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Al volante era un artista, para Jairo manejar era danzar con gozo y hasta en sus
sueños conducía así: “Flujo de río, corriente de naves metálicas, caucho y pinturas
esmaltadas. Sonrió al acomodarse en el asiento, separado pero enlazado: un baile
colectivo, ellos se siguen y acercan, ronronean unos contra otros; algún cretino
desentona con un pitazo, los demás aceleran y frenan, se aproximan y alejan. La
suavidad del piso, recién alisado, acaricia los vehículos, que aceleran-frenan, como
pasos de un-dos y al compás nunca se desentonan. Uno adelante comienza el tango,
con un paso suave y empieza la cadencia, ese suave ronronear del acelera-frena; uno
tras otro se siguen en cadencioso sigue-para, y fluyen, se entroncan en su danza
urbana. La pista de baile recién alisada, acero terrestre donde se desdibujan la líneas,
brillantes y blancas. No importan las líneas desdibujadas, los bailarines saben los
pasos de memoria y la ruta los acoge en su acelera-frena. Por ser tan conocida la
melodía, los bailarines acomodan su propia música, como un reto se encierran en la
cabina y cada cual escucha otro compás, pero siguen con precisión el ritmo del
acelera-frena. El director del baile marca un alto, abre un compás de espera como en
el antiguo danzón, para evitar el sudor y disfrutar el tramo bien llevado o anticipar el
final. El director (oculto y remoto, sin dar nunca la cara, pero personificado en
semáforos y señales) cambia la luz, comienza el siguiente movimiento, son breves
minutos para seguir con la suavidad del acelera-frena, y satisfechos los bailarines
toman su pareja. ¿Pareja? En efecto, cada cual sigue a uno y en exclusiva a uno; cada
pareja guía enfrente y debe de seguirse, ni tardo ni perezoso, continuado el paso. El
baile tiene líderes y seguidores, pero este juego es de armonías anónimas, cada líder
sigue a otro líder, siempre hay uno adelante, siempre un danzante que pretende ser
superior. Quien se cree mejor, quiere terminar con la armonía de acelera-frena, como
si fuera posible una música de sonido sin ningún silencio, olvidando que esa música
(tan simple) casi de una nota continua, es un ruido monótono y de un único sentido. Así,
a ratos, el gran coreógrafo (oculto) frustra las intenciones de cada líder (momentáneo)
del baile y le marca un alto; y, al detenerse, un líder mira de reojo (en retrovisión) a su
compañera, una seguidora discreta y astuta, que lo dejó creer que él escaparía en
solitario desplante; pero ella vuelve a la cercanía, casi a la intimidad de una defensa
junto a la otra. Por un momento nadie dice nada, la momentánea vergüenza de ser
alcanzados y quedar aglomerados en una fila interminable, parece interminable; basta
un minuto para acumular una impaciencia enorme: urge regresar al baile. Al fin,
regresa el ritmo, ahora empezó como un frena y después como un acelera, el orden
natural donde el movimiento es el primer motor quedó alterado. Pero ¿cuál es la
diferencia entre inicio y final? La moneda siempre contiene dos lados, el andar lleva
dos pies y si tuviera un único pié, lo complementamos con dos pedales: acelera y frena.
Y son tantos los participantes, la pista gris está tan saturada, cada cual siente que los
otros codean y hasta asfixian; se ha perdido el espacio mínimo para lucirse y jugar al
cadencioso avance. Cada uno se empieza a sentir molesto, en su interior maldice:
“deberían ya, de una vez por todas, restringir el acceso a este sitio, la multitud se
vuelve insoportable”. El director coreógrafo sigue inmutable, hace oídos sordos ante
las quejas del público asistente, simula que el juego es exactamente el mismo y no
piensa devolver el costo de las entradas, insiste en volver la cadencia frena-acelera.
“Además en este baile sí hay clases sociales, se nota en las galas de los vestidos
de noche y los harapos humeantes. Pero hay clases sociales y democracia, coexistiendo
en la urbe, a ningún maloliente se le evitará acercarse a un frac importado. Porque hay
jerarquías, la autoridad evita los casos extremos, con el pretexto de que provocan alta
de contaminación, los añosos y desvencijados son retirados de manera permanente,
nunca más circularán sobre esta pista. Porque hay democracia mientras no esté
retirado, en las piruetas masivas como si la pista los hiciera iguales en verdad, un
danzante proletario se acerca hasta lo más granado de la sociedad, y hasta lo hace con
descaro. Clases sociales y democracia: a eso se reduce el principio del baile y el
tránsito.
“Algunos, molestos por la aglomeración o por mucho frenar y poco acelerar
dan volantazos, incluso saltan de un carril a otro, haciendo peligroso el vaivén. Los
bailarines más enojados suelen ser quienes presumen las galas mejores o los que
desean salir del juego y alcanzar su destino. Lo que parecía pura diversión y privilegio,
a ratos resulta una molestia y hasta un peligro. De repente, parece que una orilla del
gran salón urbano quedó desocupada y un adolescente, piensa “esta es la mía, ahora
me desquito de este baile de viejitos, ya verán qué es la agilidad”. El adolescente,
desentendido de las reglas y los usos, se dedica al acelera y nada al frena, pues quiere
presumir sus piernas y la eficacia de sus piruetas; quizá, desde que inicia sus
maniobras, merecería ser reprendido. Pero los auxiliares del director del baile,
permanecen distraídos cuando el adolescente salta y corre en frente de sus narices. Eso
ya no es más una danza, y brama una desproporción que sólo acelera, pero ¿quién
osará detener a un bailarín amateur? No lo detendrán ni las prevenciones, ni unos
letreros que indican el máximo permitido. Y alguna noche loca, entre el acelera-frena
se estrella alguno contra la ley de gravedad, intoxicado de pretextos y destrozando su
mejor gala. Los demás curiosos se detienen un instante ante el desastre juvenil pero no
se detienen del todo, únicamente bajan el paso, al ritmo de más frena-y-acelera. Y ese
es el modo en que presentan su respeto quien cae en desgracia, y más ante una
fatalidad; no se detienen, transitan al paso lento de la marcha fúnebre o la procesión,
sienten pena por quien no volverá a compartir sus danzas, pues ya es parte de este
mundo de movimiento. Bajan la marcha pero el baile no se detiene.
“La rueda del mundo sigue girando, el tiempo pasa insensible y los cansados
van desertando. En la noche profunda ya la pista se ha despejado, pero todavía
aparece algún bailarín trasnochado, cansado de tanto acelera-frena, se regaña por
seguir practicando a tales horas. Observa con tristeza, el asfalto casi abandonado y sin
parejas de baile; la soledad lo invade pero siente un consuelo, se confiesa que el baile
del asfalto se disfruta también en soledad.”
Cuando se despertó él había sido el último conductor y la ciudad seguía
adormilada en la oscura madrugada.
La casa. A Rosaura desde niña le gustó la limpieza y el orden. Era una buena
hija y una alumna aplicada; jamás dejó una tarea sin entregar, ni una orden paternal sin
obedecer. Su destino la condujo hacia un puerto tranquilo y no parecía amargada, quizá
un poco asustadiza. Adoraba las cuentas bien cuadradas, aunque no las complicadas. Le
gustaba anotar varias maneras para sumar diez o alguna otra cifra redonda. Por ejemplo,
le fascinaba la “tetrakis” de Pitágoras, esa sucesión de uno a cuatro, que suma diez, y
posee varias maneras de representarse; la más famosa, como una pirámide con base y
lados de cuatro puntitos. A Rosaura el diez le resultaba tan armonioso, que cuando
cocinaba sumaba como si tarareara una canción: cinco más cinco y repetía; luego quince
menos cinco; una y otra vez, es diez. Cuando su quehacer le agradaba decía: “tuve mi
día de diez”.
A su afición le dio un sentido y anotaba cuadernos con métodos para ganar
sorteos adaptándolos a sus inclinaciones. Buscaba encontrar un total de diez en los
números aleatorios de los sorteos, por ejemplo, si encontraba un 10432, analizaba que
los dígitos sumaban diez y entonces lo ya consideraba para apostar. Con los años juntó
varios paquetes de cuadernos con apuntes y los amontonó en el fondo de un closet.
En los últimos meses, sintió que sus cálculos se acercaban a ganar un premio
gordo, y en silencio empezó a sospechar que era envidiada por un ladrón, que parecía
ocultarse en una casa próxima. Si tener un argumento claro no se atrevía a comentarlo
con Jairo, pero cada día y a ratos se asomaba a la ventana y, a veces, miraba alejarse
algún extraño con lentes negros y zapatos de charol. Así, la pérdida inexplicable de los
cuadernos multiplicó sus sospechas y temores. Uno día no encontró varios cuadernos
con apuntes sobre los sorteos y cálculos; ese extravío la alteró, y, por primera vez, Jairo
escuchó gritos y maldiciones en casa:
—Maldita sea la gente ratera.
Corría el rumor desde hacía varios años de que esas loterías de Sorteos y Juegos
Nacionales eran el paraíso de los negocios políticos, pues sus antecesores habían
instaurado un sistema sofisticado que permitía determinar de modo voluntario una gran
cantidad de premios. ¿Trampa en la lotería? En algunos periódicos se habló de previsión
administrativa por medios electrónicos sofisticados, pero insinuaban otra cosa. Lo
reporteros enemigos del gobierno tenían otra versión, diciendo que la mitad de los
premios se repartían entre los políticos del gobernante partido blanquiazul, pero era
imposible hacerlo directamente, pues el escándalo sería mayúsculo. La manera de
repartir los premios era a través de “prestanombres”.
Existía una amplia sospecha de que la mayor preocupación de Urbano era gastar
dinero sin ser tan notorio y suplir de manera eficiente a los prestanombres cuando su
superior jerárquico no se los proporcionaba. La manera usual de obtener prestanombres
era entre sus mismos amigos políticos y hasta entre sus familiares, quienes cobraban los
premios quedándose con un porcentaje pactado. Pero ese lema de los prestanombres se
ha aplicado a cualquier materia donde el gobierno derrame dinero entre los poros del
sistema. Con seguridad un sistema debe fallar, por ejemplo ¿qué los prestanombres son
inagotables? Algún mal día deben de escasear, y, de cuando en cuando, hay sorteos
especiales, como ocurrió con el gran premio del bicentenario de la Independencia.
El Director regaña. Según pensó Jairo, esto fue lo que debió haber sucedido
antes de entrar con el encargo a la oficina de la Subdirección.
Son las ocho de la noche, la oficina de la Subdirección está próxima a cerrar y
telefonea el jefe de Urbano. Está alterado y grita:
—Va tu puesto en prenda. Te dije desde hace un mes que de este sorteo vamos a
apartar los dos premios mayores, y tú ¿qué me respondes? Puros pretextos. Ahí
sentadote —aunque estaba parado por los nervios— en el puesto más fácil, nada de
presiones. Si me fallas te mando al Instituto Indigenista.
—Pero nunca te he fallado antes.
—Yo no hago advertencias en vano.
La advertencia contenía una clave, ese Instituto había desaparecido tres años
antes: era el anuncio de que jamás volverían a emplearlo en ese gobierno.
Urbano se sentó como si se desplomara y lo recibió el cómodo sillón de cuero
negro. El ambiente sumaba casualidades durante la última semana y sólo recibía
negativas. La lista de prestanombres se había terminado y no había opciones; los altos
jerarcas encargados de enviar más habían prometido en vano, no había nuevos. Era
lógico, tenían una regla, estaba prohibido repetir premios y toda la gente de confianza
ya había recibido uno. Empezó a hacer dibujos en un cuaderno, para distraerse para no
pensar más. Parecían agotadas sus posibilidades. Rayó más hojas con garrapatos,
escribía la palabra en inglés “help” como cuando niño, y hacía garabatos sobre la misma
palabra.
Jairo regresó con un panqué que encargó de última hora, el licenciado Urbano.
El chofer entró con la esperanza de que el jefe se retirara; era tarde y preguntó:
—¿Le puedo servir en algo más?
—Tego un problema de alto nivel.
—Licenciado… ¿Se puede saber?
Quizá Urbano estaba acorralado, porque solía seguir las estrategias previstas y
no improvisaba con temas delicados, pero una chispa de inspiración le indicó la
respuesta:
—Tengo dos números ganadores para el gran sorteo y necesito quien los gane.
Después de decirlo, Urbano casi se arrepiente.
—¿Me bromea jefe? —preguntó Jairo— ¿O no le entiendo?
—Yo sí tengo el modo de ganar el sorteo.
—Y mi mujer que ha pasado años haciendo sus números, y nada que gana. Sería
muy feliz si le atinara algún día.
—No importa intentarlo, lo importante es el secreto.
—¿Hay un método secreto?
—No me entiendes: absolutamente todo lo que te estoy diciendo debe quedar
como un secreto.
—Ah, ya entiendo; —respondió mientras abría grandes los ojos, signo de que
había sido pillado en su inocencia y se apresuró a prometer— voy a mantener esto en
silencio.
—Necesito dos personas de mucha confianza y que guarden el secreto.
—Jefe: yo nunca he dicho nada de usted. Le juro que siempre he sido discreto.
—Se trata de ganar la lotería.
—¿Y qué hace uno con tanto dinero?
—El que gana, en realidad no gana en verdad. No se pueden quedar con el
dinero, —aunque sintió que estaba siendo demasiado tajante y que Jairo lo miraba con
incredulidad, así que rectificó— bueno, sí les toca una parte modesta.
—¿Qué tan pequeña es la parte?
—Eso es relativo, te alcanzaría como para un automóvil del año.
—Por Dios; sería buenísimo, siempre he querido conseguir un auto, y eso de que
el primero sea nuevo es un sueño.
—Mi señora y yo estamos a su servicio; cuente con los dos, licenciado Urbano.
—Bueno, necesito dos personas pero que no sean casados, eso sería sospechoso.
—Mi señora y yo no estamos casados, solamente arrejuntados.
—No sé. No deben ser esposos. Pero quizá haya una excepción. Lo voy a
consultar al más alto nivel, pero no le debes decir nada a nadie.
Esa misma noche, Rosaura, con una sonrisa volvió a sus cuadernos de cuentas
hasta que el cansancio le cerraba los párpados y se fue a la cama. Jairo se acostó
nervioso y emocionado; bajo las cobijas mantuvo el silencio y un duermevela anegado
de inquietudes. Se imaginaba hermosos automóviles y recordaba el baile del asfalto; con
unidades relucientes y tableros de luces. Miraba el techo y pensaba. Sobre la estrecha
cama de proletarios giraba el cuerpo y no descubría acomodo. Y ¿si todo era una broma
del jefe? Pero parecía serio y nervioso cuando se lo dijo. Pensó e imaginó tanto hasta
que cantó el gallo.
El encargo. El jefe urbano esperó un día completo más, y le dijo con un guiño a
Jairo que se debía quedar hasta tarde para hacerle ese “encargo especial”. El chofer casi
se le salía el corazón con la expectativa. Por fin cerca de las ocho de la noche, Urbano lo
convocó.
Si dar rodeos explicó: —Tuve que descartarte, porque sería demasiado
sospechoso que un empleado directo mío cobrara un premio tan grande. De último
momento me mandaron a otra persona, así que te quedaste sin automóvil nuevo —
parecía que Jairo se caería, estaba pálido y abría la boca como si no tuviera oxígeno
alrededor—, pero no pongas esa cara de tristeza, pues a tu señora sí la vamos a
considerar.
—¿Me puedo sentar? Señor.
—Vamos, siéntate y no pongas esa cara de tragedia. Sobre el premio de tu
esposa pueden tomar el uno por ciento del premio, y deja esa carita de lado. El uno por
ciento es bastante, con eso te alcanza para un automóvil; aunque como ella ganó quizá
no te quiera dejar nada, ja. —bromeó Urbano—El premio que encargué para tu fina
esposa es de veinte millones de pesos.
Cambiaba el rostro de Jairo, saltando del abatimiento a la sorpresa, a la
extrañeza y la incredulidad. Entre tantas emociones, seguía pareciendo pálido y
mareado, pero el Subdirector no se preocupó más y se puso a ordenar:
—El asunto es muy sencillo, pon atención a mis instrucciones. Mañana tu mujer
Rosaura acude con este billete premiado a la Dirección de Sorteos, se identifica y le
entregan un cheque personal. Ahí solamente se identifica y firma los papeles donde se
descuentan los impuestos. El pago neto es por diez y siete millones y fracción, que
recibirá en un cheque a su nombre. En cuanto lo tenga se enfila al banco de enfrente y lo
debe depositar en cuenta bancaria y si no la tiene pues abre una cuenta. Dos días
después me entrega la cantidad que yo te indique, y asunto arreglado. No le puedes
decir nada a nadie, ni tu señora va a hablar con nadie de este asunto. Por lo delicado de
esta operación, un agente los va a empezar a vigilar de manera discreta, pero no es para
hacerles mal, sino para evitar que los roben. Ya sabes cuánta inseguridad hay en estos
días.
—¿Cree que sí alcanzará para mi automóvil?
—En estricto sentido no lo sé, pero se van a quedar con bastante dinero.