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EL FANDANGO Y BAILE DE ARTESA: AYER Y HOY DE UNA TRADICIÓN MÚSICO-

DANCÍSTICA
AFRODESCENDIENTE Carlos Ruiz Rodríguez

* Introducción En el marco de una obra titulada Culturas Musicales de México, parece pertinente
reflexionar brevemente sobre la noción ‘cultura musical’, término integrado desde hace muchos
años a la jerga académica, así como al uso cotidiano del español hablado en México, aunque
entendido de manera distinta. Si en la calle preguntáramos aleatoriamente a alguien sobre qué
entiende por cultura musical, sin duda remitiría a cierto tipo de conocimiento musical, por
ejemplo, tener nociones sobre qué es una sonata o en qué país nació Johann Sebastian Bach; esto
es, en un sentido coloquial, ‘cultura musical’ supone a alguien con conocimiento de la historia de
la música de arte académica euro-occidental. En el habla común, incluso, ‘cultura musical’ también
podría usarse de forma similar a como se utiliza ‘cultura gastronómica’, por ejemplo, que supone
al gran concepto de Cultura dividido en campos (cultura laboral, cultura política…) donde se
conoce y valora algún rubro cultural específico. Pero en un sentido estrictamente académico, el
término ‘cultura musical’ en realidad incrementó su uso en la literatura disciplinar en español des-
de inicios del presente siglo. A saber, dicho término comenzó a generalizarse prácticamente luego
de la publicación del libro Las culturas musicales: lecturas de etnomusicología de Francisco Cruces
(2001); parece que esta compilación impactó rápidamente a la comunidad académica
hispanoparlante ayudando a generalizar el término hasta el punto de referirse al mismo como si se
tratara de un término consensuado. México no fue la excepción y el término se usa actualmente
en una diversidad de espacios y discursos académicos, desde los planes curriculares de la
licenciatura y posgrado en etnomusicología de la UNAM, hasta importantes proyectos colectivos
de investigación como el denominado “Etnografía de las Culturas Musicales de Oaxaca” (ECMO).
Así que, algo tiene de ‘moda’ el término, aunque su uso histórico en México sea ya añejo
(CAMPOS, 1928; CASTAÑEDA, 1930; ROMERO, 1941; PONCE, 1941; MEIEROVICH, 1995;
STEVENSON, 1952; MARTÍNEZ, 1963; STANFORD, 1984; CHAMORRO, 1984; CAMACHO, 1996), si
bien, no necesariamente conceptualizado. Pese a su creciente uso, solo unos cuantos
investigadores mexicanos se han aventurado a definirle como concepto teórico; evidentemente,
‘cultura musical’ es un término amplio, como el propio vocablo cultura, que se usa más de manera
operativa que definitoria, de allí que pocos hayan sentido la necesidad de delimitarle o asumirle
como una categoría académica. En la literatura disciplinar global, el término ‘cultura musical’ se ha
usado al menos desde hace más de cincuenta años (recuérdese el clásico Music Cultures of the
Pacific, the Near East, and Asia de William Malm) y la significación que se le ha atribuido va desde
lo general (NETTL, 1978; BÉHAGUE, 1991; PENDO Y D’AMICO, 2000; LOZA, 2003) hasta lo
específico (KARTOMI, 1981), enfatizado en rubros como usos y funciones de la música (NETTL,
1967), delimitaciones étnicas (COOLEN, 1991; MICHEL, 2007), políticas (MARTÍ, 2004), o
caracterizaciones rituales (RUIZ, 2004), entre otros. Evidentemente, el uso del término en cuestión
supone hablar de la música como una actividad social en un marco cultural. En general, una
concepción que podría desprenderse de esos acercamientos —echando mano de dos
etnomusicológos clásicos como Alan Merriam (1964) y Timothy Rice (1987)— es que una ‘cultura
musical’ constituye un conjunto de conceptos, prácticas y expresiones musicales de una
colectividad humana, histórica- mente construidas, socialmente conservadas e individualmente
aplicadas1 . Se sigue entonces en este escrito la costumbre de esos y otros reconocidos
etnomusicólogos, como Gerhard Kubik (1993) y Timothy Rice (2010), o Julio Mendívil (2010) y
Egberto Bermúdez (2010) en el caso latinoamericano, de asumir la noción de ‘cultura musical’ de
manera general y heurística, en favor de un discurso flexible y operativo. En ese marco, el presente
escrito pretende acercarse a una de las formas músico-coreográficas que compone el diverso
complejo de tradiciones fandangueras mexicanas: el llamado Baile de artesa. Dicha expresión
refiere a la costumbre afrodescendiente de bailar en celebraciones festivas comunitarias sobre
una plataforma zoomórfica a la que se le da el nombre de artesa en la región litoral de Guerrero y
Oaxaca llamada Costa Chica. El acercamiento pretende ofrecer un panorama histórico del
desarrollo de esta tradición hasta su situación actual, siguiendo la exposición de cuatro ejes
temáticos: el fandango de artesa en tiempos antiguos; sus posibles orígenes; la conformación
histórica del repertorio de artesa; y, su declive, resurgimiento y sobrevivencia. El escrito concluye
con algunas reflexiones en torno al estado actual en que se encuentra esta tradición. El baile de
artesa en el seno de una cultura musical En el litoral sur del Pacífico mexicano, la franja costeña
que corre desde Acapulco, Guerrero, hasta Puerto Ángel, Oaxaca, por tradición ha sido
denominada, localmente, Costa Chica. Aunque en esta región predomina la población
afrodescendiente, las partes que suben hacia las montañas, en la vertiente externa de la Sierra
Madre son habitadas principalmente por comunidades indígenas, tanto en Guerrero (mixtecos,
amuzgos, tlapanecos), como en la fracción oaxaqueña (mixtecos, chatinos); mientras que una
mayoría mestiza caracteriza a las entidades más pobladas como Ometepec o Pinotepa Nacional. La
Costa Chica conforma un mosaico pluricultural con características y relaciones interétni cas que
generan procesos identitarios específicos, dichas relaciones tienen larga historia y remonta sus
raíces hasta los más tempranos tiempos coloniales, época en que la trata esclavista y la relación
marítima con Sudamérica y el Sureste asiático favorecerían condiciones peculiares en las que
gradualmente se configuraría la cultura de la región (RUIZ, 2009). Si se quiere visualizar a la
tradición del fandango de artesa en el marco discursivo de una ‘cultura musical’, ésta última bien
podría denominarse académicamente como ‘cultura musical afrodescendiente de la Costa Chica’;
o bien, ‘cultura musical afromexicana de la Costa Chica’, si se enmarca en el actual contexto de
reivindicación política constitucional de los llamados ‘pueblos negros’.2 En contraste, si se
pretende retomar las propias categorías de uso común en la región se podría hablar de ‘juegos de
tiempo viejo’ o ‘música costeña de tiempo viejo’, en un plano general multicultural; o bien, de
‘música negra’, en un sentido específico centrado en las poblaciones afrodescendientes. Estas
últimas categorías con certeza podrían variar dependiendo del rango generacional de la persona
costeña que las calificara, pues una joven afrodescendiente de unos 20 años de edad podría
referirse al fandango de artesa como ‘música antigua’ o ‘baile de viejos, de la gente de antes’, por
ejemplo. Como sea, en el entorno costeño, la cultura músico-dancística afrodescendiente se
compone de una diversidad de tradiciones, que pueden comprender expresiones de antigua
prosapia principalmente transmitidas por tradición oral (artesa, diablos, tortuga, toro, mariposa,
doce pares, moros, apaches, sones, etc.); por medios escritos (diálogos y relaciones de danzas,
parabienes, etc.); o bien, más recientes, transmitidas prioritariamente por vía mediática (cumbia,
charanga/merequetengue/guaracha, reggaetón, etc.); o una combinación de las anteriores
(chilena, corrido, repertorios de banda de viento, etc.). En la Costa Chica estas expresiones forman
parte del ciclo vital colectivo e individual que recuerdan la propia historia, configuran identidades
y tejen lazos sociales, entre otros importantes roles. La música generalmente va acompañada de
formas poéticas verbales y manifestaciones dancísticas, en muchos casos como una sola unidad.

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