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Para todas las personas

que fueron parte esta historia


se las dedico con todo el amor del mundo.

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RAULI RODRIGUEZ

EL NENE QUE SE ENAMORÓ DE


LA LUNA

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Una vez, hace mucho tiempo y muy lejos de acá,
había un niño llamado Nuen que se enamoró de la
Luna.

Cualquiera que lo viese se daba cuenta de que aquel


nene no era como los demás. Nunca jugaba. Nunca
corría por ahí armando alboroto. Y nunca se reía,
decía la gente. Algunos opinaban que el problema
era que nunca había tenido padres. Otros
aseguraban que tenía una gota de sangre feérica en
las venas y que eso impedía a su corazón conocer la
dicha.

Nuen tenía mala suerte, eso no podía negarse.


Cuando conseguía una camisa nueva, se le hacía un
agujero. Si le regalabas un dulce, se le caía al suelo.

Algunos afirmaban que el niño había nacido con


mala estrella, que estaba maldito, que había un
demonio que habitaba su sombra. Otros sentían
lástima por él, pero no la suficiente para tomarse la

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molestia de ayudarlo.

Un día, un calderero llegó por el camino hasta la


casa de Nuen. Fue extraño, porque el camino estaba
roto, y por eso nadie lo utilizaba.

- ¡Hola chico! -gritó el calderero apoyándose en su


bastón- ¿Tenes un poco de agua para un anciano?.

Nuen le llevo agua en una jarra de arcilla


resquebrajada. El calderero bebió y bajó la vista para
ver al niño.

- No pareces muy feliz, hijo. ¿Qué te pasa?

- No me pasa nada -respondió Nuen-. Me parece a


mí que uno necesita algo para ser feliz, y yo no
tengo nada…

Lo dijo con una voz tan monótona y con tanta


resignación que le partió el corazón al calderero.

- Creo que en mis fardos tengo algo que te hará feliz


-le dijo al chico-. ¿Qué me decís?.

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- Te digo que si me haces feliz, te estaré muy
agradecido -contestó Nuen-. Pero no tengo dinero
para pagarte, ni un sólo penique que dar, prestar o
regalar.

- Pues eso va a ser un problema -repuso el


calderero-. Porque lo mío es un negocio, no sé si me
explico.

- Si encontrás en tus fardos algo capaz de hacerme


feliz -dijo Nuen-, te daré mi casa. Es vieja y está rota,
pero tiene algún valor.

El calderero contempló la casa, vieja y enorme. Era


casi una mansión.

- Sí, ya lo creo-dijo.

Entonces Nuen miró al calderero, se puso serio y


dijo:
- Y si no podes hacerme feliz, ¿qué hacemos?. ¿Me
darás los fardos que llevas colgados a la espalda, el
bastón que llevas en la mano y el sombrero que te

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cubre la cabeza?.

Al calderero le gustaban las apuestas, y sabía


reconocer una provechosa. Además, sus fardos
estaban llenos a rebosar de tesoros traídos de los
Cuatro Rincones, y estaba convencido de que podría
impresionar a aquel crío. Así que aceptó el envite y
se estrecharon las manos.

Primero el calderero sacó una bolsa de canicas de


todos los colores del arco iris. Pero no hicieron feliz
al nene. El calderero sacó una bola de boliche. Pero
tampoco hizo feliz a Nuen.

El calderero rebuscó en el primer fardo. Estaba lleno


de cosas normales que habrían gustado a cualquier
niño normal. Dados, títeres, un barrilete, una pelota
de goma. Pero nada de aquello hacía feliz al nene.

Así que el calderero buscó su segundo fardo, que


contenía cosas más raras. Un soldadito que desfilaba
si le dabas cuerda. Un estuche de pinturas con
cuatro pinceles de distinto grosor. Un libro de
secretos. Un trozo de hierro caído del cielo...

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Así siguieron todo el día y hasta muy entrada la
noche, y al final el calderero empezó a preocuparse.
No le preocupaba perder su bastón. Pero se ganaba
la vida con sus fardos, y le tenía mucho cariño a su
sombrero.

Al final comprendió que iba a tener que abrir su


tercer fardo. Era pequeño, y dentro únicamente
había tres objetos. Pero eran cosas que el calderero
sólo enseñaba a sus clientes más acaudalados. Cada
uno de ellos valía mucho más que una casa rota. Sin
embargo, el calderero pensó que era mejor perder
uno que perderlo todo, incluido el sombrero.

Cuando el calderero se agachó para buscar su tercer


fardo, Nuen señaló y dijo:

- ¿Qué es eso?

- Son unos anteojos -respondió el calderero-. Son un


segundo par de ojos que te ayudan a ver mejor. -Los
tomó y se los puso -.

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Nuen miró alrededor.

- Lo veo todo igual -dijo. Entonces alzó la vista-.


¿Qué es eso?.

- Eso son las estrellas -contestó el calderero.

- Nunca las había visto.


-Se dio la vuelta mirando al cielo. Entonces se paró
en seco-. Y la vio, tan así que pensó que era mentira,
tan frágil, como un dibujo que el mismísimo diablo
un día se olvidó.

¿¡Qué es eso!?.

- Eso es la luna -contestó el calderero.

- Sé que eso sí me haría feliz –dijo tartamudeando


Nuen.

- Estupendo -dijo el calderero, aliviado-. Ya tenes


tus anteojos...

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- Contemplarla no me hace feliz -aclaró Nuen-.
Contemplar mi comida no me quita el hambre.

La quiero. La quiero para mí.

- No puedo darte la luna -dijo el calderero-. No es


mía. Es dueña de sí misma.

-A lo largo del tiempo, muchos intentaron


conquistarla, pero nunca nadie ha tenido la dicha.
- Sólo me sirve la luna -insistió Nuen.

_ En ese caso no pudo ayudarte -dijo el calderero


exhalando un hondo suspiro-. Mis fardos y todo lo
que contienen son tuyos.

El nene asintió con la cabeza, aunque sin sonreír.

- Y acá tenes mi bastón. Un bastón sólido y


resistente, te lo aseguro.

Nuen lo agarro.

- ¿Te importaría... -dijo el calderero de mala gana-


dejarme conservar el sombrero?. Le tengo mucho

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cariño...

- Ahora me pertenece -repuso Nuen-. si tanto cariño


le tenes, no deberías habértelo jugado.

El calderero le entregó el sombrero frunciendo el


ceño.

El niño se caló el sombrero, tomó el bastón y recogió


los fardos del calderero. Cuando encontró el tercero,
que el calderero todavía no había abierto, preguntó:

- ¿Qué hay en este?.

- Una cosa para que te atragantes -le espetó el


calderero-.

- No deberías enfadarte por un sombrero -le dijo el


chico-. Yo lo necesito más que vos. Voy a tener que
caminar mucho para encontrar la luna y hacerla
mía.

- Pero si no me hubieras quitado el sombrero, quizá


te habría ayudado a consquistarla -replicó el

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calderero.

- Podes quedarte mi casa rota -dijo Nuen-. Eso ya es


algo. Aunque tendrás que arreglarlas.

El nene se puso los anteojos y echó a andar por el


camino en dirección a la luna. Caminó toda la
noche, y sólo paró cuando la luna se perdió de vista
detrás de las montañas.

Caminó un día tras otro, buscándola sin descanso...

A Nuen no le costó mucho seguir a la luna porque


en aquella época la luna estaba siempre llena.
Colgaba en el cielo, redonda como una taza,
reluciente como una vela, inalterable.

Caminó día tras día hasta que le salieron ampollas


en los pies. Caminó meses y meses soportando el
peso de sus fardos. Caminó años y años y se hizo
alto y delgado, duro y hambriento.

Cuando necesitaba comida, la cambiaba por algún


artículo que encontraba en los fardos del calderero.

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Lo mismo cuando se le gastaban las suelas de los
zapatos. Nuen hacía las cosas a su manera, y se
volvió listo y astuto.

Y entretanto, pensaba en la luna. Cuando creía que


ya no podía dar ni un paso más, se ponía los
anteojos y la contemplaba, redonda, en el cielo. Y
cuando la veía, notaba un lento estremecimiento en
el pecho. Y con el tiempo empezó a pensar que
estaba enamorado.

Llegó el día en que el camino que seguía atravesó


Tinüe, como hacen todos los caminos. Siguió
recorriendo el gran camino de piedra hacia el este,
hacia las montañas.

El camino ascendía y ascendía. Nuen se comió el


último pan y el último queso que le quedaba. Se
bebió hasta la última gota de agua y la última gota
de vino. Caminó varios días sin comer ni beber, y la
luna seguía creciendo en el cielo nocturno.

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Cuando empezaban a fallarle las fuerzas, remontó
una cuesta y vio a un anciano sentado junto a la
entrada de una cueva. Tenía una larga barba gris y
llevaba una larga túnica gris. No tenía pelo en la
cabeza ni calzado en los pies.

Al verlo, el rostro del anciano se iluminó. Se levantó


y sonrió.

- Hola, hola -lo saludó con su clara y hermosa voz-.


Te encontrás muy lejos de todo. ¿Cómo está el
camino de Tinüe?.

- Largo -contestó Nuen-. Y duro, y cansado.

El anciano lo invitó a que se sentara. Le llevó agua,


leche de cabra y frutas. El nene comió con avidez, y
luego ofreció al hombre a cambio un par de zapatos
que llevaba en el fardo.

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- No hace falta, no hace falta -dijo el anciano
alegremente, agitando los dedos de los pies-. Pero
de todas formas, gracias por ofrecérmelos.

- Como quieras -dijo Nuen, encogiéndose de


hombros-. Pero ¿qué haces acá tan lejos de todo?.

- Encontré esta cueva mientras perseguía al viento -


contestó el anciano-. Decidí quedarme porque este
lugar es perfecto para lo que yo hago.

- Y ¿qué haces?.

- Soy el que escucha -respondió el anciano-. Escucho


lo que las cosas tengan que decir.

- Ah -dijo Nuen con cautela-. Y ¿este es un buen sitio


para hacer eso?.

- Sí, muy bueno. Excelente -confirmó el anciano-.


Para aprender a escuchar como es debido tenes que
alejarte mucho de la gente. -Sonrió-. ¿Qué te trae a
mi pequeño rincón del cielo?.

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- Busco a la luna.

- Eso es muy fácil -dijo el anciano apuntando el


cielo-. La vemos casi todas las noches, si el tiempo lo
permite.

- No. Yo la quiero quiero para mi. Si pudiera estar


con ella, creo que sería feliz.

El anciano lo miró con seriedad.

- ¿La queres para vos? ¿Cuánto tiempo llevas


persiguiéndola?.

- He perdido la cuenta de los años y los kilómetros.

El anciano cerró los ojos un momento y asintió con


la cabeza.

- Sí, puedo oírlo en tu voz. Lo tuyo no es ningún


capricho pasajero. -Se inclinó y acercó una oreja al
pecho de Nuen, Cerró los ojos otro largo rato y se
quedó muy quieto-. Oh -dijo en voz baja-, qué triste.
Tu corazón está roto y nunca has tenido

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oportunidad de utilizarlo.

Nuen cambió de postura, un tanto turbado.

- ¿Cómo te llamas? -preguntó El nene-. Si no te


molesta que te lo pregunte.

- No, no me molesta que me lo preguntes -repuso el


anciano-. Siempre que a vos no te moleste que no te
conteste. Si tuvieras mi nombre, tendrías poder
sobre mí, ¿no?.

- Ah, ¿sí?.

- Por supuesto. -El anciano frunció el entrecejo-. Eso


es así. Aunque no parece que sepas escuchar, es
mejor tener cuidado. Si consiguieras atrapar aunque
sólo fuera un poquito de mi nombre, tendrías algún
poder sobre mí.

Nuen se preguntó si aquel hombre podría ayudarlo.


Aunque no parecía muy corriente, el sabía que la
suya tampoco era una misión corriente. Si hubiera
estado intentando atrapar una vaca, le habría

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pedido ayuda a un granjero. Pero para atrapar la
luna, quizá necesitara la ayuda de un anciano
extraño.

- Has dicho que perseguías al viento -dijo Nuen-.


¿Llegaste a atraparlo?.

- En algunos aspectos, sí - respondió el anciano-. Y


en otros, no. Esa pregunta puede interpretarse de
muchas maneras, ¿me explico?.

- ¿Podrías ayudarme a conquistar a la luna?.

- Quizá pueda darte algún consejo -dijo el anciano


de mala gana-. Pero primero deberías reflexionar
sobre esto, chico. Cuando queres algo, tenes que
asegurarte de que eso te quiere a vos, porque si no,
pasarás muchos apuros persiguiéndolo.

- ¿Cómo puedo saber si me quiere? -preguntó Nuen.

- Podrías escucharla -dijo el anciano casi con


timidez-. A veces, eso hace maravillas. Yo podría
enseñarte a escuchar.

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- ¿Cuánto tardarías?.

- Un par de años -respondió el anciano-. Más o


menos. Depende de si tienes un don para ello.
Escuchar como es debido no es fácil. Pero cuando le
cojas el truco, conocerás a la luna casi tan bien como
te conoces a ti mismo.

Nuen negó con la cabeza.

- Es demasiado tiempo. Si consigo atraparla, podré


hablar con ella. Podré hacer...

- Bueno, eso es parte del problema -le interrumpió el


anciano-. En realidad no quieres atraparla. En
realidad no. ¿Piensas seguirla por el cielo?. Claro
que no. Lo que quieres es conocerla. Eso significa
que necesitas que la luna venga a ti.

- ¿Cómo puedo conseguir eso?.

-Bueno, esa es la cuestión, ¿verdad? dijo el anciano


sonriendo-. ¿Qué tienes tú que a la luna pueda

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interesarle? ¿Qué puedes ofrecerle a la luna?.

- Sólo puedo ofrecerle lo que llevo en estos fardos.

- No me refería a eso -masculló el anciano-. Pero si


quieres, podemos echar un vistazo a lo que tienes.

El ermitaño revisó el primer fardo y encontró


muchas cosas de utilidad. El segundo fardo contenía
objetos más caros y más raros, pero no más útiles.

Entonces el anciano vio el tercer fardo.

-Y ¿qué llevas ahí?.

- Ese nunca he podido abrirlo -dijo Jax-. El nudo se


me resiste.

El ermitaño cerró los ojos un momento y escuchó.


Entonces abrió los ojos, miró a Jax y frunció el
entrecejo.

- El nudo dice que intentaste romperlo. Que lo


forzaste con un chuchillo. Que lo mordiste con los

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dientes.

- Es verdad -admitió Jax, sorprendido-. Ya te lo he


dicho, intenté abrirlo por todos los medios.

- No por todos -dijo el ermitaño con retintín.


Levantó el fardo hasta que el nudo del cordón le
quedó a la altura de los ojos-. Lo siento muchísimo,
pero ¿te importaría abrirte?. -Hizo una pausa-. Sí. Te
pido perdón. No volverá a hacerlo.

El nudo se deslió. El ermitaño miró en su interior,


abrió mucho los ojos y dejó escapar un débil silbido.

Pero cuando el anciano desplegó el fardo en el


suelo, Jax dejó caer los hombros. Esperaba encontrar
dinero, piedras preciosas, algún tesoro que pudiera
regalar a la luna. Pero lo único que contenía aquel
fardo era un trozo de madera retorcido, una flauta
de piedra y una cajita de hierro.

La flauta fue lo único que le llamó la atención a Jax.


Estaba hecha de una piedra de color verde claro.

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- Cuando era pequeño tenía una flauta -dijo Jax-.
Pero se rompió, y nunca pude arreglarla.

- Todo esto es admirable -comentó el ermitaño-.

- La flauta es bonita -dijo Jax encogiendo los


hombros-. Pero ¿para qué sirve un trozo de madera
y una caja demasiado pequeña para guardar nada?.

_ ¿No lo oyes? -preguntó el ermitaño meneando la


cabeza-. La mayoría de las cosas susurran. Estas
cosas gritan. -Señaló el trozo de madera retorcido-.
Si no me equivoco, es una casa plegable. Y muy
bonita, por cierto.
- ¿Qué es una casa plegable?

- Puedes doblar un trozo de papel varias veces hasta


hacerlo muy pequeño, ¿verdad? -el anciano señaló
el trozo de madera-. Pues una casa plegable es lo
mismo. Sólo que es una casa, por supuesto.

Jax cogió el trozo de madera retorcido e intentó


enderezarlo. De pronto tenía en las manos dos
trozos de madera. De pronto tenía en las manos dos

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trozos de madera que parecían el marco de una
puerta.

- ¡No la despliegues aquí! -gritó el anciano- ¡No


quiero una casa delante de mi cueva tapándome el
sol!.

Jax intentó juntar de nuevo los dos trozos de


madera.

- ¿Por qué no puedo volver a plegarla?.

- Supongo que porque no sabes -respondió el


anciano-.Te sugiero que esperes hasta que sepas
dónde quieres ponerla y que no la despliegues del
todo hasta entonces..

Jax dejó con cuidado la madera y cogió la flauta.

- ¿Esto también es especial?. -Se la llevó a los labios,


sopló y produjo un trino parecido al de un
chotacabras.

Como todo el mundo sabe, el chotacabras es un ave

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nocturna, y no sale mientras brilla el sol. Sin
embargo, una docena de chotacabras descendieron
y se posaron alrededor de Jax, mirándolo con
curiosidad y parpadeando bajo la intensa luz del
sol.

- Yo creo que es algo más que una flauta normal y


corriente -comentó el anciano-.

- ¿Y la caja?- Jax estiró un brazo y la cogió. Era


obscura, y fría, y lo bastante pequeña para
guardarla en un puño..

El anciano se estremeció y desvió la mirada.

- Está vacía.

- ¿Cómo lo sabes, si no has mirado dentro?.

- Escuchando -respondió el anciano-. Me sorprende


que no lo oigas. Es la cosa más vacía que he oído
jamás. Tiene eco. Sirve para guardar cosas.

- Todas las cajas sirven para guardar cosas.

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- Y todas las flautas sirven para tocar música
cautivadora -replicó el anciano-. Pero esa flauta es
algo más. Con la caja pasa lo mismo.

Jax miró la caja un momento y la dejó con cuidado


en el suelo. Entonces empezó a atar el tercer fardo,
con los tres tesoros dentro.

- Me parece que voy a continuar mi camino -dijo


Jax.

- ¿Estás seguro que no quieres quedarte un mes o


dos aquí? -preguntó el anciano-. Podrías aprender a
escuchar un poco mejor. Escuchar es útil.

- Ya me has dado algunas cosas en las que pensar -


repuso Jax-. Y creo que tienes razón: no debería
perseguir a la luna. Debería hacer que la luna venga
a mí.

- Eso no es exactamente lo que yo he dicho -


murmuró el anciano. Pero lo dijo con resignación.
Como era un oyente experto, sabía que no lo

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estaban escuchando.

Jax se marchó a la mañana siguiente, siguiendo a la


luna por las montañas. Al final encontró un terreno
extenso y llano acurrucado entre las cumbres más
altas.

Jax sacó el trozo de madera retorcido y, trozo a


trozo, empezó a desplegar la casa. Tenía toda la
noche por delante y esperaba tenerla terminada
antes de que la luna apareciera en el cielo.

Pero la casa era mucho más grande de lo que él


había imaginado, no era una casita de campo, sino
una mansión. Es más, desplegarla resultó más
complicado de lo que Jax había imaginado. Cuando
la luna llegó a lo alto del cielo, todavía le faltaba
mucho para terminar.

Quizá Jax se diera prisa por eso. Quizá fuera


imprudente. O quizá es que Jax seguía teniendo
mala suerte.

El caso es que desplegó una mansión magnífica,

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inmensa. Pero no encajaba bien. Había escaleras que
en lugar de subir iban de lado. A algunas
habitaciones les faltaban paredes, y otras tenían
demasiadas. Muchas habitaciones carecían de techo,
y dejaban ver un cielo extraño cuajado de estrellas
que Jax no reconocía.

En aquella casa todo estaba un poco torcido. en una


habitación podías mirar por las ventanas y ver flores
de primavera, mientras que al otro lado del pasillo,
las ventanas estaban cubiertas de escarcha. Podía ser
la hora del desayuno en el salón de baile, mientras
que la luz del crepúsculo se filtraba en la habitación
de al lado.

Como en aquella casa nada era cierto, ni las puertas


ni las ventanas cerraban bien. Podían estar cerradas
incluso con llaves, pero nunca podías fiarte. y como
era una mansión inmensa, tenía muchas puertas y
ventanas, de modo que había muchas formas de
entrar y salir.

Jax no le dio importancia a nada de todo eso. Subió


corriendo a la torre más alta y se llevó la flauta a los

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labios.

Tocó una dulce canción bajo un firmamento


despejado. No era un simple trino de pájaro, sino
una canción que salía de su corazón roto. Era triste e
intensa. Revoloteaba como un pájaro con un ala
rota.

Al oírla, la luna descendió a la torre. Pálida,


redonda y hermosa, se plantó frente a Jax en todo
su esplendor, y por primera vez en su vida, Jax
sintió un atisbo de gozo.

Entonces hablaron, en lo alto de la torre. Jax le contó


su vida, su apuesta con el calderero y su largo y

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solitario viaje. La luna escuchaba, reía y sonreía..

Pero al final se quedó mirando al cielo con nostalgia.

Jax sabía qué significaba aquello.

- Quédate conmigo -suplicó-. Sólo puedo ser feliz si


eres mía.

- Debo irme -replicó ella- el cielo es mi hogar.

- Yo he construido un hogar para ti -dijo Jax


mostrándole su enorme mansión con un ademán-.
Aquí hay suficiente cielo para ti. Un cielo vacío,
para ti sola.

- Debo irme -insistió ella-. Ya llevo demasiado


tiempo aquí.

Jax levantó una mano como si fuera a agarrarla,


pero se detuvo.

- Aquí podemos tener el tiempo que queramos -


dijo-. En tu dormitorio puede ser invierno o

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primavera, según lo desees.

- Debo irme -dijo la luna mirando hacia arriba-. Pero


volveré. Soy inalterable. y si tocas la flauta para mí,
volveré a visitarte.

- Te he ofrecido tres cosas -dijo él-, Una canción, un


hogar y mi corazón. Si quieres irte, ¿por qué no me
ofreces tres cosas a cambio?.

La luna, desnuda, rió y extendió los brazos


mostrándole las palmas de las manos.

- ¿Qué tengo yo que pueda regalarte?. Pero si pudo


dártelo, pídeme y te lo daré.

Jax tenía la boca seca.

- Primero te pediría una caricia de tu mano.

- Una mano estrecha la otra, y te concederé lo que


me pides.

Estiró un brazo y lo acarició con una mano suave y

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fuerte. Al principio parecía fría, y luego
maravillosamente caliente. A Jax se le erizó el vello
de los brazos.

- Después te suplicaría un beso -dijo-.

- Una boca saborea a la otra, y te concederé lo que


me pides.

Se inclinó hacia Jax. Su aliento era dulce, y sus


labios, firmes como una fruta. Aquel beso le cortó la
respiración a Jax, y por primera vez en su vida, en
su boca asomó un amago de sonrisa.

- Y ¿cuál es tu tercera petición? -preguntó la luna.


Tenía los ojos obscuros e inteligentes, y su sonrisa
era sincera y cómplice.

- Tu nombre - suspiró Jax-. Así podré llamarte.

- Un cuerpo... -empezó la luna avanzando con ansia


hacia Jax. Entonces se detuvo-. ¿Sólo mi nombre? -
preguntó deslizando una mano alrededor de la
cintura de Jax-.

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Jax asintió.

La luna se le acercó más y le susurró al oído:


- Ludis...

Jax sacó la cajita negra de hierro, cerró la tapa y


atrapó el nombre de la luna.

- Ahora tengo tu nombre -dijo con firmeza-. Así


pues, tengo dominio sobre ti. Y te digo que debes
quedarte conmigo eternamente, para que yo pueda
ser feliz.

Y así fue. La caja ya no estaba fría. Estaba caliente, y


Jax notaba el nombre de la luna dentro,
revoloteando como palomilla contra el cristal de una
ventana.

Quizá Jax cerrara la caja demasiado despacio. Quizá


no la cerrara bien. O quizá sencillamente tuviera tan
mala suerte como siempre. Pero al final sólo
consiguió atrapar un trozo del nombre de la luna, y
no el nombre entero.

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Por eso Jax puede tener para él la luna un tiempo,
pero ella siempre se le escapa. Sale de la mansión
rota de Jax y vuelve a nuestro mundo. Aún así, él
tiene un trozo de su nombre, y por eso ella siempre
debe regresar a su lado.

Y por eso la luna siempre cambia. Y ahí es donde la


tiene Jax cuando nosotros no la vemos en el cielo.
Jax la atrapó y todavía la guarda.

...Pero sólo él sabe si es o


no feliz...

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