Está en la página 1de 3

La flautista (que no era de Hamelin), Gabriela Marrón

El funcionario a cargo de la división municipal de control y previsión de plagas acababa de ser


despedido por inepto. Y para su hermano, el intendente, las cosas no iban mucho mejor. En menos de
quince días, la ciudad se había llenado de ratas y de ratones. Colapsadas las líneas telefónicas por
interminables reclamos y denuncias, los ciudadanos trasladaban su protesta a las calles y
demandaban al municipio la inmediata eliminación de los roedores. Cuando la repartición de
bromatología e higiene, también desbordada por las quejas, se vio obligada a cerrar sus puertas, el
intendente despidió a su cuñada, decidió que ya era suficiente y convocó a los funcionarios que le
quedaban para una urgente reunión familiar en su despacho.

El balcón del palacio municipal ofrecía una impagable panorámica de la ciudad: la gran marea
humana, exacerbada por la ineficiencia del gobierno, se mezclaba con la inacabable corriente de
lauchas en movimiento. Todas las panaderías, almacenes, supermercados, depósitos y fábricas habían
sido ya arrasados. Las ratas circulaban por cañerías, acequias, canaletas, cableados telefónicos, fibra
óptica y hasta vías férreas. Salían de los armarios, se enredaban en los ovillos de las abuelas,
mordisqueaban las almohadas, descendían por las cortinas, se multiplicaban en los espejos,
desparramaban tizas, atravesaban gallineros, espantaban elefantes, destrozaban diarios y, para
abreviar, devoraban todo lo que encontraban a su paso. Cuando la gente comenzó a agolparse frente
al municipio al grito de “que se vayan todas”, el intendente mandó desalojar las calles, pero el jefe de
policía le explicó a su primo que sería imposible calmar a la multitud hasta no deshacerse de la última
laucha. Afirmó, además, que sus hombres no iban a colaborar con el exterminio, por solidaridad con
los roedores y porque, bien mirada, la tarea no era plenamente de su incumbencia.

Desahuciado ante el cariz que tomaba la situación, el gobernante retó con severidad a su asesor
económico por no haber incluido una partida para plaguicidas en el presupuesto anual. Lo mandó a
dormir sin cenar y decidió que lo mejor sería difundir la oferta de una suculenta recompensa para
quien le encontrara una solución al problema de los ratones. Tal como su esposo se lo solicitara, la
vocera municipal se contactó con los medios de prensa locales y la noticia se propagó casi tan
rápidamente como las ratas.

En las afueras, vivía una vieja profesora de música jubilada, capaz de entonar maravillosas melodías
con una antigua flauta que había permanecido en su familia durante generaciones. Al escuchar por
radio la desesperada situación que atravesaba la ciudad, recordó el secreto que su abuela Siringa le
había revelado cuando era muy pequeña. Pensó que a su magro sueldo no le vendría mal un poco de
dinero extra, se puso la capa y sin perder tiempo se encaminó hacia la municipalidad. Atravesó con
dificultad la ciudad, esquivando ratas, muchedumbre y pancartas. Finalmente logró llegar al
despacho del intendente y le explicó que podía solucionar el problema de los roedores a cambio de un
aumento en su jubilación. El gobernante estaba tan seguro de que esa vieja no podría dominar la
situación, que accedió sin dudarlo.

Confiando en su palabra, la mujer se paró en la entrada del municipio y comenzó a entonar la


antiquísima melodía que su abuela le había enseñado cuando era niña. La música calma a las fieras.
Dicho y hecho, la gente inmediatamente dejó de protestar para escuchar esos bellos sonidos. Sin dejar
de tocar, la extraña flautista se abrió paso entre la muda marea humana y los ratones comenzaron a
seguirla como extasiados. Inmutable, la mujer siguió entonando su cautivante melodía mientras
avanzaba hacia las afueras de la ciudad, llevándose la plaga y restituyendo la tan ansiada calma a
funcionarios y ciudadanos. Caminó y caminó hasta llegar a un río cercano. Entonces, sin detener la
música, sacó de entre los pliegues de su capa un libro de cuentos infantiles, lo abrió en “El Flautista
de Hamelin” y observó cómo los roedores se sumergieron uno tras otro entre sus páginas, al son de la
bella melodía. Una vez que el último estuvo adentro, cerró el cuento con agilidad, guardó la flauta en
su estuche y emprendió el regreso.

Todos los habitantes de la ciudad festejaban. Las reparticiones municipales volvían lentamente al
trabajo, los funcionarios recuperaban sus empleos y el intendente notificaba oficialmente al pueblo
que, gracias a un estratégico plan desarrollado por sus hábiles asesores, ratas y ratones se habían ido
para no volver. En realidad, nadie sabía cómo se había solucionado el asunto, ni siquiera el
intendente. Pero como todo parecía en orden, decidieron llevarse el rédito. La vieja profesora jubilada
pensó que a la gente no le vendría mal recuperar un poco la confianza en el gobierno, y que después
del escarmiento tal vez el municipio fuera más previsor en el futuro. Cuando se presentó a cobrar,
afirmó que no tenía delirios de grandeza ni de reconocimiento público, que sólo pedía lo prometido a
cambio de la tarea realizada, y que no desmentiría la versión oficial del municipio. Una vez que
terminó de reírse, el intendente negó haberle prometido nada, la mandó a volver por donde vino y le
dijo que se fuera con la música a otra parte.

La vieja mujer nada respondió. Dio media vuelta, sacó nuevamente la flauta, le hizo un par de
arreglos personales a la antiquísima melodía de su abuela y se fue tocando una nueva canción, casi
igual pero diferente. Instantáneamente comenzaron a agruparse detrás de ella los Ratones
Paranoicos, los de Rata Blanca y los Super Ratones también. Las revistas, libros, televisores, pantallas
de cine y parlantes de la ciudad quedaban vacías de roedores, mientras la vieja docente jubilada se
alejaba seguida por Jerry, Speedy González, Super Mouse, Mickey, Minie, Pinky, Cerebro, Stuart
Little, Osvaldo Ratín, el ratón Ayala, Pérez (el de los dientes), el del campo, el de la ciudad, el que
liberó al león, la tanguera rata cruela, los tres ratones ciegos, el Laucha de Payró, los ratones de
Porcel, la siempre sancionada rateada escolar, y los millares de lauchas y ratis restantes. No quedó un
solo mouse en toda la ciudad y el precio de los teclados se fue por las nubes.

Una vez más, no había nadie sin razones para protestar. Cada cual por sus motivos, abuelos, adultos,
adolescentes y niños fueron saliendo a la calle y un griterío infernal se filtraba por el balcón
municipal. La gente consideraba intolerable la censura instaurada por el estratégico plan de los
asesores del intendente: estudiantes privados de faltar a la escuela sin avisar, dibujitos animados
incompletos, almohadas con dientes impagos, clubs de fans furiosos, la Disney y la Warner a punto de
quebrar, Microsoft indignado, bibliotecas medio vacías, el fútbol que ya nunca sería el mismo, fábulas
sin moraleja, el propio Gardel con la letra cambiada y ni un solo policía en la ciudad.

“¡Traigan a la vieja! ¡Denle una jubilación de privilegio! ¡Oblíguenla a solucionar este desquicio!”,
gritaba el intendente. Pero nadie sabía dónde encontrarla, porque ni siquiera le habían preguntado el
nombre.

Cuenta la leyenda que, agotadas todas la opciones razonables, al intendente no le quedó más remedio
que anunciar un aumento de sueldo para todos los jubilados y sentarse a esperar. Nos gustaría
afirmar que, cuando la profesora de música jubilada cumplió su parte del pacto y liberó a los célebres
roedores, el alcalde juró no romper nunca más una promesa, pero lamentablemente la leyenda no
dice nada al respecto.

También podría gustarte