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«Su abuela lo aplaudió desde el cielo»

Una de las imágenes más emotivas que dejaron los Juegos Olímpicos de
Londres 2012 fueron las lágrimas de Félix Sánchez tras ganar su
segunda medalla de oro en los 400 metros con vallas. Con el oro que
había obtenido ocho años atrás en Atenas 2004, le había dado a la
República Dominicana la primera medalla dorada de la historia. Y este
segundo título, a los treinta y cuatro años de edad, lo convertía en el
atleta más viejo que ganara esa prueba.
Tras cruzar la meta, cayó de rodillas, lloró y besó con ternura una foto
de él con su abuela que llevaba dentro de su traje rojo. «Quería que ella
se sintiera orgullosa, y por eso llevo su nombre en mis zapatillas. El día
que murió, cuando yo estaba en Pekín, se me rompió el corazón. Es por
ello que llevo su fotografía en mi pecho, pegada al corazón», señaló.
Sánchez se refería al día 15 de agosto de 2008. Horas antes de correr
en las eliminatorias de primera tanda de los 400 metros con vallas en
los Juegos Olímpicos de Pekín le había llegado por correo electrónico la
terrible noticia de que había muerto su abuela materna, Lilián Peña, de
setenta años, quien lo había criado. Luego de llorar en su habitación de
la Villa Olímpica tras recibir semejante golpe a las siete de la mañana,
había competido tan afectado por la noticia que no había podido superar
esa primera ronda de eliminación.
«Este deporte es noventa por ciento mental, y yo no tenía el ánimo»,
había explicado entonces. Pero se había hecho la promesa de que un día
volvería a triunfar, por su «ABUELA», que fue lo que escribió a mano
cuatro años después en sus zapatillas fluorescentes.
Nacido en Nueva York, pero criado por su abuela en San Diego,
California, a causa del abandono de su progenitor, de niño Félix soñaba
con ser beisbolista. Pero durante la adolescencia descubrió no sólo que
era veloz, sino que su especialidad eran los 400 metros con vallas. Y ya
como licenciado en Psicología de la Universidad del Sur de California
(USC) llegó a ser tan especial en esa modalidad que conquistó dos
campeonatos mundiales y acumuló una racha de 43 victorias
consecutivas antes de subir a lo más alto del podio olímpico por primera
vez en Atenas 2004 con la «S» de Supermán y de Sánchez tatuada en el
brazo derecho.
A pesar de las lesiones y de otros obstáculos que afrontó antes de
Londres 2012, Súper Sánchez no bajó los brazos, sino que se propuso
dedicarle el triunfo a su abuela Lilián. «Estoy triste porque ella no está
aquí para que pueda vivir este momento conmigo», dijo tras ganar
cómodamente su serie en Londres. Y en la ceremonia de entrega de
medallas, subió al podio y se quebró en un llanto que conmovió a los
ochenta mil espectadores en el Estadio Olímpico. De ahí que en el
extremo sur de las Américas el diario La Nación de Argentina concluyera
con broche de oro: «Su abuela Lilián Peña lo aplaudió desde el cielo.»
Quiera Dios que, así como Félix Sánchez se propuso dedicarle el
resultado de otro máximo esfuerzo a su querida abuela en el más allá,
también nosotros nos propongamos dedicarle nuestros mayores
esfuerzos a Dios de modo que Él nos aplauda desde el cielo y nos diga al
igual que le dijo a su Hijo Jesucristo: «Tú eres mi Hijo amado; estoy
muy complacido contigo.

Juntas por toda la eternidad

Nacieron juntas y vivieron juntas durante nueve años. Eran hermanas


siamesas, unidas por el vientre. Cada una tenía sus propios órganos
internos, excepto que compartían un solo corazón. Cuando nacieron, los
médicos pronosticaron: «Tendrán a lo sumo una semana de vida.» Pero
vivieron nueve años.
Estas eran las hermanitas Ruthie y Verónica Collins, de Johannesburgo,
Sudáfrica, quienes sabían de seguro que iban a morir. Aunque sus
padres jamás les hablaron de la muerte, ellas espontáneamente decían:
«Nosotras moriremos pronto, pero sabemos que nos iremos con el
Señor.» En efecto, murieron a los nueve años de edad con una
diferencia de media hora. Su muerte fue pacífica, y la calma de ellas
trajo calma a todos los que las rodeaban.
Nacieron juntas, vivieron juntas, y juntas pasaron a la eternidad. ¿Cómo
podían ellas saber que irían a estar con el Señor? ¿De dónde viene una
fe tan inamovible? ¿Cómo se puede tener esa seguridad?
Sus padres, Peter y Marlene Collins, tenían una relación íntima con
Cristo. Habían aceptado con calma y resignación el anormal nacimiento
de las niñas. Nunca renegaron contra Dios. Al contrario, les enseñaron a
sus hijas la Palabra de Dios y les hablaron de Cristo desde que tuvieron
la capacidad de entender.
Nunca manifestaron pena o desagrado por la condición de las siamesas.
«Dios lo permitió —dijeron siempre—, y Él sabe lo que es mejor.» Nunca
les hablaron a las hijitas de muerte, o desgracia o fatalidad, ni les
introdujeron una sola gota de amargura. La verdad es que ambos
padres quedaron sorprendidos cuando Ruthie y Verónica dijeron, casi al
unísono: «Pronto vamos a morir y nos vamos a ir con el Señor.»
Para los que cultivan una fe viva en Jesucristo, las penas y pruebas de la
vida son siempre menores. Siempre las hay, pero las sobrellevan
sabiendo que Cristo está con ellos. Las luchas de esta vida las sufren
todos, los buenos y los malos, pero los que tienen su fe en Cristo
triunfan sobre ellas.
No es que uno sea un favorito de Dios o un privilegiado, pero el cristiano
genuino sabe desarrollar una fe viva, un carácter sólido, una esperanza
inconmovible e inquebrantable en Cristo. Cualquier ser humano puede
tener esa misma calma en medio del dolor cuando Cristo es su dueño y
Señor.
Abrámosle nuestro corazón y nuestra mente a Dios. Démosle nuestra
voluntad. Rindámosle nuestra vida entera, y comenzaremos a
experimentar y a vivir una fe viva que vence al mundo y a sus dolores y
problemas. Cristo quiere ser hoy nuestro Salvador.

«Vuelta a mi corazón»

Todos los presentes en aquella reunión habían tenido un encuentro con


Dios. Uno por uno, se levantaron y contaron lo que Jesucristo había
hecho por ellos. Unos contaban cómo los había liberado de sus vicios,
otros contaban cómo había resuelto sus problemas conyugales, y aun
otros contaban cómo había suplido sus necesidades materiales. Entre
ellos había una ancianita indígena que también quería hablar.
La mujer se levantó y, con marcada dificultad, dijo con el acento de su
dialecto indígena: «Yo no sé cómo hablar, pero sí sé lo que siento dentro
de mí. Desde que acepté a Cristo en mi vida, es como si Él le ha dado
vuelta a mi corazón. Todo es muy diferente. Mis pensamientos son
diferentes. Mi vida es diferente. Yo no sé cómo decirlo, excepto que Dios
le ha dado vuelta a mi corazón.»
Mientras grandes teólogos se devanan los sesos tratando de definir a
Dios, de reducir las enseñanzas de Jesucristo a filosofías humanas y de
relegar sus milagros a la esfera de lo común y corriente, esta anciana
indígena, sin escuela ni erudición, define la doctrina de la regeneración
en una frase que encierra lo que otros han tratado de definir en grandes
tomos: vuelta al corazón.
Esta es una magnífica ilustración de la gran diferencia que hay entre la
teoría y la experiencia. Una cosa es estudiar religión, y otra es conocer a
Dios. Así mismo una cosa es poder dar un florido discurso sobre la vida
mística de Jesús de Nazaret, y otra es tener a ese Jesús motivando cada
acción de nuestra vida. Si hemos de hallar la paz y la tranquilidad que
proceden de haber hallado el verdadero sentido de la vida, lo que
necesitamos no es una definición teológica de la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad sino tener a Cristo mismo viviendo en nuestro ser.
La definición de la anciana indígena, «vuelta al corazón», es lo que
realmente ocurre cuando permitimos que Cristo fije su residencia en
nuestro ser. En un tiempo corríamos tras el pecado; ahora corremos
tras la justicia divina. En un tiempo arrastrábamos las cadenas del vicio;
ahora somos libres como los pájaros. Todo esto está comprendido en las
palabras positivas de la anciana indígena. Es, en realidad, lo que
significa ser regenerado: vuelta al corazón.
Si no le hemos dado oportunidad a Cristo de que fije su residencia en
nuestro corazón, no somos cristianos en el sentido más estricto de la
palabra. ¿Somos, de veras, seguidores de Cristo? ¿Hemos permitido que
le dé vuelta a nuestro corazón?

No basta ser bueno

Publio Clodio Pulcro, uno de los caudillos de la última república romana,


estaba perdidamente enamorado de Pompeya, la esposa del Cónsul
Máximo. Al no hallar otro medio para acercarse a ella, recurrió a la treta
de disfrazarse de mujer y asistir así, en casa del César, a la fiesta de la
Diosa Buena, donde no podían entrar los hombres. Con todo, el
enamorado galán fue descubierto, pero logró escapar. Cuando el César
se enteró de lo sucedido, decidió no acusar a Pompeya de complicidad,
como si ella de antemano supiera del asunto, sino repudiarla con
palabras que habrían de hacerse proverbiales. «A la mujer del César —
dijo— no le basta ser honrada, sino que además tiene que parecerlo.»
De allí el refrán que dice: «No basta ser bueno, sino parecerlo.»
Esta anécdota de la insigne pluma del historiador Plutarco nos da a
entender que se puede ser bueno y parecer malo, o ser malo y parecer
bueno. Es decir, vale más lo que se percibe, que la realidad misma. Las
impresiones que damos son tan poderosas que debemos tener sumo
cuidado con ellas.
En cambio, a Dios nunca le han preocupado las apariencias. «La gente
se fija en las apariencias, pero yo me fijo en el corazón», le dice Dios al
profeta Samuel. A Él las apariencias no le preocupan en absoluto porque
conoce hasta las intenciones de nuestro corazón. Aquel que nos creó con
esta naturaleza humana jamás ha necesitado investigar nuestro carácter
ni examinar nuestros antecedentes penales. Jamás ha perdido el tiempo
dudando de nuestra sinceridad ni percibiendo lo que no es, porque Él
siempre percibe lo que es. ¡Él sólo percibe las cosas como son en
realidad! Nos conoce al derecho y al revés. Él sabe si de veras somos
buenos. Es más, sabe que no hay nadie bueno de por sí. Porque Él está
consciente de lo que mueve al salmista David a que afirme que «no hay
nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!» Y para colmo de males,
sabe que tiene razón el profeta Isaías al juzgar que «todos nuestros
actos de justicia son como trapos de inmundicia».
Luego de que le llevan niños a Jesucristo para que los toque, y él los
abraza y los bendice, un joven rico llega corriendo y se postra delante
de él.
»—Maestro bueno —le pregunta—, ¿qué debo hacer para heredar la vida
eterna?
»—¿Por qué me llamas bueno? —responde Jesús—. Nadie es bueno sino
sólo Dios.
Con eso Jesús da a entender que hace falta que abandone toda noción
de bondad personal y de riqueza propia. Sólo así es posible que aquel
joven rico lo siga y se contagie de su bondad divina.
Es que no hay nadie lo bastante bueno como para merecer la entrada al
cielo. Por eso Dios nos concedió a todos entrar de la misma manera:
mediante su bondad infinita, por la que dio su vida por el mundo
pecador. Basta con que nos apropiemos de ese acto de bondad suprema
con que nos salva. Así jamás tendremos que volver a preocuparnos por
parecer buenos, porque sabremos que lo somos sólo por los méritos de
Cristo, el Único que es bueno por naturaleza.

Sobre las alas de un zopilote

Las aguas del diluvio habían convertido en un pantano el valle de


Oaxaca. Pero allí un puñado de barro cobró vida y comenzó a caminar.
Lo hizo muy despacio, con la cabeza erguida y los ojos bien abiertos. No
se iba a perder nada de lo que el sol hacía renacer en el mundo.
Al rato llegó a un lugar que apestaba, y vio un zopilote devorando
cadáveres.
—Llévame al cielo —le pidió—. Quiero conocer a Dios.
Mucho se hizo rogar el zopilote. Estaban deliciosos los muertos. La
cabeza del animal pedigüeño se asomaba para suplicar, y volvía a
esconderse porque no soportaba el hedor.
—Tú, que tienes alas, llévame a cuestas —le imploraba.
Fue tanta la insistencia que el zopilote abrió sus enormes alas negras,
dejó que el impertinente animal se acomodara en su espalda, y
emprendió vuelo.
A medida que atravesaban las nubes, el ingrato pasajero mantenía la
cabeza escondida y exclamaba:
—¡Qué feo hueles!
El zopilote se hacía el sordo.
—¡Qué olor a podrido! —volvía a quejarse el desagradecido viajero.
Así continuaron hasta que el pobre pajarraco perdió la paciencia y se
inclinó repentinamente, arrojando a tierra a su quejumbroso
acompañante.
Si no murió del susto el patitieso volador, debió haber muerto del golpe
que sufrió al estrellarse en una roca, pues lo que lo salvó se hizo
pedazos. Pero Dios bajó del cielo y con gran maestría juntó los
pedacitos, dejando que aquellos remiendos en el caparazón le sirvieran
de recuerdo.
No es de extrañarse que, en este simpático mito indígena de la América
precolombina, la tortuga anhelara ir al cielo. Eso lo desea todo el
mundo, hasta los seres imaginarios. Ni debiera sorprendernos el que la
tortuga pensara que hay que ir al cielo para llegar a conocer a Dios. Si
Dios tiene su morada en el cielo, ése es el sitio lógico donde encontrarse
con Él. Lo curioso de este caso es más bien el medio que se ingenió la
tortuga para lograrlo: montada en un ave de rapiña. Pero ni aun eso
debiera extrañarnos si lo comparamos con los medios que los seres
humanos somos capaces de emplear en nuestra búsqueda de Dios.
Algunos intentamos conocerlo mediante las buenas obras, pensando que
así ganamos su aprobación. Otros hacemos penitencias y repetimos
interminables rezos convencidos de que así Él se ve obligado a premiar
nuestra abnegación. Pero el único medio válido de llegar a la presencia
de Dios en el cielo es Jesucristo su Hijo, y para conocer al Padre
tenemos que conocer al Hijo y aceptarlo como nuestro Salvador. Los
que hemos puesto todo nuestro empeño en llegar a conocer a Dios a
nuestro modo podemos, no obstante, cobrar ánimo. No importa que
hayamos sufrido, cual mitológica tortuga, una tremenda caída en el
camino. Porque Dios está dispuesto a bajar del cielo y juntar todos los
pedacitos de nuestra vida, y remendar ese caparazón que es nuestro
corazón.

«El ojo que nunca duerme»

Primero transfirió una suma relativamente pequeña, de cien dólares.


Luego, al ver lo fácil que fue hacerlo, simplemente endosó un cheque y
transfirió doscientos dólares más. La transferencia la hacía de la cuenta
de la compañía donde trabajaba a su propia cuenta bancaria. Fue así
como en dos años Tomasa González transfirió fraudulentamente casi un
millón cien dólares a su cuenta personal.
Lo curioso de este caso es que Tomasa González era una empleada de
confianza de la Agencia de Detectives Pinkerton, de California,
especialista en investigar fraudes, robos, estafas y malversaciones. El
lema de la firma era: «El ojo que nunca duerme». Pero con respecto a
Tomasa González, ese ojo se durmió.
Lo cierto es que no hay nada humano que sea totalmente perfecto. La
Agencia de Detectives Pinkerton tenía 141 años de existencia. Contaba
con los mejores detectives privados y un equipo electrónico de primera.
Investigaba a todo el mundo, es decir, a todo el mundo menos a sus
propios empleados. «El ojo que nunca duerme» por lo menos en esa
ocasión se durmió.
Así mismo el mejor perro guardián puede quedarse dormido y dejar
pasar al ladrón. La mejor alarma contra ladrones puede dejar de
funcionar cuando más falta hace. El mejor policía puede despreocuparse
en su auto y no escuchar el llamado de auxilio. Y el mejor farero puede
descuidarse y no vigilar la costa como debe.
Los griegos se imaginaron a Morfeo, dios del sueño, como un joven
simpático, de suaves maneras y una voz seductora que adormecía. Tal
parece que Morfeo es uno de los dioses más activos del mundo actual.
Sin embargo, hay un ojo que nunca duerme. Un ojo que vigila
constantemente. Un ojo que, día y noche, se pasea por toda la tierra, y
que todo lo penetra, todo lo ve, todo lo conoce y todo lo juzga. Es el ojo
de Dios.
Es tanto lo que ve el ojo de Dios que hasta conoce nuestros
pensamientos antes de que éstos se conviertan en hechos. Conoce las
intenciones de nuestro corazón antes de que produzcan sus maldades.
Nadie se libra de ese ojo. Nadie escapa jamás a su visión. Nadie puede
esconderse de su mirada.
Gracias a Dios, Él no nos condena a pesar de conocer todas nuestras
intenciones. Es nuestro pecado mismo lo que nos condena. Dios conoce
todos nuestros hechos y todos nuestros planes, y sin embargo no quiere
condenarnos sino salvarnos. Él no desea castigarnos sino perdonarnos.
Busquémoslo con confianza. Él nos espera con los brazos abiertos. Si lo
buscamos de corazón, Él nos perdonará y nos salvará.

«Recuerdos de la niñez»

«[En] el Santiago de mi infancia —cuenta la novelista chilena Isabel


Allende—... el pan se iba a buscar dos veces al día a la panadería de la
esquina y se traía a la casa envuelto en un paño blanco. El olor de ese
pan recién salido del horno y aún tibio es uno de los recuerdos más
pertinaces de la niñez.
»La leche era una crema espumosa que se vendía a granel. Una
campanita colgada al cuello del caballo y el aroma de establo que
invadía la calle anunciaban la llegada del carretón de la leche. Las
empleadas se ponían en fila con sus tiestos y compraban por tazas, que
el lechero medía metiendo su brazo en los grandes tarros.
»Algunas veces se compraban varios litros de más, para hacer manjar
blanco —o dulce de leche—, que duraba varios meses almacenado en la
penumbra fría del sótano.... Comenzaban por hacer una fogata en el
patio con leña y carbón. Encima se colgaba de un trípode una olla de
hierro negra por el uso, donde se echaban los ingredientes, en
proporción de cuatro tazas de leche por una de azúcar, se aromatizaba
con dos palitos de vainilla y la cáscara de un limón, [y] se hervía
pacientemente durante horas, revolviendo de vez en cuando con una
larguísima cuchara de madera. Los niños mirábamos de lejos, esperando
que terminara el proceso y se enfriara el dulce, para raspar la olla. No
nos permitían acercarnos, y cada vez nos repetían la triste historia de
aquel niño goloso que se cayó dentro de la olla y, tal como nos
explicaban, “se deshizo en el dulce hirviendo y no pudieron encontrar ni
los huesos”.»
¡Qué recuerdos tan marcados los que Isabel Allende, en su libro
autobiográfico titulado Mi país inventado: Un paseo nostálgico por Chile,
evoca en muchos de nosotros con relación al pan y a la leche y sus
derivados dulces con que nos criaron! Y sin embargo, al mismo tiempo,
¡cuántos niños y jóvenes no habrá en la actualidad a quienes les cueste
mucho trabajo siquiera imaginarse semejante manera de preparar,
vender y consumir esos comestibles esenciales! Pero lo que no debemos
olvidar jamás, tanto los que recordamos esos viejos tiempos como los
que no recuerdan más que los tiempos actuales de los alimentos
instantáneos y las comidas rápidas, es siempre estar agradecidos a Dios
por suplirnos fielmente ese «pan nuestro de cada día».
Es que sin duda muchos recordarán que en el Sermón del Monte en que
Jesucristo nos enseña cómo orar, Él nos dice que al «Padre nuestro que
está en el cielo» debemos pedirle: «Danos hoy nuestro pan cotidiano».
Pero es probable que muchos no sepan que antes y después del
padrenuestro Jesús nos asegura que nuestro Padre celestial sabe lo que
necesitamos antes de que se lo pidamos, y que por eso no tenemos por
qué preocuparnos por lo que hemos de comer o beber. ¿Acaso no
valemos nosotros mucho más que las aves del cielo a las que Él
alimenta?
Determinemos, entonces, que no dejaremos que pase un solo día sin
darle gracias a Dios por su cuidado paternal y su provisión divina.

¿Matorrales u hombres?
Allí al costado del camino había algo que se movía. Tal vez eran vacas o
caballos. O posiblemente eran matorrales o arbustos. Eran las dos de la
mañana, y Tony Tropez no veía bien. Había bebido demasiado.
Él y otros dos amigos salieron del vehículo. Tony apuntó su rifle a lo que
él pensó que eran arbustos, y sólo por disparar haló el gatillo varias
veces.
Después de un par de horas regresó a su casa y se acostó a dormir. A
las siete de la mañana lo despertó su madre. «Levántate, hijo —le dijo
—. Te busca la policía. Dicen que anoche mataste a dos muchachos.» En
efecto, los matorrales a los que había disparado locamente Tony eran
Javier Ramírez, joven de dieciocho años de edad, y Rolando Martínez, de
diecisiete.
Ésta es una tragedia más, producto del alcohol. En este caso es más
doloroso el hecho porque todos eran amigos, estudiantes del mismo
colegio.
El homicida era un brillante alumno que nunca había estado en
problemas. Pero salió de parranda con sus amigos, bebió demasiado y
se armó de un rifle de repetición. Con el arma en la mano y con el
alcohol en el cerebro, disparó tiros a la loca. Nunca se imaginó que esas
balas fueran para sus amigos.
¿A quién se le puede echar la culpa de esta tragedia tan lamentable?
¿Quién o qué es responsable de este suceso? ¿Cómo pudo ocurrir algo
así?
Si en el banquillo de los acusados sentáramos a todos los culpables o
presuntos culpables, la lista sería larga. Pondríamos, por una parte, a
los fabricantes de armas, y con ellos a los que las venden. Luego
pondríamos a los que fabrican y expenden licor.
Acusaríamos también a todas las películas de violencia y homicidio, y a
todos los héroes de pistola y de metralleta.
Tendríamos también que acusar a una sociedad que se ha hecho
materialista y cínica, y que se pavonea de su libertad, que no es más
que libertinaje.
Y no quedaría sin culpa la religión que, a pesar de predicar la vida sana,
dando los pasos a seguir, es impotente para transformar y regenerar al
hombre, como también impotente para cambiar las costumbres de la
sociedad.
¿Quién tiene la solución a un mal que tiene tantos culpables? La
respuesta es Jesucristo. Él pone en cada uno un corazón nuevo y cambia
por completo el rumbo de su vida. A todo el que quiera cambiar, le
ofrece una transformación de su voluntad. Cristo trae paz y no confusión
al corazón humano. Entreguémosle nuestro ser. Él nos dará una vida
nueva.
Menos de un kilómetro para alcanzar la meta

No podía ver nada más en la distancia que una densa niebla. Tenía el
cuerpo entumecido. Había estado nadando ya casi dieciséis horas
seguidas.
A la edad de treinta y cuatro años, Florence Chadwick, hija de un agente
de policía de San Diego, California, ya había alcanzado un buen número
de metas envidiables. Había aprendido a nadar a los seis años de edad,
y cuando tenía sólo diez años fue la primera menor de edad en cruzar a
nado el Canal de la Bahía de San Diego. A los treinta y dos años de edad
batió el récord de mujeres establecido por Gertrude Ederle al nadar los
treinta y dos kilómetros del Canal de la Mancha desde Francia hasta
Inglaterra en trece horas y veinte minutos. Un año más tarde llegó a ser
la primera mujer que lograra atravesar a nado ese canal en ambas
direcciones, esta vez desde la costa británica hasta la francesa. Ahora a
los treinta y cuatro años de edad, sólo ocho meses después, se había
puesto la meta de ser la primera mujer en nadar desde la isla de Santa
Catalina hasta la costa de California al sur de Los Ángeles.
Esa mañana del 4 de julio de 1952 el mar era como un baño helado y la
niebla tan densa que Florence difícilmente podía ver las naves de apoyo
que la acompañaban. También la rondaban tiburones, espantados sólo
por disparos de escopeta. Hora tras hora luchó contra las gélidas aguas
entumecedoras mientras millones de norteamericanos miraban el
espectáculo por televisión.
En una de las naves acompañantes su madre y su entrenador no
dejaban de animarla. «Falta poco para que llegues a la meta; ¡no te des
por vencida!», le gritaban. Pero Florence sólo podía ver la niebla, y
decidió, por primera vez en la vida, abandonar la travesía. Pidió que la
sacaran del agua, pues no tenía modo de saber que le faltaba menos de
un kilómetro para llegar al otro lado.
Algunas horas después, mientras su cuerpo aún se descongelaba,
Florence le explicó a un reportero: «Mire, no es por disculparme ni nada,
pero si hubiera podido ver la orilla, podría haber llegado.» Lo que la
derrotó no fue la fatiga ni el agua helada sino la niebla, pues ésta le
impidió ver la meta final.
A los dos meses volvió a intentarlo. Esta vez, a pesar de la misma densa
niebla, nadó con la meta fijada en su mente, y no sólo nadó los treinta y
cuatro kilómetros completos del Canal de Santa Catalina, siendo la
primera mujer en lograr esa hazaña, sino que batió todos los récords
anteriores de velocidad al hacerlo en trece horas y cuarenta y siete
minutos, ¡ganándole por dos horas al hombre más veloz hasta ese
entonces!
Así como a Florence Chadwick la animaron su madre y su entrenador,
también a nosotros nos anima San Pablo a que sigamos avanzando
hacia la meta. Pero la meta nuestra, a diferencia de la de Florence, no
consiste en ser los primeros en llegar al otro lado ni en batir el récord de
quienes ya hayan llegado, sino sólo en perseverar hasta el fin. Fijemos,
pues, la mirada en Jesucristo, el autor y consumador de nuestra fe, para
así poder decir algún día, al igual que el sufrido apóstol: «He terminado
la carrera, me he mantenido en la fe.»

«Queremos cantar»

Medía casi trece metros de largo y pesaba novecientos treinta kilos.


Estaba hecha de maderas finas, y tenía corazón eléctrico. Sus venas
eran de metal, y se estiraban a más de doce metros. Tomó un año
escolar entero construirla, y llegó a ser el orgullo de sus inventores.
Cuarenta estudiantes, ufanos y triunfantes, la condujeron al escenario
de su escuela. Todos los presentes admiraron la habilidad de esos
jóvenes.
Era una enorme guitarra eléctrica, la más grande del mundo, según sus
fabricantes. Al mostrársela a profesores, padres de familia, y al público
en general, lo hicieron poniendo sobre ella un gran cartel que decía:
«Queremos cantar».
Esa guitarra en sí mostraba mucho acerca de la imaginación y de la
habilidad de aquellos jóvenes. Pero el mensaje que pusieron sobre ella
también mostraba mucho acerca de ellos. Querían cantar, y la enorme
guitarra era una dramática expresión del deseo que tenían ellos y tienen
todos los jóvenes del mundo. Los jóvenes quieren cantar.
Podemos imaginar cómo serían los decibelios de sonido que producía
esa guitarra: como para reventar los tímpanos de una ballena.
La verdad es que, en el fondo, todo el mundo quiere cantar. Es más,
todo el mundo necesita cantar.
«Queremos cantar» es la petición de millones de personas que viven
sufriendo el dolor de la desesperación. «Queremos cantar» piden
millones de enfermos torturados por la agonía de una enfermedad
incurable.
«Queremos cantar» es el clamor de otros que viven bajo gobiernos
opresivos, despóticos y tiránicos. «Queremos cantar» dicen millones de
niños abandonados que vagan por las calles, sin hogar, sin padre, sin
madre, sin refugio.
Y finalmente, «Queremos cantar» dicen millones de hombres y mujeres
presos del pecado sin saber cómo ni quién podrá librarles de esa
esclavitud. «Queremos cantar» dice el mundo, buscando algún alivio de
su esclavitud.
Ninguno de nosotros puede hablar con todo el mundo a la vez, pero sí
podemos hablar con las personas una por una. Hay un refugio que trae
paz, sosiego y calma en medio de la confusión de esta vida. Ese refugio
es una persona. Esa persona es Jesucristo.
Las palabras de Cristo son clásicas y merecen ser repetidas vez tras vez.
Han sido la fuerza salvadora para millones de personas. «Vengan a mí
todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso»
(Mateo 11:28).
Esa invitación es para cada uno de nosotros. Podemos con absoluta
confianza corresponder a ella. Basta con que digamos de corazón:
«Señor Jesucristo, acepto el descanso que me brindas. Gracias por el
motivo que me das para cantar.»

«Si tuviese buen señor»

«Hace casi mil años en tierras de España vivían moros y cristianos.


Almudafar era rey de Granada, Almutamiz, rey de Sevilla. Almudafar
decidió invadir Sevilla y Almutamiz pidió ayuda a un vasallo del rey
Alfonso VI, a Rodrigo Ruy Díaz de Vivar. Y éste defendió la ciudad con
tal coraje y valentía que desde entonces moros y cristianos, para
recordar su bravura, le llaman “el Cid”, que significa: “Señor en la
batalla”.
»—¡Yo, Alfonso VI Rey de Castilla, estoy orgulloso de contar entre mis
vasallos con un guerrero tan valiente!
»Y esta fue la causa de que le salieran al Cid muchos envidiosos...
»— Majestad, el Cid te engaña...
»—Majestad, el Cid te miente...
»—Vete de mis tierras, Cid,
mal caballero probado.
¡Vete y no entres en ellas
hasta pasado un año!
»—... Debo partir... y no quiero...
pero tampoco quiero
desobedecer a mi señor....
Quiero saber quiénes de mis hombres
han de seguirme en el desierto....
»Habló entonces su fiel sobrino, Álvar Fáñez:
— Con vos iremos, Cid,
por yermos y por poblados,
y gastaremos con vos
nuestras mulas y caballos.
Queremos serviros
como leales vasallos.
»—¡No podía esperar nada menos
de vos, mi fiel amigo!
¡Vos, mi mejor vasallo!
¡Vos, mi casi hermano! ...
¡Marchémonos a Burgos!
»Parten ambos caballeros. Cuando el Cid entra a Burgos, está cansado y
hambriento. Hombres y mujeres se asoman por las ventanas para verlo,
y de los labios de todos sale la misma razón: “¡Qué buen vasallo sería si
tuviese buen Señor!” “¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!”»
Así, de un modo entretenido tanto para niños como para adultos,
representa Gisela López el comienzo del primer Cantar del Mío Cid en su
adaptación teatral para títeres estrenada en España en 1999. Rodrigo
Díaz de Vivar era un hombre de carne y hueso, un verdadero héroe de
la Reconquista de España y no un personaje ficticio. Como tal fue todo
un modelo de lealtad a su rey. Y sin embargo el rey al que le tocó servir
no le correspondió con la misma nobleza e hidalguía. Al contrario, lo que
hizo fue aprovecharse de esas cualidades del Cid. De ahí que el Cantar
del Mío Cid bien pudo haber sido una de las fuentes literarias que
inspirara a Roberto Gómez Bolaños, como «El Chapulín Colorado», a
repetir a menudo y así popularizar la expresión: «Se aprovechan de mi
nobleza».
Gracias a Dios, no hay razón alguna para que de nosotros se diga que
seríamos buenos siervos si tuviéramos buen señor... con tal que ese
Señor nuestro sea su Hijo Jesucristo, conocido no sólo como el «Rey de
reyes», sino también como el «Señor de señores». Es que no hay, ni ha
habido jamás, señor alguno tan bueno ni tan noble como Cristo. Él
entregó su vida misma por nosotros aun antes de que, por iniciativa
propia y sin obligación, decidiéramos servirle como fieles seguidores
suyos.

Cuando vale la pena un sacrificio

Hubo una vez un monarca de la India llamado Kadid que triunfó sobre
sus enemigos, pero luego sucumbió a una fuerza mayor: la inconsolable
tristeza de ver morir a su hijo, su único heredero, en el campo de
batalla. Sumido en la melancolía, se encerró en su palacio, indiferente a
los asuntos del reino.
Durante años nada ni nadie pudo aliviar la ausencia del hijo muerto.
Hasta que un día se presentó en la corte un brahmán que le aseguró
que él sí podía sacarlo de aquella depresión que lo agobiaba.
El anciano sacerdote indio pintó 64 cuadrados en una tabla, y comenzó
a colocar simétricamente sobre el tablero unas figuras talladas a modo
de ejércitos adversarios. Kadid, al verlo finalmente acomodar un rey por
bando, no pudo menos que preguntar cómo podía movilizar esas tropas.
Una vez que el brahmán le explicó las reglas, el rey se aficionó a tal
grado que le exigió a toda su corte que aprendiera a jugar.
Lo cierto es que el monarca ganaba todas las partidas, pero tal vez no
se debiera a que era un gran jugador sino a que nadie quería
arriesgarse a derrotarlo. Hasta que un día, durante una partida, uno de
sus rivales encerró a su rey en una esquina del tablero y, pese a que
Kadid contaba con más tropas, la victoria corría peligro.
«Nervioso, se concentró durante horas en el tablero prohibiendo
cualquier interrupción —cuenta el escritor español Jorge Benítez—. Tenía
la sensación de que esa partida la había jugado y ganado con
anterioridad, pero no recordaba cómo. “Eso era imposible”, le dijo su
rival. [Pero] Kadid no desistió, [sino que] siguió reflexionando hasta que
por fin descubrió que la posición de las piezas era exactamente igual a
la de las tropas que había comandado en su última batalla el día que vio
morir a su hijo.
»Angustiado ante semejante revelación, mandó llamar al brahmán que
le había enseñado las reglas del ajedrez para preguntar por el
significado de esa casualidad. “Muchas veces para vencer hay que saber
sacrificar una pieza importante”, contestó el [anciano]. El rey Kadid
volvió a [estudiar] el tablero, [y] finalmente lo comprendió. La maniobra
que había protagonizado su hijo durante la batalla con su guardia
personal desde el flanco contrario había distraído al enemigo, salvando a
su ejército y a su padre.
»Con la fe del converso, Kadid decidió sacrificar una de sus piezas más
valiosas. Sin embargo, diez movimientos después, dio muerte al rey
opositor, [con lo que ganó la partida]. [Fue así como] aquel padre
cicatrizó su herida y recuperó la alegría.»
Esta leyenda sobre el génesis del ajedrez, contada por Jorge Benítez en
su obra titulada Nieve negra: Dioses, héroes y bastardos del ajedrez,
nos recuerda lo que dispuso Dios mismo desde el génesis de nuestra
creación como piezas suyas en el tablero de la vida. Por su gran amor
por nosotros, para ganarle la partida al enemigo de nuestra alma y así
salvarnos eternamente, Dios sacrificó a su único Hijo, Jesucristo, la
pieza más valiosa de todas. Más vale que correspondamos a ese amor
que no tiene precio, sirviéndole fielmente como el Rey de nuestro
corazón.

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