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Traducción

Rose

Corrección

Phinex/Black

Diseño

Harley Quinn

Lectura Final

Bones
Trabajo sin fines de lucro, traducción de fans para fans, por lo que se
prohíbe su venta.
Favor de no modificar los formatos, publicar o subir capturas en redes
sociales.
brí un ojo cuando algo crujió cerca de mí. No pude abrir el otro,

A estaba demasiado adormilada.


La habitación que tenía ante mí era una neblina gris, un revoltijo
de contornos borrosos suspendidos en el aire a mi alrededor. No
sabía si era de día o de noche. Las náuseas se apoderaron de mí,
inundándome en oleadas interminables, y rodé perezosamente hacia mi
derecha, sin querer ahogarme si acababa con arcadas y vómitos. Fue
entonces cuando lo vi.
Había una persona de pie a unos metros.
Conseguí abrir el otro ojo del puro shock de darme cuenta de que no
estaba sola, y la habitación parecía ondear a mi alrededor mientras
intentaba enfocar al hombre. Todo lo que podía ver era cabello castaño, un
cuerpo imponente y unos fríos ojos azul verdoso. El resto era un borrón,
arrastrado por el feroz reflujo de mi visión borrosa y confusa.
Sabía que me habían drogado. De lo contrario, sabría dónde estaba y
quién era aquel hombre. Había algo familiar en aquellos ojos y aquella
mirada reptiliana, pero cada vez que intentaba aferrarme al recuerdo, se me
escapaba como polvo entre las yemas de los dedos. Me sentía como en un
atormentado estado de ensoñación, pero, por el dolor de cabeza y la
agitación de mis entrañas, me daba cuenta de que aquello era muy real.
Un gemido escapó de mis labios.
—¿Dónde... dónde estoy? —Intenté decir. Salió un galimatías apenas
reconocible. No era mi voz. No era mi habitación. No era mi vida.
El hombre habló.
—Siéntate. Se te pasará pronto. Sabes que estas cosas son necesarias.
Creo que anoche te dieron una dosis demasiado alta, si estás tan mal. —Su
voz era fría, peligrosa. No recordaba quién era, pero sabía que debía tenerle
miedo. Lo sentía en los huesos.
Intenté hacer lo que me decía, incorporándome aletargada hasta quedar
sentada. Estaba en una cama pequeña con sábanas blancas. Balanceé las
piernas sobre uno de los bordes y me froté los ojos antes de volver a mirar a
mi alrededor.
Ahora podía ver bien. Estaba en una habitación pequeña con paredes
blancas y lisas, excepto la de mi izquierda, que era de piedra gris oscura. El
suelo era de hormigón gris sólido. En una esquina había un retrete sin tapa
con una gran rejilla al lado. Todavía no tenía ni idea de dónde estaba.
Dejé escapar otro suave gemido y tragué saliva. Luego, con gran dificultad,
levanté la cabeza para volver a mirar a mi alrededor. La habitación no tenía
ventanas, pero había un cristal en la puerta que me permitía ver el exterior
más gris y blanco. Por debajo de la puerta caía un haz de luz procedente del
pasillo. La puerta tenía una especie de teclado y cerradura electrónica que
requería pasar una tarjeta.
¿Había perdido la cabeza? ¿Estaba en la cárcel o en algún tipo de centro
de salud mental diseñado para asustarme? ¿Qué había hecho para acabar
aquí?
Repetí mi pregunta anterior.
—¿Dónde estoy?
El hombre me fulminó con la mirada.
—Tatum, llevas aquí semanas. Sabes dónde estás. Piensa.
Volví a frotarme los ojos, esforzándome por recordar lo que me había
ocurrido. Todo lo que tenía eran fragmentos de restos sin sentido en mi
cerebro. Intentaba por todos los medios unirlos y sacar mis recuerdos de la
cruel oscuridad, pero parecía imposible.
De repente me vino un nombre a la cabeza, claro como el agua.
—King —susurré—. Ese... ese eres tú.
—Buena chica. Estás empezando a recordar.
Otra punzada de miedo subió por mi espina dorsal.
—¿Por qué estoy aquí?
—Porque tú lo pediste.
Sacudí la cabeza.
—No.
Una sonrisa viciosa.
—Oh, sí.
Una imagen empezaba a formarse en mi cabeza. Entonces fue sólida,
completa, clara. Una ceremonia nocturna en lo profundo del bosque, un
ataúd, antorchas encendidas, hombres con túnicas, máscaras con cuernos
y anillos dorados. Una mujer vestida de blanco, atada a un altar de piedra.
Tragué saliva. Cada fragmento del recuerdo traía consigo horribles
previsiones de las consecuencias de mis actos y oscuras visiones de mi
futuro. Aún intentaba alejar el pensamiento más negro de todos; la mera
sugerencia me hacía sentir pánico. Pero allí estaba, frío y descarnado,
totalmente plasmado en mis recuerdos.
—Yo hice que esto sucediera —susurré, acercándome para sentir la marca
en la parte baja de mi espalda.
El hombre esbozó otra sonrisa desagradable.
—Así que todo está volviendo a ti. Gracias a Dios que se te está pasando.
Te necesitamos lista para esta noche, ¿no?
—¿Esta noche? —Ahogué la palabra, tan normal y sin embargo tan
ominosa en estas circunstancias.
—La unión es esta noche. Seguro que recuerdas esa parte.
Negué con la cabeza.
—Yo… no.
—Significa que por fin es hora de que pierdas tu virginidad.
De repente me sentí sin oxígeno, como si las palabras de aquel hombre lo
hubieran quemado todo, dejando la habitación vacía y seca. Me asaltaron
más recuerdos al pensar en cómo había empezado todo aquello, encajando
las piezas como un rompecabezas. Qué imagen más fea y retorcida.
—No puedo creer que haya hecho esto —repetí miserablemente. ¿En qué
demonios estaba pensando?
—Lo hiciste porque perteneces aquí. —Otra sonrisa desagradable—. ¿No
es así?
Asentí sombríamente. Tenía razón. Yo me lo busqué.
Mi Culpa.
L
as ardientes hojas otoñales se arremolinaban alrededor de mis pies,
y un fuerte viento las lanzaba al aire segundos después. La luz de
la mañana les daba un precioso brillo anaranjado, y sonreí y solté
un largo suspiro de satisfacción al entrar en el Bamford College.
En casa.
Bamford era uno de los diez colegios residenciales de la Universidad de
Roden. Como en las páginas de Harry Potter, todos los estudiantes eran
asignados a una “casa” conocida como colegio cuando eran aceptados. Todos
los estudiantes estaban convencidos de que su colegio era el mejor, lo que
fomentaba cierta rivalidad entre ellos, pero todo era muy divertido y nunca
se tomaba demasiado en serio.
Al igual que muchos otros edificios del prestigioso campus de la Ivy
League, Bamford era un lugar imponente que se elevaba hacia arriba con
una arquitectura sobrecogedora. Un gran diseño gótico de piedra gris claro
con tallas intrincadas estaba cubierta de hiedra y gárgolas ornamentadas
que vigilaban pétreamente el mundo exterior.
Al igual que todos los demás colegios residenciales, Bamford tenía su
propio y espacioso patio privado en el exterior, con una enorme fuente de
mármol, impresionantes jardines y espesos setos verdes. En el interior,
contaba con enormes suites privadas para cada estudiante, un amplio
comedor, una cafetería nocturna, gimnasio con piscina cubierta climatizada,
sala de cine, biblioteca y zonas de actividades. Todos los pequeños lujos que
puedas imaginar.
Como comentó una vez un amigo mío, ochenta de los grandes al año de
matrícula tenían que servir para algo, y por eso el alojamiento de Roden era
tan extravagante. Tuve la suerte de disfrutar de una beca completa y de no
tener que pagar ni un céntimo, así que estar rodeada de tanta suntuosidad
seguía haciéndome girar la cabeza a veces, incluso después de tanto tiempo.
Nunca había experimentado nada igual en mi vida, y cuando llegué al
campus hace tres meses, el vértigo no se había calmado en semanas.
—¡Eh! ¡Estamos aquí! —Mellie Davenport me saludó desde el medio del
comedor.
Sonreí y me apresuré a acercarme a mis amigos, abriéndome paso entre
las mesas y las sillas. El salón era enorme, con altísimos techos abovedados,
ventanas emplomadas decoradas y arcos tallados sobre las puertas. Eran
sólo las siete de la mañana, pero el lugar ya bullía de actividad.
Esa era una de las cosas que me encantaban de Roden. No importaba lo
temprano que fuera, casi todo el mundo aquí estaba ansioso por empezar
sus días para poder aprender lo máximo posible. Sabía que no era un genio
ni mucho menos, pero siempre me había gustado estudiar y aprender, así
que era agradable estar rodeada de tanta gente con ideas afines. Los
intensos horarios de clase y el énfasis en lo académico por encima de lo
deportivo eran probablemente la razón por la que Roden superaba a todas
las demás universidades del país en las clasificaciones académicas la
mayoría de los años. Incluso las otras Ivies y lugares supercompetitivos
como el MIT se esforzaban por seguirles el ritmo.
—Te he traído unos huevos revueltos y un café con leche gigante —dijo
Mellie cuando llegué a la mesa y me senté, quitándome la chaqueta y
secándome el sudor de la frente con una servilleta.
—¡Oh, gracias! —Sonreí y di un trago agradecido al café. Luego gemí de
satisfacción—. Dios, lo necesitaba.
—Sabes, podrías levantarte una hora más tarde y venir aquí a primera
hora como el resto de nosotros —dijo Mellie con una risita. Era la hija del
decano. Nos conocimos cuando vine a New Marwick a hacer una visita
después de que me aceptaran en Roden el año pasado. Como vivíamos en la
misma planta de Bamford, nos habíamos hecho amigas desde que
empezamos las clases.
Las dos habíamos empezado en verano, prefiriendo renunciar a nuestras
vacaciones estivales y sumergirnos de lleno en los estudios. Eso era posible
porque, en lugar de los semestres habituales de otoño y primavera que
ofrecían otras universidades, Roden tenía tres periodos de estudio: un
trimestre de verano, otro de otoño y otro de primavera. Gracias a ello, ya
habíamos completado algunos cursos a pesar de que sólo era el comienzo
del otoño.
—De todos modos, necesitaría café para funcionar tan temprano, tanto si
salgo a correr como si no —dije con una sonrisa, comiéndome los huevos.
—Cierto.
—¿Cómo te fue en la carrera? —me preguntó otra amiga, Willa. La había
conocido hacía un par de años a través de mi mejor amiga Katie (que ahora
estaba de viaje en Francia durante un año sabático). Siempre me había
llevado bien con ella, pero ahora que íbamos juntas a la misma universidad,
nos habíamos vuelto más cercanas por pura proximidad. Al igual que Mellie,
provenía de una familia asquerosamente rica, pero las dos eran muy dulces,
a diferencia de muchos otros estudiantes que no podían sacar la cabeza de
sus culos demasiado privilegiados.
—Bien. Es tan bonito ahí fuera. Me encantan las mañanas de otoño —dije
soñadoramente.
—Ojalá tuviera tu dedicación. Estoy demasiado cansada para hacer
ejercicio la mayor parte del tiempo —comenta otra amiga, Greer, que acaba
de levantar la cabeza de la mesa. Tenía los ojos enrojecidos y sombríos, con
grandes bolsas bajo ellos.
—¿Dormiste mal otra vez? —Dije, con las cejas fruncidas por la
preocupación.
Sacudió la cabeza.
—Apenas he dormido. Estuve despierta toda la noche escribiendo mi
artículo.
—¿Lo terminaste? —preguntó Willa. Sus manos rodeaban una gran taza
de té verde.
Greer asintió.
—Sí. Gracias a Dios. —Gimió—. ¿Por qué siempre me hago esto? —añadió
miserablemente. Luego sacudió la cabeza y se rio con desprecio.
Los demás nos unimos con risitas traviesas. Greer estudiaba escritura
creativa y trabajábamos juntas en uno de los periódicos estudiantiles de
Roden, el Roden Daily News. Aunque Greer tenía talento para la escritura y
era tremendamente creativa, también tenía la costumbre de faltar a clase y
dejar los trabajos del periódico para el último momento, prefiriendo pasar el
tiempo leyendo sobre mundos fantásticos y teorías conspirativas
descabelladas. De nuestro pequeño grupo, era la más voluble e
irresponsable. Una verdadera artista.
Más animada, Greer empezó a hablarnos de su artículo. Escuché
atentamente durante los primeros minutos, pero empecé a desconectar
cuando un hombre conocido entró en mi campo de visión, a varios metros
de distancia, pero alineado con el hombro izquierdo de Greer.
Oh, diablos no.
¿Qué hacía él aquí?
Incluso con la luz brillante que entraba por las ventanas, Elias King se las
arreglaba para llenar mi mañana de tristeza. Llevaba vaqueros y una
camiseta negra con una chaqueta colgada de un brazo, pero nada en él era
informal. Se comportaba con un aire intensamente regio, sabiendo muy bien
lo que todos pensaban de él y el poder que ejercía sobre ellos. Si es que
decidía reconocer su existencia. Arrogante hijo de puta.
Sus sólidos músculos, sus rasgos perfectamente esculpidos y su fría
mirada azul verdosa atraían la atención de todas las alumnas y empleadas
que se encontraban a menos de seis metros de él. No podía culparlas. No me
gustaba, pero tenía que admitir a regañadientes que era uno de los hombres
más guapos que había visto nunca.
Una sombra se deslizó por la curva de su pómulo cuando me vio
observándole desde mi mesa. Su labio superior se curvó casi
imperceptiblemente y se volvió para mirarme a los ojos con una mirada
pétrea. Ah, ya está. La vieja mirada de King, dirigida directamente a mí. No
me sorprendió. La había visto muchas veces durante el último año.
Elías y yo nos conocimos por primera vez -o tuvimos un encuentro, debería
decir- en una fiesta que organizó Willa el pasado diciembre, cuando yo aún
estaba en el último curso del instituto. Se pasó buena parte de la velada
mirándome fijamente con una malicia desenfrenada en su mirada de reptil,
a pesar de que nunca le había hecho nada ni lo había conocido antes de
aquella noche. Más tarde, cuando hablamos de verdad, dejó bastante claro
que consideraba que una chica como yo estaba muy por debajo de él y no
merecía en absoluto compartir espacio con él.
Desde entonces, lo había visto en algunas ocasiones más, ya que ahora
íbamos a la misma universidad: yo como estudiante de primer año, y él
haciendo algún tipo de curso de posgrado de negocios, por lo que había oído
por ahí. Cada vez que nos cruzábamos, hacía como que no me veía o me
miraba con una fría furia grabada en el rostro, como si le hubiera ofendido
personalmente por atreverme a estar a menos de cien metros de su
privilegiado trasero.
Lo que más me molestaba de él era el efecto que siempre acababa teniendo
en mí. Por mucho que odiara que alguien me mirara como si hubiera hecho
algo terrible, como volar su coche o matar a su mascota, la fiereza y la ira
de sus ojos atraían algo oscuro y retorcido dentro de mí. Algo que
normalmente intentaba ocultar. Sus intensas miradas hicieron que me
flaquearan las rodillas y que el miedo me recorriera la espina dorsal.
Parecía contradictorio, pero me gustaba esa sensación de miedo.
Despertaba extrañas ansias en mi interior, me hacía desear que me
agarrara, me hiciera daño y me ordenara. Me hacía querer renunciar a todo
control y dejar que él guiara cada palabra que pronunciaba, cada
movimiento que hacía.
La necesidad de someterme, la necesidad de dejar que otra persona me
poseyera para completarme, me llenaba de una sed y un anhelo
incontrolables, por mucho que intentara ocultárselo al mundo. Como si toda
la culpa por mis acciones pasadas pudiera aplacarse si otra persona me
poseyera, porque todo se convertiría en su responsabilidad. Sólo sería su
juguete, su mascota, su muñeca viviente.
Ver la forma cruel y malévola en que Elias me miraba encendió todos esos
sentimientos, haciéndolos imposibles de ignorar.
Intenté apartarlos de todos modos y le devolví la mirada. Puede que me
gustaran y ansiara esas sensaciones, pero al mismo tiempo, no quería. No
quería sentir que podía escapar de toda responsabilidad dejando que otra
persona tomara el control de mi vida, y no quería que nadie se adueñara de
cada centímetro de mí. Era sólo una oscura fantasía.
—¿Qué pasa? —preguntó Greer, registrando mi mirada de exasperación.
—Lo siento, no eres tú —dije, señalando con la cabeza a Elias—. Es él.
¿Por qué está aquí?
Técnicamente, Elias no podía estar aquí. Este comedor era sólo para
residentes de Bamford y, por lo que yo sabía, él ni siquiera vivía en el
campus. Por otra parte, todo el mundo siempre se inclinaba ante los King.
Si quería estar aquí, no podía imaginar que nadie se lo impidiera.
Todos los demás miraron en la dirección en la que estaba fijada mi mirada.
—Ah, tu némesis —dijo Mellie con un deje de diversión en la voz.
—¿De quién estamos hablando? —preguntó Greer.
—Camiseta negra, alto, mirando a Tatum como si acabara de rajarle las
ruedas —dijo Mellie.
Elias acababa de darse cuenta de que todas le estábamos mirando y se
dio la vuelta bruscamente para hablar con tres chicos mayores que estaban
en una mesa. No pude evitar fijarme en que todos llevaban el mismo anillo
que él, gruesas bandas de oro en el dedo corazón derecho. Era difícil verlo
desde aquí, pero había visto el intrincado diseño del anillo de Elias en otras
ocasiones en las que me lo había encontrado. Era una estrella de ocho
puntas.
—Oh, él. ¿Quién es? —Greer frunció las cejas en una expresión de
perplejidad.
—Es el maldito Elias King —dijo Willa—. ¿No es eso suficiente para que
sepas exactamente quién es?
—En realidad, no.
Suspiró.
—Sigo olvidando que no eres de por aquí. Has oído hablar de la familia
King, ¿verdad?
—Sí, pero son las siete de la mañana y estoy medio dormida, así que voy
a necesitar un repaso.
Willa empezó a explicárselo todo. Mientras tanto, le di un sorbo a mi café
y miré a Elias de reojo, deseando que se fuera. Por mucho que los demás lo
respetaran a él y a su familia, yo no podía respetar a alguien que me trataba
como basura sólo porque no era tan rica como ellos.
Y Dios, su familia era rica...
Los King eran aquí prácticamente una institución nacional. Tras amasar
una enorme riqueza en las industrias del petróleo y el gas hace un par de
siglos, ahora poseían la mayor fortuna privada del mundo, haciendo que
incluso los Rockefeller parecieran campesinos. Más ricos que Dios, más ricos
que el pecado.
La fortuna se repartió entre todos los descendientes y ramas de la familia,
y a pesar de que casi todo el mundo conocía su existencia, la mayoría de
ellos rehuyó los medios de comunicación, optando por mantener su vida lo
más privada posible.
Por supuesto, este comportamiento enigmático no hizo sino aumentar su
popularidad debido a la intriga que giraba a su alrededor, por lo que eran
un nombre familiar para la mayoría de la gente. Nuestra propia realeza
americana.
Volví a centrar mi atención en Willa, que seguía hablando de ellos.
—Sinceramente, valen tanto que me hacen sentir superpobre —dijo. Como
referencia, su familia, los Van der Veer, valía unos siete mil millones de
dólares. Sólo su casa principal valía unos cuarenta millones, por no hablar
de todos los demás inmuebles que poseían para diferentes temporadas y
vacaciones.
Greer me miró y puso los ojos en blanco con una sonrisa bonachona. Le
devolví la sonrisa. Al igual que yo, estaba aquí gracias a una beca después
de haber nacido y crecido en una familia que siempre luchó por pagar las
facturas. Sabía lo que era codearse con la élite y salir sintiéndose como si
hubiera entrado en un episodio especialmente salvaje de Dinastía, y le
gustaba burlarse de Willa y Mellie cada vez que decían algo sin querer, sólo
para equilibrar un poco las cosas.
—Sí, ya sé lo mal que suena —añadió Willa, dándole un codazo juguetón
a Greer—. Sólo digo que así de asquerosamente ricos son.
—No te preocupes, lo entiendo —dijo Greer.
—Guay. —Willa juntó las manos sobre la mesa en forma de pirámide—.
De todos modos, Tobias King es más o menos el patriarca en este momento.
Él es el que controla la mayor parte de la riqueza de todas las ramas de la
familia. Así que él es básicamente como el rey de América. Supongo que eso
haría de Elias un príncipe. Seguro que actúa como tal.
Resoplé.
—Por favor. Vivimos en una democracia, no en una monarquía.
—Quizá eso es lo que quieren que pensemos —dijo Greer con las cejas
levantadas.
—Oh, tú y tus teorías conspirativas —dije con una sonrisa burlona—.
Mira, Elias King no es más que un imbécil engreído con demasiado dinero.
Puede fulminarme con la mirada todo lo que quiera, pero no puede hacerme
daño ni meterme en las mazmorras de un castillo como haría un príncipe de
verdad.
Willa se mordió el labio inferior entre los dientes.
—No sé. Estoy de acuerdo contigo en que los King son unos capullos
arrogantes, sobre todo Elias -créeme, lo sabría, porque es amigo de mis
hermanos-, pero, por otro lado, siguen siendo poderosísimos. Te hablé de
Brad Wellings, ¿verdad?
—No.
—Era amigo de uno de mis hermanos mayores. Se metió en el lado
equivocado de un King hace unos años. Uno de los primos de Elias, creo. Se
acostó con su novia. Al día siguiente, le despidieron de su trabajo en Wall
Street sin motivo, y no pudo encontrar ni un solo abogado en toda la Costa
Este que le representara por despido improcedente. Tampoco pudo
encontrar otro trabajo, a pesar de que era realmente inteligente y estaba
cualificado. Le habían puesto en la lista negra. Lo último que supe es que
tuvo que mudarse a Montana para trabajar en un rancho. —Dijo el nombre
del estado como si fuera una palabrota.
—¡Eh! —dijo Greer indignada.
—Oh. Mierda. —Las mejillas de Willa se pusieron rosadas—. Lo siento,
sigo olvidando que eres de allí.
Greer le metió la mano por detrás de la cabeza y le revolvió los mechones
rubios perfectamente peinados.
—Ahora estamos en paz. —Se rio.
Willa le sonrió y se volvió hacia mí.
—De todos modos, si no le gustas a Elias, no es buena señal. Podría
arruinarte todo tipo de cosas con nada más que una llamada.
Suspiré.
—Espero que no, porque no tengo ni idea de por qué no le gusto, así que
no puedo hacer nada exactamente al respecto.
—¿Seguro que no lo conocías de antes de mi fiesta del año pasado? —
preguntó, arrugando la frente con curiosidad.
—Cien por cien segura. Es como si me hubiera echado un vistazo y
hubiera decidido odiarme.
—Quizá sienta algo por ti —dijo Mellie, apoyándose en los codos—. Podría
ser algo de amor-odio. Como si odiara lo mucho que te quiere y eso le volviera
loco.
—Lo dudo mucho. Además, eso de que los chicos sólo son malos con las
chicas que les gustan es muy de colegio.
—Cierto. Pero sigo pensando que podría estar enamorado. No se me ocurre
por qué si no se quedaría mirándote todo el rato. Debe pensar que estás
súper buena. Que lo estás, por cierto.
Mis mejillas se calentaron y supe que me sonrojaba mucho.
—Gracias.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cita?
Me encogí de hombros.
—Hace unas semanas. Ese chico rubio de mi clase de medios. Aunque no
lo he vuelto a ver.
Había tenido varias citas desde que empecé en Roden. Aquí había un
montón de chicos divertidos e interesantes y, a diferencia del instituto,
donde había sido básicamente invisible, parecían fijarse en mí. Sin embargo,
no podía evitar preocuparme un poco por mi suerte amorosa, o la falta de
ella.
Las citas siempre parecían ir muy bien, pero las relaciones en ciernes se
esfumaban justo después y los chicos no volvían a llamarme ni a enviarme
mensajes de texto. Uno de ellos incluso huyó literalmente de mí cuando me
vio caminando hacia él fuera de una sala de conferencias el otro día, y yo ni
siquiera iba a hablar con él. Sólo me dirigía hacia allí para asistir a una
clase. Parecía asustado, como si fuera a arrancarle la cabeza por haberme
dejado plantada.
No me extraña que siguiera siendo virgen a los diecinueve años. No era
que no quisiera tener sexo, era más bien como si el universo conspirara
contra mí para evitar que lo tuviera alguna vez.
O tal vez sólo fui una cita terrible.
—¿Así que no fue bien? —Preguntó Mellie.
Le dediqué una sonrisa de pesar.
—Estuvo bien. Muy bien, de hecho. Pero después dejó de devolverme los
mensajes.
Greer frunció el ceño.
—¿Qué demonios? ¿No es la quinta vez que pasa esto con un chico?
—Sexta —dije miserablemente—. Sean sinceras, chicas. ¿Soy aburrida?
¿O involuntariamente mezquina?
—No —dijeron todas mis amigas al unísono.
Me encogí de hombros.
—Es que no sé por qué todos estos chicos me están abandonando.
Siempre parece ir bien, así que es casi como si alguien les estuviera pagando
para que me dejaran tirada. Pero tal vez me estoy perdiendo algo. Tal vez
realmente apesto.
—No, tú eres genial. Son todos unos idiotas —dijo Willa.
—¿Quizá se enfadan porque no te acuestas con ellos? —añadió Greer.
Suelto un suspiro frustrado.
—¡Pero yo quiero! Pero creo que debería esperar al menos hasta la tercera
o cuarta cita para saber si estamos conectando de verdad. ¿De verdad es así
el mundo ahora? ¿Te abandonan si no te metes inmediatamente en la cama
con ellos?
—Um. Sí, más o menos. —Greer apretó los labios formando una fina línea.
—¡No, no le digas eso! —Mellie le tiró una servilleta arrugada—. Hay chicos
muy atractivos por ahí. Al final encontrarás a uno —añadió tranquilizadora,
volviendo a centrar su atención en mí.
—Eso espero. En fin, ¿qué planes tienen todas para hoy? —pregunté,
tratando de cambiar el tema a algo menos sombrío.
—Clases consecutivas de contabilidad y economía —dijo Mellie.
—Lo mismo —dijo Willa—. Eso será divertido...
—Tengo que entregar mi artículo e investigar para un trabajo. ¿Y tú,
Tatum? —Greer preguntó.
Miré el reloj que había en el otro extremo del comedor.
—Tengo clase de medios de comunicación dentro de una hora. Antes de
eso, voy a volver a mi habitación y tener una sesión de Google en serio. Tengo
que pensar en un trabajo para la clase de la profesora Halliwell.
—¿Es tu clase de sociología? —Greer preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Sí. El trabajo debe entregarse al final del trimestre y vale el sesenta por
ciento de toda mi nota de la asignatura. Es un tema muy interesante, pero
hay mucho donde elegir. No puedo decidirme.
—¿Tal vez podamos ayudar? —Dijo Mellie—. He oído que Halliwell es súper
dura.
—Sí. Alguien me dijo que ella nunca le ha dado a nadie una A. Nunca.
—Vaya. Bien, ¿cuál es el tema de la tarea?
—Leyendas urbanas.
—¡Ooh! —Greer dijo, juntando las manos delante de ella—. Eso suena
divertido.
—Así es. Tenemos que elegir una leyenda y ver dónde se originó, cómo se
transmite, por qué persiste, cuál es su propósito dentro de nuestra sociedad,
qué dice eso de nuestra cultura, etcétera. Es muy interesante, y si
escribimos sobre algo local, nos dan créditos extra. Estaba pensando en la
leyenda del asesino en el asiento de atrás, porque alguien me dijo que
empezó aquí. Pero no sé. Creo que algunos ya lo hacen, y quiero destacar.
Willa puso los ojos en blanco.
—Por favor, no hagas lo del asiento de atrás. Está muy visto. Además,
estoy bastante segura de que se originó en Indiana. Vi una película sobre
ello.
—¿En serio? Mierda. —Me desplomé en mi asiento.
—Sin embargo, tengo una idea —continuó—. ¿Qué hay del Estrangulador
de Roden? Eso sí que es cosa de Connecticut.
Mis ojos se abrieron de par en par.
—¡Sí! Dios mío, no puedo creer que no se me ocurriera.
—¿El Estrangulador de Roden? —Greer parecía confundido.
—¿No has oído hablar de eso?
—No. Nacida y criada fuera del estado, ¿recuerdas?
—Oh, claro, duh. Es una vieja leyenda urbana de aquí. Creo que se originó
alrededor de los años sesenta o setenta. Básicamente, afirma que la tasa de
mujeres jóvenes desaparecidas es más alta en New Marwick que en
cualquier otro lugar del estado. Especialmente alrededor del campus de
Roden. No creo que sea verdad. Probablemente tenemos la misma cantidad
de chicas desaparecidas que en cualquier otro lugar. Pero, en fin, supongo
que alguien decidió iniciar el rumor de que había un loco que iba por ahí
estrangulando a todas esas mujeres que desaparecían, y desde entonces
persiste.
—Sí, así que ahora la gente de por aquí a veces dice cosas como: “cuidado,
no vuelvas a casa sola por la noche o te pillará el Estrangulador de Roden”
—dijo Mellie.
—Bien. ¿Alguna vez han estrangulado a alguien? —preguntó Greer, con la
frente fruncida.
—No. —Mellie frunció el ceño—. Al menos yo no lo creo. No hay pruebas
que sugieran que ocurrió, porque de todas las jóvenes que han desaparecido
por esta zona, ninguna ha sido encontrada.
—Excepto aquella de los ochenta que acabaron encontrando en un bosque
—añadió Willa—. Pero no fue estrangulada. Fue una sobredosis.
—¿Así que nadie sabe qué pasó con el resto? —dijo Greer, con los ojos
muy abiertos.
Negué con la cabeza.
—No.
—Eso es tan espeluznante. ¿De cuántas mujeres desaparecidas estamos
hablando?
Fruncí el ceño, devanándome los sesos.
—Unas cuatro en los sesenta, otras tres en los setenta, también tres en
los ochenta. No estoy seguro de las décadas más recientes.
—Dos en los noventa y otras tres desde entonces —dijo Willa. Estaba
mirando su teléfono móvil—. Acabo de buscarlo. Camille Gorham
desapareció en 1992, Laura Cecchettini en 1999, Ali Ryan en 2005, Tamika
Beck en 2011 y Kylie Burns en 2015. Tres de ellas eran estudiantes de
Roden.
Greer se estremeció.
—Cielos. En realidad son muchas mujeres desaparecidas para una ciudad
tan pequeña —dijo—. Quiero decir, la población es de sólo cien mil, ¿verdad?
Eso es minúsculo comparado con lugares como Nueva York.
—Sí, pero no significa que haya un asesino en serie en el campus. Con la
mayoría de ellos, había algún tipo de trasfondo que podía explicarlo. Como
Kylie Burns. Al parecer, tenía un gran problema con la cocaína, y sus amigos
estaban preocupados de que se estuviera involucrando en algunas cosas
realmente turbias para pagar el hábito. Además, Tamika Beck tenía serios
problemas de salud mental. Sé que es horrible, pero es más probable que
esas cosas hayan contribuido a su desaparición que una vieja y
espeluznante leyenda de estranguladores.
—Sí. —Mellie asintió—. Eso me recuerda. ¿Has oído alguna vez la otra
leyenda sobre por qué desaparecen todas esas jóvenes? Creo que es mucho
más interesante que la teoría del Estrangulador.
Willa frunció el ceño, luego asintió con énfasis.
—¡Sí! ¡La Corona y La Daga!
Ladeé la cabeza. Había oído ese nombre antes, pero no recordaba dónde.
—¿Quién o qué es eso?
Greer dio una palmada.
—Bien, ahora que puedo responder. Un tipo del periódico me habló de
ellos hace unas semanas. Dijo que no sabe si realmente existen, pero que
supuestamente son una sociedad secreta que recluta aquí mismo, en el
campus. Sólo hombres. Muy clandestina. Hay muchos rumores turbios
sobre ellos.
Fruncí el ceño. Había oído hablar de algunas sociedades secretas aquí en
Roden. Seleccionaban a los alumnos de cursos superiores en otoño y tenían
extraños rituales de iniciación. Aparte de eso, en su mayoría eran grupos
para establecer contactos entre personas de campos similares. Por ejemplo,
Book and Quill era conocida por ser una sociedad para escritores, y otra
llamada Skull and Key era conocida por reclutar estudiantes de Derecho.
Sin embargo, nunca había oído a nadie en Roden hablar de La Corona y
la Daga y de a quién reclutaban.
—Siempre ha habido un montón de historias raras sobre ellos —dijo Willa,
retomando la conversación donde Greer la había dejado—. La mayoría son
leyendas urbanas. Creo que sería un buen tema para tu trabajo.
—Tienes razón. Lo estoy haciendo totalmente —dije emocionada—. ¿Hay
alguna prueba de que realmente existen?
Willa y Mellie intercambiaron miradas. Entonces Willa se inclinó hacia
delante y habló en voz baja.
—No le digas a nadie que te he contado esto, pero mis hermanos mayores
y mi padre están en ella. Los reclutaron cuando estuvieron aquí y, al parecer,
es algo para toda la vida.
—Yo también —dijo Mellie, poniéndose ligeramente rosada—. Me refiero a
mi padre. Es miembro. Mi hermano no.
—¿Por qué no puedes decírselo a nadie?
—Se supone que no debemos hablar de ello. En realidad es una tontería,
pero mi familia podría enfadarse conmigo —dijo Willa—. Sin embargo, puedo
contarte algunas cosas sobre ellos. Todos llevan un anillo en la mano
derecha con una Estrella de Ishtar grabada. La afiliación también es muy
exclusiva. A menos que vengas de una familia muy rica o antigua, no
conseguirás entrar. Ah, y como dijo Greer, es sólo para hombres.
Miré brevemente a Elías y a sus amigos. Todos llevaban anillos con una
estrella grabada. ¿Podrían pertenecer a La Corona y La Daga? ¿O formaban
parte de algún otro club secreto que también exigía anillos ornamentados?
Volví a mirar a Willa.
—¿Qué estabas diciendo sobre la sociedad y las chicas desaparecidas?
Agitó una mano.
—Oh, esa es una de las leyendas. Según los que la creen, La Corona y La
Daga secuestraron a todas esas chicas. La historia surgió después de que
encontraran a aquella chica muerta en el bosque en los años ochenta, la que
mencioné antes. Aunque sufrió una sobredosis de drogas, que se dictaminó
como autoinfligida, tenía una marca de la corona en la parte baja de la
espalda. Las autoridades dijeron que fue un incidente de novatada de una
hermandad lo que dejó la marca y cerraron el caso, pero la gente habla, y
todo el mundo sabe que no fue una hermandad. Algunos culparon a La
Corona y La Daga.
—Espeluznante.
Greer asintió.
—Sí. Además, el lema de La Corona y La Daga es, al parecer, Deliciae Dolor,
lo que lo hace aún más espeluznante. En latín significa “las delicias del
dolor”.
Willa puso los ojos en blanco.
—Eso es sólo un rumor. Mis hermanos dicen que es mentira.
—¿En serio?
—Sí. Dicen que La Corona y La Daga es igual que cualquier otra sociedad
secreta exclusiva. Sólo un montón de tipos ricos emborrachándose y
festejando duro.
Greer frunció el ceño.
—No lo sé. He oído que ocultan muchas cosas turbias.
Willa suspiró y se frotó las sienes. Todas la conocíamos lo suficientemente
bien como para saber que eso significaba que estaba a punto de soltar un
largo monólogo crítico.
Me incliné hacia delante en mi asiento, esperando con la respiración
contenida.
—Créeme —empezó—. A casi todo el mundo le gusta creer que ahí fuera
hay secretos profundos y apasionantes sobre el verdadero orden del mundo.
Algo que sólo unos pocos elegidos pueden saber, oculto en clubes exclusivos,
acertijos arcanos o pinturas antiguas. Eso hace que el mundo parezca
mucho más interesante de lo que sería si todo el mundo supiera la verdad:
que no hay nada. No hay secretos. Ni élites esotéricas que dirigen el mundo
entero y controlan todos los aspectos de todos los gobiernos.
—¿Pero cómo lo sabes? —preguntó Greer, levantando una ceja escéptica.
—Porque sí —insistió Willa—. Todas esas sociedades secretas... lo único
que hacen en realidad es celebrar fiestas salvajes, conseguir que los políticos
les tiren unos cuantos huesos por hacer donaciones a la campaña y
asegurarse de que su poder se mantiene mayoritariamente dentro de sus
filas mediante fusiones familiares y empresariales. Pero eso no es ningún
secreto. Todo el mundo sabe que los ricos trabajan para mantenerse ricos,
y todo el mundo sabe que hacen donaciones a campañas políticas para que
algunas cosas les salgan bien. Pero no ocultan nada como mensajes escritos
por Dios, o alguna escultura renacentista que les indique cómo llegar a la
fuente de la juventud, o un código que les explique el sentido de la vida. —
Hizo una pausa para tomar aliento—. Así que supongo que ése es el
verdadero secreto: que no hay ningún secreto. Sí, el mundo es desigual, y
sí, apesta. Hay muchos “ricos” y muchos “pobres”. Es un hecho conocido y
aburrido.
—Entonces, ¿por qué todos los ricachones de estas sociedades son tan
reservados al respecto? —preguntó Greer, haciendo un leve mohín. Le
encantaban las teorías conspirativas, y estaba claro que no le gustaba oír
que algo así podía ser una gilipollez.
Willa se encogió de hombros.
—Les beneficia estar rodeados de misterio. Supongo que les ayuda a
mantener sus posiciones.
Arrugué la nariz.
—¿Cómo?
—Si los demás piensan que tienen grandes y oscuros secretos que nunca
conocerán personalmente y que siempre estarán fuera, es menos probable
que intenten entrar. La mayoría de la gente pensará que no tiene sentido
porque nunca podrán unirse al club o conocer los secretos. Así que no se
molestan en intentarlo, y todos esos viejos blancos y ricos se quedan.
—Um… —Mis labios se torcieron hacia arriba en una media sonrisa—.
¿Eso crees? Porque sinceramente, el secretismo me hace querer
investigarlos aún más, no al revés.
—Oye, siempre hay algunos rebeldes que piensan igual. —Ella guiñó un
ojo—. ¿Cómo crees que empiezan las revoluciones?
Mellie gimió.
—¿Revoluciones? Si esta conversación va por ahí, necesito más café. —Se
levantó y se dirigió a rellenar su taza en la cafetera exprés que había en un
banco a unos metros de distancia.
Greer se lamió los labios.
—He oído algo más sobre La Corona y La Daga —dijo lentamente—. Willa,
puedes corregirme si me equivoco, pero al parecer los iniciados de la
universidad celebran fiestas en su casa club bajo alguna tumba gigante en
el cementerio del campus.
—Eso es cierto —dijo Willa asintiendo con la cabeza—. Una vez oí a mi
hermano mayor hablar de ello. Siempre hacen una gran fiesta el viernes
después de la noche de TAP Week1 para que los neófitos empiecen sus
pruebas y vean de qué va todo.
—Tatum, deberías intentar colarte para tu tarea —dijo Greer, con sus ojos
marrones encendidos de emoción—. ¡Podrías hacer un reportaje completo
sobre ello!
—¿Entrar a hurtadillas dónde? —preguntó Mellie. Acababa de volver con
una nueva taza de café.
Le dije. Mientras hablaba, frunció el ceño y se bajó con ansiedad las
mangas negras que le llegaban hasta las muñecas. Solo llevaba ropa de
manga larga, incluso en verano. Una vez me dijo que era porque una chica
de su exclusivo colegio le había dicho que tenía los brazos “gordos”, a pesar
de que eran delgados como palillos de dientes, y que nunca más se atrevería
a enseñarlos en público.
Durante mucho tiempo había tenido en la cabeza la idea de que todos los
ricos vivían una existencia perfecta, sin preocupaciones. Me equivocaba. Por
muy privilegiada que fuera la familia de alguien, podía ser terriblemente
insegura. Mellie era la prueba viviente.
Cuando terminé de explicarle la idea de la exposición de Greer, bajó la
mirada y se mordió el labio inferior.
—No sé si es una buena idea —dijo finalmente.
Mis cejas se fruncieron.
—¿Por qué no? Como dijo Willa, lo único que hacen es divertirse. No es
como si fueran a matarme si me colara y me encontraran por casualidad.
Mellie se frotó los ojos y se encogió de hombros.

1 El Programa de asistencia para la matrícula (TAP) del estado de Nueva York proporciona subvenciones a los estudiantes
para ayudarlos a pagar la matrícula.
—Supongo —dijo en voz baja. Tenía una arruga de preocupación en el
entrecejo—. Mierda, acabo de acordarme, tengo que ir a hablar con alguien
sobre una tarea de grupo. Las veo luego.
Se marchó apresuradamente, dejando su taza de café llena y humeante
sobre la mesa.
—Entonces... ¿irás a la fiesta? —Greer preguntó, volviendo su atención a
mí.
—Depende. —¿Cómo voy a entrar? Seguro que cierran con llave.
—La entrada principal de la tumba siempre está cerrada. Pero la noche de
la fiesta, dejan una pequeña entrada trasera sin cerrar entre las nueve y la
medianoche. Es para que los nuevos reclutas puedan entrar después de
resolver una serie de acertijos que terminan en la tumba antes de que
empiece la fiesta —dijo Willa en voz baja—. Es la única noche del año que la
tumba se deja así sin cerrar.
—¿Así que cualquiera podría entrar por esa entrada trasera? —Enarqué
una ceja.
—La mayoría de la gente evita la tumba por varias razones. Pero sí,
técnicamente, cualquiera podría entrar esa noche. Aunque no llegarían a la
zona subterránea principal donde se celebran las fiestas. A menos que
tengan cuidado.
Arrugué la nariz.
—Sigue pareciéndoles descuidado dejarla abierta aunque sea cinco
segundos si están tan empeñados en mantenerlo en secreto.
Willa hizo un gesto con la mano.
—Bueno, en primer lugar, casi nadie sabe realmente que se deja abierto
durante unas horas una noche al año. Es decir, la mayoría de la gente no
pasea por el cementerio un viernes por la noche, así que nunca lo
descubrirían. La única razón por la que yo lo sé es porque mis hermanos
son unos bocazas. Y en segundo lugar, la tumba Roden es principalmente
para iniciados y miembros de primer y segundo nivel. Allí no se guarda nada
importante, así que supongo que no les importa demasiado. Por lo que he
oído, el tercer nivel es el más serio. Nunca serías capaz de infiltrarte ahí,
dondequiera que esté. Yo no lo sabría. Por culpa de los mencionados bocazas
de mis hermanos, no llegaron al tercer nivel.
Solté una risita.
—Ya veo. ¿Cuándo es la noche de la TAP Week?
Greer volvió a hablar.
—No el martes que viene, sino el siguiente. Así que la fiesta será el viernes
siguiente. Intentaría colarme contigo, pero mis padres vienen de visita esa
semana.
—Y no puedo ir porque si mis hermanos están allí y me ven, me
destrozarán totalmente ante mis padres —dijo Willa con un suspiro.
Me mordí el labio inferior. La profesora Halliwell esperaba muchísimo de
sus alumnos, pero si yo era capaz de escribir una exposición asombrosa
sobre La Corona y La Daga e iluminar algunas de las leyendas urbanas que
los rodeaban, era muy posible que sacara un sobresaliente en su clase. Sería
el primero de la historia.
—Claro que sí —dije finalmente con una sonrisa malvada—.
Definitivamente me voy a colar en esa fiesta.
E
ra el viernes siguiente a la noche de la TAP Week, una noche
extraña: salvaje y racheada, borrascas de viento rugiendo por el
campus, sin luna que se escondiera tras una nube.
Yo también iba a pasar la mayor parte de la noche escondida.
Salí a toda prisa de Bamford y me dirigí a la derecha, por un ancho camino
de piedra. El cementerio de Roden estaba en la parte más occidental del
campus, a unos quince minutos a pie de mi habitación.
Sabía que colarse en la tumba de La Corona y La Daga y entrar en la
guarida subterránea para presenciar su fiesta sin ser vista no sería fácil.
Incluso podría ser imposible. Aun así, había hecho todo lo posible para
asegurarme una oportunidad.
Willa me contó que, tras las ceremonias de iniciación de la noche de la
TAP Week, a todos los reclutas se les entregaban túnicas con capucha de
color marrón oscuro para que las llevaran en futuros actos. Habíamos ido al
Departamento de Arte Dramático y cogido prestada la más parecida que
pudimos encontrar, y ahora la llevaba puesta.
Pensé en llegar pronto al cementerio, esconderme cerca de la tumba y
esperar a que un grupo de reclutas se dirigiera a la entrada trasera.
Entonces me deslizaría sigilosamente detrás de su grupo con la cabeza
gacha, fingiendo ser uno de ellos mientras entraban en la tumba. Después,
tendría que pensar sobre la marcha, porque no tenía ni idea de cómo era la
tumba por dentro.
Los carteles pegados en las paredes de piedra y ladrillo ondeaban al viento
cuando pasé por delante de la biblioteca del campus. Con el rabillo del ojo,
vi la cara de una chica que me miraba fijamente desde uno de los carteles.
Priyanka Rahman.
Hace dos semanas, justo después de la conversación que había tenido con
mis amigos sobre todas las chicas desaparecidas de Roden, Priyanka -Pri
para sus amigos- también había desaparecido. Fue una horrible
coincidencia. Su vecina de la residencia universitaria había denunciado su
desaparición, y en los días siguientes habían aparecido carteles por todo el
campus pidiendo información.
Una semana más tarde, Dean Davenport hizo público un comunicado en
el que decía que Pri estaba bien. Al parecer, se había estresado por la carga
de trabajo en Roden y había abandonado los estudios para volver a su país
natal, Nueva Zelanda, y descansar un poco. Aun así, el incidente había
asustado al campus, y ya no quedaba mucha gente fuera por la noche, sino
que optaban por la acogedora seguridad de sus habitaciones. Tampoco
ayudaba que nadie se hubiera molestado en quitar los carteles.
Por fin llegué al camino que conducía al cementerio. Era estrecho y estaba
poco iluminado, con sólo un puñado de farolas de hierro fundido,
serpenteando cuesta abajo y rodeado de setos negros. Desde mi posición
ventajosa aquí arriba, podía ver más luces que brillaban en varios lugares
del cementerio, un resplandor amarillo extrañamente acogedor que caía
sobre los sinuosos senderos del interior.
Había una gran puerta de hierro forjado y un muro de piedra custodiando
el cementerio. Pero no quise atravesarla directamente, por si me topaba con
alguien. En lugar de eso, me desvié ligeramente hacia la izquierda y me
arrastré a lo largo del muro, manteniendo una mano sobre las ramas y la
hiedra que trepaban por él. Luego esperé, con los ojos atentos a cualquier
movimiento y los oídos alertas a cualquier sonido.
La luna eligió ese momento exacto para salir de detrás de las nubes. El
césped del cementerio parecía casi blanco a la luz, y la silueta oscura de las
lápidas se alzaba inquietante en la noche. Sin embargo, no vi a nadie.
Tan sigilosamente como me fue posible, me arrastré hasta la puerta y la
abrí con un chirrido. Atravesé el césped de puntillas hasta llegar a una
lápida lo bastante alta como para esconderme detrás de ella y lo bastante
cerca de la tumba de la Corona y la Daga como para ver qué ocurría. El
cementerio debía de parecerme espeluznante, pero estaba demasiado
entusiasmada con mi pequeña misión como para preocuparme por los
huesos antiguos que había bajo mis pies.
Me asomé desde mi escondite para ver bien el enorme sepulcro gris. Era
la tumba Roden por excelencia: imponente, sin ventanas y llena de secretos.
Además, era mucho más grande de lo que pensaba. Sabía que estaba en la
parte trasera, porque había visto la delantera, con sus columnas de piedra
y sus palabras talladas en latín, cuando había pasado sigilosamente hacía
un momento.
Consulté mi teléfono. Eran más de las nueve. Willa me dijo que los reclutas
solían resolver el acertijo y encontrar el camino a la entrada trasera de la
tumba entre las nueve y las doce, así que la noche podía ser larga.
Me acurruqué y esperé. La noche siguió y siguió. Un puñado de veces se
oyó un ruido y me levanté de inmediato, pero no era más que algún tipo de
animal escarbando por el cementerio.
Unos minutos antes de las diez y media, se oyó un chasquido de ramas
en algún lugar, demasiado lejos para precisarlo. Silencio de nuevo, luego un
crujido de pasos sobre hojas muertas, a pocos metros de la tumba.
Ya era hora.
Me tapé la cara con la capucha y me agazapé en mi sitio, lista para saltar
y unirme en silencio a los reclutas. Llegaron un momento después. Conté
doce. Era un buen número, fácil de mezclarse con ellos.
—¿Qué va a pasar aquí? —Oí decir a uno de ellos—. Pensé que la otra
noche era la iniciación.
—Lo fue. Seguro que esta noche es una fiesta para celebrar nuestra
aceptación. Al menos eso me dijo mi tío. Es miembro —dijo otro chico en voz
baja.
—Más vale que sea jodidamente bueno para compensar que esté en una
tumba helada —refunfuñó otro.
—He oído que es salvaje como la mierda, hombre.
Vi que se dirigían a la entrada trasera de la tumba, una gran puerta tallada
en la piedra. Silenciosa como un ratón, me acerqué de puntillas a la parte
trasera del grupo y los seguí, manteniendo la cabeza lo más agachada
posible con la capucha echada hacia delante para que nadie me viera la cara
y se diera cuenta de que no era un hombre. La túnica ocultaba
perfectamente mis curvas, así que, con suerte, sólo parecería un tipo bajito
si alguien se fijaba en mí.
Afortunadamente, nadie se volvió para mirarme. Estaban demasiado
excitados por lo que les esperaba. Prácticamente podía sentir cómo
zumbaban y vibraban de expectación.
El recluta que iba al frente del grupo empujó la pesada y chirriante puerta
para que quedara entreabierta. Todos los demás entraron, uno tras otro.
Entré con ellos, sin que nadie se diera cuenta, e inmediatamente miré a mi
alrededor, planeando mi siguiente movimiento.
Dos antorchas encendidas iluminaban la amplia tumba, sostenida por dos
hombres altos vestidos con túnicas azul marino oscuro. El suelo era de
hormigón gris frío y a un lado había una pila de ataúdes. Espeluznante, pero
no inesperado.
Cerca había varias puertas cerradas con candado, que aparentemente
conducían a otras alas. Willa tenía razón sobre la sala principal: aparte de
los ataúdes, no había nada.
Me escondí en silencio detrás de los ataúdes apilados mientras los
excitados y parlanchines reclutas se dirigían hacia los hombres con las
antorchas encendidas. Ahora me daba cuenta de que los hombres vigilaban
una entrada oscura a... no sabía bien qué. Sólo podía suponer que era el
camino a la guarida subterránea de la que tanto había oído hablar.
—¡Silencio, neófitos! —dijo uno de los portadores de la antorcha, su
profunda voz resonó en toda la tumba—. Están pisando suelo sagrado.
Los reclutas de túnica marrón guardaron silencio de inmediato.
—Deseas entrar en nuestro Templo Interior —dijo el otro hombre de túnica
azul—. Di nuestra consigna o abandona este lugar para siempre.
—¡Deliciae dolor! —decían a coro todos los reclutas.
Enarqué una ceja. Greer tenía razón sobre su lema; no era sólo un rumor.
Los hermanos de Willa o le mintieron o no se preocupaban lo suficiente por
la sociedad como para recordar la letra.
Uno de los hombres bajó su antorcha.
—Síganme, neófitos.
Se dio la vuelta y se dirigió enérgicamente a través de la oscura entrada.
Los reclutas le siguieron en fila india.
Esperé en mi escondite oscuro, con el corazón acelerado. No sabía qué
hacer. Todavía había un hombre con una antorcha vigilando la entrada, así
que no podía colarme. Maldita sea. Willa tenía razón la otra semana. Sería
imposible para cualquiera llegar más lejos en este mausoleo que donde yo
estaba ahora.
Se me caen los hombros y suelto un suspiro de derrota. Ni siquiera sabía
cómo podría salir de aquí sin que me viera el guardia. Tendría que escapar
por la entrada trasera y esperar a que no me descubriera mientras corría
por el cementerio.
Unos segundos después, un sonido estridente asaltó mis oídos. Al
principio me asusté y estuve a punto de levantarme de un salto, pero luego
me di cuenta de que sólo era un teléfono móvil. No era el mío; antes lo puse
en el ajuste de vibración más suave para que solo yo supiera si se había
disparado.
El guardia de la linterna metió una mano en un bolsillo y sacó su móvil.
—Eh, hombre —dijo—. Sí, acaban de llegar. Hemos seguido el estúpido
guion, no te preocupes. Ahora están de camino a la guarida con Hasser.
Deberías haber visto sus caras. Fingen estar tan tranquilos y
despreocupados pero se toman esta mierda tan en serio. Jodidamente
gracioso. De todos modos, voy a ir a mear.
Frunzo el ceño. Demasiado para que La Corona y La Daga fueran sombrías
y serias. Por la forma en que el tipo hablaba por teléfono, parecía más bien
que la sociedad no era más que una fraternidad tonta que solo fingían
tomarse en serio para asustar a los nuevos reclutas.
—¿Qué? No. —El tono del hombre se estaba volviendo argumentativo
ahora—. ¡Mi puta vejiga parece a punto de explotar! En serio, hombre,
probablemente se me caiga la polla si no voy ahora.
Reprimí una risita. Bonitas imágenes.
—No es que vaya a venir nadie más. Saldré y tardaré tres minutos como
máximo. Veré si alguien intenta entrar en la tumba, de todos modos. —Hubo
una pausa y luego—. Sí, claro, como quieras.
Colgó. Le vi marcar otro número.
—Oye, hombre, de verdad que estoy deseando llegar al segundo nivel y no
tener que volver a hacer esta mierda tan aburrida. ¿Crees que puedes subir
unos minutos y hacerme compañía? Necesito mear, pero el jodido Benson
me ha dicho que no puedo tomarme un descanso hasta que haya alguien
más aquí para vigilar. —Hizo una pausa, presumiblemente escuchando a su
compañero de La Corona y La Daga al otro lado de la línea—. ¿Diez minutos?
Urgh. Bueno. Hasta luego.
Colgó, refunfuñando para sus adentros. Luego miró hacia la entrada
trasera de la tumba y murmuró:
—A la mierda. Dos minutos no matarán a esos capullos —y salió.
Mi corazón dio un salto. Era mi oportunidad. La entrada estaba
desprotegida y sabía que nadie más iba a venir a cubrir a este tipo durante
al menos diez minutos. Era casi como si las estrellas se hubieran alineado
para hacerme la vida lo más fácil posible esta noche.
Salí de mi escondite de puntillas y me agaché en la oscura entrada. Gritos
y tambores resonaban desde las profundidades. Me temblaban las manos
de miedo y expectación mientras avanzaba por un sinuoso sendero. Todo se
volvió negro cuando la luz de las antorchas de la sala principal se
desvaneció. El aire se hizo más frío, más denso, impregnado de olor a tierra.
Me encontraba en un túnel subterráneo.
Me moví tan rápido como pude en la oscuridad, rezando por no toparme
con el tipo que subiría pronto para relevar al otro guardia. Si lo hacía, estaría
jodida.
Por suerte, no me encontré con nadie. Llegué hasta el final del húmedo y
retorcido túnel, y entrecerré los ojos cuando la luz volvió a iluminarlos.
Respiré hondo y me encogí entre las sombras al ver lo que había al final.
Era una magnífica gruta subterránea, decorada con imponentes columnas
de piedra e intrincadas esculturas talladas en las paredes y el techo. Había
antorchas y velas encendidas iluminando el extenso lugar, y viejas lápidas
agrietadas esparcidas por los bordes. Podía ver pequeñas puertas oscuras
que conducían a otras salas de la gruta, y oía gritos salvajes, gemidos
masculinos y risitas femeninas que salían de ellas.
Profundos y rítmicos tambores resonaron en la sala principal. Estaba
repleta de miembros de la Corona y la Daga vestidos de azul oscuro, junto
con otros vestidos de rojo. Llevaban las capuchas levantadas y máscaras
doradas que cubrían cada centímetro de sus rostros. Las máscaras estaban
elaboradas con joyas relucientes y elegantes picos de ave que sugerían cejas
arqueadas y bocas depredadoras.
Los nuevos reclutas permanecían con el rostro descubierto y estoicos a un
lado, no lejos de donde yo estaba agazapada al final del túnel.
En el centro de la sala, junto a un altar de piedra rodeado de fuego, había
un hombre vestido con una túnica negra. Llevaba la capucha abajo y, a
diferencia de los demás miembros establecidos, su máscara sólo le cubría
los ojos. También llevaba una corona de oro retorcida. En una mano sostenía
una daga.
Ahogué un grito ahogado. Incluso con la parte superior de la cara cubierta,
me di cuenta de que era el padre de Tobías King-Elías. Lo reconocí
fácilmente, porque una vez lo había visto hablando con mis padres sobre un
posible contrato para el negocio de topografía de mi padre. Tenía
exactamente la misma nariz y mandíbula cuadrada y poderosa que Elias.
Supongo que tenía sentido que fuera el jefe de La Corona y La Daga, dado
lo rico que era. La sociedad sólo captaba miembros de familias súper ricas o
poderosas, y los King eran los más ricos y poderosos de todos.
De repente se oyó el estruendo de un gran gong. Las risas y los gritos
procedentes de otras partes de la gruta cesaron bruscamente, junto con los
golpes de tambor, y un momento después, unos cuantos hombres con túnica
aparecieron de entre las puertas y se dirigieron hacia los demás.
—¡Bienvenidos, neófitos! —gritó Tobías, atrayendo las miradas de todos
hacia él. Aproveché la oportunidad para salir rápidamente del túnel y
deslizarme por la oscuridad a lo largo del borde de la sala, escondiéndome
detrás de una de las altas lápidas.
—¡Adelante!
Los reclutas se acercaron al anillo de fuego que rodeaba a Tobías. Sonrió
y volvió a hablar.
—Veo que han sobrevivido a la ceremonia de iniciación del martes. Los
felicito. Estoy seguro de que han oído las leyendas, y ahora, ustedes mismos
forman parte de la leyenda.
Hizo una pausa para mirar a todos los reclutas por turnos, y luego
prosiguió, con voz clara y nítida.
—La elección a nuestra hermandad es un billete dorado a una vida más
allá de sus sueños más salvajes, incluso con sus orígenes privilegiados. El
éxito se convierte en su derecho de nacimiento en cuanto renacen a sus
nuevas vidas como miembros de nuestra sociedad. Todo lo que quieran
estará a su alcance, y todo lo que quiera su enemigo podrán arrebatárselo a
su antojo. La hermandad se ocupará de todas sus necesidades. Nunca les
faltará nada y, a cambio, su lealtad sustituirá a todo lo demás en sus vidas.
Los enmascarados del otro lado del altar zapatearon y vitorearon.
—¡Neófito DuPont, un paso adelante y arrodíllate! —ordenó Tobías,
levantando la daga.
Uno de los reclutas se adelantó y se arrodilló, inclinando la cabeza. Tobías
le golpeó suavemente la parte superior de la cabeza con la daga, y entonces
un hombre vestido de rojo se adelantó con una copa dorada y se la tendió.
El recluta cogió la copa y bebió su contenido.
El proceso continuó con los demás reclutas, uno por uno.
Casi me eché a reír al ver los acontecimientos surrealistas que se
desarrollaban ante mí. Todo parecía tan... tonto. De mal gusto. Como sacado
de una película de suspenso cursi.
Entonces recordé lo que me había dicho Willa. Lo del primer nivel de la
Corona y la Daga era básicamente una broma, por lo que me había dicho.
El segundo nivel era más difícil de alcanzar y mucho más secreto (apenas
sabía nada de él), y el tercer nivel era tan clandestino que no sabía
absolutamente nada de él. Incluso sus hermanos, que al parecer habían
llegado al segundo nivel, no tenían ni idea de lo que implicaba el tercero. No
habían llegado tan lejos y nunca lo harían.
A pesar de ello, ya tenía una vaga idea de los distintos niveles por lo que
había visto esta noche. Los nuevos reclutas llevaban túnicas marrones
durante la iniciación, y los miembros del primer nivel vestían de azul marino
(como lo demuestra el guardia que se quejaba en la puerta de que quería
llegar al segundo nivel para no tener que hacer más trabajos sucios). Por lo
que pude deducir que los hombres de túnica roja pertenecían al segundo
nivel de la hermandad y que el negro estaba reservado para el nivel superior.
Tobías King era el único que vestía de negro, así que se trataba de un
evento de nivel inferior, diseñado para atraer a los nuevos reclutas y a los
miembros más jóvenes. Sin contar a Tobías, que obviamente tenía que estar
aquí para supervisar el evento, los miembros de tercer nivel no estaban aquí
y probablemente tenían cosas mucho mejores que hacer con su tiempo.
Un escalofrío me recorrió al imaginar qué podrían ser esas cosas.
—Ahora —gritó Tobías con voz estruendosa cuando el último recluta hubo
terminado lo que había en su copa—. ¡Disfruten de los frutos de su éxito!
El gong volvió a sonar y los tambores volvieron a sonar con fuerza. Los
gritos y vítores resonaron por toda la gruta.
Me acomodé aún más en mi escondite y saqué el móvil para filmar
subrepticiamente lo que estaba ocurriendo. Ahora que el tonto ritual de la
daga se había acabado, parecía que empezaba la fiesta.
Hermosas mujeres se escabullían por las oscuras puertas de los extremos
de la cámara principal, sosteniendo bandejas con bebidas y gruesas líneas
de polvos blancos. Algunas iban vestidas con vaporosos vestidos blancos de
estilo griego, otras hacían topless con tangas negros y pintura dorada en
spray en cada centímetro de su piel, y otras simplemente estaban desnudas,
salvo por los collares negros que llevaban al cuello.
—Hostia puta —oí murmurar a uno de los reclutas. Su voz se arrastraba
ligeramente; lo que había en las copas debía de ser muy potente.
En los veinte minutos siguientes, comenzó una escena que sólo podría
describir como una orgía salvaje. Las mujeres estaban arrodilladas y los
hombres enmascarados las penetraban con fuerza, gruñendo y gimiendo.
Otras estaban de rodillas con las manos atadas a la espalda, chupando
pollas y gimiendo de placer mientras otra persona les acariciaba el coño.
Todos los nuevos reclutas comparten expresiones que sugieren que sus
sueños se han hecho realidad.
Era áspero, crudo, bacanal.
Me quedé helada con una mezcla de miedo y excitación mientras lo
asimilaba todo, con el pulso latiéndome fuerte y rápido. Me imaginé a mí
misma como una de esas mujeres, siendo usada y abusada, tomada por
todos los agujeros para el placer de hombres ricos. Me daba miedo, un miedo
excitante que me ponía cachonda. Mi pecho subía y bajaba, el calor se
deslizaba por mi cuello y mis pezones se tensaban mientras el ardiente deseo
se movía por mi estómago y se acumulaba entre mis piernas.
Dejé escapar un chillido involuntario de sorpresa cuando vi a un hombre
vestido de rojo abofetear el culo bronceado y aceitado de una mujer antes de
abrirle las nalgas y metérselo dentro. Justo en el culo, sin previo aviso. Ella
soltó un gemido gutural, su cabeza cayó hacia delante mientras el hombre
violaba con rudeza su agujero más estrecho. Luego empezó a gemir y a
jadear de felicidad, sucumbiendo a la embriagadora mezcla de dolor y placer.
Me tapé la boca con una mano. Por suerte, la fiesta era tan ruidosa que
nadie pareció oír mi chillido. Gracias a Dios. De todos modos, miré a mi
alrededor para asegurarme.
A lo largo de una de las paredes de la gruta, unos cuantos hombres
vestidos de rojo observaban el sexo salvaje, sorbiendo copas en lugar de
participar. No pude ver sus rostros, ya que las máscaras lo cubrían todo,
pero me dio la impresión de que estaban aburridos. Probablemente habían
participado en este tipo de actividades muchas veces, y ahora, lo que antes
parecía salvaje y peligroso se había vuelto viejo y rancio.
De repente, uno de ellos giró ligeramente la cabeza hacia la izquierda.
Había algo familiar en su forma de moverse.
Me mordí el labio y me agaché más, esperando que no me hubiera visto
en la oscuridad tras la lápida. Al asomarme un momento, vi que estaba
observando la orgía de nuevo. Falsa alarma. Estaba a salvo.
Aun así, tenía que pensar en salir de aquí antes de que fuera demasiado
tarde. Mientras me mantuviera en las sombras, podría escabullirme
fácilmente entre todos esos gemidos y retorcimientos primarios. O eso
esperaba.
Me pegué lo más posible a la fría pared de piedra, encontré el camino de
vuelta al túnel y me deslicé hacia la oscuridad. Luego subí corriendo por el
sinuoso sendero, mareada y palpitando por todo lo que acababa de
presenciar.
Cuando me di cuenta de que me acercaba a la puerta que conducía a la
parte subterránea de la tumba, me detuve y me arrodillé antes de avanzar
lentamente. Probablemente el guardia seguiría aquí, así que tendría que
averiguar dónde estaba, rodearlo por la puerta trasera y volar por el
cementerio lo más rápido posible para eludirlo.
No estaba en la entrada, gracias a Dios. Tampoco estaba nadie más.
Supongo que el tipo que prometió sustituirle nunca se molestó en aparecer.
Realmente fue mi noche de suerte.
Asomé la cabeza lentamente y respiré aliviada cuando vi al guardia
desmayado contra la pared, roncando ruidosamente con la antorcha
apagada sobre el regazo. Evidentemente, el servicio de guardia en la tumba
era tan aburrido y de mierda como había dicho antes. No me extraña que su
amigo no se molestara en venir a ayudarle.
Pasé a su lado de puntillas, me escabullí por la entrada trasera y me alejé
a toda velocidad por el cementerio, sin mirar atrás. Cuando llegué a la
puerta, mi pulso por fin volvió a la normalidad, sonreí y me alegré en silencio
por haber sobrevivido a aquel extraño encuentro.
Yo lo hice. Me colé en una fiesta de Corona y Daga y me salí con la mía.
De acuerdo, era sólo un evento de primer nivel, pero aun así, las cosas
que vi demostraron que no era una sociedad secreta cualquiera. Estos tipos
hacían cosas seriamente depravadas en esa guarida. Drogas, libertinaje,
voyerismo.
Estaba impaciente por empezar a trabajar.
Con un resorte en el paso, me dirigí de nuevo por el camino montañoso
hacia la parte principal del campus, tarareando una melodía pop optimista
mientras avanzaba. Mi teléfono vibró suavemente en mi túnica un momento
después. Lo saqué, suponiendo que era Greer o Willa preguntándome cómo
me había ido.
El mensaje procedía de un número desconocido. Me detuve en seco y me
quedé en silencio mientras lo leía.

Desconocido: Te vi.
L
a luz de primera hora de la mañana se filtraba por la ventana de mi
habitación. Bostezaba y me acurrucaba en las almohadas,
intentando descansar, pero el sueño nunca llegaba.
Con un suspiro, miré el reloj y vi que eran las siete y media. A pesar de
mis esfuerzos, no había pegado ojo desde que volví a casa poco antes de
medianoche.
No dejaba de pensar en el mensaje que recibí, no dejaba de asustarme. Al
mismo tiempo, la idea de contestarlo me asustaba aún más. Sabía que
probablemente Greer o Willa me estaban gastando una broma y me habían
enviado un mensaje desde el teléfono de otra persona, ya que sabían
exactamente lo que había estado haciendo anoche, pero una pequeña parte
de mí se preguntaba si realmente era un chico de la fiesta.
¿Y si alguien me hubiera visto? ¿Estaba en problemas? ¿O simplemente
uno de los chicos de La Corona y la Daga tenía un extraño sentido del humor
y pensó que sería divertido enviarme un mensaje de texto? Eso planteó aún
más preguntas: ¿quién era y cómo me conocía a mí y a mi número de
teléfono?
Mis ojos se desviaron hacia mi móvil. Estaba sobre la mesilla de noche y
parecía mirarme acusadoramente. Lo cogí.
Intentando olvidarme del extraño mensaje, marqué el número de mi madre
con la esperanza de charlar. Siempre madrugaba los sábados, así que sabía
que estaría por allí. Pero el teléfono sonaba sin cesar y, al cabo de unos
minutos, me di por vencida, abatida.
Mis padres apenas me habían dirigido la palabra desde que llegué a Roden
hace unos meses. Era muy extraño. Sabía que estaban ocupados con el
trabajo (ya que el negocio de topografía de papá, antes en dificultades, había
empezado a remontar hacía varios meses), pero seguro que aún tenían
tiempo para devolverme las llamadas. Sin embargo, casi nunca lo hacían.
Tampoco habían ido a visitarme al campus, aunque estaba a solo media
hora en coche de su casa.
Su nueva casa.
Desde que el negocio empezó a despegar, habían estado derrochando y
comprándose todas las cosas que nunca antes habían podido permitirse. Su
decrépito bungalow de alquiler había sido sustituido por una casa más
grande en un barrio más agradable, y también se habían comprado un coche
nuevo. Además de tener un negocio próspero, disponían de más ingresos
porque ya no tenían que cuidar de mí. Me alegraba por ellos, pero me
gustaría tener noticias suyas más de una vez al mes.
Pensé en llamar a una de mis amigas para distraerme, pero decidí no
hacerlo. A todo el mundo le gustaba acostarse un poco más tarde los fines
de semana, así que esperar una conversación a las siete y media era exagerar
un poco.
A la mierda. Finalmente me tragué mis miedos y me enfrenté al elefante
de la habitación.
¿Quién es? —Envié al número desconocido de anoche.
Mi teléfono respondió casi de inmediato.
Desconocido: Podría ser tu peor pesadilla o tu sueño más placentero.
Deje que usted decida.
Mis hombros se hundieron de alivio. Teniendo en cuenta la respuesta tan
exagerada, era evidente que se trataba de una broma estúpida. Todo este
tiempo me había estado asustando por nada.
Di una respuesta sarcástica.
Yo: Muy graciosa. ¿Se supone que eso debe asustarme?
Otra respuesta llegó inmediatamente.
Desconocido: Te gustaría que así fuera, ¿verdad? Te gusta tener
miedo. Te excita, ¿verdad?
Me puse rígida. Quizá no se trataba de una broma. O si lo era, la persona
tenía un sentido del humor bastante enfermizo. Con las manos ligeramente
temblorosas, envié otro mensaje.
Yo: No sé de qué me estás hablando.
Desconocido: Sí, me conoces. Te conozco, Tatum Marris. Lo sé todo
sobre ti.
Yo: Así que eres un acosador. ¿Debería llamar a la policía?
Desconocido: No un acosador. Solo un interesado.
Yo: ¿Te intereso?
Me recosté en la cama, acurrucándome contra las gruesas y mullidas
almohadas. De repente, ya no estaba tan preocupada. Sentía más curiosidad
que otra cosa. ¿Quién era ese tipo y qué quería exactamente?
Desconocido: Sí. Tú también estás interesada en mí.
Yo: Ni siquiera sé quién eres....
Su respuesta tardó un poco más esta vez.
Desconocido: Pero estuviste allí anoche. Nos observaste. Nos querías.
Admítelo.
Tragué saliva. Así que, después de todo, me había visto en la fiesta.
Yo: Me dio curiosidad. Eso es todo lo que admito.
Desconocido: Bueno, en palabras de Bachman, no has visto nada
todavía. Pero lo descubrirás.
Mi curiosidad se había despertado. Mantuve el intercambio, aunque
estaba segura de que el interlocutor no era más que un tipo aburrido que
quería imponer su dominio intentando asustarme.
¿Qué voy a averiguar? —pregunté.
Desconocido: Lo que realmente hacemos. Lo de anoche no fue nada.
Sólo algunos trucos de fiesta para interesar a los nuevos reclutas. No se
parece en nada a nuestro mundo real.
Una sonrisa jugó en mis labios.
Yo: ¿Por eso me resultó tan fácil entrar? Su seguridad es muy
deficiente.
Desconocido: ¿De verdad crees que eres la primera persona que se
cuela en una fiesta Tap Week en la Tumba? Prácticamente dejamos que
la gente lo haga, sólo para que se emocionen un poco y crean que saben
de qué vamos en realidad. Todo el mundo sabía que estabas allí, no sólo
yo. No fuiste tan cuidadoso como crees. ¿Cómo era estar sentado detrás
de esa lápida? ¿Cómodo?
Mi sonrisa se desvaneció. Me sentí completamente desnuda. Expuesta.
Todo el tiempo que había estado escondida en aquella gruta, los miembros
lo sabían. Cada uno de ellos. No era tan especial por colarme, después de
todo... me dejaban hacerlo.
No me extraña que florecieran tantos rumores sobre la sociedad.
Procedían de otras personas que se habían colado antes que yo, años y años
atrás. Los hombres de La Corona y La Daga lo alentaban, les divertía
escandalizarnos y dejar que se difundieran las historias descabelladas. Las
fiestas libertinas, las drogas, las orgías... era una faceta de su sociedad de
la que querían que se hablara. Para distraer de otra cosa, tal vez.
Eso me hizo sospechar mucho sobre lo que podían esconder detrás de todo
eso.
Apuesto a que soy la primera persona que lo graba —respondí
finalmente—. En todas mis búsquedas en Internet sobre ustedes, nunca
había visto un solo vídeo de la fiesta de la Tap Week. Pero ahora tengo
uno.
Desconocida: ¿Seguro, cariño?
Con el ceño fruncido, salí de los mensajes de texto y entré en la galería de
mi teléfono. El vídeo había desaparecido. Sin desanimarme, comprobé la
aplicación de almacenamiento en la nube, porque sabía que mi teléfono de
vez en cuando se estropeaba y borraba cosas por sí solo.
Cuando se cargó la aplicación, empecé a preocuparme de nuevo. El vídeo
no estaba allí. La única forma de que desapareciera de la nube era que
alguien accediera a mi cuenta y lo borrara manualmente. Yo, desde luego,
no lo había hecho.
Le respondí, con las manos temblorosas por una mezcla de furia y miedo.
Yo: ¿Has pirateado mis cosas?
Desconocido: Viniste a nuestro mundo, y ahora hemos ido al tuyo.
¿Por qué te sorprende? Es lo que querías, ¿no?
Yo: ¡Puede que quisiera echar un vistazo, pero no pedí que
piratearan mi teléfono!
A él: Has estado pidiendo eso y mucho más durante mucho, mucho
tiempo. Vas por un camino peligroso, pequeña.
A pesar de lo cabreada que estaba porque alguien había pirateado mi
teléfono y mi aplicación de almacenamiento en la nube, tenía que admitir
que estaba empezando a emocionarme. Muy emocionada. El peligro, la
oscuridad... todo me resultaba terriblemente atractivo. Me sentía muy
despierta a pesar de la falta total de sueño, y pequeñas emociones
azucaradas me recorrían la espina dorsal.
Quizá me guste el peligro —respondí con valentía.
Desconocido: Oh, sé que lo haces. Apuesto a que no puedes esperar
a estar atada y de rodillas para mí, ¿verdad?
Sonreí y me eché hacia atrás, con una sonrisa jugueteando en mis labios.
Las llamas me lamían entre las piernas, llenándome de un calor placentero.
No debería excitarme que un completo desconocido me enviara mensajes
así, pero no podía evitar que mi cuerpo respondiera.
De algún modo, sabía que cuanto más enfadado consiguiera poner a este
tipo, más oscuros y sexys serían sus mensajes. Decidí intentarlo.
Yo: ¿Así es como se divierte los de La Corona y La Daga? ¿Acosando
a chicas y amenazándolas con atarlas?
Desconocido: No es una amenaza. Una promesa. Y tú eres la única.
Yo: ¿Ah, sí? ¿Qué me hace tan especial?
Desconocido: Eres una chica mala. Una chica sucia.
Me gustaba que me llamaran así. Me ponía los pezones tiesos bajo la
camisa. Mordiendo una sonrisa, respondí.
Yo: ¿Cómo lo sabes?
Desconocido: Como dije, sé todo sobre ti, Tatum. Sé lo que has hecho,
y necesitas ser castigada por ello.
Yo: Dime cómo...
Desconocido: No necesito decírtelo. Te vas a enterar, y te va a doler.
Pero te mereces cada gramo de dolor. Sé lo que eres en el fondo. Eres
una pequeña zorra malvada, y necesitas ser castigada. Necesitas ser
rota.
Los mensajes se estaban volviendo demasiado oscuros para mi gusto.
¿Necesitaba que me rompieran? ¿A qué venía eso? No era sexy. Era
simplemente espeluznante.
Yo: Um, creo que lo estás llevando un poco lejos ahora, amigo...
Desconocido: ¿Qué, pensaste que esto era una especie de broma? No
me estoy riendo, putita. Sé exactamente lo que has hecho, joder, y te
lo voy a hacer pagar. 3/17/17. Te acuerdas, ¿verdad?
Apagué el teléfono y lo tiré al extremo de la cama, con todo el cuerpo
temblando mientras me recorría un escalofrío. Esa fecha al final del
mensaje... oh, Dios. Quienquiera que me estuviera enviando el mensaje,
sabía lo que hice en marzo del año pasado. Aquello en lo que me negaba a
seguir pensando. Lo que todo el mundo juraba que no era culpa mía.
El tipo del teléfono obviamente no estaba de acuerdo, y tampoco era un
chico aburrido de una fraternidad que se divertía enviando mensajes
sexuales a chicas al azar. Me odiaba. Quería hacerme daño. Lo peor de todo
es que lo sabía todo sobre mí. Incluso podía entrar en mis posesiones más
privadas cuando quisiera. Ya me lo había demostrado hackeando mi
teléfono.
¿Qué otra cosa podía hacer?
¿Qué otra cosa iba a hacer?
Me levanté de un salto y me acerqué a la ventana, asomándome por las
cortinas grises como si esperara ver a una persona con una gabardina negra
y unos prismáticos mirándome. Por supuesto, no había nadie, salvo un
corredor mañanero que atravesaba el patio y un jardinero que barría las
hojas rojas y amarillas.
Mis ojos se posaron en un desconocido todoterreno negro aparcado en el
aparcamiento de la derecha del patio. Entrecerré los ojos para ver mejor. La
plaza de aparcamiento era sólo para estudiantes de Bamford, y nunca había
visto a nadie aquí con ese tipo de coche.
Supuse que podía ser nuevo, ya que a los alumnos de Roden sus padres
ricos les regalaban a menudo coches nuevos y otras cosas por el estilo, pero
en cuanto hice evidente que estaba mirando, cuando corrí las cortinas más
hacia atrás, el todoterreno arrancó y salió chirriando del aparcamiento.
Temblando, me senté en la cama. Sólo una coincidencia, me dije. Un
estudiante es el dueño de ese coche, y salieron corriendo por café y bollos.
En el fondo, sabía que no era cierto. Quienquiera que estuviera en ese
todoterreno me estaba observando, y quería que lo supiera.
¿Pero quién demonios era?
T
iré el teléfono a un lado con el ceño fruncido y me subí la cremallera
a pesar del dolor en la ingle. Tatum había dejado de responderme y
yo estaba demasiado frustrado como para correrme. Tenerla al
alcance de la mano diciéndome cómo le gustaba el peligro había funcionado
durante unos minutos, pero no era suficiente.
Nunca era suficiente.
Estaba harto de jugar. Harto de esperar. Quería tenerla aquí, delante de
mí. Quería apretar mis manos contra su suave piel, agarrarla tan fuerte que
gritara. Quería morder esos carnosos labios rosados, hacerla gritar en mi
boca. Quería follarme su coñito tan fuerte que no pudiera andar en una
semana.
Quería poseerla.
Ahora mismo.
Sabía que existía un protocolo en nuestra sociedad, y lo había seguido
pacientemente durante mucho tiempo, por muy loco que me volviera. Ahora
lo había cumplido oficialmente. Se suponía que no debía ponerme en
contacto con Tatum en absoluto antes de que llegara el momento, pero ya
no podía evitarlo. No cuando ella estuvo tan cerca anoche, temblando a
pocos metros de mí detrás de aquella piedra mientras observaba los
procedimientos.
Tenía que admitir que me molestaba que hubiera estado allí. Ya sabía que
quería estar involucrada con nosotros, pero cuando se coló en la fiesta de la
Tumba de esa manera, me demostró que no nos tenía miedo.
Quería que nos tuviera miedo. Quería que estuviera aterrorizada cuando
finalmente la cogiera. Quería lágrimas de verdad, angustia de verdad. Dolor
real. No esta mierda falsa donde fingía estar asustada pero secretamente lo
deseaba todo el tiempo.
No, la quería de rodillas, con miedo en los ojos, rogando y suplicando.
Me di una ducha fría para aliviar el dolor de mis entrañas y bajé al estudio
de mi padre. Al menos, a uno de ellos. Tenía uno idéntico en todas las casas
que poseíamos y utilizábamos, incluso en las de vacaciones. Pasaba la
mayor parte del tiempo en Fairfield o en el Lodge, en el noroeste de
Connecticut, pero en las últimas semanas había estado conmigo en nuestra
propiedad de New Marwick, vigilándome para asegurarse de que no hiciera
nada imprudente. Sabía lo impaciente que me estaba poniendo después de
tanto tiempo alejado de mi premio.
Estaba de pie junto a un fuego crepitante, con un cigarro cubano en una
mano que desprendía perezosos rizos blancos de humo. Cuando entré, se
volvió para mirarme.
—¿Qué pasa?
Entrecerré los ojos.
—¿Tú qué crees? Quiero saber sobre Tatum. ¿Cuándo va a llegar?
Apretó los labios en una fina línea mientras hablaba.
—¿Cuántas veces hemos hablado de esto? —preguntó.
—No lo suficiente, obviamente, porque aún no tengo una respuesta clara.
—Todavía se está preparando. Como te dije la última vez que hablamos de
este asunto, tiene que parecer normal. Es decir, la transferencia del dinero.
No puede hacerse de una sola vez, o corremos el riesgo de llamar la atención
de ciertas personas. Lo último que necesitamos es que la fiscalía de EE.UU.
nos eche el aliento por irregularidades financieras, y sabes que siempre nos
están vigilando y esperando a que cometamos un desliz. Así que la estamos
blanqueando cuidadosamente a través del negocio de su padre, y cuando
ingresemos el último dólar, será nuestra.
Me crucé de brazos.
—Sé todo eso, pero aun así quiero una cita. He esperado un año y medio
para esto, y mi paciencia se está agotando.
Levantó la palma de la mano.
—Bien. Tres semanas. Estará vigilada en todo momento, para asegurarnos
de que no se le ocurra nada raro ni intente marcharse.
—Bien. Eso no fue tan jodidamente difícil, ¿verdad? —Dije.
Una expresión de aburrimiento apareció en su rostro.
—¿No tienes algo que estudiar ahora?
Esa fue su forma de desestimarme. No es que tuviera que estudiar para
aprobar la carrera. Lo hacía cuando lo necesitaba, porque quería saber toda
la mierda necesaria, pero de ninguna manera necesitaba agachar la cabeza
y dejarme la piel como hacían los demás.
Nacer en una familia como la mía me aseguraba el éxito y lo grababa en
piedra sólida sin que tuviera que mover un dedo si no me apetecía. Entrar
en una hermandad como La Corona y La Daga lo hizo aún más fácil. Éramos
el pequeño y sucio secreto de la nación, dirigíamos y controlábamos cosas
en todo el país que la mayoría de la gente ni siquiera podía soñar. No había
nada que no llegara a nosotros si decidíamos que lo queríamos.
Éramos propietarios de la mayoría de los edificios de Roden, así como de
más de la mitad de las tierras situadas a varios kilómetros a la redonda. La
policía local estaba en nuestro bolsillo, junto con el alcalde. La gente que
sabía de nuestra existencia nos temía, sólo hablaba de nosotros en voz baja
(aparte de algún que otro conspiranoico al que, de todos modos, a nadie le
importaba una mierda escuchar), y también deseaban desesperadamente
ser nosotros.
Al fin y al cabo, lo teníamos todo.
Incluso los miembros de más bajo nivel recibían enormes regalos
monetarios, llamativos coches deportivos, trabajos de ensueño al graduarse
y acceso a múltiples mansiones de lujo en propiedades privadas e islas si
alguna vez surgía la necesidad. Tenían todos los contactos que podían
necesitar y nunca se verían en apuros. La sociedad siempre se encargaría
de ello.
A partir de ahí, todo fue a mejor. El segundo nivel, en el que me encontraba
ahora, me proporcionó placeres incalculables con los que un hombre normal
sólo podía fantasear. Me enseñó lo que me gustaba, me ayudó a descubrir
todas las cosas que una parte profunda y oscura de mí siempre había
anhelado. No quería chicas inocentes a las que les gustaran los besos tiernos
y hacer el amor de espaldas a la romántica luz de las velas. Lo quería más
sucio, más oscuro, más enfermo. Quería hacerles daño. Quería que
suplicaran, lloraran, gritaran. Quería darles exactamente lo que se
merecían.
La sociedad me mostró que no había nada malo en mí. Yo sólo era un
hombre con necesidades, como todos los demás hombres que llegaron tan
lejos. Todos ellos también tenían lo que querían. Cualquier mujer que
desearan podía ser suya, porque cada mujer tenía un precio.
El de Tatum fue más bajo de lo esperado. Supongo que ella y su patética
familia estaban lo bastante desesperados como para renunciar a su vida
incluso por la más mísera de las sumas. O tal vez -y yo esperaba que así
fuera- sentía una culpa tan aplastante por su pasado que sabía que no valía
el millón que habríamos estado dispuestos a ofrecerle si se hubiera
molestado en intentar negociar. No valía nada y me moría de ganas de
demostrárselo. No podía esperar a arruinarla.
Sin embargo, odiaba saber que se había apuntado a esto. No quería su
consentimiento para ninguna de las cosas que planeaba hacerle. Pero
supongo que al final, era bastante fácil fingir que no lo tenía. Era lo más
cerca que estaría.
Además, me quedaría con todas sus primeras veces. Me había asegurado
de que nadie que se atreviera a mostrar interés por ella volviera a acercarse,
así que hasta su primer beso sería mío. La primera polla que se metiera en
la boca sería mía. Su virginidad sería mía. El primer orgasmo que la
desgarrara sería gracias a mí. Todas esas cosas, tomadas y hechas por mí y
sólo por mí. La idea hizo que un vértigo me recorriera las venas como una
droga con su nombre.
Me moría de ganas de ver su expresión cuando se diera cuenta de en qué
se había metido; cuando se diera cuenta de hasta qué punto la poseía.
Sabía que algún día la venderían a La Corona y La Daga, pero no sabía
que su nuevo amo sería yo. Cuando me vio por primera vez en su nuevo
hogar dentro de unas semanas y se dio cuenta de quién era yo y de lo que
había hecho, esos preciosos azules de bebé cobraron vida de puro pánico,
encendiéndose ardientes y brillantes antes de oscurecerse de terror.
Intentaría marcharse, pero para entonces sería demasiado tarde. Demasiado
tarde para evitar lo que había hecho, demasiado tarde para evitar el castigo
que yo le tenía reservado.
Se lo merecía.
¿Por qué?
Despreciaba a Tatum Marris con cada centímetro de mi alma, y el odio era
la fuente de energía más potente de la naturaleza. Era inmensa,
interminable. Me llevaba a lugares oscuros, impulsaba mi necesidad de
reclamarla como mi premio involuntario cuando llegara el momento, sólo
para que sintiera el mismo dolor que ella causaba a todos los demás.
A mucha gente le gustaba pensar que a alguien como yo nunca le iba a
faltar de nada debido a la obscena cantidad de dinero y poder de mi familia.
Eso era cierto en su mayor parte, pero lo único que ni siquiera los más ricos
podían comprar era tiempo. Podías tener todo el oro, las joyas y las mejores
propiedades del mundo, pero eso no te daría ni un minuto más para estar
con tus seres queridos cuando ya no estuvieran.
Uno de los míos había desaparecido, y todo por culpa de Tatum. Ninguna
cantidad de dinero los traería de vuelta, pero aun así iba a hacerla pagar de
todos modos.
Verás, no sólo quería poseerla.
Quería destruirla.
A
las diez en punto, todavía estaba temblando. Durante las últimas
horas, había intentado concentrarme en leer los apuntes de clase
y los detalles de las tareas, pero mi mente no dejaba de desviarse
hacia los inquietantes mensajes.
Finalmente, abandoné toda pretensión de estudiar y salí al pasillo. Quería
encontrar a Mellie y hablar con ella de todo lo que estaba pasando, ver si
tenía algún consejo para mí.
Su suite estaba unas puertas más abajo, pero me parecía que hacía siglos
que no la veía ni hablaba con ella. Era extraño, teniendo en cuenta que era
mi mejor amiga en Roden.
Ahora que lo pienso, llevaba dos semanas actuando de forma bastante
extraña. De repente estaba ocupada todo el tiempo, y las conversaciones
durante el desayuno y la cena eran rebuscadas y vagas. Parecía como si me
evitara, aunque no sabía por qué. Se lo había preguntado a Greer y a Willa,
pero ellas nunca habían tenido una relación tan estrecha con Mellie como
la mía, así que no habían notado nada raro en su comportamiento. Pensaron
que probablemente estaba estresada por las tareas.
Mientras caminaba hacia su puerta, oí gritos procedentes de su suite.
Como no quería molestar, vacilé en el pasillo, preguntándome qué estaría
pasando y si ella estaría bien.
—¡Cállate la boca! —Oí decir a Mellie—. Sinceramente, no sé por qué te
has molestado en venir aquí. Vete a la mierda con tu grupo de matones.
¿Dónde están? ¿No deberían estar siguiéndote como cachorros?
—¿Hablas en serio? —respondió una voz masculina y grave. Hubo una
breve pausa antes de que continuara, con la voz llena de furia—. Joder, no
tienes ni idea de lo que estás haciendo. En absoluto.
—No soy tan tonta como parezco, Henry —replicó Mellie, ahora con voz
chillona y furiosa—. ¡Estoy harta de que me trates así sólo porque no tengo
polla! Los hombres no son superiores, ¿sabes? ¿Vas a entenderlo alguna
vez?
—¿Crees que se trata de eso? —El hombre se burló—. ¡Supongo que pronto
recibirás una desagradable descarga, estúpida zorrita! Sólo espera.
Se oyó un tintineo mientras algo se hacía añicos.
—¡He dicho que fuera! —Mellie gritó.
El hombre no dijo nada más y la puerta se abrió unos segundos más tarde,
cerrándose de golpe tras él. Me encogí contra la pared y sus ojos marrones
se entrecerraron al verme.
—Tú —dijo, con los ojos encendidos.
Levanté las cejas.
—Um... ¿te conozco?
Se acercó y me clavó un dedo en el pecho.
—Mantente alejada de mi hermana.
Mis ojos se abrieron incrédulos.
—¿Eh?
Miró a nuestro alrededor durante un segundo, presumiblemente para
asegurarse de que no había nadie más que presenciara sus gestos
amenazadores.
—Haz lo que te digo, joder. Aléjate —siseó.
Antes de que pudiera responder, se alejó. Cuando llegó a la escalera, por
fin me armé de valor y le grité.
—¡Como quieras, gilipollas!
No se dio la vuelta.
Me dirigí a la puerta de Mellie y llamé. Abrió enfadada.
—¡Te dije que te fueras a la mierda! Yo no... oh, eres tú.
—Sí. A mí. Creo que acabo de conocer a tu hermano mayor. ¿Todo bien?
Se mordió el labio inferior, con los ojos muy abiertos.
—¿Viste a Henry? ¿Te dijo algo?
—Sí. “mantente alejado de mi hermana”'. ¿Alguna idea de qué va eso?
Nunca lo había visto antes.
Agitó la mano y se hizo a un lado para dejarme entrar.
—Oh, ¿quién sabe con él? Es un idiota. Probablemente piensa que eres
una mala influencia para mí o algo así —dijo mientras se ponía a limpiar los
cristales rotos.
Su comentario me llegó al corazón. Como procedía de una familia pobre -
al menos cuando era más joven-, a menudo había oído la frase de la “mala
influencia” de mis amigos más ricos del colegio. Sus padres me miraban de
reojo o directamente les prohibían salir conmigo, como si yo les fuera a
transmitir comportamientos “comunes” por el mero hecho de no ser rica y
no tener el pedigrí adecuado. Me hacía sentir muy inferior, aunque sabía
que no eran más que gilipollas elitistas.
Mellie sabía todo eso. Le había confiado muchas de mis inseguridades y
traumas pasados en los últimos meses.
Me vio la cara, sacudió la cabeza y extendió las manos, con las palmas
hacia mí.
—¡Mierda! Lo siento mucho. No quería decir eso. Sólo quería decir que
siempre ha sido extrañamente protector. Cree que todo el mundo es una
mala influencia para mí. Es tan molesto. Es como si pensara que porque es
un hombre, automáticamente sabe más.
Mi cara se suavizó.
—Oh. Cierto.
—Además... —Desvió la mirada—. Acabo de recordar. Era amigo de Ben
Wellington. Más o menos al mismo tiempo que cuando…
Se interrumpió y se me revolvió el estómago. Era la segunda vez que
sacaba a colación el incidente del año pasado. La culpa me apretó el pecho.
Sentí que caía, en espiral, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo....
No pienses en ello. No ha ocurrido.
—Lo siento, Tatum —dijo Mellie suavemente, al ver la expresión de mi
cara—. No debería haber sacado el tema. Y siento que mi hermano fuera un
capullo contigo. Si te sirve de consuelo, dudo que me visite mucho más
después de la pelea que acabamos de tener.
—Está bien —dije, tragándome mis sentimientos.
—¿Estás bien?
Ella asintió mientras barría un pequeño montón de cristales rotos hacia
un rincón.
—Sí. A veces es un capullo. No te preocupes, no me atacó ni nada. Exageré
y le tiré el vaso. Sé que está mal, pero estaba siendo un imbécil.
—Entiendo. ¿Estamos bien?
Sus cejas se fruncieron.
—¿Qué quieres decir?
—Has estado un poco rara las últimas semanas. Apenas hemos hablado,
y tengo la sensación de que me estás evitando.
Mellie se frotó la frente y suspiró, con los hombros caídos.
—Mierda. Lo siento —murmuró—. Vamos a sentarnos.
La seguí hasta el sillón color crema y me senté a su lado.
—Lo siento —repitió ella—. Tienes razón. Ni siquiera me di cuenta de que
lo estaba haciendo, pero ahora que lo has mencionado…
Se interrumpió de nuevo y la miré con las cejas enarcadas.
—¿Qué está pasando?
—Sólo estaba preocupada, y tú eres mi mejor amiga, así que sabía que no
podría evitar decirte la verdad si seguías preguntando. Y sabía que lo harías,
así que me eché atrás y esperé que lo olvidaras al cabo de un rato. Pero no
lo hiciste, y tú y las demás seguían hablando de ello todo el tiempo, así que
te evité aún más.
Ahora balbuceaba y yo estaba más que confundida.
—¿Preguntar sobre qué? No lo entiendo.
—¡Tu periódico! El reportaje que estás haciendo de La Corona y La Daga.
—Todavía estoy confundida.
Dudó, inspeccionando una uña impecablemente cuidada. Nunca dejaba
de sorprenderme su aspecto perfecto, incluso cuando parecía ansiosa y
preocupada.
Teníamos la misma altura y el mismo peso, el mismo color de cabello y de
ojos, pero ella siempre se las arreglaba para parecer una versión mucho más
cara de mí. Cabello liso y brillante, piel resplandeciente, uñas pulidas,
pestañas tan largas y rizadas que no podían ser reales.
—Sé un poco más de lo que dije al principio —dijo finalmente—. Mucho
más que Greer y Willa. Verás, mi padre es un alto cargo de la sociedad y,
aunque no debe contar nada a los de fuera, a lo largo de los años me ha
contado bastantes cosas en privado. Así que sé mucho. Sé qué partes de las
leyendas urbanas son verdaderas o falsas, conozco las cosas que hacen y sé
dónde las hacen. Incluso sé dónde hacen sus ceremonias de iniciación. Si
averiguara lo suficiente de la logística, podría colar a alguien en una
ceremonia en algún momento.
Incliné la cabeza hacia un lado.
—Bueno, es sólo un trabajo de la universidad. No tienes que decirme nada
que no quieras...
Me interrumpió levantando un dedo.
—Espera. Lo siento. Es una larga historia.
Me eché hacia atrás.
—De acuerdo.
—Querías indagar en la sociedad, lo cual entiendo, porque es interesante.
Pero en cuanto empezaste a querer colarte en sus eventos, me preocupé.
Levanté las cejas.
—¿Qué, te preocupa que me hagan algo? Como... ¿son realmente
peligrosos?
Ella negó con la cabeza.
—No. Por supuesto que no. Aunque esos hombres pueden ser bastante
raros cuando se trata de sus cosas, así que deberías tener cuidado por si
acaso —dijo despacio—. Sé que has conseguido entrar en la fiesta de la Tap
Week, pero eso no es nada; sólo un evento para presumir ante todos los
novatos. —Hizo una pausa para tomar aire—. De todas formas, como te
decía, podrían cabrearse un poco si te colaras en algo más serio, pero no te
harían daño. Eso no es lo que me preocupa.
—Entonces, ¿de qué se trata?
Suspiró.
—Como dije antes, mi padre está en la sociedad. Todos los hombres de mi
familia han pertenecido a ella durante generaciones, porque uno de los
miembros fundadores era un Davenport. Así que se lo toman muy en serio.
—¿Cómo de serio?
—Por ejemplo, Henry. Estaba en ella y decidió que ya no quería seguir.
Las fiestas y demás le aburrían. De todos modos, no importa en qué nivel
estés, estás obligado a ayudar a tus hermanos de sociedad de cualquier
manera, usando las conexiones que tengas. Él no quería hacerlo. Supongo
que no le gustaban la mayoría de los otros chicos o algo por el estilo.
—¿Y qué le pasó?
—Bueno, obviamente, estaba bien que se fuera. No te matan ni nada,
como dicen todas esas tontas leyendas urbanas. Pero causó una enorme
división en mi familia, porque La Corona y La Daga ha sido una parte muy
importante de ella durante mucho tiempo. Así que Henry y mi padre tuvieron
una gran pelea por ello, y desde entonces, Henry ha estado básicamente
aislado de toda la familia.
—¿En serio?
Ella asintió.
—Sí. Soy la única con la que habla, y como acabas de oír, eso no siempre
sale bien.
—Lo siento. Eso apesta.
—Sí. De todos modos, me preocupaba que empezaras a hacer preguntas
sobre La Corona y La Daga de las que yo supiera la respuesta, y no pudiera
evitar decírtelas. Como dije, eres mi mejor amiga. No puedo mentirte. Pero,
por otro lado, si te contara todo lo que sé y te ayudara a infiltrarte en la
sociedad para conseguir información para tu trabajo, mi padre podría
enterarse. Se cabrearía, y no quiero que me echen como a Henry. Sabes que
soy una niña de papá. No puedo soportar la idea de que eso me pase.
Tenía los ojos muy abiertos y preocupados. Alargué la mano para
acariciarle el brazo.
—¿Por eso me has estado evitando? ¿Pensaste que accidentalmente te
metería en problemas con tu familia?
—Sí. —Ella asintió miserablemente, luego dejó escapar un profundo
suspiro—. Dios, he sido una verdadera perra. Ni siquiera me di cuenta de
cuánto te estaba evitando hasta que me confrontaste.
—No, lo entiendo. Siento haberte puesto en una situación tan rara. Pero
en serio, si alguna vez me contaras algo, nunca se volvería contra ti. Te lo
prometo —dije, poniéndome una mano en el corazón—. Nunca dejaría que
nadie se enterara de que has dicho algo.
—¿Ni siquiera Greer o Willa? —dijo, con la preocupación brillando en sus
ojos—. Quiero decir, Greer tiene una boca bastante grande, y el padre de
Willa es amigo de mi padre. Así que podría haber vuelto a...
Sonreí y la interrumpí antes de que volviera a balbucear.
—No, no se lo diría. Lo juro y espero morir.
Respiró hondo y me dedicó una sonrisa tímida.
—Supongo que exageré un poco, ¿verdad?
Le devolví la sonrisa.
—Sólo un poco.
—Es decir, aunque papá se enterara de que te he contado cosas, se
enfadaría muchísimo, pero probablemente no me dejaría de lado como hizo
con Henry. Siempre tuvieron muchos otros problemas antes de llegar a ese
punto de ruptura.
—Bueno, ya está. No tienes de qué preocuparte. Como dijiste, eres una
niña de papá. No te echaría de la familia. —Le di unas palmaditas en el
brazo—. Entonces... ¿estamos bien? ¿No hice nada que te ofendiera?
—¡Claro que no! Y mira, si puedes prometerme absolutamente que nunca
dejarás que se vuelva contra mí... —Mellie hizo una pausa a mitad de la
frase, luego se inclinó más cerca, como si su padre estuviera justo en la
habitación con nosotros y pudiera escuchar—. Probablemente podría
ayudarte a colarte en su próxima ceremonia de iniciación de segundo nivel.
—¿En serio? —Mi corazón dio un salto.
Volvió a mostrarse insegura.
—Bueno, no sería fácil. Pero creo que podría hacerlo —dijo lentamente—.
Sólo debemos ser muy, muy cuidadosas.
Chillé.
—¡Oh, Dios mío! ¡Eso sería tan increíble! Gracias.
—No me des las gracias todavía. Todavía tengo que pensar en una manera
de hacerte entrar —dijo, con las cejas fruncidas—. Quiero decir, sé dónde
está y todo eso, pero la seguridad es hermética. No podemos entrar así como
así.
—¿Por qué la seguridad es mucho más estricta en la ceremonia que en la
Tumba?
Hace un gesto con la mano.
—Como he dicho antes, la fiesta de la TAP Week2 es en realidad una forma
de presumir ante los novatos. Sólo van los miembros más jóvenes, aparte
del presidente de la sociedad, y por lo que me ha contado papá, básicamente
esperan que los forasteros intenten colarse. Allí no pasa nada, salvo sexo
salvaje y mucha bebida y fiesta, así que no les importa. Permitir que los
forasteros ocasionales se cuelen y lo vean todo -con las máscaras, las
túnicas y lo que sea- aumenta su misticismo. O eso creen. Personalmente,
creo que es una tontería.
—Entonces, ¿por qué sienten la necesidad de ocultar lo que ocurre en sus
otros eventos? ¿Hay algo que merezca la pena ocultar? —pregunté en voz
baja.
Se rio.

2 El Programa de asistencia para la matrícula (TAP) del estado de Nueva York proporciona subvenciones a los estudiantes
para ayudarlos a pagar la matrícula.
—La verdad es que no. Creo que la mayoría de sus ceremonias de
iniciación y fiestas de alto nivel son sólo un puñado de viejos
emborrachándose en el bosque. Pero hacen cosas muy raras, según la
tradición. Rituales extraños y demás. Así que supongo que no quieren que
los forasteros entren y los vean, porque los miembros más antiguos tienen
reputaciones que proteger. No quieren que los medios de comunicación vean
fotos de ellos emborrachándose en el bosque, tirándose a putas, esnifando
coca y cantando con antorchas encendidas. No cuando tienen nombres de
familia y carreras de alto nivel de las que preocuparse.
—Oh. Cierto. Bueno, hablando de ciertos miembros… —Rápidamente le
conté lo que había estado pasando con los mensajes extraños que había
estado recibiendo esta mañana.
—¡Uf, qué gilipollas! —dijo cuando terminé, con los ojos entrecerrados.
—¿Hay algo de lo que preocuparse?
Ella negó con la cabeza.
—No, no lo creo. Algunos de los jóvenes de La Corona y La Daga se
emborrachan de poder cuando son elegidos por primera vez para la
sociedad. Les gusta presumir porque les han servido el mundo entero en
bandeja de plata y quieren “demostrar” de lo que son capaces. Supongo que
uno de ellos decidió asustarte al verte anoche en la fiesta. Y funcionó. Te ha
pillado. Pero en serio, no te estreses por eso. Realmente no creo que te
hicieran daño.
Me mordí el labio inferior.
—¿Segura?
—Tan segura como puedo estar. Quiero decir, obviamente no lo sé todo
sobre la sociedad. Sólo lo que he aprendido de papá.
—Oh.
La frente de Mellie se arrugó con preocupación.
—Como he dicho, no puedo estar completamente segura, así que si te
preocupa, no intentaremos colarte en la ceremonia. No quiero que te asustes
por ello. Un trabajo de la universidad no vale eso.
Respiré hondo y pensé en la clase de Halliwell. Si me colaba en una
ceremonia de iniciación de la Corona y la Daga y presenciaba lo que ocurría,
separando los hechos de las leyendas para mi trabajo, seguro que sacaría
un sobresaliente. Sería la primera persona en conseguirlo en su clase, y una
profesora como ella era buena para llamar la atención. Tenía muchos
contactos, así que si un alumno le caía bien y lo respetaba, podía ayudarle
fácilmente con futuras prácticas y trabajos.
—Todavía quiero hacerlo —dije.
Mellie asintió y se echó hacia atrás, con las cejas fruncidas en un profundo
pensamiento.
—Tendré que buscar la forma de hacerte entrar. Tiene que haber algo que
pueda hacer —murmuró.
—Bueno, mientras lo piensas, ¿puedo preguntarte algunas cosas sobre la
sociedad? Te prometo que no lo escribiré en ningún sitio. Todo quedará aquí
arriba —dije, dándome golpecitos en un lado de la cabeza con un dedo.
—Claro.
Esbocé lo que había averiguado durante la fiesta de anoche, en relación
con los distintos niveles y los colores que vestían.
—¿Es eso cierto? —pregunté.
Mellie asintió.
—Sí. Los nuevos reclutas visten túnicas marrones durante la semana de
iniciación, y después se consideran de primer nivel y visten túnicas azul
oscuro. Las de segundo son rojas y las de tercero negras.
—¿Cuánto tiempo permanece alguien en el primer nivel?
Mellie se encogió de hombros.
—Entre un año y toda su vida.
Arrugué la frente.
—¿Por qué?
—En realidad no necesitas progresar al segundo nivel, ni al tercero. En el
primer nivel, recibes regalos económicos, casas y todas las conexiones que
puedas necesitar para triunfar. A cambio, ofreces tus propias conexiones a
los miembros actuales y futuros durante el resto de tu vida. Si estás contento
con eso y no cumples los requisitos para subir de nivel, puedes quedarte en
el primer nivel para siempre. Varios expresidentes y Vicepresidentes de EE
UU han sido miembros del primer nivel de La Corona y La Daga.
—¿En serio? —Mis ojos se abrieron de par en par.
—Sí.
—Vaya. ¿Cuál es la diferencia entre el primer y el segundo nivel?
Apretó los labios.
—No estoy del todo segura, pero sé que la sociedad vigila a ciertos
miembros que considera aptos para el segundo nivel. Cuando se les
considera preparados, es decir, dignos de confianza y con un determinado
tipo de personalidad, se les selecciona para la iniciación en el segundo nivel.
Se celebra una ceremonia en otoño, unas semanas después de la Tap Week.
A esa es a la que voy a intentar colarte.
—¿Así que no sabes lo que realmente hacen en el segundo nivel?
—No. Por lo que he podido averiguar de papá, están al tanto de ciertos
secretos. Pero ni idea de qué. —Se encogió de hombros. —Ah, y pueden usar
una enorme casa de vacaciones en una isla privada a la que no pueden ir
los de primer nivel.
—¿Y el tercer nivel?
Ella negó con la cabeza.
—No sé absolutamente nada al respecto. Mi padre nunca me lo contaría,
así que estoy bastante segura de que esos secretos se van a la tumba con
los miembros que llegan a ella. No se les puede escapar nada a nadie, ni
siquiera a su mujer o a sus hijos. Nunca. Tengo la impresión de que ese es
el nivel en el que realmente podrían matarte si revelaras sus secretos.
Aquello sonaba ciertamente siniestro.
—¿Sabes algún detalle de la ceremonia en la que vas a intentar meterme?
—Un poco. Papá es el responsable de organizarlo, así que me ha contado
algunas cosas aquí y allá, e incluso una vez me enseñó algunos vídeos
cortos. Después los quemó, claro —dice con una sonrisa pícara. —De todos
modos, sé que es diferente a la primera ceremonia de iniciación por la que
pasan los nuevos reclutas en la Noche de la Iniciación. Ésa tiene lugar aquí
en Roden e incluye un montón de pruebas, como resolver acertijos,
sumergirse en el foso que rodea la Biblioteca Reid para encontrar un objeto
oculto y demostrar su valía de otras maneras. Pero la iniciación en el
segundo nivel es diferente. Ocurre en el bosque, en una propiedad privada,
y es muy... rara.
Arqueé una ceja.
—¿Cómo es eso?
Se acercó más a mí, como si aún le preocupara que alguien pudiera oírnos.
—Son cosas extrañas, rituales. Hay fuego, cánticos, música, espectáculos
extraños para ellos. Casi como un carnaval. Contratan actores para
interpretar a todas las personas y criaturas en sus espectáculos, y... —Se
detuvo en seco y se levantó de un salto—. Oh, Dios mío. Eso es.
—¿Hm?
—Tienen que contratar a actores y actrices para los espectáculos, y la
mitad de ellos tienen gente de fondo, como mujeres de pie alrededor en
vestidos griegos con coronas y máscaras. Podríamos intentar que tú fueras
una de ellas.
—¿Cómo? Dijiste que la seguridad es muy estricta. No puedo presentarme
y decir: “Hola, soy actriz, ¿puedo entrar”? —dije con una sonrisa burlona.
Sacudió la cabeza con impaciencia.
—Claro que no. Pero mi padre lo organiza, ¿recuerdas? Es el responsable
de llevar la cuenta de la gente que contratan, de organizar las nóminas y de
asegurarse de que todos firman acuerdos de confidencialidad férreos. Ya le
he visto antes mirando toda la información en hojas de cálculo, cuando
pensaba que yo no le estaba mirando por encima del hombro. Así que si
pudiera entrar en su despacho y acceder a su ordenador cuando no está,
probablemente podría encontrar una de las hojas de cálculo en las que
aparecen los miembros del personal de la próxima ceremonia con sus datos
de contacto y demás. Podría añadirte a la lista de actrices y decir en tus
notas que ya has hecho una entrevista y firmado el acuerdo de
confidencialidad.
Se me erizó la piel de emoción.
—¿Qué pasaría después?
Se mordió el labio inferior.
—No estoy segura al cien por cien, pero creo que se pondrían en contacto
contigo con algún tipo de contraseña e instrucciones unos días antes de la
ceremonia, y también te enviarían el atuendo que quieren que lleves. Ah, y
estoy bastante segura de que te recogerían esa misma noche. Así nunca
tendrían que decirte la dirección.
Ladeé la cabeza.
—Todo eso suena muy bien, pero también demasiado fácil. ¿Cuál es el
truco?
—No es fácil, créeme. Me costará mucho entrar en el despacho de papá y
averiguar la contraseña de su portátil. Puede que ni siquiera sea capaz de
hacerlo.
—Ah, claro. —Asentí lentamente—. Bueno, si puedes, sería increíble. En
serio.
—Haré todo lo que pueda. Creo que la ceremonia es dentro de tres
semanas, así que tengo tiempo para intentarlo.
—Guay. —Me mordisqueé el interior de la mejilla y fruncí el ceño cuando
se me ocurrió algo—. Pero ¿es realmente buena idea poner mi nombre real
en la hoja de cálculo de tu padre? Si lo revisa y lo comprueba dos veces, ¿no
sospechará que tu mejor amiga es una actriz a la que supuestamente
contrató y de la que se olvidó por completo?
—Oh, cielos. Buena observación. Pondré un nombre y una dirección
falsos. Sé de algunas casas en la ciudad que están vacías en este momento
—respondió—. Ooh, y puedo esperar allí contigo la noche y asegurarme de
que todo va según lo planeado.
—Si no es así, y me pillan y quieren saber cómo descubrí sus secretos, les
diré que recibí soplos anónimos de un miembro, ¿vale? Así nunca
sospecharán que fuiste tú quien me contó nada, y tu familia no tendrá
motivos para cabrearse contigo.
Sonrió.
—Gran idea. Gracias.
Le devolví la sonrisa.
—Si esto realmente funciona, va a ser tan impresionante.
Mellie guiñó un ojo.
—Esperemos que así sea. Y oye, si lo del periodismo no te sale bien,
podrías intentar ser policía encubierto. Las dos podríamos.
Me he reído. Una de mis películas favoritas trataba de un detective
encubierto. Varios de mis libros favoritos también. La idea de deslizarme en
un mundo al que no pertenecía me llenaba de embriagadora expectación y
adrenalina.
Supongo que era una forma de encontrar emoción en el aspecto encubierto
de mi propia existencia monótona. Después de todo, me encontraba en un
mundo al que no pertenecía. Esta universidad privada de élite, esta gente
más rica que Dios, esta cultura de clase alta. No me crie como la mayoría de
ellos, no nací con una cuchara de plata en la boca.
Era dolorosamente consciente de que no vestía “adecuadamente”, de que
no siempre sabía qué cuchara utilizar en las cenas elegantes y de que no
entendía muchos de los chistes y referencias que muchos de ellos soltaban.
No encajaba. Pero con mi beca Roden, me dejaron entrar. Me permitieron
sentarme a la mesa.
Puede que nunca llegue a ser uno de ellos, pero al menos tuve la
oportunidad de ver de qué se trataba. Mi propia misión encubierta. Al menos
eso es lo que sentía la mayor parte del tiempo.
Ahora tenía la oportunidad de adentrarme aún más en la vida cotidiana
de la élite estadounidense. Estaba tan emocionada que ya sentía escalofríos
que me recorrían la espalda y me ponían la piel de gallina.
Cuidado, La Corona y La Daga. Voy por ti.
T
ira!
Una diana de arcilla negra salió disparada del lanzador de
—¡ trampas elevado a varios metros a mi izquierda. Mi padre
entrecerró los ojos y apuntó con la escopeta antes de apretar
el gatillo. La diana explotó en el aire y un millar de fragmentos oscuros
cayeron a tierra.
—Todavía lo tengo —dijo con suficiencia, mirándome—. Tu turno.
Estábamos en Barnaby Grove, una asociación deportiva exclusiva para
ricos amantes de las armas como mi padre. Todo el mundo sabía que los
ricos tenían clubes para jugar al golf o navegar en yate, pero no mucha gente
conocía la existencia de lugares como éste. Barnaby ocupaba una superficie
de 2.000 acres y contaba con instalaciones de tiro al blanco, tiro al plato y
campo de tiro al plato. En el edificio principal había una cámara acorazada
con más de quinientas armas, muchas de las cuales valían más de seis
cifras.
El club contaba entre sus miembros con varios multimillonarios y titanes
de los negocios, y sólo aceptaba cincuenta socios a la vez. Por supuesto, mi
padre y yo teníamos todas las de ganar. El apellido King abría cualquier
puerta en este país.
Teníamos campos de tiro en varias de nuestras propiedades privadas,
naturalmente, pero mi padre disfrutaba de todos modos de la membresía
exclusiva de Barnaby. Era una forma más de presumir disimuladamente
ante sus socios y enseñorearse ante ellos, dado que al noventa y nueve por
ciento de ellos nunca les ofrecerían ser socios por mucho que lo intentaran.
Levanté la escopeta y esperé a que el blanco saliera volando. Un segundo
después, apreté el gatillo con el dedo y maldije en voz baja cuando la bala se
desvió hacia un lado, perdiéndose por completo la placa de arcilla.
—Estás oxidado —dijo papá.
Me encogí de hombros.
—Supongo que sí.
—Mantenlo un poco más bajo. Además, asegúrate de tener libre el cinco
de octubre —dijo, cambiando de tema al azar como hacía tan a menudo—.
La ceremonia de iniciación de segundo nivel es esa noche. Se espera que
todos los miembros de La Corona y La Daga que puedan asistir estén allí.
Me burlé.
—¿De verdad crees que me lo perdería?
Sonrió ampliamente.
—Oh, por supuesto. Ni se te ocurriría, teniendo en cuenta lo que tenemos
planeado para ti. ¿Cómo podría olvidarlo?
—Tal vez tu memoria está fallando en tu vejez.
—Al menos aún puedo dar en el blanco —dijo con una sonrisa de
superioridad y labios finos—. Tienes veintitrés años. ¿Cuál es tu excusa?
—Como has dicho, estoy oxidado. Pero hablando de mi edad, cumpliré
veinticuatro en menos de seis meses. ¿Llegaré a tercero?
En lugar de celebrarse una vez al año, como las ceremonias de iniciación
de primer y segundo nivel, las de tercer nivel se realizaban individualmente
una vez que el miembro alcanzaba cierto grado de confianza en la
organización. Sabía muy poco sobre el tercer nivel, aparte de que la edad
mínima para ser aceptado eran veinticuatro años. Antes de esa edad, los
miembros ni siquiera eran tenidos en cuenta.
Mi padre me lanzó una mirada incrédula.
—Que yo sea el presidente de la sociedad no significa que pueda decirte
nada al respecto. No se permiten favoritismos.
—Estoy seguro de que podrías darme una pista —dije, con el labio
superior ligeramente curvado—. Resulta que sé muy bien que el favoritismo
existe dentro de las filas del consejo, porque Henry Davenport sigue vivo.
—Eso no es asunto tuyo. —Entrecerró los ojos con frialdad—. Puede que
ni siquiera llegues al tercer nivel, Elias. Ser mi hijo no es garantía de nada,
y a veces dudo que tengas lo que hace falta.
Me puse rígido.
—¿Por qué?
Se quedó un momento en silencio, mirando el cielo gris mientras pasaba
una oscura bandada de pájaros.
—A menudo me recuerdas a tu madre.
—¿Cómo es eso? —pregunté, frunciendo el ceño.
Nunca conocí a mi madre. Sylvie King murió al darme a luz, así que nunca
la conocí ni la lloré. Mi padre me contó que murió desangrada. A veces
ocurría, incluso en los mejores hospitales del mundo, y ningún médico podía
hacer nada para detener la hemorragia, por muy cualificado que estuviera.
Algunas noches, de niño, soñaba con mi propio nacimiento: mi pequeño
yo, con la cara roja y aullando, entrando en el mundo en un mar de sangre.
Mi madre, desvaneciéndose hasta convertirse en una cáscara pálida e
inmóvil, dando su vida para que yo pudiera vivir, crecer y prosperar. O quizá
fue más bien que yo tomé su vida en lugar de que me la dieran a mí.
Cuando tuve edad suficiente para darme cuenta de lo que significaba
criarse sin una madre, no me sentí desconsolado, porque no tenía recuerdos
de aquella mujer. Sin embargo, sentía curiosidad, sobre todo porque mi
padre hablaba muy poco de ella. Cuando tenía unos diez u once años, me
pasaba horas recorriendo nuestra casa en busca de cualquier información
que pudiera conseguir sobre ella: fotos antiguas, ropa, trozos de papel con
su letra. Sólo para ver cómo era más allá de las fotos posadas y sombrías
que colgaban por toda la casa.
Un verano, me topé con la veta madre, sin juego de palabras. Había una
pequeña habitación en el cuarto piso de la casa en la que nunca había
entrado (era sorprendentemente fácil vivir en una mansión de ese tamaño y
no entrar nunca en la mitad de las habitaciones) y descubrí lo que era
esencialmente un santuario dedicado a ella al estilo serio y práctico de mi
padre. La habitación estaba llena de archivadores y cajas cuidadosamente
organizadas con sus cosas viejas, todos los papeles que había necesitado o
rellenado, expedientes universitarios, laborales y financieros de antes de
conocer a mi padre, historiales médicos e incluso su partida de nacimiento.
Aunque nunca la había conocido, me sentí como si casi lo hubiera hecho
cuando salí de aquella habitación después de pasar un día entero en sus
profundidades. Conocía su historia, sabía el tipo de notas que sacaba en la
universidad y sabía lo bien que le iba en la casa de modas en la que
trabajaba antes de su boda. Incluso conocía su maldito grupo sanguíneo y
los detalles de su prescripción de lentillas.
—Era testaruda. Descarada. Argumentativa. Demasiado curiosa —dijo
papá antes de disparar a otro blanco de arcilla. Luego se secó la frente y
continuó—. Hacía muchas preguntas sobre muchas cosas y nunca sabía
cuándo abandonar una pelea. Igual que tú. Puede que el consejo no confíe
plenamente en una persona con esa personalidad.
Le miré de reojo.
—Nunca la habías descrito así antes.
—¿Hm?
—Sylvie. Siempre has dicho que era mansa y de modales suaves. Ahora
de repente dices que era terca y descarada.
Agitó una mano.
—La gente puede cambiar. Ella fue todas esas cosas a lo largo de los años.
—Ya veo.
—Como te decía, que seas un legado no significa que vayas a llegar
automáticamente al tercer nivel. No es como en otras sociedades, donde los
legados tienen ventaja. Todo depende de ti como individuo. Que encajes
correctamente o te consideren digno de confianza depende totalmente del
comportamiento que demuestres durante tu estancia en el segundo nivel,
de las respuestas que des a las preguntas que te hagan durante las
entrevistas y de la forma en que te comportes en las pruebas. Sólo el diez
por ciento llega al tercero.
—Bien.
—Veremos cómo te va con Tatum antes de considerarte —dijo—. Ahora,
es tu turno. —Señaló hacia el tipo que trabajaba con el lanzador de
trampas—. ¡Tira!
El blanco de arcilla parecía salir volando a cámara lenta mientras mi
mente se dirigía a Tatum una vez más. Solo faltaban dos semanas para que
fuera mía.
Me la imaginaba de rodillas, sometiéndose a mí a la fuerza y sollozando,
con el maquillaje corriéndole por la cara en ásperas vetas negras. Estaría
exhausta, con los ojos llenos de terror. No tendría piedad de ella, la rompería
en pedazos día tras día. Me importaba una mierda que estuviera asustada,
me importaba una mierda lo que quisiera. Sus sueños y esperanzas no me
importaban ni un ápice.
Con el tiempo, aprendería cuál era su lugar conmigo y se sometería
voluntariamente, desesperada por complacer a su dueño. No podía quitarme
esa idea de la cabeza. Estaba clavada en mí en todo momento, un potente
cóctel de lujuria y odio que me recorría las venas. Aunque apenas había
hablado con ella ni la había tocado, ya podía sentir su suave piel, respirar
su aroma, saborear sus labios, todo en mi imaginación.
Por supuesto, lo real sería mejor, y ahora estaba a la vuelta de la esquina.
Entrecerré los ojos, apunté con la escopeta y apreté el gatillo.
Esta vez no fallé.
C
asi hecho... —Mellie se relamió mientras colocaba una corona
dorada sobre mi cabeza—. Ya está.
— Me miré en el espejo y sonreí, complacida por lo que veía
reflejado en él. El vaporoso vestido griego blanco me quedaba perfecto, con
un escote pronunciado que mostraba mi escote, y el cinturón de trenzas
doradas me ceñía la cintura, dándome una bonita forma de reloj de arena.
Mellie también me había peinado y maquillado. Tenía los labios de un tono
rosa intenso y los ojos oscuros y atractivos gracias a las sombras ahumadas
en negro y bronce que me había aplicado en los párpados superior e inferior.
Me había rizado y alisado el cabello castaño hasta formar unas ondas
gruesas y deliciosas que me colgaban de los hombros y la espalda.
—Se ve perfecto —murmuré—. Eres increíble en esto.
—Gracias —dijo con una sonrisa radiante—. Sinceramente, lo más
sorprendente es que mi plan haya funcionado.
De algún modo, Mellie había conseguido entrar en el ordenador privado
de su padre y me había añadido a la lista de actores que actuarían esta
noche en la ceremonia de iniciación y celebración del segundo nivel de La
Corona y La Daga. No me lo podía creer cuando me lo dijo. Parecía que ni
ella misma se lo podía creer, y las dos gritamos y bailamos de emoción
vertiginosa durante dos minutos seguidos, apenas capaces de creer que yo
estuviera realmente dentro.
Las chicas vestidas de griegas tenían una de las tareas más sencillas:
básicamente, lo único que hacían era estar de pie en determinados
momentos de la ceremonia y sostener copas doradas. Apenas actuaban;
eran más bien atrezzo3 humano. Pero eso era bueno para mí. Significaba
que no tenía que hacer gran cosa para poder estar allí, y que tendría un
asiento en primera fila para la mayor parte de la acción.
Me habían contactado hacía unos días con la contraseña de esta noche, y
me habían enviado un conjunto a la dirección que Mellie puso en la hoja de
cálculo. Era una casa adosada en el centro de New Marwick que pertenecía
a un amigo suyo, y en ese momento estaba vacía mientras él estaba en el
extranjero, lo que la convertía en el lugar perfecto para utilizar en nuestro
astuto plan.
Mellie miró el reloj.
—Llegarán en unos minutos, ¿verdad? ¿Estás flipando?
Asentí con la cabeza.
—Claro que sí. —El corazón me latía a mil por hora y tenía la garganta
llena de nervios. Pero sabía que podía hacerlo. Había pasado por cosas
mucho más angustiosas en mi vida.
—Recuerda, no te harán daño, aunque te pillen fuera —dijo—. No estarán
contentos, pero no es el fin del mundo.
Sonreí.
—Lo sé. —El timbre sonó abajo, y mi pulso se duplicó—. Supongo que será
mejor que conteste. Se supone que no hay nadie más conmigo.
—¡Buena suerte!

3 Conjunto de elementos necesarios para una puesta de escena teatral o para el decorado de una escena televisiva o
cinematográfica
Bajé lentamente las escaleras, la puerta me atraía hacia ella como un
imán, como si mi subconsciente supiera que al otro lado mi vida podría
despegarse del suelo y cambiar para siempre.
Un hombre alto con traje oscuro me esperaba en la escalera.
—Diga su nombre y la contraseña —me dijo.
Tragué saliva.
—Carina Adams —dije, dándole el nombre falso que se había inventado
Mellie—. La contraseña es potentia.
Asintió y se hizo a un lado, con una mano hacia la izquierda en un gesto
de guía.
—Por aquí.
Había un coche negro con cristales tintados oscuros parado junto a la
acera. El hombre me abrió la puerta trasera, entré vacilante y me puse el
cinturón. Había otra chica con bata blanca sentada al otro lado del asiento
trasero. No me miró. Ni siquiera giró la cabeza lo más mínimo.
—Hola, soy Carina —susurré—. ¿Estás entusiasmada con el trabajo?
Eso la hizo girar la cabeza. Me miró con los ojos muy abiertos, frunció el
ceño y volvió a apartar la mirada.
El hombre del traje estaba ahora en el asiento del copiloto y me miró con
ojos sospechosamente entrecerrados. Luego se inclinó hacia el conductor y
murmuró lo que parecían indicaciones para salir de la ciudad.
Mientras lo hacía, la chica se inclinó un segundo hacia mí.
—Sin nombres, ¿recuerdas? —siseó—. ¿No leíste el contrato?
Se me revolvió el estómago. No, claro que no había leído el contrato. En
realidad no me habían contratado para esto, así que ni siquiera había visto
uno. Debería haber sabido que había reglas estrictas en torno al evento, así
que probablemente ya había metido la pata al ofrecerle mi nombre, aunque
falso, cuando subí al coche. Mierda.
El corazón se me agitó en el pecho como las alas de un pájaro atrapado y
volví a mirar al frente, con la esperanza de que el hombre no se hubiera dado
cuenta de que yo no pertenecía al grupo como consecuencia de mi paso en
falso. Si lo hizo, no dijo nada.
Metió la mano en la guantera y sacó dos vendas negras de satén.
—Póntelos —nos ordenó a mí y a la otra chica—. A los actores no se les
permite conocer la dirección del evento.
Exhalé un suspiro de alivio. Estaba a salvo.
Me tapé los ojos y esperé. Oí que el coche arrancaba, nos alejamos de la
acera y condujimos durante lo que me parecieron dos o tres horas. Jesús,
¿adónde íbamos? ¿A otro estado?
Los viajes largos en coche suelen dormirme, pero estaba tan nerviosa y
excitada por lo de esta noche que no podía relajarme ni un segundo. Me
temblaban las manos y no podía mantener las piernas quietas.
Finalmente, el hombre de delante nos indicó que nos quitáramos las
vendas de los ojos. Luego salió del coche y nos abrió las puertas.
El cielo nocturno no tenía estrellas, así que la oscuridad era casi total. Por
el resplandor de los faros del coche, pude ver que estábamos en la linde de
un bosque. El olor a hojas en descomposición y tierra arcillosa llenaba mis
fosas nasales, y la oscuridad del bosque me hacía sentir claustrofóbico a
pesar de que parecía extenderse por kilómetros.
El hombre del traje encendió una linterna y nos indicó con la cabeza que
le siguiéramos por un estrecho sendero. Era accidentado y desigual, con
raíces anudadas que lo cruzaban y se ramificaba a intervalos regulares.
Hecho por el hombre, pero antiguo.
Seguí el camino, temblando a cada paso. A unos cien metros, divisé un
resplandor cálido y titilante en un valle. Unas voces llegaron hasta nosotros,
pero no pude entender lo que decían.
Mi nerviosismo y mi inquietud aumentaban cuanto más nos acercábamos.
¿Y si Mellie estaba equivocada? ¿Y si aquella gente era realmente peligrosa
y me pillaban colándome bajo falsos pretextos? Pensar en lo que podría
pasar me hizo sentir un escalofrío y las manos se me pusieron frías y
húmedas. Todo esto por un maldito trabajo, sólo porque estaba decidida a
sacar un sobresaliente. Debería fingir que me encontraba mal y pedir que
me dejaran ahora mismo, antes de meterme demasiado.
Y, sin embargo, no podía. Mis pies seguían el camino del hombre trajeado
por el bosque, como si aquella extraña atracción magnética que había
sentido antes siguiera arrastrándome, acercándome cada vez más a los
misterios de La Corona y La Daga. Por mucho que supiera que
probablemente era una mala idea, no podía echarme atrás. Quería ver lo que
hacían aquí, quería ver si era tan tonto como pensaba Mellie o si había algo
más que ella ignoraba. Algo más oscuro, algo más siniestro.
El camino descendía y nos acercábamos al valle. Una gran parte estaba
delimitada por altas antorchas encendidas que llenaban la zona de un cálido
resplandor anaranjado. En el centro de aquella zona había un teatro
semicircular de estilo romano hecho de piedras de sillería con asientos
apilados alrededor del auditorio y una gran losa rectangular elevada en el
centro de este. A lo largo del borde recto del semicírculo había un amplio
escenario y, detrás, un imponente edificio con columnas de piedra tallada y
un pabellón al otro lado.
A la izquierda del teatro al aire libre, muy lejos, pude ver una enorme
estatua metálica de un toro. En el sombrío suelo frente a ella, iluminado con
las vacilantes llamas de sólo dos pequeñas antorchas, había nueve
profundos agujeros rectangulares. Cada uno de ellos parecía lo bastante
grande como para que cupiera un ataúd.
Espeluznante.
Nos condujeron hasta el pabellón y entramos en el edificio, donde no tardó
en sonar un rítmico tamborileo.
—Hostia puta —respiré, contemplando las maravillosas vistas del interior.
Mellie tenía razón: el evento era realmente como un carnaval. Todo se movía
tan rápido, con imágenes tan caóticas, luces que parpadeaban salvajemente
y una cacofonía de sonidos que apenas podía asimilarlo todo mientras
caminábamos por las distintas salas.
Los miembros de la alta sociedad, con máscaras y togas, se arremolinan,
beben, hablan y ríen. Los actores que ya habían empezado sus actuaciones
se metían de lleno en sus papeles. Algunos son divertidos, otros
espeluznantes.
En una sala, cinco figuras encapuchadas colgaban a un hombre vestido
con harapos y cadenas sobre un charco de líquido rojo oscuro mientras los
invitados le observaban suplicar por su vida. En otra, un hombre vestido de
Diablo saltaba de un lado a otro, profiriendo gritos graves y pronunciando
palabras desconocidas en latín. La siguiente sala no tenía fuego ni velas,
sino que estaba iluminada con el resplandor de cientos de luciérnagas -o al
menos algo que lo parecía- y actores disfrazados de momias muy vendadas
caminaban de un lado a otro gimiendo.
En otra sala había hombres vestidos con elaborados trajes dorados de
estilo azteca con brillantes plumas y joyas y máscaras de pico doradas.
Arrastraban a risueños miembros de primer nivel de La Corona y La Daga a
asientos de piedra y los ataban antes de obligarlos a beber de cráneos.
Esperaba que fueran falsas...
Por todo lo que estaba viendo, supuse que este carnaval interior era algo
por lo que tenían que pasar los miembros de primer nivel antes de que se
les permitiera salir para completar el ritual de iniciación de segundo nivel
en el teatro. Parecía que tenían que experimentar cada una de las salas,
siendo la última la sala dorada de calaveras.
El hombre trajeado nos condujo a mí y a la otra chica a una zona trasera
más tranquila del edificio.
—Ya era hora —refunfuñó una mujer bajita de cabello rizado al vernos. Se
apresuró a acercarse a nosotras e inspeccionó rápidamente nuestros
vestidos y nuestro maquillaje—. Son las últimas en llegar.
—El tráfico era una mierda a la salida de la ciudad —dijo el hombre,
encendiéndose un cigarrillo.
—Y sin embargo, todos los demás consiguieron llegar a tiempo —replicó
la mujer con aire sarcástico—. De todos modos, tenemos que empezar pronto
—continuó, tirando de mi brazo y obligándome a seguirla—. Chicas, ya
saben lo que hay que hacer, ¿verdad? Cuando les digan que se vayan, salen
en fila india y se colocan frente al auditorio, justo al fondo del escenario.
Sostengan esto delante de ustedes, sólo con la mano derecha. —Cogió dos
copas doradas y me puso una en la mano. La otra fue para la chica con la
que llegué.
Sonó un gong en algún lugar del edificio, y los ojos de la mujer de cabello
rizado se abrieron de par en par.
—Bien, es hora de irnos. Vamos —dijo, y nos condujo hacia un grupo de
mujeres que vestían las mismas túnicas blancas que nosotras.
Caminamos en fila india hasta una zona con cortinas y luego salimos al
escenario de hormigón que daba al teatro de piedra al aire libre. El frío del
cielo nocturno me golpeó de inmediato, pero ignoré los escalofríos y
permanecí con la cabeza alta, sosteniendo la copa.
Me empezó a doler el brazo al cabo de unos minutos, pero me quedé donde
estaba, mirando subrepticiamente a mi alrededor. Los asientos del teatro se
estaban llenando de miembros de la sociedad. Sus máscaras oscuras tenían
picos o cuernos, y pude ver anillos brillando a la luz del fuego en sus manos
derechas.
Estaba demasiado lejos para ver bien desde aquí, pero sabía que esos
anillos tenían grabadas estrellas de ocho puntas. La Estrella de Ishtar. Había
investigado un poco lo que significaba esa estrella cuando oí hablar de ella
por primera vez. Al parecer, en las antiguas costumbres babilónicas, la diosa
Ishtar estaba asociada al planeta de Venus, y representaba la lujuria, la
fertilidad y la guerra.
Un claxon sonó, largo y fuerte, tres veces.
La multitud se sumió en el silencio. Un hombre alto y vestido de negro
salió al escenario frente a nosotros. Llevaba una máscara dorada con un
pico cruel y depredador, pero yo sabía quién era. Tobias King, el jefe de la
sociedad.
Pronunció unas palabras en latín, levantó una mano y chasqueó los
dedos. Unos fuertes tambores comenzaron a resonar en el teatro mientras
varios hombres robustos vestidos con túnicas griegas blancas llevaban
nueve ataúdes al auditorio.
—Es hora de que estos hombres mueran y renazcan en la segunda orden
—dijo Tobías—. Han pasado nuestras pruebas, y han sido considerados
dignos.
Recitó una lista de nombres y nueve hombres vestidos con túnicas azules
oscuras de primer nivel salieron del público y se dirigieron con paso
vacilante hacia los ataúdes abiertos. El corazón me dio un vuelco, aunque
sabía que todo era simbólico. La muerte y el renacimiento a los que se refería
Tobías eran metafóricos. Aun así, la idea de meterme en un ataúd y
tumbarme me revolvió el estómago.
Tobías recitó una especie de discurso sobre las glorias de la hermandad
mientras los nueve hombres se tumbaban en sus ataúdes. Entonces cesaron
los tambores y se cerraron las tapas. Los hombres de túnica blanca los
recogieron, dos por ataúd, y los sacaron del teatro hasta la estatua del toro
gigante que se alzaba a lo lejos.
Entrecerré los ojos para no perderme nada y vi cómo bajaban los ataúdes
a los agujeros en el suelo que había visto antes.
—Ahora esperamos el renacimiento de nuestros hermanos —gritó Tobías
con voz atronadora. Bajó del escenario y unos minutos después comenzó
una especie de obra protagonizada por la Parca. Algunas partes parecían de
Shakespeare, pero en general no la reconocí.
Las chicas vestidas de blanco y yo seguíamos de pie al fondo del escenario,
sosteniendo las copas mientras la obra se desarrollaba ante nosotros. Sentía
que se me iba a caer el brazo, pero apreté los dientes y me mantuve firme.
Mientras esperaba a que terminara la obra, mis ojos se desviaban hacia
la derecha, hacia la estatua del toro y los hombres enterrados. El
espectáculo duraba ya media hora. ¿Cuánto tardarían en quedarse sin aire
en aquellos ataúdes?
Los hombres del público parecían cada vez más borrachos y ruidosos, y
cuando la obra terminó, todos vitorearon y bramaron como si se tratara de
Hamilton y no del extraño y enrevesado espectáculo que era.
Volví a mirar a la derecha y me sorprendió ver nueve figuras sombrías que
se dirigían hacia el teatro. Parecía que los hombres habían escapado de los
ataúdes y habían salido de las fosas. Supongo que era otra prueba para
ellos.
Cuando todos y cada uno de ellos llegaron a los escalones de piedra que
rodeaban el exterior del teatro, varios de los miembros de la multitud
vestidos de rojo se abalanzaron sobre ellos y los saludaron con fuertes
apretones de manos y vítores. Les entregaron sus propias túnicas rojas y les
condujeron al centro del auditorio.
Un grupo de mujeres salió a su encuentro, y cada hombre se arrodilló y
extendió la muñeca izquierda. Durante la siguiente media hora -la media
hora más larga y aburrida de mi vida-, las mujeres tatuaron algo en las
muñecas de los hombres, presumiblemente una especie de símbolo de La
Corona y La Daga.
Finalmente, terminaron y Tobías salió al escenario.
—¡Bienvenidos al segundo nivel, hermanos! Y ahora, la parte favorita de
todos: el sacrificio de virgo.
Se me heló la sangre. Sabía lo que significaba. Sacrificio virgen.
Una joven con un vestido blanco no muy distinto al mío fue arrastrada
rápidamente hasta la losa de piedra en medio del auditorio. Pataleaba y
gritaba, suplicando que la liberaran. El rímel le corría por la cara a chorros,
manchándole las mejillas de negro.
—¡Por favor! Que alguien me ayude! —gritó mientras tres hombres
fornidos le ataban las muñecas por encima de la cabeza y la sujetaban
contra el altar.
Se me aceleró el corazón. Parecía realmente aterrorizada. ¿Y si esto no era
sólo parte del espectáculo? ¿Y si realmente iban a matar a esta niña
llorando?
Mi ansiedad aumentó aún más cuando Tobías bajó del escenario y sacó
una enorme daga de su túnica negra. Brillaba bajo el resplandor anaranjado
de las antorchas encendidas, y mis nervios zumbaron de miedo cuando la
sostuvo sobre el pecho de la chica.
—¡No! —gritó—. ¡Por favor!
Un cántico surgió de la multitud, haciéndose más fuerte a cada momento,
mientras Tobías rodeaba lentamente la losa, sosteniendo aún la daga justo
encima de la chica.
Luego la hundió, justo en su pecho.
Estuve a punto de gritar, pero entonces vi una sonrisa dibujarse en el
rostro de la joven, que se sentó en el altar y saludó a la multitud. Respiré
aliviado. Era un cuchillo trucado; estaba bien. Esto sólo formaba parte del
extraño carnaval de acontecimientos.
La chica empezó a contonear las caderas y a provocar a los hombres
quitándose lentamente el vestido y dejando al descubierto sus pechos.
Reprimí las ganas de poner los ojos en blanco. Por muy ricos o elegantes que
pretendieran ser, los hombres se volvían locos por las strippers.
Camareras desnudas con la piel dorada y bandejas de bebidas salieron de
algún lugar detrás de nosotros, deslizándose en el teatro hacia la multitud
de hombres en túnicas. Movían las caderas seductoramente y sonreían
mientras los ojos ávidos de los hombres se detenían en sus firmes traseros.
Casi vuelvo a poner los ojos en blanco al ver que a los flamantes miembros
del segundo nivel se los llevaban otras mujeres desnudas. Parecía que Willa
y Mellie tenían razón. Estos eventos no eran más que un puñado de tipos
elitistas emborrachándose, haciendo viejos rituales tontos sin motivo y
tirándose a acompañantes de lujo. Sólo una excusa glorificada para ir de
fiesta.
Aun así, los extraños sucesos de otro mundo serían un tema interesante
para mi trabajo.
Unos quince minutos más tarde sonó un gong. Todo el mundo se calló y
se volvió hacia el escenario, y la música y los tambores cesaron de golpe. El
repentino silencio fue espeluznante y tragué saliva. Todos parecían mirarme.
Las otras actrices vestidas de griego que estaban conmigo al fondo del
escenario se alejaron lentamente de mí, y yo me giré y las vi marcharse
confundida.
—Espera, ¿adónde vas? ¿Se supone que tenemos que irnos ya? —susurré
con urgencia a la chica con la que había llegado cuando pasó a mi lado.
Siguió caminando, ignorándome.
Yo también empecé a caminar. Quizá me había perdido la instrucción de
marcharme y debía seguirlas a todas. Pero mientras caminaba, dos hombres
vestidos de rojo se pusieron delante de mí, impidiéndome el paso.
Mierda. Alguien debía de haberse dado cuenta de que en realidad no era
actriz, de que me había colado aquí con falsos pretextos.
—Espera —dije frenéticamente—. Puedo explicarlo.
Volvió a sonar la bocina de antes y oí un rugido creciente a mi derecha.
Me giré de nuevo hacia el auditorio y se me heló la sangre en las venas.
Decenas de miembros enmascarados de la sociedad cargaban hacia el
escenario. Hacia mí.
Me aparté de los dos hombres que me cerraban el paso y corrí en la otra
dirección, con la esperanza de poder salir del escenario y escapar del teatro
por el otro lado. No tenía ni idea de cómo volver a atravesar el bosque, pero
podría averiguarlo más tarde.
Cuando bajé corriendo los escalones de piedra que conducían al escenario,
varios hombres me alcanzaron y grité al sentir un agónico pinchazo en el
cuello, como si me hubieran clavado una aguja de tejer al rojo vivo.
—Por favor, Yo… —No llegué a terminar la frase. Lo que me acababan de
inyectar ya corría a toda velocidad por mis venas y me golpeaba con fuerza.
Mi cuerpo se sentía sin huesos y mi mente se sumía en una espiral de
oscuridad, cayendo cada vez más rápido con cada segundo que pasaba.
Caí como una piedra, desplomándome en el suelo en un charco de terror
débil y quejumbroso.
Lo último que vi fue a un hombre con una siniestra máscara de bronce
que me miraba, y luego la oscuridad fría y tranquilizadora se apoderó de mí.
Dejé que me arrastrara, muy lejos, y finalmente me trago.
M
e desperté en una cama pequeña con sábanas blancas, vestida
con una sudadera y unos pantalones desconocidos. No sabía
dónde estaba. Ni quién era. Ni siquiera recordaba mi nombre,
por no hablar de nada más. Lo único que sabía era que me sentía mal.
Escalofriantemente, desgarradoramente, febrilmente enferma.
Las náuseas me revolvieron por dentro y me incorporé, tapándome la boca
con una mano. Me dolía el lado izquierdo del cuello y subí la otra mano para
tocarme delicadamente la piel.
—¡Ay!
Aparté la mano como si me hubieran electrocutado. Incluso al tocar la
zona con las yemas de los dedos sentí como si me estuviera haciendo un
agujero en el cuello. Tenía que haber un moratón importante.
Parpadeé y una breve visión apareció ante mí: un hombre con una gran
aguja hipodérmica. Eso era todo. Seguía sin saber qué me había pasado ni
dónde estaba.
Miré a mi alrededor, tratando de encontrarle sentido a todo. Me
encontraba en una pequeña habitación en forma de caja con una pared de
piedra gris a lo largo de un lado. El resto de las paredes eran blancas y lisas,
y el suelo era de hormigón. La cama era baja y estrecha, con una rejilla de
ventilación en lo alto de la pared. En una esquina había un retrete sin tapa
con una gran rejilla al lado. La habitación no tenía ventanas, sólo una puerta
a mi derecha, pero en ella había un cristal con vistas a lo que hubiera más
allá.
Solté un gemido, me obligué a levantarme y atravesé la habitación para
mirar a través del cristal de la puerta. No había nada más que un pasillo de
paredes blancas y luces brillantes. Supongo que era de noche. Aparte de eso,
seguía sin haber pistas de dónde estaba.
Las náuseas volvieron con toda su fuerza, intensificándose y robándome
las fuerzas. Me tambaleé hasta un rincón de la habitación, con el estómago
dolorido y apretándose más a cada segundo que pasaba. Seguí tragando y
mi garganta seguía apretándose, intentando detener la horrible sensación
en mi pecho, pero todo salió un momento después mientras me agachaba
sobre el inodoro, derramándose fuera de mí mientras jadeaba y tenía
arcadas.
Oí un ruido un par de minutos después, mientras jadeaba en el suelo,
esperando a que se me pasara la sensación en las tripas. Giré lentamente la
cabeza para mirar y me di cuenta de algo que no había visto antes. Había
una ranura en la parte inferior de la puerta, y alguien acababa de deslizar
una bandeja dentro con un vaso de agua y un vaso de plástico en miniatura
lleno de líquido verde.
Me arrastré y tragué el agua, luego olí el líquido verde. Menta. Tenía que
ser enjuague bucal. Después de hacer gárgaras con él, lo escupí por la rejilla
del retrete y me arrastré hasta la cama, agotada. Cerré los ojos y dejé que el
sueño me reclamara.
Me desperté de nuevo un tiempo indeterminado después. Una mujer
vestida de blanco estaba a mi lado, con la mano apoyada en mi frente. Fría,
tranquilizadora. Una oleada de alivio me inundó. Debía de estar en un
hospital y se trataba de un médico o una enfermera.
—¿Qué me ha pasado? —pregunté en un susurro entrecortado—. No
recuerdo nada.
No dijo nada. Me levantó para que me sentara y se acercó a un carrito de
metal que debió de traer mientras yo dormía. Estaba lleno de equipos y
objetos médicos: un tensiómetro, vasos para muestras, agujas, bolas de
algodón, cinta adhesiva, frascos de pastillas.
—¿Qué hospital es éste? —Pregunté.
—No estás en un hospital —dijo finalmente la mujer.
—¿Qué? Entonces, ¿dónde estoy? —pregunté, con el pánico creciendo en
mi pecho.
Hizo caso omiso de mi pregunta y me colocó parte del tensiómetro en el
brazo. Después de esperar a que hiciera lo suyo, anotó los resultados en un
portapapeles.
—¿Hola? —dije incrédula—. ¿Dónde demonios estoy? ¿Qué me ha pasado?
—Pronto recuperarás la memoria —dijo tajantemente. Era todo lo que
podía ofrecer.
Me hizo varios exámenes físicos más, tocándome y frotándome ciertos
puntos del cuerpo para detectar cualquier anomalía o lesión, comprobando
mis reflejos y tomándome la temperatura. No paraba de murmurar cosas
como “bien” o “está bien” y anotaba los resultados en el mismo portapapeles.
Luego me iluminó los ojos con una linterna en miniatura para comprobar
mis pupilas.
Jadeé. La luz que destellaba en mis ojos me había traído algo a la memoria;
un recuerdo brillante. Hombres en el bosque, antorchas encendidas por
todas partes....
Oh, mierda.
Ahora todo volvía a mí. Sabía quién era. Sabía lo que había hecho.
Fui tan estúpida. Tan ingenua. En realidad pensaba que mis amigos y yo
teníamos razón y que todas las tontas teorías de conspiración que rodeaban
a La Corona y La Daga eran exactamente eso: tontas teorías de conspiración.
Creía que la sociedad no era más que un grupo relativamente inofensivo de
hombres adinerados a los que les gustaban las fiestas y honrar viejas y
extrañas tradiciones. Creía que no me harían daño.
Pero aquí estaba yo, claramente en cautiverio, dolorida y enferma.
Obviamente me vieron en su ceremonia y se dieron cuenta de que no
pertenecía a ellos, y este era mi castigo por violar su santuario interior.
Todo esto por una estúpida nota en una estúpida clase.
Debería haberlo sabido. Debería haber parado en cuanto empecé a recibir
esos horribles mensajes amenazadores esa mañana.
—Espera —dije frenéticamente, luchando por levantarme de la cama—.
Esto es un error. No debería estar aquí. No pretendía hacer nada. Sólo... sólo
quería escribir un trabajo tonto. Pero no se lo diré a nadie, ¡lo prometo!
La enfermera me volvió a sentar y me dijo que me quedara quieta mientras
se ponía unos guantes y me tendía una pequeña aguja.
Grité e intenté resistirme, pero ella suspiró y bajó la aguja.
—Son sólo pruebas médicas rutinarias. Si sigues resistiéndote, me veré
obligada a darte un zumo de naranja. ¿Es eso lo que quieres?
Dejé de chillar y me quedé mirándola. ¿Estaba loca? Me encantaría
tomarme un zumo de naranja ahora mismo.
—En realidad me apetece una copa, así que adelante —dije entrecerrando
los ojos.
Me sonrió con los labios finos.
—No te gustará el zumo de naranja de aquí. Es lo que les dan a las chicas
más fogosas por la noche para que duerman en vez de gritar toda la noche
y molestar a los guardias. El ingrediente activo es similar al que te inyectaron
anoche. Te aniquila y cuando te despiertas, no tienes recuerdos durante un
tiempo y te sientes como si te hubiera atropellado un tren. ¿Es eso lo que
quieres?
Me mordí el labio inferior y negué con la cabeza.
—No —susurré miserablemente.
—Buena chica. Ahora quédate quieta.
Me hizo un torniquete en el brazo y me pinchó con la aguja. Mi sangre
llenó la jeringuilla un momento después, sacó la aguja y extrajo la muestra,
taponándola rápidamente con una mano mientras presionaba la marca del
pinchazo en mi brazo con la otra. Luego me puso un algodón y esparadrapo.
Me senté y observé, entumecida y exhausta. La enfermera etiquetó
cuidadosamente mi muestra de sangre y me tendió uno de los recipientes
para muestras.
—Necesito que orines en él —me dijo bruscamente.
Un rubor rojo de humillación me subió por el cuello mientras me acercaba
al retrete y me ponía en cuclillas sobre él, apuntando lo más posible al frasco
de muestras. Lo llené, luego me limpié y tiré de la cadena. No tenía dónde
lavarme las manos.
Tragué con fuerza y le di la muestra a la enfermera.
—¿Puede decirme, por favor, qué me va a pasar? —pregunté en voz baja.
Con suerte podría apelar a ella, de mujer a mujer, y me daría alguna
información.
No ha habido suerte.
—Por favor —dije, mi voz alcanzando de nuevo un tono más alto—. Tengo
amigos y familia. Se preguntarán dónde estoy. No puedo quedarme aquí.
—Ya se me han ocupado de eso —dijo. Levantó otra aguja—. Voy a
necesitar que te quedes quieto de nuevo.
—Espera, ¿qué? ¿Qué quieres decir con que se han ocupado?
—He dicho que te quedes quieta.
—¡No! —Me alejé de ella—. ¿Qué demonios hay en esa aguja?
Puso los ojos en blanco.
—No es veneno, si eso es lo que te preocupa. Es sólo una inyección
anticonceptiva Depo básica. Ahora ven aquí, o haré que alguien te dé un
poco de jugo. Creo que ya establecimos que no quieres eso.
Sentía la sangre helada en las venas. ¿Una inyección anticonceptiva? Eso
fue muy esclarecedor. Sabía exactamente lo que me iba a pasar ahora.
Las lágrimas brotaron como el agua de una presa, derramándose por mi
cara en cálidos riachuelos salados. Me tiemblan los músculos de la barbilla
y miro a la horrible enfermera, como si mostrar descaradamente mi terror y
angustia pudiera suavizar su actitud.
Se limitó a mirarme fijamente, con sus ojos grises fríos y muertos por
dentro, como un tiburón. No se movió. Tenía la sensación de que había
pasado por este mismo proceso muchas veces, y estaba esperando a que yo
llorara y me rindiera.
Mis ojos seguían goteando lágrimas, empapando mi camisa, y pronto
estaba en el suelo sollozando mientras los muros que una vez me
sostuvieron y me hicieron fuerte empezaban a derrumbarse. Yo era inocente.
No me lo merecía. Lo único que hice fue colarme en un evento y ver cosas
raras. Allí no ocurría nada criminal, sólo algo de entretenimiento, algo de
bebida y probablemente algo de sexo salvaje, así que ¿por qué importaba
que yo lo hubiera presenciado? No podía meter a nadie en problemas por
ello. Seguro que pronto se darían cuenta y me dejarían marchar. Todo había
sido un error.
A pesar de esa creencia, no podía dejar de sollozar, por mucho que lo
intentara. Por mucho que intentara convencerme de lo contrario, sabía que
era cualquier cosa menos inocente. La culpa que había anidado en lo más
profundo de mi ser durante el último año y medio, enroscada como una
serpiente, bullía en mi garganta, y una vocecilla en el fondo de mi cabeza
susurraba: “Quizá te lo mereces”. Me llevé la mano a la boca, temblando y
estremeciéndome mientras la emoción se desbordaba.
El dolor empezó a llegar en oleadas, remitiendo el tiempo suficiente para
permitirme respirar brevemente y recuperarme antes de volver a sumirme
en la pena. Finalmente, no hubo más lágrimas, ni jadeos, ni súplicas. Estaba
demasiado cansada.
—¿Hemos terminado con la rabieta? —dijo la enfermera en tono ácido.
Asentí y me quedé acurrucada en el suelo, sin apenas levantar la cabeza
para el gesto. Se agachó y me clavó la aguja en la parte superior del brazo
izquierdo.
—Ya está. No ha sido tan difícil, ¿verdad?
—Por favor... —dije en un último intento desesperado por conseguir
ayuda, mi voz no era más que un susurro desgarrado.
—Llevaré esto al laboratorio para que lo analicen. Tienes que intentar
descansar un poco más —respondió con calma. No hizo caso de mi petición
de ayuda.
Llevó el carrito hasta la puerta e introdujo una especie de tarjeta en una
ranura. Una luz verde parpadeó, sonó un pitido y la puerta se abrió. Sabía
que podía apresurar el paso y escabullirme con ella y el carrito, pero estaba
demasiado agotada y, además, veía a un hombre vestido de negro y con
botas en el pasillo. Ella había mencionado antes a los guardias, así que debía
de ser uno de ellos.
No daría ni dos pasos por esa puerta.
Con un suspiro derrotado, me volví a tumbar en la cama y cerré los ojos,
rezando para que todo aquello fuera una horrible pesadilla. Tal vez mañana
me despertaría en mi cama, bajaría a desayunar con mis amigos y me reiría
del loco sueño que había tenido. No sería más que un oscuro recuerdo de
las profundidades de mi imaginación.
Pero el sueño nunca llegaba. Aunque me dolían los músculos y me
pesaban los párpados, no podía conciliarlo. Permanecí tumbada sobre las
sábanas blancas durante horas, aunque podrían haber sido minutos. No
tenía forma de saberlo.
Volvió a oírse un ruido de rasguños a mi derecha, y mis ojos se dispararon
hacia la puerta. La ranura volvía a abrirse. Pude ver unas manos empujando
una bandeja hacia dentro. Comida y agua.
—¡Eh! —Salté de la cama y me puse a cuatro patas, intentando llamar a
través de la ranura a quienquiera que estuviera al otro lado—. ¡Por favor,
tienen que ayudarme! No debería estar aquí.
Fueran quienes fuesen, me ignoraron por completo. La ranura se cerró y,
a través del grueso cristal de la puerta, vi cómo se levantaban y se alejaban
a grandes zancadas. Con los hombros caídos por la derrota, me incliné para
recoger la bandeja y la llevé hasta la cama.
Había un vaso alto de agua, una especie de pastilla de color marrón rojizo
y un bol de avena. Tragué el agua, devoré la avena e ignoré la pastilla. ¿Quién
demonios sabía lo que contenía?
Por otra parte, el agua y la harina de avena podría ser mezclado con Dios
sabe qué también. Mierda. No lo pensé bien.
De repente, la puerta volvió a abrirse, giré la cabeza y levanté los ojos para
ver entrar en la habitación a un hombre de mediana edad vestido con un
traje gris oscuro. Cerró la puerta tras de sí y me sonrió.
Mi estómago se apretó. Era Tobias King.
—Sé lo que estás pensando —dijo, señalando el plato—. Pero es sólo
comida. La pastilla es sólo un multivitamínico. Sólo se te drogará si te portas
mal.
Me puse en pie de un salto.
—¿Qué demonios está pasando? —Dije—. No pueden tenerme aquí como
una especie de prisionera. Todo lo que hice fue colarme en una ceremonia
tonta. Eso no es ilegal. Era sólo para un trabajo, pero no tengo que escribirlo.
¡Déjenme ir y les prometo que nunca diré una palabra!
Soltó una carcajada despreocupada, un sonido siniestro que me dio ganas
de vomitar.
—En primer lugar, la ceremonia era en terreno privado, así que
técnicamente, colarse en ella era ilegal. En cuanto a tu papel... no estás aquí
por eso, Tatum.
La confusión se apoderó de mi mente.
—No lo entiendo.
Dio una palmada en la cama.
—Siéntate.
—No.
Se encogió de hombros.
—Muy bien. Aunque esto podría llevar un tiempo.
—Me quedaré de pie —dije, sin querer hacer nada de lo que este horrible
hombre me ordenaba.
—Bien. —Tomó asiento en el extremo de mi cama, una sonrisa
desagradable jugando en sus labios de nuevo—. Tatum, te hemos estado
siguiendo durante mucho tiempo. Siempre supimos lo del estúpido artículo
que querías escribir, y también sabíamos perfectamente que pretendías
infiltrarte en nuestra hermandad como parte de tu investigación. Permitimos
que sucediera. ¿Por qué crees que te fue tan fácil entrar? ¿De verdad creías
que era tan sencillo? ¿No sospechaste nada en absoluto?
Tragué con dificultad. Tenía razón. Parecía demasiado fácil, sobre todo
para una organización tan reservada.
—Tenemos ojos y oídos en todas partes, así que lo sabíamos todo sobre el
pequeño plan que urdiste con tu amiga. Hasta el último detalle. Sólo
pensamos que sería divertido jugar contigo y hacerte creer que tenías las de
ganar. A muchos hombres de la sociedad les encantan los juegos, y las
niñitas estúpidas como tú son especialmente divertidas. —Hizo una pausa
y soltó otra risita—. Disfrutaron mucho anoche. Los que se dieron cuenta.
—¿Qué quieres decir? —Dije, con la voz apenas por encima de un susurro.
—Bueno, obviamente los actores y el resto del personal no tenían ni idea
de lo que estaba pasando realmente. La mitad de la hermandad ni siquiera
sabía lo que estaba pasando. Pensaban que tu muerte era parte del
espectáculo y que participabas voluntariamente. Pero de los que eran de alto
nivel suficiente para ser informado del plan... bueno, les encantó. Uno de los
hombres dijo que no había visto un espectáculo tan increíble en años. El
miedo, la mirada salvaje en tus ojos cuando te das cuenta de que te han
pillado. Increíble. Mucho mejor que la actuación.
Respiré hondo. Lo que decía tenía sentido de un modo macabro. La
mayoría de los actores y miembros de la sociedad presentes en la ceremonia
vieron el falso sacrificio de la virgen, y también vieron que la chica estaba
bien después. Así que cuando vieron a los hombres abalanzándose sobre mí
y a alguien pinchándome con una aguja mientras yo gritaba y lloraba e
intentaba escapar, habrían pensado que era más de lo mismo. Más
entretenimiento.
Por fin me senté, las rodillas me flaqueaban.
—¿Así que dejaste que todo pasara y me engañaste por diversión? ¿Por
eso estoy aquí?
—Sí y no. Fue divertido, pero estás aquí porque perteneces a este lugar.
—Yo no. Esto es un error.
—Creo que descubrirás que perteneces aquí, y no hay error. Te
compramos y eres nuestra.
Me quedé con la boca abierta. Le miré atónita durante veinte segundos
antes de responder.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que nos perteneces.
—No lo entiendo.
—Pensé que se suponía que eras inteligente —dijo con una mirada
despectiva—. Te vendieron a nosotros. Ahora eres de nuestra propiedad. ¿Lo
entiendes?
Retiré los labios, enseñando los dientes.
—No puedes hablar en serio. No puedes ser mi dueño. Y créeme, mis
amigos y mis padres se darán cuenta pronto de que he desaparecido.
Llamarán a la policía y...
Tobías me dio una fuerte bofetada. Grité y se me escapó saliva por la boca,
mientras un dolor ardiente recorría mi piel sensible. Un sabor metálico me
llenó la boca y me di cuenta de que me había abierto el labio.
—Tus amigos ya han sido informados de tu decisión de abandonar Roden
y pasar un tiempo de mochilera por Europa sin teléfono ni internet. Están
disgustados, claro, sobre todo porque te fuiste sin despedirte, pero ya se les
pasará. Con el tiempo, se olvidarán de ti.
Respiré hondo varias veces, con el rostro torcido en una mueca.
—¿De verdad crees que mis padres se lo van a creer? Saben lo mucho que
he trabajado para entrar en Roden. Saben que nunca abandonaría. E
incluso si de alguna manera lo creyeran, si no regreso de este falso viaje de
mochilera en algún momento, definitivamente sabrán que algo pasa.
Una fría sonrisa se dibujó en el rostro de Tobías.
—Tus padres, ¿eh? ¿Quién crees que te vendió a nosotros, niña?
Todo el ruido blanco de mi mente se apagó de inmediato cuando sentí todo
el peso de sus palabras, que se estrellaron contra mi vida y destrozaron todo
lo que creía saber.
—No —susurré, con el cuerpo temblando como una hoja.
Estaba mintiendo.
Tenía que estar mintiendo.
Tobías sacó del bolsillo de su chaqueta un fajo de papeles doblados.
—Aquí tengo el contrato. Puedes echarle un vistazo.
—Mi madre y mi padre no me harían eso....
Me entregó los papeles.
—Velo tú mismo.
Con manos temblorosas, cogí el supuesto contrato y hojeé las páginas. La
conmoción me recorrió inmediatamente el vientre, retorciéndose como un
tornado. Tobías decía la verdad. Las firmas de mis padres estaban en él.
El contrato detallaba los términos de mi esclavitud a La Corona y La Daga,
y pude ver lo que mis padres habían recibido a cambio: sus deudas pagadas
en su totalidad junto con trescientos mil dólares repartidos a lo largo de los
meses para que parecieran ingresos comerciales obtenidos legalmente.
También se estipuló que se les permitiría vivir permanentemente sin pagar
alquiler en una de las muchas, muchas propiedades de la familia King en
Connecticut. Esa era su nueva casa... por la que pensé que habían trabajado
tan duro. Aquella en la que estaba tan orgullosa de verlos vivir después de
pasar tantos años en una pequeña y estrecha caja de zapatos en un barrio
pobre de mi ciudad natal. Todo mentira.
Cuando la cruda realidad me golpeó, dejé caer los documentos como si
estuvieran ardiendo. Mis padres habían cambiado mi vida por unos cientos
de miles de dólares y una casa gratis. Al final, eso era todo lo que valía para
ellos. Lo decía allí mismo, en esos papeles.
—Yo no... no puedo... —No podía formar una frase completa. Estaba
demasiado horrorizada.
Con todo el shock inundando mi sistema, sentí que mi corazón se
detendría y entraría en coma y nunca despertaría. Eso podría ser preferible
a lo que estaba sucediendo ahora.
Sabía que mis padres lo habían pasado mal en la última década, pero
nunca pensé que estarían tan dispuestos a renunciar a mí a cambio de algo
de dinero y una casa gratis. Sin embargo, hicieron exactamente eso. ¿Por
qué demonios no lo vi venir?
Mi mente se remontó a mi infancia. Muchas veces, los había oído discutir
sobre dinero, discutir sobre mí. Decían que apenas podían permitirse
alimentarme. A veces mi madre culpaba a mi padre y le decía que debería
haber trabajado más para sacar adelante su negocio. A veces la culpaba a
ella por no haber podido encontrar otro trabajo después de que la
despidieran de su puesto de profesora. A veces incluso oía a uno de ellos
decir que no deberían haberme tenido.
En aquel momento, lo achaqué al estrés. Sabía lo mucho que el dinero -o
la falta de él- podía afectar a la mente de las personas. Supuse que no lo
decían en serio, y me pasé la adolescencia trabajando en tantos trabajos
extraescolares y de fin de semana como pude para contribuir y disminuir su
estrés.
Supongo que no fue suficiente. No lo suficiente para comprar su amor
incondicional. Me vendieron a la primera oportunidad que tuvieron.
Literalmente.
Me tragué el nudo que tenía en la garganta y miré a Tobías. Tenía un brillo
desagradable en los ojos mientras me observaba. Estaba disfrutando.
—¿Por eso te reuniste con mis padres en diciembre del año pasado? Te vi
con ellos en Roden —dije.
El recuerdo había vuelto en un instante. Cuando me invitaron a visitar el
campus tras aceptarme, mis padres me acompañaron y me dijeron que
tenían una reunión de negocios con un posible cliente en la zona. Más tarde,
ese mismo día, los vi hablando con Tobías cerca de una fuente de mármol,
con un aspecto bastante sombrío e intranquilo. En aquel momento, el
incidente me produjo una extraña sensación, pero la ignoré, pensando que
se trataba de una inocente reunión de trabajo.
Supongo que debería haber confiado en mi instinto y haberme dado
cuenta en ese momento de que algo iba muy mal.
Tobías se rio entre dientes.
—No. Sólo fue una reunión rápida para discutir algunas de las condiciones
de pago. Apareciste por primera vez en mi radar en marzo del año pasado y,
en las semanas siguientes, me di cuenta de que serías el juguete perfecto
para mi hijo, por varias razones. Entonces me puse en contacto con tus
padres.
Mi estado de ánimo, antes conmocionado, se volvió feroz y furioso como
un incendio forestal, la rabia me cegó, ardiendo sin control.
—¡Esto no es legal! —dije, poniéndome en pie de nuevo de un salto. Pisé
el contrato con un pie—. No puedes ser mi dueño, diga lo que diga esta cosa
ridícula. Conozco mis derechos y no he dado permiso para nada de esto.
—Como he dicho, los contratos se firmaron hace un año y medio. Ahora
tienes diecinueve años, lo que significa que sólo tenías diecisiete cuando se
firmaron. Legalmente hablando, aún eras una niña. Tus padres podían
firmar por ti, y lo hicieron.
Escupí a sus pies.
—No soy estúpida. No importa lo joven o viejo que sea alguien. No puedes
comprar o vender a otro ser humano.
Eso me valió otra fuerte bofetada.
—Vas a tener que aprender las reglas, Tatum —dijo Tobias con frialdad—
. Ahora eres de nuestra propiedad. Harás y dirás lo que te digamos, o te
enfrentarás a un castigo. No seré blando contigo sólo porque eres el nuevo
juguete de mi hijo.
El juguete de su hijo...
Me había dicho lo mismo antes. Mi mente simplemente lo había pasado
por alto en mi conmoción y horror.
—¿Elias? —Dije, con el labio superior curvado. Debería haber sabido que
ese capullo arrogante tenía algo que ver con esto. De tal palo, tal astilla.
Tobías asintió.
—Él será tu nuevo amo. Cumplirás sus órdenes en todo momento.
—No lo haré.
Otra bofetada. Esta vez, estaba preparado y lista para ello.
—Puedes intentar luchar todo lo que quieras, pero te romperemos,
estúpida putita. Aceptarás tu nuevo lugar.
Me estremecí ante el insulto y negué con la cabeza.
—No —susurré—. Nunca le perteneceré a nadie.
—Cambiarás de opinión —dijo fríamente, poniéndose en pie.
—No lo haré. Voy a salir de aquí, y cuando la policía se entere de lo que
has hecho, estarás jodido. No importa lo rico que seas. No puedes comprar
a la gente.
—Así lo has afirmado. Y sin embargo, puedo comprar gente. Lo he hecho
antes y lo volveré a hacer. Incluso si por casualidad consiguieras escapar de
aquí -es imposible, por cierto-, no hay una sola persona en el mundo que te
ayudaría.
—Te equivocas.
—No, no lo estoy. —Sus labios se curvaron en una sonrisa fina y salvaje—
. Lo mejor de ser tan rico como yo es darse cuenta de que todo y todos están
en venta. Si alguna vez te escaparas e intentaras contarle a alguien lo que
te ha pasado, te aplastaría como al pequeño insecto que eres.
Me eché hacia atrás, temblando de rabia e indignación. Odiaba que
probablemente tuviera razón. Odiaba que hombres como él pudieran salirse
con la suya, porque tenían más dinero que los demás. Era enfermizo.
Tobías alargó la mano y me obligó a levantar la barbilla para mirarle. Sus
ojos eran fríos y oscuros, sus rasgos dispuestos en una mueca.
—La única razón por la que no te he aplastado ya por tu insolencia es
porque mi hijo está deseando aplastarte él mismo.
Se me erizaron todos los pelos de los brazos y la nuca. En toda mi vida,
nunca había sentido realmente la presencia del mal. Parecía algo que sólo
existía en los libros y las películas o en los espeluznantes expedientes del
FBI que nunca estarían tan cerca de mi vida como para afectarme de verdad.
Pero ahora lo sentía, zarcillos oscuros que subían por mis piernas, se
dirigían a mi garganta y me ahogaban con su negra y rancia presencia.
No respondí. Me encogí hacia atrás, abrazando mi cuerpo con los brazos,
temblando por todo el cuerpo.
Tobías giró de pronto la cabeza y yo seguí su mirada hacia la puerta.
Alguien acababa de asomarse al cristal y nos estaba mirando. Reconocería
aquel cabello castaño despeinado y aquel rostro arrogante y
endiabladamente llamativo en cualquier parte. Elias.
—Ah. Hablando del diablo —dijo Tobías—. Debe haber oído que por fin te
has despertado. Aunque no creo que estés preparada para su compañía.
Se acercó a la puerta y pasó una tarjeta por ella.
Le seguí, me empujó hacia atrás y salió, cerrando la puerta de golpe.
Golpeé la puerta con las manos, gritando a los hombres a través del cristal.
Elias me miró y sonrió, claramente divertido por mi angustia. Quería
arrancarle la cara de un zarpazo, quería hacerlo pedazos con las uñas. Pero
no podía tocarlo. Ni siquiera podía acercarme a él hasta que me consideraran
“preparada”, fuera lo que fuera lo que eso significara.
Tobías le susurró algo al oído, y los dos hombres se dieron la vuelta y se
alejaron.
Cerré las manos temblorosas en puños y me dispuse a respirar
correctamente. Necesitaba mantener la mente lo más calmada y
concentrada posible en una situación tan angustiosa, por mi propio bien.
Tenía que haber alguna forma de salir de este lugar. Esta situación. Tenía
que haberla.
Nunca podría aguantar esto. No podía ceder. Tenía que impedir que esos
gilipollas de
La Corona y La Daga intentaran convertirme en nada más que una esclava
servil, y tenía que escapar de este lugar. No sabía cómo ni cuándo. Lo único
que sabía era que lo lograría.
De un modo u otro, sería liberada.
L
os días pasaban sin parar. O tal vez semanas. No tenía forma de
saberlo, y había perdido la noción del tiempo hacía una eternidad.
En la habitación en la que estaba atrapada no había relojes ni
calendarios, ni bolígrafos o utensilios afilados para hacer marcas en las
paredes en un intento de llevar la cuenta.
La única certeza en este lugar era que siempre estaría confusa, siempre
asustada, mi mente una maraña constante de desorden caótico y turbio. El
aire aquí era denso, sofocante, y apenas podía dormir, aunque quisiera.
Las luces estaban casi siempre encendidas. Deslumbrantes, brillantes, un
recordatorio constante de que seguía en este infierno. El único consuelo era
que de vez en cuando se apagaban de repente durante unas horas,
sumiéndome en una oscuridad total.
De niña me daba miedo la oscuridad, y en años más recientes seguía
sintiendo la necesidad de cubrirme cada centímetro en la cama por la noche,
siempre temeroso de que un brazo o una pierna colgaran al aire nocturno
junto a mi lecho. Ahora, al contrario que antes, la oscuridad era mi único
consuelo. Era como un lugar fuera del tiempo, un lugar donde descansar
sin abordar la realidad. Un santuario.
Cuando no podía ver nada a mi alrededor, podía fingir fácilmente que
estaba en otro lugar, intentar olvidar dónde estaba realmente hasta que las
luces volvían a encenderse, arrastrándome cruelmente de vuelta al mundo
real, donde seguía siendo un prisionera. El mundo real, donde no podía
descansar. No podía hacer otra cosa que sentarme a la luz y pensar en mi
antigua vida y en lo que había salido mal.
Echaba de menos a mis amigas. Echaba de menos nuestros viajes
nocturnos al Buttery para comer patatas fritas y rollitos de langosta
calientes. Echaba de menos mis clases. Incluso las agotadoras horas de
estudio y preparación de exámenes. ¿Volvería a vivir algo así?
No, me dijo una vocecita siniestra e insidiosa. Ya has oído a Tobías. Ahora
perteneces aquí.
Seguí rebobinando mis acciones de los últimos meses, intentando
ahondar en mis recuerdos y averiguar el momento exacto en que metí la pata
y me causé todos estos problemas. Antes creía que había sido mi decisión
de escribir un artículo sobre La Corona y La Daga lo que me había atrapado
en esta red de tejido oscuro, pero Tobías me había dejado muy claro el otro
día que la sociedad ya me conocía desde mucho antes, y que siempre habían
tenido la intención de atraparme en algún momento.
Pero ¿por qué? ¿Qué hice para que me eligieran? ¿Había algo en mí que
gritaba “secuéstrame”? ¿Había algo en mi cara, en mi cuerpo, en mis ojos?
Sabía que en realidad no me hacía ningún bien culparme por las acciones
de esos hombres sádicos. Secuestrar chicas era algo muy jodido y la parte
lógica de mi mente -lo que quedaba de ella, al menos- me decía que no era
realmente responsable de lo que me había pasado. Sin embargo, no podía
evitar que el aplastante sentimiento de culpabilidad me golpeara una y otra
vez. Debía de haber algo que yo había hecho, algún pequeño detalle que
había hecho que me eligieran.
Incluso me pregunté en una nebulosa si realmente había hecho algo para
que pensaran que estaba en venta. Sabía lo estúpido que sonaba, pero
después de días y días de aburrimiento y miedo sin fin, mi racionalidad
empezaba a fallar. De repente, las cosas encajaban en mi cerebro con
pequeños chasquidos; cosas que nunca antes habían encajado. Sí, tal vez
hice algo para que esos hombres pensaran que quería que me vendieran. Tal
vez les dije a mis padres que lo hicieran. Tal vez pensé que les ayudaría con
su situación, y se lo debía por haber cuidado de mí toda mi vida, aunque
apenas pudieran permitírselo. Tal vez, de alguna manera, lo olvidé todo, pero
seguía siendo responsable en última instancia.
Me pellizqué el brazo izquierdo.
—No. Yo no he hecho esto —me susurré, intentando que los pensamientos
irracionales dejaran de asolarme. Sólo unos segundos después volví sobre
mí misma—. O tal vez lo hice...
Las palabras me dejaron hueco, como si mi pecho se hundiera sobre sí
mismo.
Aún no tenía ni idea de lo que los hombres de La Corona y La Daga querían
hacer conmigo ahora que era su cautiva. La inyección anticonceptiva que
me puso la enfermera y la forma en que Tobías me dijo que iba a ser el
juguete perfecto para Elias me hicieron pensar que me violarían, que me
convertirían en una especie de esclava sexual. La palabra “juguete” lo dejaba
bien claro. Puede que fuera virgen, pero no era tan inocente. Ya había leído
libros oscuros y sexys. Había visto películas porno. Sabía el tipo de cosas
que a algunos hombres les gustaba hacer a las mujeres. El tipo de cosas que
a algunas mujeres les gusta que los hombres les hagan.
Pero no me habían tocado. Al menos todavía no.
Lo más parecido al contacto humano que tuve fue la ranura que se abría
de vez en cuando en la puerta, con manos que parecían desencarnadas
empujando comida y agua para mí segundos después. Aparte de eso, no
había nada. Nadie me visitaba, me hablaba o me tocaba. Nadie me dio nada
que hacer. Me sentaba aquí con la misma ropa todos los días, bañada en mi
propio sudor, ensuciándome más con cada hora que pasaba.
Sin mi rutina habitual y sin saber qué iba a ocurrirme en el futuro, no
había nada que me mantuviera estable; nada a lo que aferrarme para
mantener la cordura. Mis pensamientos se habían vuelto salvajes,
serpenteando y divagando por un espacio sin cartografiar, sin ataduras a
nada. Podía ocurrir cualquier cosa. Todo. Podría estar muerta mañana, o
podría estar viva deseando estar muerta.
Era como vivir en una tormenta de nieve salvaje. No podía ver lo que tenía
delante, no podía oír nada más que el rugido aullante del terror abyecto en
el fondo de mi mente. No tenía ni idea de dónde estaba ni de adónde iría
pronto, y el miedo seguía viniendo y viniendo y viniendo de todas
direcciones, haciendo que me doliera el cuerpo.
Si me dijeran lo que me tenían reservado, eso me tranquilizaría un poco,
aunque lo que me tuvieran reservado fuera la muerte, porque al menos por
fin lo sabría. Al menos podría prepararme mentalmente para ello. Pero en
lugar de eso, me dejaron cruelmente a oscuras, sin decirme nada en
absoluto. Nunca pude prepararme para lo que viniera después.
Inevitablemente, las cosas me saltaban de la nada.
Si es que alguna vez pasaba algo. Ahora mismo, parecía como si me
hubieran dejado aquí para pudrirme. Como si me estuvieran castigando,
atrapado en confinamiento solitario como una criminal.
Los pensamientos sobre el aislamiento y el abandono constantes hicieron
que mi mente se desviara hacia mi amiga Greer. Hacía unos días, una vaga
sospecha había echado raíces en mi mente al recordar un artículo que me
envió cuando decidí escribir sobre sociedades secretas para mi trabajo de
clase. A Greer siempre le habían gustado las teorías conspirativas y, aunque
pensaba que La Corona y La Daga era básicamente una fraternidad
glorificada, una vez había leído algunas cosas sobre otras sociedades
secretas que pensó que yo podría encontrar interesantes.
En aquel momento, pensé que era una chorrada, pero ahora me pregunto
si, después de todo, tenía algún mérito.
El artículo que me envió trataba sobre un programa de la CIA, ya
desaparecido, llamado MK-Ultra, que funcionó entre 1953 y 1973. Su misión
era desarrollar drogas y técnicas de control mental. Experimentaron con
drogas alucinógenas, hipnosis, privación sensorial, abusos sexuales y otras
formas de tortura. En las pruebas se utilizaron muchos sujetos civiles y
militares que no estaban dispuestos a ello, y el programa acabó cerrándose
después de toda la polémica suscitada.
Uno de los supuestos experimentos fue el desarrollo de “esclavos beta”,
esclavos sexuales programados con técnicas de control mental y entrenados
para ignorar cualquier inhibición con el fin de servir sexualmente a un amo
(o a muchos amos). La “programación” implicaba tortura mental y física,
haciéndoles cambiar el dolor por el placer en lo más profundo de sus mentes.
Se suponía que esta tortura que sufrían durante el entrenamiento destruía
algo llamado “lo sagrado femenino” para convertirlas en nada más que un
trozo de carne del que el amo podía usar y abusar en cualquier momento.
Según el artículo que Greer me envió, ciertas sociedades secretas y
organizaciones criminales habían utilizado supuestamente estas técnicas de
entrenamiento de “esclavos beta” para crear esclavas sexuales dispuestas a
servirles.
Tal vez eso era lo que La Corona y La Daga hacían a las mujeres. Tal vez
eso era exactamente lo que me estaba sucediendo ahora. Podía estar en la
primera fase del proceso de programación, en la que los hombres a cargo
intentaban quebrar mentalmente a una mujer mediante el encarcelamiento
y el aislamiento.
Lo enfermizo era que, si ése era el caso, en realidad estaba funcionando
conmigo, por mucho que odiara admitirlo. Había estado tan desatendida y
despojada en las últimas dos semanas que realmente deseaba que alguien
en este infierno olvidado de la mano de Dios viniera y me tocara, sólo para
poder sentir el calor y la conexión de una mano que no fuera la mía. Aunque
la mano en cuestión me diera una bofetada de agua fría en la cara. Sólo
quería sentir algo, cualquier cosa.
Estaba perdiendo la cabeza.
A veces me sentía lúcida, con el control. Otras veces me sentía como si
estuviera en un sueño y nada de esto fuera real. Me distraía mentalmente y
empezaba a pensar que, en cualquier momento, mis amigas saldrían con
sombreros de fiesta y serpentinas, y descubriría que todo era una enorme y
elaborada broma.
De repente me senté en la cama.
Mierda. ¡Mis amigas!
No podía creer que no se me hubiera ocurrido antes. En todos los días o
semanas que había estado retenida aquí, no había pensado en el bienestar
de nadie más que en el mío. Era terriblemente egoísta. Teniendo en cuenta
el alcance y la influencia de La Corona y La Daga, mis amigos podrían estar
en grave peligro.
La sociedad me había observado y seguido durante mucho tiempo, como
Tobías me había informado, y eso significaba que sabían quiénes eran mis
amigos. Y no sólo eso, también conocían el trabajo que quería escribir, y
Greer, Willa y Mellie me habían ayudado con ideas para él.
Greer y Willa me habían ayudado a averiguar cómo colarme en la fiesta de
la Tap Week, y Mellie me había ayudado a colarme en la ceremonia del
segundo nivel. Greer y Willa probablemente estaban bien -esperaba-, ya que,
al parecer, La Corona y La Daga dejaba que la gente se colara en las fiestas
de los niveles inferiores todo el tiempo. Pero Mellie... podría estar metida en
un buen lío.
Cuando consiguió entrar en el despacho de su padre y encontró su portátil
misteriosamente desbloqueado, lo consideró un increíble golpe de suerte. En
aquel momento, no podíamos creerlo, pero ahora me doy cuenta de que
deberíamos haber sospechado mucho más de esa supuesta suerte. Nadie
tiene tanta suerte. Probablemente, el resto de la sociedad le había dicho al
padre de Mellie que dejara el ordenador desbloqueado cuando su hija
estuviera cerca, sabiendo perfectamente nuestro plan para colarme en la
hoja de cálculo de la actriz.
A los dos nos habían tocado como a violines.
—Mierda, mierda, mierda —murmuré, rezando para que Mellie saliera
ilesa. Quizá fueran más indulgentes con ella, dado el lugar que ocupaba su
padre en la sociedad.
O tal vez ella también estaba aquí en una celda, siendo torturada
horriblemente...
Lágrimas de culpabilidad brotaron de mis ojos, y un lúgubre cántico
comenzó en mi mente. Culpa mía, culpa mía, culpa mía.
Un rostro apareció en el grueso cristal de la puerta un instante después.
Era Elias. Se limitó a observarme mientras luchaba contra las lágrimas, con
una mirada hambrienta en sus llamativos ojos Verdi azules. No venía aquí
a menudo, pero cuando lo hacía, me miraba un rato como si fuera un animal
en un zoo y luego se alejaba sin decir palabra.
Me levanté de un salto, la rabia sustituyendo temporalmente al miedo y la
tristeza.
—¡Deja de mirarme, enfermo de mierda! —Grité a través de la puerta.
No estaba segura de que pudiera oírme, dado el grosor de la puerta y el
cristal, pero me sentí mejor gritándole de todos modos. Puede que me
apeteciera compañía humana, pero no la suya. Él y su padre eran los
bastardos más enfermos conocidos por la humanidad, en lo que a mí
respecta. No quería tener nada que ver con ellos.
El otro día, le había dado un susto de muerte a Elias cuando vino a verme.
Me acababan de dar una bandeja de puré de patatas y ensalada para comer,
y en lugar de comerme el puré, cogí un poco entre los dedos y lo unté todo
en el cristal, de modo que estaba demasiado empañado para que él pudiera
verme bien. Después de aquello no pude parar de reírme, por primera vez en
mucho tiempo, y después me enteré de cómo era el zumo de naranja de este
lugar.
La enfermera de mi primer día aquí tenía razón. Cuando entraron los
guardias y me lo administraron por mi comportamiento insolente, me dejó
inconsciente casi de inmediato y, cuando me desperté al día siguiente,
estaba mareada y desorientada, sin recuerdos hasta que por fin se me pasó.
Fue una sensación muy extraña, recordar todas esas cosas que ya había
olvidado y recordado una vez.
Mi puerta estaba limpia cuando me desperté, por supuesto, y Elias volvió
para mirarme como el maldito engreído que era.
Le hice un gesto con el dedo corazón y volví a tumbarme en la cama,
acercándome al borde y mirando hacia otro lado, para estar lo más lejos
posible de su mirada lasciva. Mientras me acurrucaba, mi mano cayó en
una hendidura del colchón.
Extraño.
Me senté para mirarlo, manteniéndolo cubierto con la fina manta para que
Elias no supiera lo que estaba haciendo. Había una razón por la que la
mancha se hundía ligeramente hacia dentro. Uno de los muelles del colchón
se había soltado. Podía ver parte de él asomando por un pequeño agujero en
la tela del lateral de la cama.
El corazón me dio un vuelco. Todas las promesas que me había hecho a
mí misma de alcanzar la libertad volvieron a mí en un arrebato de vértigo.
Este resorte podría serme útil cuando por fin encontrara la forma de
escapar. Si conseguía sacarlo y desenrollar el cable, podría ser un arma
improvisada decente.
Me di la vuelta y me quedé mirando la puerta hasta que Elias se fue.
Entonces me puse rápidamente a trabajar en el colchón. Rasgué el agujero
de la tela para que fuera un poco más grande -pero no tanto como para
llamar la atención si un guardia o una enfermera entraban aquí- y luego
saqué el muelle con destreza. Me llevó un rato y me costó mucho más de lo
que pensaba, pero finalmente lo liberé. Una sonrisa de triunfo se dibujó en
mis labios mientras lo desenrollaba.
Ahora sólo tenía que encontrar un lugar donde esconderlo.
Me acerqué a la puerta y miré a través del cristal, sólo para asegurarme
de que no venía nadie por el pasillo en ninguna dirección. Luego me
incorporé en la cama y metí la mano en la rejilla de ventilación de la pared,
colocando con cuidado el cable alrededor de una de las láminas, de modo
que no fuera fácil de ver pero sí de sacar si lo necesitaba en caso de
emergencia.
Después de aquello, no podía sentarme. Los pensamientos de huida y
libertad volvían a apoderarse de mi mente y, por primera vez en lo que
parecía una eternidad, me sentía entusiasmada. Inspirada. ¿Qué más me
había perdido en todos mis días de melancolía y abatimiento? ¿Qué otras
cosas podría estar ocultándome esta habitación?
Empecé a buscar por todas partes, golpeando minuciosamente las paredes
y cada parte del suelo en busca de algo que sonara diferente al resto. Debajo
de la cama, detrás del excusado... en todas partes.
Una de las piedras de la pared gris de mi izquierda sonó extrañamente
hueca cuando la golpeé. Volví a golpearla con más fuerza y, para mi sorpresa
y asombro, giró hacia fuera y reveló una vieja palanca.
—Mierda —susurré, esperando por Dios que no estuviera alucinando.
Me acerqué tímidamente y tiré de la palanca. Durante unos segundos se
oyó un fuerte rechinar y, a continuación, un tercio del “muro” de piedra se
abrió para dejar al descubierto una puerta oculta.
Dios mío. Era un pasadizo secreto.
Me pellizqué, con fuerza. Seguro que era un sueño.
Como no me desperté, atravesé la puerta y me adentré en la oscuridad.
Mis ojos se adaptaron rápidamente. Me encontraba en un viejo túnel. Era
frío y húmedo, y el suelo estaba lleno de hojas muertas, trozos de papel y
suciedad. Por un segundo, percibí una bocanada de aire salado que se
colaba entre el húmedo olor a moho y suciedad. Dondequiera que estuviera
este lugar, debía de estar cerca de la costa.
Seguí caminando, con los pies crujiendo sobre las hojas y el papel. Parecía
que me dirigía hacia arriba en un ángulo bastante pronunciado, lo que me
hizo preguntarme si mi celda estaba realmente bajo tierra. De vez en cuando,
una escalofriante ráfaga de viento soplaba desde algún lugar, esparciendo
más hojas y escombros, haciéndolos girar en el aire húmedo. Aquí no hay
señales de vida. Ni señales de que alguien más conociera este lugar.
Era una buena señal para mí. Aceleré el paso, espoleado por la promesa
de libertad. Entonces llegué al final del túnel y se me encogió el corazón. Era
un callejón sin salida, una pared de piedra y ladrillo.
Pero el viento tenía que venir de alguna parte. Frenéticamente, me di la
vuelta y corrí por el túnel en dirección contraria. Cuando llegué al final, vi
que no estaba tapiado como el otro lado, pero bien podía estarlo. Había una
puerta con una ventana enrejada por la que se colaba la brisa, pero era
pesada y estaba cerrada con llave. Ni siquiera pude intentar usar el muelle
de la cama para forzar la cerradura, porque era una cerradura electrónica
que requería una tarjeta-llave, igual que la de mi habitación.
Me hundí en el suelo, sollozando sobre las rodillas mientras me las ponía
alrededor del pecho y me balanceaba hacia delante y hacia atrás. La
sociedad lo sabía todo sobre el túnel. Claro que lo sabían. Probablemente
dejaron la pared trucada en mi habitación sólo para burlarse de mí y
hacerme creer que tenía una oportunidad de escapar, sólo para arrancarla
cuando me diera cuenta de que, después de todo, seguía encerrada.
Me equivoqué hace tantos días cuando pensé que habría alguna forma de
salir de este lugar. Tan equivocada e ingenua.
No había salida. No había escapatoria.
Esta era mi vida ahora.
P
or fin alguien vino a buscarme unos tres días después de que
descubriera el túnel secreto que salía de mi habitación. Ese horrible
túnel que no contenía más que aire salado y falsas promesas.
Era la misma enfermera desagradable del primer día. Me tomó la
temperatura y me dijo que me levantara y la siguiera.
—¿Adónde vamos? —Pregunté débilmente.
Me miró de reojo. No la culpé. Probablemente olía fatal. Hacía semanas
que no me lavaba ni me cambiaba de ropa.
—A bañarte —dijo—. Gracias a Dios —añadió en voz baja.
Me condujo a un pasillo muy iluminado y tiró de mí hasta el final.
Terminaba en unas escaleras y un ascensor. Introdujo una tarjeta en una
ranura próxima al ascensor, que sonó un segundo después. Las puertas
cromadas se abrieron.
—Sube —dijo, señalándome con una mano.
Subimos un piso en el ascensor, según el panel de control que había en el
interior. Por el panel, pude ver que había cuatro plantas en total.
Salimos a otro pasillo. Este era mucho más aireado y agradable que el
otro. Tenía techos altos con intrincadas molduras de escayola, pinturas al
óleo en las paredes, suelo de parqué pulido y una suave luz natural. Aquí
también había un ligero aroma a aire salado. Era agradable y relajante, y me
recordó a mi antiguo trabajo de verano en el instituto, en un quiosco de la
playa.
Volví a preguntarme si mi celda era subterránea. Hasta el momento, había
muchos indicios que apuntaban en esa dirección: el calor constante a pesar
de la falta de aparatos de calefacción, la iluminación dura y antinatural, y
el sinuoso túnel secreto que ascendía abruptamente hasta terminar en una
puerta y una ventana a ras de suelo.
Al entrar en el nuevo vestíbulo, estiré el cuello para mirar por una ventana.
No pude distinguir más que amplias extensiones de pinos de un verde
intenso. Dondequiera que estuviéramos, debíamos de estar cerca de un
bosque, además de la costa.
La enfermera se detuvo ante una puerta y volvió a pasar su tarjeta. La
empujó y me hizo señas para que entrara.
Dejé escapar un grito al ver el interior. En el centro de la nueva sala había
una enorme bañera de estilo romano, diferente a todo lo que había visto
antes en persona. Me impresionaron las imponentes columnas de arenisca
que rodeaban la piscina cuadrada, cada una de ellas unida por un arco
embellecido. El techo tenía incrustaciones de oro y el agua de la bañera era
azul celeste gracias a los azulejos estampados y las luces subacuáticas.
Era una pena que un edificio tan hermoso albergara secretos tan feos.
—Desnúdate y entra —dijo la enfermera.
Estaba a punto de hacer lo que me dijo cuando se abrió la puerta.
Instintivamente, giré la cabeza y tragué saliva al ver a Elias entrar en la
habitación.
—He dicho que te desnudes y entres —repitió la enfermera.
La fulminé con la mirada. No me gustaba la idea de estar desnuda delante
de ella, pero de ninguna manera quería estar desnuda delante de Elias.
—Yo me encargo a partir de ahora —dijo. La enfermera inclinó la cabeza y
salió de la habitación. Dirigió su fría mirada hacia mí—. Ya la has oído,
Tatum. Desnúdate y entra.
La expresión de su cara me dijo que no estaba bromeando, y la forma en
que dijo mi nombre lo hizo sonar como una amenaza. Haz lo que digo o si
no.
Vacilante, me quité la sudadera mugrienta y los pantalones con los que
me había levantado el primer día. No me habían dado ropa interior, así que
en cuanto la ropa se arrugó alrededor de mis pies, quedé completamente
desnuda ante él, sucia y humillada. Tan por debajo de él que bien podría ser
una campesina de la Edad Media.
Esto es la puta Edad Media, susurró una voz sarcástica en el fondo de mi
mente. Todos estos hombres pensando que pueden comprar y vender mujeres
como si fueran propiedades. Gilipollas arcaicos.
Los ojos de Elias recorrieron las curvas de mi cuerpo. Me estremecí bajo
su fría mirada. Estaba empalmado. Podía ver el grueso contorno de su polla
tensándose contra sus pantalones negros. Esperaba no tener que verla
nunca desnuda, no tener que sentirla nunca dentro de mí. Tan
asombrosamente guapo como era, era pura maldad, igual que su padre.
Dio tres pasos hacia mí, lentos y medidos, sin apartar los ojos de mi sucio
cuerpo. Cada centímetro de mí estaba expuesto para él, y sus labios se
curvaron en una sonrisa tortuosa cuando se me endurecieron los pezones.
Era sólo porque tenía frío. No por él.
Nunca por su culpa.
—Métete en el agua —dijo, inclinando la cabeza hacia delante para indicar
la enorme bañera que había detrás de mí.
Hice lo que me dijo, sintiendo su atenta mirada en mi espalda todo el
tiempo. El agua estaba tibia cuando me metí en ella, pero seguí temblando
de todos modos. Oí pasos lentos detrás de mí y, cuando me volví, vi a Elias
de pie justo en el borde.
—Lávate —me ordenó. Levantó una mano, señalando unas botellas y un
paño en el borde hacia mi izquierda.
Me moví por el agua y cogí la primera botella que vi, un gel de ducha con
aroma a violeta. Vertí un poco en el paño y me froté con él hasta que sentí
la piel en carne viva. Luego me lavé el cabello con el champú y el
acondicionador que había junto al gel.
—Buena chica. Ya haces lo que te digo —dijo Elias un momento después,
observándome divertido mientras me enjabonaba el largo cabello castaño—
. Supongo que todos esos días en solitario te destrozaron lo suficiente, ¿eh?
Pasé la mano por el agua, salpicando sus zapatos y pantalones.
—Sólo lo hago porque no me han dejado bañarme hasta ahora y lo
necesito. No porque tú me hayas dicho que lo haga.
Sus ojos se volvieron acerados y oscuros, como la pizarra bajo la lluvia.
—Será mejor que cuides tu actitud si quieres seguir de una pieza. No
hables a menos que te hablen.
—Muérdeme —murmuré.
—Ya lo he oído. La próxima vez que hables, te morderé, justo en tu bonito
clítoris. Tal vez entonces aprenderás tu lugar.
¿Qué se creía que era, un puto vampiro? Gilipollas.
Le miré durante unos segundos más. Luego me callé y seguí lavándome,
disfrutando del agua caliente y los jabones de olor dulce. Hacía unas
semanas, el baño o la ducha no me parecían nada; sólo un ritual cotidiano
por el que todo el mundo tenía que pasar. Ahora era un capricho especial
que había que saborear, un lujo indulgente.
Finalmente, Elias miró su reloj.
—Es hora de salir —dijo. Se dirigió al otro extremo de la habitación y
regresó con una mullida toalla blanca y un albornoz a juego.
En contra de mi buen juicio, dejé que me secara. Dejé que sus cálidas
manos me acariciaran con la toalla, sólo para sentir ese contacto humano
que tanto ansiaba. Me había prometido a mí misma que nunca se lo pediría
a él, pero a estas alturas me había vuelto tan loca y desesperada que no me
importaba demasiado. Si cerraba los ojos, podía fingir que estaba en otra
parte y que el hombre que me sobaba era un novio querido, no un psicópata
despiadado.
Mis ojos se abrieron de golpe un momento después, cuando Elias soltó
una risita.
—Veo que el baño no es lo único que te ha mojado —dijo, con los ojos fijos
hacia abajo.
Tragué saliva. No me había dado cuenta hasta ahora, porque estaba
demasiado absorta en mis profundos pensamientos, pero tenía razón.
Estaba mojada. Empapada y excitadísima.
No era por él, por supuesto. Tenía que ser porque me había imaginado a
otro hombre tocándome, acariciándome, acariciándome. Pero entonces me
di cuenta de que el hombre que había imaginado como mi novio en mi mente
era Elias.
Estaba rota. Algo dentro de mí estaba enfermo, mal, malo.
Pero no tuve tiempo de preocuparme. Dos hombres corpulentos entraron
en el cuarto de baño y me sacaron de allí. Aterrorizada, miré a Elias por
encima del hombro, deseando y rezando contra toda razón para que
impidiera que me llevaran. No lo hizo. Se limitó a observar, con cruel
diversión irradiando de su hermoso rostro.
Los hombres me llevaron a otra habitación al final del pasillo. Techo alto,
molduras en los bordes, amplias tablas barnizadas y muebles discretos de
colores apagados. Caro. A través de las ventanas, pude ver el bosque que
había visto antes, que se extendía a lo largo de kilómetros.
Me llevaron a un tocador y me obligaron a sentarme frente a él en un
pequeño taburete cubierto con un cojín rosa con finas rayas doradas.
—Quédate —me ordenó uno de los hombres, como si fuera un perro.
Un momento después entró en la habitación una mujer. Me secó el cabello,
me lo peinó y me maquilló los rasgos cansados y demacrados. Cuando
terminó, parecía otra persona. Estaba preciosa.
A pesar de ello, seguía odiando lo que veía en el espejo. No quería estar
guapa para esa gente.
Los hombres se adelantaron de nuevo, me arrancaron la túnica y me
pusieron unas pesadas cadenas. No me molesté en luchar contra ellos. Eran
demasiado fuertes para mí y no tenía ni idea de lo que podían hacerme.
Podían abofetearme, darme patadas, darme una paliza de muerte. Matarme.
Cuando tuve las manos inertes e inútiles a la espalda, me pusieron un
collar de cuero negro alrededor del cuello. Uno de ellos me dio una palmada
en el culo, haciéndome chillar.
—Ya está lista —le dijo al otro.
Un rojo crudo y furioso se apoderó de mis mejillas ante la violación. Al
menos, si Elias me hubiera dado una bofetada en el culo, tendría sentido.
Le conocía, más o menos, y me habían dicho que le pertenecía. Su juguete.
Aunque apenas había dado muestras de querer jugar conmigo, yo seguía
siendo suya, y dudaba que tolerara que esos hombres me tocaran así.
Espera, espera. ¿Qué demonios...?
Un segundo más tarde, cuando procesé la idea, me quedé estupefacta. No
podía creer los pensamientos que nadaban en mi mente. Yo no pertenecía a
Elias. No era su juguete. No le pertenecía y no tenía más derecho sobre mi
cuerpo que esos hombres horribles que tenía al lado.
Dios, mi mente se estaba derritiendo. Me estaba volviendo loca.
Los hombres me condujeron de nuevo por el pasillo. Ya era tarde y todo
estaba iluminado por un suave resplandor amarillo de apliques y lámparas
de araña.
Cuando llegamos a unas puertas anchas, me empujaron al aire nocturno
y empezaron a llevarme por un sendero. Hacía mucho frío. No era de
extrañar, ya que debíamos de estar a finales de octubre, o incluso más tarde.
Me mordí las lágrimas cuando las piedras, las ramitas y las agujas de pino
caídas se clavaron en mis pies descalzos.
Miré a mi alrededor todo lo que pude en la oscuridad, intentando averiguar
dónde estábamos. A mi izquierda, todo lo que podía ver era una espesa copa
de árboles. Era el mismo bosque que había visto antes. Las ramas
sobresalían del cielo y estaba tan oscuro que no podía ver más allá de unos
metros. Se oían pequeños crujidos de arbustos y el aullido del viento
procedente del interior, lo que me hizo estremecer aún más.
Podía ver una amplia franja de agua turbia a mi derecha, que brillaba a la
luz de la luna. Las crestas espumosas de las olas rompiendo eran el único
sonido procedente de aquella dirección, y no había rastro de ninguna playa.
Sólo altos acantilados que se extendían en una extensión inhóspita hacia la
oscuridad sigilosa.
Antes tenía razón. Estábamos en algún lugar de la costa. Sin embargo,
eso no me aclaró mucho las cosas. Podíamos estar en cualquier parte.
Supuse que todavía estábamos en la costa este, pero podría ser el oeste por
lo que yo sabía. Diablos, puede que ni siquiera estuviéramos ya en Estados
Unidos. Podríamos estar en Italia, Sudáfrica, en cualquier lugar del mundo
con costa.
Los hombres me condujeron a lo más profundo del bosque, siguiendo un
estrecho sendero que descendía por una suave pendiente. Más adelante, el
sendero estaba iluminado por altas antorchas encendidas a lo largo de los
bordes y, a lo lejos, podía oír el rítmico golpeteo de los tambores.
Una luz naranja resplandeciente brillaba entre las ramas, brazos sombríos
que se extendían a través de mi visión hasta que los árboles se estrecharon
y llegamos a un claro. Contemplé con asombro y temor el asombroso lugar
que el denso bosque mantenía en secreto. Dentro del amplio claro había un
anfiteatro de aspecto antiguo.
Construido con granito y mármol negro, con arcos perfectos entre cada
columna, se alzaba imponente en el cielo nocturno, iluminado por miríadas
de antorchas encendidas alrededor de su perímetro. Alrededor del espacio
abierto se alzaban gradas de amplios asientos de piedra, ocupados por
hombres con túnicas oscuras y capuchas levantadas. Dentro de la arena
circular había un gran trono sobre una plataforma. En la parte posterior del
trono había un águila bicéfala ornamentada y coronada. Una representación
en piedra de una daga atravesaba el centro de la corona tallada,
hundiéndose en ella.
El ambiente general me recordó al de la ceremonia del segundo nivel en la
que me colé, pero sin duda era un lugar diferente. Era más oscuro, más
ventoso, y sólo conté unos cincuenta hombres; muchos menos que en la
ceremonia.
Vestido de negro, Tobías estaba sentado en el trono, tan arrogante y
desdeñoso como siempre. Aquel imbécil se creía realmente una especie de
rey, sólo por su apellido.
Los hombres encargados de traerme me acercaron a un grupo de mujeres
acurrucadas en el borde del anfiteatro. Estaban desnudas y llevaban
collares y cadenas, igual que yo, y todas parecían agotadas y aterrorizadas.
Una chica menuda, de cabello negro, piel morena clara y grandes ojos verdes
me resultó extrañamente familiar, y con un sobresalto me di cuenta de que
era Pri Rahman, la chica que había desaparecido de Roden hacía varias
semanas. La misma chica que supuestamente estaba a salvo en Nueva
Zelanda.
Por supuesto. La declaración diciendo que estaba bien había sido emitida
por el Decano Roden, un alto miembro de La Corona y La Daga. El padre de
Mellie. Probablemente estaba aquí esta noche.
Supongo que, después de todo, yo no era tan especial. Esta sociedad
probablemente “compraba” o secuestraba a mujeres jóvenes de todas partes,
y sólo unos pocos casos salían a la luz pública. Yo, por ejemplo. Nadie pensó
que había desaparecido. Todos pensaban que estaba de mochilera en
Europa, y cuando no volvían a saber de mí, probablemente pensaban que
era una amiga de mierda que no se molestaba en estar en contacto.
Los tambores sonaron con más fuerza y nos condujeron a la plataforma
frente al trono. Alguien me empujó por los hombros, obligándome a
arrodillarme, y vi que todas las demás mujeres se arrodillaban también.
Sonó un gong en algún lugar a la derecha. Oí a Tobías ponerse en pie
detrás de nosotros.
—¡Bienvenidos, hermanos! —dijo con voz atronadora—. Como se les hizo
saber anoche, ¡por fin ha llegado la última chica de nuestra nueva colección!
Colección. Ni siquiera éramos humanas para estos hombres. Sólo objetos
que adquirir, como sellos o piedras preciosas.
Se levantó una ovación y Tobías continuó.
—Todos estos jóvenes especímenes han firmado sus contratos, y ahora
son propiedad oficial de La Corona y La Daga. Tan pronto como se curen de
esta noche, comenzarán su entrenamiento aquí en la Escuela de Acabado.
¿Curado? Eso sonaba increíblemente siniestro. ¿Y qué era eso del
entrenamiento?
Se me revolvió el estómago. El miedo crepitaba como electricidad en el aire
alrededor del andén. Las demás mujeres estaban tan desinformadas y
aterrorizadas como yo.
Un hombre con una máscara de pico de bronce se acercó a la plataforma
y se inclinó frente a mí, el primero de la fila.
—Bebe —dijo. Su voz sonaba extraña y distorsionada a través de la
máscara.
Miré lo que me tendía. Un cráneo humano, convertido en un cuenco para
beber. Por favor, que sea falso, le supliqué en silencio, pero algo me decía
que era demasiado real. Sentí náuseas.
—Bebe —repitió el hombre, ofreciéndole de nuevo el cuenco con forma de
calavera.
Avancé vacilante la cabeza y dejé que me acercara el borde del cráneo a
los labios. Estaba lleno de un líquido rojo oscuro. Recé para que no fuera
sangre. Olía dulce y, cuando las primeras gotas cayeron sobre mi lengua,
comprendí agradecida que era zumo de granada.
Pequeñas misericordias, supongo.
Cuando bebí unos cuantos tragos, pasó a la chica que estaba a mi lado,
luego a la siguiente, hasta que todas nos saciamos. Casi de inmediato,
empecé a sentirme mareada, desorientada. Era como estar en un sueño. El
sonido de los hombres cantando de repente llenó mis oídos, y sin embargo
parecía que estaban a kilómetros de distancia, sus voces flotando en el
viento. El mundo me daba vueltas y sólo quería sentarme, aunque ya estaba
arrodillada en el suelo.
La luz resplandeciente de las antorchas plantadas en el suelo parecía
brillar y arremolinarse antes de dispararse al aire como fuegos artificiales.
Fuera lo que fuese lo que contenía aquel zumo, me estaba golpeando con
fuerza, haciéndome ver cosas que no existían. La sensación de estar flotando
por ahí, cálido, difuso y libre, era realmente agradable.
Libre.
Nunca volvería a ser libre...
De algún modo, el terrible pensamiento ya no me parecía tan malo, porque
estaba flotando, demasiado alto para preocuparme de nada en el mundo
real.
—Deliciae dolor, deliciae dolor... —El canto se elevó, aún más fuerte,
resonando en el anfiteatro. ¿Qué significaban esas palabras? Greer me lo
dijo una vez, pero yo estaba demasiado aturdida para recordarlo.
Los colores, las imágenes y las voces se arremolinaban ante mí, girando y
retorciéndose hasta convertirse en una imagen descarnada. Alguien había
arrastrado un brasero a la arena, y algo estaba entre las llamas. Una especie
de herramienta.
Parpadeé con fuerza, intentando que mi mente dejara de divagar mientras
trataba de averiguar qué era. Era tan difícil pensar con claridad ahora
mismo. Prácticamente estaba alucinando.
La realidad me golpeó por fin cuando un hombre sacó con cuidado la
herramienta de entre las llamas. Era un hierro de marcar. El extremo
brillaba con un rojo anaranjado y se me apretó el vientre al verlo. Quería
levantarme y correr, gritar, desaparecer en el bosque, pero mis miembros
eran como gelatina. No podía moverme ni un centímetro.
Alguien me sujetó los brazos mientras un par de manos invisibles me
obligaban a inclinarme hacia delante y hacia abajo, exponiendo mi espalda
al cielo. Cerré los ojos y gemí mientras el hombre del hierro se movía detrás
de mí.
—Por favor... —murmuré. De alguna manera sonó como un galimatías.
Un segundo después sentía un calor abrasador en la piel que me cortaba
la respiración. Sin embargo, las drogas debieron de ayudarme, porque no
fue ni de lejos tan malo como me lo había imaginado. Dolía, pero era
tolerable. Cuando terminó, el hombre se acercó al brasero para volver a
calentar la plancha para la siguiente chica.
Un momento después, sentí que alguien me ponía un apósito quirúrgico
adhesivo en la parte baja de la espalda. Mis ojos se desviaron hacia la
siguiente chica. Acababan de marcarla y pude ver el pequeño símbolo en la
parte baja de su espalda: una corona atravesada por una daga.
Propiedad oficial de La Corona y La Daga. Oí las palabras de Tobías
resonando en mi cabeza. Al mismo tiempo, los hombres que nos observaban
seguían coreando las palabras “deliciae dolor”.
Las delicias del dolor. Eso es lo que Greer me dijo que significaba...
Un tiempo indeterminado después, sentí un par de brazos fuertes que me
arrastraban hasta ponerme en pie.
—¿Puedes andar? —dijo una voz familiar.
De repente solté una risita. Las drogas me estaban afectando mucho.
—Eres tú. Los dos vamos a Roden.
Elias suspiró impaciente.
—Sí. Responde a la pregunta.
—Creo que puedo andar —murmuré, parpadeando rápidamente. Todo
parecía nadar delante de mí. Volví a parpadear. Por fin vi su rostro
pecaminosamente apuesto—. Me siento borracha. O drogada. No sabría
decirlo.
—Lo sé. Nos lo agradecerás cuando te despiertes mañana.
Me quedé mirándole perezosamente, con la cabeza ladeada.
—¿Qué quieres decir?
Me sostuvo firmemente con un brazo y extendió el otro, dejando caer la
manga de su túnica rojo oscuro. La misma marca que acababa de quemarse
en mi espalda se había marcado en su muñeca derecha. Parecía una vieja
herida, una zona rosa pálido de carne ligeramente levantada.
—Lo hacen durante la Tap Week, cuando nos reclutan por primera vez, y
no nos ofrecen ninguna droga para aliviar el dolor. De todas formas, no es
que me apetezca —dice con una sonrisa de superioridad, como si rechazar
los analgésicos le convirtiera en una especie de dios alfa—. Es una de las
pruebas finales antes de pasar oficialmente al primer nivel, para demostrar
nuestra dedicación. Nos dan un Rolex para cubrirla, para que la gente no
note la cicatriz.
—Huh. Así que no todo es sexo y fiesta en el primer nivel. Eso es lo que
pensé cuando lo vi por primera vez —dije, con la voz entrecortada y poco
familiar. ¿Estaba yo aquí? ¿Era sólo un sueño?
—Oh, es cierto. Te colaste en la fiesta de la Tumba. Casi lo había olvidado
—dijo Elias con voz desagradable. Empezó a arrastrarme a su lado, por el
sendero que atravesaba el bosque.
Asentí soñadoramente.
—Me viste allí...
—Lo hice.
—Bueno, te vi en otra fiesta de sexo raro —dije, mi mente vagando de
vuelta a diciembre pasado—. Entonces no sabía lo que era, pero supongo
que ahora lo entiendo.
—¿De qué coño estás hablando? —dijo Elias—. ¿Qué entiendes qué?
Antes de que pudiera responder, tropecé con la raíz de un árbol y grité.
Dejó escapar un suspiro de rabia y me levantó con la misma facilidad que a
un bebé.
Mientras estaba colocada con la droga que sea que hayan puesto en el
zumo de granada, podía fingir que era mi novio, como hice antes. Imaginar
que estábamos en un baile en el que me emborraché demasiado con el
ponche y que ahora él me llevaba caballerosamente a casa.
Ya no estábamos lejos del edificio principal. La Escuela de Acabado, como
había aprendido que se llamaba. Era una enorme mansión georgiana de tres
pisos, situada en lo alto de una colina. Eso significaba que mi celda estaba
bajo tierra, ya que antes había visto cuatro niveles en el ascensor.
Todas las luces estaban encendidas dentro de la mansión, haciéndola
brillar como un faro cálido y amistoso en la oscuridad. Sin embargo, yo sabía
que no era así. El lugar era negro y siniestro como un nido de serpientes.
—¿De qué estabas hablando antes? ¿Algo sobre una fiesta sexual? —
preguntó Elías con voz rígida. Nos acercábamos rápidamente a la mansión,
sus pies volaban sobre el terreno accidentado a grandes zancadas. Era
evidente que conocía la zona.
Parpadeé varias veces.
—Oh. Eso... —Hacía tiempo que no pensaba en ello, aunque en su
momento me había despertado mucha curiosidad.
Fui a una fiesta en la mansión de Willa en Greenwich hace casi un año y,
tras equivocarme de camino en el piso de arriba, me encontré con un
espectáculo muy extraño: una habitación iluminada por el fuego y llena de
un grupo de hombres con túnicas y máscaras.
Había una mujer en topless de rodillas con las manos atadas a la espalda,
chupándosela a uno de los tipos. Otras dos mujeres completamente
desnudas estaban en la cama, atadas y con los ojos vendados mientras dos
hombres se las follaban duro y rápido. El resto de los hombres de la
habitación se limitaban a mirar. Uno de ellos era Elias. Estaba
enmascarado, pero aun así lo reconocí, porque lo había visto antes abajo,
mirándome fijamente.
Además de todas las cosas orgiásticas que ocurrían en la habitación, había
símbolos extraños pintados de rojo por todas partes y sonaba una especie
de música ritual. En aquel momento, todo aquello me asustó, pero ahora me
doy cuenta de que probablemente no era más que otro de los tradicionales
rituales de abusos de La Corona y La Daga contra las mujeres. Por mucho
que las chicas parecieran interesadas, podrían haber estado drogadas.
Se lo conté a Elias y se rio.
—Lo recuerdo —dijo—. Te vi entrar, ¿recuerdas? Aunque no es lo que
piensas.
—¿Qué era, entonces? —pregunté.
—Es algo que a veces hacen los miembros más jóvenes.
—¿Por qué?
—Las chicas ven nuestros anillos y oyen todos los rumores tontos sobre
la sociedad, así que saben el tipo de poder e influencia que tenemos. Eso las
excita. Quieren que las follemos. Pero no sólo nosotros. Quieren la
experiencia completa. Así que se la damos. La música, los estúpidos
símbolos inventados, las velas. Es todo lo que ellos creen que hacemos, y a
cambio de que les demos eso, nosotros follamos. Buen trato para todos. Pero
no tiene nada que ver con la sociedad real.
—¿Qué hay de la chica que vino y gritó que alguien se había llevado a su
hermana? Kylie Burns. Le dijiste que sabías dónde estaba.
Resopló.
—Sólo lo dije para callarla. Obviamente estaba borracha o loca. Nunca he
oído hablar de su hermana.
—Oh. —Me sorprendió lo hablador que estaba siendo después de toda la
malicia desenfrenada de antes—. ¿Por qué de repente estás siendo amable
conmigo?
—No estoy siendo amable. Es sólo que no me importa hablar contigo
cuando estás así, porque estás tan drogada que no puedes ser otra cosa que
honesta, y la honestidad es algo jodidamente raro en ti, ¿no?
La fuerza de su odio volvió a golpearme como un ladrillo y me hundí en
sus brazos.
—No sé qué he hecho para que me odies tanto —murmuré.
Se burló.
—¿De verdad? ¿Nunca has hecho nada que pueda disgustar a alguien?
¿No se te ocurre nada?
Ahora estábamos en la mansión. Me llevaba por un pasillo poco iluminado
hacia el ascensor.
—He hecho cosas malas antes —murmuré—. Cosas realmente malas. Pero
eso no significa que merezca... esto. Sea lo que sea esto. —La última palabra
salió más como “isto” debido a mi mala pronunciación.
Sus ojos se entrecerraron.
—¿Ah, sí? ¿Qué cosas malas has hecho, muñeca? —dijo con frialdad.
Como si ya lo supiera...
—No quiero hablar de ello —murmuré. La culpa me revolvía las tripas.
—Por supuesto que no. Pero algún día te haré hablar de ello, Tatum. —
Apretó el botón del ascensor para subir al nivel más bajo y volvió a dejarme
en el suelo.
Hacía frío bajo mis pies, pero apenas me di cuenta, demasiado distraída
por una oleada de ira hacia Elias. ¿Quién demonios se creía que era para
decir que me obligaría a hacer cosas? Estaba harta de su actitud, harta de
este horrible lugar.
—No puedes obligarme a hacer nada —dije en tono ácido mientras el
ascensor bajaba—. Sé lo que intentas hacer. Quieres que sea como una
esclava sexual de MK-Ultra, con todo tu control mental y tus drogas. Pero
no caeré en la trampa. No lo haré.
Volvió a reírse.
—¿MK-Ultra? Vaya. Te gustan mucho tus teorías conspirativas, ¿verdad?
—Eso es exactamente lo que estás haciendo. Tratando de programar
esclavas sexuales descerebradas.
De repente, Elias me empujó contra la pared con las manos por encima
de los hombros. Su aliento me llegaba caliente a la oreja y me producía un
cosquilleo indeseado.
—¿Sin mente? ¿Eso crees que quiero? —Otra risa cruel—. Pequeña puta
estúpida. No podrías estar más equivocada aunque lo intentaras. Te quiero
completamente lúcida y consciente de todo lo que te hago. Quiero que sepas
exactamente lo que está pasando cuando te obligue a arrodillarte y te ahogue
con mi polla. Quiero que sepas exactamente lo que hago cuando te follo y te
castigo. Lo último que quiero es que te quedes sin sentido.
La puerta del ascensor se abrió y me sacó a rastras, tirando de mí por el
pasillo iluminado artificialmente hacia mi celda. No me resistí. Por mucho
que odiara la pequeña habitación, la ansiaba, porque era lo más parecido a
un hogar que tenía ahora, por muy mal que sonara.
Elias pasó una tarjeta por la puerta y me empujó a la habitación.
—Buenas noches, putita.
—Te odio —fue todo lo que pude responder.
—Bien. Quiero que me odies tanto como yo te odio a ti. —Me sonrió, pero
no había alegría ni amabilidad en esa sonrisa. Era reptiliana, malvada.
Extrañamente sexy.
Odiaba lo caliente que estaba, me odiaba a mí misma por darme cuenta y
responder físicamente. Son las drogas, me dije. Estaban embotando todo
sentido de la razón y la racionalidad mientras corrían por mis venas.
Cualquier hormigueo, respuesta acalorada que tenía hacia este hombre era
inducida por eso. No era real.
¿Ah, sí?
Se dio la vuelta. Alargué la mano y le toqué tímidamente el hombro antes
de retroceder por si se daba la vuelta y me abofeteaba como a su padre
parecía gustarle tanto.
—Espera —dije en un susurro desgarrado, forzando mi retorcida atracción
hacia él a un lado—. Dime... ¿qué me va a pasar?
—Ya te lo he dicho —dijo, con el labio superior curvándose con desdén—.
Vas a ser castigada por las cosas que has hecho.
Me encogí de hombros.
—¿Por quién? ¿Sólo tú?
—Sí. Ahora eres mía. Me perteneces.
Tragué saliva y negué con la cabeza.
—No. Nunca serás mi dueño. Nadie lo será.
Sus ojos brillaban con malicia.
—Eso ya lo veremos —dijo, con voz suave y mortífera—. Pronto me
suplicarás obedecerme.
—No. Nunca puedes poseer de verdad algo que te odia —dije en voz baja.
Volvió a sonreír, como si yo acabara de contar un chiste divertidísimo.
—Como he dicho —empezó, con palabras llenas de fría finalidad—. Ya lo
veremos.
P
asó otra semana. Mi marca se estaba curando bien. Me
mantuvieron en mi celda la mayor parte del tiempo, con algunos
cambios. Me dejaban salir una hora al día para hacer ejercicio en
el gimnasio de la primera planta de la mansión. Después podía ducharme,
lavarme los dientes, cambiarme la gasa de la marca, ponerme ropa limpia y,
si lo deseaba, maquillarme.
No deseaba eso. Ignoré todos los polvos, perfumes y pociones. Si iba a
quedarme aquí con Elias como mi nuevo “amo”, fuera lo que fuera lo que eso
significara para esa gente, no quería estar guapa para él. Quería verme lo
menos atractiva posible. Tal vez así me dejaría en paz y dejaría de
amenazarme con meterme la polla en la garganta hasta asfixiarme.
Hasta ahora, toco madera, sólo había habido amenazas. Empezaba a
preguntarme si esto formaba parte de la tortura mental que tenía en mente
para doblegarme, como si llegara a estar tan hambrienta de contacto
humano y afecto que pudiera suplicarle que me desnudara y me follara.
Después de todo, la otra noche había hecho un comentario sobre que le
rogaría. Pronto. Así que, obviamente, pensó que realmente lo haría.
Le esperaba una desagradable sorpresa. Nunca haría eso. Jamás.
Mis pies golpean la cinta de correr del gimnasio. El sudor me empapaba
la frente. Ignoré la humedad y respiré hondo, disfrutando de la estimulación
y el ejercicio. No se trataba de ponerme en forma y sexy para Elias, por
supuesto, que era supuestamente el objetivo oficial de estas visitas al
gimnasio. Solía salir a correr todos los días, así que el hecho de que me
permitieran hacerlo me devolvía cierta normalidad a mi vida. Tanto como
era posible en este escenario.
Las otras chicas de la Escuela de Acabado podían entrenar en el gimnasio
al mismo tiempo que yo, pero no se nos permitía hablar entre nosotras.
Alrededor de la sala había guardias fornidos vestidos de negro para
asegurarse de que cumplíamos esta norma. Sin embargo, no siempre podían
oír los susurros y murmullos entre las chicas en las máquinas adyacentes.
Por eso, de vez en cuando me enteraba de algunas cosas sobre las otras
chicas.
Éramos veinte, y parecía que a la mayoría nos habían cogido en varias
fases de varios lugares. La mayoría de nosotros no se consideraban
desaparecidos, según lo que nos habían dicho al llegar.
La Corona y La Daga se había asegurado de ello.
Una chica llevaba ya seis semanas aquí (la sociedad había extendido por
su ciudad natal el rumor de que estaba liada con un traficante de drogas,
así que nadie se sorprendió tanto cuando desapareció) y la última en llegar,
hace apenas una semana y media, era una rubia bronceada venida desde
Kansas. Como era tan nueva, se pasaba la mayor parte del tiempo llorando
histéricamente.
No lloré más. No tenía sentido.
Usando mi visión periférica, vi a una chica menuda con el cabello negro
subirse a la cinta de correr a mi lado y ponerla en marcha. Era Pri, la otra
chica Roden. Había estado al otro lado del gimnasio haciendo algunos
ejercicios de peso libre hasta ahora, y su piel marrón caramelo brillaba con
un tinte dorado sudoroso a la luz de la mañana que entraba por la ventana.
—Hola —murmuré—. Pri, ¿verdad?
—Sí —susurró ella, comenzando a trotar a paso firme—. Creo que te
conozco.
—Soy Tatum. Estuvimos en la misma universidad.
—Debo haberte visto en algún lugar allí —susurró—. ¿Vivías en Bamford?
—Sí.
—Eso es. Mi mejor amiga estaba en la misma residencia que tú. Debí verte
por allí.
Asentí y me enjugué la frente, manteniendo la vista al frente. Si los
guardias nos veían mirarnos, podrían sospechar, y el otro día había visto
cómo le ponían un ojo morado a una chica por atreverse a decirle “buenos
días” a otra al entrar.
—Entonces, ¿cómo terminaste aquí? —Pri preguntó.
—Todavía no estoy segura. Dicen que mis padres me vendieron aquí, pero
no sé si dicen la verdad —murmuré.
—Yo también. Por lo visto he vuelto a Nueva Zelanda, por si alguien de
Roden pregunta. Y si alguien de Nueva Zelanda se pregunta dónde estoy,
mis padres les dirán que sigo en Estados Unidos. —Suspiró abatida.
—Estoy recorriendo Europa como mochilera —dije con una sonrisa
irónica.
—Qué suerte tienes. —Dejó escapar un suspiro corto y furioso—. ¿A veces
finges que realmente lo eres?
Asentí brevemente.
—Sí. Tengo que imaginarme todo tipo de cosas para pasar el tiempo aquí.
—Lo mismo. —Hubo una breve pausa. Luego bajó aún más la voz—.
¿Sabes lo que van a hacer con nosotros?
Dudé. No estaba del todo segura, pero había hecho algunas conjeturas.
Este lugar era obviamente un campo de entrenamiento para esclavas
sexuales, pero no tenía ni idea de adónde nos enviarían después ni de
cuándo empezaría el entrenamiento oficial.
Se lo dije a Pri en un susurro bajo y entrecortado. Sus ojos apenados se
posaron en la cinta transportadora negra bajo sus pies.
—Eso me imaginaba —dijo en voz baja.
—¿A quién te han asignado? —pregunté.
Frunció las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Me dijeron que Elias King es mi “amo”. Aparentemente he sido vendida
a él específicamente.
Su rostro seguía marcado por la confusión.
—No me dijeron nada de eso. Supongo que eso significa que podrían
entregarme a cualquiera una vez que terminen de entrenarnos. Sea lo que
sea que eso signifique.
Me preguntaba por qué a mí ya me habían asignado a un hombre cuando
a ella no. De hecho, tampoco había oído a ninguna de las otras chicas hablar
de que les hubieran asignado a alguien en particular. ¿Por qué yo era
diferente?
Nos sumimos en un lúgubre silencio. Cuando mi cabello húmedo se
extendió como una segunda piel sobre mis mejillas y me sentí como si me
hubiera sorprendido una tormenta repentina, apagué la cinta de correr y me
alejé de ella, susurrando un breve “hasta luego” a Pri.
Le dije a uno de los guardias que ya había terminado, y él asintió y me
condujo al baño común. Antes de entrar en una de las duchas, me miré en
el espejo y me quedé boquiabierta al verme sudado. La joven que tenía
delante no me resultaba familiar. Por mucho que había intentado mantener
la cabeza erguida y la determinación intacta, parecía una extraña con el
aspecto magullado de una víctima. Mi piel estaba pálida, mis ojos tenían
ojeras y una expresión de derrota, y mis hombros parecían
permanentemente encorvados en señal de aceptación de mi destino.
No. No podía aceptarlo. No podía dejar que siguieran destrozándome
mentalmente, obligándome a creer que pertenecía a este lugar. Yo no
pertenecía. Nadie pertenecía.
Le di la espalda a la extraña mujer del espejo y me metí en la ducha.

ELIAS VINO a mi celda más tarde ese mismo día. Llevaba una bolsa negra
en una mano y una herramienta larga en la otra. La reconocí
inmediatamente. Una picana.
Tragué saliva y me senté en la cama.
—¿Qué haces aquí?
Se acercó a mí, acercó la picana a mi abdomen y pulsó un botón. Un
doloroso zumbido me sacudió y mi cuerpo retrocedió tanto que casi me caigo
de la cama.
—A partir de ahora, no hables a menos que te hablen. ¿Entendido? —dijo
Elias, con una sonrisa cruel en la cara—. Y cuando lo hagas, te dirigirás a
mí como Amo. Habrá otras reglas, pero las repasaremos más tarde.
—No puedes hablar en serio.
Me dio otra descarga y chillé. Blandió la picana amenazadoramente en el
aire.
—¿Quieres más? —me preguntó. En sus ojos brillaban la diversión y la
malicia. Disfrutaba haciéndome daño—. ¿O prefieres que te saque, te
cuelgue y te azote?
Tragué saliva y negué con la cabeza, reprimiendo las palabras de protesta.
No era el peor dolor del mundo. Ser azotada sería mucho peor. Sabía cuándo
elegir mis batallas, y éste no era el momento. Sólo conseguiría hacerme
mucho daño.
—Así que —continuó, dejando la picana y abriendo la bolsa. Casi esperaba
que sacara algún tipo de aparato de tortura medieval, pero en lugar de eso
sacó un cuaderno y un bolígrafo y los tiró sobre la cama—. Esto es para ti.
Sé que estudiaste periodismo. Te encanta escribir.
—¿Me dejas escribir algo? —pregunté, con el corazón acelerado. Sería un
lujo increíble. Podría pasar las largas y aburridas horas en esta celda
anotando todo tipo de cosas: mis pensamientos, sentimientos, incluso
mundos ficticios que creaba en mi imaginación sólo para divertirme.
Elias cogió la picana y volvió a acercarla hacia mí. Me eché hacia atrás.
—¿Qué acabo de decirte? —dijo, con los ojos fríamente entrecerrados.
—Um. Quiero decir, ¿me dejas escribir algo... Amo? —Dije, el veneno
prácticamente goteando de mi lengua al pronunciar la última palabra. De
ninguna manera lo aceptaría como mi amo, pero si eso significaba que no
me darían una descarga con la picana o me azotarían hasta casi matarme,
lo diría sólo para protegerme.
—Más o menos —contestó Elias, y sus ojos volvieron a parpadear
divertidos—. Anoche te llamé “muñeca” y después me di cuenta de lo mucho
que me gustaba. Así que lo he decidido. Ése es tu nuevo nombre. Muñeca.
Porque no eres más que una puta muñeca. Un juguete para mí. Y ahora,
quiero que escribas líneas a tal efecto.
Me quedé boquiabierta. ¿Mi nuevo nombre? ¿De verdad creía que podía
despojarme de mi identidad y de mi dignidad?
—Veo en tu cara que no estás contenta con tu nuevo nombre, Muñeca —
dijo Elías—. Pero tienes que darte cuenta: las cosas han cambiado para ti,
permanentemente. Es lo que has aceptado. Si te niegas a aceptarlo y me
desagradas continuamente, puedo hacer muchas cosas para castigar ese
comportamiento. Puedo hacerte daño, puedo quitarte la comida, y puedo
impedirte dormir. Incluso puedo venderte a un amo mucho peor. No quieres
eso, ¿verdad?
Sacudí la cabeza y se me saltaron las lágrimas. Me había prometido a mí
misma que no lloraría, y esta misma mañana había estado reflexionando
sobre la absoluta inutilidad de mostrar emociones en este lugar. Pero ante
la posibilidad de que me vendieran a alguien aún peor, no pude evitarlo.
Elias señaló el cuaderno y el bolígrafo.
—Quiero que escribas esto quinientas veces. Me llamo Muñeca. Pertenezco
a Elias King. ¿Entendido?
—¿Quinientas veces? —dije, con los ojos desorbitados. Sabía que me había
olvidado de llamarle “Amo”, pero al principio estaba demasiado sorprendida
para darme cuenta. Ya era bastante malo que quisiera que escribiera líneas
como una colegiala maleducada de los años cincuenta, ¿pero quinientas
veces? Se me caería la mano—. Amo —añadí finalmente en un murmullo
renuente.
—Sí. Después de hacerlo, puede que estés más dispuesta a aceptar tu
nuevo lugar en la vida. Comienza.
Gilipollas.
Me temblaban las manos al coger el cuaderno y el bolígrafo. Esto me
llevaría horas. Si tardaba unos treinta segundos en escribir las dos frases
cortas, sólo serían ciento veinte por hora. Escribir quinientas me llevaría
más de cuatro horas, y eso sin contar las pausas que tuviera que hacer para
descansar la mano.
—No soy completamente sádico —dijo Elias—. Si terminas sin problemas,
serás recompensada.
—¿Cómo? —pregunté, mirando hacia arriba.
Dejó pasar el hecho de que, una vez más, me había olvidado de llamarle
Amo. O tal vez me castigaría por ello más tarde. Eso parecía mucho más
probable.
—Ya lo verás. Volveré en unas horas.
Salió de la habitación. Dejé escapar un suspiro de alivio. Al menos no lo
tendría respirándome en la nuca mientras me enfrentaba a la ardua tarea
que tenía por delante.
Me mantuve lo más distante posible mientras escribía las horribles frases.
Me llamo Muñeca. Pertenezco a Elias King.
Después de la primera hora, mi mano empezó a acalambrarse, pero seguí
adelante, decidida a terminar antes de que las palabras se grabaran en mi
mente. Cuanto más lo hicieran, y cuanto más degradada y humillada me
sintiera, más probable era que empezara a creer que las palabras eran
ciertas.
Ya había visto películas sobre el síndrome de Estocolmo y sabía que
afectaba a la gente aunque se esforzara al máximo por evitarlo. Era una
técnica de supervivencia, un mecanismo de supervivencia. Si me ocurría a
mí, no había mucho que pudiera hacer para evitarlo. Esperaba que escribir
estas líneas no fuera para mí el primer paso en esa dirección.
Con cada línea que escribía:
—“Me llamo Muñeca” —pensaba—. Me llamo Tatum Marris —y con cada
línea que decía—. Pertenezco a Elias King. —Sólo pensaba—. “me pertenezco
a mí misma”. —Me ayudó a recordar que la tortura mental que me aturdía
era sólo eso: mental. No era real. No era tangible. Todo estaba en mi cabeza,
que Elias no podía ver. Sólo podía suponer el daño que estaba causando a
mi estado emocional. Así que mientras eligiera creer que seguía siendo mi
propia persona, él nunca podría quitármelo. Podía dejarle pensar que lo
había hecho, dejarle pensar que había ganado, pero en el fondo de mi mente,
nunca sería suya.
Volvió hacia la hora de cenar con otra bolsa y una bandeja de comida.
Esta vez no era la bazofia insípida ni la ensalada normal que solían darme.
Era un plato de risotto de pato y setas con aceite de trufa que olía
divinamente. Siempre me había gustado el risotto, y me pregunté si Elias lo
sabía o si esta comida era sólo una coincidencia.
—Como prometí, tu recompensa. Una cena de verdad —dijo, colocando la
bandeja en el extremo de mi cama—. ¿Vas a darme las gracias, Muñeca?
—Gracias, Amo —murmuré. Vete a la mierda, amo.
Cogió mi cuaderno y empezó a hojearlo. Mientras él lo hacía, yo devoraba
el risotto a bocados lo más rápido posible, como si fuera a desaparecer si me
detenía un solo segundo.
—¿Qué es esto? —Elias frunció el ceño y me tiró el cuaderno. Un segundo
después me quitó la bandeja de un tirón.
Me quedé mirando la comida con nostalgia. No había llegado ni a la mitad.
Entonces mis ojos se posaron en la página del cuaderno a la que Elias había
dirigido mi atención.
Me dio un vuelco el corazón. En algún momento, mi cerebro debió de
confundirse entre las líneas que me habían asignado y los pensamientos
contradictorios. Había escrito:
—Me llamo Tatum Marris. Sólo me pertenezco a mí misma —varias veces.
Miré a Elias con los ojos muy abiertos y las manos temblorosas.
—No era mi intención —dije frenéticamente, aterrorizada de que me atara
y me azotara como había prometido antes—. Por favor, amo.
Esperaba que el uso de su título preferido lo aplacara, pero me fulminó
con la mirada y se inclinó hacia mí, clavándome las fuertes yemas de los
dedos en los hombros mientras su cara se cernía a escasos centímetros de
la mía.
—Supongo que tendremos que intentarlo de otra manera, Muñeca. Tenía
el presentimiento de que esto pasaría.
Metió la mano en la nueva bolsa y sacó algo que parecía ropa interior
femenina.
—Desnúdate y ponte esto —ordenó.
Me levanté e hice lo que me dijo, la vergüenza se apoderó de mis mejillas
en un rubor ardiente mientras me quitaba la ropa y me ponía las bragas
negras. No quería que me viera así, pero deseaba desesperadamente evitar
el castigo.
Sus ojos brillaban de excitación mientras recorrían mi cuerpo, posándose
en mis pechos. Mis pezones estaban duros.
—Buena chica. Es una pena que algo tan hermoso pueda ser tan feo bajo
la superficie —murmuró. Luego sacó otra cosa de la bolsa y pulsó un botón.
Un gemido ahogado se apoderó de mí cuando la ropa interior empezó a
vibrar. En cuestión de segundos, estaba demasiado excitada para funcionar,
mi clítoris palpitaba y mi núcleo latía.
Elias lo apagó.
—Sienta bien, ¿verdad?
En contra de mi buen juicio, asentí.
Sonrió satisfecho.
—Lee las palabras que has escrito ahí —dijo señalando una línea del
cuaderno. Volvía a tener en la mano la picana de antes y el mando a
distancia de las bragas.
—Mi nombre es Tatum Marris. Sólo me pertenezco a mí misma. —Grité y
caí contra la cama cuando me dio con la picana. Debió de subir el voltaje,
porque me dolió mucho más que las otras. Lo sentí en cada centímetro de
mi cuerpo, cada músculo dolorido y acalambrado.
—Ahora lee esta línea.
—Me llamo Muñeca. Pertenezco a Elias King... oh... —Dejé escapar otro
gemido ahogado cuando volvió a ponerme las bragas vibradoras, deseando
no ser tan flexible físicamente. No quería que supiera lo mucho que me
excitaba, lo increíble que me sentía, pero era imposible guardármelo.
—¿Ves lo bien que sienta decir esas palabras? —Dijo Elias—. ¿Quieres que
lo mantenga encendido?
Asentí con la cabeza. Por mucho que odiara que lo viera, era lo primero
que me había hecho sentir bien desde mi llegada aquí. Quería aferrarme a
ello todo lo que pudiera, sentir todo el placer que pudiera sacarle.
—Sí, amo.
—Te las dejaré puestas si sigues repitiendo esas palabras. —Sus labios
perfectos se curvaron en una sonrisa pecaminosa.
—Me llamo Muñeca —empecé, con las piernas temblorosas y temblorosas.
Caí de rodillas y gemí—. Pertenezco a Elias King.
Lo repetí una y otra vez y, como había prometido, Elias siguió con las
vibraciones. Se acercó más y enganchó un dedo en el borde de mis bragas
antes de bajarlas unos centímetros, lo suficiente para que su pulgar se
deslizara y tocara mi clítoris hinchado. Mi excitación era dolorosamente
obvia, empapándole rápidamente, y él tarareó apreciativamente mientras me
frotaba el clítoris en lentos círculos.
—Eres una chica muy buena cuando estás así —murmuró—. Tan mojada.
Tan hermosa.
Siempre había actuado como si me despreciara, pero su voz le delataba,
mostraba lo excitado que estaba. Oscura, baja y grave.
De repente, se inclinó y me besó. Mi cuerpo se puso rígido contra él y un
rayo de electricidad me recorrió las venas. Mientras buscaba la forma de
entrar en mi boca, respiré hondo por la nariz y me encontré envuelta en su
aroma. Rico, especiado, limpio, tan masculino.
Su lengua bañó mis labios de calor mientras él se inclinaba,
profundizando el beso, y finalmente abrí la boca del todo, dejando que su
lengua se deslizara dentro para conquistar la mía. Con su mano en mis
bragas y su otro brazo sujetándome contra él, no tenía forma de escapar de
su abrazo. Por un momento, ni siquiera quise hacerlo. Me invadió una
oleada de emociones primitivas, una excitación que me asustó más que
cualquiera de sus anteriores amenazas de dolor físico.
Se echó hacia atrás, con la mirada lujuriosa clavada en mi cara, mientras
su pulgar seguía rodeando mi clítoris. La oleada de excitación se convirtió
en una tormenta oscura y agitada que amenazaba con desbordarme.
—Creo que voy a... —Vacilé, necesitando respirar hondo. Nunca había
tenido un orgasmo, pero me sentía empujada hacia el borde de algo, y sabía
que estaba cerca.
—¿Correrte? —dijo Elias, con una voz grave y divertida.
Asentí con ansiedad.
—¿Quién lo hace posible?
—Tú.
—¿Quién soy yo?
—Mi... mi Amo —jadeé. No lo digo en serio, no lo digo en serio, me
recordaba a mí misma, pero las palabras se estaban convirtiendo en una
neblina lejana en el fondo de mi mente mientras el clímax inminente
amenazaba con engullirme.
—No es justo que te lleves todo el placer —murmuró contra mi oído,
apartando las manos de mí. Las bragas dejaron de vibrar.
Solté un gemido de protesta y Elias se rio.
—Paciencia —dijo. Se desabrochó los pantalones y sacó su polla dura.
Tragué saliva al verla por primera vez—. Voy a follarte la boca, y no te vas a
correr hasta que lo haga.
Temblando desesperadamente, me arrodillé y miré su dura polla. Elias
mantenía el mando de las bragas en una mano y utilizaba la otra para
agarrarme la cabeza, enredando los dedos en mi cabello para hacerme una
coleta improvisada mientras tiraba de mí hacia delante y presionaba la
punta de su polla contra mis labios.
Mis ojos volvieron a humedecerse por las lágrimas, pero no le detuve.
Tenía un sabor ligeramente salado, y le dejé entrar más profundamente,
deslizando toda la corona de su polla dentro de mi boca.
—Eso es —gruñó—. Sigue cogiéndola. Lámela y chúpala.
Se deslizó más adentro y yo gemí y empecé a chuparlo, pasando la lengua
por la raja antes de lamer la parte inferior venosa. Sus caderas se
introdujeron más en mi boca y, por mucho que lo odiara, tuve que admitir
que me gustaba oír sus profundos gruñidos y gemidos de placer.
Me golpeó en la garganta y se me nubló la vista mientras se me saltaban
las lágrimas. Sentía que me ahogaba, pero a Elias no parecía importarle.
Siguió empujándome, tirándome del cabello con más fuerza, llenándome la
boca y la garganta con su palpitante longitud. Me obligué a mirarle, no
quería perderme la expresión de su cara cuando por fin conseguí que se
corriera.
Me miraba con ojos oscuros y belicosos, como si aquello le resultara difícil
o doloroso.
—Eso es, putita —gruñó—. Tienes un jodido talento natural. Sabía que lo
serías.
Volvió a encender el mando. Gemí contra su polla mientras mi clítoris
empezaba a palpitar de nuevo. La celda se llenó con los sonidos de mi boca
húmeda sobre su gruesa polla y las vibraciones de las bragas, junto con mis
gemidos lastimeros y sus roncos gemidos. Empecé a respirar aún más hondo
al sentir que me acercaba de nuevo al borde del clímax. Elias se dio cuenta
y empezó a mover las caderas más deprisa, apretándome más el cabello.
Entonces aminoró la marcha y soltó un gemido profundo que estalló en mi
boca, caliente, salado y ligeramente amargo.
Tragué hasta la última gota. Al mismo tiempo, sentí una inmensa presión
en lo más profundo de mi ser, y luego estalló en oleadas ardientes de placer
increíble mezclado con miedo tembloroso. Elias me sacó la polla de la boca
y yo grité, con las olas aun desgarrándome. Los sonidos desesperados que
salían de mi boca parecían divertirle. Me sonrió mientras me desplomaba en
el frío suelo, con las piernas temblorosas.
El placer empezó a desvanecerse, sustituido casi de inmediato por un
punzante arrepentimiento. Por mucho que hablara de mantenerme fuerte y
negarme a rendirme, en pocas horas me había derrumbado y le había dado
a Elias todo lo que quería. Era débil. Patética.
La atracción magnética entre nosotros tampoco ayudaba. Aunque no
quería admitir que existía, siempre estaba ahí. Poderosa, seductora. Tóxica.
Le odiaba, y me odiaba a mí misma por responderle y caer tan bajo. Me
sentía sucia, utilizada, avergonzada. Tendría que haber aceptado la picana
o los latigazos... me habrían escaldado, pero al menos habría mantenido mi
dignidad negándome a “admitir” que Elias era mi dueño.
—Nunca te perdonaré —susurré, más para mí que para él.
Elias me escuchó.
—Probablemente no debería ser perdonado. Siempre lo he sabido. Pero
tú... tú tampoco deberías. En ese aspecto, somos exactamente iguales,
Muñeca —murmuró.
Me pregunté qué había hecho para pensar que no merecía el perdón. ¿Fue
sólo mi secuestro? ¿O había algo más?
¿Por qué me importa?
Me deshice en sollozos, cada uno de ellos arrancado de mí en dolorosas
contracciones mientras mi pecho temblaba. Elias no se fue. Se limitó a
observarme con una mirada burlona.
—¿Qué te pasa? —preguntó por fin—. Dímelo, Muñeca.
Volví a mirarle.
—No sé por qué estás haciendo esto. Cómo he acabado aquí. O qué va a
pasar ahora. Tengo miedo —susurré con el labio inferior tembloroso. Resoplé
y respiré hondo, temblorosa.
Elias se agachó a mi lado.
—Sabías en lo que te metías cuando te apuntaste a esto. Sabías que te
enviarían aquí a entrenar y luego a la Logia. ¿Por qué finges lo contrario?
Le miré sin comprender. No sabía nada de eso. ¿Qué era la Logia? ¿Me
entregarían allí a otros hombres?
Ese pensamiento fue como un cuchillo al rojo vivo retorciéndose en mis
entrañas. Por mucho que me odiara a mí misma por pensarlo, no quería ser
poseída ni castigada por nadie que no fuera Elias. Mejor el diablo conocido.
Hasta ahora, no me había hecho demasiado daño, pero Dios sabe lo que otro
hombre podría hacerme...
—No lo entiendo —dije negando con la cabeza—. Yo no me apunté a nada.
Se echó a reír.
—Sí que lo sabías. Sabes de lo que hablo. De acuerdo, no sabías que yo
sería tu nuevo amo, pero aun así sabías en qué te metías en general cuando
te vendiste a la sociedad.
Sacudí la cabeza con vehemencia.
—¡No! ¡No lo hice! Te lo estoy diciendo, ¡nunca me apunté a nada de esto!
Ignoró el hecho de que no le estaba llamando Amo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó bruscamente.
—Quiero decir que yo no lo hice. Mis padres me vendieron aquí. Al menos
eso me dijeron.
Sus ojos se abrieron ligeramente. El movimiento fue apenas perceptible,
pero lo vi.
—¿Tus padres?
—Sí. Tu padre me lo contó. Incluso me enseñó los contratos que firmaron.
Yo no pertenezco a este lugar —dije en un susurro entrecortado, con las
lágrimas resbalando de nuevo por mis mejillas—. Nunca me vendería.
Jamás.
Entrecerró los ojos.
—¿Estás mintiendo? ¿Es algún tipo de juego?
Sacudí la cabeza y abrí los ojos.
—¡No, te lo juro! —Sentí como si me ahogara con todas mis emociones—.
Por favor, esto no es una especie de actuación. Lo digo en serio. No tengo ni
idea de lo que está pasando aquí, y no pedí nada de esto.
Elias me miraba fijamente, con expresión dura y sombría. Finalmente,
recogió la bolsa que había traído antes.
—Tengo que irme —dijo.
Metió el mando y la picana en la bolsa, pero se dejó el cuaderno y el
bolígrafo, junto con el risotto. Una pequeña misericordia.
Se dirigió a la puerta sin decir nada más y desapareció.
T
ras el breve vuelo de vuelta a casa, conduje hasta la sede de la
empresa de mi padre en Fairfield y pasé por delante de la frenética
asistente rubia apostada frente a su despacho. Entré sin llamar,
con las cejas fruncidas en una mezcla de enfado y perplejidad.
La habitación estaba acondicionada como un estudio a la antigua usanza:
escritorio antiguo con pequeñas fotos enmarcadas, cuadros adornando las
paredes, estanterías apiladas y una mullida alfombra junto a una chimenea
crepitante a un lado. Sólo la silla ejecutiva y el ordenador dejaban claro que
se trataba de un despacho.
Mi padre estaba sentado en su escritorio, sorbiendo una botella de whisky
de dos mil dólares y mirando algo en el monitor de su ordenador.
—Tenemos que hablar —dije, a modo de anuncio.
—Recuérdame que despida a Brenda más tarde —murmuró, levantando
la vista de su pantalla—. ¿Qué pasa?
Me crucé de brazos.
—Estuve antes en la Escuela de Acabado con Tatum.
Parpadeó.
—¿Y?
—Empezó a llorar histéricamente y a decir que ella no firmó nada y que
no tiene ni idea de lo que está pasando. Dijo que sus padres la vendieron a
la sociedad y que tú le enseñaste los contratos para demostrarlo. ¿Hay algo
de cierto en eso? —le pregunté.
Antes de la llegada de Tatum, me había cabreado la idea de tener algún
tipo de consentimiento a regañadientes de la chica. Pero ahora, sabiendo
que existía la posibilidad de que realmente no tuviera su consentimiento, me
sentía diferente acerca de la situación. Algo me parecía mal, en lo más
profundo de mi ser. Incluso para alguien como yo.
La mirada traumatizada de su rostro, la expresión atormentada de sus
ojos, la cruda nota de dolor en su voz... pensé que me encantaría. Sabía que
me encantaría. Y sin embargo, cuando la tuve delante, acabé odiándola.
Quería que luchara, quería que me detestara, quería que luchara y
sintiera dolor. Pero no quería una chica rota delante de mí, llorando y
desmoronándose en todo momento. Por no hablar de los putos problemas
en los que se metería la sociedad si se descubriera que reteníamos a un
sujeto que no quería.
El trato estaba pensado así: las chicas vírgenes se vendían a nuestra
sociedad como esclavas sexuales serviles durante periodos de tiempo
variables, en función de sus preferencias personales y de cuánto dinero
quisieran. Durante ese tiempo, se convertirían en nuestra propiedad. No
podrían irse, no podrían discutir. Sus derechos ya no existirían, y serían
marcadas con nuestra marca y recibirían estrictas lecciones en la Escuela
de Acabado, que era esencialmente un centro de entrenamiento para todo
tipo de inclinaciones sexuales. Cuanto más salvajes, mejor.
Después, mientras estaban a nuestro servicio en la Logia -un lujoso patio
de recreo de alta categoría propiedad de La Corona y La Daga y diseñado
para ofrecer cualquier delicia carnal con la que un hombre pudiera soñar-,
sus familias recibían el pago por ellas. Como no queríamos que ninguna
organización de vigilancia se enterara de lo que hacíamos (ya que era
técnicamente ilegal), el dinero tenía que pagarse con mucho cuidado, a
menudo canalizado a través de empresas familiares durante meses para que
parecieran ingresos por ese concepto, o blanqueado de otras formas.
Algunas chicas firmaban contratos de dos años para ganar lo justo para
pagar la universidad, y otras hacían contratos de cinco años, desesperadas
por pagar toda la hipoteca de su familia u otras deudas de ese tipo.
Salió bien para todos. A cambio de darnos su virginidad y proporcionarnos
todos los servicios sexuales posibles que los hombres de segundo y tercer
nivel de La Corona y La Daga pudieran desear, desde vainilla suave hasta
oscuro como el pecado, recibían más dinero del que hubieran podido soñar
en el pasado. Era una relación simbiótica.
Cuando finalizaron sus contratos, pudieron marcharse tras firmar
importantes acuerdos de confidencialidad (que también tuvieron que firmar
sus familias, por razones obvias).
El contrato de Tatum era poco ortodoxo, ya que no tenía límite de tiempo.
Pertenecería a La Corona y La Daga hasta que el amo al que fuera asignada
se cansara de ella. Podría ser un año, podrían ser diez años. O más.
Sin embargo, había sido recompensada con creces por semejante
sacrificio. Ella y su familia tenían una casa gratis para vivir el resto de sus
vidas, todas sus deudas pagadas y varios cientos de miles de dólares
entregados por adelantado como dinero para gastos. Podría haber sido un
millón, o incluso más, pero al parecer Tatum no se había molestado en
negociar cuando hizo el proceso con mi padre.
Si es que lo hizo.
Después del incidente de esta noche, no podía estar seguro, y eso era,
como mínimo, preocupante. La prostitución ya era ilegal, así que si alguna
vez nos pillaban los federales, ya estaríamos metidos en un buen lío... pero
si encontraban con nosotros a una chica que decía ser una rehén maltratada
y sin querer, estaríamos jodidos sin remedio. Podíamos ser los más ricos de
este país, pero eso no significaba que pudiéramos secuestrar a una chica,
retenerla y hacerle daño sin ningún consentimiento. No, ella tenía que
entender y firmar ese maldito contrato, nos gustara o no.
Papá sonrió al ver mi expresión de enfado. Para él, eso era raro.
—Oh, Elias. No pensé que caerías en eso tan fácilmente.
Mi frente se arrugó de confusión.
—¿Eh?
No me contestó de inmediato. Se levantó y se dirigió a un archivador que
había al otro lado del despacho, tarareando mientras avanzaba. Rebuscó en
un cajón y volvió a su mesa con una carpeta fina.
—Los contratos originales están en mi despacho de la Logia, pero aquí
guardo copias —me dijo, entregándome la carpeta—. Adelante. Léelo.
Fruncí el ceño y abrí la carpeta, hojeando los papeles. Era un contrato,
firmado por Tatum en varios lugares.
—Mira la página tres —dijo papá—. Más o menos a la mitad de la página.
Hice lo que me dijo, y enseguida se me levantaron las cejas.
—¿Ves? —Papá continuó—. Puse esa cláusula. Como parte del trato -y a
cambio de cincuenta de los grandes extra para su familia-, al principio tiene
que fingir que no tiene ni idea de lo que está pasando e intentar luchar
contra su nuevo amo siempre que pueda. Sabía que no te hacía mucha
gracia la idea de contar con su consentimiento, dado que se entregó a
nuestro grupo, así que pensé que sería un bonito detalle. —Se rio entre
dientes—. Eres igual que yo. Te gusta cuando se pelean. ¿O me equivoco?
No se equivocaba. Asentí lentamente.
—Ya veo. Debería haberme dado cuenta.
—Realmente la creíste, ¿verdad? —dijo, aun riendo entre dientes.
Me puse rígido.
—Bueno, parecía genuina.
—Ella actuaba. Las mujeres son muy superiores a los hombres cuando se
trata de talento escénico. Especialmente Tatum. La hemos visto en acción
antes, ¿no? Pequeña perra mentirosa.
—Supongo que sí. —Finalmente tomé asiento, frente a él. Algo seguía
molestándome—. Lloraba y se derrumbaba por todas partes, pero no se
peleaba conmigo. No como dice esta cláusula.
—Tendré que hablar con ella sobre eso, entonces. Conoce el trato y tiene
que cumplirlo. Luchar, no acurrucarse y llorar un montón de lágrimas de
cocodrilo. —Hizo una pausa—. Yo diría que algunas de esas lágrimas
podrían ser reales, sin embargo. Cuando me acerqué a ella e hice el trato
con ella, no tenía ni idea de que te la darían a ti específicamente, y
probablemente no esté muy contenta con cómo han salido las cosas. Muchas
chicas son así al principio. No les gustan sus nuevos amos, así que se portan
mal. Es por eso por lo que se envían a la Escuela de Acabado en primer
lugar. Para que se hagan una idea de cómo será su nueva vida.
—Supongo.
Suspira.
—Muchas creen que las tratarán como princesas, y se sienten muy
defraudadas cuando llegan y experimentan algo mucho más cruel y aislante
de lo que imaginaban. Pero el trato en la Escuela es necesario para que
entren en la mentalidad esclava.
Gruñí.
—Bien.
—¿Por qué crees que hay tantos guardias allí? Tenemos que dar cuenta
de todas las chicas que cambian de opinión e intentan huir cuando ya es
demasiado tarde —dijo con un resoplido de fastidio—. Si Tatum está
disgustada por cómo la tratan o por a quién se la han entregado, es su
problema. Es culpa suya por hacer suposiciones. Estaba bien informada de
dónde se metía y debería saber que no debía esperar ningún trato especial.
Volví a mirar la firma de Tatum en el reverso del contrato. Estaba justo
ahí, unas delicadas letras con letra manuscrita.
—Parecía realmente asustada cuando la cogimos en la ceremonia —
murmuré. Una parte díscola de mí seguía sin estar convencida.
Mi padre soltó un suspiro exasperado.
—De nuevo, estaba actuando. Montamos todo ese espectáculo puramente
para tu beneficio, Elias. Sabía que no estarías contento si llegaba sola,
totalmente dispuesta. No, teníamos que hacerlo dramático, hacer que
pareciera que estaba aterrorizada y que no tenía ni idea de lo que estaba
pasando. Y funcionó, ¿no?
Asentí lentamente. Mi polla nunca había estado tan dura como cuando vi
a Tatum salir corriendo del escenario aquella noche, con el miedo marcando
esas bonitas facciones mientras intentaba escapar de los hombres que
cargaban contra ella.
—Sí. Me gustó.
—Bien. Cuando termine su entrenamiento, estará preparada para la Logia
y su comportamiento mejorará notablemente. —Papá frunció los labios por
un segundo—. Pero de todos modos iré a hablar con ella sobre su reciente
conducta.
Hice un gesto con la mano.
—No, no hagas eso. Hablaré con ella. Ahora es mía y tiene que saber que
no toleraré más mentiras histéricas. Puede pelear conmigo todo lo que
quiera, ser tan insubordinada como quiera... está bien. Como has dicho, en
cierto modo me gusta. Pero no me gustan las mentiras.
—Me parece justo. —Mi padre asintió—. Supongo que ya ha soltado
bastantes gilipolleces en el pasado, ¿no?
—No me digas.
Sentía la cara caliente por la humillación. No podía creer que me hubiera
dejado engañar por la maldita Tatum Marris. A pesar de lo que había hecho
en el pasado, seguí cayendo en sus negras mentiras. Todo por esos bonitos
ojos azules que me miraban, debilitándome, haciéndome sentir de repente
cosas que nunca antes había sentido. Compasión. Ternura. Piedad.
Mis manos se cerraron en puños a mi lado.
No dejaría que volviera a ocurrir.
A
brí los ojos de golpe. Había algo en mi celda que hacía un suave
ruido en el suelo. El sonido me había despertado.
No estaba segura de qué hora era. Después de que Elias se fuera
anoche, me dormí llorando, y esta mañana me desperté temprano para
encontrarme todavía sola. Cuando llegó la hora de ir al gimnasio y
ducharme, apenas me esforcé, aún mentalizado de la conversación de ayer
con mi supuesto amo. Luego volví a mi celda y me tumbé en la cama, todavía
esperando y preguntándome mientras me echaba la siesta.
¿Me creería? ¿Volvería para ayudarme? ¿Era posible que no supiera que
estaba aquí contra mi voluntad? Parecía sorprendido cuando se lo conté,
pero no había vuelto ni me había dirigido la palabra desde entonces.
Hasta ahora. Alguien estaba en la celda conmigo. Por favor que sea él,
recé. Por favor, sácame de aquí.
—¿Elias? —Dije, frotándome los ojos mientras esperaba a que
desapareciera el pesado cansancio de mis miembros. No obtuve respuesta.
Me incorporé y miré a mi alrededor. Con un sobresalto, me di cuenta de
que había otra chica aquí conmigo, sentada contra la pared del fondo con
los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia delante. Tenía el cabello oscuro
y liso y llevaba un vestido negro corto. Movía un pie, haciendo ese ruido de
rozaduras en el cemento.
Me quedé con la boca abierta y me llevé una mano al pecho al darme
cuenta de quién era.
Prácticamente salí volando de la cama para agacharme junto a ella.
—¡Mellie! —Dije, con los ojos muy abiertos y llorosos mientras la sacudía
para despertarla—. Dios mío, te han cogido a ti también... ¡Lo siento mucho!.
Abrió los ojos y bostezó.
—Oh, por fin estás despierta. No pude levantarte antes, así que estaba
esperando. Debo haberme quedado dormida.
Su voz sonaba con una calma sobrenatural. Obviamente estaba en estado
de shock.
—Esto es culpa mía —me apresuré a decir, con la voz temblorosa mientras
intentaba contener las lágrimas de remordimiento—. Yo te metí en esto.
Se levantó y estiró sus delgados miembros como un gato perezoso.
—En realidad no —dijo con despreocupación—. Estoy bien. Sólo estaba
echando la siesta.
Cuando estiró los brazos por encima de la cabeza, mis ojos se posaron en
un pequeño tatuaje de su muñeca. Mi cuerpo se puso rígido de inmediato.
Nunca se lo había visto antes; nunca la había visto con nada que no fuera
una camiseta de manga larga o una chaqueta.
—¿Qué es eso? —pregunté, aunque no hacía falta. Lo reconocí: una corona
atravesada por un puñal. Tenía el mismo símbolo grabado en la espalda.
Ella sonrió finamente.
—Ya sabes lo que es.
Sacudí la cabeza con salvaje confusión.
—No entiendo... ¿eres uno de ellos?
—¡Ding, ding, ding! —respondió—. Por fin lo has entendido. Bueno,
supongo que te lo han dado con cuchara, en realidad, pero da igual.
—No... —Me hundí lentamente en el suelo en estado de shock, tirando de
mis rodillas con fuerza hacia mi pecho—. ¿Cómo puedes ser uno de ellos?
¿Y por qué? —Dije, con la voz cargada de emoción.
Suspiró como si yo no fuera más que una niña pequeña petulante.
—Tenía el presentimiento de que reaccionarías mal.
—¿Qué esperabas? —dije, levantando la barbilla con indignación. La miré
a los ojos, pero mi amiga ya no estaba allí. No reconocí a la chica que tenía
delante. No reconocía ese brillo malévolo en sus ojos ni la torcida inclinación
de sus labios fruncidos.
Todos estos días me había preocupado por ella, pensando que podría
haberla metido en problemas con La Corona y La Daga por ayudarme a
colarme en una de sus ceremonias. Pensé que su padre y el resto de ellos le
habían tendido una trampa facilitándole el acceso a su ordenador en mi
nombre... pero todo el tiempo, ella había estado trabajando con ellos para
tenderme una trampa. Sólo a mí.
Y yo que pensaba que Tobias King era un gilipollas...
Mellie era mucho peor. Al menos Tobias nunca fingió ser mi amigo.
—Dios, deberías verte la cara. Es tan gracioso —dijo, sentándose con las
piernas cruzadas delante de mí.
Tragué con fuerza, ahogando las lágrimas.
—¿Cómo es posible? ¿Cómo puedes trabajar para la sociedad?
Me sonrió.
—Digamos que no eres la única a la que le gusta colarse en sitios que no
le corresponden.
Sacudí la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando era niña, me encantaba espiar a la gente. Una vez me colé en
un viejo montaplatos de nuestra casa de vacaciones y me pasé todo el día
acurrucada en la oscuridad, sólo para poder espiar a mi padre cuando él y
sus amigos entraban en la habitación para hablar. Acabé escuchando un
montón de cosas. Cosas de alto secreto de la Corona y la Daga. Él es uno de
los más altos miembros del consejo, después de todo. Sólo Tobias King está
por encima de él. De todos modos, lo guardé todo para mí durante años,
pero cuando tenía unos diecisiete años, fui y le conté a mi padre lo que había
oído aquel día. Le dije que lo sabía todo.
—¿Qué pasó entonces? —pregunté con recelo. Detestaba a Mellie con una
furia fría ahora que sabía cómo era en el fondo, pero seguía sintiendo
curiosidad por escuchar su historia. Lo necesitaba para entenderlo todo.
Me miró por encima del hombro, como si mirara al pasado.
—Se me quedó mirando, totalmente conmocionado y horrorizado. Podía
verlo en sus ojos; se preguntaba si tendría que matarme ahora que lo había
descubierto todo, incluso algunos de los secretos del tercer nivel. Yo era su
niña, la niña de papá, y ahora podría tener que hacer que me pegaran un
tiro en la cabeza o que me dieran una sobredosis de cocaína
“accidentalmente”. Pero le dije que no tenía que hacerlo. No diría ni una
palabra a nadie. Me lo guardaría para mí, como había hecho durante los
últimos años, si me prometía que me dejaría participar. Si todos lo hacían.
Yo quería ser uno de ellos. Me costó mucho convencerles, y mucho
nepotismo a la antigua, supongo, dado lo alto que está papá en la sociedad,
pero al cabo de un tiempo entraron en razón.
—¿Querías unirte a ellos incluso después de enterarte de todas las cosas
enfermizas que les hacen a las mujeres? —Dije con incredulidad.
Sonrió con suficiencia.
—No entenderías mis razones, Tatum. ¿O es que ahora eres Muñeca? —
dijo con un brillo malicioso en los ojos, que se posaron en el cuaderno que
Elias había dejado aquí la noche anterior.
Dios, era una zorra.
Y continuó.
—De todos modos, les dije que podía serles útil. Podría hablar con las
chicas de aquí, de mujer a mujer, y ayudarlas a aceptar sus nuevos lugares.
Podría hacerlas entrar en razón de una forma que los hombres no consiguen.
Cosas así. No estaban seguras, pero vieron otra forma en la que yo podría
serles útil, así que me dieron la oportunidad de demostrarles mi valía.
—¿Qué era? —pregunté, aunque ya tenía una idea de lo que era.
—Querían que me hiciera amiga de una chica durante su gira por el
campus de Roden y que mantuviera la amistad con ella hasta que estuvieran
listos para llevársela. De ese modo, siempre habría alguien cerca de ella,
vigilando todos sus movimientos y asegurándose de que no decidía
abandonar el país al azar por cualquier motivo, lo que dificultaría su
seguimiento. Era muy importante para ellos, porque el presidente de la
sociedad la quería para su hijo.
—Estás hablando de mí —dije en voz baja.
Volvió a sonreír.
—Sí. Tenía que ser alguien de quien nunca sospecharías. Pensaron que
yo sería perfecta para el trabajo porque soy una chica y también tengo la
misma edad que tú. —Hizo un gesto con la mano—. Todo salió según lo
previsto, y la sociedad quedó muy contenta con mi actuación.
Sentí un profundo nudo en el estómago.
—Actuación —repetí en un murmullo bajo—. Todo era una broma para ti.
Una actuación.
—No exactamente. —Ladeó la cabeza—, Para ser honesta, realmente
disfruté de ser tu amiga. Eres inteligente y simpática, aunque increíblemente
ingenua. Y también fuiste mi entrada de oro en la sociedad. Siempre te
querré por eso.
—Genial —dije miserablemente—. Eso me hace sentir mucho mejor.
Mellie se sentó a mi lado.
—¿No quieres oír el resto? Es bastante entretenido, si lo digo yo. Estoy un
poco orgullosa de ello.
Agité una mano.
—Lo que sea.
—Te metí a propósito en la cabeza lo del trabajo de sociología de La Corona
y La Daga —dijo, con una sonrisa triunfal en los labios—. Cuando te oí
mencionar tu tarea sobre leyendas urbanas aquella mañana, vi la
oportunidad de dejar que la sociedad jugara contigo. Así que las mencioné
en nuestra conversación, y luego dejé que tú, Greer y Willa se emocionaran
al respecto. Funcionó a la perfección. Me di cuenta de las ganas que tenías
de escribir sobre ellas.
—Así que incluso eso fue un montaje...
Asintió orgullosa.
—Ajá. Cuando Greer sugirió colarse en la fiesta de la Tap Week, llamé
rápidamente a mi padre y me aseguré de que te resultaría fácil entrar. Así
empezarías a sentirte invencible, como si realmente pudieras entrar y salir
ilesa de los eventos de La Corona y La Daga, todo por tu estúpida tarea.
Luego, cuando finalmente te atraparan, estarías aterrorizada y
conmocionada. Gran valor de entretenimiento. A mi padre y al resto de la
sociedad les encantó mi idea, así que la aceptaron. Por eso te cogieron
específicamente en esa ceremonia, cuando en realidad podrían haberte
cogido en cualquier momento.
Negué lentamente con la cabeza.
—¡Pero estabas tan en contra! Me evitaste durante semanas y, cuando me
enfrenté a ti, dijiste que era porque te preocupaba.
Se rio.
—Claro que lo dije. Hubiera sido demasiado obvio que estaba en todo el
asunto si no lo hacía —dijo—. En lugar de eso, actué como si estuviera muy
preocupada y en contra del plan, porque sabía que eso sólo te daría más
curiosidad y también me haría parecer más digna de confianza. Te lo creíste.
Casi podía ver la maldad que emanaba de ella, extendiéndose por la
habitación como una nube de polvo negro, borrando toda la luz.
—Estás muy jodida —dije, con los ojos entrecerrados—. ¿Cómo pudiste
hacerle algo así a otra persona?
—Como he dicho, quería demostrar mi lealtad y mi valía a la sociedad.
Quería ser uno de ellos.
—Dime por qué —dije impaciente—. Dime cómo es posible que pienses
que está bien, de mujer a mujer, ayudar a estos hombres a secuestrar y
torturar a mujeres jóvenes.
Puso los ojos en blanco.
—Ya te lo dije antes, no lo entenderías.
La fulminé con la mirada.
—Pruébame.
—Bien. Mira, así es el mundo. Por mucho que a la gente no le guste
admitirlo, algunas personas son mejores que otras. Más ricos, más
inteligentes, más atractivos. Y en el extremo opuesto del espectro, algunas
personas obviamente han nacido para servir. Mírate, por ejemplo. Tu familia
siempre ha luchado, y has crecido para luchar también, al igual que ellos.
Reproducción de clase en su máxima expresión. Está literalmente en tu
sangre ser una perdedora. Pero en La Corona y La Daga, hay una
oportunidad para que las chicas como tú dejen la lucha constante y sigan
sus verdaderas naturalezas serviles. Así que ayudando a la sociedad,
también estoy ayudando a las chicas a encontrar su verdadero propósito en
el mundo. Eso es lo que quiero hacer. Ese es mi propósito.
La miré fijamente, con la frente marcada por la incredulidad. Parecía
trastornada.
—¿Hablas en serio? ¿De verdad crees que eres naturalmente mejor que yo
sólo porque eres rica? ¿Que alguien como yo no debería ser más que una
esclava?
Recordé todas las veces que me había consolado de mis inseguridades por
venir de la nada y sentir que no encajaba. Siempre fue tan amable, tan
cariñosa, tan comprensiva. Me decía que la gente como ella no era mejor que
yo y que sólo tenían suerte de haber nacido en la riqueza, así que era
simplemente asombroso verla mostrar sus verdaderos colores y decir lo
contrario ahora.
Se burló.
—Hay una razón por la que mi familia lo tiene todo y la tuya no, Tatum.
Estás por debajo de nosotros. Así de simple. Lo siento si alguna vez te hice
creer lo contrario. Tenía que gustarte de alguna manera, ¿verdad?
No me molesté en discutir con ella. No tenía sentido intentar razonar con
alguien tan obviamente inestable e irracional. Alguien tan absolutamente
sociópata.
Mientras mi mente recorría toda nuestra historia, se me ocurrió algo de
repente.
—No todos en tu familia están de acuerdo con tu visión del mundo,
¿verdad? Dije, mirándola—. Tu hermano Henry. No es como tú, ¿verdad?
Mellie puso los ojos en blanco.
—No. Dejó La Corona y La Daga después de llegar al tercer nivel, hace un
año. Pensaron que se podía confiar en él, pero se equivocaron. A veces pasa,
supongo. Sólo son humanos. De todos modos, la única manera de salir del
tercer nivel es la muerte, pero él es un Davenport, y como he dicho, mi padre
es uno de los más altos miembros del consejo. No quería a su hijo muerto,
así que llegó a un acuerdo con los otros para que Henry fuera exiliado en su
lugar. Nepotismo hasta el final. Existe en todas partes. —Se rio.
—¿Qué quieres decir con exiliado?
—Apartado de todo. Siempre seguido y vigilado para asegurarnos de que
nunca le cuente a nadie lo que realmente hace la sociedad. Si alguna vez
intenta decir una palabra a alguien, será asesinado inmediatamente. Ese
fue el mejor compromiso al que pudieron llegar.
—Así que vive su vida con miedo constante.
Se encogió de hombros.
—Supongo. Pero es culpa suya. He intentado razonar con él, decirle que
vuelva al redil, pero no me escucha.
Mi mente volvió a aquella extraña mañana frente a la suite de Mellie.
Pensaba que su hermano era una persona horrible y que me decía que me
alejara de su hermana porque me odiaba por alguna razón desconocida.
Ahora veía la verdad. Intentaba alejarme de ella porque sabía lo que la
sociedad había planeado para mí y sabía que Mellie estaba implicada.
Como le seguían constantemente y sabía que todo podía estar pinchado,
no podía contarme toda la historia, o le habrían matado por abrir por fin la
boca y revelar la verdad a alguien. Ni siquiera podía decir mi nombre por si
despertaba sospechas en los que escuchaban sus conversaciones. Lo único
que podía hacer era decirme que me mantuviera alejada de Mellie y esperar
que de algún modo captara el mensaje subyacente. Los que le seguían
simplemente habrían asumido que estaba gritando a alguien que se alejara
de su hermana por alguna otra razón. Sólo estaba siendo un hermano
protector.
—Sólo te están utilizando, Mellie —dije en voz baja—. En cuanto ya no
tengas nada que darles, la sociedad se deshará de ti. Nunca dejarán entrar
a una mujer en sus filas.
Me enseñó su muñeca tatuada.
—Error. Reconocen algo valioso cuando lo ven, y yo he demostrado mi
lealtad una y otra vez. Dejo que me marquen, dejo que se apoderen de mi
vida, dejo que lo controlen todo. Les pertenezco mucho más de lo que podría
pertenecerles mi hermano, aunque sea un hombre. Ya me han dejado
sugerirles ideas, como te dije, y un día seguro que también me dejan tener
algo de poder. Incluso podrían empezar a secuestrar a algunos hombres aquí
y allá, para que yo pueda tener mis propias esclavos sexuales. —Soltó una
risita.
—Vaya, qué manera de anotarse un tanto a favor del feminismo —dije con
sarcasmo.
—Oh, cállate. De todas formas, no soy la única mujer que les ayuda. La
enfermera que te atendió tu primer día aquí es mujer, y no tiene ningún
problema en hacer el trabajo a cambio de un buen sueldo. El dinero supera
a la lealtad a tu género cualquier día.
Mis hombros se hundieron. Tenía razón. Como Tobías me dijo una vez,
casi todo el mundo en el planeta tenía un precio. La lealtad se podía
comprar.
—De todos modos, tienes que venir conmigo —dijo Mellie, poniéndose de
pie de nuevo.
—¿Por qué?
—Bueno, no he venido sólo a charlar. Tengo que llevarte arriba y
prepararte para el baile de esta noche.
Arrugué las cejas.
—¿La Baile?
—Cuando las marcas de las chicas nuevas están por fin curadas,
organizan una gran fiesta de lujo aquí en la Escuela de Acabado. Los
miembros de segundo y tercer nivel pueden asistir y pujar por las chicas en
una especie de subasta silenciosa.
Tragué saliva.
—¿Para qué?
—Para anotarse la oportunidad de quitarles la virginidad antes de que
empiece el entrenamiento. Quien gane la puja por una chica en particular
se convertirá también en su amo y tendrá la oportunidad de determinar
exactamente cómo debe ser entrenada. Cuando llegue a la Logia, se repartirá
entre otros hombres, pero al final siempre será la esclava de ese miembro en
particular. Siempre le servirá por encima de cualquier otro hombre.
Tenía ganas de vomitar a la menor provocación.
—Ya me han dado un Amo, y estoy bastante segura de que mi
entrenamiento ha comenzado —dije sombríamente, pensando en lo de ayer
con la picana y el cuaderno—. Entonces, ¿por qué tengo que ir?
—Sé que te han entregado a Elias —empezó con un resoplido herido, como
si eso de alguna manera la ofendiera personalmente—. Pero aun así tienes
que asistir al baile. Los demás miembros necesitan conocerte y ver que
existes para cuando te envíen a la Logia. Además, no podemos dejar que te
consumas aquí para siempre -continuó, agitando una mano alrededor de la
celda—. Perderás la cabeza.
—Creo que ya lo he hecho —murmuré.
—Supéralo y ven conmigo. No me hagas abofetearte —dijo en tono de
advertencia.
Con un miserable suspiro, la seguí hasta el ascensor. Unos minutos más
tarde, me condujo a una habitación desconocida de la primera planta y me
indicó un estante repleto de hermosos vestidos de noche.
—No soy un monstruo —dijo con una sonrisa—. Te dejaré elegir un
vestido.
Recorrí la fila de vestidos, pasando un dedo por las suaves y lujosas telas.
Tras unos momentos de indecisión, saqué un vestido largo color púrpura
oscuro. El material sedoso brillaba bajo la luz de la lámpara de araña, y el
corpiño caía de punta en cada hombro antes de sumergirse en un escote
profundo. La falda se extendía en una ráfaga de delicados pliegues que caían
hasta el suelo en impresionantes líneas.
—Supongo que me pondré éste —murmuré. El morado siempre me había
sentado bien.
Mellie asintió sabiamente.
—Ese te quedará genial. En realidad esperaba que lo eligieras.
Pasó las dos horas siguientes arreglándome el cabello y maquillándome,
transformándome de una niña pálida y letárgica en una muñeca viviente con
los labios pintados de rojo intenso, un grueso delineador, colorete y un
montón de máscara de pestañas. Llevaba el cabello recogido con unos
mechones sueltos que me enmarcaban la cara y joyas de diamantes en las
orejas y el cuello. El toque final fueron unos tacones de aguja.
—Perfecto —dijo finalmente Mellie, mirándome de arriba abajo. Miró su
reloj—. Justo a tiempo, además. El baile empieza pronto...

MELLIE me condujo escaleras arriba hasta un espacioso salón de baile


situado en la segunda planta. Ya estaba lleno de otras chicas con preciosos
vestidos y hombres con esmoquin y máscaras, y el aire desprendía un
embriagador aroma a perfume, humo de puro y licor.
Respiré hondo, con el miedo punzándome las entrañas, mientras miraba
a mi alrededor y contemplaba la elaborada belleza de la habitación. Los
techos eran altos y el suelo de madera pulida, con múltiples lámparas de
araña colgando de rosetones de escayola, y en las paredes, con paneles de
madera, colgaban óleos de gruesos marcos. En un lado había un pequeño
escenario con un cuarteto de cuerda que tocaba música clásica, y en el otro
había altas puertas francesas que daban a un amplio balcón exterior. Desde
donde yo estaba, podía ver que el balcón daba al oscuro océano que se
extendía más allá de la mansión. La luz de la luna hacía brillar las olas como
si hubieran arrojado un millón de joyas al agua.
Si no fuera un acontecimiento tan horrible, estaría encantada de que me
invitaran a un baile tan lujoso. En lugar de eso, tuve visiones de arrojarme
por el balcón y esperar caer al agua para poder nadar lejos, muy lejos de
este terrible lugar.
Mellie me dejó sola para que pudiera ir a buscar a su padre, y yo fui a
pegarme junto a una pared con otras chicas, con la esperanza de pasar
desapercibida. No tuve suerte. Varios hombres enmascarados se acercaron
y me hablaron, ofreciéndome bebidas y riéndose de mi evidente ansiedad,
como si se tratara de una gala cualquiera y yo no fuera más que una chica
nerviosa esperando a que su príncipe azul la arrastrara a la pista de baile.
Intenté ser civilizada y me contuve para no arrancarles los ojos a los
hombres como tanto deseaba -no quería que me asesinaran, si podía
evitarlo- y la noche siguió su curso, minuto tras minuto. A las nueve en
punto, cuando los camareros de traje negro recorrieron la sala ofreciendo
una nueva ronda de canapés, vi la oportunidad de escabullirme al balcón y
alejarme de todos aquellos horribles imbéciles de La Corona y La Daga.
Salí en silencio y me dirigí al otro extremo del balcón para que las miradas
indiscretas no me vieran a través de las puertas francesas. Respiré hondo y
llevé el refrescante aire del mar a mis pulmones.
—Es precioso aquí fuera, ¿verdad?
Me giré para ver quién había hablado. Se me encogió el corazón al ver a
un hombre alto de pelo blanco con una máscara veneciana. Lo había visto
antes en el otro extremo del salón, manoseando a la aterrorizada rubia de
Kansas.
Se acercó más a mí.
—Es casi invierno, así que uno pensaría que hace mucho frío y viento,
pero esta noche hemos sido bendecidos con un tiempo perfecto. —Me rodeó
la cintura con un brazo y tragué saliva. No estaba aquí para hablar del
tiempo—. Te vi escabullirte hasta aquí. Esperabas que te siguiera, ¿verdad?
Tragué saliva.
—Sólo quería un poco de aire fresco.
Se echó a reír.
—Te he estado observando toda la noche. Sé que tú también te fijaste en
mí.
Sí, me di cuenta de que eras un asqueroso sórdido, quise decir. Pero me
mordí las palabras y guardé silencio.
—He decidido pujar por ti y por la pequeña granjera rubia —continuó, con
los ojos brillando tras la horrible máscara. Ojos hambrientos, lascivos,
terribles—. Si las gano a las dos, podré compararlas y ver quién responde
mejor. Ver quién tiene el coño y el culo más apretados. Supongo que el de
ella, porque es más menuda que tú, pero nunca se sabe... —Bajó la mano y
los dedos se clavaron dolorosamente en mi nalga izquierda—. Sé que
debemos esperar a la ceremonia de unión para quitarte la virginidad, pero
nunca me han gustado las reglas. Debería inclinarte sobre esta balaustrada
y follarte el culo ahora mismo, hacerte sangrar sobre mi polla. Si no es un
coño, no cuenta como pérdida de la virginidad, ¿verdad?
Respiraba rápida y superficialmente, y las manos me temblaban de terror.
—Por favor —murmuré con voz entrecortada—. No lo hagas.
No me hizo caso. Me levantó el vestido del suelo y me metió las manos
entre las piernas. Me rompió las bragas, escupió en un dedo y lo introdujo
en la raja de mi culo, masajeando el dedo sobre mi agujero fruncido.
—Abre las piernas, zorra —murmuró.
—¡No! ¡Para! —le supliqué. Su mano libre se dirigió a mi boca,
amortiguando mis gritos y llantos sólo unos segundos después.
Le oí bajarse la cremallera y me gruñó al oído.
—Será mejor que no me ensucies, putita.
Cerré los ojos, esperando la agonizante violación. Nunca llegó.
—¡Aléjate de ella, joder! —dijo una voz furiosa y familiar.
Giré la cabeza y vi a Elias saliendo de las sombras, con el rostro marcado
por la furia.
—Me la han prometido. Estoy seguro de que no querrá agraviar a mi
familia quitándome algo que me pertenece, ¿verdad, señor Porter? —
continuó.
—Sólo iba a follarle el culo. Apenas cuenta —dijo el hombre mayor,
aflojando su agarre pero aun aferrándose a mí.
—Suéltala ahora mismo o te parto la puta cara —dijo Elias, con voz fría y
peligrosa.
Se hizo un gran silencio durante un momento. Entonces el otro hombre
soltó un bufido burlón. Me soltó, se subió la cremallera y volvió a entrar.
Caí de rodillas frente a Elías, sollozando lágrimas de agradecimiento.
—Gracias —dije entre jadeos y mocos—. Iba a...
Me cortó.
—¿Dije que podías hablar, puta?
Retrocedí y le miré fijamente, con los ojos muy abiertos. ¿Qué estaba
pasando? Anoche parecía que iba a creerme cuando le dije que no me había
vendido aquí, pero ahora actuaba como si nunca hubiéramos tenido esa
conversación. Como si siguiera siendo su esclava.
—Elias, Yo... —Me interrumpí y negué con la cabeza—. ¿Qué está
pasando?
Me arrastró hasta ponerme de pie y me estampó contra la pared.
—No aprendes, ¿verdad? Ni siquiera puedes seguir unas putas
instrucciones sencillas.
—No lo entiendo —le dije—. Por favor, dime por qué estás siendo así.
Se inclinó hacia abajo, con la boca caliente a escasos centímetros de mi
oreja izquierda.
—Sé que me mentiste. Eso es lo que eres. Una asquerosa mentirosa.
Levanté las cejas.
—¡No, nunca te he mentido! Todo lo que dije el otro día es verdad.
—Dios, no puedes evitarlo, ¿verdad? —dijo, con los ojos encendidos de
salvajismo—. Necesitas ser castigada. Debería haberlo hecho antes.
—¿Por qué? —Me ahogué.
No respondió. Me agarró del brazo derecho y me arrastró bruscamente
hacia el interior, atravesó el salón de baile y salió al pasillo. Grité mientras
me arrastraba por el pasillo, rogándole que me soltara, pero se quedó
callado, con los dedos magullándome el brazo.
Se abrió una puerta roja y me empujó a una habitación en penumbra con
paredes carmesí y sin ventanas. Había un marco en forma de X a mi
izquierda y una viga de madera suspendida del techo justo delante de mí. A
la derecha había una mesa con cuerdas, cadenas y otros objetos que no
reconocí. Encima había un fino perchero negro del que colgaban látigos.
Fuera como fuera que pretendiera castigarme por mis supuestas
mentiras, iba a doler.
—Esta noche voy a darte exactamente lo que te mereces —me siseó Elias
al oído, retorciéndome el cabello con los dedos. Me arrastró pataleando y
gritando hasta la viga, y me ató a ella con los brazos por encima de la cabeza,
la espalda expuesta y vulnerable.
—¡Por favor, no me hagas daño! —Grité cuando se dio la vuelta para
mirarme a la cara. Un cuchillo había aparecido en su mano,
presumiblemente de su bolsillo.
—No intentes resistirte, a menos que quieras empeorarlo —dijo con los
ojos encendidos. Se acercó tanto que pude sentir su cálido aliento en mis
mejillas mientras me rajaba el precioso vestido por un lado. Sollocé mientras
la tela se desprendía, dejándome desnuda a excepción de las bragas rotas y
las joyas. Hacía frío en la habitación y se me puso la piel de gallina mientras
temblaba.
—He esperado mucho tiempo para esto —continuó Elias—. Ojalá no lo
hubiera hecho. Ojalá hubiera hecho esto la noche que te trajeron aquí.
Sus ojos recorrieron mi figura semidesnuda. Mis pezones se pusieron
rígidos y puntiagudos. Me dije a mí misma que era sólo por la gélida
temperatura de la habitación, pero en el fondo sabía que había algo más. Me
ocurrió lo mismo que la noche anterior en mi celda. A pesar de todas sus
palabras desagradables y su crueldad, Elias me atraía intensamente.
Me odiaba por ello.
Se acercó al perchero y cogió un látigo negro con borlas. Con una sonrisa
cruel, se dirigió hacia mí y se colocó detrás, pasándome la mano libre por la
espalda.
—Soy el único que te tocará —gruñó—. Aquí o en la Logia. Voy a ser el
primer y único hombre dentro de ti, y voy a destrozarte como la desagradable
putita que eres hasta que supliques más castigo.
Mientras hablaba, me recorrió la piel con las borlas del látigo. Mi espalda
se arqueó automáticamente contra la sensación, deseosa y desesperada. Me
maldije para mis adentros, odiando aún lo mucho que respondía a su
crueldad.
Elias rio entre dientes. Su mano se movió hacia mi frente y me pellizcó el
pezón izquierdo hasta que gemí. Luego bajó la mano y me acarició las
piernas con las yemas de los dedos. Me mordí el labio, sabiendo lo que
encontraría allí.
—Estás empapada —murmuró—. Sabía que lo estarías.
Solté un sollozo de humillación. Tenía razón. De algún modo, todo el miedo
y la vergüenza me estaban humedeciendo y provocando un cosquilleo. La
cercanía de aquel hombre pecaminosamente hermoso, el odio descarnado
de su voz, el hecho de que pudiera hacerme absolutamente cualquier cosa
ahora mismo y obligarme a soportarlo todo... todo se estaba convirtiendo en
un cóctel de perverso deleite, un placer pecaminoso que se estaba gestando
en lo más profundo de mis entrañas.
Me pasaba algo muy grave.
—Realmente eres una putilla, ¿verdad? —Elias continuó, con sus labios
sobre mi oreja izquierda—. O tal vez sólo estás mojada porque sabes que
esto es exactamente lo que te mereces.
—No merezco que me hagan daño —dije, con la voz apenas por encima de
un susurro—. No tienes por qué hacer esto. Nunca te mentí. Te lo juro, Elias.
—Lo hiciste. Al igual que mentiste sobre Ben Wellington —dijo en un siseo
enojado—. Y para ti es amo. Ya no puedes llamarme por mi nombre.
Reprimí un gemido estrangulado cuando el nombre de Ben Wellington
resonó en mi mente. Mierda. Elias sabía todo sobre mi pasado. Sabía lo que
hice.
Cerré los ojos mientras olas rodantes de culpa y vergüenza me golpeaban
de nuevo.
—No…
—Oh, sí. Lo sé todo sobre eso, pequeña zorra. No era sólo mi primo
segundo. También era uno de mis mejores amigos. Hasta que lo asesinaste.
—¡No lo hice! —Grité, luchando contra mis ataduras—. ¡No soy una
asesina!
—¡Sí, lo eres, joder! —De repente me golpeó con el látigo. Un dolor agudo
y al rojo vivo me acuchilló la sensible piel de la parte superior de la espalda.
Chillé, y volvió a hacerlo, golpeándome esta vez un poco más abajo.
—¡Por favor! —Grité—. Fue un accidente. ¡No mentí!
—Te sacaré la verdad de una forma u otra —dijo Elias, descargando otros
dos golpes en mi espalda—. Y te haré sentir lo que has hecho.
—No —murmuré. Las lágrimas me rodaron por la cara y me entraron en
la boca, tantas que pensé que podría ahogarme.
¿Cómo no había sabido nunca que Ben Wellington estaba emparentado
lejanamente con los King? ¿Por qué Elias no me dijo nada durante tanto
tiempo? No era como si no hubiera tenido la oportunidad de hacerlo antes.
Un momento después respondió parcialmente a mi segunda pregunta, sin
que yo ni siquiera tuviera que preguntar.
—He esperado tanto tiempo para decirte quién soy, sólo para poder hacer
esto por fin y sacarlo a relucir. Saborearlo —dijo en voz baja, acercándose
de nuevo a mi frente. Me azotó uno de los pechos y grité—. He soñado contigo
atada y sollozando, exactamente así, y he fantaseado con ver la agonía en
tus ojos mientras te obligaba a pensar en todo el puto dolor que infligiste
aquella noche. Solía ser suficiente. Pero ya no.
—Aquella noche... fue un accidente —susurré, bajando los ojos.
—Y una mierda. —Me levantó la barbilla con la mano que tenía libre,
obligándome a mirarle—. Yo mismo he visto las pruebas. Eres culpable y lo
sabes —gruñó.
Me azotó el otro pecho con el látigo. Gemí. Quería cerrar los ojos y
desaparecer en mi mente en un intento de ignorar el dolor físico que me
estaba causando, pero ahora mismo mi mente era un lugar mucho peor que
esta cámara de tortura. Pensar sólo empeoraba las cosas, y mis labios
temblaron cuando todos los horribles recuerdos volvieron a mí,
inundándome en torrentes de vergüenza.
Hace un año y medio -el 17 de marzo de 2017-, una amiga del colegio,
Katie Gagne, me había invitado a una fiesta. Venía de una familia de clase
media baja como yo, pero su madre trabajaba para varias personas
adineradas, así que se las había arreglado para hacerse amiga de algunos
de sus hijos que tenían más o menos la misma edad que nosotras. Katie
siempre había sido así de guay, capaz de traspasar fácilmente las fronteras
sociales como si no existieran. A todos los niños ricos les caía bien, así que
a menudo la invitaban a sus eventos sociales y le dejaban llevar amigos si
quería.
Esta fiesta en particular fue en algún lugar cerca de East Haven, en una
enorme mansión situada en una finca que bordeaba la costa. Mientras Katie
y yo estábamos allí, conocí a un chico, un universitario mayor que yo
llamado Ben Wellington. Era guapo, inteligente y divertido, y parecía pensar
lo mismo de mí. Me dijo que quería dar un paseo conmigo y conocerme
mejor.
Salí fuera con él. Era joven y estúpida, apenas tenía diecisiete años. En
realidad creía que quería hablar conmigo y nada más, como había
prometido, y pensé que se cumplirían todas mis fantasías de adolescente.
Pensé que me daría mi primer beso, allí mismo, bajo las estrellas, y que me
pediría que fuera su novia.
Tan estúpida. Tan ingenua.
Ben no era lo que parecía en absoluto. Puso algo en mi bebida, algo que
empezó a golpearme mientras me llevaba por un oscuro sendero que
discurría por la parte trasera de la finca, muy por encima del océano. No me
di cuenta hasta que fue demasiado tarde.
La costa a nuestra derecha era irregular, con extensiones de roca oscura
que sobresalían sin patrón discernible por encima de ensenadas de agua
plateada. Gruesos árboles y arbustos se alineaban al otro lado del sendero.
—Se está muy bien aquí fuera, ¿verdad? —dijo Ben mientras avanzábamos
por el ancho sendero. Empezaba a sentirme inestable y mareada, pero quería
parecer tranquila. Quería ser la novia perfecta. Así que acepté. Dije que era
increíble donde estábamos, con todo el aire fresco y las bonitas vistas de los
acantilados.
Un segundo después, divisé una playa privada bajo una parte del
acantilado, me detuve y le dije que quería bajar a ella. Quería sentir la arena
entre los dedos de los pies, quería sumergir los pies en el océano iluminado
por la luna.
Ben no me dejó. Me empujó contra un espeso arbusto al otro lado del
pedregoso sendero y murmuró en mi oído.
—¿Sabes qué más podría ser genial aquí?
Me agarró uno de los pechos y fruncí el ceño.
—¿Qué estás haciendo?
—Vamos —dijo, riendo entre dientes y mordiéndome el cuello—. Ya sabes
lo que es esto.
—Creía que sólo querías hablar —dije en voz baja. Podía sentir cómo mi
inocente fantasía se desvanecía, rompiéndose en pedacitos en el horizonte.
Ni siquiera había intentado besarme. Iba directo por mi cuerpo.
Volvió a reír, un ladrido agudo y cruel.
—Y una mierda. Sé que quieres mi polla y, por suerte para ti, no me
importa dártela. —Mientras hablaba, consiguió empujarme al suelo y
rasgarme la falda.
Luché bajo su peso mientras me chupaba el cuello e intentaba meterme
una mano en las bragas. Lo que me había echado en la bebida me había
quitado casi todas las fuerzas, pero conseguí clavarle una rodilla en los
huevos mientras me sujetaba. Luego me zafé de él y salí corriendo mientras
gruñía de dolor.
Me persiguió por el sendero. Intenté esconderme detrás de uno de los
arbustos, esperando que me perdiera de vista en la oscuridad, pero antes de
que pudiera escabullirme tras el follaje, me alcanzó y me agarró. Grité y me
di la vuelta, empujándole con todas mis fuerzas.
Perdió el control sobre mí, retrocedió por el sendero y tropezó con varias
piedras. Intentó recuperar el equilibrio, pero no se dio cuenta donde estaba
pisando y, sólo unos segundos después, se tambaleaba al borde del
acantilado.
Agitando los brazos, me suplicó que le ayudara, que tirara de él antes de
que fuera demasiado tarde. Yo estaba en estado de shock y mis reflejos se
habían ralentizado por las drogas que me habían puesto en la bebida. Así
que no lo alcancé. Me quedé en blanco. En los diez segundos siguientes,
desapareció, sumergiéndose en la oscuridad.
Sólo unos segundos después, me desmayé allí mismo, en el pedregoso
sendero.
Alguien había estado paseando por la playa esa noche y vio a Ben
precipitarse por el borde del acantilado. Llamaron al 911. En media hora,
me encontraron tirada en el camino de arriba.
Me llevaron al hospital y la policía vino a hablar conmigo cuando estaba
despierta. Me dijeron que Ben había muerto y me pidieron mi versión de los
hechos. Al parecer, sus padres, ricos e influyentes, insistían en que se
presentaran cargos contra mí. Decían que empujé a su hijo a propósito y
que debió de ser porque me rechazó. Después de todo, estaba tan por encima
de mí... ¿por qué iba a quererme? No era más que una niña despechada,
enfadada y empeñada en vengarse.
Esa fue la versión que intentaron dar, pero tuve suerte. La policía estaba
de mi parte, porque estaba claro que alguien me había desgarrado la falda y
que había drogas en mi torrente sanguíneo, algo llamado GHB, que podía
tomarse como droga de fiesta pero también como droga de violación. Mi
historia concordaba con las pruebas que les dieron, aunque eran borrosas
y tenían varias lagunas desde que el GHB empezó a afectarme.
El caso fue a juicio de todos modos, aunque parecía claro que era inocente.
Los padres de Ben estaban destrozados por su muerte, comprensiblemente,
y querían que alguien pagara por ello.
Pasé varios meses muerta de preocupación, pero un juez acabó
desestimando el caso por completo una vez que revisó las pruebas. Al
parecer, en el sendero por el que Ben y yo habíamos estado caminando había
cámaras de vigilancia de la naturaleza y, aunque las imágenes eran borrosas
y no mostraban la caída, mostraban a Ben encima de mí en el suelo, más
arriba en el sendero, lo que coincidía con mi historia de que había intentado
agredirme varios minutos antes de caer.
El eje del caso fue un testigo que declaró a mi favor. Nunca se nos dio a
conocer su nombre (evidentemente, al tribunal le preocupaba que los padres
de Ben intentaran pagarles para que mintieran o se mantuvieran al margen,
por lo que se suprimió su identidad), pero sabíamos que era la persona que
había estado en la playa cuando Ben se cayó. Esa persona testificó que había
visto a Ben caer por su propio pie mientras yo estaba de pie a varios metros,
y que era imposible que yo le hubiera empujado.
Quienquiera que fuera el testigo, era lo suficientemente creíble como para
que se desestimara el caso. Nunca sabría quién era, pero le debía la vida.
Los Wellington habían ido por mi sangre, así que si no hubiera sido por ese
testigo, podría haber perdido el caso y acabado en la cárcel por asesinato u
homicidio como mínimo.
—No soy culpable. Ben me atacó —dije con voz desgarrada—. Iba a
violarme.
—Mentira —gruñó Elias—. He visto las imágenes de las cámaras de fauna.
Las otras grabaciones que no permitieron durante el juicio. —Volvió a
azotarme con los extremos de las borlas del látigo.
—¿Qué imágenes? —chillé, más lágrimas brotando de mis ojos.
—Las imágenes que te muestran empujando a Ben por el acantilado —
dijo, con la voz llena de desprecio—. Conozco la verdadera historia, Muñeca.
Fuiste allí con la esperanza de que Ben quisiera algo más que una aventura.
Cuando te diste cuenta de que no quería nada más que eso, cambiaste de
opinión y lo echaste de ti. Él fue tras de ti, tratando de calmarte, y tú
estallaste y lo empujaste justo al borde.
—¡Eso no es verdad!
—Eso es lo que muestran las imágenes. Lo empujaste por el acantilado.
Lo mataste a sangre fría porque no pudiste soportar el rechazo. Apuesto a
que incluso rasgaste tu propia falda y te embadurnaste de maquillaje para
respaldar tu historia de agresión cuando llegó la policía.
—No. Ben me drogó. Lo demostraron en el hospital —dije en tono
suplicante.
Elías se burló.
—Tú misma tomaste esas drogas. No eres la primera adolescente que
experimenta con GHB en una fiesta. Y como he dicho, esa grabación no
miente, joder.
Gemí y dejé caer la mirada al suelo. No había oído hablar de ninguna otra
grabación y, desde luego, no la había visto. Además, sabía que no había
empujado a Ben por el acantilado. Sólo lo empujé de mí, lo que le hizo
retroceder varios metros y tropezar con el borde instantes después. No es
culpa mía, repetía mi mente, aunque otra parte distante de mi cerebro me
decía que sí lo era, igual que lo había sido durante el último año y medio.
Claro que fue culpa mía, al menos en parte...
Podría haber ayudado a Ben. Pude haber corrido y jalado hacia adelante.
Pero me quedé inmóvil y dejé que cayera en picada hacia una muerte
horrible. Al parecer, todo su cráneo había sido aplastado por las rocas de
abajo.
Aparté la horrible imagen de mi cabeza y volví a centrarme en Elias. Tenía
que estar mintiendo sobre la existencia de las imágenes que demostraban
que yo había matado a Ben. Pero si mentía, ¿qué razón tenía para estar tan
enfadado conmigo? Si sabía que yo decía la verdad, podría estar enfadado
conmigo por no haber ayudado a Ben a recuperarse, pero no me culparía
por completo de su muerte, diciendo una y otra vez que lo hice a propósito.
Y sin embargo, me culpó por completo, como si hubiera visto algo que yo no
había visto. Algo que probaba que yo era culpable después de todo.
De repente se me ocurrió una idea horrible.
Después de aquella noche desgarradora, había sentido una culpa horrible,
aplastante y destructora del alma por lo ocurrido. Pero tal vez ocurrió algo
más. Algo verdaderamente deplorable. Tal vez mi cerebro trató de
protegerme de la horrible verdad inventando otra historia para ocultar lo que
realmente ocurrió, y tal vez el testigo secreto de la playa se equivocó sobre
lo que vio en la oscuridad.
Tal vez realmente empujé a Ben al borde…
¡Déjalo ya! Tú no has hecho eso, intenté decirme, pero ya me estaba
retorciendo en la oscuridad, dejando que las nuevas y oscuras sospechas
me inundaran.
Elias dejó que las borlas del látigo cayeran sobre mí una y otra vez,
alternando entre duras y suaves, azotándome y provocándome al mismo
tiempo hasta que fui un desastre tembloroso y quejumbroso. No sabía si
quería llorar o correrme.
—Eso es, Muñeca —dijo Elias con tono tranquilizador, usando su mano
libre para acariciarme el cuello. Gemí, inclinándome hacia su cruel
amabilidad—. Tómalo todo.
Mi cerebro y mi cuerpo parecían haber alcanzado un punto de rendición,
recogiendo toda mi culpa y mi vergüenza y dejándolas salir con cada golpe
de látigo. Me dolía, pero al mismo tiempo me sentía extraordinariamente
bien porque parecía una penitencia divina.
Aunque yo no hubiera causado directamente la muerte de Ben, como
afirmaba Elias, seguía siendo parcialmente responsable de lo que le había
ocurrido. Merecía sentir sus efectos. Había soportado estos horribles
sentimientos de culpabilidad durante demasiado tiempo, y ya era hora de
desahogarme, costara lo que costara.
—¡Oh! —gemí mientras el éxtasis y la agonía ardiente giraban en espiral
dentro de mí, ese mismo cóctel retorcido de vergüenza y anhelo culpable que
me hacía amar el dolor y odiarme a mí misma al mismo tiempo.
—Dilo —dijo de repente Elias, poniéndome la cola del látigo bajo la
barbilla, obligándome a mirarle de nuevo. Luego volvió a azotarme en el
estómago.
No necesitaba decirme lo que quería que dijera. Yo ya lo sabía.
—Me lo merezco —me ahogué—. Necesito que me castigues.
El mero hecho de pronunciar esas palabras hizo que las dolorosas
sensaciones de mi abdomen se convirtieran en excitación en lugar de agonía.
Me retorcí, desesperada por más. Me sentía como si hubiera estado muerta
durante los dos últimos años y de repente volviera a la vida, con los ojos
muy abiertos y la sangre como un cohete.
—Sienta bien admitirlo, ¿verdad, Muñeca? —dijo Elias, pasando las borlas
por mi piel.
Asentí con la cabeza.
—Sí —dije sin aliento—. Dame más.
—¿Si qué? —Sus ojos brillaban con una mezcla de malicia y lujuria—. Dilo
bien, y dame las gracias por castigarte.
—Sí, amo —susurré—. Gracias por castigarme. Por favor, quiero más.
L
a cabeza de Tatum se inclinó hacia delante y su cuerpo se desplomó
contra las ataduras. Después de media hora en la sala de juegos,
por fin estaba agotada.
Tenía las mejillas llenas de rímel seco por haber llorado y suplicado antes,
afirmando que nunca mentía. Casi sentí lástima por ella. Casi. Entonces
recordé lo jodidamente mentirosa que era. Lo mentirosa que siempre había
sido.
Guardé el látigo y volví a acercarme a ella. Mis ojos recorrieron su vientre
y luego su espalda mientras la rodeaba. No sangraba. No la había golpeado
tan fuerte como para eso, sólo lo suficiente para que aparecieran ronchas
rosadas en su pálida piel.
Seguía teniendo un efecto extraño en mí. Quería ser mucho más cruel con
ella, quería que se desangrara y gritara de agonía, pero algo me detenía en
el calor del momento. Una voz traicionera en mi cabeza me susurraba que
sería mejor humillarla haciendo que me deseara.
No podía negar que había disfrutado haciéndola correrse en su celda la
noche anterior. Me encantó la mirada de culpabilidad horrorizada en sus
ojos después, cuando el placer empezó a desvanecerse, y me encantó la
forma en que su cuerpo se estremeció y apretó mientras se acurrucaba y
lloraba. La idea me puso duro otra vez. Por desgracia, estaba demasiado
agotada para chupármela ahora, y yo no podía follármela todavía, aunque
estaba colgada delante de mí, empapando las bragas de excitación.
Mi padre se empeñaba en mantener las viejas tradiciones de la Corona y
la Daga, y una de ellas era la ceremonia de Vinculación. Una vez que todas
las chicas nuevas habían recibido amos, perdían sus respectivas
virginidades con ellos durante esta ceremonia. Eso nos incluía a mí y a
Tatum. Así que por mucho que quisiera follarme hasta los sesos a mi
Muñequita ahora mismo, hacerla gritar y suplicar por mí de nuevo, no podía.
Pero sólo faltaban un par de días para la ceremonia. Podría aguantar
tanto.
Apenas…
La visión de su cuerpo tembloroso y casi desnudo atado a la viga frente a
mí era casi suficiente para hacerme caer en la tentación y deslizarme dentro
de su coño resbaladizo aquí y ahora. Lo único que me detenía era la
perspectiva del tercer nivel de La Corona y La Daga colgando delante de mí
como una zanahoria en un palo.
Parte del proceso de ser elegido para el tercer nivel implicaba ganarse la
total confianza de los demás miembros superiores. Romper una de sus
tradiciones favoritas y quitarle la virginidad a Tatum esta noche les
enfadaría lo suficiente como para no tenerme nunca en cuenta. Quería saber
de qué coño iba el último nivel, así que pretendía obtener su consideración.
Eso significaba mantener mi polla en mis pantalones por ahora, por mucho
que me doliera hacerlo.
De repente, Tatum soltó un gemido y murmuró la palabra:
—¡No! —mientras se desplomaba bajo la viga. Hablaba dormida.
Me puse rígido, preguntándome si estaría teniendo una pesadilla con el
hombre que la había atacado antes en el balcón. Esa puta polla viscosa me
daba ganas de vomitar. Por mucho que odiara a Tatum, no podía soportar
la idea de que un canalla de setenta años que se negaba a seguir las normas
la hiriera y le diera por el culo.
Los celos se dispararon en mi interior ante la mera idea de que aquel
hombre intentara quitarme lo que no era suyo. De hecho, la idea de que las
manos o la polla de otra persona se acercaran a mi chica hacía que
aparecieran puntos rojos de enfado en el borde de mi visión. Sí, detestaba a
Tatum, y en última instancia quería destruirla, pero esa tarea era para mí y
sólo para mí. Nadie más podría tenerla o tocarla.
Solté sus muñecas de la viga y la levanté, echándomela al hombro. Era
ligera y fácil de transportar, y permaneció dormida mientras la llevaba de
vuelta a su celda en la sección subterránea de la mansión.
Ella gimió, hablando dormida de nuevo cuando la acosté en la cama unos
minutos más tarde.
—Ben...
Una ira ardiente se encendió en mi pecho. No soñaba con el viejo, al menos
ya no. Soñaba con lo que le había hecho: Ben Wellington, mi primo segundo
y mejor amigo.
Aunque no éramos parientes muy cercanos (en comparación con un
hermano o un primo hermano), mi padre era muy amigo del padre de Ben,
así que prácticamente crecimos juntos, íbamos a los mismos colegios y nos
íbamos de vacaciones todos los veranos a la isla privada de mi padre, al sur
de Martha's Vineyard. Éramos uña y carne, e incluso cuando se fue a la
universidad en la otra punta del país, nos veíamos tan a menudo como
podíamos. El acceso en jet privado sin duda lo hacía más fácil.
Cuando me enteré de que había muerto repentinamente en una fiesta -a
la que yo también había sido invitado, pero a la que no pude asistir por
alguna razón- sentí como si mi corazón hubiera detonado dentro de mi
cuerpo. Pura agonía. Mi mejor amigo se había ido para siempre. Sin más.
La primera emoción perceptible que sentí fue una tortuosa culpa, como si
de algún modo hubiera podido evitar que ocurriera si hubiera ido a la fiesta
después de todo. Luego salió a la luz toda la historia que rodeaba su muerte,
y la culpa se disipó hasta que lo único que sentí fue una ira hirviente. La
chica con la que había estado aquella noche afirmaba que él había intentado
agredirla sexualmente y que, en el forcejeo, había tropezado y se había caído
por el precipicio.
Mi padre y yo supimos que era mentira desde el momento en que los
Wellington nos llamaron para decírnoslo.
Para empezar, Ben no era un maldito violador. Era rico y guapo, y las
mujeres acudían constantemente a él. En nuestra adolescencia, hacíamos
competiciones para ver quién conseguía ligar con más chicas en una noche,
y él ganaba tan a menudo como yo. Un tipo así no necesitaba drogar a las
chicas para acostarse con ellas, y si alguna le rechazaba, se lo tomaba con
calma y seguía adelante. Ya lo había visto antes; a veces le salía mal. Nunca
atacaba a las chicas que le decían que no. Aceptaba que no le interesaban y
seguía adelante.
En segundo lugar, había imágenes de las cámaras de fauna más arriba en
el sendero que demostraban lo que realmente sucedió. Por alguna razón -
alguna jodida gilipollez relacionada con el proceso de descubrimiento del
juicio- las imágenes se consideraron inadmisibles como prueba, y esa zorra
engreída de Tatum siguió saliendo impune con sus malvadas mentiras.
Por desgracia, también estaba la cuestión del testigo secreto que había
testificado a su favor, declarando que había visto claramente a Ben tropezar
y caer por su propia voluntad. Eso consolidó la inocencia de Tatum a los
ojos de la justicia, y ella salió impune. Teniendo en cuenta que ella no era
nadie y que Ben estaba emparentado con uno de los hombres más poderosos
del país, eso era algo muy importante. Quienquiera que fuera este testigo
secreto, tenía que ser alguien jodidamente creíble. Alguien cuya palabra no
pudiera ser discutida o descreída bajo ninguna circunstancia.
Obviamente, no era un amigo o familiar de Tatum, porque cualquiera de
ellos tendría una buena razón para mentir en su nombre. Así que
quienquiera que fuese, probablemente era un extraño para ella. Aun así,
quería saber quién coño era, porque era tan mentiroso como Tatum.
La miré mientras dormitaba en la cama de marcos estrechos. Seguía
gimiendo suavemente en sueños, llamando de nuevo a Ben. Mis manos se
cerraron en puños a mi lado.
Quería agarrarla y estrangularla hasta que su cara se pusiera morada.
El hecho de que difundiera mentiras tan crueles sobre Ben hizo que su
muerte fuera mucho más difícil de digerir. Si realmente hubiera sido un
accidente, podría haberlo superado. Podría haber llorado y eventualmente
dejarlo ir. Pero ella se aseguró de que no pudiera hacerlo. Lo difamó, hizo
creer a todo el mundo que era un violador, cuando ella era la corrupta.
Cuando se sobreseyó el caso a pesar de que le habían empujado a
propósito por aquel acantilado, todo mi mundo se volvió negro. Mis pies
seguían moviéndose y la Tierra seguía girando sobre su eje, pero yo me
sentía congelado en el tiempo, atrapado en un ámbar oscuro hasta que
pudiera vengarme de algún modo. Quería hacer que Tatum confesara sus
pecados, quería hacerle sentir el mismo tipo de dolor que ella me hizo sentir
cuando mató a Ben.
En algún momento, mi odio obsesivo hacia ella empezó a transformarse
en lujuria y oscuro deseo. Aunque no soportaba a la chica, tenía que admitir
que era una belleza. Delgada pero con curvas, bonitos rasgos, hipnotizantes
ojos azules, brillante cabello castaño que le caía por la espalda en ondas.
La odiaba, pero la deseaba. Era una espina clavada que me perseguía a
cada paso que daba. No podía dejar de pensar en ella. No podía dejarla atrás.
Sólo se me ocurría una forma de tratar adecuadamente mi obsesión, y era
tomarla y obligarla a someterse. Hacerla admitir lo que había hecho. Hacerla
rogar por su vida, rogar por mi perdón. Al mismo tiempo, podría liberar toda
esa frustración sexual contenida que sentía cada vez que la miraba.
Por suerte, mi padre pensó exactamente lo mismo mucho antes que yo.
Previó lo que yo acabaría sintiendo por ella, así que justo después de que la
absolvieran de cualquier delito, se acercó a ella y a sus padres (sin revelar
su relación con los Wellington). Había investigado a la familia Marris y había
visto que tenían problemas económicos. Ahora se les sumaba el estrés del
drama legal de Tatum. No estaban lejos de desmoronarse.
Les dijo que tenía una forma de acabar con todos sus problemas
financieros. También insinuó delicadamente que sabía la verdad sobre lo
que había hecho Tatum, y que venderse al servicio de La Corona y La Daga
podría ser una buena manera de aliviar cualquier sentimiento de culpa que
pudiera sentir. Lo hizo sonar como si fuera una penitencia para ella, una
forma de hacer borrón y cuenta nueva.
No tardó mucho en convencerse. Sus padres necesitaban el dinero
desesperadamente y ella necesitaba tranquilizar su conciencia. Esta era una
oportunidad para pagar a sus padres por todos los problemas que había
causado, y también una manera de castigarse a sí misma por lo que había
hecho.
Lo que no sabía cuándo firmó el contrato era que la entregarían
directamente a mí, el mejor amigo de Ben, y que yo sería su peor pesadilla.
Se removió en sueños, se frotó los ojos y se incorporó.
—¿Cuándo he llegado? —preguntó en voz baja.
—Hace unos minutos. Te quedaste dormida —dije con frialdad. Mis ojos
se posaron en las feas ronchas rosadas que se entrecruzaban en su piel
desnuda—. Levántate.
Hizo lo que le dije, poniéndose de pie sobre piernas temblorosas.
—Arrodíllate e inclina la cabeza.
Se mordió el labio y se arrodilló ante mí, inclinando la cabeza hacia delante
y hacia abajo para que su espalda quedara al descubierto.
—Quédate ahí.
Salí de su celda y volví a subir. No le dije adónde iba, ni siquiera si iba a
volver. Por lo que ella sabía, tendría que quedarse en el suelo toda la noche.
Entré en el ala médica de la Escuela de Acabado y rebusqué en un cajón
en busca de una crema medicada. Cuando la encontré, volví a la celda de
Tatum y la encontré exactamente donde la había dejado.
—Buena chica —murmuré. Me incliné y empecé a frotar la crema fría
sobre las ronchas de su espalda. Aunque no la hice sangrar, quería
asegurarme de que estaba bien.
No era porque me preocupara por ella. Sólo quería cuidar de mi propiedad,
asegurarme de que no contrajera algún tipo de infección que pudiera
deformar su aspecto. No quería un juguete roto.
Le ordené que se levantara para poder untarle la crema en las tetas y el
vientre. Hizo lo que le dije inmediatamente, con la cabeza todavía
ligeramente inclinada.
—Gracias —murmuró—. Ahora me siento mucho mejor.
Apreté los labios. No sabría decir si realmente se estaba olvidando de
llamarme Amo cuando se dirigía a mí, o si era una minirrebelión a propósito.
Una forma de hacerme saber que seguía sin creer que me pertenecía, hiciera
lo que le hiciera. Por mucho que intentara doblegarla.
Pensé en castigarla por ello, pero no tenía sentido. Ya había tenido
bastante esta noche, así que no conseguiría nada. Además, probablemente
fue un error inocente. Me había llamado Amo antes, mientras la castigaba
con el látigo.
—¿Querías decir lo que dijiste, muñeca? —pregunté bruscamente.
Me miró con los ojos hinchados y enrojecidos.
—¿Cuándo?
—En la sala de juegos, cuando dijiste que merecías ser castigada.
Se mordió el labio inferior un segundo antes de responder.
—Sí.
—¿Por qué?
—He hecho cosas malas —murmuró—. Me hace sentir bien que me
castiguen por ellas.
—Quiero oírte decir las palabras exactas. Quiero que me digas que
asesinaste a Ben y mentiste sobre todo.
Ella negó con la cabeza.
—Yo... no puedo. Sé que es culpa mía que muriera, pero te juro que no
quise que ocurriera. Yo no lo empujé. Por favor, tiene que creerme, A-Amo.
Me puse rígido y entrecerré los ojos. Justo cuando creía que había hecho
algún progreso con ella, volvíamos al principio. Seguía mintiéndome en la
puta cara.
¿Cómo se atreve?
Respiré hondo, intentando calmarme y centrar la cabeza. Sabía desde el
principio que no sería un proceso fácil y rápido. Haría falta algo más que
unos azotes para que Tatum dijera la verdad.
Una lágrima resbaló por una de sus mejillas mientras me miraba
fijamente. Fruncí el ceño y mis pensamientos se desviaron en otra dirección.
Tal vez creía sinceramente que era inocente. Tal vez estaba traumatizada
por el horror de lo que hizo y lo bloqueó, incapaz de procesar o hacer frente
a la culpa. Pero en algún lugar, encerrada en lo más profundo de su mente,
debía de estar la certeza de que era totalmente responsable. ¿Por qué si no
iba a ceder tan fácilmente? ¿Por qué si no iba a suplicar más castigo?
—De acuerdo. Hemos terminado por esta noche —dije con rigidez—. Vete
a la cama, Muñeca. Te volveré a ver pronto.
—¿Mañana? —preguntó con los ojos muy abiertos. Si no me equivocaba,
estaba esperanzada. Realmente quería volver a verme.
Algo brilló en mi mente. Una idea. Una buena, además.
Sonreí pacientemente.
—Sí, Muñeca. Mañana.
Asintió y se metió en la cama. La tapé con la manta y mantuve la sonrisa
falsa mientras la arropaba.
El otro día me dijo que nunca podría poseer de verdad a alguien que me
odiara, y ahora me doy cuenta de que tenía razón en eso. No podría. También
me di cuenta de que nunca podría destruir completa y totalmente algo que
no poseo completamente. No adecuadamente.
Mientras yo fuera cruel y malicioso con Tatum, ella seguiría odiándome,
aunque exteriormente cediera y me obedeciera. Aunque me deseara
físicamente. Ella continuaría resistiendo en su interior, nunca dejándose ir
en su mente, nunca sometiéndose verdaderamente a mi posesión.
Pero si cambiaba de táctica y evitaba que me odiara, podría hacer que se
dejara llevar. Hacer que se sometiera. Mente, cuerpo y alma. Si lo lograba,
podría conquistarla y poseerla de verdad. Entonces podría finalmente llevar
a cabo mi venganza y destruirla con una precisión fría y mortal, haciendo
que se arrepintiera de cada segundo de su existencia.
Sólo había una forma de conseguirlo. Sólo una manera de hacer que
dejara de odiarme. Tenía que tirar todos mis planes por la ventana e ir en
dirección contraria.
Tenía que hacer que se enamorara de mí.
M
e desperté con un sudor frío de vergüenza y arrepentimiento. Oh,
Dios. Estaba pasando otra vez...
Intenté mantenerme fuerte anoche, intenté resistirme a Elias y
a todos sus oscuros señuelos, pero me había doblegado una vez más. Me
hizo rogar por el látigo, me hizo rogar por el castigo, me hizo admitir que lo
necesitaba. Pero eso no fue lo peor.
Lo peor es que me encantaba.
Quería más. Lo anhelaba, tenía sed de él, lo necesitaba.
En el pasado había fantaseado con este tipo de situaciones, me había
preguntado cómo sería que alguien me dominara y me controlara, pero
nunca pensé que lo disfrutaría en la vida real. Especialmente contra mi
voluntad. Sin embargo, aquí estaba, sumergiéndome de cabeza en la
oscuridad cada vez que Elias me daba la más mínima orden.
Oficialmente había perdido la cabeza.
—Buenos días, Muñeca —dijo una voz suave desde mi derecha.
Me di la vuelta, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Hablando del
diablo... Elias estaba aquí, en mi celda.
—¿Estás aquí para llevarme al gimnasio? —pregunté. Por lo general, cada
mañana llegaba un guardia para acompañarme arriba a hacer ejercicio y
darme una ducha, pero nadie había venido a buscarme todavía.
—Hoy no hay gimnasio. Tengo una sorpresa para ti.
Sólo Elias King podía hacer que la palabra “sorpresa” sonara ominosa. Mi
corazón empezó a acelerarse y temblores sacudieron mis manos.
—¿Una sorpresa? —Dije en un murmullo bajo y aterrorizado.
Sonrió.
—Relájate. Esto no es un castigo. Yo... —Hizo una pausa por un segundo,
la emoción brillando en sus ojos normalmente fríos—. Creo que anoche fui
un poco brusco contigo. Puede que me pertenezcas, pero eso no significa
que deba abusar de ti más allá de tus límites. Debería cuidar de mis
pertenencias. Hoy voy a compensarte.
Me quedé boquiabierta, con la impresión reverberando en mi cuerpo.
Seguramente se trataba de algún tipo de juego cruel. Realmente no quería
compensarme. De ninguna manera. Le encantaba la idea de hacerme daño
y maltratarme. Después de todo, creía que yo había matado a su mejor
amigo.
Además, lo de anoche no sobrepasó ningún límite para mí... ¿verdad?
O tal vez sí.
Tal vez este lugar me había vuelto tan loca que ya no podía distinguir. Tal
vez en realidad no amaba ni ansiaba el dolor de aquel látigo, ni los zarcillos
de cuero negro que recorrían mi piel, burlándose de mí y atormentándome.
Tal vez simplemente estaba sucumbiendo a una especie de síndrome de
Estocolmo en el que mi cerebro intentaba convencerse a sí mismo de que
amaba el abuso como mecanismo de supervivencia.
Elias frunció el ceño al ver mi expresión de sorpresa.
—Levántate. Te prometo que no es ninguna broma. Quiero que hoy
tengamos un buen día, así que por favor no me lo pongas difícil.
—Vale. —Me levanté y me acerqué tímidamente a él. Entonces me di
cuenta de que, una vez más, había olvidado llamarle Amo. Me acobardé por
reflejo, pensando que de repente podría arremeter contra mí—. Lo siento,
amo. Sigo... sigo olvidándolo.
Se limitó a sonreír de nuevo y me puso una mano firme en el hombro
izquierdo.
—Cálmate, Muñeca. Tranquila. Entiendo que esto aún es muy nuevo y
difícil para ti. He sido demasiado duro contigo y lo lamento. Te llevará tiempo
recordar las reglas, así que voy a ser más indulgente a partir de ahora.
¿Entendido?
Volví a mirarle fijamente, con los ojos muy abiertos. Tenía que ser un
sueño. ¿Por qué si no iba a cambiar de repente de opinión sobre la forma en
que quería tratarme? No tenía ningún sentido... a menos que se sintiera
realmente mal por la forma en que había actuado conmigo hasta ahora.
Tal vez debajo de esos ojos fríos y rasgos arrogantes, Elias King tenía
realmente un alma.
—¿Por qué? —pregunté, con la voz apenas por encima de un susurro—.
¿Por qué ahora?
Se frotó la barbilla.
—No soy demasiado orgulloso para admitir cuando me equivoco, y creo
que mi comportamiento de anoche fue definitivamente eso. Me quedé
despierto toda la noche pensando en ello. Lo llevé demasiado lejos y te hice
daño.
Sentí un impulso repentino e inexplicable de consolarlo y decirle que
estaba bien, de decirle que no estaba malherida. Incluso que me gustaba.
Pero entonces la parte racional de mi cerebro me susurró “síndrome de
Estocolmo” y callé.
No tenía ni idea de lo que era correcto. Ni idea de qué pensar. Ni idea de
qué sentir.
Me estaba volviendo más y más loca con cada minuto que pasaba en este
lugar.
Dejé que Elias me sacara desnuda de la celda. Ya no me importaba si
alguien más me veía así. Ya no me avergonzaba de mi cuerpo. Además, el
ejercicio diario y la comida insípida de las últimas semanas me habían
sentado bien. Por horrible que pareciera, mi figura nunca había tenido mejor
aspecto. Me di cuenta ayer, cuando Mellie me ayudó a ponerme el precioso
vestido morado.
Elias me llevó al primer piso y me condujo a una enorme habitación con
grandes ventanales con cortinas. Un tercio de la habitación se había dividido
en un gran cuarto de baño diáfano con suelo de baldosas de mármol blanco
y negro y una gran bañera con patas de garra.
La parte principal de la habitación tenía el suelo de parqué pulido,
cubierto en su mayor parte por una gigantesca alfombra persa estampada,
y gran parte del espacio lo ocupaba una enorme cama con dosel y cuatro
postes. A la izquierda había un espejo colgante junto a una cómoda de
marquetería con tapa de mármol. A la derecha había un antiguo sillón
francés. Las paredes eran de color verde menta pálido con paneles
moldeados, y una gran araña de cristal colgaba del centro del techo.
Era anticuado, pero bello al fin y al cabo.
De la bañera salía vapor y un aroma celestial. Elias la señaló.
—Te he preparado un baño. Métete —ordenó.
Vacilo. Todavía tenía la espalda y el pecho llenos de ronchas rojas de la
noche anterior, y sabía que meterme en una bañera de agua caliente me
escocería muchísimo.
—Eli... quiero decir, amo, no estoy segura de poder… —señalando una de
las ronchas—. Me dolerá.
—No lo hará. Te lo prometo. ¿Confías en mí? —dijo, tendiéndome una
mano.
Tragué saliva. ¿Realmente tenía elección?
Le cogí de la mano y dejé que me guiara hasta la bañera, hundiéndome
lentamente en el agua burbujeante. Sorprendentemente, tenía razón. La
bañera estaba llena de una especie de sales que me relajaron
inmediatamente los músculos y tuvieron un extraño efecto refrescante en
mis marcas de látigo, aunque el agua estaba caliente.
Elías se sentó en el borde de la bañera y me observó mientras me relajaba
en el baño.
—Mmm... —No pude evitar soltar un gemido de satisfacción.
Sus labios esbozaron una sonrisa fantasmal.
—¿Ves? Es un tipo especial de sal de baño de Francia. Cuando era niño,
mis niñeras me la ponían en el baño si alguna vez me raspaba la rodilla o
algo así.
—¿Cuántas niñeras tuviste? —pregunté tímidamente, curiosa por saber
cómo era crecer siendo muy rica. Lo más parecido a una niñera que había
tenido era el televisor que mi madre me ponía delante cuando quería estar
un rato sola.
—Cuatro.
—Tus padres habrán agradecido la ayuda extra —dije, intentando sonar
lo más agradable y simpática posible. No tenía ni idea de lo que podría
provocarle y hacer que volviera a enfadarse conmigo.
Apretó los labios.
—Mi madre murió cuando yo era un bebé, y mi padre trabajaba la mayor
parte del tiempo. Así que sí, supongo que fue apreciado. Al menos por mí.
Vi un destello de vulnerabilidad en sus ojos y, por un momento, me sentí
fatal por él, a pesar de todo lo que me había hecho.
—Lo siento mucho —murmuré—. No tenía ni idea de lo de tu madre.
Durante un breve instante, mi cerebro volvió a gritarme “¡Estocolmo!”
Sabía que uno de los síntomas de la enfermedad era que el cautivo empezara
a sentir compasión por su captor, y sin duda ahora mismo sentía lo mismo
por Elias.
Hice a un lado la sospecha. No, no era una enfermedad mental. Realmente
me sentía mal por él. Podía ser un gilipollas, y podía odiarle por lo que había
hecho, pero aún podía separar mis sentimientos de la tristeza de su
educación sin madre. No importaba quién fuera, era trágico que ella hubiera
muerto tan joven, dejándole a él ser criado por un montón de niñeras.
Se levantó bruscamente.
—No tiene importancia. Ni siquiera la recuerdo —dijo acercándose al
extremo de la bañera donde yo apoyaba la cabeza.
Metió la mano en el agua y me acarició lentamente los hombros y la
espalda, y la sensación de sus palmas sobre mi piel fue la más deliciosa y
gratificante que jamás había sentido. Incluso mejor que cuando me untó la
crema la noche anterior. Sus manos eran fuertes y talentosas, y sabía
exactamente cuánta presión aplicar para que mi traicionero cuerpo
respondiera.
—¿De verdad crees que maté a Ben? —solté de repente. En realidad no
quería que se me escapara la pregunta, pero me había estado quemando la
lengua, así que supongo que tenía que salir de una forma u otra. Me alegré
de que Elias estuviera encima y detrás de mí, así que no pude verle la cara
cuando le pregunté. Sin embargo, sentí que se ponía rígido.
Me devolvió la pregunta en voz baja.
—¿De verdad crees que no lo hiciste?
—Sí —murmuré—. Sé que tuve la culpa de alguna manera, pero no lo
empujé.
Hubo una larga pausa, densa y volátil, cargada de tensión. Me retorcí en
la bañera, arrepintiéndome de haber abierto la bocaza.
—No hablemos de esto ahora —murmuró finalmente Elias en tono
entrecortado—. Quiero que pasemos un buen día.
Exhalé un suspiro de alivio mientras mi pulso se ralentizaba. Debo admitir
que me sorprendió su reacción. Pensé que volvería a ser el mismo de
siempre, enfadado y furioso, lleno de ardiente ira contra mí. Pensé que me
arrastraría de nuevo a la habitación roja, me ataría y me pegaría. En cambio,
seguía siendo amable e indulgente, como había prometido antes.
Mi mente volvió al artículo que Greer me envió sobre la programación de
esclavos beta. Al parecer, una de las técnicas de control mental que
desarrollaron los psicólogos de MK-Ultra era una especie de indulgencia
irrelevante. Consistía en conceder al esclavo ciertos privilegios en momentos
totalmente aleatorios y sin razón aparente. Esto los confundía, lo que los
llevaba a ser aún más obedientes y serviles.
¿Era eso lo que Elias me estaba haciendo hoy?
Si era así, funcionaba de maravilla. Estaba muy confusa y me sentía en el
filo de la navaja. Un desliz más y la indulgencia podría desaparecer,
sustituida por el frío acero de la ira. Tenía que intentar portarme bien para
evitarlo.
Un momento después, Elias se levantó, se secó las manos y se acercó a la
cómoda de mármol que había al otro lado de la habitación. Había una
bandeja de plata sobre ella. La cogió y se la llevó. Me llegó a la nariz un
delicioso aroma a mantequilla cuando sacó la tapa de la bandeja.
—¿Es...? —Le miré, dejando que mi pregunta quedara en el aire.
Asintió con la cabeza.
—Rollo de langosta caliente de la mantequería de tu colegio residencial en
Roden. Son tus favoritos, ¿verdad?
—Sí —dije en voz baja. El simple hecho de ver y oler el panecillo me trajo
todo tipo de recuerdos de mi época en Roden. Mis amigas y yo solíamos ir a
la cafetería a tomar montones de panecillos después de estudiar todo el día,
riéndonos mientras hablábamos de los profesores a los que queríamos
abofetear, de los exámenes que estábamos seguras de suspender y de los
chicos de nuestras clases que nos parecían guapos.
Todo eso parecía tan lejano ahora, como si fuera de una vida diferente que
viví hace cientos de años.
—Hice que los trajeran por avión hasta aquí para ti —dijo Elias—. Pensé
que te haría sentir un poco menos antagonista hacia mí.
Me senté más erguida en la bañera y le di un mordisco al panecillo
mientras él me lo tendía. Estaba tan delicioso como lo recordaba y gemí de
placer mientras masticaba.
Si estuviéramos aquí en otras circunstancias, esto podría ser
legítimamente romántico: una habitación preciosa, un baño de burbujas
caliente, un masaje y mi comida favorita, mi placer culposo, traída desde
Roden. Elias podría ser el novio perfecto... si no me hubiera secuestrado y
mantenido como rehén en esta hermosa mansión de horrores espantosos.
Una idea ardió de repente en mi mente. Sin querer, me había dado una
pista sobre dónde estaba la mansión. Si había conseguido traer un rollito de
langosta caliente desde el campus de Roden en New Marwick sin que se
enfriara ni se empapara, eso significaba que la Escuela de Acabado no podía
estar muy lejos. Lo más probable es que fuera al norte, ya que había dicho
“por avión”. Por lo que yo sabía, podríamos estar tan cerca como Bridgeport.
Mi corazón se hundió un segundo después al recordar que Elias era
multimillonario. Claro. Tenía acceso a varios aviones privados, lo que hacía
que el proceso de volar hacia y desde los lugares fuera mucho más rápido y
fácil. Un corto vuelo de una hora al norte de New Marwick podría poner la
Escuela de Acabado en algún lugar de Maine. Tal vez incluso tan lejos como
Canadá. Así que de nuevo, todo lo que realmente sabía era que estábamos
en la costa en algún lugar.
Me desplomé en la bañera y suspiré abatida.
¿Volvería a saber dónde estaba?
—¿No quieres más? —preguntó Elias, frunciendo el ceño mientras volvía
a extender el rollo.
Sacudí la cabeza.
—Lo siento. No tengo hambre.
—Está bien. Lo dejaré allí para que lo termines más tarde —dijo. Algo brilló
en sus ojos antes de alejarse. ¿Decepción? ¿Enfado? ¿Preocupación? No
sabría decirlo.
Cerré los ojos y me sumergí en el agua, levantando una mano para
frotarme la cara. Cuando salí, respiré hondo y seguí frotándome la cara,
quitándome todos los restos del maquillaje de anoche, que se me había
derramado por las mejillas e incrustado en trozos negros al llorar.
Un momento después, Elias se acercó a mí con una toalla. Justo a tiempo;
el agua empezaba a estar tibia. Me levanté y dejé que me envolviera con la
toalla, deleitándome con el suave tejido, y luego salí a las baldosas.
Elias siguió frotándome con la toalla y, cuando estuve seca, la tiró a un
lado y me condujo hacia el gran espejo colgante en el dormitorio. Estaba
enmarcado en adornos dorados. Me quedé mirando mi reflejo de cara lavada,
preguntándome qué pensaría Elias de mí cuando me veía así. A pesar de las
cosas que me había hecho, seguía siendo el hombre más sexy que había
visto en mi vida y, comparada con él, yo me sentía completamente simple y
aburrida.
Pareció leerme el pensamiento, porque se colocó detrás de mí y deslizó las
manos por mis caderas y mi cintura, acariciando mi cuerpo mientras sus
ojos se centraban en mi cara en el espejo.
—Incluso sin maquillaje, sigues teniendo ese aspecto —murmuró. Luego
se apartó.
Mis labios se crisparon ligeramente. Supongo que esa era su idea de un
cumplido.
Volvió un momento después, con una bolsa en la mano.
—Para ti —dijo.
Abrí tímidamente la bolsa y encontré un precioso conjunto de lencería
negra. El sujetador tenía detalles de perlas y pequeñas cintas entretejidas
en algunas partes, y las bragas tenían una abertura en la parte delantera
con volantes de encaje para disimularla. Clásico con un toque lascivo.
—¿Quieres que me ponga esto ahora? —pregunté nerviosa.
—Obviamente. —Elías sonrió satisfecho.
Me puse las bragas y me enganché el sujetador a la espalda. Luego volví
a mirarme en el espejo. Con maquillaje o sin él, el conjunto me daba un
aspecto increíble. Era increíble lo que podía hacer un buen sujetador.
—Gracias —dije sin aliento—. Es precioso.
—Podría decir lo mismo de ti.
Me volví para mirarle con una tímida sonrisa.
—Gracias.
Sus ojos se oscurecieron al mirarme. Me sentía tan pequeña, tan diminuta
e impotente comparada con él.
—Ojalá no fueras tan jodidamente guapa. Me pones las cosas muy difíciles
—dijo, con voz baja y ronca.
—Eso es exactamente lo que siento por ti —dije en voz baja. Y era verdad.
Ojalá no fuera tan guapo, porque así sería mucho más fácil seguir odiándolo.
En ese momento, Elias se inclinó y me besó. Urgente, caliente, necesitado.
Salvaje.
Me tomó la cabeza con las manos y me levantó la cara para abrazarme.
Gemí y le devolví el beso, mi lengua luchando con la suya, los dientes
mordisqueándole el labio inferior mientras clavaba las uñas en sus anchos
hombros, aferrándome a él.
Una voz lejana en el fondo de mi mente me decía que era una mala idea
besar así al enemigo. Debería sentirme mal por ello, debería alejar a Elias,
pero en el calor del momento, no me importó lo suficiente como para
detenerme. Me sentía demasiado bien.
Podría arrepentirme de todo más tarde, cuando el momento hubiera
pasado y hubiera recuperado la cordura.
Elias gimió y bajó una mano para agarrarme la cadera izquierda, y cuando
me acercó a él con un movimiento brusco, sentí cómo su polla se tensaba
contra los límites de sus pantalones. De repente, se apartó de mi boca y,
justo cuando estaba a punto de protestar, sus labios calientes encontraron
mi cuello y me salpicaron la garganta con besos suaves y pellizcos duros,
haciéndome gemir.
Sentí que me movía hacia atrás. Segundos después, Elias me empujó
sobre la cama. Jadeé cuando puso su peso sobre mí, inmovilizándome antes
de darme otro beso brutal en los labios, uno que me dejó sin aliento.
Una mano se deslizó por mi vientre y luego se deslizó por encima de mis
bragas. Me retorcí debajo de él mientras mi interior empezaba a dolerme
como una loca.
Elías metió la mano en la raja de la parte delantera de las bragas y me
presionó el clítoris con el pulgar.
—Te estás portando muy bien —me dijo contra el cuello, con su aliento
caliente haciéndome cosquillas en la oreja—. Tan complaciente. Eso es lo
que quieres hacer, ¿verdad?
—Sí —jadeé, moviendo las caderas. Accedería a cualquier cosa con tal de
que siguiera tocándome así. Además, saber que lo estaba complaciendo me
producía un estremecimiento electrizante, aunque sabía que debería
sentirme profundamente avergonzada por ello. No debería querer hacerle
feliz, no debería querer nada de esto, pero eso sólo me hacía desearlo más.
Estaba mal, era tabú y estaba jodidamente caliente.
—¿Quieres saber cómo me siento dentro de ti? —dijo Elias en un
murmullo gutural, acariciando mi clítoris de nuevo.
Se me escapó un gemido. En contra de mi buen juicio, asentí.
—Sí.
—Me muero de ganas de que me supliques que te folle —dijo, con la voz
entre dientes.
Maullé bajo él, pidiendo a gritos que me liberara.
—Lo haré. Suplicaré. Haré lo que quieras.
—Todavía no —dijo, con el pulgar girando sobre mi clítoris—. Tenemos
que esperar a la ceremonia de vinculación.
Mi respiración se volvió áspera y entrecortada. Era tan cruel, hacerme
desearlo así sólo para arrancármelo todo.
—¿Por qué?
—Así son las reglas, Muñeca.
—¿Cuándo es?
—Mañana. Créeme, me voy a volver tan loco como tú —dijo, girando las
caderas y apretándose contra mi coño. Seguía con los pantalones puestos,
pero el mero contacto de su dureza contra mi clítoris me hacía sentir como
si fuera a abrirme en cualquier momento por la presión que se acumulaba
en mi interior.
Ya no era sólo cautiva de Elias. Estaba cautiva de esa necesidad ardiente
e insaciable de él, y no quería liberarme de ella. Lo quería dentro de mí,
quería que me follara hasta que el mundo se oscureciera.
Empezó a besarme por todo el cuerpo, dejando tras de sí un rastro de
pecaminosa humedad. Cuando su boca llegó a la parte superior de mis
bragas, abrí las piernas por instinto, y él rio entre dientes, pellizcándome la
cara interna del muslo.
—Lo deseas mucho, ¿verdad?
Le miré y asentí.
—Por favor.
Se acercó a mi núcleo dolorido, separando con una mano los volantes de
encaje de las bragas para dejar al descubierto la raja. Mi coño estaba ya a
escasos centímetros de sus labios y tragué con dificultad, incapaz de
contener las salvajes ansias que me inundaban.
—Ruega, y puede que te dé un adelanto —murmuró Elias, con un brillo
malvado en los ojos.
—Por favor —gemí—. Muéstrame cómo es. Haz que me corra.
—Correctamente.
Suelto un grito exasperado.
—Por favor, amo. Por favor, ¡haz que me corra!
Ya no veía bien, apenas podía pensar con claridad.
Elias sonrió satisfecho y acercó su boca a mi coño, su lengua separó mis
pliegues y se arremolinó sobre mi clítoris. Me lamió y me mordisqueó,
haciéndome estremecer y gemir, y yo cerré los ojos y me dejé llevar por las
olas del placer hasta que empecé a tener espasmos salvajes bajo sus
caricias. Sabía que le estaba empapando la cara con mi excitación, pero no
me avergonzaba. Era evidente que le gustaba mi sabor, o no estaría
devorándome así.
Cuando el clímax me desgarró por fin, lancé un grito ahogado y mis
piernas se agitaron como locas. Elias me sujetaba y su lengua bajaba hasta
mi entrada, lamiendo todos mis jugos.
Volvió a subir a la cama y se acurrucó a mi lado, rodeando mi cuerpo
tembloroso con sus fuertes brazos.
—¿Te ha gustado, Muñeca?
Asentí con la cabeza.
—Sí.
—Dime por qué.
—Me sentí mucho mejor cuando me tocaste esta vez —dije, recordando la
otra noche en mi celda, cuando me hizo tener mi primer orgasmo con las
bragas vibradoras. Fue increíble, pero no fue nada comparado con lo que
sentí ahora, con sus manos y su lengua sobre mí.
—Piensa cuánto mejor será con mi polla dentro de ti —me contestó,
hundiendo su boca en mi cuello.
Jadeé y asentí.
—¿Por qué tenemos que esperar otra vez?
—Reglas de la Corona y la Daga. Sólo se puede perder la virginidad en la
Vinculación.
—¿Pero cómo iban a saberlo? —Pregunté en voz baja—. Sólo estamos
nosotros aquí.
Sonrió satisfecho.
—Por mucho que me alegre de que desees tanto que te folle, de verdad que
no puedo. Hay cámaras escondidas por todas partes, así que el consejo de
la sociedad sabrá si te quito la virginidad antes de la ceremonia.
—Oh. —Me estremecí, sintiéndome de repente demasiado expuesta. Me
eché hacia atrás y me tapé con el edredón.
—No te avergüences —dijo Elias, sentándose sobre un codo—. Tu cuerpo
es perfecto.
—Gracias —murmuré—. Es raro saber que la gente podría habernos visto
haciendo... eso.
Se echó a reír.
—Vas a tener que acostumbrarte, Muñeca. La Vinculación delante de todo
el mundo.
—Oh. —Me mordí el labio inferior—. ¿Qué pasa exactamente durante la
ceremonia? Quiero decir, aparte de lo obvio.
—Nunca he estado en una, así que sé tanto como tú.
Mis cejas se alzaron.
—¿En serio? ¿Nunca has estado?
—Nunca tuve ninguna razón para ir antes. Así que supongo que lo
experimentaremos juntos, ¿no?
Asentí con la cabeza y me volví a acomodar entre sus brazos. Aún tenía
curiosidad por saber por qué había cambiado tan repentinamente de opinión
sobre mí -aparentemente, al menos-, así que decidí aprovecharlo todo lo que
pudiera. Quizá pudiera sacarle algunas respuestas mientras estuviera de
tan buen humor.
—¿Podrías contarme más sobre este lugar? —pregunté tímidamente.
Elias frunció el ceño.
—Ya sabes lo que es.
—La verdad es que no.
Se rio suavemente y se sentó bien.
—Oh, es verdad. Siempre se me olvida. Se supone que debes actuar como
si no tuvieras ni idea.
Arrugué las cejas.
—Realmente no tengo ni idea.
Sonrió pacientemente, como si estuviera siguiendo la corriente a un niño.
—Bien. Jugaré unos minutos —dijo, agitando una mano—. Pregúntame lo
que quieras. Dentro de lo razonable.
—Bien. ¿Qué es exactamente este lugar en el que estamos ahora? Sé que
se llama Escuela de Acabado y que tiene algo que ver con el entrenamiento,
pero eso es todo lo que realmente sé.
—Aquí es donde se envía a todas las chicas nuevas una vez que han
firmado sus contratos. Tienen que someterse a ciertos procesos que las
preparan para su estancia en la Logia. La forma en que son entrenadas
depende de quién sea su amo, pero el resultado final suele ser más o menos
el mismo.
—¿Qué es la Logia?
Una media sonrisa curvó de nuevo sus labios.
—Supongo que lo describiría como un patio de recreo para la élite. Un
retorcido palacio del placer. Cualquier cosa que un hombre desee, puede
tenerla allí. La mayoría de las chicas están entrenadas para proporcionarles
lo que pidan, por depravado que sea.
Fruncí el ceño.
—A mí me parece un burdel ilegal —murmuré.
—Bueno, si quieres ser grosera, entonces claro, eso es lo que es.
—Pero eres guapo, listo y rico —dije, inclinando la cabeza hacia un lado—
. Probablemente puedas tener a la mujer que quieras. Entonces, ¿por qué
necesitarías usar algo como la Logia?
—Porque la única mujer que quiero ahora mismo eres tú, en
circunstancias muy concretas que nunca aceptarías si no te estuvieran
pagando —dijo, con los ojos brillantes—. En cuanto a los otros miembros, la
razón por la que visitan el lugar es porque allí pueden conseguir lo que
quieran. Cosas que las mujeres normales no hacen, aunque lleven años
saliendo o casadas.
—Oh.
—Por supuesto, no es todo el mundo. A algunos de los miembros que nos
visitan sólo les gusta el rollo vainilla, y su mujer ya no les da nada. Otros
quieren un poco de acción BDSM ligera, como esposas y azotes. Pero la gran
mayoría prefiere algo... diferente. Sin reglas, sin límites.
—Supongo que estás firmemente en esa categoría —dije en voz baja.
Pensé que se reiría, pero en lugar de eso apretó los labios.
—Sí, pero lo siento mucho, Tatum —dijo. Mis ojos se abrieron de par en
par. Era la primera vez que usaba mi nombre real en una eternidad—. Te
presioné demasiado anoche, demasiado pronto.
Tragué saliva. No sabía qué responder.
Cambié de tema, intentando sacar provecho de su culpabilidad.
—Dijiste que me pagaban por estar aquí contigo —dije con recelo—. Pero
no es así. Te lo dije el otro día, son mis padres los que cobran.
Se incorporó y se frotó la barbilla.
—Bueno, sí. A la mayoría de las chicas que acaban aquí se les reparte el
dinero entre los miembros de su familia mientras cumplen sus contratos.
No es que puedan gastarlo mientras están aquí.
Sacudí la cabeza.
—No me refería a eso —dije, con la voz más aguda de lo que pretendía—.
No estuve de acuerdo con nada de esto, y sé que las otras chicas tampoco.
Suspiró.
—Dios... ¿otra vez esto? Sé lo que dice tu contrato, pero este acto se está
volviendo muy viejo, muy rápido. Sólo detente.
—¿Por qué no me escuchas? —Le dije—. Esto no es una actuación. No soy
una prostituta. Estoy aquí contra mi voluntad y mis padres se están
beneficiando de ello. Igual que las otras chicas. O fueron secuestradas o sus
padres las vendieron aquí.
—Por el amor de Dios...
—Por favor, Elias, si de verdad te importo, ¡escúchame! Ninguna de
nosotros quiere estar aquí. No estoy mintiendo.
—Sí, lo haces. —Sus ojos se entrecerraron—. Todas las chicas están aquí
por voluntad propia. La competencia para trabajar en la Logia es realmente
muy feroz, porque les pueden ofrecer hasta un millón de dólares por sus
contratos, dependiendo de la duración y otros factores.
Sacudí la cabeza. ¿Cómo podía decir esas cosas con la cara seria?
—¿Y Priyanka? La otra chica de Roden. Era una estudiante de Derecho
sobresaliente, y probablemente habría ganado mucho dinero una vez
graduada. Más de un millón a lo largo de los años. Ella no se vendería aquí,
y sé a ciencia cierta que no lo hizo. Me lo dijo ella misma. —le dije.
Enfado de nuevo, esta vez más ardiente.
—Creía que hoy nos iba tan bien —dijo Elias con un suspiro irritado—.
Pero no podemos permitir que sueltes esas mentiras, Muñeca. Necesito que
te calmes o los guardias tendrán que venir aquí y darte algo para que te
calmes. Estoy seguro de que sabes lo que pasará entonces.
El mensaje era claro. Por muy dulce o amable que fuera conmigo, seguía
siendo mi dueño. Seguía siendo su posesión para hacer lo que quisiera
conmigo. Si no reaccionaba como él quería, podía fácilmente drogarme y
obligarme a volver a mi celda, sólo para callarme o hacer que me comportara.
Podía silenciarme durante el tiempo necesario para que aceptara mi nueva
posición bajo sus órdenes.
Le fulminé con la mirada y me bajé de la cama. Ya no quería estar cerca
de él.
Elias se levantó y se acercó a mí.
—No te pongas así. No me gustaría estropear nuestro buen día. ¿Verdad?
Le miré indignada.
—Ya está estropeado.
Me miró como si no fuera más que una niña pequeña con una rabieta por
un juguete roto.
—Voy a darte una oportunidad más para que te calmes, Muñeca. Eres una
buena actriz, y va a ser muy divertido entrenarte como mi puta. Me gusta
toda la lucha que llevas dentro. Pero ahora no es el puto momento.
Sus palabras fueron como una bofetada de agua fría en mi cara. Al final,
eso era todo lo que yo era para él. Una puta. Algo infrahumano, un objeto
para ser entrenado y moldeado en la perfecta muñeca de placer.
—Estás enfermo —murmuré—. Si abrieras los ojos cinco minutos, verías
la verdad. Yo no pertenezco aquí, y ninguna de las otras chicas tampoco.
Este lugar y la Logia no son burdeles de lujo. Son celdas de tráfico sexual, y
los hombres de tu sociedad que los crearon deben ir a la cárcel.
Elias entrecerró los ojos y me empujó contra la pared.
—Si no te conociera, diría que lo haces a propósito para que te castigue.
¿Es eso lo que quieres que haga? —dijo con un tono peligroso en la voz.
—No. ¡Sólo quiero que me dejes ir a casa!
Me encogí por dentro al decirlo. No estaba diciendo “quiero irme a casa”
como una persona normal. No, estaba diciendo que quería que Elias me
dejara ir a casa, como si una gran parte de mi mente ya se hubiera rendido
a él y a sus pretensiones sobre mi propiedad. Como si una parte de mí
pensara de verdad que no podía hacer nada sin su permiso expreso.
Se inclinó aún más.
—Tu contrato establece que permanecerás conmigo mientras yo quiera
retenerte. Ya lo sabes. Y ahora mismo, no quiero dejarte ir.
Me invadió una ira ardiente.
—¡No! ¡Joder, no sé nada de eso, porque nunca firmé ningún puto
contrato! —grité, apartándolo de mí con una mano.
No sabía qué me había pasado, pero antes de que pudiera detenerme, mi
otra mano surcó el aire y le propinó una fuerte bofetada en la mejilla
derecha.
Inmediatamente me alejé de la pared, encogiéndome de miedo cerca de la
cama. Oh, mierda.
Le di una bofetada a Elias.
De hecho, alargué la mano y abofeteé a un hombre que podría haberme
golpeado hasta dejarme sin sentido si lo hubiera deseado.
Se llevó una mano a la mejilla enrojecida y se volvió hacia la cama, con
los ojos duros como el acero mientras me miraba.
—No deberías haber hecho eso —me dijo. Su voz era suave, pero fría como
el hielo y peligrosa.
Caí de rodillas.
—¡Por favor, lo siento! —Dije, desesperada por evitar el terrible castigo que
me tenía reservado. Ya me caían lágrimas calientes de los ojos—. No era mi
intención. Fue un accidente.
Elias me levantó bruscamente y me empujó contra la pared, con los ojos
encendidos.
—Siempre has tenido un concepto muy retorcido de lo que es un
accidente, ¿verdad? Levantas la mano y me abofeteas a propósito, y lo llamas
accidente. Empujas a un hombre por un acantilado por rabia, y
aparentemente eso también es un accidente.
—Por favor —gemí—. No quería decir eso, sólo quería... —Me quedé a
medias, los sollozos sustituyeron a mis palabras mientras me arrastraba
hacia la puerta.
—Volverás a tu celda y te quedarás allí. No saldrás por ningún motivo
hasta La Vinculación de mañana por la noche, y después estarás allí otros
tres días. Ni ejercicio, ni ducha, ni nada —dijo—. En realidad iba a dejarte
aquí conmigo el resto del día y de la noche, pero acabas de demostrar que
aún no puedes soportarlo.
Grité mientras tiraba de mí. Ahora que había visto la bonita habitación y
había estado en ella con él, no podía soportar la idea de volver a mi celda.
Sobre todo si volvía a quedarme sola durante días y días. Ya había tenido
más que suficiente. Un día más podría llevarme al borde de la locura.
—¡No, por favor, me portaré bien! Lo siento. —Grité mientras Elias tiraba
bruscamente de mí por el pasillo, hacia el ascensor.
Hizo caso omiso de mis súplicas. Cuando llegamos a mi celda subterránea,
me negué a entrar, plantando los pies tan firmemente como pude en el suelo
de cemento del exterior.
—¡No! ¡No puedo volver a estar sola! —dije—. Ya no. No puedo hacerlo. Por
favor, Amo...
Mi voz se quebró, cargada de emoción. Elias se limitó a mirarme con ojos
fríos, abrió la puerta y me metió dentro con él. Por mucho que luchara, su
fuerza siempre superaba a la mía.
Caí de rodillas otra vez, suplicando y suplicando, agarrándome a sus
piernas.
—No me dejes aquí. Azótame otra vez, hazme lo que quieras. Pero no esto
otra vez.
Seguía sin responder y sentí que la desesperación me calentaba la cara.
—Por favor, por favor, por favor —sollocé, bajando la cabeza—. Elias, eres
todo lo que tengo...
Era desolador pero era cierto, por mucho que odiara admitirlo. Los
guardias nunca me dirigían la palabra y, técnicamente, no me estaba
permitido hablar con ninguna de las otras chicas de aquí, así que las
conversaciones con ellas en el gimnasio eran siempre susurradas y
esporádicas. Si me retenían en mi celda durante los próximos dos días
seguidos, incluso esos breves momentos desaparecerían.
Elias era el único con el que podía tener conversaciones reales, siempre
que me portara bien, y era el único con el que podía pasar tiempo. Mi único
contacto humano. Él era realmente todo lo que tenía en este lugar.
Ahora lo había estropeado todo. Él no me quería, ni siquiera quería estar
cerca de mí.
Chica mala. Chica mala. ¡Mala chica! El horrible cántico empezó en mi
cabeza, subiendo de tono. La culpa y la vergüenza se arremolinaban en mi
interior, revolviéndome las tripas.
Elias me miró, con ojos planos y sin emoción.
—Realmente lo intenté contigo —dijo suavemente—. ¿Cuántas veces te
dije que quería que hoy fuera bueno para los dos?
—Lo has dicho mucho —dije, secándome las mejillas y la nariz mientras
se me escapaban las lágrimas.
—¿Y qué hiciste?
—Lo estropeé. Por favor, amo, volveré a hacerlo bien. Castígame como
hiciste anoche y llévame a la habitación contigo. No me dejes sola.
Sonrió, una sonrisa cruel.
—No voy a azotarte. Para empezar, no estás del todo curada de lo de
anoche. Estás cubierta de verdugones, y no necesito que mi juguete se
infecte y se rompa —dijo secamente—. Y dos, no voy a ceder y darte lo que
quieres. Sé perfectamente que no puedes soportar la idea de quedarte sola
aquí otra vez, no después de todas las pequeñas muestras de libertad y lujo
que te han dado. Este es el peor castigo que puedes imaginar ahora mismo.
Así que es lo que vas a recibir.
Gemí y supliqué, pero él me ignoró y salió de mi celda.
Lloré histéricamente mientras esperaba, con la esperanza de que sólo
fuera una prueba, pero no volvió. Sin dejar de sollozar, me arrastré hasta el
rincón y me hice un ovillo, meciéndome de un lado a otro.
En algún momento, debí de arrastrarme hasta la cama y quedarme
dormida. No recordaba haberlo hecho, pero cuando volví a abrir los ojos,
estaba debajo de la manta y por fin tenía las mejillas secas.
Algo me llamó la atención, me incorporé y miré. Había una bandeja junto
a la ranura de mi puerta. Una familiar bandeja plateada.
Me levanté de la cama, me acerqué y levanté la tapa. Debajo estaba lo que
quedaba de mi rollo de langosta de antes, junto con otro nuevo. Caliente,
mantecoso, delicioso.
También había una nota en la bandeja. Mis ojos recorrieron las palabras
garabateadas. No soy un monstruo.
Se me llenaron los ojos de lágrimas, me volví a caer al suelo y sollocé, esta
vez de alivio. Esta mañana tenía razón.
A pesar de todo, Elias aún tenía alma.
A
brí un ojo cuando algo crujió cerca de mí. Había un hombre en mi
habitación. Todo lo que podía ver era el pelo castaño y los fríos ojos
azules y verdes. El resto estaba borroso.
Un gemido escapó de mis labios.
—¿Dónde... dónde estoy? —pregunté.
—Siéntate. Se te pasará pronto. Sabes que estas cosas son necesarias —
dijo el hombre—. Creo que anoche te dieron una dosis demasiado alta, si
estás tan mal. —Su voz era fría, peligrosa, y me hizo sentir miedo. No
recordaba quién era, pero sabía que debía temerle.
Intenté hacer lo que me decía, incorporándome aletargada hasta quedar
sentada. Estaba en una cama pequeña con sábanas blancas y una manta
gris. Balanceé las piernas sobre uno de los bordes y me froté los ojos antes
de volver a mirar a mi alrededor.
Repetí mi pregunta anterior.
—¿Dónde estoy?
El hombre me fulminó con la mirada.
—Tatum, llevas aquí semanas. Sabes dónde estás. Piensa.
De repente me vino un nombre a la cabeza, claro como el agua.
—King —susurré—. Ese... ese eres tú.
Era Tobias King. El hombre más rico del país. Pero ¿por qué estaba aquí?
Esforcé mi mente, haciendo mi mejor esfuerzo para averiguarlo.
—Buena chica. Estás empezando a recordar.
Con voz temblorosa, volví a hablar.
—¿Por qué estoy aquí?
—Porque tú lo pediste.
Sacudí la cabeza.
—No...
Una sonrisa viciosa.
—Oh, sí.
Mi memoria empezaba a volver lentamente. Recordé una ceremonia en el
bosque, antorchas encendidas, hombres vestidos con máscaras de cuernos
y anillos dorados. Una mujer vestida de blanco, atada a un altar de piedra...
Gemí, y los recuerdos siguieron filtrándose. Una mansión en la oscuridad.
Una calavera llena de líquido rojo. Un hierro metálico caliente apretado
contra mi piel. Mellie, riéndose cruelmente de mí. Un salón de baile. Un
látigo con borlas. Un baño.
Elias.
—Yo hice que esto ocurriera —susurré, acercándome para palparme la
marca en la parte baja de la espalda. Aún no estaba curada del todo, pero
la costra estaba casi a punto de caerse y no estaba infectada.
Tobías esbozó otra sonrisa desagradable.
—Así que todo está volviendo a ti. Gracias a Dios que se te está pasando.
Te necesitamos lista para esta noche, ¿no?
—¿Esta noche?
—La Vinculación es esta noche. Seguro que recuerdas esa parte.
Negué con la cabeza.
—Yo no.
—Significa que por fin es hora de que pierdas tu virginidad.
De repente, todo lo demás me vino a la mente. Sí, claro. Anoche me habían
dado un poco de zumo de naranja porque los guardias estaban hartos de
que llorara por Elias después de que me dejara los rollitos de langosta. No
me extraña que me sintiera mareada y aturdida durante tanto tiempo. Las
drogas del zumo me adormecían y me mareaban, y me dificultaban recordar
nada cuando me despertaba, al menos durante los primeros minutos.
Deseaba no recordar nada de todo esto. Deseaba que las drogas me lo
quitaran para siempre, que dejaran mi mente impoluta e inocente.
—No puedo creer que haya hecho esto —repetí miserablemente.
—Lo hiciste porque perteneces aquí. —Otra sonrisa desagradable—. ¿No
es así?
Asentí con la cabeza. Odiaba admitirlo, pero tenía razón. Este era mi lugar,
y todo era culpa mía.
Pensé en lo diferente que habría sido mi vida si hubiera tomado otras
decisiones. Mejores decisiones. ¿Y si hubiera sido inteligente y hubiera
aceptado desde el principio que no pertenecía al mundo de la élite y, por lo
tanto, nunca hubiera asistido a esa fiesta con Katie hace casi dos años? No
habría conocido a Ben Wellington, no habría contribuido a su muerte y no
habría acabado en el radar de los King. No estaría aquí ahora, poseída y
subyugada por uno de ellos.
Cada elección que había hecho, cada acción que había llevado a cabo...
todo me estaba llevando por un camino retorcido, llevándome hacia Elias.
Todo este tiempo.
—¿Dónde está? —Grazné—. Elias.
—¿Le echas de menos? Qué dulce —dijo Tobías en tono ácido.
Me estremecí. Sí, le echaba de menos. Echaba de menos su voz, su tacto.
Me había quedado sola en esta habitación durante lo que me pareció una
eternidad, aunque sabía que sólo había sido desde anoche. Un castigo bien
merecido. Ayer me porté mal y golpeé a Elias. Ahora tenía que portarme bien
o recibiría más castigo. Más confinamiento.
—Ha vuelto a Roden —continuó Tobias con brusquedad—. Tenía una
especie de examen de grado. Pero no te preocupes, vendrá esta noche.
—De acuerdo —murmuré. Un último resto de racionalidad, un pequeño
retazo en el fondo de mi mente me decía que no debería echar de menos a
Elias. No debería ansiarlo. No debería estar desesperada por verle.
Oh, pero lo estaba.
Quería que me tocara como lo hizo el otro día. Quería que me trajera todos
esos placeres acalorados, que me hiciera sentir mejor y olvidarme de dónde
estaba durante unos minutos. Cuando me tocaba, era la única vez que me
sentía bien en este lugar. El único momento en el que tenía verdaderas ganas
de seguir adelante.
Necesitaba más, aunque fuera malo para mí. Aunque me destruyera.
Tobías me chasqueó los dedos.
—Tienes que ir arriba y empezar a prepararte.
—¿Se me permite salir otra vez? —pregunté. No me lo podía creer. No
cuando había estado atrapada aquí por lo que parecía tanto tiempo.
Me fulminó con la mirada.
—Eres realmente estúpida, ¿verdad? ¿Creías que la ceremonia sería aquí?
Claro que no, y claro que puedes salir. Por ahora, al menos. Así que date
prisa.
Me levanté y le seguí hasta el primer piso. Me llevó a la habitación con la
enorme bañera romana y me dejó allí, cerrando la puerta tras de sí con un
chasquido.
No estaba sola. Ya había otras chicas en el agua, lavándose y chapoteando,
y tres guardias patrullaban lentamente por la sala, asegurándose de que
nadie hablara.
Me metí en el agua tibia y azul. Ya estaba desnuda; me había quitado la
lencería que Elías me regaló poco después de arrastrarme a mi celda la
noche anterior. No merecía ponérmela. No hasta que él volviera a estar
contento conmigo.
Cuando todas estuvimos relucientes, los guardias nos ordenaron salir del
agua una a una, lanzándonos esponjosas toallas blancas.
—Vengan con nosotros —dijo uno de ellos.
Nos secamos rápidamente antes de envolvernos el cuerpo con las toallas
y salir de la habitación en fila india, siguiendo en silencio a los guardias por
otro pasillo. Después nos volvieron a separar. Vi que dirigían a Pri a una
habitación al principio de este nuevo pasillo y que empujaban a otra chica a
la habitación de enfrente. Seguí avanzando por el pasillo hasta que uno de
los guardias me dijo que me detuviera.
La puerta se abrió y un rostro familiar se asomó. Mellie.
—¡Hola! —dijo, como si fuéramos amigas de verdad. Como si no fingiera
todo y me vendiera como la brujita traicionera que era—. Voy a ayudarte a
prepararte. ¿Estás emocionada?
Me encogí de hombros. La verdad es que me entusiasmaba ver lo que
supondría la Vinculación, porque significaba que volvería a ver a Elias, pero
no quería decírselo.
—Por fin vas a perder la virginidad —continuó Mellie, ignorando mis
evidentes reticencias hacia ella—. Tienes suerte. Ojalá pudiera volver a
perder la mía. La perdí en una estúpida fiesta en el instituto. Pero tú... la
perderás con alguien especial. Alguien que te quería tanto que estaba
dispuesto a hacer cualquier cosa para tenerte.
Asentí en silencio. Era afortunada, en un sentido retorcido. Esta noche
estaría con Elias, mientras que muchas de las otras chicas se emparejarían
con viejos de cuerpos flácidos, entradas y ojos crueles. Como el hombre
horrible del baile. La idea me hizo estremecer.
—¿Por qué Elías es tan joven comparado con la mayoría de los hombres
que he visto aquí hasta ahora? —pregunte, de repente incapaz de contener
la pregunta.
Mellie sonrió.
—Ah, ella habla.
—Sólo era curiosidad —dije en voz baja, desviando la mirada.
—Bueno, es una buena pregunta. Y por suerte para ti, sé más que la
mayoría sobre La Corona y La Daga.
—Sí, lo sé. Por desgracia —murmuré.
Ignoró mi indirecta.
—Elias es sólo un miembro de segundo nivel de la sociedad. Técnicamente,
cualquier miembro de la sociedad de segundo o tercer nivel puede venir aquí,
pujar por una virgen y ocuparse de su entrenamiento antes de que vaya a la
Logia, pero suele ser más un juego de hombres mayores. Los chicos de
segundo nivel suelen ser todavía bastante jóvenes, así que aunque no les
importa tirarse a una puta preciosa en la Logia de vez en cuando, no siempre
tienen medio millón de dólares para gastar en una chica. O sí, gracias a sus
fondos fiduciarios, pero no quieren. Mejor ahorrar para su futuro y dedicar
su tiempo a establecer sus carreras y demás. Elias ya es multimillonario,
gracias a su familia. Pagar por ti y tu inocencia no es nada para alguien
como él.
—¿Así que los otros hombres aquí son en su mayoría de tercer nivel?
—Ajá —dijo con despreocupación—. La edad mínima de un miembro para
obtener la consideración para ese nivel es de veinticuatro años. Aunque la
mayoría no lo consiguen hasta que son mucho mayores.
—Cierto —murmuré.
Quería saber cuáles eran las diferencias entre el segundo y el tercer nivel,
pero sabía que Mellie nunca me lo diría. Ni siquiera debía saberlo. La única
razón por la que la sociedad no la había matado por descubrir sus secretos
era porque había sido capaz de convencerles de que podía prestar un servicio
necesario.
Siempre fue una chica lista.
Me sentó en un tocador de caoba oscura y se dispuso a depilarme las
piernas, las axilas y el coño. Soporté el dolor en silencio mientras me
arrancaba las tiras, sin querer darle la satisfacción de saber que me había
hecho daño.
Cuando tuve la piel suave y sin vello, me untó una loción de olor dulce
para calmar las rojeces y la irritación. Luego me maquilló: sombra de ojos
marrón oscuro, máscara de pestañas y pintalabios rosa. Como toque final,
me pasó un poco de iluminador dorado por las mejillas.
—Es la hora del cabello —murmuró, sobre todo para sí misma. Me lo
cepilló hasta que quedó brillante y sin enredos, y luego me lo peinó con
ondas sueltas que colgaban alrededor de la cara. Aunque no soportaba a
Mellie, tenía que admitir que tenía talento para estas cosas.
—Ya casi está —dijo, inspeccionando su obra en el espejo—. Ahora sólo
tenemos que vestirte.
Se dirigió a un armario al otro lado de la habitación y volvió con una bata
blanca de gasa. Me levanté y dejé que me la pusiera por la cabeza. Cuando
me moví, la ligera tela me envolvió y era lo bastante fina para que se me
vieran los pezones y el coño bajo la luz.
Remató el conjunto con un anillo de flores blancas en la cabeza. Parecía
una víctima del sacrificio de una virgen de un culto antiguo.
—Perfecto —dijo Mellie—. Tienes que salir a las siete y media, así que
tenemos algo de tiempo para matar. ¿Quieres ver una película conmigo?
Me quedé boquiabierta.
—¿Una película?
Frunció el ceño con impaciencia.
—Sí, una película. No has olvidado lo que son, ¿verdad? —dijo. Señaló un
ordenador portátil que había sobre la cama—. No se nos permite salir de
esta habitación hasta que sea tu turno, así que podemos hacer algo.
—No sé si se me permite —dije en voz baja.
—Jesús, realmente han hecho un número en ti —murmuró—. Tienes
permiso esta noche, ¿de acuerdo?
Fui y me senté en la cama. Mellie se unió a mí, abrió el portátil y puso una
película de Netflix. La vi en un silencio de ensueño. Todo esto era tan
surrealista. Estaba sentada viendo una comedia romántica con mi antigua
mejor amiga como si nunca hubiera pasado nada. Como si no fuera a perder
la virginidad en una extraña ceremonia dentro de dos horas.
Nunca había sido una de esas chicas que le daban mucha importancia a
la virginidad. No quería que hubiera una gran velada especial después del
baile de graduación del instituto, con velas y pétalos de rosas rojas por todas
partes. Sinceramente, sólo quería acabar de una vez y ver cómo era. Por
supuesto, nunca tuve la oportunidad, pero aun así, esa era mi actitud
general al respecto. Tal vez no fuera la mejor actitud y, desde luego, no era
la que la sociedad esperaba de las chicas de mi edad.
Si acabara yendo a una cita y acostándome con un chico al que apenas
conozco, y él acabara teniendo ya novia o padeciendo algún tipo de infección
de transmisión sexual, entonces sí, eso demostraría un mal juicio por mi
parte y acabaría siendo una mala decisión en comparación con todas las
chicas que esperaron a un chico especial y en una noche especial. Pero al
menos sería mi mala decisión.
Aquí en la Escuela de Acabado, la decisión estaba fuera de mis manos.
Perdería mi virginidad esta noche, me gustara o no. Y de repente, sin más,
ya no tenía la actitud de “acabar de una vez”. Quería que fuera especial.
Quería que fuera mi decisión. Quería que fuera con alguien que me
importara...
Me mordí el labio inferior, pensando en Elias. Se me ocurrió que él me
importaba de un modo retorcido y que, en otras circunstancias, sería más
que especial. En el mundo real, perder la virginidad con un tipo como él
sería memorable e increíble. ¿Aquí? Podría ser lo mismo si lo aprovechaba
al máximo. Era pecaminosamente sexy y hacía que me derritiera como nadie
y nada más, y justo el otro día, prácticamente le había suplicado que me
follara.
Esta noche probablemente no sería diferente. Tan pronto como sus labios
estuvieran sobre los míos, todos esos sentimientos lujuriosos se agitarían
dentro de mí de nuevo, y yo sería masilla en sus manos. Le rogaría que me
hiciera sentir bien, que me hiciera sentir mejor. Después de todo, él era el
único que podía...
—Tatum. —Mellie me dio un codazo—. Hora de irse.
Con las piernas temblorosas, me levanté y la seguí hasta el espejo para
que me diera un rápido repaso, y luego me sacó de la habitación. Me dejó al
final del pasillo con dos guardias. Me vendaron los ojos y me guiaron fuera
de la mansión.
Hacía frío fuera, pero me sentía bien. La emoción burbujeaba por mis
venas, calentándome, y casi sentía que no estaba realmente aquí. Como si
todo esto fuera un sueño en el que me miraba desde arriba, viéndome
caminar por aquel sendero oscuro hacia el anfiteatro del bosque. No podía
ver, pero sabía que era allí adonde íbamos. Oía el rumor bajo del océano a
mi derecha, y a la izquierda el sonido del viento que soplaba entre las ramas.
A lo lejos, oía el ritmo constante de los tambores.
El sonido se hizo más fuerte y de repente se detuvo. No había nada más
que silencio. Oscuridad. Los guardias me quitaron la venda, pero la
oscuridad seguía siendo total. No había luna que iluminara el mundo esta
noche, ni apenas estrellas visibles a través del espeso dosel de ramas. La
excitación de mi estómago se redujo a un zumbido de energía nerviosa.
—Sigue adelante —dijo uno de los guardias en un murmullo bajo—. Sigue
adelante hasta que te digan que te detengas.
Respiré hondo y comencé a avanzar, tropezando ligeramente. Sin los
hombres que me guiaran en la oscuridad, me sentía extraña y torpe, y ni
siquiera estaba segura de ir por el camino correcto.
Un repentino escalofrío me hizo temblar. Deseé que los tambores volvieran
a sonar para saber que iba en la dirección correcta, pero aparte del gemido
del viento, no había nada más que un silencio intimidatorio. Me sentí solo y
observado al mismo tiempo.
Una voz resonó de repente en la oscuridad.
—¡Alto!
Justo delante de mí se encendió una antorcha. A la luz parpadeante, pude
ver que estaba en el anfiteatro. La llama se dirigió hacia la derecha y volvió
a encenderse. Giró en círculo hasta que me vi rodeado por un anillo de
antorchas encendidas de seis metros de diámetro.
Más allá del círculo, distinguí a un grupo de personas sentadas en los
escalones del anfiteatro. Todos llevaban una capucha que colgaba sobre los
pómulos y la mandíbula masculinos. Uno de ellos dio un paso adelante, y
un miedo sigiloso se apoderó de la base de mi columna vertebral.
El hombre se quitó la capucha de la túnica y la dejó caer al suelo. En la
cabeza llevaba una máscara de bronce que le cubría la nariz y los pómulos
y ensombrecía el resto del rostro. No llevaba camisa y su piel bronceada
resplandecía a la luz del fuego.
Respiré aliviada. Conocía ese cuerpo en cualquier parte. Definitivamente
era Elias.
Se oyó un murmullo entre el público y, a continuación, los tambores
empezaron a latir en el aire a nuestro alrededor. Junto a ellos, un número
musical con un canto extraño e inquietante comenzó a sonar desde la parte
delantera del anfiteatro. No estaba en inglés ni en ningún otro idioma que
yo reconociera vagamente, así que no tenía ni idea de lo que significaban las
palabras, pero era hipnótico de todos modos.
Se me aceleró el pulso en una mezcla de miedo y expectación cuando Elias
me levantó y me llevó en brazos. Estábamos a pocos metros de un enorme
altar, y un momento después me depositó suavemente sobre él.
El altar estaba cubierto de un pesado terciopelo oscuro, con dos varas de
bronce en el extremo más cercano a mi cabeza. Dos hombres se acercaron
con lo que parecían pañuelos de seda blanca. Me quedé inmóvil mientras
me ataban los brazos por encima de la cabeza y sujetaban la tela a las varas.
Ahora no podría moverme, aunque quisiera.
Elias estaba encima de mí, observándome a través de su máscara. Vio que
temblaba, se agachó y me acarició un brazo. Sentí su calor impregnándome
la piel, extendiéndose por mi organismo como aceite caliente, mientras los
sonidos del anfiteatro se hacían más fuertes y los cánticos reverberaban en
la estructura de piedra. El mundo entero parecía vibrar, difuminarse en los
bordes, y me sentí caer más profundamente bajo el hechizo hipnotizador de
la música.
Elias se quitó la máscara y la colocó a un lado del altar. Se inclinó sobre
mí, me tocó los hombros y luego el pecho, acarició suavemente las partes
desnudas de mi piel antes de rasgar de par en par mi bata de gasa.
Sus caricias eran lentas y sensuales, y dejé escapar un suspiro de
satisfacción cuando sus manos bajaron, recorriendo mi vientre y bajando
hasta mi coño. Me sentí como si estuviera flotando en una nube caliente de
excitación, bailando en el cielo.
No podía creerlo, pero ya me moría de ganas de más. No podía esperar a
follar con Elias... no, a ser follada por él.
Era imposible no desearlo cuando estaba tan cerca, y mis piernas se
crisparon ante la mera idea de que me penetrara. Deseaba que me despojara
de mi inocencia, que me llenara con su polla, que me estirara y me penetrara
hasta dejarme llena de moratones.
Esto no era sólo el síndrome de Estocolmo. Estaba segura de ella. Era real.
Había algo entre nosotros dos, incluso cuando nos odiábamos, alguna fuerza
que nos atraía como imanes. El oscuro sentimiento de animosidad y miedo
despertaba una profunda lujuria en mi interior, convirtiéndome en un
infierno de necesidad, y sabía que Elias sentía lo mismo. Puede que me
odiara por las cosas que creía que había hecho, junto con las que yo había
hecho, pero me deseaba tanto como yo a él ahora mismo.
Se inclinó sobre mí y rozó sus labios con los míos. Fue un beso tentativo,
como si estuviera esperando algo de mí.
—¿Quieres esto, Muñeca? —me preguntó por fin. Su voz apenas se oía a
través de la música y los tambores, y me sorprendió que me hiciera
semejante pregunta. No me había dado cuenta de que podía elegir.
Tal vez escuché mal, y en realidad no era una pregunta. Tal vez fue
simplemente una afirmación, diciéndome que sabía que yo quería que esto
sucediera. En cualquier caso, asentí. Estaba demasiado delirante de
necesidad para hacer otra cosa. Mareada, jadeante, acalorada, con los
músculos tensos por la tensión.
La música y los tambores sonaban ahora tan fuerte y rápido que los
sonidos se entremezclaban, haciéndome girar la cabeza alocadamente
mientras las vibraciones retumbaban en lo más profundo de mi pecho. Elias
volvió a besarme, arqueé las caderas y separé los labios.
—Dilo —murmuró en mi oído derecho un momento después, echándose
ligeramente hacia atrás.
—Por favor, amo —murmuré.
—¿Por favor qué?
Él sabía exactamente qué. Sólo quería oírme decir las palabras, quería oír
la rendición definitiva brotar de mis labios.
Me estremecí. Realmente estaba haciendo esto...
—Por favor, fóllame —susurré.
—¿Por qué? —preguntó en un áspero murmullo, apretando sus caderas
contra las mías. Podía sentir su gruesa longitud cerca de mi resbaladiza
entrada, provocándome, atormentándome—. Creía que habías dicho que
nunca me pertenecerías. Creí que habías dicho que nunca suplicarías por
mí.
Pensé en el día al que se refería. Tenía razón. Le dije que nunca podría
tenerme. Le dije que nunca le rogaría nada. Pero me equivoqué. Puede que
no le perteneciera del todo, no en lo más profundo de mi mente, pero mi
cuerpo físico ya le pertenecía por completo. Quería servirle con él, quería
que le perteneciera, cada centímetro de él.
Debería sentirme mal por haber llegado tan lejos, por haber caído justo en
su meloso señuelo, cayendo más bajo de lo que jamás pensé que podría.
Pero lo hice. ¿Cómo podía sentirme mal cuando me sentía tan bien?
—Me equivoqué. Te necesito —dije sin aliento—. Necesito que me folles.
Necesito que me enseñes. Necesito que me hagas obedecer...
—¿Cuanto?
Suelto un gemido.
—Mucho. Por favor, por favor, por favor...
—¿Delante de todos? Todos estos hombres, viéndote coger mi polla... ¿eso
es lo que quieres?
—¡Sí! —gemí. Otra cosa que nunca pensé que diría. Había pasado gran
parte de mi vida sintiéndome culpable y avergonzada, pero hacer esto
delante de tanta gente me estaba obligando a soltar parte de esa vergüenza.
Moví las caderas, intentando atraer a Elias hacia mí, y él soltó una risita.
—Oh, no, Muñeca. Tú no vas a controlar esto. Yo lo controlaré. Te follaré
cuando esté listo, y te correrás cuando yo lo diga.
Un maullido desesperado brotó de mis labios. Elias me silenció segundos
después, apretando sus labios contra los míos en otro beso contundente.
Se me cortó la respiración cuando me penetró de repente y, cuando su
boca abandonó la mía, grité, con un sonido de puro dolor que desgarró el
aire. Se sentía enorme dentro de mi cuerpo inexperto mientras invadía y
conquistaba mi coño virgen, pero yo le rogaba que siguiera a pesar del dolor
que sentía en cada terminación nerviosa. Quería el dolor, quería sentirlo
hasta el más mínimo rastro mientras se mezclaba con la lasciva necesidad
de mi interior.
Elías empujó hasta el fondo, presionando más allá de una barrera dentro
de mí. Chillé y apreté los dientes. Segundos después, sentí que me abría a
él como los pétalos de una rosa. Una presión intensamente placentera crecía
lentamente en mi interior.
No podía creer que una vez quisiera simplemente “acabar de una vez”
cuando se trataba de sexo. Probablemente era porque siempre escuchaba
historias de terror de mis amigas del instituto y de la universidad. Sangrados
horribles. Eyaculación precoz. Hombres que martilleaban. Incluso
aburrimiento. Pero esto era algo totalmente distinto, y por fin entendí por
qué tanta gente deliraba con el sexo. Por qué harían cualquier cosa por él.
Morir por él.
Ahora que lo sabía, ya no había vuelta atrás. Quería y necesitaba esto con
Elias una y otra vez, ese lugar emocionante, dichoso e íntimo al que sólo
nosotros dos podíamos llegar juntos. Quería darle todo de mí. Aquí, esta
noche. Sólo nosotros. Sabía que estábamos rodeados de gente, pero todos
se habían desvanecido, perdidos en una nebulosa, y lo único que veía era a
él.
Gemí, y él gruñó y aceleró sus movimientos, hundiéndose en mí como un
ancla. Me folló como una bestia, manoseándome con rudeza mientras se
adentraba más y más en mí. Grité una y otra vez mientras reclamaba su
propiedad, deseando que fuera más fuerte y rápido, deseando que me
estirara más allá de mis límites.
Su ingle rozaba mi clítoris hinchado mientras entraba y salía de mí, y yo
soltaba gemido tras gemido. Mi cuerpo estaba caliente y húmedo por todas
partes, mis músculos tensos, mi coño apretándose alrededor de la polla que
tenía dentro mientras me preparaba para un violento clímax. Ya estaba
cerca. Muy cerca.
—No te correrás hasta que yo te lo diga —gruñó Elias—. ¿Entendido,
muñeca?
—Sí —dije, cerrando los ojos con fuerza, tratando de borrar el placer para
poder seguir sus órdenes. Pero no funcionó. Me sentía demasiado bien.
Estaba cada vez más cerca, tan cerca que me dolía—. Oh, no... por favor,
amo. No puedo aguantar. ¡Déjame correrme!
—Tu. Esperarás. —gruñó, puntuando cada palabra con un empujón—. No
te atrevas a correrte hasta que yo te lo diga.
Aguanté, con todos los músculos apretados, todo mi cuerpo era una
bomba de relojería. Finalmente, Elias me dio permiso para soltarme, con sus
palabras calientes y pesadas en mi oído.
—Córrete en mi polla, putilla. Ahora mismo.
Sólo necesité una embestida más, y entonces lo tuve encima, el placer
inundándome, haciéndome estremecer de felicidad. Jadeé y gemí:
—Gracias, Amo —una y otra vez, tan agradecida por su polla. Tan
agradecida de que me permitiera tener un orgasmo.
Mi coño palpitó alrededor de su polla en oleadas apretadas mientras me
corría, y él gruñó al correrse también, clavándome los dedos con rudeza en
los hombros. Mañana estaría llena de moratones, pero no me importaba.
—Ahora eres mía —murmuró Elias en mi oído, con su cuerpo aún pesado
sobre el mío—.Toda mía. Para siempre.
—Sí —dije sin aliento. Estaba flotando en una nube de felicidad,
desesperada por decir o hacer cualquier cosa durante unos minutos más
con este hombre.
—Dilo, Muñeca. Prométemelo.
Respiré hondo y le miré fijamente a los ojos ardientes.
—Te lo prometo, amo. Soy tuya. Toda tuya...
P
asó una semana.
No vi a Elias.
Después de la ceremonia de vinculación de la otra noche, me llevó
a mi celda y me dio un beso de buenas noches, diciéndome que
volvería en unos días. Al parecer, tenía que ocuparse de unos asuntos en
casa.
A casa. Algo que nunca volvería a ver...
Se supone que la ausencia hace que el corazón se vuelva más cariñoso,
pero en mi caso, las cosas eran diferentes. Sin Elias aquí, y sin nuestro sexo
intensamente placentero envolviendo mi mente, mi cordura estaba
empezando a volver. Como una niebla que se disipa, centímetro a
centímetro, trozo a trozo, mi lógica y mi razón volvían lentamente a mí. El
zumbido sensual de la ceremonia se había disipado por completo y
empezaba a darme cuenta de algunas cosas, cosas que probablemente no
habría comprendido si siguiera hipnotizada por Elias y su cuerpo,
desmoronándome bajo sus caricias y los placeres del dolor que me causaba.
Le había prometido algo la otra noche, le había prometido toda mi vida,
pero ya empezaba a ver cuánto me iba a costar esa promesa. No podía ser
su puta para siempre, sin importar lo que hubiera dicho o sentido en el
pasado. El simple hecho de echar un vistazo a este lugar lo hacía evidente.
Mi castigo de la otra semana había terminado, y de nuevo se me permitía
salir una hora al día para hacer ejercicio y bañarme. Vi lo que les ocurría a
las otras chicas cuando sus amos estaban aquí; los mismos amos a los que
habían prometido sus vidas durante la ceremonia. Algunas de ellas llegaban
tambaleándose cada mañana, apenas capaces de andar, cubiertas de
moratones y verdugones de la cabeza a los pies. Intentaban hacer ejercicio,
pero cada movimiento les costaba un esfuerzo y acababan sollozando en las
duchas.
Sólo podía imaginar lo que me esperaría cuando Elias regresara a la
Escuela de Acabado.
En el tiempo que llevaba aquí, no había hecho nada demasiado malo, pero
sabía que acabaría ocurriendo. No importaba lo bien que me sintiera
teniéndole cerca, no duraría, y un día, sería como las otras chicas.
Magullada, maltratada, golpeada. Vi su mirada cuando me azotó todas
aquellas noches, y supe que le encantaba infligir dolor. Especialmente a mí.
Me esperaba una brutalidad más oscura, y odiaba vivir en el filo de la
navaja, esperando a que ocurriera. Lo que odiaba aún más era la parte de
mí a la que le gustaba el dolor, esa parte retorcida de mi mente que en
realidad lo deseaba. Me sentía como en un combate de lucha libre conmigo
misma, en el que ambas partes luchaban por vencer, pero ninguna lo
conseguía.
Sabía que me gustaba el dolor porque sentía que me lo merecía por las
cosas que había hecho en el pasado, pero no quería. No quería que me
gustara que me hicieran daño. No quería que mi cuerpo perteneciera a nadie.
A decir verdad, ya ni siquiera quería sentir algo por Elias. Siempre estaba
tan nublada por la emoción cuando estaba cerca de él que no podía pensar
con claridad, pero ahora, a la fría y dura luz de mis días de soledad, por fin
lo veía como lo que realmente era. Una respuesta física y nada más.
No es que estuviera enamorada de él. No era que un día nos casaríamos y
tendríamos tres hijos y un perro. No, yo sólo era su putita, su juguete, su
muñeca, y un día se hartaría de jugar conmigo y se pasaría a un modelo
nuevo y reluciente.
Pensar en lo que podría ocurrirme entonces me hacía temblar de miedo.
No podía mandarme a casa, ¿verdad?
Parecía obvio que me mataría una vez que acabara conmigo, y no podía
creer lo lejos que había llegado en la madriguera del conejo antes de que se
me ocurriera esta horrible idea. Puede que no lo hiciera él mismo (sabía que
tenía un alma en el fondo de esa fachada malvada, por muy rota y retorcida
que estuviera), pero tenía que ocurrir de algún modo, y él debía de saberlo
desde el principio.
Que de vez en cuando ansiara la oscuridad y fantasease con que me
hicieran daño no significaba que quisiera eso. Las fantasías eran una cosa,
pero cuando se convertían en realidad y se volvían tan oscuras y peligrosas,
tan mortíferas, solo me quedaba una cosa por hacer: salir de allí como fuera.
Elias me quitó la virginidad, pero no me quitaría la vida. De ninguna
manera.
Intentaba por todos los medios volver a ser la misma de antes, aquella
chica valiente y desafiante que tanto deseaba ser liberada, y olvidarme de
todo lo que sentía por él para poder concentrarme en un plan de huida. Pero
era más difícil de lo que pensaba, incluso después de darme cuenta de todo.
Su rostro y su voz seguían apareciendo en mi mente, susurrándome. Eres
mía. Nunca escaparás. No puedes dejarme.
Sabía que sólo necesitaba un empujón, algo que me convenciera de que
realmente no le importaba a Elias. Algo que encendiera de nuevo esa vieja
adrenalina en mí.
Y finalmente, llegó.
Estaba en mi celda masticando un panecillo con mantequilla que me
habían enviado para desayunar cuando Tobías vino a visitarme. Lo miré con
recelo y me senté lo más atrás posible en la cama. Sus visitas nunca habían
ido bien.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—Eso no es muy educado. Debería darte una paliza por esa actitud, pero
a Elias no le gustaría que tocara su muñequita, ¿verdad?
Me burlé.
—Se podría decir que secuestrar a una chica y tenerla como rehén
tampoco es muy educado, pero aquí estamos. Entonces, ¿qué quieres?
Se rio entre dientes y se acercó.
—He venido por dos razones. En primer lugar, tus padres te envían
saludos. Acabo de reunirme con ellos.
Mi corazón empezó a acelerarse.
—No te creo.
Aunque todo tenía sentido, dada la repentina entrada de dinero, una parte
de mí aún albergaba la pequeña esperanza de que mis padres no me
hubieran vendido a La Corona y La Daga. Tal vez el contrato que Tobías me
mostró era falso, y la empresa de mi padre en realidad iba bien por su
cuenta. Obviamente, Tobías era un sociópata, así que no me sorprendería
descubrir que era así y que todo lo que me había contado era mentira. Por
lo que yo sabía, mis padres estaban ahí fuera buscándome frenéticamente.
Me tendió el teléfono.
—Por suerte para ti, me gusta grabar o filmar la mayoría de las
conversaciones que tengo. Siempre es bueno tener material para chantajear
a la gente. Hace que las transacciones comerciales sean mucho más fluidas.
—¿Qué estás diciendo?
—Digo que tengo pruebas. —Pulsó algo en su teléfono y empezó a
reproducirse un vídeo, filmado desde su punto de vista. El teléfono debía de
estar en el bolsillo de su camisa cuando grababa.
El vídeo mostraba a mis padres sentados en su despacho, preguntando
cómo iban las cosas conmigo y diciendo que querían renegociar el contrato,
pues consideraban que en realidad merecían más dinero. Ya habían gastado
más de la mitad de los trescientos mil que les habían dado, y querían más.
—Apágalo —dije en voz baja, apartando la mirada. Se me revolvían las
tripas y sentía que me iba a vomitar todo. Tobías no mentía. Mis padres me
habían vendido de verdad. Supongo que ya lo sabía en gran parte, pero
ahora incluso la minúscula pizca de esperanza a la que me había aferrado
se había hecho añicos y me sentía vacía. Muerta por dentro.
Tobias hizo lo que le dije, deslizando el teléfono de nuevo en su bolsillo.
—Como quieras. Pero también tenían algunas noticias del mundo exterior
que comunicar. Al parecer tienes unas amigas muy prepotentes que no se
creen que estés donde dijimos.
—¿Qué? —Levanté los ojos y la esperanza brilló en mi interior. Si mis
amigas no creían realmente que me había ido a Europa, podían estar
buscándome, incluso cuando nadie más lo hacía. Al final, podrían
encontrarme.
—Si no recuerdo mal, las amigas en cuestión eran Greer Ballinger, Willa
Van der Veer y Katie Gagne. Al parecer empezaron a sospechar cuando tus
padres se negaron a darles un número de contacto tuyo. Especialmente
Katie. Como se está tomando una especie de año sabático en Francia, pidió
tus datos de contacto para encontrarse contigo mientras viajabas de
mochilera por Europa, y cuando tu madre intentó alegar que no tenías
teléfono ni dirección de correo electrónico, se puso en contacto con Greer y
Willa.
Me tragué un nudo en la garganta.
—No les hiciste daño a mis amigas, ¿verdad?
—No físicamente. Aunque estoy seguro de que están muy dolidas
emocionalmente. Hice que tus padres intentaran algo diferente. Les dije que
les dijeran a las chicas que llevabas tiempo queriendo poner fin a tu amistad
con ellas, porque sentías que se estaban distanciando y que no eran lo
bastante intelectuales para ti. Aunque tienes un número de contacto,
pediste expresamente a tus padres que no se lo dieran, y ellos intentaban
respetarlo. Pero se sentían mal, así que se inventaron la “mentira” inicial de
que no tenías número.
Se me revolvió el estómago.
—¿Y después?
Le brillaban los ojos.
—Funcionó. Ahora todos tus amigas están furiosas contigo.
Especialmente Greer. Al parecer, le encantaba tenerte cerca porque venían
de entornos similares, y pensaba que entendías lo que es para ella. Pero
descubrir que eres tan snob elitista como la mitad de los estudiantes de
Roden... bueno, digamos que estás fuera de su lista de tarjetas de Navidad.
Sus palabras me retumbaron en los oídos. La Corona y La Daga no sólo
me habían arrancado de mi vida y habían hecho todo lo posible por
destruirme, sino que también habían logrado destruir todas mis viejas
amistades, sin otra razón que la necesidad de cubrirse las espaldas cuando
esas amigas empezaran a hacer preguntas. Ya no le importaba a nadie en el
mundo exterior. Nadie me buscaba y nadie quería encontrarme.
Quería arrancarle el cabello a Tobías, sacarle los ojos, partirle la cara de
satisfacción.
—Eres un cabrón —dije en voz baja, cargada de furia—. Lárgate de aquí.
—Aún no he terminado. Dije que había dos razones por las que vine a
verte.
Levanté las manos.
—¿Qué? Vamos, ¡dilo!
No podía ser peor que lo que acababa de mostrarme y contarme, ¿verdad?
—Bueno, también quería ver cómo van las cosas entre Elias y tú. Espero
que le estés tratando bien, dado que puede que seas uno de los regalos de
cumpleaños más caros que le he comprado, pero no ha estado mucho por
aquí.
Me puse rígida.
—¿Regalo de cumpleaños?
—Oh, sí. Después de la muerte de Ben, Elias se volvió muy oscuro y
sombrío. No lo dijo, pero me di cuenta de que estaba profundamente
afectado por la muerte de Ben. Fue mi idea comprarte para él, y arreglé la
venta. Sabía que le alegraría saber que ibas a ser su esclava, dada tu...
digamos, proximidad al fallecimiento de Ben.
—Por el amor de Dios, yo no maté a Ben —dije apretando los dientes—.
Fue un accidente.
Tobías sonrió.
—Sí, esa es la historia, ¿no?
Me levanté, entrecerrando los ojos.
—No es una puta historia. Sé que tu familia me odia y me culpa de su
muerte, ¡pero están equivocados!
—No te odio, Tatum. Al contrario. En cuanto supe de tu existencia, me
alegré mucho.
Ladeé la cabeza.
—¿Por qué?
—Como dije, sabía que podía hacer muy feliz a Elias si te compraba. Pero
esa no fue la única razón, ni siquiera la principal. —Se sentó en el extremo
de mi cama mientras hablaba. No le contesté. Sabía que quería que le
preguntara cuál era la razón principal, pero no quería hacerle el juego.
—A menudo me pregunto cuánto se parece mi hijo a su madre y cuánto a
mí. Siempre he intentado moldearlo a mi imagen para que pueda continuar
mi legado algún día, pero a veces no estoy seguro de que tenga lo que hace
falta. Así que decidí comprarte para él como una especie de... prueba. No
sólo un regalo. Si las cosas contigo marchan según mi plan, entonces sabré
que es un verdadero King.
—Entonces qué, ¿lo estás preparando para ser el próximo patriarca de la
familia o algo así? —le dije.
—Por así decirlo. —Esa sonrisa desagradable de nuevo.
—Bueno, tengo la sensación de que en realidad tienes razón sobre que no
se parece a ti —dije, devolviéndole la mirada con descaro—. Él no es como
tú en absoluto.
Tobías se burló de mí.
—¿Qué quieres decir?
—Se sorprendió cuando le dije que no me había vendido a tu horrible
pequeña sociedad. Parece creer que todas las chicas están aquí como
prostitutas voluntarias. Eso me da la impresión de que no estará muy
contento contigo cuando descubra que le has estado mintiendo todo el
tiempo.
Pensé que Tobías se escandalizaría, pero se echó a reír de nuevo.
—¿Qué tiene tanta gracia? —dije indignada.
—Elias lo sabe —dijo, inclinándose cerca de mí.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Qué?
—Él es muy consciente del hecho de que estás aquí en contra de tu
voluntad. Fue idea suya hacerte creer que no lo sabía. Pensó que sería
divertido jugar contigo y hacerte creer que tenías alguna oportunidad con él.
Como si se enamorara de ti y viniera a rescatarte en cuanto “descubriera”
que estabas aquí sin querer. Lleva semanas riéndose de ello a tus espaldas.
Un pájaro monstruoso pareció desplegar sus alas dentro de mi pecho, y
mi visión se nubló en los bordes. Luego, una película roja pareció descender
sobre él. Después de todas las cosas horribles que había hecho, todas las
cosas horribles que había dicho, esto fue lo que me llevó al borde de la ira
pura y dura.
Todas esas veces que creí que realmente quería a Elias, todas esas veces
que creí que sentía algo por él... simplemente estaba enloquecida por el
aislamiento, la indefensión desnuda, la pura desesperanza. Me convencí de
que no era Estocolmo, pero me equivoqué.
Tan equivocada.
No me estaba enamorando de él en absoluto. Con la verdad al descubierto,
lo único que sentía era un odio cegador. Sabía que yo no pertenecía a este
lugar desde el principio, y él y su desagradable y malvado padre se habían
estado riendo a mis espaldas de todo el asunto, como si mi cautiverio ilegal
y mi tortura no fueran más que un juego divertidísimo.
La adrenalina me recorría el cuerpo y las manos me temblaban de furia.
Quería hacer pagar a esos cabrones de King, quería destruirlos como ellos
habían intentado destruirme a mí.
—Vete a la mierda, Tobías —siseé entre dientes—. Voy a salir de aquí y
voy a arruinarte a ti y a tu hijo, aunque acabe matándome.
—De nuevo, eso no es muy cortés —dijo Tobías con despreocupación, con
los labios torcidos por la diversión—. Muy impropio de una jovencita.
Aunque supongo que no podemos esperar mucho de una putita de
pacotilla...
—¡He dicho que te jodas! —Grité, cortándole el paso. Al mismo tiempo,
salté sobre la cama y agarré el muelle de cama enderezado que había
escondido en la rejilla de ventilación de la pared todas aquellas semanas
atrás—. ¡Jódete, jódete, jódete!
Mientras chillaba, clavé la fina lanza de metal en el cuello de Tobías.
Abrió mucho los ojos. Por primera vez, le había pillado desprevenido.
Durante unos segundos no ocurrió nada y el mundo entero pareció
enmudecer. De repente, la sangre empezó a brotar a borbotones, cubriendo
las sábanas blancas de gruesas vetas carmesí y llenando mis fosas nasales
de olor a hierro. Tobías jadeó algo ininteligible, balbuceando y ahogándose,
y finalmente se desplomó en el suelo.
Luego se le cerraron los ojos.
E
l ascensor zumbó ligeramente mientras bajaba a la planta
subterránea. Un ramo de claveles rosas colgaba de mi mano
izquierda y lo miré con una leve sonrisa. Me moría de ganas de ver
la cara de Tatum cuando se los diera.
Mi plan para enamorarla iba viento en popa. Ahora me respondía mucho
mejor -salvo cuando me abofeteó la otra semana, pero conseguí darle la
vuelta a la situación en mi beneficio- y notaba que los muros que había
levantado a su alrededor iban cayendo ladrillo a ladrillo.
Tenía muchas cosas que hacer en Roden la semana pasada, así que la
dejé sola aquí varios días para que tuviera tiempo de echarme de menos.
Tiempo para que volviera a desearme a mí y a mi compañía. Después de
todo, dicen que la ausencia hace que el corazón se vuelva más cariñoso.
Probablemente estaba sentada en su celda ahora mismo, suspirando y
rogando por mí, rogándome en silencio que volviera y la volviera a follar.
Cuando viera las flores en mi mano, probablemente se derretiría por el suelo.
A la mayoría de la gente no le gustaban los claveles y los consideraban
horteras, pero yo sabía que eran los favoritos de Tatum. No los compré
porque realmente me gustara, por supuesto. Simplemente cumplían un
propósito en mi plan de hacerle creer que me preocupaba de verdad por sus
intereses, gustos y disgustos.
A decir verdad, la despreciaba más que nunca, porque el efecto que tenía
sobre mí me estaba volviendo loco. Me decía a mí mismo que me importaba
un carajo, pero cada vez que veía sus grandes ojos azules mirándome
fijamente, algo en mi interior se estremecía y se encendía una chispa.
Como la estúpida ceremonia de Vinculación, por ejemplo. Se suponía que
me importaba un carajo lo que ella quisiera, que no debía pedirle permiso ni
nada por el estilo. No lo necesitaba, porque ya tenía su permiso cuando firmó
su vida y todos sus derechos a La Corona y La Daga.
Sin embargo, al verla tendida en el altar, con los ojos muy abiertos y
temblorosa, un extraño impulso protector me recorrió las venas. Tuve que
preguntarle si realmente lo quería, si realmente me deseaba. Por supuesto,
dijo que sí. Tenía que hacerlo. Estaba literalmente en su contrato que tenía
que darle a su amo todo lo que quisiera, así que fue estúpido e inútil por mi
parte siquiera preguntar.
La odiaba por hacerme sentir así. La odiaba por volver blanda y
comprensiva una pequeña parte traicionera de mí. No quería sentir hacia
ella nada más que la malicia desenfrenada que sentí la primera vez que oí
su nombre.
La puerta del ascensor sonó y se abrió, y salí al pasillo. Alguien gritaba y
la puerta de Tatum parecía abierta de par en par. Más adelante, tres
guardias empujaban una camilla a una velocidad vertiginosa hacia el
ascensor de servicio, más ancho, situado en el otro extremo.
—¡Mantengan la maldita presión! No la suelten —gritó uno de ellos a los
otros.
Mierda. Tatum podría estar herida...
Dejé caer el ramo, regando el suelo de pétalos rosas.
—¿Qué coño está pasando? —Grité, corriendo hacia la celda de Tatum.
Me esperaba una escena espeluznante. Había sangre por todas partes:
salpicaduras que volaban por las paredes blancas, senderos que cruzaban
el suelo de cemento, grandes manchas en la puerta y gruesos charcos que
empapaban las sábanas de la cama.
Oh, joder.
Tatum estaba sentada en un rincón de la habitación, empapada también
de sangre. Dos guardias estaban de pie en la habitación, vigilándola.
—Señor, no debería estar aquí —dijo uno de ellos, volviéndose hacia mí.
—¿Por qué diablos no?
—Deberías estar con tu padre. Lo están llevando al ala médica ahora
mismo.
Mis cejas se fruncieron.
—Espera... ¿mi padre?
Señaló a Tatum.
—Se las arregló para conseguir un arma de alguna manera. Lo apuñaló
en el cuello y le cortó alguna arteria o vena importante. Podría haberse
desangrado antes de que nos diéramos cuenta, pero por suerte, ella gritaba
lo bastante fuerte como para que quisiéramos venir a ver qué pasaba. Lo
encontramos justo a tiempo. Jones sabe algo de medicina básica, así que
aplicó presión inmediatamente para intentar detener la hemorragia. Parece
que funcionó, pero, obviamente, dejaremos que el médico juzgue... —Dijo
inseguro, pasándose una mano por la barbilla.
Sentí como si el suelo se me hubiera caído encima mientras un cuchillo
se clavaba directamente en mi corazón. Mis ojos se abrieron de par en par y
miré fijamente a Tatum.
—¿Apuñalaste a mi padre?
Ella sonrió. Jodidamente sonrío.
—Tienes suerte de no estar aquí, o te lo habría hecho a ti también —dijo,
con la voz llena de veneno. La sonrisa se desvaneció y escupió en mi
dirección—. Pero espera. Algún día te atraparé, saco de mierda.
Me quedé mirándola horrorizado. No me lo podía creer. Todo este tiempo,
pensé que mi plan estaba progresando bien, pero estaba equivocado. Tan
jodidamente equivocado. Tatum no se estaba enamorando de mí en
absoluto. Todo lo contrario. Era una bola hirviente de odio, escondida detrás
de una máscara de sumisión hasta este preciso momento.
Un rugido gutural resonó en mi interior y mis fosas nasales se
encendieron.
—Me encargaré de ti más tarde —dije apretando los dientes antes de
darme la vuelta y salir corriendo de la celda.
Subí las escaleras y corrí hacia el ala médica lo más rápido que pude,
esperando y rezando para que mi padre estuviera bien. No siempre
estábamos de acuerdo en todo, pero eso no significaba que quisiera que
estuviera herido o muerto.
Encontré la puerta cerrada y atrancada.
—¡Eh! —grité—. ¡Déjame entrar!
No hay respuesta.
Aporreé la puerta durante varios minutos, golpeándola furiosamente con
las manos hasta dejarlas en carne viva y, finalmente, la enfermera me dejó
entrar.
—Lo siento, Sr. King —dijo—. Estábamos demasiado ocupados atendiendo
a su padre para abrir la puerta. Ni siquiera me di cuenta de que estaba
cerrada.
La empujé para ver a mi padre tumbado en una cama, con los ojos
cerrados y un grueso vendaje quirúrgico cubriéndole el cuello. Nunca le
había visto tan pálido. Tan impotente. Estaba conectado a un monitor
cardíaco y el médico residente estaba a su lado.
—Dr. Paulson —dije, acercándome a grandes zancadas—. ¿Qué está
pasando?
Se frotó la nariz ganchuda y suspiró.
—No está muy bien, Elías. He conseguido sellar la herida y detener la
hemorragia, pero ha perdido mucha sangre. Sospecho que está en shock
hipovolémico.
—¿Qué es eso?
—Enfermedad causada por una pérdida masiva de sangre. La pérdida de
líquido hace casi imposible que el corazón siga bombeando suficiente sangre
por el cuerpo. Puede provocar el fallo de múltiples órganos.
—Mierda.
—Los guardias han pedido por radio un transporte aéreo MEDEVAC al
hospital más cercano. Obviamente, no podemos tratarlo adecuadamente
aquí. No estamos debidamente equipados para situaciones como ésta.
Me froté la mandíbula. Mi pulso parecía ir a mil por hora.
—¿Cuándo llegará el helicóptero?
Volvió a suspirar.
—El tiempo fuera no es muy bueno en este momento, como usted sabe.
Vientos muy fuertes. Dijeron que podría tardar hasta treinta minutos en
llegar.
—¿Treinta putos minutos? —Mi mano derecha se cerró en un puño por
reflejo—. Eso no es suficiente. Podría estar muerto en media hora.
El Dr. Paulson asintió miserablemente.
—No te mentiré, Elias. Va a ser una situación muy tensa. Pero estoy
haciendo lo que puedo, y por ahora aguanta.
Moví la mano por la habitación de paredes blancas.
—¿No hay nada más que puedas hacer aquí?
—No. Necesita una transfusión de sangre para aumentar el volumen de
líquido en su interior y conseguir que su corazón vuelva a bombear
correctamente. Pero aquí no tenemos O negativo ni bolsas de sangre. Esta
instalación es básicamente un dispensario de anticonceptivos glorificado y
un laboratorio de pruebas de ETS para todas las jóvenes de aquí.
—¡Joder! —Volví a cerrar las manos en puños apretados—. Espera...
¿podrías darle un poco de mi sangre?
—¿Eres O negativo?
—No. B-positivo.
Sacudió la cabeza.
—Lo siento. O negativo es el tipo de donante universal. No el tuyo.
—¡Pero somos del mismo grupo sanguíneo! ¿No está bien por eso?
El médico frunció el ceño.
—¿Está seguro? ¿Cómo lo sabe?
Me apresuré a contarle las travesuras de mi infancia, cuando buscaba por
toda la casa cualquier cosa que tuviera que ver con mi madre.
—Acabé encontrando todo esto sobre ella, incluidos antiguos historiales
médicos y tarjetas de donación de sangre —continué—. Sé a ciencia cierta
que era A negativo. Y sé que yo soy B positivo. Eso significa que mi padre
también lo es, ¿no?
—No necesariamente. Podría ser AB-positivo.
—Ah, sí. Pero un B puede dar sangre a un AB, ¿verdad? —Me devané los
sesos, tratando de recordar todo de mis clases de biología de la preparatoria.
—Bueno, sí. Pero aun así, no puedo simplemente poner tu sangre en
alguien cuando no estoy cien por cien seguro. Esto no funciona así. Por
suerte, hay una forma sencilla de averiguar tu tipo —dijo, acercándose
enérgicamente a un ordenador—. Miraré rápidamente su historial médico
para confirmarlo. El suyo también. Si eres un donante adecuado, podemos
sacarte sangre y dársela.
Golpeó el teclado y maldijo en voz baja.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Los malditos vientos de afuera... deben haber tumbado las líneas
telefónicas. No puedo conectarme, y eso significa que no puedo acceder a su
historial médico.
—¿Me estás tomando el pelo? —espeté, golpeando con el puño una mesa
cercana—. ¡Jesús, dale mi puta sangre!
Los ojos del Dr. Paulson se abrieron de par en par.
—Elias, ya te he dicho que tengo que estar seguro. Darle a alguien el grupo
sanguíneo equivocado puede ser catastrófico, especialmente cuando ya está
comprometido. Provoca una respuesta inmunitaria muy grave. Si de alguna
manera es realmente un tipo O y nosotros...
Le interrumpí.
—Ya te he dicho que no lo es. Si mi madre era A negativo, entonces él tiene
que ser B positivo o AB positivo, ¡que es compatible con mi tipo! ¿Verdad? Y
tú mismo dijiste que necesita sangre lo antes posible. ¡Así que dale la mía!
Aunque no sea mucha, le dará algo más de tiempo antes de que podamos
llevarlo por aire a un hospital adecuado, ¿no?
Se frotó la barbilla y suspiró.
—Sí, lo haría. Mierda... —Dejó escapar otro suspiro.
—Si por alguna razón todo sale mal, yo asumiré la culpa, ¿de acuerdo? —
Levanté las manos—. Le diré a todo el mundo que te obligué a hacerlo; que
amenacé con matarte o algo así. Tu licencia no correrá ningún riesgo.
El monitor cardíaco de mi padre empezó a pitar aún más despacio y el
médico finalmente cedió.
—Bien. Siéntate y súbete la manga izquierda. No tengo bolsas de sangre,
así que tendremos que hacer una transfusión al viejo estilo de persona a
persona.
—Me parece bien.
Se afanó en preparar la transfusión y, un momento después, me senté y
vi cómo mi sangre salía del brazo y fluía directamente de mí a las venas de
mi padre.
—No puedo aguantar mucho —dijo el Dr. Paulson mientras se cernía sobre
nosotros—. No será suficiente para arreglar la situación, pero debería
estabilizarlo por ahora. Avísame si sientes debilidad o mareos.
—Estoy bien. —Apreté los dientes—. Toma todo lo que puedas.
Mientras esperaba, volví a pensar en la muerte de mi madre, en cómo se
desangró para darme la vida. Ahora yo estaba dando mi sangre para salvar
a mi padre. Una tradición familiar un poco jodida, la verdad.
—Es todo lo que podemos hacer —dijo el Dr. Paulson un momento
después. Me quitó todo lo que tenía en el brazo y rápidamente remendó la
marca del pinchazo con un algodón y esparadrapo. Luego volvió a comprobar
las constantes vitales de mi padre.
—¿Cómo está? ¿Funcionó? —Pregunté bruscamente.
Asintió con la cabeza.
—Su pulso es más estable. La respiración un poco más estable también.
Lo va a conseguir.
Respiré aliviado. Gracias a Dios.
Un guardia llamó a la puerta y entró en la pequeña ala médica un
momento después.
—El helicóptero aterrizará en cinco minutos. Deberíamos prepararnos
para transportarle al helipuerto.
El médico asintió y dio algunas órdenes a la enfermera. Me excusé y me
escabullí, diciéndoles que me reuniría con ellos en el helipuerto en unos
minutos. Luego me apresuré a bajar a la sección subterránea de la mansión
y me encontré con Brett, un guardia de seguridad de la Escuela de Acabado
con el que había entablado amistad cuando me enteré de que me entregarían
a Tatum.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó, con los ojos muy abiertos por la
preocupación.
—Él va a estar bien. ¿Dónde está Tatum ahora? —Le pregunté.
—Encerrada en su celda. La limpiamos un poco antes de dejarla sola.
—Vale. Necesito que hagas algo por mí —dije—. Vamos a volver al plan
inicial.
Levantó una gruesa ceja.
—Pensé que habías dicho que querías ir en otra dirección para doblegarla.
—Ya no. Tan pronto como sea posible, quiero que lo hagas realidad. Ella
necesita aprender su maldito lugar aquí.
Sonrió.
—Entendido. Lo haremos hoy más tarde.
—Bien. Lo necesita.
Me di la vuelta y me dirigí rápidamente al helipuerto. Un gran helicóptero
acababa de aterrizar y el Dr. Paulson y algunos guardias de la mansión
ayudaban a dos paramédicos a subir a mi padre. Me uní a ellos y subí al
helicóptero.
Los paramédicos y el Dr. Paulson se dispusieron a conectar a mi padre a
varios tubos y máquinas. Luego, uno de ellos dio permiso al piloto para
despegar.
—El hospital más cercano está a veinte minutos al noroeste —me dijo uno
de los paramédicos por encima del fuerte zumbido de las palas del rotor—.
Tiene mal aspecto, pero se recuperará. Tu transfusión ayudó a que su
corazón volviera a bombear correctamente. Suerte que estabas aquí.
Asentí con la cabeza y me quedé mirando la pálida figura de mi padre.
Tenía los labios y las uñas ligeramente azulados y el pecho le subía y le
bajaba con demasiada lentitud.
Todavía no podía creer que Tatum le hiciera esto. Ella iba a lamentarlo,
sin embargo. Me aseguraría de ello. De hecho, cuando terminara con ella,
se arrepentiría de estar viva.
Una de las máquinas a las que estaba conectado mi padre empezó a pitar
violentamente en mi oído unos minutos después, y mi mirada se disparó
hacia el doctor Paulson.
—¿Qué está pasando?
Frunció el ceño y se acercó a mi padre. Noté que la piel de su cara estaba
roja y que le costaba aún más respirar.
—Mierda —dijo el médico, mirándole el pecho—. Mira.
Los médicos maldijeron en voz baja. Miré a mi padre y vi que le salía un
sarpullido furioso por todo el pecho.
—¿Qué demonios está pasando? —pregunté.
—Parece una reacción de incompatibilidad —murmuró el Dr. Paulson—.
No es un tipo B o AB, Elias. Debe ser tipo O.
—¿Qué? —Sacudí la cabeza con vehemencia—. No, eso es imposible. Ya
te lo he dicho, conozco el grupo sanguíneo de mi madre y también el mío,
así que...
Levantó una mano y me interrumpió.
—Debes haber recordado mal. Ahora, por favor, cállate y déjame intentar
arreglar esto antes de que se haga más daño. —Volvió a centrar su atención
en los paramédicos—. Necesita oxígeno, más líquidos y un diurético —
espetó—. Esperemos que no le fallen los riñones antes de que lleguemos.
Me senté y los observé trabajar, completamente estupefacto. ¿Cómo
demonios era posible? No recordaba mal. La sangre de mi padre no podía
ser de tipo O.
Conocía mi propio tipo de cuando tuvimos que participar en una especie
de campaña de donación de sangre allá por el instituto, y todo el viejo
papeleo de mi madre estaba grabado a fuego en mi mente como una marca.
Así que no me equivoqué. Ella era A negativo y yo B positivo. Eso hacía que
mi padre fuera B positivo como yo o AB positivo como dijo antes el Dr.
Paulson. Ambos deberían ser compatibles conmigo.
A menos que me hubieran mentido toda la vida.
Me quedé rígido mientras las posibilidades se arremolinaban ante mí.
Entrecerré los ojos y miré el rostro pálido de mi padre. Se me ocurrían tres
cosas que podrían explicar aquello, y ninguna de ellas era buena.
En primer lugar, yo podría ser adoptado y a nadie se le ocurrió decírmelo,
joder. Eso explicaría por qué mi madre y mi padre tenían tipos de sangre
diferentes a los míos. También plantearía muchas preguntas sobre la muerte
de mi madre, ya que no pudo morir al darme a luz si ni siquiera era
biológicamente suyo.
La segunda posibilidad era que mi madre hubiera engañado a mi padre y
dado a luz al hijo de otro hombre. Eso también planteaba muchas
preguntas, si era cierto. ¿Sabía mi padre que yo no era realmente suyo? ¿Y
quién era mi padre biológico?
La tercera posibilidad era que Tobías King fuera mi padre, pero Sylvie King
no fuera mi madre biológica. Eso planteaba aún más preguntas. ¿Quién era
mi verdadera madre? ¿Realmente murió al darme a luz? ¿Por qué mintió mi
padre sobre mi verdadera paternidad?
Me senté, respirando hondo mientras reflexionaba sobre las ideas,
tratando de dar sentido a lo que acababa de descubrir. Fuera lo que fuese,
todo se reducía a una cosa. En algún momento, mi padre me había mentido
sobre algo jodidamente importante.
Entonces, ¿en qué coño más me había mentido?
¿Podría haber mentido sobre Tatum?
Aterrizamos en el helipuerto del hospital más cercano quince minutos más
tarde, y salí tras el médico y los paramédicos en un silencio sepulcral. Me
senté en la sala de espera con la respiración contenida, negándome a comer
o a dormir, incluso cuando una enfermera vino a decirme que podrían pasar
más de diez horas hasta que mi padre estuviera despierto o lo bastante
estable para verme.
Estaba más que feliz de esperar. Tenía suficientes preguntas en la cabeza
como para entretenerme varios días.
Por fin, hacia las tres de la madrugada, una doctora vino a buscarme.
—Está despierto y quiere verte —me dijo, con una mano haciéndome
señas para que la siguiera.
Caminé tras ella por un largo pasillo de paredes azul pálido. Cuando
llegamos a la habitación de mi padre, estaba sentado y, a pesar de todos los
tubos que tenía, tenía mucho mejor aspecto que antes.
—Elias —dijo, con la voz ligeramente entrecortada—. Estoy tan contento
de que estés aquí.
Me acerqué más a él.
—A mí también. Me alegro de que hayas salido adelante —le dije con una
sonrisa tensa—. Porque necesitamos tener una puta conversación...
L
o único que podía hacer ahora era esperar.
Tick tock. Tick tock.
Intenté contar los minutos mentalmente, pero no fue fácil. Calculé
que debían de haber pasado al menos cinco horas desde que los
guardias terminaron de limpiar la sangre del suelo y volvieron a encerrarme,
pero tal vez incluso más. Nadie me había dicho lo que pasaba ni lo que me
ocurriría, pero ahora que la adrenalina había desaparecido y el miedo se
había apoderado de mí, tenía una idea bastante aproximada de lo que podía
ocurrir.
La idea me llenó de pavor.
Cuando Elias volviera aquí, probablemente me mataría con sus propias
manos por lo que hice. O tal vez haría que uno de los guardias lo hiciera
mientras él se reía de mí. Después de todo, ya pensaba que yo había matado
a su primo segundo. Ahora, literalmente, había intentado matar a su padre.
Así que tenía sentido que la próxima asesinada fuera yo.
Culpa mía. Yo me hice esto.
Seguía hecha un ovillo en un lado de la celda, mirando fijamente a la pared
opuesta. La pintura blanca estaba manchada de sangre y yo repetía una y
otra vez en mi mente los sucesos de esta mañana en un macabro bucle.
La rabia que me poseía antes era como un incendio en mis venas. Nunca
antes me había invadido un sentimiento así, ni una sola vez en mi vida, y la
vergüenza se apoderó de mí al imaginarme clavando aquel muelle
desenrollado en el cuello de Tobías. La conmoción en sus ojos, la forma en
que espesos torrentes de sangre salían de él como un géiser, la forma en que
se retorcía y convulsionaba tras caer al suelo... en esos momentos, pensé
que no me sentiría mal, pero así fue.
No tenía sentido que me sintiera tan terrible, teniendo en cuenta lo
malnacido que era Tobias King, pero el mero hecho de saber que era capaz
de cometer un acto tan atroz contra otro ser humano me hizo darme cuenta
de que existía toda una parte de mí que desconocía. Algún oscuro pasajero
en mi mente que podía despertar en cualquier momento y hacer cosas
horribles y enfermizas completamente fuera de mi control.
Tal vez Elias tenía razón sobre mí. Tal vez yo era una malvada, asesina
pequeña mentirosa.
—No —me obligué a decir en voz alta—. No dejes que te arrastren de
nuevo. No eres como ellos. Ellos te convirtieron en esto.
Tenía que recordármelo constantemente. De lo contrario, la culpa se
instalaría demasiado, difuminando las líneas de la realidad, y podría
empezar a sentir que merecía estar aquí de nuevo.
Me rugió el estómago. No había terminado mi desayuno y, de todos modos,
había acabado empapado en sangre, así que apenas podía comerlo ahora, y
dudaba que alguien me trajera más comida a corto plazo. Probablemente
tampoco me dejarían salir de la celda para ducharme.
Uno de los guardias había tenido la amabilidad de darme una toalla
mojada mientras fregaba el suelo, para que pudiera limpiarme la sangre de
la cara, el cuello, el pecho y los brazos, pero yo seguía con la misma ropa y
el pelo manchado de rojo. El olor a cobre me daba náuseas, como si estuviera
en medio de un matadero.
La puerta de mi celda se abrió de golpe. Retrocedí y cerré los ojos,
aterrorizada de que fuera Elias. Por favor, no me mates, por favor, no me
mates ....
—Soy yo —dijo una voz vagamente familiar—. Me dijeron que te trajera
esto.
Levanté la vista y vi a uno de los guardias que habían venido antes a
limpiarme el suelo. Era el que me había dado la toalla.
Llevaba un conjunto de ropa en los brazos y me lo tendió. Sudadera,
vaqueros, bragas, sujetador.
—Gracias —murmuré. Me cambié apresuradamente mis viejas ropas
manchadas de sangre.
—Han trasladado al Sr. King al hospital más cercano. Probablemente se
pondrá bien —dijo el guardia, mirándome con ojos fríos mientras me vestía.
—Bien. Supongo que eso es... bueno —dije en voz baja. Probablemente
estaría mucho peor si Tobías realmente muriera.
Los ojos del guardia se posaron en mi cabello empapado de sangre.
—Probablemente no te dejen ducharte todavía, pero puede que te dejen
salir mañana por la mañana... —Algo sonó en su bolsillo trasero, se detuvo
en seco y sacó un walkie-talkie negro. Oí una voz frenética y llena de estática.
—¡Todos los que estén disponibles, suban al segundo piso! Uno de los
miembros está aquí y está drogado con coca o algo así. Se quejó de la chica
que está entrenando, y luego empezó a tirar mierda por ahí y a intentar
destruir la sala. Acaba de destrozar un cuadro en el pasillo, y luego nos ha
tirado una escultura y ha conseguido escapar. Tenemos que atrapar a este
cabrón antes de que destruya todo el piso.
El guardia de mi celda murmuró.
—Malditos cocainómanos ricos. —Suspiró—. Me tengo que ir. Alguien más
te traerá la cena en unas horas.
Se acercó a la puerta, introdujo la tarjeta y salió dando un portazo. Un
segundo después oí sus pasos apresurados por el pasillo.
Mis ojos se posaron en el suelo, donde él acababa de estar. En su prisa
por sacar el walkie-talkie del bolsillo trasero, se le habían desparramado
otras cosas y no se había dado cuenta.
Me acerqué y me agaché para ver las cosas. Unos cuantos envoltorios de
chicles azules y blancos, una tarjeta de fidelización de una especie de
hamburguesería y algo que parecía una tarjeta bancaria.
Me dio un vuelco el corazón cuando miré más de cerca. No era en absoluto
una tarjeta bancaria. Era negra, con el logotipo dorado de la Corona y la
Daga en la parte superior y la palabra “Reservado” impresa en el centro.
Era una tarjeta llave. Obviamente no era la principal del guardia, ya que
la había usado para salir de mi celda hacía un momento, pero podía ser
algún tipo de repuesto.
Sólo hay una forma de averiguarlo, supongo.
Me acerqué a la puerta e introduje la tarjeta. Sonó un breve pitido y la luz
de la cerradura electrónica se iluminó en verde. Mis ojos se abrieron de par
en par. Mierda... funcionaba de verdad.
Mi pulso se duplicó de excitación y me acerqué a la manilla antes de
decidirme en contra. Incluso con todo el alboroto de la segunda planta,
todavía habría muchos guardias de la mansión por el lugar. No podía salir
al pasillo, subir al ascensor y salir de aquí sin que me vieran.
Por suerte, conocía otra salida. Una que sería mucho menos obvia.
Me acerqué al muro de piedra del otro extremo de la celda y me apresuré
a encontrar la piedra trampa que había descubierto hacía unas semanas.
Después de abrirla y tirar de la palanca, me aparté y caminé nerviosamente
de un lado a otro mientras esperaba a que se abriera la puerta secreta.
Aunque los arquitectos de La Corona y La Daga habían instalado una
cerradura electrónica en la puerta del túnel por si alguien como yo descubría
el sistema de túneles subterráneos, estaba dispuesta a apostar a que no
había nadie vigilando el exterior de la puerta. De todos modos, la última vez
no había visto a nadie en el exterior.
Me precipité por el oscuro pasadizo, con la euforia y la expectación
corriendo por mis venas. Por fin tenía la escapatoria al alcance de la mano,
y todo por culpa de un guardia distraído. Era la oportunidad exacta que
había estado esperando, y podría ser la única que tuviera.
Llegué a la puerta que había al final del túnel e introduje la tarjeta. La
cerradura emitió un pitido y la luz volvió a ponerse verde. Abrí la puerta con
cuidado.
Inmediatamente me golpeó en la cara una ráfaga de viento gélido, pero no
había nadie fuera. Casi chillo de alegría mientras trago aire fresco. Si tenía
cuidado, podría librarme de este lugar en pocas horas.
Todo lo que tenía que hacer era correr hasta el bosque de la izquierda de
la finca y abrirme paso a través de él hasta el otro lado. Podría llevarme un
rato, pero tenía que acabar en algún sitio, y al final llegaría al límite de la
propiedad y luego, con suerte, a una carretera. En realidad, no podía subir
por la carretera, por si alguien de la mansión se daba cuenta de que había
desaparecido y enviaba un coche por mí, pero podía arrastrarme por el borde
y esconderme detrás de los árboles cada vez que oyera acercarse un coche.
Tarde o temprano, llegaba a un pueblo y entonces iba directamente a la
policía y les contaba lo que me había pasado.
Hacía un frío que pelaba -el invierno se acercaba a pasos agigantados- y
unos palos y piedras afilados se clavaban en mis pies mientras corría por el
sendero que se adentraba en el bosque y se dirigía hacia el anfiteatro. Sin
embargo, apenas lo sentí. Estaba demasiado excitada con la idea de salir de
este lugar y esa excitación parecía adormecer el dolor. Casi podía saborear
la inminente libertad, casi podía sentir el calor de los brazos de mis amigos
cuando por fin llegué a casa y les expliqué todo el calvario.
Llegué al claro del anfiteatro y lo atravesé sigilosamente hasta el otro lado
antes de continuar mi camino por el oscuro bosque. El espeso dosel de
ramas de los árboles bloqueaba la mayor parte del cielo, pero quedaban
algunos fragmentos de color gris claro, como piezas dispersas de un
rompecabezas. El aire estaba impregnado de la fragancia de la tierra húmeda
y las hojas, y aspiré hondo una vez tras otra, desesperada por llenar mis
pulmones de algo que no fuera el olor de mi celda y de sangre seca.
Sabía que aún no estaba tan lejos de la Escuela de Acabado, pero ya
empezaba a parecerme un recuerdo lejano. Algo que le ocurrió a otra
persona. Mis luchas no terminarían del todo cuando por fin llegara a una
ciudad, porque la policía tendría muchas preguntas para mí, el proceso de
conseguir que todo el mundo me creyera e investigara a La Corona y La Daga
llevaría un tiempo, y pasaría mucho tiempo antes de que volviera a sentirme
segura, pero la idea de estar en una casa como Dios manda, con una cama
como Dios manda y comida casera me hacía doler desesperadamente de
esperanza y fervor.
Sigue adelante.
Aceleré el paso y me escabullí entre los árboles y los arbustos tan rápido
como pude. Por fin, un rayo de luz blanca y brillante atravesó el bosque que
tenía delante. Estaba a punto de llegar al límite del bosque. Espoleado, corrí
aún más deprisa, y jadeé de felicidad cuando salí del bosque y salí al aire
libre.
Entonces caí lentamente de rodillas mientras la incredulidad y el terror
volvían a arañar mi mente, escarbando en mi cerebro como las oscuras patas
de un millón de cucarachas.
Me encontraba cerca del borde de un acantilado escarpado, piedras grises
dentadas que zigzagueaban en un largo y hostil tramo de costa. Delante de
mí no había más que océano. La inhóspita extensión de frías aguas negro-
azuladas se extendía ante mí hasta donde alcanzaba la vista.
Igual que al otro lado de la mansión.
—¡No! ¡No! —Grité, mis manos se curvaron en puños angustiados.
Estaba en una isla.
Una maldita isla.
Aunque encontrara un camino seguro por los acantilados rocosos y llegara
al agua, nunca saldría de este lugar. Al menos, no con vida. El océano estaría
helado y no sabía hacia dónde tendría que nadar para llegar a tierra. Aunque
lo supiera, me ahogaría o moriría de hipotermia antes de llegar.
Oí crujir unos pasos sobre las piedras procedentes de algún lugar a mi
izquierda, y me volví para ver al guardia de antes sonriendo sádicamente
mientras se acercaba lentamente a mí. Otros tres guardias estaban detrás
de él, observando con indisimulada diversión.
—¿Ya lo has entendido, putita? —dijo el primer guardia, con ojos brillantes
de malicia mientras me miraba fijamente—. No tienes escapatoria. No de
aquí. Ni de él.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas mientras jadeaba, haciendo todo lo
posible por no hiperventilar. Todo era una cruel trampa. Me dieron algo a lo
que aferrarme para poder arrancármelo. Me dieron esperanza para poder ver
cómo se desvanecía de mis ojos cuando descubrí la terrible verdad de mi
situación. Sabían desde el principio que intentaría atravesar el túnel si
alguna vez tenía la oportunidad, y yo les hice el juego, permitiéndoles
demostrar la inutilidad de cualquier intento de escapar a mi costa.
Probablemente, Elias había estado guardándose en la manga ese ruin plan
durante todo el tiempo que llevaba aquí, listo para utilizarlo contra mí
cuando creyera que más me lo merecía. Muy probablemente lo había
planeado con los guardias hacía meses, preparado para soltarlo sobre mi
cabeza cuando quisiera que sufriera de verdad.
En serio, debería haberlo sabido. La Corona y La Daga nunca contrataría
a alguien tan estúpido como para dejar caer una maldita tarjeta llave en mi
celda. Siempre estaban un paso por delante, siempre tramando maneras de
quebrarme.
Ahora, por fin lo habían conseguido.
Me desplomé en el frío suelo, derrotado y llorando a lágrima viva. El
guardia tenía razón.
Nunca me alejaría de los desalmados de La Corona y La Daga.

CONTINUARÁ...

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