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Rose
Corrección
Phinex/Black
Diseño
Harley Quinn
Lectura Final
Bones
Trabajo sin fines de lucro, traducción de fans para fans, por lo que se
prohíbe su venta.
Favor de no modificar los formatos, publicar o subir capturas en redes
sociales.
brí un ojo cuando algo crujió cerca de mí. No pude abrir el otro,
1 El Programa de asistencia para la matrícula (TAP) del estado de Nueva York proporciona subvenciones a los estudiantes
para ayudarlos a pagar la matrícula.
—Supongo —dijo en voz baja. Tenía una arruga de preocupación en el
entrecejo—. Mierda, acabo de acordarme, tengo que ir a hablar con alguien
sobre una tarea de grupo. Las veo luego.
Se marchó apresuradamente, dejando su taza de café llena y humeante
sobre la mesa.
—Entonces... ¿irás a la fiesta? —Greer preguntó, volviendo su atención a
mí.
—Depende. —¿Cómo voy a entrar? Seguro que cierran con llave.
—La entrada principal de la tumba siempre está cerrada. Pero la noche de
la fiesta, dejan una pequeña entrada trasera sin cerrar entre las nueve y la
medianoche. Es para que los nuevos reclutas puedan entrar después de
resolver una serie de acertijos que terminan en la tumba antes de que
empiece la fiesta —dijo Willa en voz baja—. Es la única noche del año que la
tumba se deja así sin cerrar.
—¿Así que cualquiera podría entrar por esa entrada trasera? —Enarqué
una ceja.
—La mayoría de la gente evita la tumba por varias razones. Pero sí,
técnicamente, cualquiera podría entrar esa noche. Aunque no llegarían a la
zona subterránea principal donde se celebran las fiestas. A menos que
tengan cuidado.
Arrugué la nariz.
—Sigue pareciéndoles descuidado dejarla abierta aunque sea cinco
segundos si están tan empeñados en mantenerlo en secreto.
Willa hizo un gesto con la mano.
—Bueno, en primer lugar, casi nadie sabe realmente que se deja abierto
durante unas horas una noche al año. Es decir, la mayoría de la gente no
pasea por el cementerio un viernes por la noche, así que nunca lo
descubrirían. La única razón por la que yo lo sé es porque mis hermanos
son unos bocazas. Y en segundo lugar, la tumba Roden es principalmente
para iniciados y miembros de primer y segundo nivel. Allí no se guarda nada
importante, así que supongo que no les importa demasiado. Por lo que he
oído, el tercer nivel es el más serio. Nunca serías capaz de infiltrarte ahí,
dondequiera que esté. Yo no lo sabría. Por culpa de los mencionados bocazas
de mis hermanos, no llegaron al tercer nivel.
Solté una risita.
—Ya veo. ¿Cuándo es la noche de la TAP Week?
Greer volvió a hablar.
—No el martes que viene, sino el siguiente. Así que la fiesta será el viernes
siguiente. Intentaría colarme contigo, pero mis padres vienen de visita esa
semana.
—Y no puedo ir porque si mis hermanos están allí y me ven, me
destrozarán totalmente ante mis padres —dijo Willa con un suspiro.
Me mordí el labio inferior. La profesora Halliwell esperaba muchísimo de
sus alumnos, pero si yo era capaz de escribir una exposición asombrosa
sobre La Corona y La Daga e iluminar algunas de las leyendas urbanas que
los rodeaban, era muy posible que sacara un sobresaliente en su clase. Sería
el primero de la historia.
—Claro que sí —dije finalmente con una sonrisa malvada—.
Definitivamente me voy a colar en esa fiesta.
E
ra el viernes siguiente a la noche de la TAP Week, una noche
extraña: salvaje y racheada, borrascas de viento rugiendo por el
campus, sin luna que se escondiera tras una nube.
Yo también iba a pasar la mayor parte de la noche escondida.
Salí a toda prisa de Bamford y me dirigí a la derecha, por un ancho camino
de piedra. El cementerio de Roden estaba en la parte más occidental del
campus, a unos quince minutos a pie de mi habitación.
Sabía que colarse en la tumba de La Corona y La Daga y entrar en la
guarida subterránea para presenciar su fiesta sin ser vista no sería fácil.
Incluso podría ser imposible. Aun así, había hecho todo lo posible para
asegurarme una oportunidad.
Willa me contó que, tras las ceremonias de iniciación de la noche de la
TAP Week, a todos los reclutas se les entregaban túnicas con capucha de
color marrón oscuro para que las llevaran en futuros actos. Habíamos ido al
Departamento de Arte Dramático y cogido prestada la más parecida que
pudimos encontrar, y ahora la llevaba puesta.
Pensé en llegar pronto al cementerio, esconderme cerca de la tumba y
esperar a que un grupo de reclutas se dirigiera a la entrada trasera.
Entonces me deslizaría sigilosamente detrás de su grupo con la cabeza
gacha, fingiendo ser uno de ellos mientras entraban en la tumba. Después,
tendría que pensar sobre la marcha, porque no tenía ni idea de cómo era la
tumba por dentro.
Los carteles pegados en las paredes de piedra y ladrillo ondeaban al viento
cuando pasé por delante de la biblioteca del campus. Con el rabillo del ojo,
vi la cara de una chica que me miraba fijamente desde uno de los carteles.
Priyanka Rahman.
Hace dos semanas, justo después de la conversación que había tenido con
mis amigos sobre todas las chicas desaparecidas de Roden, Priyanka -Pri
para sus amigos- también había desaparecido. Fue una horrible
coincidencia. Su vecina de la residencia universitaria había denunciado su
desaparición, y en los días siguientes habían aparecido carteles por todo el
campus pidiendo información.
Una semana más tarde, Dean Davenport hizo público un comunicado en
el que decía que Pri estaba bien. Al parecer, se había estresado por la carga
de trabajo en Roden y había abandonado los estudios para volver a su país
natal, Nueva Zelanda, y descansar un poco. Aun así, el incidente había
asustado al campus, y ya no quedaba mucha gente fuera por la noche, sino
que optaban por la acogedora seguridad de sus habitaciones. Tampoco
ayudaba que nadie se hubiera molestado en quitar los carteles.
Por fin llegué al camino que conducía al cementerio. Era estrecho y estaba
poco iluminado, con sólo un puñado de farolas de hierro fundido,
serpenteando cuesta abajo y rodeado de setos negros. Desde mi posición
ventajosa aquí arriba, podía ver más luces que brillaban en varios lugares
del cementerio, un resplandor amarillo extrañamente acogedor que caía
sobre los sinuosos senderos del interior.
Había una gran puerta de hierro forjado y un muro de piedra custodiando
el cementerio. Pero no quise atravesarla directamente, por si me topaba con
alguien. En lugar de eso, me desvié ligeramente hacia la izquierda y me
arrastré a lo largo del muro, manteniendo una mano sobre las ramas y la
hiedra que trepaban por él. Luego esperé, con los ojos atentos a cualquier
movimiento y los oídos alertas a cualquier sonido.
La luna eligió ese momento exacto para salir de detrás de las nubes. El
césped del cementerio parecía casi blanco a la luz, y la silueta oscura de las
lápidas se alzaba inquietante en la noche. Sin embargo, no vi a nadie.
Tan sigilosamente como me fue posible, me arrastré hasta la puerta y la
abrí con un chirrido. Atravesé el césped de puntillas hasta llegar a una
lápida lo bastante alta como para esconderme detrás de ella y lo bastante
cerca de la tumba de la Corona y la Daga como para ver qué ocurría. El
cementerio debía de parecerme espeluznante, pero estaba demasiado
entusiasmada con mi pequeña misión como para preocuparme por los
huesos antiguos que había bajo mis pies.
Me asomé desde mi escondite para ver bien el enorme sepulcro gris. Era
la tumba Roden por excelencia: imponente, sin ventanas y llena de secretos.
Además, era mucho más grande de lo que pensaba. Sabía que estaba en la
parte trasera, porque había visto la delantera, con sus columnas de piedra
y sus palabras talladas en latín, cuando había pasado sigilosamente hacía
un momento.
Consulté mi teléfono. Eran más de las nueve. Willa me dijo que los reclutas
solían resolver el acertijo y encontrar el camino a la entrada trasera de la
tumba entre las nueve y las doce, así que la noche podía ser larga.
Me acurruqué y esperé. La noche siguió y siguió. Un puñado de veces se
oyó un ruido y me levanté de inmediato, pero no era más que algún tipo de
animal escarbando por el cementerio.
Unos minutos antes de las diez y media, se oyó un chasquido de ramas
en algún lugar, demasiado lejos para precisarlo. Silencio de nuevo, luego un
crujido de pasos sobre hojas muertas, a pocos metros de la tumba.
Ya era hora.
Me tapé la cara con la capucha y me agazapé en mi sitio, lista para saltar
y unirme en silencio a los reclutas. Llegaron un momento después. Conté
doce. Era un buen número, fácil de mezclarse con ellos.
—¿Qué va a pasar aquí? —Oí decir a uno de ellos—. Pensé que la otra
noche era la iniciación.
—Lo fue. Seguro que esta noche es una fiesta para celebrar nuestra
aceptación. Al menos eso me dijo mi tío. Es miembro —dijo otro chico en voz
baja.
—Más vale que sea jodidamente bueno para compensar que esté en una
tumba helada —refunfuñó otro.
—He oído que es salvaje como la mierda, hombre.
Vi que se dirigían a la entrada trasera de la tumba, una gran puerta tallada
en la piedra. Silenciosa como un ratón, me acerqué de puntillas a la parte
trasera del grupo y los seguí, manteniendo la cabeza lo más agachada
posible con la capucha echada hacia delante para que nadie me viera la cara
y se diera cuenta de que no era un hombre. La túnica ocultaba
perfectamente mis curvas, así que, con suerte, sólo parecería un tipo bajito
si alguien se fijaba en mí.
Afortunadamente, nadie se volvió para mirarme. Estaban demasiado
excitados por lo que les esperaba. Prácticamente podía sentir cómo
zumbaban y vibraban de expectación.
El recluta que iba al frente del grupo empujó la pesada y chirriante puerta
para que quedara entreabierta. Todos los demás entraron, uno tras otro.
Entré con ellos, sin que nadie se diera cuenta, e inmediatamente miré a mi
alrededor, planeando mi siguiente movimiento.
Dos antorchas encendidas iluminaban la amplia tumba, sostenida por dos
hombres altos vestidos con túnicas azul marino oscuro. El suelo era de
hormigón gris frío y a un lado había una pila de ataúdes. Espeluznante, pero
no inesperado.
Cerca había varias puertas cerradas con candado, que aparentemente
conducían a otras alas. Willa tenía razón sobre la sala principal: aparte de
los ataúdes, no había nada.
Me escondí en silencio detrás de los ataúdes apilados mientras los
excitados y parlanchines reclutas se dirigían hacia los hombres con las
antorchas encendidas. Ahora me daba cuenta de que los hombres vigilaban
una entrada oscura a... no sabía bien qué. Sólo podía suponer que era el
camino a la guarida subterránea de la que tanto había oído hablar.
—¡Silencio, neófitos! —dijo uno de los portadores de la antorcha, su
profunda voz resonó en toda la tumba—. Están pisando suelo sagrado.
Los reclutas de túnica marrón guardaron silencio de inmediato.
—Deseas entrar en nuestro Templo Interior —dijo el otro hombre de túnica
azul—. Di nuestra consigna o abandona este lugar para siempre.
—¡Deliciae dolor! —decían a coro todos los reclutas.
Enarqué una ceja. Greer tenía razón sobre su lema; no era sólo un rumor.
Los hermanos de Willa o le mintieron o no se preocupaban lo suficiente por
la sociedad como para recordar la letra.
Uno de los hombres bajó su antorcha.
—Síganme, neófitos.
Se dio la vuelta y se dirigió enérgicamente a través de la oscura entrada.
Los reclutas le siguieron en fila india.
Esperé en mi escondite oscuro, con el corazón acelerado. No sabía qué
hacer. Todavía había un hombre con una antorcha vigilando la entrada, así
que no podía colarme. Maldita sea. Willa tenía razón la otra semana. Sería
imposible para cualquiera llegar más lejos en este mausoleo que donde yo
estaba ahora.
Se me caen los hombros y suelto un suspiro de derrota. Ni siquiera sabía
cómo podría salir de aquí sin que me viera el guardia. Tendría que escapar
por la entrada trasera y esperar a que no me descubriera mientras corría
por el cementerio.
Unos segundos después, un sonido estridente asaltó mis oídos. Al
principio me asusté y estuve a punto de levantarme de un salto, pero luego
me di cuenta de que sólo era un teléfono móvil. No era el mío; antes lo puse
en el ajuste de vibración más suave para que solo yo supiera si se había
disparado.
El guardia de la linterna metió una mano en un bolsillo y sacó su móvil.
—Eh, hombre —dijo—. Sí, acaban de llegar. Hemos seguido el estúpido
guion, no te preocupes. Ahora están de camino a la guarida con Hasser.
Deberías haber visto sus caras. Fingen estar tan tranquilos y
despreocupados pero se toman esta mierda tan en serio. Jodidamente
gracioso. De todos modos, voy a ir a mear.
Frunzo el ceño. Demasiado para que La Corona y La Daga fueran sombrías
y serias. Por la forma en que el tipo hablaba por teléfono, parecía más bien
que la sociedad no era más que una fraternidad tonta que solo fingían
tomarse en serio para asustar a los nuevos reclutas.
—¿Qué? No. —El tono del hombre se estaba volviendo argumentativo
ahora—. ¡Mi puta vejiga parece a punto de explotar! En serio, hombre,
probablemente se me caiga la polla si no voy ahora.
Reprimí una risita. Bonitas imágenes.
—No es que vaya a venir nadie más. Saldré y tardaré tres minutos como
máximo. Veré si alguien intenta entrar en la tumba, de todos modos. —Hubo
una pausa y luego—. Sí, claro, como quieras.
Colgó. Le vi marcar otro número.
—Oye, hombre, de verdad que estoy deseando llegar al segundo nivel y no
tener que volver a hacer esta mierda tan aburrida. ¿Crees que puedes subir
unos minutos y hacerme compañía? Necesito mear, pero el jodido Benson
me ha dicho que no puedo tomarme un descanso hasta que haya alguien
más aquí para vigilar. —Hizo una pausa, presumiblemente escuchando a su
compañero de La Corona y La Daga al otro lado de la línea—. ¿Diez minutos?
Urgh. Bueno. Hasta luego.
Colgó, refunfuñando para sus adentros. Luego miró hacia la entrada
trasera de la tumba y murmuró:
—A la mierda. Dos minutos no matarán a esos capullos —y salió.
Mi corazón dio un salto. Era mi oportunidad. La entrada estaba
desprotegida y sabía que nadie más iba a venir a cubrir a este tipo durante
al menos diez minutos. Era casi como si las estrellas se hubieran alineado
para hacerme la vida lo más fácil posible esta noche.
Salí de mi escondite de puntillas y me agaché en la oscura entrada. Gritos
y tambores resonaban desde las profundidades. Me temblaban las manos
de miedo y expectación mientras avanzaba por un sinuoso sendero. Todo se
volvió negro cuando la luz de las antorchas de la sala principal se
desvaneció. El aire se hizo más frío, más denso, impregnado de olor a tierra.
Me encontraba en un túnel subterráneo.
Me moví tan rápido como pude en la oscuridad, rezando por no toparme
con el tipo que subiría pronto para relevar al otro guardia. Si lo hacía, estaría
jodida.
Por suerte, no me encontré con nadie. Llegué hasta el final del húmedo y
retorcido túnel, y entrecerré los ojos cuando la luz volvió a iluminarlos.
Respiré hondo y me encogí entre las sombras al ver lo que había al final.
Era una magnífica gruta subterránea, decorada con imponentes columnas
de piedra e intrincadas esculturas talladas en las paredes y el techo. Había
antorchas y velas encendidas iluminando el extenso lugar, y viejas lápidas
agrietadas esparcidas por los bordes. Podía ver pequeñas puertas oscuras
que conducían a otras salas de la gruta, y oía gritos salvajes, gemidos
masculinos y risitas femeninas que salían de ellas.
Profundos y rítmicos tambores resonaron en la sala principal. Estaba
repleta de miembros de la Corona y la Daga vestidos de azul oscuro, junto
con otros vestidos de rojo. Llevaban las capuchas levantadas y máscaras
doradas que cubrían cada centímetro de sus rostros. Las máscaras estaban
elaboradas con joyas relucientes y elegantes picos de ave que sugerían cejas
arqueadas y bocas depredadoras.
Los nuevos reclutas permanecían con el rostro descubierto y estoicos a un
lado, no lejos de donde yo estaba agazapada al final del túnel.
En el centro de la sala, junto a un altar de piedra rodeado de fuego, había
un hombre vestido con una túnica negra. Llevaba la capucha abajo y, a
diferencia de los demás miembros establecidos, su máscara sólo le cubría
los ojos. También llevaba una corona de oro retorcida. En una mano sostenía
una daga.
Ahogué un grito ahogado. Incluso con la parte superior de la cara cubierta,
me di cuenta de que era el padre de Tobías King-Elías. Lo reconocí
fácilmente, porque una vez lo había visto hablando con mis padres sobre un
posible contrato para el negocio de topografía de mi padre. Tenía
exactamente la misma nariz y mandíbula cuadrada y poderosa que Elias.
Supongo que tenía sentido que fuera el jefe de La Corona y La Daga, dado
lo rico que era. La sociedad sólo captaba miembros de familias súper ricas o
poderosas, y los King eran los más ricos y poderosos de todos.
De repente se oyó el estruendo de un gran gong. Las risas y los gritos
procedentes de otras partes de la gruta cesaron bruscamente, junto con los
golpes de tambor, y un momento después, unos cuantos hombres con túnica
aparecieron de entre las puertas y se dirigieron hacia los demás.
—¡Bienvenidos, neófitos! —gritó Tobías, atrayendo las miradas de todos
hacia él. Aproveché la oportunidad para salir rápidamente del túnel y
deslizarme por la oscuridad a lo largo del borde de la sala, escondiéndome
detrás de una de las altas lápidas.
—¡Adelante!
Los reclutas se acercaron al anillo de fuego que rodeaba a Tobías. Sonrió
y volvió a hablar.
—Veo que han sobrevivido a la ceremonia de iniciación del martes. Los
felicito. Estoy seguro de que han oído las leyendas, y ahora, ustedes mismos
forman parte de la leyenda.
Hizo una pausa para mirar a todos los reclutas por turnos, y luego
prosiguió, con voz clara y nítida.
—La elección a nuestra hermandad es un billete dorado a una vida más
allá de sus sueños más salvajes, incluso con sus orígenes privilegiados. El
éxito se convierte en su derecho de nacimiento en cuanto renacen a sus
nuevas vidas como miembros de nuestra sociedad. Todo lo que quieran
estará a su alcance, y todo lo que quiera su enemigo podrán arrebatárselo a
su antojo. La hermandad se ocupará de todas sus necesidades. Nunca les
faltará nada y, a cambio, su lealtad sustituirá a todo lo demás en sus vidas.
Los enmascarados del otro lado del altar zapatearon y vitorearon.
—¡Neófito DuPont, un paso adelante y arrodíllate! —ordenó Tobías,
levantando la daga.
Uno de los reclutas se adelantó y se arrodilló, inclinando la cabeza. Tobías
le golpeó suavemente la parte superior de la cabeza con la daga, y entonces
un hombre vestido de rojo se adelantó con una copa dorada y se la tendió.
El recluta cogió la copa y bebió su contenido.
El proceso continuó con los demás reclutas, uno por uno.
Casi me eché a reír al ver los acontecimientos surrealistas que se
desarrollaban ante mí. Todo parecía tan... tonto. De mal gusto. Como sacado
de una película de suspenso cursi.
Entonces recordé lo que me había dicho Willa. Lo del primer nivel de la
Corona y la Daga era básicamente una broma, por lo que me había dicho.
El segundo nivel era más difícil de alcanzar y mucho más secreto (apenas
sabía nada de él), y el tercer nivel era tan clandestino que no sabía
absolutamente nada de él. Incluso sus hermanos, que al parecer habían
llegado al segundo nivel, no tenían ni idea de lo que implicaba el tercero. No
habían llegado tan lejos y nunca lo harían.
A pesar de ello, ya tenía una vaga idea de los distintos niveles por lo que
había visto esta noche. Los nuevos reclutas llevaban túnicas marrones
durante la iniciación, y los miembros del primer nivel vestían de azul marino
(como lo demuestra el guardia que se quejaba en la puerta de que quería
llegar al segundo nivel para no tener que hacer más trabajos sucios). Por lo
que pude deducir que los hombres de túnica roja pertenecían al segundo
nivel de la hermandad y que el negro estaba reservado para el nivel superior.
Tobías King era el único que vestía de negro, así que se trataba de un
evento de nivel inferior, diseñado para atraer a los nuevos reclutas y a los
miembros más jóvenes. Sin contar a Tobías, que obviamente tenía que estar
aquí para supervisar el evento, los miembros de tercer nivel no estaban aquí
y probablemente tenían cosas mucho mejores que hacer con su tiempo.
Un escalofrío me recorrió al imaginar qué podrían ser esas cosas.
—Ahora —gritó Tobías con voz estruendosa cuando el último recluta hubo
terminado lo que había en su copa—. ¡Disfruten de los frutos de su éxito!
El gong volvió a sonar y los tambores volvieron a sonar con fuerza. Los
gritos y vítores resonaron por toda la gruta.
Me acomodé aún más en mi escondite y saqué el móvil para filmar
subrepticiamente lo que estaba ocurriendo. Ahora que el tonto ritual de la
daga se había acabado, parecía que empezaba la fiesta.
Hermosas mujeres se escabullían por las oscuras puertas de los extremos
de la cámara principal, sosteniendo bandejas con bebidas y gruesas líneas
de polvos blancos. Algunas iban vestidas con vaporosos vestidos blancos de
estilo griego, otras hacían topless con tangas negros y pintura dorada en
spray en cada centímetro de su piel, y otras simplemente estaban desnudas,
salvo por los collares negros que llevaban al cuello.
—Hostia puta —oí murmurar a uno de los reclutas. Su voz se arrastraba
ligeramente; lo que había en las copas debía de ser muy potente.
En los veinte minutos siguientes, comenzó una escena que sólo podría
describir como una orgía salvaje. Las mujeres estaban arrodilladas y los
hombres enmascarados las penetraban con fuerza, gruñendo y gimiendo.
Otras estaban de rodillas con las manos atadas a la espalda, chupando
pollas y gimiendo de placer mientras otra persona les acariciaba el coño.
Todos los nuevos reclutas comparten expresiones que sugieren que sus
sueños se han hecho realidad.
Era áspero, crudo, bacanal.
Me quedé helada con una mezcla de miedo y excitación mientras lo
asimilaba todo, con el pulso latiéndome fuerte y rápido. Me imaginé a mí
misma como una de esas mujeres, siendo usada y abusada, tomada por
todos los agujeros para el placer de hombres ricos. Me daba miedo, un miedo
excitante que me ponía cachonda. Mi pecho subía y bajaba, el calor se
deslizaba por mi cuello y mis pezones se tensaban mientras el ardiente deseo
se movía por mi estómago y se acumulaba entre mis piernas.
Dejé escapar un chillido involuntario de sorpresa cuando vi a un hombre
vestido de rojo abofetear el culo bronceado y aceitado de una mujer antes de
abrirle las nalgas y metérselo dentro. Justo en el culo, sin previo aviso. Ella
soltó un gemido gutural, su cabeza cayó hacia delante mientras el hombre
violaba con rudeza su agujero más estrecho. Luego empezó a gemir y a
jadear de felicidad, sucumbiendo a la embriagadora mezcla de dolor y placer.
Me tapé la boca con una mano. Por suerte, la fiesta era tan ruidosa que
nadie pareció oír mi chillido. Gracias a Dios. De todos modos, miré a mi
alrededor para asegurarme.
A lo largo de una de las paredes de la gruta, unos cuantos hombres
vestidos de rojo observaban el sexo salvaje, sorbiendo copas en lugar de
participar. No pude ver sus rostros, ya que las máscaras lo cubrían todo,
pero me dio la impresión de que estaban aburridos. Probablemente habían
participado en este tipo de actividades muchas veces, y ahora, lo que antes
parecía salvaje y peligroso se había vuelto viejo y rancio.
De repente, uno de ellos giró ligeramente la cabeza hacia la izquierda.
Había algo familiar en su forma de moverse.
Me mordí el labio y me agaché más, esperando que no me hubiera visto
en la oscuridad tras la lápida. Al asomarme un momento, vi que estaba
observando la orgía de nuevo. Falsa alarma. Estaba a salvo.
Aun así, tenía que pensar en salir de aquí antes de que fuera demasiado
tarde. Mientras me mantuviera en las sombras, podría escabullirme
fácilmente entre todos esos gemidos y retorcimientos primarios. O eso
esperaba.
Me pegué lo más posible a la fría pared de piedra, encontré el camino de
vuelta al túnel y me deslicé hacia la oscuridad. Luego subí corriendo por el
sinuoso sendero, mareada y palpitando por todo lo que acababa de
presenciar.
Cuando me di cuenta de que me acercaba a la puerta que conducía a la
parte subterránea de la tumba, me detuve y me arrodillé antes de avanzar
lentamente. Probablemente el guardia seguiría aquí, así que tendría que
averiguar dónde estaba, rodearlo por la puerta trasera y volar por el
cementerio lo más rápido posible para eludirlo.
No estaba en la entrada, gracias a Dios. Tampoco estaba nadie más.
Supongo que el tipo que prometió sustituirle nunca se molestó en aparecer.
Realmente fue mi noche de suerte.
Asomé la cabeza lentamente y respiré aliviada cuando vi al guardia
desmayado contra la pared, roncando ruidosamente con la antorcha
apagada sobre el regazo. Evidentemente, el servicio de guardia en la tumba
era tan aburrido y de mierda como había dicho antes. No me extraña que su
amigo no se molestara en venir a ayudarle.
Pasé a su lado de puntillas, me escabullí por la entrada trasera y me alejé
a toda velocidad por el cementerio, sin mirar atrás. Cuando llegué a la
puerta, mi pulso por fin volvió a la normalidad, sonreí y me alegré en silencio
por haber sobrevivido a aquel extraño encuentro.
Yo lo hice. Me colé en una fiesta de Corona y Daga y me salí con la mía.
De acuerdo, era sólo un evento de primer nivel, pero aun así, las cosas
que vi demostraron que no era una sociedad secreta cualquiera. Estos tipos
hacían cosas seriamente depravadas en esa guarida. Drogas, libertinaje,
voyerismo.
Estaba impaciente por empezar a trabajar.
Con un resorte en el paso, me dirigí de nuevo por el camino montañoso
hacia la parte principal del campus, tarareando una melodía pop optimista
mientras avanzaba. Mi teléfono vibró suavemente en mi túnica un momento
después. Lo saqué, suponiendo que era Greer o Willa preguntándome cómo
me había ido.
El mensaje procedía de un número desconocido. Me detuve en seco y me
quedé en silencio mientras lo leía.
Desconocido: Te vi.
L
a luz de primera hora de la mañana se filtraba por la ventana de mi
habitación. Bostezaba y me acurrucaba en las almohadas,
intentando descansar, pero el sueño nunca llegaba.
Con un suspiro, miré el reloj y vi que eran las siete y media. A pesar de
mis esfuerzos, no había pegado ojo desde que volví a casa poco antes de
medianoche.
No dejaba de pensar en el mensaje que recibí, no dejaba de asustarme. Al
mismo tiempo, la idea de contestarlo me asustaba aún más. Sabía que
probablemente Greer o Willa me estaban gastando una broma y me habían
enviado un mensaje desde el teléfono de otra persona, ya que sabían
exactamente lo que había estado haciendo anoche, pero una pequeña parte
de mí se preguntaba si realmente era un chico de la fiesta.
¿Y si alguien me hubiera visto? ¿Estaba en problemas? ¿O simplemente
uno de los chicos de La Corona y la Daga tenía un extraño sentido del humor
y pensó que sería divertido enviarme un mensaje de texto? Eso planteó aún
más preguntas: ¿quién era y cómo me conocía a mí y a mi número de
teléfono?
Mis ojos se desviaron hacia mi móvil. Estaba sobre la mesilla de noche y
parecía mirarme acusadoramente. Lo cogí.
Intentando olvidarme del extraño mensaje, marqué el número de mi madre
con la esperanza de charlar. Siempre madrugaba los sábados, así que sabía
que estaría por allí. Pero el teléfono sonaba sin cesar y, al cabo de unos
minutos, me di por vencida, abatida.
Mis padres apenas me habían dirigido la palabra desde que llegué a Roden
hace unos meses. Era muy extraño. Sabía que estaban ocupados con el
trabajo (ya que el negocio de topografía de papá, antes en dificultades, había
empezado a remontar hacía varios meses), pero seguro que aún tenían
tiempo para devolverme las llamadas. Sin embargo, casi nunca lo hacían.
Tampoco habían ido a visitarme al campus, aunque estaba a solo media
hora en coche de su casa.
Su nueva casa.
Desde que el negocio empezó a despegar, habían estado derrochando y
comprándose todas las cosas que nunca antes habían podido permitirse. Su
decrépito bungalow de alquiler había sido sustituido por una casa más
grande en un barrio más agradable, y también se habían comprado un coche
nuevo. Además de tener un negocio próspero, disponían de más ingresos
porque ya no tenían que cuidar de mí. Me alegraba por ellos, pero me
gustaría tener noticias suyas más de una vez al mes.
Pensé en llamar a una de mis amigas para distraerme, pero decidí no
hacerlo. A todo el mundo le gustaba acostarse un poco más tarde los fines
de semana, así que esperar una conversación a las siete y media era exagerar
un poco.
A la mierda. Finalmente me tragué mis miedos y me enfrenté al elefante
de la habitación.
¿Quién es? —Envié al número desconocido de anoche.
Mi teléfono respondió casi de inmediato.
Desconocido: Podría ser tu peor pesadilla o tu sueño más placentero.
Deje que usted decida.
Mis hombros se hundieron de alivio. Teniendo en cuenta la respuesta tan
exagerada, era evidente que se trataba de una broma estúpida. Todo este
tiempo me había estado asustando por nada.
Di una respuesta sarcástica.
Yo: Muy graciosa. ¿Se supone que eso debe asustarme?
Otra respuesta llegó inmediatamente.
Desconocido: Te gustaría que así fuera, ¿verdad? Te gusta tener
miedo. Te excita, ¿verdad?
Me puse rígida. Quizá no se trataba de una broma. O si lo era, la persona
tenía un sentido del humor bastante enfermizo. Con las manos ligeramente
temblorosas, envié otro mensaje.
Yo: No sé de qué me estás hablando.
Desconocido: Sí, me conoces. Te conozco, Tatum Marris. Lo sé todo
sobre ti.
Yo: Así que eres un acosador. ¿Debería llamar a la policía?
Desconocido: No un acosador. Solo un interesado.
Yo: ¿Te intereso?
Me recosté en la cama, acurrucándome contra las gruesas y mullidas
almohadas. De repente, ya no estaba tan preocupada. Sentía más curiosidad
que otra cosa. ¿Quién era ese tipo y qué quería exactamente?
Desconocido: Sí. Tú también estás interesada en mí.
Yo: Ni siquiera sé quién eres....
Su respuesta tardó un poco más esta vez.
Desconocido: Pero estuviste allí anoche. Nos observaste. Nos querías.
Admítelo.
Tragué saliva. Así que, después de todo, me había visto en la fiesta.
Yo: Me dio curiosidad. Eso es todo lo que admito.
Desconocido: Bueno, en palabras de Bachman, no has visto nada
todavía. Pero lo descubrirás.
Mi curiosidad se había despertado. Mantuve el intercambio, aunque
estaba segura de que el interlocutor no era más que un tipo aburrido que
quería imponer su dominio intentando asustarme.
¿Qué voy a averiguar? —pregunté.
Desconocido: Lo que realmente hacemos. Lo de anoche no fue nada.
Sólo algunos trucos de fiesta para interesar a los nuevos reclutas. No se
parece en nada a nuestro mundo real.
Una sonrisa jugó en mis labios.
Yo: ¿Por eso me resultó tan fácil entrar? Su seguridad es muy
deficiente.
Desconocido: ¿De verdad crees que eres la primera persona que se
cuela en una fiesta Tap Week en la Tumba? Prácticamente dejamos que
la gente lo haga, sólo para que se emocionen un poco y crean que saben
de qué vamos en realidad. Todo el mundo sabía que estabas allí, no sólo
yo. No fuiste tan cuidadoso como crees. ¿Cómo era estar sentado detrás
de esa lápida? ¿Cómodo?
Mi sonrisa se desvaneció. Me sentí completamente desnuda. Expuesta.
Todo el tiempo que había estado escondida en aquella gruta, los miembros
lo sabían. Cada uno de ellos. No era tan especial por colarme, después de
todo... me dejaban hacerlo.
No me extraña que florecieran tantos rumores sobre la sociedad.
Procedían de otras personas que se habían colado antes que yo, años y años
atrás. Los hombres de La Corona y La Daga lo alentaban, les divertía
escandalizarnos y dejar que se difundieran las historias descabelladas. Las
fiestas libertinas, las drogas, las orgías... era una faceta de su sociedad de
la que querían que se hablara. Para distraer de otra cosa, tal vez.
Eso me hizo sospechar mucho sobre lo que podían esconder detrás de todo
eso.
Apuesto a que soy la primera persona que lo graba —respondí
finalmente—. En todas mis búsquedas en Internet sobre ustedes, nunca
había visto un solo vídeo de la fiesta de la Tap Week. Pero ahora tengo
uno.
Desconocida: ¿Seguro, cariño?
Con el ceño fruncido, salí de los mensajes de texto y entré en la galería de
mi teléfono. El vídeo había desaparecido. Sin desanimarme, comprobé la
aplicación de almacenamiento en la nube, porque sabía que mi teléfono de
vez en cuando se estropeaba y borraba cosas por sí solo.
Cuando se cargó la aplicación, empecé a preocuparme de nuevo. El vídeo
no estaba allí. La única forma de que desapareciera de la nube era que
alguien accediera a mi cuenta y lo borrara manualmente. Yo, desde luego,
no lo había hecho.
Le respondí, con las manos temblorosas por una mezcla de furia y miedo.
Yo: ¿Has pirateado mis cosas?
Desconocido: Viniste a nuestro mundo, y ahora hemos ido al tuyo.
¿Por qué te sorprende? Es lo que querías, ¿no?
Yo: ¡Puede que quisiera echar un vistazo, pero no pedí que
piratearan mi teléfono!
A él: Has estado pidiendo eso y mucho más durante mucho, mucho
tiempo. Vas por un camino peligroso, pequeña.
A pesar de lo cabreada que estaba porque alguien había pirateado mi
teléfono y mi aplicación de almacenamiento en la nube, tenía que admitir
que estaba empezando a emocionarme. Muy emocionada. El peligro, la
oscuridad... todo me resultaba terriblemente atractivo. Me sentía muy
despierta a pesar de la falta total de sueño, y pequeñas emociones
azucaradas me recorrían la espina dorsal.
Quizá me guste el peligro —respondí con valentía.
Desconocido: Oh, sé que lo haces. Apuesto a que no puedes esperar
a estar atada y de rodillas para mí, ¿verdad?
Sonreí y me eché hacia atrás, con una sonrisa jugueteando en mis labios.
Las llamas me lamían entre las piernas, llenándome de un calor placentero.
No debería excitarme que un completo desconocido me enviara mensajes
así, pero no podía evitar que mi cuerpo respondiera.
De algún modo, sabía que cuanto más enfadado consiguiera poner a este
tipo, más oscuros y sexys serían sus mensajes. Decidí intentarlo.
Yo: ¿Así es como se divierte los de La Corona y La Daga? ¿Acosando
a chicas y amenazándolas con atarlas?
Desconocido: No es una amenaza. Una promesa. Y tú eres la única.
Yo: ¿Ah, sí? ¿Qué me hace tan especial?
Desconocido: Eres una chica mala. Una chica sucia.
Me gustaba que me llamaran así. Me ponía los pezones tiesos bajo la
camisa. Mordiendo una sonrisa, respondí.
Yo: ¿Cómo lo sabes?
Desconocido: Como dije, sé todo sobre ti, Tatum. Sé lo que has hecho,
y necesitas ser castigada por ello.
Yo: Dime cómo...
Desconocido: No necesito decírtelo. Te vas a enterar, y te va a doler.
Pero te mereces cada gramo de dolor. Sé lo que eres en el fondo. Eres
una pequeña zorra malvada, y necesitas ser castigada. Necesitas ser
rota.
Los mensajes se estaban volviendo demasiado oscuros para mi gusto.
¿Necesitaba que me rompieran? ¿A qué venía eso? No era sexy. Era
simplemente espeluznante.
Yo: Um, creo que lo estás llevando un poco lejos ahora, amigo...
Desconocido: ¿Qué, pensaste que esto era una especie de broma? No
me estoy riendo, putita. Sé exactamente lo que has hecho, joder, y te
lo voy a hacer pagar. 3/17/17. Te acuerdas, ¿verdad?
Apagué el teléfono y lo tiré al extremo de la cama, con todo el cuerpo
temblando mientras me recorría un escalofrío. Esa fecha al final del
mensaje... oh, Dios. Quienquiera que me estuviera enviando el mensaje,
sabía lo que hice en marzo del año pasado. Aquello en lo que me negaba a
seguir pensando. Lo que todo el mundo juraba que no era culpa mía.
El tipo del teléfono obviamente no estaba de acuerdo, y tampoco era un
chico aburrido de una fraternidad que se divertía enviando mensajes
sexuales a chicas al azar. Me odiaba. Quería hacerme daño. Lo peor de todo
es que lo sabía todo sobre mí. Incluso podía entrar en mis posesiones más
privadas cuando quisiera. Ya me lo había demostrado hackeando mi
teléfono.
¿Qué otra cosa podía hacer?
¿Qué otra cosa iba a hacer?
Me levanté de un salto y me acerqué a la ventana, asomándome por las
cortinas grises como si esperara ver a una persona con una gabardina negra
y unos prismáticos mirándome. Por supuesto, no había nadie, salvo un
corredor mañanero que atravesaba el patio y un jardinero que barría las
hojas rojas y amarillas.
Mis ojos se posaron en un desconocido todoterreno negro aparcado en el
aparcamiento de la derecha del patio. Entrecerré los ojos para ver mejor. La
plaza de aparcamiento era sólo para estudiantes de Bamford, y nunca había
visto a nadie aquí con ese tipo de coche.
Supuse que podía ser nuevo, ya que a los alumnos de Roden sus padres
ricos les regalaban a menudo coches nuevos y otras cosas por el estilo, pero
en cuanto hice evidente que estaba mirando, cuando corrí las cortinas más
hacia atrás, el todoterreno arrancó y salió chirriando del aparcamiento.
Temblando, me senté en la cama. Sólo una coincidencia, me dije. Un
estudiante es el dueño de ese coche, y salieron corriendo por café y bollos.
En el fondo, sabía que no era cierto. Quienquiera que estuviera en ese
todoterreno me estaba observando, y quería que lo supiera.
¿Pero quién demonios era?
T
iré el teléfono a un lado con el ceño fruncido y me subí la cremallera
a pesar del dolor en la ingle. Tatum había dejado de responderme y
yo estaba demasiado frustrado como para correrme. Tenerla al
alcance de la mano diciéndome cómo le gustaba el peligro había funcionado
durante unos minutos, pero no era suficiente.
Nunca era suficiente.
Estaba harto de jugar. Harto de esperar. Quería tenerla aquí, delante de
mí. Quería apretar mis manos contra su suave piel, agarrarla tan fuerte que
gritara. Quería morder esos carnosos labios rosados, hacerla gritar en mi
boca. Quería follarme su coñito tan fuerte que no pudiera andar en una
semana.
Quería poseerla.
Ahora mismo.
Sabía que existía un protocolo en nuestra sociedad, y lo había seguido
pacientemente durante mucho tiempo, por muy loco que me volviera. Ahora
lo había cumplido oficialmente. Se suponía que no debía ponerme en
contacto con Tatum en absoluto antes de que llegara el momento, pero ya
no podía evitarlo. No cuando ella estuvo tan cerca anoche, temblando a
pocos metros de mí detrás de aquella piedra mientras observaba los
procedimientos.
Tenía que admitir que me molestaba que hubiera estado allí. Ya sabía que
quería estar involucrada con nosotros, pero cuando se coló en la fiesta de la
Tumba de esa manera, me demostró que no nos tenía miedo.
Quería que nos tuviera miedo. Quería que estuviera aterrorizada cuando
finalmente la cogiera. Quería lágrimas de verdad, angustia de verdad. Dolor
real. No esta mierda falsa donde fingía estar asustada pero secretamente lo
deseaba todo el tiempo.
No, la quería de rodillas, con miedo en los ojos, rogando y suplicando.
Me di una ducha fría para aliviar el dolor de mis entrañas y bajé al estudio
de mi padre. Al menos, a uno de ellos. Tenía uno idéntico en todas las casas
que poseíamos y utilizábamos, incluso en las de vacaciones. Pasaba la
mayor parte del tiempo en Fairfield o en el Lodge, en el noroeste de
Connecticut, pero en las últimas semanas había estado conmigo en nuestra
propiedad de New Marwick, vigilándome para asegurarse de que no hiciera
nada imprudente. Sabía lo impaciente que me estaba poniendo después de
tanto tiempo alejado de mi premio.
Estaba de pie junto a un fuego crepitante, con un cigarro cubano en una
mano que desprendía perezosos rizos blancos de humo. Cuando entré, se
volvió para mirarme.
—¿Qué pasa?
Entrecerré los ojos.
—¿Tú qué crees? Quiero saber sobre Tatum. ¿Cuándo va a llegar?
Apretó los labios en una fina línea mientras hablaba.
—¿Cuántas veces hemos hablado de esto? —preguntó.
—No lo suficiente, obviamente, porque aún no tengo una respuesta clara.
—Todavía se está preparando. Como te dije la última vez que hablamos de
este asunto, tiene que parecer normal. Es decir, la transferencia del dinero.
No puede hacerse de una sola vez, o corremos el riesgo de llamar la atención
de ciertas personas. Lo último que necesitamos es que la fiscalía de EE.UU.
nos eche el aliento por irregularidades financieras, y sabes que siempre nos
están vigilando y esperando a que cometamos un desliz. Así que la estamos
blanqueando cuidadosamente a través del negocio de su padre, y cuando
ingresemos el último dólar, será nuestra.
Me crucé de brazos.
—Sé todo eso, pero aun así quiero una cita. He esperado un año y medio
para esto, y mi paciencia se está agotando.
Levantó la palma de la mano.
—Bien. Tres semanas. Estará vigilada en todo momento, para asegurarnos
de que no se le ocurra nada raro ni intente marcharse.
—Bien. Eso no fue tan jodidamente difícil, ¿verdad? —Dije.
Una expresión de aburrimiento apareció en su rostro.
—¿No tienes algo que estudiar ahora?
Esa fue su forma de desestimarme. No es que tuviera que estudiar para
aprobar la carrera. Lo hacía cuando lo necesitaba, porque quería saber toda
la mierda necesaria, pero de ninguna manera necesitaba agachar la cabeza
y dejarme la piel como hacían los demás.
Nacer en una familia como la mía me aseguraba el éxito y lo grababa en
piedra sólida sin que tuviera que mover un dedo si no me apetecía. Entrar
en una hermandad como La Corona y La Daga lo hizo aún más fácil. Éramos
el pequeño y sucio secreto de la nación, dirigíamos y controlábamos cosas
en todo el país que la mayoría de la gente ni siquiera podía soñar. No había
nada que no llegara a nosotros si decidíamos que lo queríamos.
Éramos propietarios de la mayoría de los edificios de Roden, así como de
más de la mitad de las tierras situadas a varios kilómetros a la redonda. La
policía local estaba en nuestro bolsillo, junto con el alcalde. La gente que
sabía de nuestra existencia nos temía, sólo hablaba de nosotros en voz baja
(aparte de algún que otro conspiranoico al que, de todos modos, a nadie le
importaba una mierda escuchar), y también deseaban desesperadamente
ser nosotros.
Al fin y al cabo, lo teníamos todo.
Incluso los miembros de más bajo nivel recibían enormes regalos
monetarios, llamativos coches deportivos, trabajos de ensueño al graduarse
y acceso a múltiples mansiones de lujo en propiedades privadas e islas si
alguna vez surgía la necesidad. Tenían todos los contactos que podían
necesitar y nunca se verían en apuros. La sociedad siempre se encargaría
de ello.
A partir de ahí, todo fue a mejor. El segundo nivel, en el que me encontraba
ahora, me proporcionó placeres incalculables con los que un hombre normal
sólo podía fantasear. Me enseñó lo que me gustaba, me ayudó a descubrir
todas las cosas que una parte profunda y oscura de mí siempre había
anhelado. No quería chicas inocentes a las que les gustaran los besos tiernos
y hacer el amor de espaldas a la romántica luz de las velas. Lo quería más
sucio, más oscuro, más enfermo. Quería hacerles daño. Quería que
suplicaran, lloraran, gritaran. Quería darles exactamente lo que se
merecían.
La sociedad me mostró que no había nada malo en mí. Yo sólo era un
hombre con necesidades, como todos los demás hombres que llegaron tan
lejos. Todos ellos también tenían lo que querían. Cualquier mujer que
desearan podía ser suya, porque cada mujer tenía un precio.
El de Tatum fue más bajo de lo esperado. Supongo que ella y su patética
familia estaban lo bastante desesperados como para renunciar a su vida
incluso por la más mísera de las sumas. O tal vez -y yo esperaba que así
fuera- sentía una culpa tan aplastante por su pasado que sabía que no valía
el millón que habríamos estado dispuestos a ofrecerle si se hubiera
molestado en intentar negociar. No valía nada y me moría de ganas de
demostrárselo. No podía esperar a arruinarla.
Sin embargo, odiaba saber que se había apuntado a esto. No quería su
consentimiento para ninguna de las cosas que planeaba hacerle. Pero
supongo que al final, era bastante fácil fingir que no lo tenía. Era lo más
cerca que estaría.
Además, me quedaría con todas sus primeras veces. Me había asegurado
de que nadie que se atreviera a mostrar interés por ella volviera a acercarse,
así que hasta su primer beso sería mío. La primera polla que se metiera en
la boca sería mía. Su virginidad sería mía. El primer orgasmo que la
desgarrara sería gracias a mí. Todas esas cosas, tomadas y hechas por mí y
sólo por mí. La idea hizo que un vértigo me recorriera las venas como una
droga con su nombre.
Me moría de ganas de ver su expresión cuando se diera cuenta de en qué
se había metido; cuando se diera cuenta de hasta qué punto la poseía.
Sabía que algún día la venderían a La Corona y La Daga, pero no sabía
que su nuevo amo sería yo. Cuando me vio por primera vez en su nuevo
hogar dentro de unas semanas y se dio cuenta de quién era yo y de lo que
había hecho, esos preciosos azules de bebé cobraron vida de puro pánico,
encendiéndose ardientes y brillantes antes de oscurecerse de terror.
Intentaría marcharse, pero para entonces sería demasiado tarde. Demasiado
tarde para evitar lo que había hecho, demasiado tarde para evitar el castigo
que yo le tenía reservado.
Se lo merecía.
¿Por qué?
Despreciaba a Tatum Marris con cada centímetro de mi alma, y el odio era
la fuente de energía más potente de la naturaleza. Era inmensa,
interminable. Me llevaba a lugares oscuros, impulsaba mi necesidad de
reclamarla como mi premio involuntario cuando llegara el momento, sólo
para que sintiera el mismo dolor que ella causaba a todos los demás.
A mucha gente le gustaba pensar que a alguien como yo nunca le iba a
faltar de nada debido a la obscena cantidad de dinero y poder de mi familia.
Eso era cierto en su mayor parte, pero lo único que ni siquiera los más ricos
podían comprar era tiempo. Podías tener todo el oro, las joyas y las mejores
propiedades del mundo, pero eso no te daría ni un minuto más para estar
con tus seres queridos cuando ya no estuvieran.
Uno de los míos había desaparecido, y todo por culpa de Tatum. Ninguna
cantidad de dinero los traería de vuelta, pero aun así iba a hacerla pagar de
todos modos.
Verás, no sólo quería poseerla.
Quería destruirla.
A
las diez en punto, todavía estaba temblando. Durante las últimas
horas, había intentado concentrarme en leer los apuntes de clase
y los detalles de las tareas, pero mi mente no dejaba de desviarse
hacia los inquietantes mensajes.
Finalmente, abandoné toda pretensión de estudiar y salí al pasillo. Quería
encontrar a Mellie y hablar con ella de todo lo que estaba pasando, ver si
tenía algún consejo para mí.
Su suite estaba unas puertas más abajo, pero me parecía que hacía siglos
que no la veía ni hablaba con ella. Era extraño, teniendo en cuenta que era
mi mejor amiga en Roden.
Ahora que lo pienso, llevaba dos semanas actuando de forma bastante
extraña. De repente estaba ocupada todo el tiempo, y las conversaciones
durante el desayuno y la cena eran rebuscadas y vagas. Parecía como si me
evitara, aunque no sabía por qué. Se lo había preguntado a Greer y a Willa,
pero ellas nunca habían tenido una relación tan estrecha con Mellie como
la mía, así que no habían notado nada raro en su comportamiento. Pensaron
que probablemente estaba estresada por las tareas.
Mientras caminaba hacia su puerta, oí gritos procedentes de su suite.
Como no quería molestar, vacilé en el pasillo, preguntándome qué estaría
pasando y si ella estaría bien.
—¡Cállate la boca! —Oí decir a Mellie—. Sinceramente, no sé por qué te
has molestado en venir aquí. Vete a la mierda con tu grupo de matones.
¿Dónde están? ¿No deberían estar siguiéndote como cachorros?
—¿Hablas en serio? —respondió una voz masculina y grave. Hubo una
breve pausa antes de que continuara, con la voz llena de furia—. Joder, no
tienes ni idea de lo que estás haciendo. En absoluto.
—No soy tan tonta como parezco, Henry —replicó Mellie, ahora con voz
chillona y furiosa—. ¡Estoy harta de que me trates así sólo porque no tengo
polla! Los hombres no son superiores, ¿sabes? ¿Vas a entenderlo alguna
vez?
—¿Crees que se trata de eso? —El hombre se burló—. ¡Supongo que pronto
recibirás una desagradable descarga, estúpida zorrita! Sólo espera.
Se oyó un tintineo mientras algo se hacía añicos.
—¡He dicho que fuera! —Mellie gritó.
El hombre no dijo nada más y la puerta se abrió unos segundos más tarde,
cerrándose de golpe tras él. Me encogí contra la pared y sus ojos marrones
se entrecerraron al verme.
—Tú —dijo, con los ojos encendidos.
Levanté las cejas.
—Um... ¿te conozco?
Se acercó y me clavó un dedo en el pecho.
—Mantente alejada de mi hermana.
Mis ojos se abrieron incrédulos.
—¿Eh?
Miró a nuestro alrededor durante un segundo, presumiblemente para
asegurarse de que no había nadie más que presenciara sus gestos
amenazadores.
—Haz lo que te digo, joder. Aléjate —siseó.
Antes de que pudiera responder, se alejó. Cuando llegó a la escalera, por
fin me armé de valor y le grité.
—¡Como quieras, gilipollas!
No se dio la vuelta.
Me dirigí a la puerta de Mellie y llamé. Abrió enfadada.
—¡Te dije que te fueras a la mierda! Yo no... oh, eres tú.
—Sí. A mí. Creo que acabo de conocer a tu hermano mayor. ¿Todo bien?
Se mordió el labio inferior, con los ojos muy abiertos.
—¿Viste a Henry? ¿Te dijo algo?
—Sí. “mantente alejado de mi hermana”'. ¿Alguna idea de qué va eso?
Nunca lo había visto antes.
Agitó la mano y se hizo a un lado para dejarme entrar.
—Oh, ¿quién sabe con él? Es un idiota. Probablemente piensa que eres
una mala influencia para mí o algo así —dijo mientras se ponía a limpiar los
cristales rotos.
Su comentario me llegó al corazón. Como procedía de una familia pobre -
al menos cuando era más joven-, a menudo había oído la frase de la “mala
influencia” de mis amigos más ricos del colegio. Sus padres me miraban de
reojo o directamente les prohibían salir conmigo, como si yo les fuera a
transmitir comportamientos “comunes” por el mero hecho de no ser rica y
no tener el pedigrí adecuado. Me hacía sentir muy inferior, aunque sabía
que no eran más que gilipollas elitistas.
Mellie sabía todo eso. Le había confiado muchas de mis inseguridades y
traumas pasados en los últimos meses.
Me vio la cara, sacudió la cabeza y extendió las manos, con las palmas
hacia mí.
—¡Mierda! Lo siento mucho. No quería decir eso. Sólo quería decir que
siempre ha sido extrañamente protector. Cree que todo el mundo es una
mala influencia para mí. Es tan molesto. Es como si pensara que porque es
un hombre, automáticamente sabe más.
Mi cara se suavizó.
—Oh. Cierto.
—Además... —Desvió la mirada—. Acabo de recordar. Era amigo de Ben
Wellington. Más o menos al mismo tiempo que cuando…
Se interrumpió y se me revolvió el estómago. Era la segunda vez que
sacaba a colación el incidente del año pasado. La culpa me apretó el pecho.
Sentí que caía, en espiral, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo....
No pienses en ello. No ha ocurrido.
—Lo siento, Tatum —dijo Mellie suavemente, al ver la expresión de mi
cara—. No debería haber sacado el tema. Y siento que mi hermano fuera un
capullo contigo. Si te sirve de consuelo, dudo que me visite mucho más
después de la pelea que acabamos de tener.
—Está bien —dije, tragándome mis sentimientos.
—¿Estás bien?
Ella asintió mientras barría un pequeño montón de cristales rotos hacia
un rincón.
—Sí. A veces es un capullo. No te preocupes, no me atacó ni nada. Exageré
y le tiré el vaso. Sé que está mal, pero estaba siendo un imbécil.
—Entiendo. ¿Estamos bien?
Sus cejas se fruncieron.
—¿Qué quieres decir?
—Has estado un poco rara las últimas semanas. Apenas hemos hablado,
y tengo la sensación de que me estás evitando.
Mellie se frotó la frente y suspiró, con los hombros caídos.
—Mierda. Lo siento —murmuró—. Vamos a sentarnos.
La seguí hasta el sillón color crema y me senté a su lado.
—Lo siento —repitió ella—. Tienes razón. Ni siquiera me di cuenta de que
lo estaba haciendo, pero ahora que lo has mencionado…
Se interrumpió de nuevo y la miré con las cejas enarcadas.
—¿Qué está pasando?
—Sólo estaba preocupada, y tú eres mi mejor amiga, así que sabía que no
podría evitar decirte la verdad si seguías preguntando. Y sabía que lo harías,
así que me eché atrás y esperé que lo olvidaras al cabo de un rato. Pero no
lo hiciste, y tú y las demás seguían hablando de ello todo el tiempo, así que
te evité aún más.
Ahora balbuceaba y yo estaba más que confundida.
—¿Preguntar sobre qué? No lo entiendo.
—¡Tu periódico! El reportaje que estás haciendo de La Corona y La Daga.
—Todavía estoy confundida.
Dudó, inspeccionando una uña impecablemente cuidada. Nunca dejaba
de sorprenderme su aspecto perfecto, incluso cuando parecía ansiosa y
preocupada.
Teníamos la misma altura y el mismo peso, el mismo color de cabello y de
ojos, pero ella siempre se las arreglaba para parecer una versión mucho más
cara de mí. Cabello liso y brillante, piel resplandeciente, uñas pulidas,
pestañas tan largas y rizadas que no podían ser reales.
—Sé un poco más de lo que dije al principio —dijo finalmente—. Mucho
más que Greer y Willa. Verás, mi padre es un alto cargo de la sociedad y,
aunque no debe contar nada a los de fuera, a lo largo de los años me ha
contado bastantes cosas en privado. Así que sé mucho. Sé qué partes de las
leyendas urbanas son verdaderas o falsas, conozco las cosas que hacen y sé
dónde las hacen. Incluso sé dónde hacen sus ceremonias de iniciación. Si
averiguara lo suficiente de la logística, podría colar a alguien en una
ceremonia en algún momento.
Incliné la cabeza hacia un lado.
—Bueno, es sólo un trabajo de la universidad. No tienes que decirme nada
que no quieras...
Me interrumpió levantando un dedo.
—Espera. Lo siento. Es una larga historia.
Me eché hacia atrás.
—De acuerdo.
—Querías indagar en la sociedad, lo cual entiendo, porque es interesante.
Pero en cuanto empezaste a querer colarte en sus eventos, me preocupé.
Levanté las cejas.
—¿Qué, te preocupa que me hagan algo? Como... ¿son realmente
peligrosos?
Ella negó con la cabeza.
—No. Por supuesto que no. Aunque esos hombres pueden ser bastante
raros cuando se trata de sus cosas, así que deberías tener cuidado por si
acaso —dijo despacio—. Sé que has conseguido entrar en la fiesta de la Tap
Week, pero eso no es nada; sólo un evento para presumir ante todos los
novatos. —Hizo una pausa para tomar aire—. De todas formas, como te
decía, podrían cabrearse un poco si te colaras en algo más serio, pero no te
harían daño. Eso no es lo que me preocupa.
—Entonces, ¿de qué se trata?
Suspiró.
—Como dije antes, mi padre está en la sociedad. Todos los hombres de mi
familia han pertenecido a ella durante generaciones, porque uno de los
miembros fundadores era un Davenport. Así que se lo toman muy en serio.
—¿Cómo de serio?
—Por ejemplo, Henry. Estaba en ella y decidió que ya no quería seguir.
Las fiestas y demás le aburrían. De todos modos, no importa en qué nivel
estés, estás obligado a ayudar a tus hermanos de sociedad de cualquier
manera, usando las conexiones que tengas. Él no quería hacerlo. Supongo
que no le gustaban la mayoría de los otros chicos o algo por el estilo.
—¿Y qué le pasó?
—Bueno, obviamente, estaba bien que se fuera. No te matan ni nada,
como dicen todas esas tontas leyendas urbanas. Pero causó una enorme
división en mi familia, porque La Corona y La Daga ha sido una parte muy
importante de ella durante mucho tiempo. Así que Henry y mi padre tuvieron
una gran pelea por ello, y desde entonces, Henry ha estado básicamente
aislado de toda la familia.
—¿En serio?
Ella asintió.
—Sí. Soy la única con la que habla, y como acabas de oír, eso no siempre
sale bien.
—Lo siento. Eso apesta.
—Sí. De todos modos, me preocupaba que empezaras a hacer preguntas
sobre La Corona y La Daga de las que yo supiera la respuesta, y no pudiera
evitar decírtelas. Como dije, eres mi mejor amiga. No puedo mentirte. Pero,
por otro lado, si te contara todo lo que sé y te ayudara a infiltrarte en la
sociedad para conseguir información para tu trabajo, mi padre podría
enterarse. Se cabrearía, y no quiero que me echen como a Henry. Sabes que
soy una niña de papá. No puedo soportar la idea de que eso me pase.
Tenía los ojos muy abiertos y preocupados. Alargué la mano para
acariciarle el brazo.
—¿Por eso me has estado evitando? ¿Pensaste que accidentalmente te
metería en problemas con tu familia?
—Sí. —Ella asintió miserablemente, luego dejó escapar un profundo
suspiro—. Dios, he sido una verdadera perra. Ni siquiera me di cuenta de
cuánto te estaba evitando hasta que me confrontaste.
—No, lo entiendo. Siento haberte puesto en una situación tan rara. Pero
en serio, si alguna vez me contaras algo, nunca se volvería contra ti. Te lo
prometo —dije, poniéndome una mano en el corazón—. Nunca dejaría que
nadie se enterara de que has dicho algo.
—¿Ni siquiera Greer o Willa? —dijo, con la preocupación brillando en sus
ojos—. Quiero decir, Greer tiene una boca bastante grande, y el padre de
Willa es amigo de mi padre. Así que podría haber vuelto a...
Sonreí y la interrumpí antes de que volviera a balbucear.
—No, no se lo diría. Lo juro y espero morir.
Respiró hondo y me dedicó una sonrisa tímida.
—Supongo que exageré un poco, ¿verdad?
Le devolví la sonrisa.
—Sólo un poco.
—Es decir, aunque papá se enterara de que te he contado cosas, se
enfadaría muchísimo, pero probablemente no me dejaría de lado como hizo
con Henry. Siempre tuvieron muchos otros problemas antes de llegar a ese
punto de ruptura.
—Bueno, ya está. No tienes de qué preocuparte. Como dijiste, eres una
niña de papá. No te echaría de la familia. —Le di unas palmaditas en el
brazo—. Entonces... ¿estamos bien? ¿No hice nada que te ofendiera?
—¡Claro que no! Y mira, si puedes prometerme absolutamente que nunca
dejarás que se vuelva contra mí... —Mellie hizo una pausa a mitad de la
frase, luego se inclinó más cerca, como si su padre estuviera justo en la
habitación con nosotros y pudiera escuchar—. Probablemente podría
ayudarte a colarte en su próxima ceremonia de iniciación de segundo nivel.
—¿En serio? —Mi corazón dio un salto.
Volvió a mostrarse insegura.
—Bueno, no sería fácil. Pero creo que podría hacerlo —dijo lentamente—.
Sólo debemos ser muy, muy cuidadosas.
Chillé.
—¡Oh, Dios mío! ¡Eso sería tan increíble! Gracias.
—No me des las gracias todavía. Todavía tengo que pensar en una manera
de hacerte entrar —dijo, con las cejas fruncidas—. Quiero decir, sé dónde
está y todo eso, pero la seguridad es hermética. No podemos entrar así como
así.
—¿Por qué la seguridad es mucho más estricta en la ceremonia que en la
Tumba?
Hace un gesto con la mano.
—Como he dicho antes, la fiesta de la TAP Week2 es en realidad una forma
de presumir ante los novatos. Sólo van los miembros más jóvenes, aparte
del presidente de la sociedad, y por lo que me ha contado papá, básicamente
esperan que los forasteros intenten colarse. Allí no pasa nada, salvo sexo
salvaje y mucha bebida y fiesta, así que no les importa. Permitir que los
forasteros ocasionales se cuelen y lo vean todo -con las máscaras, las
túnicas y lo que sea- aumenta su misticismo. O eso creen. Personalmente,
creo que es una tontería.
—Entonces, ¿por qué sienten la necesidad de ocultar lo que ocurre en sus
otros eventos? ¿Hay algo que merezca la pena ocultar? —pregunté en voz
baja.
Se rio.
2 El Programa de asistencia para la matrícula (TAP) del estado de Nueva York proporciona subvenciones a los estudiantes
para ayudarlos a pagar la matrícula.
—La verdad es que no. Creo que la mayoría de sus ceremonias de
iniciación y fiestas de alto nivel son sólo un puñado de viejos
emborrachándose en el bosque. Pero hacen cosas muy raras, según la
tradición. Rituales extraños y demás. Así que supongo que no quieren que
los forasteros entren y los vean, porque los miembros más antiguos tienen
reputaciones que proteger. No quieren que los medios de comunicación vean
fotos de ellos emborrachándose en el bosque, tirándose a putas, esnifando
coca y cantando con antorchas encendidas. No cuando tienen nombres de
familia y carreras de alto nivel de las que preocuparse.
—Oh. Cierto. Bueno, hablando de ciertos miembros… —Rápidamente le
conté lo que había estado pasando con los mensajes extraños que había
estado recibiendo esta mañana.
—¡Uf, qué gilipollas! —dijo cuando terminé, con los ojos entrecerrados.
—¿Hay algo de lo que preocuparse?
Ella negó con la cabeza.
—No, no lo creo. Algunos de los jóvenes de La Corona y La Daga se
emborrachan de poder cuando son elegidos por primera vez para la
sociedad. Les gusta presumir porque les han servido el mundo entero en
bandeja de plata y quieren “demostrar” de lo que son capaces. Supongo que
uno de ellos decidió asustarte al verte anoche en la fiesta. Y funcionó. Te ha
pillado. Pero en serio, no te estreses por eso. Realmente no creo que te
hicieran daño.
Me mordí el labio inferior.
—¿Segura?
—Tan segura como puedo estar. Quiero decir, obviamente no lo sé todo
sobre la sociedad. Sólo lo que he aprendido de papá.
—Oh.
La frente de Mellie se arrugó con preocupación.
—Como he dicho, no puedo estar completamente segura, así que si te
preocupa, no intentaremos colarte en la ceremonia. No quiero que te asustes
por ello. Un trabajo de la universidad no vale eso.
Respiré hondo y pensé en la clase de Halliwell. Si me colaba en una
ceremonia de iniciación de la Corona y la Daga y presenciaba lo que ocurría,
separando los hechos de las leyendas para mi trabajo, seguro que sacaría
un sobresaliente. Sería la primera persona en conseguirlo en su clase, y una
profesora como ella era buena para llamar la atención. Tenía muchos
contactos, así que si un alumno le caía bien y lo respetaba, podía ayudarle
fácilmente con futuras prácticas y trabajos.
—Todavía quiero hacerlo —dije.
Mellie asintió y se echó hacia atrás, con las cejas fruncidas en un profundo
pensamiento.
—Tendré que buscar la forma de hacerte entrar. Tiene que haber algo que
pueda hacer —murmuró.
—Bueno, mientras lo piensas, ¿puedo preguntarte algunas cosas sobre la
sociedad? Te prometo que no lo escribiré en ningún sitio. Todo quedará aquí
arriba —dije, dándome golpecitos en un lado de la cabeza con un dedo.
—Claro.
Esbocé lo que había averiguado durante la fiesta de anoche, en relación
con los distintos niveles y los colores que vestían.
—¿Es eso cierto? —pregunté.
Mellie asintió.
—Sí. Los nuevos reclutas visten túnicas marrones durante la semana de
iniciación, y después se consideran de primer nivel y visten túnicas azul
oscuro. Las de segundo son rojas y las de tercero negras.
—¿Cuánto tiempo permanece alguien en el primer nivel?
Mellie se encogió de hombros.
—Entre un año y toda su vida.
Arrugué la frente.
—¿Por qué?
—En realidad no necesitas progresar al segundo nivel, ni al tercero. En el
primer nivel, recibes regalos económicos, casas y todas las conexiones que
puedas necesitar para triunfar. A cambio, ofreces tus propias conexiones a
los miembros actuales y futuros durante el resto de tu vida. Si estás contento
con eso y no cumples los requisitos para subir de nivel, puedes quedarte en
el primer nivel para siempre. Varios expresidentes y Vicepresidentes de EE
UU han sido miembros del primer nivel de La Corona y La Daga.
—¿En serio? —Mis ojos se abrieron de par en par.
—Sí.
—Vaya. ¿Cuál es la diferencia entre el primer y el segundo nivel?
Apretó los labios.
—No estoy del todo segura, pero sé que la sociedad vigila a ciertos
miembros que considera aptos para el segundo nivel. Cuando se les
considera preparados, es decir, dignos de confianza y con un determinado
tipo de personalidad, se les selecciona para la iniciación en el segundo nivel.
Se celebra una ceremonia en otoño, unas semanas después de la Tap Week.
A esa es a la que voy a intentar colarte.
—¿Así que no sabes lo que realmente hacen en el segundo nivel?
—No. Por lo que he podido averiguar de papá, están al tanto de ciertos
secretos. Pero ni idea de qué. —Se encogió de hombros. —Ah, y pueden usar
una enorme casa de vacaciones en una isla privada a la que no pueden ir
los de primer nivel.
—¿Y el tercer nivel?
Ella negó con la cabeza.
—No sé absolutamente nada al respecto. Mi padre nunca me lo contaría,
así que estoy bastante segura de que esos secretos se van a la tumba con
los miembros que llegan a ella. No se les puede escapar nada a nadie, ni
siquiera a su mujer o a sus hijos. Nunca. Tengo la impresión de que ese es
el nivel en el que realmente podrían matarte si revelaras sus secretos.
Aquello sonaba ciertamente siniestro.
—¿Sabes algún detalle de la ceremonia en la que vas a intentar meterme?
—Un poco. Papá es el responsable de organizarlo, así que me ha contado
algunas cosas aquí y allá, e incluso una vez me enseñó algunos vídeos
cortos. Después los quemó, claro —dice con una sonrisa pícara. —De todos
modos, sé que es diferente a la primera ceremonia de iniciación por la que
pasan los nuevos reclutas en la Noche de la Iniciación. Ésa tiene lugar aquí
en Roden e incluye un montón de pruebas, como resolver acertijos,
sumergirse en el foso que rodea la Biblioteca Reid para encontrar un objeto
oculto y demostrar su valía de otras maneras. Pero la iniciación en el
segundo nivel es diferente. Ocurre en el bosque, en una propiedad privada,
y es muy... rara.
Arqueé una ceja.
—¿Cómo es eso?
Se acercó más a mí, como si aún le preocupara que alguien pudiera oírnos.
—Son cosas extrañas, rituales. Hay fuego, cánticos, música, espectáculos
extraños para ellos. Casi como un carnaval. Contratan actores para
interpretar a todas las personas y criaturas en sus espectáculos, y... —Se
detuvo en seco y se levantó de un salto—. Oh, Dios mío. Eso es.
—¿Hm?
—Tienen que contratar a actores y actrices para los espectáculos, y la
mitad de ellos tienen gente de fondo, como mujeres de pie alrededor en
vestidos griegos con coronas y máscaras. Podríamos intentar que tú fueras
una de ellas.
—¿Cómo? Dijiste que la seguridad es muy estricta. No puedo presentarme
y decir: “Hola, soy actriz, ¿puedo entrar”? —dije con una sonrisa burlona.
Sacudió la cabeza con impaciencia.
—Claro que no. Pero mi padre lo organiza, ¿recuerdas? Es el responsable
de llevar la cuenta de la gente que contratan, de organizar las nóminas y de
asegurarse de que todos firman acuerdos de confidencialidad férreos. Ya le
he visto antes mirando toda la información en hojas de cálculo, cuando
pensaba que yo no le estaba mirando por encima del hombro. Así que si
pudiera entrar en su despacho y acceder a su ordenador cuando no está,
probablemente podría encontrar una de las hojas de cálculo en las que
aparecen los miembros del personal de la próxima ceremonia con sus datos
de contacto y demás. Podría añadirte a la lista de actrices y decir en tus
notas que ya has hecho una entrevista y firmado el acuerdo de
confidencialidad.
Se me erizó la piel de emoción.
—¿Qué pasaría después?
Se mordió el labio inferior.
—No estoy segura al cien por cien, pero creo que se pondrían en contacto
contigo con algún tipo de contraseña e instrucciones unos días antes de la
ceremonia, y también te enviarían el atuendo que quieren que lleves. Ah, y
estoy bastante segura de que te recogerían esa misma noche. Así nunca
tendrían que decirte la dirección.
Ladeé la cabeza.
—Todo eso suena muy bien, pero también demasiado fácil. ¿Cuál es el
truco?
—No es fácil, créeme. Me costará mucho entrar en el despacho de papá y
averiguar la contraseña de su portátil. Puede que ni siquiera sea capaz de
hacerlo.
—Ah, claro. —Asentí lentamente—. Bueno, si puedes, sería increíble. En
serio.
—Haré todo lo que pueda. Creo que la ceremonia es dentro de tres
semanas, así que tengo tiempo para intentarlo.
—Guay. —Me mordisqueé el interior de la mejilla y fruncí el ceño cuando
se me ocurrió algo—. Pero ¿es realmente buena idea poner mi nombre real
en la hoja de cálculo de tu padre? Si lo revisa y lo comprueba dos veces, ¿no
sospechará que tu mejor amiga es una actriz a la que supuestamente
contrató y de la que se olvidó por completo?
—Oh, cielos. Buena observación. Pondré un nombre y una dirección
falsos. Sé de algunas casas en la ciudad que están vacías en este momento
—respondió—. Ooh, y puedo esperar allí contigo la noche y asegurarme de
que todo va según lo planeado.
—Si no es así, y me pillan y quieren saber cómo descubrí sus secretos, les
diré que recibí soplos anónimos de un miembro, ¿vale? Así nunca
sospecharán que fuiste tú quien me contó nada, y tu familia no tendrá
motivos para cabrearse contigo.
Sonrió.
—Gran idea. Gracias.
Le devolví la sonrisa.
—Si esto realmente funciona, va a ser tan impresionante.
Mellie guiñó un ojo.
—Esperemos que así sea. Y oye, si lo del periodismo no te sale bien,
podrías intentar ser policía encubierto. Las dos podríamos.
Me he reído. Una de mis películas favoritas trataba de un detective
encubierto. Varios de mis libros favoritos también. La idea de deslizarme en
un mundo al que no pertenecía me llenaba de embriagadora expectación y
adrenalina.
Supongo que era una forma de encontrar emoción en el aspecto encubierto
de mi propia existencia monótona. Después de todo, me encontraba en un
mundo al que no pertenecía. Esta universidad privada de élite, esta gente
más rica que Dios, esta cultura de clase alta. No me crie como la mayoría de
ellos, no nací con una cuchara de plata en la boca.
Era dolorosamente consciente de que no vestía “adecuadamente”, de que
no siempre sabía qué cuchara utilizar en las cenas elegantes y de que no
entendía muchos de los chistes y referencias que muchos de ellos soltaban.
No encajaba. Pero con mi beca Roden, me dejaron entrar. Me permitieron
sentarme a la mesa.
Puede que nunca llegue a ser uno de ellos, pero al menos tuve la
oportunidad de ver de qué se trataba. Mi propia misión encubierta. Al menos
eso es lo que sentía la mayor parte del tiempo.
Ahora tenía la oportunidad de adentrarme aún más en la vida cotidiana
de la élite estadounidense. Estaba tan emocionada que ya sentía escalofríos
que me recorrían la espalda y me ponían la piel de gallina.
Cuidado, La Corona y La Daga. Voy por ti.
T
ira!
Una diana de arcilla negra salió disparada del lanzador de
—¡ trampas elevado a varios metros a mi izquierda. Mi padre
entrecerró los ojos y apuntó con la escopeta antes de apretar
el gatillo. La diana explotó en el aire y un millar de fragmentos oscuros
cayeron a tierra.
—Todavía lo tengo —dijo con suficiencia, mirándome—. Tu turno.
Estábamos en Barnaby Grove, una asociación deportiva exclusiva para
ricos amantes de las armas como mi padre. Todo el mundo sabía que los
ricos tenían clubes para jugar al golf o navegar en yate, pero no mucha gente
conocía la existencia de lugares como éste. Barnaby ocupaba una superficie
de 2.000 acres y contaba con instalaciones de tiro al blanco, tiro al plato y
campo de tiro al plato. En el edificio principal había una cámara acorazada
con más de quinientas armas, muchas de las cuales valían más de seis
cifras.
El club contaba entre sus miembros con varios multimillonarios y titanes
de los negocios, y sólo aceptaba cincuenta socios a la vez. Por supuesto, mi
padre y yo teníamos todas las de ganar. El apellido King abría cualquier
puerta en este país.
Teníamos campos de tiro en varias de nuestras propiedades privadas,
naturalmente, pero mi padre disfrutaba de todos modos de la membresía
exclusiva de Barnaby. Era una forma más de presumir disimuladamente
ante sus socios y enseñorearse ante ellos, dado que al noventa y nueve por
ciento de ellos nunca les ofrecerían ser socios por mucho que lo intentaran.
Levanté la escopeta y esperé a que el blanco saliera volando. Un segundo
después, apreté el gatillo con el dedo y maldije en voz baja cuando la bala se
desvió hacia un lado, perdiéndose por completo la placa de arcilla.
—Estás oxidado —dijo papá.
Me encogí de hombros.
—Supongo que sí.
—Mantenlo un poco más bajo. Además, asegúrate de tener libre el cinco
de octubre —dijo, cambiando de tema al azar como hacía tan a menudo—.
La ceremonia de iniciación de segundo nivel es esa noche. Se espera que
todos los miembros de La Corona y La Daga que puedan asistir estén allí.
Me burlé.
—¿De verdad crees que me lo perdería?
Sonrió ampliamente.
—Oh, por supuesto. Ni se te ocurriría, teniendo en cuenta lo que tenemos
planeado para ti. ¿Cómo podría olvidarlo?
—Tal vez tu memoria está fallando en tu vejez.
—Al menos aún puedo dar en el blanco —dijo con una sonrisa de
superioridad y labios finos—. Tienes veintitrés años. ¿Cuál es tu excusa?
—Como has dicho, estoy oxidado. Pero hablando de mi edad, cumpliré
veinticuatro en menos de seis meses. ¿Llegaré a tercero?
En lugar de celebrarse una vez al año, como las ceremonias de iniciación
de primer y segundo nivel, las de tercer nivel se realizaban individualmente
una vez que el miembro alcanzaba cierto grado de confianza en la
organización. Sabía muy poco sobre el tercer nivel, aparte de que la edad
mínima para ser aceptado eran veinticuatro años. Antes de esa edad, los
miembros ni siquiera eran tenidos en cuenta.
Mi padre me lanzó una mirada incrédula.
—Que yo sea el presidente de la sociedad no significa que pueda decirte
nada al respecto. No se permiten favoritismos.
—Estoy seguro de que podrías darme una pista —dije, con el labio
superior ligeramente curvado—. Resulta que sé muy bien que el favoritismo
existe dentro de las filas del consejo, porque Henry Davenport sigue vivo.
—Eso no es asunto tuyo. —Entrecerró los ojos con frialdad—. Puede que
ni siquiera llegues al tercer nivel, Elias. Ser mi hijo no es garantía de nada,
y a veces dudo que tengas lo que hace falta.
Me puse rígido.
—¿Por qué?
Se quedó un momento en silencio, mirando el cielo gris mientras pasaba
una oscura bandada de pájaros.
—A menudo me recuerdas a tu madre.
—¿Cómo es eso? —pregunté, frunciendo el ceño.
Nunca conocí a mi madre. Sylvie King murió al darme a luz, así que nunca
la conocí ni la lloré. Mi padre me contó que murió desangrada. A veces
ocurría, incluso en los mejores hospitales del mundo, y ningún médico podía
hacer nada para detener la hemorragia, por muy cualificado que estuviera.
Algunas noches, de niño, soñaba con mi propio nacimiento: mi pequeño
yo, con la cara roja y aullando, entrando en el mundo en un mar de sangre.
Mi madre, desvaneciéndose hasta convertirse en una cáscara pálida e
inmóvil, dando su vida para que yo pudiera vivir, crecer y prosperar. O quizá
fue más bien que yo tomé su vida en lugar de que me la dieran a mí.
Cuando tuve edad suficiente para darme cuenta de lo que significaba
criarse sin una madre, no me sentí desconsolado, porque no tenía recuerdos
de aquella mujer. Sin embargo, sentía curiosidad, sobre todo porque mi
padre hablaba muy poco de ella. Cuando tenía unos diez u once años, me
pasaba horas recorriendo nuestra casa en busca de cualquier información
que pudiera conseguir sobre ella: fotos antiguas, ropa, trozos de papel con
su letra. Sólo para ver cómo era más allá de las fotos posadas y sombrías
que colgaban por toda la casa.
Un verano, me topé con la veta madre, sin juego de palabras. Había una
pequeña habitación en el cuarto piso de la casa en la que nunca había
entrado (era sorprendentemente fácil vivir en una mansión de ese tamaño y
no entrar nunca en la mitad de las habitaciones) y descubrí lo que era
esencialmente un santuario dedicado a ella al estilo serio y práctico de mi
padre. La habitación estaba llena de archivadores y cajas cuidadosamente
organizadas con sus cosas viejas, todos los papeles que había necesitado o
rellenado, expedientes universitarios, laborales y financieros de antes de
conocer a mi padre, historiales médicos e incluso su partida de nacimiento.
Aunque nunca la había conocido, me sentí como si casi lo hubiera hecho
cuando salí de aquella habitación después de pasar un día entero en sus
profundidades. Conocía su historia, sabía el tipo de notas que sacaba en la
universidad y sabía lo bien que le iba en la casa de modas en la que
trabajaba antes de su boda. Incluso conocía su maldito grupo sanguíneo y
los detalles de su prescripción de lentillas.
—Era testaruda. Descarada. Argumentativa. Demasiado curiosa —dijo
papá antes de disparar a otro blanco de arcilla. Luego se secó la frente y
continuó—. Hacía muchas preguntas sobre muchas cosas y nunca sabía
cuándo abandonar una pelea. Igual que tú. Puede que el consejo no confíe
plenamente en una persona con esa personalidad.
Le miré de reojo.
—Nunca la habías descrito así antes.
—¿Hm?
—Sylvie. Siempre has dicho que era mansa y de modales suaves. Ahora
de repente dices que era terca y descarada.
Agitó una mano.
—La gente puede cambiar. Ella fue todas esas cosas a lo largo de los años.
—Ya veo.
—Como te decía, que seas un legado no significa que vayas a llegar
automáticamente al tercer nivel. No es como en otras sociedades, donde los
legados tienen ventaja. Todo depende de ti como individuo. Que encajes
correctamente o te consideren digno de confianza depende totalmente del
comportamiento que demuestres durante tu estancia en el segundo nivel,
de las respuestas que des a las preguntas que te hagan durante las
entrevistas y de la forma en que te comportes en las pruebas. Sólo el diez
por ciento llega al tercero.
—Bien.
—Veremos cómo te va con Tatum antes de considerarte —dijo—. Ahora,
es tu turno. —Señaló hacia el tipo que trabajaba con el lanzador de
trampas—. ¡Tira!
El blanco de arcilla parecía salir volando a cámara lenta mientras mi
mente se dirigía a Tatum una vez más. Solo faltaban dos semanas para que
fuera mía.
Me la imaginaba de rodillas, sometiéndose a mí a la fuerza y sollozando,
con el maquillaje corriéndole por la cara en ásperas vetas negras. Estaría
exhausta, con los ojos llenos de terror. No tendría piedad de ella, la rompería
en pedazos día tras día. Me importaba una mierda que estuviera asustada,
me importaba una mierda lo que quisiera. Sus sueños y esperanzas no me
importaban ni un ápice.
Con el tiempo, aprendería cuál era su lugar conmigo y se sometería
voluntariamente, desesperada por complacer a su dueño. No podía quitarme
esa idea de la cabeza. Estaba clavada en mí en todo momento, un potente
cóctel de lujuria y odio que me recorría las venas. Aunque apenas había
hablado con ella ni la había tocado, ya podía sentir su suave piel, respirar
su aroma, saborear sus labios, todo en mi imaginación.
Por supuesto, lo real sería mejor, y ahora estaba a la vuelta de la esquina.
Entrecerré los ojos, apunté con la escopeta y apreté el gatillo.
Esta vez no fallé.
C
asi hecho... —Mellie se relamió mientras colocaba una corona
dorada sobre mi cabeza—. Ya está.
— Me miré en el espejo y sonreí, complacida por lo que veía
reflejado en él. El vaporoso vestido griego blanco me quedaba perfecto, con
un escote pronunciado que mostraba mi escote, y el cinturón de trenzas
doradas me ceñía la cintura, dándome una bonita forma de reloj de arena.
Mellie también me había peinado y maquillado. Tenía los labios de un tono
rosa intenso y los ojos oscuros y atractivos gracias a las sombras ahumadas
en negro y bronce que me había aplicado en los párpados superior e inferior.
Me había rizado y alisado el cabello castaño hasta formar unas ondas
gruesas y deliciosas que me colgaban de los hombros y la espalda.
—Se ve perfecto —murmuré—. Eres increíble en esto.
—Gracias —dijo con una sonrisa radiante—. Sinceramente, lo más
sorprendente es que mi plan haya funcionado.
De algún modo, Mellie había conseguido entrar en el ordenador privado
de su padre y me había añadido a la lista de actores que actuarían esta
noche en la ceremonia de iniciación y celebración del segundo nivel de La
Corona y La Daga. No me lo podía creer cuando me lo dijo. Parecía que ni
ella misma se lo podía creer, y las dos gritamos y bailamos de emoción
vertiginosa durante dos minutos seguidos, apenas capaces de creer que yo
estuviera realmente dentro.
Las chicas vestidas de griegas tenían una de las tareas más sencillas:
básicamente, lo único que hacían era estar de pie en determinados
momentos de la ceremonia y sostener copas doradas. Apenas actuaban;
eran más bien atrezzo3 humano. Pero eso era bueno para mí. Significaba
que no tenía que hacer gran cosa para poder estar allí, y que tendría un
asiento en primera fila para la mayor parte de la acción.
Me habían contactado hacía unos días con la contraseña de esta noche, y
me habían enviado un conjunto a la dirección que Mellie puso en la hoja de
cálculo. Era una casa adosada en el centro de New Marwick que pertenecía
a un amigo suyo, y en ese momento estaba vacía mientras él estaba en el
extranjero, lo que la convertía en el lugar perfecto para utilizar en nuestro
astuto plan.
Mellie miró el reloj.
—Llegarán en unos minutos, ¿verdad? ¿Estás flipando?
Asentí con la cabeza.
—Claro que sí. —El corazón me latía a mil por hora y tenía la garganta
llena de nervios. Pero sabía que podía hacerlo. Había pasado por cosas
mucho más angustiosas en mi vida.
—Recuerda, no te harán daño, aunque te pillen fuera —dijo—. No estarán
contentos, pero no es el fin del mundo.
Sonreí.
—Lo sé. —El timbre sonó abajo, y mi pulso se duplicó—. Supongo que será
mejor que conteste. Se supone que no hay nadie más conmigo.
—¡Buena suerte!
3 Conjunto de elementos necesarios para una puesta de escena teatral o para el decorado de una escena televisiva o
cinematográfica
Bajé lentamente las escaleras, la puerta me atraía hacia ella como un
imán, como si mi subconsciente supiera que al otro lado mi vida podría
despegarse del suelo y cambiar para siempre.
Un hombre alto con traje oscuro me esperaba en la escalera.
—Diga su nombre y la contraseña —me dijo.
Tragué saliva.
—Carina Adams —dije, dándole el nombre falso que se había inventado
Mellie—. La contraseña es potentia.
Asintió y se hizo a un lado, con una mano hacia la izquierda en un gesto
de guía.
—Por aquí.
Había un coche negro con cristales tintados oscuros parado junto a la
acera. El hombre me abrió la puerta trasera, entré vacilante y me puse el
cinturón. Había otra chica con bata blanca sentada al otro lado del asiento
trasero. No me miró. Ni siquiera giró la cabeza lo más mínimo.
—Hola, soy Carina —susurré—. ¿Estás entusiasmada con el trabajo?
Eso la hizo girar la cabeza. Me miró con los ojos muy abiertos, frunció el
ceño y volvió a apartar la mirada.
El hombre del traje estaba ahora en el asiento del copiloto y me miró con
ojos sospechosamente entrecerrados. Luego se inclinó hacia el conductor y
murmuró lo que parecían indicaciones para salir de la ciudad.
Mientras lo hacía, la chica se inclinó un segundo hacia mí.
—Sin nombres, ¿recuerdas? —siseó—. ¿No leíste el contrato?
Se me revolvió el estómago. No, claro que no había leído el contrato. En
realidad no me habían contratado para esto, así que ni siquiera había visto
uno. Debería haber sabido que había reglas estrictas en torno al evento, así
que probablemente ya había metido la pata al ofrecerle mi nombre, aunque
falso, cuando subí al coche. Mierda.
El corazón se me agitó en el pecho como las alas de un pájaro atrapado y
volví a mirar al frente, con la esperanza de que el hombre no se hubiera dado
cuenta de que yo no pertenecía al grupo como consecuencia de mi paso en
falso. Si lo hizo, no dijo nada.
Metió la mano en la guantera y sacó dos vendas negras de satén.
—Póntelos —nos ordenó a mí y a la otra chica—. A los actores no se les
permite conocer la dirección del evento.
Exhalé un suspiro de alivio. Estaba a salvo.
Me tapé los ojos y esperé. Oí que el coche arrancaba, nos alejamos de la
acera y condujimos durante lo que me parecieron dos o tres horas. Jesús,
¿adónde íbamos? ¿A otro estado?
Los viajes largos en coche suelen dormirme, pero estaba tan nerviosa y
excitada por lo de esta noche que no podía relajarme ni un segundo. Me
temblaban las manos y no podía mantener las piernas quietas.
Finalmente, el hombre de delante nos indicó que nos quitáramos las
vendas de los ojos. Luego salió del coche y nos abrió las puertas.
El cielo nocturno no tenía estrellas, así que la oscuridad era casi total. Por
el resplandor de los faros del coche, pude ver que estábamos en la linde de
un bosque. El olor a hojas en descomposición y tierra arcillosa llenaba mis
fosas nasales, y la oscuridad del bosque me hacía sentir claustrofóbico a
pesar de que parecía extenderse por kilómetros.
El hombre del traje encendió una linterna y nos indicó con la cabeza que
le siguiéramos por un estrecho sendero. Era accidentado y desigual, con
raíces anudadas que lo cruzaban y se ramificaba a intervalos regulares.
Hecho por el hombre, pero antiguo.
Seguí el camino, temblando a cada paso. A unos cien metros, divisé un
resplandor cálido y titilante en un valle. Unas voces llegaron hasta nosotros,
pero no pude entender lo que decían.
Mi nerviosismo y mi inquietud aumentaban cuanto más nos acercábamos.
¿Y si Mellie estaba equivocada? ¿Y si aquella gente era realmente peligrosa
y me pillaban colándome bajo falsos pretextos? Pensar en lo que podría
pasar me hizo sentir un escalofrío y las manos se me pusieron frías y
húmedas. Todo esto por un maldito trabajo, sólo porque estaba decidida a
sacar un sobresaliente. Debería fingir que me encontraba mal y pedir que
me dejaran ahora mismo, antes de meterme demasiado.
Y, sin embargo, no podía. Mis pies seguían el camino del hombre trajeado
por el bosque, como si aquella extraña atracción magnética que había
sentido antes siguiera arrastrándome, acercándome cada vez más a los
misterios de La Corona y La Daga. Por mucho que supiera que
probablemente era una mala idea, no podía echarme atrás. Quería ver lo que
hacían aquí, quería ver si era tan tonto como pensaba Mellie o si había algo
más que ella ignoraba. Algo más oscuro, algo más siniestro.
El camino descendía y nos acercábamos al valle. Una gran parte estaba
delimitada por altas antorchas encendidas que llenaban la zona de un cálido
resplandor anaranjado. En el centro de aquella zona había un teatro
semicircular de estilo romano hecho de piedras de sillería con asientos
apilados alrededor del auditorio y una gran losa rectangular elevada en el
centro de este. A lo largo del borde recto del semicírculo había un amplio
escenario y, detrás, un imponente edificio con columnas de piedra tallada y
un pabellón al otro lado.
A la izquierda del teatro al aire libre, muy lejos, pude ver una enorme
estatua metálica de un toro. En el sombrío suelo frente a ella, iluminado con
las vacilantes llamas de sólo dos pequeñas antorchas, había nueve
profundos agujeros rectangulares. Cada uno de ellos parecía lo bastante
grande como para que cupiera un ataúd.
Espeluznante.
Nos condujeron hasta el pabellón y entramos en el edificio, donde no tardó
en sonar un rítmico tamborileo.
—Hostia puta —respiré, contemplando las maravillosas vistas del interior.
Mellie tenía razón: el evento era realmente como un carnaval. Todo se movía
tan rápido, con imágenes tan caóticas, luces que parpadeaban salvajemente
y una cacofonía de sonidos que apenas podía asimilarlo todo mientras
caminábamos por las distintas salas.
Los miembros de la alta sociedad, con máscaras y togas, se arremolinan,
beben, hablan y ríen. Los actores que ya habían empezado sus actuaciones
se metían de lleno en sus papeles. Algunos son divertidos, otros
espeluznantes.
En una sala, cinco figuras encapuchadas colgaban a un hombre vestido
con harapos y cadenas sobre un charco de líquido rojo oscuro mientras los
invitados le observaban suplicar por su vida. En otra, un hombre vestido de
Diablo saltaba de un lado a otro, profiriendo gritos graves y pronunciando
palabras desconocidas en latín. La siguiente sala no tenía fuego ni velas,
sino que estaba iluminada con el resplandor de cientos de luciérnagas -o al
menos algo que lo parecía- y actores disfrazados de momias muy vendadas
caminaban de un lado a otro gimiendo.
En otra sala había hombres vestidos con elaborados trajes dorados de
estilo azteca con brillantes plumas y joyas y máscaras de pico doradas.
Arrastraban a risueños miembros de primer nivel de La Corona y La Daga a
asientos de piedra y los ataban antes de obligarlos a beber de cráneos.
Esperaba que fueran falsas...
Por todo lo que estaba viendo, supuse que este carnaval interior era algo
por lo que tenían que pasar los miembros de primer nivel antes de que se
les permitiera salir para completar el ritual de iniciación de segundo nivel
en el teatro. Parecía que tenían que experimentar cada una de las salas,
siendo la última la sala dorada de calaveras.
El hombre trajeado nos condujo a mí y a la otra chica a una zona trasera
más tranquila del edificio.
—Ya era hora —refunfuñó una mujer bajita de cabello rizado al vernos. Se
apresuró a acercarse a nosotras e inspeccionó rápidamente nuestros
vestidos y nuestro maquillaje—. Son las últimas en llegar.
—El tráfico era una mierda a la salida de la ciudad —dijo el hombre,
encendiéndose un cigarrillo.
—Y sin embargo, todos los demás consiguieron llegar a tiempo —replicó
la mujer con aire sarcástico—. De todos modos, tenemos que empezar pronto
—continuó, tirando de mi brazo y obligándome a seguirla—. Chicas, ya
saben lo que hay que hacer, ¿verdad? Cuando les digan que se vayan, salen
en fila india y se colocan frente al auditorio, justo al fondo del escenario.
Sostengan esto delante de ustedes, sólo con la mano derecha. —Cogió dos
copas doradas y me puso una en la mano. La otra fue para la chica con la
que llegué.
Sonó un gong en algún lugar del edificio, y los ojos de la mujer de cabello
rizado se abrieron de par en par.
—Bien, es hora de irnos. Vamos —dijo, y nos condujo hacia un grupo de
mujeres que vestían las mismas túnicas blancas que nosotras.
Caminamos en fila india hasta una zona con cortinas y luego salimos al
escenario de hormigón que daba al teatro de piedra al aire libre. El frío del
cielo nocturno me golpeó de inmediato, pero ignoré los escalofríos y
permanecí con la cabeza alta, sosteniendo la copa.
Me empezó a doler el brazo al cabo de unos minutos, pero me quedé donde
estaba, mirando subrepticiamente a mi alrededor. Los asientos del teatro se
estaban llenando de miembros de la sociedad. Sus máscaras oscuras tenían
picos o cuernos, y pude ver anillos brillando a la luz del fuego en sus manos
derechas.
Estaba demasiado lejos para ver bien desde aquí, pero sabía que esos
anillos tenían grabadas estrellas de ocho puntas. La Estrella de Ishtar. Había
investigado un poco lo que significaba esa estrella cuando oí hablar de ella
por primera vez. Al parecer, en las antiguas costumbres babilónicas, la diosa
Ishtar estaba asociada al planeta de Venus, y representaba la lujuria, la
fertilidad y la guerra.
Un claxon sonó, largo y fuerte, tres veces.
La multitud se sumió en el silencio. Un hombre alto y vestido de negro
salió al escenario frente a nosotros. Llevaba una máscara dorada con un
pico cruel y depredador, pero yo sabía quién era. Tobias King, el jefe de la
sociedad.
Pronunció unas palabras en latín, levantó una mano y chasqueó los
dedos. Unos fuertes tambores comenzaron a resonar en el teatro mientras
varios hombres robustos vestidos con túnicas griegas blancas llevaban
nueve ataúdes al auditorio.
—Es hora de que estos hombres mueran y renazcan en la segunda orden
—dijo Tobías—. Han pasado nuestras pruebas, y han sido considerados
dignos.
Recitó una lista de nombres y nueve hombres vestidos con túnicas azules
oscuras de primer nivel salieron del público y se dirigieron con paso
vacilante hacia los ataúdes abiertos. El corazón me dio un vuelco, aunque
sabía que todo era simbólico. La muerte y el renacimiento a los que se refería
Tobías eran metafóricos. Aun así, la idea de meterme en un ataúd y
tumbarme me revolvió el estómago.
Tobías recitó una especie de discurso sobre las glorias de la hermandad
mientras los nueve hombres se tumbaban en sus ataúdes. Entonces cesaron
los tambores y se cerraron las tapas. Los hombres de túnica blanca los
recogieron, dos por ataúd, y los sacaron del teatro hasta la estatua del toro
gigante que se alzaba a lo lejos.
Entrecerré los ojos para no perderme nada y vi cómo bajaban los ataúdes
a los agujeros en el suelo que había visto antes.
—Ahora esperamos el renacimiento de nuestros hermanos —gritó Tobías
con voz atronadora. Bajó del escenario y unos minutos después comenzó
una especie de obra protagonizada por la Parca. Algunas partes parecían de
Shakespeare, pero en general no la reconocí.
Las chicas vestidas de blanco y yo seguíamos de pie al fondo del escenario,
sosteniendo las copas mientras la obra se desarrollaba ante nosotros. Sentía
que se me iba a caer el brazo, pero apreté los dientes y me mantuve firme.
Mientras esperaba a que terminara la obra, mis ojos se desviaban hacia
la derecha, hacia la estatua del toro y los hombres enterrados. El
espectáculo duraba ya media hora. ¿Cuánto tardarían en quedarse sin aire
en aquellos ataúdes?
Los hombres del público parecían cada vez más borrachos y ruidosos, y
cuando la obra terminó, todos vitorearon y bramaron como si se tratara de
Hamilton y no del extraño y enrevesado espectáculo que era.
Volví a mirar a la derecha y me sorprendió ver nueve figuras sombrías que
se dirigían hacia el teatro. Parecía que los hombres habían escapado de los
ataúdes y habían salido de las fosas. Supongo que era otra prueba para
ellos.
Cuando todos y cada uno de ellos llegaron a los escalones de piedra que
rodeaban el exterior del teatro, varios de los miembros de la multitud
vestidos de rojo se abalanzaron sobre ellos y los saludaron con fuertes
apretones de manos y vítores. Les entregaron sus propias túnicas rojas y les
condujeron al centro del auditorio.
Un grupo de mujeres salió a su encuentro, y cada hombre se arrodilló y
extendió la muñeca izquierda. Durante la siguiente media hora -la media
hora más larga y aburrida de mi vida-, las mujeres tatuaron algo en las
muñecas de los hombres, presumiblemente una especie de símbolo de La
Corona y La Daga.
Finalmente, terminaron y Tobías salió al escenario.
—¡Bienvenidos al segundo nivel, hermanos! Y ahora, la parte favorita de
todos: el sacrificio de virgo.
Se me heló la sangre. Sabía lo que significaba. Sacrificio virgen.
Una joven con un vestido blanco no muy distinto al mío fue arrastrada
rápidamente hasta la losa de piedra en medio del auditorio. Pataleaba y
gritaba, suplicando que la liberaran. El rímel le corría por la cara a chorros,
manchándole las mejillas de negro.
—¡Por favor! Que alguien me ayude! —gritó mientras tres hombres
fornidos le ataban las muñecas por encima de la cabeza y la sujetaban
contra el altar.
Se me aceleró el corazón. Parecía realmente aterrorizada. ¿Y si esto no era
sólo parte del espectáculo? ¿Y si realmente iban a matar a esta niña
llorando?
Mi ansiedad aumentó aún más cuando Tobías bajó del escenario y sacó
una enorme daga de su túnica negra. Brillaba bajo el resplandor anaranjado
de las antorchas encendidas, y mis nervios zumbaron de miedo cuando la
sostuvo sobre el pecho de la chica.
—¡No! —gritó—. ¡Por favor!
Un cántico surgió de la multitud, haciéndose más fuerte a cada momento,
mientras Tobías rodeaba lentamente la losa, sosteniendo aún la daga justo
encima de la chica.
Luego la hundió, justo en su pecho.
Estuve a punto de gritar, pero entonces vi una sonrisa dibujarse en el
rostro de la joven, que se sentó en el altar y saludó a la multitud. Respiré
aliviado. Era un cuchillo trucado; estaba bien. Esto sólo formaba parte del
extraño carnaval de acontecimientos.
La chica empezó a contonear las caderas y a provocar a los hombres
quitándose lentamente el vestido y dejando al descubierto sus pechos.
Reprimí las ganas de poner los ojos en blanco. Por muy ricos o elegantes que
pretendieran ser, los hombres se volvían locos por las strippers.
Camareras desnudas con la piel dorada y bandejas de bebidas salieron de
algún lugar detrás de nosotros, deslizándose en el teatro hacia la multitud
de hombres en túnicas. Movían las caderas seductoramente y sonreían
mientras los ojos ávidos de los hombres se detenían en sus firmes traseros.
Casi vuelvo a poner los ojos en blanco al ver que a los flamantes miembros
del segundo nivel se los llevaban otras mujeres desnudas. Parecía que Willa
y Mellie tenían razón. Estos eventos no eran más que un puñado de tipos
elitistas emborrachándose, haciendo viejos rituales tontos sin motivo y
tirándose a acompañantes de lujo. Sólo una excusa glorificada para ir de
fiesta.
Aun así, los extraños sucesos de otro mundo serían un tema interesante
para mi trabajo.
Unos quince minutos más tarde sonó un gong. Todo el mundo se calló y
se volvió hacia el escenario, y la música y los tambores cesaron de golpe. El
repentino silencio fue espeluznante y tragué saliva. Todos parecían mirarme.
Las otras actrices vestidas de griego que estaban conmigo al fondo del
escenario se alejaron lentamente de mí, y yo me giré y las vi marcharse
confundida.
—Espera, ¿adónde vas? ¿Se supone que tenemos que irnos ya? —susurré
con urgencia a la chica con la que había llegado cuando pasó a mi lado.
Siguió caminando, ignorándome.
Yo también empecé a caminar. Quizá me había perdido la instrucción de
marcharme y debía seguirlas a todas. Pero mientras caminaba, dos hombres
vestidos de rojo se pusieron delante de mí, impidiéndome el paso.
Mierda. Alguien debía de haberse dado cuenta de que en realidad no era
actriz, de que me había colado aquí con falsos pretextos.
—Espera —dije frenéticamente—. Puedo explicarlo.
Volvió a sonar la bocina de antes y oí un rugido creciente a mi derecha.
Me giré de nuevo hacia el auditorio y se me heló la sangre en las venas.
Decenas de miembros enmascarados de la sociedad cargaban hacia el
escenario. Hacia mí.
Me aparté de los dos hombres que me cerraban el paso y corrí en la otra
dirección, con la esperanza de poder salir del escenario y escapar del teatro
por el otro lado. No tenía ni idea de cómo volver a atravesar el bosque, pero
podría averiguarlo más tarde.
Cuando bajé corriendo los escalones de piedra que conducían al escenario,
varios hombres me alcanzaron y grité al sentir un agónico pinchazo en el
cuello, como si me hubieran clavado una aguja de tejer al rojo vivo.
—Por favor, Yo… —No llegué a terminar la frase. Lo que me acababan de
inyectar ya corría a toda velocidad por mis venas y me golpeaba con fuerza.
Mi cuerpo se sentía sin huesos y mi mente se sumía en una espiral de
oscuridad, cayendo cada vez más rápido con cada segundo que pasaba.
Caí como una piedra, desplomándome en el suelo en un charco de terror
débil y quejumbroso.
Lo último que vi fue a un hombre con una siniestra máscara de bronce
que me miraba, y luego la oscuridad fría y tranquilizadora se apoderó de mí.
Dejé que me arrastrara, muy lejos, y finalmente me trago.
M
e desperté en una cama pequeña con sábanas blancas, vestida
con una sudadera y unos pantalones desconocidos. No sabía
dónde estaba. Ni quién era. Ni siquiera recordaba mi nombre,
por no hablar de nada más. Lo único que sabía era que me sentía mal.
Escalofriantemente, desgarradoramente, febrilmente enferma.
Las náuseas me revolvieron por dentro y me incorporé, tapándome la boca
con una mano. Me dolía el lado izquierdo del cuello y subí la otra mano para
tocarme delicadamente la piel.
—¡Ay!
Aparté la mano como si me hubieran electrocutado. Incluso al tocar la
zona con las yemas de los dedos sentí como si me estuviera haciendo un
agujero en el cuello. Tenía que haber un moratón importante.
Parpadeé y una breve visión apareció ante mí: un hombre con una gran
aguja hipodérmica. Eso era todo. Seguía sin saber qué me había pasado ni
dónde estaba.
Miré a mi alrededor, tratando de encontrarle sentido a todo. Me
encontraba en una pequeña habitación en forma de caja con una pared de
piedra gris a lo largo de un lado. El resto de las paredes eran blancas y lisas,
y el suelo era de hormigón. La cama era baja y estrecha, con una rejilla de
ventilación en lo alto de la pared. En una esquina había un retrete sin tapa
con una gran rejilla al lado. La habitación no tenía ventanas, sólo una puerta
a mi derecha, pero en ella había un cristal con vistas a lo que hubiera más
allá.
Solté un gemido, me obligué a levantarme y atravesé la habitación para
mirar a través del cristal de la puerta. No había nada más que un pasillo de
paredes blancas y luces brillantes. Supongo que era de noche. Aparte de eso,
seguía sin haber pistas de dónde estaba.
Las náuseas volvieron con toda su fuerza, intensificándose y robándome
las fuerzas. Me tambaleé hasta un rincón de la habitación, con el estómago
dolorido y apretándose más a cada segundo que pasaba. Seguí tragando y
mi garganta seguía apretándose, intentando detener la horrible sensación
en mi pecho, pero todo salió un momento después mientras me agachaba
sobre el inodoro, derramándose fuera de mí mientras jadeaba y tenía
arcadas.
Oí un ruido un par de minutos después, mientras jadeaba en el suelo,
esperando a que se me pasara la sensación en las tripas. Giré lentamente la
cabeza para mirar y me di cuenta de algo que no había visto antes. Había
una ranura en la parte inferior de la puerta, y alguien acababa de deslizar
una bandeja dentro con un vaso de agua y un vaso de plástico en miniatura
lleno de líquido verde.
Me arrastré y tragué el agua, luego olí el líquido verde. Menta. Tenía que
ser enjuague bucal. Después de hacer gárgaras con él, lo escupí por la rejilla
del retrete y me arrastré hasta la cama, agotada. Cerré los ojos y dejé que el
sueño me reclamara.
Me desperté de nuevo un tiempo indeterminado después. Una mujer
vestida de blanco estaba a mi lado, con la mano apoyada en mi frente. Fría,
tranquilizadora. Una oleada de alivio me inundó. Debía de estar en un
hospital y se trataba de un médico o una enfermera.
—¿Qué me ha pasado? —pregunté en un susurro entrecortado—. No
recuerdo nada.
No dijo nada. Me levantó para que me sentara y se acercó a un carrito de
metal que debió de traer mientras yo dormía. Estaba lleno de equipos y
objetos médicos: un tensiómetro, vasos para muestras, agujas, bolas de
algodón, cinta adhesiva, frascos de pastillas.
—¿Qué hospital es éste? —Pregunté.
—No estás en un hospital —dijo finalmente la mujer.
—¿Qué? Entonces, ¿dónde estoy? —pregunté, con el pánico creciendo en
mi pecho.
Hizo caso omiso de mi pregunta y me colocó parte del tensiómetro en el
brazo. Después de esperar a que hiciera lo suyo, anotó los resultados en un
portapapeles.
—¿Hola? —dije incrédula—. ¿Dónde demonios estoy? ¿Qué me ha pasado?
—Pronto recuperarás la memoria —dijo tajantemente. Era todo lo que
podía ofrecer.
Me hizo varios exámenes físicos más, tocándome y frotándome ciertos
puntos del cuerpo para detectar cualquier anomalía o lesión, comprobando
mis reflejos y tomándome la temperatura. No paraba de murmurar cosas
como “bien” o “está bien” y anotaba los resultados en el mismo portapapeles.
Luego me iluminó los ojos con una linterna en miniatura para comprobar
mis pupilas.
Jadeé. La luz que destellaba en mis ojos me había traído algo a la memoria;
un recuerdo brillante. Hombres en el bosque, antorchas encendidas por
todas partes....
Oh, mierda.
Ahora todo volvía a mí. Sabía quién era. Sabía lo que había hecho.
Fui tan estúpida. Tan ingenua. En realidad pensaba que mis amigos y yo
teníamos razón y que todas las tontas teorías de conspiración que rodeaban
a La Corona y La Daga eran exactamente eso: tontas teorías de conspiración.
Creía que la sociedad no era más que un grupo relativamente inofensivo de
hombres adinerados a los que les gustaban las fiestas y honrar viejas y
extrañas tradiciones. Creía que no me harían daño.
Pero aquí estaba yo, claramente en cautiverio, dolorida y enferma.
Obviamente me vieron en su ceremonia y se dieron cuenta de que no
pertenecía a ellos, y este era mi castigo por violar su santuario interior.
Todo esto por una estúpida nota en una estúpida clase.
Debería haberlo sabido. Debería haber parado en cuanto empecé a recibir
esos horribles mensajes amenazadores esa mañana.
—Espera —dije frenéticamente, luchando por levantarme de la cama—.
Esto es un error. No debería estar aquí. No pretendía hacer nada. Sólo... sólo
quería escribir un trabajo tonto. Pero no se lo diré a nadie, ¡lo prometo!
La enfermera me volvió a sentar y me dijo que me quedara quieta mientras
se ponía unos guantes y me tendía una pequeña aguja.
Grité e intenté resistirme, pero ella suspiró y bajó la aguja.
—Son sólo pruebas médicas rutinarias. Si sigues resistiéndote, me veré
obligada a darte un zumo de naranja. ¿Es eso lo que quieres?
Dejé de chillar y me quedé mirándola. ¿Estaba loca? Me encantaría
tomarme un zumo de naranja ahora mismo.
—En realidad me apetece una copa, así que adelante —dije entrecerrando
los ojos.
Me sonrió con los labios finos.
—No te gustará el zumo de naranja de aquí. Es lo que les dan a las chicas
más fogosas por la noche para que duerman en vez de gritar toda la noche
y molestar a los guardias. El ingrediente activo es similar al que te inyectaron
anoche. Te aniquila y cuando te despiertas, no tienes recuerdos durante un
tiempo y te sientes como si te hubiera atropellado un tren. ¿Es eso lo que
quieres?
Me mordí el labio inferior y negué con la cabeza.
—No —susurré miserablemente.
—Buena chica. Ahora quédate quieta.
Me hizo un torniquete en el brazo y me pinchó con la aguja. Mi sangre
llenó la jeringuilla un momento después, sacó la aguja y extrajo la muestra,
taponándola rápidamente con una mano mientras presionaba la marca del
pinchazo en mi brazo con la otra. Luego me puso un algodón y esparadrapo.
Me senté y observé, entumecida y exhausta. La enfermera etiquetó
cuidadosamente mi muestra de sangre y me tendió uno de los recipientes
para muestras.
—Necesito que orines en él —me dijo bruscamente.
Un rubor rojo de humillación me subió por el cuello mientras me acercaba
al retrete y me ponía en cuclillas sobre él, apuntando lo más posible al frasco
de muestras. Lo llené, luego me limpié y tiré de la cadena. No tenía dónde
lavarme las manos.
Tragué con fuerza y le di la muestra a la enfermera.
—¿Puede decirme, por favor, qué me va a pasar? —pregunté en voz baja.
Con suerte podría apelar a ella, de mujer a mujer, y me daría alguna
información.
No ha habido suerte.
—Por favor —dije, mi voz alcanzando de nuevo un tono más alto—. Tengo
amigos y familia. Se preguntarán dónde estoy. No puedo quedarme aquí.
—Ya se me han ocupado de eso —dijo. Levantó otra aguja—. Voy a
necesitar que te quedes quieto de nuevo.
—Espera, ¿qué? ¿Qué quieres decir con que se han ocupado?
—He dicho que te quedes quieta.
—¡No! —Me alejé de ella—. ¿Qué demonios hay en esa aguja?
Puso los ojos en blanco.
—No es veneno, si eso es lo que te preocupa. Es sólo una inyección
anticonceptiva Depo básica. Ahora ven aquí, o haré que alguien te dé un
poco de jugo. Creo que ya establecimos que no quieres eso.
Sentía la sangre helada en las venas. ¿Una inyección anticonceptiva? Eso
fue muy esclarecedor. Sabía exactamente lo que me iba a pasar ahora.
Las lágrimas brotaron como el agua de una presa, derramándose por mi
cara en cálidos riachuelos salados. Me tiemblan los músculos de la barbilla
y miro a la horrible enfermera, como si mostrar descaradamente mi terror y
angustia pudiera suavizar su actitud.
Se limitó a mirarme fijamente, con sus ojos grises fríos y muertos por
dentro, como un tiburón. No se movió. Tenía la sensación de que había
pasado por este mismo proceso muchas veces, y estaba esperando a que yo
llorara y me rindiera.
Mis ojos seguían goteando lágrimas, empapando mi camisa, y pronto
estaba en el suelo sollozando mientras los muros que una vez me
sostuvieron y me hicieron fuerte empezaban a derrumbarse. Yo era inocente.
No me lo merecía. Lo único que hice fue colarme en un evento y ver cosas
raras. Allí no ocurría nada criminal, sólo algo de entretenimiento, algo de
bebida y probablemente algo de sexo salvaje, así que ¿por qué importaba
que yo lo hubiera presenciado? No podía meter a nadie en problemas por
ello. Seguro que pronto se darían cuenta y me dejarían marchar. Todo había
sido un error.
A pesar de esa creencia, no podía dejar de sollozar, por mucho que lo
intentara. Por mucho que intentara convencerme de lo contrario, sabía que
era cualquier cosa menos inocente. La culpa que había anidado en lo más
profundo de mi ser durante el último año y medio, enroscada como una
serpiente, bullía en mi garganta, y una vocecilla en el fondo de mi cabeza
susurraba: “Quizá te lo mereces”. Me llevé la mano a la boca, temblando y
estremeciéndome mientras la emoción se desbordaba.
El dolor empezó a llegar en oleadas, remitiendo el tiempo suficiente para
permitirme respirar brevemente y recuperarme antes de volver a sumirme
en la pena. Finalmente, no hubo más lágrimas, ni jadeos, ni súplicas. Estaba
demasiado cansada.
—¿Hemos terminado con la rabieta? —dijo la enfermera en tono ácido.
Asentí y me quedé acurrucada en el suelo, sin apenas levantar la cabeza
para el gesto. Se agachó y me clavó la aguja en la parte superior del brazo
izquierdo.
—Ya está. No ha sido tan difícil, ¿verdad?
—Por favor... —dije en un último intento desesperado por conseguir
ayuda, mi voz no era más que un susurro desgarrado.
—Llevaré esto al laboratorio para que lo analicen. Tienes que intentar
descansar un poco más —respondió con calma. No hizo caso de mi petición
de ayuda.
Llevó el carrito hasta la puerta e introdujo una especie de tarjeta en una
ranura. Una luz verde parpadeó, sonó un pitido y la puerta se abrió. Sabía
que podía apresurar el paso y escabullirme con ella y el carrito, pero estaba
demasiado agotada y, además, veía a un hombre vestido de negro y con
botas en el pasillo. Ella había mencionado antes a los guardias, así que debía
de ser uno de ellos.
No daría ni dos pasos por esa puerta.
Con un suspiro derrotado, me volví a tumbar en la cama y cerré los ojos,
rezando para que todo aquello fuera una horrible pesadilla. Tal vez mañana
me despertaría en mi cama, bajaría a desayunar con mis amigos y me reiría
del loco sueño que había tenido. No sería más que un oscuro recuerdo de
las profundidades de mi imaginación.
Pero el sueño nunca llegaba. Aunque me dolían los músculos y me
pesaban los párpados, no podía conciliarlo. Permanecí tumbada sobre las
sábanas blancas durante horas, aunque podrían haber sido minutos. No
tenía forma de saberlo.
Volvió a oírse un ruido de rasguños a mi derecha, y mis ojos se dispararon
hacia la puerta. La ranura volvía a abrirse. Pude ver unas manos empujando
una bandeja hacia dentro. Comida y agua.
—¡Eh! —Salté de la cama y me puse a cuatro patas, intentando llamar a
través de la ranura a quienquiera que estuviera al otro lado—. ¡Por favor,
tienen que ayudarme! No debería estar aquí.
Fueran quienes fuesen, me ignoraron por completo. La ranura se cerró y,
a través del grueso cristal de la puerta, vi cómo se levantaban y se alejaban
a grandes zancadas. Con los hombros caídos por la derrota, me incliné para
recoger la bandeja y la llevé hasta la cama.
Había un vaso alto de agua, una especie de pastilla de color marrón rojizo
y un bol de avena. Tragué el agua, devoré la avena e ignoré la pastilla. ¿Quién
demonios sabía lo que contenía?
Por otra parte, el agua y la harina de avena podría ser mezclado con Dios
sabe qué también. Mierda. No lo pensé bien.
De repente, la puerta volvió a abrirse, giré la cabeza y levanté los ojos para
ver entrar en la habitación a un hombre de mediana edad vestido con un
traje gris oscuro. Cerró la puerta tras de sí y me sonrió.
Mi estómago se apretó. Era Tobias King.
—Sé lo que estás pensando —dijo, señalando el plato—. Pero es sólo
comida. La pastilla es sólo un multivitamínico. Sólo se te drogará si te portas
mal.
Me puse en pie de un salto.
—¿Qué demonios está pasando? —Dije—. No pueden tenerme aquí como
una especie de prisionera. Todo lo que hice fue colarme en una ceremonia
tonta. Eso no es ilegal. Era sólo para un trabajo, pero no tengo que escribirlo.
¡Déjenme ir y les prometo que nunca diré una palabra!
Soltó una carcajada despreocupada, un sonido siniestro que me dio ganas
de vomitar.
—En primer lugar, la ceremonia era en terreno privado, así que
técnicamente, colarse en ella era ilegal. En cuanto a tu papel... no estás aquí
por eso, Tatum.
La confusión se apoderó de mi mente.
—No lo entiendo.
Dio una palmada en la cama.
—Siéntate.
—No.
Se encogió de hombros.
—Muy bien. Aunque esto podría llevar un tiempo.
—Me quedaré de pie —dije, sin querer hacer nada de lo que este horrible
hombre me ordenaba.
—Bien. —Tomó asiento en el extremo de mi cama, una sonrisa
desagradable jugando en sus labios de nuevo—. Tatum, te hemos estado
siguiendo durante mucho tiempo. Siempre supimos lo del estúpido artículo
que querías escribir, y también sabíamos perfectamente que pretendías
infiltrarte en nuestra hermandad como parte de tu investigación. Permitimos
que sucediera. ¿Por qué crees que te fue tan fácil entrar? ¿De verdad creías
que era tan sencillo? ¿No sospechaste nada en absoluto?
Tragué con dificultad. Tenía razón. Parecía demasiado fácil, sobre todo
para una organización tan reservada.
—Tenemos ojos y oídos en todas partes, así que lo sabíamos todo sobre el
pequeño plan que urdiste con tu amiga. Hasta el último detalle. Sólo
pensamos que sería divertido jugar contigo y hacerte creer que tenías las de
ganar. A muchos hombres de la sociedad les encantan los juegos, y las
niñitas estúpidas como tú son especialmente divertidas. —Hizo una pausa
y soltó otra risita—. Disfrutaron mucho anoche. Los que se dieron cuenta.
—¿Qué quieres decir? —Dije, con la voz apenas por encima de un susurro.
—Bueno, obviamente los actores y el resto del personal no tenían ni idea
de lo que estaba pasando realmente. La mitad de la hermandad ni siquiera
sabía lo que estaba pasando. Pensaban que tu muerte era parte del
espectáculo y que participabas voluntariamente. Pero de los que eran de alto
nivel suficiente para ser informado del plan... bueno, les encantó. Uno de los
hombres dijo que no había visto un espectáculo tan increíble en años. El
miedo, la mirada salvaje en tus ojos cuando te das cuenta de que te han
pillado. Increíble. Mucho mejor que la actuación.
Respiré hondo. Lo que decía tenía sentido de un modo macabro. La
mayoría de los actores y miembros de la sociedad presentes en la ceremonia
vieron el falso sacrificio de la virgen, y también vieron que la chica estaba
bien después. Así que cuando vieron a los hombres abalanzándose sobre mí
y a alguien pinchándome con una aguja mientras yo gritaba y lloraba e
intentaba escapar, habrían pensado que era más de lo mismo. Más
entretenimiento.
Por fin me senté, las rodillas me flaqueaban.
—¿Así que dejaste que todo pasara y me engañaste por diversión? ¿Por
eso estoy aquí?
—Sí y no. Fue divertido, pero estás aquí porque perteneces a este lugar.
—Yo no. Esto es un error.
—Creo que descubrirás que perteneces aquí, y no hay error. Te
compramos y eres nuestra.
Me quedé con la boca abierta. Le miré atónita durante veinte segundos
antes de responder.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que nos perteneces.
—No lo entiendo.
—Pensé que se suponía que eras inteligente —dijo con una mirada
despectiva—. Te vendieron a nosotros. Ahora eres de nuestra propiedad. ¿Lo
entiendes?
Retiré los labios, enseñando los dientes.
—No puedes hablar en serio. No puedes ser mi dueño. Y créeme, mis
amigos y mis padres se darán cuenta pronto de que he desaparecido.
Llamarán a la policía y...
Tobías me dio una fuerte bofetada. Grité y se me escapó saliva por la boca,
mientras un dolor ardiente recorría mi piel sensible. Un sabor metálico me
llenó la boca y me di cuenta de que me había abierto el labio.
—Tus amigos ya han sido informados de tu decisión de abandonar Roden
y pasar un tiempo de mochilera por Europa sin teléfono ni internet. Están
disgustados, claro, sobre todo porque te fuiste sin despedirte, pero ya se les
pasará. Con el tiempo, se olvidarán de ti.
Respiré hondo varias veces, con el rostro torcido en una mueca.
—¿De verdad crees que mis padres se lo van a creer? Saben lo mucho que
he trabajado para entrar en Roden. Saben que nunca abandonaría. E
incluso si de alguna manera lo creyeran, si no regreso de este falso viaje de
mochilera en algún momento, definitivamente sabrán que algo pasa.
Una fría sonrisa se dibujó en el rostro de Tobías.
—Tus padres, ¿eh? ¿Quién crees que te vendió a nosotros, niña?
Todo el ruido blanco de mi mente se apagó de inmediato cuando sentí todo
el peso de sus palabras, que se estrellaron contra mi vida y destrozaron todo
lo que creía saber.
—No —susurré, con el cuerpo temblando como una hoja.
Estaba mintiendo.
Tenía que estar mintiendo.
Tobías sacó del bolsillo de su chaqueta un fajo de papeles doblados.
—Aquí tengo el contrato. Puedes echarle un vistazo.
—Mi madre y mi padre no me harían eso....
Me entregó los papeles.
—Velo tú mismo.
Con manos temblorosas, cogí el supuesto contrato y hojeé las páginas. La
conmoción me recorrió inmediatamente el vientre, retorciéndose como un
tornado. Tobías decía la verdad. Las firmas de mis padres estaban en él.
El contrato detallaba los términos de mi esclavitud a La Corona y La Daga,
y pude ver lo que mis padres habían recibido a cambio: sus deudas pagadas
en su totalidad junto con trescientos mil dólares repartidos a lo largo de los
meses para que parecieran ingresos comerciales obtenidos legalmente.
También se estipuló que se les permitiría vivir permanentemente sin pagar
alquiler en una de las muchas, muchas propiedades de la familia King en
Connecticut. Esa era su nueva casa... por la que pensé que habían trabajado
tan duro. Aquella en la que estaba tan orgullosa de verlos vivir después de
pasar tantos años en una pequeña y estrecha caja de zapatos en un barrio
pobre de mi ciudad natal. Todo mentira.
Cuando la cruda realidad me golpeó, dejé caer los documentos como si
estuvieran ardiendo. Mis padres habían cambiado mi vida por unos cientos
de miles de dólares y una casa gratis. Al final, eso era todo lo que valía para
ellos. Lo decía allí mismo, en esos papeles.
—Yo no... no puedo... —No podía formar una frase completa. Estaba
demasiado horrorizada.
Con todo el shock inundando mi sistema, sentí que mi corazón se
detendría y entraría en coma y nunca despertaría. Eso podría ser preferible
a lo que estaba sucediendo ahora.
Sabía que mis padres lo habían pasado mal en la última década, pero
nunca pensé que estarían tan dispuestos a renunciar a mí a cambio de algo
de dinero y una casa gratis. Sin embargo, hicieron exactamente eso. ¿Por
qué demonios no lo vi venir?
Mi mente se remontó a mi infancia. Muchas veces, los había oído discutir
sobre dinero, discutir sobre mí. Decían que apenas podían permitirse
alimentarme. A veces mi madre culpaba a mi padre y le decía que debería
haber trabajado más para sacar adelante su negocio. A veces la culpaba a
ella por no haber podido encontrar otro trabajo después de que la
despidieran de su puesto de profesora. A veces incluso oía a uno de ellos
decir que no deberían haberme tenido.
En aquel momento, lo achaqué al estrés. Sabía lo mucho que el dinero -o
la falta de él- podía afectar a la mente de las personas. Supuse que no lo
decían en serio, y me pasé la adolescencia trabajando en tantos trabajos
extraescolares y de fin de semana como pude para contribuir y disminuir su
estrés.
Supongo que no fue suficiente. No lo suficiente para comprar su amor
incondicional. Me vendieron a la primera oportunidad que tuvieron.
Literalmente.
Me tragué el nudo que tenía en la garganta y miré a Tobías. Tenía un brillo
desagradable en los ojos mientras me observaba. Estaba disfrutando.
—¿Por eso te reuniste con mis padres en diciembre del año pasado? Te vi
con ellos en Roden —dije.
El recuerdo había vuelto en un instante. Cuando me invitaron a visitar el
campus tras aceptarme, mis padres me acompañaron y me dijeron que
tenían una reunión de negocios con un posible cliente en la zona. Más tarde,
ese mismo día, los vi hablando con Tobías cerca de una fuente de mármol,
con un aspecto bastante sombrío e intranquilo. En aquel momento, el
incidente me produjo una extraña sensación, pero la ignoré, pensando que
se trataba de una inocente reunión de trabajo.
Supongo que debería haber confiado en mi instinto y haberme dado
cuenta en ese momento de que algo iba muy mal.
Tobías se rio entre dientes.
—No. Sólo fue una reunión rápida para discutir algunas de las condiciones
de pago. Apareciste por primera vez en mi radar en marzo del año pasado y,
en las semanas siguientes, me di cuenta de que serías el juguete perfecto
para mi hijo, por varias razones. Entonces me puse en contacto con tus
padres.
Mi estado de ánimo, antes conmocionado, se volvió feroz y furioso como
un incendio forestal, la rabia me cegó, ardiendo sin control.
—¡Esto no es legal! —dije, poniéndome en pie de nuevo de un salto. Pisé
el contrato con un pie—. No puedes ser mi dueño, diga lo que diga esta cosa
ridícula. Conozco mis derechos y no he dado permiso para nada de esto.
—Como he dicho, los contratos se firmaron hace un año y medio. Ahora
tienes diecinueve años, lo que significa que sólo tenías diecisiete cuando se
firmaron. Legalmente hablando, aún eras una niña. Tus padres podían
firmar por ti, y lo hicieron.
Escupí a sus pies.
—No soy estúpida. No importa lo joven o viejo que sea alguien. No puedes
comprar o vender a otro ser humano.
Eso me valió otra fuerte bofetada.
—Vas a tener que aprender las reglas, Tatum —dijo Tobias con frialdad—
. Ahora eres de nuestra propiedad. Harás y dirás lo que te digamos, o te
enfrentarás a un castigo. No seré blando contigo sólo porque eres el nuevo
juguete de mi hijo.
El juguete de su hijo...
Me había dicho lo mismo antes. Mi mente simplemente lo había pasado
por alto en mi conmoción y horror.
—¿Elias? —Dije, con el labio superior curvado. Debería haber sabido que
ese capullo arrogante tenía algo que ver con esto. De tal palo, tal astilla.
Tobías asintió.
—Él será tu nuevo amo. Cumplirás sus órdenes en todo momento.
—No lo haré.
Otra bofetada. Esta vez, estaba preparado y lista para ello.
—Puedes intentar luchar todo lo que quieras, pero te romperemos,
estúpida putita. Aceptarás tu nuevo lugar.
Me estremecí ante el insulto y negué con la cabeza.
—No —susurré—. Nunca le perteneceré a nadie.
—Cambiarás de opinión —dijo fríamente, poniéndose en pie.
—No lo haré. Voy a salir de aquí, y cuando la policía se entere de lo que
has hecho, estarás jodido. No importa lo rico que seas. No puedes comprar
a la gente.
—Así lo has afirmado. Y sin embargo, puedo comprar gente. Lo he hecho
antes y lo volveré a hacer. Incluso si por casualidad consiguieras escapar de
aquí -es imposible, por cierto-, no hay una sola persona en el mundo que te
ayudaría.
—Te equivocas.
—No, no lo estoy. —Sus labios se curvaron en una sonrisa fina y salvaje—
. Lo mejor de ser tan rico como yo es darse cuenta de que todo y todos están
en venta. Si alguna vez te escaparas e intentaras contarle a alguien lo que
te ha pasado, te aplastaría como al pequeño insecto que eres.
Me eché hacia atrás, temblando de rabia e indignación. Odiaba que
probablemente tuviera razón. Odiaba que hombres como él pudieran salirse
con la suya, porque tenían más dinero que los demás. Era enfermizo.
Tobías alargó la mano y me obligó a levantar la barbilla para mirarle. Sus
ojos eran fríos y oscuros, sus rasgos dispuestos en una mueca.
—La única razón por la que no te he aplastado ya por tu insolencia es
porque mi hijo está deseando aplastarte él mismo.
Se me erizaron todos los pelos de los brazos y la nuca. En toda mi vida,
nunca había sentido realmente la presencia del mal. Parecía algo que sólo
existía en los libros y las películas o en los espeluznantes expedientes del
FBI que nunca estarían tan cerca de mi vida como para afectarme de verdad.
Pero ahora lo sentía, zarcillos oscuros que subían por mis piernas, se
dirigían a mi garganta y me ahogaban con su negra y rancia presencia.
No respondí. Me encogí hacia atrás, abrazando mi cuerpo con los brazos,
temblando por todo el cuerpo.
Tobías giró de pronto la cabeza y yo seguí su mirada hacia la puerta.
Alguien acababa de asomarse al cristal y nos estaba mirando. Reconocería
aquel cabello castaño despeinado y aquel rostro arrogante y
endiabladamente llamativo en cualquier parte. Elias.
—Ah. Hablando del diablo —dijo Tobías—. Debe haber oído que por fin te
has despertado. Aunque no creo que estés preparada para su compañía.
Se acercó a la puerta y pasó una tarjeta por ella.
Le seguí, me empujó hacia atrás y salió, cerrando la puerta de golpe.
Golpeé la puerta con las manos, gritando a los hombres a través del cristal.
Elias me miró y sonrió, claramente divertido por mi angustia. Quería
arrancarle la cara de un zarpazo, quería hacerlo pedazos con las uñas. Pero
no podía tocarlo. Ni siquiera podía acercarme a él hasta que me consideraran
“preparada”, fuera lo que fuera lo que eso significara.
Tobías le susurró algo al oído, y los dos hombres se dieron la vuelta y se
alejaron.
Cerré las manos temblorosas en puños y me dispuse a respirar
correctamente. Necesitaba mantener la mente lo más calmada y
concentrada posible en una situación tan angustiosa, por mi propio bien.
Tenía que haber alguna forma de salir de este lugar. Esta situación. Tenía
que haberla.
Nunca podría aguantar esto. No podía ceder. Tenía que impedir que esos
gilipollas de
La Corona y La Daga intentaran convertirme en nada más que una esclava
servil, y tenía que escapar de este lugar. No sabía cómo ni cuándo. Lo único
que sabía era que lo lograría.
De un modo u otro, sería liberada.
L
os días pasaban sin parar. O tal vez semanas. No tenía forma de
saberlo, y había perdido la noción del tiempo hacía una eternidad.
En la habitación en la que estaba atrapada no había relojes ni
calendarios, ni bolígrafos o utensilios afilados para hacer marcas en las
paredes en un intento de llevar la cuenta.
La única certeza en este lugar era que siempre estaría confusa, siempre
asustada, mi mente una maraña constante de desorden caótico y turbio. El
aire aquí era denso, sofocante, y apenas podía dormir, aunque quisiera.
Las luces estaban casi siempre encendidas. Deslumbrantes, brillantes, un
recordatorio constante de que seguía en este infierno. El único consuelo era
que de vez en cuando se apagaban de repente durante unas horas,
sumiéndome en una oscuridad total.
De niña me daba miedo la oscuridad, y en años más recientes seguía
sintiendo la necesidad de cubrirme cada centímetro en la cama por la noche,
siempre temeroso de que un brazo o una pierna colgaran al aire nocturno
junto a mi lecho. Ahora, al contrario que antes, la oscuridad era mi único
consuelo. Era como un lugar fuera del tiempo, un lugar donde descansar
sin abordar la realidad. Un santuario.
Cuando no podía ver nada a mi alrededor, podía fingir fácilmente que
estaba en otro lugar, intentar olvidar dónde estaba realmente hasta que las
luces volvían a encenderse, arrastrándome cruelmente de vuelta al mundo
real, donde seguía siendo un prisionera. El mundo real, donde no podía
descansar. No podía hacer otra cosa que sentarme a la luz y pensar en mi
antigua vida y en lo que había salido mal.
Echaba de menos a mis amigas. Echaba de menos nuestros viajes
nocturnos al Buttery para comer patatas fritas y rollitos de langosta
calientes. Echaba de menos mis clases. Incluso las agotadoras horas de
estudio y preparación de exámenes. ¿Volvería a vivir algo así?
No, me dijo una vocecita siniestra e insidiosa. Ya has oído a Tobías. Ahora
perteneces aquí.
Seguí rebobinando mis acciones de los últimos meses, intentando
ahondar en mis recuerdos y averiguar el momento exacto en que metí la pata
y me causé todos estos problemas. Antes creía que había sido mi decisión
de escribir un artículo sobre La Corona y La Daga lo que me había atrapado
en esta red de tejido oscuro, pero Tobías me había dejado muy claro el otro
día que la sociedad ya me conocía desde mucho antes, y que siempre habían
tenido la intención de atraparme en algún momento.
Pero ¿por qué? ¿Qué hice para que me eligieran? ¿Había algo en mí que
gritaba “secuéstrame”? ¿Había algo en mi cara, en mi cuerpo, en mis ojos?
Sabía que en realidad no me hacía ningún bien culparme por las acciones
de esos hombres sádicos. Secuestrar chicas era algo muy jodido y la parte
lógica de mi mente -lo que quedaba de ella, al menos- me decía que no era
realmente responsable de lo que me había pasado. Sin embargo, no podía
evitar que el aplastante sentimiento de culpabilidad me golpeara una y otra
vez. Debía de haber algo que yo había hecho, algún pequeño detalle que
había hecho que me eligieran.
Incluso me pregunté en una nebulosa si realmente había hecho algo para
que pensaran que estaba en venta. Sabía lo estúpido que sonaba, pero
después de días y días de aburrimiento y miedo sin fin, mi racionalidad
empezaba a fallar. De repente, las cosas encajaban en mi cerebro con
pequeños chasquidos; cosas que nunca antes habían encajado. Sí, tal vez
hice algo para que esos hombres pensaran que quería que me vendieran. Tal
vez les dije a mis padres que lo hicieran. Tal vez pensé que les ayudaría con
su situación, y se lo debía por haber cuidado de mí toda mi vida, aunque
apenas pudieran permitírselo. Tal vez, de alguna manera, lo olvidé todo, pero
seguía siendo responsable en última instancia.
Me pellizqué el brazo izquierdo.
—No. Yo no he hecho esto —me susurré, intentando que los pensamientos
irracionales dejaran de asolarme. Sólo unos segundos después volví sobre
mí misma—. O tal vez lo hice...
Las palabras me dejaron hueco, como si mi pecho se hundiera sobre sí
mismo.
Aún no tenía ni idea de lo que los hombres de La Corona y La Daga querían
hacer conmigo ahora que era su cautiva. La inyección anticonceptiva que
me puso la enfermera y la forma en que Tobías me dijo que iba a ser el
juguete perfecto para Elias me hicieron pensar que me violarían, que me
convertirían en una especie de esclava sexual. La palabra “juguete” lo dejaba
bien claro. Puede que fuera virgen, pero no era tan inocente. Ya había leído
libros oscuros y sexys. Había visto películas porno. Sabía el tipo de cosas
que a algunos hombres les gustaba hacer a las mujeres. El tipo de cosas que
a algunas mujeres les gusta que los hombres les hagan.
Pero no me habían tocado. Al menos todavía no.
Lo más parecido al contacto humano que tuve fue la ranura que se abría
de vez en cuando en la puerta, con manos que parecían desencarnadas
empujando comida y agua para mí segundos después. Aparte de eso, no
había nada. Nadie me visitaba, me hablaba o me tocaba. Nadie me dio nada
que hacer. Me sentaba aquí con la misma ropa todos los días, bañada en mi
propio sudor, ensuciándome más con cada hora que pasaba.
Sin mi rutina habitual y sin saber qué iba a ocurrirme en el futuro, no
había nada que me mantuviera estable; nada a lo que aferrarme para
mantener la cordura. Mis pensamientos se habían vuelto salvajes,
serpenteando y divagando por un espacio sin cartografiar, sin ataduras a
nada. Podía ocurrir cualquier cosa. Todo. Podría estar muerta mañana, o
podría estar viva deseando estar muerta.
Era como vivir en una tormenta de nieve salvaje. No podía ver lo que tenía
delante, no podía oír nada más que el rugido aullante del terror abyecto en
el fondo de mi mente. No tenía ni idea de dónde estaba ni de adónde iría
pronto, y el miedo seguía viniendo y viniendo y viniendo de todas
direcciones, haciendo que me doliera el cuerpo.
Si me dijeran lo que me tenían reservado, eso me tranquilizaría un poco,
aunque lo que me tuvieran reservado fuera la muerte, porque al menos por
fin lo sabría. Al menos podría prepararme mentalmente para ello. Pero en
lugar de eso, me dejaron cruelmente a oscuras, sin decirme nada en
absoluto. Nunca pude prepararme para lo que viniera después.
Inevitablemente, las cosas me saltaban de la nada.
Si es que alguna vez pasaba algo. Ahora mismo, parecía como si me
hubieran dejado aquí para pudrirme. Como si me estuvieran castigando,
atrapado en confinamiento solitario como una criminal.
Los pensamientos sobre el aislamiento y el abandono constantes hicieron
que mi mente se desviara hacia mi amiga Greer. Hacía unos días, una vaga
sospecha había echado raíces en mi mente al recordar un artículo que me
envió cuando decidí escribir sobre sociedades secretas para mi trabajo de
clase. A Greer siempre le habían gustado las teorías conspirativas y, aunque
pensaba que La Corona y La Daga era básicamente una fraternidad
glorificada, una vez había leído algunas cosas sobre otras sociedades
secretas que pensó que yo podría encontrar interesantes.
En aquel momento, pensé que era una chorrada, pero ahora me pregunto
si, después de todo, tenía algún mérito.
El artículo que me envió trataba sobre un programa de la CIA, ya
desaparecido, llamado MK-Ultra, que funcionó entre 1953 y 1973. Su misión
era desarrollar drogas y técnicas de control mental. Experimentaron con
drogas alucinógenas, hipnosis, privación sensorial, abusos sexuales y otras
formas de tortura. En las pruebas se utilizaron muchos sujetos civiles y
militares que no estaban dispuestos a ello, y el programa acabó cerrándose
después de toda la polémica suscitada.
Uno de los supuestos experimentos fue el desarrollo de “esclavos beta”,
esclavos sexuales programados con técnicas de control mental y entrenados
para ignorar cualquier inhibición con el fin de servir sexualmente a un amo
(o a muchos amos). La “programación” implicaba tortura mental y física,
haciéndoles cambiar el dolor por el placer en lo más profundo de sus mentes.
Se suponía que esta tortura que sufrían durante el entrenamiento destruía
algo llamado “lo sagrado femenino” para convertirlas en nada más que un
trozo de carne del que el amo podía usar y abusar en cualquier momento.
Según el artículo que Greer me envió, ciertas sociedades secretas y
organizaciones criminales habían utilizado supuestamente estas técnicas de
entrenamiento de “esclavos beta” para crear esclavas sexuales dispuestas a
servirles.
Tal vez eso era lo que La Corona y La Daga hacían a las mujeres. Tal vez
eso era exactamente lo que me estaba sucediendo ahora. Podía estar en la
primera fase del proceso de programación, en la que los hombres a cargo
intentaban quebrar mentalmente a una mujer mediante el encarcelamiento
y el aislamiento.
Lo enfermizo era que, si ése era el caso, en realidad estaba funcionando
conmigo, por mucho que odiara admitirlo. Había estado tan desatendida y
despojada en las últimas dos semanas que realmente deseaba que alguien
en este infierno olvidado de la mano de Dios viniera y me tocara, sólo para
poder sentir el calor y la conexión de una mano que no fuera la mía. Aunque
la mano en cuestión me diera una bofetada de agua fría en la cara. Sólo
quería sentir algo, cualquier cosa.
Estaba perdiendo la cabeza.
A veces me sentía lúcida, con el control. Otras veces me sentía como si
estuviera en un sueño y nada de esto fuera real. Me distraía mentalmente y
empezaba a pensar que, en cualquier momento, mis amigas saldrían con
sombreros de fiesta y serpentinas, y descubriría que todo era una enorme y
elaborada broma.
De repente me senté en la cama.
Mierda. ¡Mis amigas!
No podía creer que no se me hubiera ocurrido antes. En todos los días o
semanas que había estado retenida aquí, no había pensado en el bienestar
de nadie más que en el mío. Era terriblemente egoísta. Teniendo en cuenta
el alcance y la influencia de La Corona y La Daga, mis amigos podrían estar
en grave peligro.
La sociedad me había observado y seguido durante mucho tiempo, como
Tobías me había informado, y eso significaba que sabían quiénes eran mis
amigos. Y no sólo eso, también conocían el trabajo que quería escribir, y
Greer, Willa y Mellie me habían ayudado con ideas para él.
Greer y Willa me habían ayudado a averiguar cómo colarme en la fiesta de
la Tap Week, y Mellie me había ayudado a colarme en la ceremonia del
segundo nivel. Greer y Willa probablemente estaban bien -esperaba-, ya que,
al parecer, La Corona y La Daga dejaba que la gente se colara en las fiestas
de los niveles inferiores todo el tiempo. Pero Mellie... podría estar metida en
un buen lío.
Cuando consiguió entrar en el despacho de su padre y encontró su portátil
misteriosamente desbloqueado, lo consideró un increíble golpe de suerte. En
aquel momento, no podíamos creerlo, pero ahora me doy cuenta de que
deberíamos haber sospechado mucho más de esa supuesta suerte. Nadie
tiene tanta suerte. Probablemente, el resto de la sociedad le había dicho al
padre de Mellie que dejara el ordenador desbloqueado cuando su hija
estuviera cerca, sabiendo perfectamente nuestro plan para colarme en la
hoja de cálculo de la actriz.
A los dos nos habían tocado como a violines.
—Mierda, mierda, mierda —murmuré, rezando para que Mellie saliera
ilesa. Quizá fueran más indulgentes con ella, dado el lugar que ocupaba su
padre en la sociedad.
O tal vez ella también estaba aquí en una celda, siendo torturada
horriblemente...
Lágrimas de culpabilidad brotaron de mis ojos, y un lúgubre cántico
comenzó en mi mente. Culpa mía, culpa mía, culpa mía.
Un rostro apareció en el grueso cristal de la puerta un instante después.
Era Elias. Se limitó a observarme mientras luchaba contra las lágrimas, con
una mirada hambrienta en sus llamativos ojos Verdi azules. No venía aquí
a menudo, pero cuando lo hacía, me miraba un rato como si fuera un animal
en un zoo y luego se alejaba sin decir palabra.
Me levanté de un salto, la rabia sustituyendo temporalmente al miedo y la
tristeza.
—¡Deja de mirarme, enfermo de mierda! —Grité a través de la puerta.
No estaba segura de que pudiera oírme, dado el grosor de la puerta y el
cristal, pero me sentí mejor gritándole de todos modos. Puede que me
apeteciera compañía humana, pero no la suya. Él y su padre eran los
bastardos más enfermos conocidos por la humanidad, en lo que a mí
respecta. No quería tener nada que ver con ellos.
El otro día, le había dado un susto de muerte a Elias cuando vino a verme.
Me acababan de dar una bandeja de puré de patatas y ensalada para comer,
y en lugar de comerme el puré, cogí un poco entre los dedos y lo unté todo
en el cristal, de modo que estaba demasiado empañado para que él pudiera
verme bien. Después de aquello no pude parar de reírme, por primera vez en
mucho tiempo, y después me enteré de cómo era el zumo de naranja de este
lugar.
La enfermera de mi primer día aquí tenía razón. Cuando entraron los
guardias y me lo administraron por mi comportamiento insolente, me dejó
inconsciente casi de inmediato y, cuando me desperté al día siguiente,
estaba mareada y desorientada, sin recuerdos hasta que por fin se me pasó.
Fue una sensación muy extraña, recordar todas esas cosas que ya había
olvidado y recordado una vez.
Mi puerta estaba limpia cuando me desperté, por supuesto, y Elias volvió
para mirarme como el maldito engreído que era.
Le hice un gesto con el dedo corazón y volví a tumbarme en la cama,
acercándome al borde y mirando hacia otro lado, para estar lo más lejos
posible de su mirada lasciva. Mientras me acurrucaba, mi mano cayó en
una hendidura del colchón.
Extraño.
Me senté para mirarlo, manteniéndolo cubierto con la fina manta para que
Elias no supiera lo que estaba haciendo. Había una razón por la que la
mancha se hundía ligeramente hacia dentro. Uno de los muelles del colchón
se había soltado. Podía ver parte de él asomando por un pequeño agujero en
la tela del lateral de la cama.
El corazón me dio un vuelco. Todas las promesas que me había hecho a
mí misma de alcanzar la libertad volvieron a mí en un arrebato de vértigo.
Este resorte podría serme útil cuando por fin encontrara la forma de
escapar. Si conseguía sacarlo y desenrollar el cable, podría ser un arma
improvisada decente.
Me di la vuelta y me quedé mirando la puerta hasta que Elias se fue.
Entonces me puse rápidamente a trabajar en el colchón. Rasgué el agujero
de la tela para que fuera un poco más grande -pero no tanto como para
llamar la atención si un guardia o una enfermera entraban aquí- y luego
saqué el muelle con destreza. Me llevó un rato y me costó mucho más de lo
que pensaba, pero finalmente lo liberé. Una sonrisa de triunfo se dibujó en
mis labios mientras lo desenrollaba.
Ahora sólo tenía que encontrar un lugar donde esconderlo.
Me acerqué a la puerta y miré a través del cristal, sólo para asegurarme
de que no venía nadie por el pasillo en ninguna dirección. Luego me
incorporé en la cama y metí la mano en la rejilla de ventilación de la pared,
colocando con cuidado el cable alrededor de una de las láminas, de modo
que no fuera fácil de ver pero sí de sacar si lo necesitaba en caso de
emergencia.
Después de aquello, no podía sentarme. Los pensamientos de huida y
libertad volvían a apoderarse de mi mente y, por primera vez en lo que
parecía una eternidad, me sentía entusiasmada. Inspirada. ¿Qué más me
había perdido en todos mis días de melancolía y abatimiento? ¿Qué otras
cosas podría estar ocultándome esta habitación?
Empecé a buscar por todas partes, golpeando minuciosamente las paredes
y cada parte del suelo en busca de algo que sonara diferente al resto. Debajo
de la cama, detrás del excusado... en todas partes.
Una de las piedras de la pared gris de mi izquierda sonó extrañamente
hueca cuando la golpeé. Volví a golpearla con más fuerza y, para mi sorpresa
y asombro, giró hacia fuera y reveló una vieja palanca.
—Mierda —susurré, esperando por Dios que no estuviera alucinando.
Me acerqué tímidamente y tiré de la palanca. Durante unos segundos se
oyó un fuerte rechinar y, a continuación, un tercio del “muro” de piedra se
abrió para dejar al descubierto una puerta oculta.
Dios mío. Era un pasadizo secreto.
Me pellizqué, con fuerza. Seguro que era un sueño.
Como no me desperté, atravesé la puerta y me adentré en la oscuridad.
Mis ojos se adaptaron rápidamente. Me encontraba en un viejo túnel. Era
frío y húmedo, y el suelo estaba lleno de hojas muertas, trozos de papel y
suciedad. Por un segundo, percibí una bocanada de aire salado que se
colaba entre el húmedo olor a moho y suciedad. Dondequiera que estuviera
este lugar, debía de estar cerca de la costa.
Seguí caminando, con los pies crujiendo sobre las hojas y el papel. Parecía
que me dirigía hacia arriba en un ángulo bastante pronunciado, lo que me
hizo preguntarme si mi celda estaba realmente bajo tierra. De vez en cuando,
una escalofriante ráfaga de viento soplaba desde algún lugar, esparciendo
más hojas y escombros, haciéndolos girar en el aire húmedo. Aquí no hay
señales de vida. Ni señales de que alguien más conociera este lugar.
Era una buena señal para mí. Aceleré el paso, espoleado por la promesa
de libertad. Entonces llegué al final del túnel y se me encogió el corazón. Era
un callejón sin salida, una pared de piedra y ladrillo.
Pero el viento tenía que venir de alguna parte. Frenéticamente, me di la
vuelta y corrí por el túnel en dirección contraria. Cuando llegué al final, vi
que no estaba tapiado como el otro lado, pero bien podía estarlo. Había una
puerta con una ventana enrejada por la que se colaba la brisa, pero era
pesada y estaba cerrada con llave. Ni siquiera pude intentar usar el muelle
de la cama para forzar la cerradura, porque era una cerradura electrónica
que requería una tarjeta-llave, igual que la de mi habitación.
Me hundí en el suelo, sollozando sobre las rodillas mientras me las ponía
alrededor del pecho y me balanceaba hacia delante y hacia atrás. La
sociedad lo sabía todo sobre el túnel. Claro que lo sabían. Probablemente
dejaron la pared trucada en mi habitación sólo para burlarse de mí y
hacerme creer que tenía una oportunidad de escapar, sólo para arrancarla
cuando me diera cuenta de que, después de todo, seguía encerrada.
Me equivoqué hace tantos días cuando pensé que habría alguna forma de
salir de este lugar. Tan equivocada e ingenua.
No había salida. No había escapatoria.
Esta era mi vida ahora.
P
or fin alguien vino a buscarme unos tres días después de que
descubriera el túnel secreto que salía de mi habitación. Ese horrible
túnel que no contenía más que aire salado y falsas promesas.
Era la misma enfermera desagradable del primer día. Me tomó la
temperatura y me dijo que me levantara y la siguiera.
—¿Adónde vamos? —Pregunté débilmente.
Me miró de reojo. No la culpé. Probablemente olía fatal. Hacía semanas
que no me lavaba ni me cambiaba de ropa.
—A bañarte —dijo—. Gracias a Dios —añadió en voz baja.
Me condujo a un pasillo muy iluminado y tiró de mí hasta el final.
Terminaba en unas escaleras y un ascensor. Introdujo una tarjeta en una
ranura próxima al ascensor, que sonó un segundo después. Las puertas
cromadas se abrieron.
—Sube —dijo, señalándome con una mano.
Subimos un piso en el ascensor, según el panel de control que había en el
interior. Por el panel, pude ver que había cuatro plantas en total.
Salimos a otro pasillo. Este era mucho más aireado y agradable que el
otro. Tenía techos altos con intrincadas molduras de escayola, pinturas al
óleo en las paredes, suelo de parqué pulido y una suave luz natural. Aquí
también había un ligero aroma a aire salado. Era agradable y relajante, y me
recordó a mi antiguo trabajo de verano en el instituto, en un quiosco de la
playa.
Volví a preguntarme si mi celda era subterránea. Hasta el momento, había
muchos indicios que apuntaban en esa dirección: el calor constante a pesar
de la falta de aparatos de calefacción, la iluminación dura y antinatural, y
el sinuoso túnel secreto que ascendía abruptamente hasta terminar en una
puerta y una ventana a ras de suelo.
Al entrar en el nuevo vestíbulo, estiré el cuello para mirar por una ventana.
No pude distinguir más que amplias extensiones de pinos de un verde
intenso. Dondequiera que estuviéramos, debíamos de estar cerca de un
bosque, además de la costa.
La enfermera se detuvo ante una puerta y volvió a pasar su tarjeta. La
empujó y me hizo señas para que entrara.
Dejé escapar un grito al ver el interior. En el centro de la nueva sala había
una enorme bañera de estilo romano, diferente a todo lo que había visto
antes en persona. Me impresionaron las imponentes columnas de arenisca
que rodeaban la piscina cuadrada, cada una de ellas unida por un arco
embellecido. El techo tenía incrustaciones de oro y el agua de la bañera era
azul celeste gracias a los azulejos estampados y las luces subacuáticas.
Era una pena que un edificio tan hermoso albergara secretos tan feos.
—Desnúdate y entra —dijo la enfermera.
Estaba a punto de hacer lo que me dijo cuando se abrió la puerta.
Instintivamente, giré la cabeza y tragué saliva al ver a Elias entrar en la
habitación.
—He dicho que te desnudes y entres —repitió la enfermera.
La fulminé con la mirada. No me gustaba la idea de estar desnuda delante
de ella, pero de ninguna manera quería estar desnuda delante de Elias.
—Yo me encargo a partir de ahora —dijo. La enfermera inclinó la cabeza y
salió de la habitación. Dirigió su fría mirada hacia mí—. Ya la has oído,
Tatum. Desnúdate y entra.
La expresión de su cara me dijo que no estaba bromeando, y la forma en
que dijo mi nombre lo hizo sonar como una amenaza. Haz lo que digo o si
no.
Vacilante, me quité la sudadera mugrienta y los pantalones con los que
me había levantado el primer día. No me habían dado ropa interior, así que
en cuanto la ropa se arrugó alrededor de mis pies, quedé completamente
desnuda ante él, sucia y humillada. Tan por debajo de él que bien podría ser
una campesina de la Edad Media.
Esto es la puta Edad Media, susurró una voz sarcástica en el fondo de mi
mente. Todos estos hombres pensando que pueden comprar y vender mujeres
como si fueran propiedades. Gilipollas arcaicos.
Los ojos de Elias recorrieron las curvas de mi cuerpo. Me estremecí bajo
su fría mirada. Estaba empalmado. Podía ver el grueso contorno de su polla
tensándose contra sus pantalones negros. Esperaba no tener que verla
nunca desnuda, no tener que sentirla nunca dentro de mí. Tan
asombrosamente guapo como era, era pura maldad, igual que su padre.
Dio tres pasos hacia mí, lentos y medidos, sin apartar los ojos de mi sucio
cuerpo. Cada centímetro de mí estaba expuesto para él, y sus labios se
curvaron en una sonrisa tortuosa cuando se me endurecieron los pezones.
Era sólo porque tenía frío. No por él.
Nunca por su culpa.
—Métete en el agua —dijo, inclinando la cabeza hacia delante para indicar
la enorme bañera que había detrás de mí.
Hice lo que me dijo, sintiendo su atenta mirada en mi espalda todo el
tiempo. El agua estaba tibia cuando me metí en ella, pero seguí temblando
de todos modos. Oí pasos lentos detrás de mí y, cuando me volví, vi a Elias
de pie justo en el borde.
—Lávate —me ordenó. Levantó una mano, señalando unas botellas y un
paño en el borde hacia mi izquierda.
Me moví por el agua y cogí la primera botella que vi, un gel de ducha con
aroma a violeta. Vertí un poco en el paño y me froté con él hasta que sentí
la piel en carne viva. Luego me lavé el cabello con el champú y el
acondicionador que había junto al gel.
—Buena chica. Ya haces lo que te digo —dijo Elias un momento después,
observándome divertido mientras me enjabonaba el largo cabello castaño—
. Supongo que todos esos días en solitario te destrozaron lo suficiente, ¿eh?
Pasé la mano por el agua, salpicando sus zapatos y pantalones.
—Sólo lo hago porque no me han dejado bañarme hasta ahora y lo
necesito. No porque tú me hayas dicho que lo haga.
Sus ojos se volvieron acerados y oscuros, como la pizarra bajo la lluvia.
—Será mejor que cuides tu actitud si quieres seguir de una pieza. No
hables a menos que te hablen.
—Muérdeme —murmuré.
—Ya lo he oído. La próxima vez que hables, te morderé, justo en tu bonito
clítoris. Tal vez entonces aprenderás tu lugar.
¿Qué se creía que era, un puto vampiro? Gilipollas.
Le miré durante unos segundos más. Luego me callé y seguí lavándome,
disfrutando del agua caliente y los jabones de olor dulce. Hacía unas
semanas, el baño o la ducha no me parecían nada; sólo un ritual cotidiano
por el que todo el mundo tenía que pasar. Ahora era un capricho especial
que había que saborear, un lujo indulgente.
Finalmente, Elias miró su reloj.
—Es hora de salir —dijo. Se dirigió al otro extremo de la habitación y
regresó con una mullida toalla blanca y un albornoz a juego.
En contra de mi buen juicio, dejé que me secara. Dejé que sus cálidas
manos me acariciaran con la toalla, sólo para sentir ese contacto humano
que tanto ansiaba. Me había prometido a mí misma que nunca se lo pediría
a él, pero a estas alturas me había vuelto tan loca y desesperada que no me
importaba demasiado. Si cerraba los ojos, podía fingir que estaba en otra
parte y que el hombre que me sobaba era un novio querido, no un psicópata
despiadado.
Mis ojos se abrieron de golpe un momento después, cuando Elias soltó
una risita.
—Veo que el baño no es lo único que te ha mojado —dijo, con los ojos fijos
hacia abajo.
Tragué saliva. No me había dado cuenta hasta ahora, porque estaba
demasiado absorta en mis profundos pensamientos, pero tenía razón.
Estaba mojada. Empapada y excitadísima.
No era por él, por supuesto. Tenía que ser porque me había imaginado a
otro hombre tocándome, acariciándome, acariciándome. Pero entonces me
di cuenta de que el hombre que había imaginado como mi novio en mi mente
era Elias.
Estaba rota. Algo dentro de mí estaba enfermo, mal, malo.
Pero no tuve tiempo de preocuparme. Dos hombres corpulentos entraron
en el cuarto de baño y me sacaron de allí. Aterrorizada, miré a Elias por
encima del hombro, deseando y rezando contra toda razón para que
impidiera que me llevaran. No lo hizo. Se limitó a observar, con cruel
diversión irradiando de su hermoso rostro.
Los hombres me llevaron a otra habitación al final del pasillo. Techo alto,
molduras en los bordes, amplias tablas barnizadas y muebles discretos de
colores apagados. Caro. A través de las ventanas, pude ver el bosque que
había visto antes, que se extendía a lo largo de kilómetros.
Me llevaron a un tocador y me obligaron a sentarme frente a él en un
pequeño taburete cubierto con un cojín rosa con finas rayas doradas.
—Quédate —me ordenó uno de los hombres, como si fuera un perro.
Un momento después entró en la habitación una mujer. Me secó el cabello,
me lo peinó y me maquilló los rasgos cansados y demacrados. Cuando
terminó, parecía otra persona. Estaba preciosa.
A pesar de ello, seguía odiando lo que veía en el espejo. No quería estar
guapa para esa gente.
Los hombres se adelantaron de nuevo, me arrancaron la túnica y me
pusieron unas pesadas cadenas. No me molesté en luchar contra ellos. Eran
demasiado fuertes para mí y no tenía ni idea de lo que podían hacerme.
Podían abofetearme, darme patadas, darme una paliza de muerte. Matarme.
Cuando tuve las manos inertes e inútiles a la espalda, me pusieron un
collar de cuero negro alrededor del cuello. Uno de ellos me dio una palmada
en el culo, haciéndome chillar.
—Ya está lista —le dijo al otro.
Un rojo crudo y furioso se apoderó de mis mejillas ante la violación. Al
menos, si Elias me hubiera dado una bofetada en el culo, tendría sentido.
Le conocía, más o menos, y me habían dicho que le pertenecía. Su juguete.
Aunque apenas había dado muestras de querer jugar conmigo, yo seguía
siendo suya, y dudaba que tolerara que esos hombres me tocaran así.
Espera, espera. ¿Qué demonios...?
Un segundo más tarde, cuando procesé la idea, me quedé estupefacta. No
podía creer los pensamientos que nadaban en mi mente. Yo no pertenecía a
Elias. No era su juguete. No le pertenecía y no tenía más derecho sobre mi
cuerpo que esos hombres horribles que tenía al lado.
Dios, mi mente se estaba derritiendo. Me estaba volviendo loca.
Los hombres me condujeron de nuevo por el pasillo. Ya era tarde y todo
estaba iluminado por un suave resplandor amarillo de apliques y lámparas
de araña.
Cuando llegamos a unas puertas anchas, me empujaron al aire nocturno
y empezaron a llevarme por un sendero. Hacía mucho frío. No era de
extrañar, ya que debíamos de estar a finales de octubre, o incluso más tarde.
Me mordí las lágrimas cuando las piedras, las ramitas y las agujas de pino
caídas se clavaron en mis pies descalzos.
Miré a mi alrededor todo lo que pude en la oscuridad, intentando averiguar
dónde estábamos. A mi izquierda, todo lo que podía ver era una espesa copa
de árboles. Era el mismo bosque que había visto antes. Las ramas
sobresalían del cielo y estaba tan oscuro que no podía ver más allá de unos
metros. Se oían pequeños crujidos de arbustos y el aullido del viento
procedente del interior, lo que me hizo estremecer aún más.
Podía ver una amplia franja de agua turbia a mi derecha, que brillaba a la
luz de la luna. Las crestas espumosas de las olas rompiendo eran el único
sonido procedente de aquella dirección, y no había rastro de ninguna playa.
Sólo altos acantilados que se extendían en una extensión inhóspita hacia la
oscuridad sigilosa.
Antes tenía razón. Estábamos en algún lugar de la costa. Sin embargo,
eso no me aclaró mucho las cosas. Podíamos estar en cualquier parte.
Supuse que todavía estábamos en la costa este, pero podría ser el oeste por
lo que yo sabía. Diablos, puede que ni siquiera estuviéramos ya en Estados
Unidos. Podríamos estar en Italia, Sudáfrica, en cualquier lugar del mundo
con costa.
Los hombres me condujeron a lo más profundo del bosque, siguiendo un
estrecho sendero que descendía por una suave pendiente. Más adelante, el
sendero estaba iluminado por altas antorchas encendidas a lo largo de los
bordes y, a lo lejos, podía oír el rítmico golpeteo de los tambores.
Una luz naranja resplandeciente brillaba entre las ramas, brazos sombríos
que se extendían a través de mi visión hasta que los árboles se estrecharon
y llegamos a un claro. Contemplé con asombro y temor el asombroso lugar
que el denso bosque mantenía en secreto. Dentro del amplio claro había un
anfiteatro de aspecto antiguo.
Construido con granito y mármol negro, con arcos perfectos entre cada
columna, se alzaba imponente en el cielo nocturno, iluminado por miríadas
de antorchas encendidas alrededor de su perímetro. Alrededor del espacio
abierto se alzaban gradas de amplios asientos de piedra, ocupados por
hombres con túnicas oscuras y capuchas levantadas. Dentro de la arena
circular había un gran trono sobre una plataforma. En la parte posterior del
trono había un águila bicéfala ornamentada y coronada. Una representación
en piedra de una daga atravesaba el centro de la corona tallada,
hundiéndose en ella.
El ambiente general me recordó al de la ceremonia del segundo nivel en la
que me colé, pero sin duda era un lugar diferente. Era más oscuro, más
ventoso, y sólo conté unos cincuenta hombres; muchos menos que en la
ceremonia.
Vestido de negro, Tobías estaba sentado en el trono, tan arrogante y
desdeñoso como siempre. Aquel imbécil se creía realmente una especie de
rey, sólo por su apellido.
Los hombres encargados de traerme me acercaron a un grupo de mujeres
acurrucadas en el borde del anfiteatro. Estaban desnudas y llevaban
collares y cadenas, igual que yo, y todas parecían agotadas y aterrorizadas.
Una chica menuda, de cabello negro, piel morena clara y grandes ojos verdes
me resultó extrañamente familiar, y con un sobresalto me di cuenta de que
era Pri Rahman, la chica que había desaparecido de Roden hacía varias
semanas. La misma chica que supuestamente estaba a salvo en Nueva
Zelanda.
Por supuesto. La declaración diciendo que estaba bien había sido emitida
por el Decano Roden, un alto miembro de La Corona y La Daga. El padre de
Mellie. Probablemente estaba aquí esta noche.
Supongo que, después de todo, yo no era tan especial. Esta sociedad
probablemente “compraba” o secuestraba a mujeres jóvenes de todas partes,
y sólo unos pocos casos salían a la luz pública. Yo, por ejemplo. Nadie pensó
que había desaparecido. Todos pensaban que estaba de mochilera en
Europa, y cuando no volvían a saber de mí, probablemente pensaban que
era una amiga de mierda que no se molestaba en estar en contacto.
Los tambores sonaron con más fuerza y nos condujeron a la plataforma
frente al trono. Alguien me empujó por los hombros, obligándome a
arrodillarme, y vi que todas las demás mujeres se arrodillaban también.
Sonó un gong en algún lugar a la derecha. Oí a Tobías ponerse en pie
detrás de nosotros.
—¡Bienvenidos, hermanos! —dijo con voz atronadora—. Como se les hizo
saber anoche, ¡por fin ha llegado la última chica de nuestra nueva colección!
Colección. Ni siquiera éramos humanas para estos hombres. Sólo objetos
que adquirir, como sellos o piedras preciosas.
Se levantó una ovación y Tobías continuó.
—Todos estos jóvenes especímenes han firmado sus contratos, y ahora
son propiedad oficial de La Corona y La Daga. Tan pronto como se curen de
esta noche, comenzarán su entrenamiento aquí en la Escuela de Acabado.
¿Curado? Eso sonaba increíblemente siniestro. ¿Y qué era eso del
entrenamiento?
Se me revolvió el estómago. El miedo crepitaba como electricidad en el aire
alrededor del andén. Las demás mujeres estaban tan desinformadas y
aterrorizadas como yo.
Un hombre con una máscara de pico de bronce se acercó a la plataforma
y se inclinó frente a mí, el primero de la fila.
—Bebe —dijo. Su voz sonaba extraña y distorsionada a través de la
máscara.
Miré lo que me tendía. Un cráneo humano, convertido en un cuenco para
beber. Por favor, que sea falso, le supliqué en silencio, pero algo me decía
que era demasiado real. Sentí náuseas.
—Bebe —repitió el hombre, ofreciéndole de nuevo el cuenco con forma de
calavera.
Avancé vacilante la cabeza y dejé que me acercara el borde del cráneo a
los labios. Estaba lleno de un líquido rojo oscuro. Recé para que no fuera
sangre. Olía dulce y, cuando las primeras gotas cayeron sobre mi lengua,
comprendí agradecida que era zumo de granada.
Pequeñas misericordias, supongo.
Cuando bebí unos cuantos tragos, pasó a la chica que estaba a mi lado,
luego a la siguiente, hasta que todas nos saciamos. Casi de inmediato,
empecé a sentirme mareada, desorientada. Era como estar en un sueño. El
sonido de los hombres cantando de repente llenó mis oídos, y sin embargo
parecía que estaban a kilómetros de distancia, sus voces flotando en el
viento. El mundo me daba vueltas y sólo quería sentarme, aunque ya estaba
arrodillada en el suelo.
La luz resplandeciente de las antorchas plantadas en el suelo parecía
brillar y arremolinarse antes de dispararse al aire como fuegos artificiales.
Fuera lo que fuese lo que contenía aquel zumo, me estaba golpeando con
fuerza, haciéndome ver cosas que no existían. La sensación de estar flotando
por ahí, cálido, difuso y libre, era realmente agradable.
Libre.
Nunca volvería a ser libre...
De algún modo, el terrible pensamiento ya no me parecía tan malo, porque
estaba flotando, demasiado alto para preocuparme de nada en el mundo
real.
—Deliciae dolor, deliciae dolor... —El canto se elevó, aún más fuerte,
resonando en el anfiteatro. ¿Qué significaban esas palabras? Greer me lo
dijo una vez, pero yo estaba demasiado aturdida para recordarlo.
Los colores, las imágenes y las voces se arremolinaban ante mí, girando y
retorciéndose hasta convertirse en una imagen descarnada. Alguien había
arrastrado un brasero a la arena, y algo estaba entre las llamas. Una especie
de herramienta.
Parpadeé con fuerza, intentando que mi mente dejara de divagar mientras
trataba de averiguar qué era. Era tan difícil pensar con claridad ahora
mismo. Prácticamente estaba alucinando.
La realidad me golpeó por fin cuando un hombre sacó con cuidado la
herramienta de entre las llamas. Era un hierro de marcar. El extremo
brillaba con un rojo anaranjado y se me apretó el vientre al verlo. Quería
levantarme y correr, gritar, desaparecer en el bosque, pero mis miembros
eran como gelatina. No podía moverme ni un centímetro.
Alguien me sujetó los brazos mientras un par de manos invisibles me
obligaban a inclinarme hacia delante y hacia abajo, exponiendo mi espalda
al cielo. Cerré los ojos y gemí mientras el hombre del hierro se movía detrás
de mí.
—Por favor... —murmuré. De alguna manera sonó como un galimatías.
Un segundo después sentía un calor abrasador en la piel que me cortaba
la respiración. Sin embargo, las drogas debieron de ayudarme, porque no
fue ni de lejos tan malo como me lo había imaginado. Dolía, pero era
tolerable. Cuando terminó, el hombre se acercó al brasero para volver a
calentar la plancha para la siguiente chica.
Un momento después, sentí que alguien me ponía un apósito quirúrgico
adhesivo en la parte baja de la espalda. Mis ojos se desviaron hacia la
siguiente chica. Acababan de marcarla y pude ver el pequeño símbolo en la
parte baja de su espalda: una corona atravesada por una daga.
Propiedad oficial de La Corona y La Daga. Oí las palabras de Tobías
resonando en mi cabeza. Al mismo tiempo, los hombres que nos observaban
seguían coreando las palabras “deliciae dolor”.
Las delicias del dolor. Eso es lo que Greer me dijo que significaba...
Un tiempo indeterminado después, sentí un par de brazos fuertes que me
arrastraban hasta ponerme en pie.
—¿Puedes andar? —dijo una voz familiar.
De repente solté una risita. Las drogas me estaban afectando mucho.
—Eres tú. Los dos vamos a Roden.
Elias suspiró impaciente.
—Sí. Responde a la pregunta.
—Creo que puedo andar —murmuré, parpadeando rápidamente. Todo
parecía nadar delante de mí. Volví a parpadear. Por fin vi su rostro
pecaminosamente apuesto—. Me siento borracha. O drogada. No sabría
decirlo.
—Lo sé. Nos lo agradecerás cuando te despiertes mañana.
Me quedé mirándole perezosamente, con la cabeza ladeada.
—¿Qué quieres decir?
Me sostuvo firmemente con un brazo y extendió el otro, dejando caer la
manga de su túnica rojo oscuro. La misma marca que acababa de quemarse
en mi espalda se había marcado en su muñeca derecha. Parecía una vieja
herida, una zona rosa pálido de carne ligeramente levantada.
—Lo hacen durante la Tap Week, cuando nos reclutan por primera vez, y
no nos ofrecen ninguna droga para aliviar el dolor. De todas formas, no es
que me apetezca —dice con una sonrisa de superioridad, como si rechazar
los analgésicos le convirtiera en una especie de dios alfa—. Es una de las
pruebas finales antes de pasar oficialmente al primer nivel, para demostrar
nuestra dedicación. Nos dan un Rolex para cubrirla, para que la gente no
note la cicatriz.
—Huh. Así que no todo es sexo y fiesta en el primer nivel. Eso es lo que
pensé cuando lo vi por primera vez —dije, con la voz entrecortada y poco
familiar. ¿Estaba yo aquí? ¿Era sólo un sueño?
—Oh, es cierto. Te colaste en la fiesta de la Tumba. Casi lo había olvidado
—dijo Elias con voz desagradable. Empezó a arrastrarme a su lado, por el
sendero que atravesaba el bosque.
Asentí soñadoramente.
—Me viste allí...
—Lo hice.
—Bueno, te vi en otra fiesta de sexo raro —dije, mi mente vagando de
vuelta a diciembre pasado—. Entonces no sabía lo que era, pero supongo
que ahora lo entiendo.
—¿De qué coño estás hablando? —dijo Elias—. ¿Qué entiendes qué?
Antes de que pudiera responder, tropecé con la raíz de un árbol y grité.
Dejó escapar un suspiro de rabia y me levantó con la misma facilidad que a
un bebé.
Mientras estaba colocada con la droga que sea que hayan puesto en el
zumo de granada, podía fingir que era mi novio, como hice antes. Imaginar
que estábamos en un baile en el que me emborraché demasiado con el
ponche y que ahora él me llevaba caballerosamente a casa.
Ya no estábamos lejos del edificio principal. La Escuela de Acabado, como
había aprendido que se llamaba. Era una enorme mansión georgiana de tres
pisos, situada en lo alto de una colina. Eso significaba que mi celda estaba
bajo tierra, ya que antes había visto cuatro niveles en el ascensor.
Todas las luces estaban encendidas dentro de la mansión, haciéndola
brillar como un faro cálido y amistoso en la oscuridad. Sin embargo, yo sabía
que no era así. El lugar era negro y siniestro como un nido de serpientes.
—¿De qué estabas hablando antes? ¿Algo sobre una fiesta sexual? —
preguntó Elías con voz rígida. Nos acercábamos rápidamente a la mansión,
sus pies volaban sobre el terreno accidentado a grandes zancadas. Era
evidente que conocía la zona.
Parpadeé varias veces.
—Oh. Eso... —Hacía tiempo que no pensaba en ello, aunque en su
momento me había despertado mucha curiosidad.
Fui a una fiesta en la mansión de Willa en Greenwich hace casi un año y,
tras equivocarme de camino en el piso de arriba, me encontré con un
espectáculo muy extraño: una habitación iluminada por el fuego y llena de
un grupo de hombres con túnicas y máscaras.
Había una mujer en topless de rodillas con las manos atadas a la espalda,
chupándosela a uno de los tipos. Otras dos mujeres completamente
desnudas estaban en la cama, atadas y con los ojos vendados mientras dos
hombres se las follaban duro y rápido. El resto de los hombres de la
habitación se limitaban a mirar. Uno de ellos era Elias. Estaba
enmascarado, pero aun así lo reconocí, porque lo había visto antes abajo,
mirándome fijamente.
Además de todas las cosas orgiásticas que ocurrían en la habitación, había
símbolos extraños pintados de rojo por todas partes y sonaba una especie
de música ritual. En aquel momento, todo aquello me asustó, pero ahora me
doy cuenta de que probablemente no era más que otro de los tradicionales
rituales de abusos de La Corona y La Daga contra las mujeres. Por mucho
que las chicas parecieran interesadas, podrían haber estado drogadas.
Se lo conté a Elias y se rio.
—Lo recuerdo —dijo—. Te vi entrar, ¿recuerdas? Aunque no es lo que
piensas.
—¿Qué era, entonces? —pregunté.
—Es algo que a veces hacen los miembros más jóvenes.
—¿Por qué?
—Las chicas ven nuestros anillos y oyen todos los rumores tontos sobre
la sociedad, así que saben el tipo de poder e influencia que tenemos. Eso las
excita. Quieren que las follemos. Pero no sólo nosotros. Quieren la
experiencia completa. Así que se la damos. La música, los estúpidos
símbolos inventados, las velas. Es todo lo que ellos creen que hacemos, y a
cambio de que les demos eso, nosotros follamos. Buen trato para todos. Pero
no tiene nada que ver con la sociedad real.
—¿Qué hay de la chica que vino y gritó que alguien se había llevado a su
hermana? Kylie Burns. Le dijiste que sabías dónde estaba.
Resopló.
—Sólo lo dije para callarla. Obviamente estaba borracha o loca. Nunca he
oído hablar de su hermana.
—Oh. —Me sorprendió lo hablador que estaba siendo después de toda la
malicia desenfrenada de antes—. ¿Por qué de repente estás siendo amable
conmigo?
—No estoy siendo amable. Es sólo que no me importa hablar contigo
cuando estás así, porque estás tan drogada que no puedes ser otra cosa que
honesta, y la honestidad es algo jodidamente raro en ti, ¿no?
La fuerza de su odio volvió a golpearme como un ladrillo y me hundí en
sus brazos.
—No sé qué he hecho para que me odies tanto —murmuré.
Se burló.
—¿De verdad? ¿Nunca has hecho nada que pueda disgustar a alguien?
¿No se te ocurre nada?
Ahora estábamos en la mansión. Me llevaba por un pasillo poco iluminado
hacia el ascensor.
—He hecho cosas malas antes —murmuré—. Cosas realmente malas. Pero
eso no significa que merezca... esto. Sea lo que sea esto. —La última palabra
salió más como “isto” debido a mi mala pronunciación.
Sus ojos se entrecerraron.
—¿Ah, sí? ¿Qué cosas malas has hecho, muñeca? —dijo con frialdad.
Como si ya lo supiera...
—No quiero hablar de ello —murmuré. La culpa me revolvía las tripas.
—Por supuesto que no. Pero algún día te haré hablar de ello, Tatum. —
Apretó el botón del ascensor para subir al nivel más bajo y volvió a dejarme
en el suelo.
Hacía frío bajo mis pies, pero apenas me di cuenta, demasiado distraída
por una oleada de ira hacia Elias. ¿Quién demonios se creía que era para
decir que me obligaría a hacer cosas? Estaba harta de su actitud, harta de
este horrible lugar.
—No puedes obligarme a hacer nada —dije en tono ácido mientras el
ascensor bajaba—. Sé lo que intentas hacer. Quieres que sea como una
esclava sexual de MK-Ultra, con todo tu control mental y tus drogas. Pero
no caeré en la trampa. No lo haré.
Volvió a reírse.
—¿MK-Ultra? Vaya. Te gustan mucho tus teorías conspirativas, ¿verdad?
—Eso es exactamente lo que estás haciendo. Tratando de programar
esclavas sexuales descerebradas.
De repente, Elias me empujó contra la pared con las manos por encima
de los hombros. Su aliento me llegaba caliente a la oreja y me producía un
cosquilleo indeseado.
—¿Sin mente? ¿Eso crees que quiero? —Otra risa cruel—. Pequeña puta
estúpida. No podrías estar más equivocada aunque lo intentaras. Te quiero
completamente lúcida y consciente de todo lo que te hago. Quiero que sepas
exactamente lo que está pasando cuando te obligue a arrodillarte y te ahogue
con mi polla. Quiero que sepas exactamente lo que hago cuando te follo y te
castigo. Lo último que quiero es que te quedes sin sentido.
La puerta del ascensor se abrió y me sacó a rastras, tirando de mí por el
pasillo iluminado artificialmente hacia mi celda. No me resistí. Por mucho
que odiara la pequeña habitación, la ansiaba, porque era lo más parecido a
un hogar que tenía ahora, por muy mal que sonara.
Elias pasó una tarjeta por la puerta y me empujó a la habitación.
—Buenas noches, putita.
—Te odio —fue todo lo que pude responder.
—Bien. Quiero que me odies tanto como yo te odio a ti. —Me sonrió, pero
no había alegría ni amabilidad en esa sonrisa. Era reptiliana, malvada.
Extrañamente sexy.
Odiaba lo caliente que estaba, me odiaba a mí misma por darme cuenta y
responder físicamente. Son las drogas, me dije. Estaban embotando todo
sentido de la razón y la racionalidad mientras corrían por mis venas.
Cualquier hormigueo, respuesta acalorada que tenía hacia este hombre era
inducida por eso. No era real.
¿Ah, sí?
Se dio la vuelta. Alargué la mano y le toqué tímidamente el hombro antes
de retroceder por si se daba la vuelta y me abofeteaba como a su padre
parecía gustarle tanto.
—Espera —dije en un susurro desgarrado, forzando mi retorcida atracción
hacia él a un lado—. Dime... ¿qué me va a pasar?
—Ya te lo he dicho —dijo, con el labio superior curvándose con desdén—.
Vas a ser castigada por las cosas que has hecho.
Me encogí de hombros.
—¿Por quién? ¿Sólo tú?
—Sí. Ahora eres mía. Me perteneces.
Tragué saliva y negué con la cabeza.
—No. Nunca serás mi dueño. Nadie lo será.
Sus ojos brillaban con malicia.
—Eso ya lo veremos —dijo, con voz suave y mortífera—. Pronto me
suplicarás obedecerme.
—No. Nunca puedes poseer de verdad algo que te odia —dije en voz baja.
Volvió a sonreír, como si yo acabara de contar un chiste divertidísimo.
—Como he dicho —empezó, con palabras llenas de fría finalidad—. Ya lo
veremos.
P
asó otra semana. Mi marca se estaba curando bien. Me
mantuvieron en mi celda la mayor parte del tiempo, con algunos
cambios. Me dejaban salir una hora al día para hacer ejercicio en
el gimnasio de la primera planta de la mansión. Después podía ducharme,
lavarme los dientes, cambiarme la gasa de la marca, ponerme ropa limpia y,
si lo deseaba, maquillarme.
No deseaba eso. Ignoré todos los polvos, perfumes y pociones. Si iba a
quedarme aquí con Elias como mi nuevo “amo”, fuera lo que fuera lo que eso
significara para esa gente, no quería estar guapa para él. Quería verme lo
menos atractiva posible. Tal vez así me dejaría en paz y dejaría de
amenazarme con meterme la polla en la garganta hasta asfixiarme.
Hasta ahora, toco madera, sólo había habido amenazas. Empezaba a
preguntarme si esto formaba parte de la tortura mental que tenía en mente
para doblegarme, como si llegara a estar tan hambrienta de contacto
humano y afecto que pudiera suplicarle que me desnudara y me follara.
Después de todo, la otra noche había hecho un comentario sobre que le
rogaría. Pronto. Así que, obviamente, pensó que realmente lo haría.
Le esperaba una desagradable sorpresa. Nunca haría eso. Jamás.
Mis pies golpean la cinta de correr del gimnasio. El sudor me empapaba
la frente. Ignoré la humedad y respiré hondo, disfrutando de la estimulación
y el ejercicio. No se trataba de ponerme en forma y sexy para Elias, por
supuesto, que era supuestamente el objetivo oficial de estas visitas al
gimnasio. Solía salir a correr todos los días, así que el hecho de que me
permitieran hacerlo me devolvía cierta normalidad a mi vida. Tanto como
era posible en este escenario.
Las otras chicas de la Escuela de Acabado podían entrenar en el gimnasio
al mismo tiempo que yo, pero no se nos permitía hablar entre nosotras.
Alrededor de la sala había guardias fornidos vestidos de negro para
asegurarse de que cumplíamos esta norma. Sin embargo, no siempre podían
oír los susurros y murmullos entre las chicas en las máquinas adyacentes.
Por eso, de vez en cuando me enteraba de algunas cosas sobre las otras
chicas.
Éramos veinte, y parecía que a la mayoría nos habían cogido en varias
fases de varios lugares. La mayoría de nosotros no se consideraban
desaparecidos, según lo que nos habían dicho al llegar.
La Corona y La Daga se había asegurado de ello.
Una chica llevaba ya seis semanas aquí (la sociedad había extendido por
su ciudad natal el rumor de que estaba liada con un traficante de drogas,
así que nadie se sorprendió tanto cuando desapareció) y la última en llegar,
hace apenas una semana y media, era una rubia bronceada venida desde
Kansas. Como era tan nueva, se pasaba la mayor parte del tiempo llorando
histéricamente.
No lloré más. No tenía sentido.
Usando mi visión periférica, vi a una chica menuda con el cabello negro
subirse a la cinta de correr a mi lado y ponerla en marcha. Era Pri, la otra
chica Roden. Había estado al otro lado del gimnasio haciendo algunos
ejercicios de peso libre hasta ahora, y su piel marrón caramelo brillaba con
un tinte dorado sudoroso a la luz de la mañana que entraba por la ventana.
—Hola —murmuré—. Pri, ¿verdad?
—Sí —susurró ella, comenzando a trotar a paso firme—. Creo que te
conozco.
—Soy Tatum. Estuvimos en la misma universidad.
—Debo haberte visto en algún lugar allí —susurró—. ¿Vivías en Bamford?
—Sí.
—Eso es. Mi mejor amiga estaba en la misma residencia que tú. Debí verte
por allí.
Asentí y me enjugué la frente, manteniendo la vista al frente. Si los
guardias nos veían mirarnos, podrían sospechar, y el otro día había visto
cómo le ponían un ojo morado a una chica por atreverse a decirle “buenos
días” a otra al entrar.
—Entonces, ¿cómo terminaste aquí? —Pri preguntó.
—Todavía no estoy segura. Dicen que mis padres me vendieron aquí, pero
no sé si dicen la verdad —murmuré.
—Yo también. Por lo visto he vuelto a Nueva Zelanda, por si alguien de
Roden pregunta. Y si alguien de Nueva Zelanda se pregunta dónde estoy,
mis padres les dirán que sigo en Estados Unidos. —Suspiró abatida.
—Estoy recorriendo Europa como mochilera —dije con una sonrisa
irónica.
—Qué suerte tienes. —Dejó escapar un suspiro corto y furioso—. ¿A veces
finges que realmente lo eres?
Asentí brevemente.
—Sí. Tengo que imaginarme todo tipo de cosas para pasar el tiempo aquí.
—Lo mismo. —Hubo una breve pausa. Luego bajó aún más la voz—.
¿Sabes lo que van a hacer con nosotros?
Dudé. No estaba del todo segura, pero había hecho algunas conjeturas.
Este lugar era obviamente un campo de entrenamiento para esclavas
sexuales, pero no tenía ni idea de adónde nos enviarían después ni de
cuándo empezaría el entrenamiento oficial.
Se lo dije a Pri en un susurro bajo y entrecortado. Sus ojos apenados se
posaron en la cinta transportadora negra bajo sus pies.
—Eso me imaginaba —dijo en voz baja.
—¿A quién te han asignado? —pregunté.
Frunció las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Me dijeron que Elias King es mi “amo”. Aparentemente he sido vendida
a él específicamente.
Su rostro seguía marcado por la confusión.
—No me dijeron nada de eso. Supongo que eso significa que podrían
entregarme a cualquiera una vez que terminen de entrenarnos. Sea lo que
sea que eso signifique.
Me preguntaba por qué a mí ya me habían asignado a un hombre cuando
a ella no. De hecho, tampoco había oído a ninguna de las otras chicas hablar
de que les hubieran asignado a alguien en particular. ¿Por qué yo era
diferente?
Nos sumimos en un lúgubre silencio. Cuando mi cabello húmedo se
extendió como una segunda piel sobre mis mejillas y me sentí como si me
hubiera sorprendido una tormenta repentina, apagué la cinta de correr y me
alejé de ella, susurrando un breve “hasta luego” a Pri.
Le dije a uno de los guardias que ya había terminado, y él asintió y me
condujo al baño común. Antes de entrar en una de las duchas, me miré en
el espejo y me quedé boquiabierta al verme sudado. La joven que tenía
delante no me resultaba familiar. Por mucho que había intentado mantener
la cabeza erguida y la determinación intacta, parecía una extraña con el
aspecto magullado de una víctima. Mi piel estaba pálida, mis ojos tenían
ojeras y una expresión de derrota, y mis hombros parecían
permanentemente encorvados en señal de aceptación de mi destino.
No. No podía aceptarlo. No podía dejar que siguieran destrozándome
mentalmente, obligándome a creer que pertenecía a este lugar. Yo no
pertenecía. Nadie pertenecía.
Le di la espalda a la extraña mujer del espejo y me metí en la ducha.
ELIAS VINO a mi celda más tarde ese mismo día. Llevaba una bolsa negra
en una mano y una herramienta larga en la otra. La reconocí
inmediatamente. Una picana.
Tragué saliva y me senté en la cama.
—¿Qué haces aquí?
Se acercó a mí, acercó la picana a mi abdomen y pulsó un botón. Un
doloroso zumbido me sacudió y mi cuerpo retrocedió tanto que casi me caigo
de la cama.
—A partir de ahora, no hables a menos que te hablen. ¿Entendido? —dijo
Elias, con una sonrisa cruel en la cara—. Y cuando lo hagas, te dirigirás a
mí como Amo. Habrá otras reglas, pero las repasaremos más tarde.
—No puedes hablar en serio.
Me dio otra descarga y chillé. Blandió la picana amenazadoramente en el
aire.
—¿Quieres más? —me preguntó. En sus ojos brillaban la diversión y la
malicia. Disfrutaba haciéndome daño—. ¿O prefieres que te saque, te
cuelgue y te azote?
Tragué saliva y negué con la cabeza, reprimiendo las palabras de protesta.
No era el peor dolor del mundo. Ser azotada sería mucho peor. Sabía cuándo
elegir mis batallas, y éste no era el momento. Sólo conseguiría hacerme
mucho daño.
—Así que —continuó, dejando la picana y abriendo la bolsa. Casi esperaba
que sacara algún tipo de aparato de tortura medieval, pero en lugar de eso
sacó un cuaderno y un bolígrafo y los tiró sobre la cama—. Esto es para ti.
Sé que estudiaste periodismo. Te encanta escribir.
—¿Me dejas escribir algo? —pregunté, con el corazón acelerado. Sería un
lujo increíble. Podría pasar las largas y aburridas horas en esta celda
anotando todo tipo de cosas: mis pensamientos, sentimientos, incluso
mundos ficticios que creaba en mi imaginación sólo para divertirme.
Elias cogió la picana y volvió a acercarla hacia mí. Me eché hacia atrás.
—¿Qué acabo de decirte? —dijo, con los ojos fríamente entrecerrados.
—Um. Quiero decir, ¿me dejas escribir algo... Amo? —Dije, el veneno
prácticamente goteando de mi lengua al pronunciar la última palabra. De
ninguna manera lo aceptaría como mi amo, pero si eso significaba que no
me darían una descarga con la picana o me azotarían hasta casi matarme,
lo diría sólo para protegerme.
—Más o menos —contestó Elias, y sus ojos volvieron a parpadear
divertidos—. Anoche te llamé “muñeca” y después me di cuenta de lo mucho
que me gustaba. Así que lo he decidido. Ése es tu nuevo nombre. Muñeca.
Porque no eres más que una puta muñeca. Un juguete para mí. Y ahora,
quiero que escribas líneas a tal efecto.
Me quedé boquiabierta. ¿Mi nuevo nombre? ¿De verdad creía que podía
despojarme de mi identidad y de mi dignidad?
—Veo en tu cara que no estás contenta con tu nuevo nombre, Muñeca —
dijo Elías—. Pero tienes que darte cuenta: las cosas han cambiado para ti,
permanentemente. Es lo que has aceptado. Si te niegas a aceptarlo y me
desagradas continuamente, puedo hacer muchas cosas para castigar ese
comportamiento. Puedo hacerte daño, puedo quitarte la comida, y puedo
impedirte dormir. Incluso puedo venderte a un amo mucho peor. No quieres
eso, ¿verdad?
Sacudí la cabeza y se me saltaron las lágrimas. Me había prometido a mí
misma que no lloraría, y esta misma mañana había estado reflexionando
sobre la absoluta inutilidad de mostrar emociones en este lugar. Pero ante
la posibilidad de que me vendieran a alguien aún peor, no pude evitarlo.
Elias señaló el cuaderno y el bolígrafo.
—Quiero que escribas esto quinientas veces. Me llamo Muñeca. Pertenezco
a Elias King. ¿Entendido?
—¿Quinientas veces? —dije, con los ojos desorbitados. Sabía que me había
olvidado de llamarle “Amo”, pero al principio estaba demasiado sorprendida
para darme cuenta. Ya era bastante malo que quisiera que escribiera líneas
como una colegiala maleducada de los años cincuenta, ¿pero quinientas
veces? Se me caería la mano—. Amo —añadí finalmente en un murmullo
renuente.
—Sí. Después de hacerlo, puede que estés más dispuesta a aceptar tu
nuevo lugar en la vida. Comienza.
Gilipollas.
Me temblaban las manos al coger el cuaderno y el bolígrafo. Esto me
llevaría horas. Si tardaba unos treinta segundos en escribir las dos frases
cortas, sólo serían ciento veinte por hora. Escribir quinientas me llevaría
más de cuatro horas, y eso sin contar las pausas que tuviera que hacer para
descansar la mano.
—No soy completamente sádico —dijo Elias—. Si terminas sin problemas,
serás recompensada.
—¿Cómo? —pregunté, mirando hacia arriba.
Dejó pasar el hecho de que, una vez más, me había olvidado de llamarle
Amo. O tal vez me castigaría por ello más tarde. Eso parecía mucho más
probable.
—Ya lo verás. Volveré en unas horas.
Salió de la habitación. Dejé escapar un suspiro de alivio. Al menos no lo
tendría respirándome en la nuca mientras me enfrentaba a la ardua tarea
que tenía por delante.
Me mantuve lo más distante posible mientras escribía las horribles frases.
Me llamo Muñeca. Pertenezco a Elias King.
Después de la primera hora, mi mano empezó a acalambrarse, pero seguí
adelante, decidida a terminar antes de que las palabras se grabaran en mi
mente. Cuanto más lo hicieran, y cuanto más degradada y humillada me
sintiera, más probable era que empezara a creer que las palabras eran
ciertas.
Ya había visto películas sobre el síndrome de Estocolmo y sabía que
afectaba a la gente aunque se esforzara al máximo por evitarlo. Era una
técnica de supervivencia, un mecanismo de supervivencia. Si me ocurría a
mí, no había mucho que pudiera hacer para evitarlo. Esperaba que escribir
estas líneas no fuera para mí el primer paso en esa dirección.
Con cada línea que escribía:
—“Me llamo Muñeca” —pensaba—. Me llamo Tatum Marris —y con cada
línea que decía—. Pertenezco a Elias King. —Sólo pensaba—. “me pertenezco
a mí misma”. —Me ayudó a recordar que la tortura mental que me aturdía
era sólo eso: mental. No era real. No era tangible. Todo estaba en mi cabeza,
que Elias no podía ver. Sólo podía suponer el daño que estaba causando a
mi estado emocional. Así que mientras eligiera creer que seguía siendo mi
propia persona, él nunca podría quitármelo. Podía dejarle pensar que lo
había hecho, dejarle pensar que había ganado, pero en el fondo de mi mente,
nunca sería suya.
Volvió hacia la hora de cenar con otra bolsa y una bandeja de comida.
Esta vez no era la bazofia insípida ni la ensalada normal que solían darme.
Era un plato de risotto de pato y setas con aceite de trufa que olía
divinamente. Siempre me había gustado el risotto, y me pregunté si Elias lo
sabía o si esta comida era sólo una coincidencia.
—Como prometí, tu recompensa. Una cena de verdad —dijo, colocando la
bandeja en el extremo de mi cama—. ¿Vas a darme las gracias, Muñeca?
—Gracias, Amo —murmuré. Vete a la mierda, amo.
Cogió mi cuaderno y empezó a hojearlo. Mientras él lo hacía, yo devoraba
el risotto a bocados lo más rápido posible, como si fuera a desaparecer si me
detenía un solo segundo.
—¿Qué es esto? —Elias frunció el ceño y me tiró el cuaderno. Un segundo
después me quitó la bandeja de un tirón.
Me quedé mirando la comida con nostalgia. No había llegado ni a la mitad.
Entonces mis ojos se posaron en la página del cuaderno a la que Elias había
dirigido mi atención.
Me dio un vuelco el corazón. En algún momento, mi cerebro debió de
confundirse entre las líneas que me habían asignado y los pensamientos
contradictorios. Había escrito:
—Me llamo Tatum Marris. Sólo me pertenezco a mí misma —varias veces.
Miré a Elias con los ojos muy abiertos y las manos temblorosas.
—No era mi intención —dije frenéticamente, aterrorizada de que me atara
y me azotara como había prometido antes—. Por favor, amo.
Esperaba que el uso de su título preferido lo aplacara, pero me fulminó
con la mirada y se inclinó hacia mí, clavándome las fuertes yemas de los
dedos en los hombros mientras su cara se cernía a escasos centímetros de
la mía.
—Supongo que tendremos que intentarlo de otra manera, Muñeca. Tenía
el presentimiento de que esto pasaría.
Metió la mano en la nueva bolsa y sacó algo que parecía ropa interior
femenina.
—Desnúdate y ponte esto —ordenó.
Me levanté e hice lo que me dijo, la vergüenza se apoderó de mis mejillas
en un rubor ardiente mientras me quitaba la ropa y me ponía las bragas
negras. No quería que me viera así, pero deseaba desesperadamente evitar
el castigo.
Sus ojos brillaban de excitación mientras recorrían mi cuerpo, posándose
en mis pechos. Mis pezones estaban duros.
—Buena chica. Es una pena que algo tan hermoso pueda ser tan feo bajo
la superficie —murmuró. Luego sacó otra cosa de la bolsa y pulsó un botón.
Un gemido ahogado se apoderó de mí cuando la ropa interior empezó a
vibrar. En cuestión de segundos, estaba demasiado excitada para funcionar,
mi clítoris palpitaba y mi núcleo latía.
Elias lo apagó.
—Sienta bien, ¿verdad?
En contra de mi buen juicio, asentí.
Sonrió satisfecho.
—Lee las palabras que has escrito ahí —dijo señalando una línea del
cuaderno. Volvía a tener en la mano la picana de antes y el mando a
distancia de las bragas.
—Mi nombre es Tatum Marris. Sólo me pertenezco a mí misma. —Grité y
caí contra la cama cuando me dio con la picana. Debió de subir el voltaje,
porque me dolió mucho más que las otras. Lo sentí en cada centímetro de
mi cuerpo, cada músculo dolorido y acalambrado.
—Ahora lee esta línea.
—Me llamo Muñeca. Pertenezco a Elias King... oh... —Dejé escapar otro
gemido ahogado cuando volvió a ponerme las bragas vibradoras, deseando
no ser tan flexible físicamente. No quería que supiera lo mucho que me
excitaba, lo increíble que me sentía, pero era imposible guardármelo.
—¿Ves lo bien que sienta decir esas palabras? —Dijo Elias—. ¿Quieres que
lo mantenga encendido?
Asentí con la cabeza. Por mucho que odiara que lo viera, era lo primero
que me había hecho sentir bien desde mi llegada aquí. Quería aferrarme a
ello todo lo que pudiera, sentir todo el placer que pudiera sacarle.
—Sí, amo.
—Te las dejaré puestas si sigues repitiendo esas palabras. —Sus labios
perfectos se curvaron en una sonrisa pecaminosa.
—Me llamo Muñeca —empecé, con las piernas temblorosas y temblorosas.
Caí de rodillas y gemí—. Pertenezco a Elias King.
Lo repetí una y otra vez y, como había prometido, Elias siguió con las
vibraciones. Se acercó más y enganchó un dedo en el borde de mis bragas
antes de bajarlas unos centímetros, lo suficiente para que su pulgar se
deslizara y tocara mi clítoris hinchado. Mi excitación era dolorosamente
obvia, empapándole rápidamente, y él tarareó apreciativamente mientras me
frotaba el clítoris en lentos círculos.
—Eres una chica muy buena cuando estás así —murmuró—. Tan mojada.
Tan hermosa.
Siempre había actuado como si me despreciara, pero su voz le delataba,
mostraba lo excitado que estaba. Oscura, baja y grave.
De repente, se inclinó y me besó. Mi cuerpo se puso rígido contra él y un
rayo de electricidad me recorrió las venas. Mientras buscaba la forma de
entrar en mi boca, respiré hondo por la nariz y me encontré envuelta en su
aroma. Rico, especiado, limpio, tan masculino.
Su lengua bañó mis labios de calor mientras él se inclinaba,
profundizando el beso, y finalmente abrí la boca del todo, dejando que su
lengua se deslizara dentro para conquistar la mía. Con su mano en mis
bragas y su otro brazo sujetándome contra él, no tenía forma de escapar de
su abrazo. Por un momento, ni siquiera quise hacerlo. Me invadió una
oleada de emociones primitivas, una excitación que me asustó más que
cualquiera de sus anteriores amenazas de dolor físico.
Se echó hacia atrás, con la mirada lujuriosa clavada en mi cara, mientras
su pulgar seguía rodeando mi clítoris. La oleada de excitación se convirtió
en una tormenta oscura y agitada que amenazaba con desbordarme.
—Creo que voy a... —Vacilé, necesitando respirar hondo. Nunca había
tenido un orgasmo, pero me sentía empujada hacia el borde de algo, y sabía
que estaba cerca.
—¿Correrte? —dijo Elias, con una voz grave y divertida.
Asentí con ansiedad.
—¿Quién lo hace posible?
—Tú.
—¿Quién soy yo?
—Mi... mi Amo —jadeé. No lo digo en serio, no lo digo en serio, me
recordaba a mí misma, pero las palabras se estaban convirtiendo en una
neblina lejana en el fondo de mi mente mientras el clímax inminente
amenazaba con engullirme.
—No es justo que te lleves todo el placer —murmuró contra mi oído,
apartando las manos de mí. Las bragas dejaron de vibrar.
Solté un gemido de protesta y Elias se rio.
—Paciencia —dijo. Se desabrochó los pantalones y sacó su polla dura.
Tragué saliva al verla por primera vez—. Voy a follarte la boca, y no te vas a
correr hasta que lo haga.
Temblando desesperadamente, me arrodillé y miré su dura polla. Elias
mantenía el mando de las bragas en una mano y utilizaba la otra para
agarrarme la cabeza, enredando los dedos en mi cabello para hacerme una
coleta improvisada mientras tiraba de mí hacia delante y presionaba la
punta de su polla contra mis labios.
Mis ojos volvieron a humedecerse por las lágrimas, pero no le detuve.
Tenía un sabor ligeramente salado, y le dejé entrar más profundamente,
deslizando toda la corona de su polla dentro de mi boca.
—Eso es —gruñó—. Sigue cogiéndola. Lámela y chúpala.
Se deslizó más adentro y yo gemí y empecé a chuparlo, pasando la lengua
por la raja antes de lamer la parte inferior venosa. Sus caderas se
introdujeron más en mi boca y, por mucho que lo odiara, tuve que admitir
que me gustaba oír sus profundos gruñidos y gemidos de placer.
Me golpeó en la garganta y se me nubló la vista mientras se me saltaban
las lágrimas. Sentía que me ahogaba, pero a Elias no parecía importarle.
Siguió empujándome, tirándome del cabello con más fuerza, llenándome la
boca y la garganta con su palpitante longitud. Me obligué a mirarle, no
quería perderme la expresión de su cara cuando por fin conseguí que se
corriera.
Me miraba con ojos oscuros y belicosos, como si aquello le resultara difícil
o doloroso.
—Eso es, putita —gruñó—. Tienes un jodido talento natural. Sabía que lo
serías.
Volvió a encender el mando. Gemí contra su polla mientras mi clítoris
empezaba a palpitar de nuevo. La celda se llenó con los sonidos de mi boca
húmeda sobre su gruesa polla y las vibraciones de las bragas, junto con mis
gemidos lastimeros y sus roncos gemidos. Empecé a respirar aún más hondo
al sentir que me acercaba de nuevo al borde del clímax. Elias se dio cuenta
y empezó a mover las caderas más deprisa, apretándome más el cabello.
Entonces aminoró la marcha y soltó un gemido profundo que estalló en mi
boca, caliente, salado y ligeramente amargo.
Tragué hasta la última gota. Al mismo tiempo, sentí una inmensa presión
en lo más profundo de mi ser, y luego estalló en oleadas ardientes de placer
increíble mezclado con miedo tembloroso. Elias me sacó la polla de la boca
y yo grité, con las olas aun desgarrándome. Los sonidos desesperados que
salían de mi boca parecían divertirle. Me sonrió mientras me desplomaba en
el frío suelo, con las piernas temblorosas.
El placer empezó a desvanecerse, sustituido casi de inmediato por un
punzante arrepentimiento. Por mucho que hablara de mantenerme fuerte y
negarme a rendirme, en pocas horas me había derrumbado y le había dado
a Elias todo lo que quería. Era débil. Patética.
La atracción magnética entre nosotros tampoco ayudaba. Aunque no
quería admitir que existía, siempre estaba ahí. Poderosa, seductora. Tóxica.
Le odiaba, y me odiaba a mí misma por responderle y caer tan bajo. Me
sentía sucia, utilizada, avergonzada. Tendría que haber aceptado la picana
o los latigazos... me habrían escaldado, pero al menos habría mantenido mi
dignidad negándome a “admitir” que Elias era mi dueño.
—Nunca te perdonaré —susurré, más para mí que para él.
Elias me escuchó.
—Probablemente no debería ser perdonado. Siempre lo he sabido. Pero
tú... tú tampoco deberías. En ese aspecto, somos exactamente iguales,
Muñeca —murmuró.
Me pregunté qué había hecho para pensar que no merecía el perdón. ¿Fue
sólo mi secuestro? ¿O había algo más?
¿Por qué me importa?
Me deshice en sollozos, cada uno de ellos arrancado de mí en dolorosas
contracciones mientras mi pecho temblaba. Elias no se fue. Se limitó a
observarme con una mirada burlona.
—¿Qué te pasa? —preguntó por fin—. Dímelo, Muñeca.
Volví a mirarle.
—No sé por qué estás haciendo esto. Cómo he acabado aquí. O qué va a
pasar ahora. Tengo miedo —susurré con el labio inferior tembloroso. Resoplé
y respiré hondo, temblorosa.
Elias se agachó a mi lado.
—Sabías en lo que te metías cuando te apuntaste a esto. Sabías que te
enviarían aquí a entrenar y luego a la Logia. ¿Por qué finges lo contrario?
Le miré sin comprender. No sabía nada de eso. ¿Qué era la Logia? ¿Me
entregarían allí a otros hombres?
Ese pensamiento fue como un cuchillo al rojo vivo retorciéndose en mis
entrañas. Por mucho que me odiara a mí misma por pensarlo, no quería ser
poseída ni castigada por nadie que no fuera Elias. Mejor el diablo conocido.
Hasta ahora, no me había hecho demasiado daño, pero Dios sabe lo que otro
hombre podría hacerme...
—No lo entiendo —dije negando con la cabeza—. Yo no me apunté a nada.
Se echó a reír.
—Sí que lo sabías. Sabes de lo que hablo. De acuerdo, no sabías que yo
sería tu nuevo amo, pero aun así sabías en qué te metías en general cuando
te vendiste a la sociedad.
Sacudí la cabeza con vehemencia.
—¡No! ¡No lo hice! Te lo estoy diciendo, ¡nunca me apunté a nada de esto!
Ignoró el hecho de que no le estaba llamando Amo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó bruscamente.
—Quiero decir que yo no lo hice. Mis padres me vendieron aquí. Al menos
eso me dijeron.
Sus ojos se abrieron ligeramente. El movimiento fue apenas perceptible,
pero lo vi.
—¿Tus padres?
—Sí. Tu padre me lo contó. Incluso me enseñó los contratos que firmaron.
Yo no pertenezco a este lugar —dije en un susurro entrecortado, con las
lágrimas resbalando de nuevo por mis mejillas—. Nunca me vendería.
Jamás.
Entrecerró los ojos.
—¿Estás mintiendo? ¿Es algún tipo de juego?
Sacudí la cabeza y abrí los ojos.
—¡No, te lo juro! —Sentí como si me ahogara con todas mis emociones—.
Por favor, esto no es una especie de actuación. Lo digo en serio. No tengo ni
idea de lo que está pasando aquí, y no pedí nada de esto.
Elias me miraba fijamente, con expresión dura y sombría. Finalmente,
recogió la bolsa que había traído antes.
—Tengo que irme —dijo.
Metió el mando y la picana en la bolsa, pero se dejó el cuaderno y el
bolígrafo, junto con el risotto. Una pequeña misericordia.
Se dirigió a la puerta sin decir nada más y desapareció.
T
ras el breve vuelo de vuelta a casa, conduje hasta la sede de la
empresa de mi padre en Fairfield y pasé por delante de la frenética
asistente rubia apostada frente a su despacho. Entré sin llamar,
con las cejas fruncidas en una mezcla de enfado y perplejidad.
La habitación estaba acondicionada como un estudio a la antigua usanza:
escritorio antiguo con pequeñas fotos enmarcadas, cuadros adornando las
paredes, estanterías apiladas y una mullida alfombra junto a una chimenea
crepitante a un lado. Sólo la silla ejecutiva y el ordenador dejaban claro que
se trataba de un despacho.
Mi padre estaba sentado en su escritorio, sorbiendo una botella de whisky
de dos mil dólares y mirando algo en el monitor de su ordenador.
—Tenemos que hablar —dije, a modo de anuncio.
—Recuérdame que despida a Brenda más tarde —murmuró, levantando
la vista de su pantalla—. ¿Qué pasa?
Me crucé de brazos.
—Estuve antes en la Escuela de Acabado con Tatum.
Parpadeó.
—¿Y?
—Empezó a llorar histéricamente y a decir que ella no firmó nada y que
no tiene ni idea de lo que está pasando. Dijo que sus padres la vendieron a
la sociedad y que tú le enseñaste los contratos para demostrarlo. ¿Hay algo
de cierto en eso? —le pregunté.
Antes de la llegada de Tatum, me había cabreado la idea de tener algún
tipo de consentimiento a regañadientes de la chica. Pero ahora, sabiendo
que existía la posibilidad de que realmente no tuviera su consentimiento, me
sentía diferente acerca de la situación. Algo me parecía mal, en lo más
profundo de mi ser. Incluso para alguien como yo.
La mirada traumatizada de su rostro, la expresión atormentada de sus
ojos, la cruda nota de dolor en su voz... pensé que me encantaría. Sabía que
me encantaría. Y sin embargo, cuando la tuve delante, acabé odiándola.
Quería que luchara, quería que me detestara, quería que luchara y
sintiera dolor. Pero no quería una chica rota delante de mí, llorando y
desmoronándose en todo momento. Por no hablar de los putos problemas
en los que se metería la sociedad si se descubriera que reteníamos a un
sujeto que no quería.
El trato estaba pensado así: las chicas vírgenes se vendían a nuestra
sociedad como esclavas sexuales serviles durante periodos de tiempo
variables, en función de sus preferencias personales y de cuánto dinero
quisieran. Durante ese tiempo, se convertirían en nuestra propiedad. No
podrían irse, no podrían discutir. Sus derechos ya no existirían, y serían
marcadas con nuestra marca y recibirían estrictas lecciones en la Escuela
de Acabado, que era esencialmente un centro de entrenamiento para todo
tipo de inclinaciones sexuales. Cuanto más salvajes, mejor.
Después, mientras estaban a nuestro servicio en la Logia -un lujoso patio
de recreo de alta categoría propiedad de La Corona y La Daga y diseñado
para ofrecer cualquier delicia carnal con la que un hombre pudiera soñar-,
sus familias recibían el pago por ellas. Como no queríamos que ninguna
organización de vigilancia se enterara de lo que hacíamos (ya que era
técnicamente ilegal), el dinero tenía que pagarse con mucho cuidado, a
menudo canalizado a través de empresas familiares durante meses para que
parecieran ingresos por ese concepto, o blanqueado de otras formas.
Algunas chicas firmaban contratos de dos años para ganar lo justo para
pagar la universidad, y otras hacían contratos de cinco años, desesperadas
por pagar toda la hipoteca de su familia u otras deudas de ese tipo.
Salió bien para todos. A cambio de darnos su virginidad y proporcionarnos
todos los servicios sexuales posibles que los hombres de segundo y tercer
nivel de La Corona y La Daga pudieran desear, desde vainilla suave hasta
oscuro como el pecado, recibían más dinero del que hubieran podido soñar
en el pasado. Era una relación simbiótica.
Cuando finalizaron sus contratos, pudieron marcharse tras firmar
importantes acuerdos de confidencialidad (que también tuvieron que firmar
sus familias, por razones obvias).
El contrato de Tatum era poco ortodoxo, ya que no tenía límite de tiempo.
Pertenecería a La Corona y La Daga hasta que el amo al que fuera asignada
se cansara de ella. Podría ser un año, podrían ser diez años. O más.
Sin embargo, había sido recompensada con creces por semejante
sacrificio. Ella y su familia tenían una casa gratis para vivir el resto de sus
vidas, todas sus deudas pagadas y varios cientos de miles de dólares
entregados por adelantado como dinero para gastos. Podría haber sido un
millón, o incluso más, pero al parecer Tatum no se había molestado en
negociar cuando hizo el proceso con mi padre.
Si es que lo hizo.
Después del incidente de esta noche, no podía estar seguro, y eso era,
como mínimo, preocupante. La prostitución ya era ilegal, así que si alguna
vez nos pillaban los federales, ya estaríamos metidos en un buen lío... pero
si encontraban con nosotros a una chica que decía ser una rehén maltratada
y sin querer, estaríamos jodidos sin remedio. Podíamos ser los más ricos de
este país, pero eso no significaba que pudiéramos secuestrar a una chica,
retenerla y hacerle daño sin ningún consentimiento. No, ella tenía que
entender y firmar ese maldito contrato, nos gustara o no.
Papá sonrió al ver mi expresión de enfado. Para él, eso era raro.
—Oh, Elias. No pensé que caerías en eso tan fácilmente.
Mi frente se arrugó de confusión.
—¿Eh?
No me contestó de inmediato. Se levantó y se dirigió a un archivador que
había al otro lado del despacho, tarareando mientras avanzaba. Rebuscó en
un cajón y volvió a su mesa con una carpeta fina.
—Los contratos originales están en mi despacho de la Logia, pero aquí
guardo copias —me dijo, entregándome la carpeta—. Adelante. Léelo.
Fruncí el ceño y abrí la carpeta, hojeando los papeles. Era un contrato,
firmado por Tatum en varios lugares.
—Mira la página tres —dijo papá—. Más o menos a la mitad de la página.
Hice lo que me dijo, y enseguida se me levantaron las cejas.
—¿Ves? —Papá continuó—. Puse esa cláusula. Como parte del trato -y a
cambio de cincuenta de los grandes extra para su familia-, al principio tiene
que fingir que no tiene ni idea de lo que está pasando e intentar luchar
contra su nuevo amo siempre que pueda. Sabía que no te hacía mucha
gracia la idea de contar con su consentimiento, dado que se entregó a
nuestro grupo, así que pensé que sería un bonito detalle. —Se rio entre
dientes—. Eres igual que yo. Te gusta cuando se pelean. ¿O me equivoco?
No se equivocaba. Asentí lentamente.
—Ya veo. Debería haberme dado cuenta.
—Realmente la creíste, ¿verdad? —dijo, aun riendo entre dientes.
Me puse rígido.
—Bueno, parecía genuina.
—Ella actuaba. Las mujeres son muy superiores a los hombres cuando se
trata de talento escénico. Especialmente Tatum. La hemos visto en acción
antes, ¿no? Pequeña perra mentirosa.
—Supongo que sí. —Finalmente tomé asiento, frente a él. Algo seguía
molestándome—. Lloraba y se derrumbaba por todas partes, pero no se
peleaba conmigo. No como dice esta cláusula.
—Tendré que hablar con ella sobre eso, entonces. Conoce el trato y tiene
que cumplirlo. Luchar, no acurrucarse y llorar un montón de lágrimas de
cocodrilo. —Hizo una pausa—. Yo diría que algunas de esas lágrimas
podrían ser reales, sin embargo. Cuando me acerqué a ella e hice el trato
con ella, no tenía ni idea de que te la darían a ti específicamente, y
probablemente no esté muy contenta con cómo han salido las cosas. Muchas
chicas son así al principio. No les gustan sus nuevos amos, así que se portan
mal. Es por eso por lo que se envían a la Escuela de Acabado en primer
lugar. Para que se hagan una idea de cómo será su nueva vida.
—Supongo.
Suspira.
—Muchas creen que las tratarán como princesas, y se sienten muy
defraudadas cuando llegan y experimentan algo mucho más cruel y aislante
de lo que imaginaban. Pero el trato en la Escuela es necesario para que
entren en la mentalidad esclava.
Gruñí.
—Bien.
—¿Por qué crees que hay tantos guardias allí? Tenemos que dar cuenta
de todas las chicas que cambian de opinión e intentan huir cuando ya es
demasiado tarde —dijo con un resoplido de fastidio—. Si Tatum está
disgustada por cómo la tratan o por a quién se la han entregado, es su
problema. Es culpa suya por hacer suposiciones. Estaba bien informada de
dónde se metía y debería saber que no debía esperar ningún trato especial.
Volví a mirar la firma de Tatum en el reverso del contrato. Estaba justo
ahí, unas delicadas letras con letra manuscrita.
—Parecía realmente asustada cuando la cogimos en la ceremonia —
murmuré. Una parte díscola de mí seguía sin estar convencida.
Mi padre soltó un suspiro exasperado.
—De nuevo, estaba actuando. Montamos todo ese espectáculo puramente
para tu beneficio, Elias. Sabía que no estarías contento si llegaba sola,
totalmente dispuesta. No, teníamos que hacerlo dramático, hacer que
pareciera que estaba aterrorizada y que no tenía ni idea de lo que estaba
pasando. Y funcionó, ¿no?
Asentí lentamente. Mi polla nunca había estado tan dura como cuando vi
a Tatum salir corriendo del escenario aquella noche, con el miedo marcando
esas bonitas facciones mientras intentaba escapar de los hombres que
cargaban contra ella.
—Sí. Me gustó.
—Bien. Cuando termine su entrenamiento, estará preparada para la Logia
y su comportamiento mejorará notablemente. —Papá frunció los labios por
un segundo—. Pero de todos modos iré a hablar con ella sobre su reciente
conducta.
Hice un gesto con la mano.
—No, no hagas eso. Hablaré con ella. Ahora es mía y tiene que saber que
no toleraré más mentiras histéricas. Puede pelear conmigo todo lo que
quiera, ser tan insubordinada como quiera... está bien. Como has dicho, en
cierto modo me gusta. Pero no me gustan las mentiras.
—Me parece justo. —Mi padre asintió—. Supongo que ya ha soltado
bastantes gilipolleces en el pasado, ¿no?
—No me digas.
Sentía la cara caliente por la humillación. No podía creer que me hubiera
dejado engañar por la maldita Tatum Marris. A pesar de lo que había hecho
en el pasado, seguí cayendo en sus negras mentiras. Todo por esos bonitos
ojos azules que me miraban, debilitándome, haciéndome sentir de repente
cosas que nunca antes había sentido. Compasión. Ternura. Piedad.
Mis manos se cerraron en puños a mi lado.
No dejaría que volviera a ocurrir.
A
brí los ojos de golpe. Había algo en mi celda que hacía un suave
ruido en el suelo. El sonido me había despertado.
No estaba segura de qué hora era. Después de que Elias se fuera
anoche, me dormí llorando, y esta mañana me desperté temprano para
encontrarme todavía sola. Cuando llegó la hora de ir al gimnasio y
ducharme, apenas me esforcé, aún mentalizado de la conversación de ayer
con mi supuesto amo. Luego volví a mi celda y me tumbé en la cama, todavía
esperando y preguntándome mientras me echaba la siesta.
¿Me creería? ¿Volvería para ayudarme? ¿Era posible que no supiera que
estaba aquí contra mi voluntad? Parecía sorprendido cuando se lo conté,
pero no había vuelto ni me había dirigido la palabra desde entonces.
Hasta ahora. Alguien estaba en la celda conmigo. Por favor que sea él,
recé. Por favor, sácame de aquí.
—¿Elias? —Dije, frotándome los ojos mientras esperaba a que
desapareciera el pesado cansancio de mis miembros. No obtuve respuesta.
Me incorporé y miré a mi alrededor. Con un sobresalto, me di cuenta de
que había otra chica aquí conmigo, sentada contra la pared del fondo con
los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia delante. Tenía el cabello oscuro
y liso y llevaba un vestido negro corto. Movía un pie, haciendo ese ruido de
rozaduras en el cemento.
Me quedé con la boca abierta y me llevé una mano al pecho al darme
cuenta de quién era.
Prácticamente salí volando de la cama para agacharme junto a ella.
—¡Mellie! —Dije, con los ojos muy abiertos y llorosos mientras la sacudía
para despertarla—. Dios mío, te han cogido a ti también... ¡Lo siento mucho!.
Abrió los ojos y bostezó.
—Oh, por fin estás despierta. No pude levantarte antes, así que estaba
esperando. Debo haberme quedado dormida.
Su voz sonaba con una calma sobrenatural. Obviamente estaba en estado
de shock.
—Esto es culpa mía —me apresuré a decir, con la voz temblorosa mientras
intentaba contener las lágrimas de remordimiento—. Yo te metí en esto.
Se levantó y estiró sus delgados miembros como un gato perezoso.
—En realidad no —dijo con despreocupación—. Estoy bien. Sólo estaba
echando la siesta.
Cuando estiró los brazos por encima de la cabeza, mis ojos se posaron en
un pequeño tatuaje de su muñeca. Mi cuerpo se puso rígido de inmediato.
Nunca se lo había visto antes; nunca la había visto con nada que no fuera
una camiseta de manga larga o una chaqueta.
—¿Qué es eso? —pregunté, aunque no hacía falta. Lo reconocí: una corona
atravesada por un puñal. Tenía el mismo símbolo grabado en la espalda.
Ella sonrió finamente.
—Ya sabes lo que es.
Sacudí la cabeza con salvaje confusión.
—No entiendo... ¿eres uno de ellos?
—¡Ding, ding, ding! —respondió—. Por fin lo has entendido. Bueno,
supongo que te lo han dado con cuchara, en realidad, pero da igual.
—No... —Me hundí lentamente en el suelo en estado de shock, tirando de
mis rodillas con fuerza hacia mi pecho—. ¿Cómo puedes ser uno de ellos?
¿Y por qué? —Dije, con la voz cargada de emoción.
Suspiró como si yo no fuera más que una niña pequeña petulante.
—Tenía el presentimiento de que reaccionarías mal.
—¿Qué esperabas? —dije, levantando la barbilla con indignación. La miré
a los ojos, pero mi amiga ya no estaba allí. No reconocí a la chica que tenía
delante. No reconocía ese brillo malévolo en sus ojos ni la torcida inclinación
de sus labios fruncidos.
Todos estos días me había preocupado por ella, pensando que podría
haberla metido en problemas con La Corona y La Daga por ayudarme a
colarme en una de sus ceremonias. Pensé que su padre y el resto de ellos le
habían tendido una trampa facilitándole el acceso a su ordenador en mi
nombre... pero todo el tiempo, ella había estado trabajando con ellos para
tenderme una trampa. Sólo a mí.
Y yo que pensaba que Tobias King era un gilipollas...
Mellie era mucho peor. Al menos Tobias nunca fingió ser mi amigo.
—Dios, deberías verte la cara. Es tan gracioso —dijo, sentándose con las
piernas cruzadas delante de mí.
Tragué con fuerza, ahogando las lágrimas.
—¿Cómo es posible? ¿Cómo puedes trabajar para la sociedad?
Me sonrió.
—Digamos que no eres la única a la que le gusta colarse en sitios que no
le corresponden.
Sacudí la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando era niña, me encantaba espiar a la gente. Una vez me colé en
un viejo montaplatos de nuestra casa de vacaciones y me pasé todo el día
acurrucada en la oscuridad, sólo para poder espiar a mi padre cuando él y
sus amigos entraban en la habitación para hablar. Acabé escuchando un
montón de cosas. Cosas de alto secreto de la Corona y la Daga. Él es uno de
los más altos miembros del consejo, después de todo. Sólo Tobias King está
por encima de él. De todos modos, lo guardé todo para mí durante años,
pero cuando tenía unos diecisiete años, fui y le conté a mi padre lo que había
oído aquel día. Le dije que lo sabía todo.
—¿Qué pasó entonces? —pregunté con recelo. Detestaba a Mellie con una
furia fría ahora que sabía cómo era en el fondo, pero seguía sintiendo
curiosidad por escuchar su historia. Lo necesitaba para entenderlo todo.
Me miró por encima del hombro, como si mirara al pasado.
—Se me quedó mirando, totalmente conmocionado y horrorizado. Podía
verlo en sus ojos; se preguntaba si tendría que matarme ahora que lo había
descubierto todo, incluso algunos de los secretos del tercer nivel. Yo era su
niña, la niña de papá, y ahora podría tener que hacer que me pegaran un
tiro en la cabeza o que me dieran una sobredosis de cocaína
“accidentalmente”. Pero le dije que no tenía que hacerlo. No diría ni una
palabra a nadie. Me lo guardaría para mí, como había hecho durante los
últimos años, si me prometía que me dejaría participar. Si todos lo hacían.
Yo quería ser uno de ellos. Me costó mucho convencerles, y mucho
nepotismo a la antigua, supongo, dado lo alto que está papá en la sociedad,
pero al cabo de un tiempo entraron en razón.
—¿Querías unirte a ellos incluso después de enterarte de todas las cosas
enfermizas que les hacen a las mujeres? —Dije con incredulidad.
Sonrió con suficiencia.
—No entenderías mis razones, Tatum. ¿O es que ahora eres Muñeca? —
dijo con un brillo malicioso en los ojos, que se posaron en el cuaderno que
Elias había dejado aquí la noche anterior.
Dios, era una zorra.
Y continuó.
—De todos modos, les dije que podía serles útil. Podría hablar con las
chicas de aquí, de mujer a mujer, y ayudarlas a aceptar sus nuevos lugares.
Podría hacerlas entrar en razón de una forma que los hombres no consiguen.
Cosas así. No estaban seguras, pero vieron otra forma en la que yo podría
serles útil, así que me dieron la oportunidad de demostrarles mi valía.
—¿Qué era? —pregunté, aunque ya tenía una idea de lo que era.
—Querían que me hiciera amiga de una chica durante su gira por el
campus de Roden y que mantuviera la amistad con ella hasta que estuvieran
listos para llevársela. De ese modo, siempre habría alguien cerca de ella,
vigilando todos sus movimientos y asegurándose de que no decidía
abandonar el país al azar por cualquier motivo, lo que dificultaría su
seguimiento. Era muy importante para ellos, porque el presidente de la
sociedad la quería para su hijo.
—Estás hablando de mí —dije en voz baja.
Volvió a sonreír.
—Sí. Tenía que ser alguien de quien nunca sospecharías. Pensaron que
yo sería perfecta para el trabajo porque soy una chica y también tengo la
misma edad que tú. —Hizo un gesto con la mano—. Todo salió según lo
previsto, y la sociedad quedó muy contenta con mi actuación.
Sentí un profundo nudo en el estómago.
—Actuación —repetí en un murmullo bajo—. Todo era una broma para ti.
Una actuación.
—No exactamente. —Ladeó la cabeza—, Para ser honesta, realmente
disfruté de ser tu amiga. Eres inteligente y simpática, aunque increíblemente
ingenua. Y también fuiste mi entrada de oro en la sociedad. Siempre te
querré por eso.
—Genial —dije miserablemente—. Eso me hace sentir mucho mejor.
Mellie se sentó a mi lado.
—¿No quieres oír el resto? Es bastante entretenido, si lo digo yo. Estoy un
poco orgullosa de ello.
Agité una mano.
—Lo que sea.
—Te metí a propósito en la cabeza lo del trabajo de sociología de La Corona
y La Daga —dijo, con una sonrisa triunfal en los labios—. Cuando te oí
mencionar tu tarea sobre leyendas urbanas aquella mañana, vi la
oportunidad de dejar que la sociedad jugara contigo. Así que las mencioné
en nuestra conversación, y luego dejé que tú, Greer y Willa se emocionaran
al respecto. Funcionó a la perfección. Me di cuenta de las ganas que tenías
de escribir sobre ellas.
—Así que incluso eso fue un montaje...
Asintió orgullosa.
—Ajá. Cuando Greer sugirió colarse en la fiesta de la Tap Week, llamé
rápidamente a mi padre y me aseguré de que te resultaría fácil entrar. Así
empezarías a sentirte invencible, como si realmente pudieras entrar y salir
ilesa de los eventos de La Corona y La Daga, todo por tu estúpida tarea.
Luego, cuando finalmente te atraparan, estarías aterrorizada y
conmocionada. Gran valor de entretenimiento. A mi padre y al resto de la
sociedad les encantó mi idea, así que la aceptaron. Por eso te cogieron
específicamente en esa ceremonia, cuando en realidad podrían haberte
cogido en cualquier momento.
Negué lentamente con la cabeza.
—¡Pero estabas tan en contra! Me evitaste durante semanas y, cuando me
enfrenté a ti, dijiste que era porque te preocupaba.
Se rio.
—Claro que lo dije. Hubiera sido demasiado obvio que estaba en todo el
asunto si no lo hacía —dijo—. En lugar de eso, actué como si estuviera muy
preocupada y en contra del plan, porque sabía que eso sólo te daría más
curiosidad y también me haría parecer más digna de confianza. Te lo creíste.
Casi podía ver la maldad que emanaba de ella, extendiéndose por la
habitación como una nube de polvo negro, borrando toda la luz.
—Estás muy jodida —dije, con los ojos entrecerrados—. ¿Cómo pudiste
hacerle algo así a otra persona?
—Como he dicho, quería demostrar mi lealtad y mi valía a la sociedad.
Quería ser uno de ellos.
—Dime por qué —dije impaciente—. Dime cómo es posible que pienses
que está bien, de mujer a mujer, ayudar a estos hombres a secuestrar y
torturar a mujeres jóvenes.
Puso los ojos en blanco.
—Ya te lo dije antes, no lo entenderías.
La fulminé con la mirada.
—Pruébame.
—Bien. Mira, así es el mundo. Por mucho que a la gente no le guste
admitirlo, algunas personas son mejores que otras. Más ricos, más
inteligentes, más atractivos. Y en el extremo opuesto del espectro, algunas
personas obviamente han nacido para servir. Mírate, por ejemplo. Tu familia
siempre ha luchado, y has crecido para luchar también, al igual que ellos.
Reproducción de clase en su máxima expresión. Está literalmente en tu
sangre ser una perdedora. Pero en La Corona y La Daga, hay una
oportunidad para que las chicas como tú dejen la lucha constante y sigan
sus verdaderas naturalezas serviles. Así que ayudando a la sociedad,
también estoy ayudando a las chicas a encontrar su verdadero propósito en
el mundo. Eso es lo que quiero hacer. Ese es mi propósito.
La miré fijamente, con la frente marcada por la incredulidad. Parecía
trastornada.
—¿Hablas en serio? ¿De verdad crees que eres naturalmente mejor que yo
sólo porque eres rica? ¿Que alguien como yo no debería ser más que una
esclava?
Recordé todas las veces que me había consolado de mis inseguridades por
venir de la nada y sentir que no encajaba. Siempre fue tan amable, tan
cariñosa, tan comprensiva. Me decía que la gente como ella no era mejor que
yo y que sólo tenían suerte de haber nacido en la riqueza, así que era
simplemente asombroso verla mostrar sus verdaderos colores y decir lo
contrario ahora.
Se burló.
—Hay una razón por la que mi familia lo tiene todo y la tuya no, Tatum.
Estás por debajo de nosotros. Así de simple. Lo siento si alguna vez te hice
creer lo contrario. Tenía que gustarte de alguna manera, ¿verdad?
No me molesté en discutir con ella. No tenía sentido intentar razonar con
alguien tan obviamente inestable e irracional. Alguien tan absolutamente
sociópata.
Mientras mi mente recorría toda nuestra historia, se me ocurrió algo de
repente.
—No todos en tu familia están de acuerdo con tu visión del mundo,
¿verdad? Dije, mirándola—. Tu hermano Henry. No es como tú, ¿verdad?
Mellie puso los ojos en blanco.
—No. Dejó La Corona y La Daga después de llegar al tercer nivel, hace un
año. Pensaron que se podía confiar en él, pero se equivocaron. A veces pasa,
supongo. Sólo son humanos. De todos modos, la única manera de salir del
tercer nivel es la muerte, pero él es un Davenport, y como he dicho, mi padre
es uno de los más altos miembros del consejo. No quería a su hijo muerto,
así que llegó a un acuerdo con los otros para que Henry fuera exiliado en su
lugar. Nepotismo hasta el final. Existe en todas partes. —Se rio.
—¿Qué quieres decir con exiliado?
—Apartado de todo. Siempre seguido y vigilado para asegurarnos de que
nunca le cuente a nadie lo que realmente hace la sociedad. Si alguna vez
intenta decir una palabra a alguien, será asesinado inmediatamente. Ese
fue el mejor compromiso al que pudieron llegar.
—Así que vive su vida con miedo constante.
Se encogió de hombros.
—Supongo. Pero es culpa suya. He intentado razonar con él, decirle que
vuelva al redil, pero no me escucha.
Mi mente volvió a aquella extraña mañana frente a la suite de Mellie.
Pensaba que su hermano era una persona horrible y que me decía que me
alejara de su hermana porque me odiaba por alguna razón desconocida.
Ahora veía la verdad. Intentaba alejarme de ella porque sabía lo que la
sociedad había planeado para mí y sabía que Mellie estaba implicada.
Como le seguían constantemente y sabía que todo podía estar pinchado,
no podía contarme toda la historia, o le habrían matado por abrir por fin la
boca y revelar la verdad a alguien. Ni siquiera podía decir mi nombre por si
despertaba sospechas en los que escuchaban sus conversaciones. Lo único
que podía hacer era decirme que me mantuviera alejada de Mellie y esperar
que de algún modo captara el mensaje subyacente. Los que le seguían
simplemente habrían asumido que estaba gritando a alguien que se alejara
de su hermana por alguna otra razón. Sólo estaba siendo un hermano
protector.
—Sólo te están utilizando, Mellie —dije en voz baja—. En cuanto ya no
tengas nada que darles, la sociedad se deshará de ti. Nunca dejarán entrar
a una mujer en sus filas.
Me enseñó su muñeca tatuada.
—Error. Reconocen algo valioso cuando lo ven, y yo he demostrado mi
lealtad una y otra vez. Dejo que me marquen, dejo que se apoderen de mi
vida, dejo que lo controlen todo. Les pertenezco mucho más de lo que podría
pertenecerles mi hermano, aunque sea un hombre. Ya me han dejado
sugerirles ideas, como te dije, y un día seguro que también me dejan tener
algo de poder. Incluso podrían empezar a secuestrar a algunos hombres aquí
y allá, para que yo pueda tener mis propias esclavos sexuales. —Soltó una
risita.
—Vaya, qué manera de anotarse un tanto a favor del feminismo —dije con
sarcasmo.
—Oh, cállate. De todas formas, no soy la única mujer que les ayuda. La
enfermera que te atendió tu primer día aquí es mujer, y no tiene ningún
problema en hacer el trabajo a cambio de un buen sueldo. El dinero supera
a la lealtad a tu género cualquier día.
Mis hombros se hundieron. Tenía razón. Como Tobías me dijo una vez,
casi todo el mundo en el planeta tenía un precio. La lealtad se podía
comprar.
—De todos modos, tienes que venir conmigo —dijo Mellie, poniéndose de
pie de nuevo.
—¿Por qué?
—Bueno, no he venido sólo a charlar. Tengo que llevarte arriba y
prepararte para el baile de esta noche.
Arrugué las cejas.
—¿La Baile?
—Cuando las marcas de las chicas nuevas están por fin curadas,
organizan una gran fiesta de lujo aquí en la Escuela de Acabado. Los
miembros de segundo y tercer nivel pueden asistir y pujar por las chicas en
una especie de subasta silenciosa.
Tragué saliva.
—¿Para qué?
—Para anotarse la oportunidad de quitarles la virginidad antes de que
empiece el entrenamiento. Quien gane la puja por una chica en particular
se convertirá también en su amo y tendrá la oportunidad de determinar
exactamente cómo debe ser entrenada. Cuando llegue a la Logia, se repartirá
entre otros hombres, pero al final siempre será la esclava de ese miembro en
particular. Siempre le servirá por encima de cualquier otro hombre.
Tenía ganas de vomitar a la menor provocación.
—Ya me han dado un Amo, y estoy bastante segura de que mi
entrenamiento ha comenzado —dije sombríamente, pensando en lo de ayer
con la picana y el cuaderno—. Entonces, ¿por qué tengo que ir?
—Sé que te han entregado a Elias —empezó con un resoplido herido, como
si eso de alguna manera la ofendiera personalmente—. Pero aun así tienes
que asistir al baile. Los demás miembros necesitan conocerte y ver que
existes para cuando te envíen a la Logia. Además, no podemos dejar que te
consumas aquí para siempre -continuó, agitando una mano alrededor de la
celda—. Perderás la cabeza.
—Creo que ya lo he hecho —murmuré.
—Supéralo y ven conmigo. No me hagas abofetearte —dijo en tono de
advertencia.
Con un miserable suspiro, la seguí hasta el ascensor. Unos minutos más
tarde, me condujo a una habitación desconocida de la primera planta y me
indicó un estante repleto de hermosos vestidos de noche.
—No soy un monstruo —dijo con una sonrisa—. Te dejaré elegir un
vestido.
Recorrí la fila de vestidos, pasando un dedo por las suaves y lujosas telas.
Tras unos momentos de indecisión, saqué un vestido largo color púrpura
oscuro. El material sedoso brillaba bajo la luz de la lámpara de araña, y el
corpiño caía de punta en cada hombro antes de sumergirse en un escote
profundo. La falda se extendía en una ráfaga de delicados pliegues que caían
hasta el suelo en impresionantes líneas.
—Supongo que me pondré éste —murmuré. El morado siempre me había
sentado bien.
Mellie asintió sabiamente.
—Ese te quedará genial. En realidad esperaba que lo eligieras.
Pasó las dos horas siguientes arreglándome el cabello y maquillándome,
transformándome de una niña pálida y letárgica en una muñeca viviente con
los labios pintados de rojo intenso, un grueso delineador, colorete y un
montón de máscara de pestañas. Llevaba el cabello recogido con unos
mechones sueltos que me enmarcaban la cara y joyas de diamantes en las
orejas y el cuello. El toque final fueron unos tacones de aguja.
—Perfecto —dijo finalmente Mellie, mirándome de arriba abajo. Miró su
reloj—. Justo a tiempo, además. El baile empieza pronto...
CONTINUARÁ...