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Las Leyes

Marco Tulio Cicerón53

A. Si me preguntas cuáles son mis expectativas, te diré que, puesto que tú has escrito
sobre la república perfecta, parece consecuente que escribas también tú sobre las leyes.
Así veo hizo Platón, a quien admiras, que antepones a todos, tu predilecto.
M. ¿Deseas, pues, que al modo como él diserta sobre las instituciones políticas y las
leyes perfectas, […] así también nosotros, entre estos esbeltísimos álamos, deambulando
o sentados, por esta verde y umbrosa orilla, discurramos sobre estas mismas cuestiones
más a fondo de lo que requiere la práctica forense?
A. Eso es lo que yo ansío escuchar.
M. ¿Qué dice Quinto?
Q. ¡Que nada mejor que eso!
M. Tenéis razón. Pues podéis estar seguros de que no hay tipo de disertación en que
se revelen mejor los done naturales del hombre, las mejores virtudes que contiene la
inteligencia: la misión de trabajo operante para que hemos nacido y salimos a la luz, la
solidaridad entre los hombres, la sociedad natural que existe entre ellos. Explicados
previamente estos temas, puede encontrarse la fuente de las leyes y del derecho.
A. Entonces tu idea es que no hay que tomar por fuentes de la ciencia jurídica ni el
Edicto del pretor, como hacen casi todos hoy, ni las Doce Tablas, como los antepasados,
sino propiamente la filosofía esencial.
M. En efecto, Pomponio; no nos interesa en este discurso el modo de prevenir
cautelas procesales o la manera de despachar una consulta cualquiera. Aunque sea una
materia importante, como es en verdad, y cultivada ya antes por muchos autores insignes
y hoy por uno de destacada autoridad y ciencia, sin embargo, nosotros debemos abrazar
en esta disertación el fundamento universal del derecho y de las leyes, de suerte que el
llamado derecho civil quede reducido, diríamos, a una parte de proporciones muy
pequeñas. Así, hemos de explicar la naturaleza del derecho, deduciéndola de la naturaleza
del hombre; luego, hemos de considerar las leyes que deben regir en las ciudades, y,
finalmente, hemos de tratar de los derechos y preceptos positivos propios de cada pueblo,
sin omitir entre ellos los llamados derechos civiles del nuestro.
Q. En verdad, hermano, que planteas la cuestión con altura, y partiendo, como debe
ser, del principio capital; los otros tratadistas del derecho civil presentan un método de
litigar más que de justicia.
M. No es eso, Quinto; más bien es la ignorancia del derecho que la ciencia lo que
provoca los litigios. Pero de esto ya trataremos después; veamos ahora los principios del
derecho.
Muchos doctos varones estiman hay que tomar como punto de partida la ley; y quizá
sea lógico, siempre que se entienda que, como ellos la definen, la ley es “la razón

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CICERÓN. Las Leyes. Libro I.

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fundamental, ínsita en la naturaleza, que ordena lo que hay que hacer y prohíbe lo
contrario”. Tal razón, una vez que se concreta y afirma en la mente humana, es ley. Así,
pues, entienden los tales que la prudencia es una ley consistente en ordenar las obras
buenas y prohibir los delitos, lo que ellos juzgan que se llama como se llama en Griego
(nómos) porque atribuye a cada uno lo suyo, y yo en Latín (lex) del verbo (legere)
“elegir”. Así, ellos hacen consistir la ley en la equidad y nosotros en la elección, pero una
y otra cosa son propias de la ley. Por tanto, si esto es lógico, como me ha parecido desde
hace tiempo, hay que tomar la ley como princpio del derecho, siendo como es la ley la
esencia de la naturaleza humana, el criterio racional del hombre prudente, la regla de lo
justo e injusto. Mas como todo nuestro discurso se refiere a conceptos de interés popular,
será necesario a veces hablar como el pueblo, y llamar “ley”, como hace el vulgo, a ala
que sanciona por escrito órdenes o prohibiciones. Pero el principio constitutivo del
derecho, tomémosle de aquella ley fundamental, que nació, para todos los siglos, antes de
que se escribiera ninguna ley o de que se organizara ninguna ciudad.
Q. Es lo más conveniente y lo más acertado para el discurso que has planteado.
M. ¿Quieres, pues, que nos remontemos a la fuente primaria misma del derecho? Una
vez que la hallemos, no tendremos dudas para la deducción ulterior de lo que indagamos.
Q. Por mi parte, es mi opinión que debe hacerse así.
A. Apunta también mi voto a favor de la opinión de tu hermano.
M. Puesto que debemos atenernos fielmente al tipo de “república” que Escipión
demostró ser la perfecta en aquellos seis libros del mismo título, y puesto que todas las
leyes deben adaptarse a tal tipo de ciudad, debiéndose inculcar también costumbres, sin
necesidad de sancionarlo todo por escrito, me remontaré a la naturaleza para buscar el
origen del derecho, y con esa guía desarrollaremos toda nuestra disputación.
A. Muy bien, con la naturaleza por guía no habrá modo de errar.
M. ¿Admites, pues, tú Pomponio –pues ya conozco la opinión de Quinto-, que la
naturaleza toda se gobierna por el poder de los dioses inmortales, por su naturaleza, por
su razón, su voluntad, su inteligencia, su genio divino, o cualquier otro término que sirva
mejor para expresar lo que quiero decir? Porque si no apruebas esto, tendremos, desde
luego, que comenzar por ahí.
A. Si te empeñas, accederé, pues no temo que, con este concierto de pájaros y
murmullo de aguas, me oiga ninguno de mis condiscípulos.
M. Ten cuidado, sin embargo, porque suelen también enfurecerse como personas de
honor y no lo tolerarían, si te oyeran que haces traición al punto primero que escribió el
gran maestro, de cómo dios no se preocupa ni de lo suyo ni de lo ajeno.
A. Vamos, adelante. Estoy con ansia de ver en qué para la concesión que te he hecho.
M. Sin más rodeos, en esto: en que este animal previsor, sagaz, ingenioso, agudo,
dotado de memoria, lleno de razón y consejo, que llamamos hombre, fue engendrado por
el altísimo dios con una condición verdaderamente privilegiada. Sólo él, entre tantas razas
y variedades de seres animados, participa de razón y pensamiento, siendo así que todos
los demás se ven de ello privados. Y ¿qué hay más divino que la razón, no ya en el
hombre, sino en todo el cielo y la tierra? Esa razón que, al alcanzar su perfecto desarrollo,
se llama, con justicia, sabiduría. Como nada hay mejor que la razón, y ésta es común a
dios y al hombre, la comunión superior entre dios y el hombre es la de la razón. Ahora

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bien: los participantes en una razón común lo son también en la recta razón; es así que la
ley es una recta razón, luego, también debemos considerarnos los hombres como socios
de la divinidad en cuanto a la ley; además, participantes en una ley común, lo son también
en un derecho común: finalmente, los participantes en esta comunión, deben tenerse como
pertenecientes a la misma ciudad, y si siguen los mismo mandos y potestades, con más
fundamento todavía. En efecto, siguen las disposiciones celestiales, la inteligencia divina,
a dios omnipotente, de suerte que todo este universo mundo debe reputarse como una sola
ciudad común, humana y divina a la vez. Y del mismo modo que en las ciudades, por una
cierta razón de la que se hablará en lugar oportuno, se distinguen diversas situaciones
familiares según el parentesco, eso mismo ocurre, con tanto mayor brillo y gloria, en la
naturaleza universal, por lo que las personas humanas y divinas están integradas como
parientes en una gran familia.
Cuando se investiga la naturaleza humana, suele decirse –y, efectivamente, es así
como se dice- que, en la serie incesante de siglos y circunvoluciones celestes, ocurrió una
vez la oportunidad de hacer nacer el género humano, diseminado y arraigado el cual por
toda la tierra, fue enriquecido con el divino presente de las almas; y que el espíritu fue
engendrado por dios, una vez que los hombres asumieron de su índole mortal todo lo
frágil y caduco de que se componen. Por eso puede llamarse a nuestra relación con las
personas celestiales parentesco, genealogía o estirpe. De ahí que ningún animal, de tantas
clases como hay, a excepción del hombre, tenga ni el menor conocimiento de dios, en
tanto no haya raza alguna entre los hombres, ni tan civilizada, ni tan salvaje, que, aún sin
saber qué dios deben tener, no sepa reconocer la necesidad de uno.
De ahí resulta que reconoceré a dios es como recordar, diríamos, a nuestro propio
origen. En efecto, una misma virtud hay en dios y en el hombre, que no hay en ningún
otro ser: y la virtud no es otra cosa que la naturaleza perfeccionada y llevada a su máximo
desarrollo; hay, pues, una semejanza entre el hombre y dios. Siendo estos así, ¿qué
parentesco puede haber más íntimo y más cierto? Así, pues, la naturaleza ha sido tan
pródiga en abundancia de cosas para el provecho y utilidad de los hombres, que todo lo
creado parece que se nos donó de intento, no que nació por acaso; y no sólo todo lo que
como espigas y frutos reparte la tierra fecundada, sin o también los animales, procreados
evidentemente ya para su uso, ya para disfrute, ya para alimentación de los hombres.
También las innumerables artes fueron descubiertas gracias al magisterio de la naturaleza,
imitando a la cual la razón ha conseguido hábilmente las cosas necesarias para la vida.
En lo tocante al mismo hombre, la naturaleza no sólo le dotó de una inteligencia
rápida, sino que le otorgó unos sentidos a modo de guardianes y mensajeros; le esbozó
una inteligencia, no del todo clara y definida, de muchas cosas, como ciertos principios
generales de la ciencia; y le dio una forma corporal conveniente y proporcionada a la
índole humana. En tanto doblegó, para que pasten, a los demás seres animados, tan sólo
al hombre puso derecho, haciendo que mirase al cielo como a la antigua sede de su
parentela; y le conformó la cara de tal suerte que puede expresar en ella hasta los más
recónditos sentimientos. […] Paso por alto las útiles conveniencias de las demás partes
del cuerpo, la modulación de la voz, la eficacia de la palabra, que es principal instrumento
de la sociabilidad humana […]. Ahora bien, puesto que así engendró y dotó dios al
hombre, al que quiso hacer principio de todas las demás cosas, se hace evidente, para no

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tener que razonarlo todo, que la naturaleza, por sí misma, es progresiva; y que, partiendo,
sin maestro ninguno, de un conocimiento general de las cosas, que debe a una primera y
esbozada inteligencia, llega, ella por sí misma, a fortalecer y perfeccionar la razón.
[…] De todo lo que disputan los hombres doctos, nada supera, desde luego, a la clara
convicción de que hemos nacido para la justicia y de que el derecho se funda en la
naturaleza y no en el arbitrio. Eso ya se hace evidente al considerar bien el vínculo de
sociabilidad de los hombres entre sí. Nada hay tan semejante, tan igual, a otra cosa como
todos los hombres entre nosotros mismos. Si no fuera porque la corrupción de las
costumbres y la variedad de opiniones tienden a torcer y viciar en cierta dirección la
debilidad de los espíritus, nadie sería tan parecido a sí mismo como lo serían todos entre
sí. Así, cualquier definición del hombre vale para todos.
Lo que es argumento bastante de que no hay desemejanza alguna en el género, pues,
si la hubiera, no podría comprender a todos una única definición. En efecto, la razón, por
la cual , sin más, somos superiores a los brutos; gracias a la cual sabemos hacer conjeturas,
argumentos, refutamos, discurrimos, deducimos algo, o llegamos a conclusiones, es
ciertamente común: puede variar según la cultura de cada uno, pero es igualmente
accesible a todos. Porque los sentidos de todos pueden percibir lo mismo, y, lo que
impresiona los sentidos de uno impresiona los de todos: los principios que se imprimen
en el alma de aquella inteligencia esbozada de que hablé antes, están impresos en todos
por igual; la palabra, en fin, es un intérprete espiritual que, aunque puede discrepar en los
términos, conviene en las ideas. Y no hay hombre de raza alguna que, tomando la
naturaleza por guía, no pueda alcanzar la perfección.
Y no sólo en lo bueno hay una notable semejanza dentro del género humano, sino
también en lo malo. Porque a todos conquista el placer, que, aunque sea el atractivo del
vicio, tiene, sin embargo, algo común con el bien natural, pues deleita con su dulzura y
halago. […] Y a causa de la semejanza de lo honesto y honroso, parecen bienaventurados
los que se ven con honores y miserables, en cambio, los que de ellos carecen. Las penas
y las alegrías, los deseos y los temores invaden por igual los ánimos de todos, y, aunque
las opiniones sean varias, la superstición que padecen aquellos que adoran como dioses a
un perro ya un gato, no por ello deja de ser la misma de los demás. ¿Qué pueblo hay que
no estime, la cortesía, la bondad, al hombre agradecido y reconocido por los beneficios
recibidos? ¿Y cuál que no desprecie, que no odie a los soberbios, malvados, crueles e
ingratos? Y puesto que el género humano se reconoce asociado en estos sentimientos, se
concluye, al fin, que la razón de la conducta justa hace mejores a todos. Si estáis
conformes, pasaré adelante; pero si es necesario, expondremos antes la demostración
[…].
Se sigue de ahí, por lo tanto, que estamos destinados por naturaleza a tomar parte
recíprocamente unos de otros y a tener entre todos un derecho común. Y quiero que se
entienda que en toda esta disputación llamaré derecho al que lo es por naturaleza, pese a
que es tanta la corrupción por las malas costumbres, que diríamos se pagan por ello las
brasas de virtud que la naturaleza nos dio, y surgen y se afirman los vicios opuestos.
Porque si el juicios de los hombres no se apartara de la naturaleza y éstos “reputaran que
nada humana” –como dice el poeta- “les es ajeno”, todos al derecho rendirían culto por
igual. En efecto, es así que la naturaleza les dio la razón, y por tanto también la razón de

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lo justo; luego, también la ley, que es la razón de lo justo que se ordena y prohíbe; y, si
les dio la ley, también el derecho. Y, como la razón es una para todos, el derecho se dio
también para todos, y justamente solía maldecir Sócrates al primero que desvinculó lo
útil de lo justo; se lamentaba de que ése había sido el principio de todos los desastres. De
donde viene aquel dicho pitagórico: “las cosas de los amigos son comunes y la amistad
es igualdad”.
Por lo que se explica que cuando el sabio concentra a favor de un amigo de igual
virtud toda esta solidaridad humana tan desparramada en todas direcciones, resulta –lo
que puede parecer increíble a algunos, pero es inevitable- que no se ama más a sí mismo
que al amigo; pues si en todo hay igualdad, ¿dónde puede haber diferencia? Porque si en
la amistad pudiera haber la menor diferencia, ésta aniquilaría el concepto de la amistad,
la cual es de tal suerte que se anula tan pronto como uno prefiere una cosa para sí que
para el otro. […]
¿Cómo podría yo opinar de otro modo, después de quedar tan perfectamente
demostrado: primero, que los dioses nos aparejaron, diríamos, y ornaron con sus dones;
en segundo lugar, que un mismo y común criterio de conducta existe entre los hombres;
finalmente, que todos ellos están unidos por unos vínculos naturales de amistad y
solidaridad humana, incluso por una comunidad de derecho? […] Todo nuestro discurso
se endereza a robustecer las repúblicas, consolidar las constituciones de las ciudades y
salvaguardar los pueblos.

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