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Infancia/dictadura: testigos y actores (1973-1990).LOM

Book · July 2019

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Patricia Castillo
Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad (MIDAP)
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INFANCIA / Testigos
DICTADURA
y actores (1973 · 1990)
Patricia Castillo Gallardo

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HACER UNA EXPOSICIÓN /5

LOS NIÑOS Y NIÑAS COLECCIONISTAS / 21

EL HORROR Y SUS NARRADORES / 23

DEFIXIONUM TABELLAE / 27

INFANCIA Y DICTADURA:
TESTIGOS Y ACTORES (1973-1990) / 35

RECONSTITUCIÓN DE ESCENA: CHILE 1973.


TESTIMONIOS DE NIÑAS Y NIÑOS / 39

VIDA COTIDIANA EN DICTADURA.


RETRATOS HABLADOS HECHOS POR NIÑAS Y NIÑOS / 51

«NI AJENOS NI MUDOS: ACTORES» / 83

EL DICCIONARIO
QUE NUNCA DEBIMOS APRENDER / 107

EPÍLOGO / 123

POSCRIPTUM / 129

LOS NIÑOS QUE FUIMOS.


LAS NIÑAS QUE FUIMOS / 131

EL PAPEL DE LOS NIÑOS / 137

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HACER UNA EXPOSICIÓN
Patricia Castillo Gallardo1

1 Psicoanalista, académica e investigadora. Realizó sus estudios


de pregrado en la Pontificia Universidad Católica de Santiago
de Chile desde el año 1995. El año 2003 inicia sus estudios de
posgrado en la maestría en Psicoanálisis de la Universidad
de Buenos Aires, y en el 2013 obtiene el grado de Doctora en
Psicología en la Universidad Paris VIII. Autora de múltiples
publicaciones académicas, entre ellas, Infancia en dictadura.
Niñas y niños testigos: sus producciones como testimonio (2015),
Niñez en dictadura: Lo filiativo como espacio de resistencia
(2015), Recuerdos de infancia: niñez y dictadura en Chile (1973-
1990) (2017).

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«Ojalá alguien encuentre un modo de decir el dolor sin hilvanar santos
y pecadores, mártires y cobardes, héroes y villanos, valientes y traidores,
inocentes y culpables. Una historia sin la lengua del orgullo».
José Carlos Agüero, página 136, «Persona». Fondo de Cultura Económica del Perú.

Nunca pensé en hacer una exposición. Esa es la verdad.

Cuando se cumplieron 40 años del golpe cívico-militar en Chile me sentí en


la necesidad de enunciar algunas cosas, ciertas precisiones respecto a mi
participación, como niña, en el complejo escenario político que atravesó el país
desde el año 1973 y hasta que cumplí los 12 años.

Mi primer esfuerzo fue un breve artículo que publiqué en la revista Rufián, en el que
me refería a mi infancia en dictadura. Decía, entre otras cosas:

«Tuvimos problemas como todos. A veces no entendíamos por qué nos decían que
no; porque esos no, no siempre tenían que ver con la dictadura, si no más bien con 5
las arbitrariedades en las que los adultos construyen familia. Sabíamos que el país
era desigual e injusto, pero conservamos a fuego la moral trabajadora, esa en donde
hay que estudiar y portarse bien, donde no se roba para fines personales y donde
uno se come toda la comida cuando es visita, porque si no los amigos se ofenden.
Participamos de la resistencia, como niños que sabían lo que pasaba y cuál era
nuestra trinchera».

Hoy al volver a leer estas palabras tengo la sensación de que este recorrido fue, en
su mayor parte, la necesidad de dar sustento a esas frases, de hacerlas colectivas, de
hablarle a un otro, un otro que en mi fantasía construí como un otro que hablaba con
crueldad. Muchas veces imaginé esa otredad, sentada frente a mí, sosteniendo una
mirada escéptica y enjuiciadora. Construí a ese otro como un representante y agente de
la violencia de la interpretación salvaje, esa que no tiene contexto, que no deja espacio
a réplica. Ese otro, inconsciente del efecto estragante de sus palabras, insistía en decir:
«Esto no es algo que sólo les hicieron a tus padres; tú no te das cuenta, pero también
te lo hicieron a ti. Nosotros vemos tus cicatrices y, es más, también las vemos en tus
hijos». Esa figuración siniestra, que construí para mi interlocutor, explica la imperativa
y pasional necesidad de salir al paso en este debate. Era vital contestar.

Presupongo, de antemano, que una persona cualquiera podría pensar que en mí


hacer esta investigación era lógico. De alguna manera, la infancia en dictadura era
y es un tema contingente, relevante y significa un paso más en la consolidación de

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una carrera para quien parece querer ser una investigadora en temas de infancia2 .
El asunto no es ese. El verdadero problema es la forma deliberada en la que, al
menos esta investigadora de infancia, había eludido el tema de las dictaduras y
de las memorias durante toda su carrera. Haciendo referencia a la jerga jurídica,
tan curiosamente natural en el campo de los derechos humanos, diría más bien
que empecé a hacer este trabajo en legítima defensa, y luego, la exposición se
transformó en mi coartada.

Una forma de explicar, sobre todo a los Emilianos y Amaités3 del mundo, dónde estaba
yo en ese tiempo tan difícil. Una forma de decirles a nuestros hijos que también se
pueden hacer otras cosas con esa historia, que no sabemos qué es lo que realmente se
hereda y que, de alguna manera, son libres; que sus síntomas les pertenecen; que ante
todo tienen un pasado del yo biográfico que dialoga con el pasado filogenético y con el
asumido por otros y, sobre todo, que tanto sus dolores como sus actos políticos no tienen
por qué ser puro tributo a sus antepasados, pura cadena. También podremos leer sus
acciones como gestos, genuinos y sensibles, dirigidos al mundo para cambiar las cosas
que les parecen dolorosas e injustas.

Surgió entonces en mí, intempestivamente, una necesidad vital y atropellada


de contestar a los estudios de memoria –según la RAE, contestar es con-testar,
participar en el diálogo con el propio testimonio–. Yo necesitaba contestar,
contestar,
contestar,
2 Durante los años anteriores, mis pasos académicos como investigadora habían rondado temas de
ideología e infancia. Hasta ese momento creo que todo mi trabajo consistió en preguntarme por temas
relacionados con la violencia y la ética. Mi inquietud por la ideología fue una forma temerosa, y quizás
la única posible, de preguntar/me cómo fue posible que todo eso tan horrible (nos/les) hubiese pasado.
Intenté, por ello, encontrar a través del estudio de la ética la función de la transgresión de los bordes de la
humanidad. Luego, fui por los cómplices pasivos, es decir ¿cómo es posible que nadie haga (haya hecho)
nada? Y fue así como llegué a la infancia, quise saber qué hicieron/hacemos/hicimos para instalar la
sumisión. ¿Dónde vive la justificación de la servidumbre? ¿Cómo durmieron/se durmió/duerme la ira y el
dolor por la injusticia? En el fondo, quise saber qué tan temprano operaba la ideología y me concentré en
preguntas vinculadas a la legitimación de la desigualdad y al papel de los niños y niñas en la reproducción
simbólica de la injusticia. Durante ese tiempo también había trabajado en la detección y abordaje de las
mal llamadas peores formas de trabajo infantil –que en estricto rigor, no nominan trabajos, sino actos
de abuso y explotación del mundo adulto sobre niñas y niños, a nivel nacional– y había observado con
detenimiento cómo, sin piedad, la desigualdad y la violencia impactan en los cuerpos infantiles y los de
los profesionales que se ofrecían para protegerlos. Poco a poco dejé de observar esto en los niños desde
la mirada de la desigualdad y la violencia estructural, no porque no me doliera, sino porque necesitaba
encontrar algo de esperanza, deseaba habitar el intersticio, es decir, aquello que se cuela en la rígida
estructura de clases y su reproducción inexorable, algo que quizás no desarticula el modo injusto en
que se reparte la riqueza y el poder, pero sin embargo conmueve o moviliza. En ese sentido, las prácticas
de resistencia de la niñez fueron un modo de acercarme a lo que desconcierta, a lo que escapa, a la
ternura de la desobediencia y a los inesperados gestos de amor. En este camino, los niños y niñas se
fueron transformando, ante mi mirada, en actores políticos, interlocutores plenos. Hoy pienso más en
sus tácticas que en sus fragilidades, en sus formas de resistir y subjetivarse más que en los delitos que
contra ellos se cometen. Dejé de subestimarlos y eso me permite abrir ventanas y observar cómo el
calorcito entra y arropa nuestros doloridos corazones.

3 Tener hijos y filiarlos es un trabajo que, en mi caso, ha motorizado gran parte de mis preguntas
académicas. Emiliano y Amaité, mis hijxs, son finalmente autores de la mayoría de mis ideas para este
campo, y cuando no, son causa.

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contestar sobre todo los estudios sobre hijos e hijas de víctimas que de un día a
otro empecé a sentir que me cercaban.

Una mañana desperté con la incómoda sensación de que los recorridos académicos
habían llegado a nosotros, que ahora éramos los objetos de las palabras y diagnósticos
que tantas veces vi usadas sobre otros. Sentí que nos metían en cajas de colores –los hijos
de, de los hijos de, de los hijos de… Hijos e hijas ahora separados, comparados, analizados
y cada cual con sus secuelas. Solo quedaba asumir el diagnóstico, de otra forma podría
interpretarse como negación, resistencia, disociación; en fin, mala persona.

Inicialmente lo pensé así. Sin embargo, eso no era del todo cierto, pues más bien
ya no se trataba de mí, o más bien nuevamente no se trataba de mí, sino de mis
padres. Los estudios académicos, quizás sin quererlo o saberlo, fueron creando un
lazo que terminó por unir a las generaciones que nos atraviesan, a nuestros padres
y nuestros hijos, esta vez amarrados por los episodios más ominosos de la historia
de Chile, la violencia de Estado y la tortura4 .

4 Con esto me refiero a los estudios que existen en el presente respecto a la transmisión
transgeneracional de secuelas psicológicas hacia nietos y nietas de víctimas de la violencia de Estado.
En las investigaciones que he desarrollado sobre temas de sufrimiento social, he ido adoptando una
posición, cada vez de forma más consciente, respecto al modo en el que la ética y la política atraviesan
no sólo la metodología en general y el modo de presentar resultados, sino la formulación misma de las
preguntas de investigación. Desde la perspectiva conjetural, la narración que se sugiere a la comunidad
propone sus primeros significantes desde el momento uno del proceso. En tal sentido, en este proyecto 7
se hizo necesario hacer un distanciamiento de cualquier concepción teórica que suponga la herencia
de un episodio político y social determinado, como algo definible y generalizable como experiencia del
uno, es decir, para todos. Ni la prisión política, ni el exilio, ni la tortura son situaciones que construyen
experiencia; de hecho, son fracturas de la misma. La figuración del dolor no puede soslayar –sobre
todo en el espacio clínico, aunque no únicamente– la singularidad de los puntos a los que cada ser
humano se encuentra sujetado en términos de su dignidad. Las prácticas de exterminio que utilizaron
las dictaduras militares latinoamericanas apuntan a la deshumanización del adversario. Ello contempla
un ejercicio doble que, por un lado, opera sobre la víctima de la violencia y, por otro, lo hace sobre su
victimario. Sobre el primero se trata de demoler los pilares fantasmáticos de aquello que sostiene su
dignidad, y sobre el segundo, de desgarrar la representación del otro (receptor de la violencia) como el
de una vida digna. Esta relación siniestra contempla el entramado subjetivo en ambas partes. En ella se
reconocen mutuamente el o los momentos en que la víctima es despojada de su dignidad, es decir, de
«precisamente lo que es en él absolutamente particular, su vida fantasmática, esa parte de él que con
toda seguridad no podremos compartir nunca» (Zizek, 2002, pág. 258) y con ello, «el reconocimiento
del otro como alguien que puede sufrir, como alguien que puede padecer dolor» (Zizek, 2002, pág. 260
refiriéndose a la base de la solidaridad para Rorty). En ese sentido, los estudios sobre la transmisión
del trauma entre generaciones, más aún cuando se refiere a las de los nietos y nietas de víctimas, no
puede sostener conclusiones universales respecto a síntomas: depresión, ansiedad, fobias, culpas y
problemas de separación, etc., pues con ello desconoce el funcionamiento singular del trauma y nuestra
necesaria ignorancia respecto a lo que en esa determinada vivencia se rompió. A su vez, tampoco es de
fácil intuición lo que las generaciones subsiguientes construyeron con dicho fragmento de la historia
de sus antepasados, ni como ubicarán esa pieza en su propia realidad psíquica. Interpretar entonces
los dolores de las generaciones posteriores a partir de la vivencia de las víctimas en dictadura, vuelve
a responsabilizar a los ya adoloridos por haber sido objeto de la violencia, perpetúa su padecer ante
la imposibilidad de evitar dicha transmisión y, peor aún, corre el riesgo de localizar a niños, niñas y
jóvenes como actores pasivos de su propia historia de padecimientos, en las que, por cierto, se articula
la herencia filogenética con la del pasado asumido por otros, pero también con el pasado del yo, es decir,
lo biográficamente vivido.

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¿Y nosotros dónde estábamos? Me rebelé así, de manera visceral, contra los términos
que transformaban mi experiencia, mi infancia en dictadura, en un algo que parecía
poder ser descrito sin requerir de mi testimonio, sin las palabras de lo que se conoce
como la «segunda generación». ¿Cómo era posible que fuéramos pensados como
«segunda generación» de la dictadura? ¿Acaso no fuimos víctimas en primera persona
de la violencia? ¿Acaso no fueron nuestras escuelas las que se intervinieron? ¿Acaso
no fueron nuestras casas las que rodearon y amedrentaron? El término «segunda
generación» cristalizó para mí la anonimización de la niñez, una vez más, y con ello
la marginalización de la memoria de los subalternos. Algo así como la eternización
de la «mesa del pellejo». Una sustracción violenta del saber, y de las propias
narraciones, que toda niña y niño tiene desde el principio, mal que les pese.

Y primero me dolió. Luego, me enfureció. Y cuando mis hijos adquirieron el nombre de


«tercera generación», me aterrorizó.

No es que no fuese capaz de entender, y de compartir, la necesidad de demostrar


las consecuencias humanas terribles del golpe de Estado y de las violaciones a
los derechos humanos. Más bien, nunca entendí por qué para ello era necesario
omitir tantos matices, y así, paradojalmente, otorgar tanto poder y eficiencia a los
victimarios en la deshumanización, incluso para suponer al infinito el daño infligido,
generación tras generación. Y más cruel aún, que ese supuesto daño fuese a causa
de algo que nuestros padres contaron o no, elaboraron o no, de los episodios más
dolorosos que les había tocado vivir. No bastaba, para justificar nuestro miedo, el
simple y, a su vez, complejo hecho de vivir la infancia bajo un régimen dictatorial.
La transmisión entre generaciones tiene caminos poco intuibles, pues siempre se
trata de lo que los seres humanos hacen con las palabras y, para mí, cada vez era
más urgente distinguir entre trauma, angustia, terror y miedo. Freud era enfático
en ello5.

Cuando me di cuenta de esto recordé un episodio que vivió mi hermana y que ya no sé


si realmente ocurrió. Fue hace mucho tiempo, cuando ella estaba en la universidad, un
11 de septiembre cualquiera, en algún acto conmemorativo de esos en los que se abren
nuevamente las heridas y la memoria es invocada a través de música, documentales
y/o películas. En esa ocasión, un amigo, casi novio creo, habría mirado a mi hermana

5 La cuestión del trauma es algo que atraviesa toda la obra de Freud. En sus inicios, en lo que respecta a su
trabajo con Charcot y Breuer, el trauma estará vinculado a una acción/vivencia padecida cuya intensidad
será suficiente para generar un segundo espacio psíquico. En dicho espacio psíquico, inaccesible para
la conciencia, la representación inconciliable habitaba despojada de su afecto y pulsando, a través del
malestar, por estar presente nuevamente en la conciencia. Los síntomas eran representaciones sustitutas
de la representación reprimida cuya conexión podía sostenerse por razones temporales o puentes
lingüísticos. La diferencia entre Charcot y Breuer refiere al valor que le asigna el primero a lo congénito, en
la existencia de este espacio de segunda conciencia, mientras que el segundo le atribuía mayor valor a la
fuerza de la vivencia padecida y reprimida. El carácter sexual e infantil de la representación inconciliable
fue algo que aportó Freud, a través de su investigación de los procesos anímicos, y constituye las bases
de la teoría de la seducción que impera en el primer tiempo del psicoanálisis. Posteriormente, el trauma
deviene una característica estructural propia de la construcción de la realidad psíquica, es decir, de la
subjetividad, la capacidad de representar y el movimiento metonímico entre representaciones y afectos,

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con un dejo de compasión, a lo que –en mi probablemente encubridor recuerdo– le
habría seguido el tierno abrazo de rigor y las palabras que, por cierto, envuelven toda
la escena: «Qué duro todo lo que te ha tocado vivir». Mi hermana nació en el ’80 y, a
diferencia de otros niños y niñas chilenos y latinoamericanos6 , tuvo la suerte de no
haber sido apresada, torturada, secuestrada o desaparecida a causa de los regímenes
dictatoriales que bordearon nuestros años de infancia. Eso explica, en cierta forma,
su rostro incómodo al relatar este episodio –y mi obstinación de no olvidarlo o de
inventarlo–, pues en su expresión no veo el lógico rechazo al menosprecio que, a veces
travieso, se cuela en los gestos compasivos, aunque no en todos, sino más bien el no-
lugar de quien no sabía cómo había llegado a portar el mérito de resistir la violencia de
Estado, de ser una víctima y no sentirlo.

La primera vez que me fui del país huía de ese legado. Corría el año 2003 y Chile
ya no se parecía en nada a lo que pensé que sería o pude haber imaginado que
sería, cuando empecé a añadir a la geografía de mi país la palabra democracia.
Más decepcionante aún si hacemos la comparación con la imagen que yo me había
construido para justificar el innegable hecho de que mi familia haya tenido que
vivir clandestinamente, arriesgar la vida y/o votar que no y celebrar su triunfo.
Al fin y al cabo, la lucha contra la dictadura, en mi casa, representaba cosas bien
concretas: un vivir mejor, sin miedo y sin pobreza. Igualdad. Sin embargo, los años
que vinieron después del No, no nos trajeron nada de eso.

así como la posibilidad del síntoma surge gracias a la represión primordial del representante psíquico de 9
la pulsión. Es decir, el trauma es algo que se enuncia como simultáneo al nacimiento y al encuentro con
los estímulos del mundo exterior, a la presencia de necesidades y al modo en que estas se encadenan con
las experiencias de satisfacción en el reino del principio del placer. Posteriormente, Freud se da a la tarea
de describir el funcionamiento del principio del placer, la jerarquización o el modo evolutivo en el que
se presentan las necesidades y el recorrido de la (pulsión) búsqueda de satisfacción de las mismas. La
cuestión del trauma quedará ubicada como un asunto metapsicológico. Las experiencias de ruptura de
la barrera antiestímulo del aparato serán nominadas posteriormente como «neurosis traumáticas»; en
ellas se ubicará el exceso provocado por vulneraciones, accidentes y, por cierto, los efectos estragantes
de la guerra. En 1920, con Más allá del principio del placer, Freud distingue de manera magistral los
términos que nos conciernen, indicando que «terror, miedo, angustia, se usan equivocadamente como
expresiones sinónimas; se las puede distinguir muy bien en su relación con el peligro. La angustia designa
cierto estado como de expectativa frente al peligro y preparación para él, aunque se trate de un peligro
desconocido; el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del cual uno lo siente; en cambio,
se llama terror al estado en que se cae cuando se corre un peligro sin estar preparado: destaca el factor
de la sorpresa. No creo que la angustia pueda producir una neurosis traumática; en la angustia hay algo
que protege contra el terror y por tanto también contra la neurosis de terror» (pág. 12 y 13). La cuestión
entonces consiste en ubicar correctamente estos términos. En el caso de las víctimas del terrorismo
de Estado, la ruptura traumática asigna un valor central a la falta de preparación del aparato psíquico
para recepcionar la violencia; es decir, no hay figurabilidad psíquica posible de lo que acontece, y ello
impide ponerle palabras y transformar dicho episodio en experiencia transmisible. En el caso de las
generaciones subsiguientes, de lo que se podría tratar es más bien de angustia y miedo; en ambos casos,
el peligro de muerte es algo que es posible anticipar y, por tanto, contiene formas y representaciones que
pueden ligar afecto y evitar la ruptura del aparato, y con ello, la traumatización.

6 Jorge Rojas Flores (2010) constata que el Informe Valech (entregado en noviembre de 2004) señaló que
el total de menores de edad que calificaron como víctimas de cárcel y tortura en los años de dictadura
fue de 1080. De ellos, 766 eran muchachos entre 16 a 18 años, 226 era niños entre 13 y 15 años, 88 tenían
12 o menos.

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Mi madre, finalmente, en contra de la posición de mi padre, pidió un subsidio
habitacional para reemplazar la casa que el socialismo le había prometido. O más bien,
que ella creía que le había prometido. Para ella el socialismo era eso, y cuando se endeudó
para obtener una casa en Puente Alto, creo que entendí que el socialismo no llegaría.

El neoliberalismo estaba instalado y, de alguna forma, la generación que venía a


sumarse a la lucha por el socialismo había quedado sola y limitaba sus esfuerzos al
siempre fértil, pero efímero, movimiento estudiantil.

Yo no fui la excepción. No lo lograríamos. Este país no entendía nuestra rabia de hijas,


nuestro dolor de hijas, nuestro miedo de hijas. No sólo no hubo casas, ni socialismo,
tampoco llegó la alegría ni la justicia.

En ese tiempo yo tampoco era capaz de asumir, como hoy, lo triste que es la
impunidad para las hijas e hijos. No por la herencia transgeneracional del trauma,
que es algo que me resulta teóricamente insostenible, políticamente incorrecto
y éticamente fatal, sino por la violencia de tener que aprender a cohabitar con la
pregunta por lo que les hicieron. ¿Qué les hicieron? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por cuánto
tiempo? ¿Dónde están los que no están? ¿Te duele ahí todavía? Y aún más que eso, la
melancolía de no poder consolarlos: con un besito mío no se pasará ¿verdad? Hay
dolores que no sanan con una canción; aprendimos demasiado pronto los límites
del mágico «sana, sana colita de rana...» pues no sanó mañana, ni pasado mañana.
¿Habría sanado con justicia? No lo sé.

¿Pero significa eso que estamos traumatizados? O más bien, que somos humanos
y nuestras fragilidades están en esos pedazos de la piel que están en contacto
con otros, con otros a los que amamos y cuyos dolores también nos duelen. Lo
que se transmite por la piel tiene menos de cripta y secreto, y más de cuerpos que
se tocan, vibran, se entumecen, tiemblan o se crispan. Más de influencia entre
generaciones que de la transmisión de objetos claramente identificables.

Siempre me gustó mucho más el libro compilado por Tisseron sobre este tema. En él se
refiere a la palabra transmisión y afirma que «aplicada al campo psíquico, la palabra
<transmisión> presenta el riesgo de hacer creer que algunos contenidos mentales
puedan <transmitirse>, como decimos que se transmiten bienes inmuebles o muebles.
Ahora bien, cuando la realidad psíquica de los padres modela la de los hijos, esta nunca
es modelada en forma pasiva. No existe jamás una transmisión ni una recepción pasiva
de un cuerpo extraño procedente de una generación anterior»(p.11-12). Ahí estaba de
nuevo yo, reencontrando lo que me irritaba de ese otro discurso, ese que insistía en la
herencia pensada como una piedra, un anillo de oro, una casa, algo que se recibe y a lo
que no se le puede cambiar la forma.

El encuentro entre generaciones para el psicoanálisis tiene un sentido: se trata


en un primer momento de inscribir/se en una frase cuyo comienzo antecede al
nacimiento. Frase en la que se funden varios significantes, entre los que se encuentra

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el deseo de hijo y el lugar que dicho ser viene a ocupar en la historia familiar. Luego
ese encuentro se transmuta en un tiempo de necesaria herencia narcisista, es decir,
de reconocimiento de ese ser vivo como alguien que pertenece a una determinada
comunidad de humanos, unidos por ciertas marcas identificatorias.

También me gusta mucho el texto de Micheline Enríquez, que se encuentra en el libro


de René Kaes (2006), sobre el delirio en herencia entre generaciones. En él relata casos
en los que la psicosis se presenta más por identificación, sobrevivencia y amor, que por
genética. Niños y niñas que aprendieron a funcionar como paranoides acompañando a
sus padres a detectar presagios en la ciudad y a no contradecir sus certezas para poder
avanzar. Se trata de una forma sensible de ubicar algo del terrorismo, que porta el
sufrimiento psicótico del progenitor, como marca en los procesos identificatorios. Por
ello, quizás la folie a deux tiene más sentido para mí en estos casos, pues hay algo del
vínculo, que se juega en ese transitar filiativo, en el que la posición de niños y niñas me
provoca mucha ternura.

Por ello propongo que más que el silencio, lo que duele es la suposición del dolor
y/o la ausencia real o imaginada de un cuerpo que se ama o que se debió amar.
Unos cuerpos a los que nunca hubiésemos querido que les hicieran eso. Mucho
menos eso que dicen que les pasó. Eso que ellos mismos cuentan. O que callan
para no llenarnos de odio.

Aun así, esto lo aprendí tiempo después de irme, mucho tiempo después. Quizás lo 11
aprendo aún mientras escribo estas palabras.

Sin embargo, durante todo el tiempo que estuve fuera de Chile, intentaba desarmar
los determinismos que definían lo que yo debía sentir, ser o hacer. Los estudios
de los que les hablo nos fueron acechando, y el mundo que yo consideraba ya
suficientemente falto de matices empezó a describir mi vida y las de muchos en
términos de trauma y victimización.

La psicología crítica, en particular la de Erica Burman e Ian Parker, me enseñó cierta


suspicacia por los términos psicológicos con los cuales se pretende nombrarlo todo y
simplificar. ¿A quién le sirven estos discursos? Por qué los investigadores no se preguntan
respecto al poder siniestro de la psicopatología en términos ideológicos. Por qué nunca
piensan en las consecuencias que los titulares efectistas tienen sobre las personas.
La subjetividad siempre está en diálogo con esos significantes, identificándose,
diferenciándose, asumiéndolos o rechazándolos, pero no es sin efectos, nunca es sin
efectos. Lo único que yo tenía claro era que transformar el dolor en síntoma no nos
estaba ayudando, solo era una forma más de ligar nuestro malestar social e histórico
por la impunidad a un fenómeno individual. Una enfermedad.

Reconozcamos también que es un poco reducido e injusto resumir una experiencia tan
compleja, como es la niñez, a una fotografía en blanco y negro de niños y niñas con el
rostro sucio y pies en el barro. Al final, mi infancia era mía y yo me sentía poseedora

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de un relato sobre la dictadura que escapaba a las cuestiones dicotómicas, y excede por
mucho la experiencia que mis padres pudieron/quisieron producir y transmitir 7.

A lo largo de este estudio aprendí que mi pretensión inicial de salvaguardar


mi futuro-pasado de la apropiación de los académicos, era una característica
inherente a los recuerdos infantiles. Los seres humanos hacen con los recuerdos
de infancia un saber particular, quizás el único que permite sostener una verdad
que no requiere de la confirmación de los otros. Una verdad que, al fin y al cabo,
sostiene nuestro particular sentido ético8 .

Y así fue como en el año 2013 me encerré durante meses en el Centro de


Documentación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en busca de

7 Respecto a este punto tomaré algunas ideas que hemos elaborado con la red interdisciplinaria de
investigación en protagonismo infantil y derechos humanos y que se encuentran en el acta de su primera
reunión: «El tema del protagonismo infantil ha sido el centro de atención de diversos especialistas en
infancia en toda América Latina, tanto desde la academia como desde el campo de la atención directa
de niños y niñas. Esta noción ha cobrado especial relevancia sobre todo a partir de los dictados de la
Convención por los Derechos del Niño promulgada en 1989 y su reconocimiento a la libertad de expresión
y la participación. Sin embargo, es necesario afinar lo que se entiende por participación infantil, término
que con frecuencia se usa indistintamente frente al de protagonismo, autonomía o agencia. Cada uno
de estos términos pone en juego diversas representaciones sobre la infancia construidas desde el
mundo adulto.
«Desde la academia, hay una seria impronta por “empoderar” a la niñez, y diversos trabajos han
buscado subrayar el papel que niñas y niños han tenido en la construcción desde abajo del Estado
tanto en la actualidad como en la historia. Sin embargo, ¿qué términos permiten contemplar la
participación infantil en su sentido más amplio? ¿Qué término incluye la capacidad de los niños para
tomar decisiones, decidir, negociar, cuestionar, rebatir o proponer alternativas para mejorar sus vidas?
Agencia, protagonismo y participación infantil son términos que definen cuestiones diferentes, aunque
conectadas, y cada uno de ellos puede ser incentivado a través de la política pública, la organización
civil y comunitaria, e incluso desde la propia academia o los medios de comunicación. La agencia y el
protagonismo son conceptos cercanos, implican un ejercicio colectivo. Eso quiere decir que aunque
la participación sea individual, supone un hacer simbólico interdependiente, dialéctico, contextual,
intergeneracional y relacional. Los términos no han encontrado una definición unívoca. Sabemos, por
ejemplo, que no toda participación es protagónica, pero que al mismo tiempo todo protagonismo exige
participación. La participación es un concepto amplio y menos condicionado que dialoga fácilmente
con los modos tradicionales de pensar la política y la organización del Estado neoliberal. Por otro lado,
estos conceptos son histórico-culturales, es decir, son acciones situadas en el tiempo y en el espacio.
«Los niños han cumplido funciones esenciales en la vida familiar, comunitaria y en la construcción
cotidiana de los Estados-nación latinoamericanos; sin embargo, las formas en que los adultos
concibieron, se enfrentaron o buscaron controlar la acción infantil, son peculiares en cada contexto
histórico. Es decir, si en la actualidad diversos grupos buscan promover el protagonismo infantil como
una forma de mejorar las condiciones de vida de los niños latinoamericanos, es gracias a que ese es
un paradigma de infancia relativamente reciente, cuyo origen podemos rastrear apenas unas décadas
atrás, en las luchas de diversos actores (obreros, mujeres, especialistas) en favor de los derechos de la
infancia. La defensa del protagonismo infantil es en todo caso también un efecto de la propia palabra de
los niños y niñas en nuestras investigaciones.
«Escuchar a los niños y a las niñas, tanto en la historia como en el presente, nos ha permitido abrir
las miradas y el entendimiento sobre los modos en que los niños y niñas se han construido como
protagonistas políticos, sociales, históricos. El protagonismo infantil está atravesado por múltiples
cuestiones culturales y es relacional, no hay un protagonismo abstracto sino delimitado siempre por las
estructuras y los contextos.
«El protagonismo infantil no es sólo una construcción autónoma de niños y niñas, puesto que requiere del
reconocimiento del otro y del semejante para terminar de construirse como experiencia». (agosto, 2018).

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pruebas. Solicité todo lo que creí podría estar relacionado con la experiencia de
los niños y niñas en dictadura. Ya había visto el pequeño fragmento que hay en
la colección permanente de los dibujos del PIDEE. Me había maravillado con la
capacidad de los niños y niñas de describir de forma tan precisa la realidad del país.
Había presentido, mientras miraba los trazos torpes y las letras redondeadas de la
caligrafía infantil, formas familiares en las cuales acunarme. Había encontrado a
mis interlocutores. Sentí que había quedado grabado, en esas piezas de museo,
algo que sobrepasaba la literalidad y hospedaba un conjunto complejo de
emociones que no encontrarán jamás un término preciso para ser nombradas.
Siempre excede lo decible. Siempre más en el intersticio que en la literalidad. Eso
me lo enseñó mi práctica como psicoanalista.

Durante esos meses de investigación, hablé con todos los interlocutores niños
y niñas que encontré, los hijos de detenidos desaparecidos, los que tenían a sus
padres relegados, los que habían sido exiliados, los adoloridos y los resistentes.

Me ahogué en lágrimas durante meses: lloraba desde que llegaba hasta que me iba;
me dolía todo el cuerpo. Lo bueno es que nadie parece sorprenderse demasiado de que
una investigadora llorara en ese lugar. Supongo que no he sido la primera, ni la única,
ni la última. Todos esos días tuve la necesidad de salir a la explanada a gritar y gritar.

Mientras los niños y niñas de la dictadura me hablaban, yo me conectaba con esas


difíciles sensaciones de las que en alguno de mis análisis hablé, pero que nunca 13
alcancé a entender por completo. Vivir en dictadura, vivir en la pobreza, vivir en
el miedo de quedarse solo y en el duelo permanente de los que cayeron9, aún cuando
no alcanzamos ni a conocerlos. Vivir en dictadura y reconocer, ahora, que los adultos
realmente no tenían ningún control sobre lo que les estaba pasando a ellos; mucho menos

8 Sobre la función de las colecciones infantiles en el recuerdo de infancia y, sobre todo, en su


transformación de producciones íntimas a objetos patrimoniales, escribimos algo en conjunto con
Nicolás Peña, Florencia Trujillo, María Paz Garrido y Antonia González que ayuda a pensar estas cosas: «En
este sentido, el trabajo con los recuerdos infantiles posibilita una apertura al análisis social y colectivo,
pero el tono menor que la sociedad ha dado a las experiencias infantiles, en su condición de testigos,
obliga de alguna forma a justificar esa necesidad de construir memoria (ante sí mismos al menos). Ello
se traduce en el imperativo de brindar una justificación respecto al trayecto recorrido. No se trata de
un ejercicio improductivo, como el juego, sino de una necesidad histórica cuya función es pedagógica
y se proyecta contra la impunidad y en la instalación de los pilares del nunca más. Eso permite a los
narradores sostener la legitimidad de su recuerdo infantil, en el entendido de que lo que sus palabras
construyen no es una clausura que acabará en un testimonio de lo vivido, sino que más bien se proyecta
en el presente y futuro, lugar donde, al fin, esas piezas resguardadas se reencuentran con la función útil,
necesaria para la vida de cualquier objeto, y entonces abandonan la colección para transformarse en
historia». (2017, p. 466).

9 Siempre me llamó la atención el término cayó. Debe ser por su carácter impreciso en el uso coloquial
chileno, pues cayó denominaba indistintamente a personas que habían sido apresadas o muertas «Cayó
fulano». Y además no solo se aplicaba a las personas, sino también a los objetos y lugares: «Cayó la casa
de…». «Cayeron unos documentos». En mi condición de niña debo decir que mi torpeza, por ser muy alta
y tener pies pequeños, hacía más confusa la apropiación de este término, pues usualmente caía, aunque
eso solo me haya traído, como consecuencia, algunas rodillas peladas y uno que otro llanto por algún
helado derritiéndose irremediablemente en el piso.

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a nosotros. Vivir en dictadura y sentir una brisa de ternura en el cuidado ingenuo de
quienes no eran tu familia, sino que estaban ahí y algo, un no sé qué, los unía a mí y yo
lo sabía10. Vivir en dictadura y saber ahora, que entendíamos demasiado o que quizás
habíamos encontrado demasiado pronto el límite de la protección del mundo adulto.
Vivir en dictadura y volver a ver el cuidado con el que abrazábamos a los adultos
adoloridos, les pasábamos la mano por el pelo, como intentando restituirlos en su frágil
saber/poder, mintiendo, estudiando y repitiendo-nos que todo va a estar bien, cuando
en realidad nada lo estaba11 . De eso se trataron esos meses, de conversar con esos niños
y niñas respecto a ese tiempo sobre el cual nadie nos ha preguntado, restituyendo lo que
sabíamos y lo que callábamos y el porqué de lo que hacíamos. Ajustando la antena para
que lo inaudible apareciera.

Lentamente, la angustia fue desapareciendo y las formas de las enunciaciones


infantiles adquirieron para mí una belleza fascinante. Encontré un sentido a lo
que estaba haciendo y se hizo necesario hablar con los otros niños, esos otros que

10 Al respecto, en un artículo que publicamos en la revista Psicoperspectivas el año 2017, junto a Nicolás
Peña, Génesis Briones y Cristóbal Rojas, propusimos que «el contexto de la dictadura hizo que muchos
grupos familiares sufrieran transformaciones forzadas o voluntarias que respondieron a la coyuntura
social y política del periodo. Rupturas y fragmentaciones que fueron transformando las interpretaciones
que los(as) niños(as) hacían de su propia cotidianidad y de sus figuras protectoras más cercanas. La
división forzada de las familias, la experiencia de la represión bajo distintos formatos y la participación
política de las figuras paternas fueron configurando figuras con las que niños(as) interpretaban la
realidad sociopolítica en Chile. A pesar de este sufrimiento, destacan los espacios que se dejan ver, tanto
en producciones como en relatos, para la infancia feliz, momentos íntimos o colectivos que se marcaron
en el recuerdo por asociarse a la felicidad, el placer o el amor asociado a las figuras significativas y a las
relaciones que se establecieron en una comunidad exogámica»(pág. 11). Esa comunidad exogámica que,
de algún modo, extiende y hace significativa la vida social y política de los padres, la familia no congénita
que aprendimos a valorar y construir. Esa presuposición de cuidado en la que, por transitividad, la niñez
deposita su confianza en quienes quieren y cuidan a los adultos que los quieren y cuidan. Mientras escribo
estas palabras, pienso en la pequeña manito de Tomás cuando caminábamos a tomar un taxi, dejando
atrás el funeral de su tía, hermana de mi amiga-hermana; su pequeña manito, confiada y ansiosa, que
se deja conducir hacia una casa éxtima –una exterioridad íntima– porque sus adultos tenían que hacer
otras cosas, cosas más difíciles e incomprensibles, esas cosas relacionadas con la muerte. En la otra
manito Tomás llevaba un autito y su única pregunta al llegar fue: ¿cuándo llegará Emiliano? ¿Familia
exogámica transgeneracional?

11 Esto me recuerda una parte de un capítulo de libro, que está en edición, en el que me refiero al
documental «El edificio de los chilenos» y que me parece que ilustra de manera ejemplar algo de la
posición de subalternidad de la niñez que permanece aún en el relato retrospectivo: «en el minuto
veinticinco podemos observar una escena protagonizada por Macarena e Isidro en el presente en la que
ella le pregunta: “¿y cómo fue la despedida con tu mamá?” Isidro contesta:
“De una forma bastante dura me dijo cuáles eran sus objetivos de… y por qué nosotros nos íbamos a
separar ¿no? Y era porque bueno se había tomado una decisión de cómo iba abordar de ahora en adelante
la política y no iba a hacer más panfletos, se aburrió de los panfletos; se aburrió de las reuniones largas y
prolongadas sobre la izquierda o la derecha, se aburrió. Decidió tomar una dirección más dura, más clara,
más concisa ¿no? Y eso yo no podía, no la podía acompañar, porque yo corría peligro. Y es obvio que yo
corría peligro, para qué vamos a andar con cuentos, ¿no? Entonces, tomamos la decisión: ella me preguntó
y yo dije que sí y, hasta el día de hoy, yo dije que sí… [breve silencio] todo el mundo podrá decir: no, pero
puta tenía 10 años, sí, pero yo desde que tengo 10 años, yo tomo decisiones y soy consciente con eso. O
sea, yo le dije que sí y chao. Yo sé que si le hubiese dicho que no, mi mamá se hubiese quedado conmigo”».

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estaban por ahí enmudecidos, escuchando detrás de los sillones, de las puertas
entreabiertas y habitando un país en guerra en el que sus adultos creían que se
podía fingir normalidad.

Durante meses revisé archivos de distintas organizaciones y finalmente, ya


habiendo constituido un equipo12 , hicimos un llamado abierto a todos y todas
los que hubiesen guardado las enunciaciones infantiles registradas en tarjetas,
dibujos, cuadernos, audios y diarios de vida. La respuesta no se hizo esperar: desde
distintas partes de Chile nos empezaron a llegar registros e historias de quienes
fueron niños y niñas en ese tiempo, y de pronto en este espacio encontraron un
lugar donde volver a poner en circulación objetos que habían sido sustraídos de
su circulación útil para ser transformados en objetos de colección –como señuelos
de un momento particular de la historia subjetiva de cada quien–, cuya función
solo pudo volver a ser colectiva al re-inscribirse como parte de un relato histórico.
Así, de un momento a otro, las voces de muchos niños y niñas anónimos llegaron
a nuestros oídos y se constituyeron en el primer archivo histórico de producciones
infantiles que existe en Chile, y que será resguardado en el Museo de la Memoria y
los Derechos Humanos.
En el análisis de esta escena, se hace particularmente necesaria la transcripción textual, pues solo así
puede resonar de manera clara el tránsito en el discurso, el encadenamiento de la posición infantil
respecto al otro y, por tanto –sin negar el modo en que Isidro explícita su responsabilidad subjetiva en la
decisión de irse al proyecto Hogares–, sus palabras nos permiten hacer más densa la discusión respecto a
la forma en que las relaciones entre niños, niñas y adultos evocan las marcas de todas las relaciones cuyo 15
eje se encuentra mediado por relaciones de subalternidad:
Ella le dice sus objetivos (los de ella).
Ella le explica por qué se van a separar (ambos).
Ella se aburrió, ella decidió tomar una dirección (él, ni lo uno ni lo otro).
Yo no podía, no la podía acompañar.
Yo corría peligro (aquí aparece el yo en el enunciado para dar cuenta de la impotencia que dicho
escenario plantea).
Tomamos la decisión (aparece un plural que hasta este momento había estado ausente).
Ella me preguntó y yo dije que sí, yo dije que sí, yo dije que sí, yo tomo decisiones, yo le dije que sí y chao
–está vez el yo afirma, en la memoria, una posición protagónica en la decisión, pero se debilita cuando
se introduce el le en la frase, pues ese le dije vuelve a marcar la relación de poder desde la cual el otro es
el que actúa–.
Yo sé que si le hubiese dicho que no, mi mamá se hubiese quedado conmigo.
La última frase queda resonando en el espectador como una suerte de afirmación que parece indicarnos
lo poco relevante de saber si el contenido es o no verdadero. Lo importante es el valor que dicha certeza
tuvo para el enunciante en el pasado y el modo en que esa experiencia se configura para sí en el presente.

12 En estos años de trabajo es importante aclarar que en el camino este proyecto encontró múltiples
interlocutores. Muchos enviaron sus antecedentes para ser parte del proyecto en calidad de ayudante de
investigación. Nunca había visto tanto CV sobrecalificado para un cargo de ayudante. Me habría gustado
trabajar con todos ellos. No siempre uno hace lo que quiere. El equipo quedó finalmente constituido
por Nicolás Peña, quien durante tres años operó como una pieza clave en cada una de las disparatadas
ideas que se nos fueron ocurriendo. A eso luego se agregaron estudiantes y las doctoras Paulina Chávez
y Mónica Peña, y el colectivo de educación y derechos humanos de la Universidad Diego Portales. Con
todos ellos tuvimos muchos momentos de trabajo conjunto en los que la autoría se fue descentrando
para dar paso a una escritura común que circula en distintos espacios y seguramente también en
estas líneas.

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Antes de formular este proyecto como una verdadera investigación, había visto,
junto a Elisabeth Roudinesco13, en su visita a Chile, una exposición sobre los libros
quemados en dictadura en la Biblioteca Nicanor Parra. Ello había dado cuerpo a la
idea de hacer una exposición con la finalidad inicial de convocar a más personas a
buscar y digitalizar las producciones infantiles. Sin embargo, la exposición cambió
de objetivo en el transcurso del proyecto: pasó de ser un hito de convocatoria a
uno de devolución.

De alguna manera, el efecto subjetivo de reconstruir esta historia nos obligaba a


pensar en otra forma de comunicar los resultados. El haber construido un paisaje
que habilitase la transformación de las palabras íntimas y anónimas en públicas
y patrimoniales, nos impuso pensar importantes cuestiones éticas respecto al
trabajo con los testimonios del dolor y del miedo14 .

Fue así como nos interrogamos respecto a una forma de ofrecer un relato
alternativo y accesible para todos y todas quienes participaron, que permitiera
que los subalternos, en este caso los niños y niñas, hicieran uso de la palabra en

13 En el año 2013, justo en el marco de las conmemoraciones de los 40 años del golpe de Estado, Elisabeth
Roudinesco vino invitada por mí con el apoyo de la Universidad Diego Portales. En mi condición de
anfitriona, me tocó acompañarla a un recorrido por el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
Al final de la visita me preguntó, directamente, qué me pasaba a mí con esta historia. Recuerdo que
se asomó nuevamente mi incomodidad, la angustia de no encontrar las palabras, en francés, para
intelectualizar algo de la conmoción que el propio recorrido provoca siempre en mí, la urgencia por
terminar la visita al museo y asistir a la conferencia que estaba por empezar, huir de mí no-lugar entre
esos pasillos para volver a ser académica, psicoanalista, investigadora, cualquier cosa que me devolviera
a mi lugar de sujeto otra vez.

14 Rafael Mondragón puede considerarse a sí mismo como un fundador de este proyecto, aunque haya
sido de manera consciente. Su trabajo sobre la circulación de las ideas de emancipación en América
Latina es de tal manera evocador, que escucharlo o leerlo es siempre un acto de confrontación, una
interpelación respecto a la forma en que la belleza, la ternura y la rigurosidad generosa hacen parte de
nuestro trabajo. Para él conmover los marcos de reconocimiento y desplazarlos para que lo que está
en el margen, condenado a la violencia, pueda ser considerado vida, es un acto e(sté)tico. Rafael y yo
llevamos años de conversaciones sobre estos temas. La eterna crisis de violencia que transcurre en
México y en el resto de América Latina obligó a que nuestro diálogo se situara más en su campo que en el
mío, es decir, más cerca de la pregunta acerca de cómo narrar, cómo cuidar las palabras, para así cuidar
a las personas, más aún a las personas adoloridas. Fue así como llegaron a mi casa los libros de Cristina
Rivera Garza, Dolerse y Los muertos indóciles, y, con ella, el de Susan Sontag, Ante el dolor de los demás,
y luego Reinaldo Ladagga con Estéticas de la emergencia, y muchos otros. La conversación con Rafael
y con mis próximos retomó una pregunta que quizás ya todos traíamos, respecto a qué hacer con los
testimonios dolorosos y con las imágenes de la crueldad pasada y presente. La cuestión estética se volvió
una cuestión ética. Daniela Rea y las periodistas de pie nos mostraban otras formas de escribir, de hacer
denuncia, y lo hacían a pesar de estar en el, seguramente, país más peligroso para los periodistas. Poco
a poco estuvimos en condiciones de hacernos interpelaciones respecto a los modos éticos y solidarios
de producir conocimiento, de pensar la coautoría, el poder de la edición en la escritura y los usos de la
interpretación. A la larga, la literatura terminó por imponerse en la batalla de las disciplinas y la ciencia,
y la poesía se transformó en el arma más afilada para usar en este trabajo, que es también lúdico, y que
nos importa tanto hacer: el desanonimizar, desapropiar y acompañar lo que duele. Evidentemente, esa
última parte, esa de la poesía, es mejor dominada por Alejandra González Celis, Claudio Guerrero y Rafa
Mondragón; el resto ocupamos sus palabras sin pudor porque, aunque hechas por ellos, son tan nuestras
como de todos.

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nombre propio para así reunir fragmentos, oraciones, imágenes que arroparan el
recuerdo de la infancia en dictadura, para así poder abrirlo y ofrecerlo a quienes
quizás no tenían objetos, pero que, a través de la muestra museográfica, podrían
tomar prestado alguno para hablar acerca de lo que les dolía a cuarenta años del
golpe de Estado.

En ese momento todo parecía fácil, era cuestión de organizar una exposición, pero
¿quién sabía hacer una exposición? Montar una exposición, sobre todo en un museo,
no es cualquier cosa. Se trata, en primer lugar, de discutir respecto a qué es lo que
amerita estar en un museo, aunque sea de forma itinerante. Además, la nuestra
era una exposición de archivos infantiles, es decir, de algo cuyo valor patrimonial
está en disputa, y que nosotros mismos estábamos recién proponiendo15.

Providencialmente, Samuel Salgado Tello nos encontró y nos escribió para


hacerse parte, junto a Cenfoto UDP, de este desconcertante proceso. Samuel, para
quien la infancia en dictadura era una época que vivió en Copiapó, muy lejos de
mis experiencias con la violencia de Estado, pero no tan lejos de la sensibilidad
necesaria para hacer de las cuestiones más insólitas archivos patrimoniales, nos
creyó y eso fue lo importante.

17

15 Conocí el trabajo de Susana Sosenski hace muchísimo tiempo, mucho antes que a ella. Esto es
relativamente fácil pues Susana es la historiadora de la infancia más importante de América Latina; sus
trabajos han abordado de manera rigurosa y, aún más importante que eso, bella las representaciones
de los niños y niñas en el consumo, en la revolución mexicana y en el trabajo asalariado. Así mismo, es
una de las historiadoras más críticas, en términos metodológicos, respecto al modo en que se construye
la historia de los niños y niñas en el mundo y la primera en rescatar y editar un diario de vida escrito por
una niña en el que relata su exilio español en México. Cuando Susana dictó su conferencia en la Primera
Bienal de Infancia y Juventudes en Colombia, el año 2014, fue como si me hablara a mí; se dedicó en
esa presentación a la función de las producciones infantiles y a remarcar la importancia de construir
archivos públicos con ellas y de asignarles un valor patrimonial. Recuerdo que dijo que estas importantes
fuentes para la construcción de la historia de la infancia estaban guardadas en cajas en las oficinas de
los investigadores, como una suerte de colecciones privadas y, justamente, así estaban las que yo había
logrado reunir. Posteriormente, nos conocimos y descubrimos que teníamos muchas cosas en común,
pero, de todas ellas, quizás la más importante para este libro es el sentido ético-político de Susana,
en su modo de pensar y construir historia y su olfato agudo para detectar las corrientes positivistas,
conservadoras y victimizantes de la niñez. Tanto para ella como para mí, la historia es siempre un
escenario en el que se toma posición, y los discursos tienen consecuencias políticas concretas. En el
plano de los significados, y casi siempre, la neutralidad es de derecha. Gracias a Susana, que impuso
este tema como un desafío prioritario, hoy hemos donado al Museo de la Memoria y los Derechos
Humanos el catálogo completo de las producciones infantiles digitalizadas por el proyecto Infancia en
Dictadura para que sea resguardado el acceso virtual a este, a través de algunas de sus plataformas. El
archivo salió de mi oficina y ahora sí es patrimonio.

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Yo había visto exposiciones parecidas en lo que fue mi búsqueda de las
producciones infantiles: encontré fragmentos de exposiciones sobre los dibujos
de niños durante la guerra civil española y de la segunda guerra mundial. Sin
embargo, ninguna era una muestra de archivos, de letras infantiles y dibujos que
se explican solos y, sobre todo, que nadie pidió que se hicieran, sino que forman
parte de la vida cotidiana y del modo de hablar de los niños, muchas veces para sí
mismos, es decir, para otros muy próximos16 .

No era fácil realizar una curatoría que lograra rescatar la densidad de la vida
cotidiana, que diera cuenta del miedo y la tristeza, pero también de lo otro. Al fin y al
cabo, se trataba de 17 años de dictadura y, por tanto, era necesario alojar múltiples
dimensiones afectivas asociadas a episodios trágicos y dolorosos, pero también
a momentos de alegría y de cuidado. Es decir, era necesario transitar desde el
desconcierto del golpe de Estado hasta la salida a la democracia, aventurándonos
a pasar por los cumpleaños, las vacaciones familiares, la militancia en la
secundaria, el amor familiar y el encuentro con los iguales, representados en la
amistad y el amor juvenil. Todo eso tenía que estar presente. Y no, no podíamos
volver a caer en el relato victimizante que, lejos de autorizar nuestra palabra, nos
volvía a sumir en la incomodidad y el anonimato. No queríamos que la gente fuera
al museo a condolerse con la parte más triste de nuestra infancia, sino más bien
que se encontrara con esta marea desconcertante que es la vida social, en la que a
veces se llora y se ríe, y donde es posible huir de la soledad para ser con otros, y que
esos que son semejantes pueden tener distintas edades y tamaños.

16 Siempre es necesario mencionar a Françoise y Alfred Brauner, quienes trabajaron con niños que
fueron víctimas de las guerras entre 1936 y 1946 y participaron en la conservación y análisis de un
conjunto no menor de dibujos infantiles realizados en el contexto de Holocausto, de la guerra civil
española y de otros muchos conflictos armados de la región. En torno a los dibujos infantiles se han
realizado varias exposiciones en el mundo, entre las que se cuentan: «Children’s art in wartime from
the spanish civil war to Kosovo», Hanover, 1996; «A pesar de todo dibujan: la Guerra Civil vista por los
niños», Madrid, 2007; «J’ai déssiné la guerre. Le regard de Françoise et Alfred Brauner», Francia, 2011;
«Artillería», 2017. «Lápiz, Papel y Bombas», Valladolid, 2015, 2017; «Déflagrations: dessins d’enfants,
guerre d’adultes», Francia, 2017.

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LOS NIÑOS Y NIÑAS COLECCIONISTAS

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¿Por qué guardan cosas los niños? Piedritas, conchitas, papeles de dulces,
entradas, invitaciones o pedazos de juguetes. Por qué guardan objetos los seres
humanos. W. Benjamin realizó, en varios pasajes de su obra, un análisis respecto al
acto de coleccionar, acto del cual también fue portador casi al modo de un gesto
(Rabinovich, S. 2007). Coleccionar es un acto que combina elementos pasionales
cuya característica más clara es la de la destrucción del objeto como consecuencia
lógica de lo que podríamos llamar la pulsión de adueñamiento. El coleccionista
posee un objeto, y al hacerlo lo saca de la circulación que le permite la vida, lo aísla,
lo separa de sus iguales, le niega la potencialidad de ser intercambiado o de lo que
en el lenguaje coloquial se denomina tener una vida útil. Una colección arroja los
objetos al reino de lo inútil. En este sentido, la organización de lo coleccionado no
puede deducirse si no es a través de reconstruir el camino profundamente singular
mediante el cual el coleccionista asigna sentido a ese conjunto de objetos.

La verdadera pasión del coleccionista, la que por lo general se ignora, es siempre


anárquica, destructiva. Su dialéctica es combinar con la fidelidad a un objeto único,
protegido por él, la porfiada y subversiva protesta contra lo típico, lo clasificable.
La relación de posesión muestra acentos completamente irracionales.

Las colecciones entonces pueden ser pensadas como verdaderas organizaciones


visibles de la fantasmática de quien las realiza, y es en ese punto en donde podemos 21
encontrar la relación entre la colección y la memoria, aunque ello implique
asignarles a la memoria de los niños un carácter profundamente singular. Es más,
significa asignarles un carácter furiosamente singular; se trataría de un espacio
en el que aquello que se conserva son los restos de la memoria no oficial de lo
acontecido, esa que para existir no requiere del paso por la memoria colectiva, del
paso por el otro, ni requiere de la confirmación del semejante.

Los niños coleccionistas se empeñan en recoger objetos, muchos de los cuales


pierden y no llegarán a constituirse en piezas de archivo, ni de una exposición.
Algunas de las creaciones infantiles, las que sí pervivieron, muchas veces son
resguardadas por algún adulto, quien por otras razones asume que dicha producción
tiene una importancia capital. Es así como muchas veces las colecciones infantiles
se constituyen a partir de la intervención de un adulto, que accede a poner las
cosas en una caja y a guardarlas en un lugar que poco después ambos olvidarán.

Se podría decir que en esos momentos el niño coleccionista recibe el auxilio de


otro niño coleccionista, ese que aún habita en los adultos que lo rodean, quien
secretamente realiza un guiño cómplice y accede, sin comprender, a guardar,
transportar y proteger dicha colección. Gran parte del archivo que hemos logrado
rescatar para esta experiencia existe gracias a esos adultos-niños que guardaron a
tiempo las producciones de sus hijos, sin saber que un día podrían ser trabajadas
como fuentes para la historia.

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EL HORROR
Y SUS NARRADORES

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Muchas veces nos han preguntado respecto al sentido de afirmar que niños y niñas,
en su condición de testigos, iluminan cuestiones particulares de la experiencia con
la violencia de Estado, asuntos a los cuales no es posible llegar desde los relatos
del mundo adulto.

Ello tiene para nosotros una explicación tan simple como bella: los niños y niñas
viven en lo cotidiano, y, por tanto, bajo su mirada acontece la experiencia y no
lo extraordinario. Giorgio Agamben (2004) ubica en el texto Infancia e Historia
la distinción entre estos términos, señalando que aquello que se transforma en
la materia prima de la transmisión entre las generaciones es la experiencia y no
la ruptura o el estupor: «La experiencia, en efecto, está orientada ante todo a
la protección de las sorpresas, y que se produzca un shock implica siempre una 23
falla en la experiencia. Obtener experiencia de algo significa: quitarle su novedad,
neutralizar su potencial de shock». En ese sentido, los testigos infantiles y sus
enunciaciones responden a un relato, muchas veces desafectado, de los diecisiete
años de dictadura, pues de alguna manera fueron quizás los únicos, aunque no
todos17, que se salvaron del desarme de la realidad que constituyó el golpe de
Estado para la mayoría de los ciudadanos chilenos.

En otras palabras, el horror no tiene narradores, no hay experiencia del horror, sólo
ruptura, fragmentación y desconcierto, y por ello la vida cotidiana y sus matices
pueden ser narrados y transmitidos en su complejidad por quienes vivieron la
violencia como una rutina, sin memoria de un tiempo otro en el que las cosas
funcionaban de otra manera, con otras reglas.

El golpe de Estado, como resultado del advenimiento de lo impensable, tuvo


tal magnitud traumática en el mundo joven y adulto, que de ningún modo pudo

17 Sobre esto, ver 1973. El diario de Francisca, editado por Hueders. En él puede representarse una
generación de ciudadanos chilenos que tenía más de 10 años al momento del golpe, que fueron testigos
de los años previos al golpe de Estado y de la transformación del clima político en el país. La ruptura de
la institucionalidad, el desgarro de las familias y la instalación simbólica y cultural de la dictadura alteró
para siempre el panorama de los significados para estos niños y niñas, y en muchos, como Francisca, se
funda ahí también una ética que moviliza gran parte de lo que se hace a posteriori.

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transformarse en experiencia. Eso explica, en parte, el mutismo de esa generación
adulta y las dificultades de hablar sobre ese tiempo y, por ello, de hacerlo humano
para las nuevas generaciones. Es decir, de las dificultades del mundo adulto de
construir un relato por fuera de la retórica heroica o victimizada, esa que para
el peruano José Carlos Agüero suele ser «épica, fiera, militar, patria, ‘macha’[…]
articula su explicación del mundo a partir de grandes eventos, hitos, personajes,
héroes de leyendas, fatalidades o dramas míticos». La historia desde la perspectiva
de los niños y niñas puede coincidir mejor con lo que Agüero reconoce como
«una historia sin héroes es una historia de personas. Llenas de errores, luchas,
resistencias, culpas y tensiones. De imperfectos».

De alguna forma, la decodificación de las reglas del mundo social es una tarea que
tienen todos los seres humanos desde que nacen y, en ese camino, al encontrarse
frente a un mundo adulto estuporoso y adolorido, no hay otra solución que
construir una narración propia. En ella se mezclan todos los elementos que
forman parte de la vida y que, de alguna manera, delimitan un lugar desde donde
existir para esos otros. Cuestión nada fácil. En ese sentido, atesorar recuerdos se
constituyó en un modo particular y propio de cada niña o niño por inscribir para
sí una lectura generosa sobre lo vivido en esos años. Un historia de Chile para sí
mismos que quizás un día sería pública. O quizás no.

¿Y por qué una lectura generosa? Es difícil, para algunos, concebir y aceptar
que los niños y niñas, siempre conceptualizados como egocéntricos y faltos de
consideración, hayan tenido gestos de cuidado para con los adultos. Desplazarlos
desde el lugar de objeto de cuidado al de sujetos que cuidan es parte de la deuda
que tenemos como sociedad con quienes habitan el tiempo infantil. Pese a ello, la
mayor parte de los actos infantiles incluyen la dimensión del cuidado. Construir
una versión propia respecto a lo que está aconteciendo políticamente en un país,
fracturado por la violencia, lo es también. Sostener la ingenuidad, no preguntar
demasiado, ni mostrar lo que se sabe, fue para muchos de los niños y niñas que
participan de esta muestra una manera de evitar confrontar a los adultos con el
dolor y con el miedo, pues ¿cómo se repara a los adultos quebrados? ¿Qué pasará
con nuestra vida si el miedo te vence por completo? ¿Cómo sobrevivir al dolor
que te provocan mis preguntas? ¿Qué le pasó a tu rostro cuando te pregunté qué
significa degollar? ¿Adónde te fuiste? ¿Volverás? Y si vuelves, ¿volverás a ser como
antes del infierno? ¿Hay un antes del infierno? ¿Por qué dejaste de comer tres días
cuando mataron a Manuel?

En tal sentido, es importante situar esta muestra como un collage de gestos


infantiles diversos, entre los que se cuentan aquellos con pretensiones literarias,
periodísticas y etnográficas, pero por sobre eso, que también existe, se trata de
un ejercicio de recolección de prácticas afectivas, de narraciones construidas para
otros, para otros diversos, algunas veces donde los pequeños testigos se toman a
sí mismos como otros, pero siempre en torno a un ejercicio que incluye la alteridad,

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una sutil lectura de lo que al otro le importa y que se inscribió en las identidades
infantiles con otro sentido, uno que resguarda la complicidad cultural como un
preciado tesoro que hoy se ofrece para recuperar un puente, extender una mano y
consolar sin palabras.

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DEFIXIONUM TABELLAE

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Las palabras, entendidas como artefactos, sostienen, por su referencia al
simbolismo, una relación con las cosas normalmente arbitraria y equívoca; es
decir, las palabras suelen aludir a las cosas y su sentido se extrae a través de los
elementos diferenciales que circunscriben el escenario en el que se sitúan y ejercen
su potencial sentido.

El trabajo de los niños en relación a la adquisición del lenguaje consiste


precisamente en anudarles a las palabras un sentido último y singular. Muchas
veces el tiempo infantil consiste en un juego interminable con las palabras, a
través del cual los pequeños van asociando diferencias fonéticas y de sentido, en
el que los matices forman parte de la riqueza maravillosa a la que accede quien ha
comprendido que las palabras no son cosas, sino que más bien nombran cosas, y 27
que dichos nombres muy poco tienen que ver con la realidad de los objetos que se
toman, huelen, saborean o escuchan.

La violencia de Estado es un acto de fuerza cuyo movimiento afecta el lenguaje,


introduce nuevos términos, o más bien, asocia palabras a una narrativa que
envuelve el horror, sintetizándolo y fijando su significado a las prácticas de
horrorismo18, de violencia que trasciende la voluntad de muerte del adversario,
que se deforma y tiene como objetivo la deshumanización del semejante.

En la dictadura cívico-militar chilena existen palabras que condensan esas


prácticas horroristas que circularon a través de los discursos del ejército y fueron
replicadas, y muchas veces creadas, por los medios de comunicación19. Esas
palabras se anudaron a situaciones de sorda violencia, que en el relato retrospectivo
condensan el significado traumático de un periodo. Con esas palabras no se podía
jugar, no se puede jugar, aún hoy.

18 Término que ha desarrollado Adriana Cavarero para referirse a las violencias contemporáneas que
están condensadas más en la esfera del horror que en la del terror.

19 En marzo de 1985, tres profesionales comunistas fueron secuestrados en la calle, a plena luz del día.
Aparecerían salvajemente degollados. El objetivo del crimen era resguardar los secretos del Comando
Conjunto, que dos de las víctimas habían comenzado a descifrar. La palabra degollados se resignifica,
para una generación, a partir de este hecho.

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Este vocabulario de la fuerza se impone a la ciudadanía con la finalidad de connotar
los riesgos de que lo imposible advenga, como una suerte de defixionum tabellae20,
cuya evocación hace aparecer una y otra vez el acto mismo del horror, siempre
en presente –como si no pudiese inscribirse en la historia y olvidarse como algo
que ya ocurrió– y que se cierne sobre el futuro como una amenaza. El poder de
estas palabras está en su convocatoria al miedo, a la maldición que, a su vez,
portan ciertas palabras que nombran las aspiraciones del pueblo pobre: justicia,
igualdad, libertad, tierra, respeto.

La exposición «Infancia/Dictadura: Testigos y actores (1973-1990)» entrega un


lugar especial para encontrarse con estos términos, con la finalidad de ubicar allí
las palabras que, por su carácter traumático, no hacen experiencia y permanecen
materiales como cosas en la memoria presente. Sin embargo, ese mismo espacio
permite también dar lugar a las pérdidas y dolores de la niñez, usualmente
desconocidos por el mundo adulto, por lo que no se trata de un conjunto de
términos con una definición precisa y universal, sino de un conjunto de palabras
que fueron incorporadas en el vocabulario infantil y que permanecen atestiguando
el modo en que, o los lugares donde, la violencia tocó a los niños y niñas, a todos
ellos, no sólo a los que han sido tradicionalmente identificados como víctimas.

Ahora bien, qué se puede hacer con las palabras que duelen, que marcan, que
asustan. Muy pocas veces hemos pensado el trabajo de la memoria fuera del marco
de lo restaurativo, fuera de lo que debemos hacer/saber para no repetir, como si el
ejercicio de la violencia de Estado fuese una cuestión cognitiva o de información.
Es decir, casi siempre la cuestión de la memoria está pensada como sustento
para la proyección de la sociedad en el futuro, y muy poco para la elaboración del
dolor presente. El dolor presente no sólo existe en la generación que fue apresada,
torturada, desaparecida o exiliada, el dolor presente atraviesa a todos aquellos
intergeneracionalmente concernidos por los actos que habilitaron la crueldad sin
límites de la que como país fuimos/somos objeto, los concernidos por los actos
que testimonian la pérdida de la humanidad.

De algún modo, la inscripción de estas palabras malditas en la memoria colectiva


nos señala el lugar de lo que en esos años se perdió definitivamente, cuyo duelo
nos ha sido imposible hacer, y donde lo que duele no es lo perdido –pues solo
sabemos que se perdió por los efectos que estas palabras señalan–, sino lo muy
presente que está hoy a través de su ausencia. El convivir cotidianamente con la
crueldad es lo que duele.

Es por ello que las defixionum tabellae cumplen una función paradójica: por
un lado nos obligan a hablar del horror y, por ende, dar a conocer a las nuevas

20 Manuel Díaz y Díaz define las defixionum tabellae como «textos mágicos escritos, generalmente, sobre
plomo, pero también sobre bronce, estaño, mármol o terracotas, en que un individuo maldice y entrega
a las divinidades infernales un competidor amoroso, un rival o la facción enemiga en los juegos del circo,
un ladrón, la persona amada si desdeña, etc.».

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generaciones el significado singular de estas palabras; pero, a su vez, nos permite
darle un sentido, una localización, a lo que duele. Se trata, como dice Nasio (1996) –
respecto a la función del psicoanálisis frente al dolor insondable–, de «encontrarle
y disponerle un lugar en el seno de la transferencia en donde podrá ser gritado,
llorado y gastado a fuerza de lágrimas y de palabras» (p. 21). Ubicar lo real del dolor
puede permitir construir una suerte de propuesta de lamellae21, cuya finalidad no
es necesariamente pedagógica, sino performativa y protectora, en tanto permite
ubicar la crueldad y, con ello, hacer aparecer las coordenadas de la humanidad, el
abrazo y el reconocimiento. La exposición «Infancia / Dictadura: Testigos y Actores
(1973-1990)» representa, en su conjunto, el modo en que estas palabras juegan y se
tensionan alrededor de este objetivo.

21 Lamellae son láminas de metal finísimo, muchas veces oro, donde se inscribe/escribe con un punzón
fino el texto. Una vez enrollada la lámina a modo de cigarrillo, el objeto se convierte en un amuleto
filactérico que el individuo ha de llevar colgado del cuello o pegado a alguna parte de su cuerpo
–contactus augens– para que surta efecto. La principal diferencia con las láminas de defixión es que
los textos inscritos en estas filacterias están destinados a proteger y prevenir de todo mal al poseedor
de la misma, y especialmente sirven de remedios contra diversas dolencias y enfermedades que
supuestamente eran originadas por la influencia negativa de los démones y otros seres intermedios. Las
fuerzas mágicas desatadas con estos objetos no actúan pues sobre una víctima, sino sobre uno mismo.
De ahí que prevalezca su carácter amulético. Se trataría de magia «preventiva», a diferencia de la magia
«agresiva» de las defixiones. (Sabino Perea Yébenes y Domingo Saura Zorrilla, El lenguaje coactivo en la
magia grecorromana y en los exorcismos, p. 377).

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