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Alienigena. Ernesto Martín
Alienigena. Ernesto Martín
Tad recorrió las ruinas del asentamiento esquivando los montones de escombros
y las enormes maquinas que aún aguardaban ser despertadas por unos dueños cuyos
cuerpos todavía se descomponían al sol.
El ruido de los pesados pasos, cada vez más cercanos, inundó la estancia. Un
recinto bastante amplio aparentemente destinado al almacenamiento de alimentos y
otros artefactos de utilidad desconocida. Tad los ignoró y volvió a ponerse en marcha
sustituyendo el cansancio por el miedo y el instinto de conservación.
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recopilaban datos acerca de la fisonomía, capacidades y tecnología de que disponía
aquella primitiva raza. Estudiar a aquellos seres resultaba mucho más sencillo sentado
ante relucientes informes holográficos que enfangado hasta las rodillas en los
desperdicios de su moribunda civilización.
El departamento de Tad, la comisión para el estudio de vida alienígena, fue el encargado
de dilucidar el arma más eficaz para acabar con unos seres que, en el terreno físico
serían duros adversarios y que, como especie, podían multiplicarse a una velocidad
alarmante comparado con los cánones normales. El problema por lo tanto radicaba en
encontrar un arma tan rápida que el enemigo no pudiera devolver el golpe y tan letal que
diezmara la población sin darle tiempo a repoblar el planeta.
La propuesta finalmente aprobada por aplastante mayoría fue: “Victoria”, un virus
genéticamente diseñado para acabar con la población indígena pero inocuo tanto para
los colonos como para la mayor parte de la flora y fauna autóctona.
El éxito fue abrumador. Tras un ataque relámpago en el que la mayor parte de la flota
colonizadora se acercó al planeta para dispersar el virus en la atmósfera, el ochenta y
seis por ciento de la población alienígena resultó afectada por el virus provocándoles
una muerte rápida e indolora. El ataque fue anotado en el registro de viaje como un
perfecto ejemplo de colonización frente a una raza indígena.
Sólo unos pocos lograron sobrevivir a los efectos de “Victoria”, todos demasiado
dispersos y desorganizados como para suponer una seria amenaza frente al poder de la
flota colonial.
El ruido fue breve, casi imperceptible, sin embargo levantó ecos en la estancia
vacía. Tad ya no estaba solo, el alíen lo había encontrado. El miedo se aferró a su pecho
como una tenaza oprimiéndole sin piedad. El científico sabía que estaba perdido. Si ni
siquiera cinco guardias armados y entrenados habían podido detener a aquel ser de
pesadilla, qué posibilidades tenía él de plantarle cara. Había visto de lo que eran capaces
las primitivas armas de proyectiles de los indígenas. Unos utensilios que en su mundo
natal no tenían más utilidad que como curiosidades o expuestas en las vitrinas de los
museos. Desplazadas hacia tiempo por la elegancia de las armas de energía o las
biológicas. No obstante aquellos artefactos, sin importar lo rudimentarios que
parecieran, eran efectivos y capaces de acabar con su vida a la velocidad del rayo.
Tad rebuscó entre los desperdicios del almacén tratando de encontrar algo con lo
que defenderse. Lo único que pudo encontrar fue una vara de metal algo oxidada pero
que aún parecía resistente. Tendría que pillarle por sorpresa, quizá así tuviera alguna
oportunidad. Tal vez, si lograba distraerle lo suficiente, podría escapar, prolongar la
persecución lo suficiente para que le rescataran.
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Un gruñido de satisfacción justo a su lado le sorprendió haciéndole soltar la
barra que cayó al suelo con estrépito. El cazador había encontrado a su presa. Si durante
la huida le había impresionado el tamaño y la rapidez de la criatura, ahora que la tenía
frente a él le parecía colosal. El hedor almizcleño del alienígena se mezcló con el de su
propio miedo dejándole paralizado.
Tad se repuso tan rápido como pudo y recogió su única arma pero ya era tarde. El alíen
emitía un gutural sonido difícil de interpretar. Llevaba las mortíferas armas metálicas
sujetas con correas, decorando de manera macabra su cuerpo, un horrible recordatorio
de su naturaleza violenta. Ni siquiera se molestó en desenfundarlas. Con una mano tan
grande como el pecho de Tad apartó con facilidad la barra de metal mientras que con la
otra lo aferraba por el traje de exploración. El científico intentaba moverse lo más
rápidamente posible pero sabía que por mucho empeño que pusiera el monstruo era
mucho más ágil. Sus brazos, dos robustos miembros casi tan grandes como el propio
Tad, se movieron a la velocidad del rayo golpeándole en mitad del pecho y lanzándolo
por los aires como un simple muñeco.
En ese instante Tad comprendió el sonido gutural de la criatura, se estaba riendo. La ira
le sacudió como una descarga eléctrica e ignorando el aturdimiento logró levantarse. El
traje inyectó varios analgésicos en su torrente sanguíneo aunque Tad sabía que para
cuando le hicieran efecto probablemente estaría muerto. Su atacante volvía a estar sobre
él, demasiado rápido pensó una vez más pero sin dudar un instante reunió todas sus
fuerzas y se lanzó a golpearle en la pierna con todo su peso. Si lograba hacerle perder el
equilibrio tal vez aun pudiera huir.
Fue como estrellarse contra un muro, Tad se tambaleó hacia atrás pero el alienígena lo
atrapó con su manaza sin miramientos y lo abofeteo a pesar del casco. La cabeza
comenzó a darle vueltas mientras su visión se oscurecía poco a poco.
- Laura, soy el sargento Gutiérrez. He logrado capturar a una de esas cosas vivas.
Lo llevaré al laboratorio de inmediato.