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El Rosario Del Canciller
El Rosario Del Canciller
La tristeza se había apoderado de aquel lejano reino... Había muerto el conde
Eustaquio, canciller del rey Edmundo. Las banderas del palacio estaban a media asta
y la catedral se encontraba repleta de gente para oír la Misa en sufragio de esa noble
alma, tan llena de sabiduría.
Concluidas las exequias y pasados los días del luto oficial, el soberano convocó a
todos sus consejeros con el objeto de escoger entre ellos a un nuevo canciller. No
obstante, un dilema le angustiaba: ¿cuál de ellos tendría los bellos atributos de alma
del conde Eustaquio? ¿Quién como él sería piadoso, honesto, desinteresado,
prudente, sabio y audaz?
Después de haber conversado bastante con cada uno de
sus ministros dio por terminada la reunión sin decidir
nada. Andaba cabizbajo, porque sabía que la prosperidad
de su pueblo dependía de esa elección.
El soberano era muy poco dado a la oración. Sin embargo, se conmovió con las
palabras de su hija y le dijo:
— Bien. Entonces reza para que tu padre consiga nombrar a un buen canciller.
— Eso es muy fácil, papá. Se aproxima tu cumpleaños. Entre los nobles consejeros
escoge al que te dé el regalo más sabio.
El rey se quedó boquiabierto, y pensó: “Por eso dijo Jesús: ‘dejad que los niños se
acerquen a mí'.
Llegado el día de la fiesta, los príncipes de los reinos vecinos, los nobles de la corte e
incluso los humildes comerciantes, artesanos y campesinos, venidos desde las
regiones más recónditas, se acercaron a rendirle homenaje al rey.
Por último, el marqués Eduardo le obsequió con una cajita de marfil, delicadamente
tallada, que guardaba un rosario de preciosas perlas. De una manera sencilla y
respetuosa le explicó que las oraciones que hace un monarca a Dios, por intercesión
de la Virgen María, son el mejor medio de atraer bendiciones para su reino. Y le
invitó a que rezara el Rosario con devoción, sobre todo en los momentos de gran
peligro.
Cuando terminó la fiesta el rey aún continuaba indeciso, aunque se inclinaba por
escoger como canciller al conde, que supo reconocer con tanta gentileza el valor de
las poesías compuestas por el soberano...
No, quizá fuera mejor el duque, siempre preocupado por la salud y bienestar del
monarca...
El lugar era totalmente desconocido para él, pero confiado en la intuición de la jauría
se adentró solo en la ignota floresta.
El tiempo iba pasando y la codiciada caza no aparecía. Los perros con el rabo entre
las patas mostraron su fracaso. La noche caía y una densa penumbra se adueñaba del
bosque. ¡Se habían perdido en medio de la floresta!
El rey se sentó en una piedra y buscó en su morral algo que le pudiera ser útil en
aquella circunstancia y se encontró con la linda cajita de marfil que le regaló el
marqués Eduardo. ¿Cómo había ido a parar allí? Sólo podía haberla puesto su hija
Sofía...