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El mar de la Antigüedad, oscuro como el vino

Elevábase el sol, tras surgir de la hermosa laguna,


por el cielo broncíneo, llevando la luz de los dioses
y a los hombres mortales que pisan la tierra fecunda1.

Homero, Odisea

La atmósfera y el paisaje de la Grecia homérica resultan al mismo tiempo


semejantes y diferentes a los nuestros. El sol sigue alzándose sobre la tierra fecunda, pero
pocos son quienes ven al despertar un cielo broncíneo llevando la luz de los dioses.
Mientras recorría la ribera de una isla, cautivo de la hermosa ninfa Calipso, Ulises miraba
con añoranza “el mar oscuro como el vino”, anhelando regresar a si nativa Ítaca y volver
con su amada esposa, Penélope. Plantado en la costa de una isla del Egeo, hoy no veo ni
un mar oscuro como el vino ni un cielo broncíneo, sino el extraordinario azul del agua y
los cielos que tanto aprecio.
Entre los incontables epítetos que Homero aplicó al cielo y al mar, no hay ni uno
solo –dicen los lingüistas– que signifique ‘azul’. El cielo puede ser ‘férreo’ o ‘broncíneo’;
el mar, negro, blanco, gris, púrpura u oscuro como el vino, pero jamás azul. ¿Carecían los
antiguos griegos de la experiencia de ese color? ¿Eran daltónicos parciales? ¿O estamos
ante otro ejemplo de presencia de una luz interior, de la actividad de la visión? Desde
1810, cuando Goethe señaló por primera vez la curiosa ausencia del azul en los usos
griegos, a los eruditos los ha desconcertado este caso y otros similares que se dan en la
antigua poesía griega2.
A partir de un cuidadoso análisis del vocabulario cromático del griego antiguo y
de nuestros modernos conocimientos sobre el daltonismo, se han planteado argumentos
convincentes sobre la hipótesis de que la constitución física del ojo de los helenos fuera
diferente de la nuestra. Pero ya hemos demostrado que para ver se necesita algo más que
un órgano físico en condiciones. Al analizar los ejemplos que presentamos a continuación
sobre la visión del color en la Grecia homérica, no debemos olvidar el importante polo
psicológico de la vista, el polo interior. De esa manera tal vez resolvamos el enigma que
ha confundido a tantos.
Unos quinientos años después de Homero, Teofrasto, gran estudioso de
Aristóteles, escribió un tratado sobre las piedras en el que describió una denominada
kyanos, mineral precioso de color azul al que nosotros llamamos lapislázuli. Cuando
encontramos el término kyanos en su forma adjetival, es lógico pensar que se refiere a ese
color. Aunque la asociación parezca natural, sus apariciones en Homero ponen en
entredicho esa interpretación.
Desconsolado y furioso por la pérdida de Patroclo, Aquiles mató a Héctor,
atravesó los talones del noble hijo de Príamo e intentó profanar su cadáver arrastrándolo
durante doce días por las llanuras de Troya. Al hacerlo, “gran polvareda se levantó del
cadáver arrastrado, los cabellos kyanos se esparcían”3. ¿Debemos entender que Héctor
tenía el pelo azul? Para poner fin a la insensata degradación de aquel virtuoso príncipe y

1
Homero, The Odyssey, Doubleday, Garden City, 1961, canto 3, versos 1.4. [Trad. esp. de José Manuel
Pabón: Odisea, Gredos, Madrid, 2010.]
2
Eleanor Irwin, Color Terms in Greek Poetry, Hakkert, Toronto, 1974.
3
Homero, The Iliad, Doubleday, Garden City, 1974, canto 22, versos 401-403. [Trad. esp. de Emilio
Crespo: Ilíada, Gredos, Madrid, 2010.]
guerrero, Zeus dispuso que Iris visitara a Tetis, la madre de Aquiles, que vivía en el fondo
del mar. Iris, “la de pies ligeros”, se sumergió en las profundidades y pidió a Tetis que se
reuniera con Zeus. Avergonzada ante la perspectiva de mezclarse con los dioses, Tetis
“cogió el velo kyanos; ningún vestido más oscuro que ése había”, y siguió a Iris al
Olimpo4. Numerosos ejemplos como estos demuestran que kyanos no significaba “azul”
sino “oscuro”. Sin embargo, el griego Homero no tenía otra palabra para el color azul,
Homero y otros poetas antiguos simplemente carecían de un término para “azul”. El azul
no era para los helenos un color en sí, sino la cualidad de oscuro, ya lo emplearan para
describir el pelo, las nubes o la tierra.
También en el caso de chloros, el vocablo que los teóricos griegos del color
definen como verde, nos enfrentamos a un enigma. En la Ilíada, se dice que la miel es
chloros; en la Odisea se aplica el término al ruiseñor; en Píndaro, al rocío; y en Eurípides,
a las lágrimas y la sangre. Sus usos nos indican que no significaba “verde”, sino
“húmedo”, “fresco”, es decir “vivo”. Nosotros mismos aplicamos la palabra para
referirnos a la falta de experiencia o inmadurez. Para los antiguos griegos, esas
connotaciones eran el significado primario. La percepción externa del color les resultaba
tan ajena que la cualidad psicológica de la “frescura” o la “oscuridad” llegaba a ser el
atributo percibido. Veían la húmeda frescura de las lágrimas y, por tanto, veían su verdor.
Cuando alguien se enfurece, decimos metafóricamente que se pone rojo. En el caso del
mundo homérico, creo que deberíamos entender esas expresiones en un sentido literal.
Los ojos de los helenos y la luz de su sol eran como los nuestros. La luz interpretativa de
la imaginación antigua hacía que su forma de ver fuera distinta, al igual que nuestra forma
de ver el mundo está modelada por una luz que nos es propia.
“El caso del pintor que no veía colores” expuesto por Oliver Sacks y Robert
Wasserman en 1987, constituye un ejemplo más reciente del mismo asunto5. Jonathan I.
había sido un pintor de éxito hasta que a los sesenta y cinco años tuvo un pequeño
accidente de coche. Sufrió un traumatismo craneoencefálico y las secuelas psicológicas
que suelen acarrear dichos accidentes, pero no le quedaron lesiones duraderas. Sin
embargo, perdió la capacidad de ver los colores. Era como si viera una televisión en
blanco y negro, según explicaba él mismo. Se trata de un caso trágico y conmovedor. Un
artista que había vivido su vida entera a través de los colores ahora no veía ninguno. Una
serie de oftalmólogos y neurólogos, incluidos Sacks y Wasserman, sometieron al señor I.
a toda clase de pruebas médicas sin ningún resultado. La causa de su ceguera nunca se ha
despejado. Los autores resumen su estudio con estas palabras: “Los pacientes como el
señor I. nos demuestran que el color no es algo dado, sino que se percibe en virtud de
unos procesos mentales extraordinariamente complejos y específicos”. Por otro lado,
aunque los procesos fisiológicos se mantengan operativos, la visión del color “es algo
infinitamente más complejo; se eleva a niveles cada vez más altos, mezclada
inextricablemente con todos nuestros recuerdos, imágenes, deseos y expectativas
visuales, hasta convertirse en parte integral de nosotros mismos, de nuestro mundo vital”.
El “mundo vital” de Homero en las costas de Troya era muy diferente al nuestro. Sus
recuerdos, asociaciones, deseos y expectativas no se parecían en nada a los que nosotros
llevamos al campo de batalla. El órgano mental de la visión utilizado por el bardo ciego

4
Ibid., canto 24, versos 93-94.
5
Oliver Sacks y Robert Wasserman, “The Case of the Colorblind Painter”. The New York Review of Books,
vol. 34, 19 de noviembre de 198, págs. 25-34.
era un producto de su cultura, pero además difería en muchos aspectos de la mentalidad
con la que vemos en el presente. Tenemos que dejar de concebirnos como seres equipados
con ojos semejantes a videocámaras y con cerebros similares a ordenadores que producen
el equivalente de la consciencia. Las flores de la percepción se desarrollan a partir de una
unión mucho más rica y autorreflexiva entre la luz de la mente y la luz de la naturaleza.
En los casos de S.B. y de I., nos enfrentamos a una situación en la que dos personas
no pueden ver lo que para nosotros “está ahí”, delante de sus ojos. Al carecer de la luz
interior, siguieron siendo funcionalmente ciegos. La situación contraria se da cuando
alguien ve algo que para nosotros “no está ahí”. Solemos llamar alucinaciones a esas
experiencias. Surgen cuando el estado psicológico de un individuo es lo bastante fuerte
para crear una experiencia similar a la que producen los sentidos. Cuando los griegos
veían el mar oscuro como el vino, ¿padecían una alucinación? Hay pruebas lingüísticas
que sugieren otra cosa; de lo contrario, tendríamos que pensar que toda una cultura estaba
trastornada. Sin embargo, en cierto sentido, sus emociones o la etapa de desarrollo de la
consciencia propia de aquellos tiempos “coloreaban” el mundo que veían. Los estudios
de grupos lingüísticos como el chino y las lenguas amerindias apoyan la idea de que otras
culturas ven el mundo –sus texturas, sus colores– de formas diferentes a la nuestra6.
A lo largo de los milenios, la luz de la naturaleza y la luz de la menta han
interactuado para presentar un mundo distinto en cada época. Como un bardo ciego al que
se concede la visión en un primer momento, nos costará abrirnos paso hasta las
concepciones de la luz solar y del ojo que surgieron en la Antigüedad. Nos resultarán
extrañas, incluso absurdas; ero esa extrañeza procede en gran medida de las
reverberaciones creadas por la imaginación moderna cuando trata de aprehender
experiencias de otros tiempos. En cada fase tendremos que volver a imaginar el universo,
participar activamente en él para captar el épico canto de la luz. La soberbia escultura en
bronce de Poseidón que se rescató del Egeo y hoy ennoblece el Museo Nacional de Atenas
tiene agujeros en las cuencas de los ojos. En el año 450 a.C., dos gemas llenaban esos
huecos; eran la sagrada sede de una gloria que insuflaba vida inteligente a la elegante y
poderosa figura. Cuando la estatua cayó de su pedestal y se hundió en el mar, las gemas
fueron robadas. El dios que había gobernado el mar, ahora depuesto, quedó ciego. Nuestra
historia de la luz comienza con la concepción sagrada que los antiguos tenían de los ojos,
tan semejante a la de la luz. Empédocles, médico y semidiós, devolvió las gemas al rostro
de Poseidón. Otros volverían a quitárselas.

Arthur Zajonc, Capturar la luz. Girona, Atalanta, 2015, pp. 26-31.

6
Benjamin Whorf, Language, Thought and Reality, MIT Press, Cambridge, 1964. [Trad. esp. de Javier
Arias: Lenguaje, pensamiento y realidad, Círculo de Lectores, Barcelona, 1999.]

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