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Portada
Sinopsis
Portadilla
PRÓLOGO. Mi primer macrofestival
1. Cantidad
2. Ansiedad
3. Caché
4. Subvención
5. Desierto
6. Cerveza
7. Marcas
8. Finanzas
9. Precariedad
10. Público
11. ¡Música!
12. Vecinos
13. Turismo
14. Basura
EPÍLOGO. El otro abono
Agradecimientos
Notas
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Nando Cruz
PRÓLOGO
Mi primer macrofestival
Cantidad
DE WOODSTOCK AL MUSMANNO
EL TAMAÑO IMPORTA
PANTALLAS Y SOLAPES
Las pantallas son el gran timo del rock’n’roll, un invento tan diabólico
como los gastos de gestión por la venta de entradas. En el momento
en que un festival coloca una pantalla junto al escenario para que
veas mejor el concierto, está explicitando que la entrada que
compraste no te garantiza en absoluto que puedas ver bien el
concierto. De acuerdo, las pantallas no son un invento de los
macrofestivales, sino de los conciertos de estadios, pero hay una
diferencia sustancial entre el macroconcierto y el macrofestival: por
lejos que esté la grada desde la que veas el escenario en el que
está tocando la banda, la música que escuche el público de
cualquier rincón del estadio será siempre y únicamente la de ese
grupo; nadie más estará actuando en el estadio.
Todo esto, de tan obvio, puede sonar a perogrullada, pero en el
macrofestival, según a qué distancia estés, puedes estar viendo a
través de la pantalla al grupo del escenario A y oyendo la música del
grupo del escenario B. Esta situación es inconcebible en cualquier
otra disciplina artística. Ningún visitante de un museo aceptaría
contemplar un cuadro cuya esquina superior derecha queda tapada
por el marco de la obra de al lado. En los festivales de música es un
problema recurrente, un problema generado por los propios
festivales, y ante el cual el público se resigna o, en el mejor de los
casos, exhibe su derecho al pataleo. Pero nadie te devolverá el
dinero porque cuando vas a un festival ya sabes a qué te expones.
Una buena forma de solventar esa interferencia de sonidos de los
distintos conciertos que coinciden en un macrofestival es distanciar
al máximo los escenarios, lo cual obliga al público a caminar aún
más para desplazarse de uno a otro. Con el crecimiento de algunos
macrofestivales, esas distancias son ya delirantes. De un extremo al
otro del recinto del Primavera Sound hay casi dos kilómetros.
Imposible recorrerlos a pie en menos de veinte minutos..., siempre y
cuando sepas esquivar las zonas más masificadas y no desfallezcas
a medio camino. En tal caso, deberás parar en alguna barra a
repostar. Y ya veremos cuánto tardas, cuándo te sirven. En el primer
Doctor Music Festival, los escenarios más alejados estaban a
menos de cinco minutos a pie. Hasta ese extremo han crecido los
festivales.
La máxima expresión de cómo el crecimiento de un festival
repercute negativamente en el público es la coincidencia de varias
actuaciones a la misma hora. En España se conocen popularmente
como solapes. Y aquí ya no hablamos de percepciones subjetivas,
sino de matemática pura: cuantos más artistas programe un festival
y más escenarios instale para distribuirlos en el recinto, más
probabilidades hay de que coincidan el mismo día y a la misma hora
dos de los grupos que te impulsaron a comprar la entrada. En un
festival con veinte grupos es poco probable. En uno con doscientos,
las probabilidades aumentan. Si tienes suerte, no coincidirán. Pero
estás comprando un abono confiando en la suerte. Y la entrada será
más cara cuantos más grupos actúen. Al aumentar el precio de la
entrada, aumentan las probabilidades de perderte a alguno de tus
grupos favoritos. En los macrofestivales, y en cuanto a
probabilidades, más siempre es menos.
La propia definición de macrofestival lleva implícitas y tatuadas
muchas de sus incomodidades. Pero, en este aspecto concreto, la
diferencia entre lo que el macrofestival ofrece y lo que el público
puede disfrutar es exageradísima. Gracias a los macrofestivales, los
solapes han arrebatado a las pantallas su condición de gran timo del
rock’n’roll. Las pantallas, por lo menos, no te impiden ver y oír un
concierto. La coincidencia de dos actuaciones a la misma hora, sí.
Pantallas y solapes: no existe alianza más letal en la historia de la
música.
¿DECRECEMOS O DECRECEMOS?
Ansiedad
LA DEPRESIÓN POSFESTIVAL
Caché
EL ENTRAMADO INTERNACIONAL
ARANJUEZ NO ES MÁNCHESTER
Víctor Cabezuelo es cantante y guitarrista del grupo Rufus T. Firefly.
En activo desde mediados de los 2000, su momento llegó en 2017 y
2018. Esos dos años actuaron cerca de doscientas noches a rebufo
de sus discos Magnolia y Loto. Alrededor de la mitad fueron
conciertos en festivales de todos los tamaños. El grupo madrileño
acababa de descubrir uno de los grandes trucos del negocio: «Si no
tienes una oficina, olvídate prácticamente de tocar en festivales. No
entras. No estás en el saco de los que pueden tocar», explica
Cabezuelo, refiriéndose a esas empresas de contratación que
mueven a sus artistas en el mercado estatal del mismo modo que
las agencias internacionales lo hacen en el mundial.
El circuito de festivales especializado en bandas nacionales está
tan viciado y enmarañado por los conflictos de intereses que los que
más saben son capaces de detectar qué oficina de management
está detrás de la organización de un festival por el número de
artistas que ha colocado en su cartel. Un festival necesita una
empresa de producción que saque adelante el evento y esta
empresa puede tener también oficina de contratación. Un festival
necesita un equipo de comunicación y esa empresa de
comunicación puede tener también oficina y grupos. Un
macrofestival puede tener su propia agencia de management y
hasta su sello discográfico, lo cual implica que colocará a todos los
artistas que quiera en el cartel... Y que sus artistas jamás tocarán en
los festivales de la competencia.
«Tendemos todos al puto “trescientos sesenta” —resume un
mánager de grupos y productor de festivales que, obviamente,
ejerce y justifica estas prácticas—. Que la productora de un festival
coloque bandas de su propia agencia abarata costes al festival, ya
que ofertando un lote de tres bandas rebaja el presupuesto de
contratación del festival», explica. En festivales de tamaño medio, el
booker del festival no cobra un sueldo fijo, sino un porcentaje del
presupuesto de contratación. Por lo tanto, ese apaño también
rebajará el sueldo del booker y ahorrará aún más dinero al festival.
Pero, claro, todos estos apaños de puertas adentro van reduciendo
el número de huecos disponibles para quienes no forman parte de
las oficinas aliadas de cada festival. Y los grupos que quedan en
mayor desventaja son los que no trabajan con ninguna agencia. Si
en Estados Unidos están escandalizados porque las cuatro grandes
agencias internacionales aportaron el 66 % de los grupos del
macrofestival Coachella de 2023, les sorprenderá saber que el 38 %
de los artistas del festival catalán Canet Rock de 2023 provenía de
una sola agencia.
Rufus T. Firefly entraron en el roster de la agencia Emerge en
2017 y esos dos años tocaron en decenas de festivales, pero eso no
significó que se hicieran millonarios. Alguna noche tocaron por mil
euros y, tras pagar la gasolina, el alquiler de la furgoneta, el hotel, la
comida y el sueldo del personal que reforzaba su equipo, cada
músico regresaba a casa con 40 euros. En varias ocasiones, su
oficina les desaconsejó actuar por tan poco dinero, pero en un
ejercicio de autoexplotación típico del trabajador precario, y aún más
típico en el mundo de la música, el grupo había decidido aceptar
todas las ofertas. «En el festival Granada Sound nos pagaron 1.200
o 1.500 euros como mucho, y había mucha más gente viéndonos a
nosotros que al grupo que tocaba a esa hora en el escenario
principal», afirma Víctor. Era su año de eclosión, pero las cuentas no
salían.
Cuando un grupo firma un acuerdo de representación con una
oficina de contratación estipula antes que nada un caché. Rufus T.
Firefly, en 2017, decidió que lo justo para un grupo como el suyo,
que convocaba entre 300 y 400 personas en cada concierto (y el
doble en capitales como Barcelona y Madrid) era cobrar entre 3.500
y 4.000 euros en festivales. Pero una vez decidido el caché, el grupo
también debe pactar con su oficina qué estrategia seguir a la hora
de negociar, porque no todos los festivales están dispuestos a pagar
el caché íntegro. La estrategia puede ser no aceptar ofertas que no
paguen el cien por cien del caché, aceptarlas si ofrecen al menos el
70 %; o intentar conseguir el máximo porcentaje del caché, pero
aceptar cualquier oferta. Rufus T. Firefly eligió la tercera estrategia.
Se dieron un hartón de tocar, pero pocas veces cobraron el dinero
que honestamente creían que merecían.
¿Qué falló? «En la primera conversación con los festivales
veíamos que ese caché se reducía a la mitad. Pedías cuatro mil y el
festival respondía: “Vale, te ofrezco mil quinientos”», explica Víctor.
Siempre era así. Cuando la contraoferta provenía de festivales
modestos era razonable considerarla, pero también la lanzaban
macrofestivales que estaban pagando cientos de miles de euros por
cabezas de cartel y decenas de miles por grupos extranjeros con
menos tirón en España que ellos. «Hay grupos a los que se les
cuestiona mucho más el caché que a otros», intuye Cabezuelo. Y
tras darle muchas vueltas, ha concluido que un factor determinante
para que a un grupo le discutan más que a otro es su nacionalidad.
«A un grupo de Aranjuez [como el nuestro] le puedes rebajar el
caché; a uno de Mánchester, no», sintetiza. No está de más añadir
que muchos agentes extranjeros presionan a los festivales para que
ningún grupo español esté por encima de su cliente en el cartel.
Devaluaría su imagen.
En 2022, Rufus T. Firefly ya era capaz de reunir a 2.000
espectadores en Madrid con entradas a 18 euros. Tras haber
actuado en 2017 en el BBK Live por 2.000 euros, la misma
promotora, Last Tour, les ofreció actuar en 2022 en el festival Cala
Mijas; una vez más, tendrían que rebajar su caché a la mitad. Esta
vez se negaron. Sabían cuál era su poder de convocatoria, sabían
que ese festival estaba pagando fortunas a otros grupos y sabían
que ese trato no era justo. Más importante aún: habían acordado un
cambio de estrategia con su oficina. En 2022 solo irían a festivales
que pagasen todo el caché. ¿Resultado? Solo tocaron en cinco:
Mallorca Live, Sonorama, Ojeando, Low y Ebrovisión.
«Los festivales son de los espacios más ultraliberales que existen
en el mundo de la música —constata Cabezuelo a modo de
resumen—. Ningún festival va a tener problemas para llenar huecos
de programación con bandas españolas dispuestas a tocar por 500
o 600 euros. Las bandas están desesperadas por tocar y los
promotores lo saben. Las bandas nos estamos pisando unas a otras
todo el rato. Es así de triste», lamenta. La reflexión del guitarrista de
Aranjuez se suma a tantas otras que denuncian el doble rasero a la
hora de valorar a los grupos. Un doble rasero cuyo origen es el
complejo de inferioridad de los festivales españoles, esa sumisión
automática de los bookers al agente internacional, y que también es
el fruto de una mentalidad estratificadora según la cual para pagar
bien al grupo grande hay que pagar mal al pequeño. El Primavera
Sound, el macrofestival con el mayor presupuesto de este país, le
ha llegado a pedir a un trío barcelonés que en vez de actuar por 300
euros se ajustase a su caché de doscientos. Fue en uno de los
conciertos del programa Primavera a la Ciutat.
A menudo, las prácticas más modélicas las impulsan eventos con
muchos menos recursos, pero con más conciencia. En el festival
Poesia i +, que programa conciertos y recitales poéticos en varias
localidades del litoral barcelonés, su director, el músico y poeta
Eduard Escoffet, insiste en que la apuesta por la sostenibilidad de
un festival no debe ser solo económica o ecológica, sino también
cultural, y que eso pasa por crear las condiciones para que los
artistas emergentes puedan desarrollarse y crecer. Traducido al
mundo de los cachés, significa negociar con firmeza lo que piden los
artistas ya consolidados, pero no recortar nunca las cantidades a
menudo minúsculas que piden los artistas noveles.
En 2013, harto de atropellos por parte del Viña Rock, el cantautor
punk El Noi del Sucre publicó una carta que resumía esa estrategia
generalizada en todo tipo de macrofestivales. Este párrafo le quedó
impecable: «Durante años muchas bandas han tenido que pagar
para poder actuar en dicho festival. Y sí, digo bien: ¡PAGAR por
poder actuar! Porque cuando lo que te ofrecen no te cubre los
gastos básicos y tienes que ponerlo de tu bolsillo, ya estás pagando
por dicha actuación. El público cree que todas las bandas que pasan
por los escenarios están cubiertas, por lo cual paga tranquilamente
su entrada. Lo que no sabe el público es que hay bandas a las que
no les llega ni para quedarse a dormir esa noche, cosa que le
importa bien poco a la organización. Bueno, si se matan en la
carretera, quién sabe, lo mismo se convierten en mártires del rock».
LA LEY DE LA PIRÁMIDE
Subvención
DISTORSIONES EN EL MERCADO
Desierto
EL FESTIVAL PARACAIDISTA
Cerveza
UN APOCALIPSIS LEJANO
Marcas
Jamon Rock, Morcilla Rock, Asituna Rock, Ajo Rock, Senglar Rock,
Zorrock, Cebolla Rock, Bajoqueta Rock, Lagarto Rock, Bellota Rock,
Garbanzo Rock, Granito Rock, Viña Rock, Gazpatxo Rock,
Mantecada Rock, Petróleo Rock, Farinato Rock, Cargol Rock,
Castaña Rock, Txuleta & Rock, Hogaza Rock, Picaíllo Rock,
Panduro Rock, Pato Rock, Melamina Rock, Alubia Rock, Ñora Rock,
Abeja Rock, Vinatxo Rock, Pimentón Rock, Espiga Rock, Gamba
Rock, Ameixa Rock, Palmito Rock, Tomaca Rock, Patata Rock, Tinto
Rock, Pulpop, Jamón Pop, Lemon Pop, Lemoncito Music Fest,
Espeto Fest, Tomate Blues, Farinato Sound, Socarrat, Caracolá
Lebrijana, Potaje Gitano, Polvorón Flamenco...
Son solo algunos nombres de festivales que en las últimas tres
décadas han brotado en provincias de toda España. Algunos
mantienen el nombre y siguen vinculando su propuesta cultural a
productos típicos de la zona, sea la castaña, el jabalí o el granito.
Pero el nombre de un festival es un elemento muy codiciado por las
marcas y en los últimos años ya es normal encontrar festivales y
ciclos de conciertos con nombres tan poco roqueros como Universal
Music Festival, Coca-Cola Music Experience, Banco Mediolanum
Festival Mil·leni, 1001 Músicas Caixabank, Starlite Catalana
Occidente o Bilbao BBK Live.
A las marcas que no pueden hacerse con el nombre de un
festival les queda el consuelo de bautizar un escenario. No es un
mal menor: tanto el público como los medios de comunicación
deben referirse a los escenarios por el nombre que les haya
adjudicado cada año el festival para que sus indicaciones resulten
claras cuando se desplazan por el recinto o cuando informan en sus
reportajes. Por contra, pocas personas y medios necesitan
mencionar el nombre del festival incorporando también la marca;
otro asunto es que el departamento de marketing de la marca y el
del propio medio llamen insistentemente a la sección de cultura para
asegurarse de que los artículos sobre el festival mencionan el
nombre completo: festival + patrocinador. Esto sucede más de lo
que imaginamos.
Las marcas se han colado a tal velocidad en el mundo de los
festivales que sin darnos cuenta hemos aprendido a distinguir con
gran precisión el escenario Amazon Music del escenario Apple
Music. Ya nos referimos sin pestañear al escenario powered by
Iberdrola o by Idealista, paseamos del escenario Firestone al Adidas
no sin antes echar un vistazo al escenario Seat, al Ray-Ban, al
Vueling y al Mango. Y, por supuesto, tenemos escenarios con todas
las bebidas posibles: el Absolut, el Thunder Bitch, el Cutty Sark, el
Beefeater, el Jägermeister...
Hemos naturalizado a una velocidad de vértigo la presencia de
marcas. Hemos pasado del escenario Solomon Burke con el que el
festival Azkena Rock homenajeaba al difunto artista de soul al
escenario Repsol con el que el festival Granada Sound homenajea a
no se sabe quién. El cambio de sensibilidad más radical lo ha
protagonizado, una vez más, el Primavera Sound, que pasó de tener
un escenario CD-Drome (en honor a la tienda en la que compraban
discos de indie rock sus directores y en la que trabajó alguno de sus
bookers) a tener un escenario Binance que promociona el turbio
negocio de las criptomonedas. Cualquier día estaremos delante de
un escenario patrocinado por un banco que financia la fabricación
de armas, pero haremos la vista gorda en cuanto Patti Smith
aparezca despeinada y berreando «People Have the Power». Oh,
wait!
Finanzas
LA AVARICIA
FONDOS DE INVERSIÓN
Precariedad
REVUELTA EN TIKTOK
LA PIRÁMIDE DE SUELDOS
TEMPOREROS DE FESTIVALES
EL FESTIVAL DE LA DESIGUALDAD
Público
Las redes sociales son, por ahora, el instrumento más utilizado para
denunciar vulneraciones de derechos del público de festivales. Y
cada verano son más variadas. Desde la falta de higiene de duchas
y lavabos del Resurrection Fest hasta las aglomeraciones de gente
en los pasos estrechos del Primavera Sound; de las cervezas a 12
euros del DCode al autocar a cuarenta grados y sin aire
acondicionado del Arenal Sound. Las quejas en redes se están
convirtiendo en una práctica tan habitual que los medios de
comunicación recogen ocho o diez y te montan un artículo bien
vistoso en esos días de agosto en los que faltan noticias. El verano
de 2022 fue muy prolífico. El Capital Fest de Talavera de la Reina se
hizo famoso de la noche a la mañana por el peor motivo: un
reportaje en El Confidencial sobre colas y desmayos y la invitación
de la OCU a denunciar atropellos como vender botellines de agua
caliente a tres euros y cobrar aparte el cubito de hielo. 3
La impunidad de los festivales en un país donde ni la ley ni la
Administración parecen querer tomar cartas en el asunto está
llegando a límites esperpénticos. Festivales que cambian de
ubicación tras haber vendido miles de entradas (el Big Sound de
2021); que pierden cabezas de cartel, pero se resisten a devolver el
dinero al público insatisfecho (los últimos, el Primavera Sound, el
Resurrection Fest y tantísimos más); que suspenden el evento
cuatro días antes por no haber obtenido los permisos del
ayuntamiento (el Zahara Indie y el Puro Reggaeton Festival, en
2022); que cancelan a medio evento porque la Guardia Civil ha
detectado un peligroso exceso de aforo (el Arenal Sound de 2017), y
que cancelan sin explicación convincente y desaparecen sin
devolver el dinero. Este último es el caso del Diversity Valencia de
2022, cuyos afectados se organizaron para presentar una demanda
colectiva.
Varias de estas casuísticas estarían presuntamente protegidas
por cláusulas que el promotor introduce en las condiciones que te
obligan a aceptar para comprar el abono del festival. En Facua
consideran abusivas las cláusulas referentes a la cancelación o
modificación de la programación, las que dicen que si el festival se
suspende una vez transcurrida la mitad no habrá devolución del
importe y las que aseguran que «las malas condiciones
climatológicas no dan derecho a la devolución del importe de la
entrada». Según el artículo 86.7 del Real Decreto Legislativo 1/2007
del 16 de noviembre, tendrán carácter abusivo las cláusulas que
«vinculen el contrato a la voluntad del empresario, limiten los
derechos del consumidor y usuario, [o] determinen la falta de
reciprocidad en el contrato».
Si algo positivo se puede extraer de esta retahíla de abusos y
fraudes es la creciente concienciación del público, que cada vez se
queja más de estas situaciones. Se están extremando tanto las
vulneraciones de derechos, que el público está aprendiendo a
marchas forzadas a defenderse y denunciar todo tipo de atropellos.
Así lo han detectado en la OCU. Y precisamente por ello, tanto la
OCU como Facua invitan a los consumidores a denunciar por su
cuenta, a pedir indemnizaciones por no poder salir del recinto, a
solicitar la devolución del importe de la comida que han tenido que
tirar a la entrada, a reclamar la devolución de entradas de festivales
que hayan cancelado actuaciones, que hayan acabado antes de
tiempo o que hayan cambiado de ubicación. Incluso invitan a exigir
compensación económica por incumplir las condiciones anunciadas
en las entradas vips. Aquí no hay clase social que valga. Aunque a
distintos niveles, las vulneraciones de derechos del consumidor
afectan a todo tipo de públicos. Y todas ellas acaban interfiriendo
negativamente en nuestra relación con la música.
11
¡Música!
LA CHISPA ADECUADA
ESTRANGULAMIENTO CREATIVO
CAMBIO O RECAMBIO
Hay un asunto más, también relacionado con la música en los
macrofestivales, pero no con la que suena o no en ellos, sino con el
valor que se da a la música en estos espacios. Es un mensaje que
subyace en la posibilidad de que coincidan en un mismo festival, a
la misma hora, pero en escenarios distintos, Arctic Monkeys y Wilco.
O Joe Crepúsculo y Zahara. O Ezra Furman y Helado Negro. O,
llevándolo al extremo, todos a la vez: Arctic Monkeys, Wilco, Joe
Crepúsculo, Zahara, Ezra Furman y Helado Negro. El mensaje es
este: llegado el momento, todos los grupos son prescindibles. Es
inconcebible que un festival de música clásica programe dos
orquestas a la misma hora y en el mismo recinto. Por infinidad de
razones, pero, de entrada, por respeto a la música y a sus
intérpretes.
El macrofestival se ha convertido en el campo de batalla en el
que decenas de grupos del mismo estilo tienen que competir entre
sí por la atención del público. Grupos que no solo son compañeros
de oficio, sino, a menudo, miembros de una misma escena musical,
pasan a ser rivales por obra y gracia de un modelo de consumo de
música en vivo basado en concentrar montones de conciertos en un
mismo fin de semana. Este formato de negocio se ha extendido a
otros géneros modernos, pero, al menos en España, tiene su origen
y su máxima expresión en el entorno indie o alternativo.
Precisamente ahí es donde los festivales empezaron a vender los
conciertos al peso, como un surtido, un lote, una experiencia.
La paradoja es que estas escenas alternativas e independientes
que surgieron en Estados Unidos e Inglaterra a finales de los años
ochenta y que nutrieron los primeros festivales españoles en los
años noventa defendían, con una actitud tal vez demasiado elitista,
su condición de músicas verdaderas. Eran canciones de calado
hondo, experimentos con vocación de trascender. Se postulaban
como la antítesis de aquella otra música de consumo fácil, aquel
pop comercial y superficial para todos los públicos, aquellas
canciones de usar y tirar. Y, sin embargo, ha sido justamente esta
industria alternativa y orgullosamente independiente de las
multinacionales del negocio la que ha abierto la puerta a una forma
de consumo que niega el valor de la música cuando se presenta en
espacios donde decenas de grupos tocan a la vez, en el mismo
recinto y durante los mismos días.
Shakira jamás aceptaría actuar en un festival a trescientos metros
del escenario en el que a esa misma hora estuviese actuando
Beyoncé. Nick Cave y The Jesus and Mary Chain sí. Por ello es más
que pertinente preguntarse cómo aquella escena que se presentaba
a sí misma como una alternativa a la banalización de la música de
usar y tirar ha sido el caballo de Troya que ha permitido la creciente
devaluación de la música en vivo en estos contextos festivaleros
hasta convertirla en mero sonido de fondo. Probablemente, los
macrofestivales de corte alternativo olvidaron hacerse la pregunta
clave de cualquier proyecto transformador: «¿Queremos ser cambio
o recambio?». Y los impactos derivados de no afrontar esa
disyuntiva afectan frontalmente a eso que querían fomentar y
dignificar: la música.
En los años ochenta, la industria discográfica hizo un
descubrimiento: el gran público, aquel que se dejaba llevar por las
modas y consumía gustoso cuantos productos le pusiesen a su
alcance, era su principal fuente de ingresos, pero había otro tipo de
público aún más voraz, los «verdaderos melómanos».
Cuantitativamente eran menos, pero su adicción a la música era
mayor. En ese apartado entraban los seguidores de la escena
musical alternativa. Aquel target, que desarrollaba unos vínculos
mucho más intensos con la música, a la que convertía
prácticamente en una extensión y un espejo de su personalidad,
sería idóneo para explorar hasta dónde estarían dispuestos a sufrir
por disfrutar de sus artistas favoritos. Y, por lo que vamos
comprobando, estábamos dispuestos a sufrir más que nadie.
Ya que hablamos de vínculos, podríamos añadir un aspecto más
que tal vez sea el más crucial: la relación público-artista a través de
la música. Los macrofestivales han erosionado ese vínculo hasta
prácticamente extirparlo. En esas fábricas de conciertos donde todo
está cronometrado y el público va de un escenario a otro sin casi
tiempo para respirar, la posibilidad de interactuar con el artista
queda eliminada. Ya no tiene sentido quedarte tres minutos ante el
escenario pidiendo un bis. No hay bis. Como sabes que no existe
esa opción, no lo pides. Como el artista también sabe que no existe
esa opción, no alimenta la posibilidad. Cuando el margen de
sorpresa se estrecha, cuando se tiende a un diseño de conciertos
tan pautado, la música empieza a ser menos música. Y en un
macrofestival, todo, desde la distancia del escenario hasta la altura
de las vallas, juega en contra de la interacción artista-público.
Olvidando su condición de espacio de encuentro musical y
transformándose en espacio de consumo musical, el macrofestival
boicotea toda posibilidad de diálogo. Eso también reseca la música.
12
Vecinos
Los Perona, como tantas otras familias gitanas del barrio La Mina de
Sant Adrià de Besòs, tienen una relación conflictiva con el Parc del
Fòrum. La faraónica explanada construida en 2004 a menos de un
kilómetro de su actual domicilio ocupa el antiguo asentamiento de
barracas del Campo de la Bota, donde crecieron sus padres.
Aquello era su casa hasta hace solo unas décadas, pero hoy
apenas pueden disfrutar de la oferta cultural del Parc del Fòrum ni
pasear por el lujoso puerto anexo de Sant Adrià sin que el personal
de seguridad se ponga en guardia.
Basilio Perona es miembro del Centro Cultural Gitano La Mina, el
que desde 1991 impulsa el Festival de Cante Flamenco de La Mina.
Cuando en 2004 se presentó la programación musical del Fòrum
Universal de les Cultures, montó en cólera: no había presencia
alguna de la cultura gitana. «Me presenté allí y les dije: “Aquí están
actuando músicos desde Mali hasta Australia, pasando por el jazz
del Misisipí. Y nosotros, que vivimos a menos de un kilómetro, no
estamos representados. ¿Qué pasa?”. Nos dieron la razón y al final
se hizo una semana de flamenco con tres conciertos por día, pero
nos costó lágrimas y sudores», recuerda.
Por el Festival de Cante Flamenco de La Mina han desfilado
artistas como Ketama, Capullo de Jerez, Farruquito y la bailaora
Manuela Carrasco. Hubo una época en que el certamen incluía un
concurso, pero recortes presupuestarios les obligaron a eliminarlo.
El festival se financia íntegramente con dinero público, la entrada
siempre fue gratuita y algún año han superado los 2.000 asistentes.
Posiblemente sea el evento cultural más importante y prestigioso no
solo de La Mina, sino de todos los barrios colindantes al Parc del
Fòrum, pero subsiste gracias a una partida de apenas 30.000 euros
y sus más de treinta ediciones las han organizado los gitanos del
barrio. Este último detalle no es menor. «Los gitanos apenas
dirigimos festivales de flamenco. Cada vez cuentan menos con
nosotros. Tienen más confianza en una persona paya que en cuatro
gitanos del barrio. ¿Eso es racismo? Claro: racismo cultural. Puro y
duro», estalla Basilio.
La francesa Cathy Claret lleva toda la vida defendiendo y
reivindicando la cultura gitana no solo como cantante de rumba, sino
también como activista. Su último disco se grabó íntegramente en
La Mina; un gesto artístico y político con el que quería realzar el
talento que brota del barrio y del pueblo gitano. «Yo escuché trap y
reguetón mezclados con flamenco mucho antes de que se pusiera
de moda. El flamenco urban nace de los barrios gitanos. Los gitanos
fueron los creadores de este sonido y jamás se los ha tenido en
cuenta en las revistas modernas: ni en Mondo Sonoro, ni en
Rockdelux, ni en el Primavera Sound. Ahora que gusta, convierten
en estrellas a artistas que imitan ese sonido. Pero con los otros no
cuentan para nada. Eso tiene un nombre, y es antigitanismo.»
El Primavera Sound es de los pocos festivales generalistas que
ha abierto sus puertas al flamenco. En sus escenarios han actuado
Enrique Morente, Soleá Morente y María José Llergo, entre otros.
Fueron conciertos que los habituales del Festival de Cante
Flamenco de La Mina no pudieron disfrutar debido al alto coste de
las entradas. Se celebraban al lado de su casa, pero no eran para
ellos. Coincidiendo con la visita de Capullo de Jerez al Primavera
Sound de 2018, y con mediación del festival, el cantaor ofreció un
segundo pase en el centro cívico del Besòs. Ahí sí acudió el
vecindario gitano y payo. Se abrió una grieta para que lo que pasa
dentro del Parc del Fòrum fuese disfrutado por los de fuera.
Los festivales, pese a promocionarse como foros para la
convivencia social y el descubrimiento cultural, suelen ser búnkeres
impermeables a todas las realidades que no encajan en su modelo
de negocio. Incluso si esas realidades culturales están a trescientos
metros de la puerta del recinto. La barrera que separa La Mina del
Parc del Fòrum no es solo arquitectónica. No es solo esa sucesión
de muros y vallas que impiden a sus vecinos acceder al parque
desde el barrio y los obligan a dar un rodeo hasta el barrio vecino de
Besòs. Es también una barrera económica, una barrera cultural y
una barrera social. «Es otro mundo», zanja Basilio.
La llegada de la pandemia propició en 2021 que el Festival de
Cante Flamenco de La Mina entrase por fin en el Parc del Fòrum.
Las restricciones sanitarias impedían que el evento se celebrase
como siempre en el Parc del Besòs, y las instalaciones del Parc del
Fòrum estaban acogiendo decenas de conciertos en verano. Que la
entidad cultural más importante del barrio que ha sufrido durante
años las molestias de los festivales pudiese organizar el suyo en el
equipamiento vecino era un acto de justicia. El acto de justicia era
doble, en opinión de Falete Perona, sobrino de Basilio y actual
director del Festival de Cante Flamenco de La Mina: «Volvimos al
Campo de la Bota donde creció mi padre», resalta; un lugar que les
fue arrebatado mediante una faraónica operación urbanística, un
lugar del que se los ha mantenido alejados mediante numerosas
barreras simbólicas y que ni los festivales ni los gestores del recinto
se plantearon derribar. Tuvo que llegar la pandemia para revertir
algo la situación.
Por supuesto que el territorio puede ser motivo de inspiración
para un festival y no solo un espacio en el que aterrizar sin más
intención que explotar sus recursos. Festivales como el Eufònic de
Terres de l’Ebre son ejemplares en este sentido. El paisaje es un
elemento inspirador para los músicos que realizan proyectos de
residencia. Y, al mismo tiempo, el festival se preocupará por no
deteriorar el paisaje para que siga siendo fuente de inspiración en
futuras ediciones. Esto se logra diseminando la programación por
varios municipios de la comarca. Los costes de producción
aumentan porque hacen falta más escenarios, pero el impacto
negativo se reduce y, por contra, el impacto cultural se expande.
El debate sobre si una ciudad debe ser la tienda más grande del
mundo en la que todo tiene precio, incluso el suelo, o si debe ser un
espacio pensado para que sus habitantes vivan lo mejor posible
está sobre la mesa desde hace décadas. En esa encrucijada entre
políticas extractivistas y políticas de bienestar, los macrofestivales
ocupan un espacio incierto. En el mejor de los casos, su presencia
solo genera molestias unos días. En el peor, forma parte de
operaciones de especulación urbanística a las que contribuye como
un elemento decorativo.
El «intento de gentrificación homeopática en los barrios
colindantes» que, según Mansilla, supuso la transformación
urbanística de Diagonal Mar y la construcción del Parc del Fòrum,
ha traído nuevos vecinos que compraron pisos de alto standing sin
saber que estaban junto a barrios empobrecidos como Besòs y La
Mina. También ha traído cientos de migrantes que encuentran en
sus pisos precarios el último reducto dentro de una ciudad que
expulsa cada vez más lejos a quienes no pueden pagar buenos
alquileres. Y al lado, un campus universitario, residencias de
estudiantes, hoteles de lujo, puerto deportivo, macroedificios de
oficinas, el nuevo barrio de La Mina Residencial... Viviendas
precarias y ultramodernas coexisten sin que sus respectivos
habitantes se mezclen. Por no haber, no hay ni conflicto. Son guetos
paralelos. Vecinos que no lo son.
«La gentrificación está avalada por el ayuntamiento», denuncian
algunos vecinos que consideran que todos estos planes urbanísticos
de extracción de beneficio por la venta de suelo los han dejado
acorralados por un anillo de hoteles y pisos de lujo que encarecerá
los servicios, los alquileres y los acabará expulsando. Mansilla cree
que si esto ocurre será debido a las dinámicas propias del mercado
inmobiliario de Barcelona y no por culpa del Parc del Fòrum. «Los
macrofestivales no generan una revalorización del suelo porque son
molestos», advierte. Paradójicamente, la concentración de tantos
macrofestivales está frenando la expulsión vecinal que suele
provocar una transformación urbanística. De repente, barrios tan
gentrificables como Besòs i el Maresme dejan de ser atractivos para
personas dispuestas a pagar más dinero por un piso cerca del mar.
Casi dos décadas después de su inauguración, los barrios de
Besòs i el Maresme y La Mina siguen tan desatendidos como
antaño. En contraste con el fastuoso entorno que los rodea, parecen
aún más abandonados. Los desequilibrios sociales no se han
reducido, sino todo lo contrario. Y la vida cultural, lejos de haber
mejorado, es cada vez más escasa. Cuando se afirma que un
festival trae riqueza al territorio hay que poner esa declaración en
cuarentena. Como mínimo, no puede asegurarse que aceleren los
procesos de gentrificación. Pero aún quedan fichas por mover en el
tablero urbanístico de esta esquina de Barcelona. Las obras de
2004 ganaron catorce hectáreas al mar, aquella gran superficie
donde iba a construirse un zoológico marino. El proyecto se paralizó
y la inmensa explanada acoge ahora las actuaciones más
multitudinarias del Primavera Sound. Esa zona lúgubre e impersonal
conocida como Mordor es uno de los últimos rincones edificables del
litoral barcelonés. Cualquier día los conciertos pudieran ser vistos
como una traba para seguir sacando tajada del suelo urbano.
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Turismo
LA BURBUJA TURÍSTICA
Basura
NO TODO ES PLÁSTICO
LA HUELLA DE CARBONO
El otro abono