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UN BILLETE PREMIADO

Por Carlos Valdés Martín

Al volante era un artista, para Jairo manejar era danzar con gozo y hasta en sus
sueños conducía así: “Flujo de río, corriente de naves metálicas, caucho y pinturas
esmaltadas. Sonrió al acomodarse en el asiento, separado pero enlazado: un baile
colectivo, ellos se siguen y acercan, ronronean unos contra otros; algún cretino
desentona con un pitazo, los demás aceleran y frenan, se aproximan y alejan. La
suavidad del piso, recién alisado, acaricia los vehículos, que aceleran-frenan, como
pasos de un-dos y al compás nunca se desentonan. Uno adelante comienza el tango,
con un paso suave y empieza la cadencia, ese suave ronronear del acelera-frena; uno
tras otro se siguen en cadencioso sigue-para, y fluyen, se entroncan en su danza
urbana. La pista de baile recién alisada, acero terrestre donde se desdibujan la líneas,
brillantes y blancas. No importan las líneas desdibujadas, los bailarines saben los
pasos de memoria y la ruta los acoge en su acelera-frena. Por ser tan conocida la
melodía, los bailarines acomodan su propia música, como un reto se encierran en la
cabina y cada cual escucha otro compás, pero siguen con precisión el ritmo del
acelera-frena. El director del baile marca un alto, abre un compás de espera como en
el antiguo danzón, para evitar el sudor y disfrutar el tramo bien llevado o anticipar el
final. El director (oculto y remoto, sin dar nunca la cara, pero personificado en
semáforos y señales) cambia la luz, comienza el siguiente movimiento, son breves
minutos para seguir con la suavidad del acelera-frena, y satisfechos los bailarines
toman su pareja. ¿Pareja? En efecto, cada cual sigue a uno y en exclusiva a uno; cada
pareja guía enfrente y debe de seguirse, ni tardo ni perezoso, continuado el paso. El
baile tiene líderes y seguidores, pero este juego es de armonías anónimas, cada líder
sigue a otro líder, siempre hay uno adelante, siempre un danzante que pretende ser
superior. Quien se cree mejor, quiere terminar con la armonía de acelera-frena, como
si fuera posible una música de sonido sin ningún silencio, olvidando que esa música
(tan simple) casi de una nota continua, es un ruido monótono y de un único sentido. Así,
a ratos, el gran coreógrafo (oculto) frustra las intenciones de cada líder (momentáneo)
del baile y le marca un alto; y, al detenerse, un líder mira de reojo (en retrovisión) a su
compañera, una seguidora discreta y astuta, que lo dejó creer que él escaparía en
solitario desplante; pero ella vuelve a la cercanía, casi a la intimidad de una defensa
junto a la otra. Por un momento nadie dice nada, la momentánea vergüenza de ser
alcanzados y quedar aglomerados en una fila interminable, parece interminable; basta
un minuto para acumular una impaciencia enorme: urge regresar al baile. Al fin,
regresa el ritmo, ahora empezó como un frena y después como un acelera, el orden
natural donde el movimiento es el primer motor quedó alterado. Pero ¿cuál es la
diferencia entre inicio y final? La moneda siempre contiene dos lados, el andar lleva
dos pies y si tuviera un único pié, lo complementamos con dos pedales: acelera y frena.
Y son tantos los participantes, la pista gris está tan saturada, cada cual siente que los
otros codean y hasta asfixian; se ha perdido el espacio mínimo para lucirse y jugar al
cadencioso avance. Cada uno se empieza a sentir molesto, en su interior maldice:
“deberían ya, de una vez por todas, restringir el acceso a este sitio, la multitud se
vuelve insoportable”. El director coreógrafo sigue inmutable, hace oídos sordos ante
las quejas del público asistente, simula que el juego es exactamente el mismo y no
piensa devolver el costo de las entradas, insiste en volver la cadencia frena-acelera.
“Además en este baile sí hay clases sociales, se nota en las galas de los vestidos
de noche y los harapos humeantes. Pero hay clases sociales y democracia, coexistiendo
en la urbe, a ningún maloliente se le evitará acercarse a un frac importado. Porque hay
jerarquías, la autoridad evita los casos extremos, con el pretexto de que provocan alta
de contaminación, los añosos y desvencijados son retirados de manera permanente,
nunca más circularán sobre esta pista. Porque hay democracia mientras no esté
retirado, en las piruetas masivas como si la pista los hiciera iguales en verdad, un
danzante proletario se acerca hasta lo más granado de la sociedad, y hasta lo hace con
descaro. Clases sociales y democracia: a eso se reduce el principio del baile y el
tránsito.
“Algunos, molestos por la aglomeración o por mucho frenar y poco acelerar
dan volantazos, incluso saltan de un carril a otro, haciendo peligroso el vaivén. Los
bailarines más enojados suelen ser quienes presumen las galas mejores o los que
desean salir del juego y alcanzar su destino. Lo que parecía pura diversión y privilegio,
a ratos resulta una molestia y hasta un peligro. De repente, parece que una orilla del
gran salón urbano quedó desocupada y un adolescente, piensa “esta es la mía, ahora
me desquito de este baile de viejitos, ya verán qué es la agilidad”. El adolescente,
desentendido de las reglas y los usos, se dedica al acelera y nada al frena, pues quiere
presumir sus piernas y la eficacia de sus piruetas; quizá, desde que inicia sus
maniobras, merecería ser reprendido. Pero los auxiliares del director del baile,
permanecen distraídos cuando el adolescente salta y corre en frente de sus narices. Eso
ya no es más una danza, y brama una desproporción que sólo acelera, pero ¿quién
osará detener a un bailarín amateur? No lo detendrán ni las prevenciones, ni unos
letreros que indican el máximo permitido. Y alguna noche loca, entre el acelera-frena
se estrella alguno contra la ley de gravedad, intoxicado de pretextos y destrozando su
mejor gala. Los demás curiosos se detienen un instante ante el desastre juvenil pero no
se detienen del todo, únicamente bajan el paso, al ritmo de más frena-y-acelera. Y ese
es el modo en que presentan su respeto quien cae en desgracia, y más ante una
fatalidad; no se detienen, transitan al paso lento de la marcha fúnebre o la procesión,
sienten pena por quien no volverá a compartir sus danzas, pues ya es parte de este
mundo de movimiento. Bajan la marcha pero el baile no se detiene.
“La rueda del mundo sigue girando, el tiempo pasa insensible y los cansados
van desertando. En la noche profunda ya la pista se ha despejado, pero todavía
aparece algún bailarín trasnochado, cansado de tanto acelera-frena, se regaña por
seguir practicando a tales horas. Observa con tristeza, el asfalto casi abandonado y sin
parejas de baile; la soledad lo invade pero siente un consuelo, se confiesa que el baile
del asfalto se disfruta también en soledad.”
Cuando se despertó él había sido el último conductor y la ciudad seguía
adormilada en la oscura madrugada.

Trabajando de chofer particular Jairo Revilla sonreía al pasajero, mientras se


memorizaba cualquier atajo y vía alternativa en la gran ciudad. Le bastaba un recorrido
para recordar la ruta; a veces, retenía hasta números de las casas, y, en algunas avenidas,
la numeración resulta una pesadilla de desorden. En una curiosa ambivalencia, le
gustaban los números, pero odiaba las cuentas por una aversión escolar. Disfrutaba
recorrer el asfalto, incluso con tráfico pesado. Le agradaba tanto el asiento de conductor
que prefería esperar con el agobiante reflejo solar o comer en una torta en su sitio, que
no apearse a una fonda. Además de excelente manejando, también cuidaba de los
detalles del vehículo y era servicial con su patrón, Urbano, conocido por sus empleados
como el, “el licenciado”. Por su lado, el licenciado Urbano odió manejar desde que
falleció su hermano menor en un accidente juvenil; sentarse en la posición de manejador
le traía malos recuerdos, así que pagaba por evitarlo. En este caso, al funcionario no le
costaba y la Institución pagaba un chofer para su servicio personal.
Jairo estaba contento, pues su patrón no le exigía mucho y le permitía el tiempo
para llevar y traer al hijo pequeño o cumplirle encargos a su propia esposa, impedida a
salir de casa. La flexibilidad parecía una bondad directa del patrón, la cual era
agradecida por la familia entera del trabajador.

La esposa. Rosaura sufrió un accidente infantil en la cadera que dejó una


secuela, y caminaba con un vaivén gracioso que la mortificaba. Su belleza natural,
enmarcada con grandes ojos cafés y una sonrisa espontánea se mezcló con ese andar
incierto, con un paso lateral cadencioso y casi risible. Eso le provocó crecer con
desconfianza y se volvió retraída. El matrimonio con Jairo, un esposo devoto y muy
responsable, alivió sus penas, pero no le dio autoconfianza. El embarazo también resultó
de riesgo por su problema de cadera, y, luego de un desenlace feliz, ella se concentró en
cuidar a su hijo. Ama de casa dedicada y confiable que odiaba salir más allá de su
puerta. No le gustaba confesarlo, pero imaginar las risitas y miradas por su andar
defectuoso le provocaba un malestar insoportable. Le entretenían las matemáticas que
sirven para los juegos de apuestas. No es que fuera hábil, pero sí tenaz y se ilusionaba
con métodos sencillos o fantasiosos (según lo veamos) para adivinar premios y
reintegros de la lotería. Casi a diario le encargaba a Jairo que le comprar un numerito y
no pasaba un mes sin que sacara algún reintegro, que la alegraba y motivaba a seguir
apostando. A veces, sistemática hasta lo obsesivo repetía un mismo número durante
semanas y en otras ocasiones reformaba los cálculos. Las esperanzas de Rosaura
aumentaron desde que Jairo se convirtió en chofer del licenciado Urbano, aunque no lo
confesaba abiertamente. Por una ingenua creencia, Rosaura le mandaba al patrón
regalitos como galletas y un saludo: —Dile que lo he mandado a saludar, que no se te
olvide, es importante, y también que a diario compro mi “cachito” de lotería.
Con pena, Jairo entregaba galletas y dulces de parte de su señora. Al paso de los
meses, el patrón sentía que también conocía a la esposa, sin haberla frecuentado nunca.

La casa. A Rosaura desde niña le gustó la limpieza y el orden. Era una buena
hija y una alumna aplicada; jamás dejó una tarea sin entregar, ni una orden paternal sin
obedecer. Su destino la condujo hacia un puerto tranquilo y no parecía amargada, quizá
un poco asustadiza. Adoraba las cuentas bien cuadradas, aunque no las complicadas. Le
gustaba anotar varias maneras para sumar diez o alguna otra cifra redonda. Por ejemplo,
le fascinaba la “tetrakis” de Pitágoras, esa sucesión de uno a cuatro, que suma diez, y
posee varias maneras de representarse; la más famosa, como una pirámide con base y
lados de cuatro puntitos. A Rosaura el diez le resultaba tan armonioso, que cuando
cocinaba sumaba como si tarareara una canción: cinco más cinco y repetía; luego quince
menos cinco; una y otra vez, es diez. Cuando su quehacer le agradaba decía: “tuve mi
día de diez”.
A su afición le dio un sentido y anotaba cuadernos con métodos para ganar
sorteos adaptándolos a sus inclinaciones. Buscaba encontrar un total de diez en los
números aleatorios de los sorteos, por ejemplo, si encontraba un 10432, analizaba que
los dígitos sumaban diez y entonces lo ya consideraba para apostar. Con los años juntó
varios paquetes de cuadernos con apuntes y los amontonó en el fondo de un closet.
En los últimos meses, sintió que sus cálculos se acercaban a ganar un premio
gordo, y en silencio empezó a sospechar que era envidiada por un ladrón, que parecía
ocultarse en una casa próxima. Si tener un argumento claro no se atrevía a comentarlo
con Jairo, pero cada día y a ratos se asomaba a la ventana y, a veces, miraba alejarse
algún extraño con lentes negros y zapatos de charol. Así, la pérdida inexplicable de los
cuadernos multiplicó sus sospechas y temores. Uno día no encontró varios cuadernos
con apuntes sobre los sorteos y cálculos; ese extravío la alteró, y, por primera vez, Jairo
escuchó gritos y maldiciones en casa:
—Maldita sea la gente ratera.

El patrón Urbano Garza. Abogado joven de calificaciones mediocres y sonrisa


perfecta tuvo la suerte de adular a políticos exitosos. Cuando sus amigos subieron en la
escala, lo invitaron a cubrir puestos cada vez más importantes. Cuando recibió el puesto
de Subdirector de Sorteos y Juegos Nacionales fue un funcionario feliz. Manejaba un
presupuesto millonario, contaba con un equipo profesional de subordinados que
mantenían la oficina administrativa al día y, por si fuera poco, estaba exento de la
supervisión de la contraloría.

Corría el rumor desde hacía varios años de que esas loterías de Sorteos y Juegos
Nacionales eran el paraíso de los negocios políticos, pues sus antecesores habían
instaurado un sistema sofisticado que permitía determinar de modo voluntario una gran
cantidad de premios. ¿Trampa en la lotería? En algunos periódicos se habló de previsión
administrativa por medios electrónicos sofisticados, pero insinuaban otra cosa. Lo
reporteros enemigos del gobierno tenían otra versión, diciendo que la mitad de los
premios se repartían entre los políticos del gobernante partido blanquiazul, pero era
imposible hacerlo directamente, pues el escándalo sería mayúsculo. La manera de
repartir los premios era a través de “prestanombres”.
Existía una amplia sospecha de que la mayor preocupación de Urbano era gastar
dinero sin ser tan notorio y suplir de manera eficiente a los prestanombres cuando su
superior jerárquico no se los proporcionaba. La manera usual de obtener prestanombres
era entre sus mismos amigos políticos y hasta entre sus familiares, quienes cobraban los
premios quedándose con un porcentaje pactado. Pero ese lema de los prestanombres se
ha aplicado a cualquier materia donde el gobierno derrame dinero entre los poros del
sistema. Con seguridad un sistema debe fallar, por ejemplo ¿qué los prestanombres son
inagotables? Algún mal día deben de escasear, y, de cuando en cuando, hay sorteos
especiales, como ocurrió con el gran premio del bicentenario de la Independencia.

El Director regaña. Según pensó Jairo, esto fue lo que debió haber sucedido
antes de entrar con el encargo a la oficina de la Subdirección.
Son las ocho de la noche, la oficina de la Subdirección está próxima a cerrar y
telefonea el jefe de Urbano. Está alterado y grita:
—Va tu puesto en prenda. Te dije desde hace un mes que de este sorteo vamos a
apartar los dos premios mayores, y tú ¿qué me respondes? Puros pretextos. Ahí
sentadote —aunque estaba parado por los nervios— en el puesto más fácil, nada de
presiones. Si me fallas te mando al Instituto Indigenista.
—Pero nunca te he fallado antes.
—Yo no hago advertencias en vano.
La advertencia contenía una clave, ese Instituto había desaparecido tres años
antes: era el anuncio de que jamás volverían a emplearlo en ese gobierno.
Urbano se sentó como si se desplomara y lo recibió el cómodo sillón de cuero
negro. El ambiente sumaba casualidades durante la última semana y sólo recibía
negativas. La lista de prestanombres se había terminado y no había opciones; los altos
jerarcas encargados de enviar más habían prometido en vano, no había nuevos. Era
lógico, tenían una regla, estaba prohibido repetir premios y toda la gente de confianza
ya había recibido uno. Empezó a hacer dibujos en un cuaderno, para distraerse para no
pensar más. Parecían agotadas sus posibilidades. Rayó más hojas con garrapatos,
escribía la palabra en inglés “help” como cuando niño, y hacía garabatos sobre la misma
palabra.
Jairo regresó con un panqué que encargó de última hora, el licenciado Urbano.
El chofer entró con la esperanza de que el jefe se retirara; era tarde y preguntó:
—¿Le puedo servir en algo más?
—Tego un problema de alto nivel.
—Licenciado… ¿Se puede saber?
Quizá Urbano estaba acorralado, porque solía seguir las estrategias previstas y
no improvisaba con temas delicados, pero una chispa de inspiración le indicó la
respuesta:
—Tengo dos números ganadores para el gran sorteo y necesito quien los gane.
Después de decirlo, Urbano casi se arrepiente.
—¿Me bromea jefe? —preguntó Jairo— ¿O no le entiendo?
—Yo sí tengo el modo de ganar el sorteo.
—Y mi mujer que ha pasado años haciendo sus números, y nada que gana. Sería
muy feliz si le atinara algún día.
—No importa intentarlo, lo importante es el secreto.
—¿Hay un método secreto?
—No me entiendes: absolutamente todo lo que te estoy diciendo debe quedar
como un secreto.
—Ah, ya entiendo; —respondió mientras abría grandes los ojos, signo de que
había sido pillado en su inocencia y se apresuró a prometer— voy a mantener esto en
silencio.
—Necesito dos personas de mucha confianza y que guarden el secreto.
—Jefe: yo nunca he dicho nada de usted. Le juro que siempre he sido discreto.
—Se trata de ganar la lotería.
—¿Y qué hace uno con tanto dinero?
—El que gana, en realidad no gana en verdad. No se pueden quedar con el
dinero, —aunque sintió que estaba siendo demasiado tajante y que Jairo lo miraba con
incredulidad, así que rectificó— bueno, sí les toca una parte modesta.
—¿Qué tan pequeña es la parte?
—Eso es relativo, te alcanzaría como para un automóvil del año.
—Por Dios; sería buenísimo, siempre he querido conseguir un auto, y eso de que
el primero sea nuevo es un sueño.
—Mi señora y yo estamos a su servicio; cuente con los dos, licenciado Urbano.
—Bueno, necesito dos personas pero que no sean casados, eso sería sospechoso.
—Mi señora y yo no estamos casados, solamente arrejuntados.
—No sé. No deben ser esposos. Pero quizá haya una excepción. Lo voy a
consultar al más alto nivel, pero no le debes decir nada a nadie.

En la noche, cuando Rosaura le preguntó a Jairo el motivo de su tardanza, el


chofer dudó en responder, pero su sonrisa delataba algo más: —El Subdirector ahora sí
está de buenas, ya nos está considerando como de su confianza de veras. Te mandó
muchos saludos y está pensando en comprarme un automóvil nuevo.
Rosaura malentendió que el patrón compraba para sí mismo: —¿Ahora qué va a
comprarse?
Jairo comprendió en lo extraño del anuncio, así que dejó el malentendido y
respondió: —De cualquier manera, ya creo que está apreciando nuestros esfuerzos.
—¿Nuestros?
—Pues sí cariño, está muy feliz de que juegues tanto a los sorteos, que hasta nos
va a dar el secretito para ganar.
—Dios te oiga, pero no seas tan confiando de los ricos; una cosa es el respeto
que les debemos y ganarnos su buena voluntad y otra ser inocentes.
—No seas dura con el licenciado, te vas a llevar una sorpresa; quizá sí ganes un
sorteo —con discreción y por tratarse de una promesa de Urbano, quien ya antes había
prometido sin cumplir un aumento de sueldo, Jairo no quiso dar los detalles—, quizá lo
que te falta es un empujoncito para ganar. Viene uno de los mejores sorteos del año.
—Para eso juego, he estado cerca de ganar, quizá solamente falta un ingrediente
para cocinar esa sopita.

Esa misma noche, Rosaura, con una sonrisa volvió a sus cuadernos de cuentas
hasta que el cansancio le cerraba los párpados y se fue a la cama. Jairo se acostó
nervioso y emocionado; bajo las cobijas mantuvo el silencio y un duermevela anegado
de inquietudes. Se imaginaba hermosos automóviles y recordaba el baile del asfalto; con
unidades relucientes y tableros de luces. Miraba el techo y pensaba. Sobre la estrecha
cama de proletarios giraba el cuerpo y no descubría acomodo. Y ¿si todo era una broma
del jefe? Pero parecía serio y nervioso cuando se lo dijo. Pensó e imaginó tanto hasta
que cantó el gallo.

Al día siguiente, Jairo disimuló su emoción y su desvelo. No se atrevió a


comentar nada con el licenciado Urbano y se mantuvo más silencioso que de costumbre.
Sin preguntar nada conducía el auto para llevar al jefe a una reunión más; en cambio,
intentaba adivinar en los gestos y conversaciones casuales, si se cumplirían sus anhelos.
Terminó la jornada y los sorteos se celebraron al anochecer, como era
costumbre. El personal administrativo de la Subdirección no participaba en esos
eventos, pero se podían mirar por televisión. Jairo anotó los resultados ganadores,
porque en la televisión no se menciona a las personas, y el sistema electrónico central
genera un registro de los compradores hasta que acuden las ventanillas para cobrar.
Antes un manto de anonimato previo perfecto, pero en cuanto se presentan a cobrar un
premio importante, ya detectados, pues además la institución fiscal retiene el impuesto
legal. El otro candado surge porque los premios grandes sólo se entregan en cheques a
nombre del ganador, por lo que deben identificarse con credenciales oficiales. Jairo
pensó: “Por eso no cobra cada premio mi jefe, necesita de alguien más; y mientras nos
reparta, por mí, aguanto los escrúpulos.”

El encargo. El jefe urbano esperó un día completo más, y le dijo con un guiño a
Jairo que se debía quedar hasta tarde para hacerle ese “encargo especial”. El chofer casi
se le salía el corazón con la expectativa. Por fin cerca de las ocho de la noche, Urbano lo
convocó.
Si dar rodeos explicó: —Tuve que descartarte, porque sería demasiado
sospechoso que un empleado directo mío cobrara un premio tan grande. De último
momento me mandaron a otra persona, así que te quedaste sin automóvil nuevo —
parecía que Jairo se caería, estaba pálido y abría la boca como si no tuviera oxígeno
alrededor—, pero no pongas esa cara de tristeza, pues a tu señora sí la vamos a
considerar.
—¿Me puedo sentar? Señor.
—Vamos, siéntate y no pongas esa cara de tragedia. Sobre el premio de tu
esposa pueden tomar el uno por ciento del premio, y deja esa carita de lado. El uno por
ciento es bastante, con eso te alcanza para un automóvil; aunque como ella ganó quizá
no te quiera dejar nada, ja. —bromeó Urbano—El premio que encargué para tu fina
esposa es de veinte millones de pesos.
Cambiaba el rostro de Jairo, saltando del abatimiento a la sorpresa, a la
extrañeza y la incredulidad. Entre tantas emociones, seguía pareciendo pálido y
mareado, pero el Subdirector no se preocupó más y se puso a ordenar:
—El asunto es muy sencillo, pon atención a mis instrucciones. Mañana tu mujer
Rosaura acude con este billete premiado a la Dirección de Sorteos, se identifica y le
entregan un cheque personal. Ahí solamente se identifica y firma los papeles donde se
descuentan los impuestos. El pago neto es por diez y siete millones y fracción, que
recibirá en un cheque a su nombre. En cuanto lo tenga se enfila al banco de enfrente y lo
debe depositar en cuenta bancaria y si no la tiene pues abre una cuenta. Dos días
después me entrega la cantidad que yo te indique, y asunto arreglado. No le puedes
decir nada a nadie, ni tu señora va a hablar con nadie de este asunto. Por lo delicado de
esta operación, un agente los va a empezar a vigilar de manera discreta, pero no es para
hacerles mal, sino para evitar que los roben. Ya sabes cuánta inseguridad hay en estos
días.
—¿Cree que sí alcanzará para mi automóvil?
—En estricto sentido no lo sé, pero se van a quedar con bastante dinero.

La reacción. Sorprendida y enojada, Rosaura de inmediato encontró un culpable


del robo de sus cuadernos. Era Urbano, el patrón, quien, en lugar de responder con
finura a tantas atenciones de Rosaura, enviando saludos y golosinas, mandó a hurtar el
método ganador. Las piezas encajaban perfectamente: los cuadernos perdidos con
anotaciones y un premio mayor en manos del jefe. Lo que Jairo creyó generosidad
extraordinaria de Urbano, Rosaura lo observó desde el ángulo contrario:
—Todavía no te das cuenta, él es un perfecto canalla. No está participándonos
del premio, al contrario, nos lo ha robado completo; pero ahora te hace creer que él
controla el reparto de los premios a su antojo. A ver, ¿conoces algún nuevo rico a quien
él le haya regalado un gran premio? Él lo dice pero no te consta ¿o sí?
—Pues no, no conozco a nadie.
—Podría ser un invento, una patraña. Lo único que sabemos: él es cada vez más
rico. Ya compró otro departamento de lujo. Apenas lo estrenó, el licenciado ¿O no?
Jairo guardó silencio perplejo. Manejar un vehículo era tan hermoso, pero
conducirse con las personas le parecía tan complicado; caía en cuenta que las segundas
intenciones se ocultaran bajo la máscara de las acciones nobles. Dudó y sintió que se
alegría se disolvía como la gota de tinta se disuelve en el vaso de agua ¿Por qué de
súbito el jefe era tan generoso? La visión de un automóvil precioso que lo esperaba, se
desvanecía pero el se resistía:
—Quizá no sea esa su intención.
—¡Pero cómo no te das cuenta! — Rosaura se exaltó, era la segunda vez en años
que se comportaba así; su marido estaba acostumbrado a una mujer dulce y cauta,
incapaz de enfrentarse con nadie— Resulta evidente, la suma de los números ganadoras
daba diez y de varias maneras; no existe ninguna falla en el número ganador.
—Sí, ahora lo entiendo, siempre el número diez —sucedía al contrario de lo
dicho, las cuentas para Jairo siempre fueron un enigma cerrado, aunque podía
memorizarlos con alguna facilidad, mantenía una discreta aversión contra las
matemáticas, y enviaba su mente a un lugar lejano cada vez que su esposa empezaba a
hacer cuentas y sacaba sus famosos cuadernos— claro, siempre es el diez.
Como prueba irrefutable Rosaura puso sobre la mesa un cuaderno con
anotaciones y el billete de lotería ganador. Empezó a sumar los dígitos de diferentes
maneras, y le repetía a Jairo “Ya ves”.
Después de varios minutos mostrando predicciones del premio mayor en base al
número diez, Rosaura volvió al tema del robo perfecto. Con un ofrecimiento bondadoso
y cómplice, el jefe borraba huellas y hacía el crimen perfecto; les ofrecía una
participación indigna pues tomaría el uno porcentual y hasta deberían agradecer el robo.
El ladrón aparecía como el benefactor y los obligaría a mantener la boca cerrada, como
si ellos participaran en una operación de corrupción política.

Concluyó Rosaura: —No podemos caer en la trampa. Sabes que no me gusta la


calle y menos viajar, pero necesito cobrar el premio. Tú me vas a llevar, le pides
prestado el coche a tu primo, porque no podemos huir del país en el mismo vehículo de
Urbano.
—Y ¿cómo le regresamos el auto del primo?
—Luego veremos, lo entenderá.
—En Sorteos dirán que somos ladrones —y con tristeza Jairo recalcó—, sí,
nosotros que somos las víctimas, nos dirán: ¡ladrones!
—El premio es mío, aquí está el billete, solamente lo cambio por un cheque y de
nada me podrían acusar.
—Alguna mentira dirán y perderé este empleo que tanto me gusta.
—No lo hago por ambición, no es el dinero: fuimos robados.
—El huir es peligroso, algo me inventarán en Sorteos y no quiero enfrentar al
licenciado ni a sus jefes enojados. Si huimos será declararnos culpables. Algo
inventarán para acusarnos. Los directores de Sorteos, mentirán que desconocidos
vaciaron las bodegas o hubo un robo, y me culparán.
—Por eso nos vamos, es mejor empacar; queda esta noche y no más… —anotó
Rosaura, pero se detuvo para imaginar un destino— para apurarnos.
—Inventarán algún delito. Quizá terminemos en una cárcel, es peligroso desafiar
a la gente del poder.
Rosaura no había entendido la gravedad de lo que vendría, en ese instante
empezó a medir consecuencias. Separada por una mínima distancia miró a los ojos a su
marido. Observó un abismo donde bailaba el miedo y la esperanza, el amor y la
resignación; quedaron muy juntos, cara a cara sin atreverse a dar un paso. Una palomilla
inoportuna, despertó del letargo sobre una cortina desgastada y avanzó por la sala.
Afuera, la gran ciudad seguía con su agitación, indiferente a lo que suceda intramuros.
Jairo sintió que le faltaba el aire y rompió el silencio: —No estoy preparado para
esto que nos trae la vida.
—Ninguno está listo para vivir —Rosaura miró al techo, como si fuera el mismo
cielo—, pero si no es ahora ¿cuándo?

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