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La expresión de la corporeidad en las novelas cervantinas El celoso

extremeño y La fuerza de la sangre

Acorde a los imperativos morales de la época, la expresión del cuerpo en la literatura


del Siglo de Oro es una manifestación acotada, generalmente muy codificada que centra
su significación en las alusiones. Los cuerpos, tanto femeninos como masculinos,
proyectan así _cada uno a su manera_ lo que no se puede decir abiertamente.
La figura femenina se constituyó en uno de los sujetos privilegiados para el desarrollo
de un lenguaje del cuerpo, ya que las restricciones de conducta que la sociedad le
impone posibilitan un mayor despliegue de manifestaciones corporales.
La objetivación del cuerpo y la dimensión normativa de la identidad propios de la
imagen cultural institucionalizada que presenta la mujer la obliga a transgredir esos
estereotipos. Por esa razón, el signo mujer en esta época necesita de la ocultación, del
travestismo y de la simulación.

Si el cuerpo del hombre es siempre una manifestación de poder, para la sociedad la


mujer es, por sobre todas las cosas, sólo un cuerpo. Es lógico entonces que éste sea su
herramienta de expresión por excelencia: por su intermedio se muestra y habla la
palabra negada. El lenguaje de la corporeidad está relacionado con el plano simbólico y
constituye un espacio textual donde se inscribe el dolor, la carencia, lo indecible. Se
impone entonces decodificar los gestos y los movimientos corporales como signos que
reemplazan a la palabra reprimida. El cuerpo hablante se articula en la gestualidad y
transmite _a despecho de la palabra silenciada_ la experiencia del deseo, del goce y del
sufrimiento.

En las Novelas Ejemplares muchos de sus personajes femeninos intentan delinear su


destino y adquieren, por lo tanto, un interesante protagonismo, impensable en otros
ámbitos. La imagen de lo femenino que nos ofrecen estas mujeres no se aparta, por
supuesto, de los cánones tradicionales propios del género. Esta adscripción de la mujer a
la categoría de los excluidos implica una especificidad de la corporeidad.

Analizaremos las similitudes y las diferencias en la expresión y el tratamiento del


cuerpo en las novelas El celoso extremeño y La fuerza de la sangre.
En el primer caso, si bien Leonora cumple punto por punto la concepción tradicional
_que adjudica a la mujer sólo un espacio dentro del ámbito familiar e intradoméstico a
excepción del convento _ en su ominoso silencio del final (cuando no le aclara a
Carrizales que no cometió infidelidad) y en la determinación de ingresar al convento
podemos leer una incipiente decisión de tomar las riendas de su vida1.
En contraposición, Leocadia hace oír su voz al contar el ultraje sufrido a la madre de
Rodolfo, contraviniendo así lo aconsejado por su padre _representante del poder y de las
convenciones_ de guardar el secreto, pues “más lastima una onza de deshonra pública
que una arroba de infamia secreta” (L.F. II, 84).
Ambas sufren desmayos, significantes corporales que declaran la angustia que las
palabras no pueden pronunciar. Es habitual este recurso en el conjunto de las Novelas
Ejemplares, la gestualidad y el sufrimiento del cuerpo cuando es imposible la
articulación del discurso.
Así lo constatamos en los textos:
“[...] a Leonora se le cubrió el corazón, y en las mismas rodillas
de su marido cayó desmayada.” (El celoso... II, 133)

“Arremetió Rodolfo con Leocadia [...] la cual no tuvo fuerzas


para defenderse y el sobresalto, le quitó la voz para quejarse, y
aun la luz de los ojos, pues, desmayada y sin sentido [...].” (F.S. II, 78)

En adelante, a Leocadia la habrán de acompañar sollozos y suspiros, lágrimas y


gemidos (F.S., II, 80, 83, 84), que se reforzarán ante las consecuencias del delito:

“[...] porque se sintió preñada, suceso por el cual las en algún


tanto olvidadas lágrimas volvieron a sus ojos y los suspiros y
lamentos comenzaron de nuevo a herir los vientos [...].” (F.S., II, 85).

Los acontecimientos finales la envuelven en un “mar de llanto” (F.S., II, 89) y los
desmayos se suceden ante la inminencia de un desenlace que se sabe fortuito:

“Y fue la consideración tan intensa [de Leocadia] y los


pensamientos tan revueltos que le apretaron el corazón de
manera que comenzó a sudar y a perderse de color en un punto,
sobreviniéndole un desmayo [...].” (F.S. II, 93)

1
Al respecto afirma Edwin Williamson: “La novela de El celoso extremeño, en primera instancia,
describe una contienda entre dos formas de afirmar la voluntad masculina de poder. [...]
Al ser inocente de adulterio, Leonora no tiene que meterse monja para expiar una deshonra o para
castigarse como lo hace Isabela [protagonista de la versión de Porras, cuyo final se modifica en la versión
definitiva, la que aquí analizamos] ; es una decisión libre, y esta decisión frustra tanto lo que ´dejaba
mandado´ su marido como lo que esperaba de ella Loaysa.”. Ver Williamson, 1990: pp. 800 y 810.
En relación a los personajes masculinos, podemos considerar que en ambas novelas
las casas funcionan como metonimias de los cuerpos de Carrizales y de Rodolfo
respectivamente. En El celoso la casa es símbolo2 y prolongación de Carrizales (la casa-
honra es invadida de a poco3, en el minucioso asedio de Loaysa: en primer lugar vence
la puerta vigilada por el negro eunuco, luego llega al lugar de las sirvientas, y
finalmente a la misma Leonora; cuando todo termina, la casa/Carrizales queda
“sepultada en silencio y sola”, ya vencida/o).
En La fuerza de la sangre podemos asimilar a Rodolfo a la habitación en donde es
violada Leocadia; habitación que ella tantea en penumbras: la puerta, la ventana con
rejas que da al jardín, los tapices, el color de unas telas, etc. _como había hecho con el
cuerpo de él4_ y memoriza los escalones, para más tarde reconocer a su agresor. Esta
focalización en la escalera nos remite al cronotopo del umbral bajtiniano, símbolo de las
situaciones críticas.
Los hombres falsean su voz y recurren a disfraces para llevar a cabo, por medio de
engaños, sus innobles propósitos. Así, Rodolfo, cuando rapta a Leocadia lo hace con el
rostro cubierto, y cuando la libera, le habla en una voz aportuguesada.
Loaysa adopta varios disfraces: en primer lugar se viste con andrajos, “mudando la
voz por no ser reconocido”, a lo que agrega un parche en el ojo y muletas, que
constituyen un engaño exhibido sobre la mentira soterrada5. Luego viste el traje leonado
y los encajes, con lo que termina de vencer la frágil voluntad de Leonora, quien no
puede evitar una desfavorable comparación con su anciano marido.
La visión del cuerpo varonil alborota a las habitantes de la casa-cárcel. Situación
similar a la que sufre Leocadia cuando puede mirar, sin avergonzarse, a Rodolfo y muda
sus sentimientos.

2
En ese sentido comenta M. R. Petruccelli: “Los sucesos del relato tienen lugar espacialmente en un
escenario principal: la casa, que funciona como tematización de los celos del viejo. Como metáfora o
símbolo del tema, la casa configura un campo topográfico que engloba y alude al campo semántico. Ver
Petruccelli, 1993: 111.
3
Al respecto señala M. R. Petruccelli: “El clima de deshonra _que se va definiendo morosamente en la
novela, por ej. mediante palabras que indican el cambio de las mujeres que se degradan: rebaño, banda,
caterva_ [...].” Ver Petruccelli, 1993: 102
4
Así consta en el pasaje en que Leocadia vuelve en sí, luego de la violación: “[...] Leocadia, la cual con
las manos procuraba desengañarse si era fantasma o sombra la que con ella estaba. Pero como tocaba
cuerpo [...].” (F.S. II, pág. 80)
5
De este modo se lo explica al negro Luis: “Sabed, hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no
nace de enfermedad, sino de industria [...] y ayudándome della y de mi música paso la mejor vida del
mundo [...].” (El celoso, pág. 112)
Resulta interesante comprobar que mientras Leocadia se encuentra en la calle _el
ámbito masculino por excelencia_ “[...] no vio quién la llevaba, ni a dónde la llevaban.”
(F.S., II, 78), mientras su sentido de la vista se agudiza notablemente, aún en
penumbras, en el espacio interior, el lugar femenino por excelencia:
“ [...] pudo distinguir Leocadia las colores de unos damascos que
el aposento adornaban. Vio que era dorada la cama [...] contó las
sillas y los escritorios; [...]. La ventana era grande [...] la vista caía
a un jardín [...]. En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio
un crucifijo pequeño.” (F.S., II, 85)

En ambas novelas la mirada es la que desencadena la acción narrativa: la “deshonesta


desenvoltura” con que miran Rodolfo y sus compañeros _ “los lobos”_ los rostros de
las mujeres _ “las ovejas”_ provoca el enojo del padre de Leocadia6, es la visión ante el
personaje femenino la que provoca en el hombre el deseo de encerrarla: a Leocadia para
deshonrarla y a Leonora para preservar su honra de esposa.
Pero mientras Leocadia no quiere ver para no añadir más dolor a su penosa situación,
Leonora mira, y es esa visión la que la pierde _al comparar al joven Loaysa con el viejo
Carrizales_.

En La fuerza de la sangre la misma visión7 cambia radicalmente en espíritu, ya que si


en el primer encuentro a Rodolfo la imagen de Leocadia “le llevó tras de sí la voluntad
y despertó en él un deseo de gozarla”, hacia el final la misma imagen “se le iba entrando
por los ojos a tomar posesión de su alma”. La protagonista femenina, que cuando es
forzada no quiere ver para no recordar a su ofensor, frente a un Rodolfo “tan galán y tan
bizarro, que los extremos de la gala y de la bizarría estaban en él todos juntos”
comienza a querer [lo] “como a la luz de sus ojos”.

El oído también juega un papel muy importante en los relatos. En el caso de El celoso
el tema fue muy desarrollado por la crítica. No sólo debe considerarse el efecto de la
música, sino también los reiterados argumentos de la dueña, que colaboran en vencer la

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Con respecto a la visión en La fuerza de la sangre, resulta interesante el análisis de María D. Estremero,
que señala: “[la novela] se organiza estructuralmente en forma especular a partir de la oposición básica
´visión/no visión´. [...] las situaciones de visión y no visión [...] delimitarán un [...] espacio en dónde los
dominantes son los que pueden ver y los dominados los que son vistos, y a quienes se les quita la
posibilidad de ver.” Ver Estremero, 1999, pp. 123 y 124.
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En ese sentido comenta Estremero: “[...] se plantea un cambio en la connotación de los efectos de la
mirada: si en el tiempo de las tinieblas el resultado era únicamente el deseo erótico , ahora la imagen de
Leocadia consigue la posesión del alma de Rodolfo...” Ver Estremero, 1999: 131.
voluntad de Leonora. A esto se suman los juramentos que salen de la “sucia boca” de
Loaysa, escuchados con avidez por la joven esposa. En La fuerza de la sangre el
elemento auditivo tiene un protagonismo menor. No obstante, podemos mencionar el
momento en que Rodolfo regresa feliz de Italia, expectante ante el comentario de sus
padres acerca de la novia que le tienen reservada. Allí se produce un engaño a los ojos,
cuando su madre le muestra un retrato, presentándolo como el de su futura esposa, que
no es la imagen de Leocadia. En contraste con la fealdad de la pintura, la visión de
Leocadia resplandece aún más. La contundencia del cuerpo femenino, adornado con el
artificio del traje y de las joyas, se impone en esta escena poderosamente:

“Venía vestida [...] de una saya entera de terciopelo negro llovida de


botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes. Sus mismos
cabellos, que eran luengos y no demasiado rubios, le servían de adorno
y tocas, cuya invención de lazos y rizos y vislumbres de diamantes
que con ellos se entretenían, turbaban la luz de los ojos que los miraban.” (F.S.II, 92)

Recordemos que las formas de enamoramiento por excelencia eran ex auditu o de


visu, por esta razón ambos sentidos son la metonimia más ampliamente utilizada para
referirse a todo lo corporal. Es habitual que el enamoramiento de visu se adjudicara más
al hombre y la forma ex auditu a la mujer8. Las protagonistas de ambas novelas
presentan en un inicio un comportamiento esperable dentro de la coordenada
tradicional, pero luego se distancian de la misma, usurpando la modalidad masculina de
acercamiento al objeto deseado. De esta manera, Leonora pasa de escuchar el canto, las
palabras y el juramento de Loaysa a callar y mirar su cuerpo ceñido con un traje
leonado, mientras realiza una comparación, una suerte de cálculo aparentemente
privativo del mundo masculino.
En la misma línea transgresora, Leocadia se presta a la representación ideada por
Doña Estefanía, la madre de su agresor, escondiéndose de la vista de Rodolfo,
estipulando ella los tiempos en que puede ser vista. Asimismo, si consideramos que la
lectura de una carta transmite la voz de su emisor, Rodolfo se deja seducir ex auditu por
la hermosura de una mujer que sus padres le tienen preparada para esposa.

8
En referencia a esto señala Julio D’Onofrio: “[...] el hombre mira y habla; la mujer es mirada y escucha.
[...] El oído recibe el pensamiento ya elaborado y se maneja con el criterio de autoridad; la vista trabaja
con la materia en bruto de la realidad y conoce por sí misma. [...] es posible [...] notar una concordancia
entre la caracterización de los dos sentidos y las actitudes que se consideraban propias de cada sexo. Ver
D’Onofrio, 1999: pp. 202 y 203.
Párrafo aparte merece la dueña Marialonso _supuesta protectora de Leonora y su
honra en El celoso_ con un comportamiento típicamente masculino que ve, desea,
imagina las gracias del músico y lo hace objeto de palabras amorosas para lograr su
propósito.

Estas dos protagonistas femeninas, en contraposición con otros personajes cervantinos


como Preciosa de La gitanilla, Teodosia y la Leocadia de Las dos doncellas, parecen
someterse al discurso masculino. Pero, de algún modo, ya sea callando _como el citado
silencio de Leonora_ o haciendo oír su voz _cuando Leocadia _; ya sea mirando lo que
estaba vedado _ como Leonora que “callaba y le miraba, y le iba pareciendo [Loaysa]
de mejor talle que su velado” (El celoso, 125)_ o no dejándose ver para propiciar un
engaño _ como Leocadia “que [...] escondida le miraba [a Rodolfo]” (L.F. II, 90)_
construyen así su propio destino.

BIBLIOGRAFÍA

Cervantes, M. de. Novelas ejemplares II, Madrid, Cátedra, 1987.

D´Onofrio, J. “La vista y el oído en las representaciones genéricas. El ejemplo de Las


dos doncellas” en Romanos, M. (coord.) Para leer a Cervantes Vol. I, Buenos Aires,
Eudeba, 1999.
Estremero, M. “La fuerza de la sangre, otra concreción de la profecía de la bruja
cervantina” en Romanos, M. (coord.) Para leer a Cervantes Vol. I, Buenos Aires,
Eudeba, 1999.

Petruccelli, M.R. “Valores cronotópicos y técnicas significantes al servicio de la


´ejemplaridad´ cervantina en El celoso extremeño” en Letras Nros. 27 y 28, Revista de
la Fac. F. y L. de la UCA, Buenos Aires, 1993.

Williamson, E. “El ´misterio escondido´ en El celoso extremeño: una aproximación al


arte de Cervantes”, NRFH XXXVIII, 2, 1990.

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