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Leyenda: El cerro de los siete colores

Cuenta la leyenda que, en un pequeño pueblito de la Provincia de Jujuy,


llamado Purmamarca, rodeado de grandes cerros iguales a todos los que se
conocen en el mundo, a un grupo de niños que se habían cansado de que
todos los habitantes y los paisajes siempre se vieran tristes y aburridos, se les
ocurrió hacer algo para alegrar a su pequeño pueblo. Les preguntaron a sus
padres qué podrían hacer, pero ellos no supieron que responder, pensando
que sus hijos se terminarían acostumbrando; pero los niños no se dieron por
vencidos y decidieron que juntos solucionarían el problema. Juntaron toda la
pintura de color que encontraron y cada noche salían de la cama y subían a
pintar el cerro. Siete noches repitieron eso y aunque les avisaron a sus padres
que estaban saliendo para colorear el cerro, ellos no les creyeron y pensaron
que sólo estaban soñando.

Los niños pintaron el cerro con todos los colores que habían conseguido
¡Mientras más colores encontraran, más bello y alegre sería el cerro! Una
noche, uno de los mayores se despertó y no encontró a su hijo en la cama; se
lo dijo a los demás padres y entonces se dieron cuenta de que ¡estaban todos
desaparecidos! Preocupados, decidieron entonces salir a buscarlos. Cuando ya
no sabían en donde buscar, se acordaron de lo que los niños habían dicho y
levantaron la vista al cerro. Asombrados vieron que el cerro aburrido y triste
que rodeaba a su pueblo ¡Estaba pintado en siete hermosos colores! Vieron a
todos los niños bajar del mismo, llenos de pintura, corriendo, riendo y llenos de
felicidad.

Desde ese día se festeja cada año el día de los siete colores en el pueblo de
Purmamarca y desde ese día el cerro que está rodeando el pueblo, alegra a
sus habitantes y da vida al paisaje con sus siete hermosos colores.
Leyenda: La flor del ceibo

Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná, vivía una indiecita llamada
Anahí. En las tardecitas veraniegas deleitaba a toda la gente de su tribu con
canciones inspiradas en los dioses del fuego, del aire, del agua y de la tierra
que habitaban. Pero un día llegaron los invasores, hombres de piel blanca
provenientes de tierras muy lejanas, más allá del horizonte, que arrasaron las
tribus y les arrebataron las tierras y su libertad.

Anahí fue aprisionada junto con otros indígenas. Pasó muchos días llorando,
varias noches meditando y planeando una forma de escapar para pedir ayuda
a las tribus vecinas, hasta que un día el guardia que la vigilaba se quedó
dormido y la indiecita se dio a la fuga. Corrió rápido y sin mirar atrás, pero hizo
demasiado ruido y despertó a los invasores, que salieron a perseguirla con
antorchas hasta alcanzarla. Enfurecidos por la desobediencia de la indiecita,
prendieron fuego a su alrededor, dejándola sin escapatoria; pero el dios fuego
no quería lastimar a Anahí, el quería protegerla, así que comenzó a crecer,
haciéndose más poderoso y creó una barrera que separó cada vez más a la
indiecita de los invasores.

Cuando las llamas cesaron, los españoles descubrieron que Anahí se había
convirtiendo en un árbol, que hoy conocemos como árbol del ceibo, y al
siguiente amanecer, se encontraron ante el espectáculo de un hermoso florecer
de verdes hojas relucientes y flores rojas aterciopeladas, que se mostraban en
todo su esplendor, como símbolo de la valentía y la fortaleza de Anahí.
Leyenda: La yerba mate

Cuenta la leyenda que, desde hace mucho tiempo, la Luna Yasí, como la llamaban los
guaraníes, alumbra de noche el cielo misionero. Yací no conocía la tierra, veía el mundo
desde arriba porque no se animaba a bajar a descubrirla, aunque era muy curiosa y ansiaba
ver por sí misma las maravillas de las que le hablaba su amiga Araí, la nube. Un día, venció
su temor y bajó a la tierra acompañada de la nube, y convertidas en niñas de blanca piel y
cabellera, se pusieron a recorrer y descubrir las maravillas de la selva.

Era mediodía y los colores, los olores y los ruidos de la gran selva no dejaron que escucharan
los pasos sigilosos de un yaguareté que se acercaba agazapado para atacarlas. En ese
mismo instante, antes de que pudiera lastimar a Yasí y Araí, una flecha disparada por un viejo
cazador guaraní que venía siguiendo al tigre se clavó en el costado del animal y salvó a las
dos niñas que estaban arrinconadas, muy asustadas. Ellas no pudieron agradecer al anciano
ya que volvieron lo más rápido posible al cielo, temblando de miedo por lo que había
sucedido.

Esa noche, acostado en su hamaca, sin saber que había salvado a la tierra de quedarse sin
Luna que alumbrara en la oscuridad, el viejo tuvo una extraordinaria visión: la Luna, en todo
su esplendor, desde el cielo le decía: Yo soy Yací, la niña que hoy salvaste del yaguareté y
quiero darte las gracias ya que fuiste muy valiente. Por eso quiero darte un regalo y un
secreto. Mañana, cuando despiertes, vas a encontrar frente a tu casa una planta nueva
llamada caá; con sus hojas tostadas y molidas se prepara una infusión que acerca los
corazones y ahuyenta la soledad. Es mi regalo para vos, tus hijos y los hijos de tus hijos.

Al día siguiente, el viejo descubrió frente a su casa, una planta de hojas brillantes y ovaladas
que crecía de la tierra. El cazador siguió las instrucciones de la Luna: no se olvidó de tostar
las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una calabacita hueca, vertió agua, probó de
una caña fina y luego convidó a todos los miembros de su tribu ¡Había nacido el mate!
Leyenda: Las cataratas del Iguazú

Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, a orillas del río Iguazú tenían sus poblados los
guaraníes, que vivían felices en las fértiles tierras dónde también habitaba el dios Boi quién
era el protector de la tribu.

Un día Boi se enamoró de la hija de Igobi, el cacique de la aldea, una hermosa joven
llamada Naipí. Pidió su mano ante el cacique, quien eternamente agradecido con su
protector, no dudó en aceptar sin siquiera consultar con su hija.

El día de la ceremonia, invitaron a todas las tribus vecinas. Tarobá, un joven de la tribu del
sur se enamoró perdidamente de Naipí apenas la vio, hasta el punto que decidió hablar con
el cacique para pedir la mano de la joven, que también se había enamorado de él; pero el
cacique no se lo permitió.Tarobá no se rindió, así que planificó escapar con Naipí antes de
la ceremonia, en una canoa que tendría preparada kilómetros adelante.

Naipí esperó a que todos se distrajeran y se escapó para encontrarse con su amado. Nadie
se dio cuenta excepto Boi quien, furioso por no ser correspondido, la persiguió y justo antes
de que los jóvenes se encontraran, elevó la tierra y una parte del río se levantó por sobre
otra, haciendo que se formara una gran catarata que separó a los dos enamorados,
dejando a Naipí en la cima y a Tarobá debajo, sin poder alcanzarla. Pero esto no bastó
para él, así que transformó a Tarobá en un árbol, con sus ramas inclinadas hacia arriba
como queriendo alcanzar a Naipí, a quién convirtió en una piedra ubicada justo en centro
del río, en la parte más alta dónde comenzaba a caer la catarata. Luego él se adentró en
una gran cueva para poder vigilarlos e impedir que se unieran de alguna manera.
Por eso, en días en que el sol sale con intensidad, surge un arco iris que enlaza al árbol
con la roca permitiendo que durante un momento los jóvenes enamorados se encuentren a
pesar de la oposición de Boi.

Leyenda: La Flor del Irupé

Cuenta la Leyenda que, hace mucho tiempo, a orillas del río Paraná, tenían sus
asentamientos las tribus guaraníes. Allí vivía Irupé, una joven que añoraba
parecerse a la luna; quería tener su blanca piel y su hermoso resplandor, así
que todas las noches se quedaba mirando al astro esparcir su luz desde las
alturas.

Un día, subió a los árboles más altos e inútilmente tendió los brazos para
alcanzarla y tomar aunque sea un poco de su resplandor, pero se daba cuenta
de que era inalcanzable. Sin perder la esperanza y cegada por su terquedad,
trepó a la montaña y allí, en la cima, estremecida por los vientos, esperó poder
alcanzar la luna pero también fue en vano. Entonces caminó y caminó, por
largas llanuras, para ver si llegando a la línea del horizonte la podía alcanzar,
hasta que sus pies empezaron a dolerle y decidió volver a su tribu.

Una noche, al mirar en el fondo de un lago, vio a la luna reflejada en la


profundidad y tan cerca de ella que creyó poder tocarla con las manos. Sin
pensar un momento se arrojó a las aguas y fue a la hondura para poder
tenerla. Tan hondo nadó la joven, que desapareció entre las aguas y nunca
más se supo de ella.

Se dice que Tupá, dios supremo de los guaraníes, creador de la luz y el


universo, decidió darle un regalo y convertirla en una hermosa flor cuyas hojas
tienen la forma del disco lunar, de hojas redondas que flotan sobre el agua y
cuyos pétalos del centro son de un blanco deslumbrante, como la luz de la
luna, y los envuelven amorosamente pétalos rojos, como los labios de Irupé.

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