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LA ALBOLAFIA: REVISTA DE HUMANIDADES Y CULTURA INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

“Me gusta imaginar la historia como una casa desordenada y llena de anexos. En las últimas
décadas, los historiadores han ido abriendo el foco, y ahora añaden a la historia política, económica
o intelectual el estudio de las emociones, las actitudes, los gestos o los prejuicios (…) Y en esa casa
que es la historia hay quienes piensan en siglos y quiénes se centran en un instante en particular (…)
Tampoco podemos dejar de lado el papel de los individuos, se trate de pensadores, artistas,
emprendedores o líderes políticos”. Estas frases corresponden a las páginas iniciales de Las personas
de la historia, de la reputada historiadora canadiense Margaret MacMillan1 y vienen a añadirse en su
reivindicación de una historia más flexible y con mayor curiosidad por lo concreto e individual, a las
insistentes reflexiones de los últimos tiempos sobre la importancia e incluso trascendencia de las
decisiones individuales en el devenir de los pueblos.

Aunque aún hay fuertes resistencias, parece claro que las nuevas corrientes historiográficas
vuelven la mirada hacia el papel del sujeto histórico y ponderan la fuerza de la libertad de este para
abrirse paso y trazar una determinada senda para los suyos y hasta en algunos casos para naciones
ajenas. No se trata tanto de una novedad estricto sensu como de una renovación, que adquiere su pleno
sentido por oposición o contraste con las anteriores escuelas historiográfícas de raigambre marxista,
que habían disuelto al individuo en estructuras y las historias personales en colectivos anónimos.
Cabe decir por ello, para ir directamente al grano, que el conjunto de trabajos aquí reunidos se
propone una mirada renovadora sobre un viejo tema, la importancia del ser humano de carne y
hueso en la trayectoria histórica de una comunidad. Hablamos en este caso de nuestro país y de su
historia más bien próxima, la de los dos últimos siglos grosso modo (XIX y XX). En suma, para
expresarlo con la brevedad y contundencia del título general que hemos elegido, se trata de efectuar
una reflexión sobre “Héroes y traidores en la historia de España”, al menos, en una triple
dimensión:

La más evidente y primaria, la de los nombres concretos. Aquí el concepto de “protagonistas”


adquiere su plena dimensión. Nuestros protagonistas son los que actuaron de facto como tales, las
personas que desempeñaron un cometido trascendental en un momento determinado del itinerario
pretérito de nuestro país.

Pero, más allá de esa dimensión obvia, lo que aquí se propone es una reflexión de más largo
alcance sobre el papel del héroe. No podemos desconocer, por muchas reservas que nos suscite,
que una historia posmoderna o, simplemente, la historia que se hace desde el siglo XXI, no acepta
ya los roles tradicionales de héroes (y traidores) del modo supuestamente objetivo y acrítico de la
historiografía tradicional. ¿Hasta qué punto podemos seguir aceptando la catalogación de héroes?
¿Héroes por qué y en función de qué? ¿Héroes en la historia o en la memoria? ¿Héroes reales o
héroes mitificados, instrumentalizados en función de los avatares posteriores? A algunas de estas
preguntas trataremos de dar respuesta desde distintos ángulos.

En tercer lugar, nos enfrentamos a lo que podríamos llamar en términos orteguianos el héroe y
su circunstancia. Como hemos apuntado, la vuelta al individuo en la historiografía actual no es una
mera reproducción de los esquemas tradicionales. La valoración del personaje en la historia no nos
devuelve sin más al individuo como único artífice de los hechos, sino que lo sitúa en un contexto

1MacMillan, Margaret: Las personas de la historia. Sobre la persuasión y el arte del liderazgo, Turner, México, 2017.
Consultado en formato e-book.

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mucho más complejo, en el que sus decisiones y sus actos –por más trascendentales que sean- son
siempre el resultado de una interacción de factores. Si se nos permite la formulación irónica,
podríamos decir que nuestro héroe es hoy, inevitablemente, menos héroe, porque lo vemos como hijo
de su tiempo, supeditado a su coyuntura histórica. Analizamos y juzgamos sus actitudes y
comportamientos como fenómenos contingentes, lejos de tentaciones providencialistas, de modo
que nuestro héroe termina resultando en muchos casos… un héroe a su pesar. Desde la perspectiva
actual, no cabe otra opción que contemplar el héroe como ser falible y vulnerable que, en todo caso
–de ahí su grandeza- sabe sobreponerse a sus limitaciones.

Nuestro recorrido empieza con el héroe por antonomasia, el héroe nacional, elevado a los
altares patrios por los movimientos nacionalistas desde comienzos del siglo XIX. Si así sucede de
un extremo a otro del mundo a lo largo de toda la historia contemporánea, en nuestro país, pionero
en muchos de los aspectos que aquí tratamos, la lucha por la libertad de los ciudadanos y la
independencia de la nación tiene una temprana fecha emblemática, 1808. La resistencia popular
frente a la invasión del más poderoso ejército del momento produce la primera cosecha de héroes y
mártires. Jorge Vilches adopta un punto de vista peculiar para tratar el asunto: en consonancia con
las últimas tendencias historiográficas, nos habla no del sujeto histórico como tal (el patriota, el
guerrillero) sino de la construcción de ese sujeto heroico en una historiografía posterior,
concretamente la de tendencia republicana. Nos muestra así que el héroe de la guerra de la
Independencia recibe muchos de los atributos del héroe clásico y, con ello, pone de relieve que lo
importante para el sentimiento nacional y patriótico será por encima de toda la ejemplaridad de la
acción heroica: el héroe es el individuo excepcional que con su sacrificio nos muestra el camino a
seguir. En este sentido, el héroe es inmortal por definición.

Acabamos de decir que el héroe es por esencia excepcional. El héroe brilla con luz propia y
se diferencia del resto del pueblo. Su acción guía a este hacia el objetivo supremo. Pero en el relato
mitológico todo eso no basta: el héroe ha de hacer frente no solo al enemigo y a las adversidades
genéricas, sino a otros seres poderosos que obstaculizan su tarea. Dicho sin ambages, no hay héroes
sin traidores. A veces incluso el protagonismo del traidor eclipsa al propio héroe, del mismo modo
que el mal nos atrae en ocasiones con más fuerza que el bien. Manuel Moreno Alonso analiza los
distintos roles que desempeñan los traidores en un contexto semejante al anterior, es decir, durante
la guerra de la Independencia. Sus conclusiones son complementarias a las de Vilches en un doble
sentido: primero, porque en esos años convulsos, el traidor viene a ser la antítesis o contraimagen
del patriota; y segundo, porque, como sucede con el héroe, la imagen del traidor también se
construye a posteriori según unas directrices ideológicas y con un cierto sentido de la ejemplaridad.
En este caso, la de señalar cuál es el camino equivocado.

Hasta ahora lo hemos evitado concienzudamente pero ya no podemos seguir haciéndolo: a


nadie se le escapa que la propia denominación de héroe y el concepto más extendido de heroísmo
tienen una matriz romántica. El romanticismo recrea la figura del héroe de tal forma que hoy en día
nos resulta imposible entender su función sin la aureola que le presta aquel movimiento. Es verdad
que hay un romántico que aspira a una cierta santidad heroica y se debate contra sus fantasmas
internos: es el novelista, el poeta, el pintor. En una palabra, el artista. Pero incluso este, de una
manera u otra, siente la llamada de la acción. El auténtico héroe romántico es el individuo que lucha
contra la tiranía, el que se bate por la libertad. En este caso no es ya solo la libertad personal o
interior sino la emancipación del pueblo (combate contra el absolutismo) o de los pueblos
(liberación del yugo extranjero). Pero los obstáculos son tantos y tan inconmensurables que termina
por sucumbir. Una vez más, no obstante, su ejemplo perdura, hace que su lucha no haya sido en
vano y siembra la semilla de un futuro mejor. De esta manera, como señala Raquel Sánchez en su
artículo, el héroe romántico se convierte en “mártir de la libertad”.

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Llegados a este punto, constatamos que la carga cultural es tan determinante que
necesitamos hacer una reflexión sobre el concepto mismo de heroicidad. No podemos hacerlo en
abstracto o en términos genéricos, porque nuestro espacio aquí es muy limitado. Queremos además
realizar ese examen en las coordenadas de la cultura española. Entonces, ¿qué mejor modelo para
dicho análisis que nuestro héroe-antihéroe por antonomasia, el inmortal arquetipo de Cervantes?
Como en los demás casos, lo que nos interesa aquí es la elaboración de un molde de heroicidad. No
nos vamos a remontar al Siglo de Oro sino que nos centramos en el quijotismo de los escritores
españoles de comienzos del siglo XX. Así lo hace Rafael Alarcón en “Don Quijote como
antihéroe”. Sus puntos de referencias son Unamuno, Maeztu y Azorín. Se trata de dar respuesta a
unas preguntas insoslayables: ¿por qué vuelven la mirada los intelectuales españoles hacia el
personaje de Cervantes? ¿Qué buscan en él? ¿Cómo lo interpretan? ¿Es el quijotismo el paradigma
español de comportamiento heroico?

Ya en el siglo XX, nos vamos a encontrar con una polarización muy acusada de la
heroicidad, como corresponde a la cultura política de la época (muy especialmente de su primera
mitad). Por un lado, como herencia de la Ilustración y del Romanticismo, solo que ahora adaptada a
la sociedad de masas, la concepción del héroe popular, adalid del combate contra la tiranía. Ya
hemos consignado que se trata de un aggionarmento del héroe romántico: esto implica que no batalla
solo por la libertad, sino que también pone en primer plano otros valores, como la justicia y la
igualdad. Del mismo modo, la estrategia y la lucha en general han cambiado radicalmente. Ya no es
tiempo de actitudes voluntaristas, acciones individuales o levantamientos de pequeños grupos.
Ahora los protagonistas han de ser las masas, encuadradas en organizaciones específicas,
asociaciones obreras, sindicatos y partidos. El rebelde, sin dejar de ser tal, se ha convertido en
revolucionario. Más aún: aunque hablamos en masculino, tenemos por fuerza que reconocer el
papel decisivo de la mujer, que adquiere en esta lucha un protagonismo tenaz. De todo este
abigarrado panorama trata de dar cuenta Laura Vicente en “La rebeldía heroica”.

El otro polo viene representado por las fuerzas conservadoras, los mantenedores del statu
quo, los que abominan de una sociedad sin orden ni jerarquías. Sustentadores también, como los
anteriores, de un enfoque dicotómico –solo que en las antípodas de la revolución proletaria- los
defensores de los principios tradicionales tendrán también sus héroes. Una de las formas más
extendidas de esta lucha heroica contra la hidra revolucionaria será el levantamiento militar contra
los agitadores. El ejército a estas alturas –de hecho, ya desde las últimas décadas del siglo XIX- ha
dejado de ser el baluarte del liberalismo y se ha convertido, en España y en otros muchos países
europeos, en el firme defensor del orden establecido. El militar ahora viene a personificar los
valores profundos de la patria. El espadón, sin dejar de ser tal, se ha convertido en “cirujano de
hierro”, es decir, en una especie de médico que ha de extirpar los tumores sociales. El paso
siguiente será el katechon. En términos más concretos podíamos hablar del paso de Primo de Rivera
a Franco, siempre con la misma vitola de salvadores de la patria. De todo ello da cuenta González
Cuevas en “Los rostros del héroe militar”.

A nadie se le escapa, por todo lo que se lleva dicho hasta ahora, que hay circunstancias que
propician la aparición de conductas excepcionales o, dicho en los términos que aquí nos interesan,
hay momentos especialmente idóneos para el surgimiento de conductas heroicas, reconocidas como
tales por los coetáneos o por la historia. Pero esas coordenadas peculiares presentan una
ambivalencia: posibilitan por un lado pero conminan por otro. Proporcionan al intrépido o al
valiente la ocasión que quizá anhelaba, pero también fuerzan al dudoso o al pusilánime a tomar
partido con determinación. En una palabra, esas son las circunstancias que fabrican al héroe a su
pesar. Personas que, movidas por su conciencia, su religión o sus ideales, dan un paso al frente,
hasta el punto de estar dispuestos a sacrificarlo todo. ¿Qué otra coyuntura más trágica en este

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sentido que una guerra civil? En este caso, naturalmente, nuestra guerra civil. Siguiendo la línea
argumental de su libro Algunos hombres buenos, Octavio Ruiz-Manjón realiza aquí una reflexión sobre
esos hombres y mujeres que fueron héroes imprevisibles, forzados por la dramática tesitura que les
tocó vivir.

¿Hay héroes en la democracia? En principio casi podría decirse que, en condiciones


normales, el régimen democrático existe precisamente para que no sean necesarios el sacrificio, la
heroicidad y las aventuras sobrehumanas. Pero la democracia en España no llegó por cauces que
puedan calificarse en ningún caso como “normales”. Orillando ahora el recurrente debate sobre
quiénes propiciaron aquella transición (las masas o la elite), nos interesa centrarnos en los artífices
concretos de la transformación política que vivió España a la muerte de Franco. Dos nombres
destacan sobre todo, el rey Juan Carlos y el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Tanto uno
como otro, por diferentes razones, podían haber aspirado a ser reconocidos como héroes por la
labor que realizaron y los obstáculos que tuvieron que superar. Pero, como advierte Enzensberger,
en el mundo que vivimos ya no hay lugar para el héroe clásico, sino solo para el héroe de la
renuncia y la retirada. Tanto don Juan Carlos como Suárez hicieron lo que hicieron porque venían
de dentro del sistema que desmontaron. Paradójicamente ese pecado original pesaría como una losa
en la valoración de ambos. Luego, distintos acontecimientos (desde el 23-F a la corrupción)
provocarían sucesivos cambios en la valoración de ambos, de un extremo a otro, de la alabanza al
repudio. En “El héroe perjuro”, Rafael Núñez Florencio reflexiona sobre lo volátiles y reversibles
que son esas etiquetas de traidores y héroes.

Ya que empezamos esta breve presentación con Margaret MacMillan, nos parece oportuno
cerrarla con una -en nuestra opinión- tan acertada como elegante valoración de conjunto del papel
del individuo en la historia: “Para mí, las personas de la historia son esas que destacan respecto al
fondo, como una madonna en un cuadro renacentista, como los recortables que se ponen de pie en
un libro infantil troquelado, como ese rostro particular en el que se fija la cámara de cine cuando
recorre una multitud. Aunque una vida no puede reflejar por completo toda una época, sí puede
iluminarla y despertarnos el deseo, y hasta la obligación, de saber más”2. Bueno, pues precisamente
eso es lo que nos proponemos y a eso vamos en las páginas que constituyen este dossier.

Rafael Núñez Florencio


Coordinador del Dossier

2 Ibidem.

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