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PUBLICADO: 2005 -09-11

La Sociedad de Cómplices
Como causa del desorden social en el Perú

Gonzalo Portocarrero

En este ensayo me propongo identificar una fantasía colectiva, una ficción que
fundamenta una socialidad, o vínculo intersubjetivo, que trabando el funcionamiento
de la ley, está, sin embargo, en la base misma del (des)orden social peruano. Esta
fantasía no es otra que la presunción de los otros, casi todos, son nuestros cómplices.
Entonces esos otros nos alentarán o envidiarán cuando ignoremos la ley. Cada uno
supone que la negación de la autoridad está consentida por (casi) todos los demás.
La generalización de esta fantasía implica un escepticismo sobre lo legítimo de la
autoridad que lleva a un rechazo de los límites impuestos por la sociedad; finalmente,
a un desconocimiento de los derechos de los demás. Tras esta fantasía de una
“sociedad de cómplices” se encuentra un deseo (infantil) de omnipotencia. Deseo
realizable —relativamente— en la medida en que la figura paterna es débil y en tanto
que existen otros acostumbrados a subordinarse[1]. Entonces el rechazo compartido
de las imposiciones sociales fundamenta una suerte de contrato, de un ajuste mutuo
de expectativas, que se cristaliza en una predisposición colectiva, o licencia social,
para transgredir la normatividad pública.

Pero la resistencia a la ley, y la consiguiente proclamación de una soberanía absoluta


del individuo, está acompañada de un sentimiento de culpabilidad. Después de todo
se vive ignorando la moralidad pública, justificando su quebrantamiento. Por tanto esa
comunidad de “niños omnipotentes”, supuestamente inocentes, se basa en la
complicidad. Es decir, el vínculo que hermana la comunidad es ignorar las faltas del
otro. Somos tan débiles y comprensivos… En realidad se sabe que se hace lo que no
se debe pero igual se hace. Entonces se impone la imagen de que en el Perú "todos
estamos en el fango", que todos ya tenemos o, en todo caso, podemos tener, "rabo
de paja". La actitud verdaderamente lúcida es entonces el cinismo: aceptar que debajo
de nuestra piel civilizada está lo realmente decisivo: nuestro rechazo o prescindencia
de la ley y la disciplina. Si aceptamos esta imagen como cierta solo nos queda pensar
que cualquier enjuiciamiento tiene como trasfondo un moralismo hipócrita. En efecto,
no sería honesto culpar a otro por hacer lo que nosotros mismos haríamos si
estuviéramos en su posición. Por tanto nadie debería meterse con nadie. No nos
tomamos las cuentas pues como se dice "entre gitanos no se leen las suertes". Si no
reprochamos, nadie nos reprochará. La consecuencia de este pacto social clandestino
es que se inhibe la protesta contra el abuso. "Hoy por mi y mañana por ti". Todos nos
disculpamos mutuamente, apañamos nuestras culpas, nos solidarizamos en la falta.
La transgresión se nos aparece como inevitable y hasta graciosa[2].

Pero la transgresión fragmenta la subjetividad pues implica renegar de la conciencia


de estar actuando contra la ley. La renegación de la moralidad característica de la
postura cínica produce, sin embargo, una autoimagen negativa que se proyecta en un
deseo de castigo, en una actitud “flagelante”, despiadada. Se generan así,
actuaciones destructivas, dolorosas inculpaciones. La realidad de estos castigos
apunta a que, después de todo, sí hemos internalizado la ley. El sujeto criollo está
pues desgarrado entre su reivindicación de engreída omnipotencia y el asecho de la
ley en su propia conciencia. De ahí que las cosas no sean ni simples ni fáciles. El dejar
hacer, la tolerancia a la transgresión, está acompañada por la crítica y la
descalificación que brotan del anhelo de pureza, de estar acordes con la ley.

Pero, aunque se pague con la culpa, los hechos distintivos son la transgresión y la
complicidad. La fraternidad de los “niños omnipotentes” es en realidad la “sociedad de
cómplices”. No obstante, la fantasía de vivir sin límites solo puede ser verdad para
unos cuantos. La contrapartida necesaria de los “niños omnipotentes” es la extensión
de la servidumbre. Los sirvientes, solo en forma vicaria, a través de la identificación
con sus amos, pueden realizar el deseo de obrar según su gana. Por tanto la “sociedad
de cómplices” debe ser entendida, simultáneamente, como un tipo de vínculo social y
como una propuesta "ideológica", una forma de leer y dar por sentada nuestra
realidad. Un imaginario instituyente[3]. Es decir, se trata de “estructuras interactivas
donde el deseo como anhelo subjetivo y la agencia concebida en un sentido
sociopolítico más amplio se configuran mutuamente”. El vínculo de complicidad
supone el autoritarismo de los amos, los “bacanes”, y la sumisión de los sirvientes, las
“lornas”. Este vínculo es presentado como inevitable, como correspondiente a
características esenciales, prácticamente inmodificables, del ser humano en nuestra
colectividad.

El tomar conciencia de esta ficción ideológica, de su capacidad estructurante para


reproducir las jerarquías sociales, es un hecho muy reciente en nuestra historia. Ahora
bien, esta revelación resulta un fenómeno esperanzador pues nos urge a examinar
los supuestos no pensados de nuestra vida colectiva, a conceptualizar lo que nos
ocurre, hecho que facilita reforzar otras prácticas, realizar otros proyectos que a
diferencia de la "sociedad de cómplices" sean mucho más conducentes a un orden
social justo y solidario. Es decir, por ejemplo, a una "sociedad de ciudadanos".

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El uso generalizado del término corrupción pone en evidencia una distancia crítica, y
creciente, frente al modelo de la "sociedad de cómplices". En efecto, la proliferación
del empleo de esta expresión implica visibilizar una serie de prácticas
consuetudinarias que hasta hace poco estaban “naturalizadas”[4]. Costumbres que no
despertaban la atención que ciertamente merecen en tanto obstáculos a la
consolidación de un orden civilizado. En efecto, hubo que esperar el crecimiento
exponencial de la corrupción, evidenciado en los “vladivideos”, para que la sociedad
peruana tomara conciencia de que los procedimientos delictivos están profundamente
entretejidos en nuestra vida cotidiana. En realidad, con el término ‘corrupción’ ocurre
algo similar a lo que aconteció con el término ‘racismo’. Durante mucho tiempo el Perú
se definió como una sociedad donde los prejuicios raciales no tenían ninguna vigencia.
Eso del racismo era algo que ocurría en Sudáfrica o en Estados Unidos, pero no en el
Perú donde “quien no tiene de inga tiene de mandinga”. Con esta afirmación, desde
luego, se invisibilizaba la realidad cotidiana de la discriminación, la negación de la
ciudadanía a amplios sectores de la población. Como después ocurrió con el tema de
la corrupción, en el caso del racismo, hubo que esperar la violencia masiva e impune
contra miles de campesinos para comenzar a admitirnos como un país racista. Sea
como fuere, los términos “corrupción” y “racismo” no sólo ponen de manifiesto hechos
desapercibidos de puro reiterados, sino que además implican una posición crítica, de
condena, respecto del fenómeno que enuncian. Desde el momento que se acepta la
existencia del racismo la única actitud moral es combatirlo. De forma similar ocurre
con el término “corrupción”. En ambos casos, sin embargo, el “destape” y la denuncia
no son, de modo alguno, garantía de éxito. Son sólo el inicio de una larga lucha de
resultados inciertos; donde, por lo demás, es imprescindible, para empezar, sentar un
compromiso, una voluntad de combatir por la ciudadanía.

La corrupción puede ser definida como un modo de gobernabilidad de las


instituciones, donde éstas se convierten, ante todo, en fuentes de retribuciones
narcisistas y/o económicas a una persona o grupo de personas que ignoran la función
de servicio público que la institución está llamada a cumplir. La corrupción implica la
formación de una “mafia”, compuesta por aquellos que acaparan el poder. Ellos
reciben los beneficios o prebendas y resultan los protagonistas de la corrupción. Por
debajo de la mafia tenemos a los “clientes”. No participan en el poder, pero sí apoyan
con su complicidad activa o pasiva, y a cambio de ella reciben diversos tipos de
incentivos. Por último, están los excluidos, aquellos cuyos derechos son ignorados o
burlados y que reciben muy poco o nada. La gobernabilidad basada en la corrupción
tiende a producir un “semblante” o “simulacro” de institución. No obstante, esta
gobernabilidad es regresiva en términos de distribución de los beneficios y
oportunidades, y es, además, ineficiente en su funcionamiento cotidiano. En efecto,
los ingresos de una institución son distribuidos en beneficio de la mafia y su clientela.
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El “exceso” de ventajas que este grupo recibe es, desde luego, la falta de
oportunidades que define la situación de los excluidos. De otro lado, este tipo de
gobernabilidad tiende a la ineficiencia, puesto que su meta no es, primariamente, el
servicio del público, sino el beneficio del grupo que controla la institución. Esto implica
que la burocracia, para hablar en términos weberianos, está compuesta de diletantes
ineficientes cuyo mérito es la incondicionalidad a la mafia. Estamos, pues, en las
antípodas de lo que sería una burocracia moderna, basada en el profesionalismo y en
el mérito, identificada con la causa que, trascendiendo los intereses de las personas,
es la razón de ser de la institución.

La relación entre mafia, clientela y excluidos puede plantearse de distintas maneras.


Cuanto mayor sea la pasividad de los excluidos, y tanto menor sea la clientela,
mayores serán las oportunidades lucrativas que pueda encontrar el núcleo de los
mafiosos. En todo caso, la protesta de los excluidos puede ser “cooptada” por la mafia
a través de su integración en la clientela. Los líderes “peligrosos” son, entonces,
neutralizados mediante prebendas y convertidos en factores de apaciguamiento de
los excluidos. De lo anterior se desprende que la condición básica para sanear una
institución está dada por una movilización general y sostenida de los excluidos que,
después de todo, son los grandes perdedores. Eventualmente, los disensos en el
“búnker” de la mafia y/o el malestar de la clientela pueden desestabilizar la
gobernabilidad corrupta. No obstante, estas situaciones pueden ser reabsorbidas
mediante reacomodos que preserven el orden corrupto. Nuevamente, es solo la
acción de los excluidos lo que puede desestabilizar en profundidad la gobernabilidad
corrupta.

II

En el Perú, los orígenes de esta forma de gobierno se remontan a la época colonial y


al llamado “Estado patrimonialista”. En efecto, el Estado colonial incentiva una cultura
servil y cortesana que refuerza la posición del amo o patrón y que implica prescindir
de cualquier transparencia en la gestión institucional. A la existencia del “Estado
patrimonial” hay que añadir el poco respeto por la ley, factor que hace aun más
discrecional y arbitrario el gobierno. En realidad, en el fundamento del coloniaje hay
un pacto entre la Corona, que está demasiado lejos y cuya autoridad es poco legítima,
y, de otro lado, los que la representan, las autoridades coloniales que cogobiernan la
sociedad asociados al mundo criollo de los ricos y poderosos. La Corona se hace “de
la vista gorda” mientras que, de otro lado, las autoridades y el mundo criollo fingen
acatar la ley, pero sin sentir un compromiso o urgencia por ponerla en práctica. La
ausencia de una autoridad moral, legítima, hace inoperante el mandato de la ley, y se
complementa con la debilidad de las sanciones, con la generalización de la impunidad.
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En esas circunstancias, la ley es sólo un referente, que está lejos de ser el principio
estructurador de las costumbres y conductas.

No obstante, en la época colonial existe un freno a la transgresión que es de


naturaleza básicamente religiosa. El orden civil se fundamenta en una moral religiosa.
El desacato de la ley es, también, un pecado, una deuda que puede conducir a la
perdición del alma; siempre y cuando la transgresión no sea adecuadamente pagada.
El temor a Dios y lo infinito de sus castigos representan, pues, un elemento que refrena
—hasta cierto punto— la delincuencia y hace más sólida y viable la moralidad pública.
Se trata, especialmente, de la relación entre la Iglesia y las mujeres. Estas son
instituidas por el discurso religioso como las guardianas de las buenas costumbres.
En efecto, a través de la promoción de las "prácticas devotas” (misas, rosarios,
mortificaciones de diverso orden) la mujer se convierte en el ancla de la vida familiar,
en la inspiradora de los buenos sentimientos que preservan el orden público[5].
Mientras tanto, como lo ha señalado Maria Emma Mannarelli entre el Estado colonial
y el jefe de hogar se produce una “alianza patriarcal” por medio de la cual el Estado
delega al libre arbitrio de quien encabeza la familia mucha de sus funciones
disciplinarias. Entonces la violencia en el hogar y el trato con la “servidumbre” son
definidos como asuntos privados. No obstante, con el advenimiento de la República y
la secularización, el “temor a Dios” deja de ser un freno significativo. La moralidad
cívica pierde su fundamento religioso sin ganar un equivalente laico. Con la República,
pues, la gobernabilidad corrupta adquiere una mayor preeminencia. Las instancias
frente a la que es necesario justificarse para sentirse valioso, Dios y la Iglesia, pierden
capacidad de interpelación, y resulta que el papel moralizador de la religión no
encuentra reemplazo.

En el Perú republicano la crisis de la autoridad facilita la generalización del abuso y la


corrupción. Atropellada por caudillos, ignorada por el público, la ley se convierte en
una “sombra”, una promesa lejana e inactual. Se instaura, así, un orden cuyo
funcionamiento real depende del poder discrecional de los caudillos y patrones. Es
decir, lo que hemos llamado la "sociedad de cómplices". No obstante, la
profundización de la distancia entre las leyes y las costumbres produce un sentimiento
de malestar entre los grupos dominantes, y, de otro lado, esta misma distancia
produce un sentimiento de postergación, de estar siendo estafados, entre los grupos
excluidos. La ley y el buen gobierno se convierten en “fantasmas”, en recordatorios de
que las cosas no son como debieran ser. Desde aquellos individuos que sienten más
intensamente este desfase nacerán los impulsos “moralizadores” que convocan a
reforzar la autoridad y la sanción como medios para civilizar y legalizar el orden social.

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Ahora bien, para no pecar de ingenuos es necesario preguntarse ¿en qué medida el
“impulso moralizador” no es sino un reclamo de integración a la clientela o a la mafia?
O, en otros términos: ¿En qué medida este impulso corresponde a una busca de
coherencia, a un rechazo de la complicidad? A inicios de la República, para Felipe
Pardo, la situación es muy clara: los excluidos son los que “quieren un ministerio”, los
que se valen de manera oportunista de una prédica moralizadora cuyo objetivo final
es el desplazar al grupo o mafia dominante. Para Pardo, las personas “que cuentan”
se dividen entre quienes tienen un ministerio y quienes quieren un ministerio. En esta
visión aparentemente desprejuiciada y realista, pero, en realidad, profundamente
cínica de la política se da por sentado que la moral y la ley son un asunto de
conveniencia, son armas arrojadizas que se usan según sea el caso. No obstante, a
esta corriente escéptica para la cual no se puede escapar de la corrupción, hay que
oponer las emergentes voces principistas que reivindican la validez de la ley como
única forma en que el Perú pudiera convertirse en una nación respetable y civilizada.
Es el caso, entre otros, de José Gálvez, el líder de los liberales, y de Francisco de
Paula Gonzáles Vigil, de quien Gonzáles Prada dijera que en el río de ciénaga que es
el siglo XIX peruano, se alza una columna de mármol, que es, precisamente, Vigil.

Es claro que en las campañas moralizadoras del siglo XIX hay mucho más
oportunismo que integridad. Así, apenas se perfiló la llamada “plutocracia guanera”,
surgió una visión crítica que tildó a dicho grupo de corrupto y oligárquico, reivindicando
una mayor fiscalización estatal de sus actividades. Esta crítica tendió a subestimar el
elemento empresarial moderno de esta nueva elite, sobreestimando, en cambio, su
dependencia del Estado y su carácter rentista (Carmen McEvoy ).

Con Manuel González Prada se cristaliza finalmente una tradición que ratificándose
en principios éticos se opone a la complicidad del "pacto infame de hablar a media
voz". Surge, entonces, finalmente, una política de principios. González Prada es el
profeta que condena radicalmente el presente en función de un futuro posible que es
el único que se correspondería con el amor al Perú y el cumplimiento de la ley.
González Prada trasciende el imaginario de su época, la "sociedad de cómplices",
para hacer de esas sombras difusas, de esas promesas casi olvidadas, una
posibilidad visible, demandante. Sentir asco por el presente, exigir consecuencia,
hacer del Perú una república; ése es el fundamento de su prédica inflamada. Su voz
caló hondo entre los jóvenes de los sectores acomodados. Estos jóvenes eran el
camino a través del cual su mensaje podía llegar a los trabajadores y a los indígenas,
grupos que podían hacer realidad el Perú íntegro con que soñaba. El mensaje de
Gonzáles Prada es decisivo para el surgimiento de la política moderna en el Perú del
siglo XX. Tanto el APRA como el Partido Comunista reconocen en él su precursor
decisivo.
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Pese a los impulsos moralizadores, la gobernabilidad corrupta continuó siendo la
forma de gestión dominante de las instituciones en el Perú. Desde el Estado hasta el
Poder Judicial, pasando por el Congreso y llegando a los poderes locales, y hasta
comprometiendo las mismas organizaciones de la sociedad civil. En este sentido, el
“fracaso” del gobierno del general Velasco, que respondía al eco de González Prada,
se debió a la “democratización” de la gobernabilidad corrupta. Si la Reforma Agraria
no tuvo éxito es porque las cooperativas llamadas a reemplazar a las antiguas
haciendas se convirtieron, también, en instituciones corruptas y poco transparentes.
Incapaces de una gestión eficaz. Entidades donde a la depredación cometida por la
alianza entre los gerentes y los sindicalistas, los trabajadores respondieron
disminuyendo su productividad. De esta manera, el ensayo de democratización de la
propiedad terminó en un penoso fracaso.

III

Ahora bien, un análisis de la corrupción desde la perspectiva utilitaria de la acción


racional es incompleto y limitado. Ciertamente, la acción racional puede explicar el
desacato de la ley cuando la autoridad es muy débil y la impunidad reina. En estas
condiciones, donde “todo el mundo lo hace” y “no hay sanción a la vista”, un individuo
puede encontrar muy razonable transgredir, abusando de los otros. Apropiándose, por
ejemplo, de fondos que no le pertenecen. No obstante, esta supuesta “racionalidad”
no puede explicar la “inmoderación” o “voracidad” de la voluntad corrupta,
especialmente en el caso del “empresario de la corrupción”, o el “capo”. Para dar
cuenta de este fenómeno, hay que tener presente que la corrupción puede ser un
“goce”. Es decir, convertirse en una actividad que es un fin en sí misma, algo que se
hace “por gusto”, pues produce algún tipo de satisfacción. El gusto por corromper que
caracteriza al capo, o mafioso mayor, es una recompensa libidinal que se deriva de la
posesión de la voluntad de los otros, posesión que usualmente se legitima como
estando al servicio de una causa trascendente. En un trabajo reciente, Juan Carlos
Ubilluz relata el gusto de Montesinos por ver, una y otra vez, los videos que había
mandado grabar y donde quedaban registrados los hechos dolosos por todos
conocidos. Le resultaba muy satisfactorio a Montesinos revivir el momento de
“quiebre” de la integridad de los demás, el asentamiento de relaciones de complicidad,
de solidaridad en la transgresión. Es decir, el proceso por el que se convertía en el
poseedor de la voluntad de la otra persona. El corruptor es, pues, una figura decisiva
en la gobernabilidad que examinamos. Su actuar no obedece solamente a
motivaciones económicas. Su gusto por minar la integridad de los demás, por sembrar
dudas y tentaciones, por volver al otro incoherente, es un gusto por hacer el mal. El
corruptor es un cínico que oscila entre la “caradura” que expone al público, negándolo
todo y afirmando su inocente obediencia a la ley y, de otro lado, su “mueca obscena”
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exhibida en lo privado, donde se regocija poniendo al descubierto su entraña
transgresiva. La figura del corruptor florece en sociedades y culturas donde la
autoridad es débil y la sanción inexistente. Donde se ha perdido el temor a Dios y
donde tampoco existe el respeto al prójimo. Sociedades donde la tolerancia a la
transgresión es la norma. En mundos sociales en los que, en una oscura rivalidad con
la figura del hombre que cumple la ley, surge un ideal paralelo y mucho más atractivo:
el que se burla de todos para salirse con la suya. Este “ideal” no por clandestino deja
de ser menos influyente y decisivo según Ubilluz.

IV

Ahora bien, comprender al cínico, restituirle un rostro humano, resulta un desafío. En


efecto, ¿Cómo entender que a la impavidez de la mentira pueda sucederle la sonrisa
“cachacienta” de quien cree haber engañado a todos? ¿Cómo explicar la aparente
falta de escrúpulos, la ausencia de una voz que represente la autoridad en su mundo
interior? ¿Será que el cínico se (auto)engaña apelando a una causa superior que lo
justifica? ¿Será que el cínico reniega de su conciencia de modo que simplemente no
piensa y actúa según sus impulsos del momento? ¿O será que el cínico es alguien
minado por la culpa que lucha por reprimir su conciencia pero en un combate perdido
pues la culpa, pese a todo, regresa como malestar y necesidad de castigo? Tenemos
entonces tres figuraciones del cínico. El cínico como autoengañándose, el cínico como
imbécil, el cínico como atormentado por la culpa. Decir que estas tres figuras no tienen
por qué ser excluyentes, que todas pueden convivir en la misma persona, es una
afirmación demasiado genérica pero que nos puede servir de presunción o punto de
partida para un análisis de casos. La subjetividad de Montesinos es un excelente
laboratorio porque es el corruptor más connotado de la historia del Perú reciente.
Podríamos ubicar las tres figuras en su actuar: a) Tenemos al ideólogo que piensa
que está construyendo con métodos poco ortodoxos, pero eficaces, el futuro del Perú.
Asegurando la gobernabilidad y la estabilidad jurídica necesarias para una ola de
inversiones que cambien la faz del país. Derivando, en todo caso, algunas justificadas
ventajas personales de tan inmenso servicio. b) Tenemos a la persona que no piensa
y que se relame en sus robos y perversiones. c) Y finalmente tenemos a la persona
que se oculta incesantemente de sí misma y que somatiza su tensión. Como señala
Ubilluz, este es el Montesinos encorvado, que trabaja quince horas al día y que apenas
puede comer dietas de pollo, que se siente perseguido, todo el tiempo amenazado. El
que tiene una guardia personal de 300 comandos y que se hace construir un absurdo
búnker o guarida en la casa de playa Arica. Algo así como un espacio “conchudo”,
totalmente protegido de la visión de cualquiera. Más decisivamente aun es el
Montesinos que se boicotea, que no termina de hacer las cosas pulcramente, que deja
regadas pistas y huellas que lo delatan. Resulta muy difícil ponderar cada una de estas
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figuras en la subjetividad de Montesinos. No obstante, si habría que apostar por el
peso decisivo de alguna de ellas, yo me quedaría con la tercera. Sin embargo, no dejo
de darme cuenta de que se trata, probablemente, de un buen deseo que nace de una
infancia cristiana. Es decir, esta apreciación no resulta de un examen desapasionado
de la realidad para el que, de otro lado, carezco de fuentes suficientes.

En la biografía de Montesinos, de otro lado, queda clara la afinidad entre autoritarismo,


corrupción y perversión sexual. Es probable que lo que esté detrás de estos
fenómenos sea una voluntad de “poseer” al otro, de utilizarlo como objeto de goce.
Montesinos, el “rey de los pendejos”, el que no respeta ley alguna, no puede entablar
sino relaciones de posesión, de señor-siervo con las personas que lo rodean. Si los
otros dejan de ser sujetos autónomos para convertirse en objetos, entonces el ser
deseado por ellos no produce ninguna satisfacción, pues, como señaló Hegel, en la
medida en que el deseo del siervo no es libre, sino que está capturado, este deseo no
vale nada. En su soledad, al cínico mayor no le queda sino entretenerse con los otros
usándolos como objetos para la actuación de sus fantasías. Logra, así, goces intensos
pero fugaces, que buscan ser reiterados en una dinámica viciosa que lo aleja de la
condición de sujeto libre, que lo enreda en sus circunstancias, que lo fuerza a una
reiteración permanente.

El papel de los medios de comunicación ha sido decisivo en la denuncia de la


corrupción. Este hecho, que ha generado tanto entusiasmo, debe ser, sin embargo,
relativizado.

1.- La denuncia de los medios no proviene, en la mayoría de los casos, de un


compromiso firme con la verdad, sino de la expectativa de un alto rating que significa,
desde luego, una mayor utilidad. Es así que muchos propietarios de medios de
comunicación y muchos periodistas, de haber sido defensores del fujimorismo, se han
convertido ahora en portavoces de la moralidad pública. Lo serio del caso es, desde
luego, que en este cambio de posiciones no media una explicación pública, un
arrepentimiento razonado, un pedido de disculpas. Nada garantiza, entonces, que si
ocultar la verdad se vuelve otra vez más rentable, porque hay un gobierno dispuesto
a comprar la complicidad de los medios, esta abdicación a la verdad no vuelva a
repetirse. De otro lado, cabe también sospechar sobre las motivaciones de muchos
de los periodistas. El goce exaltado con que se denuncia la corrupción es una
ratificación narcisista tan poderosa que hace pensar que antes de estar interesados
en la verdad muchos periodistas lo están en su propio protagonismo personal.

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2.- La avidez del público por consumir las denuncias de corrupción debe ser
igualmente sometida a un análisis. Muchas veces el “deseo de escándalo” es lo que
prima. No importando tanto el contenido de la denuncia. A esta situación se le podría
llamar la “magalyzación de la política”. Es decir, el predominio del sensacionalismo
sobre la veracidad. En este caso, el escándalo no implica tanto una indignación moral
que impulse a reparar la situación, sino una secreta complacencia con que las cosas
estén tan mal. Lo decisivo no es, entonces, una solidaridad con los afectados y el
orden moral, sino el deseo de corroborar que “todos estamos en el fango”. Prueba
contundente de este hecho es el bajo rating que alcanzaron las audiencias
organizadas por la Comisión de la Verdad y Reconciliación, donde se presentaban los
testimonios de los afectados por la violencia. A la mayoría del público simplemente no
le interesó enterarse de una situación donde eran convocadas la solidaridad y la
indignación reparativa. En cambio, conocer las intimidades de las figuras públicas,
especialmente sus miserias, resulta muy atractivo.

De todo lo anterior se colige que la centralidad del papel de los medios en la lucha
contra la corrupción tiene pies de barro. No parte de principios sólidos, ni llega
tampoco a un público presto a comprometerse en la lucha. Por lo contrario,
muchísimas personas hacen suyo el adagio de que “está bien que robe, pero que
haga”. La exigencia de moralidad es, pues, muy relativa. Existe una “licencia social”
para robar. En la medida en que sea visible una eficiencia, a la gente no le interesa
demasiado saber la licitud de los procedimientos empleados para alcanzarla. En
cualquier forma, sin embargo, las cautelas citadas no pueden hacernos desconocer la
centralidad de los medios de comunicación y la importancia de su impulso para hacer
transparente la gestión pública. Un gobierno democrático no podría traspasar un
umbral de corrupción so pena de verse aislado y revocado de su mandato. En la
actualidad, la corrupción generalizada implica el silenciamiento autoritario o mafioso
de los medios de comunicación.

VI

¿De una sociedad de cómplices a una sociedad de ciudadanos? Una sociedad de


cómplices tolera la transgresión. Todos tenemos rabo de paja, todos moramos en el
fango. Nadie puede tirar la primera piedra. La transgresión que hoy disculpo en el otro
es la misma que mañana yo mismo puedo cometer. Mi disponibilidad a evadir la ley
me compromete a no exigir moralidad a los otros. Todos somos solidarios en la culpa.
Estamos enfeudados a la admiración que nos despierta el “vivo”, el "que la sabe
hacer". Una admiración secreta, un deseo de estar en su lugar, nos hace sentir que
seríamos inconsecuentes e hipócritas si juzgamos y descalificamos al transgresor.

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¿Por qué habría de condenar en el otro lo que yo mismo haría si estuviera en su lugar
?

La fantasía de la complicidad resta peso a la autoridad y la ley. Una sociedad marcada


por esta ficción es una sociedad asechada por el caos. No hay control social que
prevenga el abuso. En una sociedad así el poder desnudo se impone y el exceso de
goce de algunos lo pagan los abusados que no se quejan pues, en el fondo, envidian
a los abusadores y hasta luchan por estar en su lugar. Pero, vista más de cerca, esta
imagen de una "sociedad de cómplices" es ante todo una fantasía ideológica llamada
a legitimar el provecho de los más vivos o inmorales. En efecto, muchos más son los
que sufren, predominantemente, el abuso en relación a aquellos que,
predominantemente, ejercen el abuso. El trabajador excluido, subpagado y con un
empleo precario, podrá pegar a sus hijos y a su esposa, pero a escala social es más
un abusado que un abusador. Ello por no hablar de la niña del mundo campesino que
es como quien dice la última rueda del coche, el eslabón final de la cadena. Entonces
la idea de que todos estamos en falta invisibiliza no solo la desigualdad de las
transgresiones sino también los eslabones finales; digamos la "cholita del cholo". No
es lo mismo robar 10 millones de dólares que dejarse coimear con 20 soles. No
obstante el aceptar el llamado a ejercer el abuso en nuestro modesto nivel nos
desmoviliza. La fascinación por el sinvergüenza nos resta la cohesión e integridad
necesarias para la denuncia. Nos fragmenta, lanzándonos a una pasividad resignada.

La "sociedad de cómplices" es una fantasía ideológica pues una sociedad así no


podría existir ya que la inexistencia de ley llevaría a una guerra de todos contra todos.
Los asesinatos, abusos y venganzas no tendrían freno. Sería el regreso a la (mítica)
barbarie. De hecho sólo hay transgresión donde hay ley. Demás está decir que una
sociedad así no puede ser ni democrática, ni progresiva. La corrupción y la
complicidad redistribuyen regresivamente las oportunidades y convierten al orden
social en precario, inestable y conflictivo. En realidad esta fantasía está hecha a la
medida de los intereses de los grandes corruptos, de aquellos para quienes el abuso
significa una ganancia neta, que reparten migajas, especialmente la licencia para que
los débiles abusen de los más débiles. Con las migajas y la permisividad legitiman su
posición. Su interés aparece como general. El problema está desde luego en que los
abusados aceptan el abuso porque no creen en la justicia y la igualdad ante la ley,
porque añoran estar en el puesto que les permita abusar.

La autorepresentación del Perú como una "sociedad de cómplices", donde todo el


mundo le saca la vuelta a la ley y donde se apañan las culpas, es impulsada por los
corruptos. En el fondo para ser eficaz esta ficción depende de la admiración que nos
despierta la figura del hombre sin ley, el patrón que hace lo que quiere. Por tanto, solo
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desde la renuncia a nuestros deseos ilícitos podemos romper el cautiverio a que nos
somete esa figura. Solo entonces podremos consolidar una "sociedad de ciudadanos".

VII

Para una conceptualización más potente de la "sociedad de cómplices" es necesario


definirla como un "contrato social imaginario". Es decir, una fantasía colectiva que
autoriza a todo el mundo a hacer lo que le viene en gana. No obstante, y nunca será
suficiente repetirlo, se trata de una fantasía que tiene un poder solo limitado para
estructurar la realidad pues si se universalizara la vida social sería imposible. Por
tanto, paradójicamente, esta fantasía es eficaz en la medida en que sus efectos son
limitados. En realidad ella encubre el abuso, naturalizándolo como anclado en la
misma esencia humana. Desde luego el abuso de los menos sobre los más.

En Tótem y Tabú, Freud teoriza la institución de la ley y la sociedad. En la mítica


"horda primitiva", imaginada por el fundador del Psicoanálisis, la única ley era el
capricho del macho primordial. El orden resultaba de la capacidad del padre de
golpear a los hijos, de excluirlos del goce de poseer a las mujeres del grupo.
Lógicamente los hijos terminan por rebelarse y asesinan al padre. No obstante, de allí
en adelante, nadie va a ocupar el lugar del padre muerto. Entonces, el orden basado
en la discrecionalidad de una persona que acapara todos los goces es sustituido por
otro orden donde todos sacrifican la expectativa de ser los "machos primordiales"; es
decir, la fantasía de omnipotencia, para basados en esta renuncia constituir una
autoridad a la que se delega la tarea de distribuir los goces en función de principios
compartidos por todos. La autoridad puede generar desigualdades pero ella está
comprometida con una ley.

En el caso de las sociedades democráticas la autoridad se funda en la "fantasía


meritocrática". Es decir, en el ideal de una sociedad donde todos somos iguales frente
a la ley y donde cada uno gana lo que tiene gracias a su esfuerzo. Las diferencias
están basadas pues en el mérito y nadie tendría porque albergar resentimiento o
envidia. En realidad una tal sociedad está muy lejos de existir. Baste recordar la
institución de la herencia para tomar conciencia de que las oportunidades, aun en las
sociedades más "avanzadas", están muy desigualmente distribuidas. No obstante,
nadie negaría la pujanza de este ideal y su capacidad para inspirar cambios en la
realidad. En todo caso lo que está fuera de duda es que la vigencia de la ley,
cualquiera que esta sea, pacifica pues los individuos sabemos nuestros límites y
hacemos de la renuncia al goce ilícito la base de nuestra dignidad. En estas
circunstancias es posible la "moralidad pública".

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Desde esta perspectiva podemos teorizar con más vigor el "contrato social" implícito
en la sociedad de cómplices. En este modelo existe una ley, pero esta ley no es muy
respetada. Ocurre que muchos no han declinado de su pretensión de omnipotencia.
Entonces constantemente transgreden las normas ante la indiferencia o hasta
complicidad de los demás. Esta situación implica que la ley no ha sido interiorizada si
no a medias. Existe una tolerancia o licencia social, un ambiente de impunidad. Es
claro que la debilidad de la ley es una incitación a la transgresión.

Pero aquí es necesario hacer diferencias. No todas las transgresiones tienen las
mismas causas, ni consecuencias, aunque se basen en la debilidad con que la ley ha
sido interiorizada. En concreto, habría que diferenciar la transgresión "viciosa" de la
transgresión que podríamos llamar "utilitaria". Ejemplo de la primera es Vladimiro
Montesinos, a quien ya nos hemos referido. Ejemplo de la segunda puede ser Óscar,
un modesto chofer de combi. Óscar se siente, con razón, abrumado por la necesidad.
Los 35 soles diarios que gana apenas le permiten mantener su hogar. Además su
esposa está enferma. Llevar más pasajeros de los debidos, manejar temerariamente,
son para él conductas (casi) perentorias. Entonces comete muchas infracciones, se
ha ganado muchas multas. Lo interesante de su caso es que él vive estas sanciones
como arbitrarias e injustas, casi como una conspiración para perjudicarlo. Sabe que
hay un reglamento pero para él su necesidad prevalece. No pasa por su cabeza la
posibilidad de que su trabajo fuera más sencillo si todos cumplieran los reglamentos.
Otra vez: se siente justificado por una necesidad que lo ofusca. Es decir, Óscar
reniega de cualquier control pues sólo percibe el aspecto limitante de la disciplina; en
cambio, no puede ver que el ejercicio de la autoridad tiene como compensación, un
aspecto ordenador, que facilita y pacifica. En un aspecto Óscar tiene toda la razón. Si
él respetara los reglamentos sus magros ingresos disminuirían. Sería aun más pobre
porque tendría menos pasajeros. De otro lado, sin embargo, es claro que él no ha
interiorizado la ley en profundidad. En realidad casi no tiene conciencia de estar
transgrediendo. El cree hacer lo justo para defenderse. No hay pues un sentimiento
de culpabilidad.

De otro lado, podrían identificarse otras transgresiones que no son ni "viciosas", ni


"utilitarias", en el sentido de motivadas por la sobrevivencia. Se trata de la transgresión
de quien inflige la ley cuando puede. La autoridad no le merece respeto, "todo el
mundo lo hace", empezando por las propias figuras que encarnan la autoridad. Más
que goce en esta transgresión tenemos un provecho, la obtención de una ventaja que
puede o no perjudicar al resto [6]. En este último sentido hay "algo sano" en el sentido
común criollo. No dejarse avasallar por la ley, la legitimidad de una "transgresión
prudente".

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Detrás de la ficción de la "sociedad de cómplices" está presente una ontología de la
condición humana. La idea básica es que hombres y mujeres estamos inclinados
hacia el mal. Somos depredadores precariamente controlados por leyes que no deben
merecer mucho respeto.

VIII

La transgresión es un fenómeno mayoritariamente masculino. Las razones de este


hecho son muy profundas. Baste aquí algunas aproximaciones. La creación cultural,
la elaboración simbólica, está dominada por el sexo masculino. La subordinación
femenina descansa en una violencia simbólica, en un conjunto de representaciones
que postulan a la mujer como el "sexo débil", siempre necesitado de protección y
autoridad. La forma en que las mujeres viven su vida está pues mediatizada por
modelos creados por los hombres y reproducidos por ellas, modelos que tienden a
limitar su desarrollo humano. La opresión de la subjetividad femenina significa el
silenciamiento de sus experiencias más profundas; experiencias que difícilmente
pueden ser simbolizadas precisamente por la fuerza de los estereotipos que le son
impuestos. Se trata, típicamente, de la idea de que la mujer es abnegación y entrega.
Tanto más valiosa cuanto menos guarde para sí. Paradójicamente, entonces, como lo
señala, Julia Kristeva[7], la relación de la mujer con el orden simbólico es a la vez de
una mayor subordinación y de una menor representación. Justo lo contrario ocurre en
el caso del hombre que está más representado pero menos subordinado al orden
simbólico. Sea como fuere, el hecho es que las diferencias sexuales son significadas
por la cultura de manera que la mujer resulta ser más obediente y el hombre más
transgresivo.

La "sociedad de cómplices", es una fantasía masculina. El vínculo de complicidad se


da, básicamente, entre hombres. Las mujeres acatan mucho más la ley. Según Luce
Irigaray está diferencia no solo sería cultural e histórica sino que estaría anclada en la
propia biología del cuerpo femenino. En efecto, Irigaray piensa que en la actualidad el
modelo dominante de socialidad está inspirado en el darwinismo. Sucede entonces
que nos representamos como individuos que luchan entre sí de manera que nuestra
vida es un combate agónico por la supremacía. El otro es un competidor al que
debemos derrotar; básicamente, destruir su pretensión de aventajarnos. Esta
socialidad es sin embargo para Irigaray distintivamente masculina. La sociedad no
podría existir si ella fuera la única existente. En efecto, a esta socialidad, Irigaray
contrapone una socialidad nutricia, basada en el amor, que encuentra su modelo en
la relación madre-hija(o). En la biología del cuerpo humano el darwinismo parece ser
realidad. En efecto, invadidos por una bacteria, o cuerpo extraño, nuestro sistema
inmunológico genera anticuerpos que destruyen esa presencia foránea. Pero esta
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regla tiene una excepción fundamental. El cuerpo de la madre gestante no ataca al
feto, aunque no sea enteramente suyo pues la mitad de los genes corresponde al
padre. Entre la madre y el feto se sitúa la placenta, órgano mediador a través del que
los nutrientes pasan al feto y los residuos de este son metabolizados por la madre. La
nueva vida se alimenta de la madre pero le arroja sus desechos. De manera similar,
otro hecho ignorado por la visión darwinista es que las relaciones competitivas no
serían posibles de no haber un espacio afectivo donde reparar las energías gastadas
en la lucha: el espacio cálido del hogar que está fuera de la competencia. La familia
es el dominio de la gratuitad y el amor.

Entonces la prevalencia del modelo de la sociedad de cómplices está asociada a la


hegemonía de los valores patriarcales y machistas. La fuerza, el valor, el éxito son las
virtudes supremas. Pero aunque aparezcan como universales, en realidad ellas se
aplican sobre todo a los hombres. A las mujeres, mientras tanto, se les enseña a cuidar
del otro aun a expensas de sí mismas. Entonces llegamos a la conclusión que la
"sociedad de cómplices" es posible en tanto se nutre de otra socialidad, que a larga
es más fundamental, por lo menos en la esfera privada. Nos estamos refiriendo al
contrato patriarcal. Al hombre que provee y protege, y a la mujer que atiende. Una
relación posesiva, dice Irigaray, es una relación en que una de las partes, la "poseída",
no puede decir que no. La alteridad radical de la mujer no puede aparecer ante el
varón, ella tiene que ser complaciente. El patriarcado es pues la condición de
posibilidad de la "sociedad de cómplices". La esfera doméstica es un espacio de
amortiguación donde prevalece una ley que pacifica y ordena, que permite la
reproducción de las energías para el combate.

Este panorama es, desde luego, muy relativo pues la hegemonía de los valores
masculinos los hace atractivos también a las mujeres. Entonces la disminución de la
fertilidad y la obsesión existista pueden cundir entre las mujeres. Se pierde entonces
una "reserva de moralidad". En este caso la "sociedad de cómplices" encontraría
menos trabas y la competencia ilimitada, la guerra de todos contra todos, haría el
mundo inhabitable.

Pero volvamos al caso peruano. El patriarcado reina pero el discurso de la equidad ha


hecho grandes avances. Paradójicamente estos avances pueden ser
contraproducentes pues seducidas por los valores masculinos las mujeres pueden ser
también "compinches". Formar parte de la "sociedad de cómplices" que ellas permiten
y fundamentan pero que también critican pues se encuentran marginadas de sus
dudosos beneficios.

IX
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Patricia Ruiz Bravo ha llamado la atención sobre el hecho de que si la mayoría de la
población peruana no se ha interesado por los resultados de la Comisión de la Verdad
y Reconciliación, ello obedece en mucho a que la gente no imagina que hubiera sido
posible otro tipo de política contra la insurrección senderista. Entonces, se piensa que
lo que sucedió, los miles de muertos indígenas, está muy mal pero que no había otra
manera. El sentimiento de fatalidad termina por enterrar lo sucedido, de manera que
existe muy poca disponibilidad para examinar, colectivamente, la dinámica de la
violencia. Ahora bien, el “determinismo retrospectivo” (lo que sucedió tenía que ocurrir
de la manera que pasó) es una creencia que pone de manifiesto la falta de capacidad
crítica e imaginación. El historiador E. H. Carr dice que la labor de la historia es
devolver al pasado la incertidumbre propia del presente. Esto implica, en el caso que
nos concierne, que hubo virtualidades no realizadas; es decir, que los momentos de
indeterminación fueron dejados atrás por decisiones que no eran inevitables. En mi
libro Razones de Sangre he argumentado que existían dos alternativas de respuesta
a la insurrección senderista. La primera, que fue la efectivamente tomada, consistió
en atacar las “zonas rojas”, tratando de arrinconar a sangre y fuego la presencia
senderista en las comunidades campesinas. Estrategia que produciría decenas de
miles de muertos y miles de millones de dólares en gastos militares y otros. La
segunda era concentrarse en la inteligencia policial a fin de atrapar a Guzmán y su
cúpula. Esa estrategia comenzó a hacerse efectiva recién a fines de los años 80. No
obstante, gracias a ella, la insurrección senderista recibió el golpe del cual no pudo
reponerse: la captura de su jefe supremo, Abimael Guzmán. Si esa estrategia se
hubiese puesto en práctica a principios de los 80 no hubiera sido necesaria la
represión cruenta y otra hubiera sido la historia del país.

Aunque puede explicarse el retardo de la inteligencia policial, eso no quita, sin


embargo, que ella fuera el camino más eficaz y menos costoso. Entonces, que la
sociedad peruana sepa que hubo otra posibilidad, que irresponsablemente no fue
tomada, implica desvanecer el sentimiento de fatalidad de que las cosas no pudieron
ocurrir de otro modo. Si esta idea se divulgara, entonces se abrirían una serie de
preguntas conducentes a reexaminar nuestro pasado, a elaborar una memoria
distinta, donde la falta de conocimiento de nuestra sociedad sobre sí misma, y el
desprecio racista por la vida del campesinado indígena, se convirtieran en factores
decisivos, pero no inevitables y suficientes de la tragedia que vivió nuestro país.

Una idea similar puede sustentarse respecto al tema de la corrupción. Si la gente no


imagina la posibilidad de una gobernabilidad no corrupta, entonces la corrupción
permanece naturalizada como un conjunto de prácticas demasiado implicadas en
nuestra vida social como para ser controladas. De esta actitud surge la frase ya citada
de que “está bien que robe, pero que haga”. Es decir, el fatalismo y la resignación. La
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clave estaría, entonces, en imaginar luchas más eficaces contra la corrupción. Luchas
que tienen que partir de la ruptura, en cada peruano, y también peruana, de la
aspiración a la complicidad. Ello haría posible la movilización de los
excluidos/excluidas contra la gobernabilidad corrupta y la demanda de una gestión
eficaz y transparente. Más que en el Poder Judicial y/o en los medios de
comunicación, la lucha decisiva se libra en la conciencia de todos los peruanos, y, otra
vez, cada vez más en la conciencia de las peruanas, en el éxito por liberarse de la
admiración, pese a todo, resistible, que nos despierta el transgresor. Lograr romper
con esta identificación llevaría a destruir la eficacia de la ficción de la “sociedad de
cómplices”.

_______________________
[1] Dentro de la mitología fundadora del mundo criollo el cuento de Felipe Pardo Un viaje, sobre el “niño Goyito”
ocupa un lugar difícil de ser suficientemente destacado. Gregorio, el “niño” Goyito tiene 50 años y nunca ha hecho
algo por sí mismo. Rodeado de sus hermanas, “la menor de las cuales puede ser su madrina”, tías y sirvientas,
Goyito es el centro del mundo. Todos le prodigan atenciones y se disputan su cuidado. Para Goyito sus deseos se
cumplen “mágicamente” por la acción de esos otros a quienes remunera con su complacencia. Goyito es la figura
inversa del padre feroz de la horda primitiva, imaginado por Freud. En efecto, a diferencia del temible padre
freudiano el control que Goyito tiene sobre las mujeres se basa en su ternura y no tiene un componente sexual
explícito. Es dulce y se deja complacer. Ahora bien la figura de Goyito es una ficción que elabora un deseo
masculino de una madre protectora en la que se reniega de la propia autonomía. Hasta cierto punto un deseo
incestuoso pues la fusión con lo femenino y maternal lleva a una dependencia segura y confortable que hace
acordar la vida intrauterina. En todo caso para Goyito no hay otra ley que su propio deseo siempre anticipado por
su “corte”. En este sentido Goyito hace recordar la figura del sultán y su harem. Goyito es, evidentemente, un
privilegiado, un rentista con fortuna. No obstante este fundamento de su ser-en-el–mundo no es enfatizado por el
autor. Entonces Goyito no despierta resentimiento sino simpatía. La verosimilitud del personaje descansa pues en
el encarnar el anhelo de un “mundo para uno”. Ahora bien, Goyito se va de viaje. Desde Chile se urge su presencia
pues tiene que recibir una herencia. Pero, para él y su corte se trata de una empresa descomunal. Las indecisiones
y preparativos duran tres años. En el ajuar que le preparan las hermanas y allegados llaman la atención los dulces.
El dulce se asocia a lo femenino e infantil. A lo “glotón”. En su idealización constitutiva el limeño es dulcero,
“mazamorrero”. No gusta de las amarguras y de los contratiempos. Pretende que las cosas sean siempre fáciles y
felices.

[2] Permítaseme, para ilustrar el punto, mencionar el reciente spot publicitario a propósito del 35 aniversario de
Radio Mar. El spot se desarrolla en dos registros. El trasfondo es la reproducción de hechos traumáticos en la
historia reciente del país: golpes militares, inflación desbocada, desabastecimiento y violencia, la estafa de los
ahorristas. En fin, la vida de todos los días. Nada funciona como debiera. Pero sobre este trasfondo está la imagen
gozosa de la gente bailando salsa, la música que identifica a la radio en cuestión. La propuesta es pues evidente:
estamos jodidos pero contentos. Todo lo malo que pasa no es, después de todo, tan importante pues igual está
preservada nuestra alegría de vivir. El desorden queda entonces "naturalizado" como algo que podemos olvidar
gracias a la música y el baile que nos ofrece Radio Mar.

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[3] En la perspectiva de Castoriadis, Rosa Braidotti proporciona una lograda definición de imaginario social: “Por
imaginario social entiendo un conjunto de prácticas socialmente mediadas que funcionan como un punto de anclaje
–aunque contingente- para encuadrar y configurar la constitución del sujeto y, en consecuencia, para la formación
de la identidad. Estas prácticas son estructuras interactivas donde el deseo como anhelo subjetivo y la agencia
concebida en un sentido sociopolítico más amplio se configuran mutuamente. Ni imaginación “pura” -encerrada en
la clásica oposición a la razón-, ni “fantasía” en el sentido freudiano, el imaginario marca un espacio de transiciones
y transacciones. Es inter e intrapersonal. Dinámico, fluye como una suerte de adhesivo simbólico entre lo social y
el sí mismo, entre el afuera constitutivo y el sujeto, entre lo material y lo etéreo” Feminismo, Diferencia Sexual y
Subjetividad Nómade. Ed. Gedisa. Barcelona 2004. P. 154.

[4] Cuando al General Nicolás de Bari Hermosa se le descubrió cuentas en el exterior por un valor de 20 millones
de dólares, el general se defendió, no negando los hechos sino diciendo que esas cuentas correspondían a las
comisiones que desde siempre correspondían a los Comandantes Generales del Ejército.

[5] La vitalidad de este pacto entre la Iglesia y las mujeres descansa en la idea de que la transgresión y la
complicidad afectan sobre todo a las mujeres. El abandono paterno y la disgregación de la familia podrían evitarse
mediante una vigilancia femenina que encarnara el control social sobre las tentaciones de la calle.

[6] . En esta parte de mi argumentación me parece importante explicitar un punto de vista. Creo que la transgresión
es a veces justificable. En muchas sociedades existe el "goce de prohibir" que se prodiga en un exceso de
reglamentaciones que ponen en evidencia esa vocación autoritaria que pretende el control total sobre el individuo.
Para poner un ejemplo para mi extremo y por tanto claro. En Japón, en la ciudad de Kyoto, los semáforos
peatonales funcionan las 24 horas y se espera que sus señales sean acatadas. La persona que los desatiende es
mal vista y hasta abiertamente censurada. Pero muchas veces en la noche, estando solo y no habiendo carros a
la redonda, me parecía ridículo esperar el cambio de luz. Simplemente pasaba el rojo. Ciertamente una
transgresión que no perjudica a nadie y que rescata mi libertad.

[7] Julia Kristeva Las nuevas enfermedades del alma. Ed. Cátedra. Madrid 1995.

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