonita dama?
«Earl Brand»

—Lady Emma —saludó Tamsin vacilante. Se sentía un tanto


incómoda bajo la mirada alerta de aquella mujer, aunque veía
amabilidad en ella. Se alisó la falda con la mano derecha y escondió
la izquierda bajo el tartán. Ojalá no tuviera los pies tan sucios al
subir la escalera que conducía al rellano.
—Tamsin, bienvenida a Rookhope. —Lady Emma le tendió una
mano, quizá la más hermosa que Tamsin había visto nunca: pálida y
esbelta, de dedos adornados con pequeños anillos que despedían
destellos de luz, uñas pulimentadas de forma ovalada. Bajó la
cabeza y le tendió la mano también, consciente de que la tenía
mugrienta y un poco áspera al tacto. La idea de que aquella mujer
perfecta y bellísima le viera la mano izquierda la hizo encogerse de
miedo.
Unos dedos fríos y suaves se deslizaron sobre los suyos.
—Espero que te sientas en casa mientras estés con nosotros —
dijo lady Emma.
—G-gracias —contestó Tamsin. Se sintió tentada de hacer una
reverencia, tal como había visto que hacían las mujeres en la corte.
Lady Emma parecía tan elegante y sofisticada como aquellas
damas, y Tamsin se sintió totalmente una vagabunda frente a ella.
—La hija de Archie —dijo Emma, sonriendo—. Conocí bien a tu
padre cuando ambos éramos jóvenes. El padre de William le tenía
en muy alta estima. —Cruzó las manos ante sí e inclinó la cabeza—.
Te pareces a tu madre, pequeña. La conocí en cierta ocasión, justo
después de que se casara con Archie. Era encantadora y exótica.
Tamsin se sintió enrojecer y asintió en silencio. Contempló a lady
Emma y se fijó en los detalles de su vestido sencillo pero
impresionante de damasco negro, su tocado de cofia negra con una
pequeña corona y el velo de terciopelo negro que le caía hasta los
hombros. Su cabello, partido en dos sobre la frente, era de color
castaño rojizo con algunas mechas grises. Lady Emma parecía ser
la cumbre de la elegancia, y su aire de perfección se debía más a la
gracia de su porte que a la finura de sus ropas.
—La hija de Archie tal vez se quede aquí más de dos semanas,
madre —explicó William, y su mirada se cruzó con la de Tamsin.
—Entrad —les dijo lady Emma, tomando a Tamsin del brazo.
William las siguió al interior de una pequeña estancia que contenía
otro tramo de escaleras de caracol y una puerta que daba al gran
salón.
Al entrar, Tamsin recorrió con la mirada la enorme habitación
iluminada con una tenue luz, el pulimentado suelo formado por
tablones y el alto techo, también de madera. Se fijó en las paredes
blanqueadas, las altas ventanas y una chimenea de piedra y con
campana que había en el extremo más alejado de la sala, en la que
se veía el resplandor de un fuego bajo.
—¡Will! ¡Has vuelto!
Tamsin vio otra mujer que se acercaba corriendo desde el otro
lado de la habitación, sosteniéndose las oscuras faldas con ambas
manos y sin hacer apenas ruido con sus zapatillas sobre el suelo de
madera. Traía una sonrisa ancha y agradable, sonrisa que hizo
extensiva a Tamsin. La luz que penetraba por las altas ventanas y el
resplandor del fuego proyectaban sombras sobre su rostro.
—Mi hermana Helen —murmuró William—. Tamsin Armstrong.
—¡Bienvenida! —exclamó Helen con voz cálida y musical—. Will
dijo que pensaba traerte aquí cuando regresara. Estamos muy
contentos de conocerte.
Tamsin saludó tímidamente a la joven con una inclinación de
cabeza al tiempo que ésta le cogía la mano derecha entre las suyas.
Los dedos de Helen eran cálidos y fuertes, bien cuidados y
adornados con delicados anillos. Tamsin se mordió el labio y se
quedó mirando para el suelo, insegura.
Las mujeres de la familia de William eran amables y elegantes,
pero iban tan bien vestidas que ella se sintió inmensamente sosa y
desaliñada a su lado. Pensó que debían de suponer que ella era
como esas gitanas sucias y nada dignas de fiar que aparecían
ridiculizadas en cuentos y baladas.
—Debes de estar cansada del viaje —señaló Helen.
—Sí, un poco. Os agradezco este amable recibimiento.
—¿Dónde está Katharine? —preguntó William.
—Profundamente dormida —contestó Helen, levantando la vista
hacia su hermano—. Se despertará pronto, si quieres verla y
enseñársela a la señorita Armstrong. —Le sonrió.
Cuando Helen levantó la cara, Tamsin se dio cuenta de que su
rostro, aunque de un color cremoso y delicadamente formado,
mostraba profundas cicatrices que le cruzaban las mejillas y la
frente. En la comisura de la boca tenía una depresión que formaba
un hoyuelo cuando sonreía, y la cicatriz que le mellaba el contorno
del mentón se extendía por su cuello hasta desaparecer bajo el
cuello bordado y con volantes de la camisola que asomaba por el
corpiño.
A pesar de la cicatrices, Tamsin opinó que Helen, que parecía
tener una edad parecida a la suya, era realmente encantadora. Vio
el parecido con William en la nariz larga y fina, la mandíbula firme y
los labios llenos. Helen tenía los ojos de color avellana y el pelo
castaño rojizo, realzado por el vestido de damasco marrón y una
bonita cofia de terciopelo marrón almidonado que llevaba ajustada a
la cabeza con unas graciosas alas que caían hacia abajo y
ocultaban parcialmente las cicatrices de las mejillas.
—Oh, Will, ¿te ha hablado madre de la carta que nos ha
entregado un mensajero a primera hora de la mañana? —preguntó
Helen. William negó con la cabeza y miró a su madre—. Es del
abogado de Malise —continuó diciendo Helen—. Madre la ha leído,
en ausencia tuya, porque el mensajero dijo que era urgente.
Hamilton ha presentado su demanda en la Corte de Sesiones, ¡y
amenaza con quitarnos a Katharine en cuestión de pocas semanas!
—No hará tal cosa —rugió William—. No te apures. —Tamsin
captó un brillo duro en sus ojos.
—Tamsin, debes de estar cansada —dijo Emma, separándose
de los otros y yendo hacia ella con una amable sonrisa que ayudó a
disipar la tensión—. Hemos pensado que mientras estés aquí
podrías compartir un dormitorio con Helen y Katharine, la hija de
William.
—Tamsin ocupará mi dormitorio —dijo William. Helen le miró con
sorpresa. El terso rostro de Emma se arrugó en un ceño de
confusión—. Son aposentos privados y cómodos —explicó.
—Es muy generoso por tu parte, William —dijo Emma—.
Podemos preparar una habitación para ti en otra parte. Mientras
Tamsin esté aquí.
—Bueno. —William suspiró y se pasó los dedos por el pelo
después de meter el yelmo bajo el brazo—. Madre —dijo—, Helen…
—Se interrumpió y se rascó la cabeza.
El aire parecía cargado de una serena tensión. Entonces miró a
Tamsin, una mirada tan directa que ella estuvo a punto de contener
la respiración ante aquella ráfaga de fuerza íntima, aquel
pensamiento compartido que pasó entre ambos. Deseó pedirle que
no dijera nada, que no hiciera aquello, pero por alguna razón no
pudo hablar. William se volvió hacia su madre.
—Tamsin y yo estamos casados —le dijo.
Aquella simple declaración produjo un profundo silencio. Ni
Emma ni Helen hicieron el menor ruido, aunque las dos se quedaron
boquiabiertas y atónitas.
—¿C-casados? —repitió por fin Helen.
—Esta mañana —contestó William.
—¿Os habéis casado precisamente hoy? —preguntó Emma—.
¿Te has casado con la hija de Archie Armstrong? —Miró a Tamsin
con los ojos muy abiertos, del mismo azul brillante que los de su hijo
—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Archie Armstrong está enterado de esto?
—No —repuso William—. Sólo lo saben los abuelos de Tamsin.
—¿Gitanos? —exclamó Emma.
—Hemos celebrado una ceremonia gitana. Una ceremonia
privada, entre nosotros.
Emma abrió la boca de par en par. A su lado, Helen miraba
alternativamente al uno y al otro.
—¿Sin un sacerdote? —preguntó Emma.
—De momento bastará con la boda gitana —dijo Will—. Es
similar al apretón de manos.
Tamsin no dijo nada, no hizo movimiento alguno, y sintió que le
ardían las mejillas. Se preguntó con consternación por qué William
había admitido ese casamiento precisamente ahora, tan deprisa;
ella no estaba preparada. Helen y Emma parecían disgustadas por
la noticia, pero a lo mejor eran demasiado educadas para protestar.
De repente le entraron ganas de dar media vuelta y salir corriendo
de la habitación, y debió de inclinarse ligeramente hacia la puerta y
mirarla fugazmente, porque William la agarró de la mano —la mano
enguantada—: y la sujetó firmemente.
—Lo hemos decidido bastante deprisa —dijo William.
—Tú… er… Son… son buenas nuevas —tartamudeó Helen—.
¿Qué dices tú, madre?
Lady Emma parecía totalmente estupefacta, su cutis traslúcido
había palidecido aún más.
—Es… maravilloso.
—Gracias. —William sonrió. Tamsin dio un leve tirón como para
zafarse de sus dedos, y sintió que él respondía con una suave
presión, una negativa a soltarla, pero no la miró.
—¿Esto… esto significa que Tamsin ya no es rehén de
Musgrave, como nos explicaste la vez anterior que estuviste aquí?
—preguntó Helen, rompiendo otro período de incómodo silencio.
—Supongo que sí —contestó William—. Aunque no tengo la
intención de decírselo. Pero sí se lo diré a Malise Hamilton —añadió
en tono grave—. Ahora tengo una esposa, lo cual suprimirá una
buena parte de su demanda legal.
Emma y Helen se miraron la una a la otra y asintieron con la
cabeza. Tamsin estaba segura de que se habían quedado de piedra.
William tocó a su madre en el hombro.
—Ya sé que es una sorpresa. Más tarde os lo explicaré mejor.
Tamsin creyó ver brillar las lágrimas en los ojos de Emma, que
ella se apresuró a hacer desaparecer.
—Estoy segura de que vais a ser muy felices —dijo, aunque se
le quebró la voz en la última palabra—. Helen, lleva a Tamsin a sus
aposentos, quizá le apetezca descansar un poco antes de comer. Le
traeremos una bañera.
—Estoy segura de que tendré algún vestido que prestarte —le
dijo Helen—. Me parece que tenemos una talla similar.
—Te lo agradezco —dijo Tamsin, convencida de que tanto Helen
como Emma pensaban que necesitaba desesperadamente un baño
y ropa decente. Se apartó la masa de pelo y volvió a dar un tirón a la
mano de William. Entonces él la soltó, pero le apoyó una mano en el
hombro. El simple calor de su contacto le pareció una auténtica
bendición.
—Ve —le murmuró William—. Mañana enviaré a Sandie a
Merton Rigg a recoger tus cosas.
Tamsin asintió, agradecida por la consideración que William
mostraba hacia ella, pero sabía que sus propias ropas, incluso su
mejor vestido, no podían compararse con los finos ropajes a los que
estaban acostumbrados William y su familia.
—Ven conmigo, Tamsin —le dijo Helen—. Te acompañaré a la
habitación de Will, donde podrás refrescarte un poco. Debéis de
estar muertos de hambre después del viaje y de… de la boda.
Todavía no está preparado el almuerzo, pero nos tomaremos unas
tostadas con azúcar y tal vez un poco de vino griego de malvasía,
servido en el gran salón. Así celebraremos que ahora tú y yo somos
cuñadas, y podrás contarme cosas de ti. Quizá vengan con nosotras
mi madre y Will. —Helen sonrió, y Emma asintió a modo de
silenciosa respuesta.
—E-eso sería estupendo —dijo Tamsin.
—Hoy es miércoles, de modo que toca pescado, por supuesto, y
tenemos salmón fresco para comer —parloteaba Helen al tiempo
que la tomaba del brazo y la llevaba consigo—. Jock y Sandie han
pescado varios salmones en el río. Mi madre vigilará al cocinero
para cerciorarse de que los prepara como es debido. Esperábamos
que llegarais hoy, a tiempo para almorzar con nosotros, ¡pero no nos
imaginábamos estas noticias!
Tamsin asintió, abrumada por el entusiasmo de Helen. Lanzó
una mirada hacia atrás con expresión de impotencia a William, que
sonreía abiertamente y contemplaba cómo se la llevaba su
hermana.
***
Tamsin removió con su cuchara de plata el guiso de salmón y
cebolla dorada con perejil, cocinado en mantequilla y pimienta, que
permanecía casi un tocar en su plato de madera, al lado de gruesos
trozos de puerro y zanahoria y un pedazo de pan de trigo recién
hecho. Su copa de plata, rebosante de vino, reflejaba el blanco
mantel de lino y las formas de los comensales sentados a la mesa
del gran salón.
Alzó la copa para tomar un sorbo del vino claro del Rhin, áspero,
fresco y sin diluir. En Merton, y entre los gitanos, por lo general se
solía mezclar el vino y la cerveza con agua para que cundieran más.
Rookhope debía de ser una casa muy pudiente para servir vinos
caros enfriados en bodegas y servidos en copas de plata, en una
comida a mitad de semana. Ni siquiera era un día festivo religioso.
También había probado vino dulce de malvasía sentada con Helen y
Emma en el gran salón. Y justo antes del almuerzo, Emma le había
ofrecido una copa de tinto de Burdeos que se sintió obligada a beber
con ellas.
La conversación continuaba en un suave murmullo a su
alrededor. Aunque ella había hablado poco, se esforzó por escuchar
la discusión sobre la reciente prohibición de tratados heréticos en
toda Escocia. Le habría gustado seguirla con mayor conocimiento
del tema y tal vez hacer algún comentario agudo, como habían
hecho otros. A decir verdad, sabía poco de aquellas cuestiones, y
perdía una y otra vez el hilo de la conversación.
Sabía que tenía que obligarse a sí misma a comer más, pues no
había tomado nada desde el amanecer, pero al parecer tenía un
nudo en el estómago. Estalló una carcajada a lo largo de la mesa.
No había oído el chiste, y cogió nerviosa la copa de vino para beber
y así disimular su confusión. El delicioso y picante sabor del vino
pasó a través del nudo del estómago como no podía hacerlo la
comida, y alivió un poco su nerviosismo.
—De todos modos, tu hermano ha de tener cuidado —decía lady
Emma—. Sigue los escritos de los líderes protestantes en el
Continente con ávido interés. Le he escrito para rogarle que no
compre más obras; ahora que está prohibido importar o vender esas
cosas, o siquiera leerlas, dentro del reino de Escocia, ha de ser
especialmente prudente.
—Geordie es un hombre sensato, madre —dijo William—. Se
valdrá de su buen juicio. Posee un intelecto curioso, quiere entender
todos los cambios que se producen en el entramado de la Iglesia, y
está decidiendo si seguir siendo un hombre de la Iglesia o regresar
a casa.
—A veces es más seguro y más inteligente ser un hombre
piadoso que ser un hombre de Dios —dijo Helen—. Los hombres
que han predicado las nuevas ideas han terminado en la hoguera
por herejes. Geordie debe andarse con cuidado, como dice madre.
William estaba sentado junto a Tamsin en el lado alargado de la
mesa, con lady Emma a su derecha. Helen estaba situada frente a
ellos, junto a Sandie Scott. Todos comían con buen apetito y
participaban en la conversación con energía, mientras que Tamsin
observaba y escuchaba y de vez en cuando mordisqueaba algo o
tomaba un sorbo de vino.
—El salmón está delicioso —comentó William al tiempo que
cortaba el pescado con el cuchillo y se llevaba otra porción a la
boca.
—Tengo entendido que el salmón escocés se vende a una
corona la pieza en los mercados ingleses —dijo Emma—. Este nos
ha salido gratis del río. —Sonrió a Sandie, el cual le devolvió una
sonrisa de oreja a oreja.
—Cordero, vaca, lo que os plazca, lady Emma; todo es vuestro
gratis —dijo Sandie—. Tomado prestado de los ingleses y servido
por los tipos más inteligentes del apellido Scott.
Emma rió con ganas.
—Será mejor que no sepa de dónde proviene —dijo en tono de
suave reprimenda—. Guárdate tus historias de ladrón de ganado.
—Tamsin, ¿te gusta la comida? —preguntó Helen—. No has
comido gran cosa.
—Está deliciosa —respondió Tamsin—. Gracias. Me parece que
no tengo tanta hambre como creía.
William la miró.
—Ese vino es bastante fuerte —murmuró en voz baja—. Prueba
un poco de pan por lo menos, si no tienes hambre, o te sentará mal.
Ella negó con la cabeza, silenciosa y testaruda. No le resultaba
nada fácil comer el pan con una sola mano, pues no podía cortarlo
ni partirlo sin mostrar su mano a toda la mesa. De modo que cerró
en un puño la mano deforme y tomó otro sorbo de vino. Sabía
fresco, y cada sorbo le parecía más dulce y suave.
Helen se inclinó hacia adelante.
—Después de irte a vivir con tu padre, Tamsin, ¿pasaste mucho
tiempo con los gitanos?
—Pasaba los veranos con la familia de mi madre. Todavía los
veo cuando aparecen por la zona.
—Me resulta fascinante —dijo Helen—. Además, dices que
hablas la lengua egipcia de ellos. ¿También sabes decir la
buenaventura, como las mujeres gitanas?
—Hablo el romaní, que es una lengua hablada hace siglos por
una raza de reyes y príncipes de los que descienden los gitanos —
explicó Tamsin—. Y mi abuela me enseñó la quiromancia y a leer en
las cartas.
—¡Oh! ¿Sabes leer los tarocchi? —exclamó Helen. Extendió una
mano para coger la jarra de peltre que contenía el vino y rellenó su
copa y la de Tamsin sin dejar de hablar.
—Sí, así es. —Tamsin tomó otro sorbo del vino recién
escanciado. Por el rabillo del ojo, vio que William la observaba
ligeramente ceñudo. Le puso cara de pocos amigos y volvió a beber.
El dejó escapar un suspiro y se volvió hacia el otro lado para
contestar a una pregunta de su madre.
—Nos leerá la palma de la mano, madre —dijo Helen, sonriente
—. Me gustaría ver cómo lee Tamsin los tarocchi. Sé que existe un
juego que se puede jugar con las cartas de figuras, pero nunca he
conocido a nadie que sepa leer el destino en ellas.
—No sólo los gitanos saben leer el futuro —intervino Sandie—.
También lo hacen los escoceses. Yo tengo una anciana tía que
adivina el futuro en los huesos de oveja, y lleva años recibiendo
visitas de gente debido a su habilidad. Gana un buen dinero con
ello.
—Parece mucho más bonito leer el futuro en las cartas de
figuras —dijo Helen—. Tamsin, ¿querrás hacerlo para nosotros? Will
tiene una baraja de cartas tarocchi, María de Guisa se la regaló
como obsequio de Año Nuevo hace varios años.
—La tengo en alguna parte, en efecto —dijo William—. Llevo
mucho tiempo sin jugar los juegos de los tarocchi y minchiate.
—A lo mejor una tarde puedes; leernos también la palma de la
mano —añadió Helen. Parecía emocionada, con el rostro
arrebolado, y Tamsin le sonrió.
—Estaré encantada de hacerlo —contestó. Sintió subir una
pequeña burbuja de aire y se llevó una mano a la boca.
—Yo preferiría jugar a las cartas y sacarte unos cuantos
peniques, Helen —repuso Sandie—. Una buena partida de algún
juego conocido, y no ese tonto tarockie.
—Sandie, ¿dónde está Jock? —preguntó lady Emma.
—Ha vuelto a Lincraig, y a visitar a su hermano que está en
Blackdrummond —contestó Sandie—. Él y yo tenemos intención de
salir esta noche, si te interesa, William —añadió.
Helen lanzó una exclamación.
—¡Es su noche de bodas!
—Otra noche, entonces —murmuró William—. ¿Ha vuelto a
desaparecer ganado de los campos?
—Últimamente no. En estos momentos no tenemos pensado
devolverle favores de ésos a ningún granuja. Jock tiene una cita con
la chica que le gusta, en el lado inglés.
Emma lanzó un suspiro.
—La muchacha Forster. Perder el corazón por una joven que
está prometida a Arthur Musgrave no es precisamente lo más
sensato que ha hecho, aunque en general Jock tiene la cabeza
sobre los hombros.
Tamsin se irguió en su asiento.
—¿Arthur Musgrave? —preguntó.
—Sí —le respondió William—. Está comprometido con Anna
Forster, una prima de Ned. Pero ella y Jock se conocieron hace
unos meses y parece ser que se gustaron el uno al otro, aunque la
familia de ella la ha emparejado con el hijo de Jasper Musgrave.
—No se casará con Arthur —dijo Tamsin. De pronto se sentía
osada, y se enderezó aún más—. Lo he visto en la mano de él.
Arthur la perderá por otro, pero más tarde encontrará una esposa y
será mucho más feliz, creo. Sí, eso creo. —Asintió con la cabeza y a
continuación frunció el ceño—. Aunque es una pequeña sabandija,
ese Arthur —musitó—. Una verdadera sabandija.
Helen contuvo una exclamación.
—¿Adivinaste que Arthur perdería a Anna por otro hombre?
Madre, ¿has oído? ¡Hemos de decírselo a Jock!
—No se lo digáis a Jock —se apresuró a decir Tamsin—. Si su
destino es estar con Anna, así sucederá, aunque ella esté
comprometida en este momento. Si han de estar juntos, el destino
se encargará de unirles. —Levantó la vista hacia William y obedeció
el irresistible impulso de sonreír de oreja a oreja.
William se echó a reír, una carcajada breve y escueta, y miró a
otra parte mientras se frotaba la mandíbula con sus largos dedos y
sacudía la cabeza en un gesto negativo.
—William —intervino Emma—. ¿Has hablado con Jock de su
locura por esa muchacha inglesa? Puede que se meta en líos.
—Está enamorado de esa joven, así que no le he dicho nada. Es
un hombre astuto, madre, conoce los riesgos.
—Está arriesgando el corazón y también la vida. —Mientras
hablaba, cortaba el salmón en pequeños trozos con la cuchara y el
cuchillo.
—No podemos quejarnos, mientras sea feliz —dijo William.
Tamsin, que observaba atentamente a Emma, tomó su cuchara y
trató de sostenerla del mismo modo, frunciendo el ceño mientras se
concentraba. El mango parecía resbaladizo, y la cuchara acabó
cayendo al suelo. Se inclinó para buscarla, pero William se agachó,
la recogió y se la entregó de nuevo con una mirada agria. Ella le dio
las gracias, sonriente.
—Puedes dejar fuera las cucharas, Willie —añadió, y soltó una
risita.
Él frunció el entrecejo como si no pensara nada bueno de aquel
chiste.
Alguien rió. Tamsin levantó la mirada, pero los demás parecían
estar comiendo afanosamente en aquel momento.
—Sí, es cierto, Jock parece muy feliz últimamente —dijo Emma
al cabo de unos instantes. Suspiró, y se limpió la boca con una
servilleta bordada. Tamsin se llevó su servilleta a los labios
imitándola cuidadosamente, queriendo lograr el mismo gesto
elegante—. Aunque temo que Anna Forster le rompa el corazón
antes de que él razone —continuó Emma.
—No le romperá el corazón—dijo William. Mientras decía esto,
apartó la copa de Tamsin fuera de su alcance. Ella le miró con
sorpresa, pero él no le devolvió la mirada.
—¡Haremos que Tamsin lea su futuro en las cartas!—exclamó
Helen….
—No puedo hacer eso, a menos que me lo pida Jock —dijo
Tamsin, negando solemnemente con la cabeza, un movimiento que
la mareó.
—Se lo pediré —declaró Helen.
—Jock se echará a reír —replicó Sandie—. No le gustan mucho
los trucos de los gitanos. Ese muchacho es dueño de su propio
destino y de su propia fortuna.
—No es un truco de gitanos ver el destino en nuestras vidas —
dijo Tamsin—. El destino nos afecta a todos. Fue el destino el que
trajo a Willie…
—Tamsin —la interrumpió William—. Tal vez te apetezca
descansar un rato.
Tamsin, dispuesta a negarse, volvió la vista hacia él, y al girar la
cabeza toda la habitación giró a su alrededor. Depositó la servilleta
en el borde de la mesa, de donde no tardó en caerse al suelo. La
miró consternada.
—Creo —dijo— que voy a descansar un rato. —Se puso de pie
—. Lady Emma, la hospitalidad ha sido deliciosa.
—Le ha gustado la comida —dijo William a su madre.
—Tamsin, he pedido que te preparen un baño caliente en el
dormitorio de William —dijo lady Emma.
—Y yo he escogido unos cuantos vestidos y otras cosas que
prestarte, si quieres —dijo Helen—. Las he dejado en tu habitación.
—Es muy amable por tu parte —contestó Tamsin. Uno de sus
pies descalzos parecía doblársele, y se tambaleó ligeramente.
—¿Quieres que te acompañe alguien? —le preguntó William.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Crees que estoy achispada —se inclinó hacia él—, monada?
—Tamsin —rugió él.
—Sé encontrar sola tu habitación, Helen me llevó allí para que
me lavara las manos. Y los pies —respondió la muchacha en tono
preciso.
Salió de la estancia con la cabeza bien alta y se golpeó
ligeramente en el hombro contra el marco de la puerta al pasar.
Empezó a subir la escalera de caracol y se dio cuenta de que tenía
que atacar lentamente cada peldaño e ir apoyando la mano en la
rugosa pared curva para sostenerse.
En el descansillo había una puerta que conducía al conjunto de
habitaciones que formaban los aposentos privados de William.
Tamsin atravesó la primera de ellas, una pequeña biblioteca que
contenía libros en unas alacenas y una mesa con sillas. Pasó los
dedos por la madera lisa de los muebles y abrió una puerta que
daba a la estancia contigua, el dormitorio propiamente dicho. Más
allá de aquella habitación había otras dos más: una pequeña
antecámara en la que se veía una cuna de niño y un armario, y un
minúsculo guardarropa.
Merton Rigg era un buen castillo, se dijo Tamsin, pero su sencilla
estructura y sus útiles cámaras no podían compararse con
Rookhope Tower. Tanto la biblioteca como el dormitorio contaban
con suelos de madera pulimentada, techos pintados, paredes
blanqueadas y adornadas con tapices y muebles de buena factura.
Las habitaciones estaban pobremente iluminadas, pues las
ventanas eran pequeñas y escasas. Había gran número de velas y
apliques en la pared, ya encendidos, y en la chimenea del dormitorio
ardía un fuego luminoso y fragante.
Tamsin cerró la puerta y paseó por el interior de la estancia,
agarrándose del poste de la cama para sostenerse, pues tuvo la
sensación de que toda la habitación giraba. Unos cortinajes de
damasco y un dosel de un color verde oscuro rodeaban la cama de
madera de nogal, sobre la que se veían varias almohadas bordadas
apoyadas contra el cabecero.
El suelo bajo sus pies estaba lleno de juncos frescos, y junto a la
cama había un arcón de madera de tapa lisa y cubierta por una
pequeña y brillante alfombra turca. Se fijó en que sobre la cama
estaban estirados un vestido de brocado negro ribeteado de oro,
otro de seda azul oscuro, una capa, varias camisolas, medias y una
variedad de accesorios. Tocó los relucientes objetos y dejó escapar
un suspiro.
Se pasó los dedos por el pelo y suspiró otra vez, enfadada
consigo misma por ser tan idiota. Se daba cuenta de que había
permitido que el vino le soltara la lengua en la comida y que se
había mostrado falta de toda dignidad y ruda de modales. Si las
mujeres de Rookhope habían obtenido una pobre impresión de ella
cuando llegó, seguro que ahora la tenían peor.
Vio una bañera colocada junto a la chimenea, llena de agua. Fue
hasta ella y se detuvo un momento para desprenderse de la capa y
la falda. Después se levantó el borde de la camisola y se introdujo
en el agua humeante que olía a lavanda y a laurel. El calor húmedo
fue como una caricia para sus pies y sus piernas, y terminó
quitándose del todo la camisola y dejándola caer flotando al suelo
para meterse poco a poco en la bañera, que era tan estrecha que
tuvo que sentarse con las rodillas levantadas contra el pecho.
Suspiró otra vez mientras se echaba agua por los hombros y
aspiraba el vapor, con la esperanza de que ello aliviase el dolor de
cabeza que había empezado a vibrar en sus sienes y tal vez
despejase el sopor provocado por la bebida.
Pero nada podría disipar la certeza de que se había comportado
como una idiota en el almuerzo.
Sobre el suelo de la chimenea había un platillo de jabón y un
montón de toallas de lino dobladas. Cogió una de ellas, la hundió en
el agua y se la pasó por la cara con un sonoro gemido de
lamentación.
Capítulo 18

Y cuando llegó a la alcoba de la dama,


zarandeó el pestillo;
la dama cumplió su promesa,
se levantó y le dejó entrar.
«Glasgerion»
William llamó otra vez a la puerta exterior.
—¿Tamsin? ¿Estás despierta?
Oyó sólo silencio, golpeó de nuevo, suave pero persistente. Por
fin abrió la puerta y cruzó la biblioteca, oscura y silenciosa, y fue a
llamar a la puerta que conducía al dormitorio. Silencio. Empujó la
puerta sin pestillo y vio tan sólo sombras y el parpadeante
resplandor del fuego.
—¿Tamsin?
Penetró en la habitación en penumbra, y en ese momento oyó un
crujido y un chapoteo, y volvió la vista hacia la chimenea. Entonces
descubrió a Tamsin llevándose una toalla a los pechos para
cubrirse. La muchacha, con el pelo mojado y una expresión de
sorpresa en el rostro enrojecido, le miraba con los ojos muy
abiertos.
—Te pido perdón —dijo William, y se volvió rápidamente, aunque
no antes de ver a la luz del fuego la curva de sus senos y el suave
brillo de sus brazos y sus hombros desnudos—. No pensé que
fueras a estar en la bañera. Creí que estarías descansando.
—Bueno, me estoy bañando. Hasta los gitanos se bañan —
replicó Tamsin—. Estoy despejándome la cabeza de los efectos del
vino y echándome a mí misma una buena reprimenda. ¿Vas a
reprenderme tú también? Ya que eres mi esposo, supongo que
tienes derecho a estar aquí.
—No según lo que hemos pactado —contestó él, volviéndose del
todo.
—Estas habitaciones también son tuyas. Como le has dicho a tu
madre que estamos casados, al parecer es indiscutible que querrás
compartir tus aposentos conmigo. —William oyó una serie de
chapoteos.
—Me iré —dijo, yendo hacia la puerta.
—Quédate —replicó ella—. Necesito que estés aquí.
—¿Que me quede? —Se giró, sorprendido.
Tamsin se encontraba de espaldas a él, con las manos
levantadas para enjabonarse vigorosamente el pelo mojado.
—Sí. Tengo que bañarme y vestirme todavía para otra comida y
otra cuba de vino, y necesito un poco de ayuda para prepararme.
—Diré a Helen que venga, o a la doncella —repuso William.
Tamsin interrumpió un instante el enjabonado, con las manos
llenas de espuma, y miró por encima del hombro.
—No puedo pedirles a ellas que me ayuden —dijo—. Has de ser
tú, si es que quieres que vaya vestida como corresponde.
Él la miró de soslayo y se pasó una mano por el pelo.
—¿Quieres que yo te peine el cabello y te abroche el vestido?
—Eres mucho más capaz de hacerlo que yo —respondió ella al
tiempo que se inclinaba para coger agua en las manos y echársela
sobre el pelo lleno de jabón. Puedo bañarme sola, pero no puedo
vestirme deprisa ni fácilmente con esas ropas que me ha dejado tu
hermana. Sería una tarea que me llevaría toda la noche, y aun así
no terminaría bien vestida del todo. —Se echó más agua por la
cabeza—. Y en este preciso momento no tengo paciencia para eso.
William, al observarla, lo comprendió de pronto: su mano
izquierda, desnuda y cubierta de espuma, funcionaba tan
eficientemente como la derecha en la tarea de lavarse la cabeza; se
movía como dedos dentro de una manopla, cogiendo agua y
masajeando el cabello. Pero el trabajo más minucioso de atar,
anudar y abrochar botones que requería un vestido complicado y
sus accesorios sería un verdadero reto para su capacidad, y sin
duda alguna sería demasiado para su paciencia, pues William se
daba cuenta de que la muchacha poseía muy poca.
No era de extrañar que vistiera siempre ropa sencilla, camisolas
y faldas, capas, nada de zapatos… Incluso las calzas, las camisas y
los jubones le resultaban mucho más fáciles de manipular, con su
espíritu independiente y aquella mano izquierda más pequeña de lo
normal. Los atuendos complicados requerían dedos diestros y a
veces la ayuda de una doncella que aportara otro par de manos.
Sospechaba que Tamsin Armstrong jamás había aceptado la ayuda
de nadie en tales asuntos. Hasta ahora.
Permaneció de pie en silencio, contemplando cómo Tamsin se
lavaba el cabello a la luz del fuego, que se derramaba sobre los
frágiles contornos de su espalda desnuda y sus esbeltos hombros.
La curva de sus senos, escondidos detrás de las Rodillas
levantadas, daba una pista de la plenitud de los mismos. Se fijó en
su mano izquierda, medio hundida en los bucles oscuros y húmedos
de su cabello, y se dio cuenta de que Tamsin no había expuesto
aquella mano a la vista de su familia durante el almuerzo, ni
tampoco antes. De repente lo comprendió todo, como un puñetazo
en el estómago; ya sabía por qué había comido tan poco y por qué
el vino se le había subido tan rápidamente a la cabeza.
Tamsin no quería enseñar la mano.
Qué idiota había sido, se dijo a sí mismo, al no ver el sufrimiento
que ella debía de haber soportado. Podría haberle cortado el pan,
haberle ofrecido algo de comida ya troceada de su propio plato, tal
como habría hecho un recién casado, para que ella no hubiera
tenido que quedarse sentada y callada, muerta de hambre con tal de
proteger su orgullo.
—Está bien—dijo suavemente—. Te ayudaré.
Ella hizo una pausa al oír la respuesta y a continuación siguió
frotando y aclarando. William se situó a su espalda e hincó una
rodilla en el suelo, junto a la bañera. Tamsin se sobresaltó
ligeramente al verle tan cerca. Él cogió un cubo de agua que estaba
junto al fuego y lo alzó por encima de su cabeza. Le tocó con la
mano el cabello mojado y lleno de espuma, percibiendo el aroma a
rosas que ascendió hasta él, cálido y brumoso, con el vapor del
agua de la bañera.
—Necesitas agua limpia —le dijo—. Vas a pasarte la noche
entera aclarándote el pelo de ese denso jabón de Flandes.
Sus senos se veían bordeados de espuma de jabón, semejante
a un borde de encaje. Se los cubrió cruzando los brazos e inclinó de
nuevo el cuello para que él le aclarase la cabeza. William le vertió
por encima un centelleante chorro de agua al tiempo que le iba
retirando la espuma con la mano. Pronto el cabello de Tamsin quedó
reluciente como ébano lavado por la lluvia.
Tamsin levantó la cabeza y se pasó la mano derecha por el pelo
conservando la izquierda cerrada contra el pecho. Sus dedos
resbalaron sobre los de William y se detuvieron allí por espacio de
unos instantes. Ese breve contacto fue suficiente para hacer que el
corazón acelerara sus latidos.
—Gracias —dijo, y de pronto cerró los ojos y se frotó la frente.
William notó que su brazo izquierdo apretaba una toalla mojada
contra el torso.
—¿EstáS bien? —Je preguntó—. ¿Te duele la cabeza?
—Un poco —contestó ella. Sus ojos cerrados se veían en
sombra, y la cabeza y el rostro, con el pelo mojado echado hacía
atrás, aparecieron bellamente formados, con altos pómulos y
facciones elegantes y equilibradas. William la contempló, fascinado
por la fuerza y la simplicidad de aquella belleza, y su cuerpo se
agitó, se endureció, se le aceleró la respiración. A la luz del fuego,
húmeda y desnuda, era más una sirena que cualquier mujer que él
hubiera visto nunca. Estaba seguro de que ella no era consciente
del poder de su propio atractivo.
Pero él si era muy consciente. Recordó que había prometido
respetar la castidad entre ellos, se apartó ligeramente y bajó la
mano, como si el hecho de distanciarse pudiera reducir la intensidad
de lo que sentía. Pero descubrió que no surtía ningún efecto.
—No he comido mucho, y he bebido bastante vino —dijo Tamsin
al cabo de un instante—. No estoy acostumbrada a las bebidas
fuertes.
—Ya lo sé —murmuró él—. Le he dicho a mi madre que era
probable que estuvieras más acostumbrada a beber vino aguado o
cerveza ligera.
Ella asintió, y una pequeña arruga se le formó entre las cejas.
—Oh, William —dijo, tapándose los ojos con la mano derecha,
de dedos esbeltos y gráciles—. Estoy avergonzada.
—Vamos, pequeña, no hay motivo —repuso William—. Mi madre
y mi hermana opinan que eres bonita y encantadora.
—¿Bonita y encantadora? —repitió Tamsin—. Si han dicho eso,
sólo están siendo educadas. ¡Seguro que me consideran un
desastre! Sucia, harapienta, sin modales ni vestimenta adecuada,
atontada por el vino…, ¡Vaya una esposa para el señor de
Rookhope, dirán! —Sacudió la cabeza otra vez, e hizo un gesto de
dolor a causa de la jaqueca—. Menos mal que no soy de verdad tu
esposa.
William le pasó las manos por el pelo para peinarle los bucles
empapados de agua y dejó que sus dedos le presionaran un
momento las sienes.
—Bueno —dijo con suavidad—, Helen rió encantada al ver cómo
se te caía la cuchara y la servilleta. Dice que era como contemplar la
actuación de un juglar. Y Sandie está bastante impresionado; dice
que estabas lo bastante borracha como para caerte al suelo y sin
embargo saliste de la habitación caminando como una reina. No has
podido por menos de ganarte su respeto.
Tamsin hizo una mueca.
—No puedo enfrentarme a ellos otra vez.
William contuvo una sonrisa.
—Mi madre piensa que eres un tesoro.
Tamsin abrió un poco los dedos para mirarle.
—¿Ha dicho eso?
—Casi. La hiciste reír, Tamsin. Rara vez la he visto reírse así…,
no de ti —se apresuró a añadir cuando ella le miró horrorizada—,
sino porque disfrutó inmensamente de la comida. Ha sugerido que
en la próxima comida tal vez debieras ingerir algo sólido además del
vino.
Tamsin gimió.
—Diles que no puedo bajar a cenar —rogó—. Diles que no podré
bajar nunca. Diles que has decidido recluirme en estas habitaciones
durante las dos semanas que exige Musgrave. Oh, William,
William…, ¿qué es lo que he hecho?
A él le gustó la forma en que sonaba su nombre pronunciado por
los labios de ella, un sonido que le hizo estremecerse.
—¿Qué has hecho, dices? —repitió con dulzura—. ¿Hacer reír a
mi solemne hermana? ¿Provocar una sonrisa en los labios de mi
madre, viuda y de luto por segunda vez en su vida? Dime, ¿qué has
hecho que no sea bueno?
—Demostrar que soy una gitana ignorante y nada más que una
atracción de feria, una muchacha repugnante que no merece ser la
esposa de un gran señor —respondió Tamsin impulsivamente—. Te
dirán que me enseñes la puerta y que te busques una mujer
adecuada para casarte. Y no creo que tú protestes mucho —agregó.
—Soy yo quien debe decir quién ha de ser la señora de mi casa.
Ella le miró con los párpados entornados.
—Estabas molesto conmigo, vi cómo me mirabas. Estabas
dispuesto a enseñarme la puerta.
William negó con la cabeza.
—Creo —dijo— que eres la hija de Archie Armstrong hasta la
médula de los huesos.
—¿Qué quiere decir eso?
—Una lengua ágil para hacer bromas —repuso él—. Yo mismo
me habría reído en voz alta, tonta, si no estuviera tan preocupado y
ansioso de que los míos te recibiesen bien. Pero me parece que les
has gustado incluso más borracha como una cuba que si Te
hubieras presentado vestida de encajes y brocados y hubieras
tomado la sopa primorosamente con una cuchara de oro.
Mientras Tamsin le miraba en silencio, boquiabierta, él tomó una
toalla del montón y empezó a frotarle la cabeza con ella para secar
el agua.
—Vamos a vestirte, pues. Helen está deseando ver si el vestido
te sienta bien.
—De-debería —contestó Tamsin con voz amortiguada por la
toalla—. Nos parecemos mucho en la talla.
—Mi madre ha sugerido que Helen te regale algunos de sus
mejores vestidos y accesorios y que ella se haga ropa nueva.
—¿Regalarme a mí buenos vestidos? Una ropa tan buena,
¿como regalo? Yo… eso… sería maravilloso.
—Le he dicho que era un buen plan. Que yo recuerde, te gustan
bastante las ropas bonitas y de calidad.
Ella se encogió de hombros.
—Bastante.
William sonrió para sí mismo.
—Bien. Helen parece contenta con la idea. Se toma tan poco
interés por su aspecto que creo que mi madre se ha alegrado de ver
hoy esa chispa de entusiasmo en ella.
—Pero si es muy bonita, y viste como una princesa.
—Ahora viste de modo sencillo, en comparación con lo que le
gustaba antes —replicó William—. Y piensa que es repugnante.
Tamsin levantó la vista hacia él.
—¿Por esas cicatrices que tiene en la cara?
William afirmó con la cabeza.
—No sale a menos que tenga que hacerlo, y en ese caso sólo
llevando el velo de viuda. Y apenas habla con las personas que
vienen de visita. Me alegró ver que tú le gustaste de inmediato. —
Cogió una toalla de lino más grande y se puso de pie—. ¿Lista?
—Sí. Date la vuelta —dijo Tamsin innecesariamente, pues él
sacudió la toalla, se la tendió y se volvió de espaldas.
Unos leves chapoteos, un ruido sordo, y William sintió que ella
cogía la toalla. Un momento después, abrió los ojos y la vio de pie
junto a él, envuelta en la toalla y mostrando sólo los hombros y los
brazos.
La contempló, percibiendo el calor húmedo que desprendía su
piel e inhalando el olor a rosas. Ella tenía la piel y las mejillas
sonrosadas, y los ojos de un verde traslúcido como el cristal. El
corazón le latió con fuerza y todo su cuerpo volvió a estremecerse,
obstinado, como si fuera un jovenzuelo. Se aclaró la voz para decir:
—Vamos a necesitar un peine. —Le miró el pelo, una masa de
suaves mechones negros que le caían más allá de los hombros.
Girando sobre sus talones, fue hasta la cama y rebuscó con mano
incierta entre los objetos que Helen había depositado allí. No estaba
seguro de qué eran todas aquellas cosas, pero logró encontrar entre
ellas un peine de suave marfil. Cuando se dio la vuelta con él,
Tamsin estaba de pie a su lado, junto a la cama, sujetando la
voluminosa toalla alrededor de sí y acariciando el vestido negro con
una expresión de admiración en el rostro.
En realidad había visto algo más de ella en otras ocasiones,
breves vislumbres de sus piernas esbeltas y musculosas, y aquella
deliciosa visión en la bañera; pero el hecho de saber que estaba
desnuda y oliendo a rosas, una mujer cálida y receptiva bajo aquella
toalla, hizo que le entraran deseos de arrancarle aquel pedazo de
tela y tomarla en sus brazos.
Dios santo, pensó. Ella estaba allí de pie junto a su cama, su
esposa. No podía decirse cuan loco había sido al desposarla de
aquella manera y prometerle castidad. La lujuria forcejeaba con el
honor. Lanzó un suspiro y le entregó el peine.
Tamsin se sentó en el borde de la cama y empezó a pasarse el
peine de marfil por el cabello y a intentar desenredarlo con ligeros
gestos de dolor hasta que por fin se mordió el labio y musitó algo en
lo que supuestamente era lengua romaní, y supuestamente algún
juramento.
—Dámelo —dijo William con un suspiro, y se sentó a su lado en
el borde de la cama. Le pasó los dedos por el pelo para desenredar
los nudos y sacudir parte de la humedad y después empezó a pasar
el peine por partes, estirando los rizos, trabajando los más difíciles
con dedos pacientes.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás y emitió un leve gemido.
William deseó que no hubiera hecho eso, porque su cuerpo
respondió inmediatamente, pero continuó peinando, estirando,
desenredando.
—Solía hacerle esto a Helen cuando era pequeña—explicó—,
cuando mi madre estaba ocupada con Geordie después del baño y
nadie más tenía la paciencia necesaria para desenredarle el cabello.
Bajo esas cofias que lleva constantemente tiene el pelo casi tan
rizado como tú. Yo se lo peinaba y le narraba cuentos. —Rió
ligeramente al recordar.
—Will —preguntó Tamsin, volviendo a medias la cabeza—, ¿qué
le ocurrió a Helen?
—La viruela —contestó él—. Hace seis años, ella y su marido
cayeron enfermos al mismo tiempo. Helen sobrevivió, pero su
marido murió a causa de la fiebre. Apenas llevaban seis meses
casados.
Tamsin lanzó una exclamación y se giró.
—¡Oh, William! ¡Qué triste! Es una persona amable y cariñosa, y
lleva muy bien su pena. —Bajó los ojos—. ¿Es por eso por lo que no
ha vuelto a casarse? ¿Por las cicatrices?
William dejó el peine.
—Sí —contestó—. Por eso, y porque todavía echa de menos a
su esposo, creo.
Tamsin asintió y se miró las manos unidas en el regazo.
—Comprendo por qué se esconde de los demás. Es triste que
crea que debe esconderse, porque es muy bonita, aunque ella no lo
sepa. Las cicatrices apenas saltan a la vista al cabo de un rato.
William la miró fijamente y juntó las cejas en el ceño con aire un
tanto reflexivo.
—A lo mejor tú puedes decirle eso algún día. A ella le gustaría
oírtelo decir a ti.
Tamsin se encogió de hombros.
—¿Por qué va a importarle lo que yo piense?
William ladeó la cabeza.
—¿Por qué no has querido tú mostrar tu mano hoy?
Ella volvió la cara.
—Ya sabes por qué. —Cerró la mano en un puño y la cubrió con
la mano derecha.
—Igual que yo no veo las cicatrices de Helen cuando la miro —
dijo el escocés—, no veo diferencias importantes entre tu mano
izquierda y tu mano derecha. —Le tocó el brazo izquierdo—. Pero tú
sí las ves, pequeña.
Ella movió la cabeza negativamente y se apartó de aquel ligero
contacto.
—No —replicó—. No es lo mismo que lo de Helen.
—¿Y por qué no? —preguntó William, volviendo a coger el peine
y reanudando la tarea.
—Nadie piensa que Helen sea malvada porque la viruela la dejó
marcada.
Él lanzó un suspiro y se la quedó mirando con el peine inmóvil en
la mano.
—¿Tú crees que fuiste visitada por el mal?
—Yo… yo no lo creo —respondió ella, titubeando—. Pero otros
sí.
—Los ignorantes pensarán lo que se les antoje —dijo William—.
¿Por qué has de preocuparte? Tú sabes lo que eres.
La oyó reír suavemente, insegura.
—¿Y qué soy?
—Hermosa —susurró él—. De verdad.
Tamsin agachó la cabeza, y la masa de cabello húmedo y rizado
resbaló hacia adelante. William observó cómo sus hombros
desnudos se curvaban bajo el peso de sus pensamientos, de su
incertidumbre, pero no dijo nada.
—Ven aquí —dijo, y se puso en pie con la mano extendida. Ella
le miró con sorpresa, él insistió con la palma vuelta hacia arriba—.
Ven aquí. Dame la mano, quiero enseñarte una cosa.
Tamsin se sujetó la toalla alrededor y se levantó, ofreciéndole la
mano derecha. William aguardó, pacientemente y en silencio, a que
le enseñara la izquierda. Ella titubeó, pero acto seguido cambió las
manos de forma que fuera la derecha la que sujetase la toalla y
quedase la izquierda libre, cerrada en un puño, para tendérsela a él.
Tenía los ojos muy abiertos y una expresión casi de miedo.
—Pequeña —suspiró William—. ¿Qué te han hecho con esa
tonta superstición? —Deslizó los dedos suavemente alrededor de la
mano y tiró de ella—. Ven conmigo.
La llevó consigo hasta la biblioteca. A la tenue luz de la única
vela que ardía en la mesa, fue con ella hasta un armario, lo abrió y
reveló los libros que contenía. Le sujetó la mano con firmeza
mientras pasaba un dedo por el lomo de unos doscientos
volúmenes, tumbados y apilados de dos en dos o de tres en tres,
coleccionados a lo largo de los años. Mientras buscaba, vio que
Tamsin tocaba el pequeño globo de madera que descansaba sobre
la mesa, en una montura de bronce. Deslizó los dedos a lo largo de
la superficie pintada y en relieve, y el globo giró lentamente, lo cual
le arrancó una leve exclamación de sorpresa.
—Es una esfera terrestre —explicó William—. Hecha en
Alemania. La compré en uno de mis viajes. —Tamsin asintió con un
gesto. La tocó de nuevo y se quedó contemplando cómo giraba bajo
su mano.
William encontró por fin el libro que buscaba. Lo sacó hábilmente
con una mano, sin soltar a Tamsin, y fue hasta la mesa, donde lo
apoyó y empezó a pasar las hojas hasta dar con lo que necesitaba.
—Este es un tratado escrito por un médico flamenco hace unos
diez años —le explicó—. Ven, quiero que eches un vistazo a estas
páginas —señaló.
Tamsin se inclinó hacia adelante, con la mano ya más relajada
en la de William, el puño abierto como una flor dentro del cálido
encierro de la mano de él. William la rodeó con sus dedos y sintió
cómo su pulgar se deslizaba sobre el suyo.
Dejó escapar una ligera exclamación al mirar las dos páginas
que él había abierto. Contenían una serie de dibujos a tinta que
detallaban brazos, piernas, pies y manos. Algunos no eran más que
meras ilustraciones de la parte exterior del cuerpo, y otros eran
reproducciones anatómicas de los músculos y los huesos. Todas
eran imágenes de deformidades.
—Son todas… como yo —dijo—, de maneras distintas. Pero
cada una es… diferente. —Escudriñó el texto—. Sé leer latín… Aquí
dice que a veces las personas nacen con miembros de… de
diversas formas, fuera de lo normal. Y que aun así están sanas y no
sufren ninguna enfermedad o efecto nocivo… Todo está bien en
ellas, y no necesitan que ningún médico las repare o las cure. No se
las debe compadecer ni sospechar de ellas… sino que debe
considerárselas personas sanas…, son parte de la maravillosa e
infinita…
—La maravillosa e infinita variedad de la naturaleza en todos sus
aspectos —tradujo William con ella.
Tamsin se enderezó y miró fijamente al escocés. Luego volvió a
inclinarse y continuó leyendo. Extendió la mano para tocar el texto, y
estuvo a punto de soltar la toalla de lino. Retiró la otra mano de la de
William, agarró la toalla en la derecha y siguió el texto en latín con la
punta de la izquierda, donde le crecía una pequeña uña ovalada, tan
bonita como cualquier uña que William hubiera visto nunca.
La observó y esperó mientras ella leía una y otra vez,
vocalizando el latín para sí misma, traduciendo en susurros. Giró la
mano maravillada y estudió las imágenes que ilustraban la página.
Había un dibujo de una mano parecida a la suya, y recorrió su
contorno con el dedo.
Por fin se volvió y miró a William.
—Gracias —le dijo—. Te agradezco que me hayas enseñado
esto. ¿Quién es este hombre? —Volvió a mirar el libro.
—Un médico, científico y filósofo, fascinado por el mundo que le
rodea y que lo estudia constantemente para aprender de él. Un
hombre culto, inteligente y sabio. No es un hombre muy insólito,
dados los tiempos que corren; hay muchos como él. Rechazan los
miedos y las supersticiones de las viejas enseñanzas y algunas de
las teorías más antiguas de la medicina, la ciencia y la filosofía. La
Iglesia está desmembrándose, perdiendo su poder sobre el mundo
culto, mientras que el pensamiento de buenos y sabios científicos y
filósofos, como este hombre, está cambiando nuestro mundo.
Tamsin se miraba la mano mientras él hablaba, girándola.
—Cambiando nuestro mundo —repitió en un susurro.
—Puedes estar segura de que eres hermosa, y perfecta en todos
los sentidos —dijo él, acercándose—. Es así. Hay muchas personas
que ven eso en ti.
Ella levantó la vista para mirarle. Sus ojos eran de un verde
intenso a la luz de las velas.
—¿Perfecta? —preguntó.
—Sí —jadeó William, y de pronto no pudo contenerse y se
acercó más a ella. Un leve giro de la cabeza bastó para que su boca
se posara en la de Tamsin. Fue un beso sencillo, tentativo, dulce.
Sin embargo, en aquel instante sintió una fuerza que le recorría de
arriba abajo, lo bastante intensa como para provocar a su corazón a
salir de su prudente, voluntaria prisión. Se endureció, se hinchó con
la fuerza de una súbita y abrumadora oleada de deseo. Respiró
hondo y extendió las manos a lo largo de las flexibles curvas de la
espalda de Tamsin, y volvió a besarla.
Ella emitió un leve gemido bajo sus labios, y él estuvo a punto de
sucumbir a la pasión inocente y sincera que transmitía aquel sonido.
Apretó la mano contra la parte baja de su espalda hasta que el
vientre de ella, a través de varias capas de lino húmedo, se acopló
firmemente al suyo.
Pero en medio del profundo beso, de pronto ascendió a la
superficie, como una corriente en remolino, una promesa que había
hecho. Entonces la tomó por la parte superior de los brazos y
empujó suavemente.
Tamsin se apartó, tal como había hecho él, como si ambos se
hubieran quemado. Ella tenía la respiración agitada, pero la de él
era claramente trabajosa. William la miró fijamente, y ella le devolvió
la misma mirada. Sujetando con firmeza la toalla de lino, dio un paso
atrás, todavía jadeante.
—Voy… voy a vestirme —dijo, y dio media vuelta para huir de
allí.
William se pasó la mano por la cara y permaneció de pie hasta
que se normalizaron los latidos de su corazón. Con movimientos
muy lentos, cerró el libro y volvió a dejarlo en su sitio en el armario.
Después fue hasta el dormitorio y golpeó en la puerta entornada.
—Tamsin —dijo—. ¿Quieres que llame a mi hermana para que
venga a ayudarte? —Sólo oyó silencio—. ¿Tamsin? —Esta vez le
llegaron unos suaves gemidos, como un suave forcejeo.
—Puedo arreglármelas sola —respondió la muchacha. Instantes
más tarde, William oyó que contenía a duras penas un leve grito de
clara frustración.
—¿Quieres que les diga que vas a bajar a cenar? —preguntó
William.
Otro largo silencio, otro pequeño gemido y otro medio grito. Algo
sedoso y bordado voló por la habitación y fue a aterrizar a sus pies.
—Diles —contestó Tamsin por fin— que jamás podré bajar si
tengo que ponerme corsés, ataduras y tocados de gala. No sé
distinguirlos, y mucho menos atarlos como es debido.
William lanzó un suspiro.
—Tamsin —le dijo—. Voy a entrar. Y te juro que lo único que voy
a tocar es seda y brocados.
Una pausa. Se inclinó sobre la hoja de la puerta, aguardando.
—Por favor —respondió ella con un hilo de voz.
Capítulo 19

¡MALDITO sea tu bello rostro,


y tus dos brillantes ojos!
¡Y malditas sean tus sonrosadas mejillas!
Me han robado el corazón.
«The False Lover Won Back»

Tamsin cruzó los brazos pudorosamente sobre el torso cuando


William entró en la habitación. La larga camisola bordada que se
había puesto, cortada de una pieza y recogida en el cuello y en las
muñecas, era de un tejido tan fino que resultaba casi transparente.
Se dio la vuelta cuando William fue hacia ella, pero éste parecía
reacio a mirarla directamente. Ella le lanzó una mirada fugaz por
encima del hombro. William llevaba las mejillas arreboladas —
probablemente tanto como las de ella—, y se detuvo junto a la
cama, estudiando las prendas y los accesorios extendidos sobre el
cobertor verde. Tocó el vestido negro arrugado en un bulto y
después cogió una media de seda blanca, y levantó una ceja
mientras observaba esa prenda, la zarandeaba un poco y la dejaba
caer de nuevo.
—Si te pones el vestido —le dijo a Tamsin—. Yo te lo ataré, y ya
está. Creo que puedes ponerte las medias sin mi ayuda.
—Ya he intentado ponerme el vestido —replicó Tamsin—. Pero
no me encaja bien. Tu hermana debe de ser más delgada que yo,
porque las lazadas no me abarcan la cintura ni el… —Se
interrumpió—. Me queda demasiado prieto. Y demasiado largo.
William tomó el vestido.
—Póntelo de nuevo —dijo al tiempo que se lo entregaba. Ella
introdujo los brazos en las mangas de la prenda, que consistía en un
corpiño con una falda unida a él y abierta por delante como un
abrigo. Distribuyó los voluminosos pliegues de la falda de brocado
negro, y el vuelo de la misma, demasiado largo, se arrugó a sus
pies. Las mangas eran estrechas en la parte superior y anchas y
largas en los codos, con lo cual dejaban ver las mangas de la
camisola. Asió los cordones de seda a cada lado de la cintura y trató
de juntarlos.
—¿Ves? —le dijo a William—. No son lo bastante largos. Debo
de tener la cintura más ancha que Helen.
—Tú eres más delgada, si acaso —murmuró él con el ceño
fruncido mientras la examinaba—. Falta algo.
Rebuscó entre las prendas extendidas sobre la cama: una capa,
camisolas, un vestido de damasco azul oscuro y una extraña falda
de lino liso con rígidas franjas y un panel de brocado.
—Esto va primero —dijo, y le entregó la falda de lino—. Forma
parte de la ropa interior española, con ballenas cosidas para que
sostenga la sobrefalda. Se llama verdugado.
Tamsin lo tomó, mirándole fijamente.
—¿Cómo sabes eso, cuando yo no conozco esas cosas de la
vestimenta de las mujeres?
—Si quieres saberlo, mi querida esposa, he desvestido a
bastantes mujeres.
—Oh. —Tamsin sintió que se le sonrojaban las mejillas. Se puso
el verdugado tratando de pasarlo por la cabeza.
William se lo quitó de las manos y lo dejó en el suelo.
—Póntelo por los pies. Primero quítate la falda.
Tamsin así lo hizo: arrojó el brocado negro sobre la cama y metió
los pies en la enagua para subírsela sobre las piernas cubiertas por
la camisola. Los aros de huesecillos que iban cosidos al interior de
la prenda entrechocaron unos con otros. La camisola se le deslizó
hacia arriba, y Tamsin sacudió un poco la parte inferior del cuerpo
mientras remetía la camisola debajo del verdugado.
—Por favor —dijo William con voz sofocada—. No hagas eso, al
menos cuando yo esté mirando.
Tamsin le miró. Tenía las mejillas encendidas, de un color
sonrosado que hacía destellar sus ojos azules. Creyó que le estaba
tomando el pelo, pero el brillo de su mirada le indicó que hablaba en
serio.
Vacilante, alisó la falda y tiró de los cordones que ajustaban la
cintura. William no se ofreció a atarlos por ella, y aunque el nudo
quedó un tanto regular, aguantó bien. A continuación cogió la falda
de brocado e introdujo de nuevo los brazos por ella. La falda negra
se extendió limpiamente sobre el verdugado con un efecto de forma
cónica. El borde de la tela rozaba el suelo y formaba un poco de
cola a la espalda.
Una vez más intentó sujetar la falda en la cintura.
—¡Es demasiado pequeña, y ni siquiera cubre la enagua!
William se frotó la barbilla.
—Quizá la enagua está del revés. Así… —Le deslizó las manos
alrededor de la cintura.
Ella aspiró aire al sentir la cálida y dulce impresión que le
produjeron sus manos cerca de la piel, con la camisola como única
barrera. Algo caliente en su vientre pareció agitarse con anhelo,
igual que cuando él la había besado. No podía pensar en aquel
maravilloso beso, apenas había tenido tiempo para digerir lo que
había sucedido entre ellos. William tenía la cabeza inclinada
mientras tiraba de la prenda; ella observó las ondas oscuras y
brillantes de su cabello y sintió deseos de tocar aquella suavidad.
Flexionó la mano izquierda pensativamente, tentada de posarla en
la cabeza de William, queriendo desesperadamente devolverle una
pequeña parte del consuelo que él le había proporcionado.
A pesar de la infinita amabilidad que él había mostrado en lo
relativo a su mano deforme, había interrumpido el espontáneo beso
que se habían dado, la había mirado como si se sintiera horrorizado
de ella… o de sí mismo. Ella también se sintió aturdida por el beso,
y aún más por la intensa reacción de su propio cuerpo. Se habría
entregado a él en un instante si él se lo hubiera pedido, si él la
hubiera instado a hacerlo. Pero en vez de eso, insegura de cuál
sería la reacción de él, salió huyendo de la habitación para no volver
a encararse con él.
Pero el lío del vestido y sus muchos accesorios la había
derrotado. Sabía que William quería que bajase a cenar con su
familia. Ella deseaba compensar el espectáculo que había dado en
el almuerzo con una cierta dignidad, pero necesitaba ayuda para
ajustarse el vestido como era debido.
El comportamiento de William ahora parecía ser todo prisas y
malas caras, todo seriedad. Tamsin se preguntó si no habrían sido
un sueño aquellos momentos de ternura. William no pronunció
palabra mientras tiraba de la estrecha cintura del verdugado y lo
hacía girar con algo de impaciencia, como si estuviera deseando
terminar. Tamsin no podía censurarle por eso.
Miró hacia abajo. La tela de lino llevaba cosido un panel de
brocado negro, rebordado con hilo de oro sobre el dibujo floral.
William lo colocó a la vista debajo de la abertura de la sobrefalda.
—Ya está —dijo, y se retiró hacia atrás.
—¡Oh! —exclamó Tamsin—. Es precioso. Pero el corpiño sigue
siendo demasiado pequeño. —Los lados todavía le quedaban a más
de un palmo de distancia del cuerpo, y allí se amontonaba la fina
tela de la camisola, bajo la cual se adivinaba la sombra de los
pechos. Tamsin se cubrió con la mano.
William se sentó a medias en el borde de la cama y tiró del brazo
de Tamsin hasta que ésta se acercó y quedó de pie entre sus
piernas. El corazón le latía con extraña rapidez y le costaba respirar.
Estudió a William, tan próximo e iluminado por el fuego, mientras él
estudiaba el galimatías del vestido. Tamsin se dijo a sí misma que
jamás había visto un hombre que poseyera una belleza tan serena y
sorprendente.
—A veces el corpiño se ata por delante, otras veces por detrás
—dijo William—. Y algunas mujeres llevan una pieza del corpiño
ajustada a la parte delantera. Eso debe de ser. —Rebuscó entre
camisolas, medias, cofias, velos y zapatos. Un pequeño cofre de
plata, cuyo interior de terciopelo refulgía de collares, sortijas y
pendientes, se volcó de pronto.
Tamsin apenas veía lo mismo que miraba William. Le observaba
fijamente, y apoyó los puños en la cintura. De repente dejó de
importarle que los pliegues de la camisola pudieran revelar más de
lo que permitía el pudor. Se le enturbió el estado de ánimo a causa
de un amargo ataque de celos.
—Sabes mucho acerca de vestir a mujeres —le espetó.
William la miró, todavía con la mano apoyada en la cama.
—Sé desvestirlas —admitió—. Aunque no mucho de vestirlas de
nuevo. Eso lo dejo a las sirvientas.
—Entonces es que ha habido muchas mujeres en tu vida.
Él ladeó la cabeza, mirándola fijamente.
—Las suficientes para conocer la vestimenta femenina —
respondió despacio—. ¿Así que eso te preocupa?
Tamsin alzó la barbilla.
—No. Haz lo que te plazca. En realidad no eres mi marido, ni yo
soy tu mujer. De modo que lo que hagas con las mujeres no me
importa lo más mínimo. —Desvió la mirada, sabedora de que sí le
importaba, y mucho. Pero volvió a mirarle fugazmente, incapaz de
contenerse.
William bajó los párpados, un gesto lánguido y seductor que
Tamsin había observado algunas veces, cuando le veía
profundamente meditabundo o a punto de estallar en un arranque
de ira.
—Cierto —dijo William—, no estamos casados, es verdad, sino
sólo haciéndonos un favor el uno al otro. Tened, mi señora —inclinó
la cabeza en una parodia de reverencia—, poneos esto.
Aquellas escuetas palabras la hirieron. Ni era su esposa ni la
señora de Rookhope. Y desde luego, no era igual a las damas que
por lo visto él conocía tan bien.
William le entregó una pieza rígida de color negro, casi
cuadrada, cuya finalidad era rellenar el hueco que dejaba el corpiño.
Tamsin apreció que tenía varios cordones a lo largo de los bordes.
En silencio, sostuvo la rígida pieza contra el pecho y empezó a atar
los cordones de seda, un par tras otro, al corpiño.
Se dio la vuelta.
—Gracias. Ya puedes irte, si quieres. Por supuesto, éste es tu
dormitorio, así que puedes hacer lo que te apetezca.
Él lanzó un suspiro.
—Tamsin —le dijo—, te ruego que me perdones. No ha sido mi
intención ofenderte, pero veo que lo he hecho.
Las manos de la muchacha, que luchaban torpemente con los
diminutos cordones de seda, quedaron inmóviles por espacio de
unos instantes. Asintió con brusquedad, los lazos que había hecho
se soltaron, y dejó escapar un leve gemido de frustración.
William suspiró otra vez, reaccionó enseguida y tomó a Tamsin
del codo.
—Ven aquí, cabezota —dijo, y la atrajo de nuevo entre sus
piernas para atraparla con los muslos deformando la falda—. Esto
—explicó— se llama emballenado o estomaguero, y consta de dos
piezas cuadradas de tela extendidas sobre una delgada plancha de
madera. Sostenla así, y deja que yo la ate. —Apretó la pieza contra
su cuerpo y empezó a afanarse con los cordones—. Puede que
parezca una prenda tediosa de llevar, como una armadura cubierta
de seda, pero por alguna razón las damas prefieren un busto
aplanado. Yo preferiría ver algo… de la infinita variedad de la
naturaleza —dijo en tono irónico, alzando una ceja.
Aquella observación, insólito recordatorio de su anterior acto de
amabilidad, tuvo un simple efecto en ella: la derritió por dentro, algo
extraño que le resultó indefinible. Experimentó una deliciosa
sensación en todo el cuerpo, como una cálida ola de alegría, y le
miró fijamente.
Él no levantó la vista, sino que continuó atando los nudos.
Tamsin notó que se le cortaba un poco la respiración al sentir la
firme presión del emballenado y el corpiño. Los dedos de William
eran ágiles y suaves. Cuando por fin ató el último de los cordones,
Tamsin sintió el calor de sus manos a través de la fina camisola
justo por encima del nacimiento de los senos. Contuvo el aliento y le
miró. Él retiró la mano. No la había mirado en ningún momento,
aunque ella deseaba que lo hiciera, lo deseaba intensamente, hasta
inclinó la cabeza para provocar su mirada.
—Ya está —dijo William en voz queda, bajando las manos—.
Precioso.
—Sí, es precioso —jadeó Tamsin. Se miró, se alisó la falda, la
agitó alrededor. Ahora, el corpiño negro le quedaba bastante
ajustado, le aplanaba el busto y le suavizaba la línea de la cintura,
de donde arrancaba el vuelo de la falda que se ensanchaba hasta el
suelo. El vestido creaba una forma parecida a la de un reloj de
arena, elegante y atractivo.
Pero la camisola le asomaba arrugada por encima del corpiño y
los senos le quedaban redondeados y aplastados bajo el
emballenado, con la curva superior abultada bajo la tela. William
remetió el cuello de la camisola con sus largos dedos, rozando
ligeramente la base de su garganta al ajustar los pliegues sobre los
hombros. El escaso aire que le permitía tomar el ajustado corpiño
fue consumido por aquellas suaves caricias. Tamsin le miró con los
ojos fijos, experimentando leves escalofríos que le recorrían la
columna vertebral. Tuvo de nuevo la sensación de derretirse dentro
de aquel hermoso vestido.
—Se supone que este trozo debe quedar estirado, pero no estoy
muy seguro de cómo se hace —dijo William.
Tamsin sentía la camisola retorcida sobre su cintura y su torso.
Se inclinó hacia adelante e introdujo las manos por debajo de las
faldas para tirar de ella, culebreando un poco, y después trató de
ajustarse el busto. Le pareció oír que William musitaba algo para
sus adentros.
Se irguió y pasó la mano por la camisola ya estirada, en el punto
donde desaparecía bajo el corpiño. Se alejó unos centímetros para
girar en redondo haciendo volar la falda sobre sus pies desnudos, y
sonrió a William.
—Me parece que ya está, ha quedado perfecto.
—En absoluto —murmuró él—. Todavía quedan unas mangas
interiores que hay que atar debajo de esas mangas anchas.
Después necesitarás algún que otro perifollo y velos para taparte el
cabello, y calzado bordado para los pies, y chucherías que colgarte
alrededor del cuello y pendientes para las orejas. Cuando estés
adornada como un dulce de mazapán, entonces considerarán que
estás perfecta.
Ella dejó escapar un suspiro.
—Oh —dijo, hundiendo ligeramente los hombros. Cerró la mano
izquierda por costumbre, y el largo puño de volantes de la camisola
se la ocultó—. Hay mucho que saber en todo esto. Yo tengo ropas
muy simples.
Volvió a sentirse como una idiota, igual que cuando bebió
demasiado. Aún tenía la mente un poco embotada por los efectos
del vino. ¿Cómo podía habérsele ocurrido que un vestido bonito
podía cambiarla tanto? Ni siquiera sabía lo suficiente como para
pensar en los pies o en el cabello; y tampoco estaba segura de lo
que iba a hacer con el montón de sortijas que brillaban en el interior
del cofre de plata.
—Claro que —dijo William con un suspiro— yo te consideraba
perfecta con nada más que la camisola. —Su voz era tan suave y
profunda que parecía una caricia—. El resto me parece innecesario.
Pero si a ti te gusta, entonces es necesario. —Le obsequió una
pequeña sonrisa.
Ella le contempló con la cabeza ladeada. De nuevo sintió la
excitación en su vientre en reacción a aquel comentario, a la
insinuación de que la prefería vestida con la camisola, de que la
encontraba atractiva y deseable. Quiso sonreír, pero se contuvo y
dejó que el humor y la felicidad brillaran en sus ojos, como le había
visto hacer a él tan a menudo.
—¿No te gusta esto? —le preguntó, levantando la falda del
vestido y meciéndola suavemente.
Él apoyó un hombro contra el pilar de la cama y jugueteó con un
collar de oro y ámbar deslizando entre los dedos las delicadas y
luminosas cuentas del mismo.
—Tamsin —dijo con voz ronca—, esto de ser tu doncella es una
tarea demasiado difícil para mí. Creo que no deberías pedírmelo
otra vez, no tengo la energía que requiere.
Ella enarcó una ceja.
—Has hecho esto mismo para cientos de mujeres —replicó—, en
la corte.
William rió a medias.
—En ningún caso han llegado a cien, créeme —contestó él.
Clavó su mirada en Tamsin, lánguida y penetrante entre la
penumbra y el resplandor del fuego—. Ven aquí.
A Tamsin se le aceleró el corazón en el pecho como si fuera el
badajo de una campana. Quería ir hacia él, pero sabía que si
entraba otra vez en el círculo de sus brazos, aunque sólo fuera para
permitir que le ajustase la ropa, estaría perdida para siempre.
Titubeó. Su silencio y su mirada la atraían, y se resistió. El
corazón la instaba a lanzarse hacia adelante, pero el miedo le
impedía avanzar.
—Te lo agradezco —dijo, desviando el rostro y acomodando los
pliegues de la falda—. Estoy segura de que estás ansioso por verte
libre de tanto perifollo y tanta tontería. Terminaré de arreglarme y
bajaré a cenar enseguida. Tengo que peinarme y decidir qué cofia
me gusta más y cuál de esos bonitos collares ponerme y buscar
unas medias y unos zapatos… —Se interrumpió, pues se daba
cuenta de que estaba disparándose y de que William ahora estaba
de pie mirándola fijamente.
—En efecto, puedes hacer tú lo demás sin dificultad.
—Así es —repuso ella, y cogió un par de medias y ligas de la
cama. Se sentó en el suelo en medio de un revoltijo de brocado
negro y sacó un pie desnudo para ponerse la media de seda blanca.
—Por amor de Dios —musitó William, y se fue hacia la puerta.
Tamsin le observó salir de la habitación, con su cuerpo largo,
duro y esbelto, sus calzas negras y su jubón de cuero acuchillado y
su camisa. El escocés tenía razón; se sentía un poco tonta con
aquellos recargados ropajes. Estaba acostumbrada a llevar ropas
sencillas, las cuales también parecía preferir él. Pero el vestido de
brocado, a pesar de sus cordones y sus incomodidades, resultaba
agradable de llevar, pues la rodeaba de un luminoso halo de
elegancia. Casi se sentía hermosa con él. Y también le gustaba la
expresión que había visto en los ojos de William cuando giró delante
de él.
Se puso a toda prisa las medias de seda y se ató torpemente las
ligas justo por debajo de las rodillas para sujetar las medias. A
continuación se puso de pie y hurgó en el generoso montón de joyas
que le había dejado Helen. Encontró el collar que había tocado
William y se lo colocó alrededor del cuello. Intentó ajustarse una
cofia negra en forma de media luna ribeteada de perlas de la que
caía un velo de terciopelo negro, pero no consiguió sujetarla bien. Y
los zapatos, cuando los encontró, le resultaban raros, semejantes a
unas diminutas zapatillas sin talón, como una mera cubierta exterior
para los dedos del pie, con un complejo bordado.
Estaba al borde de la frustración total con la cofia, incapaz de
ajustársela a la cabeza, cuando oyó voces en la biblioteca.
Reconoció el tono profundo de William y la voz más aguda de
Helen, que hablaban en voz baja.
—Tamsin —dijo William. La puerta se abrió un poco, y él se
asomó al interior—. Sal aquí, si no te importa.
Con curiosidad, pero también con timidez, caminó hasta la
puerta con las medias puestas y el pelo rizado y despeinado, y salió
a la biblioteca iluminada por las velas.
Allí estaba William con Helen, la cual le sonrió y lanzó una
exclamación de alegría al verla desde detrás de William.
—¡Oh! No sabía si el negro resultaría demasiado triste para ti —
dijo la joven—. ¡Pero te aseguro que relumbras como una joya con
ese vestido! ¡Te sienta maravillosamente bien! Will, ¿qué opinas tú?
El aludido la miró por encima del hombro.
—Está muy bien—murmuró.
Tamsin sonrió y se llevó una mano a la cabeza.
—Te agradezco tu generosidad, Helen —dijo, avanzando hacia
ellos.
Entonces William se apartó a un lado, y Tamsin vio que Helen
llevaba un niño pequeño en brazos, un bebé envuelto en prendas de
seda de color crema. El pequeño se chupaba el puño y la miraba
fijamente con sus redondos ojos azules mientras ella se acercaba.
Tenía las mejillas sonrosadas y un cabello oscuro y rizado que
destellaba a la luz de las velas, y agitaba una mano gordezuela.
—Tamsin —dijo William—, ésta es mi hija Katharine.
Tamsin sonrió.
—Katharine —dijo, abriendo mucho los ojos hacia la niña para
provocarle una sonrisa húmeda que hizo reír a William y a Helen—.
Oh, Will, es preciosa.
—Sí —contestó él. Tamsin levantó la mirada hacia él y vio que
tenía el semblante sombrío.
Helen cambió de postura a la niña en brazos.
—¿Te gustaría cogerla? Al fin y al cabo, es también hija tuya,
ahora que te has casado con William.
Tamsin se quedó petrificada. No había pensado en aquello
cuando hizo el pacto con William. Él apenas había mencionado a la
pequeña, excepto para explicar lo imperativo que era para él tomar
una esposa con el fin de conservar la custodia de su hija. Volvió a
mirarle, esta vez ceñuda. Él se limitó a asentir.
Helen le pasó el bebé, el cual cayó entre sus brazos en una ola
de calidez y suavidad, un peso diminuto, agradable y reconfortante.
Se acomodó a la forma de la niña y la meció por instinto,
acariciando su pequeña espalda, saboreando la dulce sensación de
tenerla en brazos.
Katharine la miró con los ojos muy abiertos, sin pestañear y sin
alterarse. Entonces, sin previo aviso, su rostro se arrugó y rompió a
lloriquear. Tamsin la zarandeó ligeramente y la cambió al brazo
derecho para acariciarle el pecho con la mano izquierda, sin saber
muy bien qué debía hacer. En ese momento, con un rápido
movimiento, Katharine le aferró la mano izquierda, que estaba
hundida en los pliegues de la seda, y se la llevó a la boca, donde
empezó a chuparla.
Mortificada por el hecho de tener al descubierto la mano —
incluso peor, dentro de la boca del bebé— intentó retirarla, segura
de que a Helen le provocaría repugnancia, pero Katharine se la
aferraba con fuerza en su boca caliente, empeñada en chupar la
punta de la mano. Tamsin volvió la mirada hacia William, casi
suplicante. Él alzó las cejas y se encogió de hombros.
Helen, que estaba a su lado, contempló su mano deforme,
claramente a la vista excepto la punta capturada por la boca del
bebé. Tamsin deseó que se la tragara la tierra, echar a correr, pero
se quedó donde estaba, sosteniendo a la niña en brazos y dejando
impotente que ésta le devorara la mano.
—La encanta chuparnos las manos a todos —dijo Helen—. Está
echando los dientes. —Sonrió con los ojos castaños brillantes y
hoyuelos en las mejillas—. Espero que no te importe.
Tamsin sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, y tragó saliva
para alejarlas. Miró a Helen y sonrió. En ese instante, las
imperfecciones que Helen tenía en la piel parecieron desvanecerse.
Para ella, Helen era sin duda alguna la mujer más encantadora y
más amable que había conocido nunca.
—No importa —contestó—. No importa. Deja que… que me
chupe la mano si quiere. Es una niña preciosa.
—Eso pensamos nosotros —dijo Helen—. Es una niña muy
buena.
—En efecto —añadió William con suavidad—. Ven aquí, mi
preciosa Kate, ya has arengado bastante a Tamsin.
Introdujo los dedos debajo de la niña y la sacó de los brazos de
Tamsin. Katharine soltó de mala gana la mano de Tamsin y se volvió
hacia su padre con un ronroneo parecido al de una paloma.
Tamsin se cubrió la mano con el volante del puño de la camisola.
Aunque se asombraba de que Helen, igual que William, no pareciera
molesta al verle la mano, le costaba acostumbrarse a esa
aceptación; se encontraba más cómoda escondiendo la mano, como
siempre había hecho. Pero notaba un nudo en la garganta a causa
de las lágrimas, y el corazón henchido con un sentimiento de
gratitud, de ternura, hacia todos los Scott de Rookhope.
Helen sonrió otra vez.
—Estás encantadora, Tamsin. Me alegro de haber escogido ese
vestido negro y oro para ti, y el de color añil que te dejé ha de
sentarte igual de bien. ¿Quieres que te ayude con el pelo, y a elegir
un tocado? Tengo más, si los que te he dejado no te sirven.
—Yo… Yo… —tartamudeó Tamsin, tan abrumada por tanta
amabilidad que tuvo que luchar por contener el llanto hasta que
empezó a temblarle el labio—. No, gracias, Helen, son todos
preciosos. Puedo terminar de arreglarme yo sola. Pronto estaré lista
para la cena.
—Bien. Mi madre se alegrará de saber que ya te encuentras
mejor —dijo Helen con una ancha sonrisa, como si ella, William y
Tamsin compartieran un delicioso secreto, y dando media vuelta se
marchó.
William contempló a Tamsin con los párpados relajados y mirada
amable. Su hija reposaba contra su hombro con los ojos cerrados,
chupando apaciblemente su propia mano. Con la yema del dedo,
William recorrió el contorno de la cara de Tamsin y le dio un
golpecito en la barbilla con los nudillos. El calor de aquel contacto
pareció extendérsele desde la barbilla hasta los pies. Levantó la
vista y le miró con lágrimas en los ojos.
—La infinita variedad de la naturaleza —murmuró él con una
sonrisa lenta.
Le acarició la mejilla con el dedo pulgar mientras mantenía su
mirada fija en la de ella. Tamsin cerró los ojos por un instante y
respiró su contacto, su amabilidad, su proximidad. Tenía la
esperanza de que William se quedara, se inclinara y la besara igual
que antes, pero él retiró la mano y se volvió para sacar a Katharine
de la habitación.
Tamsin permaneció de pie en medio de la biblioteca durante
largo rato, absorbiendo las lágrimas que bullían en su interior,
absorbiendo nuevos pensamientos, nuevas ideas. Por fin se dio la
vuelta rozando los juncos del suelo con las faldas y vio la mesa
sobre la que descansaba la pequeña esfera de madera sobre su pie
de bronce.
Extendió la mano izquierda y pasó la palma sobre la superficie
en relieve, recorriendo con la punta los contornos de las tierras,
observando cómo giraba lentamente al tocarla. Tenía la sensación
de que su propio mundo, la pequeña, personal e insignificante
esfera de su existencia de algún modo se había inclinado y
enderezado de nuevo, y que ahora giraba bajo un nuevo sol. Y en
ese momento supo que nada en su vida ni en su interior volvería a
ser lo mismo.
Capítulo 20

BAJÓ tropezando la escalera,


y su doncella delante.
Tan pronto como vieron su rostro embellecido,
arrojaron su hechizo sobre ella.
«The Gypsy Laddie»

—Es una maldad por parte de Musgrave insistir en tener


prisionera a una joven como garantía de la obediencia de su padre
—dijo lady Emma, inclinada sobre un bastidor de bordar. La luz
parpadeante de una vela colocada en un candelabro de la pared al
lado de la silla destacaba su perfil—. Ese tipo de garantías son
bastante comunes en las leyes escocesas. ¡Pero un inglés,
reteniendo a una muchacha escocesa!
—Madre, ya sabemos que Jasper Musgrave posee un corazón
frío —añadió Helen desde su sitio en el suelo de la gran estancia,
donde estaba jugando con Katharine.
—Ésa es la razón por la que le dije que yo custodiaría a Tamsin
en Rookhope durante el período de garantía —añadió William,
sentado cerca del fuego.
Emma le dirigió una rápida mirada sin dejar la labor.
—Pero en aquel momento no esperabas casarte con ella, según
has dicho.
—Cierto —respondió William—. Eso vino después.
Lady Emma clavó la aguja en la tela con dedos ágiles y capaces.
—William —dijo—, ¿a qué se debió?
Él calló por espacio de unos instantes.
—Al destino.
—Ah. —Emma parecía querer decir algo más, pero asintió y
volvió a concentrarse en su tarea.
William deseaba contarle todo a su madre, y lo haría, con el
tiempo. En la cena, no hacía mucho, había explicado a su madre y a
su hermana sólo lo más esencial de la boda en ausencia de Tamsin,
pues ésta no había bajado aunque ellos la esperaron para empezar
a comer. William recordó a las dos que necesitaba una esposa para
conservar a Katharine a salvo en Rookhope.
Aunque había simplificado la cuestión, explicó que consideraba a
Tamsin Armstrong atractiva y agradable y, como hija de Armstrong
de Merton, adecuada para ser la señora de Rookhope. Emma y
Helen se mostraron en cortés acuerdo, pero él vio lágrimas brillar en
los ojos de su madre y se preguntó qué estaría pensando. Sólo
había manifestado su silenciosa aprobación.
—Dijiste que Archie Armstrong y Musgrave tenían una disputa
sobre robo de ganado —dijo Emma al cabo de unos momentos.
—Así es. —William bebió un sorbo de jerez de una pequeña
copa de vidrio fabricado en Alemania, verde como los ojos de
Tamsin—. Esos dos están siempre a la greña.
—Como si Archie Armstrong fuera obediente —murmuró su
madre—. Le conocí bien hace años. Un hombre grande, rubio y
guapo, con un corazón tierno y una forma de hablar impulsiva. Y
mucha maña para las bromas, lo que de vez en cuando le causaba
problemas.
William sonrió.
—Sí, ése es Archie.
Oyó el alegre sonido de la risa del bebé y volvió el rostro para
mirar a su hija, que estaba sentada en el suelo con Helen. La niña
levantó la carita hacia él y le miró con calma y curiosidad. Él sonrió,
y ella emitió un ruidito suave y emocionado y apartó la mirada
girando la cabeza con movimiento inseguro.
—Tu padre quería mucho a Archie —suspiró Emma—. Recuerdo
que Archie y Musgrave siempre se odiaron, incluso ya entonces.
—Por lo visto, no han cambiado mucho las cosas —comentó
William.
—¿Qué puede tener Musgrave contra Archie, y qué interés
puedes tener tú en ninguno de los dos? —preguntó Emma—.
Percibo una cierta intriga en este asunto.
—Madre, no puedo decir más. Pero puedes estar segura de que
Archie no le va a poner las cosas fáciles a Musgrave.
—Bien —dijo Emma—. Y tú debes prometerme que tendrás
cuidado.
William asintió y contempló sus puntadas rítmicas y uniformes.
Su madre parecía estar rodeada por un aire de calma. En su
presencia experimentaba una sensación de tranquilidad que rara
vez experimentaba con otras personas.
Suspiró y se repantigó en la gran silla, estirando las piernas
frente al fuego y recorriendo la habitación con la vista. La estancia
era una sala pequeña, a pesar de su nombre, con ventanas
acristaladas, recios muebles de roble, paredes forradas de madera y
tablones en el suelo cubiertos de juncos. Gruesos tapetes turcos de
colores rojos y azules cubrían las mesas, y los cojines de las sillas y
las cortinas, de un tono rojo oscuro, prestaban a la habitación el
calor y la luminosidad de una joya de profundos matices.
En su infancia, aquella gran estancia había sido el corazón de
Rookhope, acogedor y tranquilo. Muchas noches, después de la
cena en el gran salón, William y sus padres y sus hermanos
menores se reunían allí alrededor del fuego para jugar, narrar
cuentos, escuchar música y conversar. Sentado en la silla en la que
ahora se sentaba él, su padre le enseñó a jugar al ajedrez, a las
damas y a los naipes. William, tendido sobre la piedra de la
chimenea, escuchó historias de aventuras de robo de ganado a lo
largo de la frontera, emocionantes y hasta cómicas, que contaba su
padre y también otros parientes e invitados, entre ellos Archie
Armstrong de Merton.
Recordó que escuchaba con gran atención, deseando hacerse
un hombre igual que su padre. Soñó con llegar a ser igual de
diestro, inteligente y valiente que Allan Scott, el famoso Rufián de
Rookhope. Pero esos sueños, así como el mundo de afecto y
seguridad en el que se había criado, quedaron destrozados el día de
la injusta y horrible muerte de su padre. En los años que siguieron a
aquel desolador acontecimiento, Rookhope fue guardado por
hombres de la familia Scott. Emma se fue a vivir a otra parte con sus
hijos más pequeños y con el tiempo se casó por segunda vez, y
William quedó prisionero de la corona. Sólo el año anterior regresó a
Rookhope a vivir, después de que su madre y sus hermanas le
pidieran permiso para residir allí de nuevo.
William observó a su hermana y a su hija: tenían las cabezas
juntas y ambas reían suavemente. Bebió un trago de su copa y
sintió cómo la tensión iba abandonando sus músculos a medida que
el calor del vino se le extendía por todo el cuerpo.
Pero nada podría borrar la dureza que sentía en el alma. Aún se
sentía un extranjero en su propia familia, en su propio hogar.
Contemplaba el amor y el compañerismo que le rodeaban como si
los mirase a través del cristal de una ventana o como si aquello
fuera una representación de máscaras. Disfrutaba del espectáculo,
pero siempre permanecía a cierta distancia del centro del mismo.
En el lugar más recóndito de su corazón todavía llevaba los años
que había pasado apartado de su familia y heridas profundas que no
se habían curado. No podía cambiar eso, como tampoco podía
alterar los hechos de la muerte de su padre y de Jean; sólo podía
tomar pequeños sorbos del amor que le ofrecían las mujeres de su
familia, igual que tomaba pequeños sorbos de aquel vino fuerte,
despacio, con prudencia, sin llenarse nunca de una sola vez.
—Háblame de Tamsin —dijo Emma en tono suave, rompiendo el
silencio—. ¿Es tan testaruda como su padre? Parece tener el mismo
espíritu independiente, a su manera.
—La hija se parece al padre en algunos aspectos. Se escapó
cuando yo la estaba escoltando hacia aquí, como te conté el otro
día, porque no quería verse encerrada en mi terrible y oscura
mazmorra.
Helen se echó a reír. Katharine la miró, parpadeando, y soltó
también una risita.
—Así que una mazmorra. ¡Supongo que dejaste que creyera tal
cosa! —La aguja de plata de Emma relampagueó enhebrada con
hilo negro.
—Pues sí —contestó William—. Encendió mi mal genio como la
chispa de una pistola.
—Ah —dijo Helen—. Y por eso te has casado con ella. —Sonrió
ampliamente.
William torció la boca en un gesto y no dijo nada. Emma rió por
lo bajo, y él la miró. El resplandor del fuego parpadeaba sobre su
rostro y daba un color cálido al cabello que asomaba bajo la cofia
negra. Miraba la labor con los ojos entrecerrados y se mordía
ligeramente el labio como haría una jovencita. William sabía que los
años no habían pasado en balde para ella, pero la edad no había
hecho otra cosa que enriquecer su llamativa belleza.
Helen sujetó a Katharine con una mano firme y miró a su
hermano.
—A lo mejor fueron tu actitud severa y tu temperamento de ogro
los que la hicieron huir —le dijo en tono de broma. Él le devolvió una
mueca fraternal, como hacía cuando los dos eran más jóvenes.
—¿Un ogro, yo?
Pero reflexionó para sus adentros sobre lo bonita que estaba
Helen a la luz del fuego, con sus alegres ojos de color avellana y su
cabello castaño cobrizo bajo el tocado en forma de media luna. La
viudez temprana había amortiguado su llama interior, y las cicatrices
de la cara la habían hecho avergonzarse de su aspecto. Por fin
había dejado de vestir constantemente de negro, pero afirmaba que
jamás volvería a casarse y que se quedaría en Rookhope tanto
tiempo como se lo permitiera su hermano.
William se lo permitiría para siempre, por supuesto, pero quería
que fuera feliz otra vez. Veía la soledad que se apreciaba en sus
ojeras, la misma que él sentía en sus propios ojos. Él, Emma y
Helen habían compartido la tristeza, la tragedia y también algo de
felicidad. El amor y el dolor les unían a los tres, como el entretejido
de ramas y flores del complicado bordado de Emma. Tal vez fuera
ésa la razón, pensó, de que hubiera accedido tan impulsivamente a
llevar a cabo aquel matrimonio de pega en lugar de arriesgarse a
una unión auténtica con Tamsin o con otra mujer. Había
experimentado mucho dolor en el pasado; sin embargo anhelaba el
amor, anhelaba tener consuelo y pasión en su vida. A pesar de su
instinto de protegerse a sí mismo, esta vez el destino se las había
arreglado para atraparle bien en sus planes.
Mientras William meditaba y observaba a su hermana y su hija,
la pequeña agarró el collar de perlas que colgaba sobre el rígido
corpiño de Helen, haciendo que ésta soltase una exclamación y
tratase de abrir la manita de la niña. William se inclinó hacia
adelante, sobre codos y rodillas, y miró a su hija, a la que le
temblaba el labio como si lamentase haber perdido el collar.
—¿Qué opinas tú, dulce Kate? ¿Soy un ogro?
A Katharine se le iluminó el rostro, se inclinó hacia adelante y
apoyó las manos en el suelo para lanzarse a gatear con energía a
pesar del impedimento que suponía la ropa. William extendió los
brazos, la levantó del suelo y la acomodó sobre su rodilla.
—¿Ves? No la he asustado —le dijo a Helen.
—Te adora —respondió ella.
—Pa-pa-pa —balbuceó la niña. William le pasó los dedos por los
finos rizos castaños que escapaban de su cofia de seda, sintiendo
su cabecita tibia bajo la palma de la mano.
—Ahora está diciendo mi nombre —murmuró, conmovido.
Helen y Emma se echaron a reír. Él las miró desconcertado.
—A mí me dice lo mismo, y también a madre, incluso a Jock y a
Sandie —dijo Helen—. Es lo único que dice.
—La mayoría de los bebés pronuncian ese sonido a esta edad
—dijo Emma al tiempo que dibujaba la forma de una flor con hilo
negro—. Cuando dice eso, no se refiere a ti, William. Por lo menos,
todavía no.
—Oh —contestó él, un poco desilusionado. Katharine le aferró la
mano e hizo un esfuerzo por chuparle el dedo meñique. Él la
contempló, divertido y fascinado, aunque un reguero de saliva le
empezó a resbalar por la mano. Pensó en Tamsin, que había
abandonado su mano a merced de la pequeña con gran turbación.
Al verla, su corazón había volado inmediatamente hacia ella.
Al pensar en ella ahora, volvió a mirar en dirección a la puerta,
como lo había hecho a menudo en la última hora. Se preguntaba si
aún estaría bregando con los perifollos del atuendo femenino o con
su vergüenza, y en ese caso habría decidido no aparecer.
Katharine emitió un débil gruñido y reanudó su voraz y ruidosa
tarea de chupar el dedo de su padre.
—Es más un cachorro que una niña —comentó éste. Emma y
Helen rieron otra vez.
La fuerza con que Katharine se aferraba a su mano era la misma
con que tenía atrapado su corazón. William sintió estallar dentro de
sí un súbito y feroz deseo de protegerla. Si Malise Hamilton
intentara quitársela, ya fuera con documentos, en los tribunales o
por la fuerza, él lucharía hasta la muerte por su hija. Estaba
dispuesto a dar la vida por cualquiera de ellas, pensó al contemplar
a su madre y su hermana; pero no quería admitir en voz alta la
intensidad de sus sentimientos ni su necesidad de verlas contentas
y a salvo. No era un poeta ni un compositor de canciones para
plasmar sus sentimientos en un pergamino, destripados igual que un
pez.
Siempre que estaba con ellas, permanecía silencioso, sonreía
apenas y escuchaba con atención. Su amor por su familia era fuerte
y de corazón aunque rara vez lo expresara directamente; pero su
anhelo de encontrar un amor que fuera suyo, escondido detrás de
aquella aparente calma, era todavía más profundo.
El recuerdo del tierno beso que había compartido con Tamsin
surgió de forma espontánea dentro de sí. Frunció el ceño
ligeramente, maravillado por la inesperada fuerza que irradiaba
aquel momento particular.
—Me acuerdo de la madre egipcia de Tamsin —dijo Emma de
ronto, sacándole de sus pensamientos—. La conocí en cierta
ocasión. Era una mujer muy hermosa, aunque muy joven, y rara en
sus costumbres. Archie la adoraba. Pero no sabía que se hubiera
quedado él con la niña; creía que la tenían los gitanos.
—Y así era, pero Archie se la llevó a su casa años más tarde…
más o menos cuando nosotros dejamos Rookhope —dijo William.
Rememoró una visión de Archie a caballo en medio de una nevada,
con la niña de pelo oscuro en su regazo. Aquella imagen seguía
siendo vivida y muy preciada—. Yo la vi con Archie el día en que me
fui de aquí con Malise.
—Nunca me lo habías dicho —dijo Emma con suavidad.
—Después de ese día pasé años sin verte —le recordó William
—. Supongo que se me olvidó mencionarlo. —Siguió un silencio,
como si ninguno supiera qué decir a continuación.
Katharine dejó de morder el dedo y levantó la cara hacia su
padre. A William le encantaba la inocente calma que siempre veía
en sus redondos ojos azules. La pequeña tenía los ojos de Jeanie,
oscuros como las moras, en lugar de los suyos, de un azul más
claro. En ocasiones, la forma de aquellos ojos o un gesto de aquella
cabecita de rizos castaños le traían recuerdos de Jean corriendo
hacia él. Sobre todo recordaba su risa, sonora y melodiosa. Se
preguntó si Katharine tendría esa misma risa cuando creciera.
La niña volvió a afanarse con el dedo, como si fuera un
banquete.
—A esta niña habría que darle de comer más a menudo —
advirtió William.
—Está echando los dientes. —Helen se levantó y cogió a la niña,
que empezó a revolverse, con la boca abierta y los ojos cerrados
con fuerza—. Voy a buscar a su ama de cría, que estará en las
cocinas, comiendo otra vez, seguro, o coqueteando con el hijo de la
cocinera. Después de que coma, creo que esta noche la acunaré yo
misma. —La apretó contra sí—. Ven conmigo, cariño. Di adiós hasta
mañana. William, si no te veo ya esta noche, enhorabuena por tu
boda, y di a Tamsin lo mismo. Ha sido una sorpresa maravillosa. —
Le sonrió, y él le agradeció la felicitación con un gesto de la cabeza.
Helen se fue con la niña.
En ausencia de Katharine, la habitación parecía más apagada,
como si el sol se hubiera ocultado tras una nube. William se recostó
en su asiento y contempló a su madre trabajando en su bordado:
ramas y flores dibujadas con hilo negro sobre una tela de lino, lo que
ella llamaba una labor española.
—Va a ser una pieza hermosa cuando esté terminada —señaló
ella.
—¿Qué es? ¿Un mantel?
—Una cubierta para un travesero de la cama. Ya he hecho dos
como éste, en cojines de tu propia cama. ¿No te has fijado?
—No —admitió él con aire sumiso—. Perdóname.
—Dudo de que fueras capaz de notar algún cambio allí, a no ser
que sacáramos la cama del todo —dijo su madre—. Ah, pero ahora
que tienes una esposa en tu dormitorio, será distinto.
William captó una leve chispa en sus ojos. Lady Emma era
sosegada por naturaleza, pero nunca había sido remilgada. Como
esposa de un famoso ladrón de ganado, años atrás, había aportado
dignidad y elegancia a la casa, aunque siempre había conservado
una sinceridad sin tapujos.
—Quizá —dijo William, y se maldijo a sí mismo por parecer un
colegial, porque sintió cómo se sonrojaba rápidamente y sabía que
ella se había dado cuenta. Se aclaró la garganta y tomó un sorbo de
jerez.
—No deberías estar aquí conmigo, William —dijo Emma al
tiempo que daba vuelta al bastidor de bordar para cortar los hilos
con unas diminutas tijeras de plata. Volvió a ponerlo derecho y
enhebró de nuevo la aguja—. Es tu noche de bodas —añadió.
William suspiró y se pasó una mano por los ojos. Casi se le
había olvidado, pues no se sentía casado, y en verdad no estaba
muy seguro de cuál era el estado de aquella insólita unión.
—Tamsin dijo que bajaría cuando hubiera terminado de vestirse.
Debe de haber cambiado de opinión.
—Puede que esté esperando a que vayas tú a verla —inquirió
Emma. Enarcó una ceja y le miró de soslayo.
—Puede —contestó él. Eso sería sólo si estaba aprisionada en
sus propias ropas, pensó. Se daba cuenta de que se sentía un tanto
reacio a subir las escaleras que llevaban a su dormitorio. En medio
del impulsivo compromiso que había contraído al amanecer de ese
mismo día, había prometido castidad y estaba decidido a cumplir su
promesa. Pero su flamante esposa, que no era su esposa, hacía
que el cuerpo y la sangre le ardieran con un intenso fuego.
—Me alegro de que hayas decidido casarte, aunque haya sido
tan repentino —dijo su madre—. Me preocupan mucho las
intenciones de Malise Hamilton. Tu boda debilitará su causa contra
ti. Temía que te casaras con una de las mujeres que él te ha elegido.
—Mi esposa debo elegirla yo, y no es asunto de Malise Hamilton
—repuso él.
—William, prométeme que no se llevará a nuestra Katharine.
Prométemelo. —Percibió un temblor en su voz.
William contempló la última gota de jerez que quedaba en su
copa.
—Mientras me quede un soplo de vida en el cuerpo —murmuró
— la niña estará a salvo.
Emma lanzó un suspiro de alivio y volvió a concentrarse en la
labor. William miró fijamente las llamas en la chimenea. Momentos
después, se volvió, igual que hizo Emma, al oír el crujido de la
puerta al abrirse. Primero apareció un zapato, el cual saltó por
encima del umbral y resbaló hasta detenerse junto a la silla de
William. Siguió un leve juramento, y a continuación entró Tamsin,
tropezando ligeramente.
Emma dejó escapar una débil exclamación de sorpresa; William
simplemente se la quedó mirando. Ya había visto a Tamsin ataviada
con el vestido de brocado negro, pero ahora parecía diferente,
cambiada en cierto modo. Tal vez fuera el sutil y vacilante
resplandor del fuego que le iluminaba cálidamente la piel, o quizá
los suaves destellos del bordado en oro del vestido negro; no estaba
seguro de qué era lo que había cambiado, sólo sabía que parecía
radiante. Aquella visión le interrumpió la respiración por un instante
y le llenó de una rara, reconfortante y maravillosa sensación de
dicha.
Esbozó una sonrisa, un pequeño y privado estiramiento de los
labios, y la contempló con hambrienta fascinación. No podía apartar
la mirada de ella. La espectacular combinación de negro y oro
resaltaba los tonos sonrosado y miel de su piel, servía de
complemento a su cabello oscuro y destacaba el verde luminoso de
sus ojos. Se la veía esbelta y elegante, pero el vestido y los
accesorios no constituían toda su belleza; en realidad, cuando
William comenzó a notar las ligeras imperfecciones que revelaban
sus recientes esfuerzos para vestirse, el encanto de la joven se
acrecentó en un cien por cien.
Tamsin avanzó hacia él cojeando ligeramente, pues le faltaba el
zapato que se le había caído sin darse cuenta. William se agachó y
lo recogió del suelo, un objeto minúsculo y nada práctico, lleno de
abalorios, y se lo tendió a Tamsin en silencio.
Ella tenía las mejillas rojas de vergüenza. William se fijó en que
la cofia negra en forma de media luna y ribeteada de perlas que le
enmarcaba el rostro como un par de alas estaba torcida, unos
bucles de cabello se veían sueltos a un lado y el velo de terciopelo
negro tampoco estaba recto. Las falsas mangas interiores estaban
desiguales, el cordón de seda colgaba flojo, y por el borde del
vestido asomaba un pie enfundado en una media. Cuentas de
ámbar daban aún mayor calidez a su piel y más luz a sus ojos, y se
había dejado sus propios aros de oro en las orejas.
—Perdóname —murmuró Tamsin, cogiendo el zapato. Lo dejó
en el suelo para deslizar el pie en él y al hacerlo se tambaleó y
perdió el equilibrio ligeramente.
—Siéntate, Tamsin —le dijo William en voz queda, indicándole
una silla vacía que tenía al lado—. No te preocupes por la zapatilla.
Es una tontería, sólo te servirá para que tropieces de nuevo.
Ella le miró con alivio, tomó asiento con un susurro de faldas y se
quitó el otro zapato.
—Tamsin —dijo Emma, levantándose de su silla para acercarse
a ella—. Eres más hermosa de lo que había imaginado. —Extendió
un brazo, y Tamsin le ofreció la mano derecha, la cual Emma tomó
—. Estoy muy contenta de que William te haya traído a casa como
esposa suya.
Tamsin balbuceó unas palabras de agradecimiento.
—Perdonadme, lady Emma —continuó—, por la sorpresa de
nuestra boda. Y también por mi grosero comportamiento de antes.
—No tendré ningún problema en recuperarme de una sorpresa
así. Y en el almuerzo estuviste refrescante, en ningún modo grosera
—replicó Emma—. Pero ahora te has perdido la cena, y debes de
tener hambre.
Ella negó con la cabeza.
—Acabo de comer algo. Helen me vio en el pasillo y me llevó a
la cocina para darme algo de la despensa. Pan y queso, y un poco
de cerveza. Cerveza aguada —agregó. Emma asintió con un gesto.
—Bien. Bueno, sé que los dos estáis cansados y… listos para
iros a la cama por esta noche.
William dirigió una mirada a Tamsin, que bajó los ojos al tiempo
que se intensificaba el rubor de sus mejillas.
—Antes de iros —prosiguió Emma—, quiero haceros un regalo
de bodas. Esperaba tener esta oportunidad de hablar con vosotros
en privado. —Fue hasta un armario y sacó una caja de madera. Con
ella en las manos, se sentó y la apoyó sobre sus rodillas.
William se irguió, sin saber qué esperar. Era la primera vez que
veía aquella caja de madera. A su lado, Tamsin había juntado las
manos con nerviosismo bajo los largos puños de las mangas. Miró
fugazmente a William y apartó enseguida la vista, mordiéndose el
labio. Él comprendió su aprensión y su sentimiento de culpa. Tal vez
aquel matrimonio no fuera de corazón, pero su madre así lo creía y
les había dado su aprobación más entusiasta.
Se maldijo a sí mismo por haber sido tan necio. Si hubiera
reflexionado sobre todo aquel asunto de matrimonio y falso
matrimonio —lo cual no había hecho como era debido—, se habría
dado cuenta de que su madre y su hermana también quedarían
encantadas con Tamsin. Igual que lo estaba él.
Después de todo, aquel matrimonio de conveniencia tal vez no
fuera tan sencillo de disolver, con tantos corazones hechizados por
una gitana. Frunció el entrecejo, pues empezaba a sospechar que
su propio corazón no sólo había sufrido un encantamiento, sino que
le había sido arrebatado del todo.
Emma abrió la tapa de la caja decorada con relieves y observó
su contenido, el cual quedaba fuera del campo de visión de William.
Arrugó la frente y durante unos instantes pareció incapaz de hablar.
A continuación, extrajo de la caja una bolsita de terciopelo, cerró la
tapa y miró a William.
—Hijo mío —dijo, un tanto formalmente—. He guardado este
cofre durante años, esperando dártelo algún día pero sin saber con
certeza cuándo hacerlo. Ahora creo que ese día ha llegado. Hoy me
has dado una alegría muy grande, más de lo que crees, al casarte
con la hija de Archie Armstrong. Es adecuado que te dé esto ahora,
como regalo de bodas mío y de tu padre. —Y le entregó la caja.
—¿Mi padre? —repitió William, atónito. Acarició la tapa con los
dedos sin atreverse a abrirla.
—Ese cofre contiene algunas cosas que pertenecieron a tu
padre, que yo sé que te gustaría tener. Yo misma las puse ahí
dentro, en los días que siguieron a su muerte y tu captura. No he
vuelto a mirarlas hasta ahora.
William abrió la tapa con dedos temblorosos, casi con miedo a
mirar en el interior. Contempló los objetos, los tocó contra su
voluntad, brevemente. Había un par de guanteletes de cuero, una
gorra plana de lana azul oscura, una bolsa de cuero vacía para
llevar monedas, algunos pergaminos plegados, una pequeña daga
en su funda de cuero labrado, unas cuantas monedas. Un débil
aroma se elevó en el aire, a cuero y a especias, y a algo intangible y
dolorosamente familiar. Los recuerdos empezaron a brotar de su
corazón y de su mente, y se apresuró a cerrar la caja, como si
quisiera sellar aquellas imágenes junto con las pertenencias de su
padre.
—Gracias, madre —dijo, manteniendo la mano sobre la tapa de
la caja. Sentía un nudo en la garganta—. Después las veré más
despacio. Te lo agradezco de veras —añadió.
Tamsin le tocó la manga con los dedos, un contacto breve y
cariñoso, lleno de una fuerza serena y tranquilizadora, pero no dijo
nada.
—Algunas de esas cosas las saqué de sus bolsillos y de su
cadáver, cuando… cuando me lo trajeron, después —dijo Emma—.
Quería que las tuvieras tú, ahora que te has casado y ya eres padre,
para que recuerdes lo buen padre que era él, y también buen
esposo. No quise que le olvidaras.
—Jamás podría olvidarle —replicó William en tono suave pero
vehemente. Apretó los labios y cerró la mano en un puño. Miró a
Tamsin, en cuyos ojos vio comprensión, y después apartó la mirada
sintiendo las mejillas encendidas y la mandíbula tensa.
Emma le entregó la bolsa de terciopelo.
—Él habría querido que también tuvieras esto. Igual que yo.
Extendió la mano, y su madre derramó el contenido de la bolsa
en su palma. Eran unos cuantos botones de peltre, un pasador de
plata redondo con un granate engarzado, que él recordaba haber
visto en la capa de su padre, y dos anillos de oro, uno grande en el
que brillaba una esmeralda y otro pequeño y delicado, con una
esmeralda y unas perlas diminutas.
—Corté los botones de su chaleco el día en que vestí su cadáver
para el entierro —dijo Emma. Su tono de voz era como fino acero,
delgado y fuerte—. Cogí ese pasador de plata, que han usado los
señores de Rookhope durante varias generaciones, y su anillo de
bodas y el mío, y los guardé. —Hizo una pausa, exhaló un largo
suspiro y prosiguió—: Ahora quiero que tú y Tamsin llevéis los
mismos anillos que hemos llevado nosotros.
William desvió el rostro, sintiendo que el corazón le retumbaba
con fuerza en el pecho. Oyó una leve exclamación de Tamsin y le
cogió la mano por unos instantes, la apretó y la soltó otra vez. Sabía
que ella sentía las mismas dudas y los mismos remordimientos que
sentía él, y también sabía que ninguno de los dos diría nada en
aquel momento, por miedo a herir a Emma de manera irreparable.
—Sé que a tu padre le habría complacido que escogieras por
esposa a la hija de su mejor amigo —aseveró Emma. Se inclinó
hacia adelante y cogió los anillos con sus esbeltos dedos.
William vio lágrimas en los ojos de su madre y percibió cómo le
temblaba el labio. Emma permanecía de pie frente a ellos, mientras
ellos estaban sentados, mirándola fijamente y en silencio. Tamsin
tenía la cabeza inclinada hacia atrás para mirarla, con una expresión
de pasmo en el rostro. William se sentía como el gemelo de ella en
aquel momento: igual de aturdido, preguntándose qué habían
hecho.
Emma extendió la mano y los anillos, uno grande y otro
pequeño, brillaron en su palma.
—Tened, queridos —susurró—. Que estos anillos sean el reflejo
del infinito amor que existe entre vosotros, como lo fueron para Allan
y para mí. —Una lágrima solitaria le resbaló por la mejilla. Depositó
los anillos en la mano de William.
William dudó al contemplar aquellas piezas de oro y joyas.
—Madre…
Pero no encontró las palabras que necesitaba; no tenía
suficiente valor, ni crueldad, para decirle la verdad.
Tendió una mano a Tamsin. Ella le miró con los ojos muy abiertos
y casi temerosos. Entonces estiró su mano derecha, dejando la
izquierda pasiva y a la vista, en el regazo.
Si Emma se sobresaltó, si tuvo alguna reacción al ver la mano de
Tamsin, no lo demostró. William la bendijo en silencio por su
amabilidad y su compasión. Ella les sonrió a ambos y permaneció
de pie, con las manos entrelazadas y los ojos brillantes por las
lágrimas, mientras William deslizaba el pequeño anillo de oro en el
tercer dedo de Tamsin.
A continuación, con manos temblorosas, Tamsin le puso a él el
anillo más grande y le miró con los ojos llenos de lágrimas. Y él se
maravilló ante la poderosa fuerza que le empujaba a hacer algo que
por sí mismo tal vez no hubiera hecho jamás.
Emma sonrió.
—Bueno, Will —murmuró—. Besa a tu chica. Os habéis casado
por el rito gitano, y por supuesto os casaréis delante de un
sacerdote en cuanto podamos llamar a uno.
Tamsin abrió los ojos como platos. William se inclinó hacia ella y
la besó en los labios con los ojos cerrados, perdido por un instante
en la dulce y cálida presión de la boca de Tamsin contra la suya.
—Os deseo felicidad al uno con el otro —dijo Emma con la voz
enronquecida por las lágrimas—. Y una buena noche. —Se volvió y
casi salió huyendo de la habitación.
William miró a Tamsin, que todavía tenía la mano de él retenida
entre las suyas, como si se hubiera congelado de asombro.
—Creo, pequeña —murmuró—, que el destino aún no ha
terminado con nosotros. Estamos atrapados otra vez.
Ella le soltó la mano y se levantó.
—Así es —dijo—. ¡Atrapados en una maldita falsedad! —Y
reprimiendo un leve sollozo, ella también se recogió las faldas y
echó a correr.
William lanzó un suspiro y se frotó la frente contemplando el
suelo, donde los pequeños zapatos de Tamsin brillaban a la luz del
fuego. Los recogió, se puso de pie y tomó la caja de madera llena
de recuerdos más que de objetos, y salió de la habitación.
Capítulo 21

PERO si hubiera sabido, antes del beso,


que el amor era tan difícil de conseguir,
habría guardado mi corazón en un cofre de oro
y lo habría cerrado con un broche de plata.
«Waly, Waly, Love Be Bonny»

Tamsin paseaba furiosa cuando oyó abrirse el pestillo de hierro.


La puerta del dormitorio se abrió y por ella entró William, llevando la
caja de madera bajo el brazo y los zapatos de ella colgando de los
dedos.
—Debería haber cerrado con llave —musitó, y se giró
bruscamente, haciendo volar las faldas, para continuar con su
frenético ir y venir.
—Yo tengo una llave —dijo William en tono pacífico, y cerró la
puerta—. Tamsin, no sabía que mi madre iba a hacer esto.
—Me siento como una miserable ladrona —dijo ella sin
detenerse—. Una sinvergüenza tan grande como tú.
Él no contestó, sino que se acercó a la mesa para dejar sobre
ella la caja de madera. Se volvió y le ofreció los zapatos.
—No puedo ponérmelos —dijo Tamsin—. Tengo los pies
demasiado grandes.
William los dejó caer al suelo de golpe, lo cual revelaba su
irritación. Tamsin le miró ceñuda, con el corazón acelerado y el
genio vivo. Él le devolvió una expresión impertérrita; fue hasta la
chimenea, donde ardían los rescoldos de un fuego, y empezó a
desabotonarse el jubón.
—No se te ocurra dormir aquí —le dijo Tamsin. Su vestido barrió
una esquina de la cama al girar en su incesante pasear arriba y
abajo.
—Voy a dormir en la antecámara —repuso William—. No es
necesario que lo sepa nadie excepto nosotros. —Se quitó el jubón y
lo dejó sobre el respaldo de una silla junto a la chimenea antes de
sentarse, en calzas y mangas de camisa. Apoyó los codos en las
rodillas y contempló el fuego.
—Así que quieres que tu madre crea que no sólo estamos
casados, sino también enamorados —murmuró Tamsin sin
detenerse.
—Ella sola ha llegado a esa conclusión —contestó William.
—¿Y qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Tamsin—. Está
feliz con la idea de que estemos casados, ahora que… nos hemos
unido, ¡Merton y Rookhope! ¡Y tú no has hecho nada para
disuadirla! ¿Qué hará cuando anunciemos nuestra intención de
divorciarnos según la costumbre gitana?
—No lo soportará —murmuró William, y se reclinó en la silla con
el mentón apoyado en el puño en actitud meditabunda.
—Yo no quería que mi padre se enterase de esto —dijo Tamsin,
apretando los puños— porque sé que también lo desea. No quería
que se entristeciera cuando disolviéramos el matrimonio, tal como
acordamos. Pero no pensé en tu madre, ni en tu hermana, ¡porque
no las conocía! Tú en ningún momento me has dicho que pensaras
informarlas de este matrimonio; lo hiciste sin más, y me sorprendiste
a mí tanto como a ellas.
—Tenía que decírselo —dijo él en voz queda.
—¿No se te ocurrió que también ellas podrían disgustarse por lo
que iba a suceder después?
William suspiró.
—He sido un idiota, y puedes regañarme por ello; pero sin
embargo no debes olvidar una cosa —dijo con voz calma, marcando
fuerte contraste con el tono nervioso de ella—: están profundamente
disgustadas por los intentos de Malise Hamilton de quitarnos a mi
hija. Y ésa es precisamente la razón por la que se lo he dicho. Esta
boda supone un alivio para ellas. Sólo que no imaginé hasta qué
punto —añadió, pasándose una mano por el pelo.
Tamsin fue a decir algo, pero desistió, pues comprendía por qué
él había accedido a aquel impulsivo matrimonio. La idea de que
alguien se llevase a Katharine de aquel hogar lleno de afecto
también le resultaba insoportable a ella. Si la niña fuera hija suya, se
habría aferrado a cualquier esperanza de protegerla. Soltó un
resoplido y reanudó su ir y venir por la habitación.
—Esto es una locura —musitó—. ¡Una verdadera locura! —La
cofia y el velo se le torcieron a un lado, y ella se los quitó y los arrojó
al montón de ropa depositada sobre la cama cuando pasó por
delante. Su cabellera se derramó sobre los hombros en una masa
de rizos y bucles, y trató inútilmente de echársela hacia atrás—. ¿En
qué estaríamos pensando, para aceptar un plan tan insensato? —
Sabía la respuesta, racionalmente, pero necesitaba desahogar su
genio.
—Que yo recuerde —dijo William despacio—, pensábamos en
ayudarnos el uno al otro. Tú necesitabas librarte de un marido
gitano, y yo necesitaba urgentemente una esposa.
—Así es —contestó ella, enfadada—. ¡Una novia falsa con un
hermoso vestido, embaucando a un guapo caballero de la corte del
rey!
—Haré lo que tenga que hacer para proteger a mi hija. —
Palabras pronunciadas con calma, pero en las que palpitaba por
debajo la furia.
—Sí, hasta tomar por esposa a un monstruo de la naturaleza —
le espetó ella, girándose en redondo. Una de las mangas interiores
le resbaló hacia abajo, y dio un tirón a las cintas que la sujetaban al
vestido. Mal anudadas por ella misma un rato antes, las piezas se
soltaron con facilidad, y ella las arrojó al suelo.
—Tamsin, tú no eres ningún monstruo de la naturaleza —dijo
William. Estaba repantigado y relajado en su silla, pero Tamsin vio
cómo le invadía la tensión, acorde con la que sentía ella—. Eres tan
bella como cualquier dama de la corte —le dijo—. Aún más.
Ella soltó un resoplido de incredulidad y apretó la boca por la
rabia, de espaldas al escocés. El corazón le latió con fuerza al
comprender lo mucho que deseaba que él dijera aquello
sinceramente. Pero no podía aceptar que lo hiciera.
—Sé que por el momento necesitas una esposa —le dijo—, pero
esos rápidos cumplidos no servirán para que haya paz entre
nosotros. ¡Yo no tenía la intención de hacer daño a nadie con este
pacto!
—Yo tampoco. —Dejó escapar un suspiro y se pasó los dedos
por la frente.
Tamsin se quitó el cinturón de seda y las cuentas de ámbar y los
dejó sobre el cobertor de la cama. En su dedo brillaba el anillo de
oro con la exquisita esmeralda. Lo examinó por espacio de unos
instantes. Nunca había llevado un anillo, y éste la encantaba no sólo
por su bello diseño sino también por el significado que tenía para
lady Emma. Se lo quitó y se volvió hacia William.
—Cógelo. —Se lo tendió en la mano—. Me siento como una
ladrona.
—Guárdalo de momento —repuso él—. Hazlo por mi madre.
Ella vaciló, y volvió a ponérselo en el dedo.
—Sólo por ella —dijo obstinada—. No por ti. —El corazón se le
aceleró extrañamente al decir eso.
—Como quieras.
William volvió a fijar la mirada en el fuego. Su sereno semblante,
en comparación con la actitud furibunda de ella, tenía un poder
calmante, pero Tamsin no quería renunciar a su genio; deseaba
gritarle, ventilar acaloradamente lo avergonzada que se sentía, y
también deseaba —aunque no podía hacerlo— satisfacer aquel
fuego constante y sofocante que sus miradas encendían en ella.
Se giró para darle la espalda y se cruzó de brazos.
—Lady Emma ha dicho que quiere que nos casemos delante de
un sacerdote. ¿Qué vas a decirle? ¿Que te has casado por un
ridículo rito gitano y que piensas aguantar así mientras te convenga,
unas dos semanas o así?
William dio vueltas al anillo de oro en su dedo.
—Ha habido matrimonios hechos con menos que eso —
masculló.
—¡Matrimonio! —Tamsin le miró. El corazón ya le retumbaba en
el pecho. No le había oído bien, se dijo; no podía estar ofreciéndole
en serio un verdadero matrimonio. Seguro que pretendía solamente
proseguir con aquella estratagema para su beneficio y conveniencia
—. ¿Serías capaz de ponerme delante de un sacerdote, ahora, para
hacer un matrimonio de esta farsa? ¡No pienso contraer matrimonio
por la Iglesia para evitar una vergüenza!
—Tamsin… —William exhaló un suspiro—. No pienso discutir
contigo. Cuando te calmes, hablaremos de esto.
—En ese caso te doy las buenas noches, porque sólo tengo
ganas de discutir —replicó ella rígidamente. Le costaba respirar,
constreñida por el duro emballenado. Empezó a tirar de los
minúsculos cordones que unían las piezas laterales del corpiño.
Notó que William se ponía de pie y le pareció que entraba en la
antecámara para echarse a dormir en el estrecho camastro que
había allí. Sin hacerle caso, siguió tratando de deshacer los
pequeños nudos que había hecho él, mordiéndose el labio ante la
dificultad que suponía la tarea. Estaba muy cansada; sentía la
cabeza embotada y dolorida a causa del vino. Manoseó los
cordones torpemente, y por fin dio un tirón a un nudo en un gesto de
frustración.
William la tocó en el hombro y la hizo darse la vuelta.
—Deja que lo haga yo —le dijo—. Vas a romper las cintas, y
luego mi madre tendrá que arreglar el vestido. Creerá que lo rasgué
yo para violarte, ¿y entonces qué vamos a decirle, eh, pequeña?
Su voz resultaba melosa y tranquilizadora, cuando ella prefería
vociferar. Sintió sus largos dedos en la cintura, desatando
hábilmente los cordones. El corazón se le aceleró y experimentó de
nuevo aquella curiosa sensación de derretirse que él había
despertado en ella antes. Parecía cada vez más intensa.
Tamsin le miró ceñuda.
—Tú no querrías violarme.
—Sí que querría —contestó él blandamente. Tamsin contempló
su cabeza, las ondas oscuras que le caían, gruesas y sedosas,
sobre la frente.
—¿Cómo? —preguntó en un jadeo, como si William, con
aquellas dulces palabras, le hubiera robado el aire, y también el
enfado.
Sus dedos ascendieron por el lateral del corpiño. Tamsin
recuperó la respiración cuando se aflojó el emballenado, pero volvió
a perderla con el movimiento de las manos de William.
—Digo —murmuró él— que me gustaría violarte. Me gustaría
mucho.
Ella se le quedó mirando. William levantó la vista, y la chispa de
su mirada fue tan directa que Tamsin sintió de pronto que una
llamarada que la recorría de la cabeza a los pies. Estaba segura de
que él oía el retumbar de su corazón.
—¿Y si yo lo deseara también? —preguntó con un hilo de voz.
La mirada de él bajó y volvió a subir. Sin contestar, comenzó a
aflojar el otro lateral del emballenado. Al ver su silencio, Tamsin
pensó que había vuelto a ponerse en ridículo. Los hombres eran
más directos en sus pasiones físicas, lo sabía de escuchar a los
camaradas de su padre y a los gitanos. Las lecciones de pudor y
obediencia que le habían enseñado los gitanos aún más que los
escoceses luchaban en su interior contra su propia necesidad
natural de libertad, de nuevo inculcada por ambas culturas, cada
una a su modo. Tamsin se sentía atrapada entre los dos mundos.
Sintió que le subía desde la garganta un rubor lento, candente.
Siempre había sufrido incertidumbre por considerarse a sí misma
poco deseable, pero también poseía una vena de natural osadía,
cuando la necesitaba, y esa fuerza la invadió ahora de arriba abajo,
barriendo todo lo demás. Había bebido demasiado vino, pensó, pero
entonces se dio cuenta de que estaba experimentando la
desacostumbrada sensación, cálida y expansiva, del deseo, un
impulso que la instaba a descubrir cómo sería la pasión con aquel
hombre.
—¿Y si yo lo deseara también? —preguntó de nuevo, con más
énfasis.
Él seguía sin responder. Desanudó las últimas cintas del
emballenado y dejó éste a un lado. Libres de toda restricción,
velados por la camisola, los pechos parecieron florecer. La mirada
de William se posó en ellos, y después se elevó para encontrarse
con la de Tamsin. Su cuerpo se apretó contra el de ella, sus dedos
se deslizaron alrededor de su cintura. Tamsin sentía su contacto
ardiente a través de la fina camisola.
William seguía sin decir nada. Buscó las cintas de la enagua y
las desató. Tamsin se la sacó y se quedó tan sólo con la falda negra
abierta y la camisola. Se preguntó si el prolongado silencio de
William, sus manos castas y lentas sobre ella significaban que tenía
la intención de ayudarla a desvestirse y nada más. Ese pensamiento
la entristeció. Pero el tronar de su corazón y el sofocante calor que
emanaba de él le dijeron que la deseaba. Y que ella le deseaba a él.
Le miró, de pie en medio de la enagua, con el vestido colgándole
abierto desde los hombros. Las miradas de ambos parecieron
tocarse. Ella sintió un estremecimiento, y se inclinó hacia él.
Con un grave gemido, William la atrajo hacia sí y bajó la cabeza.
Su boca se pegó a la de Tamsin, cortándole el aliento. Ella le rodeó
el cuello con los brazos y sintió el contacto de su sólido pecho
contra los senos, a través de las telas. Los labios de William eran
tiernos, y la provocaban para que abriera la boca para él.
Una ansia exquisita la inundó. El primer contacto de la lengua de
William en sus labios la sorprendió agradablemente y le dejó pasar
entre ellos, saborearla, igual que ella le saboreaba a él. Bebió otra
vez de su boca, paladeando el intenso placer que le provocaban sus
besos.
Insegura de lo que sucedería a continuación, no mostró timidez
sino que respondió a su boca al tiempo que disfrutaba del
movimiento cálido y seguro de sus manos. Anheló saborearle y
sentirle más, tomar el consuelo que le ofrecían sus brazos, sus
labios, su cuerpo.
William hundió las manos en la masa de sus cabellos, adaptando
los dedos a la forma de su cabeza igual que adaptaba la boca a sus
labios. Ella se inclinó hacia atrás, contra la cama, medio sentada.
Rodeó a William con los brazos, la mano izquierda cerrada en un
puño y la derecha explorando la anchura de sus hombros y los
poderosos músculos de su espalda. Cuando él apoyó una rodilla en
la cama, ella se hundió en la delicia del grueso colchón de plumas y
el cobertor de damasco y se tendió. William se tendió también, y
Tamsin giró en sus brazos con la sensación de haber sido liberada
de una prisión que ni siquiera sabía que existía. Hambrienta de su
contacto, abrió los labios a él y declaró su deseo en silencio,
exponiendo sus sentimientos como naipes sobre una mesa,
revelando su corazón.
William le tocó el cuello de la camisola, allí donde la banda se
ajustaba con un gancho y una presilla, y lo soltó hábilmente. Deslizó
la mano al interior de la generosa abertura y le rozó con las yemas
de los dedos la garganta y el nacimiento de los pechos, provocando
en Tamsin delicados, devoradores estremecimientos.
Los labios de William encontraron su cuello. Tamsin sintió el
calor de su aliento, el movimiento de sus dedos al deslizarse hacia
abajo hasta tomar un pecho en la palma de la mano. Dejó escapar
una leve exclamación, aspiró bruscamente y se arqueó contra
aquella caricia, sin vacilar en ningún momento, pues de repente
supo en lo más hondo de sí misma que deseaba aquello, con él,
sólo con él..
Cuando la mano de William le acarició el seno, se le suspendió
la respiración; fue una sensación exquisita que le reverberó en la
parte baja del cuerpo. Cuando sus dedos tocaron la perla caliente
de su seno, rozando, mimando, Tamsin dejó escapar un leve gemido
de placer y acercó el cuerpo al de William para acoplarse a él a
través de las varias capas de tejido. Él fue depositando pequeños
besos temblorosos a lo largo de su garganta y de la curva de su
pecho hasta que la boca encontró el pezón y se recreó suavemente
en él. Tamsin emitió un sonido dulce y atrajo a William hacia sí,
cambiando de postura para rodar hacia él, alzando una rodilla con el
pie apoyado en el colchón. La camisola se deslizó muslo abajo y
quedó arrugada en la cadera, y sintió el calor del brazo de William
sobre la pierna desnuda.
Alentada por la pasión, más allá de los efectos del vino que sólo
le causaban languidez, Tamsin se sintió como si se volviera cada
vez más resplandeciente y hermosa en brazos de William. Se apretó
contra él y dejó que las firmes curvas de su cuerpo se adaptaran a
los duros planos del de él. William dejó escapar un grave gemido,
como un gruñido profundo. Rodeó la cintura de Tamsin con la mano,
luego bajó un poco más y tocó la parte más íntima de su cuerpo.
Ella dio un pequeño respingo, sorprendida por lo repentino de
aquel gesto y más sorprendida aún por el fervor de su propia
ansiedad y su ausencia total de miedo. Moviéndose como en un
sueño, flotando en un cálido océano de sensaciones exquisitas, se
arqueó contra la palma de la mano de William, que acariciaba,
exploraba, descubría. Dejó escapar una pequeña exclamación,
grave, jadeante, llena de anhelo; aceptó gustosa aquellos dedos que
la buscaban igual que ella le buscaba a él.
La boca de William cambió de posición en su pecho, encontró el
seno gemelo y continuó saboreando mientras exploraba
suavemente con las yemas de los dedos. Ella emitió un gemido
gutural y le acercó la cabeza para capturar su boca. Una mano tomó
su cara, la otra se deslizó por su espalda firme y musculosa,
estorbada por la ropa, y buscó una abertura, ansiando sentir el calor
de su piel. Entonces encontró la protuberancia dura y caliente bajo
la gruesa sarga negra, y se dio cuenta de que William no llevaba
bragueta. Posó la mano allí, temblando, y permaneció así,
osadamente, por espacio de unos instantes.
William contuvo el aliento. Tamsin gimió ligeramente al sentir los
dedos de él deslizarse en su interior, y alentó a su cuerpo a buscar
un ritmo que igualase su acelerada respiración. Caliente y pulsante,
de pronto estalló una luz dentro de ella, en medio de la oscuridad
plena de sensaciones. Perdió toda la noción del qué y el dónde; sólo
sintió, flotó, y sucumbió. Se sintió inundada de una dicha imparable,
en cuerpo y alma, una llama que empezó a arder en el centro de su
ser, convertida en amor.
Su cuerpo fue frenando, débil y satisfecho. Entonces tomó
conciencia de los labios de William sobre los suyos, la lengua de
William recorriendo su boca, caliente y suave. Aún tenía la mano
posada en el sexo de él. William se apartó exhalando un largo
suspiro.
—Si quieres más de esto conmigo —murmuró, deslizando la
mano por la mejilla de Tamsin, rozándole la oreja con los labios,
mientras ella se ablandaba, se relajaba en sus ansias de él— como
yo quiero más de esto contigo, tenemos un verdadero problema —
terminó de decirle junto al oído.
La voz de William la derritió, la calentó como si fuera mantequilla.
El deseo, renovado, se había acrecentado hasta el punto más alto
en cuestión de momentos, disolviendo los confines de su cuerpo,
modeándola a él. Y quería más. El cuerpo de William era un
complemento duro y fuerte del suyo, y se sentía como su alma
gemela, como si se fundiera con él igual que una imagen se funde
con otra en un espejo.
—¿Por qué —susurró, hundiéndose en otro de sus besos,
saboreándole— va a ser un problema?
—Quedaríamos a merced de nuestro destino —murmuró él.
—¿Y cuál es nuestro destino? —replicó ella suavemente, con un
beso.
William se apartó ligeramente, deteniendo las manos por un
momento y con la frente apoyada en la de Tamsin.
—No lo sé —dijo por fin—. Pero es muy fuerte. Dios, ya lo creo
que lo es. Y no puedo rendirme a él. No quiero hacerte eso, ahora
no. —Deslizó la mano fuera de la camisola y se incorporó.
Tamsin siguió tumbada, con el vestido negro refulgiendo a su
alrededor y contemplándole fijamente. Poco a poco se apoyó sobre
los codos. William seguía de espaldas a ella, con la cabeza baja y
las manos agarrando el borde de la cama.
El cuerpo aún le temblaba, deseoso y sin resuello. No podía
soportar la breve distancia que les separaba. Pero vio que él lo
prefería, porque levantó una mano cuando ella hizo el ademán de
incorporarse.
—Perdóname, Tamsin —dijo en voz baja y suave—. Te prometí
que no ofendería tu castidad, y lo he hecho. Dios, eres una tentación
para mí.—Se giró—. Esto se ha terminado, lo juro.
Tamsin no dijo nada, se limitó a mirar fijamente su espalda rígida,
su cabeza baja. Se sentía como si girara en un remolino y se
hundiera, como si de alguna manera hubiera dejado de crecer. Pero
se incorporó, con la espalda tan recta e inflexible como la de él. No
emitió sonido alguno, no dio ninguna pista de que acababa de recibir
un golpe mortal.
Demasiados rechazos, de demasiados hombres. Pero ninguno
de aquellos rechazos —ya fueran bruscos, burlones, indiferentes o
educados— la había herido tanto como éste; ninguno de aquellos
hombres había hecho otra cosa que rozarle los dedos para
saludarla; ninguno de ellos la había tocado en el corazón, y ninguno
había logrado penetrar hasta su alma. Hasta ahora.
En la valentía de la pasión, había olvidado su miedo a este
rechazo. Cerró los ojos con fuerza.
William extendió una mano para tocarle el tobillo, un tierno gesto
de disculpa. Pero ella no pudo soportarlo. A toda prisa para que no
pudiera tocarla otra vez, se levantó y fue hasta la chimenea. Llevaba
el hermoso vestido negro abierto y el pelo flotando sobre los
hombros. Cruzó los brazos sobre el pecho, sobre la camisola que él
había abierto y después abandonado.
—Tamsin. —William se acercó a ella—. Deja que te explique.
Ella rió ligeramente y le dio la espalda.
—¿Qué necesidad hay de eso? —preguntó en tono inexpresivo
—. Es obvio. Tú no quieres tomarme como un hombre toma a una
mujer aunque yo habría sido lo bastante tonta como para
entregarme a ti —Respiró hondo—. Pero si lo hubiera hecho, tal vez
te habrías sentido obligado a casarte conmigo. ¿Por qué habrías de
conformarte con llevarte a la cama a una gitana, la hija de un triste
ladrón de ganado cuando eres libre de amar a damas de la nobleza,
a mujeres hermosas mujeres perfectas, cuando se te antoje, y
seguir teniendo una esposa?
William llegó hasta ella en dos zancadas y la agarró por la parte
superior de los brazos con dedos de acero. La obligó a darse la
vuelta y la sujetó así, mirándola con los ojos brillantes incluso bajo la
mortecina luz de la estancia.
—Ya basta —dijo—. No es eso lo que estoy pensando. Te
aseguro que no puedo ser un juez tan duro contigo como lo eres tú
misma.
Ella le miró fijamente con la barbilla en alto y los hombros tensos.
—Estoy acostumbrada a oír decir a los hombres que no me
desean.
—Has aprendido a no oír ninguna otra cosa —rugió William.
Tamsin desvió el rostro.
—Pero ahora que te he entregado una parte de mi corazón,
descubro que tú tampoco me deseas, y eso… eso duele. —Su voz
se disolvió y se recuperó.
William lanzó un juramento en voz grave y la atrajo hacia sí para
rodearla con sus brazos y la acunó contra su cuerpo aunque ella
permanecía rígida.
—Sí te deseo —le dijo—. Oh, Dios. Te deseo tanto, que me
asusta. —Se apartó un poco, le tomó la cara entre las manos y la
miró fijamente a los ojos—. Y no estoy acostumbrado a esto. Te
deseo tanto, que estoy volviéndome medio loco.
—¿Tanto? —preguntó Tamsin en un susurro, conteniendo la
respiración.
La risa triste de William le llegó al fondo del alma.
—Sólo hace unos días que te conozco, y sin embargo ya te has
convertido en una hoguera en mi corazón.
Ella parpadeó, pues le oía expresar sentimientos que podrían ser
también los suyos. Se sintió como si su vida hubiera dado un giro de
ciento ochenta grados y ahora avanzara en otra dirección. Ser
deseada con tanta intensidad por aquel hombre, ya fuera por lujuria
o por algo más, la emocionaba más allá de toda medida, la devolvía
a aquella aura de amor que había sentido tan sólo momentos antes.
Y entonces comprendió el peligro que había en ello, tal como lo
había comprendido William; vio adónde podía conducir, y bajó la
cabeza.
—Yo siento lo mismo —susurró—. ¿Qué vamos a hacer?
William apoyó la frente contra la de ella y cerró los ojos por un
instante.
—Cada uno de nosotros se inflama como una antorcha cada vez
que tiene al otro cerca. Eso da felicidad a algunas personas, pero
destruye a otras. El fuego que arde entre nosotros es muy intenso.
—Y tú crees que se extinguirá —terminó Tamsin.
Él dejó escapar un suspiro y se apartó. Aunque seguía
sujetándole los brazos, dejó pasar una capa de aire entre ambos
deliberadamente.
—He aprendido a ser prudente con una pasión como ésta —
afirmó—. Ya la he experimentado otras veces, y ha terminado
consumiéndose.
Tamsin bajó los ojos.
—Entiendo —dijo—. Amabas a Jean, la madre de Katharine.
Ninguna otra cosa puede compararse con eso. Yo… te pido perdón.
—Retrocedió un paso, y él la soltó.
Ese gesto, y su silencio, parecieron ser una afirmación de que
guardaba muy fresco el recuerdo de otra. Había entregado su amor
a otra mujer, y ella le había dado una hija. A Tamsin se le encogió el
corazón de angustia. Quería preguntarle por Jean, pero sin embargo
no quería oír la respuesta. Ya había soportado bastante dolor por el
momento. Nada cambiaría el amor que William había sentido por la
madre de su hija. Tamsin sintió una punzada de celos.
—Tamsin —dijo William con un suspiro—: La promesa que
hemos hecho es de lealtad y amistad. No pienso incumplirla.
Ella contempló el fuego reducido a ascuas que resplandecían
rojas bajo las cenizas.
—¿Es incumplirla —preguntó— o más bien cumplirla, el hecho
de obedecer a los sentimientos que hay entre nosotros?
Él estaba a su espalda.
—Buena pregunta, una pregunta que no puedo contestar.
—Ahora mismo me deseabas —dijo ella en tono pasivo.
—Y aún te deseo. —Apoyó la mano en su espalda—. Pero no
quiero ir más lejos. Por tu bien, y por el mío.
—Y porque hemos acordado disolver este falso matrimonio.
William guardó silencio durante largos instantes, todavía con la
mano en la espalda de Tamsin.
—Ir demasiado lejos y demasiado aprisa puede hacernos daño a
los dos, y también a otras personas. No conocemos la naturaleza de
esta llama que arde entre nosotros ni lo que el destino ha planeado.
No siempre es bueno vivir a merced del destino.
—Así que tú piensas que lo mejor es resistirse a ese destino —
dijo Tamsin.
—Sí —respondió él en voz queda—. Por ahora. Hasta que
sepamos lo que el destino quiere de nosotros. No quiero hacerte
daño —añadió, bajando la voz, hablando con el corazón—. No
quiero.
Pero ya le había hecho daño. Tamsin se limitó a asentir con la
cabeza. William poseía sensatez y paciencia, y domesticaba su
pasión en vez de rendirse a ella. Pero los impulsos de Tamsin eran
vehementes y rápidos, su pasión impaciente. Él era su espejo en
algunos aspectos, su maestro en otros; hoy había aprendido mucho
de él.
Suspiró y se dio cuenta de lo cansada que estaba, físicamente y
también emocionalmente. Su vida y sus sentimientos habían
cambiado desde qué conoció a William Scott. Ahora sentía nuevas
emociones bullir en su interior, como capullos de flores pugnando
por salir. Estaba deseando dormir horas, incluso días, para absorber
todo lo que había ocurrido.
Se echó el pelo hacia atrás en un gesto de cansancio.
—Te estoy agradecida —murmuró.
—¿Agradecida? —William soltó una risa escéptica—. ¿Por qué?
—Por desearme, aunque sólo haya sido por lujuria —repuso ella
en voz baja—. Y te estoy agradecida por tu amabilidad y tu
paciencia con mis… mis imperfecciones. —Se volvió y fue hasta la
cama—. Buenas noches.
Empezó a doblar las ropas y los accesorios que estaban
extendidos sobre el cobertor. William atravesó la habitación y se
detuvo un instante junto a la estrecha puerta de la antecámara para
mirarla. Ella percibió su mirada, le oyó suspirar, y notó la atracción
que flotaba entre ambos. Pero no levantó la vista.
La habitación pareció fría y vacía después de que él se hubo ido.
Experimentó un vacío dentro de sí, y supo que se había abierto un
espacio en su corazón que sólo William podía llenar.
Capítulo 22

CUÁNTO me gusta cabalgar en la niebla


y disparar en el viento del norte,
y más aún robar una dama
que provenga de noble linaje.
«Hind Etin»

Guiados por finos rayos de luz de luna, rápidos y silenciosos


como cuervos, cabalgaron sobre páramos y colinas hasta llegar a un
río ancho y sereno. William se detuvo sobre la hierba de la orilla al
abrigo de unos abedules. Su caballo permaneció en silencio excepto
por un ligero relincho. Sandie y Jock se detuvieron a su lado. Los
tres hombres aguardaron sin cruzar palabra bajo las copas de los
árboles iluminadas por la luna.
Al otro lado del río apareció una figura que acababa de surgir de
la oscuridad del bosque. Se trataba de una joven, ataviada con un
vestido y una capa con capucha, que se acercó caminando
lentamente hasta la orilla. Se detuvo, miró a su alrededor y acto
seguido arrojó tres piedras al agua, cada una de las cuales rompió
el silencio con un suave chapoteo.
A aquella señal acordada, Jock se volvió hacia sus primos, se
tocó el yelmo a modo de silencioso saludo e instó a su montura a
avanzar hacia la corriente. El caballo vadeó el río rápidamente,
dividiendo la tranquila superficie en brillantes olas en forma de arco,
y salió por la orilla opuesta.
La joven echó a correr hacia él con la capa ondeando tras de sí,
y entonces la capucha se le resbaló y dejó ver su cabello rojo
recogió en una pequeña corona de trenzas. Jock desmontó y se
quitó el yelmo y la luna tiñó de un color plata su cabello rubio. Fue
hacia la joven con los brazos abiertos, y ella pareció fundirse en su
abrazo. Juntos formaron una sola silueta que se mecía suavemente,
como si nunca hubieran sido dos seres distintos.
William apartó la mirada, pues sintió que se le oprimía el corazón
al ver la escena. Su propio vacío, su propia soledad, parecían más
agudos que nunca.
—Fíjate —murmuró Sandie—. Está perdido, ese muchacho.
Perdido del todo.
—No está perdido —murmuró William—. Se ha encontrado.
—Sí, ha encontrado una inglesita, y todos vamos a pagar por
ello. —Sandie, al igual que William, observaba el oscuro páramo.
Entonces sacudió la cabeza, protegida por el yelmo de acero—. Es
una Forster, y está prometida a Arthur Jasper —musitó—. Jock dice
que la boda ha sido fijada para mañana. Esto nos va a traer
problemas a todos, te lo digo yo.
William escudriñó la oscuridad con mirada cauta. Apoyó su mano
enguantada en el asta de madera de la lanza que sobresalía de una
correa de la silla.
—Capearemos el temporal, primo —le tranquilizó—. Jock está
enamorado de la chica, y sólo por eso ya merece la pena
molestarse. Pocos hay que tengan lo que han encontrado ellos, ya
sean ingleses, escoceses o egipcios. —Lo último se le escapó, y
frunció el ceño para sí mismo mientras observaba el páramo.
—Ya, egipcios. Tú también estás perdido, amigo, has sucumbido
a los encantos de tu chica aunque no te guste reconocerlo y estés
atado como marido. Por lo menos tú te has casado con ella sin
provocar que te persiga su familia, como va a sucederle a Jock, a
cambio de un beso.
William no contestó; apretó los labios y continuó vigilando el
páramo y también vigilando su corazón. Un beso de Tamsin había
comprado un trozo de ese corazón, precio que ya estaba pagado.
Una vida entera de besos tan dulces como ése, gozando de su amor
y su compañía, superaría incluso el valor de su propia alma. Y
además sería una ganga.
Habían transcurrido diez días desde que se había sentido tan
dolorosamente tentado a pagarle el precio total; diez días de
educada conversación, de jugar a las cartas y a las damas con ella y
con los demás, diez días viéndola jugar cariñosamente con
Katharine y esforzarse por aprender a hacer punto con Emma;
nueve noches durmiendo sobre un duro camastro en la antecámara,
endureciendo la mente y el cuerpo para no ceder a su atractivo, fiero
y voluptuoso, en su cama. Algunas veces, desesperado por
estrecharla entre sus brazos, se había dado la vuelta, se había
marchado, había huido a caballo para sacudirse aquel intenso
deseo. No había sido capaz de arriesgarse; era demasiado fácil
perderlo todo, se dijo, si arriesgara su corazón en ella tal como
quería, cada día más.
La muerte de Jeanie se había llevado consigo todo lo que él
creía tener, había dejado su vida vacía de esperanzas, igual que
una tormenta barre las hojas del bosque en otoño. Ahora tenía a
Katharine, su tesoro más preciado e inesperado. Pero había perdido
su futuro. El precio que tuvo que pagar por tener a su hermosa hija
había sido muy alto.
Estaba decidido a esperar, como le había dicho a Tamsin, a ver
qué tenía el destino planeado para ellos; pero cada día que pasaba,
cada noche, le demostraban que el vínculo que sentía con ella era
mucho más fuerte que el simple deseo carnal. Dios quisiera que
Tamsin sintiera lo mismo que él. Ahora creía de verdad que lo que
existía entre ellos ardía con brillante llama, una llama que se
convertiría en un fuego permanente y no se apagaría nunca.
Ansiaba sentir su contacto, aunque sólo fuera al pasar: hombro
con hombro en un pasillo, un roce de la mano en la cena. El sonido
de su voz, su aroma, llenaban sus sentidos cada vez que ella estaba
cerca. Intentaba oír sus pasos, su risa, cuando no estaba en la
habitación; lo sentía como un regalo cuando llegaba y como una
pérdida cuando se iba. Tamsin se había apoderado de una parte de
su alma, y ahora él deseaba entregarle el resto.
Sin embargo dudaba, profundamente asustado, por encima de
todas las cosas, de la posibilidad de perderla. Aquel fuego que sintió
con Jean había empezado a apagarse incluso antes de que fuera
extinguido por fuerzas ajenas. De modo que con Tamsin prefirió
esperar, pues no sabía durante cuánto tiempo querría aplazar y
negar lo que era innegablemente real.
Sabía —lo llevaba sabiendo casi desde el primer momento en
que la vio— que estaba enamorándose cada vez más
profundamente, como un hombre que cayera en aquel río iluminado
por la luna y estuviera tan perdido, y quizá tan salvado, como Jock
lo estaba ahora.
Cerró los ojos por un instante y permaneció en silencio.
—En fin —dijo Sandie sin levantar la voz—, tengo entendido que
Archie Armstrong acaba de enviarte el mensaje de que quiere
recuperar a su hija. ¿No le has dicho que te has casado con ella?
—Pronto me encargaré de eso —contestó William.
—Sí, será mejor que lo hagas —repuso Sandie.
William lanzó un suspiro.
—Dentro de unos días la acompañaré hasta Merton Rigg,
cuando hayan transcurrido las dos semanas que estableció
Musgrave. Cumpliré mi palabra. Musgrave ha de reunirse con
nosotros en Merton. Hace dos días me llegó un correo suyo.
Supongo que también envió un mensajero a Merton, ya que Archie
me mandó un muchacho para concertar una entrevista.
Archie no le había enviado una carta porque no sabía leer, pero
había mandado a un primo suyo. El muchacho había dicho que el
señor de Merton Rigg les esperaba en Merton dentro de unos días y
que deseaba «que le devolviera a su hija sin rechistar».
La rudeza de aquella petición dejó a William confuso. Se
preguntó si Musgrave habría amenazado de nuevo a Tamsin, y
también si Arthur Musgrave habría planteado a su padre el asunto
de brujería. Pronto lo averiguaría.
Observó el río de aguas tranquilas.
—Se han ido por ahí —señaló—. Espero que no anden muy
lejos, no me gustaría pasar mucho tiempo aquí sentado, en
Inglaterra.
—A mí tampoco. Jock dice que piensa buscar una forma de
disolver el compromiso de Anna Forster —dijo Sandie—. Yo le he
aconsejado que entierre él mismo al novio o que rapte a la novia.
—Jock no es hombre al que le guste el asesinato —dijo William
—. Y tampoco estará dispuesto a rogarle al padre de la chica para
que le deniegue su mano a Musgrave y se la entregue a él. Así
que… —Se encogió de hombros ante lo evidente.
—Ya. —Sandie dejó escapar un suspiro—. Espero que no tenga
pensado raptarla esta misma noche. —Lanzó una mirada hacia
atrás—. Pero tengo un mal presentimiento, como un escalofrío que
me sube por los brazos. Deberíamos marcharnos de este lugar.
¿Dónde diablos se ha metido este hombre?
—Tal vez esté detrás de esas rocas de ahí, o entre aquellos
árboles.
—Da un silbido, Willie, para que sepan que es hora de
marcharse.
William alzó el rostro hacia la brisa de la noche y se llevó la
mano enguantada a la boca. Redondeó los labios y emitió un silbido
grave, uno de los muchos que su padre le había enseñado hacía
mucho tiempo, el grito de un buho. Con cuidado y suavidad, expulsó
el aire desde la garganta en una imitación perfecta que no tardó en
ser contestada por un buho a lo lejos.
Aguardó, pero no vio nada, ni tampoco oyó el suave chapoteo
del caballo de Jock en el agua del río. Levantó el rostro y volvió a
ulular; tres veces, silencio, tres veces más.
—Yo diría que ya tiene que estar harto de besos —musitó
Sandie, mirando alrededor—. Espero que no hayan pasado a las
caricias. No pienso quedarme sentado sin hacer nada, como un pato
entre los juncos, mientras ellos se lo pasan bien. Debería decirle
adiós y marcharse.
—Puede que adiós sea la última palabra que diga, si esa chica
ha de casarse mañana. Tal vez esté pensando en convertirla en una
mujer casada esta misma noche —comentó William. Silbó otra vez,
tres veces, y se detuvo. No oyó nada ni vio signo alguno de su
primo.
—Esta noche llevamos ya bastante tiempo en suelo inglés, y por
aquí no ha asomado ni una vaca ni una oveja —musitó Sandie—.
Aunque si Jock sale de Inglaterra llevando una esposa bajo el brazo,
no sería mal botín. —Sonrió.
En aquel momento se oyó el grito de un pájaro no lejos de allí.
William alzó una mano para imponer silencio a Sandie. Sonó de
nuevo el grito, el graznido de un cuervo pobremente imitado por una
garganta humana.
—No estamos solos —susurró.
Sandie extrajo lentamente una pistola de bronce de una funda de
la silla y empezó a llenarla de pólvora. William tensó las riendas del
bayo y salió de la protección de los árboles para escrutar la orilla
opuesta del río. Sandie le siguió.
Entonces apareció Jock otra vez, montado en su caballo, a la luz
de la luna, inclinado hacia abajo para tocar la mejilla de Anna. Ella
levantó una mano hacia él, y él se inclinó de nuevo para besarla.
—Vamos —le apremió William en un susurro. Él también percibía
la tensión que notaba Sandie—. Vamos…
Por fin la muchacha se apartó y dio media vuelta para echar a
correr a lo largo de la orilla, alejándose de Jock, mientras éste
espoleaba a su montura en dirección a la corriente. William oyó que
Sandie dejaba escapar un suspiro de alivio, y él hizo lo mismo para
sacudirse el miedo.
—Nada de bodas esta noche —dijo Sandie en voz baja.
—Apostaría a que han hecho alguna clase de plan entre ellos —
dijo William—. Eso no me parece precisamente una despedida.
En el momento en que Jock penetró en el río, la tranquilidad de
la noche pareció explotar en chillidos, furia y ruido de cascos de
caballos. Varios jinetes salieron de pronto de otra zona arbolada
situada en la orilla opuesta y se dirigieron hacia Jock. Se oyó la
explosión y el fogonazo de una pistola.
Jock giró, gritó algo y cruzó oblicuamente la corriente. Anna se
volvió y echó a correr otra vez hacia él, con la capa ondeando a la
espalda. Los jinetes les persiguieron a todo galope. Anna saltó de la
orilla al agua y empezó a andar en dirección a Jock, que cabalgaba
hacia ella.
William cogió a toda prisa la pequeña ballesta que colgaba de su
silla y colocó en ella un cuadrillo pequeño pero mortal. Equilibró el
arma sobre el antebrazo y utilizó una mano para guiar a su caballo
bajo la luz de la luna.
En el río, vio que Jock se doblaba hacia abajo y, en un
movimiento de barrido, levantaba a Anna hasta su silla. Ella se
acomodó detrás de él y le rodeó la cintura con los brazos. El caballo
se lanzó hacia adelante en medio del río, avanzando con el agua a
la altura del pecho. Un proyectil de ballesta silbó rasgando la noche
y se hundió en la superficie del agua no muy lejos del flanco del
caballo.
Sandie levantó su pistola, apuntó, pero volvió a bajarla.
—Están todavía demasiado lejos. ¡Que esos sabandijas de los
ingleses se acerquen, y que intenten disparar otra vez a nuestro
amigo!
Otro cuadrillo rozó el agua. William respondió disparando su
arma con notable puntería, sabedor de que una ballesta tenía un
radio de alcance mayor que el de la pistola de Sandie. Uno de los
perseguidores cayó del caballo, pero el resto siguió incólume.
Entraron en el agua revolviéndola y formando abundante espuma
blanca.
Jock alcanzó la orilla cercana en medio de una gran salpicadura
de agua. William y Sandie hicieron girar a sus monturas, se situaron
a ambos lados de Jock y Anna y se lanzaron al galope por el
páramo. Cuatro jinetes —cinco, contó William en una rápida mirada
hacia atrás— alcanzaron la orilla y se lanzaron en pos de ellos.
Jock le dirigió una fugaz sonrisa bajo la sombra de su yelmo.
—Me parece que la familia de Anna ha decidido asistir a nuestra
boda —gritó.
William le devolvió a su primo una mirada acre y se agachó al
tiempo que el bayo empezó a correr a más velocidad.
***
La voz del sacerdote desgranaba una letanía en latín, en tono
grueso y áspero porque hacía sólo unos minutos que se había
despertado. William tenía la cabeza inclinada, tanto en señal de
reverencia como para no chocar contra las vigas del bajo techo de la
sala. La habitación principal de la pequeña casa fortificada del
sacerdote estaba abarrotada, pues ya contenía una mesa, varias
sillas y una cama provista de cortinas, con las mantas revueltas,
encajada contra una pared.
Al otro lado de una partición de adobe había una vaca y algunas
ovejas malolientes que se habían despertado al oír llegar en medio
de la noche a tres ladrones de ganado y una muchacha raptada. Su
constante bufar y rumiar fue la única música que acompañó la
ceremonia.
William sostenía el yelmo bajo el brazo, y la armadura del pecho
reflejaba el brillo rojo del fuego de turba que ardía en el suelo de la
habitación. A su lado estaba Sandie, que parecía muy tranquilo,
manso incluso, con el yelmo en la mano.
Jock y Anna estaban arrodillados delante del sacerdote, con las
manos juntas y las cabezas bajas. El padre Thom había intentado
negarles la entrada a su pequeña casa, hasta que vio brillar las
lanzas y las ballestas a la luz de la luna y oyó los nombres del señor
de Rookhope y el señor de Lincraig. Ahora se le veía ceñudo y
adormilado, vestido con una larga camisa y los pies descalzos, y
con una capa de lluvia bordada, de las que usaban los sacerdotes,
echada sobre los hombros, mientras pronunciaba el ritual a toda
prisa.
William escuchó la entonación y observó las cabezas inclinadas
de Anna y Jock, la una roja y la otra rubia, a la luz de las velas que
sostenían en las manos. Sus caras se veían serias e inocentes, sus
miradas de total devoción. El sacerdote trazó en el aire la señal de
la cruz sobre sus cabezas, les declaró casados y corrió hasta la
mesa para escribir el documento de matrimonio.
Jock se volvió hacia Anna al tiempo que ella se volvía hacia él y
le levantó la barbilla con los dedos. El beso que se dieron fue lento y
suave, un gesto de cariño que hizo a William contener la respiración.
La vela que llevaban cada uno en las manos formaban un halo de
luz dorada y apacible.
William volvió el rostro. Ansiaba para sí aquella misma salvación,
aquella misma clase de amor perdurable; sentía la necesidad bullir
en su interior, hacerle tambalearse y perder el equilibrio. Ese mismo
equilibrio lo tenía justo al alcance de la mano, aunque tendría que ir
a cogerlo, a pesar de los riesgos, para poder atraparlo.
Jock y Anna habían encontrado el valor para tomar lo que ambos
necesitaban, sin que importara el peligro. El hecho de ser testigo de
ello, incluso más que de la boda en sí, le inspiró, le llenó de una
imperiosa necesidad de reclamar su propia felicidad.
Se volvió de nuevo y vio al sacerdote inclinado sobre el
pergamino y la pluma arañando la superficie mientras escribía los
nombres de las dos almas que había unido esa noche. El sacerdote
le ofreció la pluma a él, y William firmó con su nombre como testigo.
Expresó su enhorabuena a Jock y Anna y se volvió.
Fue hasta la puerta, donde los demás hablaban y reían. Él
permaneció silencioso, apartado y prudente, como era su manera de
ser pues en ello siempre había encontrado una sensación de
seguridad. La boda rápida y sencilla que acababa de presenciar le
había llegado al corazón, y no confiaba en sí mismo para hablar.
Más tarde felicitaría mejor a los novios y se encargaría de que se
enviara un buen regalo de bodas a Lincraig.
Abrió la puerta una rendija y escudriñó la noche para cerciorarse
de que las colinas seguían desiertas. Se habían adentrado un buen
trecho en Escocia antes de perder la cola de furiosos perseguidores
de la familia de los Forster y los Musgrave y antes de dar con la
casa de un sacerdote que pudiera casarles rápidamente a cambio
de una generosa suma.
William sabía que los cuatro no podrían continuar a caballo hasta
Lincraig, el hogar de Jock, en aquel preciso momento, por si sus
perseguidores iban a buscarles allí. Los novios tendrían que buscar
algún otro sitio donde pasar su noche de bodas. Una vez hecho eso,
William emprendería el regreso a Rookhope. Esperaba ver el sol de
la mañana antes de poder echarse a dormir.
Estaba dispuesto a hacer todo lo que pudiera para asegurar la
protección de Jock y de Anna en su noche de bodas. Sentía como
una obligación, basada voluntariamente en la lealtad y el respeto, el
hecho de defender a los que amaba, a los que respetaba. Lo que vio
brillar entre Jock y Anna era tan preciado, tan frágil en su estado de
recién desposados, que quería estar allí y actuar como un protector.
Ya se apartaría a un lado cuando hubiera pasado el peligro.
Y además estaba dispuesto a encontrar el valor que necesitaba
para reclamar el amor él mismo. Lo que había presenciado esta
noche, lo que había aprendido acerca del amor, y acerca de sí
mismo, le infundió nuevas esperanzas.
Capitulo 23

¿NO ves ese estrecho sendero,


lleno de zarzas y espinos?
Es el camino de la rectitud,
aunque son pocos los que preguntan por él.
«Thomas the Rhymer»

—Así que Jock y Anna ya habían acordado reunirse más tarde


esa misma noche, después de que ella hubiera tenido tiempo para
recoger sus cosas? —preguntó Tamsin—. ¿El rapto en el río fue
algo espontáneo?
—Así es —respondió William—. Los Forster y los Musgrave
aparecieron de pronto en una emboscada, de modo que Jock se
llevó a Anna consigo.
Tamsin asintió. Ya había oído la historia, pero no le importaba
oírla de nuevo, porque cada vez que se narraba aportaba mayor
abundancia de detalles, y más interesantes. Igual que ocurría con la
mayoría de los hombres que conocía, William no contó la historia
completa a la primera, ni siquiera a la segunda, pero las tres
mujeres de Rookhope se empeñaron en irla sonsacando.
William había regresado el día anterior a media mañana sucio,
hambriento y exhausto, y con la noticia de la boda de Jock. Tamsin,
Emma y Helen se enteraron de lo esencial de la historia mientras él
comía y volvieron a interrogarle durante la cena, cuando ya hubo
dormido varias horas. Hoy volvieron a la carga, y William respondió
a sus preguntas con toda paciencia.
—¡Qué aventura tan maravillosa! ¡Ir en contra de los deseos de
la familia, todo por amor! —Helen exhaló un suspiro. Sonrió y
acarició suavemente la cabecita de Katharine, cubierta con un
gorrito de seda La niña gorjeó emocionada y acto seguido se lanzó
hacia adelante en un andador, un bastidor liviano hecho a base de
ramas fuertes y ruedas de madera y provisto de un asiento de lona.
Sus piececitos, calzados con zapatos de cuero, avanzaron con
esfuerzo por el suelo de madera pulimentada. William, mientras
hablaba con su hermana, estiró un brazo y agarró el andador para
apartarlo de la chimenea. La pequeña, riendo, resbaló en dirección a
su abuela.
—¿Estarán Jock y Anna en Lincraig en este momento? —quiso
saber Tamsin, inclinada sobre una pequeña pieza de lino que
sostenía con la mano izquierda. Había empezado a mostrar la mano
con más frecuencia, en cierto modo liberada por el hecho de que en
Rookhope a nadie parecía molestarle verla. Ahora estaba bordando
laboriosamente un sencillo diseño floral que le había pintado Emma
sobre la tela. La aguja de plata, enhebrada con hilo de seda azul, se
le resbaló, e hizo un gesto de dolor al pincharse el dedo.
—No. Creo que permanecerán varios días escondidos, tal vez
semanas —contestó William—. Los Forster, y Arthur Musgrave en
particular, les estarán buscando. Cuando Sandie estuvo antes aquí,
dijo que anoche llegaron hasta Lincraig, robaron una docena de
ovejas y quemaron un granero… para iluminar el gabinete nupcial,
según les oyeron gritar cuando se iban.
—La familia de Anna tendrá que aceptar que ella y Jock están
casados —dijo Helen—. Jock despertó a un sacerdote esa misma
noche. Anna ya está desposada y encamada, y los suyos no pueden
hacer nada al respecto.
—Es verdad, ya está hecho. Sandie y yo fuimos testigos de la
boda y firmamos el documento —dijo William—. Jock envió un
hombre a entregar una copia al padre de Anna, junto con una carta
escrita de puño y letra de ella en la que explicaba que se había
casado por decisión propia y no por la fuerza. Durmieron juntos
como marido y mujer. Legalmente, los Forster y los Musgrave no
pueden hacer nada, porque Anna no ha sido secuestrada.
—Pueden empezar una disputa de sangre —intervino Emma.
—Sí, pero todo esto se enfriará si se le da un poco de tiempo.
Los Forster y los Musgrave dejarán de exigir la vida de Jock como
pago del secuestro de la novia. Pero estoy seguro de que seguirán
robándole ganado durante el resto de su vida.
—Como hacemos todos los que vivimos en la frontera —dijo
Emma—. Nada de que preocuparse… a menos que se pierdan
vidas —añadió en voz baja.
Tamsin escuchaba con el ceño fruncido sobre la labor, metiendo
y sacando la aguja de la tela con puntadas demasiado grandes o
demasiado pequeñas, demasiado prietas o demasiado flojas. Se
mordía el labio en un gesto de concentración y en una o dos
ocasiones tuvo que reprimir el impulso de soltar algún que otro
juramento rotundo. Lady Emma y Helen poseían manos hábiles para
el bordado, pero ella no creía que llegara a dominarlo nunca. Su
mano izquierda era demasiado torpe, y la derecha demasiado
impaciente.
Miró a William, pensando en lo guapo que estaba a la pálida luz
que penetraba por las altas ventanas acristaladas de la habitación.
La luz del día era fina y gris, pero lo bastante pura para hacer que
los ojos de William se vieran de un azul más luminoso que las flores
gitanas que ella estaba cosiendo tan cuidadosamente. Había pedido
a lady Emma que le hiciera el dibujo sobre la tela, pues tenía
pensado regalarle la pieza ya terminada a William para que la usara
de pañuelo. Pero estaba segura de que sus actuales esfuerzos no
darían un resultado lo bastante bueno como para servir de regalo.
No creía que fuera a tener otra oportunidad de intentar bordar
otra pieza para él. William le había dicho que había tenido noticias
tanto de Archie como de Musgrave, y que pensaba llevarla de vuelta
a Merton Rigg esa noche. El plan que Musgrave había puesto en
marcha, obedeciendo órdenes del rey Enrique, empezaría a
desarrollarse ya y les arrastraría a todos en su avance, semejante a
una rueda de molino. William y ella habían tenido un cierto respiro
en Rookhope, pero el avance de aquella rueda era inevitable.
Y no sabía, cuando todo hubiera terminado, qué le sucedería a
ella, a William y a aquel falso matrimonio que había llegado a ser tan
importante para ella.
La lluvia golpeaba las ventanas con un relajante murmullo,
mezclado con el grave tañido de la voz de William hablando a su
madre y a su hermana. Tamsin siguió bordando y escuchando, y
trató de mantener a raya sus pensamientos más irritantes. Vigiló a
Katharine con mirada atenta, como hacían los demás, mientras la
niña deambulaba de un lado a otro llevada por la curiosidad,
tocando todas las cosas.
Durante años había pensado que si alguna vez se casaba y
formaba una familia, echaría de menos la libertad de vagar sin
rumbo que disfrutó como gitana, que echaría de menos la osadía
que se le permitía por ser hija de Archie Armstrong; pero en
Rookhope tenía libertad, una libertad que provenía de la dulce
aceptación y del amor. Aun que había temido las restricciones de
aquella clase de vida, allí podía ser ella misma, y eso le
proporcionaba una sensación de salvación y de contento. Ahora que
había llegado a amar aquello, tenía que abandonarlo.
Pero había algo que faltaba en aquel apacible entorno. William
no se había aproximado a ella en privado desde su primera noche
en Rookhope Tower, ni de día ni de noche. Ahora era Helen quien la
ayudaba con la ropa y con el pelo, por sugerencia de William. Y
tanto Helen como Emma la acompañaban a menudo, ya que la
habían incluido en sus actividades y en sus ratos de ocio.
Por la noche, William encontraba maneras de evitarla, incluso
dentro de sus aposentos. Entraba en la habitación a altas horas de
la noche, cuando pensaba que ella ya estaba durmiendo. Con
demasiada frecuencia, ella permanecía despierta en su lujosa y
solitaria cama y le oía cruzar la habitación haciendo crujir las tablas
del suelo para entrar en la antecámara. A veces, escondía la cara
en las manos y lloraba hasta dormirse, anhelando sentir sus brazos,
anhelando su amabilidad, su amor. Aunque ahora se encontraba
amparada y aceptada, se sentía más sola que nunca. Su matrimonio
con William no era real, y se daba cuenta de lo mucho que deseaba
ese vínculo de unión con él.
Pero tenía miedo de revelarle sus sentimientos y sus
necesidades. Otro rechazo, incluso con aquella amabilidad suya,
podría destrozarla totalmente. El coraje que le había proporcionado
la pasión una vez, en sus brazos, había desaparecido; sus dudas
habían vuelto a apoderarse de ella.
Sin embargo, había notado un cambio en él desde que regresó
de su aventura con Jock y Sandie. Ahora parecía más cálido con
ella, clavaba su mirada en la de ella con más frecuencia, sonreía
más. Tamsin adoraba aquel sutil gesto de sus labios que le
provocaba estremecimientos por todo el cuerpo y le daba una frágil
esperanza. Tal vez fuera su imaginación lo que creaba ese interés;
su soledad y su ansia eran capaces de hallar esperanza en
cualquier migaja que él le ofreciera.
Se pinchó otra vez con la aguja y soltó un juramento que atrajo
miradas de sorpresa de los presentes. Le brotó un poco de sangre
del dedo, y se lo chupó, mirando con los ojos muy abiertos a
William, a Helen y a Emma. William reprimió una sonrisa y se volvió
para hacer girar a Katharine en su andador. La pequeña emitió una
risita de placer que hizo sonreír a todos por un instante.
—Tamsin, estás trabajando con ahínco en esa hermosa pieza —
dijo Emma—. Si quieres, te enseñaré a decorar los pétalos de la flor.
Pero por ahora deja a un lado la labor, querida, y échanos los
tarocchi. Sé que el otro día se los echaste a Helen, pero yo no
estaba con vosotras y me gustaría ver cómo lo haces.
—Sí, por favor —rogó Helen—. Échaselos a William.
Tamsin titubeó, notando la mirada de William sobre ella.
—Sería estupendo, si ella quiere —murmuró el aludido a su
hermana.
—Sea, pues. —Tamsin se acercó a la mesa que había bajo una
ventana.
La mesa estaba cubierta por un tapete estampado, y sobre su
superficie suave y luminosa había una caja de juegos de marfil.
Tamsin abrió la caja, que contenía cuatro barajas de cartas metidas
en bolsas, dados de hueso y varios montoncitos de fichas de
madera para jugar a las damas y a otras cosas. Escogió una bolsita
de seda negra y cerró la tapa.
A continuación se sentó en un pequeño banco, extrajo las cartas
de la bolsa de seda y empezó a barajarlas. William sacó otro
estrecho banco y tomó asiento frente a Tamsin a la mesa.
—Muy bien —dijo él—. ¿Quieres jugar primero una partida?
Necesitaremos un tercer jugador. Veinticinco cartas cada uno, los
triunfos valen más. La regla del juego es el silencio, y el honor lo es
todo.
Tamsin sabía que le estaba tomando un poco el pelo. Extendió
las cartas boca arriba sobre la mesa y pasó la mano derecha por
ellas para separarlas bien.
—Después podremos jugar —dijo—. Estas cartas también
revelan la vida de uno… y el destino.
—Ah —repuso William—. De modo que el honor sigue siendo la
regla del juego.
—Así es —contestó Tamsin, sabiendo que William hablaba con
un doble sentido que Helen y Emma, que estaban escuchando, no
podían entender. Tocó las cartas por los bordes y miró a William—.
Pero si prefieres jugar el juego en sí, podemos hacerlo.
—Ya hemos jugado bastante —murmuró él con mirada firme. El
significado de aquellas palabras sólo era visible para ella—. Sería
interesante que me leyeras el destino. —Apoyó los antebrazos
cruzados sobre la mesa—. Adelante, vamos.
Tamsin asintió. La proximidad de William hacía que la cabeza le
diera vueltas ligeramente. La rodilla de él chocó con la suya por
debajo de la mesa y se quedó allí. Ella se preguntó de repente si
vería en las cartas su propio destino junto con el de William.
—Son unas cartas preciosas —dijo al tiempo que las aventaba y
las mezclaba de nuevo—. He visto tarocchi con dibujos en relieve y
ligeramente colorados, pero cada uno de estos naipes está dibujado
y píntado a mano. —Tocó una de las imágenes, que mostraba un
fondo formado por una fina capa de oro estampado y una figura
alegórica pintada de un color intenso. El pergamino era grueso,
endurecido con goma ligera, pero aun así Tamsin tuvo cuidado de
no dañar las superficies doradas y decoradas.
—Fueron regalo de una amistad —murmuró William.
—De la reina viuda en persona. Helen me lo dijo —replicó
Tamsin—. María de Guisa debe de valorar mucho tu amistad.
—Yo valoro la suya —repuso él—. Estos naipes fueron hechos
por un pintor italiano. Hay triunfos, que son veintidós cartas de
figuras, y cuatro palos: copas, bastos, oros y espadas. Son distintos
de los naipes de juego franceses que usamos, que tienen
corazones, picas, etcétera.
—Las cartas de los palos de una baraja francesa también
pueden emplearse para decir la buenaventura. Pero éstas nos dirán
el futuro con más claridad. Ahora tienes que mezclarlas —le dijo,
entregándole el mazo. Él las fue pasado de una mano a la otra. A
una orden de Tamsin, las separó y formó un montón.
Tamsin observó las bellas manos de William, fuertes y suaves,
mientras éste manipulaba las cartas. Cuando las dejó, relajó una
mano sobre la mesa, tan cerca de la suya que incluso sintió su calor.
Cogió las cartas de encima para colocar veintidós de ellas boca
abajo.
—Tres filas de siete cartas cada una —observó William— y una
sobrante. ¿Qué significa eso?
—Las filas representan el pasado, el presente y el futuro. La
última carta es la resolución —explicó Tamsin—. Ahora guarda
silencio.
William asintió. Tamsin, aunque concentrada en las cartas
mientras iba dándoles la vuelta de una en una, era consciente de la
mirada de William posada en ella, de su mano tan cerca de la suya,
de su rodilla pegada a la suya bajo la mesa.
Dejó escapar un suspiro al tiempo que iba revelando las cartas
lentamente, y empezó a hablar sobre lo que veía. Las figuras de los
tarocchi creaban una historia, como solía suceder a menudo, una
historia que no la sorprendió.
En las filas correspondientes al pasado y al presente, vio una
infancia vivida en un entorno de seguridad, un hogar destrozado por
la tragedia; un muchacho inteligente y sensible acosado por la pena
y el miedo, que se protegía a sí mismo contra el dolor; por fin, un
hombre culto, sincero y juicioso, triunfador, sensato y apasionado,
que había aprendido a ser cauto a pesar de estar rodeado de amor.
Después más tragedia, más dolor, y por último el retraimiento
emocional incluso en presencia de una familia que le brindaba amor.
Al dar la vuelta a una carta que indicaba esperanza, un nuevo
comienzo, el corazón le latió con fuerza, pero iba seguida de otra
carta de duda y miedo.
Explicó el significado que iban desvelando las cartas, y conforme
lo hacía, experimentó una mayor comprensión y solidaridad hacia
William.
William escuchaba con el dedo índice doblado sobre los labios y
los ojos en sombra bajo el ceño fruncido. Helen y Emma se
acercaron para ver mejor, las dos con expresión sombría.
—Las copas son signo de armonía y felicidad en el hogar —dijo
Tamsin—. En tu vida hay mucho de eso, anteriormente y también en
el momento presente, pero estas cartas, las que corresponden al
pasado —señaló el Ahorcado y la Torre— indican sufrimiento y una
dirección nueva. —En vista del silencio que guardaban los otros,
continuó—: Aquí se ve aflicción y cambios. Esta carta, las cinco
monedas, indica que te sientes… excluido de lo bueno de la vida. —
Vio que Helen y Emma asentían con seriedad. El rostro de William
seguía impasible.
A medida que fue detallando el significado de las otras cartas,
prendada en la historia que iban narrando, se maravilló de la
precisión con que éstas se habían ordenado en las seguras manos
de William. Él debía de haber puesto algo de sí mismo en ellas, su
corazón, sus esperanzas y sus miedos; sólo así se explicaba que
las cartas dijeran la verdad y fueran el espejo de miedos y
emociones. Todo el tiempo la sorprendió el silencio de William. Dio
vuelta a las últimas cartas, a todas menos una.
—Ah, los Amantes —dijo Emma—. Un hombre y una mujer, con
un ángel que les mira desde arriba.
—Pero no suele significar una pareja real de amantes —dijo
Tamsin, y lanzó una mirada a William, que la perforó con sus ojos
azules—. Esta carta, cuando guarda relación con las que la rodean,
indica una disyuntiva. —Volvió a mirarle, aunque necesitó valor para
hacerlo—. Te enfrentas a una decisión. El camino de la derecha te
transformará, pero también te asusta.
William desvió la mirada, pero Tamsin sabía que era posible que
estuviera de acuerdo con ella. Pasó a la carta siguiente.
—El Mago. Buscas la sabiduría, la verdad. Posees más
sabiduría de la que crees, y también poder para cambiar a los que te
rodean, y para cambiar tu destino… si así lo deseas —añadió
suavemente.
Él asintió con un gesto y siguió escuchando en silencio, con los
dedos sobre la boca y una expresión que a Tamsin se le antojó de
escepticismo.
—Y ésta —dijo al tiempo que daba la vuelta a la última carta de
la fila del futuro—. Ah, el Loco. —Frunció el ceño—. Sientes una
cierta confusión respecto a algún asunto de tu vida, un asunto de
gran importancia, pues ésta es una carta poderosa. Es una carta de
destino. Deja que el destino te guíe, dice la carta.
—¿Esa figura significa la fuerza del destino? —quiso saber
William.
—Así es —respondió ella con suavidad.
No había influido en las cartas por su manera de mezclarlas o
disponerlas sobre el tapete. Nona le había enseñado bien y a fondo.
Expresaba tan sólo lo que las cartas mismas le decían en función de
su simbolismo y de la manera en que cada una reflejaba y
aumentaba el significado de otras cartas extendidas sobre la mesa.
Pero sabía, sin la menor duda, de qué tema se estaba hablando, y
no se le escapaba la importancia que éste tenía para ella misma, al
ver las cartas de la última fila. De algún modo, los tarocchi la
aconsejaban con la misma sabiduría que a William.
—A mí, el Loco se me parece a un gitano o un vagabundo —
comentó Helen—. Va vestido con harapos, y lleva un bastón para
caminar y un saco.
—En efecto, es una alma errante, abierta a los consejos y las
oportunidades —respondió Tamsin—. William tiene algo de eso. —
La mano le tembló al tocar la última carta—. Esto puede indicarnos
en qué dirección te va a guiar el destino.
William posó su mano sobre la de ella. Aquel súbito contacto, su
calor, la sobresaltaron.
—No —dijo él en voz queda—. No quiero verlo. Si tengo que
elegir un camino, lo haré yo solo, sin que me lo digan las cartas. Sin
el destino —agregó casi susurrando, sólo para Tamsin.
Tamsin asintió, incapaz de decir nada. Sabía que la decisión en
cuestión la implicaba a ella y al incierto asunto del matrimonio de
ambos y la atracción que experimentaban el uno por el otro. Las
cartas habían mostrado aspectos de la vida y la personalidad de
William, sin embargo también habían sido el espejo de la vida y los
sentimientos de ella. La última carta, desconocida, la asustaba. ¿Y
si mostraba una separación, en vez de una unión, entre ellos? Le
daba miedo mirar, y se alegraba de que él se lo hubiera impedido.
—Ya está bien —dijo—. Lo dejaremos tal como está.
William asintió, y siguió con la mano posada sobre la de Tamsin.
El calor que le transmitía aquel contacto se le metió a Tamsin en los
huesos, en la sangre. Giró la mano dentro de la de William, palma
contra palma, pulgar contra pulgar, un gesto natural para una pareja
de recién casados. Emma y Helen sonrieron.
—Asombroso —dijo Helen con suavidad—. Has descrito en gran
manera la vida de William. Tamsin no escogió esas cartas a
propósito, ni William tampoco, porque las han mezclado bien. Ha
sido el azar el que ha decidido qué cartas iban a quedar sobre la
mesa.
—O el destino —murmuró Tamsin, mirando fijamente a William.
Éste alzó una ceja en un rápido gesto de afirmación que hizo aletear
el corazón de la muchacha.
—Una buena parte del pasado y del presente parece ser verdad
—dijo Helen—. Pero William ya ha tomado una decisión guiado por
el destino: se casó impulsivamente con Tamsin.
—En efecto —dijo Emma—. Y fue una decisión muy sensata. —
Sonrió—. Es un juego maravilloso, Tamsin. Me gustaría ver un poco
más, en otra ocasión.
—Will, ¿te ha leído Tamsin la palma de la mano?—preguntó
Helen.
—Sí, una vez —contestó el aludido—. Según recuerdo, vio un
hombre de honor. Y creo que ella cuestionó tal honor. —Sonrió a
Tamsin, una sonrisa paciente que formó arrugas alrededor de sus
ojos y pareció aportarles una expresión de afecto. Ella le sonrió a su
vez, tímidamente, anhelando que él sintiera por ella lo mismo que
ella sentía por él.
—Déjame verla otra vez —le dijo. Él volvió la mano, que aún
sostenía la suya. Tamsin pasó las yemas de los dedos por las
hendiduras grabadas en la piel—. Sí, veo honor, inteligencia, fuerte
amor por la familia, buena salud. Cierta tendencia a la tozudez, pero
un temperamento bastante tranquilo.
—Salud, riqueza, el amor de una buena mujer, la victoria sobre
mis enemigos —murmuró William. Tamsin le miró ceñuda en tono de
broma, el mismo que percibía en su voz.
—¿Y de amores? —preguntó Helen—. ¿Ves alguna boda? ¿Ves
algo parecido en tu propia mano?
—No es tan sencillo —replicó Tamsin—. Veo varios amores. —
Frunció el ceño—. Pero desaparecen tras un determinado punto, y
después la línea muestra una compañera fuerte e intensa.
—Como tiene que ser —dijo Emma—. Tamsin, la que aparece en
esa mano eres tú.
Ella no estaba tan segura de eso. Aquella profunda línea podía
referirse a la madre de Katharine. Vio una marca que significaba la
llegada de la paternidad, cerca del signo de aquel amor.
Deslizó los dedos por la palma de William, deleitándose en la
silenciosa fuerza que emanaba. Descubrió una línea fina y
minúscula, y se acercó para examinarla mejor. Se trataba de una
raya que discurría paralela a la línea de la vida, idéntica a la que
había visto en su propia mano. Aquella línea revelaba que contaba
con una alma gemela, un amor infrecuente y seguro.
Contuvo la respiración y se preguntó si de verdad estaban
ambos destinados a estar juntos. Se acordó de que su abuela tuvo
razón al decir que se pertenecían el uno al otro. Pero la libre
voluntad podía cambiar lo que había en sus vidas. Las decisiones
tomadas a lo largo de toda una vida podían alterar las líneas de la
mano. Aquellas diminutas marcas de un amor predestinado podían
indicar tanto felicidad como tragedia. Hasta el amor predestinado
era posible que no se hallara, se conservara ni se reclamara nunca.
El corazón le latió con fuerza cuando apartó la mano de la de
William. Aquella insignificante separación le dolió igual que un
pequeño desgarro en el tejido de su vida. Quiso repararlo volviendo
a posar la mano sobre la de él, pero en cambio ocultó ambas manos
en el regazo.
William inclinó la cabeza sin dejar de mirarla fijamente, con cierta
chispa de diversión en los ojos.
—Muchas gracias, Tamsin. Ha sido muy entretenido.
Ella inclinó la cabeza a su vez, sabedora de que en lo sucedido
había más verdad que entretenimiento. Empezó a recoger las
cartas. William se levantó del banco y cruzó algunas palabras en
voz baja con su madre, la cual le preguntó por los planes de Jock y
Anna tras la boda. Helen corrió en pos de Katharine y la levantó del
andador, lo cual provocó furiosas protestas de la pequeña.
—¿Y por qué —dijo Emma—, ya que fuisteis a la casa de un
sacerdote para casar a Jock y Anna, no le invitasteis a que viniera a
Rookhope? Estoy deseando organizar una boda por la iglesia para
vosotros dos. Supongo que bastaría con los votos por el rito gitano,
pero quiero oír cómo os dan la bendición cristiana.
Tamsin sintió que se le enrojecían las mejillas. Como Katharine
estaba gritando, no oyó el murmullo con el que respondió William
pero le sonó natural y como sin comprometerse a nada. Se le
resbalaron algunas cartas de las manos y se esparcieron por el
suelo, de modo que se agachó a recogerlas.
—Tamsin —le dijo Emma—, Helen y yo vamos a acostar un rato
a Katharine, y luego nos sentaremos en el gran salón a tomar un
poco de moscatel antes de cenar. Reúnete con nosotras, querida.
Tamsin asintió.
—Así lo haré.
—Yo tengo que salir a hablar con algunos de mis parientes y
arrendatarios —dijo William a su madre—. Ahora que los Forster y
los Musgrave están furiosos con Jock, todos los que llevamos su
apellido hemos de tener mucho cuidado por la noche. —Miró a
Tamsin—. Estaré de vuelta para la cena o poco después. Esta
misma noche, antes de que se ponga el sol, iremos a Merton Rigg a
ver a tu padre.
—Está bien —repuso Tamsin—. Ya he preparado mis cosas.
—¿Tus cosas? —repitió Emma—. ¿Vas a quedarte un tiempo en
casa de tu padre? Sé que tienes la intención de reunirte con Archie
y con Jasper Musgrave, pero esperaba que regresaras enseguida
con nosotros. Aunque, naturalmente, debes comunicar a Archie que
te has casado, y tal vez él quiera que te quedes unos días con él.
Luego quiero que los dos volváis aquí inmediatamente. —Sonrió y
extendió una mano para acariciar el hombro de su hijo.
William dirigió una mirada a Tamsin al salir de la habitación.
Aquel relámpago de azul resultó enigmático y poderoso. Tamsin no
pudo discernir si él estaba de acuerdo con su madre o si pretendía
dejarla a ella en Merton Rigg para siempre, como una falsa esposa
de la que librarse.
Helen y Emma se fueron tras él, y Tamsin se quedó a solas
sentada a la mesa, recogiendo el resto de las cartas y guardándolas
en su bolsa de seda negra. Su mano permaneció un momento sobre
la última carta, que aún estaba boca abajo. Vaciló un instante, y acto
seguido le dio la vuelta y reveló la Estrella, la imagen de una mujer
sosteniendo un globo estrellado de color dorado.
—Ah, Will —suspiró con tristeza—. La esperanza y la salvación
serán tuyas, con sólo elegir ese camino. —La felicidad les
aguardaba a los dos, pensó, resplandeciente y rebosante de
promesas, igual que la figura que tenía en la mano.
Pero William no había querido ver esa última carta. A lo mejor ya
sabía qué dirección iba a tomar. Tamsin temía que decidiera
separarse de ella y del matrimonio con ella. Los tarocchi habían
insinuado que el loco que había en él, aquella parte gitana de su
alma, luchaba a brazo partido con el hombre sensato y prudente.
Capítulo 24

UN gentil Armstrong conozco,


un escocés está muy unido a mí;
vive en el límite de la frontera,
a él iré privadamente.
«Northumberland Betrayed by Douglas»

La lluvia estaba amainando cuando salieron de Rookhope para


realizar el breve recorrido que les llevaría a Merton Rigg, y pronto
dio paso a una neblina que formó un halo blanco alrededor de la
luna. Las faldas de las colinas cubiertas de brezo se convirtieron en
una gruesa alfombra plateada que lanzaba destellos al ser
alcanzada por la luz de la luna. Tamsin avanzó en silencio a lomos
de su caballo gris, contemplando el paisaje, maravillada por aquella
silenciosa belleza.
—En una noche así no habrá muchos ladrones de ganado —
murmuró William, levantando la vista al cielo, que aún conservaba
un color lavanda, pues en los cielos del estío de Escocia la
oscuridad tardaba mucho en llegar—. Es una noche demasiado
suave. Creo que volverá a llover, sin mucho tardar. Es posible que
nosotros seamos los únicos ladrones de ganado que anden por
aquí. —Dirigió una breve sonrisa a Tamsin.
Ella se tocó la manga del viejo jubón de cuero, sabiendo que
William se refería a la ropa de hombre que se había puesto para el
viaje de regreso a Merton Rigg. Sus propias ropas —calzas, botas,
camisa y jubón— servirían para ese propósito, pensó, ya que iba a
regresar a su antigua vida. Había dejado de mala gana los bellos
vestidos de Helen, cuidadosamente doblados en el gran arcón de
madera que había en el dormitorio de William. Había depositado el
delicado anillo con la esmeralda sobre la mesa de la habitación de
William, aunque no había podido contener las lágrimas al hacerlo.
Cuando se vistió, se detuvo un momento para contemplar sus
guantes de cuero negro, el izquierdo con la forma de su mano, y
luego los había guardado; la libertad de usar la mano izquierda sin
ninguna vergüenza sería uno de los mejores regalos que había
recibido de Rookhope.
El único recuerdo de las elegantes cosas que había usado en
Rookhope lo llevaba en el pelo, que Helen le había arreglado en un
rodete de trenzas en la parte posterior de la cabeza, entretejido con
cuentas de vidrio verdes y cubierto con una redecilla de seda. Ella lo
había dejado tal cual y lo había protegido de la lluvia con una gorra
blanda de lana que tenía entre las cosas que Sandie le había traído
de Merton Rigg dos semanas atrás.
—¿Tú crees que Musgrave estará ya en Merton? —preguntó.
—Puede ser. La nota que me envió decía que tenía la intención
de reunirse con nosotros esta noche. Estoy seguro de que envió el
mismo mensaje a Archie. Es lo bastante tarde como para que los
dos estén esperando que lleguemos.
Tamsin asintió y continuó cabalgando. La ruta que llevaba a
Merton discurría por una senda de pastores que arañaba la cresta
de las colinas cubiertas de brezo húmedo. Al cabo de unos minutos,
notó que su caballo había aminorado el paso, como si expresara la
desgana de su jinete. Como era consciente de que era posible que
perdiera a William en cuanto llegaran a Merton, no le habría
importado que aquel viaje durase para siempre. El bayo aminoró la
marcha también, y Tamsin miró a William, que cabalgaba con la
espalda recta, una mano sujetando flojamente las riendas y la otra
descansando sobre el muslo. El espacio entre los dos caballos era
menor que la longitud de un brazo, por lo que sus muslos o sus
rodillas se rozaban a menudo.
—Tamsin. —Su voz tranquila la sacó de sus pensamientos—.
Hoy a última hora me ha llegado un mensaje.
—Vi llegar al mensajero, con el zurrón de blasón y la enseña en
el brazo, y comprendí que se trataba de algún asunto civil. Después
hablaste de ello con tu madre, pero no me lo mencionaste a mí, así
que supuse que no era de mi incumbencia y no pregunté.
—Sí es de tu incumbencia. Pensaba decírtelo más tarde, cuando
pudiéramos estar a solas. He recibido una carta del abogado de
Hamilton.
Ella se volvió con una expresión de alarma en la cara.
—¿Y qué dice? ¡Dios quiera que el tribunal no le permita llevarse
a Katharine!
—Los jueces de la Corte de Sesiones han revisado su demanda
contra mí y han encontrado que no merece que ellos le dediquen su
tiempo. Se han negado incluso a citarme para una entrevista.
Consideran que la niña está bajo una custodia adecuada…
—¡Oh, Will! —exclamó Tamsin, encantada—. ¡Es maravilloso!
¡Ahora Hamilton no tiene ninguna demanda contra ti!
—Ninguna demanda legal —dijo William—. Sí, es maravilloso. —
Sonrió, pero parecía apagado.
—Es una alegría saber que Katharine va a quedarse en
Rookhope con su familia. —El corazón se le encogió ligeramente,
pues sabía que ella no estaría con ellos.
—Los jueces aceptan que Katharine está bien cuidada —
respondió William—. El abogado me dice que el tribunal aprueba su
situación, puesto que su padre, dicen, es un conocido amigo del
fallecido rey y de la reina viuda.
—¿Ha ayudado en algo la noticia de tu reciente casamiento? —
preguntó Tamsin.
—No se lo he comunicado a nadie —repuso William.
Ella se le quedó mirando.
—¿No has comunicado a Hamilton ni a su abogado que te has
casado?
Él negó con la cabeza.
—Por lo visto, mi posición en la corte del rey y mi reputación han
decidido el caso a mi favor. De igual modo que a uno le pueden
declarar culpable según la opinión común, a mí me han declarado
meritorio por lo mismo. —Esbozó una sonrisa amarga—. Resulta
irónico.
—Así que, después de todo, no necesitabas este matrimonio —
comentó Tamsin, sintiéndose un tanto aturdida.
—No lo necesitaba. —William la miró fijamente—. Pero me ha
servido para protegerte a ti de una situación desagradable, y me
alegro de eso.
—Yo… Yo también me alegro de que esto haya terminado bien
para ti —dijo ella. La voz se le fue apagando poco a poco. Ahora se
sentía fuera de aquella felicidad, a pesar de estar sinceramente
contenta por todos los de Rookhope.
—El abogado me ha informado de que Malise ha presentado otra
demanda por los derechos a la propiedad que Katharine heredó de
su madre —siguió diciendo William—. Mi amigo Perris Maxwell
actuará de abogado mío y redactará un contrato de alquiler y la
repartición de los beneficios. Malise puede supervisar las tierras,
siempre que la escritura siga estando a nombre de mi hija. Esa
propiedad es lo que Malise ha querido todo el tiempo. Espero oír
poco más de él.
—Me alegro de que se haya acabado —volvió a decir Tamsin,
deseando poder estar más contenta de lo que estaba en realidad.
Levantó la vista hacia la luna rodeada por un halo y contempló
también los páramos y las laderas que refulgían con luz plateada.
Sofrenó su caballo hasta casi detenerlo, deseando poder aplazar el
momento que tanto temía, la completa disolución de su pacto.
—Tamsin —dijo William. Ella le miró. Él también había frenado al
caballo y había girado para mirarla de frente, detenidos en medio de
la senda—. ¿Tú quieres que termine lo que hay entre nosotros? —le
preguntó.
Ella alzó ligeramente la barbilla.
—Acordamos ponerle fin cuando fuéramos libres. Tú ya eres
libre. —Ninguna frase le había resultado jamás tan difícil de
pronunciar como ésta.
—¿Lo soy? —Más que una pregunta, era una afirmación.
—Sí. —No podía mirarle—. Es lo que querías.
—¿Y tú? ¿Eres libre?
Tamsin lanzó un suspiro, pues sabía que nunca sería libre del
poder que él tenía ahora sobre ella.
—Yo no —murmuró—. Pero si tú quieres poner fin a este
matrimonio por el rito gitano, tal como acordamos, lo haremos por la
mañana. Si lo deseas —repitió desolada.
El guardó silencio por espacio de unos instantes, contemplando
las colinas. Al cabo de un momento, se quitó el yelmo, lo apoyó en
su regazo y se pasó los dedos por el pelo.
—Es verdad que después de todo no necesitaba, este
matrimonio —dijo—. Pero ahora sí lo necesito.
Tamsin se le quedó mirando.
—¿Lo necesitas?
—Así es. —Él le devolvió la misma mirada.
—¿Tienes… algún otro dilema? —preguntó ella.
William suspiró, riendo a medias.
—¿Tengo que decírtelo claramente?
—Sí —jadeó ella—. Dilo claramente.
—Quédate conmigo —dijo William.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Que me quede?
—Sí. —Obligó al bayo a acercarse. Su rodilla tocó la de Tamsin,
se inclinó hacia ella—. No he pensado en otra cosa a lo largo de
estas dos semanas —le dijo. Extendió la mano y le levantó la
barbilla hacia él con dedos suaves—. A decir verdad, creía que iba a
volverme loco de deseo por ti, obligado a mantenerme alejado.
Ella suspiró, cerró los ojos y los abrió de nuevo. Pero sus
esperanzas tropezaban con sus miedos. Se dijo a sí misma que no
le había entendido bien.
—Me estás hablando del fuego de la lujuria.
—La lujuria —murmuró él— es una triste llama en comparación
con esto. —Le acarició el mentón con el pulgar—. Reconozco que
ha habido ocasiones en mi vida en las que he confundido el amor
con la lujuria. Pero ahora, después de estas semanas que he
pasado contigo, sé cuál es la diferencia entre ambos. —Se acercó
un poco más, hasta que su mano se cerró alrededor de la cintura de
Tamsin y su aliento le rozó la mejilla.
—Se parecen mucho, creo yo, la lujuria y… y el amor—dijo ella,
con el corazón retumbándole en el pecho.
—En efecto. —Los labios de William se deslizaron por su piel, y
empezó a derretirse bajo su calor—. La una es fuego en el cuerpo
—murmuró él—, el otro es fuego en el alma.
—Ah. —Los labios de William estaban tan cerca de los suyos
que la hicieron contener la respiración—. ¿Y cuál de las dos cosas
soy yo, para ti?
—Tú —susurró él— lo eres todo para mí, y más.
Su boca encontró la de ella y sus brazos la rodearon,
arqueándola contra él a través del pequeño espacio que separaba
los dos caballos. Tamsin deslizó un brazo alrededor de su cuello al
tiempo que el beso se profundizaba, se alargaba. La noche,
neblinosa e iluminada por la luna, les rodeaba en silencio como una
bendición.
Tamsin bebió de otro beso más, y luego otro, como si fuera agua
que manara de un manantial recién descubierto, abundante e
inacabable. Él volvió a acomodarse en su silla, mientras le apartaba
de la frente los mechones que se le habían escapado del pelo, y
sonrió con aquella sonrisa que ella adoraba.
—Tamsin… —Le enmarcó el rostro con la palma de la mano
—.Ahora no puedo separarme de ti. Puede que nos haya juntado el
destino, pero desde entonces te has adueñado de mi corazón. En
realidad no creo que haya deseado nunca la disolución de este
matrimonio.
—Ni yo tampoco —contestó ella sin aliento, y volvió a rodearle el
cuello con un brazo. Los caballos se sobresaltaron por el brusco
movimiento, y William la sujetó del brazo para que no perdiera el
equilibrio.
—So —dijo—. Vas a caerte sobre el brezo.
—Cae tú conmigo —murmuró ella, y se inclinó para besarle,
sintiendo cómo sonreía él bajo sus labios. Su suave risa y su alegría
fluyeron hasta el interior de ella—. El brezo es una buena cama para
una gitana y un ladrón de ganado —dijo al tiempo que se le
aceleraba la respiración ante su propio atrevimiento, ante la idea de
lo que estaba sugiriendo.
—Pequeña —dijo William, mirándola—. Mi dulce amor, mi
gitanilla. Aguanta un poco. No pienso llevarte a la cama ahora, en
medio del brezo y bajo la luz de la luna, por mucho que me tientes.
—¿Ah, no?—preguntó ella, deseando que lo hiciera.
—No cuando podríamos estar en nuestra cama, mullida y
caliente… si no te importa devolvérmela.
—Te la devolveré —respondió ella en tono desenfadado.
William sonrió, pero enseguida se puso serio. Deslizó los dedos
a lo largo de su cuello, y su contacto provocó en Tamsin ligeros
estremecimientos.
—Quiero llevarte a la cama como es debido, amor mío —le dijo.
A Tamsin se le aceleró el corazón al oírle decir aquello y al percibir
el tono profundo y sincero de su voz—. Pero antes completaremos
nuestro matrimonio diciendo los votos delante de un sacerdote.
—Tal como desea tu madre —dijo ella, asintiendo.
—Tal como deseo yo —replicó William. La atrajo suavemente a
sus brazos y ella apoyó la mejilla en su hombro, cubierto por el
jubón de cuero, dejándose rodear por su fuerza—. Cuando fui
testigo de cómo pronunciaban sus votos Jock y Anna frente a un
sacerdote, cuando vi el amor que había entre ellos, supe que quería
lo mismo contigo.
—No me dijiste nada cuando regresaste a Rookhope —dijo ella
—. Podrías haber venido por mí y raptarme, como Jock hizo con
Anna. Yo no habría protestado.
Él inclinó la mejilla contra la frente de Tamsin.
—Supongo que tenía miedo —murmuró.
—¿De mí?
—Tenía algo en mi interior que me hizo detenerme, aguardar a
que llegara el momento oportuno, quizá. Pero cuando me echaste
las cartas de los tarocchi, me hiciste pensar, me hiciste arder en
deseos de decírtelo.
—¿Fue lo que revelaron las cartas acerca del destino? —
preguntó ella.
—El destino, en efecto —contestó William, besándola en la
frente—. Es más, fue lo que dijiste acera de las dudas y los miedos
y acerca de tener el poder de cambiar mi vida. Tenía tantas ganas
de explicarte mis sentimientos que estuve a punto de tomarte en
brazos delante de mi madre y de mi hermana.
—Pero en vez de eso, echaste a correr diciendo no sé qué de
unos arrendatarios.
—Así es. Salí a caballo por mis tierras y reflexioné sobre todo
ello. Tamsin, nunca he sido un cobarde ni un indeciso —dijo—. Pero
tú me has derribado como si fuera un forajido en mitad de la noche,
me has emboscado, me has desorientado.
—Hasta que has elegido el camino correcto —dijo ella.
—Tú me has mostrado el camino que necesitaba tomar —repuso
él.
—El camino que tú necesitabas también era el que necesitaba
yo —dijo Tamsin, y alzó el rostro para un suave beso que la hizo
girar como en un torbellino—. El destino nos ha conducido hasta
aquí.
—En ese caso, esperemos que el destino esté satisfecho de que
le hayamos obedecido, y nos deje en paz —respondió William—.
Mejor será que vayamos a Merton a decírselo a tu padre.
—Esta noticia le agradará mucho —concordó ella, sonriente.
William le tomó la mano izquierda en la suya, la pequeña cuña
curvada sobre los dedos de él, y la besó en el dorso como si
estuviera besando la mano de una reina. Acto seguido le dio vuelta
a la mano y plantó un beso en la palma.
Tamsin sintió algo temblar en su interior, y agitó los párpados
cerrados. La recorrió una oleada de placer, junto con el poderoso
descubrimiento de que él la amaba sin restricciones, sin miedos ni
críticas. Había buscado el amor durante toda su vida, y había
pensado que no lo encontraría nunca. Ahora lo había obtenido por
fin, y con el hijo del camarada más querido de su padre.
Al mirar otra vez a William, quiso hablar pero no pudo confiar en
su propia voz; de modo que le obsequió una sonrisa temblorosa, la
mejor que pudo esbozar a través de una cortina de lágrimas, y
levantó las riendas. William situó su caballo a un costado para
proseguir la marcha con el de ella. Entonces volvió a cogerle la
mano y la sujetó con fuerza en la suya.
Cabalgando a su lado, Tamsin tuvo la misma sensación que si su
corazón entero yaciera acurrucado a buen recaudo en las manos de
William.
***
—¿Qué espesa luz? ¿Una hoguera? —preguntó Tamsin
después de un rato, cuando la senda de pastores les llevó a las
tierras de los Armstrong. Frente a ellos se alzaba la torre de Merton
Rigg por encima de las copas de los árboles como una masa de
piedra oscura recortada a la luz de la luna.
William miró hacia donde ella señalaba y frunció el entrecejo
intentando discernir el origen de una luz dorada que se movía
lentamente entre los árboles.
—Una antorcha, creo —respondió—. Pronto lo sabremos.
Se preguntó si habría por allí ladrones de ganado, incluso en una
noche tan húmeda. La idea le preocupó. Espoleó a su caballo para
que adoptara un paso más rápido, y Tamsin le siguió.
La senda descendió, volvió a subir, serpenteando a lo largo de
las crestas de las colinas. William y Tamsin remontaron una
pendiente y se detuvieron para mirar desde allí el paisaje que se
extendía sin obstáculos hasta Merton Rigg. La torre se elevaba
sobre un promontorio de tierra, rodeada por una muralla y zanjas en
forma de anchos anillos concéntricos. El denso bosque formaba un
oscuro telón de fondo bajo la luna agrandada y borrosa.
Junto a la base de la muralla exterior, en medio de un grupo de
caballos, se movía una luz brillante. William entornó los párpados y
distinguió varios jinetes, uno de los cuales portaba una antorcha
ardiendo. La luz de la antorcha iba dejando una estela de un
amarillo brillante conforme los hombres avanzaban a caballo
siguiendo el perímetro del muro. Se aproximaron al rastrillo abierto,
pero pasaron de largo y siguieron rodeando la muralla. Aparecieron
de nuevo por la curva exterior e iniciaron otra vuelta más.
—¿Qué diablos…? —preguntó William, a medias para sí mismo.
—Es mi padre con varios de sus hombres —dijo Tamsin—.
Reconozco la forma de su yelmo. Aunque me parece que él no lleva
la antorcha, está en el centro del grupo. Parece que lleva las riendas
del caballo que va a su lado.
William entrecerró los ojos, observando la escena.
—Sí —dijo despacio—. Va acompañado de ocho o diez
hombres. No hacen más que dar vueltas y vueltas. Por el amor de
Dios —musitó desconcertado por lo que estaba viendo—. Han dado
ya cuatro o cinco vueltas desde que nos hemos parado a mirarles. Y
ahora empiezan otra más.
—¿Será una carrera?
—Ninguno trata de adelantar a los demás. No pueden estar
ejercitando a los caballos, de noche y con esta niebla. Cabalgan
como si se dirigieran a alguna parte, sólo que se limitan a dar
vueltas alrededor de la torre.
Tamsin estiró el cuello hacia adelante, esforzándose por ver
mejor.
—¿Tienen una pelota entre ellos, en el suelo? ¿Podrían estar
jugando al fútbol, a caballo y de noche?
—Lo dudo —contestó William—. ¿Alguna vez ha hecho tu padre
algo como esto?
—No. —Tamsin calló por un instante mientras el grupo pasaba
por delante de la entrada y desaparecía otra vez—. Debe de ser una
broma —dijo—. A veces le gusta molestar a Cuthbert. —Se encogió
de hombros—. No se me ocurre qué otra cosa puede ser. A mi
padre le encanta gastar una buena broma.
—Pronto lo averiguaremos —dijo William. Condujo su caballo
colina abajo, dejando que caminase despacio por entre el brezo.
Tamsin le siguió, y en cuestión de minutos estaban ya lo bastante
cerca como para ver las caras de los hombres que cabalgaban con
Archie.
—Son gente de los Armstrong —advirtió Tamsin.
William observó cómo el grupo aparecía de nuevo por el recodo
del muro. Reconoció a Archie en el centro del grupo, y detrás de él
distinguió una forma que le resultó familiar, enorme y desmañada,
aunque el rostro del hombre estaba en sombras.
—Puede que sea Musgrave a quien pretende gastar una broma
—inquirió William—. Fíjate. Archie lleva las riendas del caballo de
Musgrave.
—¿Qué? Si tuviera a Musgrave, le encerraría en una mazmorra,
no le llevaría de paseo por ahí. Esto me parece una locura. —Uno
de los jinetes se apartó del grupo mientras los demás pasaron de
nuevo por delante del rastrillo y se dirigieron hacia la curva de la
muralla—. Ese es uno de los primos de mi padre. Ahora sabremos
qué juego es éste —dijo Tamsin.
El hombre venía galopando a su encuentro y les hizo una seña
con la mano en dirección a la puerta abierta. William vio que era un
hombre de la edad de Archie, de aspecto rudo, vestido con chaleco,
botas altas y un yelmo dentado. Iba armado con pistolas y una
lanza, el típico atuendo de un hombre de la frontera lo bastante duro
y bravo como para vivir y hacer incursiones en el Territorio en
Disputa.
—¡Rabbie! —llamó Tamsin—. ¿Qué está haciendo mi padre?
—Hola, Tamsin —respondió el hombre—. Archie tiene un trabajo
que terminar. Me ha pedido que te escolte a ti y a tu amigo hasta el
interior, sin hacer ruido. Hablad en voz baja. —Y les hizo un gesto
con la mano para instarles a avanzar.
—¿Qué trabajo puede ser ése? —preguntó Tamsin en voz baja.
—Pretende dar veinte vueltas o más alrededor de la muralla.
—¿Con Jasper Musgrave? ¿Por qué? —quiso saber William.
Rabbie le miró.
—¿Vos sois Will Scott de Rookhope, el hijo del Rufián?
—Así es —dijo William.
—Yo cabalgué con vuestro padre —dijo Rabbie—. Era mejor
hombre que vos, según he oído decir. Pero podéis entrar también,
no quiero discutir por eso.
—¡Rabbie! —exclamó Tamsin.
Él les hizo el gesto de que le siguieran.
—Vamos a pasar bajo el rastrillo. Archie ha dicho que te quedes
en tu habitación hasta que vaya él. Ya me encargaré de que el
Cachorro del Rufián espere en alguna otra parte.
—¿En otra parte? Te refieres al gran salón. Esperaré con él allí
—dijo Tamsin.
Pasaron por debajo de los dientes de hierro del rastrillo que
pendía sobre sus cabezas y atravesaron el túnel abovedado,
excavado en el grosor de la muralla exterior. La puerta se abría a un
pequeño patio con el suelo inclinado en fuerte pendiente a un lado,
en cuyo centro se elevaba la imponente torre, enorme y maciza en
medio de la oscuridad. Unas cuantas antorchas, rodeadas por un
anillo de niebla, arrojaban débiles círculos de luz sobre los
adoquines húmedos.
Otro hombre corrió hacia Tamsin y William mientras éstos
desmontaban. Inclinó la cabeza para responder al saludo de Tamsin
y se llevó los caballos. William giró en redondo para recorrer con la
mirada el patio en sombras, la gigantesca torre, el pequeño establo
y otras construcciones de madera distribuidas bajo el muro que lo
rodeaba todo.
Mientras Tamsin hablaba con Rabbie Armstrong, William miró a
su alrededor. Observó durante unos instantes al hombre que se
dirigía con los caballos al establo, y al volverse vio a otro hombre de
más edad que salía de la torre y se encaminaba hacia los peldaños
de madera que partían de la entrada, situada por encima del nivel
del suelo. Se movía lentamente, como si le pesara la edad, y saludó
con la mano a Tamsin.
—No pienso irme a mi habitación como si fuera una niña
pequeña —insistió Tamsin ante Rabbie—. Me quedaré con nuestro
invitado, en el lugar donde se le aloje a él. No me mires con esa
cara de horror. Ah, aquí viene el tío Cuthbert a recibirnos como es
debido. Él nos dirá qué está ocurriendo aquí, ya que tú no quieres
explicarlo.
—Vamos, Tamsin, sé una buena chica y haz lo que te dicen —
dijo Rabbie—. No debes ir a donde va este tipo.
—¿Y cuál es ese lugar? —quiso saber William, volviéndose
hacia él.
—Está bien —repuso Rabbie—. A la mazmorra, entonces.
William se dio cuenta de que tenía alguien detrás en el mismo
instante en que sintió un fuerte golpe en la cabeza. Oyó un alarido y
supo que había sido Tamsin. Quiso preguntarle qué sucedía, pero
los adoquines del suelo se acercaron rápidamente hacia él.
Capítulo 25

LE arrojó a una profunda mazmorra


donde no veía ni oía nada;
le encerró en una fuerte prisión
y le trató con crueldad.
«Young Beicham»

Tamsin contemplaba el fuego de la chimenea, echando humo


ella también. Se giró bruscamente cuando su padre y Cuthbert
hicieron su aparición en el gran salón, donde había insistido en
esperar. Igualmente insistente, Rabbie le había impedido salir de la
habitación apostando en la puerta a un guardia severo y
malhumorado, que ahora se apartó a un lado cuando entraron los
dos hombres. Archie cruzó la estancia con fuertes zancadas y
Cuthbert caminó ínás despacio.
—Padre, ¿cómo has podido ordenar que prendan a William y le
arrojen a la mazmorra? —gritó Tamsin—. ¡El tío Cuthbert le golpeó
tan fuerte que le derribó en medio del patio! Santo Dios…
—Eh, no está herido. Acabo de verle —replicó Archie—. Ya está
despierto, y no tiene el menor rasguño en su bello rostro, si es eso
lo que te preocupa. Está encerrado en una celda oscura, donde
debe estar.
—¡Creía que tenías en alta estima al hijo de Allan Scott!
—Y así es —contestó Archie—. Pero nada más. —Se sentó
pesadamente en una silla orientada hacia el fuego—. Tamsin,
¿estás bien? ¿No has sufrido ningún daño?
—Perfectamente —le espetó—. ¿Y tú?
—Muy bien. —Su padre la miró, y su mirada pareció suavizarse
por un instante—. Tienes el pelo muy bonito, todo enroscado y lleno
de adornos.
—G-gracias —dijo ella, confusa. Aquella consideración, unida al
simple hecho de que había echado de menos a su padre y su hogar,
la confundió durante unos momentos a pesar de su rabia.
—¿Es ésa la clase de encierro que te ha proporcionado este
Scott de Rookhope? ¿Doncellas que te arreglan el pelo?
—Ha sido… muy agradable —respondió ella—. He llegado a
sentir gran aprecio por su madre y por su hermana, y también por su
hijita.
—¿Y por él? ¿Por el propio Rookhope? Espero que no le hayas
tomado aprecio a ese forajido —rugió Archie, desviando el rostro.
Tamsin le miró fijamente, todavía atónita por aquel rotundo
cambio de actitud respecto de William Scott. Había pensado
sorprenderle con la noticia de su boda, pero se mostraba hosco y
enfadado, y además ella no podía mencionar su situación hasta que
hubiera visto a William y se hubiera enterado de lo que había
sucedido para cambiar la opinión que su padre tenía de él.
—Me hiciste llegar un insignificante mensaje por medio de
Sandie Scott, para decirme sólo que estabas en Rookhope y
agradecerme que te enviara un bulto de ropa. —El tono de Archie
era irritado y de reproche—. Eso es todo lo que he sabido de ti en la
quincena que has estado ausente.
—Te habría enviado una carta, pero tú no sabes leer. Yo
tampoco he sabido nada de ti —añadió.
—He estado ocupado —replicó él— con esa maldita lista. Y con
la tarea de investigar a Will Scott y a Musgrave. Son todos unos
desalmados.
Tamsin apoyó los puños en las caderas.
—No entiendo nada de esto. ¿Por qué dices eso? ¿Y por qué
has ordenado que encierren a Will Scott en tu calabozo? ¡Hace dos
semanas tenías una opinión muy distinta de él!
Archie le dirigió una mirada furiosa, pero ella captó una chispa de
tristeza en aquellos ojos.
—Hace dos semanas, creía que se parecía a su padre en algo
más que esa bonita cara. Le he hecho apresar porque es un canalla
—rugió.
—¡No más de lo que lo eres tú! ¡Menos, de hecho!
—¡Ja! Fuiste tú la que me dijo que era un rufián, cuando yo no
opinaba tal cosa. Pero veo que has cambiado de cantinela. —Se
volvió y contempló el fuego con el ceño fruncido—. Y quiero saber
por qué —musitó.
Tamsin se giró hacia Cuthbert.
—¿Cómo pudiste golpear así a Will? —le exigió.
—Era la mejor manera de hacer esto —contestó Cuthbert,
sentado en una silla cerca de su padre. Su rostro delgado y su
cabello de color plata reflejaron el brillo del fuego al girarse para
mirar a Archie.
—¡Esto es una locura! ¡Quiero que le saques de esa mazmorra!
—chilló Tamsin. Archie siguió mirando las llamas y no le hizo caso
—. ¡Entonces lo haré yo misma! —Se lanzó en dirección a la puerta.
—Rabbie —dijo Archie.
Rabbie, que aguardaba junto a la puerta, dio un paso adelante y
la agarró del brazo. La arrastró de vuelta hasta la chimenea, donde
la obligó a sentarse en un banco frente a la mesa. Ella encogió la
mano y la ocultó de la vista. Rabbie se quedó de pie cerca de ella,
con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No irás con él —dijo Archie—. Sospecho que ya has estado
mucho con él en Rookhope.
—¿Qué ha ocurrido, padre? —Se sentía confusa y asustada—.
¿Por qué has hecho daño a Will? ¿Y qué has hecho con Musgrave?
—Jasper también está en la mazmorra —dijo Archie—. En el
lado inglés. Hemos puesto al Cachorro del Rufián en el lado
escocés, sólo para estar seguros; no quiero sufrir en mi cabeza
ninguna traición de la frontera cuando todo haya terminado.
—¿Qué piensas hacer? —exigió Tamsin.
Archie lanzó un suspiro.
—Sírvenos vino mientras estás ahí sentada —respondió en tono
áspero. Señaló con un gesto una jarra de arcilla que había sobre la
mesa al lado de una pila de tazas de madera—. Y sírvete un poco tú
también. Está aguado. No tienes cabeza para cosas más fuertes, ni
nunca la has tenido.
Tamsin soltó un resoplido de exasperación, pero se volvió para
servir el vino y entregó una taza a su padre. Rabbie y Cuthbert
también cogieron una taza cada uno, pero ella no se sirvió nada.
—Y bien, ¿qué pasa con William? —preguntó a Archie con
impaciencia.
Archie frunció el entrecejo sin apartar la vista del fuego.
—Me equivoqué al confiar en ese muchacho —dijo—. Y yo no
suelo equivocarme con la personalidad de un hombre. Me gustaba,
y le consideraba idéntico a su padre, pero tú tenías razón, pequeña.
—Bebió un sorbo e hizo una pausa para sacudir la cabeza
negativamente.
—¿Que yo tenía razón? —preguntó Tamsin, estupefacta.
—Es un tipo traicionero, como tú intentaste decirme la primera
vez que le echaste la vista encima. Ahora tengo pruebas de ello. Él
y Jasper Musgrave están metidos en un repugnante plan.
Ella dejó escapar una exclamación y experimentó una sensación
parecida a como si perdiera pie, como si de pronto la abandonaran
las fuerzas. En los últimos días apenas había pensado en el plan de
Musgrave ni en el papel que William podía desempeñar en él. La
reciente explosión de sentimientos hacia William y el afecto cada
vez mayor que sentía por su familia habían acaparado toda su
atención. Había confiado con alegre candidez en que William y
Archie solucionarían aquel asunto. Qué tonta había sido, se dijo
ahora.
—¿Repugnante? —preguntó con un titubeo.
—Malvado —respondió Archie—. Pero esta noche me he
encargado del asunto yo mismo. Los dos están en mi mazmorra, y
allí van a quedarse. Puede que yo mismo les cuelgue—murmuró.
—¡Colgarles! —Tamsin se levantó con las rodillas temblando.
—O puede que deje que lo haga el Consejo Privado. Verás —
añadió—, Jasper no sabe que se encuentra en mi mazmorra. —
Sonrió taimadamente y lanzó una mirada a Rabbie y a Cuthbert, que
sonrieron a su vez.
Cuthbert se inclinó hacia Tamsin.
—Musgrave cree que está en las manos del Consejo Privado —
explicó—. Pronto obtendremos una confesión de esa alimaña. ¡Tu
padre es muy hábil!
—No lo entiendo —dijo Tamsin débilmente, sentándose de
nuevo.
Archie se pasó la mano por el mentón.
—Capturamos a Musgrave cuando se dirigía hacia aquí. Venía
solo a caballo, el muy idiota, porque Arthur estaba demasiado
borracho para acompañarle.
—Y eso también fue obra de tu padre —graznó Cuthbert.
—¡Decidme qué ha sucedido! —exigió Tamsin.
—Arthur Musgrave nos contó el plan de su padre, y es en verdad
algo monstruoso —dijo Archie—. Teníamos que evitar que Jasper lo
llevase a cabo, así que le tendimos una emboscada, le pusimos una
bolsa por la cabeza y le atamos las manos. Yo no hablé, porque
conoce mi voz. Le llevamos por el territorio y por fin le trajimos aquí
y le dimos varias vueltas alrededor de la muralla hasta quedar casi
exhaustos.
—¿Por qué cabalgabais alrededor de la torre? —quiso saber
Tamsin.
—¡Para hacerle creer que el viaje era muy largo! —respondió
Cuthbert.
—Hemos pasado varias horas dando vueltas a Merton Rigg —
continuó Archie—. Rabbie dijo a Jasper que era el regente en
persona y que su siniestro plan había sido descubierto. ¡Ja! —Se
recostó en su silla, sonriendo de oreja a oreja. Cuthbert soltó una
carcajada, y Archie y Rabbie se le unieron.
Tamsin se les quedó mirando a todos boquiabierta, y después se
concentró en su padre.
—¿Tienes a Musgrave abajo, en la mazmorra, engañado y
pensando que se encuentra en otro sitio, custodiado por el regente?
—Así es —contestó Archie, sonriente—. ¡No estaría tan
aterrorizado si supiera que está en Medio Merton! ¡Suplicó que le
permitiéramos conservar la cabeza unida al cuello!
—¡Suplicó clemencia al regente de Escocia… a mí! —dijo
Rabbie.
Cuthbert se deshacía en carcajadas. Archie y Rabbie se
golpearon en las rodillas y en los hombros y rieron con él.
Tamsin se cruzó de brazos y miró furiosa a cada uno de ellos.
—Estáis borrachos como cerdos —dijo—. ¿De qué otra forma se
os podía haber ocurrido una broma así? Jasper Musgrave ha sido
un sinvergüenza, ¡pero esto es una verdadera crueldad!
—No estamos borrachos —protestó Cuthbert, recuperándose—.
Bueno, no tan borrachos. —Rabbie relinchó, y Cuthbert sonrió otra
vez de oreja a oreja, pero rápidamente se puso serio al ver la mirada
de Tamsin—. No habíamos tomado más que un poco de cerveza de
julio en esa taberna de Kelso.
—Y pagamos buen dinero por ella —dijo Rabbie—. Arthur
Musgrave trasegó cerveza suficiente como para emborrachar a una
docena de puercos.
Archie se enderezó en su silla y adoptó una actitud más seria.
—Así es como nos hemos enterado de lo que tramaba
Musgrave. Estábamos recogiendo firmas para la lista…
—¿La lista de hombres de la frontera dispuestos a ayudar al rey
Enrique? —preguntó Tamsin.
—Eso es —dijo Archie—. Entonces vimos a Arthur Musgrave
lamentándose, borracho y solo, nos sentamos con él y pedimos más
cerveza, y le hicimos creer que éramos amigos suyos. Acababa de
perder a su prometida a manos de Jock Scott de Lincraig, que la
había raptado y se había casado con ella. Un buen truco fue ése. Y
un buen ladrón de ganado ese Jock, según he oído decir. Ya había
pensado en acercarme a Jock un día para preguntarle si te quería
por esposa. Demasiado tarde.
—Sí, demasiado tarde —dijo Tamsin con decisión—. Continúa.
—Seguimos pidiendo cerveza para Arthur hasta que estuvo más
borracho de lo que he visto a nadie en mi vida. Al cabo de un rato le
sacamos bastante información.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con William Scott? —preguntó
Tamsin—. Quiero que le saques de esa mazmorra. Si no lo haces
pronto, lo haré yo misma, te lo advierto.
—Pequeña —dijo Archie—. Escucha. —Miró a Cuthbert y a
Rabbie, que se habían puesto tan solemnes como él—. Arthur
Musgrave nos dijo que su padre y William Scott forman parte de un
plan ideado por el rey Enrique en persona, el mayor sinvergüenza
de toda Inglaterra.
—¿Qué plan? —Tamsin ya casi gritaba de frustración.
—Jasper y Will piensan secuestrar a nuestra pequeña reina de
Escocia y entregarla a la custodia del rey Enrique —dijo Archie.
Tamsin se le quedó mirando, desconcertada.
—Eso no es verdad —dijo tras unos instantes—. No puede ser.
—¿Te ha dicho a ti Will Scott otra cosa? —preguntó Archie.
—No me ha dicho nada. Pero él no haría una cosa tan horrible.
Se cruzó de brazos para demostrar lo convencida que estaba,
pero experimentaba una incómoda sensación dentro de sí. ¿Por qué
no había presionado a William para tener mejores respuestas al
rompecabezas de Musgrave y su plan? ¿Había confiado en él en
aquel asunto sólo porque la atraía, igual que un imán atrae un
pedazo de hierro?
—Arthur dijo que Will Scott había accedido a ayudar a Jasper y
que había aceptado a cambio la suma de tres mil coronas —dijo
Archie.
—Sin duda, Arthur estaba mintiendo —le espetó Tamsin.
—Un hombre tan bebido no miente fácilmente —dijo Cuthbert.
—¡Pero María Estuardo es sólo un bebé! ¡William tiene una hija
de la misma edad! ¡No puedo creer que aceptara secuestrar a una
niña, que además es su propia reina!
—Pues créelo —replicó Archie—. Arthur juró que la niña no
sufrirá ningún daño, sólo la llevarán al otro lado de la frontera y la
pondrán bajo custodia de los ingleses. Arthur cree que yo también
formo parte de este plan, además de Cuddy y Rabbie —dijo Archie
—. Nos dijo que Will Scott había perdido su buena reputación en la
corte, pero que todavía puede acercarse a la reina María, de modo
que aceptó ayudar a los ingleses… por dinero.
—No —dijo Tamsin en desesperada negativa—. No. Él no haría
algo tan monstruoso.
—Pactos políticos —dijo Archie—. Poder. Muchos escoceses
quieren que el rey Enrique se apodere del reino de Escocia. Este
país es pobre y carece de un líder fuerte. Algunos escoceses
quieren entregarnos a los ingleses para obtener comodidades, y
ahogar la libertad de Escocia. Rookhope debe de ser uno de esos
desleales canallas.
—Todos esos años en la corte —dijo Cuthbert—. Te lo dije hace
años, Archie, eso echaría a perder al muchacho.
—Así es. —Archie asintió—. Tamsin, los ingleses pagan con
dinero y con tierras a los escoceses que contribuyan a la causa del
rey Enrique en Escocia. Enrique quiere que la reina se críe en su
corte. Se lo ha pedido repetidas veces al Consejo Privado, el cual ha
aceptado prometerla a su hijo, pero se niega a permitirle ir a
Inglaterra hasta que tenga por lo menos diez años de edad. Enrique
la quiere ahora mismo.
—De modo que ha urdido un plan para secuestrarla —dijo
Tamsin.
—Exacto. Nosotros no podíamos permitir que esto siguiera
adelante, una vez enterados de ello —dijo Archie, y los otros
asintieron con la cabeza.
—Teníamos que salvar a nuestra pequeña reina —gruñó Rabbie.
—Así que hemos capturado a Musgrave, y ahora también a Scott
—dijo Cuthbert—. Haremos saber al regente que les tenemos en
nuestro poder. Se acabó el triste plan de Musgrave.
—Lo que me preocupa es que Jasper le dijera que ya era
demasiado tarde para salvar a la reina —intervino Rabbie—. Dijo
que el atentado ya estaba en marcha.
—No sin los gitanos ni sin la lista —añadió Archie—. Jasper no
sabía que estaba hablando conmigo.
—William no puede tener arte ni parte en esto —protestó Tamsin
—. Arthur mintió… Haría cualquier cosa por destruir el buen nombre
de William.
—¡El buen nombre! —estalló Archie—. ¡Para mí ya no tiene nada
que se le parezca!
Tamsin se puso de pie.
—Voy a bajar a preguntarle a Will por todo esto.
—¿Qué te hace pensar que va a decirte la verdad? —preguntó
Archie.
—Lo hará —contestó Tamsin—. Le conozco.
—Siéntate —ordenó Archie—. Rabbie, ve a buscar a ese
muchacho. Yo también quiero oírlo. —Rabbie asintió y salió del gran
salón haciendo eco con los tacones de sus botas.
Tamsin se sentó y se frotó la frente con los dedos, con la mano
izquierda cerrada en un puño como tenía por costumbre. Esperó
tensa por el miedo, sin atreverse a mirar a su padre.
Archie fue hasta la mesa y se sentó al lado de Tamsin. Extrajo un
mazo de cartas de la bolsa de cuero que llevaba sujeta al cinturón y
las fue pasando de una mano a la otra con un suave rumor. A
continuación empezó a ordenarlas por palos, jugando consigo
mismo a lo que él llamaba «paciencia», que Tamsin sabía que
jugaba cuando estaba preocupado por algo.
El silencio era roto solamente por el crepitar del fuego y el ruido
que hacían las cartas. Tamsin apoyó la cabeza en una mano y
contempló cómo Archie iba colocando los naipes en esmeradas
filas. No hacía tanto que ella había extendido los tarocchi para
William. Las cartas no habían revelado ninguna falta de sinceridad
en él, recordó. ¿Tendrían razón las cartas… o estarían
equivocadas?
—Hay otra cosa que hemos sabido de Will Scott —dijo Archie al
cabo de unos momentos—. ¿Sabías que en la corte le llamaban el
«apuesto señor»?
Tamsin negó con la cabeza mientras se frotaba las arrugas de la
frente.
—Eh, Cuthbert —dijo Archie—. Canta para nosotros.
—¿Que cante? —Tamsin levantó la vista, confusa.
Cuthbert se aclaró la garganta y comenzó a cantar con voz firme
pero desgastada por la edad.
El apuesto señor fue a la puerta de su amada
y el picaporte quiso girar.
—Si duermes, despierta, querida Jean,
Levántate y déjame entrar.
Tamsin escuchó, mirando fijamente a Cuthbert. Sintió que la
recorría un escalofrío. Recordó que Jean era el nombre de la madre
de Katharine. Se giró para mirar a su padre.
—Te gustará oír el resto —murmuró él, devolviéndole la mirada.
Cuthbert continuó con la canción. Tamsin frunció el entrecejo. La
melodía y la historia eran similares a otras baladas que había oído a
lo largo de su vida. Su tío abuelo era aficionado a ellas, y había
coleccionado un cofre lleno de canciones antiguas y nuevas
impresas en papel.
Lo que estaba escuchando era la historia de un apuesto
caballero y una joven muchacha, la hija de su enemigo. El caballero
convenció a la muchacha de que la amaba y después la dejó
embarazada, todo para vengarse del padre de la chica, que había
ahorcado al padre de él.
—Oh, Jeanié, ¿qué te aflige? —preguntó su padre.
—¿Algún dolor traspasa tu carne?
—Regalo de mi amante es, no dolor,
y mi señor, por orgullo, no quiere desposarme.
Archie colocó unos cuantos naipes más mientras Cuthbert
cantaba.
—Esa niña pequeña cuyo padre fue Rookhope —murmuró
Archie—. Sedujo a la madre a propósito. Ella era una Hamilton.
Ahora se ha convertido en una canción muy popular, que circula por
ahí en folletos impresos, y dicen que es verídica. Rookhope fue
expulsado de la corte. ¿Estabas enterada de eso? ¿Te lo ha
contado él?
—No —contestó Tamsin con un hilo de voz—. Nunca me ha
contado nada de esto.
—Bien —dijo Archie—, bueno es que yo te haya separado de él.
¡Y pensar que yo deseaba que te casaras con ese muchacho!
Jamás —continuó, poniendo cartas con fiera precisión mientras
hablaba—, jamás permitiría yo que te casaras con un hombre capaz
de tratar tan mal a una joven. Gracias a Dios, te he apartado de él
antes de que te seduzca con sus encantos.
Tamsin inclinó la cabeza al tiempo que Cuthbert daba comienzo
a otra estrofa. Cuando la puerta del gran salón se abrió con un
chirrido, no pudo levantar la vista, aunque reconoció las pisadas del
hombre que se acercaba a la mesa. Cuthbert dejó de cantar.
—Siéntate, Will Scott —dijo Archie—. Estoy seguro de que
querrás oír esta canción. Sigue, Cuthbert.
—Ya la he oído antes —repuso William con calma.
—¿Sí? ¿Y qué puedes decirnos al respecto? —preguntó Archie.
En ese momento Tamsin sí levantó el rostro. William estaba
sentado en un taburete a escasa distancia de la mesa. Tenía el
rostro pálido y demacrado, ojeras y la mandíbula tensa. Iba vestido
con camisa, calzas y medias; le habían quitado las botas y el jubón.
Llevaba las manos atadas por delante con un trozo de cuerda
anudada.
—Canta, Cuddy —rugió Archie.
La bella Jean fue al bosque ese día
llevando consigo varios metros de lino.
Se recostó contra un enorme roble
y bañó en leche su pequeño niño.

—Hija mía, ¿qué llevas


bajo la capa escondido?
—Estoy débil y muero—dijo ella—,
me apoyé en el roble junto al río.
Tamsin pensó en la joven muchacha, traicionada por el hombre
que amaba de una forma tan íntima y cruel. No quería creer que
William hubiera sido el causante de semejante tragedia, sin
embargo no podía evitar imaginarle abrazando la sombra de una
joven que llevaba un hijo suyo en el vientre.
Cuthbert siguió desgranando la canción. La última estrofa
incrementó la tensión que flotaba en el ambiente:
El apuesto señor se fue a su torre
llevando su retoño consigo.
—No volverás a ver a tu abuelo,
pues es nuestro gran enemigo.
Tamsin contuvo un sollozo.
—Dime —dijo, mirando a William—. ¿Es cierto todo eso?
Él la miró sin alterarse.
—En parte sí.
—¿En qué parte?
—Yo quiero saberlo, Rookhope —tronó Archie—. ¡Cómo pudiste
hacerle eso a una joven! Dicen que esa canción es verídica y que
perdiste el favor real por causa de lo que le hiciste a esa muchacha,
y que ella era una dama de compañía de la propia María de Guisa.
William no dijo nada. Miró fijamente a Archie con el semblante
tranquilo. Pero Tamsin vio furia en sus ojos, azules como el corazón
de una llama. Sintió también su propia furia crecer poco a poco en
oleadas hasta que le entraron deseos de levantarse y gritarles a
todos: a su padre, a sus familiares, a William. Se sentía tan
traicionada como Jeanie Hamilton, igual de destrozada, sólo que en
cuestión de pocos momentos, mientras que Jeanie había sufrido
mucho más.
—¿Y por qué —continuó Archie— has aceptado dinero de los
ingleses para separar a nuestra pobre reina niña de los brazos de su
madre?
William parpadeó lentamente.
—Veo —dijo al cabo de unos instantes— que habéis adivinado
todos mis secretos.
Tamsin se puso de pie.
—¡Dime que no es verdad! —El corazón le golpeaba con fuerza
en el pecho—. ¡Dime que no deshonraste a aquella joven por odio a
su padre!
Él la contempló a través de sus largas pestañas.
—La amaba —respondió—. Pero la deshonré. Y ella murió a
causa de eso. —Desvió el rostro.
—Oh, Dios —susurró Tamsin—. Oh, Dios.
William se miró las manos. Aunque Tamsin sentía las entrañas
desgarradas por la rabia y el dolor, percibió la lucha interna que
estaba sosteniendo William y sintió compasión hacia él. Con
independencia de lo que hubiera hecho, no creía que pudiera dejar
de amarle; pero no sabía que el amor pudiera hacer tanto daño,
como una piedra en el frágil centro del corazón.
Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Sintió el
impulso de decirle que todo, todo aquello no era más que una sarta
de mentiras, que él nunca le había hecho eso a Jean ni jamás se
había aliado con Jasper Musgrave; pero vio la aceptación en la cara
de William.
—¿Y la reina María? —exigió Archie.
William volvió la cara hacia él.
—He dado mi palabra de no hablar de ese asunto.
—¡Pero al parecer estás enterado de ese asunto! —rugió Archie,
descargando un manotazo en la mesa que hizo saltar las cartas.
—Así es —respondió William.
—¡Maldito seas! —chilló Archie—. ¡Quise amarte como a mi
propio hijo! ¡Creí que eras el hombre que fue tu padre, el mejor de
todos los forajidos! Dios, no eres más que sucia escoria. —Se pasó
la mano por el pelo con pesar.
Tamsin se apartó del banco y fue hasta William con las rodillas
temblorosas y la cara húmeda por las lágrimas. Vio que él cerraba
los ojos por un instante, como si sufriera en silencio.
—¿Por qué? —le preguntó—. ¿Por qué?
Él volvió los ojos hacia ella. Su mirada era de un penetrante azul,
lo bastante aguda como para traspasarle el corazón.
—Tamsin —murmuró—. Confía en mí.
—¡Confiaba en ti! —exclamó ella, vehemente.
—¡Qué! —dijo Archie—. Rookhope, si le has puesto la mano
encima a mi chica… —Golpeó la mesa con el puño.
William volvió a cerrar los ojos. La arruga que se veía entre sus
cejas hacía sospechar que reprimía algo. Entonces miró a Tamsin.
—Confía en mí —le repitió en tono suave, ferviente. Tamsin no
podía apartar la mirada de aquella fuerza que él irradiaba.
—Tamsin, apártate de él —le espetó Archie, poniéndose en pie
Cuthbert y Rabbie se acercaron y se pusieron uno a cada lado de su
padre.
—No confíes en él, muchacha —dijo Cuthbert.
—Oh, Dios. —Miró fijamente a William con una sensación de
opresión en el estómago—. ¿Qué he de hacer? Mi padre me cuenta
esta horrible información acerca de ti y de Musgrave… ¡y luego esa
balada! Dices que la canción dice la verdad. Conoces el plan. ¿Y
aun así quieres que tenga fe en ti? —Fue elevando el tono de voz
hasta que terminó gritando—. ¿Cómo voy a tener fe? ¡Oh, Dios! Y
yo que quería dártela… ¡Maldito seas!
Se giró bruscamente y vio las cartas cuidadosamente extendidas
sobre la mesa. Con un sollozo de rabia, las barrió todas con la
mano. Los naipes cayeron desparramados a sus pies como si
fueran hojas secas.
—¡Lo que quiero saber —rugió Archie— es qué más le has dado
a este canalla!
—¡Nada! —gritó ella—. ¡Nada!
Vio la jarra de arcilla sobre la mesa, y sintió que algo la golpeaba
por dentro, semejante a la descarga de un rayo. Cogió la jarra, se
volvió con ella en la mano, la levantó y la hizo añicos a los pies de
William.
El ruido que hizo al estrellarse contra el suelo resonó por toda la
habitación. Los pedazos salieron disparados en todas direcciones y
el vino se derramó por el entablado y salpicó las piernas de William,
pero la mirada de éste no se apartó un segundo del rostro de ella.
—El cielo nos valga —dijo Archie muy despacio—. Sé lo que
significa ese gesto para un gitano.
—¡Exacto! ¡Y también lo sabe Will Scott! —Tamsin giró en
redondo y corrió hacia la puerta.
—¡Tamsin! —oyó que la llamaba William. Archie hizo lo mismo.
Pero ella cerró la puerta de un golpe tras de sí. Sin embargo,
aquel portazo sólo consiguió aliviar la parte más pequeña del dolor y
la rabia que la invadían en aquel momento.
Capítulo 26

VIENTO del oeste, ¿cuándo soplarás?


La fina lluvia puede caer.
¡Cristo, si tuviera a mi amor en mis brazos,
y en mi cama otra vez!
ANÓNIMO, principios del siglo XVI

Infinitos trozos de arcilla yacían a sus pies como los pedazos de


su corazón. William los empujó con el pie y levantó la vista. Archie y
sus primos le miraban como si acabara de cometer un asesinato. En
verdad, él se sentía como si el muerto fuera él. El vino oscuro
derramado a sus pies podía muy bien ser su sangre vital.
—Tamsin ha roto una jarra entre los dos —dijo Archie—. No soy
ningún idiota, sé lo que significa eso. Estuve casado con una gitana,
y me casé con ella por el rito gitano. ¿Qué más ha ocurrido entre
vosotros? Habla, o morirás ahí sentado. —Mientras Archie decía
esto, Rabbie se llevó una mano a la empuñadura de la daga que
llevaba al cinto.
William aspiró profundamente y contempló las cuerdas que le
sujetaban las muñecas. La visión de una cuerda siempre le
provocaba un vuelco en el estómago y le oprimía el corazón. Los
nudos, su asiento aislado en el centro de la habitación, aquellos
hombres mirándole fijamente, el agujero que sentía en lo más hondo
de sí; todo le resultaba familiar. Ya había estado así en otra estancia
años atrás, atado, interrogado, entumecido por el dolor de la pérdida
de un ser querido. Pero en aquella ocasión era un niño de trece
años, incapaz de comprender plenamente lo que le había sucedido.
De algún modo la pérdida de la confianza y el amor de Tamsin
había causado el mismo impacto devastador que la muerte de su
padre o que el momento en que fue arrancado de los brazos de su
madre y apartado de su hogar. Por un instante no supo cómo actuar,
cómo soportar aquello; se limitó a contemplar los pedazos de arcilla,
las manchas de vino en el suelo. Siguió tomando y expulsando aire,
existencia sin pensamientos ni emociones, un breve espacio para
recuperarse
Ya no era aquel muchacho herido. Había sobrevivido, había
crecido como un roble joven con una rama destrozada, había dejado
atrás el daño sufrido. Ahora era más fuerte a pesar de aquello,
gracias a aquello, y sobreviviría también… de algún modo.
Cuando entró en el salón, mientras el anciano cantaba la balada
lo primero que vio fue a Tamsin. Estaba preciosa, la sintió tan
necesaria para él que aquella necesidad le dolía en el alma. Vio el
dolor en sus ojos y notó cómo su rabia le penetraba a él. Las
cuerdas y el interrogatorio despertaron viejas angustias; la canción
le hizo aún más daño como si fuera otra soga más que tiraba de él
para llevarle a un lugar al que no deseaba ir.
Pero el golpe más sorprendente de todos —antes de que Tamsin
le asestara el último de todos— había sido el dolor y la decepción
que había visto en los ojos de Archie por debajo de su comprensible
rabia. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que
significaba para él contar con el respeto de Armstrong. Archie era el
único punto de unión que le quedaba con el forajido que había sido
su padre, el forajido en el que él mismo había soñado convertirse.
Armstrong era como una encarnación del respeto de Allan Scott,
incluso de su amor. William deseaba desesperadamente preservar
ese vínculo de unión con su padre.
Las preguntas, las acusaciones, las sospechas le habían hecho
retraerse y guardar silencio. Ahora vio que se había equivocado al
actuar así. El orgullo y la autoprotección tenían su sitio, y eran algo
instintivo en él; pero ahora se imponían la verdad y la franqueza, y
en grandes dosis, ofrecidas como un bálsamo para el dolor que
había causado y que él mismo sentía. Por alguna parte tenía que
empezar. Lo mejor era comenzar con la verdad más esencial de
todas.
Levantó la cabeza.
—Archie Armstrong —dijo en tono calmo—. Yo amo a vuestra
hija.
Archie palideció.
—Bueno, veo que se ha divorciado de ti —repuso él con calma
también, aunque su mano aferraba la empuñadura de su daga.
—Así es —murmuró William—. Pensaba desposarla como es
debido, frente a un sacerdote, pero ella ya no desea hacerlo. Lo ha
dejado bien claro.
—Has estado ocupado estas dos semanas. —Archie le dirigió
una mirada dura, verde como el cristal.
—Un poco —respondió William—. Pero no tanto como tal vez
temáis.
Esperó que Archie se enfureciera, que gritara o explotara en un
arranque de violencia, pero éste se quedó donde estaba, como un
gigante huraño, pasándose los dedos por el cabello desaliñado y de
color paja, rascándose la barba, con expresión súbitamente
desconcertada.
—La amas —repitió Archie—. ¿La amas?
—Sí —contestó William. Suspiró y se acercó las manos atadas al
rostro para frotarse la frente—. Dios, la amo, no sabéis cuánto. —
Bajó las manos y miró a Archie—. Esa muchacha me atormenta, y
ésa es la verdad, lo juro por Dios.
—Dulce Jesús —murmuró Archie, observándole—. Por Dios, te
creo. Al menos, en ese aspecto. —Soltó un suspiro y volvió a
pasarse la mano por el pelo—. Pero será mejor que oiga el resto,
amigo, y deprisa.
—Os diré toda la verdad —dijo William, mirándole sin alterarse
—. Confío en vos, Archie, de lo contrario no os diría nada. Pero os lo
diré sólo a vos, y a nadie más.
Archie miró a los otros.
—Id a ver a nuestro otro prisionero. Llevadle algo de pan y
cerveza; no quiero dejar a un lado la hospitalidad, aunque él no
sepa que su anfitrión soy yo.
—Hay una cosa que debéis saber antes de nada, antes de
enviar a vuestros hombres a ver a Musgrave —dijo William.
Archie se volvió hacia él.
—¿Sí? ¿Cuál?—quiso saber.
—Antes de que ese hombre bajara a buscarme, hablé con
Musgrave a través del espacio que separa las dos puertas —dijo
William—. Estaba atontado y no decía cosas tan coherentes como
debería. Supongo que le habréis propinado un fuerte golpe, igual
que a mí…
—¿Qué te ha dicho?—preguntó Rabbie.
—Cree, ya que yo también estoy encerrado, que los dos hemo
sido capturados por el regente. Yo no lo he desmentido. —Enarcó
una ceja—. Y bien ¿por qué pensará eso?
—Tal vez te confiese mis pecados, cuando tú me hayas
confesado los tuyos —gruñó Archie—. Continúa.
—Él cree que ambos estamos bajo la custodia de la corona
escocesa y que seguramente nos colgarán mañana —prosiguió
William—. Pero está ahí abajo, desternillándose de risa porque
piensa que ha sido más listo que el regente y que cualquiera que
desee frustrar el plan de su rey.
—¿Y para qué nos adviertes de eso? —preguntó Archie—. ¿Se
trata de otra pieza del juego de Musgrave, en el que tú eres arte y
parte?
—Eso —dijo William— lo explicaré después. Por ahora, será
mejor que seáis consciente, antes de que alguien más hable con
Musgrave, de que él afirma haber puesto en marcha su plan. Me dijo
que se cansó de esperar una lista de gitanos y gente de la frontera
que a lo mejor no vería nunca. A ese respecto no pude responderle
sí o no. Dice que ha pagado dinero a algunos gitanos y maleantes
que ya están en camino, en este momento, para hacer aquello por lo
que les han pagado.
—¿Y qué es? —dijo Archie en tono amenazador.
—Hemos llegado demasiado tarde, Archie. La reina está en
peligro —respondió William.
—¡Jesu! —Archie se volvió hacia Rabbie—. Ve a interrogarle,
señor Regente, y averigua qué diablos ha hecho.
Rabbie y Cuthbert se despidieron con una inclinación de cabeza
y salieron de la habitación a toda prisa. Archie se acercó a William,
pisando los trozos de arcilla esparcidos por el suelo.
—Muy bien, Rookhope —dijo, cruzándose de brazos—, habla.
William levantó las muñecas atadas.
—Nada de ataduras mientras hablamos.
Archie frunció el entrecejo.
—¿Debo confiar en ti lo bastante como para dejarte libre? —
preguntó—. He estado maldiciéndome a mí mismo por haberte
confiado a mi hija. Pero antes te daré la oportunidad de que te
expliques. Lo hago sólo por tu padre.
—No tenemos mucho tiempo, Archie, si Musgrave me ha dicho
la verdad —replicó William—. Haríais mejor en arriesgaros a que lo
que voy a deciros sea falso. Asumid el riesgo de que soy lo que vos
creéis que soy.
—¿Y qué eres, pues? —Archie entrecerró los ojos en un gesto
de escepticismo.
William calló durante unos momentos.
—Soy el hijo de mi padre —contestó.
Archie dejó escapar un suspiro largo y profundo. Sacó la daga de
la funda que llevaba sujeta al cinturón y se acercó a William, cortó
las cuerdas y las arrojó al suelo.
—Habla, pues.
William se inclinó hacia adelante y empezó a hablar en voz baja.
***
Tamsin estaba sentada en la cama en la oscuridad, doblada
hacia adelante, con las rodillas levantadas y la cabeza escondida
entre los brazos. Ninguna vela iluminaba el dormitorio. El fuego de
turba que ardía en la chimenea desprendía un olor a moho y
proporcionaba solamente un resplandor rojizo. Había una vela sobre
una mesa junto a la cama, pero Tamsin no la había encendido.
Tampoco había abierto las contraventanas. La luz de la luna había
sido reemplazada por el rumor de los truenos y por la lluvia, que
repiqueteaba contra las contraventanas y el tejado, pues su
habitación estaba situada en el nivel superior de la torre.
Envuelta en la oscuridad, dejó que las lágrimas fluyeran
libremente y que la invadieran los sollozos igual que la tormenta,
dragándola bien hondo, arrastrando viejas penas y limpiándolas con
otras nuevas. Las emociones estallaban y se apagaban, dejándola
vacía y exhausta. Levantó la cabeza y se secó la cara con la manga,
y por fin quedó en silencio.
Su matrimonio con William había terminado, había llegado a su
fin en medio de la rabia y la desconfianza, un amor encontrado y
perdido demasiado pronto, apenas recién nacido. Se sentía tan
destrozada y sin remedio como aquella jarra de arcilla que había
roto a los pies de él. Ahora, ya más calmada, temía que no hubiera
nada que pudiera reparar el daño que ambos se habían hecho con
sus secretos y su forma de ser.
Los secretos de William, si le hubieran sido revelados a ella
antes, tal vez hubieran cambiado su disposición, aunque no sus
sentimientos. No le quedaba más remedio que amarle. Ahora
William formaba parte de ella, parte de su sangre y de su alma,
inseparable y elemental como lo eran el calor y la luz para la llama.
Ella podía existir sin él, claro, pero se marchitaría.
Se miró la mano izquierda en las sombras, abrió la palma, vio el
color sonrosado que reflejaba la luz rojiza en aquella singular cuña.
William y su familia le habían enseñado que podía mostrar la mano
sin sentirse avergonzada. Esa pequeña libertad, por sí sola, ya era
mayor que ninguna otra que hubiera conocido. La total aceptación
por parte de William, su tranquilo amor por ella, le habían dado
fuerzas para empezar a ver su propia belleza, y no sus defectos.
Había cambiado de manera irrevocable, no podía volver a ser la que
era antes. Pero sin él, no tenía ganas de avanzar hacia el futuro.
Retumbó otro trueno y se vio el fogonazo del relámpago. Aunque
se sentía agotada, se levantó y fue hasta la ventana para abrir las
contraventanas y contemplar el diluvio que oscurecía la noche. La
niebla le humedeció la cara y el viento racheado se coló por la
abertura.
Lo que había oído, había dicho, había hecho esa noche le voló
por la mente. Aunque estaba desesperada por oír la explicación de
William, no tenía fuerza suficiente para confrontarle, pues la rabia y
la impresión le habían robado toda la energía.
Verle no haría sino causar más dolor a ambos; no se le había
escapado la angustia que se leía en los ojos de él. En aquellos
momentos William ya estaría otra vez en la mazmorra. No trataría
de verle hasta el día siguiente; quizá para entonces fuera capaz de
controlar el llanto y hacerse fuerte contra el torrente de amor que
todavía sentía por él.
De momento, lo único que quería era meterse en la cama y
abandonarse al olvido del sueño. La lluvia golpeteaba con fuerza
cuando se dio la vuelta y empezó a soltar los ganchos de la parte
delantera de su jubón de cuero. Una vez se hubo quitado las botas,
las medias y las calzas, se quedó vestida con la larga camisa de lino
y buscó el borde rasgado. William había cortado la tela para formar
una venda para su padre la noche que pasaron en la mazmorra de
Musgrave.
Recordó lo generoso y amable que había sido él en aquella
ocasión. Sus numerosos gestos de amabilidad para con ella le
habían enseñado a ser más suave consigo misma; su paciencia
para con ella la había ayudado a ser más tolerante consigo misma.
La compasión formaba parte de la naturaleza de William. Tamsin no
podía comprender cómo ni por qué había hecho daño a Jeanie
Hamilton con el fin de vengarse del padre de la chica.
Confía en mí. Aquellas desesperadas palabras se repetían en su
mente. Confía en mí.
Oh, Dios, deseaba creer en él. Al entregarle su fe y su confianza,
había encontrado más fe en sí misma. Y al perder la fe en él, la
había perdido también en ella. Los dos hilos que representaban la
existencia de ambos estaban unidos entre sí, entrelazados el uno en
el otro como hebras de seda, cada uno de ellos independiente pero
formando juntos un solo cordón más fuerte, más hermoso.
Quería creer que William era inocente de aquella canallada, pero
él había reconocido sus acciones con Jean y con Musgrave.
Debería haberse quedado, se dijo a sí misma, debería haberle
hecho preguntas y escuchado sus respuestas, e intentado
comprender; pero había consentido que su temperamento la
dominara y destrozara lo que había entre ambos.
Agotada y desgastada por aquellos pensamientos, alzó las
manos y comenzó a tirar de la fina redecilla de seda y de las
horquillas que le sujetaban el peinado. Apenas sabía por dónde
empezar a estirarlo una vez desprendidas todas las horquillas.
Aquel trenzado parecía ser lo último que la ataba a la felicidad que
había conocido en Rookhope. Pero todas sus esperanzas se habían
hundido, y no quería aferrarse a un recuerdo.
Su mano izquierda era lenta y torpe; más que deshacer,
enredaba, y pronto empezó a musitar una serie de impacientes
juramentos.
La lluvia sonaba furiosa contra el tejado. El grave fragor de un
trueno, seguido de un fogonazo de luz, la hizo dar un salto. Sus
dedos no pudieron deshacer un nudo obstinado, y tiró de él.
Derrotada por la fatiga y la frustración, se cubrió la cara con las
manos y dejó escapar un sollozo.
—Pequeña, ven aquí —murmuró William a su espalda,
mezclando su voz con el rugido del trueno. El corazón de Tamsin dio
un vuelco, y se giró en redondo.
Él la tomó en sus brazos incluso antes de que se diera la vuelta
del todo. Ella se dejó abrazar, sorprendida y de buen grado, y su ira
de pronto quedó reducida a la mínima expresión en comparación
con el amor que sintió resurgir dentro de sí, fundiendo su
resistencia. William la estrechó con fuerza mientras ella lloraba a
lágrima viva contra su pecho.
—Ah, Dios, Tamsin, lo siento mucho —le susurró contra el
cabello—. Perdóname… —Sus labios se deslizaron con suavidad
por su frente y por sus párpados hasta encontrar su mejilla y el
lóbulo de la oreja cuando ella inclinó la cabeza hacia atrás.
Tamsin quería apartarse y preguntarle qué y cómo, pero en lugar
de eso giró el rostro hacia él y se perdió en la bendición de sentir la
boca de él sobre la suya. Sólo por un momento, se dijo a sí misma,
y dejó que él borrase sus miedos y sus dudas con sus labios, con
sus manos, con el calor de sus brazos. Sucumbió a una furiosa
arremetida de besos, dando y tomando.
El estampido de un trueno y un nuevo chubasco la sobresaltaron
interrumpiendo aquella pasión cegadora. Dejó escapar una pequeña
exclamación y se apartó, y un momento más tarde le empujó en el
pecho.
William retrocedió con las manos levantadas y pidiendo paz. Su
mirada se veía firme en la oscuridad. Ella le miró fijamente, con la
respiración agitada, igual que la de él.
—¿Cómo has… Qué has… Cómo…?
—Siéntate —dijo William con firmeza al tiempo que la tomaba del
brazo para guiarla hacia la cama. Ella fue hasta allí, se sentó y se
extendió el cobertor por encima de las piernas. Contempló cómo él
tomaba asiento a un brazo de distancia de ella hundiendo el colchón
con su peso.
—¿Cómo es que estás aquí, y no en la mazmorra? —le
preguntó, cruzando los brazos sobre el pecho, sobre el corazón que
le latía desbocado.
—Archie me ha sugerido que viniera a tu habitación —contestó
él—. Hemos estado hablando en el salón. Le he dicho la verdad.
—¿Y qué verdad es ésa? ¿Acerca de Jean Hamilton? ¿Acerca
de Musgrave? ¿De la reina?
—Sí, todo eso. Más que eso —dijo William sin dejar de mirarla.
—¿Qué más? Supo lo que significaba que yo rompiera la jarra
de arcilla —aseveró Tamsin con el ceño fruncido—. ¿Cómo se lo
has explicado?
—Con una verdad sencilla —murmuró él—. Le he dicho que
estoy enamorado de su hija.
Ella le miró sin decir nada. Afuera seguía lloviendo a cántaros y
aún se oían truenos, aunque ya más amortiguados que el retumbar
de su corazón. No pronunció palabra, pues le daba miedo hablar.
—Le he dicho —prosiguió William— que sufro tormento por el
amor de su hija y que estoy salvado. Que ahora soy un hombre más
fuerte de lo que era antes, gracias a que la he conocido a ella. —
Clavó su mirada en la de Tamsin, firme y brillante incluso en la
oscuridad—. Ella forma parte de mí, y yo formo parte de ella. Ella es
el fuego que incendia mi alma, y tengo la esperanza de ser el fuego
que inflame la suya. Sé que por lo menos inflamo su mal genio —
añadió en tono seco.
—¿Le has dicho todo eso? —susurró Tamsin.
—No todo —murmuró él—. Parte de ello es para que lo oigas
sólo tú.
De nuevo experimentó aquella sensación extraña en el corazón,
como si su alma se estirara en su afán por tocarle. Sintió deseos de
cruzar de un salto el espacio que la separaba de él y hundirse entre
sus brazos, pero se limitó a ladear la cabeza y mirarle, fría y calma.
—¿Estás hablando en serio?
—Tamsin —dijo William con un suspiro. Bajó los ojos y pasó la
mano sobre el acolchado del cobertor—. Tú me haces sentir que no
soy nada, me empujas, me llenas, y ahora me has destrozado con
esa maldita jarra. He perdido tu confianza, y no sé cómo
recuperarla.
—Sólo existe un modo —dijo ella—: Con la verdad.
—Todo lo que te he dicho siempre, y todo lo que te diré jamás,
es la verdad. Nunca te he mentido, y nunca te mentiré.
—Yo no sabía nada de Jean ni de Musgrave, ni de ese horrendo
plan…
—No me lo preguntaste. Te lo habría contado.
—¿Y Musgrave? ¿Y el plan?
William la miró sin alterarse.
—Prometí a la reina viuda que haría un trabajo secreto para ella,
por el interés de la reina María. No era libre para decirte a ti, ni
tampoco a tu padre, la razón por la que pasé por cómplice de
Musgrave en este plan. Sabía lo que pensabas tú, pero no podía
corregirlo. Lo que Archie oyó decir a Arthur es exactamente lo que
los Musgrave creen de mí, lo que yo quiero que crean.
—¿Has estado actuando de espía para la corte? —preguntó
Tamsin.
—La reina viuda quiere saber qué amenaza supone el rey
Enrique para su hija. Yo albergaba la esperanza de dar al traste con
el plan inglés cuando Musgrave revelara su siguiente paso.
—Pero mi padre ha detenido a Musgrave —dijo Tamsin.
William sacudió negativamente la cabeza.
—Musgrave ha sido más listo que nosotros. Ha enviado a otros a
realizar la tarea, mientras Archie confeccionaba su lista y mientras
yo te retenía a ti como rehén y esperaba una reunión. Me
equivoqué; debería haber acudido a verle antes, debería… —Cerró
la mano en un puño y lo descargó sobre la cama para desahogar su
frustración—. Queda poco tiempo ya, quizá nada. Debo partir
enseguida y tratar de desentrañar todo esto, de impedirlo. Pero no
podía irme —la miró fijamente— sin decirte esto, sin verte. Creo que
es una debilidad mía, mi necesidad de contar con tu confianza, con
tu fe, con tu amor —murmuró.
Tamsin le miró con el corazón acelerado y las emociones
desbocadas. Su mano izquierda descansaba sobre el cobertor, y
William la cogió para envolverla en la suya y le acarició el dedo
pulgar con el suyo provocándole deliciosos estremecimientos.
Tamsin quería más, pero aquietó el salvaje impulso que la empujaba
hacia él. Tenía que estar segura.
—Musgrave piensa secuestrar a la pequeña reina —dijo en tono
calmo—. ¿Y tú nunca has formado parte de ese plan?
—¿Crees de verdad que yo haría una cosa así?
—Yo… no quería creerlo, pero los otros dijeron…
—Cree lo que quieras de mí, pero no pienses que yo permitiría
que se hiciera daño a una niña pequeña. Ni a mi reina.
—Oh, Will —susurró Tamsin—. Perdóname… —Se le quebró la
voz—. Me he equivocado al suponerlo, sólo porque los otros
insistieron. Me entró pánico. Me sentí dividida entre mi padre y los
suyos por una parte, y tú por la otra. Me han confundido… Me han
dicho cosas de ti…
—Sólo confía en mí —dijo él con calor. Le apretó la mano con
fuerza—. Yo jamás consentiría que María Estuardo sufriera ningún
daño. Y no seduje a Jean —afirmó con voz firme.
Tamsin calló por unos instantes, sabedora de que su fe en él sólo
sería completa de nuevo cuando supiera todo respecto de aquel
tema.
—Al oír esa balada, tuve la sensación de que tal vez no te
conociera como creía conocerte.
Él suspiró y le soltó la mano. Ella se relajó y le miró.
—Esa canción no tiene un atisbo de verdad —dijo William.
—Las baladas pueden contar historias de lo que sucede en la
corte y en la frontera, y dentro de los clanes—dijo Tamsin—. Llevo
toda la vida oyéndolas, y sé que suelen ser verídicas.
—Algunas lo son, en efecto —repuso él—. Y algunas no son
más que chismorreos. La que habla de Jean y de mí es en su mayor
parte un rumor. Pocos conocen la verdad.
—Cuéntamela —dijo ella en voz queda.
William subió un pie sobre el colchón y apoyó el brazo en la
rodilla.
—Ya sabes que fui separado de mi familia el día en que
ahorcaron a mi padre. Malise Hamilton me arrancó de allí. Durante
años, él y el conde de Angus me vigilaron como halcones, pues era
su trofeo, el rehén que compraría la obediencia de varios de los
hombres más fieros de la frontera, los que cabalgaban con el
apellido Scott.
—Sí —dijo ella—. Sabía algo de eso.
—Yo odiaba a Malise —dijo William impulsivamente—. De
muchacho sentía rencor contra él. Cuando me hice hombre, no hice
caso alguno de su poder y me gané un sitio propio en la corte del
rey Jacobo. Y no me acobardaba a la hora de causarle problemas.
Él tenía una hija —añadió—. La conocí hace sólo un par de años.
Era… impresionante. Hermosa, segura de sí misma, risueña. Se
convirtió en dama de compañía de la reina. Un poeta de la corte
decía que la bella Jeanie Hamilton era una rosa roja entre pálidos
lirios.
Tamsin se encogió sobre sí misma al oír aquello.
—Así que te enamoraste de ella.
—Había amado a otras mujeres, pero en aquellas ocasiones no
sabía lo que era el amor de verdad —le explicó William—. Sin
embargo, Jeanie me robó el corazón como una ladrona. Y además
me hacía reír. Supongo que es una ironía que la hija de mi enemigo
me enseñara a reír otra vez.
—Debía de ser encantadora —afirmó Tamsin con un hilo de voz.
Ella se sentía muy poco encantadora en aquel preciso momento—.
Y debió de quererte mucho a ti…, el apuesto señor.
—En cierta ocasión dijo que se había propuesto conquistar al
apuesto señor. Y lo hizo. Yo hice el idiota por una mujer frívola y ni
siquiera me di cuenta. Nos citábamos con frecuencia. A ella le
encantaban las bromas y las risas, el vino y la diversión… y por lo
visto también los hombres apuestos.
Tamsin resistió una oleada de celos. Bajó la cabeza y
permaneció inmóvil en la oscuridad, pensando en aquella hermosa
joven. En aquel instante se sentía demasiado consciente de su
mano pequeña y extraña, de sus trenzas despeinadas, de su camisa
raída. Una pobre gitana no podía compararse con una dama
exquisita, pero esa gitana desaliñada amaba al apuesto señor más
de lo que podría amarle nadie. Aquel pensamiento le infundió algo
de valor. Levantó la cabeza y le miró.
—Debería haber tenido más juicio —dijo William—. Me siento
culpable.
—Ella también tuvo su parte —expresó Tamsin—. Y era
hermosa, perfecta. Tú la amabas.
—Yo la deseaba carnalmente —añadió él en voz queda—. No la
amaba.
Tamsin ladeó la cabeza, sorprendida.
—¿No la amabas?
—Al principio creía que sí. Incluso pensé en casarme con ella y
arriesgarme a que su padre fuera mi suegro. Pero pronto descubrí
que ella carecía de devoción y lealtad. Quería reír y bailar, jugar,
sensaciones embriagadoras. Jamás habría sido una esposa fiel. No
me amaba, pero sí me deseaba, igual que yo a ella. Fuimos
amantes, pero yo no fui el primer hombre para ella, ni tampoco su
único amante, como descubrí.
Tamsin se le quedó mirando, atónita.
—¿Katharine… es hija tuya?
—Eso me dijo Jean. Y cuando yo vi a la niña… Sí, es hija mía, lo
sé.
—¿No te casaste con ella cuando te enteraste de que estaba
esperando un hijo?
—Ella nunca me lo dijo —repuso William—. Yo estaba ausente,
en una misión en Flandes que duró varios meses. Nos habíamos
separado, porque yo descubrí que había habido otros. Cuando
regresé a Escocia, ella había abandonado la corte por miedo a caer
en desgracia. Fue al castillo de su padre. Cuando yo me enteré de
lo del niño, ya era demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde?
—Su padre la tuvo confinada, pero ella no se encontraba bien,
de modo que no protestó. Cuando le dijo a Malise quién era el padre
del niño y le pidió que me mandara llamar, él se puso furioso. Así
que ella escapó en mitad de la noche, casi embarazada de ocho
meses, y fue a caballo hasta Rookhope con la esperanza de
casarse.
—Eso fue una necedad —murmuró Tamsin.
—Ella era un poco necia en algunos aspectos. Para cuando llegó
a nuestra puerta, ya estaba de parto. Mi madre y mi hermana
ayudaron a traer a Katharine al mundo. Fue un parto difícil. —Se
pasó la mano por el pelo—. Yo mandé traer a un sacerdote, pero
Jeanie murió antes de que llegara. Perdió demasiada sangre —
añadió—. No se lo merecía.
Tamsin exhaló un suspiro, se inclinó hacia adelante y extendió
una mano por encima del espacio que les separaba para tocarle el
brazo. Notó la rigidez de los músculos bajo la tela de la camisa.
—Dios mío, Will.
—Por eso tengo yo a Katharine, y Malise no —dijo William—.
Nació en mi casa, mi propia hija. Yo le permito visitarla, aunque a mi
madre le molesta verle. No voy a privarle de ver a Katharine, ni a
ella de ver a su abuelo. Él la quiere, creo. Pero la niña quedará bajo
mi custodia —añadió con vehemencia.
—¿Y la balada? —preguntó Tamsin—. ¿Cómo se generó?
William se encogió de hombros.
—¿Quién lo sabe? Algún ingenioso poeta, la corte está llena de
ellos, que nos haya conocido, que haya oído el rumor de que yo
utilicé a Jean para herir a su padre pero que nunca ha oído contar la
verdad. A la gente la encantan esa clase de historias.
—¿Y tú has vivido todo este tiempo con los rumores?
—No puedo evitarlos. Ni siquiera lo intentaría.
—Sin duda querrás que los rumores desaparezcan para que
puedas recuperar tu reputación.
—Prefiero que se eche a perder la mía antes que la de Jean —
dijo William—. Ella era muy querida en la corte. Que crean que el
apuesto señor la deshonró. No pienso ensuciar su recuerdo con la
verdad.
—Ah, Will —dijo Tamsin—. Creo que sí la querías.
—Le estoy agradecido. —Su voz enronqueció de repente—. Me
dio a Katharine.
Tamsin sintió que también a ella se le formaba un nudo en la
garganta y que las lágrimas le asomaban a los ojos. Asintió con la
cabeza, incapaz de hablar, sintiéndose inundada de comprensión,
de un amor que ahora era tan fuerte, que no podía suprimirlo ni
retenerlo, y nunca lo haría ya más. Dejó escapar un leve sollozo y
extendió las manos hacia él.
William le tendió los brazos y la estrechó contra sí, mientras la
lluvia seguía cayendo afuera y el rugido de los truenos seguía
oyéndose al otro lado de la ventana. Pero en medio de aquella
tormenta, Tamsin estaba donde deseaba estar, donde más
necesitaba estar, al fin.
Capítulo 27

SI mi amor fuera esa rosa roja


que crece en la muralla del castillo,
y yo fuera una gota de rocío,
sobre esa rosa roja quisiera caer.
«O Gin My Love Were Yon Red Rose»

Ella era como tener el paraíso en los brazos, sanción por sus
pecados, cálido regalo de perdón. Había ansiado esto, tenerla, y
creía haberlo perdido para siempre entre el vino derramado y los
pedazos de la jarra rota en el suelo del gran salón. Se sintió
invadido de gratitud, alivio, y también una inmensa sensación de
amor, puro y real. La envolvió en sus brazos, bajó la cabeza y buscó
su boca para besarla hasta que los dos quedaron sin aliento a causa
del deseo. Se apartó un poco y le cogió la cara entre las manos,
ambos con la respiración jadeante.
—Tamsin —le dijo con la voz ronca—. No puedo reparar esa
jarra rota, no hay ninguna esperanza para ella. Pero déjame que
trate de recomponer las piezas —la cubrió de besos en la frente, en
los párpados, en la boca otra vez— de tu corazón y del mío.
Ella respondió con un sollozo y le echó los brazos al cuello para
acercarle la cabeza a la suya. Se fundió en él, las curvas de su
cuerpo se amoldaron al de William, sentada sobre su regazo y
recostada contra su pecho. Él se perdió en el alivio que le
proporcionaban aquellos besos mientras sus manos exploraban y
calmaban, y todo lo que ambos hacían avivaba el fuego que ardía
con fuerza en su interior.
Ahora quería mucho más que alivio o bendición, sentía una
necesidad tan fuerte que todo su cuerpo le dolía y vibraba por
Tamsin. Exhaló un suspiro y la sujetó por los brazos para separarla
de él ligeramente, los dos sentados en la cama y con las cabezas
juntas.
—Tamsin —dijo—. Si sigo un momento más así contigo, ya no
podré parar.
—Pues no pares —jadeó ella—. Por favor. A no ser que… ¿Aún
quieres evitar la lujuria?
Él suspiró de nuevo y le acarició la espalda.
—No hay nada que quiera evitar contigo… excepto esa jarra.
Tamsin dejó escapar una suave risa y se apoyó contra él.
—Pronto tendré que partir hacia el palacio de Linlithgow —dijo
William—. Musgrave ha enviado sus agentes tras la reina antes de
que Archie le alcanzara. No sé a quién ha enviado Jasper ni qué ha
hecho. Dios quiera que pueda sacarle ésa información y llegar a
tiempo.
—Escucha la tormenta —dijo ella—. Esta noche no habrá nadie
cabalgando ahí fuera. Mañana todavía habrá tiempo.
—¿Y si mañana es demasiado tarde? —murmuró él.
—Ah, en ese caso no interferiré con lo que tengas que hacer. —
Se irguió y se llevó las manos a la maraña de trenzas, y las cuentas
de cristal centellearon en la tenue luz. Tiró haciendo una mueca de
dolor, un gesto de tozudez con una pizca de abandono.
William suspiró, observándola. Apoyó las manos en su cabello y
en silencio se hizo cargo de la tarea. Ella inclinó ligeramente la
cabeza y dejó caer las manos en el regazo, sentada con las piernas
cruzadas frente a él, con el cobertor por encima.
—No hace falta que me ayudes —le dijo—. Ya me las arreglaré.
—Lo sé —repuso él—. No me llevará mucho tiempo.
—Si tienes que irte, vete. Ésa es una lección que he aprendido
de ti, Will —dijo ella con la cabeza inclinada.
—¿Y qué —preguntó él, sacando una fila de cuentas del pelo,
sintiendo cómo cedía otra trenza más, deslizándose como si fuera
seda sobre su mano— lección es ésa?
—Que la lujuria no puede esperar —contestó Tamsin—. Pero el
amor es paciente, y mantiene siempre el fuego encendido.
—Oh, Dios —susurró él, cerrando los ojos e inclinando la
cabeza. El corazón le golpeaba en el pecho, el alma estaba inquieta,
despierta. Besó dulcemente a Tamsin en la boca y volvió a centrarse
en su tarea.
Con manos serenas, deshizo otra trenza y dejó caer otra serie de
cuentas sobre el cobertor que tintinearon en la oscuridad. Tamsin
permaneció tranquilamente sentada mientras él movía los dedos
entre su pelo, aflojándolo, liberando los bucles, peinando los
gruesos mechones, sedosos y brillantes, que iban escapando de
sus confines.
William no sabía cómo podía seguir realizando aquella tarea,
cuando todo su cuerpo estaba erizado y el corazón le latía
desbocado en el pecho. Pero de algún modo, lo que estaba
haciendo era un preludio de lo que deseaba hacer con ella, para
ella. Con paciencia y cuidado, sabía que podía liberarla a ella igual
que hacía con las trenzas. Quería verla libre de los límites que se
había impuesto a sí misma hacía tanto tiempo, con aquel
convencimiento de que no era deseable, de que era menos que
perfecta. Cuando ella viniera a sus brazos, él quería que se sintiera
hermosa y querida.
Fue dejando un lento rastro de besos por un lado de su cuello.
Después desenrolló un largo cordón de resplandecientes cuentas
que ella llevaba alrededor de un grueso rodete de pelo.
—Las mujeres son arquitectos mucho mejores de lo que se cree
—comentó. Sacó algunas cuentas sueltas y aflojó una corona de
trenzas.
Tamsin rió, un seductor sonido que a William le reverberó en
todo el cuerpo.
—Tú, pequeña —le dijo al tiempo que extraía las últimas
horquillas de marfil y las dejaba a un lado, para que toda su
cabellera se derramara en una gruesa y oscura cortina— eres
preciosa.
—Oh, claro, una media gitana que ni siquiera es capaz de
peinarse ni vestirse como es debido —replicó ella. Pero su tono era
ligero, desprovisto de ese filo de acusación y amargura que él había
percibido otras veces. Tamsin cerró los ojos y gimió suavemente
cuando él le esparció el pelo con los dedos. William sintió vibrar su
cuerpo, pero se obligó a esperar; por aquella mujer era capaz de
esperar toda la eternidad.
—No necesitas envolverte en damascos y adornos, ni aros ni
emballenados. Al menos, no para mí. Aunque estás muy bonita con
esas cosas —murmuró al tiempo que le acariciaba la sienes hasta
que ella se estremeció y gimió otra vez.
William cogió un puñado de mechones sueltos, que olían a
rosas, a lluvia y a mujer, y enroscó los dedos en ellos. Después tiró
suavemente hasta que Tamsin inclinó la cabeza hacia atrás. Tenía
los ojos cerrados. Él apoyó los labios en las blandas arrugas que
rodeaban como un collar su largo cuello arqueado.
—Mmnn —musitó ella—. Pero yo quiero llevar esas cosas. Me
gustan. Por mí misma, sabes.
—Ah, entonces hazlo —repuso él mientras la acostaba
suavemente de espaldas sobre la cama. Todo su cuerpo vibraba de
necesidad—. Pero esa ropa desaparecerá cuando estemos en
nuestro dormitorio amor mío —susurró al tiempo que deslizaba las
manos sobre la camisa de Tamsin, rozando la firme solidez de sus
pechos, la lisa llanura de su abdomen, la larga curva de su muslo—.
Sé desabrochar lo que tú hayas abrochado.
Ella sonrió. Levantó los brazos y le atrajo hacia sí para besarle
lentamente, abriéndose mientras él recorría con la lengua el
contorno de sus labios y exploraba su interior. La pasión le arrasó
igual que vino nuevo, acelerando su corazón para ponerlo a la par
con el repiqueteo de la lluvia contra los muros. La acercó a sí y rodó
con ella hundiéndose en el colchón de plumas y en las almohadas.
Tamsin intentó desanudar los lazos que cerraban la camisa de
William en el cuello.
—No soy tan hábil como tú —dijo. Tiró y le quitó la camisa. Él la
arrojó a un lado y volvió a abrazar a Tamsin, cálida contra su piel
desnuda. Ella deslizó los dedos hasta su cintura y tiró del cordón
que encontró allí—. Pero también sé librarte de ropa cuando quiero.
Introdujo la mano por detrás de la tela de sarga, tomándole por
sorpresa, y la cerró alrededor de su miembro rígido. William sintió su
cuerpo inflamarse bajo aquel breve contacto. Dejó escapar un
gemido, asió las muñecas de Tamsin para sujetárselas suavemente
y se apoyó sobre una rodilla para contemplarla en la oscuridad.
—Eres una atrevida —le dijo, al tiempo que la besaba en la
oreja. Ella se cimbreó un poco, y William creyó que iba a estallar sin
apenas haber empezado a amarla. La besó en la boca, y cuando
volvió a apartarse ella se arqueó contra él, con los ojos cerrados,
aguardando. Le quitó la camisa y dejó al descubierto todo su
cuerpo, espléndido y resplandeciente.
Demasiado tarde, se dijo, para respetar la castidad hasta que
estuvieran casados como Dios manda; demasiado tarde, porque él
ya estaba perdido y ahora ardía en deseos de fundir su cuerpo con
el de ella. Bajó otra vez la cabeza para besarle los labios, deslizarle
la boca a lo largo de la garganta y sobre los senos, de formas
perfectas, erguidos y expectantes. Probó su carne, la paladeó, y ella
gimió suavemente.
Tamsin deslizó la mano izquierda sobre el cabello de William y a
lo largo de la curva de su mandíbula, dejó que vagara por los planos
de sus hombros y de su pecho. Fue una caricia cálida, suave,
tímida. William sabía, por su anterior atrevimiento, que aquella
timidez se debía a la mano en sí, y no a los sentimientos que Tamsin
albergaba hacia él.
Capturó su mano izquierda y apoyó los labios en la palma. Ella
pareció aquietarse en sus brazos. Le besó la mano otra vez, se la
llevó a la mejilla y miró a Tamsin a través de las sombras. El
resplandor de rubí que reinaba en la habitación reveló el brillo de
una lágrima que resbalaba por su mejilla. William la secó con un
beso y le apartó el pelo con dulzura.
—Eres perfecta —susurró—. Nunca pienses lo contrario. Yo no
veo defectos en ti, sólo veo lo que tienes de hermoso.
Ella dejó escapar una leve exclamación y le atrajo hacia sí,
enroscando una pierna sobre la de él, deslizando su torso sobre el
de él hasta que William creyó volverse loco de deseo.
—¿No ves defectos? —preguntó mientras iba dejando besos a lo
largo de su mandíbula, buscándole la boca.
—Sólo un poco de mal genio —jadeó William al tiempo que
deslizaba la mano por el cuerpo de Tamsin. Encontró el blando lugar
entre las piernas, se introdujo en él y halló sus pliegues más íntimos
resbaladizos, calientes, esperando. Ella respiró hondo y gimió.
William la tocó primero con ímpetu, luego con suavidad, hasta que
ella se arqueó con un quejido y le atrajo hacia sí. Él sintió cómo
ascendía hasta la cumbre y la soltó, y entonces ella volvió a
aferrarse a él, al cordón de sus calzas, luchando contra las ropas
que le limitaban.
William la ayudó a desvestirle del todo y acto seguido deslizó
una pierna sobre ella, deslizó sus labios sobre los de ella y se
detuvo un instante, aunque le costó una gran dosis de fuerza y
voluntad hacerlo.
—No estamos casados —murmuró—. Ya lo sabes.
—Lo estuvimos una vez —dijo ella contra su boca, con la
respiración jadeante—. Siento haber roto ese compromiso. Nos
casaremos de nuevo.
William gimió.
—¿Cómo? —jadeó—. ¿Cuándo?
—Ahora —susurró ella—. Aquí.
Y tiró de él para acercarle a sí, abierta, impulsándose hacia
adelante al tiempo que él se aproximaba. William hizo una pausa tan
sólo, mientras su corazón latía con fuerza, pero supo que lo que
existía entre ellos no se parecía a nada que hubiera conocido antes.
Aquí había fe y amor, fuertes y puros. Los muros que había
construido alrededor de sí mismo se desvanecieron al instante.
Tamsin emitió un sonido de impaciencia y tiró de él. Lentamente y
con suavidad, le absorbió al interior de su cuerpo conteniendo la
respiración al pasar más allá del borde. William penetró en el
exquisito refugio que ella le ofrecía. Algo de inesperada intensidad,
algo pleno y total pareció rodearle. Cerró los ojos y se hundió en
ella.
Tamsin emitió un delicioso sonido de rendición, de triunfo. Él hizo
lo mismo, primitivo y extático, saboreó, empujó, y sintió cómo ella
temblaba a su alrededor. El fogonazo se apoderó de él, y supo que
relampagueó también a través de Tamsin. En ese momento supo,
de algún modo siempre lo había sabido, que ella era el brillante y
esquivo espejo de su alma, redescubierto.
Suspiró y escuchó de nuevo cómo caía la lluvia, cómo se
sucedían los truenos. Sintió que Tamsin se movía debajo de él,
aparte. La besó, y se prometió a sí mismo que aquello nunca
volvería a romperse entre ellos dos.
Un pequeño descanso, se dijo, sólo durante un rato, les vendría
bien a los dos. Se acurrucó junto a Tamsin y extendió el cobertor
sobre ambos, y sintió que el sueño empezaba a dominarle. Y
también la dominó a ella, porque se quedó inmóvil y pacífica en sus
brazos sin pronunciar apenas palabra.
***
—Oh, Dios —dijo William un rato más tarde. Luz mortecina, aire
fresco y húmedo, el grito de una alondra; todo ello se filtraba por la
pequeña ventana. Una claridad de color plateado se derramaba
sobre el rostro dormido de Tamsin—. Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo
llevo aquí? —Se incorporó, se apartó el pelo de la cara y se
apresuró a ponerse la camisa, las calzas y las medias.
—¿Will? —Tamsin se sentó en la cama. Él contempló sus ojos
soñolientos, su cabello despeinado y su cuerpo desnudo, lustroso y
encantador. Se inclinó sobre ella y le dio un beso tierno y rápido.
Ella trató de abrazarle.
—Tengo que irme —murmuró William—. ¿Dónde están mis
botas…? Ah, están todavía en la mazmorra. —Se echó hacia atrás
el pelo que le caía constantemente sobre los ojos—. Tenía la
intención de hablar con Musgrave y marcharme. Maldita sea —
exclamó, y se puso en pie para ajustarse el cordón de la cintura y
remeterse la camisa—. Tengo que darme prisa. Dios —dijo—, no
hagas eso. Vas a hacer que se me pare el corazón.
Tamsin estaba de pie, esbelta y perfecta, y dejó que la camisa se
deslizara sobre su cuerpo como una nube, silueteada por la
ventana.
—Yo también voy —dijo ella—. Espera a que me vista.
—Si sigues ahí de pie, no iremos a ninguna parte, sino otra vez a
la cama —gruñó él con la voz ronca por el sueño. Tamsin sonrió y
se abrazó a él—. Te quedarás aparte mientras yo hablo con
Musgrave —dijo con firmeza—. Baja y despídete brevemente de mí.
Y si Archie tiene algo de comida por ahí, ¿podrás conseguirme
algo? Gracias. Santo cielo, eres una criatura preciosa. —La besó en
la boca, en la mano, y le dio un ligero empujoncito hacia la cama.
Sin hacer caso de las protestas de ella, abrió la puerta de un tirón.
Bajó corriendo la escalera de caracol mientras el castillo entero
dormía. Cruzó el gran salón, vacío excepto por una luz apagada y
grisácea y se dirigió hacia otro tramo de escalera que conducía al
corazón de la torre, donde se encontraba la mazmorra semejante a
una bestia estirada y oscura.
***
—Despierta —dijo, empujando a Musgrave con la bota. Dio un
paso atrás, observó cómo éste se despertaba con un gruñido y se
agitaba sobre el suelo de paja de la pequeña y oscura celda—.
¡Despierta!
Apoyó los puños en la cintura, con las piernas separadas. Ya
calzado y vestido con su jubón de cuero, armado con su espada y
su puñal, estaba preparado para partir tan pronto como averiguase
lo que pudiera. Justo al otro lado de la puerta abierta se encontraba
Rabbie Armstrong con cara de haber dormido poco, sosteniendo
una antorcha y el yelmo de acero de William.
Musgrave se sentó y se recostó contra la pared, la panza
enorme, los hombros hundidos y rodeando la anchura de su barbilla.
La cadena que unía sus muñecas tintineó cuando se frotó los ojos
con el dorso de la mano y levantó la vista.
—Eh —dijo—. ¿Es que te han soltado? ¿Qué estás haciendo
aquí, vestido para salir a cabalgar?
—Soy libre —contestó William—. Dime qué diablos has hecho,
Jasper. Necesito saberlo.
—Conque has confesado, ¿eh? Malditos escoceses —masculló
—. Y si confieso yo, ¿crees que el regente me dejará en libertad? Lo
dudo. Oh, pero sí han soltado a su maldito escocés.
—Confiesa —dijo William—. Reconoce lo que has hecho y dime
los detalles. Te permitirán regresar a Inglaterra. Tienes mi palabra.
Musgrave le dirigió una mirada de cerdo, escéptica.
—¿Les has dicho que eres un escocés leal, después de todo?
Típico de un maleante, coger la cola por el otro extremo cuando le
conviene.
—¿A quién has sobornado, y adónde han ido? —exigió saber
William. Permanecía en actitud firme, con la mano apoyada en la
empuñadura de la daga.
Musgrave le miró fijamente, y algo surgió en sus ojos.
—Maldito seas —le dijo. Se puso de pie con dificultad, gruñendo,
e hizo un gesto con la mano—. ¡Te has puesto de parte del regente!
¡El rey Enrique se pondrá furioso cuando se entere de esta
deslealtad, después de lo que me prometiste! ¿Cuánto te han
pagado? ¡Nosotros lo doblaremos! ¡Necesitamos un hombre dentro
de la corte! ¡Di cuánto quieres, y ve a Inglaterra a reclamar ese
dinero por hacer lo que nosotros queremos que hagas!
William se acercó lentamente y aferró a Musgrave de las
muñecas. Tiró de él hacia arriba haciendo que la cadena le asfixiara
y sujetara su corpachón contra la pared.
—No estoy de parte de nadie —dijo William—, excepto de la
pequeña reina de Escocia.
—¡Idiota! ¡Respalda a un guerrero, no a una niña de pecho! —
exclamó Musgrave trabajosamente—. Únete a los que ya se han ido
a reclamar ese bonito trofeo para Enrique. Si yo fuera tú, entregaría
a Archie Armstrong y a su maldita niñata gitana. Yo mismo di sus
nombres al regente anoche. Si he de morir, Archie caerá conmigo.
—Si me dices lo que quiero saber, y me lo dices rápido —rugió
William—, no morirás. Serás trasladado a Inglaterra.
—¿Con qué autoridad dices eso? —preguntó Musgrave.
—Con la mía —contestó William con los dientes apretados.
Empujó otra vez, manteniendo las manos de Musgrave separadas
de modo que la cadena quedara tensa. Musgrave escupió, se
congestionó, flexionó sus gordezuelas manos—. En cierta ocasión
estuviste en una situación parecida, y permitiste que pusieran una
soga alrededor del cuello de una mujer. Ahora tienes la oportunidad
de experimentar tú ese mismo infierno —dijo, tensando más la
cadena.
Musgrave soltó una exclamación, se revolvió, trató de golpearle
con los pies, impotente. William le eludió sin siquiera bajar la vista.
—Tú piensas que no es nada arrancar a un niño pequeño de los
brazos de su madre —le dijo, mirándole furioso, ardiendo de rabia
—. Mi reina no es más que una indefensa niña de pecho, es cierto.
Pero mi espada es suya. ¿Me has oído?
Musgrave asintió con los ojos en blanco.
—Me has traicionado —articuló—. ¡No eres más que un espía!
—Vamos, dime —rugió William, apretando con fuerza—. ¡Dime a
quién has enviado, y cuándo, y qué piensan hacer! O te juro que
esta cadena te librará de este mundo.
—¡Arthur les encontró! —boqueó Musgrave—. Arthur encontró a
unos gitanos que le leyeron el futuro y se dirigían hacia el norte.
Lolly Fall, dijo que era el nombre. Un tipo moreno y su tribu. Envié a
mis propios hombres, les pagué bien. Han ido a Linlithgow.
—¿Por qué? ¿Con qué fin? —dijo William con los dientes
apretados.
—Los… los gitanos van a bailar y hacer juegos malabares, y mis
hombres secuestrarán al bebé. Echarán la culpa a los gitanos.
Nadie se percatará de la presencia de mis hombres, disfrazados de
gitanos, y cuando se descubra el hecho, la gente exigirá que se
ahorque a esos vagabundos errantes.
—Y la reina ya estará en Inglaterra —dijo William.
—Sí. Estará sana y salva. No sufrirá ningún daño. —Musgrave
miró fijamente a William con la cara amoratada y agitando las
manos en el aire.
—¿Por qué querías que Archie Armstrong te proporcionara
gitanos y hombres de la frontera?
—El rey Enrique desea una lista de todo aquel que esté
dispuesto a recibir dinero a cambio de lealtad —contestó Musgrave
—. Necesita hombres que apoyen su ejército cuando invada
Escocia. Será pronto.
—Lo mismo sospechaba yo. ¿Y gitanos?
—Eso pertenece a mi plan —dijo Musgrave—. Los gitanos son
para raptar a la pequeña reina. Y si ellos no quieren hacerlo, no
importa; la gente les echará la culpa. Se les paga poco y terminan
ahorcados. No se ha perdido nada.
—Bastardo —escupió William, inclinándose sobre la cadena.
—Suéltame —suplicó Musgrave—. Dios, suéltame. Soy un
hombre leal, actúo en favor de mi rey… Tú actúas en favor de tu
reina. Somos los dos iguales, tú y yo, leales a nuestra corona.
Presté juramento a Enrique… Suéltame…
—Debería dejar que te ahogaras con tus propios pecados —
rugió William.
Soltó por fin las muñecas de Musgrave y se echó atrás tan
deprisa que éste perdió el precario equilibrio que sustentaba un
cuerpo tan voluminoso sobre unos pies pequeños y cayó
pesadamente de rodillas.
—Has dicho que me soltarían —boqueó Musgrave—. Díselo al
regente. Tú tienes influencia con él…
—Serás llevado de vuelta a Inglaterra. Tienes mi palabra. —
William dio media vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la
salida, resoplando de furia.
—Una cosa, Scott. Ya es demasiado tarde —dijo Musgrave—.
¡Es demasiado tarde para detenerles! Enrique tendrá lo que más
desea: ¡las riendas de Escocia en sus manos!
William no dijo nada. Abrió la puerta de un tirón y salió. Rabbie le
miró con ojos de preocupación, cerró la puerta con llave y le siguió
escaleras arriba hacia la luz gris del amanecer.
William subió los escalones respirando furia y determinación a
cada paso, con la mandíbula tensa y los labios apretados. Al llegar
al final, en el rellano del gran salón, vio que Tamsin y Archie le
estaban esperando. Ella iba vestida con una sencilla falda marrón y
botas bajas. Tenía el semblante serio y el cabello suelto y
desordenado. Sus ojos, verdes como el cristal, eran ventanas de su
miedo al mirarle.
—William… —dijo. Él la miró, grave y en silencio, y se volvió
hacia Archie. Rabbie pasó al lado de ellos murmurando que iba a
preparar el caballo de William y salió por la puerta exterior.
—Ha enviado a sus propios hombres y a gitanos contratados, a
Linlithgow para secuestrar a la reina —dijo William—: Tengo que ir.
—¡Gitanos! —Tamsin dio un paso al frente—. ¿Qué gitanos?
—Lolly Fall —respondió William, y se encogió de hombros.
—¿Faw? Yo tengo una tía, Nona Faw… —Frunció el entrecejo.
—No sé de quién se trata. Pero ya se han ido, según dice
Musgrave. —Sacó unos guanteletes de cuero que llevaba en el
cinturón, se los enfundó en las manos y levantó su yelmo para
colocárselo en la cabeza—. Puedo detenerles si llego al palacio
antes que ellos.
—A través de las colinas existe una ruta rápida hacia el norte.
Has de cabalgar como el mismo diablo —dijo Archie—. Te explicaré
por dónde. Yo me quedaré aquí y vigilaré a mi prisionero. Llévate a
Rabbie y algunos Armstrong más.
—No hay tiempo para convocar a nadie —dijo William—. Y vos
necesitáis a Rabbie, vuestro regente, aquí para hablar con
Musgrave. Le he dado mi palabra de que sería devuelto a Inglaterra.
Archie alzó una ceja.
—¿En serio? —Se encogió de hombros—. Pero no le has dicho
cuándo ni dónde, ¿no?
—No —respondió William—. Pero será pronto, diría yo. Se lo
diré al regente, al auténtico, y alguien se encargará de Musgrave a
las puertas de su propio castillo. Mejor que en suelo vuestro.
—Eh, muchacho —dijo Archie, ahora sonriente—. Olvidas que
estás en Medio Merton. Puedo trasladar a Musgrave a Escocia o a
Inglaterra con sólo ponerle a la derecha o a la izquierda de esa
mazmorra. —Su sonrisa se ensanchó.
William rió de mala gana.
—Sois un viejo sinvergüenza.
—Si se lo dices a Jasper, sabrá que está en Merton —dijo
Tamsin. Entregó a William un pedazo de pan y queso envuelto en
una tela, y él lo cogió con una inclinación de cabeza—. No querrás
que sepa eso.
—Oh, ya le soltaré cuando me apetezca —repuso Archie—. Con
mi lista apretada en su mano.
—¿La lista de hombres de la frontera? —William se dirigió a la
puerta exterior, de la que partían unos escalones que bajaban hasta
el patio. Tamsin y Archie le acompañaron.
—Sí, una lista de hombres de la frontera que me han jurado que
jamás apoyarán al rey Enrique —dijo Archie—. Es la única lista que
he conseguido. ¿Crees que Musgrave pagará por ella?
—Puede que lo haga —contestó William. El patio se veía lavado
por la lluvia y fresco a la suave claridad del día, y se encaminó a
paso rápido hacia los establos, donde estaba Rabbie ensillando su
bayo.
—Will, yo también voy —dijo Tamsin—. Espérame. —Y echó a
andar en la misma dirección.
Pero él la agarró del brazo.
—No. Quédate aquí. —Ella negó con la cabeza e intentó zafarse.
William no quería en absoluto soltarla, y apretó la mano alrededor
de su brazo, mirándola fijamente—. Adiós —le dijo—. Regresaré
dentro de un día más o menos. Lo prometo.
—Iré contigo. Me necesitas.
—Sí, te necesito. Estoy dispuesto a admitirlo ante todo el mundo
—dijo en tono irónico—. Pero quiero que te quedes aquí.
—No pienso quedarme aquí, haciendo punto para ti y
remendándote las medias —replicó ella—. ¡Y no sé cocinar, ni
arreglarme el pelo!
—Yo nunca te pediría nada de eso —murmuró él—. Sólo quiero
que te quedes aquí de momento y no te metas en líos.
—Pero yo sé hablar romaní y razonar con los gitanos, y sé
montar tan deprisa como tú.
—Así es, sabe hacerlo —terció Archie, asintiendo.
William le fulminó con la mirada.
—Es hija vuestra. Retenedla aquí, fuera de peligro, por el amor
de Dios.
Archie les contempló a ambos, cruzado de brazos y con una
ligera sonrisa en la cara.
—No puedo decirle lo que tiene que hacer —dijo—. Esperaba
que tú intentases domarla. Eres justo el bandido que he estado
buscando. Supongo que pensarás casarte con ella como Dios
manda, ¿no?
—Sí, me casaré con ella como Dios manda, como ella quiera —
dijo William, dirigiéndole una mirada fija—. Pero no pienso
contrariarla. A no ser que haya algún peligro de por medio, como
ahora —añadió entre dientes. Tamsin le miró ceñuda—. Tiene
buena mano con las jarras, será mejor que me aparte de su camino.
—Sí, eso es justamente lo que hay que hacer —dijo Archie sin
perder la sonrisa—. Su madre también tenía buena mano con las
jarras. Me arrojó unas cuantas en el poco tiempo que estuvimos
casados. —Se rascó la cabeza—. Uno aprende a pillarlas en el
aire… o a agacharse. Y no me importaba volver a casarme con ella
cada vez. —Miró a William con una amplia sonrisa.
Tamsin agitó su brazo libre y miró furiosa a los dos.
—¡Esto no tiene ninguna gracia! Puedo ayudarte, Will. Puedo
apartar a los gitanos de este complot más deprisa que tú. Y puedo
encontrarles, si tú no puedes. Déjame intentarlo, por favor. O de lo
contrario te seguiré —agregó, cruzándose de brazos.
—Lo hará —advirtió Archie.
—Lolly Fall —dijo ella simplemente—. Se refiere a Lallo y a Faw.
Si mi abuelo está complicado en esto, es que tiene un plan. Tengo
que ir.
William aceptó por fin.
—Está bien, tienes que venir. Pero date prisa, no tenemos
mucho tiempo para que te prepares…
—Ya está. —Rabbie se adelantó con el bayo y el corcel moteado
de Tamsin, ambos ensillados—. Sabía que nuestra pequeña no
querría quedarse aquí mientras su hombre se iba con los gitanos.
Tamsin, te he puesto algo de comer y un tartán, por si lo necesitas.
Tamsin sonrió a Rabbie, dio a su padre un abrazo rápido y echó
a correr hacia su caballo. Apoyó la bota en el estribo y subió de un
salto a la silla, y se acomodó las faldas alrededor de las piernas.
William hizo un gesto con la cabeza a Archie y montó el bayo.
Archie se situó entre los dos caballos con los brazos estirados
para agarrar las bridas de ambos y miró alternativamente a su hija y
a William.
—A través de las colinas, hacia el nordeste. Tamsin conoce el
camino. Will Scott —dijo—, cuida bien de mi pequeña.
—Así lo haré, Archie —contestó él, cogiendo las riendas.
—Sí, sabía que lo harías. Lo sabía hace años, cuando no eras
más que un muchacho y ella una niña pequeña en brazos de su
abuela.
William se detuvo un momento y le miró desde el caballo.
—¿Hace años?
—Cuando nació Tamsin y tú acababas de dejar los pañales,
pensé por primera vez en emparejaros —dijo Archie—. Yo tenía una
bonita hija, y tu padre un guapo muchachote. A Allan le gustó el
plan. Cuando Tamsin cumplió seis años, decidimos establecer el
acuerdo de casaros cuando os hicierais mayores. Pensábamos
ponerlo por escrito, pero… Allan murió poco después. El día en que
fui a buscar a Tamsin al campamento de sus parientes gitanos fue el
mismo día en que le apresaron a él y te llevaron a ti de Rookhope.
William sintió que le recorría un escalofrío. Miró a Tamsin, que
tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa, y comprendió que ella
tampoco conocía aquella historia.
—Ese día, Archie… —dijo en voz queda—. Ese día os vi a vos y
a Tamsin en lo alto de una colina. Los dos me saludasteis con la
mano. Jamás lo olvidé. Jamás. —Luchó contra el nudo que tenía en
la garganta—. Siempre he tenido la impresión de que… estaba en
deuda con vosotros por hacerme aquel gesto.
—Tú no nos debes nada —replicó Archie—. Era lo único que
podíamos hacer en aquel momento. Yo te habría rescatado de ellos
si hubiera podido. Ese día te perdimos a ti también.
William asintió y tragó saliva, profundamente conmovido por el
amor y el respeto que Archie sentía por él.
Archie mostró una sonrisa radiante, mirando al uno y al otro.
—Ahora os veo juntos, como siempre supe que tenía que ser.
Como dos almas gemelas, así erais de pequeños: os parecíais en el
físico, en el temperamento, en la forma de ver el mundo. El destino
te apartó de nosotros, muchacho, y la pérdida de tu padre me
entristeció profundamente, y aún me entristece hoy. Pero el destino
ha sido amable con nosotros y nos ha devuelto al guapo bandido
que estaba reservado para mi pequeña. Tamsin, ya te dije que éste
era mi sueño, verte con él.
Ella sonrió.
—Entonces el destino ha terminado esta tarea por nosotros.
—No hasta que esa reina niña esté a salvo —dijo Archie. Se
apartó y soltó las bridas—. Apuesto a que vosotros dos solos podéis
encargaros de esa tarea. El destino lo sabe. A lo mejor, por eso os
ha juntado, para salvar a esa niña que nuestro país ama y necesita.
Pero tú, Will Scott… —Miró a William con el ceño fruncido—.
Encárgate de proteger a mi chica de todo peligro.
—Me encargaré de ello. Vamos —dijo William a Tamsin al tiempo
que cogía las riendas y hacía girar a su caballo, oyendo a su
espalda el corcel de Tamsin al encaminarse hacia la salida.
Capítulo 28

ALLÁ fuimos, saltando y galopando


hasta llegar a un bonito lugar
cuyo techo era de oro batido
y el suelo todo de cristal.
«The Wee Wee Man»

Cabalgaron a toda velocidad y sin descanso, excepto por unas


breves pausas para dar un respiro a los caballos y hacer rápidas
comidas con los víveres que les había preparado Rabbie. La niebla
de la mañana se despejó y el cielo cambió de nublado a azul y
nublado otra vez a lo largo del día. Las colinas estaban cubiertas por
una gruesa alfombra de hierba y brezo, los lagos y ríos refulgían, y
Tamsin sintió deseos de aminorar el paso y admirar la belleza del
paisaje. Pero William y ella lo atravesaron raudos, convirtiendo lo
que debería haber sido un viaje de placer de dos días en una larga y
dura jornada.
No vio indicio alguno de la presencia de los gitanos, ningún
campamento a lo lejos, ya fuera en la falda de una colina o en un
bosquecillo, ningún patrin dibujado en los caminos a su paso. Se
preguntó si ciertamente sería ya demasiado tarde; tal vez los gitanos
contratados por Arthur Musgrave hubieran llegado ya a Linlithgow.
Era posible que la pequeña reina se encontrara en peligro en aquel
preciso instante o que ya hubiera sido secuestrada. Comprendía la
necesidad que sentía William de presionar la marcha, y no profirió
una sola queja.
Cuando el sol ya se estaba poniendo, llegaron a la pequeña
ciudad que había debajo del palacio de Linlithgow. En lo alto de una
verde colina se alzaban los muros de piedra del palacio, teñidos de
un color rosado y liso. William desmontó al pie de un cerro de
guijarros, y Tamsin hizo lo mismo. Contenta por tener la oportunidad
de estirar las entumecidas piernas, cogió las riendas de su caballo y
empezó a remontar lentamente la cuesta que conducía a las
puertas, detrás de William.
—¡Oh! ¡Es maravilloso! —exclamó. La puerta sur estaba
flanqueada por torres redondas y decorada con escudos de armas
tallados en relieve y pintados. A su izquierda vio un lago ancho de
aguas quietas que se extendía detrás del palacio, rodeado de
prados y altozanos.
—Sí, es un lugar muy hermoso —dijo William en voz baja.
Tamsin recordó que él había pasado mucho tiempo en Linlithgow, y
que allí era también donde había amado a Jean Hamilton. Aquel
pensamiento la hizo suspirar. Después recordó la forma en que se
habían amado la noche anterior y sintió que la invadía un eco de
aquella alegría. Miró tímidamente a William, y él le devolvió una de
aquellas sonrisas lentas y amables que ella adoraba.
Un guardia salió a su encuentro.
—¡Rookhope, señor! —dijo—. ¡Bienvenido! Llegáis justo a
tiempo para ver la diversión.
William frunció el ceño.
—¿Qué diversión?
—Han venido a la corte unos egipcios a cantar y bailar y a decir
la buenaventura. En este palacio ha pasado mucho tiempo sin haber
esa clase de diversiones. Algunos están ahí mismo, en el patio,
señor, y el resto se encuentran en el gran salón, creo. Oiréis la
música al entrar. —Les hizo un gesto con la mano para que pasaran
al interior. Atravesaron el túnel de la casa del guarda llevando los
caballos de la mano y salieron al patio abierto.
Tamsin dejó escapar una exclamación. La luz rosada del
atardecer iluminaba de lleno un patio que estaba a cielo abierto y
rodeado por sus cuatro lados por altos muros con ventanas. Una
ornamentada fuente de piedra dominaba el centro de aquel espacio,
con sus tazas y surtidores secos. Alrededor del patio vio un
numeroso grupo de gitanos, tal vez unos setenta u ochenta, calculó
al recorrerlos con la vista. Algunos estaban charlando sentados,
mientras que otros bailaban, hacían trucos o tocaban música.
Algunos más habían construido unos improvisados puestos de
mercaderías, usaban pequeños carros o mantas extendidas en el
suelo, y ofrecían un surtido de cestos, telas, pasteles, cuerdas,
arreos de caballos y objetos de metal. Había unos cuantos hombres
reparando utensilios de cocina y materiales de caballerías que les
habían llevado sirvientes del palacio. En un apartado rincón, algunos
hombres exhibían caballos a la venta y discutían de ellos con nobles
de palacio.
Varios hombres y mujeres elegantemente vestidos paseaban
entre los gitanos como si estuvieran en un mercado, observando,
regateando, murmurando. En cada esquina había apostados
guardias reales de librea roja y amarilla, con las alabardas relajadas
en la mano y observando la actividad con interés.
Sobre el círculo de hierba que rodeaba la fuente, había un gitano
haciendo juegos malabares con pelotas de cuero que lanzaba al
aire, mientras dos niñas realizaban una danza acrobática saltando la
una sobre la otra. En un rincón había una mujer con una pañoleta en
la cabeza y un chal sobre los hombros leyendo la palma de la mano
a dos damas nobles. Tres hombres tocaban una viola, una cítara y
un tambor, mientras que una muchacha cantaba en lengua romaní.
Un poco más allá, otro hombre hacía trucos de manos ante un grupo
de asombrados cortesanos.
Tamsin y William se detuvieron un momento debajo del arco del
lado sur y contemplaron la muchedumbre. Los muros parecían
reverberar con la música y las voces, y aún más música salía de las
ventanas abiertas en el lado este del palacio.
Un paje se acercó corriendo y se hizo cargo de los caballos para
conducirlos al establo situado a la derecha de la entrada. Tamsin
observaba fijamente la escena. Reconoció a muchos de los gitanos
que había en el patio. Cuando William la miró, ella asintió con un
gesto.
—Esta es la banda de mi abuelo, y otras muchas más, quizá
también esté la gente de Lallo —dijo—. ¿Por qué aceptaría el
abuelo un soborno de Arthur Musgrave? Yo le advertí, y él me
prometió que se alejaría de la frontera hasta que hubiera pasado el
peligro.
—Esto es estar lejos de la frontera —murmuró William.
Ella se mordió el labio inferior y asintió de nuevo.
—No le veo por aquí.
—El guardia ha dicho que algunos gitanos están actuando en el
gran salón. Está ahí arriba, en el ala este. Es posible que John y
Nona se encuentren allí.
—Tal vez —contestó Tamsin. Permaneció escondida en las
sombras del arco de la entrada, vacilante. Dos facetas de su
existencia, la antigua y la nueva, se reunían en aquel momento: el
mundo gitano en el que había nacido y el reino de la nobleza, del
que William formaba una parte importante. En medio de los dos
estaba el mundo de su padre, de ladrones de ganado y pequeños
señoríos. Ella había albergado la esperanza de poder entrar en el
mundo de William para complacerle.
Pero al mirar a aquellos gitanos, que tan familiares le resultaban,
y al ver después el refinamiento de las mujeres que paseaban entre
ellos, volvió a sentirse insegura de sí misma. Allí de pie, vestida con
ropas sencillas y con el pelo sin arreglar, era más una gitana que
una dama de la nobleza, después de todo. Lanzó una mirada a
William y vio que él estaba mirando con ansiedad las ventanas que
había en la fachada del palacio.
—Ve tú delante —le dijo—. Sé que quieres entrar. Yo me
quedaré aquí y buscaré a mi abuelo.
William frunció el ceño.
—Si encuentras a tus abuelos y descubres la verdad del plan de
Musgrave, yo quiero saberlo. Vendré a buscarte. Pero si no nos
hemos encontrado el uno al otro para cuando se haga de noche,
reúnete conmigo en el bloque noroeste, ahí. —Señaló hacia un
rincón interior—. Sube la escalera hasta el primer nivel. Encontrarás
un corredor con una ventana alta que da al lago. Espérame allí.
Tamsin aceptó con un gesto de la cabeza. William se inclinó en
la sombra que formaba el arco y le dio un rápido beso, con una
ternura que la hizo suspirar, y acto seguido echó a andar a través
del patio medio corriendo, abriéndose paso entre la multitud. Cruzó
unas palabras con un guardia y penetró en el ala este,
desapareciendo en el interior de una arcada.
Tamsin penetró en el patio, saludando con la cabeza a las
personas que conocía de la banda de su abuelo. Unos la saludaron,
otros la ignoraron. En el rincón más alejado vio a Baptiste Lallo junto
a los caballos gitanos, hablando con unos caballeros, y se encaminó
deliberadamente hacia allí.
Lallo dejó de hablar para mirarla fijamente. El que una joven
gitana iniciara una conversación con un joven resultaría impúdico,
pero ella se acercó despacio con la mirada clavada en la de
Baptiste. Entonces se detuvo como si se hubiera perdido.
Él se acercó.
—Romanichi —le dijo—. Gitanilla, ¿Qué haces tú por aquí? Tu
abuelo dijo que te habías casado con un gadjo rico. ¿Es alguno de
los rya que están aquí?
Ella contempló su rostro atezado y enjuto pero agradable, sus
ojos grandes y negros y su poblado bigote. Él sonrió mostrando
unos clientes blancos y bien formados.
—Oh, ese rya no está conmigo —contestó con una verdad a
medias—. He venido aquí a buscar a mis abuelos. ¿Les has visto?
Baptiste frunció el ceño.
—¿Has dejado a ese hombre?
—He roto una jarra entre los dos —respondió Tamsin.
—Ah —dijo él, asintiendo con los ojos brillantes.
—¿Dónde está mi abuelo? —Recorrió el patio con la mirada.
—Ha ido con algunos más al interior del palacio. Yo te llevaré
con él. Sigúeme. —Ella así lo hizo. Baptiste echó a andar con gracia
animal, inclinando los hombros a un lado y al otro y balanceando los
brazos. Vio que algunas gitanas le miraban con interés.
Baptiste habló con un guardia para explicarle que estaban con
los artistas que ya habían entrado en el gran salón. El guardia se
apartó a un lado para dejarles pasar a las escaleras que conducían
a los pisos superiores.
—Baptiste Lallo —dijo Tamsin mientras subían. El aludido se
volvió—. ¿Qué está ocurriendo aquí? Acabo de llegar.
—Hemos sido invitados a este palacio —respondió él—. Yo
mismo recibí la invitación de manos de un rya que me pagó por
adelantado por nuestros servicios. La reina de este país desea
música, canciones y entretenimiento. Y nosotros, por supuesto,
somos los mejores —presumió.
—La reina de este país es una niña pequeña —dijo Tamsin.
Él se encogió de hombros.
—Entonces debe de ser la madre la que ha requerido nuestra
presencia. Llevamos haciendo juegos malabares, bailando y
tocando música desde primeras horas de la tarde. Pronto haremos
el equipaje para marcharnos del palacio, porque los guardias nos
han dicho que no podemos estar aquí después de que se haga de
noche. Sé que tu abuela hoy ha ganado buena plata diciendo la
buenaventura. Yo mismo he obtenido un buen dinero por la venta de
dos de mis caballos. Mis animales son los mejores.
—Estoy segura de ello. ¿Has visto a la reina niña?
—La he visto —respondió Baptiste—. No es guapa, porque es
delgada y blanca como la leche, y tiene el pelo del color del cobre.
—Se detuvo un instante en un pequeño rellano circular para
aguardar a Tamsin—. Mis hijos son regordetes, de color castaño
claro y muy listos. Te gustarán, Tchalai. Tienes que venir a mi
carromato a conocerles. Ahora les está cuidando mi madre, pero es
vieja e irritable. —Sonrió cuando ella llegó a su lado—. Ahora que
has dejado a ese gadjo, estarás deseosa de casarte con un gitano,
un hombre de verdad. Como yo.
Tamsin desvió la mirada para desalentarle, pues él la miraba
como si ya fuera una propiedad suya.
—¿Por dónde se va al salón? —preguntó. Oía música,
amortiguada por la piedra, por lo que no sabía bien de dónde
provenía.
Baptiste se acercó un poco más, y ella estuvo a punto de dar un
salto cuando él le agarró la parte superior del brazo.
—Estoy dispuesto a perdonarte por haberte casado con ese
hombre, ya que te has divorciado de él —dijo—. Le dije a John Faw
que me quedaría contigo, aunque hubieras nacido con una
maldición, porque creo que eres una buena mujer. Y yo cumplo mi
palabra. —Hizo una inclinación de cabeza—. Tu abuelo se alegrará
de ver que has tenido el sentido común de dejar a ese hombre y
regresar a casa con tu familia gitana.
Tamsin se soltó la mano, con el corazón acelerado, pero por
alguna razón Baptiste no la asustaba. Estuvo a punto de
abandonarle allí mismo, pero se dio cuenta de que tal vez pudiera
enterarse del complot gracias a él. Baptiste la cogió otra vez del
brazo; esta vez, ella se lo permitió.
—Es cierto que he echado de menos a los gitanos —dijo Tamsin
—. Dime: ¿quién te ha invitado a este palacio y te ha pagado para
que traigas estos entretenimientos? ¿Está aquí esa persona para
saludarle? Me gustaría conocer a un hombre tan generoso.
Él se echó a reír y se acercó. Olía a caballo, y la mano con que
le sujetaba el brazo era firme.
—Tú misma le has leído el futuro a ese hombre —contestó—.
Estuvo en el campamento la noche de la boda, cuando estabas tú
allí. Yo me topé con él por casualidad más tarde esa misma noche,
en el páramo. Él y su amigo me ofrecieron dinero y me dijeron que
trajera hoy aquí a los gitanos. Un regalo para la reina escocesa de
parte del rey inglés, dijeron. —Se encogió de hombros—. ¿Qué me
importa a mí la razón? La plata es plata.
—Ah —dijo Tamsin—. ¿Se encuentra aquí ahora?
—No —repuso Baptiste—. Aquí hay algunos amigos suyos. Nos
han comprado algunas cosas a mí y a mi madre, como pañuelos
para la cabeza, capas y joyas. A la gente de la corte le gusta la
forma de vestir de los gitanos, decían. ¡Nosotros nos vestimos con
ropas más cómodas que ellos, eso es verdad! Mi madre les ha
enseñado a ponerse los pañuelos en la cabeza, porque ellos han
insistido en ello y también las capas; al final estaban ridículos,
¡parecían gitanas viejas! —Rió—. Pero al parecer estaban
satisfechos de sí mismos.
Tamsin se le quedó mirando, reflexionando a toda prisa sobre lo
que el joven le estaba diciendo, y más cosas. O bien Baptiste
desconocía realmente que existiera un complot para raptar a la reina
o bien fingía ser idiota.
—¿Puedes mostrarme quiénes son esos hombres? —preguntó.
—Avali, sí —dijo él—. Podemos reírnos de ellos. Tú y yo
reiremos mucho juntos, gitanilla. Me gusta tu sonrisa. —Se inclinó
hacia adelante y la besó. Su bigote pinchaba un poco, pero sus
labios eran sorprendentemente suaves. Ella le empujó.
—¿Pudorosa? —preguntó Baptiste, sorprendido—. Has estado
casada. Yo te haré feliz, soy un buen gitano. ¡Ah, ven aquí! —
Tamsin se escabulló hacia el corredor, y el joven se lanzó en pos de
ella. Al final del pasillo había un guardia apostado delante de unas
anchas puertas. Tamsin corrió hacia él, con Baptiste a la zaga.
—Somos gitanos, venimos a actuar —le dijo al guardia sin
resuello. Éste asintió y la recorrió de arriba abajo con la mirada. No
dijo nada, pero abrió la puerta para franquearle el paso, y también a
Baptiste, que venía corriendo detrás.
Tamsin penetró en la habitación y se detuvo un instante para
admirar su grandeza. La enorme estancia parecía llena de luz y
color abarrotada de gente, música y risas. Con bastante más de
treinta metros de largo y una cuarta parte de esa distancia de ancho,
la sala estaba dotada de un altísimo techo de artesonado de
madera, paredes pintadas y cubiertas de tapices, grandes
ventanales en forma de arco y una chimenea de tres partes que
dominaba toda una pared. Los tres fuegos que ardían entre sus
ornamentadas pilastras eran meras chispas en medio del esplendor
global de aquel lugar.
—Maravilloso —suspiró Tamsin para sí, mirando a su alrededor.
A su lado, Baptiste lanzó un gruñido.
—Despilfarran oro en casas, cuando podrían gastarlo en
caballos… y dar algunas monedas a los gitanos, ¿eh? Mira, ahí está
John Faw.
Tamsin volvió la vista hacia donde él señalaba. Al otro lado de lo
que parecía un mar de gente, divisó a sus abuelos mezclados con
un grupo de gitanos que había en el centro de la habitación. Tres
muchachas bailaban en un espacio libre mientras una multitud de
gente,compuesta tanto por gitanos como por cortesanos, las
contemplaba. Las chicas, descalzas, daban vueltas y se ondulaban
haciendo sonar unos delicados cascabeles que llevaban en las
muñecas y en los tobillos y agitando vaporosos pañuelos de seda a
su alrededor. Los hombres tocaban tambores y violas para
acompañarlas, con un ritmo insistente y pegadizo que vibraba en el
aire.
Tamsin miró más allá de las bailarinas y de sus abuelos, que aún
no la habían visto, para recorrer la muchedumbre con la mirada,
pero no vio la única cara que estaba buscando; la de un hombre de
cabello oscuro y ojos azules como el cielo. Giró sobre sí, pero no le
vio por ninguna parte.
Se volvió hacia Baptiste.
—Enséñame a esos hombres que llevan pañuelos en la cabeza
como las gitanas —le dijo.
Él asintió con un gesto y la cogió del brazo, y ella le permitió que
la guiara por entre la multitud.
—Ahí —dijo—. ¡Están justo ahí, fíjate! Ah, ahora han
desaparecido otra vez. Estaban cerca de la pequeña reina y de su
madre, que están contemplando a las bailarinas.
Tamsin se alzó de puntillas para atisbar entre la gente. Habían
colocado un estrado junto a una larga pared, con un dosel ricamente
bordado que caía por detrás. Sentada en un enorme trono en el
centro de la plataforma, una mujer vestida de negro con una criatura
pequeña en brazos. El espacio que habían despejado para las
bailarinas y los músicos llegaba hasta el estrado mismo.
Tamsin se abrió paso hasta el borde del gentío. Baptiste la
siguió, todavía teniéndola agarrada por el brazo de forma posesiva.
Se acercó un poco más al estrado y se detuvo para mirar entre dos
mujeres elegantemente vestidas y perfumadas que la miraron e
inmediatamente se volvieron de espaldas y la ignoraron. Con su
sencilla falda marrón y su camisola, y con el pelo suelto y salvaje,
sabía que la habrían tomado por una de las gitanas.
Se irguió todo lo que pudo y se quedó entre las dos. Las altivas
miradas de ellas hacían que deseara insistir todavía más en que era
en efecto una de las gitanas. Se inclinó hacia adelante para mirar el
estrado. La mujer que sostenía la criatura debía de ser la reina
viuda, María de Guisa. Era alta y esbelta, e iba espléndidamente
vestida y tocada de seda y terciopelo negros ribeteados de plata y
perlas. Sonreía y seguía el ritmo de la música con el pie.
La pequeña reina estaba de pie sobre sus rodillas. Era una niña
inquieta de mejillas sonrosadas, vestida con un voluminoso traje
largo de damasco de color crema y un pequeño gorrito de encaje
encima del cabello rubio rojizo. Estaba tan entusiasmada por la
música y la gente que daba pequeños gritos, agitaba los brazos y
saltaba sobre la rodilla de su madre mientras ésta la sostenía por el
torso con dedos largos y ahusados.
Tamsin sonrió al contemplar a la reina María Estuardo y al ver el
entrañable orgullo con que María de Guisa besaba a su hija en la
mejilla. Pensó en Katharine, que solía negarse a permanecer
sentada y prefería dar botes sobre sus piernas rectas de aquella
misma manera mientras alguien la sujetaba. De repente
experimentó la imperiosa necesidad de encontrar a William, de estar
con él y ayudarle a proteger a aquel real bebé, del mismo modo que
quería ayudarle a cuidar de la seguridad de su propia hija.
Miró más allá del estrado, aún buscándole entre la multitud, pero
no pudo dar con él. Los hombres que Baptiste había descrito
tampoco parecían estar por allí. Dio un ligero codazo a Baptiste en
el brazo y le arrastró consigo.
—He de hablar con mi abuelo —dijo, superponiéndose al
estruendo de la música—. ¡Y tú debes enseñarme a esos idiotas!
Él asintió y estiró el cuello para mirar por encima del gentío; no
era un hombre alto, pero sí más alto que ella.
—Ven —le dijo, y le rodeó los hombros con el brazo, situándola a
su costado y pasando entre la multitud con una actitud de seguridad.
Se abrieron paso entre los presentes hasta que se acercaron a
John y Nona Faw. Baptiste tocó en el hombro a John, y éste se
volvió.
—Ha regresado con nosotros —dijo Baptiste—. ¡Para estar
conmigo! Sabía que no podía quedarse lejos de mí. —Habló con
orgullo.
—¡Tchalai! —Su abuelo la abrazó con fuerza y sacudió a Nona,
que se volvió y profirió un grito de alegría. Tamsin la abrazó también
a ella. Sonriendo, alzó la mano derecha para dejar para más tarde
las rápidas preguntas que su abuela le disparaba acerca de cómo y
por qué se encontraba en el palacio real.
—Ya te lo explicaré —contestó en romaní—. Pero antes tengo un
asunto mucho más importante de que hablarte. Tenemos que
encontrar a unos hombres que van disfrazados de gitanos. —Se
volvió hacia Baptiste—. Son gadjo malos, sabes —le dijo,
arriesgándose.
Baptiste frunció el entrecejo y torció el bigote.
—Son idiotas que pagan plata para ponerse prendas de mujer.
Pero ¿malos? No lo entiendo. Si son gadjo malos, deberíamos
apartarnos de ellos.
—No, debemos encontrarles. Escuchad —dijo Tamsin. Baptiste y
sus abuelos se inclinaron hacia ella, y ella les explicó en rápido
romaní y en términos sencillos todo lo que sabía—. Hay unos
hombres venidos de Inglaterra para raptar a la pequeña reina. Van
disfrazados de gitanos. Creo que intentarán llevarse a la niña con
los gitanos cuando nuestra gente se vaya de aquí. Piensan
echarnos la culpa a nosotros.
Nona soltó una exclamación y John Faw miró ceñudo a Baptiste.
—¿Tú estabas enterado de algo de esto? —le preguntó.
—No, no —contestó el joven—. ¡Yo no permitiría que hicieran
daño a una niña pequeña! Hemos de encontrarles. ¡Les mataré con
mis propias manos!
—Eso no es necesario —dijo Tamsin—. Debemos mantenerles
apartados de la reina e instar a la guardia real para que los aprese.
Venid. Muéstranos qué hombres son, Baptiste.
—Muy bien —dijo él con firmeza. Tamsin percibió que estaba
furioso y sintió su sinceridad en la mano que le sujetaba el codo. De
pronto le gustó mucho Baptiste, por aquel sencillo orgullo que él
sentía de sí mismo y de su pueblo. Comprendió que su abuelo
jamás le habría pedido que se casara con un hombre que no
pudiera gustarle.
Miró atrás y vio que su abuelo les seguía, mientras que Nona se
quedaba con los gitanos. Baptiste les llevó más cerca del estrado,
donde María de Guisa estaba ahora levantándose de su asiento
para pasar la niña a otra mujer que Tamsin supuso que era la
niñera. María Estuardo parecía tener mal genio, se revolvió un poco
y se metió el puño en la boca mientras su niñera le hablaba en
susurros.
Las mujeres se bajaron del estrado en compañía de un hombre
vestido con una capa de terciopelo verde y un jubón de brocado. El
gentío se dividió en dos y la partida real desapareció a través de una
puerta en forma de arco.
Aunque la música se había interrumpido para dejarles salir, los
artistas gitanos reanudaron su actuación, esta vez con jóvenes
acróbatas varones y juglares, y volvió a sonar la música para el
resto de la gente. Tamsin miró a Baptiste, que seguía
inspeccionando la multitud.
—Ah —dijo—. ¡Ahí están! ¡Por aquí! —Tiró de la mano derecha
de Tamsin y medio la arrastró hacia la salida que habían tomado la
reina y su séquito.
Cuatro hombres, vestidos con vistosos pañuelos de cabeza y
capas a rayas, se abrieron paso también hacia aquella puerta. Los
hombres dijeron unas palabras al guardia de la puerta y éste les
dejó pasar. Seguidamente se aproximaron Tamsin y los otros.
—Todos los egipcios deben bajar ahora al patio —les dijo el
guardia—. No os está permitido andar por el palacio. —Aún sostenía
la puerta abierta—. Y ya sabéis que cuando anochezca todos tenéis
que haberos marchado.
Tamsin se detuvo un momento.
—¿Conoces a William Scott, el señor de Rookhope? ¿Ha venido
por aquí?
El guardia pareció sorprendido.
—Sí —respondió—. Entró antes en el salón con madame la reina
viuda y Su Alteza, pero se fue con sir Perris Maxwell. ¿Por qué
buscas a sir William? —Sonrió abiertamente y se inclinó un poco—.
Una pequeña cita, ¿eh? Bueno, tiene esa fama. Si le veo, ¿debo
decirle que una bonita gitana le anda buscando?
—Dile —dijo Tamsin— que le anda buscando su bonita esposa.
—Dirigió una brillante sonrisa al guardia y vio el asombro dibujado
en su cara. Se echó el pelo hacia atrás y pasó a su lado con el porte
de una reina, con la cabeza bien alta.
Tamsin, Baptiste y John echaron a correr por una estrecha
galería cuyas ventanas estaban abiertas a la música y las risas que
provenían del patio. Hacía rato que se había puesto el sol, y las
sombras se habían vuelto más oscuras. Baptiste volvió a agarrarla
del brazo.
—¿Esposa? —preguntó—. ¿Esposa de ese William Scott? ¿El
rya?
—Sí —contestó ella en romaní—. Está aquí, en el palacio. He de
encontrarle e informarle de la presencia de esos hombres
disfrazados.
—¡Pero antes dijiste que habías roto una jarra con él!
—Y lo hice. A él no le gustó mucho. Ni a mí tampoco —añadió—.
Así que hemos decidido seguir casados.
Baptiste frenó en seco.
—Pero yo creía que habías vuelto para casarte conmigo. —La
aguda desilusión que percibió en su voz la hizo detenerse también.
John, que caminaba más despacio, les alcanzó.
—Lo siento, Baptiste —dijo Tamsin—. Si fuera libre, es posible
que me hiciera feliz casarme contigo. —Su abuelo la miró
boquiabierto.
—Sinceramente deseaba ser tu marido —dijo el joven.
—Sé mi amigo —dijo ella de corazón—. Eso me gustaría.
Él lanzó un suspiro.
—Una mujer hermosa es como un caballo hermoso; muchos
hombres desean ser su dueño, pero sólo puede serlo uno.
—Yo no tengo ningún dueño, Baptiste —replicó Tamsin—. Deseo
este matrimonio.
—Hermosa, y también de voluntad fuerte. —Suspiró otra vez—.
Supongo que tendré que ser amigo tuyo. —Parecía resignado.
Ella sonrió, complacida por contar con su apoyo y también por el
hecho de que la considerase hermosa. Esa sensación, que William
fue el primero en suscitar, seguía pareciéndole nueva y maravillosa.
—¿Adónde vamos? —quiso saber John Faw, mirando alrededor.
—William me ha pedido que me reúna con él en esa torre de ahí.
—Señaló a través de la ventana—. Tenemos que cruzar el patio.
—Por aquí —dijo Baptiste—. Hay salas conectadas entre sí. He
estado aquí antes, paseando con una bonita dama gadjo.
—¡Baptiste!—exclamó Tamsin, sonriendo a medias.
Él sonrió de oreja a oreja.
—¿Te he dicho que yo sería un marido fiel? Resulto demasiado
grato para las damas.
—En ese caso no tendrás problemas para sustituirme —dijo ella.
—Cierto —repuso él simplemente, y la cogió del brazo.
Atravesaron otra ala del palacio y bajaron a toda prisa por una
galería abierta y una escalera de caracol para pasar al ala norte y
seguir cruzando grandes salas desiertas y comunicadas unas con
otras. Cada habitación estaba decorada con techos pintados, suelos
de baldosas, tapices y elegante mobiliario. Sus rápidas pisadas
levantaban eco, y Tamsin miraba a su alrededor con respeto y
asombro.
—Tienen cosas muy elegantes. No deberíamos estar aquí —
musitó John—. Nos acusarán de tener las manos muy largas.
—Todo irá bien —le tranquilizó Tamsin—. Pero ¿adónde han ido
esos hombres? ¡No hemos visto qué dirección tomaban!
—Si lo que quieren es secuestrar a la niña, vendrán por aquí —
dijo Baptiste—. Los aposentos reales se encuentran al final de esto.
Mi amiga me lo dijo.
Entraron en una estancia grande y vacía que tenía dos ventanas
altas por las que penetraba la luz del atardecer. Había varias
antorchas encendidas en los soportes de la pared que permitían ver
una suntuosa decoración, un estrado y un trono. En el otro extremo
había un pequeño nicho que enmarcaba una puerta cerrada con
llave. A la vuelta de una esquina se veía un tramo de escalera y un
estrecho pasillo que terminaba en un nicho de ventana y un asiento
con cojines en el hueco que formaba la pared.
—¡Aquí es donde tengo que encontrarme con William! —dijo
Tamsin. John y Baptiste bajaron las escaleras para echar un vistazo,
y un momento más tarde regresó éste último.
—Acabamos de ver a los hombres disfrazados por una ventana
de la escalera —informó—. Están fuera, en el patio, donde nuestra
gente está ya recogiendo sus cosas para marcharse. Quédate aquí
y espera a tu hombre, e infórmale del peligro. —Hizo una pausa—.
Tchalai… Es un hombre con suerte, tu rya. —Sonrió y acto seguido
dio media vuelta y corrió escaleras abajo detrás de John.
Tamsin sonrió también, agradecida de haber encontrado un
inesperado amigo en un hombre al que había juzgado mal. Fue
hasta el hueco de la ventana y se sentó en los cojines a esperar a
William.
La ventana estaba situada tan alta que no podía asomarse sobre
el alféizar, pero junto a su asiento había un pequeño ventanuco.
Contempló a través de él la apacible superficie del lago que se
extendía a espaldas del palacio, los cisnes que se deslizaban sobre
el agua, los pájaros que volaban en lo alto y el último retazo de luz
que desaparecía del cielo.
Capítulo 29

POR encima de todo,


hemos de cuidar de la pequeña,
vuestra reina.
GIOVANNI FERRERIO,
Acerca de María, reina de los escoceses, 1548

—Estás aquí —dijo William un rato más tarde. Tamsin se volvió


con una sensación de alivio al oír su voz. Él venía por el pasillo, y
ella fue a su encuentro.
William extendió un brazo para cogerle la mano, y entonces le
dio un pastelillo y una pequeña copa de plata llena de vino fresco.
—Me alegro de que hayas encontrado este sitio —le dijo
mientras ella comía—. Antes no te he visto, y he empezado a
preocuparme. He estado en los aposentos de la reina viuda. Me ha
dicho que se alegra del entretenimiento, pero que ella no ha invitado
a los gitanos. Pero uno de los guardias dice que ellos afirman haber
sido invitados y pagados.
—Arthur Musgrave pagó dinero a Baptiste Lallo para que trajera
aquí a los gitanos. Pero podemos confiar en Baptiste —añadió—.
Estaba equivocada acerca de él, es un buen hombre. Estoy segura
de que es de fiar.
—Ah —contestó William—. Eso tiene lógica. Seguro que tu
abuelo trataría de escogerte un esposo al que tú pudieras amar.
—Yo no podría amar a cualquier hombre como te amo a ti —
murmuró ella, levantando el rostro. Él se inclinó y la besó con
ternura—. Aunque me gusta. Opina que soy hermosa. —Le
obsequió una sonrisa juguetona—. William, él conoce a los hombres
que pretenden secuestrar a la reina —dijo en tono urgente.
—Cuéntame —murmuró él, y la llevó hacia un rincón de la
pequeña sala. Apoyó un hombro en la pared a su lado mientras
Tamsin le relataba medio en susurros lo que sabía de los hombres
que había visto Baptiste.
—Mi abuelo y Baptiste han ido a buscarles —terminó—. Esos
hombres tienen que ser fáciles de reconocer entre la gente. Visten
capas y pañuelos en la cabeza, como las mujeres, aunque se
consideran a sí mismos muy finos.
William sonrió.
—Excelente —murmuró—. Acabo de estar en los aposentos de
la reina viuda. Querrá saber esto, pero ahora no puedo regresar a
decírselo. Hay que encontrar y detener a esos hombres.
—Bajaremos al patio. Podemos decir a los guardias que
registren el palacio. —Dio un paso adelante.
—Nosotros no —dijo William, extendiendo el brazo para apoyar
la mano en la pared y así impedirle el paso a Tamsin. La miró
fijamente y le dijo—: Quiero que tú te mantengas al margen de esto.
—No estarás pensando en dejarme aquí sola esperando
mientras tú persigues a esos hombres. —Ladeó la cabeza con aire
testarudo—. Voy contigo.
—No. Tengo otra misión para ti —replicó William—. La reina
viuda tenía pensado llamar a una gitana para que le leyera la mano.
—Acercó su rostro al de Tamsin mientras hablaba, y ella sintió que
su resistencia empezaba a flojear—. Le he dicho que conocía a la
mejor en esa tarea. Le he hablado de ti.
Ella parpadeó, sorprendida.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Dejó resbalar su boca por la mejilla de ella, y Tamsin
sintió su voz vibrarle por todo el cuerpo—. Últimamente estaba
preocupada por que yo encontrara una esposa. Le he explicado
cómo me enamoré de ti. Está encantada, y deseosa de conocerte.
Le he prometido que te llevaré ante ella sin mucho tardar.
—Llévame, entonces —dijo Tamsin sin aliento.
—Amor mío —susurró William—, hay muchos lugares adonde
me gustaría llevarte. —El corazón de Tamsin latió con fuerza en
respuesta a aquella sensual insinuación, pero él se apartó—. Pero
tendremos que esperar. Voy a bajar al patio a buscar a John Faw y a
Lallo. Tú ve sola a los aposentos de la reina viuda, están justo al
final del pasillo. Te está esperando. La niñera y la reina están con
ella.
—¿Que vaya sola a ver a la reina? —preguntó Tamsin con
sorpresa.
—Sí. —La besó, una caricia intensa pero demasiado breve—.
Todo irá bien. Léele la mano y espérame allí.
—¿Ahora te citas con gitanas, Scott? —dijo una voz de hombre.
Tamsin dejó escapar una exclamación y el corazón le dio un
vuelco. William se giró al tiempo que se llevaba una mano al puñal
que le colgaba del cinturón.
Al final del pasillo había dos hombres, ambos elegantemente
vestidos de brocado y terciopelo, el uno más joven, con una barba
pelirroja bien cuidada y el pelo corto, el otro de más edad y pelo
cano. El mayor, el que había hablado, aguardaba su respuesta con
el ceño fruncido. Tamsin trató de escabullirse, pero William le atrapó
la mano izquierda.
—¿Qué es esto, Malise? —le espetó William. Tamsin, al oír el
nombre, supo que estaba viendo a Malise Hamilton.
—Me dirigía a hablar con madame —dijo el hombre de más edad
—. Y te encuentro a ti con la gitana. ¿Sigues decidido a desgraciar
mujeres? No lo digo porque me importe mucho que desgracies a
una putita gitana. —Lanzó una mirada de desprecio a Tamsin.
—Malise Hamilton —dijo William— y Perris Maxwell. Ésta es
Tamsin Armstrong, la hija del señor de Merton Rigg. Felicítanos,
ahora es mi esposa. —Subrayó la última palabra.
Perris mostró una expresión de sorpresa y satisfacción, pero
Malise palideció y entrecerró los ojos.
—¿Una gitana? —dijo—. ¿Has dado a Katharine por madre a
una gitana?
—Medio gitana —replicó William—. El padre de Tamsin es un
jefe de la frontera, y fue el mejor amigo de mi padre. Y su tío abuelo
fue Johnie Armstrong de Gilnockie, el famoso ladrón de ganado.
—Todo un linaje —dijo Perris, sonriendo ampliamente al tiempo
que saludaba a Tamsin con una inclinación de cabeza. Ella sonrió
tímidamente, agradecida por aquella respuesta cordial.
—¡Ladrones y gitanos! —explotó Hamilton—. ¿Cómo se te ha
ocurrido dar a mi nieta semejante madrastra? —Cerró los puños,
furibundo. Tamsin retrocedió ligeramente, pero William le sujetó con
fuerza la mano.
—Ya basta, Malise. Tú y William ya habéis arreglado vuestras
diferencias en los tribunales —le recordó Perris.
—Jamás arreglaremos nuestras diferencias —dijo William.
—¡Esto es un nuevo insulto que no olvidaré! —exclamó Malise. Y
a continuación dio media vuelta y se fue.
Perris miró largamente a William.
—Ha sido en mal momento —dijo.
—Todo con él ocurre en un mal momento —repuso William con
pesar.
—Ya lo aceptará. Ahora está preocupado, porque madame está
molesta por el asunto del que estuvimos hablando. —Miró a Tamsin.
—Está al corriente —dijo William—. Podemos hablar con
libertad. Además, acaba de decirme que hay unos falsos gitanos en
el palacio a los que tenemos que encontrar.
—¡Falsos gitanos! —Perris frunció el ceño—. En Escocia
constituye un delito por sí solo disfrazarse de gitano.
—Estoy seguro de que ésos han cometido más de un delito —
dijo William. Luego se dirigió a Tamsin—. Ve, pequeña. La
habitación de la reina está al doblar esa esquina y al final del pasillo.
—Le alzó la mano, la besó y la soltó—. Dile quién eres, y dile
también que le enviaré un guardia en cuanto me sea posible; el que
estaba antes se fue a ver la actuación de los gitanos y no ha
enviado otro que le sustituya. Este lugar se ha convertido en un
caos, con tanto alboroto. Justo lo que quería Musgrave, supongo—
musitó.
Ella asintió y observó cómo se marchaba a grandes zancadas
con Perris hasta que el eco de sus pisadas se perdió escaleras
abajo. Exhaló un suspiro y se encaminó sin prisas hacia el corredor
de piedra. Cuando encontró la puerta de roble que daba a los
aposentos de la reina, dudó presa del nerviosismo.
—Eh, gitana —dijo una voz masculina. Tamsin dio un respingo al
oír aquella voz desconocida y se volvió. Dos hombres ataviados con
pañuelos de cabeza y capas a rayas se acercaban hacia ella. Les
miró fijamente, alarmada y súbitamente paralizada por el miedo.
—Oye, gitana —dijo uno de los hombres—. ¿Qué vas a hacer en
esa habitación?
Ella les miró con precaución.
—He… He sido llamada por la reina viuda —contestó, con la
esperanza de que se asustaran y se fueran—: Quiere que le diga la
buenaventura.
—Bien —dijo el hombre, sonriendo a su compañero—.
Queremos que nos hagas un favor. Te ganarás buen oro por ello. —
Hizo brillar una moneda. Ella retrocedió de forma instintiva, y ellos
se acercaron un poco más hasta acorralarla.
Tamsin abrió la boca para llamar a William a gritos, pero el más
grande de los dos saltó hacia adelante y le puso una mano en la
boca al tiempo que la apretaba contra sí.
—Cuando seas recibida en esa habitación —le rugió al oído—
nosotros entraremos contigo. Di a los que están dentro que somos
familiares tuyos.
—No —articuló Tamsin bajo la mordaza, forcejeando.
Él apretó con más fuerza.
—No quiero hacerte daño, ni a ti ni a nadie. Y estoy dispuesto a
pagarte en oro para que nos dejes entrar contigo ahí. —Su aliento
era caliente y fétido.
—¡No! —chilló Tamsin, retorciéndose. La mano ahogó su grito.
—Si te niegas —dijo el hombre— te mataré aquí mismo, Pero si
me obedeces, todo irá bien para ti y para los de tu banda. —La
apretaba con tal fuerza que Tamsin tenía dificultades para respirar, y
el corazón le retumbaba en el pecho.
El segundo hombre sacó una daga y apoyó la punta de la hoja
entre los cordones del corpiño de Tamsin. Ella sintió el frío del acero
a través de la tela. Aunque intentaba desesperadamente pensar en
algo, el pánico le tenía atenazada la mente. Lo único que sentía era
miedo, por sí misma, y en un sentido más amplio también por el
daño que pudiera sufrir la pequeña reina.
Sabía, con fría certidumbre, que su negativa sólo le acarrearía la
muerte. Aquellos hombres derramarían su sangre y le quitarían la
vida allí mismo, sobre aquel suelo de piedra, y luego entrarían por la
fuerza en la cámara real. Si acedía y entraba en la cámara con ellos,
tal vez pudiera impedirles que hicieran daño a la pequeña.
Por fin asintió.
—Soltadme.
El hombre aflojó la mano y permitió que Tamsin se apartara unos
pasos. El otro hombre la agarró del brazo y le apoyó la punta de la
daga en el centro de la espalda.
—Te atravesaré el corazón, gitana, si intentas delatarnos —le
siseó al oído.
Tamsin respiró hondo y extendió la mano.
—Dame la moneda —dijo, con la mano temblando. Quería que
creyeran que sólo la preocupaba el dinero y ella misma, y nadie
más.
El hombre más grande rió por lo bajo y le dio el oro.
Ella se lo guardó en el corpiño y fue hacia la puerta. Los
hombres la mantuvieron cerca de ellos, con la daga pinchándole la
espalda como si fuera el aguijón de una abeja. Tamsin levantó la
mano temblorosa y llamó a la puerta.
Aguardaron. Tamsin suspiró, cerró los ojos con fuerza y pensó
en William; su amor por él le dio fuerzas. Después pensó en la
devoción que sentía él por la pequeña reina, y entonces notó que la
recorría un escalofrío que trajo consigo una sorprendente infusión
de valor y una chispa de indignación.
Se volvió hacia los dos hombres.
—¿Sabéis —dijo arrastrando las palabras— que vais vestidos de
gitanas?
Ellos la miraron boquiabiertos y después se miraron el uno al
otro. Tamsin desvió el rostro, contenta y satisfecha, pues sabía que
aquella observación habría hecho que su padre se sintiera
orgulloso.
En ese momento se abrió la puerta, y Tamsin parpadeó al ver el
inesperado rostro que apareció ante sí. Malise Hamilton la vio y su
semblante se tornó irritado.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.
La punta del acero la pinchó otra vez.
—Madame… Madame quería que alguien le leyera la
buenaventura —tartamudeó—. Mi… Mi marido le dijo que yo podría
hacerlo.
—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Malise.
—Familiares gitanos —repuso ella. Se preguntó si notaría el
matiz frenético de su voz.
—¿Es que traes tu propia guardia? —dijo Malise, sarcástico—.
¿O acaso esperas que repartan plata para todos? No obtendrás eso
aquí.
Detrás de Malise, vislumbró una mujer que sostenía en brazos a
una criatura de cabello dorado envuelta en sedas. Rezó por que
Hamilton se negara a permitirles el acceso a la estancia y bloqueara
la puerta, aun cuando eso significara para ella la muerte
instantánea. De pronto sintió que el valor que le había permitido
llamar a aquella puerta también le daba fuerzas para enfrentarse a
la muerte si era necesario. Lo único que sabía era que tenía que
salvar a la pequeña.
—Somos… er… gitanos, que hemos venido a divertir a la
pequeña reina con juegos malabares —dijo uno de los hombres.
Una serena voz de mujer murmuró algo, y Malise asintió y abrió
la puerta. Tamsin entró en la habitación, y los dos hombres entraron
con ella al mismo tiempo. Uno de ellos le dio un empujón a
hurtadillas, y Tamsin avanzó un paso más.
Tamsin nunca había pensado que conocería a una reina ni que
iría a causarle daño inadvertidamente. Titubeó, asustada. En un
horrendo giro del destino, acababa de traer el peligro a aquella
apacible cámara real. Pero cuando observó la mirada inteligente y
tranquila de la reina viuda, se sintió más fuerte y recuperó el coraje y
la determinación.
Inclinó la cabeza e hizo una torpe reverencia.
—Madame —dijo suavemente—, es un honor.
—Vraiment, vous étes belle —dijo María de Guisa, sonriendo.
Ella ladeó la cabeza—. Sois muy bella —repitió con fuerte acento—.
Sir William está muy feliz, lo vi en sus ojos cuando me habló de
vuestro casamiento.
—Merci, madame —dijo Tamsin, asintiendo con la cabeza. La
reina viuda pareció sorprendida—. Hablo vuestra lengua —dijo
Tamsin en francés.
—Très bien —contestó la reina—. Prefiero utilizar mi propio
idioma. Venid a decirme la buenaventura, pues. William me dijo que
poseéis gran talento para ello.
Tamsin recorrió la habitación con la mirada, más allá de la
gigantesca cama envuelta en tela de color violeta, sobre la que
estaba sentada la niñera con María Estuardo en el regazo. La niña
les miraba a todos con los ojos muy abiertos y se chupaba los
dedos. Tamsin localizó una ventana provista de un asiento con
cojines y una mesa con tres gruesas velas encendidas.
—¿Podemos sentarnos ahí, madame? —le preguntó en francés.
La reina viuda afirmó con la cabeza y condujo a Tamsin hasta el
pequeño nicho, y después tomó asiento en medio de un susurro de
sedas. Tamsin acercó el candelabro y se inclinó hacia adelante.
Permaneció de pie mientras la reina seguía sentada y con la mano
extendida y la palma vuelta hacia arriba. Tamsin la tomó y la apoyó
sobre su mano izquierda.
—Qué interesante —señaló María de Guisa, que continuaba
usando el francés—. ¿Sabíais que una de las esposas del rey
Enrique tenía seis dedos en cada mano? La reina Ana Bolena, la
madre de su hija Isabel. Era muy hermosa, según tengo entendido,
aunque tuvo un trágico final.
Tamsin hizo una pausa, sorprendida.
—No estaba enterada de ese detalle sobre las manos de la
reina, madame —dijo—. Os agradezco que me lo hayáis contado.
Recorrió suavemente las líneas de la palma de la reina con la
yema del dedo y frunció el entrecejo.
—Madame, veo inteligencia, una mente aguda y una gran
elegancia. Sois muy querida por vuestro pueblo. Amáis el juego, el
riesgo —le dijo con una sonrisa—. Ah, también veo tragedia —
murmuró, arrugando la frente al señalar las barras que mellaban la
trayectoria de la línea del corazón, signos de pérdida y dolor—. Pero
esperemos que eso lo hayáis dejado atrás. —Tamsin veía que se
acercaban nuevas aflicciones, pero prefirió no hablar de ellas—.
Una larga vida, madame, y buena salud —continuó, respondiendo a
las agudas y sensibles preguntas de la reina.
»Madame —susurró entonces—. Debo advertiros de un peligro.
—¿Lo estáis viendo en mi mano? —susurró María.
—Non, madame —contestó ella en rápido francés—. Se
encuentra aquí, en esta habitación. Esos dos hombres me han
obligado a venir aquí. No son gitanos. Pretenden secuestrar a
vuestra hija.
—Dios santo —susurró la reina. Su mano se encogió
ligeramente en la mano de Tamsin, pero no hizo ningún otro signo
de miedo.
—Debéis trasladarla a un lugar seguro. ¿Hay otra salida?
—Sí —murmuró ella con calma, las dos inclinadas sobre la
mano.
—Sacad a la niña por ella —musitó Tamsin—. Yo les entretendré
de algún modo.
María de Guisa asintió y se puso en pie.
—Ha sido muy interesante —dijo con la cara pálida—. Os estoy
muy agradecida.
A continuación fue hasta la cama, y la joven niñera se levantó.
Cogió a su hija en brazos y la besó en las arreboladas mejillas.
—Malise —dijo con calma.
Hamilton se acercó a ella.
—Madame —dijo—. Los gitanos se han ofrecido a divertir a la
niña.
—Está cansada —respondió la reina en escocés, sonriendo a los
dos hombres—. Llevaos a mi hija de aquí, rápido —dijo a
continuación en francés, y le entregó la niña. Él la recibió y se dio la
vuelta con un movimiento suave, en dirección a una puerta en
sombras que había más allá de la chimenea. María de Guisa cogió a
la niñera del brazo y ambas se apresuraron a seguirle,
desapareciendo por la misma puerta.
Tamsin se volvió y vio que los dos hombres se lanzaban en pos
de ellos con las dagas desenvainadas. Corrió detrás, y tiró con
todas sus fuerzas de los cortinajes de la cama. Con un fuerte
desgarro, parte de la cortina se vino abajo, y Tamsin la lanzó a los
pies de los dos hombres para interceptar su trayectoria. Giró en
redondo otra vez y empujó una alta y pesada silla de madera tallada
que había junto al fuego. Al tiempo que retrocedía hacia la puerta en
sombras, arrojó al suelo otra silla, después un taburete. Los
hombres tropezaron, gritando y maldiciendo, con las cortinas y los
muebles. Tamsin alcanzó la puerta y tiró del pestillo de hierro, salió y
cerró de un portazo tras de sí.
La puerta conducía a un nicho con ventanas, más allá del cual
había un corredor y una escalera de caracol. Ni la reina ni Hamilton
estaban a la vista, pero no tenía tiempo de preguntarse adónde
habían ido ni de buscarles. Oyó el estrépito de los dos hombres al
precipitarse en el corredor en pos de ella.
Bajó a toda prisa la escalera de caracol, apoyando la mano en la
pared curva, volando con pies ágiles sobre los escalones
triangulares. Con la respiración jadeante, cruzó corriendo por la
puerta del nivel del suelo y salió al patio, y fue a caer directamente
en el caos.
Esparcidos por todo el patio, los gitanos estaban recogiendo sus
pertenencias y moviéndose hacia la puerta sur. Hombres, mujeres,
niños, caballos y carros avanzaron en avalancha hacia la arcada de
la salida. El ruido que formaban, y que rebotaba contra los muros de
piedra que rodeaban el patio, era ensordecedor.
Parecía haber guardias por todas partes, a pie y a caballo,
algunos conduciendo a los gitanos hacia la salida, otros discutiendo
con ellos. Un grupo de hombres, montados y armados, atravesaba
el patio procedente de los establos.
Tamsin se internó en medio de la conmoción, girándose,
buscando a William, a sus abuelos o a Baptiste. Vio a su abuela en
compañía de unos parientes gitanos y echó a correr hacia ella.
—¿Dónde está mi esposo? —gritó a su abuela en romaní—. ¿Le
has visto?
Nona sacudió la cabeza para decirle que no.
—Nos están echando de aquí —contestó—. Son rudos e
impacientes, ¡sólo les hemos traído diversión! —Frunció el gesto y
después se volvió a ayudar a una mujer que estaba cargando con
dificultad unos sacos de tela en un carro.
Tamsin se giró de nuevo, recorriendo la multitud con la mirada.
Vio a Baptiste cruzando el centro del patio a toda prisa y echó a
correr hacia él.
—¿Dónde está William?—chilló—. ¿Le has visto?
—¡Allí! —respondió él, señalando con el dedo—. Dimos con dos
de los hombres, pero han huido fuera del palacio. Vamos a
perseguirles. Tu rya ha ido a buscar su caballo, y yo voy a coger el
mío.
—¡Espera! —gritó Tamsin al ver que Baptiste se alejaba a toda
prisa—. ¡Espera!
Se volvió otra vez y vio a su abuelo corriendo en dirección a
Nona. Le explicó algo, señalando al mismo tiempo hacia a la salida,
y acto seguido echó a correr hacia los gitanos que manejaban unos
caballos en un rincón del amplio patio. También Baptiste fue hacia
allí, y Tamsin fue tras los dos con un revoloteo de faldas.
Mientras corría giró sobre sí, aún buscando a William. Por fin le
vio montado en un gran caballo negro que no reconoció, detrás de
Perris, que montaba uno de color gris. William se ajustó el yelmo y
condujo su montura por entre la multitud, en dirección a la puerta.
Tamsin se lanzó hacia él, llamándole por encima del griterío. Él se
volvió.
—¡Tamsin! ¡Quédate aquí! ¡Volveré a buscarte!
—¡Will! —llamó ella si dejar de correr—. ¡Detente!
William hizo volver al enorme e inquieto caballo y se acercó a
ella.
—Vuelve a entrar —le dijo, inclinándose—. Los hombres que
estábamos buscando han salido del palacio.
—Dos de ellos estaban en la cámara de la reina —dijo Tamsin
con urgencia—. Intentaron raptar a la niña. Malise Hamilton y la
reina viuda se la llevaron a un lugar seguro, pero ellos todavía
siguen por aquí cerca. —Frenética, recorrió el patio con la mirada y
entonces vio a los dos hombres con el pañuelo en la cabeza. Se
mezclaron con la multitud a pie que iba avanzando hacia el túnel de
entrada—. ¡Allí! —Señaló—. ¡Aquellos dos hombres que llevan
pañuelos!
William levantó las riendas.
—Ve adentro—ordenó—.Volveré.
Hizo girar al caballo y galopó en dirección a la puerta para
alcanzar a Perris. Los hombres vestidos con pañoletas y capas
habían desaparecido ya.
Tamsin se volvió y vio a Baptiste a lomos de un caballo blanco,
un vigoroso semental que llevaba sólo una manta y una brida.
Detrás de él, John Faw montaba otro semental blanco. Formaban
una espléndida pareja de corceles. Ambos guiaron sus monturas
hacia la salida.
Tamsin se quedó de pie junto a la fuente, mirándoles. Cuando se
hubieron ido, abriéndose paso entre la multitud, se volvió y
descubrió los guardias montados y ataviados con yelmos y
armadura de acero que había visto antes. Malise Hamilton se
encontraba entre ellos, montando un caballo negro. Tamsin se
preguntó si él también saldría en persecución de los dos hombres
disfrazados. Llevaba un bulto en un brazo, y avanzaba
tranquilamente hacia la salida. Sus guardias gritaron a los gitanos
que se apartasen.
En ese momento, algo la hizo levantar la vista hacia el ala oeste
del palacio. Allí, enmarcada por una ventana con frontón, vio la
figura de María de Guisa. Abrió la contraventana inferior y se asomó
al patio, agitando las manos de una forma que a Tamsin le resultó
extraña, incluso alarmante. Después desapareció de la vista. Un
instante más tarde, Tamsin la vio en otra ventana, y luego en otra,
como si estuviera corriendo y se detuviera a cada paso para mirar.
Desconcertada, Tamsin recorrió el patio con la mirada y vio
varios guardias que salían corriendo de una de las entradas de la
torre, pidiendo a gritos sus caballos. Entonces volvió a mirar la
puerta de salida, esperando que los guardias que acompañaban a
Malise se detuvieran, pero en lugar de eso, espolearon a sus
caballos y ordenaron a los gitanos que se apartasen de su camino.
Justo en el momento en que Malise pasaba bajo la sombra del
arco del túnel, llevando su bulto en brazos, Tamsin alcanzó a ver un
mechón de pelo dorado y un trozo de encaje, y oyó el grito
amortiguado y enfadado de un niño, a pesar del ruido y el alboroto.
Entonces echó a correr hacia allí, esforzándose por ver mejor.
Malise llevaba a la pequeña reina envuelta en una manta. Cuando
Tamsin dio un chillido, él tapó la cabeza de la niña con la manta para
ocultarla completamente y desapareció en la masa de caballos y
gente que se movía a través del túnel.
Tamsin torció hacia el rincón más alejado, donde todavía
quedaban algunos caballos gitanos, cuyos propietarios estaban
ocupados en aquietarlos. Corrió hacia uno de ellos, un primo lejano
suyo, y le quitó de la mano las riendas de un corcel de brillante
pelaje negro. Mientras su primo la miraba de hito en hito, ella subió
a lomos del animal, tiró de las riendas y lo espoleó con las rodillas.
—¡Ese caballo es muy valioso! ¡Detente, muchacha! —gritó el
hombre en romaní, corriendo detrás de ella.
Tamsin se metió la mano en el corpiño, sacó la moneda de oro
que le había dado el hombre disfrazado y se la arrojó. Acto seguido
agachó la cabeza y se dirigió a la puerta de salida.
El oscuro interior del túnel estaba abarrotado, los ecos de las
voces y de los relinchos de los caballos armaban una fenomenal
algarabía. Tamsin se abrió paso avanzando junto a la pared y
gritando a la gente que se fuera apartando. Miró delante de ella y vio
a Malise y a su guardia abandonando ya el túnel y saliendo a la luz
mortecina del anochecer. Rápidamente desaparecieron más allá de
la colina de guijarros que llevaba al exterior del palacio y la ciudad.
Tamsin instó a su montura a avanzar, pero se vio bloqueada por
un carro que se había quedado atascado. El arco del túnel no era
ancho ni largo, pero los gitanos no parecían estar dispuestos a
atravesarlos en grupos pequeños. Un macizo par de puertas de
madera y hierro cerraba normalmente el extremo exterior del túnel, y
ahora estaba abierta sólo una de ellas, lo cual frenaba la salida para
todos. Su caballo empezó a ponerse nervioso y alzarse de manos, y
por un momento temió perder el control del animal. Se inclinó hacia
adelante y le acarició el musculoso cuello al tiempo que le hablaba
en tono tranquilizador, y lo llevó lentamente hacia la salida.
Cuando el caballo salió por fin al aire libre, Tamsin respiró
aliviada y lo guió colina abajo en dirección a la ciudad. Los diminutos
cascabeles de cobre que bordeaban la manta y decoraban la brida
del animal tintineaban suavemente. Cuando dejó atrás el ingente
grupo de gitanos que avanzaba por la calle principal de la ciudad,
buscó con la vista a Malise y a sus guardias, y también a William.
En las afueras del pueblo vio a Malise y los que le acompañaban
cruzando un ancho páramo. Un mínimo apretón de piernas hizo
saltar a su montura y lanzarse al galope en pos de ellos. Tamsin
agachó la cabeza y apretó las rodillas, segura de que podría cubrir
la distancia. Momentos más tarde, se irguió y tiró de las riendas para
aguzar la vista al frente. Qué tonta había sido, se dijo, al creer que
podría detener a varios hombres armados e impedirles que se
llevasen a la pequeña reina a donde se les antojara. A lo mejor
Malise se llevaba a la niña a un lugar seguro. Pero entonces recordó
el rostro afligido de María de Guisa en aquella ventana del palacio.
Estaba segura de que Hamilton no se había llevado a la pequeña
reina con el consentimiento de su madre.
Hizo dar la vuelta al caballo, sintiendo su fuerza, tensa y
contenida. A su espalda, los gitanos se dirigían fuera de la ciudad,
hacia el páramo. Se volvió y vio a lo lejos un grupo de jinetes que
cabalgaban hacia el oeste, en dirección a unas colinas.
Seguramente se trataba de William y los otros, que perseguían a los
hombres disfrazados de gitanos. Controlando el inquieto caballo,
volvió a mirar hacia el este, donde Malise y sus guardias se alejaban
con la pequeña reina.
Transcurrieron varios instantes mientras pensaba qué debía
hacer, pues sabía que no podría detener a Malise sin ayuda. Se
acordó de los guardias que se estaban aprestando para partir
cuando ella se fue, y comprendió que la reina viuda debía de haber
pedido ayuda y que Hamilton pronto tendría a alguien
persiguiéndole. No se perdería su pista. Esa idea la hizo decidirse.
Se agachó de nuevo y lanzó a su montura en dirección oeste, en
dirección a William. De todos los hombres posibles, él era el que
podía impedir que Malise Hamilton se llevara a la reina; de todos los
hombres posibles, él era el que se merecía la oportunidad de
intentarlo.
Capítulo 30

O es un demonio del infierno,


o su madre es una bruja.
Yo no habría vadeado esas oscuras aguas
ni por todo el oro de la Cristiandad.
«Kinmont Willie»

William iba inclinado en la dirección de donde provenía el viento


mientras su semental negro, prestado por Baptiste, galopaba sobre
el páramo. Perris cabalgaba a su lado, y John Faw y Baptiste Lallo
justo delante de él. El caballo era rápido, poderoso y ágil, y llevaba
con facilidad un hombre con armadura y varias armas en la silla, lo
cual, William estaba seguro, no estaba acostumbrado a transportar,
por tratarse de un caballo gitano.
Los cuatro hombres que perseguían ya habían desaparecido
entre las colinas. Miró al frente y no vio ni rastro de ellos. Pensó en
la posibilidad de dar la vuelta para ir a buscar más hombres y
organizar una búsqueda más amplia, cuando oyó que Perris le
gritaba.
Volvió la cara. Perris señaló a su espalda con un gesto. William
se volvió en la silla y vio un caballo que les seguía, negro como el
suyo, surcando la creciente oscuridad como una sombra. Entonces
acertó a ver fugazmente la larga cabellera negra del jinete ondeando
al viento y las faldas levantadas sobre las piernas desnudas, y soltó
un juramento furioso.
Dio la vuelta y se acercó hasta el jinete.
—¿Qué estás haciendo aquí? —gritó a Tamsin—. ¡Da la vuelta!
—¡Hamilton! —chilló ella, frenando su caballo a la altura del de
William—. ¡Hamilton tiene a la reina!
—¿Qué? —dijo él, deteniendo su montura.
Tamsin se situó a su lado.
—Se ha llevado a la reina —dijo sin resuello—. Le he visto,
después de que os fuisteis vosotros. Le acompaña una guardia
armada, por allí. —Señaló hacia el este—. Madame ha enviado
varios guardias tras él.
William se volvió en su silla y llamó a Perris y a los otros, que
habían dado la vuelta. Les explicó lo que Tamsin acababa de
decirle, y Perris hizo un gesto de asentimiento.
—Santo Dios —dijo Perris—. Había oído rumores de la
existencia de un segundo plan para secuestrar a la reina, un
complot escocés para desposarla con el hijo del propio regente,
pero no tenía pruebas. Aunque, como Malise es medio hermano
bastardo del regente, esto no me sorprende del todo.
—Si se dirigen hacia el este, es posible que pretendan llevarla al
castillo que tiene el regente en la costa —dijo William.
—Hemos de ir tras ese Hamilton —dijo Baptiste, que estaba
escuchando—. Los hombres que iban disfrazados de gitanas hace
tiempo que han desaparecido. No han conseguido lo que se
proponían, así que ¿para qué preocuparnos? ¡Es ese Hamilton el
que tiene el tesoro que buscáis!
—Así es —dijo William. Miró a Tamsin—. Regresa al palacio.
Nosotros le perseguiremos.
Ella se limitó a mirarle, ladeando la cabeza en un gesto
decididamente nada convencido. William comprendió que no tenía
intención de obedecer, y él no tenía tiempo de discutir. De modo que
simplemente torció en dirección este, y todos los demás dieron
media vuelta y se lanzaron tras él.
***
La luna se elevaba grande y blanca, derramando una luz
plateada sobre las colinas y los páramos. Mientras las sombras que
les rodeaban iban oscureciéndose cada vez más, William y los otros
cabalgaban lo bastante cerca para ver a Malise y a sus hombres
delante. Fue Perris quien descubrió a los guardias enviados por la
reina cruzando los páramos, y se los señaló a William antes de
volver sobre sus pasos para dirigirse a su encuentro.
William condujo al resto. Los cuatro montaban caballos gitanos,
rápidos y vigorosos, entrenados para obedecer al menor gesto de la
pierna o la mano del jinete. Tamsin cabalgaba ahora a su izquierda,
y él la miró; a pesar de su preocupación por su seguridad, se
alegraba de que estuviera allí. Cuando ella le miró a su vez, William
le envió una pequeña sonrisa y se tocó el borde del yelmo, y acto
seguido se lanzó hacia adelante, sabiendo que ella y sus
compañeros gitanos cabalgaban detrás de él a galope tendido.
En esto oyó un grito, y al mirar hacia atrás vio a Perris y los
guardias que le seguían no muy lejos. Les hizo un gesto con la
mano para que continuaran adelante.
En cuestión de momentos, unieron sus fuerzas con la guardia
real. Pocas palabras cruzaron entre sí, pues el tiempo no permitía
nada más. Las órdenes y la aceptación de las mismas se daban
mediante gestos, la expresión de la cara y la intuición. Cabalgaron
juntos, veloces y en silencio, y llegaron a pisarles los talones a los
guardias de Hamilton.
La guardia real les interceptó como si fueran ladrones de ganado
entre un rebaño de vacas, dispersándoles, desviándoles de su
camino. Lanzas y espadas relampaguearon en un juego de sombras
y destellos de luna en el enfrentamiento de unos hombres contra
otros. William cargó hacia el centro del grupo y se volvió sólo para
indicar a Tamsin que se alejara de allí y para decir por gestos a John
y a Baptiste que la obligaran a obedecer.
Descubrió a Hamilton a lomos de un caballo de pelo claro y se
dirigió hacia él, estorbado por los desordenados movimientos de los
caballos que le rodeaban. Hamilton se separó del grupo y salió
disparado por el páramo, con su bulto firmemente sujeto en los
brazos y el yelmo brillando cada vez que se volvía a mirar a su
espalda.
William espoleó a su caballo tras él, una vez que consiguió por
fin dejar atrás los demás caballos. Se lanzó al galope a través del
páramo con el semblante severo, siniestro, decidido. Momentos
después notó que Baptiste, John y Tamsin venían detrás y al lado de
él, ajustando la velocidad a la suya, golpeando el suelo con los
cascos, haciendo que el corazón se le acelerase cada vez más. Los
otros guardias se habían lanzado en persecución de los hombres de
Hamilton.
A medida que iba acortando la distancia, distinguió la mancha
borrosa de una cabecita y oyó un débil grito robado por el viento.
Sintió cómo le invadía la furia, pura y desesperada, seguida de una
profunda necesidad de defender y proteger a aquella criatura que le
colmó de firme propósito. Continuó galopando en aquel caballo que
reaccionaba a la más leve orden que él le diera.
No miró para ver quién cabalgaba con él. El retumbar de los
cascos de todos los caballos juntos parecía hacer temblar el suelo
mismo. Momentos después, mientras las sombras se intensificaban
y la luna subía más en el cielo, William tuvo la sensación de que el
caballo aminoraba la marcha, como si sus largas y seguras
zancadas se volvieran más inciertas. Le oyó relinchar. Sensible a las
señales del caballo, igual que lo era éste a las señales suyas, miró
hacia abajo. El suelo desigual y cubierto de hierba relucía a la luz de
la luna. Allá delante, por donde iba Hamilton, las oscuras sombras
de los parches de hierba se mezclaban con minúsculas e
interminables cadenas de charcos semejantes a espejos negros.
Terreno pantanoso, pensó William, y juró en voz alta.
Naturalmente, se dijo, pues galopaban en dirección este, hacia el
mar, donde se hacían más numerosas las acuosas y traicioneras
ciénagas que plagaban buena parte de Escocia. Fue frenando
gradualmente, para permitir que su caballo escogiera el camino a
través del cenagal. Miró hacia abajo y vio cómo se hundían las
patas del animal a cada paso.
Gritó y se giró para advertir a los otros que tenían que retroceder.
Ellos también lanzaban miradas al suelo y veían el peligro, y
vacilaron. Algunos de ellos se retiraron hasta el terreno más sólido
que acababan de dejar.
Tamsin avanzó a lomos de su caballo, tan negro como el de
William. Le miró, y William comprendió que la animaba la misma
resolución que a él. El peligro les rodeaba; el terreno tenía poder
propio para absorberles y derrotarles, pero ellos no pensaban
detenerse. Le hizo un silencioso gesto afirmativo en respuesta a la
mirada interrogante que le dirigió ella. Juntos, instaron a sus
caballos a avanzar sobre el blando suelo con cuidado, mirando
abajo y al frente. Si Hamilton podía continuar, ellos también.
El brillo de la luna creaba un ancho sendero que seguir, pues
convertía las zonas de agua en azabache pulido, mientras que los
trozos de hierba presentaban una textura rugosa. Los caballos se
movieron con prudencia mientras William escrutaba la oscuridad en
busca de terreno más seguro.
Vio a Hamilton bordeando el cenagal como una sombra, como
un loco, cabalgando demasiado deprisa, obligando a su caballo a
forzar la marcha, lanzando miradas nerviosas a su espalda.
Entonces su caballo de color pálido tropezó, se recuperó, y después
volvió a tropezar, se debatió, y hundió las patas delanteras en el
cieno.
William espoleó a su montura, asumiendo el riesgo, rezando por
que el instinto del caballo fuera tan bueno como él creía que era. No
miró atrás, sino que estimuló al caballo con las manos, las rodillas y
la voz mientras mantenía la vista fija en el hombre que llevaba la
niña y su caballo, que ahora ya no le sacaban tanta ventaja.
Al acercarse oyó relinchar al caballo de Hamilton. Éste luchaba
por manejarlo sin dejar de sostener a la niña en el brazo izquierdo.
El animal forcejeó de nuevo, y esta vez se hundió de las patas
traseras. Se tambaleó hacia un lado, luchó por salir de la trampa, y
volcó niña y jinete en el denso lodo negro.
Tamsin lanzó un alarido. William sintió que el suelo se deslizaba
bajo los cascos de su caballo, y entonces saltó de la silla. Se hundió
en el cieno hasta la altura del tobillo y dio un paso que le cubrió
hasta la pantorrilla, la sacó y siguió corriendo. Atravesó la ciénaga
hundiéndose una y otra vez, hasta el tobillo, hasta la rodilla, en una
ocasión hasta la cadera, cada paso más incierto que el anterior en
medio del lodo rezumante. Delante de él, el caballo de Hamilton
encontró terreno firme y logró liberarse y alejarse en la oscuridad.
Sin embargo, Hamilton se quedó atrapado en el cieno gritando y
agitando los brazos.
—¡Malise! ¡Ya voy! —gritó William. Ya no era el único que se
encontraba en la parte acuosa de la ciénaga, pues oyó gritos y
chapoteos a su espalda, y al volverse vio que los otros estaban
desmontando y abandonando sus caballos.
Siguió avanzando, hundiéndose, levantándose, hasta que estuvo
completamente cubierto de barro y humedad, encenagado y frenado
por el peso de las ropas mojadas y el lodo que se le había colado en
las botas y que tiraba de él a cada paso.
Ya se encontraba a menos de diez metros de Hamilton. Vio su
cara a la luz de la luna, y también la cabecita de color claro de la
pequeña. Cuando la oyó llorar con su vocecita enfadada, sintió una
oleada de alivio.
—¡Malise! —gritó otra vez—. ¡Quédate ahí! ¡Espera!
Se lanzó hacia adelante, pero volvió a caer. Ahora su fuerza
actuaba en contra suya. La masa gruesa y viscosa empezó a
succionar sus piernas y sus manos mientras trataba de asirse a
algo. El olor a rancio resultaba abrumador. Por mucho que se
esforzara, no lograba acercarse a Hamilton.
Vio que éste se debatía también, ya hundido hasta el pecho en
un negro agujero de cieno acuoso. Sostenía en alto a la niña, que
lloraba lastimera. William se giró con desesperación, y vio que los
otros venían hacia él, pero que se hundían y caían en el lodo.
—¡Quedaos ahí! —vociferó. En ese instante vio un parche de
hierba, rodó sobre él y quedó tendido de costado. Intentó deslizarse
hacia adelante, pero sintió que sus manos se hundían otra vez en la
ciénaga.
—¡Will!
Miró a su espalda. Tamsin se arrastraba hacia él reptando sobre
su vientre. Baptiste y John estaban detrás de ella, ambos hundidos
hasta las rodillas, arrastrando una larga rama de árbol llena de
hojas. Alguien debía de haber salido de allí para cortarla, pensó
William, agradecido, sabiendo que les sería de utilidad.
Tamsin se acercó unos centímetros más.
—¡William! —le llamó.
Él quiso protestar, pero se dio cuenta de que ella podía ayudarle.
Se retorció sobre el pedazo de suelo relativamente sólido que había
encontrado y estiró una mano hacia ella.
—Ven aquí —le dijo.
La agarró de la muñeca y tiró de ella para izarla hasta el
pequeño islote de hierba. Tamsin se deslizó y quedó medio sentada,
recostada sobre él, los dos cubiertos de lodo.
—Tamsin —dijo William—. Tú puedes alcanzar a Hamilton y a la
niña, pesas menos que cualquiera de nosotros. Nosotros nos
hundimos a cada paso, pero tú puedes avanzar más, y con más
facilidad.
Ella asintió, sin aliento, comprendiendo lo que él decía.
—¿Podrían ahogarse? —preguntó—. ¿Es que no puede salir?
—Se está hundiendo —contestó William, pasándose una mano
por la cara. De repente se dio cuenta de que había perdido su yelmo
en alguna parte—. No consigue encontrar un sitio al que agarrarse.
Hemos de llegar hasta él enseguida.
Tamsin asintió sin hacer comentarios. Una vez más, William se
maravilló por la facilidad que demostraba para aceptar las cosas,
por su capacidad para manejar la tensión y el miedo. La hija de un
ladrón de ganado, pensó con orgullo, y apoyó una mano en su
hombro en un silencioso gesto de amor, seguridad y gratitud.
Detrás de ellos, Baptiste les acercó el extremo de la rama.
William lo asió y se puso de rodillas. Las calzas rezumaban lodo,
pero aquel parche de terreno cubierto de hierba era seguro. Sopesó
la robusta rama y empezó a deslizarla a través del traicionero
espacio que había delante con la esperanza de descubrir, con el
otro extremo, un lugar seguro donde anclarla como si fuera un
puente.
—¡Will! ¡Will! —gritó Hamilton, agitando un brazo—. ¡Por Dios,
ayúdame! —Mientras gritaba, sujetaba a la niña cerca de su cabeza.
La pequeña consiguió liberar un brazo y agitarlo en el aire, llorando
a lágrima viva. A Hamilton estuvo a punto de escapársele de la
mano su cuerpo inquieto envuelto en sedas empapadas.
—Oh, Dios —exclamó Tamsin con voz ahogada.
—No la soltará —dijo William tratando de equilibrar la pesada
rama.
—No la soltará —repitió Tamsin mientras William acercaba la
rama hacia Hamilton. Entonces el otro extremo tocó el fluido, se
inclinó y empezó a hundirse.
Tamsin abandonó el parche de hierba y se introdujo de pie en la
ciénaga mientras William se apresuraba a sujetar un extremo de la
rama. Avanzó deslizándose en las negras aguas, que le llegaban a
la altura del pecho. Con una mano sobre la rama, fue acercándose a
Hamilton. En el otro extremo, luchó por sacar la rama del cieno;
estaba atascada y se hundía cada vez más.
La niña seguía llorando, ahora con un insistente gemido.
Hamilton tenía el semblante pálido y contorsionado y las manos
negras de barro mientras trataba de sostener a la pequeña por
encima del nivel de la ciénaga que le iba tragando poco a poco.
Tamsin tiró fútilmente de la rama. William se metió en la charca
con ella. El lodo le absorbía a cada paso que daba, hundido hasta el
pecho. Notó que la rama se movía detrás de él, y vio que John y
Baptiste intentaban estabilizarla. El llanto trémulo de la pequeña
flotaba sobre la ciénaga con un eco fantasmal. Aquel sonido
asustado y desvalido le llegó al corazón. William olvidó quién era la
niña, lo que representaba; reaccionó tan sólo a su profunda
necesidad de proteger. Incluso hacia Hamilton, en aquel momento,
sólo sentía el impulso natural de un ser humano que trata de ayudar
a otro que lo necesita.
Lanzó un poderoso gruñido y se abalanzó a través del cieno,
quebrando la pegajosa fuerza que tiraba de sus pies, y entonces,
por obra de algún milagro, encontró una base más firme sobre la
que apoyarse.
Introdujo la mano en el lodo, pasó un hombro por debajo de la
rama y logró arrancarla de la ciénaga. Entonces se deslizó hacia
adelante, sujetándola sobre el hombro. Hamilton estiró un brazo
para agarrar el extremo. William la empujó más hacia él,
equilibrando, esperando. Tamsin tendió a Hamilton su mano
izquierda.
—¡La niña! —gritó—. ¡Dadme la niña!
Su mano quedaba claramente visible a la luz de la luna, una
estrecha cuña de forma curva y un pulgar. William se fijó en que
Tamsin ni siquiera era consciente de ello, y que Malise no se dio
cuenta.
—¡Cógela! —gritó Hamilton, alargando el pequeño y nervioso
bulto hacia Tamsin. Ella estiró los brazos todo lo que pudo y
estrechó a la niña contra sí. Con la pequeña segura en su brazo
izquierdo, se agarró de la rama con el otro brazo y empezó a
retroceder.
William extendió la mano para tocar el hombro de Tamsin, y
consiguió asir la espalda empapada de su vestido y atraerla hacia sí
mientras ella sostenía a la niña, que lloriqueaba y se aferraba de su
cuello. Empujó a las dos hacia Baptiste y John, que estaban
agachados detrás de él sobre el islote de terreno sólido.
Una vez que Tamsin y la pequeña reina fueron izadas hasta un
lugar seguro por los gitanos, William dio media vuelta. Notó un
fuerte tirón en la rama que sujetaba, provocado por Hamilton al
agarrarse de ella. Luchó por sostener la pesada rama en alto,
sintiendo cómo sus pies empezaban a hundirse de nuevo. Conforme
Hamilton iba arrastrándose a lo largo de la rama, William fue
retrocediendo poco a poco, a impulsos, como si fuera un gigante
cargando con el peso del mundo sobre sus hombros. El lodo le llegó
a la altura del pecho cuando se hundió un poco más en su esfuerzo
por sacar a Hamilton de allí.
Entonces notó un ligero alivio del peso que soportaba y vio que
John y Baptiste habían agarrado la rama y estaban tirando de ella
hacia atrás con fuerza firme y sostenida.
—¡Rya! —chilló John Faw, tendiéndole la mano—. ¡Agarraos!
William extendió un brazo hacia atrás y aferró la muñeca de
John. El viejo gitano era como un toro, fuerte y compacto, y tiró de
William con todas sus fuerzas hasta que éste sintió cómo la ciénaga
aflojaba su presa.
Enseguida logró sentarse sobre el pedazo de suelo firme y
agarró la rama junto con los dos gitanos. Entre los tres tiraron para
acercar a Hamilton. John y Baptiste se deslizaron fuera del islote y
retrocedieron hasta la parte menos profunda de la ciénaga.
William se volvió y vio que Hamilton se subía sin ayuda al parche
de hierba. Permanecieron un instante sentados el uno al lado del
otro, jadeantes y totalmente cubiertos de barro.
—Dios santo —dijo Malise—. Por el infierno, soy un idiota.
—En efecto. —William sorbió y se limpió la frente con el brazo.
—No pretendía causarle ningún daño —dijo Malise—. Hablé con
varios nobles escoceses, que me convencieron de que si la
pequeña reina se desposaba con mi sobrino, el hijo menor del
regente, las cosas podrían irles bien a Escocia y a los Hamilton, y
también a la propia María Estuardo.
—Ah —dijo William—. ¿Así que se trataba de eso?
—Sí. —Malise bajó la cabeza—. Estábamos convencidos de que
con este plan mantendríamos a salvo a la reina, a salvo del rey
Enrique.
—Ha sido una temeridad —dijo William—. Por parte de todos.
Malise se llevó una mano a la cara.
—Por Dios, Will Scott, te debo la vida. Además, tú y la gitana
habéis salvado a nuestra reina.
—La gitana —replicó William— es mi esposa.
—Está bien. Tu esposa. —Malise se dejó caer pesadamente—.
La madrastra de Katharine.
—Así es. —William le miró—. No es la primera vez que te quito
un niño, Malise. Tu propia hija, y después los derechos sobre tu
nieta. En esos dos casos, lo lamento; pero en este último no pienso
ofrecerte ninguna disculpa. Y vas a tener que enfrentarte a la reina
viuda y a tu gobierno. Y también a tu regente. —Se incorporó y le
tendió la mano.
—Will Scott —dijo Malise—. Yo no tuve nada que ver en la
muerte de tu padre. Quiero que entiendas eso. Te confiné en aquel
encierro cuando eras un muchacho porque así me lo habían
ordenado. Pero yo no ahorqué a tu padre. Esta noche me has
salvado la vida, y la de nuestra reina. Te debo la verdad, y cuando
dispongamos de tiempo para hablar, te contaré la historia completa
de lo sucedido aquel día.
William le miró fijamente, entumecido y exhausto. Lo único que
pudo hacer fue mover la cabeza afirmativamente. Malise se puso en
pie, pero no cogió la mano que William le ofrecía. Saltó a la parte
menos profunda de la ciénaga y emprendió el regreso sin pronunciar
palabra, igual que hizo William.
Más adelante, cerca de los dos caballos negros, William vio a
Tamsin. La muchacha le estaba esperando con la pequeña reina
envuelta en una manta de caballo gitana, segura en sus brazos.
William recorrió penosamente los últimos pasos que le separaban
de ella y le tendió una mano. Tamsin corrió hacia él con un grito
ahogado de alivio. William las abrazó a ella y a la niña,
profundamente feliz de oír el indignado lloriqueo de la reina de
Escocia. Tamsin reía y lloraba a la vez, y él sonrió contra su cabello
mojado y con olor a turba.
Rió también, igual que ella, sin decir nada, sin aliento. Mientras
la pequeña se chupaba el puño sucio, él las besó a ambas y las
sintió dulces, llenas de barro y llorosas bajo sus labios.
Tamsin levantó el rostro para mirarle, y él le inclinó la barbilla con
un dedo y le acarició suavemente la mejilla antes de besarla otra
vez. La notó tibia y suave bajo su contacto, y supo que ella era todo
lo que iba a necesitar en su vida.
Al levantar la vista vio a Perris, que venía hacia ellos. Dio una
palmada a William en el hombro y saludó a Tamsin con una breve
inclinación.
—Mi señora —le dijo—. Señora de Rookhope. Todos estamos en
gran deuda con vos. Habéis velado por la seguridad de la reina de
Escocia.
—Lo hemds hecho entre todos —dijo ella, sonriendo.
Perris le tendió una mano. Ella le ofreció su sucia mano derecha,
y él le besó los dedos como si ella misma fuera una reina.
—No dudéis de que recomendaré que se os recompense
debidamente a los dos —dijo.
William se fijó en que Tamsin cerraba la mano izquierda en un
puño y la escondía entre los pliegues de la manta que envolvía a la
niña. Frunció el ceño y la rodeó con un brazo. En ese instante se dio
cuenta de que tal vez Tamsin hiciera ese gesto durante el resto de
su vida, por costumbre. No importaba cuántas veces le dijera él que
era hermosa, o cuántas veces le dijera que la amaba, cosa que
haría a diario; posiblemente, Tamsin conservaría siempre algo de
aquella inseguridad.
—Una mujer encantadora —dijo Perris—. Eres un hombre
afortunado —le dijo a William con una sonrisa triste, y acto seguido
se fue.
William se volvió hacia Tamsin y tomó a la pequeña reina de sus
brazos para acomodar aquel dulce, bendito peso en el hueco del
codo. Las diminutas manos de la niña se aferraron de su cuello y su
cabecita redonda, tibia y sedosa se apoyó contra su mejilla. Él
estrechó a la pequeña contra sí y cerró los ojos por un instante al
tiempo que le inundaba una poderosa ola de amor, de simple e
infinito agradecimiento.
Después extendió el brazo para coger la mano izquierda de
Tamsin y besó la pequeña cuña que se curvaba sobre los dedos de
él sin apartar la mirada de los ojos de la muchacha.
La sonrisa lacrimosa que ella le obsequió, iluminada por el
resplandor de la luna y por su propia felicidad interior, hizo que sus
ojos relumbraran con incandescente belleza. Y aquella felicidad, se
dijo William, ya era suficiente recompensa para él.
Epílogo

HAY consuelo para el que no lo tiene,


hay miel para la abeja,
hay consuelo para el que no lo tiene,
no hay nadie más que tú para mí.
«The False Lover Won Back»

—¡Nueve leones! —Archie miraba a Tamsin, sentada al otro lado


de la mesa—. ¡Has vuelto a llevarte los nueve leones! —Emitió un
sonido de disgusto y arrojó sus cartas sobre la mesa.
Tamsin recogió la pila de pequeñas monedas hacia ella.
—Puedes estar contento de no estar jugando con monedas
mejores que éstas —le dijo—. Así no voy a vaciaros los bolsillos a
ninguno. Los leones casi no valen nada. —Fue echando las
delgadas monedas de una en una en una bolsita de terciopelo,
dejando que tintineasen para quitar importancia a su victoria, y
sonrió traviesamente a su padre y a su tío abuelo.
—¿Te has fijado? —dijo Cuthbert—. Tiene su propia sonrisa
malvada, Archie. Vamos, Tamsin, di la verdad. ¿Cómo es que ganas
a las cartas todo el tiempo?
—Son trucos egiptanos —musitó Archie—. Prestidigitación.
—Suerte —dijo Tamsin, mirando ceñuda a su padre—. Y
habilidad para recordar las cartas.
—¡Suerte! Es casi imposible jugar a esto contigo. He ganado tres
veces en los meses que llevo viniendo a Rookhope a echar unas
partidas a las cartas. Sólo tres veces.
—Se le dan bien las cartas de figuras —admitió Cuthbert.
—No sé por qué armáis tanto alboroto cada vez que gano —dijo
ella—. Cuando jugáis con lady Emma, nunca protestáis por perder.
Y ella es tan buena como yo, si no mejor.
—¿Por qué envidiar a Tamsin porque tenga un poco de suerte?
—preguntó Cuthbert—. Los gitanos creían que la chica traía muy
mala suerte.
—Así es —gruñó Archie—. Mala suerte a los que juegan a las
cartas con ella.
Tamsin sonrió y se levantó de la silla alisándose la falda.
—Es tarde. Tengo que ir a ocuparme de los niños.
—¿Con nuestro dinero? —dijo Cuthbert—. ¿Con qué vamos a
apostar, si te vas a cantarles baladas a los niños?
—Si no hiciera tanto frío, estaríamos haciendo una incursión en
Inglaterra, y no aquí sentados jugando a las cartas —masculló
Archie.
—Mis huesos ya son demasiado viejos para eso, si es que los
tuyos no. Y ya no resulta tan divertido como antes —le recordó
Cuthbert—, ahora que Jasper Musgrave se pasa el día entero en la
cama y apenas habla, y se limita a comer gachas como un niño.
—Sí —gruñó Archie—. No quiero robarle ganado a un hombre
que ha sufrido una apoplejía. —Golpeó las cartas sobre la mesa
para mezclarlas y amontonarlas de nuevo—. Hacía poco que había
llevado yo a Jasper de vuelta a su castillo cuando cayó enfermo,
aquella vez en que le capturé sin que se diera cuenta… Y debo
recordaros que fui muy inteligente, porque le cubrí la cabeza con
una bolsa al llevarle de regreso a casa y no llegó a enterarse de que
había sido yo quien le tuvo una semana prisionero. Y cuando el
regente envió sus hombres a apresarle, nos enteramos de que se
alteró tanto que tuvo un ataque muy grave, perdió el habla y tuvo
que guardar cama. Ahora que su hijo está en una prisión de Escocia
con ese Malise Hamilton, siento un poco de lástima por él, de veras.
—Jasper y tú no habéis dejado de fastidiaros el uno al otro
desde antes de que yo naciera —dijo Tamsin—. Yo diría que los dos
os echáis de menos.
—Así es —dijo Archie—. Pero ahora yo tengo otros asuntos que
atraen mi atención. —Movió las cejas.
—¿Se lo has preguntado ya? —dijo Cuthbert en voz baja.
Archie se puso colorado.
—No.
—Pregúntaselo —siseó Cuthbert.
Tamsin contuvo una sonrisa y observó cómo su padre recorría
con la vista la habitación. Lady Emma estaba cosiendo una tela de
lino y conversando en voz baja con Helen y Perris. Como si
adivinase que Archie la estaba mirando, volvió la vista hacia atrás y
sonrió. Archie se aclaró la garganta y dejó las cartas.
Tamsin también miró alrededor de la habitación y se dio cuenta
de que William, que les había dejado hacía un rato, aún no había
vuelto. Se preguntó qué le habría demorado. Descubrió
inmediatamente que estaba ansiosa por oír sus pasos y su risa, la
cual se había vuelto más enérgica y vigorosa, y mucho más
frecuente, en los dieciocho meses que habían transcurrido desde
que les casó un sacerdote.
Archie introdujo la mano en la bolsa de cuero que llevaba en la
cintura y extrajo una moneda de cobre.
—Mira lo que tengo —dijo, sosteniendo la moneda en alto para
que la luz del fuego arrancara destellos al reluciente metal.
—¡Un babbie! —exclamó Tamsin.
—En efecto, un babbie, acuñado en honor de la coronación de la
pequeña reina en Stirling, dos semanas después de que Will y tú la
rescatarais de aquel malvado complot. Son muy raros de encontrar.
Tamsin extendió la mano izquierda, Archie depositó la moneda
en la pequeña cavidad y ella la cogió.
—¡Oh! Lleva un precioso retrato de nuestra reina María.
—Ja, a nuestra muchachita le gustan mucho las cosas que
brillan. Eso se debe a su sangre gitana —dijo Archie a Cuthbert.
Extendió el brazo y le arrebató la moneda de la mano—. Volverás a
verlo cuando me lo ganes, pequeña.
—En ese caso vamos a jugar al Primero —dijo ella—. Mis nueve
leones por el babbie.
—Al Primero, bah —dijo Archie—. ¡Es un juego de niños!
—¿Qué es un juego de niños? —preguntó William, haciéndose
oír por encima de un estruendo al tiempo que entraba en la
habitación.
—¡William! ¡Oh, y los pequeños granujas! ¿Qué sucede, cariño?
Tamsin corrió hacia William, que traía los brazos ocupados por
dos bultos envueltos en mantas. Sus dos hijos gemelos, de cabello
oscuro, de seis meses de edad y ambos llorando cada vez más
fuerte, miraron a su alrededor entre lágrimas y esperanzados al oír
la voz de su madre.
Tamsin cogió uno de los niños, Allan, y dejó que William
sacudiera un poco al pequeño Archie.
—Estoy totalmente metido en juegos de niños —dijo William—.
Subí la escalera y oí el lloriqueo, y me encontré con que la pobre
niñera estaba exhausta. Le he dicho que me traería a estos dos aquí
abajo durante un ratito. Y a Katharine, que también quería venir… —
Se dio la vuelta—. ¿Kate? ¿Dónde te has metido, brujilla? Ah, estás
ahí. —Su voz destilaba placer.
La pequeña se asomó por la puerta y le observó en silencio, con
el pulgar bien metido en la boca, con sus ojos azules muy abiertos y
de mirada fija bajo una corona de oscuros rizos.
—Parece cansada —comentó Emma.
—Ven aquí, cariño, ven a ver el babbie que tengo —la llamó
Archie, mostrando su brillante moneda. Katharine fue anadeando
como un pato hasta su abuelo y se le subió encima de las rodillas.
Helen se apresuró a coger al pequeño Archie de brazos de William,
mientras que Emma se encargaba de Allan, deseosa como siempre
de derrochar su amor con los niños.
Perris se sentó a empezar otra partida nueva con Archie y
Cuthbert, y William tomó a Tamsin del brazo y la condujo hacia la
ventana. Desde allí contemplaron el crepúsculo invernal, el cielo
teñido de violeta, naranja y añil que se reflejaba en las colinas
nevadas.
Recortado contra el brillante cielo, un roble aislado se elevaba en
la cresta de la colina que estaba frente a Rookhope, con sus brazos
desnudos y retorcidos en intrincado y espeso ramaje. Tamsin miró a
William y vio que él tenía la mirada fija en aquel viejo árbol, solitario
y magnífico, bajo el cual estaba enterrado su padre, Allan Scott.
—A él le alegraría saber que ahora hay dos nuevos rufianes en
Rookhope —murmuró Tamsin—. Allan y Archie, los dos de pelo
oscuro y carácter fuerte, y, según tengo entendido, la viva imagen
de tu padre. Y de ti —añadió, deslizando los brazos alrededor de su
cintura.
—Sí —contestó él suavemente, estrechándola contra sí—. Le
alegraría saberlo. —La besó en la coronilla y siguió contemplando el
viejo roble.
—Will —dijo Tamsin—. Es posible que pronto mi padre le haga
una pregunta importante a tu madre. ¿Lo sabías?
—Me lo estaba imaginando —respondió él. Tamsin percibió una
sonrisa en su voz—. Me insinuó que podía estar interesado en
cortejar a alguien y en casarse de nuevo, después de todos estos
años.
—Creo que siempre ha estado un poco enamorado de tu madre,
desde los tiempos en que él y Allan Scott eran unos jóvenes
rufianes —dijo ella en voz queda—. En cierta ocasión me dijo que le
había desilusionado que ella se fuera tras la muerte de tu padre y se
hubiera casado con otro hombre.
—A lo mejor no estaba preparada en aquellos días para estar
con alguien que le recordaba tanto a Allan Scott —dijo William—.
Pero ahora ya lo está. Para mí sería un honor tener de padrastro a
Archie, pues ya le tengo por suegro. Si se lo pide, creo que ella dirá
que sí; se sonroja igual que una chiquilla cuando él la mira.
Tamsin sonrió.
—¿Y te has fijado en el modo en que se miran Perris y Helen
últimamente? Ahí también hay una boda, si no me equivoco.
—Oh, bueno —dijo William—. Eso siempre lo he supuesto. No
sé por qué Perris ha esperado tanto tiempo. Al fin y al cabo, Paris y
Elena se amaban en la leyenda. Es el destino. —Apoyó la barbilla
en la cabeza de Tamsin por un instante—. Tamsin —dijo—, quiero
enseñarte una cosa. —Introdujo la mano en su jubón desabrochado
y sacó un pergamino doblado.
—¿Qué es eso? —preguntó ella al tiempo que lo cogía.
—Por fin abrí la caja que me regaló mi madre, la que contenía
las cosas de mi padre. Confieso que no he tenido valor para abrirla
hasta ahora. Pero ahora que estoy acostumbrado a ser padre, he
pensado que ya era hora de… visitar a mi padre otra vez, de
manera sencilla. Sin embargo, no esperaba encontrar esto. Se trata
de una carta escrita de su puño y letra.
Tamsin no la abrió, pues comprendía que aquel texto escrito por
la mano de su padre debía seguir siendo particular de William.
—¿Qué dice?
—Escribió la carta semanas antes de morir —contestó él—. Dejó
por escrito su voluntad.
—¿Un testamento? —preguntó Tamsin con un hilo de voz.
—No —respondió William—. Una declaración del deseo de que
su hijo y heredero William Scott, que entonces contaba trece años,
se casara con la hija de su amigo más íntimo, Archibald Armstrong
de Merton Rigg. Escribió ahí que esa unión constituía su deseo más
querido.
A Tamsin se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Oh, Will —dijo, inclinando la cabeza para apoyar otra vez la
mejilla en la de William—. Oh, Will.
William le acarició suavemente la cabeza, deslizando los dedos
por el pelo trenzado.
—Tamsin, mi pequeña, ya sabes lo que significa eso.
—Sí —susurró ella, girando la cabeza para besarle—. Ha sido
obra del destino, que ha actuado entre nosotros siempre, desde el
principio.
NOTA DE LA AUTORA

EN 1543 existían dos conspiraciones para secuestrar a la pequeña


María, reina de los escoceses. La primera fue idea del rey Enrique
VIII, que deseaba que la niña se casara con su hijo Eduardo y fuera
criada en Inglaterra. El segundo plan tenía que ver con James
Hamilton, conde de Arran y Regente de Escocia durante la minoría
de edad de María, el cual pensaba que la reina debía ser desposada
con su joven hijo. Ambas conspiraciones estaban en proyecto justo
antes de la prevista coronación de la reina en el castillo de Stirling, a
la edad de nueve meses.
El complot inglés dejó de prosperar cuando protestaron los
consejeros del rey Enrique. No está claro lo que sucedió con el plan
escocés, pero es probable que en ese caso también prevaleciera la
razón. Sellado por el destino constituye una versión ficticia de lo que
podría haber ocurrido si los dos planes hubieran ido un poco más
lejos.
En 1553, cuando la reina María Estuardo tenía diez años y vivía
en la corte francesa, el Consejo Privado de Escocia promulgó una
inusitada orden, una renovación de los privilegios concedidos a una
determinada banda de «egiptanos» o gitanos, que anteriormente
había ganado y perdido el favor de Jacobo V en 1540. La joven
reina María, de acuerdo con su madre, que era regente entonces, y
con el consentimiento del consejo, redactó un documento que
garantizaba la seguridad de un jefe gitano concreto y su séquito.
Comienza así: To oure lovit Johne Fawe, lord and erle of Littel Egipte
(A nuestro amado John Faw, señor y conde del Bajo Egipto). La
insinuación de afecto que se desprendía de dicho documento
estimuló mi imaginación y se convirtió en parte de la mezcla de
historia y romance que constituye esta novela.
La palabra «gitano» (en inglés gypsy) se usó por primera vez en
la Inglaterra del siglo XVI para referirse a los grupos trashumantes
de «egiptanos» que llegaron a Bretaña procedentes de Europa a
principios de dicho siglo. Los textos más antiguos, del siglo XIV en
adelante, describen un pueblo errante que viajaba en caravanas de
carromatos y que ya mostraba características que hoy en día
podrían considerarse estereotipos.
Incluso entonces, eran muy diestros con los caballos y el arte de
trabajar los metales. Bailaban, hacían juegos malabares y eran
famosos por su música y también por sus trucos de prestidigitación
y su ingenio para engañar. Además, se les conocía por practicar las
artes adivinatorias, sobre todo la quiromancia, la frenología y el
Tarot. Existen dibujos antiguos de bandas gitanas en los que
aparecen representados individuos de piel oscura y bien parecidos,
vestidos con ropas vistosas, turbantes, pendientes en las orejas y
otros adornos. Hay documentos jurídicos medievales que contienen
acusaciones de rapto de niños, robo de caballos, hurtos en general,
mendicidad y holgazanería. En la mayoría de los países, los
documentos registran persecución, destierro y castigos estrictos.
En el pasado, como ahora, los gitanos de Bretaña se referían a
sí mismos y a su lengua como romaníes. Los europeos de la Edad
Media creían que venían de Egipto, pero los estudios más modernos
de su lengua y sus tradiciones orales indican que probablemente
tuvieron su origen en la India en el siglo XII o XIII, y que tal vez
fueran marginados hindúes que fueron desterrados y se convirtieron
en músicos y artistas itinerantes que vivían de su ingenio y de su
talento.
Atrajeron escasas simpatías en la Inglaterra del siglo XVI, pero
Escocia mostró una mayor tolerancia hacia ellos. Allí, los gitanos
obtuvieron ayuda de la corona. Existen documentos que registran
pagos efectuados a gitanos por procurar entretenimiento en las
cortes reales escocesas, y hay pruebas de matrimonios mixtos
celebrados entre gitanos y escoceses a partir del siglo XVI.
Al describir la quiromancia, los juegos de cartas y los naipes
tarocchi, me he basado en lo que se conocía y se usaba en el siglo
XVI. En aquella época había abundancia de tratados sobre la
quiromancia. Aunque ese antiguo arte era comprendido y muy
practicado por los gitanos, también era considerado una ciencia y
empleado por muchos médicos de Europa.
Los juegos de cartas y el Tarot eran inmensamente populares en
el siglo XVI. Los tarocchi eran un zjuego que se jugaba con puntos,
y que sigue siendo popular hoy día. Incluso en los siglos XV y XVI
existen referencias a gitanos que decían la buenaventura usando las
cartas del Tarot y naipes normales de jugar (una baraja de menos
cartas, pues se le quitaban las figuras o «triunfos», como ellos los
llamaban entonces). La práctica de echar las cartas que aparece
descrita en esta novela estaba de actualidad en la época medieval.
Al igual que en Luna azabache y en Sangre indómita, he
utilizado versos de baladas escocesas para introducir muchos de los
capítulos de este libro. Siempre que me ha sido posible, he escogido
la versión más antigua conocida y me he basado en la colección de
baladas de Francis James Child y de sir Walter Scott. Otras están
sacadas de documentos y literatura contemporáneos.
Espero de corazón que hayan disfrutado de Sellado por el
destino y que hayan encontrado horas de placer, humor y emoción
con sus personajes.
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

SUSAN King

Susan King nació en el Estado de Nueva York y se


mudó a Washington siendo adolescente. Es Licenciada en Bellas
Artes, ha obtenido un Master en Historia del Arte y tiene un
doctorado en Historia del Arte Medieval por la Universidad de
Maryland. Después del nacimiento de su tercer hijo, Susan pidió una
excedencia. Obteniendo inspiración de una multitud de notas de
investigación, volcó su atención en escribir un relato de ficción
ambientado en el periodo medieval que tanto la fascinaba. El
resultado fue Espina Negra (The Black Thorne´s Rose).
Es miembro de Romance Writers of America y Novelists, Inc.. Ha
sido miembro de la Junta directiva de Washington Romance Writers
y es socia de la Sociedad de Anticuarios de Escocia. Susan está
versada tanto en Historia del Arte Medieval como en los distintos
aspectos de la escritura.
Sus novelas han sido elogiadas como «brillantes relatos»
(Publisher´s Weekly) y descritas como «impactantes, mágicas y
sensacionales».
Sellado por el destino
Una muchacha encantadora… Tamsin es hija de un noble
escocés y de una gitana de gran belleza que murió al nacer ella. Ha
vivido hasta los seis años la vida itinerante de un campamento
gitano, en compañía de sus abuelos, y ahora su padre la reclama
para que viva en el castillo y reciba instrucción. El día que inicia el
viaje a su nuevo hogar, por el camino, ve a lo lejos a un joven de
trece años, a caballo entre hombres armados, y sabe que el destino
de algún modo los reunirá. Un presentimiento, casi una certeza.
Un espía escocés… William Scott es ese muchacho escoltado
por los soldados. Su padre acaba de ser ahorcado y el conde Angus
lo retendrá, junto al rey Jacobo, como rehén. Diecisiete años más
tarde, William, «un hombre delgado y duro, sorprendentemente
apuesto y de aguda inteligencia», recupera su castillo y se ve
envuelto en una conjura. Y de esa misma traición, y de las
desastrosas consecuencias que podría tener, tratará de apartar a
Tamsin y a su padre, Archie Armstrong, presos en una mazmorra
tras participar en una incursión nocturna.
Serie Clanes de la Frontera
En la Edad Media en la frontera entre Escocia e Inglaterra
conviven clanes escoceses como los Scott, Macrae y Fraser.
Algunas veces enfrentados y a veces emparentados.
1. The Heather Moon - Sellado por el destino
2. The Raven's Moon - Luna azabache
3. The Raven's Wish - Sangre indómita
4. The Snow Rose en la antología A Stockingful of Joy
***

© 1999 by Susan King


Título original: The Heather Moon
Editor original: Topaz, Penguin Books, Abril/1999
Traducción: Cristina Martín Sanz

© 2000 by Ediciones Urano, Mayor/2000


ISBN: 84-7953-390-0
Depósito legal: B- 16.995-2000
NOTAS
1
Grajo en inglés se dice rook. (N. de la T.)

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