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Portocarrero, G. (2005) - La Sociedad de Cómplices
Portocarrero, G. (2005) - La Sociedad de Cómplices
La Sociedad de Cómplices
Como causa del desorden social en el Perú
Gonzalo Portocarrero
En este ensayo me propongo identificar una fantasía colectiva, una ficción que
fundamenta una socialidad, o vínculo intersubjetivo, que trabando el funcionamiento
de la ley, está, sin embargo, en la base misma del (des)orden social peruano. Esta
fantasía no es otra que la presunción de los otros, casi todos, son nuestros cómplices.
Entonces esos otros nos alentarán o envidiarán cuando ignoremos la ley. Cada uno
supone que la negación de la autoridad está consentida por (casi) todos los demás.
La generalización de esta fantasía implica un escepticismo sobre lo legítimo de la
autoridad que lleva a un rechazo de los límites impuestos por la sociedad; finalmente,
a un desconocimiento de los derechos de los demás. Tras esta fantasía de una
“sociedad de cómplices” se encuentra un deseo (infantil) de omnipotencia. Deseo
realizable —relativamente— en la medida en que la figura paterna es débil y en tanto
que existen otros acostumbrados a subordinarse[1]. Entonces el rechazo compartido
de las imposiciones sociales fundamenta una suerte de contrato, de un ajuste mutuo
de expectativas, que se cristaliza en una predisposición colectiva, o licencia social,
para transgredir la normatividad pública.
Pero, aunque se pague con la culpa, los hechos distintivos son la transgresión y la
complicidad. La fraternidad de los “niños omnipotentes” es en realidad la “sociedad de
cómplices”. No obstante, la fantasía de vivir sin límites solo puede ser verdad para
unos cuantos. La contrapartida necesaria de los “niños omnipotentes” es la extensión
de la servidumbre. Los sirvientes, solo en forma vicaria, a través de la identificación
con sus amos, pueden realizar el deseo de obrar según su gana. Por tanto la “sociedad
de cómplices” debe ser entendida, simultáneamente, como un tipo de vínculo social y
como una propuesta "ideológica", una forma de leer y dar por sentada nuestra
realidad. Un imaginario instituyente[3]. Es decir, se trata de “estructuras interactivas
donde el deseo como anhelo subjetivo y la agencia concebida en un sentido
sociopolítico más amplio se configuran mutuamente”. El vínculo de complicidad
supone el autoritarismo de los amos, los “bacanes”, y la sumisión de los sirvientes, las
“lornas”. Este vínculo es presentado como inevitable, como correspondiente a
características esenciales, prácticamente inmodificables, del ser humano en nuestra
colectividad.
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El uso generalizado del término corrupción pone en evidencia una distancia crítica, y
creciente, frente al modelo de la "sociedad de cómplices". En efecto, la proliferación
del empleo de esta expresión implica visibilizar una serie de prácticas
consuetudinarias que hasta hace poco estaban “naturalizadas”[4]. Costumbres que no
despertaban la atención que ciertamente merecen en tanto obstáculos a la
consolidación de un orden civilizado. En efecto, hubo que esperar el crecimiento
exponencial de la corrupción, evidenciado en los “vladivideos”, para que la sociedad
peruana tomara conciencia de que los procedimientos delictivos están profundamente
entretejidos en nuestra vida cotidiana. En realidad, con el término ‘corrupción’ ocurre
algo similar a lo que aconteció con el término ‘racismo’. Durante mucho tiempo el Perú
se definió como una sociedad donde los prejuicios raciales no tenían ninguna vigencia.
Eso del racismo era algo que ocurría en Sudáfrica o en Estados Unidos, pero no en el
Perú donde “quien no tiene de inga tiene de mandinga”. Con esta afirmación, desde
luego, se invisibilizaba la realidad cotidiana de la discriminación, la negación de la
ciudadanía a amplios sectores de la población. Como después ocurrió con el tema de
la corrupción, en el caso del racismo, hubo que esperar la violencia masiva e impune
contra miles de campesinos para comenzar a admitirnos como un país racista. Sea
como fuere, los términos “corrupción” y “racismo” no sólo ponen de manifiesto hechos
desapercibidos de puro reiterados, sino que además implican una posición crítica, de
condena, respecto del fenómeno que enuncian. Desde el momento que se acepta la
existencia del racismo la única actitud moral es combatirlo. De forma similar ocurre
con el término “corrupción”. En ambos casos, sin embargo, el “destape” y la denuncia
no son, de modo alguno, garantía de éxito. Son sólo el inicio de una larga lucha de
resultados inciertos; donde, por lo demás, es imprescindible, para empezar, sentar un
compromiso, una voluntad de combatir por la ciudadanía.
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Ahora bien, para no pecar de ingenuos es necesario preguntarse ¿en qué medida el
“impulso moralizador” no es sino un reclamo de integración a la clientela o a la mafia?
O, en otros términos: ¿En qué medida este impulso corresponde a una busca de
coherencia, a un rechazo de la complicidad? A inicios de la República, para Felipe
Pardo, la situación es muy clara: los excluidos son los que “quieren un ministerio”, los
que se valen de manera oportunista de una prédica moralizadora cuyo objetivo final
es el desplazar al grupo o mafia dominante. Para Pardo, las personas “que cuentan”
se dividen entre quienes tienen un ministerio y quienes quieren un ministerio. En esta
visión aparentemente desprejuiciada y realista, pero, en realidad, profundamente
cínica de la política se da por sentado que la moral y la ley son un asunto de
conveniencia, son armas arrojadizas que se usan según sea el caso. No obstante, a
esta corriente escéptica para la cual no se puede escapar de la corrupción, hay que
oponer las emergentes voces principistas que reivindican la validez de la ley como
única forma en que el Perú pudiera convertirse en una nación respetable y civilizada.
Es el caso, entre otros, de José Gálvez, el líder de los liberales, y de Francisco de
Paula Gonzáles Vigil, de quien Gonzáles Prada dijera que en el río de ciénaga que es
el siglo XIX peruano, se alza una columna de mármol, que es, precisamente, Vigil.
Es claro que en las campañas moralizadoras del siglo XIX hay mucho más
oportunismo que integridad. Así, apenas se perfiló la llamada “plutocracia guanera”,
surgió una visión crítica que tildó a dicho grupo de corrupto y oligárquico, reivindicando
una mayor fiscalización estatal de sus actividades. Esta crítica tendió a subestimar el
elemento empresarial moderno de esta nueva elite, sobreestimando, en cambio, su
dependencia del Estado y su carácter rentista (Carmen McEvoy ).
Con Manuel González Prada se cristaliza finalmente una tradición que ratificándose
en principios éticos se opone a la complicidad del "pacto infame de hablar a media
voz". Surge, entonces, finalmente, una política de principios. González Prada es el
profeta que condena radicalmente el presente en función de un futuro posible que es
el único que se correspondería con el amor al Perú y el cumplimiento de la ley.
González Prada trasciende el imaginario de su época, la "sociedad de cómplices",
para hacer de esas sombras difusas, de esas promesas casi olvidadas, una
posibilidad visible, demandante. Sentir asco por el presente, exigir consecuencia,
hacer del Perú una república; ése es el fundamento de su prédica inflamada. Su voz
caló hondo entre los jóvenes de los sectores acomodados. Estos jóvenes eran el
camino a través del cual su mensaje podía llegar a los trabajadores y a los indígenas,
grupos que podían hacer realidad el Perú íntegro con que soñaba. El mensaje de
Gonzáles Prada es decisivo para el surgimiento de la política moderna en el Perú del
siglo XX. Tanto el APRA como el Partido Comunista reconocen en él su precursor
decisivo.
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Pese a los impulsos moralizadores, la gobernabilidad corrupta continuó siendo la
forma de gestión dominante de las instituciones en el Perú. Desde el Estado hasta el
Poder Judicial, pasando por el Congreso y llegando a los poderes locales, y hasta
comprometiendo las mismas organizaciones de la sociedad civil. En este sentido, el
“fracaso” del gobierno del general Velasco, que respondía al eco de González Prada,
se debió a la “democratización” de la gobernabilidad corrupta. Si la Reforma Agraria
no tuvo éxito es porque las cooperativas llamadas a reemplazar a las antiguas
haciendas se convirtieron, también, en instituciones corruptas y poco transparentes.
Incapaces de una gestión eficaz. Entidades donde a la depredación cometida por la
alianza entre los gerentes y los sindicalistas, los trabajadores respondieron
disminuyendo su productividad. De esta manera, el ensayo de democratización de la
propiedad terminó en un penoso fracaso.
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2.- La avidez del público por consumir las denuncias de corrupción debe ser
igualmente sometida a un análisis. Muchas veces el “deseo de escándalo” es lo que
prima. No importando tanto el contenido de la denuncia. A esta situación se le podría
llamar la “magalyzación de la política”. Es decir, el predominio del sensacionalismo
sobre la veracidad. En este caso, el escándalo no implica tanto una indignación moral
que impulse a reparar la situación, sino una secreta complacencia con que las cosas
estén tan mal. Lo decisivo no es, entonces, una solidaridad con los afectados y el
orden moral, sino el deseo de corroborar que “todos estamos en el fango”. Prueba
contundente de este hecho es el bajo rating que alcanzaron las audiencias
organizadas por la Comisión de la Verdad y Reconciliación, donde se presentaban los
testimonios de los afectados por la violencia. A la mayoría del público simplemente no
le interesó enterarse de una situación donde eran convocadas la solidaridad y la
indignación reparativa. En cambio, conocer las intimidades de las figuras públicas,
especialmente sus miserias, resulta muy atractivo.
De todo lo anterior se colige que la centralidad del papel de los medios en la lucha
contra la corrupción tiene pies de barro. No parte de principios sólidos, ni llega
tampoco a un público presto a comprometerse en la lucha. Por lo contrario,
muchísimas personas hacen suyo el adagio de que “está bien que robe, pero que
haga”. La exigencia de moralidad es, pues, muy relativa. Existe una “licencia social”
para robar. En la medida en que sea visible una eficiencia, a la gente no le interesa
demasiado saber la licitud de los procedimientos empleados para alcanzarla. En
cualquier forma, sin embargo, las cautelas citadas no pueden hacernos desconocer la
centralidad de los medios de comunicación y la importancia de su impulso para hacer
transparente la gestión pública. Un gobierno democrático no podría traspasar un
umbral de corrupción so pena de verse aislado y revocado de su mandato. En la
actualidad, la corrupción generalizada implica el silenciamiento autoritario o mafioso
de los medios de comunicación.
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¿Por qué habría de condenar en el otro lo que yo mismo haría si estuviera en su lugar
?
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Desde esta perspectiva podemos teorizar con más vigor el "contrato social" implícito
en la sociedad de cómplices. En este modelo existe una ley, pero esta ley no es muy
respetada. Ocurre que muchos no han declinado de su pretensión de omnipotencia.
Entonces constantemente transgreden las normas ante la indiferencia o hasta
complicidad de los demás. Esta situación implica que la ley no ha sido interiorizada si
no a medias. Existe una tolerancia o licencia social, un ambiente de impunidad. Es
claro que la debilidad de la ley es una incitación a la transgresión.
Pero aquí es necesario hacer diferencias. No todas las transgresiones tienen las
mismas causas, ni consecuencias, aunque se basen en la debilidad con que la ley ha
sido interiorizada. En concreto, habría que diferenciar la transgresión "viciosa" de la
transgresión que podríamos llamar "utilitaria". Ejemplo de la primera es Vladimiro
Montesinos, a quien ya nos hemos referido. Ejemplo de la segunda puede ser Óscar,
un modesto chofer de combi. Óscar se siente, con razón, abrumado por la necesidad.
Los 35 soles diarios que gana apenas le permiten mantener su hogar. Además su
esposa está enferma. Llevar más pasajeros de los debidos, manejar temerariamente,
son para él conductas (casi) perentorias. Entonces comete muchas infracciones, se
ha ganado muchas multas. Lo interesante de su caso es que él vive estas sanciones
como arbitrarias e injustas, casi como una conspiración para perjudicarlo. Sabe que
hay un reglamento pero para él su necesidad prevalece. No pasa por su cabeza la
posibilidad de que su trabajo fuera más sencillo si todos cumplieran los reglamentos.
Otra vez: se siente justificado por una necesidad que lo ofusca. Es decir, Óscar
reniega de cualquier control pues sólo percibe el aspecto limitante de la disciplina; en
cambio, no puede ver que el ejercicio de la autoridad tiene como compensación, un
aspecto ordenador, que facilita y pacifica. En un aspecto Óscar tiene toda la razón. Si
él respetara los reglamentos sus magros ingresos disminuirían. Sería aun más pobre
porque tendría menos pasajeros. De otro lado, sin embargo, es claro que él no ha
interiorizado la ley en profundidad. En realidad casi no tiene conciencia de estar
transgrediendo. El cree hacer lo justo para defenderse. No hay pues un sentimiento
de culpabilidad.
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Detrás de la ficción de la "sociedad de cómplices" está presente una ontología de la
condición humana. La idea básica es que hombres y mujeres estamos inclinados
hacia el mal. Somos depredadores precariamente controlados por leyes que no deben
merecer mucho respeto.
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Este panorama es, desde luego, muy relativo pues la hegemonía de los valores
masculinos los hace atractivos también a las mujeres. Entonces la disminución de la
fertilidad y la obsesión existista pueden cundir entre las mujeres. Se pierde entonces
una "reserva de moralidad". En este caso la "sociedad de cómplices" encontraría
menos trabas y la competencia ilimitada, la guerra de todos contra todos, haría el
mundo inhabitable.
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Patricia Ruiz Bravo ha llamado la atención sobre el hecho de que si la mayoría de la
población peruana no se ha interesado por los resultados de la Comisión de la Verdad
y Reconciliación, ello obedece en mucho a que la gente no imagina que hubiera sido
posible otro tipo de política contra la insurrección senderista. Entonces, se piensa que
lo que sucedió, los miles de muertos indígenas, está muy mal pero que no había otra
manera. El sentimiento de fatalidad termina por enterrar lo sucedido, de manera que
existe muy poca disponibilidad para examinar, colectivamente, la dinámica de la
violencia. Ahora bien, el “determinismo retrospectivo” (lo que sucedió tenía que ocurrir
de la manera que pasó) es una creencia que pone de manifiesto la falta de capacidad
crítica e imaginación. El historiador E. H. Carr dice que la labor de la historia es
devolver al pasado la incertidumbre propia del presente. Esto implica, en el caso que
nos concierne, que hubo virtualidades no realizadas; es decir, que los momentos de
indeterminación fueron dejados atrás por decisiones que no eran inevitables. En mi
libro Razones de Sangre he argumentado que existían dos alternativas de respuesta
a la insurrección senderista. La primera, que fue la efectivamente tomada, consistió
en atacar las “zonas rojas”, tratando de arrinconar a sangre y fuego la presencia
senderista en las comunidades campesinas. Estrategia que produciría decenas de
miles de muertos y miles de millones de dólares en gastos militares y otros. La
segunda era concentrarse en la inteligencia policial a fin de atrapar a Guzmán y su
cúpula. Esa estrategia comenzó a hacerse efectiva recién a fines de los años 80. No
obstante, gracias a ella, la insurrección senderista recibió el golpe del cual no pudo
reponerse: la captura de su jefe supremo, Abimael Guzmán. Si esa estrategia se
hubiese puesto en práctica a principios de los 80 no hubiera sido necesaria la
represión cruenta y otra hubiera sido la historia del país.
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[1] Dentro de la mitología fundadora del mundo criollo el cuento de Felipe Pardo Un viaje, sobre el “niño Goyito”
ocupa un lugar difícil de ser suficientemente destacado. Gregorio, el “niño” Goyito tiene 50 años y nunca ha hecho
algo por sí mismo. Rodeado de sus hermanas, “la menor de las cuales puede ser su madrina”, tías y sirvientas,
Goyito es el centro del mundo. Todos le prodigan atenciones y se disputan su cuidado. Para Goyito sus deseos se
cumplen “mágicamente” por la acción de esos otros a quienes remunera con su complacencia. Goyito es la figura
inversa del padre feroz de la horda primitiva, imaginado por Freud. En efecto, a diferencia del temible padre
freudiano el control que Goyito tiene sobre las mujeres se basa en su ternura y no tiene un componente sexual
explícito. Es dulce y se deja complacer. Ahora bien la figura de Goyito es una ficción que elabora un deseo
masculino de una madre protectora en la que se reniega de la propia autonomía. Hasta cierto punto un deseo
incestuoso pues la fusión con lo femenino y maternal lleva a una dependencia segura y confortable que hace
acordar la vida intrauterina. En todo caso para Goyito no hay otra ley que su propio deseo siempre anticipado por
su “corte”. En este sentido Goyito hace recordar la figura del sultán y su harem. Goyito es, evidentemente, un
privilegiado, un rentista con fortuna. No obstante este fundamento de su ser-en-el–mundo no es enfatizado por el
autor. Entonces Goyito no despierta resentimiento sino simpatía. La verosimilitud del personaje descansa pues en
el encarnar el anhelo de un “mundo para uno”. Ahora bien, Goyito se va de viaje. Desde Chile se urge su presencia
pues tiene que recibir una herencia. Pero, para él y su corte se trata de una empresa descomunal. Las indecisiones
y preparativos duran tres años. En el ajuar que le preparan las hermanas y allegados llaman la atención los dulces.
El dulce se asocia a lo femenino e infantil. A lo “glotón”. En su idealización constitutiva el limeño es dulcero,
“mazamorrero”. No gusta de las amarguras y de los contratiempos. Pretende que las cosas sean siempre fáciles y
felices.
[2] Permítaseme, para ilustrar el punto, mencionar el reciente spot publicitario a propósito del 35 aniversario de
Radio Mar. El spot se desarrolla en dos registros. El trasfondo es la reproducción de hechos traumáticos en la
historia reciente del país: golpes militares, inflación desbocada, desabastecimiento y violencia, la estafa de los
ahorristas. En fin, la vida de todos los días. Nada funciona como debiera. Pero sobre este trasfondo está la imagen
gozosa de la gente bailando salsa, la música que identifica a la radio en cuestión. La propuesta es pues evidente:
estamos jodidos pero contentos. Todo lo malo que pasa no es, después de todo, tan importante pues igual está
preservada nuestra alegría de vivir. El desorden queda entonces "naturalizado" como algo que podemos olvidar
gracias a la música y el baile que nos ofrece Radio Mar.
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[3] En la perspectiva de Castoriadis, Rosa Braidotti proporciona una lograda definición de imaginario social: “Por
imaginario social entiendo un conjunto de prácticas socialmente mediadas que funcionan como un punto de anclaje
–aunque contingente- para encuadrar y configurar la constitución del sujeto y, en consecuencia, para la formación
de la identidad. Estas prácticas son estructuras interactivas donde el deseo como anhelo subjetivo y la agencia
concebida en un sentido sociopolítico más amplio se configuran mutuamente. Ni imaginación “pura” -encerrada en
la clásica oposición a la razón-, ni “fantasía” en el sentido freudiano, el imaginario marca un espacio de transiciones
y transacciones. Es inter e intrapersonal. Dinámico, fluye como una suerte de adhesivo simbólico entre lo social y
el sí mismo, entre el afuera constitutivo y el sujeto, entre lo material y lo etéreo” Feminismo, Diferencia Sexual y
Subjetividad Nómade. Ed. Gedisa. Barcelona 2004. P. 154.
[4] Cuando al General Nicolás de Bari Hermosa se le descubrió cuentas en el exterior por un valor de 20 millones
de dólares, el general se defendió, no negando los hechos sino diciendo que esas cuentas correspondían a las
comisiones que desde siempre correspondían a los Comandantes Generales del Ejército.
[5] La vitalidad de este pacto entre la Iglesia y las mujeres descansa en la idea de que la transgresión y la
complicidad afectan sobre todo a las mujeres. El abandono paterno y la disgregación de la familia podrían evitarse
mediante una vigilancia femenina que encarnara el control social sobre las tentaciones de la calle.
[6] . En esta parte de mi argumentación me parece importante explicitar un punto de vista. Creo que la transgresión
es a veces justificable. En muchas sociedades existe el "goce de prohibir" que se prodiga en un exceso de
reglamentaciones que ponen en evidencia esa vocación autoritaria que pretende el control total sobre el individuo.
Para poner un ejemplo para mi extremo y por tanto claro. En Japón, en la ciudad de Kyoto, los semáforos
peatonales funcionan las 24 horas y se espera que sus señales sean acatadas. La persona que los desatiende es
mal vista y hasta abiertamente censurada. Pero muchas veces en la noche, estando solo y no habiendo carros a
la redonda, me parecía ridículo esperar el cambio de luz. Simplemente pasaba el rojo. Ciertamente una
transgresión que no perjudica a nadie y que rescata mi libertad.
[7] Julia Kristeva Las nuevas enfermedades del alma. Ed. Cátedra. Madrid 1995.
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