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Patricia Castillo
Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad (MIDAP)
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All content following this page was uploaded by Patricia Castillo on 16 February 2020.
DEFIXIONUM TABELLAE / 27
INFANCIA Y DICTADURA:
TESTIGOS Y ACTORES (1973-1990) / 35
EL DICCIONARIO
QUE NUNCA DEBIMOS APRENDER / 107
EPÍLOGO / 123
POSCRIPTUM / 129
Mi primer esfuerzo fue un breve artículo que publiqué en la revista Rufián, en el que
me refería a mi infancia en dictadura. Decía, entre otras cosas:
«Tuvimos problemas como todos. A veces no entendíamos por qué nos decían que
no; porque esos no, no siempre tenían que ver con la dictadura, si no más bien con 5
las arbitrariedades en las que los adultos construyen familia. Sabíamos que el país
era desigual e injusto, pero conservamos a fuego la moral trabajadora, esa en donde
hay que estudiar y portarse bien, donde no se roba para fines personales y donde
uno se come toda la comida cuando es visita, porque si no los amigos se ofenden.
Participamos de la resistencia, como niños que sabían lo que pasaba y cuál era
nuestra trinchera».
Hoy al volver a leer estas palabras tengo la sensación de que este recorrido fue, en
su mayor parte, la necesidad de dar sustento a esas frases, de hacerlas colectivas, de
hablarle a un otro, un otro que en mi fantasía construí como un otro que hablaba con
crueldad. Muchas veces imaginé esa otredad, sentada frente a mí, sosteniendo una
mirada escéptica y enjuiciadora. Construí a ese otro como un representante y agente de
la violencia de la interpretación salvaje, esa que no tiene contexto, que no deja espacio
a réplica. Ese otro, inconsciente del efecto estragante de sus palabras, insistía en decir:
«Esto no es algo que sólo les hicieron a tus padres; tú no te das cuenta, pero también
te lo hicieron a ti. Nosotros vemos tus cicatrices y, es más, también las vemos en tus
hijos». Esa figuración siniestra, que construí para mi interlocutor, explica la imperativa
y pasional necesidad de salir al paso en este debate. Era vital contestar.
Una forma de explicar, sobre todo a los Emilianos y Amaités3 del mundo, dónde estaba
yo en ese tiempo tan difícil. Una forma de decirles a nuestros hijos que también se
pueden hacer otras cosas con esa historia, que no sabemos qué es lo que realmente se
hereda y que, de alguna manera, son libres; que sus síntomas les pertenecen; que ante
todo tienen un pasado del yo biográfico que dialoga con el pasado filogenético y con el
asumido por otros y, sobre todo, que tanto sus dolores como sus actos políticos no tienen
por qué ser puro tributo a sus antepasados, pura cadena. También podremos leer sus
acciones como gestos, genuinos y sensibles, dirigidos al mundo para cambiar las cosas
que les parecen dolorosas e injustas.
3 Tener hijos y filiarlos es un trabajo que, en mi caso, ha motorizado gran parte de mis preguntas
académicas. Emiliano y Amaité, mis hijxs, son finalmente autores de la mayoría de mis ideas para este
campo, y cuando no, son causa.
Una mañana desperté con la incómoda sensación de que los recorridos académicos
habían llegado a nosotros, que ahora éramos los objetos de las palabras y diagnósticos
que tantas veces vi usadas sobre otros. Sentí que nos metían en cajas de colores –los hijos
de, de los hijos de, de los hijos de… Hijos e hijas ahora separados, comparados, analizados
y cada cual con sus secuelas. Solo quedaba asumir el diagnóstico, de otra forma podría
interpretarse como negación, resistencia, disociación; en fin, mala persona.
Inicialmente lo pensé así. Sin embargo, eso no era del todo cierto, pues más bien
ya no se trataba de mí, o más bien nuevamente no se trataba de mí, sino de mis
padres. Los estudios académicos, quizás sin quererlo o saberlo, fueron creando un
lazo que terminó por unir a las generaciones que nos atraviesan, a nuestros padres
y nuestros hijos, esta vez amarrados por los episodios más ominosos de la historia
de Chile, la violencia de Estado y la tortura4 .
4 Con esto me refiero a los estudios que existen en el presente respecto a la transmisión
transgeneracional de secuelas psicológicas hacia nietos y nietas de víctimas de la violencia de Estado.
En las investigaciones que he desarrollado sobre temas de sufrimiento social, he ido adoptando una
posición, cada vez de forma más consciente, respecto al modo en el que la ética y la política atraviesan
no sólo la metodología en general y el modo de presentar resultados, sino la formulación misma de las
preguntas de investigación. Desde la perspectiva conjetural, la narración que se sugiere a la comunidad
propone sus primeros significantes desde el momento uno del proceso. En tal sentido, en este proyecto 7
se hizo necesario hacer un distanciamiento de cualquier concepción teórica que suponga la herencia
de un episodio político y social determinado, como algo definible y generalizable como experiencia del
uno, es decir, para todos. Ni la prisión política, ni el exilio, ni la tortura son situaciones que construyen
experiencia; de hecho, son fracturas de la misma. La figuración del dolor no puede soslayar –sobre
todo en el espacio clínico, aunque no únicamente– la singularidad de los puntos a los que cada ser
humano se encuentra sujetado en términos de su dignidad. Las prácticas de exterminio que utilizaron
las dictaduras militares latinoamericanas apuntan a la deshumanización del adversario. Ello contempla
un ejercicio doble que, por un lado, opera sobre la víctima de la violencia y, por otro, lo hace sobre su
victimario. Sobre el primero se trata de demoler los pilares fantasmáticos de aquello que sostiene su
dignidad, y sobre el segundo, de desgarrar la representación del otro (receptor de la violencia) como el
de una vida digna. Esta relación siniestra contempla el entramado subjetivo en ambas partes. En ella se
reconocen mutuamente el o los momentos en que la víctima es despojada de su dignidad, es decir, de
«precisamente lo que es en él absolutamente particular, su vida fantasmática, esa parte de él que con
toda seguridad no podremos compartir nunca» (Zizek, 2002, pág. 258) y con ello, «el reconocimiento
del otro como alguien que puede sufrir, como alguien que puede padecer dolor» (Zizek, 2002, pág. 260
refiriéndose a la base de la solidaridad para Rorty). En ese sentido, los estudios sobre la transmisión
del trauma entre generaciones, más aún cuando se refiere a las de los nietos y nietas de víctimas, no
puede sostener conclusiones universales respecto a síntomas: depresión, ansiedad, fobias, culpas y
problemas de separación, etc., pues con ello desconoce el funcionamiento singular del trauma y nuestra
necesaria ignorancia respecto a lo que en esa determinada vivencia se rompió. A su vez, tampoco es de
fácil intuición lo que las generaciones subsiguientes construyeron con dicho fragmento de la historia
de sus antepasados, ni como ubicarán esa pieza en su propia realidad psíquica. Interpretar entonces
los dolores de las generaciones posteriores a partir de la vivencia de las víctimas en dictadura, vuelve
a responsabilizar a los ya adoloridos por haber sido objeto de la violencia, perpetúa su padecer ante
la imposibilidad de evitar dicha transmisión y, peor aún, corre el riesgo de localizar a niños, niñas y
jóvenes como actores pasivos de su propia historia de padecimientos, en las que, por cierto, se articula
la herencia filogenética con la del pasado asumido por otros, pero también con el pasado del yo, es decir,
lo biográficamente vivido.
5 La cuestión del trauma es algo que atraviesa toda la obra de Freud. En sus inicios, en lo que respecta a su
trabajo con Charcot y Breuer, el trauma estará vinculado a una acción/vivencia padecida cuya intensidad
será suficiente para generar un segundo espacio psíquico. En dicho espacio psíquico, inaccesible para
la conciencia, la representación inconciliable habitaba despojada de su afecto y pulsando, a través del
malestar, por estar presente nuevamente en la conciencia. Los síntomas eran representaciones sustitutas
de la representación reprimida cuya conexión podía sostenerse por razones temporales o puentes
lingüísticos. La diferencia entre Charcot y Breuer refiere al valor que le asigna el primero a lo congénito, en
la existencia de este espacio de segunda conciencia, mientras que el segundo le atribuía mayor valor a la
fuerza de la vivencia padecida y reprimida. El carácter sexual e infantil de la representación inconciliable
fue algo que aportó Freud, a través de su investigación de los procesos anímicos, y constituye las bases
de la teoría de la seducción que impera en el primer tiempo del psicoanálisis. Posteriormente, el trauma
deviene una característica estructural propia de la construcción de la realidad psíquica, es decir, de la
subjetividad, la capacidad de representar y el movimiento metonímico entre representaciones y afectos,
La primera vez que me fui del país huía de ese legado. Corría el año 2003 y Chile
ya no se parecía en nada a lo que pensé que sería o pude haber imaginado que
sería, cuando empecé a añadir a la geografía de mi país la palabra democracia.
Más decepcionante aún si hacemos la comparación con la imagen que yo me había
construido para justificar el innegable hecho de que mi familia haya tenido que
vivir clandestinamente, arriesgar la vida y/o votar que no y celebrar su triunfo.
Al fin y al cabo, la lucha contra la dictadura, en mi casa, representaba cosas bien
concretas: un vivir mejor, sin miedo y sin pobreza. Igualdad. Sin embargo, los años
que vinieron después del No, no nos trajeron nada de eso.
así como la posibilidad del síntoma surge gracias a la represión primordial del representante psíquico de 9
la pulsión. Es decir, el trauma es algo que se enuncia como simultáneo al nacimiento y al encuentro con
los estímulos del mundo exterior, a la presencia de necesidades y al modo en que estas se encadenan con
las experiencias de satisfacción en el reino del principio del placer. Posteriormente, Freud se da a la tarea
de describir el funcionamiento del principio del placer, la jerarquización o el modo evolutivo en el que
se presentan las necesidades y el recorrido de la (pulsión) búsqueda de satisfacción de las mismas. La
cuestión del trauma quedará ubicada como un asunto metapsicológico. Las experiencias de ruptura de
la barrera antiestímulo del aparato serán nominadas posteriormente como «neurosis traumáticas»; en
ellas se ubicará el exceso provocado por vulneraciones, accidentes y, por cierto, los efectos estragantes
de la guerra. En 1920, con Más allá del principio del placer, Freud distingue de manera magistral los
términos que nos conciernen, indicando que «terror, miedo, angustia, se usan equivocadamente como
expresiones sinónimas; se las puede distinguir muy bien en su relación con el peligro. La angustia designa
cierto estado como de expectativa frente al peligro y preparación para él, aunque se trate de un peligro
desconocido; el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del cual uno lo siente; en cambio,
se llama terror al estado en que se cae cuando se corre un peligro sin estar preparado: destaca el factor
de la sorpresa. No creo que la angustia pueda producir una neurosis traumática; en la angustia hay algo
que protege contra el terror y por tanto también contra la neurosis de terror» (pág. 12 y 13). La cuestión
entonces consiste en ubicar correctamente estos términos. En el caso de las víctimas del terrorismo
de Estado, la ruptura traumática asigna un valor central a la falta de preparación del aparato psíquico
para recepcionar la violencia; es decir, no hay figurabilidad psíquica posible de lo que acontece, y ello
impide ponerle palabras y transformar dicho episodio en experiencia transmisible. En el caso de las
generaciones subsiguientes, de lo que se podría tratar es más bien de angustia y miedo; en ambos casos,
el peligro de muerte es algo que es posible anticipar y, por tanto, contiene formas y representaciones que
pueden ligar afecto y evitar la ruptura del aparato, y con ello, la traumatización.
6 Jorge Rojas Flores (2010) constata que el Informe Valech (entregado en noviembre de 2004) señaló que
el total de menores de edad que calificaron como víctimas de cárcel y tortura en los años de dictadura
fue de 1080. De ellos, 766 eran muchachos entre 16 a 18 años, 226 era niños entre 13 y 15 años, 88 tenían
12 o menos.
En ese tiempo yo tampoco era capaz de asumir, como hoy, lo triste que es la
impunidad para las hijas e hijos. No por la herencia transgeneracional del trauma,
que es algo que me resulta teóricamente insostenible, políticamente incorrecto
y éticamente fatal, sino por la violencia de tener que aprender a cohabitar con la
pregunta por lo que les hicieron. ¿Qué les hicieron? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por cuánto
tiempo? ¿Dónde están los que no están? ¿Te duele ahí todavía? Y aún más que eso, la
melancolía de no poder consolarlos: con un besito mío no se pasará ¿verdad? Hay
dolores que no sanan con una canción; aprendimos demasiado pronto los límites
del mágico «sana, sana colita de rana...» pues no sanó mañana, ni pasado mañana.
¿Habría sanado con justicia? No lo sé.
¿Pero significa eso que estamos traumatizados? O más bien, que somos humanos
y nuestras fragilidades están en esos pedazos de la piel que están en contacto
con otros, con otros a los que amamos y cuyos dolores también nos duelen. Lo
que se transmite por la piel tiene menos de cripta y secreto, y más de cuerpos que
se tocan, vibran, se entumecen, tiemblan o se crispan. Más de influencia entre
generaciones que de la transmisión de objetos claramente identificables.
Siempre me gustó mucho más el libro compilado por Tisseron sobre este tema. En él se
refiere a la palabra transmisión y afirma que «aplicada al campo psíquico, la palabra
<transmisión> presenta el riesgo de hacer creer que algunos contenidos mentales
puedan <transmitirse>, como decimos que se transmiten bienes inmuebles o muebles.
Ahora bien, cuando la realidad psíquica de los padres modela la de los hijos, esta nunca
es modelada en forma pasiva. No existe jamás una transmisión ni una recepción pasiva
de un cuerpo extraño procedente de una generación anterior»(p.11-12). Ahí estaba de
nuevo yo, reencontrando lo que me irritaba de ese otro discurso, ese que insistía en la
herencia pensada como una piedra, un anillo de oro, una casa, algo que se recibe y a lo
que no se le puede cambiar la forma.
Por ello propongo que más que el silencio, lo que duele es la suposición del dolor
y/o la ausencia real o imaginada de un cuerpo que se ama o que se debió amar.
Unos cuerpos a los que nunca hubiésemos querido que les hicieran eso. Mucho
menos eso que dicen que les pasó. Eso que ellos mismos cuentan. O que callan
para no llenarnos de odio.
Aun así, esto lo aprendí tiempo después de irme, mucho tiempo después. Quizás lo 11
aprendo aún mientras escribo estas palabras.
Sin embargo, durante todo el tiempo que estuve fuera de Chile, intentaba desarmar
los determinismos que definían lo que yo debía sentir, ser o hacer. Los estudios
de los que les hablo nos fueron acechando, y el mundo que yo consideraba ya
suficientemente falto de matices empezó a describir mi vida y las de muchos en
términos de trauma y victimización.
Reconozcamos también que es un poco reducido e injusto resumir una experiencia tan
compleja, como es la niñez, a una fotografía en blanco y negro de niños y niñas con el
rostro sucio y pies en el barro. Al final, mi infancia era mía y yo me sentía poseedora
7 Respecto a este punto tomaré algunas ideas que hemos elaborado con la red interdisciplinaria de
investigación en protagonismo infantil y derechos humanos y que se encuentran en el acta de su primera
reunión: «El tema del protagonismo infantil ha sido el centro de atención de diversos especialistas en
infancia en toda América Latina, tanto desde la academia como desde el campo de la atención directa
de niños y niñas. Esta noción ha cobrado especial relevancia sobre todo a partir de los dictados de la
Convención por los Derechos del Niño promulgada en 1989 y su reconocimiento a la libertad de expresión
y la participación. Sin embargo, es necesario afinar lo que se entiende por participación infantil, término
que con frecuencia se usa indistintamente frente al de protagonismo, autonomía o agencia. Cada uno
de estos términos pone en juego diversas representaciones sobre la infancia construidas desde el
mundo adulto.
«Desde la academia, hay una seria impronta por “empoderar” a la niñez, y diversos trabajos han
buscado subrayar el papel que niñas y niños han tenido en la construcción desde abajo del Estado
tanto en la actualidad como en la historia. Sin embargo, ¿qué términos permiten contemplar la
participación infantil en su sentido más amplio? ¿Qué término incluye la capacidad de los niños para
tomar decisiones, decidir, negociar, cuestionar, rebatir o proponer alternativas para mejorar sus vidas?
Agencia, protagonismo y participación infantil son términos que definen cuestiones diferentes, aunque
conectadas, y cada uno de ellos puede ser incentivado a través de la política pública, la organización
civil y comunitaria, e incluso desde la propia academia o los medios de comunicación. La agencia y el
protagonismo son conceptos cercanos, implican un ejercicio colectivo. Eso quiere decir que aunque
la participación sea individual, supone un hacer simbólico interdependiente, dialéctico, contextual,
intergeneracional y relacional. Los términos no han encontrado una definición unívoca. Sabemos, por
ejemplo, que no toda participación es protagónica, pero que al mismo tiempo todo protagonismo exige
participación. La participación es un concepto amplio y menos condicionado que dialoga fácilmente
con los modos tradicionales de pensar la política y la organización del Estado neoliberal. Por otro lado,
estos conceptos son histórico-culturales, es decir, son acciones situadas en el tiempo y en el espacio.
«Los niños han cumplido funciones esenciales en la vida familiar, comunitaria y en la construcción
cotidiana de los Estados-nación latinoamericanos; sin embargo, las formas en que los adultos
concibieron, se enfrentaron o buscaron controlar la acción infantil, son peculiares en cada contexto
histórico. Es decir, si en la actualidad diversos grupos buscan promover el protagonismo infantil como
una forma de mejorar las condiciones de vida de los niños latinoamericanos, es gracias a que ese es
un paradigma de infancia relativamente reciente, cuyo origen podemos rastrear apenas unas décadas
atrás, en las luchas de diversos actores (obreros, mujeres, especialistas) en favor de los derechos de la
infancia. La defensa del protagonismo infantil es en todo caso también un efecto de la propia palabra de
los niños y niñas en nuestras investigaciones.
«Escuchar a los niños y a las niñas, tanto en la historia como en el presente, nos ha permitido abrir
las miradas y el entendimiento sobre los modos en que los niños y niñas se han construido como
protagonistas políticos, sociales, históricos. El protagonismo infantil está atravesado por múltiples
cuestiones culturales y es relacional, no hay un protagonismo abstracto sino delimitado siempre por las
estructuras y los contextos.
«El protagonismo infantil no es sólo una construcción autónoma de niños y niñas, puesto que requiere del
reconocimiento del otro y del semejante para terminar de construirse como experiencia». (agosto, 2018).
Durante esos meses de investigación, hablé con todos los interlocutores niños
y niñas que encontré, los hijos de detenidos desaparecidos, los que tenían a sus
padres relegados, los que habían sido exiliados, los adoloridos y los resistentes.
Me ahogué en lágrimas durante meses: lloraba desde que llegaba hasta que me iba;
me dolía todo el cuerpo. Lo bueno es que nadie parece sorprenderse demasiado de que
una investigadora llorara en ese lugar. Supongo que no he sido la primera, ni la única,
ni la última. Todos esos días tuve la necesidad de salir a la explanada a gritar y gritar.
9 Siempre me llamó la atención el término cayó. Debe ser por su carácter impreciso en el uso coloquial
chileno, pues cayó denominaba indistintamente a personas que habían sido apresadas o muertas «Cayó
fulano». Y además no solo se aplicaba a las personas, sino también a los objetos y lugares: «Cayó la casa
de…». «Cayeron unos documentos». En mi condición de niña debo decir que mi torpeza, por ser muy alta
y tener pies pequeños, hacía más confusa la apropiación de este término, pues usualmente caía, aunque
eso solo me haya traído, como consecuencia, algunas rodillas peladas y uno que otro llanto por algún
helado derritiéndose irremediablemente en el piso.
10 Al respecto, en un artículo que publicamos en la revista Psicoperspectivas el año 2017, junto a Nicolás
Peña, Génesis Briones y Cristóbal Rojas, propusimos que «el contexto de la dictadura hizo que muchos
grupos familiares sufrieran transformaciones forzadas o voluntarias que respondieron a la coyuntura
social y política del periodo. Rupturas y fragmentaciones que fueron transformando las interpretaciones
que los(as) niños(as) hacían de su propia cotidianidad y de sus figuras protectoras más cercanas. La
división forzada de las familias, la experiencia de la represión bajo distintos formatos y la participación
política de las figuras paternas fueron configurando figuras con las que niños(as) interpretaban la
realidad sociopolítica en Chile. A pesar de este sufrimiento, destacan los espacios que se dejan ver, tanto
en producciones como en relatos, para la infancia feliz, momentos íntimos o colectivos que se marcaron
en el recuerdo por asociarse a la felicidad, el placer o el amor asociado a las figuras significativas y a las
relaciones que se establecieron en una comunidad exogámica»(pág. 11). Esa comunidad exogámica que,
de algún modo, extiende y hace significativa la vida social y política de los padres, la familia no congénita
que aprendimos a valorar y construir. Esa presuposición de cuidado en la que, por transitividad, la niñez
deposita su confianza en quienes quieren y cuidan a los adultos que los quieren y cuidan. Mientras escribo
estas palabras, pienso en la pequeña manito de Tomás cuando caminábamos a tomar un taxi, dejando
atrás el funeral de su tía, hermana de mi amiga-hermana; su pequeña manito, confiada y ansiosa, que
se deja conducir hacia una casa éxtima –una exterioridad íntima– porque sus adultos tenían que hacer
otras cosas, cosas más difíciles e incomprensibles, esas cosas relacionadas con la muerte. En la otra
manito Tomás llevaba un autito y su única pregunta al llegar fue: ¿cuándo llegará Emiliano? ¿Familia
exogámica transgeneracional?
11 Esto me recuerda una parte de un capítulo de libro, que está en edición, en el que me refiero al
documental «El edificio de los chilenos» y que me parece que ilustra de manera ejemplar algo de la
posición de subalternidad de la niñez que permanece aún en el relato retrospectivo: «en el minuto
veinticinco podemos observar una escena protagonizada por Macarena e Isidro en el presente en la que
ella le pregunta: “¿y cómo fue la despedida con tu mamá?” Isidro contesta:
“De una forma bastante dura me dijo cuáles eran sus objetivos de… y por qué nosotros nos íbamos a
separar ¿no? Y era porque bueno se había tomado una decisión de cómo iba abordar de ahora en adelante
la política y no iba a hacer más panfletos, se aburrió de los panfletos; se aburrió de las reuniones largas y
prolongadas sobre la izquierda o la derecha, se aburrió. Decidió tomar una dirección más dura, más clara,
más concisa ¿no? Y eso yo no podía, no la podía acompañar, porque yo corría peligro. Y es obvio que yo
corría peligro, para qué vamos a andar con cuentos, ¿no? Entonces, tomamos la decisión: ella me preguntó
y yo dije que sí y, hasta el día de hoy, yo dije que sí… [breve silencio] todo el mundo podrá decir: no, pero
puta tenía 10 años, sí, pero yo desde que tengo 10 años, yo tomo decisiones y soy consciente con eso. O
sea, yo le dije que sí y chao. Yo sé que si le hubiese dicho que no, mi mamá se hubiese quedado conmigo”».
12 En estos años de trabajo es importante aclarar que en el camino este proyecto encontró múltiples
interlocutores. Muchos enviaron sus antecedentes para ser parte del proyecto en calidad de ayudante de
investigación. Nunca había visto tanto CV sobrecalificado para un cargo de ayudante. Me habría gustado
trabajar con todos ellos. No siempre uno hace lo que quiere. El equipo quedó finalmente constituido
por Nicolás Peña, quien durante tres años operó como una pieza clave en cada una de las disparatadas
ideas que se nos fueron ocurriendo. A eso luego se agregaron estudiantes y las doctoras Paulina Chávez
y Mónica Peña, y el colectivo de educación y derechos humanos de la Universidad Diego Portales. Con
todos ellos tuvimos muchos momentos de trabajo conjunto en los que la autoría se fue descentrando
para dar paso a una escritura común que circula en distintos espacios y seguramente también en
estas líneas.
Fue así como nos interrogamos respecto a una forma de ofrecer un relato
alternativo y accesible para todos y todas quienes participaron, que permitiera
que los subalternos, en este caso los niños y niñas, hicieran uso de la palabra en
13 En el año 2013, justo en el marco de las conmemoraciones de los 40 años del golpe de Estado, Elisabeth
Roudinesco vino invitada por mí con el apoyo de la Universidad Diego Portales. En mi condición de
anfitriona, me tocó acompañarla a un recorrido por el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
Al final de la visita me preguntó, directamente, qué me pasaba a mí con esta historia. Recuerdo que
se asomó nuevamente mi incomodidad, la angustia de no encontrar las palabras, en francés, para
intelectualizar algo de la conmoción que el propio recorrido provoca siempre en mí, la urgencia por
terminar la visita al museo y asistir a la conferencia que estaba por empezar, huir de mí no-lugar entre
esos pasillos para volver a ser académica, psicoanalista, investigadora, cualquier cosa que me devolviera
a mi lugar de sujeto otra vez.
14 Rafael Mondragón puede considerarse a sí mismo como un fundador de este proyecto, aunque haya
sido de manera consciente. Su trabajo sobre la circulación de las ideas de emancipación en América
Latina es de tal manera evocador, que escucharlo o leerlo es siempre un acto de confrontación, una
interpelación respecto a la forma en que la belleza, la ternura y la rigurosidad generosa hacen parte de
nuestro trabajo. Para él conmover los marcos de reconocimiento y desplazarlos para que lo que está
en el margen, condenado a la violencia, pueda ser considerado vida, es un acto e(sté)tico. Rafael y yo
llevamos años de conversaciones sobre estos temas. La eterna crisis de violencia que transcurre en
México y en el resto de América Latina obligó a que nuestro diálogo se situara más en su campo que en el
mío, es decir, más cerca de la pregunta acerca de cómo narrar, cómo cuidar las palabras, para así cuidar
a las personas, más aún a las personas adoloridas. Fue así como llegaron a mi casa los libros de Cristina
Rivera Garza, Dolerse y Los muertos indóciles, y, con ella, el de Susan Sontag, Ante el dolor de los demás,
y luego Reinaldo Ladagga con Estéticas de la emergencia, y muchos otros. La conversación con Rafael
y con mis próximos retomó una pregunta que quizás ya todos traíamos, respecto a qué hacer con los
testimonios dolorosos y con las imágenes de la crueldad pasada y presente. La cuestión estética se volvió
una cuestión ética. Daniela Rea y las periodistas de pie nos mostraban otras formas de escribir, de hacer
denuncia, y lo hacían a pesar de estar en el, seguramente, país más peligroso para los periodistas. Poco
a poco estuvimos en condiciones de hacernos interpelaciones respecto a los modos éticos y solidarios
de producir conocimiento, de pensar la coautoría, el poder de la edición en la escritura y los usos de la
interpretación. A la larga, la literatura terminó por imponerse en la batalla de las disciplinas y la ciencia,
y la poesía se transformó en el arma más afilada para usar en este trabajo, que es también lúdico, y que
nos importa tanto hacer: el desanonimizar, desapropiar y acompañar lo que duele. Evidentemente, esa
última parte, esa de la poesía, es mejor dominada por Alejandra González Celis, Claudio Guerrero y Rafa
Mondragón; el resto ocupamos sus palabras sin pudor porque, aunque hechas por ellos, son tan nuestras
como de todos.
En ese momento todo parecía fácil, era cuestión de organizar una exposición, pero
¿quién sabía hacer una exposición? Montar una exposición, sobre todo en un museo,
no es cualquier cosa. Se trata, en primer lugar, de discutir respecto a qué es lo que
amerita estar en un museo, aunque sea de forma itinerante. Además, la nuestra
era una exposición de archivos infantiles, es decir, de algo cuyo valor patrimonial
está en disputa, y que nosotros mismos estábamos recién proponiendo15.
17
15 Conocí el trabajo de Susana Sosenski hace muchísimo tiempo, mucho antes que a ella. Esto es
relativamente fácil pues Susana es la historiadora de la infancia más importante de América Latina; sus
trabajos han abordado de manera rigurosa y, aún más importante que eso, bella las representaciones
de los niños y niñas en el consumo, en la revolución mexicana y en el trabajo asalariado. Así mismo, es
una de las historiadoras más críticas, en términos metodológicos, respecto al modo en que se construye
la historia de los niños y niñas en el mundo y la primera en rescatar y editar un diario de vida escrito por
una niña en el que relata su exilio español en México. Cuando Susana dictó su conferencia en la Primera
Bienal de Infancia y Juventudes en Colombia, el año 2014, fue como si me hablara a mí; se dedicó en
esa presentación a la función de las producciones infantiles y a remarcar la importancia de construir
archivos públicos con ellas y de asignarles un valor patrimonial. Recuerdo que dijo que estas importantes
fuentes para la construcción de la historia de la infancia estaban guardadas en cajas en las oficinas de
los investigadores, como una suerte de colecciones privadas y, justamente, así estaban las que yo había
logrado reunir. Posteriormente, nos conocimos y descubrimos que teníamos muchas cosas en común,
pero, de todas ellas, quizás la más importante para este libro es el sentido ético-político de Susana,
en su modo de pensar y construir historia y su olfato agudo para detectar las corrientes positivistas,
conservadoras y victimizantes de la niñez. Tanto para ella como para mí, la historia es siempre un
escenario en el que se toma posición, y los discursos tienen consecuencias políticas concretas. En el
plano de los significados, y casi siempre, la neutralidad es de derecha. Gracias a Susana, que impuso
este tema como un desafío prioritario, hoy hemos donado al Museo de la Memoria y los Derechos
Humanos el catálogo completo de las producciones infantiles digitalizadas por el proyecto Infancia en
Dictadura para que sea resguardado el acceso virtual a este, a través de algunas de sus plataformas. El
archivo salió de mi oficina y ahora sí es patrimonio.
No era fácil realizar una curatoría que lograra rescatar la densidad de la vida
cotidiana, que diera cuenta del miedo y la tristeza, pero también de lo otro. Al fin y al
cabo, se trataba de 17 años de dictadura y, por tanto, era necesario alojar múltiples
dimensiones afectivas asociadas a episodios trágicos y dolorosos, pero también
a momentos de alegría y de cuidado. Es decir, era necesario transitar desde el
desconcierto del golpe de Estado hasta la salida a la democracia, aventurándonos
a pasar por los cumpleaños, las vacaciones familiares, la militancia en la
secundaria, el amor familiar y el encuentro con los iguales, representados en la
amistad y el amor juvenil. Todo eso tenía que estar presente. Y no, no podíamos
volver a caer en el relato victimizante que, lejos de autorizar nuestra palabra, nos
volvía a sumir en la incomodidad y el anonimato. No queríamos que la gente fuera
al museo a condolerse con la parte más triste de nuestra infancia, sino más bien
que se encontrara con esta marea desconcertante que es la vida social, en la que a
veces se llora y se ríe, y donde es posible huir de la soledad para ser con otros, y que
esos que son semejantes pueden tener distintas edades y tamaños.
16 Siempre es necesario mencionar a Françoise y Alfred Brauner, quienes trabajaron con niños que
fueron víctimas de las guerras entre 1936 y 1946 y participaron en la conservación y análisis de un
conjunto no menor de dibujos infantiles realizados en el contexto de Holocausto, de la guerra civil
española y de otros muchos conflictos armados de la región. En torno a los dibujos infantiles se han
realizado varias exposiciones en el mundo, entre las que se cuentan: «Children’s art in wartime from
the spanish civil war to Kosovo», Hanover, 1996; «A pesar de todo dibujan: la Guerra Civil vista por los
niños», Madrid, 2007; «J’ai déssiné la guerre. Le regard de Françoise et Alfred Brauner», Francia, 2011;
«Artillería», 2017. «Lápiz, Papel y Bombas», Valladolid, 2015, 2017; «Déflagrations: dessins d’enfants,
guerre d’adultes», Francia, 2017.
Ello tiene para nosotros una explicación tan simple como bella: los niños y niñas
viven en lo cotidiano, y, por tanto, bajo su mirada acontece la experiencia y no
lo extraordinario. Giorgio Agamben (2004) ubica en el texto Infancia e Historia
la distinción entre estos términos, señalando que aquello que se transforma en
la materia prima de la transmisión entre las generaciones es la experiencia y no
la ruptura o el estupor: «La experiencia, en efecto, está orientada ante todo a
la protección de las sorpresas, y que se produzca un shock implica siempre una 23
falla en la experiencia. Obtener experiencia de algo significa: quitarle su novedad,
neutralizar su potencial de shock». En ese sentido, los testigos infantiles y sus
enunciaciones responden a un relato, muchas veces desafectado, de los diecisiete
años de dictadura, pues de alguna manera fueron quizás los únicos, aunque no
todos17, que se salvaron del desarme de la realidad que constituyó el golpe de
Estado para la mayoría de los ciudadanos chilenos.
En otras palabras, el horror no tiene narradores, no hay experiencia del horror, sólo
ruptura, fragmentación y desconcierto, y por ello la vida cotidiana y sus matices
pueden ser narrados y transmitidos en su complejidad por quienes vivieron la
violencia como una rutina, sin memoria de un tiempo otro en el que las cosas
funcionaban de otra manera, con otras reglas.
17 Sobre esto, ver 1973. El diario de Francisca, editado por Hueders. En él puede representarse una
generación de ciudadanos chilenos que tenía más de 10 años al momento del golpe, que fueron testigos
de los años previos al golpe de Estado y de la transformación del clima político en el país. La ruptura de
la institucionalidad, el desgarro de las familias y la instalación simbólica y cultural de la dictadura alteró
para siempre el panorama de los significados para estos niños y niñas, y en muchos, como Francisca, se
funda ahí también una ética que moviliza gran parte de lo que se hace a posteriori.
De alguna forma, la decodificación de las reglas del mundo social es una tarea que
tienen todos los seres humanos desde que nacen y, en ese camino, al encontrarse
frente a un mundo adulto estuporoso y adolorido, no hay otra solución que
construir una narración propia. En ella se mezclan todos los elementos que
forman parte de la vida y que, de alguna manera, delimitan un lugar desde donde
existir para esos otros. Cuestión nada fácil. En ese sentido, atesorar recuerdos se
constituyó en un modo particular y propio de cada niña o niño por inscribir para
sí una lectura generosa sobre lo vivido en esos años. Un historia de Chile para sí
mismos que quizás un día sería pública. O quizás no.
¿Y por qué una lectura generosa? Es difícil, para algunos, concebir y aceptar
que los niños y niñas, siempre conceptualizados como egocéntricos y faltos de
consideración, hayan tenido gestos de cuidado para con los adultos. Desplazarlos
desde el lugar de objeto de cuidado al de sujetos que cuidan es parte de la deuda
que tenemos como sociedad con quienes habitan el tiempo infantil. Pese a ello, la
mayor parte de los actos infantiles incluyen la dimensión del cuidado. Construir
una versión propia respecto a lo que está aconteciendo políticamente en un país,
fracturado por la violencia, lo es también. Sostener la ingenuidad, no preguntar
demasiado, ni mostrar lo que se sabe, fue para muchos de los niños y niñas que
participan de esta muestra una manera de evitar confrontar a los adultos con el
dolor y con el miedo, pues ¿cómo se repara a los adultos quebrados? ¿Qué pasará
con nuestra vida si el miedo te vence por completo? ¿Cómo sobrevivir al dolor
que te provocan mis preguntas? ¿Qué le pasó a tu rostro cuando te pregunté qué
significa degollar? ¿Adónde te fuiste? ¿Volverás? Y si vuelves, ¿volverás a ser como
antes del infierno? ¿Hay un antes del infierno? ¿Por qué dejaste de comer tres días
cuando mataron a Manuel?
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18 Término que ha desarrollado Adriana Cavarero para referirse a las violencias contemporáneas que
están condensadas más en la esfera del horror que en la del terror.
19 En marzo de 1985, tres profesionales comunistas fueron secuestrados en la calle, a plena luz del día.
Aparecerían salvajemente degollados. El objetivo del crimen era resguardar los secretos del Comando
Conjunto, que dos de las víctimas habían comenzado a descifrar. La palabra degollados se resignifica,
para una generación, a partir de este hecho.
Ahora bien, qué se puede hacer con las palabras que duelen, que marcan, que
asustan. Muy pocas veces hemos pensado el trabajo de la memoria fuera del marco
de lo restaurativo, fuera de lo que debemos hacer/saber para no repetir, como si el
ejercicio de la violencia de Estado fuese una cuestión cognitiva o de información.
Es decir, casi siempre la cuestión de la memoria está pensada como sustento
para la proyección de la sociedad en el futuro, y muy poco para la elaboración del
dolor presente. El dolor presente no sólo existe en la generación que fue apresada,
torturada, desaparecida o exiliada, el dolor presente atraviesa a todos aquellos
intergeneracionalmente concernidos por los actos que habilitaron la crueldad sin
límites de la que como país fuimos/somos objeto, los concernidos por los actos
que testimonian la pérdida de la humanidad.
Es por ello que las defixionum tabellae cumplen una función paradójica: por
un lado nos obligan a hablar del horror y, por ende, dar a conocer a las nuevas
20 Manuel Díaz y Díaz define las defixionum tabellae como «textos mágicos escritos, generalmente, sobre
plomo, pero también sobre bronce, estaño, mármol o terracotas, en que un individuo maldice y entrega
a las divinidades infernales un competidor amoroso, un rival o la facción enemiga en los juegos del circo,
un ladrón, la persona amada si desdeña, etc.».
21 Lamellae son láminas de metal finísimo, muchas veces oro, donde se inscribe/escribe con un punzón
fino el texto. Una vez enrollada la lámina a modo de cigarrillo, el objeto se convierte en un amuleto
filactérico que el individuo ha de llevar colgado del cuello o pegado a alguna parte de su cuerpo
–contactus augens– para que surta efecto. La principal diferencia con las láminas de defixión es que
los textos inscritos en estas filacterias están destinados a proteger y prevenir de todo mal al poseedor
de la misma, y especialmente sirven de remedios contra diversas dolencias y enfermedades que
supuestamente eran originadas por la influencia negativa de los démones y otros seres intermedios. Las
fuerzas mágicas desatadas con estos objetos no actúan pues sobre una víctima, sino sobre uno mismo.
De ahí que prevalezca su carácter amulético. Se trataría de magia «preventiva», a diferencia de la magia
«agresiva» de las defixiones. (Sabino Perea Yébenes y Domingo Saura Zorrilla, El lenguaje coactivo en la
magia grecorromana y en los exorcismos, p. 377).
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Castillo Gallardo, Patricia / Antonia Bertrán / María Paz Garrido / Nicolás Peña /
Florencia Trujillo (2017)
Recuerdos de infancia: niñez y dictadura en Chile (1973-1990).
Kamchatka. Revista de análisis cultural (10), 447-471.