Está en la página 1de 74

La Tansicion

Mexicana
Hector Aguilar Camin
Equipo #3
Mirem Lizeth Gomez Nieto 230105
Dana Sofia Trejo Huerta 230072
Arleth Juliana Tovar Bailon 230117
Topic 4
INTRODUCCION
Hay una paradoja, y hasta cierto despropósito
profesional, en el empeño de escribir la historia
del pasado inmediato, el pasado que casi
podemos recordar como parte de nuestra vida.
Por definición, la materia del historiador es el
pasado, lo pasado. Pero nosotros estamos
poniendo ahora nuestras modestas armas de
profetas retrospectivos al servicio no de lo que
pasó, sino de lo que está pasando. Habrá
historiadores de la generación pasada y de la
nuestra, que no puedan entender nuestro
empeño.
Todavía a fines de los años sesentas, en El
Colegio de México, la materia propiamente
histórica empezaba con el derrumbe del
porfiriato. Nadie le prohibía a nadie ocuparse de
la historia de la revolución de 1910 en adelante,
pero los que así osaban eran amablemente
inducidos a buscar su tutoría de tesis y su asesoría
pedagógica en maestros de sociología o ciencia
política. Salvo excepciones beneméritas, los
historiadores de la institución se dedicaban
efectivamente al pasado -que entonces era, sobre
todo, la historia colonial- y no al presente que
entonces era lo que venía después de las lágrimas
de don Porfirio en el Ypiranga.
Apenas han pasado veinte años de aquellos
claros días col- mexianos y las fronteras entre
el pasado y el presente, entre lo propiamente
histórico y lo propiamente actual, se han
diluido o relajado una enormidad en la cabeza
de los historiadores. Surgen en todos lados
profesionales de la historia a los que la fase
armada de la Revolución Mexicana les parece
un pasado tan remoto como nos parecía a
algunos, a finales de los sesentas, el pasado
colonial.
Queremos más y mejor historia de nuestras
huellas recientes. Atribuyo esa compulsión al
hecho de que, como sociedad, vivimos un
cambio de época que está convirtiendo,
efectivamente, en cosas del pasado,
realidades que hace sólo unos años eran
nuestro presente más irrefutable. Tocado a
fondo por la magnitud inusitada del cambio,
nuestro presente se vuelve pasado con
mayor rapidez.
Dice Albert Camus que un vicio de
conocimiento de los contemporáneos es
suponer que les ha tocado vivir el más
interesante de los tiempos. A riesgo de incurrir
en ese vicio de perspectiva creo, sin embargo,
que a los mexicanos de la segunda mitad del
siglo XX les ha sido dado el privilegio de
habitar una de las profundas transiciones de la
historia de su país, equivalente, en sus efectos
de largo plazo, a las reformas borbónicas del
siglo XVIII.
Lo ha registrado con suavidad insuperable Luis
González:
Todo presente da la impresión de ser ruptura del
pasado pero el actual quizá no sea un presente
típico pues presenta cuarteaduras extraordinarias.
Son muchos los síntomas de crisis cultural
observables fácilmente. Por lo que se vislumbra, la
revolución de ahora no es menos vasta ni
devastadora que las mudanzas de los siglos XVI y
XVIII.
En la centuria de la conquista entraron en
crisis los valores de nuestros abuelos indios
y españoles, para dar paso a la cultura de
nuestros padres mestizos. En el siglo de las
luces se da la agonía de la cultura barroca y
la gestación de la modernidad. Desde
mediados del presente siglo se percibe la
decrepitud galopante de las creencias y las
costumbres de la modernidad y el asomo
de algo todavía sin nombre. Vivimos entre
las ruinas de una cultura y la obra en
construcción de otra
El responso de Luis González anuncia el término de
nuestra antigua y venerable sociedad de base rural, de
corazón agrícola y campesino; la sociedad preindustrial,
católica, corporativa, de lenta demografía y escasa
aglomeración humana, crecida en departamentos
estancos y peculiaridades regionales preservadas por la
desarticulación territorial de los usos, las costumbres, los
mercados: la sociedad de apenas ayer, anterior a la clínica
y la salubridad pública, recatada y austera, monógama,
machista; políticamente piramidada, de
autoridadesrotundas, cúpulas fuertes y faldas iletradas, a
un tiempo aguantadoras y turbulentas, erguidas sobre los
cimientos estoicos de una cultura ancestral de la pobreza
El tema de estas líneas es precisamente, la
naturaleza del tránsito histórico en que estamos.
¿Cuál es su sentido, cuáles sus características,
quiénes sus actores? Creo que puede resumirse el
sentido de la transición mexicana en ocho
tendencias básicas, cuatro de las cuales son,
digamos, de orden “estructural” -“civilizatorio” o
de “larga duración”, como querría Braudel- y
cuatro son de carácter “superestructural”, vale
decir, cambios de mediano plazo en el sistema de
dominación política.
Los cuatro tránsitos “estructurales” son:
1. El paso del país rural al país urbano.
2. El paso de un agudo proceso centralizador, a la
constitución de una periferia descentralizada.
3. La consolidación de una nueva fase de
integración a las realidades económicas,
tecnológicas y financieras del mercado mundial.
4. El paso a una nueva concentración de la
desigualdad.
Del campo a la ciudad
En 1960, por primera vez en la historia del país, la
población considerada urbana fue mayor que la rural
por 487 mil mexicanos. Había entonces en la república
35 millones de personas; 51 de cada cien vivían en un
incipiente sistema de ciudades cuyas manchas
mayores eran la Ciudad de México, con algo más de
cinco millones de habitantes, Guadalajara -con 850
mil- y Monterrey -con 700 mil habitantes-.
Veinte años después, en 1980, los 35 millones casi se
habían duplicado: eran 67, pero la población urbana
había crecido una vez y media -de 18 a 44 millones- y
vivían en las ciudades ya no 51 sino 66 personas de cada
cien. La Ciudad de México tenía ahora (1980) 15
millones de habitantes (8 más que veinte años antes,
Guadalajara 2 millones 200 mil y Monterrey casi dos
millones.
Veinte años después, en 1980, los 35 millones casi se
habían duplicado: eran 67, pero la población urbana
había crecido una vez y media -de 18 a 44 millones- y
vivían en las ciudades ya no 51 sino 66 personas de cada
cien. La Ciudad de México tenía ahora (1980) 15 millones
de habitantes (8 más que veinte años antes, Guadalajara
2 millones 200 mil y Monterrey casi dos millones.
Las cifras compendian el más decisivo cambio
civilizatorio vivido por la nación que hoy llamamos
México desde su conquista en el siglo XVI. En el curso
de las vertiginosas décadas demográficas de la segunda
mitad del siglo XX, México empezó a no ser lo que había
sido siempre: un país rural, mayoritariamente adscrito a
la tierra y a su orden inmemorial de organización de la
vida y tratos con la naturaleza.
Del vigor de la tendencia, y de su irreversibilidad, no
cabe la menor duda. Si las tasas de crecimiento
demográfico se mantienen dentro de las reducciones
previstas, en el año 2000 México será un país de 103
millones de habitantes y siete de cada diez mexicanos, o
setenta de cada cien, vivirán en ciudades mayores de 15
mil habitantes. Conviene subrayar esto último, porque el
ascenso de México urbano no se explica solo por las
monstruosas conurbaciones del Valle de México,
Guadalajara o Monterrey, sino también por la
transformación cualitativa de lo que seguimos llamando
Provincia Mexicana.
Ese lugar mitológico no es ya el de las esencias
inmutables y denodadas de la patria, sino el del
cambio acelerado. Lo recorren la abundancia
demográfica, la proliferación de universidades,
bancos, centros comerciales; radioemisoras,
televisoras, videoclubs, videomodas y antenas
parabólicas.
En los últimos cuarenta años han perdido su tamaño
“provinciano” las ciudades más importantes del país.
En 1940 había cinco ciudades con más de cien mil
habitantes en toda la república, pero eran 17 en 1960,
31 en 1970 y 64 ciudades con más de cien mil
habitantes en 1980.
Vivían en ellas 22 millones de personas y habían dejado
de ser comunidades económicamente sencillas o
inmóviles. A principios de los ochentas, los indicadores
de su diversidad económica y, por tanto, de su
estratificación laboral, eran considerablemente altos (2).
El crecimiento y diversificación de las ciudades
intermedias es, a su vez, indicio de un cambio profundo
en las condiciones de la vida regional del país y, sobre
todo, en sus tendencias centralizadoras.
Del centro a la periferia
Según Enrique Hernández Laos, entre 1900 y 1970 la riqueza nacional tendió a
concentrarse regionalmente. En la década de los setentas, sin embargo, la
tendencia cambió su sentido aunque sólo fuese de “manera marginal”: la zona
concentradora por excelencia, el Valle de México, había perdido en esa década
(1970-1980) una porción considerable de la riqueza nacional que antes captaba (7.4
por ciento menos del total). Por contra, regiones tradicionalmente lentas y
subordinadas, como el Sur y el Sureste, ganaron puntos sin precedentes en el
nuevo reparto (4 por ciento más del total), lo mismo que las regiones del centro-
occidente, centro-norte y centro (excluyendo Ciudad de México) que ganaron
también un porcentaje considerable (7.8 Por ciento más del total)
Un cambio equivalente se había dado en las cifras de producto per cápita. Al
empezar el siglo XX, un habitante del Valle de México producía 2.3 veces más que
uno del sur o el sureste. Para 1940 la diferencia se había hecho de 5 veces y era de
4.7 veces en 1970. Pero al terminar la década de los setentas la proporción se
había reducido considerablemente y era sólo de 1.8 veces más.
La recesión económica de los ochentas ha tenido impactos regionales distintos
que probablemente favorecieron y ahondaron la consolidación de nuestra nueva
“periferia”. Lo que ha sido en estos años contracción y penuria presupuestal para la
Ciudad de México, fue auge para otras zonas del país, como el propio sureste, el
Bajío y el Norte.
Los síntomas de la emergencia regional son visibles para cualquier observador que
haya estado en contacto así sea superficial con la antigua provincia mexicana.
Entre otras cosas, hemos presenciado en los ochentas el fenómeno inusitado de
haciendas estatales fuertes frente a una hacienda federal deficitaria y contraída.
Hemos visto imponerse sobre la conciencia de la nación, y traducirse en planes y
acciones gubernamentales, una aguda conciencia descentralizadora. Hemos
asistido a la más intensa agitación electoral regional desde los años veintes. Al
conjunto de tales síntomas se refirió el periodista León García Soler como el “grito
de independencia regional”: un regreso moderno e indomeñable del viejo espíritu
de regionalidad característico de la historia del país que ha encontrado su feliz
formulación intelectual en los manifiestos matrióticos del propio Luis González.
Del país al mundo
Por lo demás, la nueva regionalidad interior mexicana corresponde a una nueva
fase de su regionalidad en el mundo. En los últimos años México ha estado
expuesto, con violencia inusitada, a los vaivenes del mercado mundial, sus
presiones políticas y su desafío tecnológico.
Tendemos a ponderar poco en la cavilación de nuestros males la importancia
decisiva de la influencia exterior sobre nuestros duelos y quebrantos. Pero la
realidad es que, sin descontar nuestras responsabilidades en el asunto, vamos a
cumplir ya dos décadas de que los movimientos adversos de la economía y la
política internacionales golpean más duramente nuestras perspectivas de
desarrollo que todas nuestras equivocaciones internas
Piénsese por ejemplo en la suspensión brusca del crecimiento
económico que hoy nos ahoga. Naturalmente, México tuvo su
propia manera de meterse en el zarzal, pero el resultado
desastroso fue tan idénticamente compartido por otros países
latinoamericanos, ajenos a nuestros errores, que cabe atribuir
nuestra debacle específica a las leyes imperativas de un proceso
más amplio, no sujeto a nuestro control y, a veces, ni siquiera a
nuestro conocimiento.
A fines de 1983 en una discusión en la revista Nexos, el
economista chileno Jaime Estévez abordó convincentemente
este proceso:
El abrupto fin del consumismo y la traumática toma de
conciencia de la realidad de la crisis vivida por la opinión pública
en los primeros meses de 1982, no es un fenómeno específico de
México.
Por el contrario, 1982 fue un año de crisis en toda
América Latina, el peor desde la década de los
treintas… (Luego de un alto crecimiento en los
setentas), en 1981 la tasa de crecimiento del producto
interno de la región fue preocupantemente baja, solo
1.5 por ciento, la menor desde 1940. (En 1982) la
tendencia al estancamiento se convirtió en recesión,
por primera vez en cuarenta y tres años el producto
de la región disminuyó. Once de diecinueve países
tuvieron caídas en sus productos internos brutos y
los otros registraron incrementos tan leves que no
alcanzaron a equiparar el crecimiento de la población
La cuestión tecnológica no es menos aguda en su impacto
internacional sobre México. A partir de los años setentas el
mundo vive una revolución tecnológica de efectos tan
decisivos acaso, como el de la invención del caballo de
vapor y el alumbramiento de la revolución industrial. Entre
otras cosas que esa revolución vuelve obsoletas, está parte
de la estructura industrial anterior sembrada en el mundo
durante la posguerra y responsable, en gran medida, de la
industrialización que dio lugar al llamado Milagro Mexicano.
La consecuencia del salto es, entre otros factores, el de una
nueva era de división internacional del trabajo y del
comercio mundial, cuyos escenarios más conocidos son los
cinturones de la maquila en los países periféricos y la
reconversión industrial hacia el desarrollo de altas
tecnologías “suaves” en los países centrales.
Dadas las condiciones de la contracción brutal del crédito
internacional de los años ochentas, el único camino hacia
la autosuficiencia financiera para garantizar el desarrollo de
países como México, parece ser exportar, uncirse o ser
uncido al flujo de la producción y las mercancías del
comercio mundial. Persistir, con nuestra planta industrial
de la pelea pasada, en una economía protegida, orientada
sólo a la sobreexplotación del mercado interno, es
condenarnos a la obsolecencia productiva y la
monoexportación petrolera que tocará a su fin como
recurso disponible en nuestro subsuelo no mucho después
del año 2000.
Abrirse al exterior implica una nueva era de dependencia
comercial, financiera y tecnológica con Estados Unidos,
pero también, quizá, una posible inclusión en los desarrollos
regionales del futuro -como la Cuenca del Pacífico- y la
diversificación moderna de nuestra dependencia en tratos
de actualización industrial e inversión extranjera con Japón,
Europa y, en el camino, con América Latina.
La desigualdad
Dadas las condiciones de la contracción brutal del
crédito internacional de los años ochentas, el único
camino hacia la autosuficiencia financiera para
garantizar el desarrollo de países como México, parece
ser exportar, uncirse o ser uncido al flujo de la
producción y las mercancías del comercio mundial.
Persistir, con nuestra planta industrial de la pelea
pasada, en una economía protegida, orientada sólo a la
sobreexplotación del mercado interno, es condenarnos a
la obsolecencia productiva y la monoexportación
petrolera que tocará a su fin como recurso disponible en
nuestro subsuelo no mucho después del año 2000.
Ningún precio relativo ha sido ajustado tanto como el
de salario, cuya caída varía según el año base que se
adopte para medirlo, pero podría situarse sin acarrear
en el orden del 40 por ciento real entre 1983 y la fecha.
El ajuste, como se le llama para abreviar a este descenso
dramático del nivel de vida de la población, ha sido
realizado en condiciones particularmente desfavorables
para los sectores de ingresos fijos, el pueblo en general,
porque se ha hecho en medio de un agudo proceso
inflacionario y en una coyuntura de quiebra general de
las finanzas públicas cuya política de saneamiento
incluye una restricción sin precedente de subsidios,
transferencias y gasto social del estado. Los efectos de
esas adversidades convergentes son, por necesidad, una
agudización extrema de las desigualdades sociales y
económicas.
Por un lado, la inflación y la especulación enriquecen
escandalosamente a quienes ya tienen y empobrecen a
quienes no. Por el otro, la penuria presupuestal del
estado impide que el gasto social derrame parte del
ingreso nacional en los sectores menos protegidos. La
transición de fin de siglo se da entonces en un cuadro de
empobrecimiento general de la población y, a la vez, de
acentuación lacerante de privilegios y desigualdades.
Cálculos de la Fundación Barros Sierra dan una idea de
la intensidad del proceso al comparar el ingreso de la
cúspide y la base de la sociedad mexicana. De
mantenerse las actuales tendencias, y no hay indicio de
que cambiarán gran cosa en el curso de la nueva
modernización, para el año 2000 el 10 por ciento de los
mexicanos de mejores ingresos será cuarenta veces más
rico que el 10 por ciento más pobre, con lo que la
diferencia se habrá más que duplicado en medio siglo,
porque eran 18 veces más ricos en 1950, 27 veces más
ricos en 1970 y 36 veces más ricos en 1986 (
Las consecuencias sociales del proceso apenas pueden
exagerarse. Nos encaminamos quizá a una época sin
precedente de sociedad dual, interiormente segregada,
con sectores modernos sitiados por la miseria, el atraso
y la delincuencia. Unas cifras darán mejor idea de lo que
quiero decir. En 1982 hubo cerca de 44 mil robos
denunciados en el Distrito Federal. En 1984, fueron más
de 73 mil. El crecimiento calculado de la criminalidad en
jóvenes menores de 18 años para el fin del siglo es de 50
por ciento en delitos patrimoniales -robos, etc.- y 236
por ciento en delitos menores como ebriedad,
irregularidades de conducta, vagancia, etc
Las cuatro mutaciónes “superestructurales” son:
1. Un descenso del peso relativo del estado y un
aumento del peso relativo de la sociedad: el fin de la
era de la expansión del estado.
2. Una erosión del pacto corporativo popular y la
emergencia correlativa de la lógica y los actores de la
sensibilidad liberal, ciudadana.
3. El paso de un régimen presidencialista absoluto a
un régimen presidencialista constitucional.
4. El paso de un régimen de partido dominante,
cuasiúnico, a uno de partido mayoritario.
Los límites del estado
Comparto con Lorenzo Meyer la impresión de que los
años ochentas pueden pensarse como el inicio de un
nuevo periodo en la historia de la posrevolución
mexicana. Su hecho central novedoso, como apunta el
propio Meyer, es que “el estado interventor se está
contrayendo, está disminuyendo su presencia en la
sociedad y está dejando que otras fuerzas llenen el
espacio que está quedando vacío. La contracción en si
misma no es de gran magnitud… Lo importante es que
el periodo de expansión, iniciado aún antes de la
revolución y continuado desde entonces, parece haber
llegado a su punto culminante e iniciado el reflujo”
La fecha que según Meyer inicia la nueva era de
reflujo del estado es precisamente la de su última
expansión histórica: el 1 de septiembre de 1982, día
en que José López Portillo nacionalizó la banca. Fue
el acto de mayor autonomía estatal desde la
nacionalización del petróleo, pero también el
encuentro de un techo de legitimidad y de consenso
político para las facultades expropiatorias del
estado y, en particular, del presidente.
La quiebra estatal de México -parte de la cadena
mundial del ocaso del estado benefactor, la era
postkeynesiana- asumió las formas de una crisis de
endeudamiento externo, recesión productiva,
imposibilidad de subsidios, improductividad
manifiesta, crisis del proteccionismo y apertura de
la economía a la competencia externa. Como en el
resto del mundo, los instrumentos de
administración de la quiebra fueron el saneamiento
de las finanzas públicas, el recorte del déficit y la
inversión estatales, el castigo social del salario y el
trabajo, la privatización y desregulación de la
economía, el regreso al mercado.
A principios de los ochentas los mexicanos
recibieron la noticia de que su “disponibilidad
estatal” había llegado a un tope y que, a diferencia
de los saltos anteriores, su modernización siguiente
no pasaba ya por la expansión sino por el
adelgazamiento de estado. Parecía más la propuesta
de la sociedad que la del gobierno, pero acaso sólo
era una propuesta del gobierno que recogía las
evidencias que en ese sentido imponían la economía
y la sociedad.
Admitamos que el estado ha organizado y
modernizado a la sociedad mexicana. Su
contradicción íntima es precisamente esa: siembra
la modernidad social que habrá de rebasarlo. Una
sociedad madura, con ánimos independientes y
postestatales, ha emergido de la saga de la
modernización encabezada por el estado. De todos
los rumbos de la gran familia llegan desánimos y
desafíos contra la profusa paternidad estatal. En
particular, llegan rechazos de su misma entraña: el
pacto corporativo que lo arraigó socialmente en los
años treinta, cuya erosión está a la vista.
Pacto de sombras
Admitamos que el estado ha organizado y
modernizado a la sociedad mexicana. Su
contradicción íntima es precisamente esa: siembra la
modernidad social que habrá de rebasarlo. Una
sociedad madura, con ánimos independientes y
postestatales, ha emergido de la saga de la
modernización encabezada por el estado. De todos
los rumbos de la gran familia llegan desánimos y
desafíos contra la profusa paternidad estatal. En
particular, llegan rechazos de su misma entraña: el
pacto corporativo que lo arraigó socialmente en los
años treinta, cuya erosión está a la vista.
La consecuencia económica está en los índices
de bajísima inversión privada de estos años y
la abundancia de la fuga de capitales. El
intento de recomponer la alianza mediante
concesiones políticas y apoyos económicos
desembocó a finales del año pasado en un
nuevo ciclo de pérdida de la confianza,
impunidad especulativa y anticipo de otro fin
de sexenio apocalíptico.
Receloso del acuerdo y de las reglas del juego
que rigieron su cooperación litigosa con el
gobierno, el capital busca hoy independencia
política y seguridades ideológicas, habla con
claridad, tiene sus avanzadas oposicionistas,
condiciona su apoyo y actúa en estricto apego
a sus intereses sin cuidar más su imagen
pública de acuerdo en lo fundamental con el
régimen posrevolucionario.
Las condiciones del mundo obrero oficial no
son menos difíciles. La caída del salario real ha
apartado de la dirigencia sindical el argumento
y la oferta número uno que podía hacer a sus
bases. La ofensiva del proyecto modernizador
contra los intereses corporativos del
sindicalismo, su negativa al subsidio o la
canonjía abiertas de otro tiempo -como los
contratos de obras públicas que Pemex
otorgaba a su sindicato-
el rechazo al estilo político de los líderes
obreros y, finalmente, una sucesión
presidencial que garantiza continuidad en el
propósito modernizador, explican la
incomodidad y, en ocasiones, el franco
disgusto de la burocracia obrera con el
gobierno, su queja explícita por el abandono
de los postulados de la Revolución Mexicana y
su autoconstrucción teórica o programática
como últimos abanderados o celosos albaceas
de aquel legado.
El vaciamiento de las organizaciones campesinas
es también significativo. Todo ha crecido política y
económicamente en el campo mexicano menos lo
que seguimos entendiendo, con orgullo legendario
y demagógico, como campesino. Todos y cada uno
de los actores que podríamos llamar “externos” al
viejo campo histórico han ganado espacio, poder y
dinero en la triste historia del decantamiento de la
sociedad rural tradicional: el agricultor moderno lo
mismo que la empresa transnacional, las agencias
gubernamentales tanto como las uniones
ganaderas.
El intento de los setentas de revitalizar la
organización y la producción campesinas desembocó
en un nuevo proceso de burocratización y tutelaje.
Están en cuestión el ejido y su viabilidad histórica,
las bondades del espíritu tutelar y la conveniencia
del extensionismo burocrático en el campo, al
tiempo que están en auge las consolidaciones de
nuevos cacicazgos administrativos, las
organizaciones no oficiales de campesinos que no
buscan tierra sino recursos para producir, los pleitos
por los actores modernos de la explotación de la
tierra: créditos, precios, circuitos de
comercialización.
La exasperada deserción clasemediera de los
instrumentos y recursos de la dominación tradicional
es otro escenario, acaso el decisivo, de la erosión
corporativa. En ninguna zona arraiga tan bien el
reclamo de participación y democracia como en
estos hijos por excelencia de la modernización. Y
ningún sector de la sociedad habla un lenguaje tan
eficiente de inconformidad y reclamo como estos
contingentes logrados de la paz y el desarrollo
económico. Sus demandas, apunta Soledad Loaeza,
han convertido al estado en “rehén”
La exasperada deserción clasemediera de los
instrumentos y recursos de la dominación tradicional
es otro escenario, acaso el decisivo, de la erosión
corporativa. En ninguna zona arraiga tan bien el
reclamo de participación y democracia como en
estos hijos por excelencia de la modernización. Y
ningún sector de la sociedad habla un lenguaje tan
eficiente de inconformidad y reclamo como estos
contingentes logrados de la paz y el desarrollo
económico. Sus demandas, apunta Soledad Loaeza,
han convertido al estado en “rehén”
Una encuesta de 1987 mostraba a esos sectores con
una conciencia negativa de su futuro. Luego de casi
veinte años de reformas democratizadoras, sólo 14 de
cada cien miembros de la clase media encuestados
creía que el país había cambiado y aunque una
mayoría considerable pensaba que el PRI mantendría
el poder en México, la gran mayoría también, cerca
del 80 por ciento, atribuía el predominio a factores
negativos: falta de democracia, fraude electoral,
imposición de los candidatos, complicidad del
gobierno, falta de conciencia y miedo al cambio
En la irritación de las clases medias hay
que buscar las causas del clima crítico de
opinión pública, poca credibilidad y
exigencia de cambio que penden sobre
las dos piezas canónicas del sistema,
últimas dos tendencias de nuestro
itinerario: el presidente y su partido.
Del presidente absolutista al presidente
constitucional
A la figura presidencial de México -
adaptación institucional del virrey colonial y
el caudillo providencial decimonónico lo
cercan las sombras de desprestigio y la
ineficacia. con el actual, México cumplirá
cuatro sexenios presidencialistas
consecutivos que terminan lejos del sitio
donde prometieron llegar. La ineficacia de
sus proyectos y sus instrumentos es
ostensible y forma ya parte irremediable de
la conciencia pública.
La figura presidencial, en consecuencia, ha
perdido parte de la magia y la veneración
que antes concitaba. Ha perdido también
capacidad de conducir hacia donde el desea
a una burocracia menos dúctil entre más
amplia y centralizada. Ha perdido, por
último, la confianza de la ciudadanía en el
mecanismo sucesorio, quintaesencia del
poder presidencial.
La figura presidencial, en consecuencia, ha
perdido parte de la magia y la veneración
que antes concitaba. Ha perdido también
capacidad de conducir hacia donde el desea
a una burocracia menos dúctil entre más
amplia y centralizada. Ha perdido, por
último, la confianza de la ciudadanía en el
mecanismo sucesorio, quintaesencia del
poder presidencial.
La facultad del presidente de elegir a su
sucesor es materia de un intenso litigio y ha
permitido a José Carreño Carlón el hallazgo
de una feliz analogía: así como la muerte de
Obregón permitió, y obligó, al país a pasar
del régimen de los caudillos al régimen de
las instituciones, así los congestionamientos
y las crisis del sistema, permitirán y
obligarán, en la generación política actual,
el paso del presidencialismo absolutista al
presidencialismo simplemente
constitucional
La facultad del presidente de elegir a su
sucesor es materia de un intenso litigio y ha
permitido a José Carreño Carlón el hallazgo
de una feliz analogía: así como la muerte de
Obregón permitió, y obligó, al país a pasar
del régimen de los caudillos al régimen de
las instituciones, así los congestionamientos
y las crisis del sistema, permitirán y
obligarán, en la generación política actual,
el paso del presidencialismo absolutista al
presidencialismo simplemente
constitucional
Del presidente absolutista al presidente
constitucional
La facultad del presidente de elegir a su sucesor
es materia de un intenso litigio y ha permitido a
José Carreño Carlón el hallazgo de una feliz
analogía: así como la muerte de Obregón
permitió, y obligó, al país a pasar del régimen de
los caudillos al régimen de las instituciones, así
los congestionamientos y las crisis del sistema,
permitirán y obligarán, en la generación política
actual, el paso del presidencialismo absolutista
al presidencialismo simplemente constitucional
Por lo demás ha empezado a dar señales
históricas claras de ser una casa chica, donde es
imposible ya procesar como antes la larga serie
de clientelas, convicciones e intereses que
forman su tejido. A principios de 1986 tuve, sin
saberlo, una ocurrencia profética. Escribí: “Las
habituales exclusiones sexenales de personal
político, acusan ya los efectos de una explosión
demográfica.
La fisura ya está ahí, se llama Cuauhtémoc Cárdenas, de modo
que, cumplida la primera, emprenderé una segunda profecía.
Como ahora es consciente y voluntaria seguramente fallará,
pero es ésta: Del desgajamiento que hoy vive el PRI, surgirá en
México, en menos tiempo del que imaginamos, una verdadera
vida de partidos capaces de disputarle y ganarle el poder al PRI
en elecciones abiertas, legítimas, que ofrezcan a los
ciudadanos opciones verosímiles en las urnas. La novedad que
permitirá este cambio central, es la consolidación de un
partido de vocación socialdemócrata, pero nutrido en la
actualización de profundas tradiciones nacionales.
Por lo demás ha empezado a dar señales
históricas claras de ser una casa chica, donde es
imposible ya procesar como antes la larga serie
de clientelas, convicciones e intereses que
forman su tejido. A principios de 1986 tuve, sin
saberlo, una ocurrencia profética. Escribí: “Las
habituales exclusiones sexenales de personal
político, acusan ya los efectos de una explosión
demográfica.
Para finalizar, diré unas palabras sobre el hecho de la transición que
acaso resume y expresa todos los otros: el cambio social traído por el
desarrollo.
Lo que llamamos hoy el Milagro Mexicano fue una mezcla eficaz de
dominación política tradicional -clientelar, paternal, centralizada,
autoritaria- puesta al servicio de un proyecto económico
particularmente exitoso -modernizador, industrial, urbano, capitalista-.
En el momento de su despegue, allá por los años cuarenta, la
familiaridad de la mezcla hizo a Cosío Villegas, sacrílegamente, recordar
el Porfiriato y lanzarse durante treinta años a la exploración exhaustiva
de aquel modelo negado. Cuatro décadas después de aquel momento, el
aire de familia puede percibirse también en otro sentido. Como en el
Porfiriato,
“Subversiones silenciosas” llamó el historiador Francois Xavier
Guerra a los cambios acumulados de la época porfiriana que
hicieron patentes sus magnitudes en la revolución de 1910. Los
hijos sociales de la modernización mexicana del siglo XX son
también, como sus antecesores porfirianos, un “nuevo
pueblo”, una nueva sensibilidad, una nueva mayoría social. No
es la antigua mayoría indígena del orbe colonial, ni la
explosiva mayoría rural que trajo al mundo la Revolución
Mexicana. Tampoco se trata de la mayoría espiritual del
pueblo católico, ni de las mayorías populares que dieron base
al pacto corporativo de los años treinta.
Se trata de las mayorías de México urbano, sus clases medias, sus burguesías
liberales la sociedad de masas que se hacina en nuestra ciudades, movilizada por la
desesperación y el empobrecimiento, atrapada por la dureza de su presente pero ya
sin arraigos ni nostalgia del México viejo, moldeada más bien por el futuro, a la vez
real e ilusorio, ofrecido por los medios de comunicación que la irrigan con el mismo
vaho de expectativas y consumos.
Regreso, para terminar, a Luis González:
Lo razonable es oír sin aspavientos los indicios del futuro inmediato, pues ya
suenan los pasos de una nueva estimativa del cuerpo, de la intolerancia al
dolor físico, del menosprecio al fariseísmo burgués, de la vuelta a la
naturaleza, del olvido de la historia y las peculiaridades de México, de la
comunicación audiovisual, del rechazo a las escrituras sin imágenes, de la
grima a una ciencia sin arte ni humanismo, de un nuevo humanismo y nuevas
actitudes religiosas. Irrumpe en esta nación, igual que en muchas otras, un
nuevo modo de sentir y un nuevo modo de pensar. Se asiste a la creación de
un Hombre Nuevo.
Regreso, para terminar, a Luis González:
Lo razonable es oír sin aspavientos los indicios del futuro inmediato, pues ya suenan los
pasos de una nueva estimativa del cuerpo, de la intolerancia al dolor físico, del
menosprecio al fariseísmo burgués, de la vuelta a la naturaleza, del olvido de la historia y
las peculiaridades de México, de la comunicación audiovisual, del rechazo a las escrituras
sin imágenes, de la grima a una ciencia sin arte ni humanismo, de un nuevo humanismo y
nuevas actitudes religiosas. Irrumpe en esta nación, igual que en muchas otras, un nuevo
modo de sentir y un nuevo modo de pensar. Se asiste a la creación de un Hombre Nuevo.
Regreso, para terminar, a Luis González: Lo razonable es oír sin aspavientos los indicios
del futuro inmediato, pues ya suenan los pasos de una nueva estimativa del cuerpo, de la
intolerancia al dolor físico, del menosprecio al fariseísmo burgués, de la vuelta a la
naturaleza, del olvido de la historia y las peculiaridades de México, de la comunicación
audiovisual, del rechazo a las escrituras sin imágenes, de la grima a una ciencia sin arte ni
humanismo, de un nuevo humanismo y nuevas actitudes religiosas. Irrumpe en esta
nación, igual que en muchas otras, un nuevo modo de sentir y un nuevo modo de pensar.
Se asiste a la creación de un Hombre Nuevo.
GRACIAS

También podría gustarte