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Apuntes de La Muerte de la Familia David Cooper antipsiquiatria

La Muerte de la Familia

En esta crítica de la familia mis menciones paradigmáticas se centran esencialmente en la unidad


familiar nuclear de la sociedad capitalista en lo que va de siglo. No obstante, la referencia de
sentido más amplio apunta hacia el funcionamiento social de la familia en cuanto es una forma
adoptada por la ideología (esta imagen no-humana es deliberada y necesaria) en cualquier
sociedad explotadora: la sociedad esclavista, la feudal, la capitalista desde su fase más primitiva en
el pasado siglo hasta las sociedades neocolonizadas en el primer mundo actual. Lo mismo puede
decirse de otras afirmaciones mías más generales. Y también se aplica a la clase obrera del primer
mundo, las sociedades del segundo mundo y los países del tercer mundo, en la medida en que se
les ha enseñado a desarrollar una falsa conciencia que, como más adelante veremos, es la
definición del pacto suicida secreto que acuerda la unidad familiar burguesa, que gusta llamarse a
sí misma «familia feliz»; es decir, la familia que reza unida y permanece unida en la enfermedad y
en la salud, hasta que la muerte sí nos separa y nos entrega a la lúgubre tersura de nuestras
cristianas tumbas que erigen, ya que no es posible otra clase de erección.

El poder de la familia reside en su función social mediadora. En toda sociedad explotadora, la


familia refuerza el poder real de la clase dominante, proporcionando un esquema paradigmático
fácilmente controlable para todas las instituciones sociales. Así es como encontramos repetida la
forma de la familia en las estructuras sociales de la fábrica, el sindicato, la escuela (primaria y
secundaria), la universidad, las grandes empresas, la iglesia, los partidos políticos y el aparato de
estado, las fuerzas armadas, los hospitales generales y psiquiátricos, etc.

Antes de que comencemos a hacernos preguntas cósmicas sobre la naturaleza de Dios o del
Hombre, surgen ante nosotros históricamente otras cuestiones más concretas y personales: «¿De
dónde he venido?», «¿De dónde me han traído?», «¿De quién soy?» (Todas ellas antes de
preguntarnos «¿Quién soy?». Vienen luego otras preguntas, que raramente conseguimos articular,
pero que presentimos, como: «¿Qué www.lectulandia.com - Página 13 pasaba entre mis padres
antes y durante mi alumbramiento?» (Por ejemplo, «¿He nacido de un coito con orgasmo o qué
pensaban que estaban haciendo?»); «¿Dónde estaba yo antes de que uno de los espermatozoides
de él rompiera uno de los óvulos de ella?»; «¿Dónde estaba yo antes de ser yo?»; «¿Dónde estaba
yo antes de poder preguntar quién soy a mí mismo?».

La familia sabe inculcar, de modo aterrorizante y aterrorizador, que no es necesario plantearse


dudas sobre estas cuestiones. La familia, como no soporta ninguna duda acerca de sí misma y de
su capacidad de generar «salud mental» y las «actitudes correctas», destruye en cada uno de sus
miembros la posibilidad de la duda. Cada uno de nosotros somos miembros suyos. Cada uno de
nosotros puede tener que redescubrir la posibilidad de dudar de sus orígenes, a pesar de haber
sido bien criado. Sigo estando perplejo cuando encuentro a personas que fueron adoptadas o
cuyos padres abandonaron el hogar para no volver nunca y que sienten tan pocas dudas y
curiosidad que no hacen intento alguno por encontrar a sus padres desaparecidos — no
necesariamente para relacionarse con ellos, sino para ser testigos del hecho y de la calidad de su
existencia—. Es también perturbadora la rareza de las fantasías sobre una «familia novelesca» y
sobre la especie de familia extraña e ideal de la cual imaginaríamos proceder; una familia que no
proyectara su problemática sobre nosotros sino que se convirtiera en el imaginario vehículo en el
que se desarrollaría nuestra propia vida.

En resumen, es necesario revisar todo nuestro pasado familiar; recapitularlo todo para liberamos
de una manera personalmente más eficaz que quedar apresados por un amor ambiguo, que
convierte en víctimas por igual a los padres y a los hijos.

Si no dudamos nos convertimos en dudosos ante nuestros propios ojos y nuestra única opción es
perder la visión y contemplarnos con los ojos de los demás, los cuales, atormentados por la misma
irreconocible problemática, nos verán como personas debidamente seguras de sí mismas y que
dan seguridad a los demás. En realidad nos convertimos en las víctimas de un exceso de seguridad
que deja a un lado la duda, y en consecuencia destruye la vida, sea cual fuere la forma en que la
vivamos. La duda hiela y hace bullir al mismo tiempo la médula de nuestros huesos, los mueve
como dados que nunca se arrojan, toca una secreta y violenta música de órgano entre las
diferentes calibraciones de nuestras arterias, retumba ominosa y afectuosamente en nuestros
tubos bronquiales, en la vejiga y en los intestinos. Es la contradicción de toda contracción
espérmática y es la invitación y el rechazo de cada fluctuación muscular vaginal. En otras palabras,
la duda es real si podemos encontrar el camino de retorno hacia esa especie de realidad. Pero
para ello hay que eliminar los falsos caminos del atletismo y del yoga ritual; rituales que lo único
que hacen es confirmar el complot familiar para externalizar la experiencia corporal a través de
actos que pueden llevarse a cabo al margen de una relación auténtica y según un horario que
evoca esa disciplina del retrete a que nos sometían en el segundo año de nuestra vida, o incluso
antes, cuando «nos sentaban», y que tiene como objetivo hacernos olvidar el equilibrio exacto
entre la posibilidad de evacuar o retener una caca que sentimos claramente.

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