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Emmanuel Levinas
Extraído de:
Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro.
Pre-textos.Valencia 1993
Fenomenología
El sufrimiento es sin duda un dato de la conciencia, cierto "contenido psicoló gico", como
la vivencia del color, del sonido, del tacto, como cualquier otra sensació n. Pero este
mismo "contenido" se da pese-a-la-conciencia, como lo inasumible. Lo inasumible y la
"inasumibilidad". "Inasumibilidad" que no tiene que ver con la excesiva intensidad de una
sensació n ni con una "demasía" cuantitativa que superase la medida de nuestra
sensibilidad y de nuestros medios de aprehender y captar; se trata sin embargo de un
exceso, de un "demasiado" que se inscribe en un contenido sensorial, que penetra como
sufrimiento las dimensiones de sentido que parecen abrírsele o incorporá rsele. Es como
si, respecto al "yo pienso" kantiano capaz de reunir ordenadamente y de abarcar bajo sus
formas "a priori" los datos má s heterogéneos y dispersos, el sufrimiento no fuese
ú nicamente un dato refractario a la síntesis sino la forma misma en la que tal rechazo se
resiste a la unificació n de los datos en un conjunto dotado de sentido; lo que perturba el
orden y, al mismo tiempo, la perturbació n en cuanto tal. No solamente conciencia o
síntoma de un rechazo sino el propio rechazo: conciencia contranatura, que no opera
como "aprehensió n" sino como revulsivo. Una modalidad. Ambigü edad categorial de
cualidad y modalidad. Denegació n y rechazo de sentido que se impone como cualidad
sensible; se da ahí, a modo de contenido "experimentado", la forma en la que, en la
conciencia, lo insoportable no puede soportarse, la forma del no-soportar-se que,
paradó jicamente, es ella misma una sensació n o un dato. Estructura cuasi-contradictoria,
pero con una contradicció n que no es formal como la que se produce en el intelecto entre
lo afirmativo y lo negativo; contradicció n en forma de sensació n: dolencia del dolor, mal.
La Teodicea
En la ambigü edad del sufrimiento que sacaba a la luz el esbozo fenomenoló gico con el que
comenzá bamos este estudio, la modalidad se mostraba al mismo tiempo como contenido
o sensació n que la conciencia "soporta". Esta adversidad total, en cuanto quiddidad, entra
en conjunció n con otros "contenidos", que sin duda perturba, pero en los cuales adquiere
razones o se convierte en razó n. Ya en el interior de una conciencia aislada, el dolor de
sufrir puede adquirir el sentido de una pena que merece y espera un salario, y parece
perder así de diversos modos su modalidad de inú til. ¿No es sentida como medio para un
fin cuando despunta en el esfuerzo que conduce a una obra o en la fatiga que resulta de
ella? Puede descubrirse una finalidad bioló gica del sufrimiento, un papel de señ al de
alarma que se manifiesta para la preservació n de la vida contra los peligros solapados con
los que la amenaza la enfermedad. "Aumentar la sabiduría es aumentar las penas", dice el
Eclesiastés (1, 18), en donde el sufrimiento aparece cuando menos como el precio de la
razó n y del refinamiento espiritual. De este modo, el sufrimiento templaría el cará cter del
individuo. Sería necesario para la teleología de la vida comunitaria, en donde el malestar
social es una llamada de atenció n ú til para el bienestar del cuerpo colectivo. Esta utilidad
social del sufrimiento es necesaria para las funciones pedagó gicas del Poder en materia
de formació n, direcció n y represió n. ¿No es el temor al castigo el comienzo de la
sabiduría? ¿No es cierto que imaginamos que los sufrimientos, cuando se sufren como
sanciones, regeneran a los enemigos de la sociedad y del hombre? Es esta, en verdad, una
teleología política fundada en el valor de la existencia, en la perseverancia de la sociedad
y del individuo en el ser, en su bienestar admitido como fin ú ltimo y supremo.
Pero el malvado y gratuito sinsentido del dolor penetra incluso en esas formas razonables
que adoptan los "usos" sociales del sufrimiento que, en cualquier caso, no disminuyen el
escá ndalo de la tortura impactante y aislada de los disminuidos psíquicos. Bajo la
administració n racional del dolor en las sanciones, distribuida por los tribunales
humanos con la dudosa apariencia de represió n, el fracaso arbitrario y extrañ o de la
justicia en medio de las guerras, de los crímenes y de la opresió n de los débiles por los
fuertes, se afinan como una suerte de fatalidad con aquellos sufrimientos inú tiles que
derivan del azote de la naturaleza, como si se tratase de efectos de una perversió n
ontoló gica. Ademá s de la malignidad fundamental del sufrimiento revelada por su
fenomenología, ¿no es la experiencia humana el testimonio histó rico de la maldad y de la
mala voluntad?
3. El fin de la teodicea.
La sensació n de que, entre estos acontecimientos, el Holocausto del pueblo judío bajo el
imperio de Hitler se presenta como el paradigma de ese sufrimiento humano gratuito, en
donde el mal aparece en su horror diabó lico, no es quizá meramente subjetiva. La
desproporció n entre el sufrimiento y toda teodicea se manifiesta en Auschwitz con una
claridad cegadora. Su posibilidad pone en cuestió n la fe tradicional multimilenaria. ¿No
adquiere en los campos de exterminio la declaració n de Nietzsche acerca de la muerte de
Dios la significació n de un hecho casi empírico? ¿Por qué extrañ arse de que este drama de
la Historia Sagrada haya tenido entre sus actores principales a un pueblo asociado desde
siempre a esa historia, un pueblo cuyo destino y cuya alma colectiva sería erró neo
entender como limitados a un nacionalismo cualquiera, un pueblo cuya gesta, bajo ciertas
circunstancias, pertenece aú n a la Revelació n -aunque sea como apocalipsis- que "da a
pensar" o impide pensar a los filó sofos?
Quiero evocar aquí el aná lisis que de esta catá strofe de lo humano y de lo divino hace un
judío canadiense, el filó sofo É mil Fackenheim, de Toronto, en su obra y especialmente en
su libro La presencia de Dios en la historia, (6) traducido al francés y prologado por el
padre Bernard Dupuy. "El genocidio nazi del pueblo judío" -escribe- "aú n tiene
precedente en la historia judía. Tampoco lo tiene fuera de esa historia. Incluso los
genocidios consumados difieren del Holocausto nazi en dos aspectos: pueblos enteros
han sido asesinados por razones (pavorosas en cualquier caso) como la conquista del
poder, de un territorio, de la riqueza (...). Las masacres de los nazis son la aniquilació n por
la aniquilació n, la masacre por la masacre, el mal por el mal (...). Pero aú n má s ú nica que
el propio crimen fue sin duda la situació n de las víctimas. Los albigenses murieron a
causa de su fe creyendo hasta la muerte que Dios tenía necesidad de má rtires. Los
cristianos negros fueron masacrados por su raza, pero eran capaces de encontrar su
consuelo en una fe que no estaba en cuestió n. Los má s de un milló n de niñ os judíos
masacrados en el Holocausto nazi no murieron ni a causa de su fe ni por razones ajenas a
la fe judía, sino a causa de la fidelidad de sus abuelos, que les había convertido en niñ os
judíos" (pp. 123-124). Los originarios de las comunidades judías de la Europa oriental,
que constituyeron la mayor parte de esos seis millones de torturados y asesinados,
representaban a los seres humanos menos corrompidos por las ambigü edades de nuestro
mundo, y el milló n de niñ os asesinados poseía la inocencia de los niñ os. Muerte de
má rtires, muerte acaecida en la incesante destrucció n por parte de los verdugos de esa
dignidad de má rtires, una destrucció n cuyo acto final se cumple hoy en la contestació n
pó stuma del hecho mismo del martirio por los supuestos "revisores de la Historia". El
dolor en toda su malignidad y sin mezcla, sufrimiento en vano. Esto hace imposibles y
odiosos todos los pensamientos o declaraciones que explicarían el sufrimiento por los
pecados de quienes sufrieron o murieron. Pero este fin de la teodicea que se impone ante
la prueba má s desmesurada del siglo, ¿no revela, al mismo tiempo y de una forma má s
general, el cará cter injustificable del sufrimiento en el otro hombre, el escándalo en que
consistiría que yo justificase el sufrimiento de mi pró jimo? De modo que el fenó meno
mismo del sufrimiento, en su inutilidad es, en principio, el dolor de los otros. Para una
sensibilidad ética -que se confirma en la inhumanidad de nuestro tiempo y contra ella-, la
justificació n del dolor del pró jimo es ciertamente el origen de toda inmoralidad. Acusarse
sufriendo es, sin duda, la recurrencia propia del yo a sí mismo. Quizá por ello el para-otro
-la má s directa relació n con los demá s- es la má s profunda aventura de la subjetividad, su
intimidad ú ltima. Pero esta intimidad tiene que ser discreta. No puede ofrecerse como
ejemplo ni narrarse como discurso edificante. No podría convertirse en predicació n sin
pervertirse.
Entonces, el problema filosó fico que plantea el dolor inú til, cuando aparece en su
malignidad radical a través de los acontecimientos del siglo xx, concierne al sentido que
aú n pueden conservar, después del fin de la teodicea, tanto la religiosidad como la
moralidad humana de la bondad. Segú n el filó sofo que acabamos de citar, Auschwitz
comportaría, paradó jicamente, una revelació n del mismo Dios que sin embargo era
acallado en Auschwitz un mandamiento de fidelidad.
Renunciar, después de Auschwitz, a ese Dios ausente de Auschwitz -no garantizar la
continuidad de Israel -sería como coronar la empresa criminal del nacionalsocialismo que
pretendía la aniquilació n de Israel y el olvido del mensaje ético de la Biblia, del que el
judaísmo es el portador y cuya historia multimilenaria prolonga concretamente su
existencia como pueblo. Porque, si Dios estuvo ausente de los campos nazis de
exterminio, el diablo estuvo ostensiblemente presente. De ahí procede, para É mil
Fackenheim, la obligació n de los judíos de vivir y de seguir siendo judíos para no hacerse
có mplices de un proyecto diabó lico. El judío, después de Auschwitz, está abocado a su
fidelidad al judaísmo y a las condiciones materiales e incluso prá cticas de su existencia.
Esta reflexió n final del filó sofo de Toronto, formulada en términos que la convierten en
relativa al destino del pueblo judío, puede recibir una significació n universal. La
humanidad que asistió , desde Sarajevo hasta Camboya, a tantas crueldades en el curso de
un siglo en el que Europa, con sus "ciencias humanas", parecía estar llegando al final de su
tarea, la humanidad que -ya o aú n- respiraba en medios de estos horrores los humos de
los hornos crematorios de la "solució n final" en la que la teodicea se reveló bruscamente
imposible, ¿se dispone, indiferente a abandonar al mundo al sufrimiento inú til,
entregá ndolo a la fatalidad política -o a la deriva- de las fuerzas ciegas que infligen la
desgracia a los débiles y a los vencidos y se la ahorran a unos vencedores aliados con los
malvados? O bien, incapaz de adherir a un orden -o a un desorden- que sigue
considerando diabó lico, ¿no debería, con una fe má s difícil que nunca, una fe sin teodicea,
continuar la Historia Sagrada? ¿No debería proseguir una historia que apela ante todo a
los recursos del yo en cada uno y a su sufrimiento inspirado por el sufrimiento del otro
hombre, a su compasió n que es un sufrimiento no inú til (o amor), que ya no es
sufrimiento en vano y que tiene sentido pleno? ¿No estamos todos abocados -como el
pueblo judío a su fidelidad- al segundo término de esta alternativa en las estribaciones
del siglo veinte, tras el dolor inú til e injustificable que en él se ha expuesto y desplegado
sin sombra alguna de teodicea consoladora? (7) Nueva modalidad para la fe de nuestros
días e, incluso, modalidad esencial para nuestras certidumbres morales en la modernidad
que hoy despierta.
El orden interhumano
Contemplar el sufrimiento en una perspectiva interhumana -con sentido en mí, inú til en
los otros- como acabamos de intentar no consiste en adoptar un punto de vista relativo
con respecto a él, sino en restituirle las dimensiones de sentido sin las cuales el cará cter
concreto, inmanente y salvaje de su maldad en una conciencia no es má s qué una
abstracció n. Pensar el sufrimiento en una perspectiva interhumana no se reduce a
percibirlo en la coexistencia de una multiplicidad de conciencias, o en un determinismo
social, acompañ ado del simple saber que los hombres en sociedad pueden tener de su
proximidad o de su destino comú n. La perspectiva interhumana puede subsistir, pero
también puede perderse en el orden político de la Ciudad en el que la Ley establece las
obligaciones mutuas entre Ciudadanos. Lo interhumano propiamente dicho recide en la
no-indiferencia de los unos por los otros antes de que la reciprocidad de tal
responsabilidad, que se inscribirá en las leyes impersonales, venga a superponerse al
altruismo puro de tal responsabilidad inscrito en la posició n ética del yo en cuanto yo;
antes de todo contrato, que significa precisamente- el momento en el que, sin duda,
pueden continuar, pero también pueden atenuarse o extinguirse el altruismo y el
desinterés. El orden de la política -post-ético o pro-ético- que inaugura el contrato social
no es ni condició n insuficiente ni cumplimiento necesario de la ética. En su posició n ética,
el yo es distinto del ciudadano aislado que emana de la Ciudad tanto como del individuo
cuyo egoísmo natural precede a todo orden pero del que la filosofía política intenta -o
consigue-, desde Hobbes, extraer el orden social o político de la Ciudad.
Lo interhumano reside también en el recurso de los unos al auxilio de los otros, antes de
que la brillante alteridad de los demá s se banalice o minimice en un simple intercambio
de buenos modales establecida como comercio interpersonal en el seno de las
costumbres De ello hemos hablado en el primer pará grafo del presente estudio. Se trata
de figuras con un sentido estrictamente ético, distintas de aquellas que el yo y el otro
adquieren en lo que se llama estado de Naturaleza o estado civil. Hemos intentado
analizar el fenó meno del dolor inú til en la perspectiva interhumana de mi
responsabilidad respecto del otro hombre, sin esperanza de reciprocidad, de la exigencia
gratuita de auxiliarle, de la asimetría de la relació n entre el uno y el otro.