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HISTORIAS DE LA MAR

EL PROYECTO MANHATTAN
Y SUS CHAPUZAS
Luis JAR TORRE

1
NA constante en los recuerdos de mis primeros años en la
Armada es la continua sucesión de comentarios, entre
jocosos y alarmantes, sobre la chapuza integral que iba a
resultar nuestro primer portaaviones autóctono, el Prínci
pe de Asturias. Confieso que entonces, con el desmorali
zador paisaje cotidiano de los despojos que decenios de
- - fracasados experimentos de «alta tecnologíá» habían
esparcido por el Arsenal de Cartagena y zonas aledañas y,
por qué no decirlo, con unos esquemas mentales más rudimentarios, me pare
cía una osadía afrontar la construcción de un portaaviones que, a juzgar por lo
que oía, inevitablemente iba a degenerar en carísimo engendro. Las continuas
dificultades del proyecto originaban en mi entorno mordaces elucubraciones
sobre si el buque cumpliría los mínimos especificados por Arquímedes, pero
también reforzaban mi orgullo de pertenecer al país más chapucero del orbe
terráqueo.
Por ello me sentí estafado cuando, a finales de los ochenta, comenzaron a
caer en mis manos publicaciones anglosajonas especializadas que describían

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HISTORÍAS DE LA MAR

nuestro «engendro» como .an exce


.

lient and relatively inexpensive


method of getting air power to sea, o
decían de su diseño que shows .. .

great irnagination Qn the part of the


Spanish Navy. Cuando, a finales de
los noventa, hemos inaugurado a
escala mundial la lista de países que
han construido un portaaviones para
la exportación, he decidido tirar a la
basura mis viejos esquemas sobre la
1 «chapuza nacional» por inoperantes.
Mi tesis actual es que nuestra tenden

L cia al autodesbarre viene originada


por el «anarquista» que cada español
Albert Einstein y Leo Szilard hablando de sus llevamos dentro y no por nuestro
cosas.
«potencial chapucero», campo en el
que no pasarnos de ser una potencia media. La primera parte de esta tesis está
suficientemente documentada en la historia contemporánea. En España somos
tan «anarquistas» que, puestos a ir por libre, hemos logrado la estupefacción
de algún historiador al conseguir que una ideología que propugna la abolición
de cualquier forma de gobierno haya gobernado una región y dado una minis
tra al gobierno de la República.
El objeto de este artículo es demostrar mi segundo postulado, estableciendo
que la chapuza es un irrenunciable patrimonio de la Humanidad que, por fali
bles, nos hace a todos más humanos, y no un don divino concedido a los espa
ñoles, como defienden tesis más chauvinistas, egoístas y retrógradas. Para
comprobarlo, fisgaremos nada menos que a la primera potencia mundial en el
cénit de su gloria y, lejos del simple proyecto de un portaaviones, cotillearemos
sobre aspectos puntuales del proyecto que finalmente elevaría a dicha potencia
al cénit de su poder. Casi todos los hechos aquí descritos forman parte del
Proyecto Manhattan, pero hubieran podido agruparse bajo el nombre del para
digma de la chapuza nacional en un renominado «Subproyecto Pepe Gotera».

Los científicos, dividir unos átomos

El padre de la bomba atómica fue un imprevisible y poco conocido discí


pulo húngaro de Einstein, el doctor Szilard, que tras salir de Alemania con
cierta precipitación en 1933 se había instalado en Inglaterra. Allí se enteró de
unas declaraciones («la energía atómica es un puro disparate») de Lord Ernest
Rutheford, descubridor del núcleo atómico y «papa» local. Tras exponer
a Rutheford (Nobel de Química 1908) sus propias teorías, Szilard hizo sus

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HISTORÍAS DE LA MAR

propias declaraciones: «me echaron del despacho de Rutheford». Los cimien


tos de la bomba atómica aterrizaron en su tumultuoso cerebro cuando cruzaba
un semáforo y bajo la forma de un hipotético átomo que, bombardeado por
neutrones, liberara energía y, sobre todo, mantuviera la reacción. En 1934
patentó la «reacción en cadena», incluyendo los conceptos básicos de bombar
deo neutrónico y masa crítica. Plenamente consciente de la peligrosidad de su
«concepto», había obtenido la patente para intentar cedérsela a la British War
Office y así mantenerla clasificada. Con fino olfato, dicho organismo no
encontró en 1935 «ninguna razón para mantener en secreto las especificacio
nes», pero en 1936 el Almirantazgo británico ganó unos puntos para la Marina
aceptando el regalo e inaugurando la «no-proliferación de armas nucleares»
antes de que tales armas existieran. De todos modos, el aleatorio Szilard tenía
mejores ocupaciones que buscar su hipotético elemento entre los noventa y
dos conocidos, y su intento de contratar un «negro» que le hiciese el trabajo
aburrido fue un fracaso. Tras descubrir (junto con Chalmers) el procedimiento
para aislar radioisótopos, en 1937 emigró a Estados Unidos como profesor de
la Universidad de Columbia.
A finales de 1938 la doctora Meitner, una física judía que acababa de
«mudarse» a Suecia desde Alemania, recibió carta de Berlín. Bombardeando
uranio con neutrones, su antiguo colaborador Otto Hahn (Nobel de Química
1944) había obtenido inexplicablemente algo de bario y temía hacer el ridícu
lo con un anuncio precipitado, «. .tal vez usted podría sugerirme alguna expli
.

cación sorprendente», decía con modestia. Meitner y su sobrino Frich pergre


ñaron una explicación «plausible», que llamaron «fisión», y Frich le fue con
la historia a su maestro, el descubridor de la estructura del átomo Niels Bohr
(Nobel de Física 1922). Bohr, que estaba a punto de embarcarse para Estados
Unidos por motivos académicos, vio las notas, y dijo su frase: «Oh, qué idio
tas hemos sido todos!». Se hizo instalar una pizarra en su camarote y, a base
de números, extendió el certificado de nacimiento de la fisión nuclear en
pleno Atlántico. La «buena cabeza» de Bohr casi habría de matarle en 1943, al
impedirle colocarse la mascarilla de oxígeno en un «Mosquito» que le alejaba
de los «inconvenientes» de su ascendencia judía en la Dinamarca ocupada.
A su llegada a América y por deferencia a Hahn, Bohr no soltó prenda
hasta que aquél hubo publicado su descubrimiento sólo entonces solicitó
contar unas cosillas en la conferencia anual de física teórica que se reunía en
Washington el 25 de enero de 1939. El coanfitrión doctor Gamow le dio la
palabra, no antes de explicar a algún distinguido colega de qué iba el tema
(«ese Bohr se ha vuelto loco, ¡dice que el núcleo de uranio se divide!»). Peter
Wyden ha escrito que cuando Bohr describió los hallazgos de Hahn la reac
ción de los científicos fue como si se hubiera derogado uno de los diez
mandamientos. Casi todos estaban interesados en saber si el proceso liberaba
energía pero, cuando los números ya desbordaban la pizarra, Edward Teller (el
padre de la bomba H) debió caer en la cuenta de que había muchas formas de

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HISTORÍAS DE LA MAR

liberar energía y recordó a la ilustre


concurrencia que había dos periodis
tas en la sala. No tenía por qué preo
cuparse. Algo más tarde, Morrison,
un discípulo del pintoresco Oppen
heimer en la Universidad de Berke
ley, hizo un boceto de bomba atómica
en la pizarra de su maestro y no
convenció ni a los estudiantes, que le
gritaban desde los pupitres: «los
neutrones!», «te faltan los neutro
nes!». En efecto y como alguien dijo,
una cosa es que los neutrones produz
can fisión y otra que la fisión produz
ca neutrones. Menos afortunado que
éste indocumentado escribidor, el
artículo que Morrison envió al Satur
day Evening Post sobre la bomba
atómica fue rutinariamente recha
zado.
El conocimiento de cuál podría ser
el elemento que buscaba pulió al poco
ortodoxo Szilard en un mal momento,
subempleado, sin blanca y alarmado
por la posibilidad de que los alemanes
El sargento Lehr con el núcleo de plutonio de desarrollaran la bomba; así que se
«Gadget» a cuestas. Apréciese la indumentaria
«prenuclear».
presentó en Washington en busca de
aliados. Después de hacerse recoger en
la estación por su amigo Teller y ofrecerle éste alojamiento en su propia casa, de
modo característico Szilard inspeccionó el dormitorio y manifestó: «ya he trata
do antes de dormir en esta cama», y preguntó por un hotel. A principios de
febrero trató de interesar en su «reacción en cadena» al prestigioso ególatra Enri
co Fermi (Nobel de Física 1938) que, tras recoger dicho premio y aconsejado
por Bohr, había sacado billete (sólo de ida) desde Estocolmo a Estados Unidos
en busca de un clima más saludable que el italiano para su esposa judía. Como
Szilard era persona non grata en el respetable hogar de los Fermi, cornisionó a
Isaac Rabi (Nobel de Física 1944) para transmitir su mensaje. Fermi escuchó las
ideas de Szilard y pronunció unas sencillas palabras («jqué estupidez!»), que
Rabi transmitió al húngaro. En una visita posterior, Fermi aclararía a Rabi que,
desde su punto de vista, la emisión de neutrones en la fisión del uranio y la
consecuente reacción en cadena era sólo una posibilidad remota, que cifró en un
diez por ciento. Isaac Rabi, que procedía de la actual Polonia, aclaró a Fermi que
«el diez por ciento no es una posibilidad remota si podemos morir por ello».

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HiSTORiAS DE LA MAR

Este artículo no va de fisica, pero no conviene simplificar en exceso. Lo


que en 1939 se entendía por «uranio» era una mezcla de U238 y U235 con
menos del 1 por 100 de este último, que es el que tiene las «propiedades
idóneas» (ahorraré el «rollo») para hacer funcionar un reactor o para hacernos
saltar por los aires; sería Bohr quien cayera en la cuenta el 5 de febrero de ese
mismo año. Mientras, Szilard buscaba los neutrones por su cuenta, o casi. Tras
sablear dos mil dólares a un amigo y conseguir un renuente permiso para utili
zar los laboratorios de la Universidad de Columbia, el 2 de marzo de 1939
fisionó una muestra de uranio y consiguió verificar la emisión de los neutro
nes que tanto necesitaba. Ahora tendría que verificar si estos neutrones produ
cían una reacción en cadena en el gobierno.

El gobierno, soltar unos dólares

El catalizador de la «reacción en cadena» administrativa que Szilard nece


sitaba seguía siendo Fermi o, mejor dicho, el prestigio académico de Fermi,
que no accedió a prestarlo hasta que hubo verificado por su cuenta la emisión
de neutrones. Pero una cosa es navegar entre partículas subatómicas y otra
entre los infinitamente más complejos entresijos burocráticos, un tipo de
«navegación» fuera del alcance de unos simples premios nobel. El 16 de
marzo de 1939 Pegram, decano de posgraduados de Columbia, inició el
primer asalto, una carta de recomendación para Fermi a un almirante de la
oficina del jefe de Operaciones Navales. Como consecuencia de esta carta, el
físico pudo explicarse durante una hora ante un comité militar que, además de
no mostrarse excesivamente impresionado por las cualidades «explosivas» del
uranio, largó al quisquilloso Fermi un educado «seguiremos en contacto»
cuando éste expuso las ventajas (ja, ja!) del uranio como fuente energética
para submarinos. Refuerza la impresión de que no era un comité particular
mente bien informado el hecho de que, tras la «salida» de Fermi, uno de los
consejeros técnicos llamó al Instituto Carnegie e hizo dos preguntas particu
larmente estúpidas: «Quién es ese Fermi?, ¿es acaso un fascista?». Corramos
un tupido velo.
El segundo asalto fue cosa de Szilard, que trató de «vender» a un asesor
técnico del Laboratorio de Investigación Naval su nuevo sistema moderador
de grafito para una reacción en cadena sostenida. El 10 de julio recibió la
respuesta del hombre de la marina: «La ayuda es casi imposible en vista de las
restricciones impuestas al gobierno en los contratos de servicios». Hábil quite,
y con un estilo plenamente actual. El tercer asalto fue mucho más profesional,
Szilard solicitó asesoramiento a un amigo, antiguo parlamentario en Alema
nia, al que suponía conocedor del know how de la política. Suponía bien, su
amigo le presentó al «práctico» que necesitaba para navegar por Washington
en la persona de Alexander Sachs, un economista que había asesorado a

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HISTORIAS DE lA MAR

Roosevelt en la campaña de 1932. El experto local expuso su estrategia: puen


teo general a la administración mediante una carta de Einstein al presidente
Roosevelt, que el propio Sachs entregaría en mano, informándole de las posi
bilidades de una bomba atómica y de otro tipo de «posibilidades» si los
alemanes la construían antes. Szilard visitó a su viejo profesor (que le recibió
en camiseta y con los pantalones remangados) para explicarle la situación y
sus propias ideas. Por entonces Einstein arrastraba una fase «vaga» y no esta
ba muy al corriente de los recientes avances en fisión, pero hizo gala de su
legendaria modestia: «Eso nunca se me había ocurrido», y de su legendaria
sabiduría: «será difícil hacer comprender esto a los militares», lo que, para
Szilard, significaba «será difícil sacar un dólar para esto a los militares». Se
confirmaba la conveniencia de redefinir objetivos y dedicarse a los políticos.
A finales de julio Einstein, engalanado para la ocasión con bata centenaria
y zapatillas, dictó a Teller el borrador de una de las cartas más famosas de
todos los tiempos, y el 11 de octubre, con la segunda guerra mundial ya en
marcha, carta y cartero fueron recibidos por un ocupadísimo Roosevelt. Sachs
se presentó armado de abundante bibliografía y, en un estrepitoso fallo táctico,
largó al desdichado presidente un espantoso «rollo» sobre los recientes avan
ces de la física nuclear. Al cabo de una hora, Roosevelt «se distrajo» pero,
antes de ser acompañado a la salida y probablemente en nombre de su antigua
amistad, Sachs consiguió del presidente una invitación a desayunar para la
mañana siguiente. En su segunda oportunidad Sachs dejó de lado los aspectos
académicos de la energía nuclear y, centrándose en determinados aspectos
prácticos, logró una instantánea comprensión de la esencia del problema
(«Alex, lo que usted busca es que los nazis no nos hagan volar»). Tras la
concisa respuesta de Sachs, «precisamente», Roosevelt inició una doble línea
de actuación; en una primera fase otorgó a Sachs el honor de un lingotazo
matutino de su magnífico coñac «Napoleón» y, ya en una segunda fase, llamó
al General Edwin «Pa» Watson, su secretario militar, le largó los papeles de
Sachs y con la frase «esto requiere atención, Pa» quedó inaugurado adminis
trativamente el Proyecto Manhattan.
De modo increíble, el primer paso fue ¡un nuevo comité! Esta vez se trata
ba del «comité del uranio», ante el que desfilaron los científicos que promo
vían el proyecto, con la excepción de Fermi, que pese a reiteradas súplicas de
sus compañeros se negó en redondo a exponer su todavía maltrecho ego a otro
grupo de «expertos». Reunido el comité, Szilard planteó sus necesidades
inmediatas, grafito para un reactor experimental. Por esta vez el representante
de la Marina guardó silencio, pero había que lidiar con el representante del
Ejército, el muy equilibrado coronel Adamson, que explicó al comité que no
creía en «superbombas» puesto que, hallándose en cierta ocasión junto a un
depósito de municiones que voló por los aires, él ni siquiera se había caído al
suelo. Cuando surgió el tema económico y Szilard solicitó una asignación de
seis mil dólares, Adamson volvió a la carga, explicando que se requerían dos

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HISTORIAS DE L4 MAR

guerras para que una nueva arma fuera de utilidad y que las guerras se gana
ban con la moral de las tropas y no con las armas. Aquello resultó demasiado
para Wigner (Nobel de Física 1963), uno de los científicos que acompañaban
a Szilard, que sugirió al comité la oportunidad de recortar sustancialmente el
presupuesto del Ejército a la vista del poco valor de las armas. Debió ser un
buen argumento ya que a Szilard le aprobaron sus seis mil dólares con el visto
bueno de Adamson.
Las peripecias administrativas del grupo de Szilard ocuparían un artículo
monográfico; resumiré diciendo que, por el momento, nadie vio un dólar y
Szilard comunicó por escrito al amigo sableado que los dos mil «del ala»
debería conceptuarlos como «deuda irrecuperable». Nadie había conseguido
liar en esta ocasión a Fermi, pero hasta un genio puede tropezar dos veces en
la misma piedra. Cuando el «comité del uranio» se reunió de nuevo, hubo
quien perdió los estribos al comprobar que, en principio, ni Fermi ni Szilard
estaban autorizados a participar. Lógico, explicó el presidente del comité, al
no ser ciudadanos norteamericanos no podían discutir sus propios descubri
mientos porque eran secretos. Desgraciadamente, no consta la reacción de
Fermi. Finalmente, el 20 de febrero se cobraron los famosos seis mil dólares,
y en noviembre de 1940, un puesto de trabajo remunerado para Szilard y
cuarenta mil dólares para un reactor. Habría sido curioso comprobar la cara
del coronel Adamson si hubiera llegado a enterarse del coste final del proyec
to, dos mil millones de los dólares de entonces.

Los técnicos, construir una bomba

El proyecto Manhattan arrancó en serio a las 1030 del 17 de septiembre de


1942, cuando el coronel de ingenieros Leslie Groves se enteró que había sido
nombrado «voluntario» para coordinarlo. Como Groves había supervisado
obras más caras (v.g, el Pentágono) y por entonces el proyecto «sólo» iba por
cien millones, recibió un serio disgusto, que fue atemperado por la promesa
de que ganaría la guerra él solo. Virtuoso «conseguidor», el 18 de septiembre
ya había comprado 1.250 toneladas de mena de uranio; el 19, veinte mil
hectáreas para la planta de enriquecimiento de uranio de Oak Ridge; el 23,
ascendido a general, y el 26, obtenido la máxima prioridad logística conocida.
Groves tenía tal obsesión por la seguridad que, insatisfecho con la clasifica
ción «Top Secret», se sacó de la manga la clasificación «Ultrasecret» para sus
papeles. Tanta vigilancia y control irritó a los científicos que trabajaban en el
laboratorio de Los Alamos, que algunas noches abrían mágicamente ultrase
cretas cajas fuertes (recuérdese, eran genios) y dejaban mosqueantes anóni
mos entre los clasificadísimos documentos para alarma de Groves, que guar
daba en su propia caja fuerte los bombones, que constituían la base de su
dieta.

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HISTORiAS DE LA MAR

El secreto mejor guardado del proyecto Manhattan (el peso de Groves)


nunca llegaría a descubrirse pero, pese a los desvelos del general, el brillante
enlace entre la División Teórica y la de Explosivos, Klaus Fuchs, pasó a los
soviéticos las especificaciones completas de la bomba. Para no ser menos,
David Greenglass, uno de los diseñadores, hizo lo propio a través de la red de
espionaje de su famoso cuñado, el físico Julius Rosenberg. Con el tiempo, los
esposos Rosenberg recibirían su propia dosis de «alta tecnología» del agrade
cido gobierno norteamericano y, tras un sonado proceso, acabaron en la silla
eléctrica en 1953. El pasado verano, cincuentenario de la primera bomba
rusa, se difundió en televisión la foto del artefacto, una inconfundible prima
carnal del modelo MK III «Fat Man», con su característico look de cerdo con
aletas.
En Agosto de 1943 comenzó la producción «industrial» del isótopo U235
en la planta de 500 millones de dólares de Oak Ridge, pero a un ritmo tan
lento que no permitiría reunir material para una sola bomba (unas 18 libras)
hasta mediados de 1945. Lo bueno era que la bomba funcionaría perfectamen
te con el detonador de cañón previsto porque, se había verificado, en una masa
supercrítica el U235 liberaría casi todos sus neutrones en menos de una
milmillonésima de segundo. Lo malo que una sola bomba no parecía gran
cosa para ganar la guerra. En una «tormenta de cerebros» organizada por el
genial director de Los Alamos, Julius Oppenheimer, un físico asignado a su,
llamémosle, «ramo de armas» apuntó que un detonador «implosivo» conse
guiría la supercríticidad con menos U235 (unas nueve libras). Se trataba del
peculiar Nedderineyer, que inmediatamente oyó opiniones adversas sobre su
salud mental de los alucinados artilleros y el consabido «eso es imposible» de
sus colegas, conscientes de las impracticables especificaciones de simetría y
convergencia de la onda de choque requerida (curiosamente resultaría un
problema de «megacálculo» matemático). Aunque estaba previsto que el
nuevo reactor de Hanford suministrara generosas cantidades de Plutonio 239
como «eficaz» sustituto del U235, Oppie asignó medios a Neddermeyer y le
hizo una promesa formal: «si puede hacerlo, le regalaré una botella de
whisky».
Como vía hacia la perfecta implosión Neddermeyer comenzó por intentar
explosiones uniformes, con poco éxito y notable estruendo. En alguna ocasión
celebró el 4 de julio en Los Alamos haciendo estallar en el aire unos trozos de
tubería de acero con resultados bastante irregulares en cuanto a uniformidad.
Debió divertirse lo suyo, hasta que su jefe, el circunspecto capitán de navío
Parsons (digamos que el jefe del ramo de armas de Los Alamos), expuso a
Oppenheimer su valoración personal del físico («tengo mis dudas sobre la
seriedad del doctor Neddermeyer»), y su prognosis particular sobre las expe
riencias («Su paso siguiente será tratar de implosionar una lata de cerveza sin
derramar el líquido»). Tenía razones para quejarse, se ha escrito que, en cierta
ocasión, el general Groves le echó tal chorreo por las actividades de «su» físi

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HISTORIAS DE LA MAR

co que el «almirantable» Parsons


temió por su carrera o, peor aún, por la
«carrera» de su esposa, hija de un
almirante. En julio de 1944 vino lo
mejor, el PU239 de Hanford tenía
rastros de PU240, lo que significaba
que el detonador de cañón disponible
originaría, por lento, una explosión
prematura (un «fizzle», sofisticado gati
llazo que a veces padecen estos jugue
tes). También significaba que el detona
dor de Neddermeyer tenía que «Gadget» montada en su torre y envuelta en
funcionar, así que Oppenheimer ocupó su archicomplicado detonador.
al chapucero autor del concepto en
«pequeños detalles» mientras el mismísimo Von Neumann descubría sobre la
marcha la «lente explosiva», IBM inventaba el ordenador para superar los infu
mables cálculos implicados y cuatrocientos ingenieros y diseñadores adicionales
improvisaban contrareloj una tecnología inédita. La palabra «implosión» perma
neció clasificada hasta 1951.
Se decidió que la bomba de U235 sería suficientemente fiable para utilizar
la sin pruebas previas, pero habría que efectuar una explosión de prueba en
Alamogordo con el modelo de PU239 y su historiado detonador implosivo.
Cuando la bomba de plutonio «Gadget» comenzó a tomar forma los nervios
de Oppenheimer ya amenazaban ruina. Su pasado filocomunista había genera
do a su alrededor un persistente nubarrón de «superagentes-86» y, tras la
guerra (era insustituible), le costaría la pérdida de su acreditación. Aunque
radical y prina-donna, fue un injusto pago para una trayectoria leal y su salud
perdida en un proyecto que iba contra sus principios. A mediados de 1945
Oppie sufría además el acoso de la Ley de Murphy. A primeros de julio y para
su desesperación, las semiesferas de plutonio presentaban irregularidades en
las superficies de contacto que sus muchachos escoriaban chapuceramente con
instrumental de dentista. La prueba debía hacerse el 16 de julio, y el 13 un
manitas solventó el problema con pan de oro, momento en que la armadura
implosiva comenzó a fallar (sin pegas, un recalentamiento). El 14 se montó el
núcleo en la armadura y no encajó (nada, unas dilataciones); cuando se izó el
arma al «Punto Cero» (una torre de 30 m) el aparejo descarriló y la bomba
quedó bailando (previsto, había seis metros de colchones debajo), entonces
sonó el teléfono y Los Alamos informó (en base a un cálculo erróneo) que la
prueba de la armadura producía una onda de choque asimétrica (no hay
bomba). La reacción de Oppy fue tal que, para calmarlo, Kristianowsky, el
experto en explosivos que le acompañaba, apostó su sueldo de un mes contra
diez dólares a que la bomba funcionaría. Oppenheimer aceptó la apuesta
inmediatamente.

63
HISTORIAS DE LA MAR

Hubo más apuestas, ciento tres


científicos de Los Alamos hicieron
una famosa «porra» (a dólar) sobre la
potencia final del artefacto, diseñado
para 20 KT. Hubo cifras para todos
los gustos, desde los 45 KT de Teller
hasta los O KT del jefe del Grupo de
Entrega; Oppie apostó por 0,3 KT,
«gatillazo?». La noche de la prueba
hubo cierto desasosiego y alarma en
relación con la espantosa tormenta
que caía, pues días antes un rayo
había hecho estallar el explosivo
convencional de una bomba de prácti
cas precisamente en la torre que ahora
ocupaba el monstruo, por no hablar de
algún estudio que «demostraba» el
incendio de la atmósfera y su reduc
ción a óxido nitroso por las altas
temperaturas de la explosión. Cuentan
las crónicas que el desdichado Groves
Oppenheimer y Groves contaminándose tonta became annoyed cuando, esa misma
mente en el Punto Cero de «Gadget», feliz noche, pilló a Fermi cruzando apues
mente ignorantes de las limitaciones de los
«Geiger» de la época. tas con otros científicos sobre si la
bomba incendiaría o no la atmósfera y
si, en caso positivo, únicamente resultaría destruido Nuevo México o lo sería
todo el planeta.
A las 0530 del 16 de julio de 1945, con hora y media de retraso sobre el
horario previsto, la explosión de «Gadget» liberó 21 KT y no destruyó al
mundo, aunque evaporó la torre, cristalizó 900 m de arena del desierto, hizo
perder a Oppie, 10 dólares que no llevaba encima, e hizo ganar los 103 dóla
res de la porra a Isaac Rabi, que al apostar por 18 KT (dijo que a voleo) fue el
que más se acercó a los 18,9 KT de la segunda estimación previa. La primera
(10 KT) la había hecho Fermi a 30 km del Punto Cero, al medir el desplaza
miento de unos papelitos en el aire por la onda de choque. Para mediciones
más «profesionales», Fermi, un genio latino a fin de cuentas, prefería su
«blastómetro-registrador-de-lata-de-cerveza-vacía», infalible dispositivo que
en su modalidad de «lata-de-cerveza-vacia-fijada-a-mamparo» sería utilizado
con gran éxito en las pruebas de Bikini. Y hablando de «blastómetros», la
misma tormenta que «desasosegó» al personal y retrasó la prueba convirtió en
un churro la navegación de dos B-29 que, en palabras del discreto Groves,
debían efectuar certain desired observations sobre el Punto Cero y hubieron
de contentarse con ver un distante resplandor. Por ello, el informe preliminar

64 [Enero-feb.
HISTORIAS DE LA MAR

de Groves puntualizaba que we still have no reason to anticipate the loss of


our plane in an actual operation, although we cannot guarantee safety. Sin
pegas.

Los marinos, llevar un bulto

El mismo día que estallaba «Gadget», los componentes de la siguiente


bomba, «Little Boy», emprendieron viaje a la isla de Tinián, en las Marianas.
El lote incluía la práctica totalidad del uranio enriquecido disponible, por lo
que Parsons, antes que mandar por vía aérea un material irreemplazable, soli
citó un buque a la Marina. En ausencia del inevitable Contramaestre Casado,
en San Francisco estaba terminando de recuperarse del desaguisado sufrido en
un mal encuentro con un kamikaze el crucero Indianápolis, buque insignia del
almirante Spruance, así que Parsons tuvo su buque. En teoría era el buque
perfecto para la misión pero, por lo que se ha escrito, nadie hubiera apostado
un duro por él, y menos que nadie el propio Spruance. Según radio macuto la
estabilidad del pobre mdv era discutible y, por ello, su resistencia a inundacio
nes en combate objeto de cábalas. Su problema eran los tiempos modernos,
que habían cubierto sus superestructuras de radares y artilugios dando la
puntilla a una estabilidad que no debía ser gran cosa de origen. Para acabar de
arreglar las cosas, treinta oficiales (veinte novatos) y doscientos cincuenta
marineros (auténticos «pelones») acababan de relevar al personal veterano.
En todo caso y con notable parafernalia de comitiva, escolta y escopetas de
postas, se presentaron a bordo un ingeniero y un «científico» disfrazados de
artilleros (con los emblemas al revés). El «científico», en realidad un capitán
médico con alguna experiencia en radioterapia, era idea de Parsons para «tran
quilizar a la Marina». Traían un pesado cajón (la carcasa de la bomba), que
fue trincado en el hangar de babor y, la madre de todos los secretos, un cilin
dro de plomo (el núcleo de uranio) que, con gran aparato de seguridad, fue
soldado al suelo del camarote del mismísimo almirante Spruance, que no
montó ningún escándalo porque estaba en Guam. Inexorables infantes de
Marina tomaron posiciones y, poco después, un vigilante armado en cada
esquina del cargamento daba al escenario el inquietante look de un velatorio.
El comandante del buque, capitán de navío MacVay, recibió de su colega
Parsons crípticas instrucciones: <...no sabrá qué carga lleva, salvará la carga
antes que al buque...». A su vez, el «científico» confesó discretamente al
comandante su auténtica especialidad (ginecólogo) y, ya en funciones de
«tranquilizador», le aseguró que el bulto no contenía nada peligroso ni para su
unidad ni para su dotación. Para contribuir a relajar al comandante, ingeniero
y «científico» se relevaban continuamente en la presidencia del «velatorio»
armados con un contador Geiger, un inquietante artefacto que, en 1945, debía
resultar prácticamente desconocido (por suerte).

2000]
HiSTORÍAS DE LA MAR

El crucero Indiannápolis fondeado en Tinian tras descargar a «Little Boy» y tres días antes
de su pérdida.

Ya en la mar, MacVay reunió a sus oficiales y les «aclaró» dos cosas, qué
estaban haciendo (<dcan ‘t teli you what the rn-ission is, 1 don ‘t know nivself»)
y la importancia relativa de la carga (<dfwe had an abandon ship, what is in
the Adiniral ‘s cabin inust be placed in a boat before anybody else»). Natural
mente, a bordo del Indianápolis, radio macuto enloqueció, aunque alguien
particularmente bien informado ya había «descubierto» lo que contenía el
bulto, mucho dinero para sobornar a los japoneses y lograr así su rendición.
No andaba mejor informado el propio comandante, cuyo hábil interrogatorio a
los «artilleros» acerca del contenido del cilindro («no creí que fuéramos a
utilizar armas bacteriológicas en esta guerra») resultó una pifia. Mayor pifia
fue su descarga a un lanchón ya fondeados en Tinián; el primer cable se quedó
corto y los «operadores» dieron inquietantes paseos al envío, jaleados por un
nutrido y poco caritativo público y a la vista de importantes «barandas», atraí
dos por tanto secreto. Cincuenta años después, el «doc» del Indianápolis,
capitán Haynes, aún recordaba (en su revista de marina) ver a dos «peces
gordos» de la Fuerza Aérea manejando el material como simples estibadores.
Pero la peor pifia ocurriría camino de las Filipinas tres días más tarde,
cuando ya anochecido y con mala visibilidad el capitán de navío MacVay
ordenó suspender el zigzag. A medianoche, con mejor visibilidad y a la luz de
la luna, el submarino japonés 1-58 le colocó dos torpedos y el hidianápolis se
hundió en doce minutos. Con 881 muertos fue la peor catástrofe en la mar de
la Armada norteamericana. En diciembre de 1945 el capitán de navío MacVay
perdió cien puestos en su escalafón tras un consejo de guerra, en el que, muy
probablemente, hizo de cabeza de turco para importantes pifias ajenas que
sería largo relatar aquí. El comandante del 1-58 hubo de declarar como testigo

66 [Enero-feb.
HISTORIAS DE LA MAR

y, aunque por entonces el capitán de corbeta Hashimoto ya había perdido


todos los puestos de su escalafón, el empleo y la guerra, hizo un conmovedor
esfuerzo por ayudar a MacVay, un colega en apuros. Después de navegar unos
años como marino mercante, Hashimoto acabaría siendo sacerdote sintoísta en
Tokio, MacVay fue rehabilitado en 1946, se retiró con el empleo de contralmi
rante en 1949 y se suicidó en 1968. Emociona comprobar que, todavía hoy,
supervivientes de su dotación piden ayuda en Internet para limpiar su nombre
por completo.

Los aviadores, dar en el blanco

En junio de 1944 los japoneses tenían medio terminado en Tinián un aero


puerto, así que, a diferencia de otras islas, llegaron los americanos y’ tras ofre
cerse a terminar las obras, comenzaron a usarlo para bombardear Japón. Con
las prisas del desahucio, en junio de 1945 aún vagaban por la selva 500 japo
neses, inasequibles al desaliento y alimentados en buena parte con las basuras
de 200.000 americanos. En uno de sus raids al vertedero del aeropuerto, el
sargento nipón Kizo Imai (infante de Marina) observó un nuevo complejo
especialmente vallado, y se temió lo peor, un campo de prisioneros para un
inminente «peinado» de la isla. Sus prismáticos, un rótulo y su inglés le tran
quilizaron, sólo era «Zona prohibida —Grupo Mixto 509—. Se precisa pase
especial a todas horas». Imai no tenía pase especial pero, a la hora del cine, en
la cocina se robaban pollos sin pase y, total, no podía pedir un bombardeo
porque su radio, tras prometerle refuerzos un año atrás, se había averiado.
El Grupo Mixto 509, tan impúdicamente expuesto al enemigo, era el ultra-
secreto destinatario de «Little Boy», encargado de lanzarla sobre Japón con
sus B-29 especialmente modificados. Su jefe, el coronel Tibbets, tenía sus
propios problemas. Para empezar estaban las «seguridades» recibidas de Los
Alamos sobre un amerizaje (explosión nuclear si entra agua en la bomba), un
«estrellizaje» (explosión nuclear si estalla el explosivo convencional) o un
lanzamiento «normal» (no está garantizada la supervivencia del avión). Luego
estaba la «acción enemiga»; una diarrea diezmó en julio al elitista grupo de
Tibbets y se diagnosticó sobredosis de jabón. Seguridad pudo comprobar que,
de algún modo, los japoneses habían accedido a la cocina y, con característica
crueldad oriental, vertido jabón en la comida de las perolas. Finalmente, esta
ban los materiales de saldo. El 19 de abril el detonador altimétrico de una
bomba de prueba, que debía funcionar a 1.800 m, mosqueó al personal
haciéndolo a 9.500, justo bajo el avión. El 5 de agosto, víspera del bombardeo
de Hiroshima, se hizo una última comprobación del mecanismo modificado.
La bomba se soltó del avión y el cable de enganche activó el temporizador que
activaba el altímetro barométrico que activaba el radioaltímetro que activaba
la bomba. Complicado, pero mucho más seguro para el avión. Y para el

2000]
HISTORIAS DE lA MAR

enemigo. Debía producirse una nube


de humo a 500 m de altura, pero la
única nube que se produjo fue de
espuma, al hundirse el artefacto en el
Pacífico.
El 6 de agosto Tibbets pasó a la
historia pilotando un aparato que no
era suyo y al que había bautizado el
día anterior con el nombre de su
madre, Enola Gay, sin consultar a su
«dueño», el capitán Lewis, que pasó
al asiento de la derecha doblemente
Nucleo de plutonio de «Fat Man». En efecto. - .

es increíblernente pequeño y algún «chapuzas» cabreado. En prevision de que un


ha colocado al revés la escala en centímetros. «mal despegue» vaporizara el aero
puerto, se pidió a los insustituibles
ensambladores de la bomba que pusieran tierra de por medio. Los primeros
B-29 tenían un horrendo historial de motores sobrecargados, de una muestra
de setenta y ocho perdidos en misiones de combate entre noviembre de 1944 y
marzo de 1945, cincuenta y tres habían caído sin ayuda del enemigo. Animado
sin duda por estos antecedentes, el capitán de navío Parsons, que volaría en el
Enola como «especialista», decidió no montar el explosivo convencional del
detonador hasta después del despegue sin hacer excesivas preguntas por el
momento para evitar entrar de guardia, pues sabía que a Groves no le agrada
ba el procedimiento. Se había dispuesto que la prensa inmortalizara la partida,
y la tripulación de tierra revisó el avión en busca de «objetos no autorizados».
Seis paquetes de preservativos y tres bragas de seda quedaron en tierra, pero
había más «porquerías». En la revisión prevuelo, el exigente mecánico
Duzembury vio que alguien se había dejado unos trastos bajo la bomba y, al
apartarlos de un cabreado puntapié, los explosivos desmontados por el
prudente Parsons efectuaron el primer vuelo de la mañana. Por entonces el
show mediático estaba ya en su apogeo y, mientras la dotación del Enola
posaba resignadamente, Parsons daba la nota opinando en voz alta sobre aquel
carnaval. Un fotógrafo que ignoraba quién era le empujó hasta el tren de
aterrizaje, espetándole un «vas a ser famoso, así que sonríe». El futuro viceal
mirante Parsons dio su opinión sobre la fama y aclaró que, ni por asomo,
pensaba sonreír.
Hacía muy bien. Seis horas más tarde «Little Boy» estallaba sobre Hiroshi
ma causando una espantosa matanza entre sus habitantes, no mayor que las de
Dresde o Tokyo, ni más espantosa que la del Indianápolis, pero es estéril
poner cifras al horror. Aunque se entregó a la dotación material para registrar
en caliente lo que veían, la historia ha inmortalizado la «frase oficial» del
copiloto ante el hongo (Dios mío!, ¿qué hemos hecho?») y no el prosaico
«Dios..., mira cómo sube ese hijo de perra!» que le oyeron exclamar. Yo

68 [Enero-feb.
HISTORIAS DE LA MAR

habría elegido la frase del teniente


Beser, el hombre de las contramedi
das («es sumamente terrorífico, ¡ qué
alivio que haya funcionado!»). Al
menos es tan auténtica como su crea
dor, que se había pasado casi todo el
vuelo durmiendo a pierna suelta.
«Little Boy» estalló a la altura
correcta (unos 600 m) y a 244 m del
blanco, intrascendentes, ya que liberó L
13,5 KT, más del doble de lo previs «Fat Man» recibiendo los ditirnos «toques»
to. Pero el premio del día fue para el inmediatametne antes de ser embarcada en
paisanaje del Arsenal de Kokura, Bock’s Car.
objetivo secundario del Enola y agraciados con el derecho a ver otros amane
ceres.
La siguiente bomba («Fat Man») era de plutonio y su complejo detonador
no se podía montar en vuelo, por lo que Parsons tuvo que certificar (por escri
to) al mando local la seguridad del artefacto ante un «mal despegue». Ya que
él también estaría en el aeropuerto, firmó sin mayores problemas. El 8 de
agosto «Fat Man» despegó de Tinián a bordo del bombardero Bock’s Cw:
Siguiendo la costumbre, el piloto «de cargo» (capitán Bock) había sido eyec
tado del asiento izquierdo por un superior, y la «niñera» del chisme era otro
marino, el capitán de fragata Ashworth. El objetivo primario era un arsenal de
Kokura al que parecía habérsele acabado la suerte pero, ya en posición y con
las compuertas abiertas, una providencial humareda lo ocultó. Tres pasadas y
cuarenta y cinco minutos después se «reasignó» la bomba al objetivo secunda
rio, Nagasaki. Quedaba combustible para una sola pasada y estaba nublado,
así que, contra lo ordenado, se hizo una aproximación radar. Cuando navegan
te y radarista estaban a punto de culminar la faena por su cuenta, el bombarde
ro gritó que veía la ciudad, el radarista le pasó el control, se hizo un lanza
miento visual y, en una de las más afortunadas y menos conocidas pifias de la
historia, «Fat Man» falló el blanco por tres kilómetros. Se ha calculado que
decenas de miles de japoneses salvaron la vida, pero mayor fue la chamba del
Arsenal de Kokura, incólume objetivo de las dos únicas misiones de bombar
deo atómico real de la historia. Bock’s Car tomó en el aeropuerto alternativo,
(Okinawa) tan seco que, se ha escrito, ni pudo rodar por la pista.

Las conclusiones, dejar las cosas claras

Este artículo no pretende ser ni de lejos una historia del Proyecto Manhat
tan, es simplemente lo indicado en su preámbulo, una sucesión de anécdotas
demostrativas de que, a la hora de hacer chapuzas, todos los hombres somos

69
HISTORIAS DE LA MAR

hermanos y en todas partes cuecen habas. Tampoco pretende sugerir que el


Proyecto Manhattan fuera un trabajo de aficionados, es cosa sabida que cons
tituyó la mejor orquesta de cerebros de que se tenga conocimiento. Desgracia
damente, el que tamaña empresa tuviera como efecto inmediato convertir en
plasma a buena parte del vecindario de Hiroshima es un baldón en el «debe»
de toda la Humanidad, y digo «toda» porque, a poco rigor y honestidad que
utilicemos, llegaremos a una conclusión de perogrullo: la razón por la que
fueron precisamente los norteamericanos quienes usaron la bomba fue que
eran precisamente los norteamericanos quienes la tenían. Y además estaban
muy enfadados, la primera bomba había caído del cielo inopinadamente sobre
sus cabezas una tranquila mañana de domingo y en pleno izado de bandera.
Pero no entremos én polémicas innecesarias, en los años posteriores a
Hiroshima, quien no ha tenido su propia bomba ha sido con frecuencia porque
no ha podido y, hasta el día de hoy, la paz mundial no ha sido garantizada por
nuestra repugnancia a evaporar al vecino, sino por la posibilidad de pasar a
estado gaseoso a continuación. Transcurridos unos cuantos milenios de civili
zación desde el descubrimiento de la primera «herramienta» (sin duda una
estaca), el resultado final de tanto conocimiento, dinero y esfuerzo ha sido un
garrote de alta tecnología. Hay cosas que nunca cambian y, en un planeta tan
peligroso, no parece estar de más invertir un juicioso porcentaje del presu
puesto en cascos, chichoneras y..., pero... ¿qué estoy diciendo?, ¡es una
conclusión colateral y típicamente chapucera!

Bibliografía y fuentes

Hasta para un autor «serio» debe resultar difícil escribir algo original sobre el Proyecto
Manhattan, ya que sus principales protagonistas hace tiempo que no conceden entrevistas y casi
toda la información disponible procede de una cantidad finita de documentos desclasificados.
Se da por supuesto que un trabajo como el que antecede es recopilativo, pero hay que dar a
cada uno lo suyo, y a eso voy. Las dos terceras partes de este artículo están basadas en biblio
grafía, y su primera mitad se basa casi exclusivamente en el trabajo de Peter Wyden (Dey One,
ed. esp. Martínez Roca, Barcelona), a quien corresponde el mérito de haber preservado algunas
desternillantes aventuras para deleite de nuestros relevos. En menor medida, y por este orden,
he utilizado los trabajos de U. Thomas y M. M.Witts (Enola Gay, ed. esp. Plaza & Janés,
Barcelona), Carl Berger (B-29, ed. esp. Editorial San Martín, Madrid) y J. M.Weisgall (Opera
don Crossroads, Naval Institute Press, Annapolis) entre otros más, sin olvidar la insustituible
Encyclopedia Britannica, de la que proceden algunos datos biográficos.
El tercio restante procede del pozo sin fondo de Internet, en esencia del apabullante mate
rial de la Federación de Científicos Americanos y del Archivo histórico de la Marina estadouni
dense. A través de Internet también he podido conseguir la totalidad de las fotografías que se
acompañan y algunos documentos de primera mano, como el informe previo de Uroves acerca
de la prueba «Gadget» o algún protocolo de radiometría. Dejo este material a disposición de
cualquier compañero al que pudiera servir para «llegar a la cumbre» con un trabajo más serio
que el mío (estoy en luisjar@jet.es). Finalmente, no haré morir de risa a mis colegas jurando
solemnemente no haber accedido al contenido de este trabajo por razón de empleo o cargo.

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