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La fe cristiana plasma en un credo pero, ante todo, es un modo de creer.

La fe cristiana enhebra
otra vez el credo de Israel en la medida que mueve a confiar y a obedecer a un Dios que
merece ser creído. Aquello que hace las veces de fides quae, el concepto del Dios de la Antigua
y de la Nueva Alianza, el Dios de la creación y de la historia, proviene de una experiencia de
Dios mismo y sirve a nuevas experiencias suyas. La fides qua, la experiencia del amor, la
liberación y perdón de Dios, constituye el único fin de la teología cristiana y el remedio exacto
contra la esclerosis del cristianismo.

Lo que la Iglesia cree de Cristo, hunde sus raíces en el modo que tuvo Jesús de creer en Dios.
Pero, a la vez, la fe de la Iglesia permite inferir cómo ha podido ser la experiencia espiritual de
Jesús. Esta referencia recíproca entre Cristo y la Iglesia invita a indagar en los en los
fundamentos antropológicos y teológicos de la fe “de” Jesús, en las dificultades y posibilidades
que Jesús ha podido tener para creer en su Padre, puesto que así él enseña por qué y cómo
han de creer también los hombres. Por esta vía descubrimos que el Padre, al resucitar a Jesús,
triunfa sobre el Mysterium iniquitatis y, contra toda sospecha de indiferencia ante el
sufrimiento humano que pudiera recaer sobre Él mismo, da pruebas de ser un Dios que merece
fe. El Padre merece fe, pero no la merecería si Él no “creyera” también en la humanidad como
“creyó” en su Hijo Jesús. Es el amor del Padre que en última instancia produce confianza en Él y
entre los hombres.

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