Está en la página 1de 24
preocupacién angustiosa: que no podia, viviendo, repre- sentarme a mi mismo en los actos de mi vida; verme co- mo los demas me veian; ponerme delante de mi cuerpo y vetlo vivir como si fuera de otro. Cuando me ponfa de- Jante-de un espejo, se producia como un parén en mi; se acabé la espontaneidad, cada uno de mis gestos se me an- tojaba'a mi mismo fingido o un remedo. Yo no podia verme vivir. Tuve la prueba de ello en ta impresién que, por asi decirlo, me asalté cuando, unos dias después, mientras caminaba y charlaba con mi amigo Stefano Firbo, suce- dié que de improviso me sorprendi en un espejo por la calle, espejo en el que no habia reparado con anteriori- dad, Una impresian que no duré mas que un instante, porque en seguida se produjo el parén, cesé la esponta- neidad y dio comienzo el estudio. Al principio no me re- conoel a mf mismo. Tuve la impresion de ver a un extra- fio. que pasaba por la calle charlando, Me detuve. Debia de estar muy pélido. Firbo me pregunté: Qué te pasa? —Nada—respondi yo. Y dentro de mi, embargado por un extrafio espanto que era al propio tiempo repugnan- cia, pensaba: «élixa realmente mi imagen la que he entrevisto en un telampagd? ¢Soy asi rcalmente, yo, desde fuera, cuando, mientras vivo, no pienso en mi? Asi pues, para los demas soy ese extrafio que he sorprendido en el espejo; ése, y ya no yo tal como me conozco; ese que yo mismo al princi- pio, al verlo, no he reconocido. Soy ese extrafio al que no puedo ver vivir sino asi, en un instante impensado, Un ex- trafio que pueden ver y conocer sdlo los demas, y yo no.» 24 Y a partir de aquel dia me propuse este objetivo des- esperado: ir persiguiendo a ese extrafio que estaba en mi y que escapaba a mi conocimiento; ese al que no podia detener delante de un espejo porque en seguida se volvia yo tal como me conocia; ese que vivia para los demas y que yo no podia conocer; que los demas vefan vivir y yo no. También yo queria verlo y conocerlo, igual que los demas lo yeian y conocian. Repito, crefa atin que ese extrafio era uno solo, uno solo para todos, igual que creia ser yo uno solo para mi. Pero pronto mi terrible drama se complicé con el descu- brimiento de los cien mil Moscarda que yo era no sélo para los demas, sino también para mi, todas can este “nico nombre de Moscarda, feo a mas no poder, todos dentro de este pobre cuerpo mio, que también era uno, uno y ninguno, jay!, si lo ponia delante del espejo y lo mitaba fijo e inmdvil a los ojos, aboliendo en él todo sen- timiento y toda voluntad. Cuando asi mi drama se complicé, empezaron mis in- creibles locuras. v PERSECUCION DEL EXTRANO Hablaré, por ahora, de las chiquilladas que empecé a ha- cer a modo de pantomimas, en la alegre infancia de mi locura, delante de todos los espejos de casa, mirando adelante y atrds para no ser descubierto por mi mujer, en la ansiosa espera de que ella, al salir para ir de visita o de compras, me dejata finalmente solo durante un buen rato, 25. No es que quisiera ya como un comediante estudiar mis gestos, adaptat mi cara a la expresién de los distin- tos sentimientes ¢ impulsos animicos, sino que lo que por el contrario queria era sorprenderme en la naturali- dad de mis actos, en las stibitas alteraciones del rostro debidas a cada impulso animico; a un asombro repenti- no, por ejemplo (y enarcaba por cualquier futil motivo las cejas hasta el arranque del pelo y abria los ojos y la boea, poniendo una cara larga como si un hilo interior tirase de ella); a un profundo pesar (y Francia la frente, imaginando Ja muerte de mi mujer, o bien entornaba tristemente los parpados como queriendo incubar aquel pesat); a una rabia feroz (y hacia rechinar los dientes, pensando que alguien me habia abofeteado, y arrugaba lanatiz, estirando la mandibula y fulminando con la mi- vada), Pero, en primer lugar, ese asombro, ese pesar, esa ra- bia eran fingidos, y no podian ser verdaderos, porque, de haberlo sido, no habria podido verlos, pues habrian cesado en seguida por el mero hecho de que los veia; en segundo lugar, los asombros que podian dominarme eran muchos y de muy distinta indole, y semamente im- previsibles también las expresiones que adoptaban, infi- nitamente variables también dependiendo del momento y de mis estados de animo, y lo mismo ocurria en lo que se refiere a todos los pesares y rabietas. Y por ultimo, aun admitiendo que por un solo y determinado asombro, por un solo y determinado pesar, por una sola y determi- nada rabieta, hubiera adoptado yo de verdad esas expre- siones, éstas eran tal como yo las vefa y no como las ha- brian visto los demas. La expresién de aquella rabia mia, 26 por ejemplo, no hubiera sido la misma para alguien que la hubiese temido, para otro dispuesto a disculparla, pa- ra un tercero dispuesto a tomdarsela a risa, y asi sucesiva- mente, jAh!, tenia ain el suficiente buen sentido para en- tender todo esto, pero de nada me valié para sacar de la reconocida inviabilidad de mi loco propésite la natural consecuencia de renunciar a esa empresa desesperada y contentarme con vivir para mi, sin verme ni preocupar- me de los demas. La idea de que los demds vefan en mi a alguien que no era yo tal como me conocia; alguien que solo ellos po- dian conocer miréndome desde fuera con ojos que no eran los mios y que me daban un aspecto destinado a re- sultarme siempre extraiio, pese a estar en mi, Ppese a ser el mio para ellos (jun «mio», por tanto, que no era para mf!); una vida en Ia que, pese a ser la mia para ellos, yo no podia penetrar, esta idea, digo, ya no me dio tregua. ¢Cémo soportar en mi a ese extraiio, a ese extrafio que era yo mismo para mi? ¢Cémo no verlo? ¢Como no conocerlo? ¢Cémo permanecer para siempre condenado a levarlo conmigo, dentro de mi, a la vista de los demas y sin embargo fuera de la mia? VI jPOR FIN! —zSabes qué te digo, Gengé? Que han pasado otros cuatro dias. Ya no cabe duda: Anna Rosa debe de estar enferma. Iré a verla. 27 —Pero, equé dices, Dida mia? Pero, ¢a ti te parece? ¢Gon este tiempo de perros? Manda a Diego, manda a Nina a pedir noticias. Quieres coger algo? Me niego, me niego en redondo. Cuando no queréis algo de ninguna de las maneras, equé hace vuestra mujer? Dida, mi mujer, se planté el sombrerito en la cabeza. Luego me alargé el abrigo de piel pata que se lo sostu- viera. Sontei. Pero Dida descubrié mi sonrisa en el espejo: —¢Te ries? —Querida, ya veo lo mucho que se me obedece.., Y entonces le rogué que, al menos, no se entretuvie- ta mucho en casa de su querida amiga, si de veras le do- lia la garganta; —Un cuarto de hora, no mas. Te lo juro. Me aseguré asi de que no volveria hasta el atardecer. Apenas hubo salido, de la alegria, giré sobre mis ta- lones, frotandome las manos. «jPor fin!» Vil UNA CORRIENTE DE AIRE Ante todo quise recuperarme, esperar a que desapare- ciera de mi semblante todo rastro de ansiedad y de ale- gria y que, en mi interior, se detuviera todo impulso sen- timental o mental, para poder [levar mi cuerpo hasta el espejo como si fuera extrafio a mi y, como tal, ponerlo de- lante de mi. —Vamos—dije—, ; Andando! Anduve, con los ojos cerrados, las manos por delan- te, a tientas. Cuando toqué la luna del armario, me detuve a esperar, con los ojos cerrados atin, la mas absoluta cal- ma interior, la mas absoluta indiferencia. Pero una maldita voz me decia por dentro que tam- bién alli estaba él, el extrafio, ante mi, en el espejo. Espe- rando como yo, con los ojos cerrados. Estaba, y yo no lo veia. Tampoco él me veia a mi, porque tenia, al igual que yo, los ojos cerrados. Pero equé esperaba él? éVerme? No. El podia sey visto; no verme. Era para milo que yo era pa- ta los demés, que podia ser visto y no verme. Sin embar- g0, al abrir los ojos, ¢/o veria asi como un otro? Este era el quid de la cuestion. iCuantas veces se habia cruzado mi mirada por ca- sualidad en un espejo con la de alguien que me estaba mitando en el mismo espejo! Yo en el espejo no me veia y era visto; del mismo modo el otro no se veia, pero veia mi cara y se veia mirado por mi. De haberme expuesto a ver- me también yo en el espejo, acaso habria podido ser visto también por el otro, pero yo no, yo no hubiera podido verlo. Es imposible al mismo tiempo verse y ver que otro esta mirandonos en el mismo espejo. Mientras pensaba esto, siempre con los ojos cerra- dos, me pregunté: «éEs distinto ahora mi caso, 0 es el mismo? Mientras tengo los ojos cerrados, somos dos: yo, el de aqui, y él otro, el del espejo. He de impedir que, al abrir los ojos, él se convierta en mi y yo en él. Yo he de verlo y no ser vis- to. ¢Es ello posible? En cuanto yo lo vea, él me vera, y 29 nos reconoceremos. jPues muchas gracias! Yo no quiero reconocerme; yo quiero conocerlo a él fuera de mi. ¢Es ello posible? Mi esfuerzo supremo debe consistir en es- tor no verme er wz, sino ser visto por mi, con mis propios ojos, pero como si fuera otro: ese otto que todos ven y yo no, ; Vamos, entonces, calma, que toda vida se detenga y atencién!» Abri los ojos. ¢Qué vi? Nada, Me v2. Estaba alli, cefiudo, gravido de mi pro- pio pensamiento, con cara de gran disgusto. Me entré una tremenda irritacién y tentado estuve de escupitme yo mismo a la cara. Me contuve. Distendi las arrugas; intenté disminuir la agudeza visual; y he aqui que, a medida que la disminuia, mi imagen se apagaba y poco menos que se alejaba de mi; pero también yo me iba apagando y a punto estuve de desplomarme; y senti que, de seguir con el experimento, me adormeceria, Me mantuve con los ojos fijos. Traté de impedir sentirme tam- bién yo con aquellos ojos fijos en mi que tenia delante; es decir, que aquellos ojos entraran en los mios. No lo lo- gré. Yo nze sentia aquellos ojos. Los veia enfrente de mi, pero los sentfa también de este lado, en mi; sentia que eran mifos; no fijos ya en mi, sino en si mismos. Y si por un momento conseguia no sentirlos, ya no los veia. jAy!, era realmente asi: yo podia vérmelos, pero no ya verlos. Y he aqui que, como imbuido de esta verdad que re- ducfa a un juego mi experimento, de pronto mi rostro es- boz6 en el espejo una palida sonrisa. —jEstate serio, imbécil!—le grité entonces—. jNo hay ningtin motivo para reirse! Tan instantaneo fue, por lo espontaneo de la irrita- 30 cidn, el cambio de expresién en mi imagen, y tan subita- mente siguid a este cambio una aténita apatia en ella, que logré ver mi cuerpo separado de mi espfritu impe- rioso, alli, delante de mi, en el espejo. jAh, por fin! | Ahi estaba! ¢Quién era? No era nada. Nadie, Un pobre cuerpo mortificado, en espera de que alguien lo hiciera suyo. —Moscarda...—murmuré, al cabo de un largo silencio. No se movi; siguié mirdndome, aténito. Podria haberse llamado también de otro modo. Estaba alli, como un perro vagabundo, sin duefio y sin nombre, al que uno podia llamar Fisk y otro Flo, a su an- tojo. No conocia nada, ni se conocia; vivia por vivir, y no sabia que vivia; le latia el corazén y no lo sabia; respiraba y no lo sabia; movia los parpados y no se daba cuenta. Observé su pelo rojizo; la frente inmévil, insensible, palida; aquellas cejas en forma de acento circunflejo, los ojos verduscos, como picados en algunas partes de la cér- nea por unas manchitas amarillentas; atonitos, sin mira- da; aquella nariz torcida hacia la derecha, pero de boni- to corte aquilino; los bigotes pelirrojos que le ocultaban la boca; la barbilla recia, un tanto prominente. Si, asi era: lo habian hecho asi, de este pelaje; no de- pendia de él ser de otro modo, tener otra estatuta; podia, eso si, alterat en parte su aspecto: afeitarse el bigote, por ejemplo; pero ahora era asi; con el tiempo seria calvo o con el pelo canoso, arrugado y lacio, desdentado; algu- na desgracia, ademas, podia desfigurarlo, hacer que le pusieran un ojo de vidrio o una pata de palo; pero ahora era asi, 3 éQuién era? ¢Era yo? ;Pero podia ser también otro! Podia ser cualquiera, ése. Podia tener aque] pelo rojizo, aquellas cejas en forma de acento circunflejo y aquella nariz que tenia torcida hacia la derecha, no sélo para mi, sino también para otro que no fuera yo. ¢Por qué tenia que ser yo, éste, asi? Viviendo, yo no me formaba de mf mismo ninguna imagen. 2Por qué tenia, entonces, que verme en aquel cuer- po como en una imagen necesaria de mi? Aquella imagen estaba alli, delante de mi, casi inexis- tente, como una aparicién en suefias. Y yo podia perfec- tamente no conocerme asi. ¢Y si no me hubiera visto nunca en un espejo, por ejemplo? ¢No habria seguido teniendo tal vez dentro de aquella cabeza desconocida los mismos pensamientos? Si, y muchas otros, ¢Qué te- nian que ver mis pensamientos con aquel pelo, de aquel color, que habria podido desaparecer o bien ser blanco o negro a cubio; y con aquellos ojos verduscos, que habrian podido también ser negros 0 azules; y con aquella nariz que habrfa podido ser recta o chata? Podia perfectamen- te sentir también una profunda antipatia por aquel cuer- po; y la sentia. Y sin embargo, yo era, para todos, sumariamente, aquel pelo rojizo, aquellos ojos verduscos y aquella nariz; todo aquel cuerpo que para mi no era nada, si, jnada! Cualquiera podia tomarlo para hacerse con él el Moscar- da que mejor le pareciera y gustara, hoy asi y mafiana asa, dependiendo de las circunstancias y del humor del mo- mento. Y también yo... {Pues si! gAcaso lo conocia yo? 2Qué podia conocer de él? El instante en que lo miraba, y nada més. Si no me aceptaba asi o no me sentia tal co- 32 mo me veia, aquél era también para mi un extraiio, que tenia aquellas facciones, pero que hubiera podido tener otras. Pasado el momento en que lo miraba, era ya otro; tanto es asi que ya no era el que habia sido de nifio, y to- davia no era el que seria de viejo; y yo hoy trataba de re- conocetlo en el de ayer, y asi sucesivamente. Y en aquella cabeza, inmovil e insensible, podia poner todos los pen- samientos que quisiera, hacer prender Jas mas variadas visiones: si, un bosque que se oscurecia tranquilo y mis- terioso a Ia luz de las estrellas; una rada solitaria, invadi- da por la niebla, de la que zarpaba lento y espectral un bar- coal amanecer; la calle de una ciudad hirviente de vida bajo el nimbo deslumbrante de sol que encendia de re- flejos purptireos los rostros y hacia destellar de luces va- riopintas los cristales de las ventanas, los espejos, los es- caparates de las tiendas. Extinguia de golpe la visién, y aquella cabeza permanecia allf de nuevo inmévil e insen- sible, en un apatico asombro. éQuién era? Nadie. Un pobre cuerpa, sin nombre, a la espera de que alguien lo hiciera suyo. Pero de repente, mientras pensaba estas cosas, suce- dié algo que me Ilené de espanto mas que de estupor. Delante de mi vi, no por propia voluntad, cémo la apatica y aténita cara de aquel pobre cuerpo mortificado se descomponia de forma lamentable, arrugaba la nariz, ponia los ojos en blanco, contraia los labios hacia arriba ¢ intentaba fruncir el cefio como si quisiera Horar; y se mantuvo asi un momento, en suspenso, para luego sacu- dirse de sopetén dos veces debido a un par de estornu- dos. Ese pobre cuerpo mottificado se habia estremecido 33 por si solo debido a una corriente de aire que habia en- trado quién sabe por dénde, sin previo aviso y al margen de mi voluntad. —Jests!—le dije. Y pude ver en’el espejo mi primera risa de loco. vil Y¥, ENTONCES, {QUE? Pues, entonces, nada: esto, ¢Os parece poco? He aqui una primera lista de las demoledoras reflexiones y de las terribles conclusiones derivadas del inacente y momen- téneo gusto que Dida, mi mujer, se habia querido dar. Quiero decir, hacerme norar que tenia la nariz torcida ha- cia laderecha. REFLEXIONES: 1'"—que yo para los demds ya no era aquel que hasta entonces habia creido ser para mt; 2'—gue no podia verme vivir; 3°—que al no poder verme vivir, era un extraho para mt mismo, es dectr, alguien a quien los demds podian ver y conocer, cada uno a su manera; pero yo no; 4°—que era imposible ponerme delante de ese extrano para verlo y conocerlo; yo podia verme, pero no verlo a él; s*—gue mi cuerpo, silo analizaba desde fuera, era pa- ra mé como una apavicion en suefios; una cosa gue no sabia que vivia y que estaha alli, en espera de que alguien lo bi- elere SUYO; 34 6"—que, lo misono que yo me aproptaba de él, de este cuerpo into, para ser de vez en cuando como yo queria ser y me sentia, igual podia apropiarse de él cualquier otro pa- ra darte una realidad a su real entender. 7'—que, por tiltimo, ese cuerpo era Por Si misao una uada tal y tal nulidad, que una simple corriente de aire po- dia hacerlo estarnudar boyy manana levdrselo, CONCLUSIONES: Estas dos, por el momento: —que comencé por fin a comprender por qué Dida, mi mujer, me llamaba Genge; 2—que me propuse descubriy quién era yo al menos para los que tenia mds cerca de mi, los llamados conocidos, y divertirme descomponiendo despectivamente a aquel que yo era para ellos. 35 LIBRO SEGUNDO I ESTOY YO Y ESTAIS VOSOTROS Seme puede objetar: —Pero, ¢cdmo no se te ocurrié nunca antes, pobre Moscarda, que al resto de la gente les pasaba lo mismo que ati, que no se ven vivir; y que si td no eras para los demas el que hasta entonces te habias creido, de igual modo los de- mas podian no ser tal como ti los veias, etcétera, etcétera? Yo respondo: Se me ocurti6. Pero, disculpad, ¢de verdad se os ha ocurrido también a vosotros? Me gustaria suponerlo, pero no os creo. Mejor dicho, creo que si se os ocurriera en realidad un pensamiento semejante y arraigara en vuestra cabeza como lo ha he- cho en la mia, todos vosotros cometerfais las mismas lo- curas que yo cometi. Sed sinceros: nunca se os ha pasado por la cabeza que- rer veros vivir. Procurdis vivir para vosotros, y bien que hacéis, sin preocuparos de lo que, sin embargo, podéis ser para los demas, no porque no os importe nada la opi- nién ajena, que si os importa y mucho, sino porque vivis en la feliz ilusién de que los otros, desde fuera, se hacen de vosotros una imagen igual a la que os hacéis de vos- otros mismos. Porque si luego alguien os hace notar que tenéis la na- riz un poquito torcida hacia la derecha..., zno?, que ayer dijisteis una mentira..., gtampoco?, vamos, muy pequefia, 39 sin consecuencias... En suma, si en alguna ocasién empe- zdis a sospechar que no sois para los demas el mismo que para vosotros, ¢qué hacéis? (Sed sinceros.) No hacéis na~ da, o bien poco. A lo sumo considerais, con una total y ab- soluta seguridad en vosotras mismos, que los demas os han comprendido mal, os han juzgado mal; y eso es todo. Si mu- cho os apura, acaso tratéis de mejorar esa opinién, hacien- do aclaraciones, dando explicaciones: si no, lo dejaréis co- rret, os encogeréis de hombros exclamando: «Bueno, al fin yal cabo, tengo la conciencia tranquila y ello me basta.» éNo es asi? Perdonad, sefiores. Ya que me han venido palabras mayores a la boca, permitidme que os haga entrar en la cabeza un pensamiento muy simple. Es el siguiente: que vuestra conciencia no tiene nada que ver en esto. No di- ré que no valga nada, cuando para vosotros lo es preci- samente todo; diré, para complaceros, que del mismo mo- do yo tengo también la mia propia y sé que no vale nada. eSabéis por qué? Porque sé que existe también la vues- tra. Si, Tan distinta a la mia. Perdonadme si por un momento hablo al modo de los filésofos, Pero, éacaso es la conciencia algo absoluto que puede bastarse a si misma? Si estuviéramos solos, tal vez si. Pero entonces, amigos mios, no habria conciencia. Por desgracia, estoy yo, y estais vosotros. Por desgracia. Asi pues, equé quiere decir que tenéis vuestra concien- cia y que os basta? 2Que les demas pueden pensar de vosotros y juzga- ros como les plazca, es decir, injustamente, porque vos- otros mientras tanto estais seguros y satisfechos de no haber obrado mal? jOh!, por favor, sino son los demas, ¢quién os pro- porciona, entonces, dicha seguridad, quién os proporcio- na dicho consuelo? ¢Vosotros mismos? ¢Y cémo? iAh!, yo sé cémo: obstinandoos en creer que si los de- mds hubieran estado en vuestro lugar y les hubiera pasa- do el mismo caso que a vosotros, todos habrian actuado igual que vosotros, ni mas ni menos. jBien! Pero, gen qué os basais para afirmar tal cosa? iAh!, y también sé lo siguiente: sobre ciertos princi- pios abstractos y generales, en los que de forma absttac- ta y general, es decir, al margen de los casos concretos y particulares de la vida, podemos estar todos de acuerdo (cuesta poco). Pero, ¢cémo es posible, sin embargo, que todos os condenen © no os aprueben o se burlen incluso de vos- otros? Esta claro que son incapaces de teconocer, como vosotros, esos principios generales en el caso particular que as ha ocurtido, y de reconocerse a si mismos en la accién que habéis llevado a cabo. ¢Para qué os basta, pues, la conciencia? ¢Para senti- tos solos? No, por Dios. La soledad os espanta. ¢Y¥ qué hacéis, entonces? Os imagindis muchas cabezas. Todas co- mo la vuestra. Muchas cabezas que, mejor dicho, son la vuestra propia. Las cuales a un determinado ademan, co- mo si tirarais de ellas por medio de un hilo invisible, os dicen que si y que no, que no y que sf; tal como queréis vosotros. Y esto os consuela y os hace sentir seguros. Pues vaya un magnifico juego éste de vuestra concien- cia que os basta. 4 Il Y, ENTONCES, ¢QUE? ¢Sabéis, en cambio, en qué se apoya todo? Yo os lo diré. En una presuncion que Dios ojalé os conserve para siem- pre: La presuncién de que la realidad, tal como es pata vosotros, tiene que ser igual para todos los demas. Vivis dentro de ella; anddis fuera de ella, segutos. La veis, la tocdis; y dentro también, si os apetece, os fumdis un cigarrillo (gla pipa?, la pipa) y os quedais mirando di- chosos las volutas de humo que poco a poco se desvane- cen en el aire. Sin sospechar lo mas minimo que toda la realidad que os rodea no tiene para los demas mayor con- sistencia que ese humo. ¢Que no, decis? Mirad. Vivia yo con mi mujer en la casa que mi padre se habia hecho construir tras la pre- matura muerte de mi madre, para dejar aquella otra don- de habia vivido con ella, lena de dolorosisimos recuer- dos. Yo era a la sazén un nifio, y no fue hasta mas tarde cuando me di cuenta de que al final mi padre habia deja- do aquella casa inacabada y practicamente abierta a cual- quiera que quisiera entrar en ella, Aquel arco de puerta sin la puerta que supera, de un lado, totalmente la cimbra y, del otro, la cerca, sin acabar, del amplio patio de enfrente; con el umbral inferior des- truido y las pilastras descantilladas, me hace pensar aho- ta que mi padre lo dejé asi en el aire y vacio, acaso por- que pensé que aquella casa, tras su muerte, serfa para mi, que es lo mismo que decir para todos y para nadie, y que por eso era inutil la proteccién de una puerta. En vida de mi padre, nadie se atrevié a entrar en 42 aquel patio. Habian quedado en el suelo muchas piedras de sillar y cualquiera que pasara por alli podia pensar de entrada, al verlas, que la obra, interrumpida por un tiempo, se reanudaria en breve. Pero tan pronto como comenzé a crecer la hierba entre los guijarros y a lo largo de la tapia, aquellas picdras inutiles parecieron en segui- da como caidas y viejas. Con el tiempo, muerto mi padre, se convirtieron en asientos para las vecinas del barrio, las cuales, al principio titubeantes, ahora una, luego otra, se atrevieron a trasponer el umbral, como si buscaran un lugar resguardado donde poder sentarse ala sombra y en silencio; y luego, en vista de que nadie decia nada, deja- ron para sus gallinas sus titubeos, y empezaron a consi- derar aquel patio como suyo, asi como también el agua de la cisterna que se alzaba en el centro; y lavaban alli y ten- dian Ja ropa a secar; y por Ultimo, con el sol fulgurando alegre entre aquella blancura de sébanas y de camisas agitadas por el viento que colgaban de las tensadas cuer- decillas, se soltaban alegres sobre los hombros sus cabe- llos relucientes de aceite para «buscarse» en la cabeza,’ igual que hacen los monos entre si. Nunca di muestras ni de enfado ni de contento por su invasién, por mas que me irritara en especial el ver a una viejecita siempre quejosa, de ojos resecos y con una joroba muy acusada por un corpifio verde descolorido, y me revolviera las tripas una apestosa gorda andrajosa, con una horrible teta siempre fuera del corsé y un nifio sucio en el regazo con una gran cabeza asquerosamente cubierta de costras lacteas entre su pelusilla pelirroja. > Es decir, despiojarse. (N. del T.) 43 Quizd mi mujer tenia interés en dejarlas estar alli, por- que se servia de ellas en caso de necesidad, dandoles lue- go en compensacién las sobras de la cocina 0 algtin ves- tido viejo. Adoquinado como la calle, este patio era completa- mente inclinado. Me veo de nuevo de niiio, de vacacio- nes del colegio, asomado al atardecer a uno de los bal- cones de Ja casa entonces nueva. {Qué pena infinita me producia la vasta y livida blancura de todos aquellos ado- quines en pendiente con el gran pozo en medio, miste- riosamente sonoro! La herrumbre se habia casi comido ya entonces el barniz rojizo de la barra de hierro que, en lo alto, sostiene la roldana por donde corre la cuerda del cubo: jy qué triste me parecia aquel desvaido color de barniz en aquella barra de hierro que hubiérase dicho por ello enferma! Enferma quizd también por la melan- colia de los chirridos de la roldana cuando el viento, de noche, agitaba la cuerda; y sobre el patio desierto reinaba la claridad del cielo estrellado pero velado por el polvo, que en aquella claridad vacia parecia fijado alla arriba, pa- ra siempre. Tras la muerte de mi padre, Quantorzo, encargado de ocuparse de mis asuntos, pensd clausurar con un ta- bique las habitaciones que mi padre se habia reservado para si, y hacer de ellas un pisito de alquiler. Mi mujer no se habia opuesto. Y a aquel pisito fue a vivir, al poco, un viejo y muy silencioso jubilado, siempre bien vestido, de una pulcra sencillez, bajito pero con un no sé qué de mar- cial en su delgado cuerpecito engallado y también en su enérgica, aunque un tanto estropeada, carita de coronel retirado. A ambos lados, como escritos caligraficamente, 44 tenia dos perfectos ojos de pez, y las mejillas cruzadas por una densa trama de venitas violaccas. No me habia fijado nunca en él, ni me habia preocu- pado de saber quién era ni cémo vivia. En varias ocasio- nes me lo habia encontrado por la escalera y, al oirle de- cir con gran cortesia «buenos dias» o «buenas tardes», habia concebido sin mas la idea de que ese inguilino de mi casa era un hombre muy cortés. No habia despertado en mi ninguna sospecha su queja por los mosquitos que le molestaban por la noche y que, en su opinisn, proyenian de los grandes almacenes que ha- bia a mano derecha de la casa, y que habian sido conver- tidos por Quantorzo, siempre después de la muerte de mi padre, en unas sucias cocheras de alquiler. —jAh, ya!—habfa exclamado yo en aquella ocasién en respuesta a su queja. Pero recuerdo perfectamente que en aquella excla- macién mia se dejaba traslucir el disgusto, no por los mos- quitos que molestaban a mi inquilino, sino por aquellos ventilados y limpios almacenes que de nifio habia visto construir y sobre cuyo resonante pavimento, salpicado atin de cal, habia corrido tantas veces, extraiiamente exal- tado por la blancura deslumbrante del enlucido y co- mo ebrio por lo himedo de la reciente construccién. Ante el sol que entraba por las grandes ventanas enreja- das, habia que cerrar los ojos de tan cegadoras como se volvian aquellas paredes. Sin embargo, esas cocheras con aquellos viejos landés de alquiler, con su tiro de tres caballos, por mas que es- tuvieran impregnadas de toda la porqueria de la pajaza podrida y de la negra y sucia agua estancada alli delante, Ay me hacian también pensar en la alegria de los paseos en coche, de nifio, cuando ibamos de veraneo, por la carre- tera, entre los campos abiertes que se me antojaban he- chos para acoger y difundir el alegre sonido de los casca- beles. Y en aras de este recuerdo me parecia que valia la pena soportar la proximidad de las cocheras; maxime cuando, aun sin esta cercania, era perfectamente sabido por todos que en Richieri se sufrfa la molestia de los mos- guitos, de los que en todas las casas solian protegerse normalmente con el uso de mosquiteras. Quién sabe qué impresién debié de causar a mi veci- no el ver una sonrisa en mis labios, cuando me espeto, con su carita orgullosa, que él nunca habia podido sopor- tar las mosquiteras, porque dentro de ellas sentia que se asfixiaba. Mi sonrisa expresaba sin duda asombro y com- pasion. No poder soportar la mosquitera, que yo habria seguido utilizando aunque hubieran desaparecido tados los mosquitos de Richieri, por lo deliciosa que la encon- traba, sostenida en lo alto del pabellén como yo la tenia y bien tendida alrededor de toda la cama sin la menor arru- ga. La habitacién que se ve y no se ve a través de aquellos miles de agujeritos del ligero tul; la cama aislada; la im- presién de estar como envuelto en una blanca nube. No hice caso de lo que él pudiera pensar de mi des- pués de aquel encuentro. Segui viéndolo por las escale- tas, oyendo que me decia como antes «buenos dias» o «buenas tardes», y yo segui pensando que era una petso- na muy cortés. En cambio, os aseguro que, al mismo tiempo que me decia cortésmente por la escalera «buenos dias» o «bue- nas tardes», en su fuero interno él me consideraba un re- 46 domado imbécil porque toleraba en el patio aquella in- vasién de vecinas, aquella intensa peste a colada y los mosquitos. Claro que yo no habria pensado: «jDios mio, qué cortés es mi vecino!», de haber podido verme dentro de él, quien, en cambio, me veia como yo no podria verme nunca, quiero decir, desde fuera, para mi, pero dentro de su propia visién que también él tenia de las cosas y de los hombres, y en la que me hacia vivir a su manera: como un redomado imbécil. No lo sabia y seguia pensando: «j Dios mio, qué cortés es mi vecino!» Jit CON VUESTRO PERMISO Llamo a la puerta de vuestra habitacién, Seguid, seguid c6modamente tumbados en vuestra agripina. Yo me sentaré aqui, gQue no, decis? —¢Por qué? jAh!, es el sillén en el que, hace ahora ya muchos afios, murié vuestra pobre madre. Disculpad, pero yo no daria un céntimo por él, mientras que vosotros no lo ven- deriais ni por todo el oro del mundo; lo creo. En cambio, todo el que lo vea en esta habitacién tan bien amueblada, sin duda, desconocedor de ello, se preguntara con asom- bro cémo podéis tenerlo aqui, viejo, descolorido y rasga- do como esta. Estas son vuestras sillas, Y esto es un velador, impo- sible que sea otra cosa. Esa es una ventana que da al jar- din. Y alli fuera, esos pinos, esos cipreses. 47

También podría gustarte