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Corazones solitarios

Sin control
Sharon Kendrick

Corazones solitarios (1995)


En Harmex: Sin control
Título Original: Sweet madness (1995)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Bianca 761
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Declan Hunt y Samantha Gilbert

Argumento:
"Difícil" era una manera cortés de describir al fotógrafo de modas Declan
Hunt, pero Samantha, quien deseaba convertirse en su asistente, logró
convencerlo de que podía hacer frente a las responsabilidades del empleo…
¡y a él también!
No obstante, ahora ya no estaba tan segura de ello…
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Capítulo 1
—¿Usted? ¿Usted es Sam Gilbert?
Sam tragó saliva y esbozó una sonrisa. Qué mala suerte… él la había recordado.
—Así es. Mi nombre es engañoso. En realidad me llamo Samantha. Supongo
que usted pensó que iba a entrevistar a un hombre, ¿verdad? —se puso nerviosa.
El hombre abrió mucho los ojos azules, antes de volver a observarla con una
expresión insondable.
—No —repuso, sarcástico—. Si hubiera pensado eso, entonces no habría leído
su curriculum vitae —hizo una pausa—. No, no estaba pensando en el nombre.
Usted es la hermana de Charlotte Gilbert —declaró, como si eso fuera una acusación.
Claro que él no lo había olvidado. Sam se ruborizó al recordar la otra ocasión en
que ese hombre la vio, una semana antes.
Charlotte la llamó por teléfono para pedirle que comieran juntas. Le dijo que
tenía un problema que sólo Sam podía resolver y ésta no pudo negarse.
—Necesito verte, Sam —le suplicó por teléfono—. ¡Estoy desesperada!
Sam ya no tenía una relación estrecha con su hermana, desde que Charlotte le
quitó el novio. Habían transcurrido ocho años y Sam la había perdonado, pero no
había olvidado el incidente. Después de todo, era su hermana.
—Está bien. ¿Dónde quieres que quedemos?
—En Luigi's.
—Es demasiado caro —declaró con firmeza.
—Vamos, Sam, es un lugar muy divertido. Yo invito.
—No, yo pagaré mi parte.
A la una de la tarde, Sam ya estaba sentada a una mesa, esperando a su
hermana. Ella siempre solía sentarse en un rincón tranquilo y discreto, mientras que
Charlotte siempre elegía ser el centro de atención.
El camarero le llevó un vaso de agua mineral y unas almendras, que la joven
comió hasta que su hermana llegó.
Charlotte estaba despampanante, como la modelo que había sido una vez. Era
alta, tenía unas piernas largas y una silueta elegante. Sus ojos eran azules y su pelo
rubio platino. Todos los hombres se volvieron a mirarla. Llevaba un vestido corto de
lino blanco y calzaba unas sandalias blancas que hacían resaltar el tono bronceado de
su piel.
Sam estaba vestida con su uniforme de costumbre: pantalones y blusa de color
gris oscuro. El color ocultaba el polvo, pero no le sentaba bien. A diferencia de su
hermana, su pelo era castaño oscuro y sus ojos marrones.

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Pidieron la comida. Sam pidió una ensalada de aguacate y espaguetis y


Charlotte optó por un plato de melón y pescado.
—Estoy a dieta —confesó.
«Si pierde más peso, desaparecerá», pensó Sam.
—Y vamos a pedir vino.
—Yo no voy a beber —protestó—. Tengo que trabajar esta tarde.
—Pues yo no. Por favor, tráigame la carta de los vinos —le pidió al camarero
con una sonrisa deslumbrante.
Mientras comían, Charlotte empezó a contarle el último escándalo del mundo
de la moda.
—A veces siento deseos de volver a trabajar —comentó, bebiendo un gran
sorbo de vino.
—Eso es imposible. Debes cuidar a Flora. Además, aún no me has dicho por
qué querías verme. ¿Qué te pasa?
—Tengo problemas con Bob —volvió a llenar su copa.
—¿Bob? —a Sam le pareció irónico que su hermana decidiera pedirle consejo
acerca del hombre a quien sedujo y apartó de su lado—. ¿Qué le pasa?
—Es aburrido, rígido, le encanta el golf y piensa que lo voy a soportar siempre.
—Bueno, te casaste con él —le recordó Sam.
—Necesito a alguien que me comprenda —susurró Charlotte, a quien le costaba
un poco de trabajo hablar, dado que ya casi se había terminado la botella—. Alguien
que… ¡Dios mío! Mira quién está ahí.
Sam miró de reojo al hombre que entraba en el restaurante. Era Declan Hunt, el
famoso fotógrafo y el hombre que era considerado «el sueño de toda mujer». Había
amasado una gran fortuna en Estados Unidos, y ahora estaba de regreso en Londres,
para montar un nuevo estudio fotográfico. Él iba a entrevistar a Sam la próxima
semana para el prestigioso puesto de ayudante personal.
—Es Declan Hunt, ¿verdad? —comentó con naturalidad, aunque deseaba que
se la tragara la tierra.
—Mmm —susurró Charlotte, con lascivia—. Claro que lo es, pero no conozco a
la vulgar mujer que lo acompaña.
—No digas eso —se escandalizó Sam—. Además, no tienes razón. Esa mujer es
muy guapa.
Ésta era alta y tenía un busto bien moldeado. Su pelo pelirrojo era largo y
ondulado, y su ropa sexy y elegante.
—¡Ja! —bebió otro sorbo de vino y se levantó—. Bueno, démosle un motivo de
preocupación.
—Charlotte, ¿adonde rayos vas?

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—A ver a mi viejo y colega, al querido Declan. ¡Declan! —gritó Charlotte, y se


acercó a ellos. El hombre frunció el ceño y Sam se dio cuenta de que no reconocía a
su hermana.
Charlotte le recordó quién era, alzando la voz para que todo el restaurante la
oyera, y le echó los brazos al cuello. Sam se ruborizó de vergüenza al ver que el
hombre se disculpaba con la pelirroja, a quien Charlotte había ignorado, y luego
apartaba con firmeza a la rubia de su lado.
Por desgracia, no terminaron ahí las cosas. Charlotte se volvió a sentar, molesta,
decidida a restablecer su reputación de mujer fatal. A pesar de que Sam trató de
volver a hablar de Bob, su hermana la ignoró y se puso a coquetear con los hombres
de la mesa de al lado, un par de banqueros que se reunieron con ellas y llevaron a la
mesa una botella de champán.
Las risas subieron de tono, incontrolables. Sam se dio cuenta de que Declan
Hunt la observaba fijamente y hacía una mueca de desprecio al oír una nueva
risotada de Charlotte. Él se inclinó para escuchar lo que la pelirroja le susurraba al
oído y Sam, avergonzada, pensó que no era necesario ser adivina para saber lo que
ésta le comentaba.
Su tormento sólo concluyó cuando Bob, el marido de Charlotte, entró en el
restaurante, con su pequeña hija, Flora. Mientras Charlotte se refugiaba en el tocador
de señoras para retocarse el maquillaje, Sam abrazó a su sobrina con calidez y la niña
la llenó de besos.
—Eres tan buena con los niños, Sam —comentó Bob con cierta melancolía. La
joven se dio cuenta de que Declan Hunt la observaba de nuevo, y que parecía estar
intrigado.
Sam volvió al presente y descubrió que ahora el hombre la contemplaba con un
brillo de desaprobación en la mirada.
—De modo que usted es la hermana de Charlotte Gilbert —repitió él.
—Sí. No nos parecemos —«somos muy distintas», quiso añadir, pero no podía
menospreciar a su hermana delante de un extraño.
—Es cierto —la miró de modo penetrante.
Ese día, en el restaurante, él vestía un traje de muy buen corte, una camisa
blanca y una vistosa corbata. Era la viva imagen de la distinción. No obstante, ese
día, su aspecto era diferente. Llevaba una camisa azul que resaltaba el tono de sus
ojos. El pantalón se amoldaba a sus fuertes y poderosos muslos de una manera casi
indecente… Ese día, era un hombre muy sensual. Sam tragó saliva.
—Respecto a lo que sucedió el otro día…
—Lo que pasó fue bastante desagradable para sacarlo a colación —declaró él
con frialdad y preguntó—: ¿Tiene la costumbre de ingerir mucho alcohol y coquetear
con desconocidos? Eso podría acarrearle muchos problemas.
«Yo no soy así, ¡yo estaba sobria!», quiso decir Sam, pero la altivez de ese
hombre la irritó. ¿Por qué debía defenderse ante él? Era probable que ni siquiera le

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diera el trabajo. A pesar de que Sam sintió vergüenza por la conducta de su hermana,
ahora experimentaba una gran lealtad fraternal. Era cierto que Charlotte actuó mal,
pero, a juzgar por la expresión de Declan Hunt, cualquiera habría pensado que las
dos se habían subido a la mesa para desnudarse.
Sam lo miró fijamente y decidió que no le daría la satisfacción de finalizar la
entrevista.
—No se preocupe, señor Hunt —comentó con una voz razonable—.
Comprendo que ya no quiera considerarme una candidata apta para el puesto.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué lo dice? —alzó una ceja.
—Es evidente que usted no aprueba mi vida social…
—¿Cree que sólo contrato a personas cuyos estilos de vida apruebo? —la
interrumpió y se frotó la nuca. Por el cuello abierto de la camisa, Sam vio el inicio del
vello pectoral—. Si lo hiciera, le aseguro que tendría una gran escasez de empleados,
señorita Gilbert —la observó con detenimiento—. Debo confesar que no estoy seguro
de que fuese una buena idea que usted fuera mi ayudante, pero mi opinión no se
basa en las personas con las que sale.
Robin, el actual jefe de Sam, le había advertido que Declan Hunt era un hombre
difícil. Sam había estado dispuesta a soportar eso, dado que era un genio con la
cámara; sin embargo, ahora, los groseros comentarios del fotógrafo la indignaron.
—¿Por qué no está seguro?
El se encogió de hombros y la joven se dio cuenta de que era un hombre fuerte,
de brazos musculosos.
—Bueno, para empezar… su tamaño no es el adecuado.
—¿Mi tamaño? —lo miró fijamente, y por un momento, temió que la acusara de
estar gorda—. ¿Qué tiene de malo?
—Usted es… muy bajita, muy pequeña.
Sam se irguió y echó la cabeza hacia atrás, moviendo las ondas de su pelo.
—Mido un metro cincuenta y siete —señaló—. Nadie me consideraría una
enana.
—Y es probable que sólo pese cuarenta y tres kilos —añadió él haciendo una
mueca.
Sam decidió mentir. Si a Declan Hunt le molestaban las mujeres pequeñas, lo
haría. No quería que él pensara que era una joven debilucha y enclenque, aunque
tuvo que admitir que estar de pie junto a un hombre tan alto y fornido, la hacía
sentirse más frágil que de costumbre.
—Peso cincuenta kilos —afirmó—, y mi tamaño no tiene nada que ver con mi
habilidad para manejar una cámara.
—Se equivoca. Yo seré quien maneje la cámara casi todo el tiempo. Necesito
una ayudante, no una socia… y menos una inválida. Necesito que alguien cargue mi
equipo, que lo suba y baje por las escaleras, que lo meta en los vehículos, que lo

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transporte por el campo. No quiero perder mi valioso tiempo pensando en que tal
vez a usted le saldrá una hernia ni quiero que usted, haciendo un esfuerzo que esté
más allá de sus posibilidades, deje caer parte de mi caro e indispensable equipo de
iluminación.
—Póngame a prueba —lo desafió la joven, más acostumbrada a la intensidad de
esa mirada.
El sonrió y señaló con la cabeza una gran caja metálica.
—Lleve esa cámara al otro extremo del estudio.
El estudio era muy amplio y la caja pesaba una tonelada, pero Sam se moriría
antes que hacérselo saber. Además, ella jugaba al squash dos veces por semana y era
muy fuerte, a pesar de tener un aspecto tan delicado y frágil. Llevó a cabo la orden,
con una sonrisa serena.
—¿Y bien? —inquirió, retadora.
Declan Hunt se sentó en un amplio sillón de cuero y le indicó que hiciera lo
mismo en el otro sillón que estaba frente a él.
—Bueno, eso termina con la primera parte —concedió.
—¿Y cuál es la segunda?
—Me temo que es mucho más importante y difícil de resolver —suspiró.
—¿De qué se trata? —inquirió, sintiendo que caminaba por un laberinto.
—Pues… usted es una mujer.
—¿Qué? —jadeó, escandalizada.
—Así es.
—¿No le gustan las mujeres?
Por primera vez, él se echó a reír y la indignación de ella desapareció. Esa risa
suavizó el rostro de Declan y le dio una expresión atractiva y sexy que la desarmó.
Sam sintió como si hubiera recibido un golpe en el plexo solar; sin embargo,
logró mantenerse impasible y esperó con paciencia la respuesta.
—Todo lo contrario. Me encantan las mujeres.
«¡Vaya!», pensó la joven, advirtiendo el uso del plural.
—Las adoro… pero no en el trabajo.
—Usted trabaja con modelos todo el día, y la mayor parte de éstas son mujeres
—señaló, tratando de no enfadarse ante semejante comentario machista.
—Son mujeres diferentes, y no estoy con ellas todo el tiempo.
—¿Qué tiene de malo estar constantemente con una mujer?
—Ésa es la pesadilla de todo hombre soltero —murmuró—. Las mujeres son
seres muy emotivos, señorita Gilbert, ¿no le parece? Y dejan que sus emociones
interfieran en su trabajo. Ésa es la verdad… ésa es su naturaleza.

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—Quizá podría ser más explícito —no lo podía creer.


—Claro —entrelazó las manos detrás de la nuca—. Si usted le dice a un hombre
que ha cometido un error, él aprende de ese error. Si se lo dice a una mujer, ¿qué
hace ella?
—No lo sé, señor Hunt, pero estoy segura de que usted va a decírmelo.
—Una mujer suele echarse a llorar. ¿Acaso lo niega?
Ella sabía que algunas mujeres lloraban, sobre todo si eran presionadas por un
hombre como él. Ahora comprendía que no tendría el puesto de ayudante, pero
decidió hacerle creer que ella era una mujer fría.
—Quizá ciertas mujeres lloren, señor Hunt. Yo no.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja para Robin Squires?
—Casi dos años.
—Fue mi jefe —comentó tan sólo—. Dígame por qué desea tanto este trabajo.
«¿Acaso mi admiración por este hombre resulta tan evidente?» Lo miró a los
ojos. Había mentido respecto a su peso y le hizo creer que era tan irresponsable como
Charlotte, pero ahora contestó con sinceridad.
—Quiero trabajar con usted por el libro que hizo… Los inocentes.
—Ya no hago esa clase de trabajo —declaró con rudeza y todo su rostro se
convirtió en una máscara de granito.
—Ya lo sé —sin saber qué había hecho mal, Sam intentó arreglar la situación—.
Pero usted es capaz de hacerlo y eso me basta —alzó la voz, inspirada por la misma
pasión que la invadió al ver el libro que había sido publicado tres años antes. Esa
obra de arte cambió su vida. Por eso ella decidió trabajar con Robin; quiso aprender
del hombre que le enseñó todo a Declan, y ahora tenía la oportunidad de trabajar
para él… Se hizo un largo silencio, que ella no rompió.
Declan miró al techo y, cuando bajó la mirada, su dura expresión había
desaparecido.
—Ahora soy un fotógrafo de modas, señorita Gilbert. Nada más y nada menos
que eso. Si está buscando algo más profundo, entonces no tiene nada que hacer aquí.
Por otra parte, si quiere aprender a tomar buenas fotos de modas, entonces, yo soy el
hombre que busca.
Ese último comentario parecía ser la culminación de todas las fantasías que una
mujer podía albergar respecto a Declan Hunt, y Sam creyó haber entendido mal.
—¿Qué? —exclamó. Al ver que él la miraba como si estuviera a punto de
cambiar de opinión, Sam aparentó naturalidad—: ¿Me está ofreciendo ser su
ayudante?
—Sí, si es eso lo que quiere.
¡Claro que lo quería!, pensó.

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—Pero, ¿por qué me ha elegido a mí, después de todo lo que ha dicho acerca de
las mujeres? —preguntó, intrigada.
Él se inclinó hacia delante. Sobre la mesa estaba la carpeta de Sam. Declan sacó
de ella una fotografía en blanco y negro.
—Por esto —señaló—. Claro, la composición es mala.
La fotografía está sobreexpuesta y mal iluminada. Sin embargo…
—¿Y sin embargo? —lo urgió, fascinada al verlo absorto. Parecía haberse
perdido en la imagen que miraba.
—Como todas las buenas fotografías, cuenta una historia —la observó
detenidamente—. Es una historia extraña, que no logro comprender.
Sam había tomado fotografías en la fiesta de cumpleaños de Flora, captando los
extremos del comportamiento infantil: el regocijo, las lágrimas y las rabietas.
Sin embargo, Declan le mostró una fotografía que Sam le hizo a Flora, dos años
antes, cuando la niña sólo tenía cinco años. Su sobrina había sonreído con timidez,
pero la sonrisa no había logrado ocultar su extrema vulnerabilidad.
—Está triste —susurró él.
Sam sintió un nudo en la garganta. ¿Acaso Declan compartía ese dolor o sólo
estaba acostumbrado a ver el fondo de cada fotografía? ¿Qué niña no estaría triste,
con unos padres que siempre se estaban peleando?
—Sí, quizá. Me temo que ése no fue un buen día para ella —mintió. Sabía que él
esperaba una explicación, pero no se la daría.
—He debido preguntarle si usted tiene otros compromisos, algo que impida
que usted se dedique en un cien por cien al trabajo —comentó, entrecerrando los
ojos—. Yo le exigiré que se esfuerce mucho más que Robin.
—¿A qué clase de compromisos se refiere?
—¿No tiene marido y una hija?
Sam miró la fotografía de Flora y de pronto lo comprendió todo. Declan se
refería al incidente del otro día, cuando Sam abrazó a Flora en el restaurante y Declan
la observó. ¿Acaso él pensaba que Bob era su marido y Flora, su hija?
—Flora es mi sobrina; es hija de Charlotte y Bob. El hombre a quien usted vio es
el marido de Charlotte, no el mío —declaró con firmeza—. Si me ofrece el trabajo,
acepto, señor Hunt —sonrió.
—Entonces, llámame Declan. ¡Bienvenida! —alargó la mano y ella hizo lo
mismo. Sin embargo, al sentir el cálido apretón, recibió tal impresión, que olvidó lo
que iba a decir.
«¡Santo cielo!», se regañó. «¿Acaso te has vuelto tan mojigata que la cercanía de
un hombre te puede producir semejante impacto?» Él sólo le estaba estrechando la
mano para cerrar un trato y nada más. Sam supo que debía decir algo rápidamente,
antes de que él cambiara de opinión.

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—Gracias… Declan —sonrió—. Te prometo ocultar todas esas cualidades


femeninas, que te parecen incompatibles con un trabajo profesional.
—No te tomes tan en serio todo lo que he dicho, Sam —alzó una ceja y sus ojos
brillaron con cierta malicia—. La verdad es que no soy machista, pero suelo ser
realmente difícil cuando trabajo. Sólo te estaba poniendo a prueba para asegurarme
de que pudieras hacer frente al trabajo.
¡De modo que esos irritantes comentarios sólo habían sido una extraña técnica
para entrevistarla! Sam lo miró con enfado y guardó silencio, para no decir algo de lo
que pudiera arrepentirse. En ese momento, sonó el teléfono.
Declan contestó y sonrió.
—¡Fran! —exclamó, como si alguien le acabara de decir que le había tocado la
lotería—. Espera un momento —tapó el auricular con una mano—. Llama a mi
secretario mañana. Empezarás a trabajar dentro de quince días.
—Un mes.
—Quince días —insistió—. Nos veremos entonces —se despidió y siguió
hablando con la otra mujer.
«Sin duda se trata de la hermosa pelirroja del otro día», pensó Sam con
resentimiento. Salió del estudio, tratando de andar con naturalidad, algo difícil pues
sabía que Declan no le quitaba la vista de encima.
Sam se preguntó por qué no se sentía feliz al tener la oportunidad de trabajar
junto a uno de los mejores fotógrafos del mundo.
Nunca había tenido una entrevista de trabajo como ésa, en la que la hubieran
presionado tanto. Claro que nunca había conocido a un hombre como Declan…
Un hombre brillante, intenso e inquietante.
Y muy sexy.

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Capítulo 2
—¿Por qué no me lo advertiste? —Sam le dirigió a Robin una mirada de
reproche.
—¿Qué? —sonrió, con fingida inocencia.
—Que Declan Hunt es insoportable.
—Te lo advertí… te dije que era un genio y un mal nacido. Pensé que después
de trabajar tres años en Estados Unidos ya estaba más tranquilo, pero veo que no es
así.
—¿Cómo es él?
—¿Quién puede conocer a Declan? —Robin se encogió de hombros—. Es un
hombre muy celoso de su vida privada, muy reservado. Yo le di su primer trabajo y,
a pesar de que él sólo tenía dieciocho años, supe que tenía el suficiente talento como
para convertirse en el mejor fotógrafo de su generación —le sonrió—. Me imagino
que te ha ofrecido el puesto y lo has aceptado.
—Sería una tonta si no lo hiciera —se encogió de hombros. Sabía que nunca
tendría con Declan la cordialidad de que disfrutaba al lado de Robin.
—No lo creo, pero sé que no soy objetivo. Ya sabes que preferiría que te
quedaras en mi estudio.
Sam sonrió a Robin Squires. Tenía cincuenta años y debía tener casi veinte años
más que Declan, pero también se vestía de manera informal, a pesar de que procedía
de una de las familias de mayor abolengo de la aristocracia inglesa. Eso era lo que lo
mantenía apartado de los demás. Muchas personas quedaban impresionadas por el
hecho de que era un buen fotógrafo y tenía un título nobiliario.
—Si pudiera conformarme con una vida tranquila —suspiró Sam—. Pero mi
carrera debe mejorar y trabajar para Declan Hunt puede darle un impulso —frunció
el ceño—. Me dijo que no le agradaba mucho que fuera una mujer, que las mujeres
son demasiado emotivas y no pueden trabajar con profesionalidad.
—¿Eso dijo? —cogió una lupa y observó con rapidez todo un pliego de
pequeñas fotografías de «contacto»—. ¿Sabías que Gita era su ayudante? —comentó
con naturalidad.
—¿Gita? —se quedó boquiabierta—. ¿Su ayudante? ¿Tu Gita?
—Sólo hay una Gita —dejó la lupa y sonrió.
Sí, era cierto. La esposa de Robin fue la modelo hindú de la década y, según las
personas del medio, se retiró demasiado pronto.
Gita. Sus aterciopelados ojos marrones eran tan profundos que un hombre
podía ahogarse en ellos. Su piel era sedosa y morena, y sus piernas eran largas y
torneadas. Ahora, como lady Squires, la esposa de Robin, Gita tenía una carrera
distinta… la de ser una mujer bella de la alta sociedad. Sus dos casas solían aparecer

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en revistas y artículos de periódicos. Ninguna reunión de postín era importante si


Gita no estaba allí, luciendo uno de sus múltiples y elegantes sombreros.
No solía ir con frecuencia al estudio de Robin y las pocas veces que Sam la
había visto le pareció despampanante, altiva e intimidante.
—No sabía que Gita se hubiera dedicado a la fotografía antes de ser modelo —
Sam frunció el ceño.
—Eso fue mucho antes de que estuvieras en el medio y no es algo que suela
comentar a los demás. Además, Gita no fue su ayudante por mucho tiempo. Declan
se dio cuenta de que tenía un potencial mayor como modelo que como fotógrafa. Le
hizo unas fotografías y, el resto, como dicen, es historia. Se convirtieron en un éxito
inmediato. Al principio, Gita no dejaba que nadie más la fotografiara, y eso aumentó
su aura de misterio y la de Declan. Sabes que tuvieron un romance, ¿verdad? —la
miró de reojo y habló con rapidez, como si tragara una medicina de sabor amargo.
—No, no lo sabía —le dio un vuelco el corazón—. ¿Fue una relación… seria?
—Mucho —lanzó una risa forzada—. Eran una pareja encantadora y tenían el
mundo a sus pies.
—No recuerdo haber leído nada al respecto —murmuró Sam.
—Declan se encargó de que nadie publicara nada de su relación, lo que molestó
a Gita. A ella le encanta ser el centro de atención —sonrió con indulgencia.
—¿Qué sucedió entre ellos? —Sam no pudo contener su curiosidad, pero
también respetaba la intimidad de su jefe—. Claro, si no deseas hablar del asunto…
—No importa. Nuestro héroe se desilusionó con el mundo de la moda y decidió
hacer algo importante con su vida. Eso provocó el enfado de Gita, pues ella quería
tener un hombre a su lado, no al otro lado del mundo. Le dio un ultimátum a Declan
y le dijo que si se iba a trabajar a una zona de guerra, todo acabaría entre los dos.
—¿Y él…?
—Declan no es un hombre a quien se pueda dominar o presionar —sonrió
Robin—. Él siguió adelante con sus planes e hizo unas excelentes fotografías de
reportaje. Como sabes, se convirtió en una especie de héroe nacional cuando su
material de la guerra fue comprado por todas las agencias internacionales de
noticias. Todo el mundo opinó que esas imágenes lograron entablar las negociaciones
para la paz, cuando todo lo demás había fallado.
—¿Y Gita? —susurró Sam.
—Me temo que esa guerra hizo que Declan perdiera a Gita. Mientras él estaba
en medio del campo de batalla, Gita decidió casarse conmigo.
—¿Por qué? —inquirió, y luego quiso tragarse sus palabras al ver la expresión
de Robin—. Perdóname, Robin, no he querido insinuar que…
—Yo tenía algo que ella quería —sacudió la cabeza.
—¿A qué te refieres?

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—Mi título, Sam. Mi hermosa Gita es una mujer muy ambiciosa y su


matrimonio conmigo la hizo entrar automáticamente en el mundo de la aristocracia
inglesa.
—Pero… Declan era tu amigo…
—No creo que alguien pueda llegar a ser un buen amigo de Declan —sonrió—.
No se parece a los demás. Tiene algo que lo separa del resto de la gente. Gita también
solía decir eso. ¿Quieres saber si me sentí mal por robarle a su novia? —su risa fue
hueca—. Bueno, yo sabía que eso no estaba bien y debí alejarme de ella, pero Gita es
una mujer irresistible. Me quería a mí y suele conseguir todo lo que se propone.
—¿Y Declan… te sigue hablando?
—Declan no es un hombre rencoroso —declaró, sorprendido por la pregunta—.
Lo que comentó en aquel entonces fue que «había ganado el mejor», pero no estoy
seguro de que Gita esté de acuerdo con él, ahora que ha regresado —suspiró; había
hablado en voz tan baja, que Sam tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo.
Se dispuso a preparar café, intrigada. ¿Acaso Robin había insinuado que Gita
aún estaba enamorada de Declan? ¿Qué sentía éste por la antigua modelo?
«Este asunto no es de tu incumbencia, Sam Gilbert», se dijo con firmeza, y entró
en el cuarto oscuro para revelar un carrete.

Empezó a trabajar dos semanas después. El trayecto de su apartamento, en


Knightbridge, al estudio de Declan, no era largo, pero salió con una hora de
antelación.
Había ido una vez al estudio para que Declan le diera una llave, y entonces
conoció al secretario de éste, el otro miembro permanente de su equipo. Michael
Hargreaves era un par de años más joven que su jefe, muy cortés y amable. Según
Declan, hablaba cuatro idiomas con fluidez y tenía el doctorado en estudios clásicos,
por Oxford. Sam no comprendía por qué Michael estaba estancado, trabajando como
secretario.
Ella creyó que llegaría antes que Declan, pero, al abrir la puerta, vio el atractivo
trasero de éste. Él estaba agachado en el suelo, revisando una maraña de cables
negros. La joven sintió que se le erizaba el pelo de la nuca, y no le gustó sentirse
atraída por un hombre que no le caía bien.
—Dame un destornillador de la caja de herramientas, por favor —ordenó con
brusquedad, sin volverse.
La joven se sintió molesta y fue a colgar su bolso en el perchero.
—¿Dónde está?
—En la caja grande que está en el rincón, cuya etiqueta dice «herramientas» —
se burló.

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Ella sacó dos destornilladores y se acercó, decidida a demostrarle que no


pensaba quedarse callada:
—Bueno, «herramientas» podría significar cualquier cosa. Tal vez allí es donde
guardas tu provisión de cerveza.
—Ven aquí —indicó el espacio que había junto a él—. Necesito que sujetes este
cable.
Sam se agachó a su lado y cogió el cable. Estaba tan cerca de él, que pudo oler
cierto aroma a jabón; pudo ver una pequeña cicatriz que tenía en la mejilla y la
diminuta herida que se había hecho al afeitarse esa mañana. Parecía que tenía la
barba muy cerrada…
—Bueno, no quiero interrumpirte e impedir que sueñes despierta…
Horrorizada, Sam se dio cuenta de que él le había comentado algo y no lo había
oído.
—Perdona —tartamudeó—. Estaba pensando en otra cosa.
—Mmm. Pues no te distraigas cuando trabajes.
—Claro que no.
Declan se puso de pie y ella lo imitó. Se ruborizó al ver que la sometía a un
escrutinio similar.
—Mañana… vístete con algo más adecuado, por favor.
—¿Perdón? —lo observó con indignación.
—Ya me has oído. Quiero que te pongas algo más práctico mañana.
Eso irritó a la joven, quien se había esmerado en su arreglo. Llevaba puesto un
fino suéter marrón, que contrastaba con el tono castaño rojizo de su pelo, unos
pantalones negros y unas botas que le llegaban a los tobillos.
—¿Qué tiene de malo mi ropa?
—¿Qué llevas puesto debajo del suéter? —sonrió, tenso.
—¿Qué? —jadeó ella.
—Voy a decirte por qué no debes estar vestida así —se encogió de hombros—.
Es una pregunta justificada.
Y redundante, pensó ella cuando, mortificada, se dio cuenta de que sus pezones
estaban erectos y tan visibles como si estuviera muerta de frío. Sin embargo, no hacía
frío en el estudio, de modo que sólo podía haber otra razón para que ella se sintiera
excitada.
Sus miradas se encontraron. A Sam le molestó que el hombre la afectara de ese
modo, mientras que él se mostraba indiferente, como si estuviera acostumbrado a esa
reacción.

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«Esto no puedo estarme sucediendo», gimió la joven para sí. Se sentía más
vulnerable que nunca. Declan debió darse cuenta de ello, pues lanzó una
exclamación de sorpresa:
—¿Sabes?, para ser una mujer que coquetea con desconocidos en un
restaurante, imitas muy bien la vergüenza de una doncella inocente.
—Aún no me has dicho por qué no estoy bien vestida —el enfado sustituyó a la
confusión de Sam.
—Lo que pasa es que trabajo mucho tiempo fuera de mi estudio, más que Robin
—suspiró, aburrido por la charla—. Esa ropa no es adecuada para subir por una
escalera o para caminar por un campo embarrado. Mañana, ponte otra cosa. Los
vaqueros son lo más práctico, así como un jersey gordo y ropa interior térmica —
añadió, al observarle los senos.
¿Por qué disfrutaba tanto molestándola de ese modo? Sam no se imaginaba que
Gita hubiera soportado esos comentarios, así que decidió vengarse.
—Olvidé decirte que Robin me pidió que te saludara de su parte. Me comentó
que él y… Gita no te han visto desde hace mucho tiempo, desde que te fuiste a
Estados Unidos, ¿verdad? —comentó, con fingida inocencia.
El efecto fue instantáneo. Sam vio cómo apretaba los dientes y cómo
relampagueaban sus ojos. A pesar de que Declan intentaba controlarse, ahora su
cuerpo también lo traicionaba. Había una gran emoción contenida en ese atractivo
rostro. Y todo por haber oído el nombre de Gita. «Todavía está enamorado de ella»,
se dijo Sam. «Ya no me sorprende que Robin haya estado tan incómodo y nervioso».
—Eso no tiene nada que ver contigo, ¿verdad? —la atravesó con la mirada, y le
habló con tanta dureza que ella dio un respingo. Miró el reloj de pared—. ¿Crees que
ya es hora de terminar con estos comentarios sociales, para empezar a trabajar? ¿O
acaso Robin te pagaba por no hacer nada?
«Dios mío, ¿qué estoy haciendo? ¿Le contesto y lo pongo de mal humor, sólo
porque estoy enfadada por sentirme atraída por él? Este es un mal comienzo, Sam».
—¿Qué quieres que haga, Declan? —inquirió, decidida a arreglar la situación,
consciente de que él quería estrangularla en ese momento.
—Tenemos que ir a hacer fotos esta tarde. Puedes empezar limpiando el cuarto
oscuro y rellenando los frascos de soluciones. Después, revisa las luces y ponles
carretes a mis tres cámaras. Comprueba si necesitamos nuevos telones de fondo. El
representante vendrá esta tarde. Cuando termines eso, puedes tomar un poco de café
—respiró hondo—. Yo voy a estar fuera toda la mañana, pues quiero ir a ver un lugar
para hacer las fotos. Después voy a comer con el director de una agencia. Regresaré a
las tres, a tiempo para tomar las fotos. En el cuarto oscuro hay un montón de carretes
que hay que revelar. Si tienes algún problema, habla con Michael. Y no te vayas a
comer hasta que lo hayas terminado todo —la miró como si pensara que eso sería
poco probable y salió del estudio.

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Capítulo 3
«Si, señor», pensó Sam y vio cómo Declan salía dando un portazo. Sin embargo,
ella se dedicó a trabajar con ahínco, decidida a redimirse ante él.
Michael llegó poco después y le sonrió a Sam. «Al menos aquí hay alguien
amistoso», se dijo ella.
Michael entró en su despacho, que se encontraba en la parte delantera del
estudio. Se sentó frente a su ordenador y empezó a escribir, mientras recibía
innumerables llamadas telefónicas.
Sam no se dio cuenta del paso del tiempo; estaba pensando en Declan,
preocupada por la manera en que reaccionaba ante él. A los dieciocho años, después
de la traición de Bob, mató sus sentimientos; pero ahora, esos sentimientos
resucitaban y parecían tener mucha más fuerza que antes. Sam quiso mucho a Bob,
estuvo comprometida para casarse con él, pero nunca experimentó algo tan intenso.
¿Acaso eso se debía a que consideraba a Declan como un héroe, no como un
simple mortal? ¿O sus sentimientos por el fotógrafo estaban originados por una
potente atracción física? De todos modos, ella debía recuperar el dominio de sí
misma. Sería desastroso que Declan descubriera cómo la afectaba, después de que él
le dijera que no le gustaba trabajar con mujeres.
Poco después de las tres, Sam terminó de barrer el estudio. Michael se asomó
por la puerta y sonrió.
—¿Quieres venir a comer algo?
—Gracias, me muero de hambre —después de todo, ya había terminado de
hacer todo lo que Declan le ordenó.
—Ven a la oficina, pues debo atender el teléfono.
Michael había preparado una jarra de café y varios sándwiches de queso. La
joven se sentó en una esquina de su escritorio y comió con avidez.
—Gracias. Declan me ha mandado hacer tantas cosas, que creí que no tendría
tiempo para comer.
—Sólo te está poniendo a prueba —se rió él—. Parece mucho más feroz de lo
que en realidad es. No le prestes mucha atención.
Eso equivalía a ignorar a un ciclón, aunque Sam supuso que Michael, como
hombre, era inmune al encanto de Declan.
—Vamos, pregúntamelo —comentó Michael, después de notar que Sam lo
miraba con curiosidad.
—¿Qué?
—La razón por la que trabajo aquí.
—Bueno, es raro que un hombre ocupe este puesto.

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—Me encanta. Soy una persona que ni siquiera puede fotografiar un leño, de
modo que, trabajando para Declan, puedo inmiscuirme en el mundo de la fotografía
a través de él. Es muy emocionante todo lo que hace.
—Me lo imagino, pero… ¿no estás metido en un callejón sin salida?
—Declan me paga un sueldo muy alto y yo pertenezco a la extraña clase de los
escasos hombres que no tienen ambición.
—¿Hablas en serio? —lo miró fijamente.
—Sí —asintió—. Cuando vuelvo a casa me gusta desconectarme por completo
de mi trabajo. Si me encontrara en una compañía, debería atacar a mis colegas y
cuidarme constantemente la espalda. Estaría muy nervioso y tenso todo el tiempo.
No, gracias. No me gusta estar en el centro de la acción, sino ser tan sólo un simple
espectador —hizo una mueca y Sam se echó a reír.
Se sentía segura con Michael. Ladeó la cabeza, cruzó las piernas y movió las
pestañas en broma.
—Pues serías el marido ideal, Michael.
—Vaya, ¿es una propuesta formal, preciosa? —le siguió el juego, sonriendo.
—Pues espero que no lo sea —declaró alguien, desde la puerta. Sam levantó la
mirada y vio a Declan, quien estaba muy molesto.
La joven se sintió como si la hubiera sorprendido haciendo algo horrible. Se
quedó paralizada en esa ridícula pose, como una especie de mujer fatal. Se puso de
pie con rapidez, y se le aceleró el pulso al mirar a su jefe.
—Hola, Declan —saludó Michael, sin inmutarse en absoluto—. Fran me ha
pedido que te diga que la llames a su casa, antes de las cuatro.
—Creí que te había dejado suficiente trabajo, como para que te mantuvieras
ocupada hasta mi regreso —Declan miró a Sam con enfado.
—Ya lo he terminado todo —anunció ella.
—Si yo fuera tú, me mantendría alejado de Sam —le comentó Michael—. Creo
que es demasiado alocada para ti, Michael. Ven al estudio, por favor, Sam.
Ella lo siguió, irritada, pero no pudo dejar de mirar la manera en que sus
vaqueros se amoldaban a sus musculosas piernas.
Declan observó el impecable estudio.
—¿Estás satisfecho, Declan? —inquirió ella, triunfante.
—No del todo. Tu trabajo está bien hecho, pero déjame decirte algo sobre
Michael.
—¿Michael? —jadeó, tensa—. Apuesto a que es un asesino, ¿verdad?
—Vamos a dejar algo muy claro, Sam —se mantuvo serio—. Michael es un
hombre muy amable y tranquilo, pero no es tu tipo. Además, tiene una novia leal que
lo adora y que lo espera en casa.

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—¿Estás insinuando que yo…? —no lo podía creer.


—Te estoy sugiriendo que no lo mires como si fuera el hombre más maravilloso
del planeta. Confórmate con los patanes groseros con quienes sueles estar. Y hazme
un favor. A pesar de que eres bajita, has demostrado que no eres frágil, de modo que
cuando te hable, no me mires como si fueras una niña indefensa. Tienes veintiséis
años, no dieciocho.
El orgullo la hizo mirarlo con indiferencia, a pesar de que se sentía muy
ofendida por los hirientes comentarios que acababa de escuchar. Sin embargo,
decidida a no demostrarle que podía herirla, lo observó con preocupación.
—¿Quieres que te traiga una aspirina, Declan?
—¿Por qué demonios me preguntas eso? —la miró como si estuviera loca.
—Bueno, parece que no te sientes bien —alzó las manos—. Creí que tal vez la
comida te había causado indigestión.
Sus miradas se encontraron. Sam pensó que él iba a explotar, pero Declan sólo
hizo una mueca que pareció ser el inicio de una sonrisa.
—Vamos a iluminar el estudio —replicó—. La modelo llegará dentro de diez
minutos.
«Esta batalla parece haber terminado», suspiró Sam, para sí.
Iban a fotografiar un valioso collar de diamantes. La modelo llegó, junto con el
guardia de seguridad que llevaba las joyas, el diseñador gráfico de la agencia de
publicidad que haría el anuncio, y un ejecutivo de la joyería. Sam les sirvió café a
todos.
La modelo se llamaba Nicki. Era una hermosa jovencita de diecisiete años, que
llegaría a ser toda una profesional. Era muy alta, tenía las piernas largas, un largo
pelo ondulado y una increíble figura. A su lado, Sam se sintió como uno de los siete
enanitos.
Sam empezó a colocar los reflectores y la máquina de viento que haría ondear el
hermoso pelo rubio de Nicki.
Sin embargo, la modelo era una novata y estaba muy nerviosa. Sus expresiones
faciales eran rígidas y tensas. Sam se dio cuenta de que todos estaban tensos, pues
sabían que el éxito de la sesión fotográfica dependería de la modelo. Si ésta no
lograba relajarse, tendrían que contratar a otra modelo, lo cual resultaría muy caro.
Declan levantó la mirada y sonrió de manera devastadora. Tenía una
masculinidad arrolladora y unos ojos azules que habrían podido derretir el hielo,
pensó Sam.
—¿Éste es tu primer trabajo? —le sonrió a Nicki, y habló con interés y
amabilidad. La joven se relajó.
—El segundo —confesó con una sonrisa.

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—Te felicito. Este anuncio aparecerá en la revista Vogue. No está mal para ser
tu segundo trabajo —volvió a sonreír. Fingió coger una bola de cristal imaginaria y,
con voz profética, añadió—: Veo grandes oportunidades en tu futuro.
Nicki se echó a reír y siguieron charlando. Sam fue invadida por el asombro,
cuando Nicki le contó a Declan que le encantaba la jardinería y que unas orugas
estaban exterminando a sus camelias. Sam se dio cuenta de que Declan no estaba
coqueteando. Nicki se estaba relajando porque Declan la trataba como a una persona
inteligente, no como un objeto sexual.
Segundos después, él comentó con naturalidad:
—Bueno, ¿ya estás lista?
Nicki asintió, mirándolo con adoración. «Para ti también es un héroe», pensó
Sam. Ya no la sorprendía que Declan fuera tan arrogante.
Él empezó a enfocar el rostro de la modelo. Sam supo inmediatamente que las
fotos serían increíbles.
A las seis de la tarde, terminó la sesión. Las joyas fueron guardadas y todos se
fueron muy satisfechos con el trabajo de ese día.
Sam limpió el estudio y, al terminar, fue a buscar a Declan a la oficina. Michael
se había ido hacía tiempo.
Él estaba apoyado en el escritorio y Sam se detuvo. Nunca había visto a alguien
tan inmóvil como él. ¿Acaso fue eso lo que Declan aprendió a hacer, cuando fue a los
campos de batalla, en el Extremo Oriente?
Lo observó durante un momento, embargada por la admiración. ¿Acaso
lamentaba haber ido a la guerra? ¿O acaso añoraba ahora la sensación de la
adrenalina corriendo por sus venas?
De pronto, vio lo que él miraba fijamente y experimentó una gran amargura. En
el escritorio había un sobre grande, marcado «confidencial», que Michael debió dejar
allí para él, y cuyo contenido era una gran foto de Gita.
Gita tenía una expresión adorable y Sam se dio cuenta de que había algo escrito
en una esquina de la foto, con muchos besos. Ella jadeó, y Declan se volvió de
inmediato, antes de que Sam pudiera ocultar su desagrado. ¿Por qué rayos Gita le
enviaba fotos, firmadas con mensajes amorosos?
—¿Qué pasa? —inquirió él, con enfado y dureza. Sam pensó que debía de
sentirse culpable por desear a la esposa de otro hombre—. ¿Siempre sueles acercarte
con sigilo y espiar a los demás?
—Claro que no, lo que pasa es que estabas ensimismado en tus pensamientos y
no me has oído entrar —repuso, en tono acusador.
Se miraron fijamente. Declan estaba furioso… ¿con ella o con Gita? Todo su
aplomo desapareció y Sam vio al hombre que había estado metido en la guerra,
arriesgando la vida. Su masculinidad era una fuerza casi tangible que invadió de
miedo y emoción a Sam. Ésta retrocedió sin querer, y Declan la agarró con rapidez de
un brazo, acercándola a su cuerpo, apretando sus suaves curvas contra él.

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El impacto de ese roce fue explosivo. Sam sintió que su cuerpo despertaba a la
vida de inmediato, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Lo observó, hechizada, paralizada, y lo vio sonreír sin diversión.
—No estés tan sorprendida —susurró—. Ya debes saber lo que le provocas a un
hombre cuando lo miras con tus grandes ojos marrones. Son como los de Bambi, pero
no tan inocentes —añadió, y le acarició la mejilla con suavidad. Esa caricia la hizo
derretirse de inmediato, estremecerse de la cabeza a los pies. Atónita, lo miró sin
poder decir nada. Nunca había imaginado que un hombre pudiera hacerla sentirse
así…
Él se echó a reír y la soltó. Metió la foto en el sobre y Sam supo que debía
ignorar lo sucedido y actuar con indiferencia y aplomo.
—¿Me necesitas para algo más o puedo irme ya? —dijo con frialdad.
—En vista de lo que acaba de suceder, te sugiero que tus preguntas no sean tan
ambiguas. Podrías darle una impresión equivocada a un hombre. De hecho, necesito
que reveles los carretes del collar esta noche, antes de que te vayas. ¿O acaso tienes
una cita con alguien? —comentó, al dirigirse a la puerta.
Si él supiera… Declan no podría creerlo. Pero Sam debía dejar que él pensara lo
que le viniera en gana, para que no se diera cuenta de que ella no tenía una vida
social activa.
—Más o menos —se encogió de hombros.
—Bueno, pues hoy no trasnoches. Mañana debemos ir a tomar fotos al campo, y
necesitamos salir temprano de aquí. Tenemos que estar en Sussex a las ocho de la
mañana, de modo que pasaré a recogerte a las seis.
—¿A… mi apartamento? —tartamudeó, confundida.
—Bueno, a menos que vayas a quedarte en otra parte —hizo una mueca.
—Estaré en casa —declaró con frialdad, enfadada por la insinuación de Declan.
—Bueno, no olvides cerrar con llave el estudio —agarró el picaporte—. Buenas
noches.
—Buenas noches —Sam llevó los carretes al cuarto oscuro. ¿Qué demonios le
estaba sucediendo? Apagó la luz y, valiéndose tan sólo del tacto, enrolló la película
en las espirales de metal y la sumergió en el líquido de revelar.
Su corazón latía aceleradamente. Sabía que no era más que una intensa
atracción sexual y que debería ignorarla. No había pasado nada y no pasaría nunca.
Pero no pudo contener su nerviosismo al pensar que al día siguiente, durante
dos horas, estaría metida en un coche y a solas con Declan.

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Capítulo 4
Para cuando Sam terminó su trabajo, ya eran casi las ocho, de modo que tuvo
que darse mucha prisa para llegar al albergue de jóvenes, donde colaboraba como
voluntaria. Desde que llegó a Londres, hacía ocho años, había ido allí una vez por
semana.
El albergue se hallaba en una zona de la ciudad donde las casas eran muy
pequeñas y estaban amontonadas una sobre otra. El apartamento de Knightsbridge,
en comparación, era casi palaciego, y eso le creaba a Sam un sentimiento de culpa.
Al abrir la puerta del albergue, vio que John ya estaba allí.
—¡Hola!, ¿qué tal tu primer día de trabajo?
—No me lo preguntes —a Sam le alegró que él lo hubiera recordado.
—Vaya, ¿tan malo ha sido?
—Supongo que hay que pagar un precio cuando se es un genio. Declan Hunt lo
es… pero es un hombre insoportable.
—Entonces, creo que tendréis una buena relación profesional.
—¡John! —exclamó, escandalizada—. Yo no soy insoportable.
—Claro que no, Sam —y empezó a llenar las jarras de limonada y naranjada.
John fue su amigo más íntimo cuando llegó a Londres, dolida por la traición de
Bob y por el hecho de que se iba a casar con Charlotte.
Enfadada, confundida y sola, Sam conoció a John en una parada de autobús.
Ambos habían ido al mismo concierto de Shumann y fueron a un café para hablar al
respecto. Más tarde, John la invitó a cenar espaguetis a su apartamento, desordenado
y lleno de libros.
Él la escuchó con atención cuando Sam le contó lo desgraciada que se sentía.
John era un asistente social, compasivo e idealista, y convenció a la joven de que lo
fuera a ayudar al albergue que él acababa de inaugurar. Lo que empezó como una
forma de matar el tiempo se convirtió en una actividad que llenó a Sam de
satisfacción y alivió su dolor.
Esa noche, como de costumbre, tuvo mucho trabajo, lo cual la alegró, pues
pudo dejar de pensar en Declan. Eran más de las once cuando llegó a su
apartamento. Cogió la correspondencia y fue a sentarse al salón.
Por lo menos tenía la conciencia tranquila respecto a su trabajo en el estudio. No
sólo había revelado los carretes, sino que imprimió las hojas de fotografías de
contacto, para enviarlas a la agencia al día siguiente y que ellos pudieran elegir la
foto que más les gustara para el anuncio.
Se preparó café y leyó la correspondencia. Había dos facturas, una nota de sus
vecinos, quienes le pedían que cuidara a su gato ese fin de semana, y una carta de
Flora.

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Sam se sintió conmovida al ver la letra esmerada con la que su sobrina de siete
años le había escrito. Se la imaginaba escribiendo y sacando la lengua, como siempre
que trataba de concentrarse. La carta, como de costumbre, era muy reveladora:
Querida tía Sammie, espero que estés bien. Yo estoy muy bien, pero no me han dejado
tener al cachorro del que te hablé. Mi madre dice que las granjas necesitan perros de trabajo,
no mascotas, y que haría destrozos en la casa. ¿Te conté que la han decorado? El estudio ahora
es el salón.
Sam suspiró. Los delirios de grandeza de Charlotte no habían disminuido con el
paso de los años. La carta seguía:
Pero no puedo estar allí. Sólo es para los adultos. Mi madre dice que si no dejo de
chuparme el dedo, me tendrá que poner un aparato en los dientes. Trato de no hacerlo, pero es
muy difícil. Te echo mucho de menos. ¿Puedo ir a Londres a verte? Mi padre dice que él puede
llevarme un día entre semana, cuando coja el tren para ir a trabajar. Y podría volver con él a
casa. Escríbeme pronto. Te quiero mucho, Flora.
Sam pensó que si su sobrina iba a verla entre semana, tendría que llevarla al
estudio, y aún era demasiado pronto para pedirle esa clase de favores a Declan.
Esa noche no pudo descansar. En sus sueños, las imágenes de Flora se
mezclaron con un rostro de penetrantes ojos azules, tan misteriosos como las
profundas aguas del mar.
Agitada, Sam sintió un extraño calor que la hizo dar vueltas en la cama, hasta
que apartó la sábana y sintió la refrescante brisa que entraba por la ventana.
Se despertó al oír un sonido insistente. Adormilada, miró el despertador y
descubrió, horrorizada, que eran las seis y diez, y que no había oído la alarma.
Alguien tocaba el timbre sin parar y Sam, mascullando una maldición, se puso
una gran bata de franela y corrió hacia la puerta.
Al abrir, vio a Declan, vestido con unos vaqueros negros, un suéter negro de
cachemira y una chaqueta de cuero marrón. Él hizo una mueca de desagrado al verla
desarreglada.
—Tienes cinco minutos para estar lista. Después de eso, vendrás como estés. Si
no quieres pasarte el día vestida con la bata de tu novio, te aconsejo que te des prisa.
Como estaba soñolienta, tardó un momento en entender lo que él había dicho.
¿La bata de su novio? Muy gracioso. ¿Y si lo fuera? En esa época, ya no resultaba
extraño que las jóvenes pasaran la noche con sus novios, aunque ése no era el caso de
Sam. Declan no debía insinuar que era una mujer amoral.
En su dormitorio, se desvistió con rapidez y se lavó la cara con agua fría. Su
bata era grande porque, como no tenía novio, le gustaba acurrucarse en ella en las
frías noches de invierno. Se dio cuenta de que no había manera de complacer a
Declan. Si ella hubiera llevado puesto un camisón transparente de encaje, él de todos
modos habría hecho un comentario sarcástico.

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Se puso unos vaqueros y un grueso jersey blanco. Al entrar en el salón, vio que
Declan miraba todos los objetos del lujoso apartamento. «Pobre niña rica», parecía
decirle con los ojos.
—Necesitas un abrigo. Está lloviendo.
—Muy bien —se puso una chaqueta impermeable que estaba colgada en el
perchero. En ese momento, oyó el canto de un pájaro y corrió a la ventana. Al ver a
un pájaro afuera la abrió y vació el contenido de una bolsa de alpiste en un gran cazo.
Siempre solía darles de comer.
—¿Qué demonios haces?
—Vámonos ya —susurró ella, saliendo por la puerta.
Declan tenía un coche negro deportivo. Sam entró y se puso el cinturón de
seguridad. Declan puso un cassette de música clásica en el estéreo. Era una
insinuación poco sutil de que no pensaba charlar con ella. Sam trató de concentrarse
en el paisaje, pero le resultó imposible no observar con disimulo las largas y
musculosas piernas de su jefe.
Él conducía con rapidez y decisión, con la facilidad que da la práctica. Ella
pensó que él debía hacer todo con la misma seguridad… incluso, así debía amar a
una mujer. Al imaginar eso se puso a temblar un poco. Eso era una locura. Se estaba
obsesionando con él, se comportaba como si nunca hubiera salido con un hombre. Y
no debía olvidar que ése era su trabajo, y que lo perdería si no tenía cuidado…
—¿Qué vamos a hacer hoy? —inquirió, y luego se dio cuenta de que debió
consultar la agenda para enterarse.
Sin embargo, Declan no la regañó. Tal vez recordó que ella había trabajado
hasta tarde.
—Fotografiaremos más joyas. Pero esta vez son gemas de alta bisutería. La
agencia quiere que las modelos estén almorzando en el campo, vestidas con
elegancia. El lugar al que vamos es ideal para ello.
—¿Quiénes son las modelos?
—Jade Westbrook y Chrissie Bennett. ¿Las conoces?
—En realidad, no. Una vez trabajé con Chrissie —«y me bastó», añadió para sí.
La modelo era despampanante, pero su reputación de ser una zorra se la tenía bien
merecida.
—Es muy fotogénica, aunque sé que tiene fama de ser… temperamental.
¡Sólo un hombre podría clasificar a Chrissie como una mujer «temperamental»!
Sam había oído unos adjetivos mucho más coloridos y pintorescos para referirse a la
modelo, pero no los podía repetir delante de Declan.
—Eso parece —repuso simplemente.
El trayecto duró una hora. Dejó de llover, pero aún había algunos nubarrones
ominosos en el cielo. Declan había elegido un campo de amapolas para las fotos, y
Sam exclamó, admirada, al contemplar el manto rojo formado por las flores:

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—¡Es precioso! Es algo magnífico. Incluso con la luz de la mañana parece una
pintura de Monet, con todos esos manchones rojos.
—Qué entusiasmo tan conmovedor —contestó él en tono áspero—. Vaya, no
pensé que fueras una amante del arte.
—Pues la fotografía es un arte, ¿no?
—Touché —se rió—. Ya sabes lo que he querido decir. Lo que pasa es que tu
apartamento…
No concluyó la frase y Sam bajó del coche. Sí, los cuadros que colgaban de las
paredes de su apartamento sólo hacían juego con el color de los muebles. Pero Sam
no pensaba explicarle que no lo había decorado ella, y dejó que Declan pensara lo
que quisiera.
Lo ayudó a llevar las dos cámaras al campo. Minutos más tarde, llegaron los
demás. El equipo era más amplio, pues ahora había una maquilladora y una
peluquera. Sam se sorprendió al ver allí a la despampanante pelirroja que había
comido con Declan, aquel día, en el restaurante.
De cerca era aún más atractiva. Podría ser una modelo, pensó Sam, viendo la
sonrisa que iluminó el rostro de Declan.
—Fran —la besó en las mejillas—. ¿Cómo estás?
—Muy bien, Declan. Me estoy adaptando de maravilla a mi nuevo apartamento
y…
—Cuando hayáis terminado de charlar, necesito que me pongas un poco de laca
en el pelo, Fran —los interrumpió Chrissie, altiva—. ¿A mí no me das un beso,
Declan? —sus generosos labios brillaron de manera provocativa.
—No me importaría, pero la maquilladora me mataría —contestó él.
Sam se dio cuenta de que no era un hombre que se dejara manipular, y no dijo
nada al darle la cámara.
La sesión de fotografía fue difícil. La luz disminuía con frecuencia y la lluvia
amenazó durante toda la mañana. Por fin, al mediodía, cayó un chaparrón.
—Vámonos a comer —gritó Declan—. Sam, trae ese paraguas aquí, rápido.
Encontraron un restaurante cercano, donde Declan se sentó junto a Fran y
empezó a charlar con ella. Sam notó que eso no le había gustado nada a Chrissie.
—¿Te gusta estar de vuelta en Inglaterra, Declan? —comentó la modelo—. ¿Por
qué te fuiste de Estados Unidos? ¿Echabas de menos tu país?
—No. Me gustó mucho vivir en Estados Unidos, pero nunca tuve la intención
de quedarme allí para siempre —se encogió de hombros.
—¿No? —Chrissie se humedeció el labio inferior, algo que le pareció a Sam
sumamente provocativo—. Ahora que ya estás aquí, me imagino que todos quieren
saber si volverás a hacerle fotos a Gita.

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Sam se dio cuenta de que Declan se ponía tenso. Fran se quedó inmóvil y se
mostró incómoda.
—Gita ya no es modelo —declaró él, con brusquedad.
—Ya lo sé, pero estoy segura de que estaría dispuesta a hacer una excepción…
para ti, Declan.
Sam miró la carta, sintiendo náuseas. Sabía que no sólo estaba enfadada porque
le era leal a su ex jefe, sino que también sentía celos… celos de Gita.
—¿Sam? —Declan la miró de modo penetrante, cuando la camarera se acercó—.
¿Qué vas a comer?
—Pediré pollo —susurró Sam, diciéndose que sólo era su empleada, no su
confesora.
Sin embargo, cuando llegó la comida, descubrió que su apetito, había
desaparecido y no pudo comer gran cosa.
—¿Es que no quieres subir de peso? —comentó Chrissie, con una dulzura
fingida—. Te comprendo. Como eres tan bajita, cada gramo extra debe notarse,
aunque el jersey que llevas puesto oculta una multitud de imperfecciones.
Todos guardaron silencio y Sam se sonrojó por el insulto. El hecho de haber
crecido con una madre y una hermana que eran altas y rubias, había dejado marcada
a Sam, quien se había acostumbrado a ser considerada una muchacha insignificante.
A pesar de que el comentario de Chrissie fue muy grosero, Sam no pudo
replicar nada y se quedó callada.
Declan la observó, intrigado, como si esperara que le contestara algo a Chrissie.
Luego, dijo con firmeza:
—Sam no necesita hacer dietas. Es pequeña de estatura, pero está muy bien
formada. Termina de comer, Sam —añadió en voz baja—. No has desayunado.
Todos volvieron a charlar, mientras Sam hacía un esfuerzo por comer, halagada
por la galantería de su jefe. Sin embargo, también estaba enfadada. Declan tenía a
Fran y a Gita y tal vez nunca se fijaría en ella. No obstante, estaba logrando que se
enamorara de él.
Trató de decirse que sólo era una poderosa atracción sexual, pero sabía que no
era cierto. Sam quería conocer bien a Declan, descubrir por qué estaba
desperdiciando su talento fotografiando joyas y modelos.
Como había dejado de llover, siguieron trabajando después de la comida. Por
fin, Declan quedó satisfecho y la jornada concluyó.
—Chrissie se ha portado muy mal contigo. Lo siento —declaró el fotógrafo,
cuando Sam metía una cámara en el portaequipajes.
—¿Por qué te disculpas? —se sorprendió—. Eso no ha tenido nada que ver
contigo.
—Estaba enfadada conmigo y se desquitó contigo.

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—¿Por qué se enfadó?


—Eso no importa —se encogió de hombros y no dijo nada más, aunque Sam
sabía que Chrissie había coqueteado con Declan toda la mañana y él la había
ignorado. Ese rechazo debió de ser duro para la hermosa modelo—. Será mejor que
nos vayamos —añadió él, al consultar su reloj—. No quiero conducir a la hora de
más afluencia de tráfico.
Fueron sus últimas palabras. Al entrar en la carretera, los coches redujeron la
velocidad, hasta quedar parados.
—¡Maldición! —refunfuñó Declan.
—¿Qué sucede?
—Veo varias latas en el asfalto. Parece que un camión ha perdido su carga —se
impacientó él—. No nos queda más remedio que esperar.
—¡Ah! —de pronto, el interior del coche le resultó muy pequeño. Sam ya no
podía distraerse con nada y tuvo que reconocer que ese hombre la intimidaba
mucho.
—¿Has quedado complacido con las fotos?
—¿Mmm? —estaba distraído, y tamborileó los dedos en el volante—. Dime,
¿por qué me envías mensajes tan confusos?
—¿De qué hablas? —se tensó, y se preguntó si él se había dado cuenta de que
ansiaba que la abrazara.
—Me pregunto quién es la verdadera Sam Gilbert —susurró—. Te diviertes con
tipos borrachos y groseros y vives en un lujoso apartamento, cuyo alquiler debe de
estar fuera de tus posibilidades económicas. Esa Sam Gilbert no encaja con la joven
que se ruboriza, como has hecho; que les deja alpiste a los pájaros y toma fotos de
niños. Es evidente que te encantan los pequeños, algo que resulta poco usual en una
mujer que no es madre.
—¿Quieres decir que no encajo en el estereotipo que te hiciste de mí? —
repuso—. Me juzgaste desde el principio, y nunca tomaste en cuenta la posibilidad
de estar equivocado.
—Sí, aunque no puedes negar que las primeras impresiones son muy
importantes. Me interesa saber cómo es posible que te puedas permitir el lujo de
vivir en una de las mejores zonas de Londres.
—¿No lo puedes adivinar? —sabía que él sólo hablaba para matar el tiempo,
pero la molestó el comentario—. Mi amante me paga el alquiler.
Eso lo hizo reír y ella se enfureció aún más.
—¿Por qué te parece tan gracioso?
—Lo que pasa es que no creo que sea cierto. Esos hombres no eligen a mujeres
que no se maquillan con esmero y que no se peinan en un salón de belleza —su voz
se hizo más profunda y, por un momento, Sam creyó que Declan inclinaría la cabeza
y la besaría apasionadamente.

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Sin embargo, no lo hizo y Sam dedujo que no la consideraba una mujer


hermosa ni elegante.
—Tienes razón. El apartamento es de una amiga de mi madre —suspiró. No
quería darle una explicación, pero eso era mejor que guardar silencio y dejar volar su
imaginación—. Antes era de mi madre. ¿Sabías que ella es Jayne Carrol, la antigua
modelo?
—Sí, creo que Charlotte me lo mencionó —asintió.
—Mi madre compró el apartamento cuando llegó a Londres, hace años, antes
de conocer a mi padre. Cuando se casaron y se fueron a vivir al campo, quiso
conservarlo, a pesar de que lo usaba muy pocas veces.
—¿Un lujoso refugio? —sugirió.
—Sí, pero demasiado caro. Eso siempre fue un motivo de discusión entre mis
padres. Para mi madre era más que un apartamento, era el símbolo del éxito que
tuvo como modelo; de su juventud —«una dorada juventud que ella hora intentaba
conservar a toda costa», pensó para sí—. Hace cinco años, se lo vendió a una amiga
suya que se casó con un millonario estadounidense. Lo hizo para pagar menos
impuestos, y el trato fue que mi familia podía usarlo cuando quisiera. Su amiga y su
marido sólo están allí un par de semanas al año. El año que viene su hija vendrá a
estudiar a Londres, así que lo compartiremos. Por fortuna, me cobran un alquiler
muy bajo, lo cual es fantástico, pues no podría vivir en un lugar así con el sueldo que
me das —alzó la barbilla, orgullosa, decidida a que no la considerara una niña rica—.
No recibo dinero de mis padres… vivó de mi sueldo. ¡Me hago casi toda mi ropa!
—¿De veras? —inquirió, pensativo.
Sam tuvo la impresión de que había revelado demasiadas intimidades y que eso
la ponía en desventaja, de modo que quiso saber más de él.
—¿Y qué hay acerca de tus padres, Declan?
—Ya han muerto —declaró con dureza, como si así impidiera que lo siguiera
interrogando—. Los coches empiezan a avanzar —añadió con un patente alivio.
Tal vez él lamentaba haber demostrado tanto interés por su torpe ayudante, se
dijo Sam. No obstante, cuando Declan aparcó frente al edificio donde ella vivía,
comentó:
—El último sábado del mes, el veintinueve… ¿estás libre por la noche?
—Pues… creo que sí —sus ojos se iluminaron y tartamudeó, sintiéndose la
Cenicienta.
—Habrá una ceremonia de entrega de premios en el hotel Beaumont… Debo ir
y me gustaría que me acompañaras.
—Yo… —jadeó, sin poder ocultar su emoción—. Me parece estupendo.
—No te emociones demasiado —hizo una mueca—. Sólo es trabajo.
—¿Y qué pasa con Fran?
—¿Fran?

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—Tu amiga. La maquilladora. ¿Ella no desea ir?


—Fran no estará en Londres esa noche, de lo contrario, sí, es probable que la
invitara a ella —parecía que le había molestado la pregunta.
Bueno, al menos Sam ya sabía a qué atenerse.
—Gracias —abrió la puerta.
—Ni lo menciones. Hasta mañana. Buenas noches.
—Buenas noches —bajó del coche y subió a la entrada principal. Observó el
atractivo perfil de Declan, y pensó que habría podido contemplarlo toda la noche.
Tuvo que hacer un esfuerzo para darle la espalda y mantenerse impasible.

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Capítulo 5
Durante las siguientes semanas, Declan no mencionó la ceremonia de entrega
de premios, sino que le hizo saber a Sam cuánto esperaba que se esforzara en su
trabajo. Ella sabía que aprendería muchas cosas de él, pero todos los días regresaba a
su apartamento rendida.
Declan era tan distinto a Robin. Su genialidad lo hacía ser autoritario, exigente.
Era un perfeccionista obsesivo y tenía un estilo libre y propio.
Sam siempre había respetado su trabajo y, ahora, también lo respetaba a él. Y a
pesar de que intentaba resistirse, Declan seguía ejerciendo una poderosa influencia
física en ella.
Una noche, en que habían estado trabajando hasta las diez, la joven se armó de
valor para pedirle permiso para ver a Flora.
—¿Declan?
—¿Qué? —levantó la mirada.
—Mi sobrina, Flora, me ha escrito. Es la hija de Charlotte.
—Me alegro mucho, Sam, pero no entiendo por qué me cuentas eso —declaró
con sarcasmo.
La joven ya estaba acostumbrada a esa clase de comentarios, de modo que lo
ignoró y añadió:
—Quiere venir a Londres. Su padre puede traerla un día entre semana, y eso
significaría que… pues…
—¿Es ésta tu manera de pedirme un descanso?
—Bueno, he trabajado muchas horas extras —sonrió, serena—. De hecho, lo
mejor sería que la trajera al estudio por la mañana… Verás, ella dice que quiere ser
fotógrafa cuando sea mayor.
—No quiero que haya niños escandalosos en mi estudio —declaró—. Además,
eso resulta muy peligroso.
—Es muy sensata —insistió Sam.
—Será mejor que lo sea —se tornó sombrío—. Y te harás responsable de ella
mientras esté aquí, ¿has entendido?
—Sí, Declan —estaba feliz—. Entonces, si pudieras darme la tarde libre, podría
llevarla al cine y…
Él la interrumpió con una mirada penetrante y amenazadora, y Sam consultó su
reloj. Eran casi las diez y media de la noche, y había llegado a trabajar a las siete de la
mañana.
—Está bien —masculló—. Bueno, deja de charlar y revélame este carrete.

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Una semana después, Flora, vestida con un pantalón de peto vaquero y peinada
con trenzas, llegó al estudio. Quedó muy impresionada con el lugar, pero más con
Declan.
—Tu tía me ha dicho que vas a ser fotógrafa cuando crezcas —comentó él, serio.
—Sí, señor Hunt.
—Llámame Declan.
—Declan —le sonrió, mostrando que le faltaban unos dientes—. Quiero ser
como tú.
—¿No como Sam?
—No —negó con la cabeza—. Mi tía Sammie dice que tú eres el mejor fotógrafo
de todo el mundo…
—Flora —exclamó Sam, ruborizándose de mortificación.
—Vaya, gracias, Sam —comentó él, divertido—. Es un gran cumplido.
Ella lo miró con desagrado, pero guardó silencio debido a la presencia de su
sobrina.
Declan dejó que Flora se quedara en el estudio para la sesión de fotografía y
luego insistió en que le hiciera todo un carrete de fotos a la avergonzada Sam.
Después, mientras la joven cargaba todas las cámaras, Declan le dio varias
instrucciones a Flora.
Michael entró cuando los tres estaban inclinados sobre la misma cámara. Sam
estaba muy cerca de Declan y hacía un gran esfuerzo para controlar el temblor de sus
manos.
—¡Vaya, cuánta armonía! —bromeó Michael.
Sam se sonrojó, Declan masculló algo y se refugió en su oficina durante el resto
de la mañana.
Sam le había prometido a su sobrina que la llevaría a comer una hamburguesa.
—¿Nos va a acompañar Declan?
—¿Adonde? —inquirió él, al salir de su despacho.
—A comer una hamburguesa. La tía Sammie me va a llevar a un restaurante.
—Declan está muy ocupado, cariño —intervino la joven.
—¿Hay batidos allí? —inquirió él, al ver la mueca de desilusión de la pequeña.
—¿Los hay, tía Sammie? —inquirió Flora, ansiosa.
—Sí, de todos los sabores.
—Bueno, entonces iré, pero con la condición de que pueda tomarme un batido
doble de chocolate —sonrió Declan a Flora.
Sam pensó que comer una hamburguesa con Flora y Declan era como estar en el
paraíso… y que eso también demostraba que su vida era muy aburrida. ¿No era

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patético que fuera una ocasión memorable para una joven de veintiséis años ver a su
jefe comer patatas fritas con salsa de tomate?
Pero lo que más la sorprendió fue la forma en que Declan se portó con Flora.
Fue amable, tierno, divertido. Hacía bromas para divertir a la niña y fue un gran
compañero.
A la mañana siguiente, sin embargo, Declan se mostró cortante y brusco, como
si así le insinuara a su ayudante que no se repetiría la agradable comida del día
anterior.
Su frialdad persistió durante toda la semana. Un día antes del día de la entrega
de premios, le comentó a Sam:
—Pasaré a recogerte a las ocho —anunció, aburrido, lo cual la molestó mucho.
¿Es que no podía demostrar un poco de interés?
El sábado, a las seis y media, la joven estaba muy nerviosa. A pesar de que
Declan no deseaba asistir a la ceremonia, ella ansiaba esmerarse en su arreglo
personal para impresionarlo. Los vestidos de noche en tonos de azafrán, bermellón y
verde jade, que ella misma había confeccionado, yacían sobre la cama. Sam se miró al
espejo y suspiró.
Acababa de decidirse por el vestido de seda de color cereza, aunque el tono le
parecía algo llamativo, cuando sonó el teléfono.
Una hora después, vestida aún con vaqueros, fue a abrirle la puerta a Declan.
Estaba muy atractivo, vestido con esmoquin. La chaqueta acentuaba sus anchos
hombros. El pantalón negro parecía alargar aún más sus fuertes piernas, y Declan
incluso había logrado domar su pelo ondulado para darle un aspecto formal.
Al mirar a Sam, frunció el ceño, furioso. De pronto, hizo un gesto de asombro:
—Has estado llorando. ¿Qué te ha pasado, se te ha roto una uña?
—Lo siento, pero no puedo acompañarte, Declan —esa noche no estaba de
humor para sus sarcásticos comentarios.
—Pues vas a venir —la ignoró y entró—. Me dijiste que no llorabas.
—No suelo hacerlo, pero ha sucedido algo, antes de que llegaras.
—¿Qué? —inquirió él.
—¿Por qué no vas sin mí? —insistió Sam, con el pelo aún húmedo después de
habérselo lavado.
—No saldré de aquí hasta que me expliques qué es lo que te ha hecho llorar.
—A veces ayudo en un albergue para jóvenes —tartamudeó, rezongando.
—¿A veces?
—Bueno, una o dos veces por semana. Ese albergue fue inaugurado por John.
Es un asistente social y un buen amigo mío. Es una idea fantástica —declaró con
orgullo—. No sólo van adolescentes normales, sino muchachos que tienen alguna
incapacidad física. Cuando empezamos a mezclar los dos grupos, todos resultaron

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beneficiados. Los chicos más bravucones se volvieron protectores y amables, los


muchachos a quienes les costaba trabajo aceptar su incapacidad adoptaron una
actitud más positiva en general.
—¿Y eso te hace llorar?
—Claro que no —replicó, furiosa, a pesar de que no estaba enfadada con él—.
La próxima semana íbamos a tener un baile allí, pero anoche, alguien entró en el
local. Han robado el aparato de música y lo han destrozado todo. El albergue se
sostiene gracias a contribuciones voluntarias, pero creo que esto será su fin.
—Vístete —le ordenó con voz apremiante.
—No puedo ir —insistió. Declan parecía no haber escuchado nada de lo que
ella había dicho.
—Arréglate. Pasaremos por el albergue antes de ir a la ceremonia.
—Llegaremos tarde.
—Sólo unos minutos. No importa.
—No puedo ir allí con mi vestido de noche —negó con la cabeza—. No quiero
acentuar la diferencia que existe entre ellos y yo.
—Entonces, ¿los despreciarás poniéndote algo poco elegante?
—No te atrevas a hablarme de ese modo —jadeó, furiosa.
—Entonces, cámbiate. No son tontos, Sam. Te esfuerzas por ayudarlos, pero no
eres como ellos. Para empezar, vives en un lujoso apartamento en Knightsbridge.
Deja de tratar de ser algo que no eres. Eso no les importará a ellos —susurró con
suavidad.
Eso la ayudó a serenarse. Sam se metió a su dormitorio y minutos después salió,
llevando un vestido de seda, gris oscuro. Se había peinado y su pelo empezaba a
brillar a medida que se secaba.
—Vamos —murmuró Declan, y le puso una mano en la espalda para conducirla
afuera.
La joven quiso apoyarse en él, pero aunque logró contenerse, no pudo ser
inmune a Declan. «No es justo», pensó, mientras se dirigían al albergue. «O bien
Declan sabe qué efecto tiene sobre las mujeres y no le importa, o bien le gusta
conquistarlas a todas, como está sucediendo conmigo».
Sabía que él no tenía que hacer nada para que las mujeres cayeran rendidas a
sus pies. Quizá él no se daba cuenta de la alegría que la embargaba cada vez que la
tocaba, incluso cuando estaba triste por el ataque que había sufrido el albergue.
Declan le hizo preguntas sobre el local y Sam le dio instrucciones para llegar a la
zona donde se encontraba.
Entraron y vieron que todo era un caos total.
—Qué horror —se lamentó Sam, acongojada—. ¿Cómo puede la gente hacer
algo semejante?

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—No está tan mal como parece —declaró él, después de observar la escena
detenidamente—. Las sillas sólo están tiradas en el suelo. No es difícil arreglar la
ventana y con un poco de pintura se pueden cubrir las obscenidades de las paredes.
Un hombre robusto y de baja estatura, de casi treinta años y con el pelo rubio y
rizado, se acercó.
—John, te presento a Declan Hunt, mi jefe —dijo Sam—. Declan, él es John
Miles, el asistente social de quien te he hablado.
Ambos se miraron en silencio, antes de que Declan alargara la mano.
—Me alegra mucho conocerte, John. Sam me ha contado algo de tu albergue.
Siento que haya pasado esto, pero tal vez pueda ayudaros —sonrió—. Tengo un viejo
aparato de sonido que ya no uso, y me encantaría regalároslo.
John le dio las gracias, un poco tenso. Sam pensó que tal vez se sentía
intimidado, al igual que ella, por el imponente aspecto de Declan, vestido con formal
elegancia.
—Mañana es domingo —añadió el fotógrafo—. ¿A qué hora se reúne el grupo?
—Por la mañana, de diez a doce —informó John.
—Me gustaría venir con mi cámara y tomar unas fotos, si te parece bien.
—¿Para qué? —inquirió Sam.
—Porque las fotos tienen un impacto del que carecen las palabras. Vamos a
despertar la indignación de la gente por lo que ha sucedido. Tengo un amigo que
trabaja en un importante periódico… a ver qué puedo hacer.
—Eso es muy amable por tu parte —John se relajó y esbozó una sonrisa.
En el coche, dirigiéndose a la ceremonia de entrega de premios, Sam le comentó
a Declan:
—Has sido muy generoso. Creo que nunca he visto tan contento a John.
—¿Hace mucho tiempo que lo conoces? —la miró de reojo.
—Sí, desde que vine a vivir a Londres. Ha sido un buen amigo para mí.
—Entiendo —dijo Declan, y guardó silencio.
El interior del hotel Beaumont resplandecía. Había elegantes vestidos de tafetán
y satén, que eran muy reveladores. Ataviada con su sencillo vestido gris, Sam se
sintió una carpa, metida por accidente en el acuario de los exóticos peces tropicales.
Para ella fue una nueva experiencia acompañar a un hombre tan apuesto. La
altura y el atractivo de Declan lo hicieron ser el centro de atención de todos. Y él
parecía estar incómodo, tenso. Sam se preguntó cuál podía ser la razón de su
desasosiego y, al volverse, se quedó inmóvil.
Allí estaba Gita.
Como siempre, Sam quedó impresionada por la perfección del cuerpo y el
rostro de esa mujer. Su pelo negro estaba sujeto por una peineta dorada y le caía

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hasta la cintura. Era muy delgada y alta, más que Robin, y esa noche llevaba un
vestido dorado que se le pegaba a la piel. Parecía una diosa antigua a la que los
hombres siempre adorarían.
Los grandes ojos de Gita brillaron al ver a Declan. Ella lo recorrió con la mirada
y esbozó una sonrisa secreta, seductora. Todos empezaron a cuchichear y Sam se
sintió embargada por el nerviosismo.
—Ven —Declan la condujo hacia la mesa de Gita.
Sam se quedó horrorizada. ¿Acaso Declan tendría el descaro de hablar con la ex
modelo, cuando Robin lo miraba con ganas de matarlo? Al parecer, lo tenía.
—¡Hola, Robin! ¡Hola, Gita! Tenéis muy buen aspecto.
—Y se puede decir lo mismo de ti —ronroneó Gita.
«Incluso su voz es exquisita», pensó Sam. Gita había sido educada en uno de los
mejores colegios de Inglaterra y su suave y modulada voz contrastaba con su exótica
belleza.
—Has estado rehuyéndonos desde que regresaste de Estados Unidos, Declan —
comentó la mujer, después de mirar a Sam.
—Tengo mucho trabajo —sonrió él.
—Siéntate.
Era una orden imperiosa, pero Declan la ignoró.
—Más tarde. Quiero que Sam me dé su opinión sobre las fotos ganadoras.
El ambiente se tensó y a Sam se le contrajo el estómago. Él no soportaba estar
sentado junto a ella y Robin, pensó. Eso significaba que Declan aún estaba
enamorado de Gita.
—Hola, Sam —la ex modelo observó a la joven—. ¿Te gusta tu nuevo trabajo?
—Mucho.
—Bueno, espero que Declan se porte como un caballero contigo. Yo era su
ayudante, hace muchos años, y te aseguro que ese puesto tenía grandes incentivos…
y muy buenos.
¿Cómo podía humillar a Robin, al halagar las proezas sexuales de Declan? Sam
lo miró, sin saber qué decir, pero la expresión de él fue tan dura como el granito.
—Que tengáis una agradable velada. Con vuestro permiso —susurró Declan.
Sam lo siguió, callada e irritada.
Era algo tan descarado. Gita ardía de pasión por Declan. ¿Acaso se había dado
cuenta de su error, de que un título nobiliario no significa nada, cuando no se puede
tener al hombre deseado? Si la modelo había decidido renunciar a todo, con tal de
recuperar el amor de Declan, ¿qué hombre podría resistirse a una mujer como ella?
Sam sabía que la gente los miraba mientras ellos se dirigían a las salas de
exposición. Y no le pareció una experiencia agradable. Sabía que estaba maquillada
con esmero y que había disimulado un poco el gran tamaño de sus senos, pero no era

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la clase de mujer a quien los hombres miran. Y esa noche, todos la contemplaban con
detenimiento y parecían pensar, «¿qué demonios hace él con alguien como ella?»
¿La habría invitado Declan para enviarle un mensaje velado a Gita, y mostrarle
que Sam era su colega y que él no se sentía atraído por ella, para que su antigua
amante estuviera tranquila?
La joven se alegró al ver las fotos, decidida a concentrarse en ellas y olvidarse
de lo ocurrido.
—¿Te parece que eso merece un diez?
La voz profunda de Declan la sacó de su ensimismamiento. Él señalaba una
hermosa foto en blanco y negro, de una madre con su hijo. A Sam le encantaban las
fotos de los niños, pero la imagen que veía en ese momento no le agradó.
—No me gusta mucho.
—¿De veras? —pareció sorprendido y frunció el ceño—. Fue tomada por uno de
los mejores fotógrafos de Francia.
—Eso no significa que sea una buena foto. Me parece una imagen artificial.
—¿Por qué? —la estudió de nuevo.
—Es demasiado… perfecta —se encogió de hombros—. Es obvio que la modelo
no es la verdadera madre del niño.
—¿Eso crees? —susurró.
—Por supuesto —exclamó, molesta aún por los comentarios de Gita—. La
modelo es tan guapa, tan elegante, está tan arreglada. La mayor parte de las mujeres
que tienen un niño de esa edad, tienen profundas ojeras porque no pueden dormir
por atender a su hijo.
—Parece que eres una experta en niños.
—Quizá mucho más de lo que él es —declaró, brusca, al señalar la foto.
—Entonces, ¿estás insinuando que para que una foto sea buena debe mostrar la
realidad? —sonrió.
Sam trató de serenarse y darle a Declan una respuesta apropiada. «Después de
todo, no tienes por qué enfadarte con él, sólo porque desearías que te hiciera el
amor», se dijo.
—Supongo que eso es lo que estoy insinuando —susurró—. En lo que respecta
al uso de la luz y la sombra, esta foto es magnífica. Pero la vida real no es así.
—Baja la voz —le advirtió, divertido—. Aquí viene Jean-Claude, el autor.
Jean-Claude Martin se acercó. Había ignorado la instrucción de «traje de
etiqueta», que estaba al pie de las invitaciones e iba ataviado con ropa informal.
—Alors, Hunter, ca va?
—Tres bien, merci —repuso Declan, con un acento depurado.

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«Presumido», pensó Sam, y luego se ruborizó cuando se dio cuenta de que él la


miraba como si le hubiera adivinado el pensamiento.
—Permíteme presentarte a mi nueva ayudante, Sam Gilbert.
—¿Sam? Ése es un nombre masculino y ella es una hermosa mujer —protestó el
francés.
—Jean-Claude inventó los cumplidos —comentó Declan.
—¡Ése es el secreto de mi éxito! —esbozó una blanca sonrisa—. ¿Te gusta mi
nueva foto?
Sam miró a Declan con un desafío en los ojos. Su resentimiento por Gita y su
pasión frustrada la hacían desear discutir con él.
Mentirosa.
Lo que de verdad deseaba era que la besara… y que no dejara de hacerlo jamás.
—Sam estaba admirando tu foto, ¿verdad? —susurró Declan, burlón.
«No te atreverías», pensó ella, observándolo fijamente.
—¿La de Giscard? —el fotógrafo no se dio cuenta de que se entablaba una
silenciosa batalla entre ellos dos—. Sí, mi hijo es un niño precioso.
—¿Su hijo? —exclamó Sam—, ¿Y quién es la modelo?
—Marie-Claire, mi esposa —anunció con orgullo.
Charlaron unos momentos más, y luego Jean-Claude se alejó.
—Lo sabías, ¿no es cierto? —Sam encaró a su jefe—. Sabías que la modelo era su
esposa y la madre del niño. Y sin embargo, dejaste que te diera mi opinión y que
hiciera el ridículo…
—De ninguna manera —repuso él—. Me agradó tu opinión. Tienes pasión… y
un gran entusiasmo cuando analizas fotos, cuando contemplas un campo de
amapolas…
Declan no se dio cuenta de que ese cumplido lo era todo para Sam, aunque no
significara nada para él.
—Tú también eras así antes —Sam quiso herirlo—. Solías ser apasionado y
tomar fotos que podían cambiar el mundo; pero ahora te pasas los días tratando de
que la máquina de viento produzca en el pelo de la modelo el efecto que buscas. Has
dejado de hacer fotos que tengan importancia. Te has vendido —concluyó.
Declan se puso tenso y apretó los dientes.
—¿Es eso lo que piensas, Sam? —susurró, pero era evidente que estaba muy
enfadado—. Veo que tienes una opinión muy baja de mí. Bueno, tal vez esto te haga
cambiar de parecer —la condujo con firmeza hacia un lugar apartado y oculto, y la
hizo apoyarse contra la pared.

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Fue lo que ella quería, un beso apasionado. Sin embargo, cuando sucedió, Sam
descubrió que no quería sentir el dolor ni la rabia de Declan. Deseaba lo imposible;
deseaba su amor.
Él empezó a besarla y la estrechó con fuerza. Sam sintió todos los músculos de
su cuerpo y, como tenía los senos apretados contra el pecho de él, pudo sentir los
acelerados latidos del corazón de Declan.
Experimentó una oleada de calor y profirió un suave gemido contra la boca de
su jefe. Con ese suave sonido, todo cambió. El enfado de Declan desapareció y fue
sustituido por otra cosa, por algo que hacía arder todo el cuerpo de Sam… el deseo,
un deseo que pronto quedó fuera de control.
A pesar de que se encontraban en un lugar público y que podían ser
interrumpidos por cualquier persona que entrara allí, ella no pudo resistirse a
Declan, no pudo evitar que él le besara el cuello y los hombros con una sensualidad
que la hizo estremecerse de la cabeza a los pies.
No pudo impedir que él le acariciara un seno, y que le frotara con suavidad el
pezón con el pulgar. Sam nunca había sido acariciada de ese modo, y le ardía todo el
cuerpo. Sabía que no podía negarle nada que él quisiera, y se sintió florecer bajo esas
caricias. Lo que empezó siendo un dulce ardor, pronto se convirtió en una húmeda
ansia que debía ser satisfecha de inmediato.
—¡Ay! —suspiró, sin aliento.
—Esto te gusta —murmuró él, sobre sus labios—. ¿Te gusta que te toque? —y le
rozó el otro seno.
—Ya sabes que sí —sentía que se le doblaban las rodillas ante el erotismo de la
innecesaria pregunta y de las caricias.
—Me dejarías hacerte el amor, ¿verdad? Ahora mismo, en este lugar.
—Yo… —estaba embargada por una emoción inexplicable.
De pronto, él la apartó de su lado, como lo hiciera antes, cuando Charlotte se le
pegó como una lapa, en el restaurante. Sam lo miró, sin comprender lo que sucedía.
Declan jadeaba y la observaba con dureza, enfadado.
—¿Qué… ha pasado? —musitó, como si acabara de desmayarse.
—Te he besado —declaró, sombrío, como si se tratara de un crimen—. Te he
besado como querías que te besara. De haber sabido cómo reaccionarías, jamás
habría corrido ese riesgo. No he deseado hacer el amor en un lugar público desde
que era un adolescente. Ya te había advertido que sólo tienes que mirar a un hombre
con tus grandes ojos, para que él haga lo que es natural. Pero conmigo quizá recibas
más de lo que puedes asimilar, ¿entiendes? —susurró, tenso. La vio temblar y
añadió—: Vámonos de aquí, antes de que cambie de opinión.
Sam lo siguió sin decir nada, y se refugió en el tocador de señoras de inmediato,
antes de que alguien pudiera verla.
Lo que vio en el espejo confirmó sus terribles sospechas. Su pelo estaba
alborotado, debido a las caricias de Declan; su rostro estaba blanco como la cera,

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salvo por sus encendidas mejillas, y sus labios estaban más oscuros, debido a la
presión de la boca de ese hombre. Sus senos parecían más hinchados… los pezones
erectos se veían claramente debajo de la fina tela del vestido, y eran la prueba
irrefutable de su excitación.
Se estremeció y se mojó las muñecas con agua fría, para tranquilizarse. Debía
ser objetiva. Era natural que una joven, tan poco experta como ella, se sintiera atraída
por un hombre como Declan. Sin embargo, ella no era su tipo de mujer. Era de baja
estatura y sus curvas eran demasiado voluptuosas para el gusto del fotógrafo.
Y él no tenía la culpa de que ella experimentara esa atracción física. No debió
atacarlo ni criticarlo en un sentido profesional. Declan tenía razón en haberse
enfadado. Sam debía pedirle disculpas.
Ya más serena, la joven se dirigió al salón de banquetes. Declan estaba sentado
a una mesa para ocho personas, y charlaba con una mujer rubia y simpática. Sam no
vio a Gita por ninguna parte.
Cuando ella se acercó. Declan la contempló con frialdad. Maldición. Todavía
estaba enfadado con ella.
Sam se sentó junto a él, y su jefe le presentó a los demás comensales. Declan
charló con la rubia, mientras servían la comida. Era una fotógrafa de deportes y se
llamaba Annie.
No obstante, Sam no pudo probar bocado. No pudo tomar la sopa que le
sirvieron, ni comer las chuletas de cordero que siguieron. Cuando vio la tarta de fresa
que había de postre, sintió náuseas.
—Siento lo que ha sucedido —musitó al fin, cuando logró llamar la atención de
Declan.
—Olvídalo.
—No he debido decirte esas cosas…
—Te he dicho que lo olvides —insistió, y ella guardó silencio.
Todos dirigieron sus sillas hacia el estrado, cuando dio inicio la ceremonia de
reparto de galardones. Los premios empezaron a ser entregados a los ganadores, en
medio de entusiastas aplausos, pero Sam no pudo concentrarse en ello. Sólo pensaba
en el hombre que estaba sentado a su lado y en lo que había sucedido entre ambos.
De pronto, salió de su ensimismamiento al oír una voz conocida. Levantó la mirada y
se dio cuenta de que Gita estaba en el estrado, frente al micrófono.
Sobresaltada, miró de reojo a Declan, quien estaba inmóvil.
—Amigos míos —exclamó Gita, y todos dejaron de hablar—. La fotografía es
una de las profesiones más recientes que existen y muchos no la consideran un arte.
Esta noche, vamos a otorgar un premio especial para asegurarnos de que no se olvide
el trabajo de un hombre. Hace cuatro años, hubo una guerra en el Extremo Oriente
que la mayor parte del mundo quisiera olvidar. Más que ninguna otra guerra, fue
muy sangrienta e inútil, pero los políticos no podían hacer nada por ponerle fin. Por
eso mismo, fue aún más notable la contribución de un hombre, que fue allí sólo con

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una cámara en las manos —sonrió, satisfecha por el efecto que lograban sus
palabras—. Este hombre, al que aprecio mucho…
Se escucharon varios cuchicheos en la sala.
—Este hombre, a quien aprecio mucho —continuó—, hizo algunas de las fotos
más emotivas que se hayan publicado jamás. Ese hombre es, como ya todos habrán
adivinado, Declan Hunt. Por esas fotos y por su libro Los inocentes, te pido ahora,
Declan, que aceptes este pequeño… —bajó la voz, al mirar, intrigada, hacia la mesa
de Sam.
Ésta se volvió y se dio cuenta de que Declan ya no estaba sentado en su sitio.
La gente empezó a hacer comentarios de asombro y Sam se dirigió hacia Annie,
incrédula:
—¿Dónde está Declan? —masculló.
—Se ha esfumado sin hacer ruido. Estaba furioso —sonrió con malicia—. Será
mejor que vayas a recoger el premio.
—¿Yo? —jadeó, atónita—. No puedo hacer eso.
—Pues alguien debe subir al estrado, y tú eres la acompañante de Declan, ¿no?
La gente empezó a mirar hacia la mesa y Sam no tuvo más remedio que ponerse
en pie. Se sonrojó cuando alguien comenzó a aplaudir, y pronto todos siguieron el
ejemplo.
Después, todo le pareció un sueño. Sam no pudo recordar lo que había dicho ni
cuáles fueron los comentarios de Gita. Sólo pensaba que Declan Hunt era el hombre
más grosero y arrogante del mundo.
Sam tenía frente a ella a la razón de la desaparición de su jefe, a la hermosa y
elegante Gita. Declan se había ido para no acordarse de lo que hubo una vez entre
ellos dos. Robin había dicho que la guerra le costó a Declan el amor de Gita.
Era una cruel ironía el hecho de aceptar un premio, de manos de la mujer a
quien Declan perdió por haber ido a esa guerra.
—No me sorprende que se haya acobardado ni que haya huido —suspiró Sam.

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Capítulo 6
Sam dio un golpe en la puerta, furiosa, después de haber pasado una noche de
insomnio. Por fin, había decidido que, con Gita o sin Gita, Declan se había portado de
una forma muy grosera al irse de ese modo.
Era cierto que cuando salió del hotel en busca de un taxi, descubrió que «el
señor Hunt» había dejado a su disposición una limusina conducida por un chófer.
Sin embargo, Declan no debió abandonarla de ese modo durante la ceremonia.
Y Sam no tenía la intención de esperar hasta el lunes para entregarle su premio.
Volvió a dar un manotazo en la puerta, y siguió sin obtener respuesta.
Agarró el picaporte y se llevó una gran sorpresa cuando la puerta cedió. Entró y
contuvo un gemido al ver el lamentable espectáculo.
Estaba dentro de una amplia sala a la que daban varias puertas. La puerta de
uno de los dormitorios se encontraba abierta, y Sam pudo ver a Declan echado sobre
una cama. Estaba desnudo, y sólo una colorida tela le cubría las caderas.
La joven respiró hondo y se acercó a él. Suspiró de alivio al ver que Declan
respiraba de manera regular. Y se quedó sin aliento al admirar su pecho; al
contemplar cada músculo. Era un hombre demasiado atractivo… Sam dejó en el
suelo la bolsa que llevaba y trató de despertarlo.
—Declan, despierta —exclamó, pero él no se inmutó. Sam lo agarró de un
hombro y empezó a sacudirlo—. ¡Declan, por el amor de Dios, despierta!
De pronto, él entreabrió los ojos. Agarró a la joven de la cintura, sin que ella
pudiera impedirlo. Se movió de tal modo, que Sam quedó tumbada debajo de él, en
una posición muy íntima. Sus cuerpos estaban apretados como si fueran amantes. A
Sam se le subió la falda por encima de las rodillas y Declan metió un fuerte muslo
entre sus piernas. Sam se dijo que era maravilloso sentir esa presión en la parte más
íntima de su cuerpo, y que debía alejarse antes de ceder al deseo.
—¿Qué crees que estás haciendo? —lo observó con enfado.
—¿Tú qué opinas? —parecía muy divertido.
—No lo sé —declaró, inhalando su aroma.
—Claro que lo sabes. Estoy terminando lo que iniciamos anoche.
—Déjame —trató de alejarse.
—No lo haré si sigues moviendo así las caderas —murmuró.
Sam abrió mucho los ojos al sentir la excitación de Declan contra ella. Era muy
excitante oír su ronca y profunda voz. Recordó los besos de la noche anterior, y supo
que ahora se encontraba metida en una situación mucho más peligrosa. Lo único que
había entre ella y el cuerpo desnudo de Declan, era una ligera tela que no ocultaba
los atributos físicos de ese hombre. Dada la lamentable falta de experiencia de Sam,
eso debió llenarla de miedo; no obstante, la embargó un asombro expectante.

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—Debemos detenernos ahora mismo, Declan —gimió.


Él permaneció inmóvil antes de apartarse de la joven. Se levantó de la cama
sujetándose la tela a las caderas. Era una especie de sarong; los hombres orientales
los usaban, y Sam adivinó que él debió acostumbrarse a vestir esa prenda cuando
estuvo tomando fotos allí. La tela era fina y los suaves y abundantes pliegues ponían
de relieve la forma que había debajo. En otro hombre, el sarong habría resultado casi
afeminado, pero no había nada de femenino en Declan…
—Tienes razón, Sam, debemos detenernos —susurró.
Ella se sentó en la cama y se arregló la falda, avergonzada por la capitulación
implícita en su conducta.
—¿No sabes que es peligroso dejar la puerta de la calle abierta durante toda la
noche? —le reprochó.
—¿Y nunca te advirtió tu madre lo que podía sucederte si entrabas al
dormitorio de un hombre? —repuso él.
—Por desgracia sólo me dijo lo que podía esperar de un caballero —se levantó
con rapidez.
—Y yo no lo soy —se burló—. Dime, Sam, ¿a qué debo el placer de tu visita
matutina? —inquirió, al salir del cuarto.
—¿Aparte del hecho de que me llevaste a la ceremonia de entrega de premios y
luego me dejaste allí?
—Me aseguré de que hubiera un coche a tu disposición —declaró, sereno,
desde la habitación contigua—. ¿Por eso has venido… para quejarte?
—Claro que no —cogió la bolsa de plástico y lo siguió por la sala hasta una
moderna cocina. La alegró tener un pretexto para sustituir su bochorno por la rabia—
. ¿Qué me dices de esto? —lo encaró, y sacó el pesado objeto de plata.
—Ah, eso —comentó tan sólo, y siguió moliendo granos de café.
—Sí, esto —lo colocó en el mostrador—. ¿No crees que fuiste muy grosero al
irte de ese modo? Fui yo quien tuvo que ponerse de pie y recoger el premio por ti.
—Por fin eres famosa, Sam —sonrió.
—No seas ridículo —le espetó, pero guardó silencio al ver que él empezaba a
molestarse—. Mira, lo que pasa es que creo que no debiste irte de ese modo, sin
siquiera tomarte la molestia de aceptar el premio.
—¿Y no se te ha ocurrido por qué salí de la sala? —inquirió, llevando dos tazas
de café al salón.
«¡Ay, Dios!», pensó Sam, siguiéndolo. No soportaría que él se lo explicara, no
quería volver a ver ni oír nombre nunca más a Gita.
—No he pensado en eso. No creo que me incumban tus asuntos personales.

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—No estamos hablando de mi vida personal, sino de mi carrera profesional, por


la que pareces estar muy preocupada —añadió Declan con brusquedad—. Por
ejemplo, insistes en que me he vendido.
—Te he pedido disculpas por eso —protestó.
—Sin embargo, no puedes borrar ese comentario —declaró, sombrío—. Bueno,
al menos escucha lo que voy a decirte, antes de que emitas un juicio sobre mi
conducta. Siéntate, Sam. Voy a explicarte por qué no acepté ese maldito premio.
El estaba de pie, medio vestido, arrogante, magnífico. De pronto, Sam se dio
cuenta de dónde estaba y de con quién estaba.
—Creo que es mejor que me vaya…
—Siéntate —le ordenó él, impositivo.
En silencio, ella tomó asiento en un mullido sofá.
—¿Quieres que te hable de la guerra, Sam? —inquirió con una pasión que le
encendió los ojos—. La guerra —jadeó—, es sangrienta e innecesaria… y peor aún, es
un verdadero infierno.
—Fuiste muy valiente…
—Claro que no —declaró, sacudiendo la cabeza—. Estaba en la zona protegida,
captando el sufrimiento. Lo que hice fue mucho peor que lo que hizo cualquier
soldado.
—¿De qué hablas? —musitó con suavidad, al ver el dolor marcado en su rostro.
—Por lo menos los soldados fueron sinceros, Sam. Ellos creían en una causa y
lucharon por ella. La muerte se convirtió en un deber para ellos, pero no para mí.
¿Sabes qué fue lo que hice, Sam?
—Basta —murmuró ella—. Deja de herirme de este modo.
—Me quedé inmóvil y lo observé todo —la miró de manera penetrante—. Clic,
clic, clic. Una vez, vi cómo bombardeaban un pueblo. Cuando dijeron que el peligro
había pasado, fui a tomar fotos. Entré en una casa en ruinas, donde una madre
abrazaba a su hijo muerto. Y tomé fotos —añadió, con voz hueca.
—¿Qué pasó? —sintió que se le helaba la sangre.
—Perdió la cabeza. Estaba loca de dolor y de rabia por el hecho de que me
entrometiera en su pena. Se abalanzó sobre mí, me golpeó y me dio puntapiés. Me
arañó —se señaló la delgada cicatriz que tenía en la mejilla—, y dejé que lo hiciera.
Eso la ayudó un poco a desahogarse. Le di todo el dinero que tenía en mi cartera,
cogí mi cámara y me fui. Esa semana salí de allí. Lo vendí todo y abrí un estudio de
fotografía de modas en Nueva York. Ahora, ya lo sabes.
—Vi esa foto. Todos la vieron. Fue la foto que detuvo la guerra —recordaba la
imagen del intenso sufrimiento de esa madre—. Fue publicada en casi todos los
periódicos y revistas del mundo. Eso fue lo que hizo entender a la gente común y
corriente la brutalidad de la guerra. Y la gente se opuso a que eso continuara —
recordó las marchas, las manifestaciones y el eventual fin de la guerra—. No pudiste

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evitar que ese niño muriera, Declan, pero al hacer esa foto, ayudaste a otros. Tú
mismo sabes que así fue.
Se hizo un largo silencio. Declan bebió un sorbo de café y miró a Sam fijamente.
—Gracias —susurró—. No quiero premios por hacer mi trabajo. ¿Me
comprendes?
—Sí —por fin entendía que él no era un hombre que necesitara esa clase de
reconocimientos.
—Y si mis fotos hicieron un bien, me alegro. Por eso las hice. La guerra terminó.
Lo que no quiero es que la gente que luchó en esa guerra y los familiares de las
personas que murieron me vean en un elegante hotel, vestido de etiqueta, recibiendo
un premio que trivialice lo que sucedió —declaró, con una convicción que conmovió
a Sam.
—¡Ay, Declan! —sus ojos se anegaron de lágrimas—. ¿Puedes perdonarme por
todo lo que te dije?
—No me mires con esa impotencia, Sam —masculló una maldición y, de
pronto, esbozó una deslumbrante sonrisa—. Ya sabes que no puedo resistirme a tus
grandes ojos marrones —añadió, socarrón.
«Quiero que me haga el amor», pensó ella. «Quiero hacerlo olvidar su dolor;
quiero que me llene, que me posea… Si me toca ahora, no podré resistirme».
Sin embargo, Declan tan sólo sonrió, rígido.
—Tengo que salir.
—Lo siento…
—Voy a ir a hacer las fotos de tu albergue juvenil.
—Sí, claro.
Sam deseaba que Declan le pidiera que lo acompañara para que lo ayudara a
tomar las fotos. Sin embargo no lo hizo y la razón por la que ella ansiaba estar con él
no tenía nada que ver con su trabajo como ayudante.
Deseaba acompañar a Declan, porque se estaba enamorando perdida e
irremediablemente de él.
Era el hombre con el que todas las mujeres soñaban, y quien, al parecer, todavía
no había podido olvidar a una mujer que estaba casada con otro.

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Capítulo 7
Las fotos que Declan tomó del albergue juvenil tuvieron un éxito que nadie
imaginó.
—Jamás hubiera pensado que las imágenes de semejante tugurio pudieran
tener un impacto tan grande —comentó Michael, un día después de que fueran
publicadas—. Claro, ese albergue es algo fantástico, pero…
—Pero las fotos han logrado conmover al público —Sam extendió el periódico
en la mesa—. Declan lo ha conseguido otra vez —y volvió a mirar la foto principal.
Las fotos se habían publicado en un periódico de cobertura nacional, y los
jóvenes afectados, eran ahora unas celebridades. A la gente le gustó ver a los
muchachos de las pandillas jugando al billar con otros que no podían levantarse de
sus sillas de ruedas. Y Declan logró captar el afecto que existía entre todos los
miembros del centro. Él había logrado que esos chicos y chicas mostraran su
verdadera naturaleza, la de ser jóvenes y querer divertirse.
—Es un fotógrafo tan bueno… —declaró Sam, con fervor—. Debería dedicarse a
cosas como ésta.
—Debí adivinar que Sam podría hacerme una crítica objetiva y constructiva —
comentó una voz sarcástica, desde el umbral de la puerta.
Ella se volvió, y quiso tragarse sus palabras al ver a su jefe.
—Declan, han llamado del periódico para avisar que los donativos para el
centro han empezado a llegar. Han abierto una cuenta bancaria para que la gente
ingrese el dinero allí, como si fuera una obra benéfica. Y la BBC quiere que hables
durante tres minutos, al final de las noticias de la una de la tarde.
—Pues, ¡qué lástima! —se molestó Declan—. Sam tendrá que sustituirme.
—No puedo hacer eso —se escandalizó—. No sé nada de la televisión.
—Mantén la mirada fija en la luz roja y no sonrías todo el tiempo. Eso es lo
único que debes saber —gruñó él.
—No puedes hablar en serio, Declan…
—Claro que sí. Si no quieres ir, pídele a John que lo haga.
—John no sabría qué hacer. Tartamudea.
—Veo que ya lo has notado —sonrió—. No me importa quién hable por
televisión, Sam, pero yo no lo haré.
—Debes hacerlo.
—¿Debo? —dejó de sonreír—. ¿Es una orden?
—Es a ti a quien quieren entrevistar —suplicó, consciente de que otra vez se
había pasado de la raya.
—Soy un fotógrafo, no un ejecutivo de relaciones públicas.

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—Piensa en que lograrás hacer algo muy bueno —insistió—. Obtendrás una
respuesta mucho más favorable que yo; una completa desconocida. Te guste o no,
eres un hombre famoso, Declan. ¡Por favor!, ve.
Él se mostró divertido y luego irritado.
—De acuerdo —masculló—. Bueno, cuando hayas terminado de organizar mi
vida, métete en ese cuarto oscuro e imprime las imágenes de contacto que te pedí
ayer.
—Sí, Declan —afirmó de inmediato y salió.
—Pronto me pedirá que haga un discurso inaugural en las fiestas de
cumpleaños —le comentó Declan a Michael.
—Vamos, Declan, en el fondo sabes que eso te encanta. Cumples todos los
caprichos de Sam —se rió Michael.
Sam cerró la puerta del cuarto oscuro con rapidez, cuando oyó la vociferante
contestación de su jefe.
Sin embargo, la alegría de ella no duró mucho tiempo. A pesar de que no hacía
otra cosa más que pensar en Declan, sabía que debía ocultarlo a toda costa; de lo
contrario él la despediría de inmediato. Las ayudantes enamoradas y melancólicas no
hacían bien su trabajo.
Aunque era cierto que Declan parecía sentirse atraído por ella, eso sólo ocurría
en raras ocasiones. Y, desde la mañana en que la joven fue a buscarlo a su
apartamento, Declan se había mostrado frío e indiferente con ella.
Sam suspiró, al sumergir las impresiones en un líquido, antes de ponerlas a
secar.
—Tu madre te llama por teléfono —anunció una voz sonora y profunda.
La joven se sobresaltó. Como siempre, ese hombre en persona superaba
cualquier producto de su febril imaginación.
—Gracias. No ha debido llamarme al trabajo.
—No —declaró, molesto.
Eso no le pareció razonable a Sam, dado que era la primera vez que alguien la
llamaba al estudio.
—¡Hola, mamá! —cogió el auricular y trató de darle algo de entusiasmo a su
voz.
—¡Cariño! —exclamó la mujer y bajó la voz—. ¡Qué hombre! No he podido
resistirme a la tentación de llamarte a tu trabajo. Ansiaba hablar con él.
«Claro, no quería hablar conmigo», pensó Sam.
—Esa voz tan profunda derretiría a un témpano. Charlotte me ha dicho que es
tan atractivo en persona como en foto.
—Mamá, por favor —masculló Sam, deseando que Declan saliera del estudio,
en vez de estar de pie junto a ella, mirando unas fotos. A Sam le sorprendía la

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conducta de su madre. Ella también había sido una famosa modelo cuando era joven,
y no solía hablar de ese modo de ningún fotógrafo, por famoso que fuera. Declan
debía de haberla engatusado con su encanto masculino, se dijo.
La señora siguió charlando durante unos momentos, antes de comentar:
—Bueno, pues parece que pronto os veremos.
—Mamá, ¿de qué estás hablando?
—Bueno, cariño, tu amable jefe me ha dicho que vais a venir a hacer fotos cerca
de casa, la próxima semana. Me ha asegurado que vendréis a visitarnos. Debo
confesarte que estoy muy emocionada.
—No sé si tendremos tiempo para eso —se deprimió la joven.
—Bueno, pues el señor Hunt cree que sí, y él es quien manda, ¿verdad? No seas
aguafiestas, cariño. Ahora, ya no suelo entablar nuevas amistades. Me ha dicho que
vais a alquilar una casita. Me imagino que no habrá problema en que te quedes con
él.
Sam se quedó de una pieza. ¿Compartiría una cabaña con Declan? El corazón le
dio un vuelco incontrolable, pero ella logró hablar con serenidad:
—Mamá, tengo veintiséis años. Sé muy bien cómo cuidarme.
—Ya lo sé, cariño, pero no sabes gran cosa acerca de los hombres, y él… Bueno,
me imagino que no es probable que esté interesado en ti, ¿verdad?
Sam no supo si debía echarse a reír o llorar ante el cruel comentario de su
madre. Colgó el auricular sin añadir nada más.
—¿Por qué le has dicho a mi madre que iríamos a visitarlos?
—Le he dicho que estaríamos cerca de donde ellos viven —se encogió de
hombros—. Podemos desviarnos un poco para ir a verlos.
—Has sido muy considerado al pedir mi opinión —repuso, sarcástica.
—¿No te llevas bien con tu madre, Sam? —frunció el ceño.
—Eso es algo que no te importa.
—Tienes razón —replicó, aburrido—. A mí no me importa si los visitamos o no,
pero pensé que a ti te gustaría ver a tu familia. Llama a tu madre y cancela todo. Haz
lo que te venga en gana, pero no me metas más en tus asuntos. Por hoy, ya estoy
harto de ti.
Durante los días que siguieron, se mostró tenso y taciturno. Si Sam era amable
con él, Declan la regañaba. Y, cuando ella le hablaba de modo cortante, él la miraba
con enfado, como si Sam no supiera cuál era su sitio.
Era terrible para ella ansiar a alguien que estaba fuera de su alcance; sobre todo,
después de haber tenido la oportunidad de saber cuánto placer recibiría de ese
hombre. Habría sido mejor que él nunca la hubiera tocado. Uno no añora lo que no
conoce…

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Sin embargo, lo peor fue cuando Sam entró en el estudio, dos días después, y
vio que Declan y Michael leían con atención un periódico.
Al parecer, Gita había accedido a ser entrevistada por un diario sensacionalista,
y allí se habían publicado varias fotos antiguas donde la ex modelo estaba con
Declan. Sam se sintió invadida por los celos al ver a Declan, mucho más joven y
sonriente, junto a Gita, quien lo miraba con adoración.
—Declan está furioso —le confesó Michael más tarde, mientras comían unos
sándwiches—. Odia que la gente se inmiscuya en su vida privada.
—Me pregunto por qué Gita habrá hecho algo semejante.
—Declan la ha llamado para preguntárselo.
—¿La ha llamado por teléfono? —exclamó Sam, sin aliento.
—Claro. ¿Por qué no habría de hacerlo? —Michael se mostró sorprendido.
«¿Por qué? Porque yo lo quiero. Lo quiero tanto que es algo insoportable».
—¿Qué le ha contestado Gita?
—Que necesitaba esa publicidad para una obra de caridad, y que no entendía
por qué estaba tan molesto —se encogió de hombros.
«Pues porque Declan ha recordado esos tiempos felices», pensó Sam.
Declan fue entrevistado por la televisión. Michael y Sam cerraron el estudio
durante media hora, y fueron a una tienda cercana de aparatos electrónicos para ver
a su jefe.
El rostro de Declan llenaba la pantalla y era más grande… y más atractivo, se
dijo Sam.
—Vaya, ese hombre sí que es guapo —suspiró la vendedora.
La reportera que entrevistó a Declan se inclinó hacia él para hablarle:
—Señor Hunt, hay una escuela de pensamiento que cree que la inactividad
favorece el delito. ¿Considera usted que los jóvenes de este país están bien
atendidos?
—Algunos sí, pero no todos.
—En ese caso, ¿cree que sus fotos enviaron un mensaje político?
—Señorita Stapps, soy fotógrafo, no político —la miró con una impaciencia
apenas contenida.
—Sin embargo, las fotos que hizo de la guerra provocaron un auténtico revuelo
cuando fueron publicadas…
—Hago fotos y el público es quien las interpreta —señaló, cauteloso—. La
manera en que decidan hacerlo depende sólo de ellos.
La reportera cambió de táctica:

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—¿Acaso las fotos de ese albergue para jóvenes marginados marcan su


alejamiento del mundo de la moda y su regreso a la fotografía de reportaje, como
insinuó Gita, lady Squires, esta mañana, en un programa de televisión?
Declan trató de sonreír, pero fue obvio que estaba muy tenso y molesto.
—No quiero hacer ningún comentario al respecto —declaró.
Esa tarde, Declan regresó de muy mal humor al estudio. Sam había dejado la
puerta del cuarto oscuro abierta, y sin querer oyó cómo él llamaba por teléfono a Gita
y concertaba una cita con ella.
Al día siguiente, Bob, el cuñado de Sam, la llamó para decirle que ese día
trabajaría en Londres hasta tarde, de modo que pasaría la noche en la ciudad. Le
pidió que cenaran juntos.
—Por favor —insistió Bob, cuando Sam vaciló—. Necesito hablar contigo acerca
de Charlotte. Estamos pasando por una mala época, Sam.
—Está bien —suspiró, pensando que eso no era nada nuevo—. ¿A qué hora
quieres que nos veamos?
—Pasaré a recogerte a las ocho.
Por desgracia, esa noche Declan la hizo trabajar hasta tarde y Sam le advirtió
que tenía prisa por irse.
—¿Vas a ir al centro juvenil hoy?
—No, saldré a cenar —explicó la joven.
—¿A cenar? ¿Con quién? —exclamó, incrédulo.
A ella no le agradó que se mostrara tan sorprendido. Aunque ella no tenía la
intensa vida social de Gita, tampoco era un patito feo.
—Con un… amigo —contestó tan sólo.
Por desgracia, Declan insistió en llevarla a su apartamento. Como tomó un
camino muy largo, se metieron en un intenso tráfico. Cuando por fin llegaron, Bob ya
estaba allí, apoyado en su BMW plateado.
Declan apretó los dientes al aparcar su Porsche.
—¿Vas a cenar con tu cuñado? —susurró, tenso—. Qué bien.
Sam se sonrojó al imaginar lo que él pensaba, pero se dijo que él había hecho
algo peor. Por lo menos no había nada entre Bob y ella, y no se podía decir lo mismo
acerca de Declan y Gita. Como tenía la conciencia tranquila, lo miró con una intensa
frialdad:
—Así es. ¿Quieres que te lo presente?
—No, gracias —hizo una mueca y le abrió la puerta—. Espero que te diviertas
—sus ojos brillaron de una forma extraña, como si quisiera hacerle una advertencia.
Sam guardó silencio y bajó del coche.

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Por desgracia, la velada no fue nada divertida. Según Bob, Charlotte y él no


dejaban de pelearse. Sam trató de mostrarse comprensiva, pero suspiró de alivio
cuando la velada finalizó y pudo refugiarse en su apartamento.
No obstante, tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. No podía olvidar la
mirada de desaprobación que Declan le había lanzando antes de irse.

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Capítulo 8
Declan se mostró frío con ella durante el resto de la semana. Sam no quería ir
con él a hacer las fotos, en esas condiciones. Además, tendría que ir a visitar a sus
padres. Habían acordado verse para la hora del té y Flora asistiría a la reunión. Irían
a Sussex antes del mediodía, se detendrían a comer en el camino, y llegarían a la casa
de los señores Gilbert para la hora del té.
Declan había alquilado una cabaña cerca de una cala, para tomar las fotos. Las
dos modelos y el diseñador gráfico se reunirían con ellos al día siguiente, para que
Declan y Sam pudieran ver cuáles eran los mejores lugares para la sesión fotográfica.
Y, si Declan se mostró frío esa semana, Sam estuvo muy tensa. El solo hecho de
pensar en pasar la noche con él, en una cabaña, le hacía experimentar una gran
timidez y una intensa emoción. Sin embargo, sabía que no debía hacerse falsas
ilusiones.
Declan pasó a recogerla a la hora acordada, pero el trayecto no fue del todo
agradable.
—¿Quieres comer aquí? —redujo la velocidad al llegar a un pueblo.
—Me da igual.
—¿Eso significa sí o no? —insistió él con voz cortante.
—Sí.
No obstante, la joven no pudo terminar su ensalada de camarones, y Declan
tampoco parecía tener mucho apetito.
—Por el amor de Dios, come algo —se irritó—. Ya te dije una vez que no
necesitas bajar de peso.
—No tengo hambre —declaró.
Al llegar a la casa de piedra gris, de los padres de Sam, ésta se incorporó en su
asiento.
Su madre fue quien abrió la puerta principal.
La edad no había disminuido el enorme atractivo de Jayne Gilbert, aunque Sam
deseaba que su madre no se esforzara tanto por aparentar tener treinta años y que
aceptara que era una mujer muy hermosa de cincuenta y cinco años.
La señora Gilbert ladeó la cabeza para observar al jefe de su hija.
—Declan —lo saludó, como si se tratara de un viejo amigo—. ¿Puedo llamarte
así? Siento que te conozco de toda la vida. Mi hija nos ha hablado tanto de ti.
Sam se deprimió al presenciar los coqueteos de su madre. Además, ella nunca le
había dicho nada acerca de Declan.
—Claro —sonrió él—. Es un gran placer conocerla, señora Gilbert.

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—Llámame Jayne —miró de reojo a su hija—. Hola, cariño —le ofreció una
pálida y fragante mejilla—. ¿Has estado a dieta? Debo confesarte que tienes mucho
mejor aspecto. Pasad… Charlotte y Bob ya están aquí. Ven conmigo, Declan —le
cogió del brazo y le lanzó una sonrisa deslumbrante—. Hacía mucho tiempo que no
cogía del brazo a un hombre tan guapo.
Sam se sintió peor al seguirlos y se preguntó si Declan caería en las redes de su
madre o de su hermana.
Todos estaban reunidos en la sala de estar. Sam besó a su padre y le presentó a
Declan. Luego le presentó a Bob, quien reconoció al conductor del Porsche. Charlotte
estaba sentada en el suelo, tan encantadora como de costumbre. Sus delicados rasgos
y su piel de porcelana recibían la suave luz que entraba por las ventanas. Vestía una
falda negra, muy corta, y un suéter negro que hacía resaltar el tono platino de su pelo
rubio y se amoldaba a sus pequeños y proporcionados senos. «Si me pareciera un
poco más a Charlotte, en vez de ser como mi padre», suspiró Sam para sus adentros.
—¡Hola, Sam! —sonrió Charlotte, pero no la tocó.
—¡Hola! ¿Dónde está Flora? —aunque deseó que una sonrisa iluminara el
rostro de su hermana al oír mencionar a su única hija, no fue así.
—Está arriba. Insistió en prepararte una sorpresa… ¡Sólo Dios sabe de lo que se
trata!
En ese momento, oyeron que alguien bajaba corriendo por la escalera. Flora
corrió hacia Sam y se echó en sus brazos.
—¡Tía Sammie, tía Sammie! Te he hecho un dibujo. ¡Hola, Declan! —añadió, y
sus mejillas se encendieron un poco.
—¡Hola, Flora! —sonrió él—. ¿Has hecho buenas fotos?
—Todavía no tengo mi propia cámara —la niña miró con preocupación a su
madre.
—En ese caso, debemos remediar eso, ¿verdad? —Declan frunció ligeramente el
ceño—. ¿Recuerdas el carrete que le hiciste a Sam?
—¡Sí! ¿Lo has revelado?
—Claro. Aquí las tienes —sacó un sobre marrón de su chaqueta de cuero, y se
lo entregó a la emocionada niña.
Sam lo miró, asombrada, mientras su sobrina ponía las fotos sobre la alfombra,
muy ilusionada.
—¡Ay, Declan! —susurró Charlotte, con voz ronca—, la mimas demasiado.
—Pues para eso son los niños.
Sam lo miró con agradecimiento, por ese amable gesto.
—Bueno, ¿dónde está el dibujo que me has hecho? —se inclinó hacia la niña
para hacerle cosquillas en el cuello.
Flora cogió la hoja de papel y la puso de inmediato en el regazo de su tía.

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—Cuidado, Flora —le regañó Bob—. Sam no quiere que la manches con la tinta
de sus rotuladores.
—No me importa —lo miró molesta, sin que Flora se diera cuenta—. Este suéter
ya es muy viejo. Qué bonito dibujo, cariño —suavizó la voz—. ¿Ésta eres tú?
—Sí. Tengo puesto el vestido azul que me hiciste para la Navidad pasada… ahí
está el lazo. Y ése es el cochecito…
—¿El cochecito de tu muñeca?
—No, de mamá.
—Estoy embarazada —declaró Charlotte, sin ningún entusiasmo.
—¡Ah! —exclamó Sam, con una sonrisa vacilante—. ¡Enhorabuena! Debes de
estar muy contenta.
—Bob lo está —le sonrió de modo petulante a su marido—. ¿No es así, querido?
—Ya sabes que sí —repuso éste, gruñón.
Charlotte se dirigió a Declan, quien estaba sentado, observando la escena con
gran interés.
—Odio estar embarazada —hizo una mueca de mal humor—. Es terrible para
una mujer perder la figura.
—¿Ah, sí? —comentó Declan, cortés.
—Es horrible —reiteró Charlotte, mirándolo por debajo de las pestañas—. Ya
llevo doce semanas de embarazo y me siento tan obesa.
Todos observaron el delgado cuerpo de Charlotte, como ella había querido que
lo hicieran. Sin embargo, Sam se dio cuenta de que Declan no observaba a su
hermana, sino que charlaba con su padre acerca del precio de los terrenos en Sussex.
—¿Me ayudas a preparar el té, Sam? —inquirió Charlotte, tensa.
—Está bien, pero después voy a jugar a las cartas con mi sobrina… Claro, si ella
quiere.
—¡Ay, sí! —Flora le sonrió a Declan—. La tía Sammie me enseñó a jugar a las
cartas. Y a veces me deja ganar —confesó.
—Pues hoy no lo haré —Sam le guiñó un ojo antes de seguir a su hermana a la
cocina, como un cordero que se dirige al matadero.
Charlotte puso agua a calentar y encaró a Sam.
—¿Y bien? ¿Ya te ha destrozado el corazón?
—¿Quién? —Sam aparentó indiferencia y desinterés.
—No seas tan necia —se molestó—. El hombre maravilla.
—Es mi jefe y nada más.
—No puedes engañarme —se acaloró Charlotte—. Te conozco demasiado bien.
He visto la forma en que lo miras. Y déjame darte un consejo, Sam. Los hombres

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como Declan siempre tienen un ejército de admiradoras, de mujeres mucho más


guapas que tú. Y él sólo necesita chasquear los dedos para que ellas le den todo lo
que él desee.
De pronto sonrió, y Sam reconoció esa sonrisa inmediatamente. Era la misma
sonrisa que Charlotte usaba de pequeña para que su madre le comprara un vestido
nuevo, para que le diera un juguete… la sonrisa que utilizó cuando le anunció a Sam
que iba a casarse con Bob…
—Dime, ¿ya te has acostado con él?
Sam experimentó una oleada de náuseas, pero también de asombro al darse
cuenta de que Charlotte estaba celosa, celosa de ella, de su pequeña e insignificante
hermana. Y, por unos momentos, sintió el dulce sabor de la venganza… antes de
recordar que los celos de Charlotte no tenían ningún fundamento.
Tal vez Declan la deseó una vez, en un momento de locura. Sin embargo, su
conducta de los últimos días demostraba claramente que él no tenía la menor
intención de repetir ese incidente. No obstante, Sam no pensaba contarle nada de eso
a su hermana.
—Eso no es asunto tuyo —repuso, cortante.
—Quizá no lo sea —se enfadó Charlotte—, pero déjame darte un consejo, de
mujer a mujer. No te acuestes con él. Eso sería algo que después lamentarías.
—Haré lo que me venga en gana —replicó, desafiante.
—¿Estáis horneando un pastel o preparando el té? —inquirió una profunda voz
masculina. Sam se volvió, horrorizada, y vio que Declan estaba apoyado en la puerta
de la cocina.
¡Santo cielo!, ¿cuánto habría oído? Ella sabía que a Declan no le agradaría en
absoluto que hablara de él con Charlotte, con tanta frialdad y cinismo, como si fuera
una especie de semental.
—¡Ay, Declan! —sonrió Charlotte, y vertió el agua hirviendo en la tetera—.
Llegas justo a tiempo para llevar la bandeja.
Tomaron el té y comieron pastel. Al fin, Sam pudo sentarse a jugar a las cartas
con su sobrina. El señor Gilbert se puso detrás de su nieta y la ayudó a hacer trampas
para que ella le ganara una y otra vez a Sam.
Sin embargo, el ambiente era tenso y, a pesar de que a Sam le dio pena
despedirse de Flora, se alegró de poder escapar al fin de la casa de sus padres. Si al
menos no se sintiera tan nerviosa al pensar en estar a solas con Declan. Trabajaban
juntos, pero pasar la noche bajo el mismo techo que él era algo muy distinto…
Trató de hacer comentarios acerca del paisaje que veía desde el coche, con la
esperanza de que charlara con ella, pero Declan guardó silencio. Se mantuvo callado
durante todo el trayecto hacia la cabaña. Por fin, Sam abandonó cualquier intento de
hablar con él.

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En efecto, Declan esperó hasta que metieron las maletas en la casa, encendieron
la luz y hubo fuego en la chimenea, para clavar su penetrante mirada en Sam y
preguntarle:
—Bueno, ¿vas a explicarme qué ha pasado?

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Capítulo 9
Sam miró a Declan fijamente.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Quiero saber por qué tu cuñado está todo el tiempo tan taciturno, por qué tu
hermana te habla de una manera que me escandaliza, y por qué se lo permites. El
ambiente que ha habido hoy en casa de tus padres ha sido muy tenso. Dime, Sam,
¿acaso Charlotte sabe que vas a cenar con frecuencia con su marido?
La joven lo miró, muy dolida por la insinuación. Perdió la paciencia:
—Para que lo sepas, sólo hemos ido a cenar juntos una vez —le dijo con
frialdad—. Y estoy segura de que Bob se lo comentó a Charlotte.
—Entonces, te pido disculpas —Declan hizo una mueca.
Sam asintió y se rió con nerviosismo, al sentir que el silencio reinaba en el
interior de la cabaña.
—Vaya, parece que todo el tiempo nos estamos pidiendo perdón.
—Así es. ¿Y qué crees que significa eso?
—Que discutimos mucho —se encogió de hombros.
—Así es —él se echó a reír—. La vida a tu lado no es fácil, Sam, pero tampoco
es aburrida —se dirigió al gabinete que estaba empotrado en una pared—. ¿Quieres
beber algo?
—Sólo si tú me acompañas.
—Claro —sonrió y abrió una botella de vino tinto.
Sacó dos copas y lo puso todo frente a la chimenea.
—Ven a sentarte aquí —la invitó.
Sam se acercó con cautela, como si presintiera un peligro. Cogió su copa y se
sentó.
—La verdad es que no quiero hablar de eso.
—Sí quieres —la contradijo—. Bebe un sorbo de vino.
Eso la ayudó, al igual que el fuego y la presencia de ese hombre fuerte, a quien
tanto admiraba y de quien estaba enamorada. Todo eso se combinó para que Sam
experimentara una sensación de bienestar y el deseo de confiar en Declan. Era la
clase de escena que sólo tenía lugar en su imaginación, y ahora… era real.
—A veces hablar con alguien es de gran ayuda.
—¿Tú crees?
—Sí —susurró él.

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Y entonces recordó cómo Declan se había desahogado con ella, al contarle lo


que pasó en la guerra. A Sam le había sorprendido su franqueza y decidió imitarlo.
Bebió otro sorbo del delicioso vino.
—Bob fue primero mi novio, hace muchos años.
Él sólo asintió y no dijo nada.
—En realidad —suspiró—, el problema tuvo lugar mucho antes de eso.
Charlotte siempre fue la hija preferida, la viva imagen de mi madre, mientras que yo
era la marimacho… la fuerte y comprensiva Sam.
—Sam y Charlotte —musitó él—. ¿Alguna vez te han llamado Samantha y a
ella, Charlie?
—Por supuesto que no. Mi madre decidió antes de que naciéramos que nos
pondría los nombres de sus dos mejores amigas modelos. Al parecer, cuando nací, le
dijo a Charlotte que yo no tenía un aspecto delicado y que debían llamarme Sam. Y
ahora el nombre me sienta bien —declaró a la defensiva—. Las Samanthas son
hermosas y gráciles, no pequeñas y…
—¿Combativas? —sugirió él.
—Así es —repuso con voz firme.
—Buenos, cuéntame qué pasó con Bob y Charlotte.
—Es una clásica historia —alzó los hombros—. A Bob le gustaba montar a
caballo y a mí también. Cuando era adolescente solía ayudarlo en la granja de sus
padres. Me imagino que durante mucho tiempo Bob me pareció un héroe.
—¿Y qué hacía Charlotte durante todo ese tiempo?
—Ella tenía tres años más que yo y muchas cosas más importantes que hacer.
Solía salir con los chicos que procedían de las familias importantes de la región.
Incluso salió con un vizconde, aunque él era mucho mayor que ella.
—¿No se casó con ninguno de esos chicos?
—No. Charlotte decía que ninguno de ellos era el hombre indicado para ella.
—O tal vez nadie se enamoró de tu hermana —sugirió Declan.
—Charlotte es la clase de mujer por la que todos los hombres suspiran —lo
miró, incrédula, y trató de no mostrar resentimiento.
—Tal vez eso sucede al principio. Tu hermana tiene una belleza deslumbrante,
por la que algunos hombres pueden sentirse atraídos. Pero, normalmente, uno no
sólo desea tener a una mujer guapa como compañera para toda la vida.
Era inconcebible pensar en Charlotte en esos términos. Sam se dijo que Declan
sólo se mostraba amable con ella y que quería hacerla sentirse bien.
—Sigue adelante con tu historia —murmuró, sin dejar de contemplarla.
Sam se sintió confundida. Declan era un hombre fuerte y poderoso, a quien no
podían interesarle los triviales problemas de su familia. Sin embargo, a la joven le

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resultó muy sencillo contarle ciertas cosas en las que no había pensado en varios
años.
—Al igual que mi madre, Charlotte decidió ser modelo. Bueno, ya lo sabías.
¿Has trabajado con ella, verdad?
—Un par de veces —repuso.
—Ella quería ser actriz y hacerse muy famosa, pero eso nunca sucedió.
—Bebe más vino —asintió él, como si estuviera familiarizado con las
aspiraciones de las mujeres hermosas.
Sam vio cómo le llenaba la copa. ¿Por qué le contaba esas cosas? ¿Acaso era por
el vino, o por la amable preocupación que creía ver en esos profundos ojos?
—Charlotte se trasladó a Londres y mi amistad con Bob se convirtió en algo
más importante. Empezamos a ser novios cuando cumplí dieciséis años —se mordió
el labio inferior—. El quería casarse cuando yo tuviera dieciocho… Ya sé que eso
parece muy anticuado, pero…
—En absoluto —negó con la cabeza.
La cortés réplica de Declan la hizo recordar quién era. ¿Por qué se estaba
sincerando con un hombre tan mundano y con tanta experiencia como él?
—No te detengas ahora —añadió Declan con suavidad.
—Está bien —se resignó—. De pronto, Charlotte llegó a casa un fin de semana.
Nadie la esperaba —lo recordaba como si hubiera sucedido el día anterior—. Pálida,
vistiendo unos vaqueros gastados, miró a Bob fijamente y sonrió, encandilándolo. El
se quedó paralizado, como un hombre que acabara de ver el paraíso. No culpo a
Bob… ella era aún más hermosa entonces, resplandeciente. Al principio, no supe lo
que sucedía. Bob canceló un par de citas, pero era natural, dado que tenía mucho que
hacer en la granja. Y luego, alguien me contó los rumores que corrían —suspiró—.
Me enfrenté a Bob y él me confesó que había estado viendo a mi hermana, me dijo
que todo había sido un error, pero que ya era demasiado tarde, dado que Charlotte
estaba embarazada…
—Y no creo que Bob fuera el responsable de ese embarazo, ¿verdad?
Fue como si Declan le hubiera adivinado el pensamiento. Él tuvo la temeridad
de decir en voz alta lo que Sam había sospechado desde el principio, pero que nunca
se había atrevido a comentar a nadie.
—No te atrevas a decir algo semejante otra vez —lo encaró con rabia.
—¿Por qué no, si ambos sabemos que es cierto? —la rebatió, impasible.
—No sabes nada…
—Sé qué es lo que veo. Veo a una niña infeliz cuyos padres no la aman. Una
niña que no se parece a ninguno de los dos…
—Eso sucede con frecuencia —protestó Sam—. Los niños heredan rasgos de sus
antepasados y…

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—Eso es lo que dice la gente. ¿Fue eso lo que te dijeron a ti? —murmuró.
—Lo siento —esas suaves palabras la hicieron perder la compostura—. Nunca
había hablado de esto con nadie. Lo más irónico es que… que…
—Tal vez las cosas se resuelvan entre ellos, ahora que ella está embarazada otra
vez —comentó Declan, arrojando otro leño al fuego—. Tal vez tu hermana le dé el
hijo que todos los granjeros parecen desear. Sin embargo, es probable que ese
matrimonio esté destinado al fracaso, dado que desde el principio ha estado basado
en mentiras —apretó los dientes—. Las mentiras no proporcionan una base firme.
Parecía amargado, y Sam se preguntó si él pensaba en Gita. ¿Acaso él deseaba
que Gita se divorciara? Ella tampoco se había casado por amor, sólo lo hizo para
tener un título nobiliario. El mismo Robin se lo había confirmado. Y era obvio para
todos que todavía amaba a Declan. ¿Acaso éste esperaba que Gita estuviera libre de
nuevo para poder regresar con ella? Eso le dolió mucho a Sam, quien no pudo
contener más sus lágrimas y se echó a llorar en silencio.
Declan no dijo nada. La miró durante un largo rato y luego la abrazó como si
fuera una niña desprotegida. Le acarició el pelo.
—¿Te hirió? —susurró, sobre su cabello—. ¿Bob te hizo mucho daño?
La joven no pudo hablar. Estaba embargada por la emoción de todo lo que le
había contado. Sin embargo, conforme empezó a calmarse, se dio cuenta de que no
pensaba en Bob, sino en Declan. El la estrechaba con tanta fuerza, que podía oír los
fuertes latidos de su corazón y podía sentir el roce de su cálido aliento en el cuello.
«Amo a Declan», pensó, admitiendo al fin, algo que le parecía imposible.
Sin pensarlo, debido a que le parecía lo más natural del mundo, le echó los
brazos al cuello, acercándose más a él, apretando sus senos contra su fuerte pecho.
Declan la miró durante largo rato, entrecerrando los ojos. Sam se dio cuenta de
que la deseaba. Ella suspiró de emoción y apretó más los brazos. Movió los labios un
poco, con una invitación inconsciente, y él la observó con intensidad.
—No —susurró con una rabia contenida—. No voy a hacerte el amor, Sam. Eso
sería consolarte demasiado, ¿no te parece?
De pronto, la joven se dio cuenta de que la estaba regañando. Declan sólo quiso
consolarla y nada más; ella fue quien quiso llevar las cosas más lejos, ofreciéndose a
un hombre que no tenía la menor intención de hacerle el amor. ¿Por qué no podía
aceptar eso? Se puso roja como la grana, muy avergonzada. Declan sonrió, burlón, y
ella se levantó.
—Será mejor que deshagas tu equipaje —sugirió él—. Acuéstate temprano.
Mañana, tendremos mucho que hacer.
«Y ésta será una larga noche», se dijo ella. Se dispuso a irse, pero él la agarró de
un brazo. El contacto fue electrizante y Sam se estremeció. Declan se dio cuenta y la
soltó inmediatamente.
—Prepararé algo de comer —consultó el reloj—. Te llamaré cuando la cena esté
lista.

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San negó con la cabeza. Prefería morirse de hambre que soportar cenar con él,
después de lo sucedido. Quería alejarse de Declan lo más posible.
—No tengo hambre.
—Pues yo sí y tú también debes de estar hambrienta. Hoy casi no has comido y
no probaste nada de pastel en casa de tus padres. No quiero que mañana te
desmayes, ¿me has entendido?
—No puedes obligarme a comer, Declan —declaró desafiante, enfadada.
—¿Quieres apostar? —se burló.
Sam apretó los dientes y fue a su habitación, diciéndose que lo mejor era no
contestarle. Se odiaba por haberse ofrecido a ese hombre.
«Lo amo», pensó con desesperación. «Pero él a mí no».
Metió unos pantalones y unos suéteres en los cajones de la cómoda, y apenas
advirtió la acogedora sencillez del cuarto que tenía vista al mar.
Declan abrió algunas latas y comieron en silencio. Se mostró cortés, pero
distante, retraído. Sam fue lacónica y trató de hablar con amabilidad, de no
demostrar que se sentía dolida por la manera en que él la había rechazado.
—¿Quieres más vino?
Sam negó con la cabeza. Tal vez si no hubiera bebido dos copas de vino antes,
no se habría portado como una estúpida.
—Sólo voy a tomar café, gracias. ¿Quieres una taza? Ahora mismo voy a
prepararlo.
—Sí, por favor.
Fue terrible preparar el café, sabiendo que él observaba todos sus movimientos.
Tensa, pálida, Sam intentó preparar una jarra de café, sin que él viera cuánto le
temblaban las manos. No obstante, cuando todo estuvo listo, ella no pudo soportar
más la tensión del ambiente. Cogió su taza humeante y se alejó.
—Me voy a acostar —anunció, molesta—. Buenas noches.
—Yo también me iré a dormir dentro de un momento. Buenas noches, Sam.
Parecía algo definitivo… como un adiós.

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Capítulo 10
El grito pareció muy intenso, dado el silencio de la noche. Sam se sentó en la
cama y se llevó una mano al pecho, mientras escuchaba con atención.
Lo oyó de nuevo. El grito de un hombre… de Declan.
Sin pensarlo dos veces, se levantó de la cama de un salto y se puso el pijama de
satén rojo que no se había puesto cuando se metió en la cama, embargada por una
tristeza tan grande, que tardó mucho tiempo en conciliar el sueño.
Corrió por el pasillo hacia el dormitorio de Declan y abrió la puerta.
En cuanto entró, vio que él estaba sentado en la cama. No estaba dormido, pero
tampoco del todo despierto. Tenía una espantosa pesadilla, y Sam sintió que se le
desgarraba el corazón al oír esa exclamación de desesperación.
—¡Declan!
La colcha estaba en el suelo y él tenía anudada en la cintura una de esas exóticas
telas. Ella corrió a su lado e hizo lo que le resultaba natural. Lo abrazó con fuerza y lo
hizo apoyar la cabeza sobre su pecho.
La exclamación de Declan se convirtió en un suspiro tembloroso.
—Declan, todo está bien, no pasa nada —susurró Sam con urgencia. Sintió que
había despertado de la pesadilla, pero él no se movió. Ella tampoco se alejó. Habría
podido abrazarlo así durante toda la noche.
No le importó lo que él pudiera pensar de sus acciones. Él la necesitaba en ese
momento y la joven empezó a hablarle con suavidad, bajando la cabeza para poder
susurrarle al oído palabras de consuelo.
—Todo está bien. Has tenido una pesadilla —sintió la calidez de su aliento a
través de la sedosa tela de la chaqueta del pijama—. ¿Te sucede con frecuencia?
—Ahora rara vez.
Esas palabras fueron muy elocuentes y Sam lo abrazó de manera protectora.
Declan pareció recobrar su aplomo de costumbre, y se apartó un poco para mirarla a
los ojos.
—Gracias. Serías una magnífica enfermera.
—No soporto ver sangre… —susurró, y quiso morderse la lengua al recordar
que él había estado pensando en la guerra—. Ay, Declan, lo siento mucho…
—No seas absurda —negó con la cabeza, y encendió la luz—. No soy frágil
como el cristal.
Claro que no. Sam fijó la vista en su desnudo y musculoso pecho. De pronto se
sintió incómoda.
—Será mejor que me vaya —entonces, ¿por qué no se levantaba?
—Sí —entonces, ¿por qué se quedaba sentado?

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—Debes de tener mucho sueño.


—En absoluto.
—Declan…
—Sam —susurró con urgencia—. Estoy haciendo lo imposible por no hacerte el
amor, pero me temo que no soy de piedra. ¿Puedes volver a tu habitación?
—¿Quieres que me vaya? —inquirió, siguiendo un impulso irracional.
—No —fue brusco.
Ella abrió mucho los ojos y le hizo una pregunta en silencio.
—Por el amor de Dios, Sam —se exasperó—. Hace varias semanas que trato de
decirme que es mejor dejar las cosas como están. El sexo y el trabajo son
incompatibles. Lo sé muy bien.
Sam tragó saliva, pues sabía que él pensaba en Gita.
—Declan… —suplicó, y lo oyó proferir una maldición.
—¡Maldita sea! —jadeó—. Te he deseado tanto hoy, te he ansiado durante toda
la semana. ¿Lo sabías?
—No. Vaya, lo has ocultado muy bien —contestó en tono áspero. Al verlo
sonreír, la embargó una emoción indefinible.
—Lo hice porque he estado luchando contra ese deseo —sus ojos
relampaguearon—, porque me he estado resistiendo a ti —la recorrió con la mirada y
sus ojos brillaron—. Cómo te deseo —susurró.
Esas palabras llenaron de confianza a Sam y la hicieron temblar. Supo que si le
tocaba el desnudo pecho, él también se estremecería.
—Te deseo —repitió Declan con voz profunda.
—Pierde el control —musitó, muy excitada.
—¿Tú ya lo has perdido? —sonrió él.
—Sí —todo su cuerpo empezó a arder. El juego era muy emocionante.
—Convénceme de que es así —le pidió Declan.
Sam se inclinó hacia delante y se detuvo cuando su boca quedó muy cerca de la
de él. Se dio cuenta de que era la máxima provocación y sonrió al ver su asombro.
—¿Así? —murmuró, traviesa.
Permanecieron así durante varios segundos, prolongando la deliciosa agonía de
la espera. Era casi como si se besaran, cuando ambos ansiaban hacerlo con locura.
Sam se preguntó quién sería el primero en tomar la iniciativa y recibió una deliciosa
sorpresa cuando Declan profirió un gruñido de rendición y la abrazó antes de besarla
con pasión en la boca.
Sam sintió que todo su cuerpo ardía, que se disolvía en un deseo líquido
cuando él la hizo entreabrir los labios. Empezó a besarlo como él lo hacía, explorando
su boca con la lengua, con un deleite increíble, probándolo. Y experimentó una

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ansiedad placentera entre las piernas, cuando se apretó contra él, deseando que los
pijamas desaparecieran como por arte de magia.
Se le hincharon los senos. Quería que él se los acariciara, quería que Declan le
tocara cada centímetro del cuerpo. Quería entregarse a él.
—¡Ay, Declan! —jadeó.
Él le rodeó la cara con las manos, antes de atraerla hacia sí. La agarró de la parte
baja de la espalda y deslizó la otra mano debajo de la chaqueta del pijama. Alzó la
mano sobre un seno tenso e hinchado, imitando la satisfacción retrasada del beso.
Esa vez, fue Sam quien se arqueó para que su pezón rozara la palma de la mano de
Declan. Él empezó a acariciarla y a desabrocharle la chaqueta.
—Quiero ver tu cuerpo —susurró, y ella se quedó paralizada, imaginándose la
desilusión que se llevaría al compararla con las hermosas y numerosas modelos con
quienes se habría acostado.
—¿Puedes apagar la luz? —susurró, nerviosa, incómoda.
—¿Lo prefieres así, Sam? —la miró a los ojos, sugerente—. Está bien —le
murmuró al oído—. Pero la próxima vez yo elijo.
«Dios mío», se dijo la joven, comprendiendo la insinuación. «Él piensa que
tengo experiencia. Por favor, que yo le guste, por favor, por favor, no quiero
decepcionarlo…»
—Cariño… relájate —insistió. Empezó a acariciarle los senos y ella dejó de
preocuparse—. Tienes unos senos hermosos —los tocó, hasta que ella estuvo segura
de que iba a gritar de placer. De pronto, él bajó la cabeza y empezó a chupar con
suavidad cada pezón tenso, y Sam ya no pudo contener una exclamación.
—¡Ay… Declan!
—¿Esto te gusta, verdad?
—Sí.
—¿Esto también te gusta? —empezó a acariciarle el cuerpo hacia abajo y Sam
metió el estómago de inmediato. Declan le tocó el ombligo—. Respira —susurró—.
Tienes un vientre hermoso.
—¡Declan! —jadeó, cuando él empezó a acariciarla de manera más íntima.
—¿Qué? —movió los dedos contra ella, encontrándola caliente y húmeda.
—Es tan… tan… —sentía que se iba a volver loca.
—Lo sé, cariño, lo sé —la besó en la boca con pasión, con intensidad.
Se apartó de ella y la agarró de los hombros. La pálida luz de la luna le permitió
contemplar las delgadas piernas, delineadas por el satén del pijama. Por la chaqueta
abierta, vio las rosadas puntas de los senos.
—Siéntate —le pidió.
Emocionada, ella lo hizo y Declan le quitó la prenda de los hombros.

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—Túmbate —susurró él.


Sam lo vio arrodillarse y quitarle el pantalón para dejarlo caer al suelo, como si
tuviera todo el tiempo del mundo.
—Ahora, ¿quieres que haga esto? ¿O prefieres hacerlo tú? —se tocó el nudo que
sujetaba la tela a sus caderas.
—Hazlo tú —cerró los ojos, temerosa de que él viera su timidez.
La luz de la luna no era tan reveladora como la luz que había proporcionado la
lámpara de la mesilla, pero de todos modos, mostró lo suficiente. Sam se sintió
embargada por el miedo y la excitación, al abrir un poco los ojos.
—Me estás espiando, Sam —susurró Declan.
La tela cayó al suelo y, ¡ay!, él era… maravilloso. Era grande, fuerte y estaba
muy excitado. Eso debió atemorizar a la joven, pero ella sólo experimentó una gran
ansiedad.
El se tumbó sobre ella y Sam sintió un gran placer cuando Declan apretó su
dureza con su vientre.
—¿O no?
—Sí —gimió, olvidando a qué se refería él.
—¿Y sabes lo que les sucede a las chicas que espían?
—Sí. No. Sí.
—Esto. Esto es lo que les pasa —su voz se volvió ronca. Empezó a besarla y la
poseyó.
Sam sintió un brevísimo dolor y se quedó muy quieta. Alzó la vista y se dio
cuenta de que Declan también se había quedado inmóvil, que había comprendido y
que algo parecido a su propio dolor cruzaba por su rostro.
De pronto, Declan empezó a moverse de nuevo, con más suavidad que antes.
Ella aprendió el ritmo con rapidez y se movió al mismo tiempo que él, perdiéndose
en las sensaciones hasta que supo que deseaba algo más. El la satisfizo con
movimientos más rápidos, más duros, hundiéndose en ella hasta que Sam ya no supo
dónde empezaba Declan y dónde terminaba ella. La búsqueda terminó y lo que
sobrevino superó cualquier cosa que hubiera imaginado. Perdió totalmente el
control. Al volver de nuevo a la realidad, lo oyó gemir, lo vio cerrar los ojos, con una
expresión de delirio y placer en el rostro. Sam cerró los ojos pues le pareció que no
debía entrometerse en su éxtasis.
Con Declan todavía llenándola, ella apoyó la cabeza en la almohada, soñolienta.
Se sentía cálida, repleta, mareada, saciada, y muy enamorada. Se acurrucó contra él,
apoyando una pierna en las suyas, deleitándose con la intimidad de poder tocarlo de
ese modo, de cualquier modo que quisiera. No sabía qué sucedía ahora. Supuso que
se quedarían dormidos, que se despertarían y que volverían a hacer el amor… al
menos, eso esperaba.

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Sin embargo, Declan se alejó de ella casi con brusquedad y se sentó en la cama.
Se dirigió a la ventana y la luna bañó su cuerpo con su luz blanquecina. Le daba la
espalda a Sam y habló en un tono de voz que ella nunca antes había escuchado y que
no supo definir:
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Decirte qué? —como veía que estaba enfadado, decidió hacer tiempo,
aunque sabía muy bien lo que él insinuaba.
—No juegues conmigo, Sam —la encaró, insondable, magnífico en su
desnudez—. Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Por qué no me dijiste que era el
primero?
—¿Acaso tiene importancia? —la calidez que la embargaba comenzó a
desaparecer.
—Por supuesto que sí.
—¿Por qué? —lo observó, confundida.
Él se acercó y suspiró, mientras la joven buscaba en vano algún rastro de la
suavidad con la que él la había acariciado.
—Porque tienes… ¿cuántos años?
—Veintiséis —se mordió el labio inferior.
—La mayor parte de las chicas de tu edad… Bueno, yo sólo asumí que…
—¿Que no era virgen? —fue directa y él dio un respingo—. ¿Y qué? Alguien
tenía que ser el primero y… —tuvo que callarse porque estaba a punto de llorar.
Él se sentó en el antepecho de la ventana y Sam pudo ver la luz mortecina del
alba.
—¿Por qué no lo hiciste con Bob?
Sam cerró los ojos. No quería contarle el interminable catálogo de los desastres
amorosos de su vida. Pero quizá eso también estaba destinado a unirlos.
—Porque Bob no me deseaba en ese sentido. Claro, él nunca usó esas palabras.
Me decía que me amaba mucho, que me respetaba demasiado y que quería esperar a
que estuviéramos casados. Y yo sabía que su madre se habría enfadado si se hubiera
enterado de que nosotros… compartíamos la intimidad —recordó a la amargada
mujer que tanto había influido en Bob—. Y sin duda ella se habría enterado.
Vivíamos en una ciudad muy pequeña y a la gente le encantaban los chismes. Eso
hace que sea aún más irónico que Bob se acostara enseguida con mi hermana. Claro
que… ella es muy sexy y yo no.
Declan lanzó una maldición, y la agarró de los hombros, mirándola con
ardiente intensidad.
—Ni siquiera lo pienses —le ordenó—. Hay muchos hombres como tu cuñado,
que aplican una doble moral, esa idea arcaica de que las chicas decentes no hacen el
amor. Ellos convierten el sexo en un arma de trueque. Y no vuelvas tampoco a
compararte con tu hermana. Ella tiene un brillo superficial que desaparece una

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semana después de conocerla, mientras que tú… —le besó una mano con seriedad—.
Tú, Sam, eres muy sexy —añadió y vio su mirada incrédula—. Sí, eres una mujer
sensual, generosa y por eso… me he llevado una impresión tan grande al descubrir
que eras virgen. No tengo la costumbre de seducir a chicas sin experiencia.
Sam empezó a enfadarse. ¿Acaso no debería sentirse halagado? ¿Por qué
entonces la hacía sentirse como una tonta?
—¿Quieres decir que… es distinto? —inquirió con amargura.
—Sí, diferente —la observó con dureza—. Es una responsabilidad.
Ella se estremeció. Vaya, ahora parecía que Declan estaba hablando de una
hipoteca.
—Quiero irme a mi cama —anunció, sentándose y cubriéndose los senos con la
sábana.
—No, no es eso lo que deseas —la contradijo y sonrió.
—Claro que sí.
—No… —se inclinó y la besó con suavidad, acariciándole los senos—. ¿O sí? —
inquirió al abrazarla.
—No —musitó, perdida.

Se despertó sin saber dónde estaba. Se dio cuenta de que Declan ya estaba
despierto y que la observaba detenidamente, apoyado en un codo. Se puso roja como
la grana al recordar lo sucedido; esa segunda vez, cuando él la tomó con tanta
rapidez, con una pasión que la dejó mareada entre sus brazos. Y luego, otra vez, con
una dulce ternura que la hizo experimentar tal excitación, que no pudo contener un
grito cuando las oleadas de satisfacción la embargaron. Luego, se quedó dormida. Y
ahora deseaba que la noche hubiera seguido para siempre, pues sabía que ya no
había esperanza para ella.
Lo vio observar su rubor, pero Declan se mostró insondable.
—¡Hola! —susurró él, con suavidad.
Sam sintió un gran alivio. Tal vez las cosas serían tan maravillosas como la
noche que habían pasado juntos.
—Tenemos que hablar sobre lo sucedido, Sam.
El alivio de ella se evaporó. Se dijo que él iba a terminar con todo y escondió la
cara en su hombro. Él dio un respingo cuando apoyó una mejilla en su piel y lo oyó
suspirar.
—¿Sam?
—Te escucho.

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—Entonces mírame —le alzó la barbilla y vio sus ojos demasiado brillantes—.
Las modelos y el diseñador gráfico llegarán esta mañana…
Sam se sintió confundida, como si él le hablara en una lengua desconocida. Ella
había olvidado la razón por la que estaban en la cabaña. Sin embargo, Declan se
mostraba, como siempre, como todo un profesional.
—No me parece que sea una buena idea dormir juntos mientras estén aquí.
—Comprendo —susurró, triste. Declan quería que fingiera que nunca había
habido nada entre ellos.
—No, no creo que me entiendas —frunció el ceño.
De pronto los celos invadieron a Sam, y su antigua inseguridad salió a la
superficie:
—Claro que sí, Declan. ¿Querías que una de las modelos tuviera el placer de
compartir tu cama? A mí no me gustaría echar a perder tus planes. Además, piensa
que si actúas con astucia, podrías terminar por tenerlas a las dos —alzó la voz, sin
poder controlarse, desesperada al pensar que él podía deshacerse tan fácilmente de
ella.
Él hizo una mueca de disgusto y se levantó de la cama.
—Me decepcionas, Sam —declaró con frialdad—. Ese comentario no merece
una respuesta. Ten —le lanzó el pijama de satén que yacía en el suelo—. Será mejor
que te des prisa. Llegarán dentro de dos horas —cogió un pantalón y un jersey, y
salió sin decir nada, arrogantemente desnudo.
Sam lo miró fijamente. Sabía que lo había echado todo a perder y sólo quería
que se la tragara la tierra.

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Capítulo 11
¿Cómo podían parecer eternas un par de horas? Aunque Sam trató de
mantenerse ocupada, le pareció que las modelos no llegarían nunca.
Después de que Declan terminara de usar el baño, fue a buscarla; muy
atractivo, vestido con un pantalón y un jersey negro. Sam estaba en su habitación, en
bata, cuando él entró.
—Voy a salir a revisar por última vez las localizaciones para la sesión
fotográfica —dijo con brusquedad—. Regresaré a las once.
—Bien —contestó ella, tajante, y se volvió para ocultar su dolor.
Notó que Declan vacilaba, antes de salir, dando un fuerte portazo. La invadió el
alivio. Ya no debía seguir fingiendo.
Mientras se bañaba, Sam se dijo que no lloraría, que no le daría a Declan la
satisfacción de verla sufrir. Aunque le había asegurado que no era una mujer débil,
parecía que no hacía nada más que llorar desde que lo había conocido.
Se miró al espejo. Estaba pálida y cansada, de modo que se puso un poco de
colorete y se maquilló los ojos. Se pintó los labios, lo cual era algo que no solía hacer,
y apenas pudo reconocerse. El lápiz de labios le daba definición a su boca, y el
delineador acentuaba el brillo de sus ojos y los hacía parecer más grandes.
Pero era algo más que el maquillaje. Había un brillo de tristeza en los ojos de
Sam y su sonrisa era forzada.
Y todo había sido tan diferente a como lo imaginó… El amor físico superó todo
lo que ella había imaginado, pero lo que sucedió después fue espantoso. Parecía que
alguien le había regalado la luna y que se la había arrebatado después.
«No me parece que sea una buena idea dormir juntos mientras estén aquí».
Declan había puesto punto final a algo que en realidad nunca empezó.
Claro, ella no debía haberlo acusado de querer acostarse con las modelos, y él
había tenido razón en enfadarse. Sin embargo, Declan había estado muy molesto
desde antes con Sam, y las palabras de ésta tan sólo le proporcionaron el pretexto que
necesitaba para deshacerse de ella.
La verdad era que Declan nunca tuvo la intención de seducirla. Todo fue una
cruel jugarreta del destino. Declan tuvo una pesadilla, y el hecho de que ella lo
consolara se convirtió en la inevitable reacción de un hombre ante una mujer que está
disponible.
Sam se tomó una taza de café y luego metió los carretes en las cámaras de
Declan.
Ahora sólo podía refugiarse en el trabajo. La fotografía era una pasión
constante, un amor más duradero que el de un hombre como Declan. Una cámara
jamás la haría experimentar el doloroso vacío que ahora la invadía.
No obstante, jamás le haría ver a su jefe que sufría por él. ¡Jamás!

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Él se daría cuenta de que era una mujer muy fuerte.


Sí, había perdido su virginidad con un hombre a quien ella no le importaba,
pero eso era algo que les sucedía a muchas mujeres. Y Sam no permitiría que eso
arruinara su vida ni sus planes. Debía olvidarse de Declan y concentrarse de nuevo
en su trabajo. Se había esforzado mucho como para olvidarse de sus ambiciones, por
un hombre que estaba fuera de su alcance.
«Maldito Declan», pensó. Le demostraría que él no le importaba. Y quizá algún
día, también ella lograría convencerse de que era cierto.

Sam se sobresaltó al oír que alguien llamaba a la puerta. Suspiró de alivio al ver
que eran las modelos y el diseñador gráfico, quienes habían llegado más temprano. A
pesar de su resolución, aún no deseaba estar a solas con Declan.
El diseñador gráfico era Fraser, un amable escocés que le proporcionaba trabajo
con regularidad a Declan y a quien Sam había visto varias veces en Londres.
—¡Hola, Sam! ¿Ya conoces a Kelly y a Jodie? —inquirió él.
—Aún no —sonrió la joven, olvidándose de sus problemas—. ¿Cómo estáis?
Pasad, hace mucho frío ahí afuera.
Las dos modelos medían más de un metro ochenta. Kelly tenía el pelo rizado y
rubio y Jodie era una morena despampanante.
—A pesar de que todo el mundo se preocupa por el efecto invernadero, creo
que eso aún no afecta a este lugar —se estremeció Kelly al entrar.
—El viento que proviene del mar es muy fresco —explicó Sam—, ¿Queréis una
taza de café?
—Buena idea —sonrió Fraser—. ¡Qué bonita cabaña! ¿Dónde está tu jefe?
—Ha salido a pensar más ideas —Sam fue a la cocina. «Tal vez quiere saber
cómo se las ingeniará para que no me acueste con él. Bueno, no tiene nada de qué
preocuparse».
Sam no pensaba arrojarse a sus pies otra vez.
Les preparó café a todos y les llevó un plato de galletas. La naturaleza, con su
desigual distribución de dones, no sólo había decidido que Kelly y Jodie tuvieran el
aspecto que les hacía ganar una pequeña fortuna, sino que también les había
otorgado el mismo metabolismo que el de un muchacho adolescente.
—Puedo comer cualquier cosa. ¡De veras! —sonrió Jodie, al engullir otro bollo
de crema.
—Prueba los leños que están junto a la chimenea —bromeó Fraser. Se palmeó el
protuberante estómago—. Este mundo está demasiado obsesionado por las calorías,
¿no te parece, Sam?
—Claro —se rió ella.

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—Espera… —se inclinó hacia delante y le quitó una migaja que la joven tenía
cerca de la boca. Ambos alzaron la vista cuando oyeron que la puerta se cerraba con
fuerza y vieron a Declan.
—¿Qué te has hecho en la cara? —inquirió él, enfadado, mirando a Sam.
—¡Declan! —se rió Kelly, de manera encantadora—. Vaya, veo que estás tan
encantador como siempre.
Sam desafió a su jefe con la mirada. Era cierto que se había maquillado con un
poco de exageración, pero se dijo que eso no era asunto suyo.
De pronto, él pareció recordar que no estaban solos, que otras tres personas lo
observaban con mucha curiosidad.
—Hola, Kelly. Jodie. Fraser —sonrió de manera deslumbrante—. ¿Ya sabéis
cuáles son vuestras habitaciones?
—Estamos esperando que nos las muestres —sonrió Jodie.
Todos salieron de la sala y Sam cogió la bandeja para llevarla a la cocina. Estaba
invadida por los celos, a pesar de que sabía que no tenía nada de malo que Declan les
sonriera a las modelos. Ella nunca había podido soportar los celos, y ahora estaba
expresando un sentimiento que siempre había despreciado… Empezó a fregar las
tazas.
—Sam —susurró una voz profunda, y la joven se volvió con rapidez—.
Perdona, no quería asustarte.
A Sam se le aceleró el corazón y le empezaron a temblar las manos, de modo
que siguió fregando para que él no se diera cuenta. Sonrió de manera cortés y fría.
—¿Ya estás listo para tomar las fotos?
—Sí —frunció el ceño—. No, no del todo —siguió observándola—. No me gusta
todo ese maquillaje… no te sienta bien.
—¿De veras? —recordó la imagen de Gita, elegantemente ataviada y
maquillada—. Eso no es asunto tuyo, ¿no es cierto, Declan? —declaró con frialdad, y
vio lo tenso que estaba. Lo vio apretar las manos con fuerza y recordó lo suaves y
seductoras que podían ser esas manos, cómo él la había hecho experimentar tanto
placer con esos dedos. Se ruborizó y supo que él le había adivinado el pensamiento.
Ella se dijo que debía salir de allí cuanto antes. Sin embargo, Declan le
bloqueaba el paso, y su cercanía era amenazadora y emocionante a la vez.
—¿Vas a dejarme pasar?
—Tenemos que hablar —se exasperó.
—¿Ah? —fingió sorpresa—. Creí que ya habíamos dicho todo lo que hacía falta.
—No seas tan evasiva —Declan masculló una maldición—. Sabes muy bien que
no es así. ¡Por el amor de Dios!, deja de comportarte de esta manera.
—¿Cómo? Estoy haciendo lo que me pediste, te estoy dejando en paz. Dijiste
que no te parecía una buena idea que estuviéramos juntos mientras los demás

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estaban aquí. Bueno, pues te estoy haciendo caso. Ahora, ¿vas a dejarme pasar?
Quiero… ¡Declan! ¿Qué estás haciendo?
—Calla —exclamó con fuerza. La agarró de un brazo y la hizo salir de la cocina,
a la parte trasera de la casa, donde no podían ser vistos. Se enfrentó a ella con rabia y
Sam se estremeció.
—¿Qué es lo que quieres? —gimió.
—Calla —susurró él, y empezó a besarla.
Fue un beso intenso y demandante, apasionado y voraz. La joven sintió que su
cuerpo cobraba vida y se apoyó contra él, cuando Declan la agarró de las caderas y se
las acarició. Sam se sintió muy impresionada por la manera en que la hacía
responder. El se apartó de ella cuando ambos se quedaron sin aliento.
—¿Qué quieres? —repitió ella, con voz trémula.
—En este momento —sonrió—, me encantaría quitarte la ropa y hacerte
experimentar aquí mismo un clímax tan intenso que te echaras a llorar. Ése es el
efecto que tienes sobre mí, cariño.
Después del enfrentamiento que había habido entre ambos esa mañana, esas
palabras debieron escandalizar a Sam. No obstante, su imaginación conjuró una
vivida imagen al oírlas y, excitada, cerró los ojos.
—No —susurró, pero no trató de alejarse de ese hombre.
—¡Ah, sí! —lo oyó reírse—. Eso te gustaría mucho, ¿verdad, mi dulce y
apasionada Sam? Y a mí también me encantaría. Por desgracia, ya no estamos solos
aquí y no quiero que nadie pueda molestarnos cuando vuelva a hacerte el amor. No
tengo la menor intención de ser sometido a una serie de comentarios maliciosos y
especulativos todas las mañanas. Sé muy bien lo perjudiciales que pueden resultar
los chismes —añadió, muy sombrío.
Sam sabía que él se refería a Gita, quien era un tormento constante.
—Los demás se irán mañana por la noche. Podríamos retrasar nuestro regreso
un par de días y estar aquí, solos.
—¿Y qué pasará con el trabajo, si nos quedamos? —aunque sabía que eso sería
como estar en el paraíso, su instinto de conservación la hizo dudar.
—Sólo nos quedaremos el fin de semana —le recordó—. ¿Qué te pasa, Sam?
¿Acaso te arrepientes de lo que pasó anoche?
Tal vez Declan ya lo lamentaba. Sam sí se arrepentía, pues sabía que había
disfrutado de algo que no duraría. Amar a Declan era una dulce locura de la que
nunca se recuperaría.
—¿Y qué me dices de nuestra relación de trabajo… ahora que esto ha sucedido?
—murmuró.
—Este no es el momento de tomar una decisión al respecto —la miró a los
ojos—. Yo sólo te estoy pidiendo que te quedes el fin de semana.

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Esas palabras no fueron ningún consuelo para la joven. Sin embargo, él la


deseaba ahora. A ella, la insignificante e ingenua Sam. Sabía que no debía dar mucha
importancia a eso y asintió:
—Me quedaré.
—¡Declan! —llamó alguien desde la cocina, y de inmediato él se apartó de Sam.
La puerta se abrió y Kelly apareció, con un vestido rosa con plumas—. Fraser me ha
pedido que te diga que ya estamos listas —los observó con curiosidad.
—Muy bien.
Sam vio cómo Declan empezaba a actuar mecánicamente. Y ella también hizo
un esfuerzo por concentrarse en el trabajo. Fraser la ayudó a llevar el equipo al coche.
Ese primer día, fueron a tomar fotos a la mitad de los lugares que Declan había
elegido. Las joyas del reportaje eran grandes piezas de bisutería muy cara.
Declan y Fraser les pidieron a las modelos que se pusieran unos vestidos cortos
de cóctel. Ellas se reían, descalzas, a la orilla del mar. Parecían haber salido de una
fiesta que había durado toda la noche, y el mensaje subliminal de las fotos era
sencillo: «Compre estas joyas y lo pasará de maravilla», pensó Sam.
Declan las fotografió, sentadas sobre unas rocas, mirando al mar, y luego junto
a un acantilado. Y, para sorpresa de Sam, la dejó tomar un carrete de fotos en cada
lugar. Esa era la primera vez que él le permitía hacer algo semejante.
Cuando él por fin alzó la mirada de la cámara, asintió, muy satisfecho.
—¡Ya hemos terminado!
—¡Gracias a Dios! —suspiró Kelly—. Llevadme al restaurante más cercano.
De regreso en la cabaña, Sam entró en su habitación y observó con pesar su
ropa. No había llevado nada elegante. Se puso un suéter negro y se dijo que no
merecía la pena intentar competir con dos modelos.
Sin embargo, se sintió muy ordinaria cuando vio a las otras dos mujeres,
arregladas para ir a cenar. Ambas estaban despampanantes, vestidas con unas mallas
que se amoldaban a su cuerpo. Tenían atadas en la cintura unas pañoletas, a modo de
falda corta, que dejaban ver sus largas y bien torneadas piernas.
De pronto, Sam levantó la mirada y se dio cuenta de que Declan la miraba con
una expresión de deseo tan evidente, que ella tuvo que volverse, temblando de
emoción. «Me desea», pensó, incrédula, feliz. «Declan de verdad me desea».
Esa noche, trató de ocultar su confusión y de comportarse con normalidad. Sin
embargo, ya no sabía lo que era normal. ¿Era natural sentir ese ansia en compañía de
Declan? Quería comérselo con los ojos y eso era imposible. Quería tocarlo,
acariciarlo, y sabía que pasaría un día entero antes de volver a compartir su cama con
él.
No obstante, esa noche, mientras Sam yacía en la cama, rendida después de la
jornada de trabajo y sin poder conciliar el sueño, vio cómo el picaporte de la puerta

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empezaba a girar. Se quedó sin aliento al ver entrar a Declan en el dormitorio, sin
hacer ruido, con esa colorida tela anudada en las caderas.
—Pero dijiste… —musitó.
—Ya sé lo que dije. Y he cambiado de opinión.
Sam se preguntó si no debía oponerse a que él estuviera a su lado, cuando
Declan así lo decidía. Pero él la estrechó entre sus brazos, rozando sus senos con su
musculoso y velludo pecho, y ella sintió que su cuerpo empezaba a encenderse.
—Declan…
—Shh… —murmuró él—. No digas nada. Sólo bésame.

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Capítulo 12
Declan salió del cuarto sin hacer ruido, cuando la luz del alba apareció en el
horizonte. Dejó a Sam, mareada, soñolienta, satisfecha por las sensaciones
experimentadas. Habían hecho el amor en silencio y con frenesí, y había tenido el
sabor de lo prohibido. Declan la había besado una y otra vez, acallando los suaves
gemidos de placer de la joven.
Esa mañana, Sam debió fingir que no había sucedido nada y esperó que el
rubor de sus mejillas y el brillo de sus ojos no fuera notado por los demás. ¿Acaso
estaba loca por entregarse a Declan con esa desinhibición?
El día transcurrió con rapidez y ella vio cómo Declan se concentraba en tomar
las fotos. Después de todo, él si podía concentrarse; él no estaba enamorado, como
ella.
Sam hizo su trabajo de manera competente, pero siempre era consciente de
Declan y debía contenerse para no contemplarlo con detenimiento, ni admirar su
musculoso cuerpo.
Aunque ansiaba estar a solas con él, también era algo que la atemorizaba, pues
temía que él descubriera lo mucho que significaba para ella.
Después de que los demás se fueran, la joven se distanció de Declan y empezó a
llevar los platos a la cocina, para ponerlos en el fregadero.
—Será mejor que los friegue —balbuceó, al verlo acercarse con una sonrisa
picara—. ¿Querías cenar aquí o prefieres…? —se quedó callada al ver que había
retrocedido tanto que estaba pegada contra la pared.
—¿Mmm? ¿Qué decías? —sonrió él, apoyando una mano a cada lado de la
cabeza de la joven.
—Tenemos que cenar.
—¿Cenar? —repitió, con voz sugerente y seductora.
—Te estás burlando de mí —lo acusó.
—Claro que no. Ven —la abrazó—. Estás muy asustada. ¿De qué tienes miedo?
«Adivina», pensó y apoyó la cara en su pecho. «No sé qué hacer, Declan. No sé
qué haré cuando mi amor por ti se intensifique y me dejes…»
—¿Porqué no vas a darte un baño y te relajas mientras preparo la cena? —la
miró a los ojos.
—¿Sabes cocinar? —eso la sorprendió, dado que la primera noche él sólo había
abierto unas latas de comida.
—Por supuesto que sí. Olvidas que me las he arreglado solo durante treinta y
tres años.
—Vaya, qué bien.

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—De hecho, soy el hombre que buscas. Sé cocinar y coser… ¿No te parece que
sería el marido ideal?
—Iré a darme ese baño —susurró simplemente, viéndolo fruncir el ceño. Él
debía de estar bromeando.
Al regresar a la cocina, más tranquila, lo vio friendo unos filetes.
—Vaya, qué difícil —se burló la joven.
—La sencillez es la clave de la buena cocina. De hecho, sé preparar pastel de
salmón, pero ya no había pasta de hojaldre en la panadería. Ten —le dio un tazón de
madera, en donde había una ensalada mixta con un delicioso aderezo de ajo. Sam
comió una hoja de endibia y suspiró—. ¿Te gusta?
—Me encanta, pero mañana no tendré buen aliento.
—Puedes respirar sobre mí —susurró con suavidad.
Ese comentario le aceleró el pulso a la joven, quien fue a poner el plato en la
mesa.
—¿Qué más puedo hacer?
—Descorcha esa botella de vino.
Cenaron en la cocina, aunque a ella le costó mucho trabajo concentrarse en la
comida.
—¿Quién te enseñó a cocinar?
—De hecho… —vaciló un segundo—. Gita.
—¿Ah? —esbozó una sonrisa forzada—. ¿De veras?
—Sí. Parece ser una mujer que jamás ha necesitado levantar un dedo en su vida,
pero es una excelente cocinera.
—No me digas —comentó, con amabilidad, aunque los celos la carcomían.
No quería que Gita fuera una excelente cocinera ni que le hubiera dado clases a
Declan. Quería que esa mujer fuera una persona inútil que ni siquiera pudiera hervir
agua.
—¿Por qué fue Gita y no tu madre quien te enseñó a cocinar? —inquirió,
tratando de no deprimirse.
—Mi madre me abandonó cuando era un niño… para que lo sepas —añadió,
muy molesto.
—¡Ay, Declan! —gimió, al notar la amargura de su voz—. Qué terrible… ¿Qué
fue lo que pasó?
—No quiero hablar de ello —fue cortante—. ¿Quieres un poco de queso?
—Pues deberías contarlo —insistió—. Si uno se queda callado, encierra mucho
dolor en su interior y eso no es bueno. Eso fue lo que me dijiste el otro día.
—Vaya, de modo que ahora eres una asistente social, ¿verdad, Sam?

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—No fue mi intención…


—Ya lo sé —le cogió una mano—. Lo que pasa es que tienes un buen corazón.
La historia no es agradable —añadió—. Mis padres no debieron casarse nunca. Eran
totalmente incompatibles. Mi padre era un hombre frío y distante. Mi madre, por los
pocos recuerdos que tengo de ella, era cálida, generosa, risueña. Creo que necesitaba
más afecto del que mi padre estuvo dispuesto a darle. Ella se fue con un hombre
mucho más joven. Se llamaba Laurence. Lo triste fue que a él no le gustaban los
niños, de modo que mi madre nos abandonó a mí y a mi padre por Laurence. Sin
embargo, creo que confundió el sexo con el amor, lo cual es un error muy común.
—¿Qué pasó? —murmuró, helada por el último comentario.
—El tipo se quedó con ella hasta que se acabó el dinero —se encogió de
hombros—. Mi madre quiso volver a casa pero mi padre era muy orgulloso y se lo
impidió. Fue a verme el día que cumplí diez años, para llevarme un regalo, pero él la
rechazó. Hubo una fuerte discusión. Recuerdo que miré hacia afuera, por la ventana
de mi dormitorio, al oírla gritar. El regalo estaba tirado en el suelo —la miró a los
ojos—. Qué raro… hacía varios años que no pensaba en eso.
—¿No trató de recuperar sus derechos de madre sobre ti, de verte? —estaba
muy conmovida.
—¿Con qué? No tenía dinero para contratar a un abogado. Mi padre era muy
rico y poderoso y creo que mi madre nunca imaginó que podría ser un adversario
despiadado. No volví a verla nunca más. Nos enteramos de que murió sola y en la
miseria cuando yo era adolescente…
—¡Ay, Declan! —sus ojos se anegaron de lágrimas—. Qué triste…
—No llores por mí, Sam —gruñó—. Ya sabes lo que me produce eso —se puso
de pie y la abrazó, casi con brusquedad—. ¡Dios mío!, cuánto te deseo —jadeó, con
urgencia—. Lo sabes, ¿verdad?
Sí, sabía que ella, Sam Gilbert, tenía una influencia inexplicable sobre él, que
bastaba para hacerlo desearla con una pasión que parecía resultarle tan
incomprensible a Declan como a ella.
Pero, ¿qué pasaría después?, pensó ella a la mañana siguiente, cuando
preparaba unos sándwiches. ¿Cuánto duraba la atracción física? ¿Semanas, meses, o
tan sólo días? ¿Cómo terminaría Declan con la relación, cuando él dejara de desearla?
¿Lo haría por carta, por teléfono o con una nota? La joven se estremeció. Era como
planear un funeral. Y su relación de trabajo con Declan sólo lo complicaría todo…
Declan se acercó en silencio, le rodeó la cintura con los brazos y la besó en el
cuello. Sam cerró los ojos, invadida por el placer. Cada vez que él la tocaba, ella se
derretía.
—Date prisa —le susurró él—. El día terminará si no salimos pronto. ¿Ya están
listos los sándwiches?
—Sí. ¿Adonde vamos?
—Quiero enseñarte un lugar.

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—¿En dónde?
—Es una sorpresa —le acarició la nariz y sonrió, muy contento y
despreocupado.
La sorpresa resultó ser un paseo de tres kilómetros hasta una cala oculta, una
playa semicircular de arena gruesa, rodeada de rocas oscuras. Las gaviotas
revoloteaban por el aire y la marea empezaba a bajar. Sam inhaló la brisa salada. El
sitio era desolado y hermoso a la vez.
—¿Te gusta?
—Me encanta.
—Vamos a bajar. Ven —la agarró de una mano y ella lo siguió hasta que
llegaron a la playa.
Comieron con gran apetito. Bebieron zumo de naranja y engulleron las ciruelas
que habían comprado en una tienda del pueblo.
«Esto es maravilloso», se dijo Sam. «¿Acaso él hechiza a todas las mujeres así?»
—¿Qué piensas? —inquirió Declan, con una sonrisa.
—Me preguntaba si habías traído a otras mujeres aquí —tragó saliva pero trató
de aparentar naturalidad.
—¿A otras? —él frunció el ceño—. No. Solía venir aquí cuando era pequeño,
después de que mi madre se fuera. Mi padre y yo veníamos aquí todos los veranos y
nos quedábamos durante dos semanas.
—¿Y os divertíais mucho?
—¿Divertirnos? —parecía sorprendido por la pregunta, y Sam intuyó que había
tenido una niñez muy solitaria y triste—. Lo pasábamos… bien. Mi padre no era un
hombre muy activo. Había menos violencia antes y yo solía explorar los alrededores.
Venía aquí a quedarme sentado durante varias horas, a jugar en el agua y oír el
rumor de las olas y los graznidos de las gaviotas. Era mi escondite secreto —sonrió
de pronto—. Hasta ahora. Ven —la estrechó entre sus brazos.
Sam sintió que le daba un vuelco el corazón. Parecía que ella era la única mujer
a quien Declan había llevado allí, pero eso era imposible. Seguro que él había estado
allí con Gita antes. Además, era una coincidencia que estuvieran en la cala ahora y no
se debía a ninguna ocasión especial.
El le rodeó la cara con las manos y guardó silencio durante largo rato, antes de
susurrar:
—Vamos a casarnos.
—¿Qué? —Se dijo que Declan debía de estar bromeando.
—Vamos a casarnos —repitió, muy serio—. Tú y yo.
—¿Por qué? —se sentía como si eso le estuviera sucediendo a otra mujer. Lo
observó, confundida, sin saber qué otra cosa decir, a pesar de que sabía que Declan
no esperaba oír esa pregunta.

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El le cogió una mano y la miró detenidamente, antes de alzar la vista.


—Se me ocurren muchas razones. Nos caemos bien. Somos un buen equipo de
trabajo. La relación física que tenemos es increíble. Te respeto, Sam, y el respeto es
una buena base para un matrimonio. Eres dulce y amable. Sé que serías una madre
maravillosa.
Ella sintió náuseas. Parecía que Declan estaba describiendo a una buena
samaritana, además de que no había dicho nada acerca del amor. Claro que él nunca
había fingido que la amaba. Él sólo había tenido un gran amor en su vida y fue Gita.
Algunos hombres sólo se enamoraban una vez y Declan era uno de ellos.
Sam sabía todo eso, pero aun así no pudo concentrarse y tartamudeó:
—La mayor… parte… de la gente… se casa por amor. Declan —lo miró a los
ojos y se preguntó si él se imaginaba lo importante que era eso para ella.
—Tal vez por eso hay tantos fracasos matrimoniales ahora —frunció el ceño—.
Quizá por eso tantas familias se deshacen. Mis padres se casaron por amor y mira lo
que les sucedió. El amor es una palabra inventada por los idealistas, para vender
libros y películas. Lo que nosotros tenemos es una base mucho más firme que una
emoción que fue inventada para dar profundidad al deseo físico —añadió,
destrozando los sueños de Sam.
«Por lo menos, es sincero conmigo», pensó ella. Y respetaba el hecho de que
Declan no le hubiera mentido, que fuera honesto, que no le hubiera endulzado el
oído con unas cursis palabras que no significaban nada para él.
Y se dio cuenta de que podía haber otro motivo para que él le propusiera
matrimonio. Declan había dicho que se sentía responsable de ella, cuando descubrió
que Sam era virgen. ¿Acaso no se estaba comportando con honorabilidad, al pedirle
que se casara con él?
—No entiendo del todo qué clase de matrimonio quieres tener, Declan.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, sorprendido.
—¿Quieres un matrimonio moderno, abierto a las aventuras?
—Deseo todo lo contrario —declaró, sombrío. Quiero tener un matrimonio
normal, en el que no haya infidelidades ni manipulaciones. Si tuviéramos hijos, me
gustaría que nos comprometiéramos a darles un hogar estable y seguro.
Sam se dio cuenta de que él quería lo que nunca había tenido.
—¿Qué me contestas, Sam? —susurró, estudiándola detenidamente.
La joven se sintió enfadada al ver que él en realidad no había pensado que sería
rechazado. Era muy arrogante y jamás se subestimaba a sí mismo.
Sin embargo, su enfado desapareció enseguida. Lo amaba demasiado. Durante
los últimos días, Sam había descubierto que nadie lograría sustituir a Declan en su
corazón. Él no le ofrecía la luna y las estrellas, pero Sam supo que podría
conformarse con lo que él anhelaba.

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Sam lo amaba tanto que haría cualquier cosa por él. Lo deseaba en mente,
cuerpo y alma, con una intensidad que seguramente lo asustaría si lo supiera. Sin
embargo, como Declan no quería tener esa clase de relación, era de suma importancia
que Sam ocultara sus sentimientos por él.
Lo amaba y se casaría con Declan, con sus condiciones, pero decidió hacerle
esperar su respuesta.
Tardó varios segundos en alzar la vista y sonreír:
—Está bien —exclamó, con una alegría mesurada—. Me casaré contigo, Declan.
¿Cuándo?

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Capítulo 13
—No me lo puedo creer —exclamó Michael. Dejó su maletín en el suelo y la
miró como si fuera una marciana.
Sam sonrió, acostumbrada ya a esa reacción de asombro. Sus padres y un par
de amigos de Declan habían dicho lo mismo, cuando ella les anunció su futura boda.
—No estarás… —Michael frunció el ceño.
Sam suspiró, pero no pudo enfadarse con el secretario de Declan. Por lo menos,
él había sido más franco y no le había mirado el vientre con disimulo, como los
demás.
—No, Michael, no estoy embarazada.
—Perdóname, Sam —se ruborizó—. No he debido decir eso. Lo que pasa es
que… bueno, sospechaba que Declan estaba interesado en ti, pero nunca imaginé
que… vaya… —tartamudeó con torpeza—. ¿Dónde está el futuro novio?
—Ha ido a una cita, a una agencia de publicidad. La vida sigue adelante y hay
que trabajar.
—¿Y la boda? ¿Dónde y cuándo será? ¿Estoy invitado?
—Será el próximo fin de semana, en Londres. La ceremonia será íntima, y claro
que estás invitado —se echó a reír.
—¿Tan pronto?
—¿Por qué esperar? —se encogió de hombros. Declan no quería esperar y ella
no quería que él cambiara de opinión—. Nos gustaría mucho que fueras testigo,
Michael.
—Eso será un honor —susurró él.
Una semana era poco tiempo, incluso para disponerlo todo para una ceremonia
sencilla como la que Sam quería. Declan le sugirió que se casaran en una iglesia, pero
ella se negó. Las bodas religiosas eran el símbolo del romance, del verdadero amor,
de todas las cosas con las que las mujeres sueñan y que faltarían en esa ceremonia.
No, casarse por la iglesia sería algo hipócrita.
Se casaron en el registro civil de Chelsea, una mañana de verano, acompañados
de los padres de Sam; de Charlotte, Bob y Flora. Michael y John fueron los testigos.
Charlotte estaba muy impresionada de que su insignificante hermana fuera a casarse
con Declan Hunt.
Sam vistió un traje sastre de seda, en color marfil. Un sombrero de la misma tela
completaba su arreglo, y llevaba un ramo de violetas en las manos.
Cuando Michael se inclinó para besarla en la mejilla, le dirigió una amplia
sonrisa:
—Bien hecho, Sam —musitó—. Debes tener algo de lo que carecen todas las
demás.

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«Es mi habilidad para ocultar lo que siento por Declan, para darle sólo lo que
creo que él puede asimilar», se dijo ella. Temía asustar a Declan si le hacía ver la
profundidad de su amor por él, y la desigualdad de los sentimientos que subyacían
en la relación.
Lo único que dejó una nota amarga en la ocasión fue el comentario que se hizo
en la columna de sociedad de un periódico, al día siguiente. Se hacía una breve
reseña de la boda, acompañada de una foto de Declan y de Gita. Sam se sintió herida
al ver la imagen, y supo que ella era una mujer insignificante en comparación. Sin
embargo, lo que más la sorprendió fue el comentario de la ex modelo: «Por supuesto
que me alegro por él… aunque es algo que me sorprendió un poco».
¿Y qué se suponía que significaba eso?, se preguntó Sam, antes de decirse que
Gita sólo estaba despechada.
Fueron de luna de miel a París, donde pasearon por toda la ciudad, probando la
deliciosa comida, viéndolo todo como un par de despreocupados turistas, y haciendo
el amor… Declan le demostró una ternura que a ella le provocaba un nudo en la
garganta. «Si me amara, todo sería perfecto», se dijo. Pero sabía que debía estar
agradecida por ser la esposa de ese hombre.
Pronto descubrió que se volvía más hábil para ocultar sus sentimientos. Ni
siquiera se dio cuenta de que era eso lo que hacía, aunque a veces era consciente de
que Declan la observaba, intrigado, un poco molesto. Sam temía que él se cansara de
ella, de modo que prefería despertar su curiosidad, a comportarse como un felpudo
al que él pudiera pisotear.
Habían regresado de París hacía una semana. Sam se había ido a vivir al
apartamento de Declan, y ambos empezaban a encajar en la rutina de vivir y trabajar
juntos. Sam acababa de hacer la salsa para los espaguetis, mientras Declan preparaba
la ensalada, cuando alguien llamó a la puerta.
Sam se quedó sin habla cuando abrió. Era Charlotte.
Apenas si pudo reconocerla. Su pelo rubio estaba húmedo, y la raíz oscura
empezaba a verse. Charlotte estaba pálida y tenía los ojos llorosos.
—¡Charlotte! ¿Qué haces aquí?
—¿Es ésta la manera de saludar a tu hermana? —se enfureció, al ver que Declan
se acercaba—. ¿No vas a invitarme a pasar?
—Lo siento. Por favor, entra.
—Gracias —sus ojos azules se iluminaron al mirar a Declan—. ¡Hola, Declan!,
¿cómo te sienta el matrimonio?
—Estamos sobreviviendo, ¿verdad, Sam? —sonrió y rodeó a su esposa con un
brazo. Ella sonrió, feliz, a su hermana. Le gustaba que Declan fuera afectuoso.
—¿Sobreviviendo? Vaya, eso no es lo que suelen decir los recién casados. Será
mejor que te esfuerces más, Sam.
—Dame tu chaqueta, Charlotte —ella cogió el impermeable, triste por el
comentario—. ¿Ya has cenado?

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—No, pero antes me gustaría tomar una copa —sonrió y echó la cabeza hacia
atrás, mientras tomaba asiento en un sillón. Observó a Declan con sus asombrosos
ojos.
—¿Qué quieres tomar? —le preguntó Declan.
—Un whisky triple, por favor.
—¿No estás embarazada? —él alzó una ceja.
—Vamos, Declan, no seas malo —se molestó Charlotte.
—¿Y tú, Sam? —él se volvió.
«Mi hermana domina la habitación como una luz resplandeciente», pensó Sam,
a quien le costaba mucho trabajo no sentirse menos que su hermana.
—Sólo un vaso de agua mineral. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —inquirió,
mirando a su hermana, angustiada.
—¿Cuánto tiempo puedo quedarme? —se encogió de hombros—. Será mejor
que lo sepáis. He dejado a Bob —anunció, con dramatismo.
—¿Dónde está Flora? —Sam tragó saliva e hizo la pregunta de inmediato.
Declan sólo esbozó una sonrisa burlona.
—Con nuestra madre. Me ha dicho que puede quedarse allí durante unos días,
mientras yo… resuelvo mis problemas.
—¿Y qué me dices del niño? —inquirió Sam, atónita por la superficialidad de su
hermana.
—Ni siquiera pienso en él por ahora —apretó los dientes.
—¿Podréis resolver vuestros problemas? —inquirió Declan.
—No lo sé. Creo que Bob sigue enamorado de Sam.
—Estoy segura de que te equivocas —Sam se ruborizó, y se sintió aún más
confundida cuando Declan la miró fijamente.
—No, Sam —declaró, divertida—. Es una lástima que hayamos decidido todo
esto después de casarnos, ¿verdad? —se rió Charlotte.
—¿Has traído algo de equipaje? —Sam se levantó, herida por la expresión de
Declan.
—Está en el coche. Pero no te preocupes… puedo dormir en el sofá.
—Eso no será necesario —intervino Declan, con frialdad—. Puedes usar uno de
los cuartos de invitados.
Durante la cena, Charlotte bebió más vino de la cuenta, y coqueteó con Declan
durante toda la noche, mientras Sam se deprimía aún más. Por fin, Charlotte bostezó
y se desperezó y el movimiento acentuó sus pequeños y bien moldeados senos.
—Me voy a acostar. ¿O quieres que te ayude a recogerlo todo?
—Yo lo haré —repuso Sam.

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—Nosotros lo haremos —la corrigió Declan.


—No. Tú ve a buscar las maletas de Charlotte —indicó Sam. Se dijo que si le
demostraba a su hermana que no le importaba que estuviera a solas con su marido,
eso le demostraría que no tenía nada que temer.
Sin embargo, mientras fregaba una cacerola, los oyó reír mientras subían por la
escalera. Sam fue a ducharse y, como tardó más de la cuenta, Declan ya estaba casi
dormido cuando ella se acostó a su lado.
—¿Por qué rayos le has dicho a tu hermana que se quede? —gruñó él,
acariciándole la espalda al atraerla hacia sí.
—No podía echarla a la calle —replicó, cortante, tensa.
—Pues para eso están los hoteles.
—¡Por el amor de Dios!, ¡es mi hermana! —se molestó—. Además, me di cuenta
de que vosotros dos parecíais bromear cuando subíais —notó que se estaban
peleando. Era su primera pelea, provocada por Charlotte.
—Yo sólo me comporté como un buen cuñado —susurró, y deslizó un muslo
entre los de ella.
Al pensar en Charlotte, acostada en la habitación contigua, tal vez escuchando
con atención, Sam supo que esa noche no podría hacer el amor con su marido.
—Por favor, hoy no, Declan, estoy cansada.
—Buenas noches —retiró la pierna inmediatamente y le dio un beso en la nariz,
pero estaba irritado. Se dio la vuelta en vez de abrazar a Sam como acostumbraba y
se quedó dormido, casi de inmediato… mientras que ella tardó varias horas en
conciliar el sueño.
Era la primera vez que se habían acostado y no habían hecho el amor, y ella se
sintió vacía. No experimentaba la deliciosa satisfacción física que Declan le producía,
ni estaba acurrucada contra él, pero había algo más. Esa noche, sintió que algo había
muerto entre los dos.

Charlotte se quedó durante cuatro días. Comía con ellos, dominaba la


conversación con sus comentarios superficiales y no parecía darse cuenta de que el
ambiente era muy tenso.
El cuarto día, cuando Declan y Sam llegaron al estudio, por la mañana, él se
enfrentó a ella:
—Quiero que tu hermana se vaya de nuestra casa.
Sam sabía que Charlotte coqueteaba con él. «Tal vez Declan teme sucumbir a
sus encantos», se dijo.
—¿Me estás oyendo, Sam? —la agarró de los hombros con fuerza—. Quiero que
te deshagas de ella.

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—¿Cómo?
—Es muy sencillo —apretó la mandíbula—. Ve al apartamento, dile que
acabamos de casarnos y que queremos estar solos —sus ojos relampaguearon—. ¿Te
das cuenta de que no hemos hecho el amor ni una sola vez desde que ella está en
casa?
—Ella podría oírnos —replicó al oír la merecida acusación.
—Eso no te importó cuando estuvimos en Sussex —señaló él—. Vaya, eras tan
distinta entonces. No querías que saliera de tu cama, ¿verdad? —comentó con una
amargura que hizo palidecer a Sam.
—Está bien, iré a hablar con ella hoy mismo, a la hora de la comida —de pronto,
vio que Declan estaba vestido con un elegante traje gris claro, como cuando solía ir a
una cita de negocios—. ¿Vas a salir?
—Sí —safio del estudio y se encerró en su despacho, dando un portazo.
Sam nunca lo había visto tan malhumorado. ¿Acaso eso se debía a que estaba
frustrado sexualmente, o a que no le agradaba la presencia de Charlotte? Sin
embargo, Sam dudó. ¿Y si las cosas no mejoraban entre ellos cuando su hermana se
fuera?
Ese día, las fotos que tomaron en el estudio fueron muy buenas. Más tarde,
cuando él se fue a comer a su cita de negocios, Sam subió por la escalera para ir al
apartamento.
Se detuvo al oír que una suave música sonaba en la sala. Entró en el
apartamento y Charlotte salió de su habitación, vestida tan sólo con su ropa interior.
—¡Ah, eres tú! —repuso, y se sonrojó un poco.
—Sí —Sam sintió náuseas—. ¿Quién pensabas que era… Declan?
Charlotte acaba de lavarse el pelo y le brillaba. Se había maquillado con esmero
y sólo llevaba puesto unas diminutas bragas de seda negra y un sujetador que le
realzaba los senos. Apenas se le notaba su embarazo.
—¿Quién pensabas que era? —repitió, jadeante, a punto de desmayarse—.
¿Declan?
—¿Por qué no? —su hermana la desafió con la mirada—. Creo que ya te has
dado cuenta de que no es inmune a mis encantos.
«No», pensó Sam. Él mismo lo había insinuado cuando le pidió que se
deshiciera de Charlotte.
—Él es mi marido —tartamudeó—. ¿Acaso eso no te importa?
—Lo que me importa es que veo a un hombre que está desperdiciado contigo —
Charlotte habló con un odio contenido durante varios años—. Completamente
desperdiciado. Sam, con su dulce y melosa sonrisa, con su expresión de no haber roto
nunca un plato. ¿Acaso fue eso lo que lo atrajo? Claro, ahora él se arrepiente de
haberse casado contigo. Lo sé, lo veo cada vez que me observa y me admira. Me
desea, Sam… ¡como todos tus hombres siempre me han deseado!

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—No te creo —jadeó, escandalizada—. Siempre has sido muy ambiciosa,


Charlotte. Siempre has tenido mucho más de lo que necesitabas: juguetes, amigos,
hombres. Pero eso no te bastaba, siempre querías más; necesitabas quitarme lo que
era mío. Pues bien, te advierto que no tendrás a Declan, porque él ya se ha dado
cuenta de cómo eres en realidad, porque es mío y porque lo amo. De modo que coge
tus cosas y vete, antes de que… de que… —se calló. Se dijo que no podía amenazar a
una mujer embarazada.
Charlotte palideció, pero sonrió, confiada.
—Eres una tonta —declaró con desprecio—. No tienes la menor idea de cómo es
él, ¿verdad? Está bien, te confieso que pensé que podía seducir a Declan… los
hombres que son infieles suelen estar siempre bien dispuestos a tener una aventura.
—¿De qué rayos estás hablando? —se estremeció de miedo.
—Él todavía ve a la otra… a la modelo, a Gita. Yo sólo pensé que le gustaría
variar un poco.
—Mientes, Charlotte —tragó saliva—. No te creo. Estás mintiendo. Eso se
terminó hace varios años.
—Pero él la quiso mucho, ¿verdad? Todo el mundo lo sabe. Se quedó
destrozado cuando ella se convirtió en lady Squires, y por eso se quedó tanto tiempo
en Estados Unidos. No podía soportar la idea de regresar y de verla junto a otro
hombre.
—Eso ya pertenece al pasado, Charlotte —trató de armarse de valor.
—¿Eso crees? —musitó—. Entonces, ¿por qué ella lo ha llamado aquí?
—Eso no es cierto.
—Será mejor que lo creas —sonrió con malicia—. ¿Dónde piensas que está hoy
tu adorado Declan?
—Ha salido a comer.
—¡Con ella!
—No —murmuró Sam, como si hubiera recibido un golpe—. Con un cliente.
—¿No me crees? Bueno, pues escucha esto. Lo oí concertar una cita con ella. Se
verán a la una en el Savoy. Demuéstrame que no tengo razón, Sam, ve a comprobar
tú misma lo que sucede.
De manera mecánica, Sam consultó su reloj. Eran las doce y media. Tenía
suficiente tiempo para llegar. Se olvidó de su hermana y salió del apartamento.
Había muchos turistas paseando por la calle en el Strand. Cerca de allí, en una
pequeña plaza, estaba uno de los hoteles más famosos de Londres, el Savoy.
Sam entró allí, tensa, pálida. Atravesó el vestíbulo circular y entró a la lujosa
sección alfombrada, donde la gente bebía una copa en el bar. Un hombre se le acercó.
—¿Está buscando a alguien? —inquirió, con cortesía.
Sam negó con la cabeza, pero luego asintió.

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—Por favor, sólo déjeme echar un vistazo. Es una sorpresa —sabía que parecía
una jovencita torpe, así que la sorprendió ver que el empleado sonreía con
amabilidad.
—Claro que sí, señorita.
El restaurante era muy grande y estaba lleno de gente, de modo que Sam logró
pasar desapercibida, mientras examinaba la habitación.
No obstante, no tardó mucho tiempo en verlos. Eran una pareja demasiado
atractiva como para no llamar la atención.
Gita llevaba puesto un vestido rojo y tenía el pelo recogido en un elegante
moño. Declan, muy apuesto, sonreía y escuchaba algo que ella le decía.
Gita puso una mano sobre las de Declan, y entrelazó sus dedos con los de él. Se
inclinó hacia delante, le susurró algo al oído y luego le dio un suave beso en la
mejilla.
Declan no se resistió a la caricia y, lanzando un gemido ahogado, Sam salió
corriendo del restaurante.
La gente la miró con asombro salir del hotel. Sam respiraba hondo y no se
detuvo, deseando distanciarse lo más posible del lugar donde su marido se divertía
con su amante.
El portero la ayudó a subir de inmediato a un taxi y la miró con angustia, como
si Sam debiera ser llevada a un hospital.
—¿Está usted bien, señorita?
Sam asintió, pero pensó que nunca más volvería a estar bien en toda su vida.
Por costumbre, le pidió al taxista que la llevara al estudio. Sin embargo, lo hizo
detenerse a dos calles de allí. No podía regresar a ese lugar. Ese sitio ya no era su
hogar.
Caminó sin rumbo fijo por las calles, sin fijarse en las miradas de preocupación
de que era objeto. Un terrible temor se afianzaba en su mente.
¿Acaso ella había sido una tonta, una ingenua? ¿Acaso el cortejo de Declan sólo
fue parte de un siniestro plan? ¿Y si él había estado viendo a Gita desde que volvió a
Inglaterra, pero Robin empezó a sospechar que su mujer lo engañaba con Declan? ¿Y
si Gita se había negado a divorciarse de Robin y a renunciar a su título nobiliario,
pero aceptó seguir adelante con la aventura? Todos habían visto que la situación era
candente, esa noche, durante la ceremonia de entrega de premios, y Sam recordó que
Robin estaba muy tenso en esa ocasión.
¿Qué sería lo que terminaría con cualquier sospecha y convencería a Robin de
que la aventura había terminado?
El hecho de que Declan estuviera casado. Nadie pensaría que Declan le sería
infiel a su esposa, de quien estaba muy enamorado.
Sam lanzó un sollozo desgarrador.

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Pero la verdad era que él no la amaba. Él mismo lo había insinuado. Declan la


consideraba una buena samaritana, a quien respetaba y en quien podía confiar, tanto
en su casa como en su trabajo.
Enloquecida por el dolor, siguió caminando y no se dio cuenta de que había
cruzado una calle y que se acercaba un taxi. De pronto, oyó el desesperado chirrido
de los frenos, pero el taxista fracasó en su intento por no atropellada.

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Capítulo 14
Sam abrió los ojos con lentitud y se dio cuenta de que estaba acostada en una
cama de hospital, junto a Declan, y que la cabeza le dolía mucho. Trató de sentarse,
pero no pudo hacerlo.
Miró los ojos azules de su marido; estaban tan sombríos, que trató de alzar una
mano para consolarlo, pero recuperó la memoria y la invadió el dolor. Trató de
incorporarse, pero le resultó imposible.
—¿Qué…? —murmuró.
—Shhh. No digas nada —repuso Declan, y llamó con cierta desesperación a la
enfermera.
No la dejaron tomar agua hasta que llegó un médico. Éste corrió las cortinas y le
pidió a Declan que saliera. Sam lo oyó negarse rotundamente. Iluminaron los ojos de
la joven, le dieron golpecitos en las rodillas y los tobillos con piezas de metal, le
rascaron la planta del pie con un alfiler. Todo era muy molesto y la joven gimió de
dolor.
—¿No pueden aliviar su sufrimiento? —inquirió Declan, muy enfadado.
Sam escuchó unas palabras conciliatorias, antes de que alguien le diera a beber
un líquido amargo. Pronto, se quedó dormida y dejó que el sueño la llevara a un
lugar donde no había recuerdos ni dolor.
Declan la llevó de regreso al apartamento. Sam no quería ir allí, pero no tenía
otra alternativa. No quería ir a casa de sus padres y enfrentarse a los comentarios
sarcásticos de su hermana. Además, el médico había prohibido que saliera del
hospital, a menos que alguien la cuidara.
Sam comprendió que podía sufrir ciertos desmayos inesperados, así que,
durante los días que siguieron, tuvo que depender de quien no sólo había destruido
su confianza, sino también su vida.
Declan le explicó que había cancelado tres trabajos, pero que los clientes
preferían esperar a que él pudiera hacer las fotos. Le explicó que había sido
atropellada por un taxi, pero que no había sufrido ninguna herida de gravedad.
Ella estaba sentada en la cama, muy pálida, y Declan la observó fijamente.
—¡Por el amor de Dios, Sam!, ¿qué rayos fue lo que te pasó? El taxista dice que
cruzaste la calle sin fijarte.
Sam no supo qué decir. Estaba atónita al ver que Declan era quien se mostraba
indignado. Claro que luego dedujo que, a menos de que Charlotte le hubiera
comentado algo, Declan no podía saber que ella lo sabía todo acerca de su aventura
con Gita. Y entonces decidió que no quería pensar en lo sucedido.
—No quiero hablar de eso —negó con la cabeza.
—Has tenido suerte. Podrías haber muerto —Declan frunció el ceño.

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«¿Suerte? No me siento nada afortunada», pensó ella, mientras Declan la


arropaba con una manta, teniendo cuidado de no tocarla. ¿Acaso él había acariciado
a Gita con la misma ternura con la que la ex modelo lo besó en el restaurante?, se
preguntó Sam, con amargura. Se estremeció, lacerada por ese doloroso recuerdo.
Declan caminaba por el apartamento como un tigre enjaulado. Él permanecía en
silencio y Sam también. Parecía que ya no tenían nada que decirse. A veces, él la
miraba con un detenimiento que ella no comprendía.
Sam esperó a que su cuerpo sanara, aunque sabía que eso sólo postergaba lo
inevitable.
Tres días después, su cuerpo ya estaba bien. Declan y ella se encontraban
sentados en la sala de estar, tomando una taza de té.
—Debemos divorciarnos —susurró Sam de pronto. Declan la miró durante
largo rato, en silencio.
—Si es lo que quieres.
Y eso hirió mucho a Sam. Ella supuso que él reaccionaría de ese modo, pero de
alguna manera había albergado la esperanza de que no fuera así.
—Fue un error. Fue un error esperar que…
—No —cerró los ojos—. Por favor, Declan, no digas nada más, ni una palabra
más. No quiero que nos hagamos daño. Vamos a terminar con esto de una manera
civilizada.
—¿Civilizada? —hizo una mueca, incrédulo. Enfadado, se puso de pie. Miró un
rato hacia la calle y luego se acercó, más sereno y frío—. Está bien, Sam. Seremos
civilizados. ¿Qué sugieres que hagamos?
Una semana más tarde, se separaron. Sam se encontraba de vuelta en su
antiguo apartamento y logró encontrar otro empleo como ayudante de fotografía.
Más adelante, descubrió por qué la habían contratado tan rápidamente. El
trabajo era espantoso. El estudio estaba especializado en fotos para pasaportes y en
retratos de niños consentidos que hacían rabietas sin cesar. Sam estaba metida en el
cuarto oscuro durante casi todo el día.
Era tan diferente de trabajar con Declan, pensó un día y luego se regañó. Se
había prohibido pensar en Declan Hunt.
Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, en cuanto llegaba a su casa, después de
una jornada agotadora, se echaba a llorar con desconsuelo.
Decidió cambiar de imagen y se dejó crecer el pelo, para empezar una nueva
vida. Sin embargo, perdió tanto peso que la ropa le quedaba grande, y su rostro
siempre estaba pálido.
Se dedicó a trabajar. Pero los fines de semana le resultaban insoportables. Desde
las fotos que Declan tomó del albergue juvenil, John había recibido muchos
donativos y también la ayuda de mucha gente. Una de esas personas, Lucy, una
mujer que también era asistente social, era ahora la novia de John.

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—Tómate unas semanas de descanso, Sam —sonrió John—. Después de todo,


estás recién casada. Disfruta de la vida.
Sam no se había atrevido a contarle a nadie que su matrimonio había
terminado. Eso era aún demasiado hiriente, humillante. Se imaginó que Declan
pronto le enviaría los papeles del divorcio y no le importaba cuándo fuera eso. Sabía
que no querría casarse nunca con otro hombre.
De pronto, un sábado por la mañana, estaba hojeando una revista, y de pronto
se sobresaltó.
Allí estaba la foto de Kelly y de Jodie, para la campaña publicitaria de las joyas.
Asombrada, Sam observó las dos hojas. Declan había usado una de las fotos que ella
tomó.
Esa semana, se sintió muy inquieta. Esa foto era muy buena y muy diferente a
las que hacía ahora en su nuevo empleo. Un día ya no soportó más y renunció a su
trabajo.
Decidió que mandaría todo al infierno y que viajaría al extranjero para
olvidarse de Declan. Una agencia le ofreció trabajo como animadora, en un hotel de
Marsella, y Sam aceptó.
—Tiene que traer su pasaporte mañana. Los sábados abrimos la oficina hasta el
mediodía.
El único problema ahora era que Declan había guardado el pasaporte de Sam
junto con el suyo, después de que regresaran de su viaje de luna de miel. Ella quiso
irse con tanta prisa, que se olvidó de meterlo en la maleta.
Al día siguiente fue a ver a Declan. Al acercarse al estudio, la invadió la
angustia. ¿Por qué él no le había enviado el pasaporte? Así, ella no tendría que verlo
ni sufrir más al estar junto a él.
Tocó el timbre y de pronto se le ocurrió que hubiera podido usar su propia
llave. Declan nunca le pidió que se la devolviera.
Él tardó tanto tiempo en abrir, que Sam estuvo a punto de irse. Al verlo, se
quedó tan asombrada que perdió el habla.
El aspecto de Declan era terrible; tenía ojeras, no se había afeitado y estaba más
delgado. Como llevaba una camisa y un pantalón negros, eso acentuaba la extraña
palidez de su rostro. Su pelo rizado parecía estar más alborotado que nunca.
Ella sintió que le daba un vuelco el corazón, de compasión y amor.
—¿Qué te pasa, Declan? ¿Estás enfermo? —susurró, sin poder contenerse.
—No, Sam, estoy bien —sonrió, sin diversión—. Nunca había estado mejor en
toda mi vida.
—Yo también lo estoy.
—Entra.
Sam miró el apartamento con nerviosismo, esperando ver ciertos indicios de la
presencia de Gita, pero no había nada semejante, y ella exhaló, aliviada.

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—¿Quieres beber algo? —inquirió Declan, dirigiéndose al mueble bar.


—Apenas son las doce y media —señaló Sam, sin poder creer que él bebiera a
esa hora.
—Cuando quiera saber qué hora es, te lo preguntaré —bebió un sorbo de coñac
y la miró fijamente—. No bajes más de peso, Sam. Sé que está de moda estar delgado,
pero pronto parecerás una joven muerta de hambre.
—No he venido a que me insultes —se sentía apabullada.
—¿Y a qué has venido? ¿Qué quieres?
Sam no esperaba tanta agresividad y eso la indignó. Declan fue quien terminó
con el matrimonio al seguir viendo a Gita. Él mismo reconoció que todo había sido
un error. Y Sam estuvo de acuerdo en separarse sin armar un lío, de modo que él no
debía estar molesto con ella.
—He venido a por mi pasaporte.
—¿Vas a salir al extranjero? —jadeó, brusco.
—Eso es evidente —lo miró fijamente. ¿Qué podía importarle eso a Declan?
—Espera aquí —la miró con enfado.
Le costó mucho trabajo verlo entrar en el dormitorio que habían compartido, y
Sam tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar.
Declan le entregó el documento y le rozó los dedos.
Sam se estremeció. «Todavía siento lo mismo, no ha cambiado nada desde el
día en que vine a pedirle trabajo, salvo que ahora es mil veces peor».
—¿Con quién te vas?
—Eso no es asunto tuyo —alzó la barbilla, molesta.
—Tienes razón —suspiró—. ¿Querías algo más? —frunció el ceño, agresivo.
—Pues… sí —no permitiría que la despachara como si fuera una sirvienta.
—¿Ah, sí? —la encaró, sorprendido.
—Me gustaría saber por qué usaste mi foto en la campaña de «Gem».
—Debí adivinar que se trataba de algo relacionado con el trabajo —se rió, sin
diversión.
—¿Por qué lo hiciste? —insistió.
—Porque era la mejor —se encogió de hombros.
—¿Mejor que las tuyas? —jadeó, incrédula.
—Sí. Tengo que reconocer tu talento como fotógrafa. Creo que llegarás muy
lejos. Y ahora, si eso es todo… tengo mucho que hacer —consultó su reloj.
«¿En sábado? No necesitas mentirme, Declan. Ya me voy y sé que nunca más
volveré…».

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Sin embargo, al volverse, vio una foto en blanco y negro sobre la mesa.
Mostraba a un adolescente, envuelto en una manta, sentado en los escalones de un
imponente auditorio, alargando una mano para pedir limosna. Era una imagen
poderosa y dura de la decadencia urbana.
—¿Dónde hiciste esta foto? —la cogió.
—Aquí, en Londres —dijo en tono cortante.
—¿Para qué es?
—He decidido regresar a la fotografía documental —suspiró—. Tenías razón,
Sam, mi fuerte es la denuncia social. Ya no quiero tomar fotos de modas. Me di
cuenta de eso cuando comparé tus fotos con las mías.
—¡Ah! —no sabía qué decir, pero estaba contenta. Tal vez había logrado influir
un poco en él—. ¿Vas a cerrar el estudio?
—Estoy pensando en ello. Quizá lo alquile de momento. Voy a conservar mi
cuarto oscuro, pero ya no haré fotos de estudio.
—¡Ay, Dios!, ¿qué va a decir Gita? —comentó Sam, motivada por el despecho.
—¿Qué has dicho? —la miró, como si acabara de inventar una palabra nueva.
—Gita —tragó saliva, invadida por los celos y la rabia—. A ella le encanta la
buena vida. Tu nueva profesión no será tan lucrativa como la anterior. ¿O acaso ella
piensa continuar viviendo con Robin y seguir siendo tu amante?
—Será mejor que me expliques lo que acabas de decir —se acercó a ella, furioso.
—Vamos, Declan, no necesitas fingir —lo encaró, molesta de que él se sintiera
ofendido—. ¡Lo sé todo!
—¿Qué?
—Todo acerca de ti y de Gita.
—Creo que será mejor que me aclares a qué te refieres —declaró, sombrío,
después de mirarla durante un rato.
—Te vi con Gita, en el Savoy. Ella… —se atragantó—, te besó.
—Entiendo —se mostró implacable—. Y tú, claro está, estabas en el Savoy por
pura casualidad.
—No te atrevas a criticarme —le espetó—. Tú eres quien quería fidelidad, y tú
fuiste quien rompió esa promesa. Todo eso que dijiste acerca de tener una gran
estabilidad familiar fue sólo una sarta de mentiras.
—¿Y cómo sabías que estaría en el hotel?
—Charlotte me lo dijo. Ella te oyó hablar por teléfono. Ella… ¡Dios mío!, ella…
—se echó a llorar.
Declan no la abrazó para consolarla; sólo la hizo sentarse en el sofá, como si ella
estuviera muy enferma. Y Sam lo estaba; estaba enferma de amor.
—Cuéntame todo lo que pasó.

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—No quiero decirte nada —gimió—. Quiero un pañuelo.


—Toma.
Sam se enjugó los ojos y se arrepintió de ello, pues pudo inhalar el delicioso
aroma masculino de Declan, quien había perfumado la tela del pañuelo.
—No merece la pena sacar todo eso a relucir —declaró, cuando logró recobrar
la compostura.
—No estoy de acuerdo contigo. Quiero oírlo todo… empezando por lo de
Charlotte.
—Está bien —de pronto desahogó todo su sufrimiento, rabia y amargura—: Esa
mañana, cuando me dijiste que le ordenara que se fuera, subí al apartamento —lo
miró con una acusación en los ojos—. Sólo tenía puesta la ropa interior. ¡Estaba casi
desnuda! Y te estaba esperando.
—¿Y?
—¿Y? —casi gritó—. ¿Eso es lo único que puedes decir?
—¿Cómo quieres que reaccione? —se mostró frío—. ¿Que demuestre sorpresa?
Si lo hiciera, te mentiría. ¿Qué te dijo?
—Me aseguró que la habías estado mirando, deseando…
—Y como era de esperar, la creíste —apretó los dientes, muy molesto con ella.
—Bueno, no. Le dije que estaba imaginando cosas —lo vio apoyarse contra el
respaldo del sofá.
—Sospeché que tarde o temprano ella actuaría con descaro, como suele hacerlo
—comentó—. Por eso te pedí que la echaras de aquí. ¿Qué pasó después?
—Me dijo que yo era una ingenua, que siempre lo había sido. Me dijo que todos
sabían cuánto amaste a Gita y que te había oído concertar una cita con ella.
—Me imagino que fue entonces cuando fuiste al Savoy.
—Sí, ahora ya lo sabes —suspiró, triste.
—No, cariño —contestó él, con una rabia apenas contenida—. No lo sé, y creo
que tú tampoco sabes nada.
—No quiero… —Sam se dispuso a levantarse.
—Cállate —la hizo sentarse a su lado—. Antes de que te vayas, me vas a
escuchar, y esta vez te enterarás de la verdad acerca de mi relación con Gita, de
principio a fin; sin mentiras, sin chismes… la pura verdad.
—No quiero oír nada.
—No me importa qué es lo que quieres, Sam —alzó una mano—. Me
escucharás, te guste o no. Por lo menos, me debes eso —apretó los dientes y sus ojos
relampaguearon—. Después de trabajar como ayudante de Robin, abrí mi propio
estudio, usando una parte de mi herencia. Gita era mi ayudante entonces —suspiró—

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. Era muy joven, hermosa, y sí, tuvimos un romance. Fue algo muy agradable, pero
duró poco tiempo. Yo nunca estuve enamorado de ella.
—Pero todo el mundo dice…
—Ya sé lo que dicen —la interrumpió—. Y te aseguro que eso no es cierto. Mira,
Gita era muy orgullosa, pero también era insegura. A diferencia de mí, a ella le
importaba mucho quién terminara la relación. Así que, yo accedí a sus deseos y les
dije a todos que se había cansado de mí y que se había enamorado de Robin.
—Pero ella no estaba enamorada de Robin, ¿verdad? Ella te quería a ti, ¿no es
cierto?
—Sí —susurró—. Por eso me fui a trabajar a Estados Unidos, cuando terminé
mis fotos de guerra. Me fui durante un tiempo, lo bastante largo como para que
cuando regresara, y siempre tuve la intención de volver, ella me hubiera olvidado.
Sin embargo, no fue así —suspiró—. A lo largo de los años Gita se convenció de que
nosotros compartimos una vez el equivalente moderno del romance de Romeo y
Julieta. Poco después de mi llegada, empezó a llamarme por teléfono, a enviarme
fotos. Sin embargo, cuando empezó a conceder entrevistas para hablar sobre mí, me
di cuenta de que eso debía parar, por su bien y por el de Robin. Me reuní con ella una
vez, a solas, y se lo dije. Le aseguré que nunca más iba a estar interesado en ella
porque… —vaciló y cambió de opinión—. Y que ella debía darle a su matrimonio
una segunda oportunidad.
Sonrió con ironía, y añadió:
—Cuando me pidió que nos viéramos en el Savoy, fue para agradecerme que la
hubiera hecho entrar en razón; me contó que las cosas estaban mejor entre ella y
Robin, y que al fin estaba embarazada, después de años de creer que nunca podría
tener hijos. Como ves, toda tu historia sobre Gita no fue más que una serie de
sospechas… que fueron muy convenientes para ti, Sam.
—¿Convenientes? —no comprendió—. ¿De qué hablas?
—Eso te dio un pretexto legítimo para terminar con nuestro matrimonio. En vez
de enfrentarte a mí, decidiste huir. Yo sentí que te distanciabas de mí, desde París,
pero creo que la gota que colmó el vaso fue cuando Charlotte llegó aquí, con la
noticia de que ella y Bob por fin se habían separado. ¿Pensaste que esa separación
había sucedido demasiado tarde, ahora que estabas casada conmigo, y que tu marido
debía haber sido Bob?
—No puedes creer que prefiera a Bob en vez de a ti —negó con la cabeza,
incrédula.
—Pues seguiste viéndolo, aun después de que él se casara. Recuerda que lo vi
esperándote para ir a cenar.
—Quería hablarme de los problemas que tenía con mi hermana —protestó.
—Muy conveniente —se burló él—. ¿Y por qué después de mantenerte célibe
durante tantos años, decidiste entregarte a mí, después de que pasáramos la tarde
con tu familia y con Bob? ¿Acaso al verlo, ansiaste estar con un hombre, Sam, con el
que fuera? —inquirió, insultándola—. En ese momento pensé que me estabas

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utilizando como un sustituto, y tal vez estaba en lo cierto. ¿Cerraste los ojos e
imaginaste que estabas con él, y no conmigo?
—¡Basta! —gritó ella—. Eso no es cierto y lo sabes muy bien, Declan.
—¿Por qué te entregaste a mí entonces? ¿Por qué a mí y a nadie más? —señaló.
—Porque todos los hombres que conocía me resultaban repugnantes. Si salía
alguna vez con un hombre, él trataba de seducirme y…
—Eso fue lo que hice yo —la interrumpió—. ¿Por qué entonces te entregaste a
mí?
—Porque… —no podía decirlo—. Porque eras tú.
—De modo que sentiste algo por mí y por eso me dejaste ser tu primer amante,
el hombre con quien decidiste casarte. ¿Y qué pasó después de la boda? ¿Qué pasó
con la mujer alegre, vivaracha y tierna con quien me casé, Sam? A veces eras la de
antes, usualmente en la cama, pero la mayor parte del tiempo estabas muy lejos de
mí. ¿Por qué te convertiste en una réplica acartonada y fría de la mujer a quien conocí
y…? —negó con la cabeza, como si se sintiera derrotado—. Me gustaría saber por qué
cambiaste tanto.
La amargura con la que él le había hablado le hizo entender a Sam que ya no la
respetaba. Y eso le rompió el corazón. Se dio cuenta de que se había equivocado
respecto a Gita, pero que Declan tenía razón. El verdadero motivo por el que las
cosas no funcionaron entre ambos fue que ella sintió demasiado, mientras que él no
lo suficiente.
Lo miró a los ojos. Tal vez la verdad la redimiría ante sus ojos y, cuando Declan
la recordara, quizá lo hiciera con afecto.
—Tú me hiciste cambiar —musitó—. Tú me volviste distante… o más bien, la
inseguridad que me embargaba en mi relación contigo.
—Explícate —le pidió él, inmóvil como una estatua.
—Yo te amaba con locura —confesó, preguntándose si era vergonzoso admitir
su amor.
—¿De qué hablas?
—Te amaba tanto que era algo que me asustaba. Lo que yo sentía por ti era algo
tan grande y tan intenso… y sabía que tú nunca sentirías eso por mí. Tú mismo
dijiste que no creías en el amor. Yo pensé que tal vez te molestaría saber cuánto
dependía de ti. Así que empecé a fingir.
—¿A fingir?
—Fingí que yo sentía lo mismo que tú; una compatibilidad combinada con el
deseo físico…
—¿Fue eso lo que yo dije? —parecía incrédulo.
—Yo tenía miedo de que, una vez que liberara mis sentimientos, ése fuera el fin;
de que la fuerza de mi amor te asustara y te separaras de mí —añadió. Sabía que
había confesado demasiadas cosas, pero ya no podía detenerse.

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—Así que te alejaste de mí y no pude comunicarme contigo —susurró. Cayó de


rodillas delante de ella, y tomó sus manos frías—. No podía comunicarme contigo
porque no tuve el valor de decirte lo que había descubierto en mi interior.
Sam abrió mucho los ojos, sin entender.
—Descubrí que estaba total e irremediablemente enamorado de ti —dijo con
suavidad.
—No —Sam negó con la cabeza. Declan sólo lo estaba diciendo, pero eso no era
cierto en realidad.
—¿Lo ves? —él sonrió con tristeza—. Ahora no me crees y tampoco me habrías
creído entonces. ¿Y por qué habrías de creerme, después de todo lo que te dije?
Sam lo miró a los ojos y supo que él tenía razón, supo que, después de lo que le
comentó acerca del amor, su inseguridad respecto a sí misma y a su relación, le
habrían impedido creer que él hablaba en serio.
—Pero, ese día, cuando te pedí que nos divorciáramos, dijiste que todo fue un
error…
—Fue un error pensar que podías llegar a amarme tanto como yo te quería a ti.
Ni siquiera quisiste que habláramos del asunto, y pensé que ya estabas harta de mí.
Y, de la misma manera en que Sam le confesó la verdad a Declan, ahora se dio
cuenta de que él era sincero.
—Te amo, Sam —murmuró—. Creo que siempre te he amado y sé que siempre
te amaré. Yo había enterrado en el fondo de mí el deseo de amor; así que tardé un
poco en darme cuenta de la verdad de mis sentimientos por ti. Te convertiste en una
parte de mi vida, y de pronto, me di cuenta de que había roto todas las reglas que me
había hecho respecto a las relaciones. Creo que supe que te amaba cuando quise
casarme contigo en una iglesia, llena de gente, y hacerte mi esposa.
—¿Por qué rayos no me lo dijiste? —jadeó Sam.
—Porque no sabía si todavía amabas a Bob.
Sam se echó a llorar, lamentando con amargura las barreras que los dos
erigieron en torno a sus corazones.
—No, Sam —la abrazó con fuerza, y su voz se volvió ronca—. Por favor, no
llores, amor mío. ¿Crees que es demasiado tarde para nosotros? —le susurró al
oído—. ¿Crees que podemos volver a empezar?
Ella lo empujó y lo observó con una mezcla de incredulidad y diversión.
—Si crees que voy a volver a pasar un solo momento lejos de ti, estás loco.
—Loco por ti —gruñó él, y la besó con una pasión tan dulce, que la hizo gemir
de asombro.
Pasaron algunos minutos antes de que Declan se apartara.
—Ayer renuncié a mi empleo —comentó Sam.
—¿Era tan horrible?

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—Espantoso —asintió ella—. Trabajar con mi jefe era una verdadera pesadilla.
—¿Era peor que yo? —bromeó Declan.
—Bueno, eso es difícil de decidir… —ladeó la cabeza y se rió cuando él le
mordisqueó una oreja—. ¿Declan, tienes algún problema para trabajar conmigo?
Dime la verdad.
—Claro que no —negó con la cabeza.
—Entonces, ¿puedo volver a ser tu ayudante?
—No —dijo él muy serio.
—Pero… —Sam se alarmó.
—Ya no serás una ayudante nunca más. Vas a tener tu propio ayudante.
—No te comprendo.
—Eres una fotógrafa demasiado buena como para ser una ayudante. A partir de
ahora, seremos socios a partes iguales, no sólo en casa, sino también en el trabajo.
Puedes hacer todo el trabajo publicitario que quieras, todo, si decides eso. Yo voy a
concentrarme en hacer las fotos que realmente me interesan. Y ahora —la miró con
un ardor que hizo brillar sus ojos—, vamos a la cama.
—Es muy temprano, ¿no te parece? —susurró ella, con ansia. Se le aceleró el
corazón cuando él le acarició el cuello y luego un pezón.
—Sí. Piensa que tenemos todo el día por delante.
Sam alzó la cabeza y le besó el cuello. Declan gimió de placer, y la cogió en
brazos para llevarla al dormitorio y depositarla en la cama.
—¡Ay, Declan! —suspiró cuando él le desabrochó la blusa y el sujetador para
acariciarle los senos.
Declan terminó de desvestirla, hasta que ella yació en la cama, ofreciéndole su
cuerpo desnudo, disfrutando de la manera posesiva en que él la contempló.
Él se sentó al borde de la cama, muy silencioso y quieto.
—Samantha —musitó.
La joven, embargada por una deliciosa anticipación, abrió los ojos al oír esa
palabra.
—Una vez dijiste que no eras una Samantha, que las Samanthas eran hermosas
y llenas de gracia. Pues déjame decirte, amor mío, que en este momento eres toda
una Samantha y siempre lo serás para mí. Imagino que podré llamarte así de ahora
en adelante —le acarició la temblorosa boca con un dedo.
—Creo que prefiero que me llames Sam. Ese nombre está lleno de energía y
picardía.
—Como tú —bromeó Declan, y luego emitió un gruñido cuando ella le
desabrochó el cinturón. Empezó a acariciarle el pecho y más abajo, embargada por el
deleite de acariciarlo con entera libertad, con todo su amor.

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—¿Declan?
—¿Mmm?
—Acerca de esa boda religiosa…
—¿Mmm?
—¿Todavía es una posibilidad?
Él sonrió, y sus ojos se iluminaron con malicia, deseo y un gran amor.
—¿Sam, cariño?
—¿Qué?
—Ven y dame un beso.

Tres semanas después, se casaron en una iglesia, escuchando las dulces voces
del coro, mientras unas velas blancas perfumaban el ambiente con el aroma de las
violetas.
Allí estaban los padres de Sam, pero no así Charlotte y Bob, para alivio de ella.
Declan no lo pudo creer cuando vio la lista de los invitados.
—No comprendo cómo puedes invitar a tu hermana, después de lo que trató de
hacernos —jadeó, incrédulo.
—Mira, no puedo cortar toda relación con ella, si quiero seguir viendo a Flora
—explicó Sam—. Además, Charlotte está pasando por una época difícil, y yo estoy
tan contenta, que nada podría amargarme la felicidad. Mi madre dice que Bob y ella
van a tratar de continuar juntos, por el bien de Flora y su nuevo hijo.
Flora era la damita de honor; estaba muy contenta, ataviada con un vestido de
seda blanca, que era de la misma tela que el traje de novia de Sam.
Michael y su novia estaban presentes, al igual que John y Lucy, quienes
acababan de comprometerse.
Allí estaban muchos amigos de Declan y varias de sus ex novias también,
incluyendo a Fran, la despampanante pelirroja con quien Sam lo vio por primera vez.
Durante la recepción, Fran logró decirle a Sam algo en privado.
—Bien hecho —susurró, dirigiéndole una amplia sonrisa—. Has logrado algo
que nadie había conseguido. Nunca había visto a Declan tan contento. Cuídalo
mucho.
—Claro que lo hará —aseguró Declan, acercándose por detrás y rodeando la
cintura de Sam con afecto—. Yo me encargaré de ello.
Gita y Robin fueron invitados, pero decidieron no ir a la boda, y Sam se dijo que
tal vez eso era lo mejor. No era tan ingenua como para pensar que Gita y ella serían
buenas amigas con el tiempo. Con Charlotte, las cosas eran diferentes. Ella era su
hermana y eso era algo que no cambiaría en el futuro.

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Aunque ya habían tenido una luna de miel, Declan insistió en que hicieran otro
viaje, así que reservó un crucero de tres semanas, en un yate privado, por el Caribe.
Sam se cambió y se puso un vestido de seda roja. Lanzó su ramo de novia, que
fue atrapado con destreza por Fran. Luego, bajo una lluvia de arroz, confetti y pétalos
de rosa, los novios subieron a un coche conducido por un chófer.
—¿Estás contenta? —inquirió Declan, cuando Sam apoyó la cabeza en su
hombro.
—Soy inmensamente feliz… aunque creo que no se puede decir lo mismo de
algunos de nuestros invitados —añadió, picara.
—¿Ah?
—Hubo muchas mujeres que me miraron con ganas de asesinarme.
—¿Y eso te importó mucho? —sonrió Declan.
—Claro que no —se acurrucó contra él—. Tú me has dado algo que nunca le
habías dado a nadie.
—Dime qué es lo que te he dado, cariño.
La joven le acarició una mejilla con suavidad, y lo miró a los ojos.
—Tu corazón, Declan.

Fin

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