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31 enero, 2022
Era lógico que quisieran ir a América, en especial a Nueva York En cierto modo, la
piscina era una manzana de Manhattan realizada en Moscú, que así alcanzaría su
destino natural.
Tras cuatro décadas de travesía por el Atlántico, sus bañadores (el frente y la
espalda eran exactamente iguales, una normalización derivada de un edicto de
1922 para simplificar y acelerar la producción) casi se habían desintegrado.
A lo largo de los años, habían convertido algunos sectores del vestuario o pasillo
en “habitaciones” con improvisadas hamacas, etcétera. Resultaba sorprendente
cómo, tras 40 años en el mar, las relaciones entre las personas no se habían
estabilizado, sino que seguían presentando esa volatilidad tan familiar en las
novelas rusas: justo antes de llegar a Nueva York, había habido un estallido de
histeria que los arquitectos o nadadores habían sido incapaces de explicar, salvo
como una reacción retardada a su madurez colectiva. Cocinaban en una estufa
primitiva, alimentándose de las provisiones de repollo y tomates en conserva, y de
los peces que encontraban cada amanecer, arrastrados hasta la piscina por las olas
del Atlántico (aunque estaban cautivos, estos peces eran difíciles de capturar
debido a la inmensidad de la piscina).
Cuando finalmente llegaron, casi no se dieron cuenta, pues tenían que nadar en
dirección opuesta a donde querían ir, es decir, hacia lo que querían dejar atrás.
Era extraño lo familiar que les resultaba Manhattan. Siempre hablan soñado con
Chryslers de acero inoxidable y Empire States voladores. En la escuela, incluso
habían tenido visiones más audaces, de las cuales, curiosamente, la piscina (casi
invisible: prácticamente sumergida en la contaminación del East Riveri era una
prueba: con las nubes reflejándose en su superficie, era algo más que un
rascacielos: era un pedazo de cielo ahí en la tierra.
Sólo faltaban los zepelines que habían visto 40 años antes cruzando el Atlántico a
una velocidad exasperante. Suponían que estarían flotando por encima de la
metrópolis como una densa masa nubosa de ballenas ingrávidas.
Los rusos lo leyeron. Decía así: “No hay un camino fácil para ir de la tierra a las
estrellas”. Mirando el cielo estrellado que se reflejaba en el estrecho rectángulo
de la piscina, un arquitecto o socorrista -todavía chorreando tras su ultimo largo-
contesto por todos ellos: «Tan solo hemos venido de Moscú a Nueva York».
Rem Koolhaas