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Durante tres décadas, empresas y gobiernos de todo el mundo funcionaron bajo la presunción de que la globalización
económica y financiera continuaría a pasos acelerados. Sin embargo, frente a las tensiones que ha sufrido el orden
internacional en los últimos años, el concepto de desglobalización —la desvinculación del comercio y la inversión— cada
vez ha cobrado más impulso en los hogares, las empresas y los gobiernos. Pero los datos disponibles sugieren que más
que acercarse a su fin, la globalización está cambiando.

No hace mucho tiempo parecía que la integración económica y financiera global no tenía límites. Durante décadas, los
beneficios de la globalización parecían ser obvios e irrefutables. La interconexión de los flujos de producción, consumo e
inversión les ofreció a los consumidores un rango más amplio de opciones a precios atractivos, les permitió a las
empresas expandir sus mercados y mejoró la eficiencia de sus cadenas de suministro.

Los mercados de capital globales ampliaron el acceso al crédito y redujeron su costo tanto para prestatarios privados
como públicos. Los gobiernos del mundo se involucraron en lo que parecía ser una serie de alianzas donde todos salían
beneficiados. Y la tecnología —incluido, más recientemente, el cambio cada vez más veloz hacia el trabajo remoto—
hizo que las fronteras nacionales parecieran sumamente irrelevantes.

Pero si bien la globalización hizo que los mercados funcionaran mejor, los responsables de las políticas perdieron de
vista sus consecuencias distributivas adversas. Muchas comunidades y países quedaron rezagados, lo que contribuyó a
una sensación generalizada de marginalización, aislamiento y mayor pobreza.

El resultado fue una reacción contra la globalización, cuyas manifestaciones políticas más visibles fueron el voto del
Reino Unido a favor de abandonar la Unión Europea y la elección de Donald Trump para la presidencia de Estados
Unidos en 2016.

En poco tiempo, Estados Unidos entró en una guerra arancelaria con China, lo que profundizó la división entre las dos
potencias económicas. Esto a la par de que los consumidores occidentales rechazan cada vez más a los violadores de los
derechos humanos y a los países que perjudican el medioambiente, y de que la invasión de Ucrania ha llevado a
sanciones sin precedentes contra Rusia (un país del G20) y a la militarización del sistema de pagos internacionales.

Una era de sustitución

En consecuencia, muchos podrían pensar que la globalización va camino a su fin. Pero no, en lugar de una reversión
absoluta de lo alcanzado en los últimos 30 años, parece mucho más probable que estemos ingresando en una era de
globalización fragmentada, una etapa caracterizada por la sustitución, no por la negación.

El régimen de sanciones impuesto a Rusia es un buen ejemplo. En el pasado año, las restricciones lideradas por la UE y
Estados Unidos no han reducido materialmente las exportaciones de petróleo de Rusia, sino que las redireccionaron a
otros destinos, principalmente China e India.

De la misma manera, en lugar de poner a la economía rusa de rodillas como muchos habían previsto, las sanciones
integrales redujeron su PIB apenas el 2 por ciento, ya que los tecnócratas rusos encontraron maneras de reorientar y
reorganizar las actividades tanto domésticas como externas.

Aún más preocupante es el hecho de que Rusia y algunos de sus aliados también han progresado a la hora de crear una
suerte de sistema paralelo de pagos y liquidaciones transfronterizo, aunque un tanto rudimentario e ineficiente.

Esta tendencia probablemente continúe en los próximos años, en tanto las empresas diversifiquen cada vez más sus
cadenas de suministro y las retiren de China, y los gobiernos occidentales recurran a la deslocalización cercana y a la
deslocalización en países aliados para mantener la producción de insumos críticos y exportaciones sensibles.

En resumen, la combinación de shocks geopolíticos, estrategias corporativas y valores sociales cambiantes afectará los
patrones de comercio e inversión en cuatro ejes principales. En la medida que las empresas opten por la resiliencia en
lugar de la eficiencia, cada vez más cambiarán su estrategia para las cadenas de suministro de ‘justo a tiempo’ a ‘por si
acaso’. Esto se producirá en un momento en que las cuestiones de seguridad cobran mayor peso en las consideraciones
comerciales, y las empresas pasen de alianzas generales y de reparto de riesgo a acuerdos más estrictamente diseñados.
Mientras tanto, los consumidores buscarán, cada vez más, un foco en el propósito en sus interacciones comerciales.

Adaptación al modelo. Si bien este proceso generará ganadores y perdedores, su identidad dependerá en gran medida
de cómo los responsables de las políticas se adapten al nuevo modelo operativo de la economía global. México, por
ejemplo, va a resultar beneficiado con la deslocalización en países aliados que haga Estados Unidos, así como con el
cambio del sector corporativo a cadenas de suministro más diversificadas. Sin embargo, como el propio Gobierno
mexicano ha reconocido, la demanda nacional no se traducirá en demanda efectiva a menos que los responsables de las
políticas aceleren el progreso en infraestructura, energía limpia, desregulación y otras cosas por el estilo.

En un mundo en el que los hogares evitan activamente ciertas interacciones comerciales, los gobiernos y las empresas
tendrán que hacer un mayor esfuerzo para diseñar alternativas. Las empresas deben trabajar con los gobiernos, en el
país y en el exterior, para facilitar el proceso inherentemente difícil de reorganizar las cadenas de suministro y acelerar
la transición verde. Los responsables de las políticas nacionales y globales tendrán que revisar la manera en que piensan
y operan. Y los inversores de largo plazo deberán incorporar análisis geopolíticos, sociopolíticos y ambientales más
sofisticados a sus estrategias de asignación.

Si bien algunos pueden considerar que la frase “globalización fragmentada” es un oxímoron, creo que es el escenario
más probable para la economía global. A medida que el mundo se divide cada vez más en bloques, algunos más fluidos
que la mayoría, la globalización va a volverse más inflacionaria, reduciendo así el crecimiento potencial. Para evitar este
desenlace habrá que ver cómo los gobiernos nacionales y las instituciones multilaterales navegan la nueva realidad
económica. El mundo tal vez no se desglobalice por completo, pero eso no significa que debamos asumir que lo que nos
espera es un futuro sin sobresaltos.

MOHAMED A. EL-ERIAN (*) © PROJECT SYNDICATE CAMBRIDGE


Hay mucho en juego

El mundo por fin se está dando cuenta de las diversas vías por las cuales la interconexión económica amplifica los riesgos
de la agitación geopolítica. Es razonable entonces que los países busquen fortalecer su resiliencia; sin embargo, el paso
de la integración a la fragmentación total en respuesta a las tensiones geopolíticas no es buen presagio para la paz o la
prosperidad de nadie.

La economía global todavía no ha llegado a ese punto. Si bien los flujos de capital (siguiendo una tendencia que comenzó
con la crisis de 2008) han disminuido en forma apreciable desde el máximo alcanzado en 2007 de doce billones de
dólares (el 22 por ciento del PIB mundial), la integración económica se mantiene firme. El comercio internacional total
de bienes y servicios supera los cuarenta billones de dólares (diez veces más que en 1990).

Pero entre 2016 y 2021, la aplicación mundial de medidas restrictivas al comercio creció casi al doble; esto se debió
sobre todo a las tensiones entre Estados Unidos y China. De hecho, la fragmentación (como la globalización antes que
ella) no sería posible sin China, cuyo ascenso transformó la competencia regional por el poder económico, financiero y
geopolítico en una competencia mundial. Algunos esperan equilibrar la rivalidad mediante la interacción (la Unión
Europea ve a China como un “socio para la cooperación, un competidor económico y un rival sistémico”), pero la
dinámica es obviamente compleja.

La crisis del covid-19 y la guerra de Rusia contra Ucrania también han contribuido a la fragmentación, al alentar a los
países a repatriar actividades de producción o llevarlas a lugares cercanos o países amigos, con un creciente sentido de
urgencia. Es verdad que la pandemia mostró que la eficiencia y la rentabilidad no siempre van de la mano con la
seguridad económica. Pero más allá de la necesidad de hacer ajustes para fortalecer la resiliencia de las cadenas de
suministro, volver a un mundo dividido en bloques económicos (y geopolíticos) entraña importantes riesgos.

Ya hemos estado en esta situación. Recordemos que la Primera Guerra Mundial puso fin a tres décadas de integración
económica y demostró que “hacer negocios juntos” no es condición suficiente para la paz. Pero es condición necesaria.

Los costos económicos de la fragmentación ya están en alza. Para empezar, según el Fondo Monetario Internacional, la
fragmentación comercial puede reducir el PIB mundial entre un 0,2 y un 7 por ciento. Además, en el debate sobre los
riesgos de la fragmentación se ha hablado sobre todo del comercio internacional y de los canales de transmisión
relacionados, pero la integración internacional financiera y monetaria también está en peligro, y los riesgos no son tan
lejanos o moderados como al parecer muchos creen.

Tomemos por caso la deuda soberana. Aquí la fragmentación se refleja en la heterogeneidad de acreedores y contratos.
Además, los principales acreedores oficiales están divididos según líneas geopolíticas: China es el mayor acreedor bilateral
de los países en desarrollo, a los que entre 2008 y 2021 prestó unos 498.000 millones de dólares. A modo de comparación,
en ese mismo período el Banco Mundial prestó a esos países 601.000 millones de dólares.

La cuestión de la resolución de deudas sigue siendo el gran elemento faltante en la gobernanza internacional. Los países
con posiciones de deuda insostenibles carecen de incentivos para intentar resolverlas a tiempo; por el contrario, el temor
a perder acceso a los mercados disuade esa clase de acciones. Pero ahora que la restricción financiera está empeorando
las posiciones de deuda de países pobres en Asia, África y Suramérica (de los cuales el 15 por ciento ya está en una
situación de sobreendeudamiento y otro 45 por ciento corre alto riesgo de caer en ella), es urgente llegar a un acuerdo
sobre el tema.

El problema es que la fragmentación obstaculiza las negociaciones, en particular porque en su desunión, los acreedores
rechazan rescates, reducciones o aplazamientos de las deudas, las principales herramientas de resolución. Es lo que
sucedió el mes pasado, cuando (en los márgenes de la reunión de ministros de finanzas y banqueros centrales del G20 en
la ciudad india de Bengaluru) el FMI juntó a representantes del G7, China, la India, Arabia Saudita y el Banco Mundial para
fortalecer el marco de resolución de problemas de deuda soberana.

En la reunión, el pedido del G7 de que los acreedores soberanos acepten reducciones o aplazamientos de deuda a la par
de los privados cayó en oídos sordos. China, principal acreedor externo de dos de los casos más urgentes (ya que posee el
35 % y el 20 %, respectivamente, del total de deuda externa de Zambia y Sri Lanka), insistió en que los que tenían que
aceptar recortes eran los organismos multilaterales como el Banco Mundial, con lo que fue imposible alcanzar un acuerdo.

La resolución de deudas es un ejemplo importante del tipo de cooperación internacional que se necesita para evitar una
fragmentación económica mundial; y esa cooperación debe incluir a China. Pero ¿por dónde empezar? Un buen punto de
partida sería alinear los incentivos de China con los de otros acreedores bilaterales, los de los organismos multilaterales y
los del sector privado.

En un plano más general, el G20 debería tratar de hallar coincidencias entre los actores globales y trabajar en pos de
fortalecer la cooperación en áreas donde haya el más amplio consenso y menos margen para la tensión política.

Se necesitan mecanismos multilaterales para evitar que acciones unilaterales provoquen derrames internacionales y
profundicen la fragmentación económica. Con el surgimiento de monedas digitales y nuevas plataformas como forma de
liquidar pagos transfronterizos, es de prever que la preocupación de los países por su seguridad nacional, sus objetivos
económicos internos, la necesidad de protegerse contra perturbaciones geopolíticas y el mero hecho de la rivalidad
económica los alentarán a adoptar esos nuevos mecanismos para reducir su dependencia del sistema financiero dominado
por EE. UU. Esto consolidará la fragmentación financiera y debilitará en gran medida la gestión de riesgos financieros. No
es esta una senda deseable.

En las últimas tres décadas, la integración económica y la cooperación permitieron triplicar el tamaño de la economía
mundial, sacaron de la pobreza extrema a unos 1.500 millones de personas y fueron fundamento de paz y prosperidad en
todo el mundo. Para no dilapidar estos avances, y más aún para no dañar nuestra capacidad de enfrentar los retos del
futuro (en particular el cambio climático), tenemos que hallar modos de sostener cierto nivel de integración y cooperación
eficaz.

Análisis de Paola Subacchi. Profesora de Economía Internacional en el Queen Mary Global Policy Institute (Queen Mary
University of London), es autora de ‘China and the Global Financial Architecture: Keeping Two Tracks on One Path’.
©Project Syndicate. Londres.

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