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Una de las imágenes más emotivas que dejaron los Juegos Olímpicos de
Londres 2012 fueron las lágrimas de Félix Sánchez tras ganar su
segunda medalla de oro en los 400 metros con vallas. Con el oro que
había obtenido ocho años atrás en Atenas 2004, le había dado a la
República Dominicana la primera medalla dorada de la historia. Y este
segundo título, a los treinta y cuatro años de edad, lo convertía en el
atleta más viejo que ganara esa prueba.
Tras cruzar la meta, cayó de rodillas, lloró y besó con ternura una foto
de él con su abuela que llevaba dentro de su traje rojo. «Quería que ella
se sintiera orgullosa, y por eso llevo su nombre en mis zapatillas. El día
que murió, cuando yo estaba en Pekín, se me rompió el corazón. Es por
ello que llevo su fotografía en mi pecho, pegada al corazón», señaló.
Sánchez se refería al día 15 de agosto de 2008. Horas antes de correr
en las eliminatorias de primera tanda de los 400 metros con vallas en
los Juegos Olímpicos de Pekín le había llegado por correo electrónico la
terrible noticia de que había muerto su abuela materna, Lilián Peña, de
setenta años, quien lo había criado. Luego de llorar en su habitación de
la Villa Olímpica tras recibir semejante golpe a las siete de la mañana,
había competido tan afectado por la noticia que no había podido superar
esa primera ronda de eliminación.
«Este deporte es noventa por ciento mental, y yo no tenía el ánimo»,
había explicado entonces. Pero se había hecho la promesa de que un día
volvería a triunfar, por su «ABUELA», que fue lo que escribió a mano
cuatro años después en sus zapatillas fluorescentes.
Nacido en Nueva York, pero criado por su abuela en San Diego,
California, a causa del abandono de su progenitor, de niño Félix soñaba
con ser beisbolista. Pero durante la adolescencia descubrió no sólo que
era veloz, sino que su especialidad eran los 400 metros con vallas. Y ya
como licenciado en Psicología de la Universidad del Sur de California
(USC) llegó a ser tan especial en esa modalidad que conquistó dos
campeonatos mundiales y acumuló una racha de 43 victorias
consecutivas antes de subir a lo más alto del podio olímpico por primera
vez en Atenas 2004 con la «S» de Supermán y de Sánchez tatuada en el
brazo derecho.
A pesar de las lesiones y de otros obstáculos que afrontó antes de
Londres 2012, Súper Sánchez no bajó los brazos, sino que se propuso
dedicarle el triunfo a su abuela Lilián. «Estoy triste porque ella no está
aquí para que pueda vivir este momento conmigo», dijo tras ganar
cómodamente su serie en Londres. Y en la ceremonia de entrega de
medallas, subió al podio y se quebró en un llanto que conmovió a los
ochenta mil espectadores en el Estadio Olímpico. De ahí que en el
extremo sur de las Américas el diario La Nación de Argentina concluyera
con broche de oro: «Su abuela Lilián Peña lo aplaudió desde el cielo.»
Quiera Dios que, así como Félix Sánchez se propuso dedicarle el
resultado de otro máximo esfuerzo a su querida abuela en el más allá,
también nosotros nos propongamos dedicarle nuestros mayores
esfuerzos a Dios de modo que Él nos aplauda desde el cielo y nos diga al
igual que le dijo a su Hijo Jesucristo: «Tú eres mi Hijo amado; estoy
muy complacido contigo.
«Vuelta a mi corazón»
«Recuerdos de la niñez»
¿Matorrales u hombres?
Allí al costado del camino había algo que se movía. Tal vez eran vacas o
caballos. O posiblemente eran matorrales o arbustos. Eran las dos de la
mañana, y Tony Tropez no veía bien. Había bebido demasiado.
Él y otros dos amigos salieron del vehículo. Tony apuntó su rifle a lo que
él pensó que eran arbustos, y sólo por disparar haló el gatillo varias
veces.
Después de un par de horas regresó a su casa y se acostó a dormir. A
las siete de la mañana lo despertó su madre. «Levántate, hijo —le dijo
—. Te busca la policía. Dicen que anoche mataste a dos muchachos.» En
efecto, los matorrales a los que había disparado locamente Tony eran
Javier Ramírez, joven de dieciocho años de edad, y Rolando Martínez, de
diecisiete.
Ésta es una tragedia más, producto del alcohol. En este caso es más
doloroso el hecho porque todos eran amigos, estudiantes del mismo
colegio.
El homicida era un brillante alumno que nunca había estado en
problemas. Pero salió de parranda con sus amigos, bebió demasiado y
se armó de un rifle de repetición. Con el arma en la mano y con el
alcohol en el cerebro, disparó tiros a la loca. Nunca se imaginó que esas
balas fueran para sus amigos.
¿A quién se le puede echar la culpa de esta tragedia tan lamentable?
¿Quién o qué es responsable de este suceso? ¿Cómo pudo ocurrir algo
así?
Si en el banquillo de los acusados sentáramos a todos los culpables o
presuntos culpables, la lista sería larga. Pondríamos, por una parte, a
los fabricantes de armas, y con ellos a los que las venden. Luego
pondríamos a los que fabrican y expenden licor.
Acusaríamos también a todas las películas de violencia y homicidio, y a
todos los héroes de pistola y de metralleta.
Tendríamos también que acusar a una sociedad que se ha hecho
materialista y cínica, y que se pavonea de su libertad, que no es más
que libertinaje.
Y no quedaría sin culpa la religión que, a pesar de predicar la vida sana,
dando los pasos a seguir, es impotente para transformar y regenerar al
hombre, como también impotente para cambiar las costumbres de la
sociedad.
¿Quién tiene la solución a un mal que tiene tantos culpables? La
respuesta es Jesucristo. Él pone en cada uno un corazón nuevo y cambia
por completo el rumbo de su vida. A todo el que quiera cambiar, le
ofrece una transformación de su voluntad. Cristo trae paz y no confusión
al corazón humano. Entreguémosle nuestro ser. Él nos dará una vida
nueva.
Menos de un kilómetro para alcanzar la meta
No podía ver nada más en la distancia que una densa niebla. Tenía el
cuerpo entumecido. Había estado nadando ya casi dieciséis horas
seguidas.
A la edad de treinta y cuatro años, Florence Chadwick, hija de un agente
de policía de San Diego, California, ya había alcanzado un buen número
de metas envidiables. Había aprendido a nadar a los seis años de edad,
y cuando tenía sólo diez años fue la primera menor de edad en cruzar a
nado el Canal de la Bahía de San Diego. A los treinta y dos años de edad
batió el récord de mujeres establecido por Gertrude Ederle al nadar los
treinta y dos kilómetros del Canal de la Mancha desde Francia hasta
Inglaterra en trece horas y veinte minutos. Un año más tarde llegó a ser
la primera mujer que lograra atravesar a nado ese canal en ambas
direcciones, esta vez desde la costa británica hasta la francesa. Ahora a
los treinta y cuatro años de edad, sólo ocho meses después, se había
puesto la meta de ser la primera mujer en nadar desde la isla de Santa
Catalina hasta la costa de California al sur de Los Ángeles.
Esa mañana del 4 de julio de 1952 el mar era como un baño helado y la
niebla tan densa que Florence difícilmente podía ver las naves de apoyo
que la acompañaban. También la rondaban tiburones, espantados sólo
por disparos de escopeta. Hora tras hora luchó contra las gélidas aguas
entumecedoras mientras millones de norteamericanos miraban el
espectáculo por televisión.
En una de las naves acompañantes su madre y su entrenador no
dejaban de animarla. «Falta poco para que llegues a la meta; ¡no te des
por vencida!», le gritaban. Pero Florence sólo podía ver la niebla, y
decidió, por primera vez en la vida, abandonar la travesía. Pidió que la
sacaran del agua, pues no tenía modo de saber que le faltaba menos de
un kilómetro para llegar al otro lado.
Algunas horas después, mientras su cuerpo aún se descongelaba,
Florence le explicó a un reportero: «Mire, no es por disculparme ni nada,
pero si hubiera podido ver la orilla, podría haber llegado.» Lo que la
derrotó no fue la fatiga ni el agua helada sino la niebla, pues ésta le
impidió ver la meta final.
A los dos meses volvió a intentarlo. Esta vez, a pesar de la misma densa
niebla, nadó con la meta fijada en su mente, y no sólo nadó los treinta y
cuatro kilómetros completos del Canal de Santa Catalina, siendo la
primera mujer en lograr esa hazaña, sino que batió todos los récords
anteriores de velocidad al hacerlo en trece horas y cuarenta y siete
minutos, ¡ganándole por dos horas al hombre más veloz hasta ese
entonces!
Así como a Florence Chadwick la animaron su madre y su entrenador,
también a nosotros nos anima San Pablo a que sigamos avanzando
hacia la meta. Pero la meta nuestra, a diferencia de la de Florence, no
consiste en ser los primeros en llegar al otro lado ni en batir el récord de
quienes ya hayan llegado, sino sólo en perseverar hasta el fin. Fijemos,
pues, la mirada en Jesucristo, el autor y consumador de nuestra fe, para
así poder decir algún día, al igual que el sufrido apóstol: «He terminado
la carrera, me he mantenido en la fe.»
«Queremos cantar»
Hubo una vez un monarca de la India llamado Kadid que triunfó sobre
sus enemigos, pero luego sucumbió a una fuerza mayor: la inconsolable
tristeza de ver morir a su hijo, su único heredero, en el campo de
batalla. Sumido en la melancolía, se encerró en su palacio, indiferente a
los asuntos del reino.
Durante años nada ni nadie pudo aliviar la ausencia del hijo muerto.
Hasta que un día se presentó en la corte un brahmán que le aseguró
que él sí podía sacarlo de aquella depresión que lo agobiaba.
El anciano sacerdote indio pintó 64 cuadrados en una tabla, y comenzó
a colocar simétricamente sobre el tablero unas figuras talladas a modo
de ejércitos adversarios. Kadid, al verlo finalmente acomodar un rey por
bando, no pudo menos que preguntar cómo podía movilizar esas tropas.
Una vez que el brahmán le explicó las reglas, el rey se aficionó a tal
grado que le exigió a toda su corte que aprendiera a jugar.
Lo cierto es que el monarca ganaba todas las partidas, pero tal vez no
se debiera a que era un gran jugador sino a que nadie quería
arriesgarse a derrotarlo. Hasta que un día, durante una partida, uno de
sus rivales encerró a su rey en una esquina del tablero y, pese a que
Kadid contaba con más tropas, la victoria corría peligro.
«Nervioso, se concentró durante horas en el tablero prohibiendo
cualquier interrupción —cuenta el escritor español Jorge Benítez—. Tenía
la sensación de que esa partida la había jugado y ganado con
anterioridad, pero no recordaba cómo. “Eso era imposible”, le dijo su
rival. [Pero] Kadid no desistió, [sino que] siguió reflexionando hasta que
por fin descubrió que la posición de las piezas era exactamente igual a
la de las tropas que había comandado en su última batalla el día que vio
morir a su hijo.
»Angustiado ante semejante revelación, mandó llamar al brahmán que
le había enseñado las reglas del ajedrez para preguntar por el
significado de esa casualidad. “Muchas veces para vencer hay que saber
sacrificar una pieza importante”, contestó el [anciano]. El rey Kadid
volvió a [estudiar] el tablero, [y] finalmente lo comprendió. La maniobra
que había protagonizado su hijo durante la batalla con su guardia
personal desde el flanco contrario había distraído al enemigo, salvando a
su ejército y a su padre.
»Con la fe del converso, Kadid decidió sacrificar una de sus piezas más
valiosas. Sin embargo, diez movimientos después, dio muerte al rey
opositor, [con lo que ganó la partida]. [Fue así como] aquel padre
cicatrizó su herida y recuperó la alegría.»
Esta leyenda sobre el génesis del ajedrez, contada por Jorge Benítez en
su obra titulada Nieve negra: Dioses, héroes y bastardos del ajedrez,
nos recuerda lo que dispuso Dios mismo desde el génesis de nuestra
creación como piezas suyas en el tablero de la vida. Por su gran amor
por nosotros, para ganarle la partida al enemigo de nuestra alma y así
salvarnos eternamente, Dios sacrificó a su único Hijo, Jesucristo, la
pieza más valiosa de todas. Más vale que correspondamos a ese amor
que no tiene precio, sirviéndole fielmente como el Rey de nuestro
corazón.