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gar que no se esperaba, donde entre otras cosas.,., pues si, por la noche, alguien, al pasar... —Si, Bibi—le digo—. Este hedor... Lo siento. Pero, esabes?, es lo menos que cabe esperar de los hombres. Es del cuerpo. Peor es el que emana de las necesidades del alma, Bibi. ¥ la verdad es que eres digna de envidia por- que no puedes sentir su pestilencia. La atraigo hacia mi por las dos patitas delanteras, y sigo hablando asi: —aQuieres saber por qué he venido a esconderme aqui? ;Ah, Bibi!, porque la gente me mira. La gente tie- ne este vicio, y no se lo pueden quitar. Tendriamos que quitarnos en ese caso todo cuanto podemos llevar de pa- seo, un cuerpo sujeto a ser mitado. ; Ah, Bibi, Bibi! ¢Qué _ hacer? Yo no puedo ya soportar que me miren, Ni si- quiera que lo hagas ta. Temo incluso cémo lo haces ta ahora. Nadie duda de lo que ve, y cada uno anda seguro entre sus cosas, convencido de que parecen a los demas tal como son para él; asi que figtirate, ademas, si hay al- guien que piensa que existis también vosotros, los ani- males, que mirdis a los hombres y a las cosas con esos ojos silenciosos, y quién sabe cémo los veis, y qué os pa _ recen. Yo he perdido, he perdido para siempre mi reali- dad y la de todas las cosas a los ojos de los demas. j Bibi! Apenas me toco, no me hallo. Porque bajo mi propio tacto supongo la realidad que los demas me dan y que yo no conozco ni podré conocer jamas. Asi que, ¢ves?, yo, este que ahora te habla, este que ahora te sostiene levan- tadas las patitas, las palabras que te digo, no sé, no sé real- mente, Bibi, quién te las dice. Llegado a este punto, el pobre animalito tuvo un so+ 144 bresalto imprevisto y quiso desprenderse de las manos que le sostenfan las dos patitas. Sin pararme a reflexio- nar si aquel sobresalto se debia al espanto causado por lo que le hab{a dicho, le solté las patas para no rompérselas, y ella no tardé en desahogarse landrandole a un gato blanco que habia entrevisto entre la hierba al fondo del solar; sélo que, al correr, la correa roja que arrastraba en- tre las patas se enred6 en una rama seca y fue tal el esti- rén que la hizo caer hacia atras y rodar como si fuera un ovillo. Se enderez6é rabiosa, pero alli se quedé, sobre las cuatro patas, sin saber adénde dirigir su interrumpida furia; miré a un lado ya otro. El gato ya no estaba. Estornudo, Yo pude reirme primero de su carreta, luego de la voltereta que habia dado y ahora de verla asi; meneé la cabeza y la Hamé para que viniera. Cosa que ella hizo muy ligera, casi bailando sobre sus delgadas patitas; cuan- do la tuve delante, levanté por si sola las dos patitas de- lanteras para apoyarse en una de mis rodillas, como si qui- siera proseguir la conversacién que habia quedado a la mitad, que en cambio le gustaba, Claro, porque mientras hablaba, yo le rascaba la cabeza detras de las orejas. —No, no, ya basta, Bibi—le dije—. Mejor cerremos los ojos. ¥ le cogi la cabecita entre las manos. Pero el animal se sacudi6 para liberarse; y yo la dejé. Al poco, echada a mis pies, con el morrito alargado entre las dos patitas delanteras, la of que suspiraba fuer- te, como si no pudiera mas del cansancio y del aburri- miento, que tanto pesaban también sobre su vida de po- bre perrita bonita y mimada. 145 Iv LA VISION DE LOS DEMAS ¢Por qué, cuando uno piensa en quitarse la vida, se ima+ gina muerto, no ya para si, sino para los demas? Tumefacto y livido, como el cadaver de un ahogado, vuelve a flote mi tormento con esta pregunta, tras haber- me sumido por espacio de mas de una hora en una refle- xién, alli en el recinto de aquel solar, sobre si no era aquél el momento de poner fin a todo, no tanto para li- berarme de ese tormento, cuanto para dar una buena sorpresa a la envidia que muchos me tenjan 0 incluso pa: © ra muestras de la imbecilidad que muchos me atribuian. Y entonces, entre las distintas imagenes de mi muer- te violenta, tal como podia suponer que surgian de re- pente, entre la consternacién y el pasmo, en mi mujer, en Quantorzo, en Firbo, en tantos y tantos conocidos mios, obligandome a responder a aquella pregunta, me senti mas perdido que nunca, porque debia reconocer que mis ojos no poseian verdaderamente una visién pa- ra mi, como para poder decir de algin modo cé6mo me veia sin la visién de los demas, para mi propio cuerpo y para cualquier otra cosa tal como podia figurarme que debian de verlas, y que, por tanto, mis ojos, para si, fue- ta de esta visién de los demas, no sabian realmente lo que veian. Me recorrié la espalda el escalofrio de un lejano re- cuerdo: de cuando era nifio, un dia que yendo pensativo por un campo de repente me vi perdido, lejos de todo ca- mino transitado, en una remota soledad, tétrica de sol y aténita; el espanto que senti y que entonces no supe ex- 146 plicarme. Era lo siguiente: el horror a algo que de un mo- mento a otro pudiera revelarse sélo a mi, fuera de la vis- ta de los demas. Siempre que descubrimos algo que suponemos que los demas nunca han visto, corremos a llamar a alguien para que lo vea en seguida con nosotros. -—jDios mio! ¢Qué es? Alli donde la vista de los demas no nos es de ayuda para crear como quiera que sea la realidad de lo que ve- mos, nuestros ojos no saben ya lo que ven; nuestra con- ciencia se extravia; porque lo que creemos que es lo mas intimo de nosotros, la conciencia, quiere decir los demds en nosotros; y no podemos sentirnos solos. De un salto me puse en pie, aterrado. Conocia, cono- cia mi soledad; pero sélo ahora sentia y palpaba de ver- dad el horror, delante de mi mismo, por cualquier cosa que viera; incluso si alzaba una mano y me la miraba. Porque la visién de los demas no esta ni puede estar en nuestros ojos sino por una ilusién en la que ya no podia creer; y, en un extravio total y absoluto, pareciéndome ver ese mismo horror en los ojos de la perrita que se ha- bia levantado también de golpe y me miraba, para apar- tar de delante de mi ese horror, le propiné un puntapié; pero en seguida, al oir los desgarradores gafidos del po- bre animal, me cogi desesperadamente la cabeza entre las manos, gritando: —jMe estoy volviendo loco! {Me estoy volviendo loco! Sélo que, no sé cémo, volvi a verme en aquel gesto de desesperacién, y entonces el Ilanto que estaba a pun- to de prorrumpir de mi pecho no tard6 en convertirse en 147 un estallido de risa, y llamé a la pobre Bibi que medio co- jeaba, y me puse a cojear también yo en plan de burla, to- talmente presa de una terrible exaltacidn de alegria, y le dije que lo habia hecho por simple juego, por simple jue- g0, y que queria seguir jugando. El pobre animalito es- tornudaba, como diciéndome: «;Me niego! {Me niego!» —Ah, easi que, Bibi, te niegas? Y entonces me puse también yo a estornudar para imitarla, repitiendo a cada estornudo: — Me niego! jMe niego! v EL BONITO JUEGO éUn puntapié? ¢Yo? 2A ese pobre animalito? jPues no! jYo, qué va! Se lo habia propinado en el campo un chaval que se habia perdido, debido a no sé qué extraiio espanto que le habia entrado, de todo y de nada: de una nada que de repente podia convertirse en algo que le hubiera tocado ver a él sélo. Pero ahora, aqui en la ciudad, por la calle, no existia ya ese peligro. ;Diantre! Todos, jésa si que era buena!, con la ilusién dentro del otro; para convencerse a si mis- mos de que todos los demas estaban en un error si decian que no, 0 sea, que ninguno era como el otro lo veia. Y me entraban ganas de gritdrselo a todos: —jPues si! jEh, eh! jJuguemos, juguemos! Y también de sugerirselo a aquellos que por casualidad estaban mirando desde detras de los cristales de alguna 148 ventana. jPues si! jAh, ah! Incluso si estaban abriendo aquella ventana para tirarse por ella. —jBonito juego! ;Y quién sabe luego qué graciosas sorpresas, querido caballero, querida sefiora, si, tras ha- berse vaciado de toda ilusién, pudicran volver por un breve momento, como muertos, a ver en la ilusién del resto de los vives ese mundo en el que se imaginaron vi- vir! ;Ah, ah! El problema radicaba en que, vivo como yo estaba todavia, este juego lo veia en los otros vivos atin: por mas que no pudiera penetrar en él. Y esta imposibilidad de penetrar en él, aun a sabiendas de que estaba alli en los ojos de todos, exasperaba hasta el paroxismo esa exalta- cién mia. Pero el puntapié que hacia poco le habia propinado a ese pobre animalito porque me miraba, que Dios me lo petdone, sentia ganas de propinarselo a todos. vi MULTIPLICACION Y RESTA De vuelta a casa, me encontré a Quantorzo en seria con- fabulacién con mi mujer Dida, {Qué correctos, seguros, sentados los dos en la sala de estar de color claro en penumbra! El uno, gordo y mo- reno, hundido en el sof verde; la otra, flaca y blanca con su vestido Ileno de volantes, sentada en el mismo borde y de medio lado en el sillén préximo, con un rayo de sol que le daba en la nuca. Estaban hablando sin duda de mi, porque al verme entrar exclamaron al unisono: 149 —jOh, aqui esta! Y puesto que eran dos los que me veian entrar, ganas me dieron de volverme pata buscar a/ otro que entraba conmigo, a pesar de que sabia perfectamente que el «querido Vitangelo» de mi paternal Quantorzo no sdlo estaba él en mi como el «Gengé» de mi mujer Dida, si- no que estaba yo todo porque, pata Quantorzo, no era otro que su «querido Vitangelo», asi como para Dida no era otro que su «Gengé». Dos, asi pues, no a sus ojos, sino s6lo para mi, que sabia que pata ellos era uno y uno; cosa que para mf no constitufa un mds sino un meos, ya que queria decir que a sus ojos, yo, como tal yo, no era nadie. éSélo a sus ojos? También para mi, también para la soledad de mi espiritu que, en aquel momento, al mar- gen de toda consistencia aparente, concebia el horror de ver su propio cuerpo para si como el de nadie, en la diver- sae irteductible realidad que sin embargo le daban aque- llos dos. Mi mujer, al ver que me volvia, me pregunté: —A quien buscas? Me apresuré a responderle, sonriendo: —jA nadie, querida, a nadie! ;Aqui nos tienes! Naturalmente no comprendieron qué queria decir con aquel «nadie» que habia buscado a mi lado; y creye- ron que con aquel «nos» me referia a ellos dos, conven- cidisimos como estaban de que en esa sala de estar éra- mos ahora tres y no nueve, o mejor dicho, ocho, en vista de que yo—para mi mismo—ya no contaba. Quiero decir: 1) Dida, tal como era para si; 2) Dida, tal como era para mi; 150 3) Dida, tal como era para Quantorzo; 4) Quantorzo, tal como era para si; 5) Quantorzo, tal como era para Dida: 6) Quantorzo, tal como era para mi; 7) el querido Gengé de Dida; 8) el querido Vitangelo de Quantorzo. En aquella sala de estar, entre aquellos ocho que creian ser tres, iba a entablarse una bonita conversacion. VIL PERO, MIENTRAS TANTO, YO ME DEC{A: (Oh, Dios mio!, cy no sentiran ahora que les falta de gol- pe su bonita seguridad, al verse mirados por mis ojos que no saben lo que ven? Detenerse por un instante a mirar a alguien que esté haciendo aunque sea la cosa mas obvia y habitual del mundo; mirarlo de manera que surja en él la duda de que para nosotros no resulta nada claro lo que esta haciendo y que puede incluso no estar claro para si mismo: basta con esto para que esa seguridad se ofusque y vacile. Na- da turba y desconcierta m4s que dos ojos indtiles que muestren no vernos o no ver lo que nosotros vemos. —¢Por qué miras asi? Y nadie piensa que todos debemos mirar siempre asi, cada uno con los ojos llenos del horror de la propia sole- dad sin escapatoria.) 151 VIIL EL PUNTO SENSIBLE En efecto, apenas mis ojos se cruzaron con los suyos, Quantorzo empezé a sentirse turbado; a perderse, mien- tras hablaba; hasta el punto de que sin querer hacia ade- man de vez en cuando de alzar una mano, como si qui- siera decir: «No, espera.» Pero no tardé en descubrir el engafio. Y asi se perdia, no porque mi mirada hiciera vacilar su seguridad en si mismo, sino porque le habia parecido leer en mis ojos que yo habia comprendido ya la secreta razén de su visita, que no era otra que atarme de pies y manos, en connivencia con Firbo, alegando que no podia seguir siendo director del banco si pretendia arrogarme el derecho de llevar a cabo otras acciones imprevistas y arbitrarias, cuya responsabilidad ni él ni Firbo podian asumir. Entonces, convencido de esto, me propuse descon- certarle, pero no de la forma subita a que habia recurri- do la vez anterior hablando y actuando, sino, al contra- rio, por el simple gusto de ver como se iria después de haberse presentado con tan firme propésito; el gusto, quiero decir, que podia darme el comprobar una vez mas, aunque no lo necesitaba, que una nimiedad basta- ria para echar por tierra toda su guerrera firmeza: una palabra que diria yo, el tono con que la diria; capaz de trastornarle y de hacerle cambiar de talante, y junto al talante, por fuerza, toda su solidisima realidad, tal como ahora la sentia dentro de si, y fuera, la veia y tocaba, Apenas me dijo que en especial Firbo no se podia 152 creer lo que yo habia hecho, le pregunté con una sonrisa fatua, para provocar su enfado: —¢Adn no? En efecto, se enfado. —¢Como que atin no? {Querido amigo! Por tu cul- pa, ha encontrado todos los expedientes de la libreria en un desorden tal que haran falta por lo menos dos meses para ordenarlo todo de nuevo. Entonces me puse muy serio y dirigiéndome a Dida dije: —<¢Lo ves, querida? ;Y ta que creias que era una broma! Dida me miré de repente con inseguridad; luego mi- ré a Quantorzo; a continuacion de nuevo a mi; y por ulti- mo me pregunté con recelo: —Pero, en resumen, ¢qué hiciste? Le hice un gesto con la mano para que esperara. Mas serio atin, me dirigi a Quantorzo y le pregunté: —

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