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Alienígena

Aquella operación había estado destinada al fracaso desde el principio y Tad lo


sabía. Ahora, mientras corría para salvar su vida escondiéndose entre las ruinas de una
civilización moribunda, la única incógnita que le quedaba por resolver a su privilegiada
mente era cuándo tiempo tardaría el ente alienígena en alcanzarle.

Tad recorrió las ruinas del asentamiento esquivando los montones de escombros
y las enormes maquinas que aún aguardaban ser despertadas por unos dueños cuyos
cuerpos todavía se descomponían al sol.

Ninguno de los sofisticados equipos de medición y almacenaje que incorporaba


su traje de exploración estaba ideado para el combate cuerpo a cuerpo y esa era,
precisamente, el punto fuerte de su adversario. Un ser que medía casi el triple que él y
con unos reflejos y agilidad inigualables. Además, pensó mientras se detenía un instante
para recuperar el aliento, el alienígena conocía bien el terreno mientras que él no era
más que un científico en un planeta desconocido.

El ruido de los pesados pasos, cada vez más cercanos, inundó la estancia. Un
recinto bastante amplio aparentemente destinado al almacenamiento de alimentos y
otros artefactos de utilidad desconocida. Tad los ignoró y volvió a ponerse en marcha
sustituyendo el cansancio por el miedo y el instinto de conservación.

Aquella colonización había estado mal planteada desde el principio, acuciados


por la necesidad de hallar un planeta habitable tras el largo viaje interestelar, el alto
consejo apenas había dedicado algo de tiempo a la observación de las razas autóctonas.
Solo hallaron una especie dominante, la única dotada de inteligencia y el mayor
obstáculo para la colonización. En su soberbia las mentes más brillantes de la
expedición habían tildado de primitiva aquella raza alienígena que aún no había
descubierto cómo viajar a otras estrellas. La cuestión de la supervivencia se impuso ante
cualquier otro criterio tanto ético como táctico.
Era la única decisión sensata, la única salida… Enfrentados a la lenta extinción que
suponía continuar el viaje, exterminar a la población del único planeta habitable tras
veinte generaciones viajando sin rumbo, era la decisión más obvia.

Tad ajustó los mecanismos del traje de exploración, imprescindible en cualquier


misión de campo, para que absorbiera la transpiración e inyectase algunos estimulantes,
al mismo tiempo. Sabía que ninguna droga le sería de ayuda si finalmente se veía
atrapado en un combate cuerpo a cuerpo con el indígena, pero al menos le ayudaría a
evitar el creciente agotamiento.
Aquel monstruoso ser había liquidado sin mayor dificultad la escolta que acompañaba a
la pequeña expedición científica y sólo gracias a la suerte y al sacrificio de los cinco
soldados, había logrado poner algo de distancia entre él y su hostigador.
Pese al miedo y a su desesperada situación, su mente científica no dejaba de asombrarse
ante el feroz instinto de supervivencia de aquella especie. Aún siendo conscientes de su
inevitable extinción, continuaban luchando hasta el último aliento.

Plantear el genocidio fue sencillo, el grueso de la flota colonial se ocultó durante


algún tiempo a una distancia prudencial, mientras pequeñas patrullas exploradoras

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recopilaban datos acerca de la fisonomía, capacidades y tecnología de que disponía
aquella primitiva raza. Estudiar a aquellos seres resultaba mucho más sencillo sentado
ante relucientes informes holográficos que enfangado hasta las rodillas en los
desperdicios de su moribunda civilización.
El departamento de Tad, la comisión para el estudio de vida alienígena, fue el encargado
de dilucidar el arma más eficaz para acabar con unos seres que, en el terreno físico
serían duros adversarios y que, como especie, podían multiplicarse a una velocidad
alarmante comparado con los cánones normales. El problema por lo tanto radicaba en
encontrar un arma tan rápida que el enemigo no pudiera devolver el golpe y tan letal que
diezmara la población sin darle tiempo a repoblar el planeta.
La propuesta finalmente aprobada por aplastante mayoría fue: “Victoria”, un virus
genéticamente diseñado para acabar con la población indígena pero inocuo tanto para
los colonos como para la mayor parte de la flora y fauna autóctona.
El éxito fue abrumador. Tras un ataque relámpago en el que la mayor parte de la flota
colonizadora se acercó al planeta para dispersar el virus en la atmósfera, el ochenta y
seis por ciento de la población alienígena resultó afectada por el virus provocándoles
una muerte rápida e indolora. El ataque fue anotado en el registro de viaje como un
perfecto ejemplo de colonización frente a una raza indígena.
Sólo unos pocos lograron sobrevivir a los efectos de “Victoria”, todos demasiado
dispersos y desorganizados como para suponer una seria amenaza frente al poder de la
flota colonial.

El ruido fue breve, casi imperceptible, sin embargo levantó ecos en la estancia
vacía. Tad ya no estaba solo, el alíen lo había encontrado. El miedo se aferró a su pecho
como una tenaza oprimiéndole sin piedad. El científico sabía que estaba perdido. Si ni
siquiera cinco guardias armados y entrenados habían podido detener a aquel ser de
pesadilla, qué posibilidades tenía él de plantarle cara. Había visto de lo que eran capaces
las primitivas armas de proyectiles de los indígenas. Unos utensilios que en su mundo
natal no tenían más utilidad que como curiosidades o expuestas en las vitrinas de los
museos. Desplazadas hacia tiempo por la elegancia de las armas de energía o las
biológicas. No obstante aquellos artefactos, sin importar lo rudimentarios que
parecieran, eran efectivos y capaces de acabar con su vida a la velocidad del rayo.

Tad rebuscó entre los desperdicios del almacén tratando de encontrar algo con lo
que defenderse. Lo único que pudo encontrar fue una vara de metal algo oxidada pero
que aún parecía resistente. Tendría que pillarle por sorpresa, quizá así tuviera alguna
oportunidad. Tal vez, si lograba distraerle lo suficiente, podría escapar, prolongar la
persecución lo suficiente para que le rescataran.

El gutural sonido del alienígena le llegó en un susurro y por un instante temió


que no estuviera solo. Con uno tenía pocas posibilidades, con dos, ninguna.
Tad se escondió tras un montón de desperdicios y escombros aferrando el palo con
todas sus fuerzas. Se notaba el pulso acelerado y sus propios latidos le impedían oír
nada. Nunca antes había visto a uno de ellos en acción, tan salvajes y letales, tan
enormes…
En su huída sólo le había dado tiempo a echarle un breve vistazo pero los informes no le
hacían justicia.
Y aquellos ojos… era lo peor de todo, carentes de piedad, de esperanza…

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Un gruñido de satisfacción justo a su lado le sorprendió haciéndole soltar la
barra que cayó al suelo con estrépito. El cazador había encontrado a su presa. Si durante
la huida le había impresionado el tamaño y la rapidez de la criatura, ahora que la tenía
frente a él le parecía colosal. El hedor almizcleño del alienígena se mezcló con el de su
propio miedo dejándole paralizado.
Tad se repuso tan rápido como pudo y recogió su única arma pero ya era tarde. El alíen
emitía un gutural sonido difícil de interpretar. Llevaba las mortíferas armas metálicas
sujetas con correas, decorando de manera macabra su cuerpo, un horrible recordatorio
de su naturaleza violenta. Ni siquiera se molestó en desenfundarlas. Con una mano tan
grande como el pecho de Tad apartó con facilidad la barra de metal mientras que con la
otra lo aferraba por el traje de exploración. El científico intentaba moverse lo más
rápidamente posible pero sabía que por mucho empeño que pusiera el monstruo era
mucho más ágil. Sus brazos, dos robustos miembros casi tan grandes como el propio
Tad, se movieron a la velocidad del rayo golpeándole en mitad del pecho y lanzándolo
por los aires como un simple muñeco.
En ese instante Tad comprendió el sonido gutural de la criatura, se estaba riendo. La ira
le sacudió como una descarga eléctrica e ignorando el aturdimiento logró levantarse. El
traje inyectó varios analgésicos en su torrente sanguíneo aunque Tad sabía que para
cuando le hicieran efecto probablemente estaría muerto. Su atacante volvía a estar sobre
él, demasiado rápido pensó una vez más pero sin dudar un instante reunió todas sus
fuerzas y se lanzó a golpearle en la pierna con todo su peso. Si lograba hacerle perder el
equilibrio tal vez aun pudiera huir.
Fue como estrellarse contra un muro, Tad se tambaleó hacia atrás pero el alienígena lo
atrapó con su manaza sin miramientos y lo abofeteo a pesar del casco. La cabeza
comenzó a darle vueltas mientras su visión se oscurecía poco a poco.

El alienígena recogió el cuerpo inconsciente del científico y activó su transmisor.

- Laura, soy el sargento Gutiérrez. He logrado capturar a una de esas cosas vivas.
Lo llevaré al laboratorio de inmediato.

Ernesto Martín Reche


Málaga
02 Abril 2011

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