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Autor: Salgari, Emilio

Obra: Los tigres del mar y otros cuentos

Publicación: Madrid : Editorial Páginas de Espuma, 2002

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Contenidos: El faro de Dorhiol


PRIMERA VISTA Emilio Salgari, Los tigres del mar y otros cuentos
Madrid : Editorial Páginas de Espuma, 2002

EL FARO DE DORHIOL

Los navegantes que cruzan los océanos saludan, con conmoción, ciertas torres anidadas en
peñas casi inaccesibles o hundidas en arenas que tienen una gran consistencia, muchas veces
informes, que les indican los peligros de un grupo de escollos traicioneros o la entrada a un
puerto donde podrán descansar con plena seguridad, o al amparo del furor de las olas.
Esas torres, que se encuentran repartidas escalonadamente a lo largo de las costas de los
diversos continentes, son faros. Durante la noche, una lámpara con reflejos de espejos, que gira
sin interrupción, indica a los pobres navegantes, sacudidos quizá por la tempestad, la
desembocadura de un río, de un puerto o de una bahía.
Durante el día, en cambio, se transforma en una gran antena, visible a una distancia
considerable, o simplemente es la propia torre que, como es muy alta, se puede divisar
perfectamente.
Sobre aquellas torres viven algunos hombres, encargados de encender por la tarde la enorme
lámpara o de señalar a las naves los peligros a los cuales pueden quedar expuestas.
Ellos son los que avisan de la perfidia de las olas, los exploradores de la niebla, los vigías
de las tempestades, los centinelas de los océanos.
Relegados durante semanas y semanas e incluso durante meses y meses en sus torres
colgadas sobre los abismos del mar; a menudo exiliados en el límite de remotas escolleras;
prisioneros en aquellos oscuros refugios eternamente asediados por las mareas, los fareros tienen
una de las más duras existencias que se puedan imaginar. Lejos de todo tipo de sociedad,
pendientes continuamente de los torbellinos de las nubes y los remolinos de las olas, sometidos
a una disciplina de hierro y sin ninguna otra voz, ninguna otra canción que el silbido de las
ráfagas de viento y el lamento o la amenaza de las mareas, no son ciertamente motivo de envidia.
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Madrid : Editorial Páginas de Espuma, 2002

Su vida, sus costumbres, sus funciones son en la mayoría de los casos ignoradas; se conocen
las arduas fatigas de los marineros, se conocen todas las vicisitudes y todos los heroísmos de los
gavieros, de los pilotos, de los mozos, las empresas de los trabajadores del mar, en general; pero
los vigilantes de los faros son olvidados por todos aquellos que no pertenecen a la gran familia
marinera; no obstante ellos son por excelencia los hombres solitarios del mar, y su abnegación,
sus sacrificios y sus aventuras son notadas por muy pocos. Los faros, ante todo, tienen por sí
mismos algo de misterioso y desolado y a menudo, mejor dicho, muy a menudo tienen el aspecto
de ruinas olvidadas en los confines de los océanos, de últimos vestigios de castillos deshabitados,
de refugios erigidos por los corsarios para sepultar presas y botines; de ruinas de torres ya no
frecuentadas más que por fantasmas.
Cada uno de ellos, aparte, está envuelto en una leyenda y tiene sus sucesos y su historia que
le dan algo de solemnes y severos.
La linterna de Génova, por ejemplo, también tiene su leyenda. Cuentan, de hecho, las
antiguas crónicas que en 1318, los gibelinos, en guerra con los güelfos, cavaron una parte del
escollo sobre el cual surgió el famoso faro, entraron por debajo y, poniendo la torre sobre
puntales, la amenazaron de ruina si los asediados, encerrados en la ciudad, no se rendían.
De otra leyenda goza la Gourdonam, la famosa torre que surge en la desembocadura del
Garona, en Francia, cuya luz, por la tarde, se ve a una distancia de treinta millas marinas.
Se eleva sobre una escollera y sirve de orientación a las naves que llegan desde el Atlántico,
y que buscan refugio en el canal de Languedoc, para huir de las terribles tempestades del golfo
de Vizcaya.
La leyenda, es más, dice que el arquitecto, para realizar su obra, tuvo que hacer un pacto
con el diablo.
Parecía que el diablo viviera en aquellos alrededores y mantuviera incesantemente las olas
agitadas.
Luigi de Foix, el arquitecto, prometió a Belcebú que, si le dejaba de molestar en su trabajo,
le entregaría un alma: la del primer ser que llegase al faro.
Se dice que el diablo consintió y, de hecho, el mar estuvo calmado hasta que el difícil
trabajo fue cumplido.
El arquitecto, entonces, siempre según la leyenda, encontró la manera de burlar a Belcebú,
arrojando, antes de entrar en la construcción acabada, un enorme sapo, y el diablo tuvo que
contentarse con el alma de éste.
Los vigilantes de ese faro reconocen con toda seriedad ver todavía durante las noches de
tempestad un monstruoso cuerpo fluorescente, más grueso que un barril, dar saltos entre las olas
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y desaparecer rápidamente en las tinieblas, ¡en cuanto se persignan...!


El famoso faro de Eddystones, en cambio, que se erige sobre un escollo en la entrada del
puerto de Plymouth, en Inglaterra, no está rodeado de espantosas leyendas acumuladas a lo largo
de los años, pero su historia –que es la de la energía y la voluntad humana victoriosa sobre todos
los obstáculos– no es por ello menos interesante.
Alrededor y encima de ese escollo, el mar se enfurece horriblemente durante las
tempestades, y muchas gruesas y sólidas naves se han quebrado como nueces.
Desde hace mucho tiempo había sido reconocida la necesidad de construir un faro sobre ese
escollo, pero, consideradas las inmensas dificultades de la empresa, los más animosos no habían
podido decidirse y construirlo.
El escollo dista de la tierra más de diez millas y había que llevar allí con barcos, sobre un
mar siempre agitado, todo el material necesario.
Obviamente no se podía trabajar más que durante los días, relativamente escasos, de
bonanza y había que temer que la noche deshiciera y se llevara lo que se había edificado durante
el día.
Uno de los más ricos ciudadanos de Plymouth, un cierto Winstaley, fue el primero que osó
intentar, a pesar de todos los obstáculos, la construcción del faro.
Él se había propuesto pagar los gastos, con tal de que se hiciera según sus planes.
La base fue plantada con piedras ciclópeas y encima de ella fueron levantadas altas
columnas que sostenían la linterna junto con la habitación del vigilante.
Habían sido elegidas las columnas para dejar salida a las olas entre ellas y como
consecuencia evitar el ímpetu del agua.
El éxito no correspondió a las expectativas y en una de aquellas noches terriblemente
tempestuosas, que son muy frecuentes en las costas inglesas, el faro fue arrastrado junto con su
desafortunado constructor, que había tenido la infeliz idea de pernoctar allí.
Fue erigido un segundo, redondo como una columna gigantesca y, para evitar el asalto de
las olas, fue cubierto por tablas de roble muy robustas.
El faro resistió durante cuarenta años, hasta que en l775, golpeado por un rayo, fue
completamente destruido.
Pero más dramática es la historia del faro de Dhoriol que quiero, mis pequeños lectores,
relataros hoy.
La construcción de la linterna de Dhoriol había encontrado dificultades no iguales, sino
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peores que la de Plymouth.


Ésta surgía en el extremo de unos escollos, en las costas de Portugal, y debía guiar a las
naves en la entrada del Tajo, el río más importante del Reino, sobre cuyas orillas se encuentra la
bella y opulenta Lisboa.
Su construcción había tardado quince años, y no fue terminada hasta 1877.
Surgía en forma de torre, en el extremo de una roca que las olas del Atlántico golpeaban
con furor increíble y casi sin cesar.
Más que una torre era una columna inmensa, formada por enormes piedras cementadas con
traviesas de hierro y con ganchos de una robustez excepcional.
Alrededor le habían colocado una cadena gigante de hierro candente, de manera que
enfriándose se atara mejor a las piedras.
En la cima, a treinta metros de altura, habían sido construidos los alojamientos para el
vigilante y su familia: cuatro minúsculas habitaciones, apenas suficientes para contener una cama
y algún otro mueble indispensable. Más arriba surgía la linterna, cuya llama debía ser vista por
los navegantes a grandísima distancia.
Cuando se acabó la construcción, después de gastos enormes y esfuerzos inmensos, fue
encargado el servicio de la linterna a un viejo marinero de la flota portuguesa, pero quince días
después ese hombre volvía a Lisboa diciendo que le faltaba el coraje para quedarse allá, y que
durante esas dos semanas casi no había dormido.
Él aseguraba haber notado muchas veces moverse la torre bajo el asalto de las olas, y por
esto no quería exponerse al peligro de ser sepultado vivo bajo los escombros o de ser arrojado
al océano.
Se ofreció el puesto a muchos pilotos y no se encontró ni uno que tuviera el coraje de
aceptar.
El Gobierno ya se desesperaba para encontrar un farero tan valiente, cuando un día se
presentó un hombre y se ofreció a ser el vigilante de ese faro peligroso.
Era un maestro de la flota, Giovanni Magael, un guapo mozo de cuarenta años más o
menos, casado con una andaluza encantadora, hija de pescadores.
Después de haber aceptado su oferta, Magael salió hacia el faro de Dhoriol, sobre un
torpedero del Estado, llevando consigo a su mujer y el hermano de ésta, un joven robusto de
veintidós o veinticuatro años, que había navegado ya mucho.
Como el océano estaba de bonanza –algo bastante raro en aquellos lugares esparcidos de
escollos horrendos, cortados a pico, y de bancos de arena sobre los que se veían todavía las
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carenas de antiguas naves naufragadas allí–, el farero, su mujer y su cuñado tomaron


tranquilamente posesión de la torre, poco asustados por la vida de robinsones que debían llevar.
Colocaron con cierto gusto los muebles que habían llevado, pusieron a cubierto los víveres
desembarcados del torpedero y que no iban a ser repuestos más que una vez al mes y esa misma
tarde comenzaron el servicio nocturno.
Durante muchos días todo fue bien. La señora Magael preparaba la comida y se ocupaba
de la limpieza, el marido o el hermano durante el día cazaban entre los escollos aves marinas, que
eran muy numerosas en aquellos lugares y que servían para variar el menú de la comida o de la
cena.
Pero pronto llegó la estación peligrosa. El otoño avanzaba rápido, las buenas jornadas
empeoraban y el océano se hinchaba casi todas las noches a causa de los vientos del oeste y
arrojaba formidables olas contra el faro.
Una noche, mientras se enfurecía en el Atlántico una tempestad horrible, y Giovanni y su
cuñado Enrico velaban cerca de la linterna, pues temían que las olas que de vez en cuando
llegaban hasta la cúpula de la torre la apagaran, notaron una ligera ondulación.
Giovanni, como al principio creía que era el fragor de las olas lo que le producía ese efecto,
no le hizo caso; pero pocos minutos después vio a su cuñado ponerse bruscamente de pie, con
el terror dibujado en los ojos y extremadamente pálido.
–Giovanni –le preguntó–, ¿has oído?
–¿Una ligera ondulación? –preguntó el marinero, que también había empalidecido.
–Sí, la torre oscila por el choque de las olas.
–Ve a advertir a Carmen.
–¿Se llevará esta noche el océano al faro?
Magael tenía razón cuando afirmaba que la torre, durante el temporal, oscilaba.
Mientras Enrico bajaba a despertar a su hermana, Giovanni, muy turbado, había asomado
la cabeza entre las pequeñas columnas para observar el océano.
Era una noche horrible. El océano Atlántico, totalmente negro, rugía espantosamente y
sobre sus olas no se divisaba ningún punto luminoso que indicara la presencia de alguna nave.
Olas inmensas se precipitaban sobre la escollera y subían hasta las ventanas del alojamiento,
lanzando chorros de espuma hasta encima de la cúpula de la linterna.
–Tengo miedo, y se diría que una terrible desgracia está cerca –murmuró el maestro.
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Como vio subir a Carmen junto con su hermano, intentó mostrarse tranquilo para no
asustarlos aún más.
–Giovanni –dijo la mujer–, es imposible dormir esta noche. El rumor de las olas se propaga
en la torre con tal violencia que podría despertar incluso a un muerto, y yo he notado que las
paredes temblaban en varias acometidas.
–¿Puede derrumbarse la linterna?
–No hay peligro –contestó el marido, esforzándose en sonreír–. Las piedras están atadas por
la cadena y los cimientos de la torre, muy profundos, se posan sobre el escollo. Te he hecho subir
porque, quedándote sola, te podrías asustar de las sacudidas que suben a la torre y no porque yo
tema una catástrofe.
La hizo sentar cerca de la linterna, le cubrió los hombros con una manta gruesa para
protegerla de los chorros de espuma y se colocó de vigía en el balconcillo externo, junto con su
cuñado.
Abajo, el océano rugía cada vez más tremendamente. Parecía que aquella noche quisiera
arrojar lejos la escollera, que desde hacía muchos siglos era un obstáculo para su ira, y junto a
ella la torre.
Giovanni fingía mostrarse tranquilo en todo momento. Enrico, más joven, comprobaba en
cambio ya esas extrañas alucinaciones a las que están a menudo expuestos los fareros, quizá a
causa de la atención continua, de la soledad, de la larga reclusión y también del continuo ruido
del mar.
Al igual que los demás, le parecía que en cada instante la torre se hundía bruscamente en
la escollera, se sentía arrastrar por las olas, y también veía deslizarse sobre las olas del océano
naves fantásticas y divisaba en la lejanía el fuego de otros faros.
Se encontraban allí desde hacía algunas horas cuando les pareció que la torre se balanceaba
nuevamente y con mayor violencia que antes.
–¡Giovanni! –exclamó Enrico con tono asustado.
–Calla, no grites así –contestó el vigilante–. No despiertes a Carmen.
–La torre oscila otra vez. ¿Lo notas?
–Sí, se balancea.
–¿Se caerá?
–No lo sé, pero puedo decirte que empiezo a tener miedo. ¡Y no se ve ninguna nave!
–¿Para qué podría servir? Con estas olas nadie podría acudir en nuestra ayuda.
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En aquel momento, después de la acometida de una montaña de agua que había lanzado su
espuma encima de los dos hombres, oyeron un ruido metálico, como si una masa de hierro
hubiera caído sobre los escollos.
Enrico no había sabido refrenar un grito de terror:
–¡La cadena se ha roto!
Carmen, que se había despertado bruscamente por aquel grito, se había lanzado hacia los
dos hombres y había tenido que apoyarse en la pared, por la fuerza de la oscilación del faro, que
las olas no paraban de golpear.
–¡Dios mío! –exclamó Giovanni.
El vigilante había sostenido a su mujer. Estaba lívido como un muerto y miraba, con los
ojos perdidos, las crestas de las olas que aparecían frente al balconcillo.
–Refugiémonos más abajo, en los almacenes o aún más abajo –dijo con voz quebrada.
–¿Se derrumba la torre? –preguntó la mujer.
–Es la cadena, que se ha caído.
–¡Qué noche más terrible!
–No te asustes, Carmen –dijo–. Quizás nos equivoquemos al abatirnos. Las piedras son
enormes y están enganchadas fuertemente.
La prudencia les aconsejaba abandonar aquel sitio. La cúpula, de un momento a otro, podía
ser arrojada por las olas.
Regularon las mechas de la linterna de manera que no se apagaran y luego bajaron a la
planta inferior. Una escalerita conducía a los almacenes, que se encontraban a quince metros de
altura y estaban rodeados por una fuerte jaula de hierro.
Allá se encontraban los barriles de aceite para la linterna y los víveres.
Se sentaron en medio de los barriles, callados, pálidos, escuchando con terror los grandes
rugidos de las olas. Las paredes de la torre continuaban temblando y parecía que de un momento
a otro se iban a abrir.
Giovanni tenía estrechada a su mujer como si hubiera querido protegerla contra la ira del
oleaje, mientras Enrico estaba agarrado a la jaula de hierro.
Habían transcurrido pocos minutos desde que se encontraban refugiados en aquel lugar,
cuando oyeron las piedras precipitarse sobre la escalera.
Carmen había lanzado un grito de angustia.
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–¡Giovanni! ¡La cúpula de la linterna se cae!


En ese mismo instante, a lo lejos en el océano se oyeron algunos cañonazos.
Debían de haber sido disparados por alguna nave en peligro.
El maestro, consciente de su propio deber, se había alejado de su mujer, gritando:
–¡Enrico, a la linterna! ¡Si se apaga, esa nave está perdida!
Carmen había intentado retenerlo, pero el valiente hombre la había rechazado con dulce
violencia, diciendo:
–¡Mi deber, ante todo! El Gobierno me ha encargado velar por la seguridad de los
navegantes y me parecería cometer una traición execrable.
–¡La torre se derrumba, Giovanni!
–Me pongo en las manos de Dios.
Y volvió a subir la escalinata, haciendo oídos sordos a las llamadas desesperadas de su
mujer y seguido por su cuñado, que quería compartir con ese valiente hombre los peligros.
Los ladrillos seguían cayendo desde arriba y los dos vigilantes tenían mucho que hacer para
evitarlos.
Las olas, que habían alcanzado una altura espantosa, habían comenzado su labor de
destrucción.
La cúpula estaba ahora derruida y también la balaustrada de piedra había cedido al asalto
incesante y furioso del océano.
La linterna, sin embargo, no había sido aún dañada y refulgía en las tinieblas, indicando a
los pobres navegantes el peligro.
Giovanni Magael había lanzado una mirada sobre el tempestuoso océano.
Una nave, que parecía muy grande y que la tempestad empujaba hacia las costas de
Portugal, había aparecido a la luz de un relámpago.
Si la linterna se hubiera apagado en ese momento, ciertamente no se hubiera podido dar
cuenta, con esa oscuridad, de la presencia de los temidos escollos y se hubiera quebrado
inevitablemente contra ellos.
Magael, ayudado por su cuñado, volvió a subir las mechas para que la luz se pudiera divisar
más fácilmente por los navegantes, pero las olas, cada vez más, cubrían los cristales,
interceptando cada fulgor.
Preso de una ansiedad fácilmente imaginable, Giovanni Magael, sin cuidar de su propia
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vida, seguía atentamente las maniobras de la nave, temiendo que se lanzara contra la escollera.
Mientras tanto, la muerte les amenazaba por todas partes. Las olas demolían pieza a pieza
la torre, arrancando ahora una piedra, ahora un gancho o un asta de hierro. Sólo la linterna,
situada en medio, resistía todavía.
Finalmente vio los dos puntos luminosos de la nave desaparecer hacia el sur.
–Enrico –dijo–, la nave ha entrado en el Tajo y ya no corre ningún peligro. Pensemos ahora
en nuestra salvación, si tenemos tiempo.
Bajaron precipitadamente la escalera para refugiarse en los almacenes.
Acababan de llegar cuando oyeron un ruido horrendo.
Las paredes de la torre, ya minadas por tantos choques, habían cedido al ímpetu de las olas,
y toda la parte superior del faro había sido demolida como si estuviera hecha con papel.
Pero, por una casualidad inaudita, las piedras, en lugar de caer verticalmente y aplastar a
los dos vigilantes y a Carmen, habían caído empujadas por el oleaje de tal manera que se
arrojaron sobre los escollos.
Todos habían lanzado un grito horrible, porque creían que había llegado su última hora, y
tres voces habían retumbado entre el fragor de las olas.
–¡Giovanni!
–¡Carmen!
–¡Enrico!
¿Cómo se encontraban todavía juntos y además incólumes? Ninguno de ellos lo supo decir
jamás. La torre de Dhoriol se había destruido justo a la altura de los almacenes, allá donde los
ingenieros habían hecho construir la jaula de hierro para dar a las paredes una mayor resistencia.
Probablemente, sin aquella jaula, la señora Carmen y los dos vigilantes hubieran sido
arrojados enseguida a las olas, las cuales ya golpeaban libremente los barrotes de hierro, pasando
a través de ellos.
Giovanni Magael, que no había perdido del todo la cabeza, había cogido a su mujer y se
había agachado en un rincón entre los barriles y las herramientas, para poder resistir mejor los
golpes de mar. Enrico le había imitado.
Durante toda la noche aquellos desdichados quedaron expuestos a la ira del océano. Las
olas, por turnos, los cubrían, amenazando con ahogarlos, y se llevaban los víveres y los barriles
que antes se rompían contra los barrotes de la jaula.
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Las ruinas de la torre afortunadamente oponían todavía una resistencia increíble, aunque,
de vez en cuando, alguna piedra o algún gancho eran arrancados.
Al día siguiente se encontraban todavía juntos y vivos. Las traviesas de la jaula habían sido
dobladas en varios puntos, pero no obstante no habían cedido.
El océano se había calmado, pero los dos vigilantes y Carmen estaban prisioneros, porque
había sido destruida la escalera externa que llevaba a la escollera.
–¡Dios nos ha protegido! –había dicho Giovanni Magael, cuando vio levantarse el alba y
notó el océano más tranquilo–. Esperaremos confiados a que alguien nos saque de esta situación.
Y esa situación evidentemente no era muy grata para aquellos desgraciados que lo habían
perdido todo y que podían enfrentarse con el hambre.
Las olas habían hecho pedazos todas las cajas y en el almacén no quedaba absolutamente
nada, ni una miga de pan o una gota de agua.
Afortunadamente, algunos pescadores de la costa, como ya no veían la punta del faro
elevarse en el extremo de la escollera y temían alguna desgracia, habían avisado a las autoridades
portuguesas.
Antes de que el sol se pusiera, una torpedera del Estado, aprovechando un poco de calma
en el océano, fue llevada hasta el escollo de Dhoriol, para informarse de lo que les había sucedido
a los dos vigilantes y a la valiente mujer. Giovanni Magael, su cuñado y su esposa estaban allí
todavía, en la jaula, en la torre derruida.
Fueron sacados de su prisión y llevados a Lisboa.
El heroico coraje del maestro no fue inútil. La nave que había salvado de un naufragio
seguro era un crucero del Estado.
El ministro de la Marina, para compensarle, le nombró jefe vigilante de uno de los astilleros
gubernamentales y le condecoró con una medalla de oro.
En cuanto al faro, fue completamente abandonado, y fue una suerte: dos meses después otra
tempestad acababa con lo que había quedado de él.

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