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01 Sellado Por El Destino - Susan King
01 Sellado Por El Destino - Susan King
Raven Nº1
Una muchacha encantadora... Tamsin es hija de un
noble escocés y de una gitana de gran belleza que murió
al nacer ella. Ha vivido hasta los seis años la vida
itinerante de un campamento gitano, en compañía de sus
abuelos, y ahora su padre la reclama para que viva en el
castillo y reciba instrucción. El día que inicia el viaje a su
nuevo hogar, por el camino, ve a lo lejos a un joven de
trece años, a caballo entre hombres armados, y sabe que
el destino de algún modo los reunirá. Un presentimiento,
casi una certeza.
Un espía escocés... William Scott es ese muchacho
escoltado por los soldados. Su padre acaba de ser
ahorcado y el conde Angus lo retendrá, junto al rey
Jacobo, como rehén. Diecisiete años más tarde, William,
«un hombre delgado y duro, sorprendentemente apuesto
y de aguda inteligencia», recupera su castillo y se ve
envuelto en una conjura. Y de esa misma traición, y de
las desastrosas consecuencias que podría tener, tratará
de apartar a Tamsin y a su padre, Archie Armstrong,
presos en una mazmorra tras participar en una incursión
nocturna.
Título Original: The heather moon
Traductor: Martín Sanz, M. Cristina
Autor: King, Susan
©2000, Titania
Colección: Romantica-historica
ISBN: 9788479533908
Generado con: QualityEbook v0.60
Prólogo
¡FIJAOS en mí!
Un gitano convertido
en un elegante señorito.
BEN JONSON,
La mascarada de los gitanos metamorfoseados
Julio de 1543
Sus ojos eran de un verde frío, delicado, incluso a la luz de las
antorchas, pero su mirada era ardiente y furiosa. Si sus manos
enguantadas y sus tobillos cubiertos por las botas no estuvieran
sujetos por ligaduras, pensó William, la muchacha tal vez se hubiera
abalanzado contra él en un ataque de furia.
De los hombres reunidos en la mazmorra que la observaban,
William Scott era el que estaba más cerca. Había avanzado hacia
ella, mientras que el anfitrión inglés, su captor, permanecía junto a la
puerta con sus guardias, nervioso.
Observó con cautela a William, las aletas de la nariz dilatadas,
los ojos entornados, la respiración agitando su pecho bajo el viejo
jubón de cuero que llevaba puesto. A pesar de las ropas de hombre
y de la agilidad de la fuerza con que se resistía, ninguno de ellos la
había tomado por un muchacho. Era claramente una hembra, con
curvas bien marcadas bajo el jubón, las calzas y las botas altas.
Además, pensó William con cierta ironía, sólo una mujer podría
lanzar una mirada capaz de hacer dudar a varios hombres armados.
La joven le recordaba a un gato salvaje acorralado; ágil, atezado,
con los ojos relampagueantes. Sin embargo, captó una chispa de
miedo en su mirada. Recordaba demasiado bien lo que era sentirse
confinado, atado, vigilado como un animal de circo. Aunque en
aquella época era un muchacho, el día en que le capturaron —el día
en que ahorcaron a su padre— seguía nítido en su memoria. Se
acercó un poco más.
—Cálmate, muchacha —murmuró.
La mirada de ella saltó rápidamente de él a los otros, chispeante
como fuego verde. Bajó los ojos para mirar al hombre que yacía a
sus pies. Grande, rubio, con barba, y considerablemente mayor que
ella, parecía estar apenas consciente y sangraba ligeramente por
una herida en la frente. William se dio cuenta de que ella se erguía
junto al herido como un fiero guardián.
Avanzó lentamente, con la palma extendida.
—Cálmate, muchacha, sólo queremos hablar contigo.
Ella se echó hacia atrás arrastrando los pies y se las arregló para
conservar el equilibrio incluso con los tobillos atados. Largos
mechones de cabello oscuro y rizado le caían sobre el rostro. Se
sacudió la melena hacia la espalda, echando fuego por los ojos.
—Ten cuidado, amigo. Si te acercas más, te atacará —le advirtió
a su espalda Jasper Musgrave, anfitrión y captor de la chica—. La
conozco. Es una salvaje, medio escocesa de la frontera, medio
gitana. Dicen que ningún hombre quiere casarse con ella, por
mucho que su padre escocés le soborne y le suplique.
William percibió en su mirada que ella comprendía, y también
detectó una fugaz chispa de dolor.
—No es ninguna salvaje —murmuró por encima del hombro—.
Se defiende a sí misma y a su compañero. Cree que pretendemos
hacerles daño.
Musgrave soltó una carcajada y se adelantó un paso o dos.
—¡Y así es! Ella y su padre, y el resto de sus compinches, se
llevaron cuatro de mis caballos.
—¿El hombre es su padre? —William frunció el entrecejo. Había
visto por primera vez a los prisioneros hacía sólo unos instantes,
cuando su anfitrión le condujo a la mazmorra. Ya era pasada la
medianoche, pero él y Jasper Musgrave habían permanecido hasta
muy tarde sentados junto al fuego, bebiendo jerez español y
negociando un complejo asunto de soborno expreso y cauta
aceptación. Pero el dulce sabor del buen jerez no había disfrazado
el tono amargo de la conversación.
Varios hombres de Jasper Musgrave habían entrado en el gran
salón para informar a su señor de que habían capturado a dos
ladrones de ganado escoceses que se habían llevado unos cuantos
caballos. El resto de los ladrones habían huido, pero estos dos
habían sido encerrados en la mazmorra. Musgrave había pedido a
William, como su invitado escocés y miembro de una familia de
ladrones de ganado, que presenciase el interrogatorio.
—Sí, son padre e hija —dijo ahora Musgrave—. Escoria de la
frontera, del lado escocés. Ellos y sus parientes llevan años siendo
una plaga para mí. Mis tierras se extienden justo al sur de aquí, y
apenas cinco kilómetros separan nuestras torres. Podría haberles
hecho ahorcar por esto, ahora que les tengo por fin en mi poder. —
Musgrave hizo un gesto hacia el hombre tendido en el suelo—.
Hemos tenido suerte de que haya resultado herido. Habríamos
tenido una buena refriega si Archie Armstrong siguiera en forma
esta noche.
—¡Armstrong! —William volvió la vista hacia él—. ¿De qué
lugar?
—Merton Rigg —contestó Musgrave—. Medio Merton, como
dicen algunos, porque la torre se asienta directamente sobre la…
—Directamente sobre la línea de la frontera, en la zona
denominada el Territorio en Disputa —terminó William, recordando
—. Merton está situado a caballo entre Inglaterra y Escocia, ya que
la casa fue construida antes de que se desplazara la frontera actual.
—Así es —murmuró Musgrave—. Y la parte inglesa de esa tierra
es mía. El caso lleva debatiéndose en los tribunales desde la época
de nuestros padres. Ningún juez quiere fijar las fronteras de la parte
que nos corresponde a cada uno, pues eso implicaría una
modificación de las fronteras nacionales. —Miró de cerca a William
—. ¿Conoces a Armstrong de Merton Rigg?
—Mi padre le conoció hace tiempo. Habían salido juntos de
correrías.
—Tu padre era un famoso forajido. Tú contaste durante un
tiempo con el favor del rey escocés Jacobo, pero ahora está muerto
y la heredera de su reino es una niña pequeña. Ya no tienes el favor
del rey, William Scott. No eres nada más que un forajido también. —
Sonrió y cruzó las manos por encima de su panza—. Y además
justo el tipo de forajido que necesitamos: un astuto escocés que aún
conserva sus vínculos con la corona y que sin embargo posee
suficiente sentido común para unirse a nuestra causa.
—Así es, poseo suficiente sentido común —musitó William con
amargura. Vio que la muchacha escuchaba, con mirada penetrante
y la respiración agitada bajo el raído jubón de cuero. Luego echó un
vistazo al padre, que formaba un fornido bulto sobre el suelo de
tierra, con el rostro y la cabeza manchados de sangre.
A pesar de la herida y del encanecimiento que mostraba la
incipiente barba del hombre, en otro tiempo de color rojizo, William
reconoció aquellos rasgos fuertes y hermosos. Archie había sido un
íntimo camarada de su padre. Le recordaba como un individuo
enorme, rubio y risueño. Él era muy joven cuando Armstrong perdió
a sus dos hijos ejecutados en la horca, pero se acordaba muy bien
del dolor de su propio padre por el incidente. La hija de Archie era
mucho más joven de lo que entonces eran sus hermanos, incluso
más joven que él, que contaba treinta años.
Mientras observaba a la muchacha y a su padre, aguardando a
que Musgrave terminase de impartir órdenes a los guardias, William
recordó algo más acerca de Archie Armstrong.
Volvió a él una imagen que le provocó una impresión casi física.
Había visto a Archie el día en que murió su padre. Mientras él
cabalgaba a través de un angosto valle, su caballo guiado por los
hombres que le habían tomado prisionero para la corona escocesa,
levantó la vista y vio a Archie a lomos de su caballo en la cresta de
una colina, contemplando el paso del grupo. El amigo de su padre
alzó una mano a modo de fiel saludo. Aquel día, Archie llevaba
sentada en su regazo a una niña de cabello oscuro. Ella también
agitó la mano para saludarle, y él recordó haberle devuelto el gesto.
Revivió, con una punzada de emoción, la desesperación con que
deseó entonces liberarse de su escolta y lanzarse al galope hacia el
refugio y el calor que le ofrecía el amigo de su padre.
Con súbito asombro, contempló fijamente a la hija de Archie. La
joven no debía de tener más de cinco o seis años cuando él fue
hecho prisionero. No cabía duda de que aquella muchacha medio
gitana era la niña de cabello oscuro.
Su solemne saludo, y el de su padre, habían significado mucho
para él. En medio de la pena, el miedo y la rabia que había
soportado aquel día, aquel respetuoso adiós había permanecido en
su memoria como un instante resplandeciente de un preciado valor
para él.
—Y Archie es otro forajido que nos ha caído en las manos —
estaba diciendo Musgrave—. Le convenceré de que también nos
preste su apoyo para nuestro pequeño plan, o de lo contrario le
ofreceré la soga. ¿Qué dices a eso?
William aspiró profundamente y se obligó a salir de aquellos
intensos recuerdos y regresar a la mazmorra.
—¿Archie? No es más que un jefe sin importancia y un ladrón
que actúa de noche —dijo en tono deliberadamente aburrido—.
Dudo que nos resulte de alguna utilidad. Si yo estuviera en tu lugar,
le dejaría libre.
Su reacción instintiva le empujaba a desalentar a Musgrave de
que complicara a Armstrong en su plan. Si podía evitarlo, no
deseaba ver a aquel hombre en particular en una situación tan
humillante. Así que decidió, con los puños apretados, hacer todo lo
que estuviera en su mano para liberarlos a los dos. Estaba en deuda
con ellos, se dijo; se lo debía.
—Ah, es justo el tipo de rufián que necesitamos —replicó
Musgrave—. Además, Armstrong y su hija tienen vínculos con los
egiptanos que merodean por la frontera, y eso podría sernos muy
útil.
—¿Egiptanos? —preguntó William, sorprendido. Captó el rápido
gesto de fruncir el ceño en la muchacha y vio en sus brillantes ojos
que estaba escuchando atentamente. Se volvió y bajó la voz—:
¿Gitanos? ¿De qué pueden servirnos? —Sintió que le invadía la
impaciencia—. Será mejor que me lo expliques todo, Jasper, si
quieres que te ayude en tu plan.
—Ya te lo he explicado —dijo Musgrave en tono bajo,
permaneciendo en las sombras—. El rey Enrique necesita un
escocés como tú, con influencia en la corte y respetado por las
gentes de la frontera. Pero puede servirnos de mucho un hombre
corriente de la frontera como Archie.
—Siento curiosidad por conocer la totalidad de tu plan —dijo
William. Notó que la muchacha les observaba, escuchando, aunque
no se volvió a mirarla.
—Lo sabrás a su debido tiempo. Puedes estar seguro, es un
plan magnífico.
William estaba cansado de los jueguecitos evasivos de
Musgrave. Llevaba dos días intentando enterarse del verdadero
plan, pero sólo había oído vagas referencias al rey Enrique, octavo
de número de orden, y algunos cuchicheos acerca del bien de
Escocia y de la reina niña, María Estuardo. Pero había oído lo
bastante y sospechado lo suficiente como para decidirse a averiguar
el resto.
—Espero conocer pronto ese magnífico plan, o me iré —repuso
—. Y conmigo se irá también mi influencia en la corte y en la
frontera escocesa.
Musgrave le dirigió una mirada de pocos amigos.
—Antes quiero saber lo que Archie Armstrong estaba haciendo
en mis tierras de noche, y con mis caballos en la mano.
Avanzó unos pasos, con la respiración agitada. Era un individuo
corpulento y de gran papada, más notable por su anchura que por
su altura. Podría abultar lo mismo que dos hombres fácilmente,
pensó William al observarle.
—Verás —dijo Musgrave—, es posible que Armstrong no esté en
condiciones de confesar su delito en este preciso momento, a juzgar
por la herida que tiene en la cabeza. La muchacha es nuestra única
fuente si queremos saber qué les ha ocurrido a mis caballos. Quítale
el trapo de la boca para que pueda responder a mis preguntas. Esa
arpía estaría muy dispuesta a atacarme, pero no te hará daño a ti,
un escocés amigo de su padre.
William dirigió a Musgrave una mirada silenciosa con cuidado de
que no pareciera cargada de furia. Había estado cultivando la buena
opinión que aquel hombre tenía de él, y no pensaba echar a perder
ahora el trabajo hecho. Su reputación le había conducido hasta
aquí. La mayoría de los hombres de la frontera sabían que William
Scott había sido cautivo de la corona y luego amigo del rey Jacobo
de Escocia. Sin embargo, ahora había caído en desgracia en la
corte del rey, dirigida por la reina viuda de Jacobo, María de Guisa.
Musgrave creía que William Scott estaba lo bastante amargado
como para ser desleal, y William había fomentado aquella idea.
Cuando Musgrave se aproximó a él unos días antes con una
disimulada oferta de oro y ciertas pistas sobre una secreta
conspiración inglesa, William mostró gran interés y fue a su castillo,
situado en el lado inglés de la frontera, para hablar de algunas
posibilidades. Representó el papel del buen camarada y escocés
corrupto.
La mayoría de los escoceses de la frontera que vivían en
Liddesdale, donde se encontraba su propia Rookhope Tower, y en el
Territorio en Disputa, donde estaba situado Merton Rigg, el hogar de
Armstrong, conocían a Jasper Musgrave, cuyo castillo se hallaba a
una noche de distancia pasada la frontera. Musgrave tenía fama de
ser un inteligente forajido inglés, no ajeno a la traición y al robo de
ganado. William no le conocía bien personalmente, aunque su primo
Jock Scott estaba enamorado de la joven inglesa que estaba
prometida con el hijo de Jasper.
Esta misma noche, William había cenado con los dos Musgrave
y había escuchado palabras de adulación y abiertos intentos de
soborno cada vez más insistentes. Por fin aceptó apoyar la causa
del rey Enrique en Escocia. No puso su nombre por escrito, pero la
desagradable promesa verbal que hizo le dejó una sensación de frío
en el estómago; aun así, Musgrave había acudido a él con el
soborno, y se sentía obligado para con su reina, y para consigo
mismo, a cumplirla. Percibía un complot más profundo y siniestro
más allá del probable interés del rey por alentar la guerra entre los
dos países, y estaba resuelto a descubrir cuál era dicho complot.
Volvió a mirar a la joven Armstrong y a su padre. Aunque había
convencido a Musgrave de que le considerase un aliado, William no
podía consentir el hecho de que se humillase a la hija de un jefe
como si fuera una ladrona cualquiera. El incidente del robo no tenía
nada que ver con la política ni con las intrigas, y había de resolverse
rápidamente.
Con el ceño fruncido, dio un paso hacia la chica. Ella retrocedió.
—Tranquila, muchacha —murmuró, y la tomó por los hombros.
Ella se puso rígida al sentir su contacto, pero le permitió que la
obligara a girarse. William notó la buena confección del jubón de
cuero, los fuertes huesos y los músculos fibrosos de la joven, que
parecían vibrar tensos como cuerdas de laúd.
Cuando le soltó los nudos que llevaba en la nuca, su cabello se
le esparció por entre los dedos, despertando sus sentidos. Su
suavidad y el aroma a brezo que despedía estaban claramente fuera
de lugar en aquella mazmorra húmeda y fría. Ella giró la cabeza y
levantó la mirada hacia él, y él vio el delicado brillo de unos
pequeños aros de oro en sus orejas. Era una joven fiera y
encantadora, y sin embargo él captó una cierta inseguridad. Se
sintió invadido por un sentimiento de comprensión. La chica le
recordaba a sí mismo, años atrás, en los primeros días de su
cautiverio en la corte: atado, encadenado, dolido y desafiador,
escupiendo como un gato pero aterrorizado y vulnerable como un
bebé.
—¡Desatadme las manos! —Su tono de voz era áspero.
—Sólo la mordaza —dijo Musgrave—. Me parece que su lengua
es lo único que necesitamos soportar de momento.
La joven no hizo caso de Musgrave y clavó la mirada en William.
—¡Tengo que ocuparme de mi padre!
William se dio cuenta de que una buena parte de aquella
vehemencia era producto del pánico de la muchacha por su padre.
Su mirada le suplicó, le rogó que la escuchara.
—Soltadme la mano derecha. La izquierda no la necesito. Os lo
ruego, señor.
William bajó la vista al hombre que yacía en las sombras a sus
pies con el cabello rubio manchado de sangre y el rostro pálido e
inmóvil y, sin decir palabra, empezó a desatar las cuerdas que le
rodeaban la muñecas. El cáñamo estaba retorcido y los nudos eran
firmes.
—Rookhope, déjala —dijo Musgrave.
—El hombre está malherido —replicó William con violencia—. Ya
deberías haber hecho que le curara alguien. Deja que la chica
socorra a su padre.
Musgrave alzó una ceja al oír aquel tono tajante, pero cedió.
William siguió trabajando con los obstinados nudos, y terminó
sacando su puñal de la funda que llevaba al cinto. Deslizó la hoja
con cuidado entre la soga y las manos de la joven e introdujo
suavemente el filo en el nudo. Ella se volvió a mirar hacia atrás y
sacudió los brazos ligeramente, lo bastante para desviar la hoja del
cuchillo. El afilado borde le produjo un corte en la muñeca e hirió el
canto de la mano de William donde él estaba tensando la cuerda.
Ambos hicieron un gesto de dolor y dieron un respingo.
—Te pido perdón —murmuró William. Cortó el nudo y le liberó
las manos. Ella se cubrió la muñeca izquierda con la mano derecha
en un gesto de protección. William vio la sangre y extendió una
mano para tomarle el brazo. La joven dio un brinco, pero él la sujetó
con firmeza.
—Déjame ver —le dijo, y al dar vuelta a su mano izquierda
enguantada vio el pequeño corte en la muñeca. El ligero tajo que se
había hecho en su propia mano le escocía y goteaba, y manchó la
muñeca de ella. Limpió la sangre de ambos con el dedo pulgar.
Ella le dirigió una mirada de sorpresa con los ojos muy abiertos y
casi asustados, y se soltó la mano de un tirón. A continuación se
hincó de rodillas y se quitó el guante de la mano derecha. Con
dedos delgados y movimientos suaves, apartó el pelo del herido
para examinarle la herida. Entonces levantó la cabeza hacia William.
—Necesito un pedazo de tela. La mordaza servirá.
Él se la entregó, y ella la apretó fuertemente contra la herida que
su padre tenía en la cabeza. William se volvió.
—Agua —dijo a uno de los guardias. Musgrave frunció el ceño,
pero no interfirió. Al cabo de un minuto o dos, el guardia regresó con
un cubo de madera lleno de agua, el cual cogió William para
depositarlo en el suelo, junto a la muchacha.
Ésta mojó la tela en el agua y la pasó después por el rostro y la
cabeza de Armstrong. Cuando el herido se movió y gimió
ligeramente, le dio a beber un poco de agua formando un cuenco
con la mano derecha.
—Tranquilo, padre. Eso es.
A continuación le vendó la cabeza, aunque William se dio cuenta
de que su mano izquierda permanecía rígida y en posición extraña,
medio cerrada en un puño, y se preguntó si se habría herido en la
incursión, pero no parecía dolerle.
Al cabo de unos instantes, Armstrong se sentó y se recostó
contra la pared.
—Maldita cabeza —musitó—. ¡Me duele endiabladamente!
¿Dónde estamos, pequeña?
—En una mazmorra inglesa, la de Musgrave en persona—
contestó ella, con una mano apoyada en el hombro de su padre y
sentada a su lado con las piernas encogidas.
—Y a punto de pagar por el delito de robar mis caballos —
intervino Musgrave, avanzando hacia ellos—. ¡Dime, Archie!
¿Cuántos erais en total? Mis hombres me han informado de que
faltan cuatro caballos de mi establo y que la cerradura está rota. Sin
embargo, han encontrado sólo dos caballos y os han capturado a
vosotros dos. Tú no puedes haber hecho esto acompañado sólo de
una muchacha. ¿Dónde está el resto?
—¿El resto de qué? —preguntó Archie, llevándose una mano a
la frente.
—El resto de mis caballos —dijo Musgrave—. Tú te los has
llevado.
—¿Caballos? Lo único que recuerdo es haberme llevado unos
cuantos ronzales, ¿y tú me acusas de robar caballos? ¿Por quién
me tomas?—resopló Armstrong indignado.
—¡Te tomo por un ladrón de caballos! —replicó Musgrave.
—Hemos robado ronzales —dijo la muchacha—. Tal como él ha
dicho. —Su actitud se había calmado. Alzó la mirada en dirección a
Musgrave sin dejar de apoyar la mano protectoramente en el
hombro de su padre.
Musgrave había dicho que la joven era medio gitana. William
apreció aquella herencia en su piel tersa y de color miel y en su
gruesa cabellera negra. Sus ojos de color verde claro resultaban de
un notable contraste. Archie tenía los ojos de un color parecido,
aunque más corrientes y dentro de un rostro ancho y apuesto.
Les observó a los dos, intrigado. Una bonita joven gitana con un
viejo sinvergüenza por padre, pensó. Ladrones todos ellos. Pero
sabía que su propio padre había amado a aquel forajido como a un
hermano. Le debía a la memoria de Allan Scott hacer lo que
estuviera en su mano por ayudar a Archie Armstrong y a su hija.
Dentro de un día o dos, seguramente Musgrave sobornaría a
Armstrong para que apoyase la causa inglesa so pena de ahorcarles
a ambos. Pero no había necesidad de arrastrar a los Armstrong al
pozo de engaño en el que había caído él mismo. Frunció la frente,
pensando cómo podría convencer a Musgrave para que les dejara
en libertad.
—¡Ronzales! —escupió Musgrave—. ¡Ronzales!
—Sí, unas cuantas bridas de cuero, tres o cuatro juegos —dijo
Archie—. ¡Es difícil que eso justifique la captura de un hombre y de
su hija de una manera tan infame! Pero déjanos marchar y las
devolveremos, si es que de verdad te pertenecen a ti. ¿Dónde has
puesto los arreos, niña?
—Los dejé en el camino —respondió la aludida.
—Por todos los diablos… —Musgrave alzó el puño—. ¡Dime la
verdad!
Archie se frotó la cabeza.
—No recuerdo bien lo que hemos hecho esta noche. Tamsin,
después de esa estupenda cena, ¿qué más hicimos? ¿Jugamos
una tranquila partida de cartas, como tenemos por costumbre antes
de ir a la cama? ¿Algo de música? ¿Cómo hemos llegado hasta
aquí?
—Fuimos a montar a caballo bajo la luna, solos tú y yo.
—Ah, sí, hacía una buena noche para eso. Solos tú y yo.
—¡Mentís los dos! —gritó Musgrave—. ¡Te has llevado mis
caballos, maldito ladrón! ¡Como ya lo has hecho antes!
—¿Antes? —preguntó Archie blandamente—. ¿Quién has dicho
que eres?
—¡Bastardo! ¡Me conoces tan bien como yo a ti! ¡Llevas años
fastidiándome! —Musgrave se arrojó hacia adelante. La muchacha
lanzó ambos pies contra la gruesa pierna de Musgrave con
renovada ferocidad, semejante a una llamarada.
—¡Quieta! —William la agarró por los brazos y la izó hasta
ponerla en pie para poder sujetarla mejor, aunque ella intentó
zafarse—. Y tú, Jasper, tranquilízate.
—Muy bien, Armstrong —masculló Musgrave—. Recientemente
he sido nombrado delegado de lord Wharton, el guardián de la
Marca Mediana inglesa. Y éste es William Scott de Rookhope, cuyo
nombre seguramente habrás oído en vuestro lado de la frontera.
Mejor será que digáis la verdad, o me encargaré de que os
ahorquen a los dos. ¿Cuántos caballos habéis robado, quién estaba
con vosotros, y adónde han ido? Me refiero tanto a hombres como a
caballos.
—Eh, hemos robado ronzales, Jasper, aunque hace dos noches
tus hombres se llevaron ocho ovejas de mis tierras —rugió Archie al
tiempo que se esforzaba por mantenerse erguido—. ¡Desata a mi
hija! A ti te conozco, William Scott. El Cachorro del Rufián te
llamaban cuando eras sólo un mozalbete. Tu padre era un buen
forajido, el Rufián de Rookhope, ¡no había otro como él!
—Pero su hijo está de parte de los ingleses —musitó la joven.
William permanecía silencioso, distraído por el esfuerzo de
sujetar a la tenaz muchacha, que se retorcía en su afán de soltarse.
Apenas le llegaba al hombro, pero era fuerte y flexible.
—Sujétala bien, Scott, o haré que mis guardias se encarguen de
hacerlo —amenazó Musgrave—. ¡Compórtate, muchacha! Tú y tu
padre habéis sido atrapados robando ganado con las manos en la
masa. Tú eres medio de sangre gitana, y probablemente más
ladrona que tu padre. Si yo fuera tú, tendría miedo de lo que pudiera
depararme el futuro. ¡Archie! —Musgrave bajó la vista hacia
Armstrong—. ¡Piensa en tu hija! ¿Quieres ver cómo acaba en la
horca, igual que tus hijos?
La tensión inundó la pequeña celda cuando Armstrong fulminó
con la mirada a Musgrave. Luego cerró los ojos y sus mejillas
palidecieron aún más. Al cabo de un momento, lanzó un suspiro.
—Está bien —dijo—. Lo cierto es que tengo una brecha en la
cabeza. Tamsin, ¿has visto uno o dos caballos sujetos a esas
bridas?
La chica miró fijamente a su padre.
—Tal… tal vez.
—Tamsin y yo salimos a montar a la luz de la luna y
encontramos varios ronzales —explicó Archie a Musgrave—. ¿Fue
culpa nuestra que hubiera un caballo o dos sujetos a ellos en la
oscuridad? Och, deberías vigilar mejor tus propiedades, amigo,
cuando merodean por ahí de noche.
William, sin soltar a la muchacha, volvió la cabeza y esbozó una
sonrisa. Recordó que a su padre le encantaban las travesuras y el
ingenio de Armstrong. Se sintió invadido de pronto por un recuerdo
súbito, espontáneo, de su padre y Archie riendo a carcajadas, y le
entraron ganas de ensanchar su sonrisa, pero en lugar de ello
frunció el entrecejo.
—Ya basta —gruñó Musgrave—. ¡Ya basta de bromitas, Archie
Armstrong! Los dos pasaréis la noche en esta celda oscura, y ya
veremos cómo suplicáis por la mañana.
—Tomaré buena nota de esto, te lo aseguro —dijo Archie—. ¡Un
hombre herido y una muchacha bonita encerrados en una sucia
mazmorra! ¡Informaré de esto a la reina de Escocia!
—Tu reina no es más que un bebé que lloriquea —replicó
Musgrave.
—Pues presentaré mi queja a su madre —masculló Archie.
—Además, su padre, el rey Jacobo, nunca fue muy amigo de los
Armstrong —continuó Musgrave—. Hace unos doce años colgó a
unos cuantos de tus parientes, ¡y es una lástima que no te incluyera
a ti entre ellos! Pero ahora está muerto, y la corona escocesa y la
reina viuda te mostrarán incluso menos simpatías de las que habrías
recibido del rey Jacobo. Adelante, quéjate… ¡si es que eres capaz
de escribir algo!
—Mi hija sabe escribir muy bien, porque yo me he encargado de
su educación —repuso Archie—. Es cierto que al rey Jacobo no le
agradaban los Armstrong. Cuando era apenas algo más que un
muchacho, ahorcó a treinta de los míos, entre ellos al mayor pícaro
de todos, mi tío Johnnie Armstrong. —Archie hizo una pausa y
sacudió la cabeza con tristeza—. Pero el rey amaba a los gitanos.
Entregó un salvoconducto, y también el favor real, al abuelo de
Tamsin, Johnnie Faw del Bajo Egipto. —Miró a su hija, quien asintió
con la cabeza.
—Malditos ladrones —dijo Musgrave—. Pero puedo
aprovecharme de unos cuantos de ellos. Mañana tendré una oferta
que hacerte, Armstrong, y será mejor que la aceptes, o de lo
contrario tú y la chica os veréis haciendo gárgaras con una soga al
cuello antes del anochecer. —Dio media vuelta y echó a andar a
hacia la puerta de la celda—. ¡Rookhope, sigúeme! —rugió desde el
corredor.
—Voy a interrogarles un poco más y me reuniré contigo
enseguida —gritó William, y se volvió, aún agarrando a la muchacha
por el brazo—. Armstrong, escuchad bien a Musgrave. No habla en
tono de chanza.
—Bah —musitó Archie—. No tiene nada que decirme excepto
pedirme perdón. Debería recordarle cuántos caballos y ovejas se
han llevado sus hombres de mis tierras en estos últimos meses. —
Apoyó la cabeza en la pared y se tocó la frente, que había
empezado a sangrar otra vez bajo el vendaje—. Se lo diré yo
mismo, cuando pueda pensar como es debido. —Hizo una mueca
de dolor y cerró los ojos.
William miró a la joven, que había dejado de tirar para soltarse.
Había permanecido todo el tiempo muy consciente de su calor y
su fuerza mientras los otros hablaban. Por fin la soltó, esperando a
medias que ella le insultara o se abalanzara sobre él, pero la joven
se limitó a ladear la cabeza y contemplarle sin miedo ni
resentimiento.
—Decid a Musgrave que sólo nos hemos llevado unos cuantos
ronzales, tal como ha dicho mi padre. Robar arreos de caballos no
es un delito que se castigue con la horca. Decídselo, y nos dejará en
libertad.
Él la observó por espacio de unos instantes.
—Lo haría, si te creyera.
Capítulo 2
…¡BRUJA!
Gata, pordiosera, gitana; cualquier cosa,
excepto una mujer honesta.
BEN JONSON,
La mujer magnética
SI tu mano santificas,
buena suerte seguirá,
juro por estos diez
que la verás envejecer,
pero no sé cuándo será.
BEN JONSON,
Mascarada de los gitanos metamorfoseados
Ella era como tener el paraíso en los brazos, sanción por sus
pecados, cálido regalo de perdón. Había ansiado esto, tenerla, y
creía haberlo perdido para siempre entre el vino derramado y los
pedazos de la jarra rota en el suelo del gran salón. Se sintió
invadido de gratitud, alivio, y también una inmensa sensación de
amor, puro y real. La envolvió en sus brazos, bajó la cabeza y buscó
su boca para besarla hasta que los dos quedaron sin aliento a causa
del deseo. Se apartó un poco y le cogió la cara entre las manos,
ambos con la respiración jadeante.
—Tamsin —le dijo con la voz ronca—. No puedo reparar esa
jarra rota, no hay ninguna esperanza para ella. Pero déjame que
trate de recomponer las piezas —la cubrió de besos en la frente, en
los párpados, en la boca otra vez— de tu corazón y del mío.
Ella respondió con un sollozo y le echó los brazos al cuello para
acercarle la cabeza a la suya. Se fundió en él, las curvas de su
cuerpo se amoldaron al de William, sentada sobre su regazo y
recostada contra su pecho. Él se perdió en el alivio que le
proporcionaban aquellos besos mientras sus manos exploraban y
calmaban, y todo lo que ambos hacían avivaba el fuego que ardía
con fuerza en su interior.
Ahora quería mucho más que alivio o bendición, sentía una
necesidad tan fuerte que todo su cuerpo le dolía y vibraba por
Tamsin. Exhaló un suspiro y la sujetó por los brazos para separarla
de él ligeramente, los dos sentados en la cama y con las cabezas
juntas.
—Tamsin —dijo—. Si sigo un momento más así contigo, ya no
podré parar.
—Pues no pares —jadeó ella—. Por favor. A no ser que… ¿Aún
quieres evitar la lujuria?
Él suspiró de nuevo y le acarició la espalda.
—No hay nada que quiera evitar contigo… excepto esa jarra.
Tamsin dejó escapar una suave risa y se apoyó contra él.
—Pronto tendré que partir hacia el palacio de Linlithgow —dijo
William—. Musgrave ha enviado sus agentes tras la reina antes de
que Archie le alcanzara. No sé a quién ha enviado Jasper ni qué ha
hecho. Dios quiera que pueda sacarle ésa información y llegar a
tiempo.
—Escucha la tormenta —dijo ella—. Esta noche no habrá nadie
cabalgando ahí fuera. Mañana todavía habrá tiempo.
—¿Y si mañana es demasiado tarde? —murmuró él.
—Ah, en ese caso no interferiré con lo que tengas que hacer. —
Se irguió y se llevó las manos a la maraña de trenzas, y las cuentas
de cristal centellearon en la tenue luz. Tiró haciendo una mueca de
dolor, un gesto de tozudez con una pizca de abandono.
William suspiró, observándola. Apoyó las manos en su cabello y
en silencio se hizo cargo de la tarea. Ella inclinó ligeramente la
cabeza y dejó caer las manos en el regazo, sentada con las piernas
cruzadas frente a él, con el cobertor por encima.
—No hace falta que me ayudes —le dijo—. Ya me las arreglaré.
—Lo sé —repuso él—. No me llevará mucho tiempo.
—Si tienes que irte, vete. Ésa es una lección que he aprendido
de ti, Will —dijo ella con la cabeza inclinada.
—¿Y qué —preguntó él, sacando una fila de cuentas del pelo,
sintiendo cómo cedía otra trenza más, deslizándose como si fuera
seda sobre su mano— lección es ésa?
—Que la lujuria no puede esperar —contestó Tamsin—. Pero el
amor es paciente, y mantiene siempre el fuego encendido.
—Oh, Dios —susurró él, cerrando los ojos e inclinando la
cabeza. El corazón le golpeaba en el pecho, el alma estaba inquieta,
despierta. Besó dulcemente a Tamsin en la boca y volvió a centrarse
en su tarea.
Con manos serenas, deshizo otra trenza y dejó caer otra serie de
cuentas sobre el cobertor que tintinearon en la oscuridad. Tamsin
permaneció tranquilamente sentada mientras él movía los dedos
entre su pelo, aflojándolo, liberando los bucles, peinando los
gruesos mechones, sedosos y brillantes, que iban escapando de
sus confines.
William no sabía cómo podía seguir realizando aquella tarea,
cuando todo su cuerpo estaba erizado y el corazón le latía
desbocado en el pecho. Pero de algún modo, lo que estaba
haciendo era un preludio de lo que deseaba hacer con ella, para
ella. Con paciencia y cuidado, sabía que podía liberarla a ella igual
que hacía con las trenzas. Quería verla libre de los límites que se
había impuesto a sí misma hacía tanto tiempo, con aquel
convencimiento de que no era deseable, de que era menos que
perfecta. Cuando ella viniera a sus brazos, él quería que se sintiera
hermosa y querida.
Fue dejando un lento rastro de besos por un lado de su cuello.
Después desenrolló un largo cordón de resplandecientes cuentas
que ella llevaba alrededor de un grueso rodete de pelo.
—Las mujeres son arquitectos mucho mejores de lo que se cree
—comentó. Sacó algunas cuentas sueltas y aflojó una corona de
trenzas.
Tamsin rió, un seductor sonido que a William le reverberó en
todo el cuerpo.
—Tú, pequeña —le dijo al tiempo que extraía las últimas
horquillas de marfil y las dejaba a un lado, para que toda su
cabellera se derramara en una gruesa y oscura cortina— eres
preciosa.
—Oh, claro, una media gitana que ni siquiera es capaz de
peinarse ni vestirse como es debido —replicó ella. Pero su tono era
ligero, desprovisto de ese filo de acusación y amargura que él había
percibido otras veces. Tamsin cerró los ojos y gimió suavemente
cuando él le esparció el pelo con los dedos. William sintió vibrar su
cuerpo, pero se obligó a esperar; por aquella mujer era capaz de
esperar toda la eternidad.
—No necesitas envolverte en damascos y adornos, ni aros ni
emballenados. Al menos, no para mí. Aunque estás muy bonita con
esas cosas —murmuró al tiempo que le acariciaba la sienes hasta
que ella se estremeció y gimió otra vez.
William cogió un puñado de mechones sueltos, que olían a
rosas, a lluvia y a mujer, y enroscó los dedos en ellos. Después tiró
suavemente hasta que Tamsin inclinó la cabeza hacia atrás. Tenía
los ojos cerrados. Él apoyó los labios en las blandas arrugas que
rodeaban como un collar su largo cuello arqueado.
—Mmnn —musitó ella—. Pero yo quiero llevar esas cosas. Me
gustan. Por mí misma, sabes.
—Ah, entonces hazlo —repuso él mientras la acostaba
suavemente de espaldas sobre la cama. Todo su cuerpo vibraba de
necesidad—. Pero esa ropa desaparecerá cuando estemos en
nuestro dormitorio amor mío —susurró al tiempo que deslizaba las
manos sobre la camisa de Tamsin, rozando la firme solidez de sus
pechos, la lisa llanura de su abdomen, la larga curva de su muslo—.
Sé desabrochar lo que tú hayas abrochado.
Ella sonrió. Levantó los brazos y le atrajo hacia sí para besarle
lentamente, abriéndose mientras él recorría con la lengua el
contorno de sus labios y exploraba su interior. La pasión le arrasó
igual que vino nuevo, acelerando su corazón para ponerlo a la par
con el repiqueteo de la lluvia contra los muros. La acercó a sí y rodó
con ella hundiéndose en el colchón de plumas y en las almohadas.
Tamsin intentó desanudar los lazos que cerraban la camisa de
William en el cuello.
—No soy tan hábil como tú —dijo. Tiró y le quitó la camisa. Él la
arrojó a un lado y volvió a abrazar a Tamsin, cálida contra su piel
desnuda. Ella deslizó los dedos hasta su cintura y tiró del cordón
que encontró allí—. Pero también sé librarte de ropa cuando quiero.
Introdujo la mano por detrás de la tela de sarga, tomándole por
sorpresa, y la cerró alrededor de su miembro rígido. William sintió su
cuerpo inflamarse bajo aquel breve contacto. Dejó escapar un
gemido, asió las muñecas de Tamsin para sujetárselas suavemente
y se apoyó sobre una rodilla para contemplarla en la oscuridad.
—Eres una atrevida —le dijo, al tiempo que la besaba en la
oreja. Ella se cimbreó un poco, y William creyó que iba a estallar sin
apenas haber empezado a amarla. La besó en la boca, y cuando
volvió a apartarse ella se arqueó contra él, con los ojos cerrados,
aguardando. Le quitó la camisa y dejó al descubierto todo su
cuerpo, espléndido y resplandeciente.
Demasiado tarde, se dijo, para respetar la castidad hasta que
estuvieran casados como Dios manda; demasiado tarde, porque él
ya estaba perdido y ahora ardía en deseos de fundir su cuerpo con
el de ella. Bajó otra vez la cabeza para besarle los labios, deslizarle
la boca a lo largo de la garganta y sobre los senos, de formas
perfectas, erguidos y expectantes. Probó su carne, la paladeó, y ella
gimió suavemente.
Tamsin deslizó la mano izquierda sobre el cabello de William y a
lo largo de la curva de su mandíbula, dejó que vagara por los planos
de sus hombros y de su pecho. Fue una caricia cálida, suave,
tímida. William sabía, por su anterior atrevimiento, que aquella
timidez se debía a la mano en sí, y no a los sentimientos que Tamsin
albergaba hacia él.
Capturó su mano izquierda y apoyó los labios en la palma. Ella
pareció aquietarse en sus brazos. Le besó la mano otra vez, se la
llevó a la mejilla y miró a Tamsin a través de las sombras. El
resplandor de rubí que reinaba en la habitación reveló el brillo de
una lágrima que resbalaba por su mejilla. William la secó con un
beso y le apartó el pelo con dulzura.
—Eres perfecta —susurró—. Nunca pienses lo contrario. Yo no
veo defectos en ti, sólo veo lo que tienes de hermoso.
Ella dejó escapar una leve exclamación y le atrajo hacia sí,
enroscando una pierna sobre la de él, deslizando su torso sobre el
de él hasta que William creyó volverse loco de deseo.
—¿No ves defectos? —preguntó mientras iba dejando besos a lo
largo de su mandíbula, buscándole la boca.
—Sólo un poco de mal genio —jadeó William al tiempo que
deslizaba la mano por el cuerpo de Tamsin. Encontró el blando lugar
entre las piernas, se introdujo en él y halló sus pliegues más íntimos
resbaladizos, calientes, esperando. Ella respiró hondo y gimió.
William la tocó primero con ímpetu, luego con suavidad, hasta que
ella se arqueó con un quejido y le atrajo hacia sí. Él sintió cómo
ascendía hasta la cumbre y la soltó, y entonces ella volvió a
aferrarse a él, al cordón de sus calzas, luchando contra las ropas
que le limitaban.
William la ayudó a desvestirle del todo y acto seguido deslizó
una pierna sobre ella, deslizó sus labios sobre los de ella y se
detuvo un instante, aunque le costó una gran dosis de fuerza y
voluntad hacerlo.
—No estamos casados —murmuró—. Ya lo sabes.
—Lo estuvimos una vez —dijo ella contra su boca, con la
respiración jadeante—. Siento haber roto ese compromiso. Nos
casaremos de nuevo.
William gimió.
—¿Cómo? —jadeó—. ¿Cuándo?
—Ahora —susurró ella—. Aquí.
Y tiró de él para acercarle a sí, abierta, impulsándose hacia
adelante al tiempo que él se aproximaba. William hizo una pausa tan
sólo, mientras su corazón latía con fuerza, pero supo que lo que
existía entre ellos no se parecía a nada que hubiera conocido antes.
Aquí había fe y amor, fuertes y puros. Los muros que había
construido alrededor de sí mismo se desvanecieron al instante.
Tamsin emitió un sonido de impaciencia y tiró de él. Lentamente y
con suavidad, le absorbió al interior de su cuerpo conteniendo la
respiración al pasar más allá del borde. William penetró en el
exquisito refugio que ella le ofrecía. Algo de inesperada intensidad,
algo pleno y total pareció rodearle. Cerró los ojos y se hundió en
ella.
Tamsin emitió un delicioso sonido de rendición, de triunfo. Él hizo
lo mismo, primitivo y extático, saboreó, empujó, y sintió cómo ella
temblaba a su alrededor. El fogonazo se apoderó de él, y supo que
relampagueó también a través de Tamsin. En ese momento supo,
de algún modo siempre lo había sabido, que ella era el brillante y
esquivo espejo de su alma, redescubierto.
Suspiró y escuchó de nuevo cómo caía la lluvia, cómo se
sucedían los truenos. Sintió que Tamsin se movía debajo de él,
aparte. La besó, y se prometió a sí mismo que aquello nunca
volvería a romperse entre ellos dos.
Un pequeño descanso, se dijo, sólo durante un rato, les vendría
bien a los dos. Se acurrucó junto a Tamsin y extendió el cobertor
sobre ambos, y sintió que el sueño empezaba a dominarle. Y
también la dominó a ella, porque se quedó inmóvil y pacífica en sus
brazos sin pronunciar apenas palabra.
***
—Oh, Dios —dijo William un rato más tarde. Luz mortecina, aire
fresco y húmedo, el grito de una alondra; todo ello se filtraba por la
pequeña ventana. Una claridad de color plateado se derramaba
sobre el rostro dormido de Tamsin—. Oh, Dios. ¿Cuánto tiempo
llevo aquí? —Se incorporó, se apartó el pelo de la cara y se
apresuró a ponerse la camisa, las calzas y las medias.
—¿Will? —Tamsin se sentó en la cama. Él contempló sus ojos
soñolientos, su cabello despeinado y su cuerpo desnudo, lustroso y
encantador. Se inclinó sobre ella y le dio un beso tierno y rápido.
Ella trató de abrazarle.
—Tengo que irme —murmuró William—. ¿Dónde están mis
botas…? Ah, están todavía en la mazmorra. —Se echó hacia atrás
el pelo que le caía constantemente sobre los ojos—. Tenía la
intención de hablar con Musgrave y marcharme. Maldita sea —
exclamó, y se puso en pie para ajustarse el cordón de la cintura y
remeterse la camisa—. Tengo que darme prisa. Dios —dijo—, no
hagas eso. Vas a hacer que se me pare el corazón.
Tamsin estaba de pie, esbelta y perfecta, y dejó que la camisa se
deslizara sobre su cuerpo como una nube, silueteada por la
ventana.
—Yo también voy —dijo ella—. Espera a que me vista.
—Si sigues ahí de pie, no iremos a ninguna parte, sino otra vez a
la cama —gruñó él con la voz ronca por el sueño. Tamsin sonrió y
se abrazó a él—. Te quedarás aparte mientras yo hablo con
Musgrave —dijo con firmeza—. Baja y despídete brevemente de mí.
Y si Archie tiene algo de comida por ahí, ¿podrás conseguirme
algo? Gracias. Santo cielo, eres una criatura preciosa. —La besó en
la boca, en la mano, y le dio un ligero empujoncito hacia la cama.
Sin hacer caso de las protestas de ella, abrió la puerta de un tirón.
Bajó corriendo la escalera de caracol mientras el castillo entero
dormía. Cruzó el gran salón, vacío excepto por una luz apagada y
grisácea y se dirigió hacia otro tramo de escalera que conducía al
corazón de la torre, donde se encontraba la mazmorra semejante a
una bestia estirada y oscura.
***
—Despierta —dijo, empujando a Musgrave con la bota. Dio un
paso atrás, observó cómo éste se despertaba con un gruñido y se
agitaba sobre el suelo de paja de la pequeña y oscura celda—.
¡Despierta!
Apoyó los puños en la cintura, con las piernas separadas. Ya
calzado y vestido con su jubón de cuero, armado con su espada y
su puñal, estaba preparado para partir tan pronto como averiguase
lo que pudiera. Justo al otro lado de la puerta abierta se encontraba
Rabbie Armstrong con cara de haber dormido poco, sosteniendo
una antorcha y el yelmo de acero de William.
Musgrave se sentó y se recostó contra la pared, la panza
enorme, los hombros hundidos y rodeando la anchura de su barbilla.
La cadena que unía sus muñecas tintineó cuando se frotó los ojos
con el dorso de la mano y levantó la vista.
—Eh —dijo—. ¿Es que te han soltado? ¿Qué estás haciendo
aquí, vestido para salir a cabalgar?
—Soy libre —contestó William—. Dime qué diablos has hecho,
Jasper. Necesito saberlo.
—Conque has confesado, ¿eh? Malditos escoceses —masculló
—. Y si confieso yo, ¿crees que el regente me dejará en libertad? Lo
dudo. Oh, pero sí han soltado a su maldito escocés.
—Confiesa —dijo William—. Reconoce lo que has hecho y dime
los detalles. Te permitirán regresar a Inglaterra. Tienes mi palabra.
Musgrave le dirigió una mirada de cerdo, escéptica.
—¿Les has dicho que eres un escocés leal, después de todo?
Típico de un maleante, coger la cola por el otro extremo cuando le
conviene.
—¿A quién has sobornado, y adónde han ido? —exigió saber
William. Permanecía en actitud firme, con la mano apoyada en la
empuñadura de la daga.
Musgrave le miró fijamente, y algo surgió en sus ojos.
—Maldito seas —le dijo. Se puso de pie con dificultad, gruñendo,
e hizo un gesto con la mano—. ¡Te has puesto de parte del regente!
¡El rey Enrique se pondrá furioso cuando se entere de esta
deslealtad, después de lo que me prometiste! ¿Cuánto te han
pagado? ¡Nosotros lo doblaremos! ¡Necesitamos un hombre dentro
de la corte! ¡Di cuánto quieres, y ve a Inglaterra a reclamar ese
dinero por hacer lo que nosotros queremos que hagas!
William se acercó lentamente y aferró a Musgrave de las
muñecas. Tiró de él hacia arriba haciendo que la cadena le asfixiara
y sujetara su corpachón contra la pared.
—No estoy de parte de nadie —dijo William—, excepto de la
pequeña reina de Escocia.
—¡Idiota! ¡Respalda a un guerrero, no a una niña de pecho! —
exclamó Musgrave trabajosamente—. Únete a los que ya se han ido
a reclamar ese bonito trofeo para Enrique. Si yo fuera tú, entregaría
a Archie Armstrong y a su maldita niñata gitana. Yo mismo di sus
nombres al regente anoche. Si he de morir, Archie caerá conmigo.
—Si me dices lo que quiero saber, y me lo dices rápido —rugió
William—, no morirás. Serás trasladado a Inglaterra.
—¿Con qué autoridad dices eso? —preguntó Musgrave.
—Con la mía —contestó William con los dientes apretados.
Empujó otra vez, manteniendo las manos de Musgrave separadas
de modo que la cadena quedara tensa. Musgrave escupió, se
congestionó, flexionó sus gordezuelas manos—. En cierta ocasión
estuviste en una situación parecida, y permitiste que pusieran una
soga alrededor del cuello de una mujer. Ahora tienes la oportunidad
de experimentar tú ese mismo infierno —dijo, tensando más la
cadena.
Musgrave soltó una exclamación, se revolvió, trató de golpearle
con los pies, impotente. William le eludió sin siquiera bajar la vista.
—Tú piensas que no es nada arrancar a un niño pequeño de los
brazos de su madre —le dijo, mirándole furioso, ardiendo de rabia
—. Mi reina no es más que una indefensa niña de pecho, es cierto.
Pero mi espada es suya. ¿Me has oído?
Musgrave asintió con los ojos en blanco.
—Me has traicionado —articuló—. ¡No eres más que un espía!
—Vamos, dime —rugió William, apretando con fuerza—. ¡Dime a
quién has enviado, y cuándo, y qué piensan hacer! O te juro que
esta cadena te librará de este mundo.
—¡Arthur les encontró! —boqueó Musgrave—. Arthur encontró a
unos gitanos que le leyeron el futuro y se dirigían hacia el norte.
Lolly Fall, dijo que era el nombre. Un tipo moreno y su tribu. Envié a
mis propios hombres, les pagué bien. Han ido a Linlithgow.
—¿Por qué? ¿Con qué fin? —dijo William con los dientes
apretados.
—Los… los gitanos van a bailar y hacer juegos malabares, y mis
hombres secuestrarán al bebé. Echarán la culpa a los gitanos.
Nadie se percatará de la presencia de mis hombres, disfrazados de
gitanos, y cuando se descubra el hecho, la gente exigirá que se
ahorque a esos vagabundos errantes.
—Y la reina ya estará en Inglaterra —dijo William.
—Sí. Estará sana y salva. No sufrirá ningún daño. —Musgrave
miró fijamente a William con la cara amoratada y agitando las
manos en el aire.
—¿Por qué querías que Archie Armstrong te proporcionara
gitanos y hombres de la frontera?
—El rey Enrique desea una lista de todo aquel que esté
dispuesto a recibir dinero a cambio de lealtad —contestó Musgrave
—. Necesita hombres que apoyen su ejército cuando invada
Escocia. Será pronto.
—Lo mismo sospechaba yo. ¿Y gitanos?
—Eso pertenece a mi plan —dijo Musgrave—. Los gitanos son
para raptar a la pequeña reina. Y si ellos no quieren hacerlo, no
importa; la gente les echará la culpa. Se les paga poco y terminan
ahorcados. No se ha perdido nada.
—Bastardo —escupió William, inclinándose sobre la cadena.
—Suéltame —suplicó Musgrave—. Dios, suéltame. Soy un
hombre leal, actúo en favor de mi rey… Tú actúas en favor de tu
reina. Somos los dos iguales, tú y yo, leales a nuestra corona.
Presté juramento a Enrique… Suéltame…
—Debería dejar que te ahogaras con tus propios pecados —
rugió William.
Soltó por fin las muñecas de Musgrave y se echó atrás tan
deprisa que éste perdió el precario equilibrio que sustentaba un
cuerpo tan voluminoso sobre unos pies pequeños y cayó
pesadamente de rodillas.
—Has dicho que me soltarían —boqueó Musgrave—. Díselo al
regente. Tú tienes influencia con él…
—Serás llevado de vuelta a Inglaterra. Tienes mi palabra. —
William dio media vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la
salida, resoplando de furia.
—Una cosa, Scott. Ya es demasiado tarde —dijo Musgrave—.
¡Es demasiado tarde para detenerles! Enrique tendrá lo que más
desea: ¡las riendas de Escocia en sus manos!
William no dijo nada. Abrió la puerta de un tirón y salió. Rabbie le
miró con ojos de preocupación, cerró la puerta con llave y le siguió
escaleras arriba hacia la luz gris del amanecer.
William subió los escalones respirando furia y determinación a
cada paso, con la mandíbula tensa y los labios apretados. Al llegar
al final, en el rellano del gran salón, vio que Tamsin y Archie le
estaban esperando. Ella iba vestida con una sencilla falda marrón y
botas bajas. Tenía el semblante serio y el cabello suelto y
desordenado. Sus ojos, verdes como el cristal, eran ventanas de su
miedo al mirarle.
—William… —dijo. Él la miró, grave y en silencio, y se volvió
hacia Archie. Rabbie pasó al lado de ellos murmurando que iba a
preparar el caballo de William y salió por la puerta exterior.
—Ha enviado a sus propios hombres y a gitanos contratados, a
Linlithgow para secuestrar a la reina —dijo William—: Tengo que ir.
—¡Gitanos! —Tamsin dio un paso al frente—. ¿Qué gitanos?
—Lolly Fall —respondió William, y se encogió de hombros.
—¿Faw? Yo tengo una tía, Nona Faw… —Frunció el entrecejo.
—No sé de quién se trata. Pero ya se han ido, según dice
Musgrave. —Sacó unos guanteletes de cuero que llevaba en el
cinturón, se los enfundó en las manos y levantó su yelmo para
colocárselo en la cabeza—. Puedo detenerles si llego al palacio
antes que ellos.
—A través de las colinas existe una ruta rápida hacia el norte.
Has de cabalgar como el mismo diablo —dijo Archie—. Te explicaré
por dónde. Yo me quedaré aquí y vigilaré a mi prisionero. Llévate a
Rabbie y algunos Armstrong más.
—No hay tiempo para convocar a nadie —dijo William—. Y vos
necesitáis a Rabbie, vuestro regente, aquí para hablar con
Musgrave. Le he dado mi palabra de que sería devuelto a Inglaterra.
Archie alzó una ceja.
—¿En serio? —Se encogió de hombros—. Pero no le has dicho
cuándo ni dónde, ¿no?
—No —respondió William—. Pero será pronto, diría yo. Se lo
diré al regente, al auténtico, y alguien se encargará de Musgrave a
las puertas de su propio castillo. Mejor que en suelo vuestro.
—Eh, muchacho —dijo Archie, ahora sonriente—. Olvidas que
estás en Medio Merton. Puedo trasladar a Musgrave a Escocia o a
Inglaterra con sólo ponerle a la derecha o a la izquierda de esa
mazmorra. —Su sonrisa se ensanchó.
William rió de mala gana.
—Sois un viejo sinvergüenza.
—Si se lo dices a Jasper, sabrá que está en Merton —dijo
Tamsin. Entregó a William un pedazo de pan y queso envuelto en
una tela, y él lo cogió con una inclinación de cabeza—. No querrás
que sepa eso.
—Oh, ya le soltaré cuando me apetezca —repuso Archie—. Con
mi lista apretada en su mano.
—¿La lista de hombres de la frontera? —William se dirigió a la
puerta exterior, de la que partían unos escalones que bajaban hasta
el patio. Tamsin y Archie le acompañaron.
—Sí, una lista de hombres de la frontera que me han jurado que
jamás apoyarán al rey Enrique —dijo Archie—. Es la única lista que
he conseguido. ¿Crees que Musgrave pagará por ella?
—Puede que lo haga —contestó William. El patio se veía lavado
por la lluvia y fresco a la suave claridad del día, y se encaminó a
paso rápido hacia los establos, donde estaba Rabbie ensillando su
bayo.
—Will, yo también voy —dijo Tamsin—. Espérame. —Y echó a
andar en la misma dirección.
Pero él la agarró del brazo.
—No. Quédate aquí. —Ella negó con la cabeza e intentó zafarse.
William no quería en absoluto soltarla, y apretó la mano alrededor
de su brazo, mirándola fijamente—. Adiós —le dijo—. Regresaré
dentro de un día más o menos. Lo prometo.
—Iré contigo. Me necesitas.
—Sí, te necesito. Estoy dispuesto a admitirlo ante todo el mundo
—dijo en tono irónico—. Pero quiero que te quedes aquí.
—No pienso quedarme aquí, haciendo punto para ti y
remendándote las medias —replicó ella—. ¡Y no sé cocinar, ni
arreglarme el pelo!
—Yo nunca te pediría nada de eso —murmuró él—. Sólo quiero
que te quedes aquí de momento y no te metas en líos.
—Pero yo sé hablar romaní y razonar con los gitanos, y sé
montar tan deprisa como tú.
—Así es, sabe hacerlo —terció Archie, asintiendo.
William le fulminó con la mirada.
—Es hija vuestra. Retenedla aquí, fuera de peligro, por el amor
de Dios.
Archie les contempló a ambos, cruzado de brazos y con una
ligera sonrisa en la cara.
—No puedo decirle lo que tiene que hacer —dijo—. Esperaba
que tú intentases domarla. Eres justo el bandido que he estado
buscando. Supongo que pensarás casarte con ella como Dios
manda, ¿no?
—Sí, me casaré con ella como Dios manda, como ella quiera —
dijo William, dirigiéndole una mirada fija—. Pero no pienso
contrariarla. A no ser que haya algún peligro de por medio, como
ahora —añadió entre dientes. Tamsin le miró ceñuda—. Tiene
buena mano con las jarras, será mejor que me aparte de su camino.
—Sí, eso es justamente lo que hay que hacer —dijo Archie sin
perder la sonrisa—. Su madre también tenía buena mano con las
jarras. Me arrojó unas cuantas en el poco tiempo que estuvimos
casados. —Se rascó la cabeza—. Uno aprende a pillarlas en el
aire… o a agacharse. Y no me importaba volver a casarme con ella
cada vez. —Miró a William con una amplia sonrisa.
Tamsin agitó su brazo libre y miró furiosa a los dos.
—¡Esto no tiene ninguna gracia! Puedo ayudarte, Will. Puedo
apartar a los gitanos de este complot más deprisa que tú. Y puedo
encontrarles, si tú no puedes. Déjame intentarlo, por favor. O de lo
contrario te seguiré —agregó, cruzándose de brazos.
—Lo hará —advirtió Archie.
—Lolly Fall —dijo ella simplemente—. Se refiere a Lallo y a Faw.
Si mi abuelo está complicado en esto, es que tiene un plan. Tengo
que ir.
William aceptó por fin.
—Está bien, tienes que venir. Pero date prisa, no tenemos
mucho tiempo para que te prepares…
—Ya está. —Rabbie se adelantó con el bayo y el corcel moteado
de Tamsin, ambos ensillados—. Sabía que nuestra pequeña no
querría quedarse aquí mientras su hombre se iba con los gitanos.
Tamsin, te he puesto algo de comer y un tartán, por si lo necesitas.
Tamsin sonrió a Rabbie, dio a su padre un abrazo rápido y echó
a correr hacia su caballo. Apoyó la bota en el estribo y subió de un
salto a la silla, y se acomodó las faldas alrededor de las piernas.
William hizo un gesto con la cabeza a Archie y montó el bayo.
Archie se situó entre los dos caballos con los brazos estirados
para agarrar las bridas de ambos y miró alternativamente a su hija y
a William.
—A través de las colinas, hacia el nordeste. Tamsin conoce el
camino. Will Scott —dijo—, cuida bien de mi pequeña.
—Así lo haré, Archie —contestó él, cogiendo las riendas.
—Sí, sabía que lo harías. Lo sabía hace años, cuando no eras
más que un muchacho y ella una niña pequeña en brazos de su
abuela.
William se detuvo un momento y le miró desde el caballo.
—¿Hace años?
—Cuando nació Tamsin y tú acababas de dejar los pañales,
pensé por primera vez en emparejaros —dijo Archie—. Yo tenía una
bonita hija, y tu padre un guapo muchachote. A Allan le gustó el
plan. Cuando Tamsin cumplió seis años, decidimos establecer el
acuerdo de casaros cuando os hicierais mayores. Pensábamos
ponerlo por escrito, pero… Allan murió poco después. El día en que
fui a buscar a Tamsin al campamento de sus parientes gitanos fue el
mismo día en que le apresaron a él y te llevaron a ti de Rookhope.
William sintió que le recorría un escalofrío. Miró a Tamsin, que
tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa, y comprendió que ella
tampoco conocía aquella historia.
—Ese día, Archie… —dijo en voz queda—. Ese día os vi a vos y
a Tamsin en lo alto de una colina. Los dos me saludasteis con la
mano. Jamás lo olvidé. Jamás. —Luchó contra el nudo que tenía en
la garganta—. Siempre he tenido la impresión de que… estaba en
deuda con vosotros por hacerme aquel gesto.
—Tú no nos debes nada —replicó Archie—. Era lo único que
podíamos hacer en aquel momento. Yo te habría rescatado de ellos
si hubiera podido. Ese día te perdimos a ti también.
William asintió y tragó saliva, profundamente conmovido por el
amor y el respeto que Archie sentía por él.
Archie mostró una sonrisa radiante, mirando al uno y al otro.
—Ahora os veo juntos, como siempre supe que tenía que ser.
Como dos almas gemelas, así erais de pequeños: os parecíais en el
físico, en el temperamento, en la forma de ver el mundo. El destino
te apartó de nosotros, muchacho, y la pérdida de tu padre me
entristeció profundamente, y aún me entristece hoy. Pero el destino
ha sido amable con nosotros y nos ha devuelto al guapo bandido
que estaba reservado para mi pequeña. Tamsin, ya te dije que éste
era mi sueño, verte con él.
Ella sonrió.
—Entonces el destino ha terminado esta tarea por nosotros.
—No hasta que esa reina niña esté a salvo —dijo Archie. Se
apartó y soltó las bridas—. Apuesto a que vosotros dos solos podéis
encargaros de esa tarea. El destino lo sabe. A lo mejor, por eso os
ha juntado, para salvar a esa niña que nuestro país ama y necesita.
Pero tú, Will Scott… —Miró a William con el ceño fruncido—.
Encárgate de proteger a mi chica de todo peligro.
—Me encargaré de ello. Vamos —dijo William a Tamsin al tiempo
que cogía las riendas y hacía girar a su caballo, oyendo a su
espalda el corcel de Tamsin al encaminarse hacia la salida.
Capítulo 28
SUSAN King