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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
PRÓLOGO. Mi primer macrofestival
1. Cantidad
2. Ansiedad
3. Caché
4. Subvención
5. Desierto
6. Cerveza
7. Marcas
8. Finanzas
9. Precariedad
10. Público
11. ¡Música!
12. Vecinos
13. Turismo
14. Basura
EPÍLOGO. El otro abono
Agradecimientos
Notas
Créditos
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Sinopsis

Los grandes festivales se han convertido en un fenómeno que


trasciende la propia música, cuando no contribuye directamente a su
estrangulamiento. Mueven miles de millones de euros, atraen
turismo, exigen subvenciones, blanquean marcas, explotan a
artistas y trabajadores y saquean al público. Aun así, no hay ciudad,
grande o pequeña, que no apueste por el suyo. Nando Cruz
disecciona en este libro una industria que ha crecido hasta
desbordarse y nos sumerge en su historia y entresijos para entender
que hay detrás de ese fin de semana bucólico de confetis, pulseras,
luces y conciertos.
MACROFESTIVALES
El agujero negro de la música

Nando Cruz
PRÓLOGO

Mi primer macrofestival

En agosto de 1990 reuní todos mis ahorros y compré un billete de


avión para volar a Londres que me costó veintisiete mil pesetas.
Con otros dos amigos, alquilé una habitación en el hotel más
cercano posible a la estación de Paddington. De allí salían cada
mañana los trenes hacia la ciudad de Reading. Y a veinte minutos a
pie de la estación, el paraíso: un festival de tres días en el que vería
a muchos de mis grupos favoritos. ¿Cuáles? Megacity 4, Jane’s
Addiction, Ride, Buzzcocks, Mudhoney, Nick Cave, Faith No More,
The Cramps, The Young Gods, Billy Bragg, The Wedding Present,
Living Colour, Jesus Jones, Pixies...
Mi plan era verlos a todos. ¡A todos! Los que me gustaban y los
que no. Los que conocía y los que no. Los mitos prematuros (Wire,
The Fall) y los ídolos de temporada (Inspiral Carpets, Stereo MCs).
Los que ya había visto en directo en Barcelona y los que pensaba
que nunca llegaría a ver. Por si todo aquel despliegue de bandas no
fuera suficiente, el festival tenía un segundo escenario; una carpa a
cuatro minutos del escenario principal con otra treintena de artistas
de perfil más acústico: Jonathan Richman, Oysterband, Martin
Stephenson, Tom Robinson, Keziah Jones... La programación de
ambos escenarios se solapaba, lo cual me parecía inconcebible,
pero alejándome trescientos metros del escenario principal,
sorteando ingleses de pie, sentados y derrotados en el suelo, aún
podía seguir escuchando la actuación. Si no me gustaba la canción
que en ese momento tocaba, por ejemplo, Ride, dando cuatro pasos
estaba en la carpa viendo a, yo qué sé, The Trash Can Sinatras. Los
escuchaba un rato y, si no me llamaban la atención, salía de la
carpa y retomaba el concierto de Ride sabiendo que, como mucho,
solo me habría perdido una o dos canciones.
Y así, durante tres días. Fue excitante y agotador, como todo lo
bueno. Pero más excitante que agotador. Tenía veintipocos años, y
muchas ganas de disfrutar y aprender. En la mochila llevaba
fotocopias de entrevistas publicadas en semanarios británicos como
NME y Melody Maker, que repasaba concienzudamente para estar
bien informado sobre los grupos que vería (ya entonces iba para
periodista musical, sí). Me sentía absolutamente desbordado por la
oferta de Reading, aunque, visto con la perspectiva del tiempo,
aquello tampoco era tan desbordante: solo había dos escenarios y
una veintena de grupos por jornada. Por suerte, los conciertos
empezaban a mediodía y el último grupo salía a las diez de la
noche. Desandando aquellos veinte minutos, llegaba a la estación
de Reading antes de medianoche y podía tomar el último tren rumbo
a Londres.
El domingo por la noche, absolutamente reventado y feliz,
reventado de felicidad, había visto más de cuarenta conciertos; la
mitad de ellos, de principio a fin. La inversión económica en billete
de avión y hotel había valido la pena. Los gastos en comida apenas
eran relevantes: sobreviví gracias a una estricta dieta a base de
jacked potatoes, la comida más barata que había en el recinto, y
alguna ración de noodles, manjar absolutamente exótico para mí en
1990. El lunes, medio dormido y moribundo en el tren hacia el
aeropuerto de Heathrow, tenía clarísimo que quería repetir la
aventura. ¡Vaya si la repetiría! ¡Cuanto antes!
Volví a Reading en 1991, en 1992, en 1993... Era mi máster en
periodismo musical. Y en cuanto adquirí cierta experiencia como
festivalero, me atreví con la madre de todos los festivales:
Glastonbury. También fui varios veranos.
A mediados de los noventa dejé de acudir a festivales ingleses.
No porque me hubiese hartado, imposible, sino porque aparecieron
los primeros festivales en España: el Doctor Music Festival, el
Festival Internacional de Benicàssim (FIB), el Espárrago, el Sónar...
Y, poco después, el Primavera Sound, el Summercase... Iba más
que servido.
Aun así, guardo infinidad de recuerdos de aquellas excursiones
iniciáticas a Inglaterra. Una de las que nunca olvidaré ocurrió en
Reading en 1992. Aquel año llovió a mares y el recinto quedó tan
enfangado que no había dónde sentarse a descansar. A media tarde
del domingo, con el cansancio acumulado de las dos jornadas
previas y tras una tercera tarde apoteósica en la que solo por el
escenario principal habían desfilado Screaming Trees, Melvins,
Pavement, Björn Again, Beastie Boys, L7 y Teenage Fanclub, me
quedé dormido en plena actuación de Mudhoney. Apoyado en la
valla frontal del escenario, delante mismo de los altavoces. ¡Me
dormí de pie! Los de Seattle salieron a escena y no abrí los ojos. No
podía. Tres meses antes habían tocado en Barcelona —porque
cuando aún no había festivales en España, por supuesto que ya
había bandas extranjeras de gira por la península en su mejor
momento creativo— y me dije: «A estos ya los vi hace poco,
necesito reponer fuerzas para los dos últimos conciertos». ¡Aún
faltaban Nick Cave & The Bad Seeds y Nirvana! Por primera vez en
mi vida, el agotamiento doblegaba a la excitación en un
macrofestival. Pienso a menudo en aquella anécdota. Fue una pista
clara.
 
***
 
Treinta años después, y ya profundamente convencido de que un
macrofestival es el último lugar del planeta donde malgastar mi
tiempo, mi dinero y mis energías como melómano, asistí atónito
desde el sofá de casa a un espectáculo más colérico que el más
colérico concierto de Nick Cave o de Nirvana. El Primavera Sound
celebraba su vigésima edición. Su estratégico emplazamiento en el
calendario lo convertía en la inauguración oficial de la temporada
festivalera europea tras dos años de parón debido a la pandemia.
Pero el entusiasmo por volver a disfrutar de un macrofestival se
transformó pronto en pánico e indignación. Las barras estaban
desbordadas de gente que llevaba una hora intentando comprar
bebida y cientos de personas quedaron atrapadas en pasos
estrechos del recinto. Y las redes se hicieron eco instantáneo de
aquel desastre organizativo.
«Hacía años que no veía semejante descontrol y
desorganización», clamaba un habitual del festival. «He recorrido
más de mil doscientas millas —más de mil novecientos kilómetros—
para ser tratada como un perro», denunciaba una espectadora
inglesa. «Aforo desproporcionado con riesgo de avalanchas, nueva
grada en Mordor que impide ver, gradas laterales ahora solo para
vips y completamente vacías... A cruzar los dedos para que no nos
ocurra nada.» «El festival es caótico, peligroso y desorganizado.
Atascos por todas partes, gente aplastada contra las vallas.
Imposible obtener agua. Ni señalizaciones ni seguridad. Sin
cobertura telefónica.» «Los WC están asquerosos y esto nunca
había pasado.» «Las estaciones de agua potable son lo más
patético que he visto en un festival.» «Lo peor, el miedo que pasé
saliendo de Tame Impala.» «Nos habéis puesto en riesgo.» «Puto
infierno.» «Explotadores.» Y más y más protestas en castellano, en
catalán, en inglés, en italiano, en portugués...
Pasaban las horas y, a tenor del fuego que desprendía el hashtag
#PrimaveraSound2022, se diría que los cabezas de cartel de
aquella jornada inaugural no fueron Pavement, ni Tame Impala ni
cualquier otro grupo, sino los camareros. Algunos espectadores
adjuntaban imágenes del plano del recinto señalando las tarimas de
la zona vip que estaban obstaculizando la circulación del público y
exigiendo a la organización que las retirase para evitar males
mayores. Fruto de la ira del momento, el #BestFestivalEver empezó
a ser comparado con desastres recientes del sector festivalero,
como el Astroworld y el Fyre Festival. El primero, con el trágico
balance de diez fallecidos solo siete meses antes. El segundo,
cancelado antes de empezar y con cientos de pijos abandonados en
una isla de Bahamas.
El comentario más extendido entre los indignados espectadores
del Primavera Sound apuntaba hacia el futuro: aquí no vuelvo nunca
más. En una tarde saltaba por los aires toda la buena prensa que
había acumulado el festival durante dos décadas. «Pedazo de
tarados» fue uno de los insultos más suaves en esas primeras
horas. Y los insultos casi fueron lo de menos. Al día siguiente nacía
en Instagram la cuenta @PrimaveraSucks, que pronto superó los
tres mil seguidores. En Telegram se abría un canal para centralizar
quejas y, también, una cuenta de correo desde la que empezar a
coordinar una denuncia colectiva. Ni siquiera las sonadas
cancelaciones de Massive Attack y The Strokes dañaron tanto el
prestigio del festival como la sensación generalizada de que la
organización había sido incapaz de garantizar la comodidad y la
seguridad del público.
Los problemas más graves se solventaron al día siguiente, pero
pronto se sumaron otros: el overbooking en algunas salas de la
ciudad que también causó momentos de pánico, la omnipresencia
de asistentes extranjeros que impedía a los espectadores locales
tener cabida en los conciertos de entre semana, el colapso en
hoteles y pensiones que imposibilitaba reubicar de urgencia a
familias desahuciadas, el colapso también en el servicio de
urgencias del hospital más cercano, la aparición de la plataforma
vecinal Stop Concerts... El festival acabó semana y media después,
y el Primavera Sound aseguró haber reunido a 500.000 personas.
Días antes, en medio de aquella tormenta perfecta de indignación
festivalera, una tuitera alzaba la mano con un GIF de la cantante
Kelly Clarkson y lanzaba la siguiente pregunta: «¿Los festivales son
a la música lo que los cruceros al turismo?».
Aquello fue solo el inicio de una inesperada ola de descontento.
Inesperada porque tras dos años de pandemia las ganas de festival
eran muchas. El eco de tantísimas quejas en las redes se trasladó a
los medios de comunicación y empezó a cobrar forma una corriente
de hostilidad que ya no provenía solo de personas que no asistían al
festival, sino de los propios asistentes. Y concluida la edición más
multitudinaria del Primavera Sound, aquella novedosa sensación de
que el público ya no estaba dispuesto a soportar más atropellos se
repetiría en otros festivales españoles que pusieron a prueba el
aguante de los asistentes. Parecía que aquel amor ciego hacia los
festivales se estaba rompiendo de tanto usarlo. De repente, un
macrofestival ya no era el plan más cool del año. También podía ser
un suplicio, una ratonera y un nido de conflictos de lo más diverso.
A lo largo del verano de 2022 afloraron quejas de todo tipo en un
gran número de macroeventos repartidos a lo largo y ancho de esta
España tan festivalera. Quejas por la masificación imparable de las
calles de Aranda de Duero durante el Sonorama. Quejas por la
alianza entre el Mad Cool y la plataforma Uber que obligó al público
a pagar cifras abusivas para volver a su casa. Quejas de camareros
por los problemas para cobrar las horas trabajadas en el
Boombastic Festival de Asturias. Quejas del público del Barcelona
Beach Festival, suspendido un día antes de su inauguración y
salvado in extremis horas antes. Quejas del público del Arenal
Sound por tener que viajar en autobuses a cuarenta grados de
temperatura y sin aire acondicionado. Quejas por las condiciones de
higiene del camping del Resurrection Fest. Quejas por el precio de
las cervezas...
No todas se desvanecieron como humo en las redes sociales y
medios de comunicación. La asociación de consumidores Facua
pasó a la acción y denunció a más de cuarenta festivales por
prohibir al público entrar al recinto con comida y bebida. El Periódico
de España destapó un desvío de fondos europeos de recuperación
económica para financiar el Andalucía Big Festival. Por otro lado,
algunos eventos se suspendieron a última hora por falta de material
y personal, y en el festival gallego O Son do Camiño un accidente
durante el montaje del escenario principal se saldó con seis heridos.
La sensación de colapso era evidente y la macabra guinda al verano
más dramático en el país de los mil festivales llegó el 12 de agosto,
durante el Medusa Sunbeach Festival de Cullera. Una violenta
tormenta derribó parte del escenario. Balance: un joven muerto y
cuarenta heridos.
De golpe, y tras dos años de silencio impuesto por la pandemia,
estallaban al unísono todas las derivadas que comporta un evento
musical de estas dimensiones. Las objeciones y críticas que durante
años solo habían sido un tibio runrún a la contra saltaban a la luz
pública con vídeos y denuncias. La incomodidad y la inseguridad
que generan en el público estos recintos tan masificados, las
molestias que causan en los alrededores, la precariedad endémica
de sus trabajadores (músicos incluidos), los abusos económicos que
padece el espectador, las inyecciones de dinero público para
alimentar este modelo de negocio, la turistificación que fomentan, su
complicada sostenibilidad medioambiental...
Este libro intenta explicar cómo hemos llegado hasta aquí. En
qué momento los festivales dejaron de ser un encuentro de
melómanos y se convirtieron en esa feria a la que nadie quiere
faltar. Por qué pasaron de ser eventos esporádicos y se han erigido
en el formato principal de consumo de música en vivo de nuestro
tiempo. Cómo y gracias a quién han capitalizado el negocio de la
industria de los conciertos. Cuándo dejaron de ser un dolor de
cabeza para los ayuntamientos y se convirtieron en su objeto de
deseo. Y en qué momento ese objeto de deseo volvió a
transformarse en un serio problema para las ciudades.
Los festivales, en cuanto espacios de ocio y socialización fuera
del entorno laboral y con la cultura como elemento central, son
valiosísimos para la especie humana desde tiempos inmemoriales.
No siempre han tenido este nombre, pero siempre han existido
momentos en el calendario que rompían la rutina del trabajo y
fomentaban la interrelación en un clima distendido. Y en todos ellos
la música ha jugado un papel crucial. Su función sociocultural es
indiscutible y puede proporcionar noches inolvidables, pero en las
últimas décadas este modelo de ocio musical ha crecido sin freno.
No está de más resaltar algunos de los inconvenientes que acarrea
su desmedida voracidad e imparable masificación, porque los
festivales han venido para quedarse y es imprescindible valorar
todas sus repercusiones: sociales, culturales, económicas,
medioambientales...
La visión positiva y elogiosa ya está escrita. Se puede encontrar
en miles de reportajes publicados en periódicos, revistas musicales
especializadas, telediarios, portales de tendencias, blogs de viajes y
hojas parroquiales. Algunos los firmé yo mismo. Ahora es urgente
problematizarlos y entender su compleja naturaleza para intentar
reconducir esa inercia que los hace crecer sin rendir cuentas a
nadie. Este libro intenta ordenar, clarificar y argumentar la creciente
oleada de críticas que están recibiendo no ya solo por parte de
quienes nunca asistirán a uno, sino desde su propio público y desde
el mismo sector. La balanza entre beneficios e incomodidades se ha
desequilibrado por el lado equivocado. La cuerda entre lo que
prometen y lo que recibes ya se ha tensado demasiado.
He disfrutado de los festivales musicales como el que más.
Podría odiarlos desde que nací, pero no es el caso. Aun así, sería
lícito odiarlos. No son una religión, por mucho que alguna gente crea
ciegamente en sus bondades. Mucha gente los odia, y con
conocimiento de causa. A menudo son melómanos que con el
tiempo se desencantaron de esta forma de acceder a la música en
vivo. Me temo que soy uno de ellos. El objetivo del libro es
cuestionar este modelo de ocio musical y, sobre todo, invitar a
encontrar un encaje más razonable, una dimensión más humana y
fértil, para que podamos volver a disfrutarlos.
1

Cantidad

En agosto de 1995, el Festival Internacional de Benicàssim (FIB)


ponía la primera piedra en el circuito de macrofestivales españoles
de la era moderna. Dos décadas después, en 2005, el Anuario de
estadísticas culturales del Ministerio de Cultura contabilizaba 551
festivales musicales en España, una cifra que a finales de esa
década ya rozaba los 800 y que en 2019 sumó nada menos que
917. Aquel año ya se estimaba que los festivales generaban un 59
% de los ingresos de la industria de la música en vivo. Aunque con
la llegada de la pandemia se habló mucho de la debacle que
provocarían en el sector dos años sin actividad, en 2022 la
temporada festivalera se reactivó con más ímpetu que nunca.
España ya podía autoproclamarse el país de los mil festivales.
Si durante décadas los festivales de música se entendían como
acontecimientos específicamente veraniegos, su proliferación ha
hecho que muchos busquen su hueco en otras épocas del
calendario. El 8 de octubre de 2022, el Extremúsika de Cáceres
clausuraba la temporada de macrofestivales batiendo su récord de
asistencia: 72.000 espectadores. El 30 de marzo de 2023,
Primavera Trompetera inauguraba la campaña de 2023 con tres
días de música en Jerez de la Frontera, esperando mantener o
superar los 50.000 asistentes de la edición anterior. Los
macrofestivales españoles ya no son un fenómeno circunscrito al
verano. Hace tiempo que la temporada ocupa más de la mitad del
calendario.
No todo son macrofestivales, claro. También hay festivales de
tamaño mediano o pequeño, fiestas patronales con veladas de
música moderna, ciclos, jornadas y un sinfín de variaciones que
reciben el calificativo de festival. Este libro no apela a todos, aunque
muchos compartan características y efectos. Pero no está de más
aclarar que una velada musical con tres bandas no es un
macrofestival; a eso siempre se le había llamado triple concierto,
aunque suene menos llamativo y molón. Y un programa de
conciertos esparcidos a lo largo de un mes, donde cada noche actúa
un artista distinto y el público puede comprar las entradas por
separado, tampoco es un festival: es un ciclo de conciertos. Si el
Ministerio de Cultura contabiliza más de mil festivales es porque
engloba todas estas tipologías.
La Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), por ejemplo,
trabaja con una definición de festival más restrictiva. Según su
baremo, solo se puede denominar festival a un evento de una o
varias jornadas consecutivas en cada una de las cuales se celebren
varias actuaciones consecutivas y donde, por lo tanto, la música en
vivo suene durante un mínimo de horas de forma ininterrumpida.
Eso excluye automáticamente los ciclos de conciertos. Según
cálculos de la SGAE, en España hay algo más de seiscientos
festivales. De estos, unos sesenta son capaces de convocar a diez
mil o más espectadores por jornada. Ese es su baremo para calificar
a un festival como macrofestival.
Una encuesta realizada por el portal de venta de entradas
Ticketea en 2015 aseguraba que un 63 % de las personas
consultadas habían asistido a dos festivales en un año. Un informe
publicado por la OBS Business School en 2019 estimaba que los
asistentes a festivales de música en España podrían superar ya los
seis millones y que los diez macrofestivales más concurridos del
país concentraban más de un 30 % de los espectadores totales de
este tipo de eventos. En 2018, según otro informe publicado por la
OBS, los diez macrofestivales con más público de España
concentraban 1,6 millones de espectadores. En 2022, los cinco
mayores macrofestivales ya sumaban más de 1,5 millones de
asistentes.
El tamaño de un festival es un factor clave para definirlo como
macrofestival, pero no es el único que hay que tener en cuenta. El
número de metros cuadrados que ocupa y el de asistentes deben
ser puestos en contexto con el entorno donde se celebra. Un festival
de cuatro días, con siete escenarios, ciento cincuenta grupos y cien
mil espectadores es inequívocamente un macrofestival. Pero un
festival de dos días con un solo escenario, veinte bandas y cuatro
mil espectadores en una localidad de cuatrocientos cincuenta
habitantes puede tener un impacto turístico, económico, ecológico y
cultural similar al de un Mad Cool. Por lo tanto, es un macrofestival
de facto. El objetivo de este libro es analizar las repercusiones de
todo tipo de eventos musicales que desbordan cultural y
demográficamente el territorio donde se emplazan.
En 2020, año de pandemia, confinamiento y examen de
conciencia, se habló mucho de decrecimiento, de escuchar el grito
de auxilio de la naturaleza, de asumir nuestra condición de
vulnerables seres humanos y demás blablablás ecosensibles.
También en el mundo de los festivales hubo discursos que llamaban
a reducir el tamaño, a cultivar el vínculo con el espectador o a cuidar
al artista local. Fueron espejismos maravillosos, para qué negarlo.
En cuanto se abrió la veda, sucedió lo contrario. El público estaba
sediento de festivales y los promotores estaban aún más
hambrientos de público. En 2022 se celebraron algunos de los
macrofestivales más descomunales de la historia coronados con
cifras de asistencia estratosféricas. Unas cifras que, por supuesto,
nadie ha podido contrastar. De los muchos agujeros negros que
integran el mundo de los macrofestivales, el de las cifras de
asistencia es uno de los más oscuros y profundos.

DE WOODSTOCK AL MUSMANNO

«¡357 bandas! ¡114 escenarios! ¡2 baños!»


«¡Más de 456 bandas en vivo! ¡356.000 vatios de potencia! ¡6
pistas de skate! ¡7 sectores vips! ¡8 sectores vips vips! ¡16 entradas
de seguridad!»
«¡1.457 bandas! ¡193 escenarios! ¡2, 3, 4, 8, 9, 4, 4, 8, 9, 21, 42,
9 y 28, 37 de octubre!»
«¡7.853 bandas! ¡4.503 solistas! ¡341.342 efectivos de seguridad!
¡19 jueces de línea! ¡753 dealers!»
Es la disparatada progresión que experimentó el Mangueras
Musmanno Rock Festival en sus cuatro primeras ediciones. Se trata
de un evento ficticio cuyo cartel anunciaba el humorista argentino
Peter Capusotto en uno de los sketches más celebrados de su
programa de televisión Peter Capusotto y sus videos. El gran mérito
del cómico no fue ridiculizar hasta el delirio el desbocado
crecimiento de los macrofestivales, sino hacerlo cuando los
festivales aún no habían perdido definitivamente el norte en su
espiral expansionista. La parodia es de 2012 y nada hace prever
que el chiste deje de tener gracia en el futuro.
Los macrofestivales no son un fenómeno reciente. A finales de
los años sesenta, Monterrey y Woodstock protagonizaron las
primeras grandes concentraciones de roqueros. Su impacto cultural
ocasionó la aparición de réplicas tan o más caóticas en varios
países de Latinoamérica. En Inglaterra, el Festival de la Isla de
Wight dobló la apuesta e hizo algo que nadie se había planteado
antes: repetir el festival año tras año. En 1970, entre 600.000 y
700.000 espectadores desbordaron esta isla de ciento cincuenta
kilómetros al sur de Londres en la tercera edición de un
macrofestival que solo dos años antes apenas había reunido a
10.000 personas. Fue la tercera y la última. El Gobierno prohibió
que hubiese más. El festival no renacería hasta 2002, en un formato
bastante más razonable y manejable.
No fue hasta 1979 cuando el festival inglés de Glastonbury
consolidó el concepto de macroevento anual que desde mediados
de los años sesenta había empezado a forjar más modestamente el
de Reading. Y precisamente Glastonbury y Reading son los dos
modelos que inspiraron los primeros macrofestivales españoles: el
Doctor Music Festival y el FIB. Al primer FIB, en 1995, asistieron
8.000 personas. Al primer Doctor Music Festival, un año después,
25.000. En la década de los noventa, los festivales de música eran
una suerte de fiesta de fin de curso para aficionados a conciertos y
compradores de discos, encuentros esporádicos y anecdóticos para
una industria del disco que por aquel entonces vivía su edad de oro.
Hoy son el negocio más importante y lucrativo de un sector, el de la
música, que con el cambio de siglo ha hecho aguas por todas
partes.
Unos años antes, en 1989, había nacido el Espárrago Rock,
festival andaluz que tras cuatro ediciones en la pequeña localidad
de Huétor Tájar dio el salto a Granada en 1993 para acabar
acogiendo la friolera de 15.000 espectadores. Aun así, el primer
festival que descartaba el paisaje rural o playero y apostaba por un
modelo urbano fue el Sónar. A su primera edición, en 1994,
asistieron solo 6.000 personas. Ninguna de aquellas cifras auguraba
lo que estaba por llegar. En 2022, cinco macrofestivales españoles
superaron la barrera de los 200.000 asistentes: el Primavera Sound
(con 500.000), el Mad Cool (305.000), el Arenal Sound (300.000), el
Viña Rock (240.000) y el Rototom Sunsplash (211.000). Otras once
citas dejaban atrás el umbral simbólico de los 100.000
espectadores: FIB, Weekend Beach, Resurrection Fest, Sonorama,
O Son do Camiño, Sónar, Cabo de Plata, Bilbao BBK Live,
Andalucía Big Festival, Dreambeach y Cala Mijas.
Las ansias de crecimiento forman parte de la esencia misma de
un festival y es solo cuestión de tiempo comprobar que muchos de
los que empezaron siendo pequeños y reivindicando un modelo
cómodo y proporcionado solo estaban adquiriendo experiencia y
músculo empresarial para dar el salto al gran formato cuanto antes.
Visto con la perspectiva actual, el Primavera Sound del Poble
Espanyol fue un minifestival. Cuando en 2005 se mudó al Parc del
Fòrum, sus responsables solo querían que el público estuviese más
cómodo y solo aspiraban a reunir a 15.000 espectadores por día.
Aunque el recinto tenía capacidad para 50.000, nadie apuntaba tan
alto. Una década después, el festival se anexionaría esa inhumana
explanada de cemento que pronto sería bautizada como Mordor. Y
poco después la playa de la localidad vecina. Faltaba ciudad para
tanto festival.
Los macrofestivales son animales fascinantes y voraces. En su
lenguaje, mantenerse significa crecer; y decrecer es sinónimo de
fracasar. Su propia inercia los empuja a aumentar compulsivamente
de aforo y devorar terreno al posible competidor. Para no crecer,
deben ajustarse a un modelo muy bien planificado que los mantenga
a raya. Cuanto más éxito tienen, más trabajo generan, más personal
necesitan y más recursos e ingresos deben obtener para cubrir sus
nuevas necesidades. Un día manejan un vertiginoso presupuesto de
dos millones de euros y una década después ya es de cincuenta.
Los macrofestivales españoles no son eventos musicales
circunscritos al territorio nacional. Muchos juegan en ligas mundiales
y eso los obliga a apuntar cada año más alto. Este clima de
competitividad salvaje y desaforada poco a poco va calando y
afectando a festivales medianos y pequeños. Es una eterna partida
de póquer cuya máxima expresión es, cómo no, el tamaño de cada
evento.

EL TAMAÑO IMPORTA

Todo en el mundo de los festivales es una cuestión de tamaño. Y el


tamaño es el origen de todos sus problemas. Pero este viene
determinado por múltiples factores. Por un lado, está la dimensión
del recinto, el número de escenarios, la cantidad de conciertos que
acoge cada escenario... Por otro, cuántos días dura el festival,
cuántas horas se prolonga cada jornada... La combinación de todos
estos elementos espaciotemporales, sumados al aforo, el
presupuesto y la cifra de asistentes, determinará el tamaño real de
un festival y también todos sus efectos colaterales.
Cuanto más grande sea, más números tienes para acabar viendo
los conciertos desde lejos. Cuanto más público haya, más difícil es
generar ese sentimiento de comunidad que muchos festivales
persiguen cuando nacen y olvidan cuando crecen. A partir de cierta
cantidad de público, este deja de ser ese lugar en el que encontrarte
con tus amigos y tienes que esforzarte para no perderlos. Cuantos
más escenarios tenga un macrofestival, más probabilidades hay de
que varios de tus grupos favoritos estén actuando a la vez y el
sonido de uno interfiera en el del otro. Cuanto más grande sea el
recinto, más distancia hay que recorrer entre escenarios y más
cansancio acumula el público. Cuantas más horas y días dure, más
fácil es acabar exhausto. Hay macrofestivales que desbordan las
capacidades físicas y mentales de su público. Hay festivales de
escala humana y festivales sobrehumanos.
Aun siendo un macrofestival con todas las de la ley, el Sónar
planteó, ya en su primera edición, un formato bicéfalo que dividía la
programación en dos bloques, Sónar de Día y Sónar de Noche. Al
celebrarse en espacios distintos de la ciudad, el público podía
decidir de antemano si deseaba comprar entradas para toda la
jornada o solo para la mitad. Fue una decisión rompedora, tomada
en 1994, cuando en España apenas existían festivales, pero que
ningún macrofestival ha copiado. Sí copiaron todos, en cambio, esa
forma de calcular la asistencia sumando el público de cada día,
cuando, sobre todo en los festivales con zona de acampada, es
probable que los espectadores del domingo sean los mismos que
los del viernes. Los 300.000 del Arenal Sound, por ejemplo, son
50.000 personas durante seis días. Los 211.000 del Rototom son
algo más de 30.000.
La mayoría de las encrucijadas a las que se enfrenta la
organización de un macrofestival se resuelven apostando por el
crecimiento: un recinto más grande para poder acoger más público,
más subvención para invertir en una infraestructura más costosa,
más patrocinios para contratar más grupos, más escenarios para
programar a tantísimos grupos, abonos más caros para amortizar la
inversión... Y si el público responde..., más hectáreas para la edición
del año siguiente; tal vez más escenarios, ya que habrá más
espacio; más grupos para llenarlos, lo cual obligará a exigir más
subvenciones, buscar más patrocinios, poner las entradas algo más
caras para cubrir los gastos que comporta el nuevo aumento de
tamaño... Es un bucle de crecimiento que no encuentra el momento
de detenerse.
Sin embargo, estas espirales de crecimiento infinito y a todos los
niveles pocas veces se traducen en una experiencia más
satisfactoria para el público. De hecho, buena parte de las
decisiones que toma un festival para rentabilizar su inversión inicial
repercuten negativamente en el público. Aunque cualquiera que
acuda a un macrofestival sabe de antemano que se juntará con
mucha gente, una de las principales molestias que resalta el público
de macrofestivales son justamente las aglomeraciones. Nos gusta
ver conciertos rodeados de gente, pero no de tanta gente. Y menos
si eso implica verlos peor y hacer más cola en la barra.
El marketing festivalero ya se encarga de hacernos olvidar cada
año que en un festival vamos a pasar buena parte del tiempo de
noche, con escasa visibilidad y apretujados entre mucha gente.
¿Cómo? Publicando fotografías siempre de día, a ser posible
durante la caída del sol, y en las que grupos de amigos alzan los
brazos despreocupadamente porque a esa hora de la tarde no hay
aglomeraciones y, por lo tanto, la libertad de movimientos corporales
es mayor y más fotogénica. A partir de las diez de la noche, ni las
fotos serán tan vistosas ni el fotógrafo encontrará ángulo desde el
que disparar sin meterle el codo en la boca a alguien.
En los años noventa, los festivales eran percibidos como un oasis
donde disfrutar de todos aquellos artistas que, en caso de dignarse
venir a España, difícilmente llegarían a ciudades que no fuesen
Barcelona, Madrid, Valencia o Bilbao. Con el paso de los años y la
transformación de los festivales en macrofestivales, muchos
melómanos han tenido que valorar seriamente si les salía a cuenta
acudir a esos recintos para ver conciertos en condiciones más que
discutibles.
Muchos organizadores de festivales responden a las quejas del
público recordando que si entras en un festival ya sabes a lo que
vas. No lo especifican en las condiciones de compra de la entrada,
pero con este argumento están dando a entender que no todo saldrá
a pedir de boca aunque hayas pagado 200 o 400 euros. Están
dando a entender que será mejor que llegues al recinto cuatro horas
antes de que empiece el concierto (y empieces a consumir cerveza).
Están dando a entender que si los móviles no tienen cobertura será
porque hay demasiada gente. Están dando a entender que si el
concierto no suena demasiado bien es porque el viento es un
elemento impredecible y, ya sabes, los festivales suelen celebrarse
al aire libre. Están dando a entender que si te molesta ver los
conciertos entre codazos y empujones a cien metros del escenario
existe una solución ideal para tu problema personal con las
multitudes: comprarte una entrada vip.
En el macroconcierto de un solo artista, todo el público que te
rodea e incomoda está ahí por una razón muy concreta: ese artista.
Sus canciones unen a todo el público y, por lo tanto, tienes una
mínima conexión con esas personas. En el concierto estrella de un
macrofestival estás tan apretado que se te pasará por la cabeza que
muchos están allí por estar. Y te agobiarás. Y te cabrearás porque
llevas encima unas horas extras de agotamiento. Y no entenderás
cómo un grupo de fama tan discreta está concentrando tantísima
gente. Y tendrás toda la razón del mundo: muchos solo están allí por
curiosidad. Vuestra conexión a través del artista no existe. En
algunos macrofestivales, las aglomeraciones son tales que puedes
llegar a reconciliarte con la idea de ir a ver a Bruce Springsteen o a
Shakira en un estadio de fútbol. De hecho, en un estadio la invasión
publicitaria será mucho menor que en un macrofestival y podrás
concentrarte más en su música. Te costará más dinero, pero la
garantía de disfrutar del concierto en buenas condiciones es mayor
que en un macrofestival. Tremenda paradoja.
A menudo, los macrofestivales pasan por una primera fase
impulsiva («crecemos porque queremos») y por una segunda de
autoexculpación, en la que se justifican todo tipo de situaciones
molestas y decisiones contraproducentes para el público por la
imposibilidad de actuar de otro modo cuando organizas un evento
para tanta gente. La estrategia es infalible: primero juntas a 50.000
personas en un recinto y luego les sueltas que es imposible
organizarlo todo mejor si 50.000 de personas. Y ni siquiera hace
falta manejar cifras tan elevadas para que un festival se transforme
en un infierno. El Sónar de 1998 ya vivió un peligroso colapso de
público con la visita de Daft Punk. En 2004, la reunión de los Pixies
en el Primavera Sound se saldó con otro llenazo irrespirable. Ambos
festivales tuvieron que encontrar emplazamientos más amplios para
sus futuras ediciones.
Cuando se producen estas aglomeraciones, que pueden estar
localizadas en puntos concretos del recinto sin que ello signifique
que el festival entero esté desbordado, aparece la sospecha del
overbooking. Es muy difícil ahondar en ese aspecto porque los
únicos que conocen la cifra real de asistencia son los organizadores
del festival. Pero del mismo modo que no es sencillo garantizar una
experiencia musical cómoda en un recinto con decenas de miles de
personas, tampoco es fácil garantizar la seguridad de masas de
público tan grandes. Y el crecimiento de los macrofestivales está
propiciando un aumento de medidas de seguridad que, una vez
más, repercuten en una experiencia más incómoda para el público:
desde esos controles de acceso cada vez más estrictos hasta la
instalación de vallas para separar al público en zonas y, de paso,
evitar avalanchas.
La estrategia más delirante de todas las que se han inventado
para manejar grandes aglomeraciones es la de programar a la vez a
dos bandas con gran poder de convocatoria para que el público
tenga que elegir inevitablemente entre una u otra, y así la masa
humana se divida en dos. Un macrofestival no puede permitirse el
lujo de pensar en personas; debe pensar en masas. Por eso, entre
el riesgo de protestas de fans por tener que descartar un concierto y
el riesgo de aplastamiento, prefieren evitar el segundo. Al final, en
los dos conciertos habrá decenas de miles de personas. Y para que
todas puedan ver lo que ocurre allá a lo lejos, en el escenario, habrá
que tomar otro tipo de medidas. ¡Instalar pantallas!

PANTALLAS Y SOLAPES

Las pantallas son el gran timo del rock’n’roll, un invento tan diabólico
como los gastos de gestión por la venta de entradas. En el momento
en que un festival coloca una pantalla junto al escenario para que
veas mejor el concierto, está explicitando que la entrada que
compraste no te garantiza en absoluto que puedas ver bien el
concierto. De acuerdo, las pantallas no son un invento de los
macrofestivales, sino de los conciertos de estadios, pero hay una
diferencia sustancial entre el macroconcierto y el macrofestival: por
lejos que esté la grada desde la que veas el escenario en el que
está tocando la banda, la música que escuche el público de
cualquier rincón del estadio será siempre y únicamente la de ese
grupo; nadie más estará actuando en el estadio.
Todo esto, de tan obvio, puede sonar a perogrullada, pero en el
macrofestival, según a qué distancia estés, puedes estar viendo a
través de la pantalla al grupo del escenario A y oyendo la música del
grupo del escenario B. Esta situación es inconcebible en cualquier
otra disciplina artística. Ningún visitante de un museo aceptaría
contemplar un cuadro cuya esquina superior derecha queda tapada
por el marco de la obra de al lado. En los festivales de música es un
problema recurrente, un problema generado por los propios
festivales, y ante el cual el público se resigna o, en el mejor de los
casos, exhibe su derecho al pataleo. Pero nadie te devolverá el
dinero porque cuando vas a un festival ya sabes a qué te expones.
Una buena forma de solventar esa interferencia de sonidos de los
distintos conciertos que coinciden en un macrofestival es distanciar
al máximo los escenarios, lo cual obliga al público a caminar aún
más para desplazarse de uno a otro. Con el crecimiento de algunos
macrofestivales, esas distancias son ya delirantes. De un extremo al
otro del recinto del Primavera Sound hay casi dos kilómetros.
Imposible recorrerlos a pie en menos de veinte minutos..., siempre y
cuando sepas esquivar las zonas más masificadas y no desfallezcas
a medio camino. En tal caso, deberás parar en alguna barra a
repostar. Y ya veremos cuánto tardas, cuándo te sirven. En el primer
Doctor Music Festival, los escenarios más alejados estaban a
menos de cinco minutos a pie. Hasta ese extremo han crecido los
festivales.
La máxima expresión de cómo el crecimiento de un festival
repercute negativamente en el público es la coincidencia de varias
actuaciones a la misma hora. En España se conocen popularmente
como solapes. Y aquí ya no hablamos de percepciones subjetivas,
sino de matemática pura: cuantos más artistas programe un festival
y más escenarios instale para distribuirlos en el recinto, más
probabilidades hay de que coincidan el mismo día y a la misma hora
dos de los grupos que te impulsaron a comprar la entrada. En un
festival con veinte grupos es poco probable. En uno con doscientos,
las probabilidades aumentan. Si tienes suerte, no coincidirán. Pero
estás comprando un abono confiando en la suerte. Y la entrada será
más cara cuantos más grupos actúen. Al aumentar el precio de la
entrada, aumentan las probabilidades de perderte a alguno de tus
grupos favoritos. En los macrofestivales, y en cuanto a
probabilidades, más siempre es menos.
La propia definición de macrofestival lleva implícitas y tatuadas
muchas de sus incomodidades. Pero, en este aspecto concreto, la
diferencia entre lo que el macrofestival ofrece y lo que el público
puede disfrutar es exageradísima. Gracias a los macrofestivales, los
solapes han arrebatado a las pantallas su condición de gran timo del
rock’n’roll. Las pantallas, por lo menos, no te impiden ver y oír un
concierto. La coincidencia de dos actuaciones a la misma hora, sí.
Pantallas y solapes: no existe alianza más letal en la historia de la
música.

2022: EL AÑO DEL COLAPSO

La acumulación de macroeventos musicales en el verano de 2022


fue tal que el circuito de la música en vivo se tensionó como nunca.
La palabra colapso estuvo constantemente en boca del sector. En
mayo ya llegaban noticias desde Holanda que hablaban de
festivales cancelados ante la falta de material para montar
escenarios y de profesionales que se desplazaban a otros países
europeos atraídos por mejores ofertas laborales. Llegó el verano y la
situación se reprodujo también entonces, cuando la falta de personal
cualificado y de material se resolvió a la española. En el Medusa
Sunbeach Festival reconocieron abiertamente tener trabajadores sin
experiencia montando los escenarios. En muchos otros festivales,
los operarios más preparados enlazaron jornadas maratonianas sin
apenas descanso.
El diario vasco El Correo cifró en un 20 % el aumento de costes
de producción de festivales, un repunte derivado de la escasez de
material y, también, del precio de la gasolina y la electricidad. El 16
de junio el festival malagueño Metal Paradise arrojó la toalla
escudándose en la falta de personal para montar los escenarios y
en el aumento de los costes de producción. Los primeros síntomas
de alarma empezaban a manifestarse. Cinco días antes, un
accidente durante el montaje del festival gallego O Son do Camiño
se saldó con seis heridos; uno de ellos acabó en la UCI. Muchos
montadores de escenario trabajaron todo el verano de 2022 con
aquel suceso en mente. Fue un toque de alerta: había que correr,
había que autoexplotarse, pero también había una amenaza, la
posibilidad de perder la vida.
En algunos casos, la falta de material y personal han sido
excusas perfectas para cancelar, cuando lo que faltaba en realidad
era público. Festivales de todos los tamaños sufrieron la sobreoferta
de la temporada post-COVID. Citas de perfil electrónico como A
Summer Story y Dreambeach perdieron 30.000 y 50.000
espectadores respecto a 2019. Igual o más letal pudo ser que un
festival que esperaba 10.000 personas solo sumase 5.000. Y eso
también sucedió, y mucho, en el verano de 2022. Habrá que ver
cuántos de estos festivales aguantan en 2023.
Sin tiempo material ni material a tiempo, algunos festivales
tuvieron que simplificar sus planteamientos escénicos iniciales. Fue
la única manera de garantizar que los escenarios estuviesen
montados a la hora de abrir puertas. Reducir las dimensiones del
escenario implicaría reajustar la decoración y, sobre todo, el espacio
de trabajo de los músicos. Elena González, técnica de sonido de
Lori Meyers, denunció en Business Insider haber tenido que trabajar
en escenarios más pequeños, con mesas de sonido y equipos de
iluminación menos potentes y con menos pies de micro y soportes
para instrumentos de lo habitual.
Fue un verano de situaciones delirantes. Que un grupo llegase al
Weekend Beach de Málaga y se encontrase que en el escenario
donde debía actuar no había ni regidor no porque estuviera
descansando, sino porque el festival no había encontrado un
profesional para ocupar ese puesto tan crucial como el de coordinar
los horarios de todos los grupos. O que el equipo de decoradores de
las fiestas Brunch-In tuviera que reducir el diseño del escenario
porque el proveedor de listones de madera ya no les podía
suministrar más material. Por un lado, 2022 fue el año de los
récords de asistencia. Por otro, el año de los festivales menguantes.
El colapso en el mundo festivalero ha afectado de rebote al
mundo paralelo de fiestas mayores y conciertos de ayuntamientos
porque, al final, ese material y personal es el mismo que nutre el
resto del circuito de la música en vivo de cada verano. Y cuando
faltan, por ejemplo, anclajes para afianzar una tarima, pero el
inexperto equipo de montaje no sabe si el escenario aguantará
cuando se cuelgue la pantalla de fondo, puede ocurrir cualquier
cosa. Por ejemplo, que toda la estructura cruja y el grupo no se
atreva a subir al escenario a menos que un profesional con
solvencia garantice que no se hundirá a media actuación. Esta
situación es real. Ocurrió en septiembre. La Pegatina estuvo a punto
de cancelar su concierto en Mérida.
Garantizar la celebración de los macrofestivales ha tenido un
efecto directo en el tejido musical del país. También este ha crujido
escandalosamente. El mejor material y los profesionales mejor
preparados han trabajado para las grandes citas, mientras que los
festivales de tamaño medio han tenido que conformarse con
material de menor calidad y trabajadores menos cualificados. Los
proveedores han priorizado a los clientes importantes y en varios
casos han dejado colgados a clientes menos importantes, pero a los
que llevaban más años suministrando material. En consecuencia,
celebraciones musicales más modestas y que existen desde hace
décadas en un universo modesto y a años luz de los grandes
presupuestos festivaleros también han recibido el impacto de este
verano fatal.

¿DECRECEMOS O DECRECEMOS?

Durante años, los festivales solo eran una alternativa más de


consumo de música en directo. Estaban las salas de conciertos en
las que ver bandas de tamaño medio, los bares y demás antros en
los que descubrir grupos pequeños, los estadios en los que
actuaban las grandes estrellas, los clubs, las raves... y, luego, los
festivales. Hoy, algunos festivales no solo son el principal destino a
donde ir a ver conciertos, sino que en muchos casos se postulan
como un paraíso multiusos en el que puedes hacerlo todo: descubrir
a bandas medianas y pequeñas, admirar a las grandes estrellas y
bailar tecno hasta el amanecer. Hoy, el macrofestival es o quiere
serlo todo: el estadio, la sala, el garito, la discoteca, la rave.
Los macrofestivales también han buscado estrategias para atraer,
incluso, a públicos no especialmente apasionados por la música.
Algunos ya nacieron con esa vocación adicional de feria de
atracciones en la que, además de ver al grupo del momento, podías
lanzarte en tirolina, montar en autos de choque o subir a la noria.
Con el tiempo, los más ambiciosos han añadido otro tipo de feria, la
feria profesional, en la que, en paralelo a los conciertos, hay
conferencias, debates, entrevistas a iconos pop, showcases de
artistas emergentes, estands de discográficas, concursos de start-
ups, speed meetings y demás anglicismos del show business. En su
obsesión por abarcarlo todo, el macrofestival deviene en un espacio
híbrido para el ocio y el negocio. En el mundo real, la línea que
separa el tiempo libre y el tiempo de trabajo está cada vez más
difuminada. En los festivales de música que aspiran a dominar el
sector, esa línea ya ha desaparecido.
Si hay algo realmente complicado en el mundo de los
macrofestivales no es planearlos, posicionarlos o mantener su
relevancia en un mundo tan fluctuante como el de la música, sino
dimensionarlos y aprender en qué momento deben dejar de crecer.
Algunos festivales han hecho esa reflexión; otros, no. A mediados
de los 2000, el Sónar redujo de tres a dos las jornadas nocturnas y
desde entonces se mueve en unas cifras de asistencia que fluctúan
entre los 90.000 y los 120.000 espectadores. El FIB, en cambio,
nunca se planteó cuál debía ser su techo de público. En 2017 se vio
más claro que nunca. Los Red Hot Chili Peppers dispararon
salvajemente la demanda de entradas como nunca y su director se
resistió a anunciar un sold out: prefería recuperar los 1,2 millones de
euros del caché y, a ser posible, mucho más. Si había que instalar el
escenario unos metros más atrás para que cupiese más gente, se
haría. En una sola noche el FIB vendió 53.000 entradas.
En 2022, el Rototom sumó 211.000 espectadores a lo largo de
siete jornadas, afianzando su posición en el ranking de los diez
festivales españoles con mayor capacidad de convocatoria. Como
festival con un fuerte compromiso con la justicia social y la ecología,
una de las conferencias programadas esa semana en su foro social
se tituló «¿Decrecemos o decrecemos?». Obviamente, la pregunta
hacía referencia a la sobreproducción que vive el planeta y a sus
repercusiones medioambientales, no a las dimensiones del propio
festival. ¿Puede decrecer un macrofestival? Las políticas de
decrecimiento son ciencia ficción en el mundo capitalista y los
macrofestivales no son una excepción. Clausurar una edición
anunciando menos asistentes que el año anterior se puede traducir
en titulares que hablen de fracaso, en Administraciones Públicas
que reduzcan su subvención debido a la presión de la opinión
pública, en espónsores que trasladen su inversión a otros festivales
más exitosos, en agentes internacionales que pierdan interés en que
sus grupos actúen en ese festival... Decrecer, por ahora, no parece
buena idea.
Glastonbury, como gran patriarca de los macrofestivales
musicales, es el evento que ha tendido el puente invisible entre el
espíritu contracultural de los festivales de los años setenta y las
ferias de abundancia y el consumo desmedido en que se han
convertido este tipo de eventos. En 2022, la BBC estrenó el
documental Glastonbury: 50 Years and Counting (Cincuenta años de
Glastonbury, Francis Whately). Uno de los entrevistados fue Thom
Yorke, líder de Radiohead, una de las bandas más solicitadas en el
circuito festivalero. Cuando le pidieron su opinión sobre Glastonbury
soltó dos palabras: «Demasiados caramelos». Los macrofestivales
son una tienda de caramelos que solo abre tres días al año, cuyo
dueño pretende que asumas sin rechistar todas las incomodidades y
que, además, sepas controlarte. Pero cuando entras en un espacio
cuya oferta te desborda física y mentalmente, es normal sentir cierta
tensión.
2

Ansiedad

La sensación al entrar en un festival es inolvidable: ese subidón de


adrenalina instantáneo, esa sensación de victoria (por haber
superado todas las colas, por haber llegado a la hora deseada, por
cruzar ese umbral que deja atrás el mundo real), ese barullo sónico
que te abruma y del que ya no te vas a desprender en días, esa
mezcla de olores de decenas de propuestas gastronómicas... Para
los que se estrenan, es una sensación de vértigo: por fin vivirán en
sus carnes lo que tantas veces han oído contar. Para los
reincidentes, es un poco como volver a tu destino habitual de
vacaciones: un pueblo extraño donde, en vez de paz, tendrás todo
lo contrario. Son tus vacaciones festivaleras, un género en sí mismo.
Cuando entras en un macrofestival no esperas relax. Sabes que
te verás sacudido por cientos de estímulos: auditivos, visuales,
olfativos, táctiles y gustativos. Algunos legales, y otros, no tanto. En
muchos casos, es como entrar en una fiesta mayor descomunal, en
un parque de atracciones o en un pack vacacional de esos que te
venden atardeceres idílicos y juerga hasta altas horas de la
madrugada; aunque la experiencia te dice que si disfrutas a tope de
lo segundo tal vez te pierdas lo primero. Lo único seguro es que
cuando entres en el festival no estarás solo; mucha gente habrá
llegado antes o estará al caer. Y que ese recinto en el que pasarás
los próximos tres días tampoco es un espacio bucólico en el que
aparcar los impulsos consumistas y el frenesí vital de la ciudad, sino
un espacio preparadísimo para que sigas consumiendo y yendo a
tope; en algún caso estarás incluso más rodeado de estímulos
consumistas de los que puedas percibir en la calle más comercial de
tu ciudad.
Alguien se ha encargado antes de construir una ciudad alrededor
de tus grupos favoritos. Todos los neones parpadearán a tu paso,
todos los escenarios intentarán reclamar tu atención, todas las
ofertas deberán ser consideradas... En cuanto entras en un recinto
de festival accedes a una suerte de videojuego musical en el que
debes tomar decisiones constantemente y durante horas. Todo eso
no lo pensabas el día que compraste el abono. Entonces, tu
imaginación sintetizaba la idea de festival en ese momento en que
tu grupo favorito interpretaría tu canción favorita y tú abrazarías a tu
persona favorita. No habría colas en la entrada, ni problemas para
aparcar, ni aglomeraciones en el acceso al escenario, ni habrías
perdido a tu persona favorita mientras hacías cola para comprar una
cerveza. Pero, claro, compraste el abono hace seis meses. O
nueve. O un año.
Ansiedad, agotamiento, estrés, frustración, vacío o depresión.
Los festivales musicales podrían ser un antídoto ante todos estos
males que nos acechan en las sociedades modernas. Sin embargo,
esos tres días de ensueño, ese paraíso de la música en directo,
pueden acabar potenciándolos aún más. ¿Por qué?

LA TEORÍA DEL EMPUJÓN


La economía conductual busca dar explicación al comportamiento
que tenemos los consumidores mediante el análisis de los procesos
mentales que nos llevan a tomar una decisión u otra cuando
utilizamos el dinero. El economista estadounidense y premio Nobel
de Economía Richard Thaler definió como teoría del empujón ese
comportamiento tan humano según el cual, entre dos opciones,
solemos decantarnos por la más fácil y descartamos la más
adecuada. Para provocar ese empujón que nos lleva a consumir de
modo instantáneo algo que no es seguro que nos convenga, cada
empresario utiliza sus tretas. Por eso las golosinas se colocan junto
a la caja del supermercado en la que esperarás a pagar la compra y
los productos de primera necesidad están al fondo del pasillo para
que así tengas que recorrerlo entero y pasar por delante de
productos no tan deseados.
Hay numerosas teorías y estudios de neuromarketing que
analizan minuciosamente lo que compramos y, sobre todo, qué
motiva nuestras compras. Hasta la música que suena en los centros
comerciales y en las tiendas puede jugar un papel importante; una
música acelerada te urge a comprar, mientras que una música más
relajada te invita a observar los productos con detenimiento. Lo que
detectan numerosos estudios de neuromarketing es que en todo
proceso de compra pesa más el factor impulsivo que el racional. Eso
es evidente cuando compramos el abono de un festival. Compramos
una idea, una sensación, un deseo. No es poca cosa, pero no es
nada concreto ni tangible. A menudo solo sabemos la fecha y la
ciudad en que se celebrará. Pero podemos desconocer el recinto,
qué grupos tocarán, qué repertorio presentarán, qué día actuarán o
a qué hora.
Desde un punto de vista racional, es una compra sin sentido.
Está basada en una expectativa, en el recuerdo positivo de una
experiencia anterior que no tiene por qué repetirse. Obviamente,
existe una contrapartida económica a esa compra irracional: el
descuento. Compras a ciegas bajo la amenaza de que si tardas en
decidirte pagarás más por lo mismo. Es un tira y afloja puramente
psicológico en el que juega mucho el marketing: esos
publirreportajes que nos muestran recintos espaciosos y soleados
que esconden las aglomeraciones de cientos de personas a
medianoche. En los after movies de festival nadie vierte la cerveza
sobre nadie. Tampoco hay codazos, asfixia ni cansancio. Solo
atardeceres, sonrisas, brindis, flores en el pelo y camisas de
colorines. Y mucha gente rubia.
Compramos el abono anticipado porque en ese instante nos
sentimos más hábiles que el vendedor. Y esa sensación no va a
volver a producirse en nuestra relación con el festival. Es un poco
como cuando compramos un pantalón rebajadísimo sin querer
aceptar que alguna tara tendrá. Es como cuando compramos cinco
kilos de patatas aun sabiendo que alguna se pudrirá porque no
podremos consumirla a tiempo. Compramos con la intención de
sacar el máximo partido al dinero gastado porque de ese modo, la
ganga será más real. Pero a la hora de la verdad, sacamos un
partido relativo a esa compra. Los festivales trabajan desde hace
años con un abanico de precios que suben conforme pasan los días.
Aplican la teoría del empujón cada dos o tres meses mediante
campañas de marketing vinculadas al after movie de la anterior
edición, al anuncio del primer artista, a las fechas navideñas, al
anuncio de nuevos cabezas de cartel... Cuanta más información dan
sobre el producto, más sube el abono.
Pero, compremos al precio que compremos, jamás podremos
sacar partido completo a lo que hemos pagado. Es como cuando
nos apuntamos al gimnasio y juramos que iremos cada día, pero
solo aparecemos seis sábados al año. Tomamos la decisión
impulsiva de apuntarnos porque nos dieron el empujón necesario y
ese empujón anuló el análisis racional. Compramos ahora para
olvidarnos del asunto, para zanjar esta toma de decisión y no tener
que volver a pensar en ello cuando el abono vuelva a subir de
precio. Y porque comprar una entrada a precio de oferta genera una
satisfacción indudable y un horizonte de placer que nos acompañará
durante meses. Pero solo es una satisfacción imaginada a la espera
de la satisfacción real: la de asistir al festival y recibir lo prometido. Y
entonces es cuando el público pierde el control de la partida y queda
en manos del festival.

TRASTORNO POR ATRACÓN

Un festival de música es un festín de conciertos. Diez, veinte,


cincuenta o doscientos. Durante un día, tres o seis. Es un atracón
musical en toda regla al que el público se lanza, a menudo, después
de meses de abstinencia. Una ingesta compulsiva es un trastorno
de la conducta alimentaria caracterizado por engullir una cantidad
exagerada de comida en un corto periodo de tiempo, lo cual
conlleva una pérdida del control sobre lo que se ingiere. Aunque el
trastorno por atracón es una patología alimentaria, tiene algunas
características que tal vez resulten familiares al público de festivales
más voraz y apasionado: no puedes parar de comer, no controlas lo
que comes, no controlas la cantidad que comes; comes hasta
sentirte incómodamente lleno, comes aunque ya no tengas hambre,
sigues comiendo aunque te moleste seguir comiendo y, en el
momento en que por fin dejas de comer, te sientes culpable por todo
lo que has comido.
A diferencia de la comida, que llena el estómago de una forma
cuantificable, la música no ocupa espacio en nuestro cuerpo. Aun
así, una ingesta desmedida de música en vivo puede generar
algunas de las sensaciones antes descritas. «Ayer escuchaba
música en casa y me dieron náuseas. A partir de ahora soy
abstemio musical», tuiteaba un asistente del Primavera Sound tras
diez días de conciertos. «¿Cuánto tardará en volver a gustarme la
música? Miro la pila de discos frente al tocadiscos y me da angustia.
Por favor, ayuda», confesaba otro. Las redes sociales son un
entorno muy dado a exagerar los sentimientos, tanto los positivos
como los negativos, pero algo de cierto habrá cuando melómanos
empedernidos, personas que han construido su vida alrededor de la
música, salen de un festival trastocados hasta el punto de ser
incapaces de escuchar una sola canción más.
Los macrofestivales trabajan sobre unos cálculos de probabilidad
de éxito y beneficio, y una vez que han planificado su modelo
traspasan la experiencia de consumo a un espectador que no
siempre es capaz de engullir la oferta de una forma razonable. El
trastorno por atracón es una patología involuntaria, inducida por los
propios organizadores de estos eventos. Los festivales tienen una
lógica empresarial, pero el ser humano tiene unos límites que los
macrofestivales desbordan. No todos, por supuesto y por fortuna.
Los expertos en conductas alimentarias explican que las
personas que padecen trastorno por atracón se consideran
perfectamente sanas porque no relacionan su trastorno con otros
como la anorexia o la bulimia. Días después del atracón, estas
personas se sienten sinceramente capaces de controlar futuros
impulsos; creen que nunca más les volverá a pasar. Es el clásico
«no vuelvo a un festival en la vida» o «si vuelvo, me lo tomaré con
más calma». Pero no es tan fácil quitarse de un festival y
autoimponerse un consumo moderado. Si te gusta la música, lo que
te ofrecen esos tres días es demasiado tentador. Por mucho que
sepas que tu cuerpo es incapaz de engullir todo lo que el festival
pone a tu disposición; y que has pagado ya. Aunque sepas, por
experiencia, que entrar en un festival de música te obligará a decidir
qué grupos ver y cuáles no.

LA TEORÍA DEL BUFET LIBRE

A menudo se plantea el paralelismo entre los festivales de música y


esos bufets libres de restaurantes donde por un precio fijo puedes
probar todos los platos que desees. Es cierto que en ambos casos
comes hasta reventar, pero la comparación es imprecisa. A un
restaurante de bufet libre puedes volver la semana siguiente y
degustar todos los platos que no pudiste probar días atrás. Al
festival, no. Todos los grupos que no veas ese fin de semana ya no
volverán a tu ciudad hasta dentro de un año o más. O nunca. Esa es
la amenaza subliminal de todo festival.
El mismo paralelismo se puede establecer entre un festival de
música y un parque de atracciones, un museo o un zoo, pero
tampoco es acertado porque en todos estos casos puedes volver en
otro momento del año y disfrutar de otras atracciones, obras y
animales. Incluso podríamos retomar aquella comparación del
gimnasio: un día haces pesas, otro día nadas en la piscina, otro día
corres en la cinta y otro día juegas al pádel. No: el festival no
contempla alternativas. Todo está concebido y planteado como un
tajante ahora o nunca. Esas son las reglas cuando entras en el
recinto a disfrutar de esa tierra prometida de conciertos.
El infinito cartel de un macrofestival se parece más a una tienda
de electrodomésticos a punto de ser asaltada. Los ladrones lo tienen
todo a su alcance, pero no se lo podrán llevar todo. Tendrán que
elegir en función de múltiples variables: la exclusividad del producto,
su precio de venta en el mercado negro, su peso y su volumen, lo
cerca o lejos que esté de la salida... Y tendrán que elegir rápido.
¡Antes de que llegue la policía! Tan rápido, que muchas de las
decisiones que se planearon antes de asaltar el establecimiento
(esos itinerarios que elaboran los melómanos más previsores, con el
tiempo estipulado para cada actuación) quedarán arrolladas por
decisiones impulsivas de última hora. Esos cambios de planes
algunas veces resultarán acertados y otras serán desastrosos.
No siempre fue así. En el festival de Monterrey de 1967 solo
había un escenario y cuando acababa un concierto el público
conversaba, escuchaba, flirteaba o simplemente descansaba. No
existía la idea de que el tiempo entre dos actuaciones era un tiempo
perdido. Eran momentos para la socialización. No todas las horas
que estabas en un festival tenías que pasarlas obligatoriamente
viendo conciertos. En Reading, durante muchos años, solo hubo dos
escenarios y el público tampoco tenía esa sensación de estar
perdiendo el tiempo. Hoy la sobreoferta no te da un segundo de
respiro. El mensaje de fondo sigue siendo el mismo: «Aprovecha
ahora para ver a estos artistas porque están aquí de forma
excepcional».
Los festivales se presentan como la ocasión de disfrutar de
actuaciones únicas. Tras ellos hay un esfuerzo económico y
logístico por ofertar lo nunca visto en esa ciudad, en esa provincia,
en ese país o en ese año. Fomentan, por activa y por pasiva, la idea
del consumo musical como un acto excepcional, como algo que
hacer en unas fechas muy puntuales y concretas: las suyas.
LA PARADOJA DE LA ELECCIÓN

Comprar un abono de festival significa, en muchos casos, comprar


un billete de lotería. Buena parte del uso que hagas de él será
cuestión de suerte. Es posible que hasta una semana antes no
sepas exactamente en qué consiste el plan. Y no ya porque
excepcionalmente pueda cancelar su visita algún artista, sino
porque la actuación que más ganas tienes de ver se programe a las
tres de la madrugada o, peor aún, coincidiendo con la actuación, en
otro escenario, de otro de los artistas que te motivaron a comprar el
abono. No es nada extraño encontrar a gente en las redes sociales
que celebra la cancelación de un concierto que tenía muchas ganas
de ver porque eso le evita tener que descartar otro grupo
programado a la misma hora y que también anhelaba escuchar.
Celebrar que un grupo cancele su actuación en un festival por el que
has pagado: así de tarumbas podemos quedarnos cuando caemos
en estas espirales de ansiedad musical inducida.
De algún modo, y aunque parezca que cuantos más grupos
programa un festival, más grupos podrás ver, la realidad no es
acumulativa, sino selectiva. Solo tienes dos ojos y dos piernas, de
modo que cuanto mayor es la oferta, más grupos te verás obligado a
descartar. Paradójicamente, cuando compras un abono estás
financiando tanto a los grupos que quieres ver como a los que no te
interesan. Pagas por lo que humanamente eres incapaz de disfrutar.
Y eso, claro, también puede generar frustración. Cuidado: aquella
sensación de victoria que percibiste al comprar el abono a un precio
de oferta empieza a diluirse.
El psicólogo estadounidense Barry Schwartz, que durante
décadas ha estudiado los vínculos entre la economía y la psicología,
acuñó el concepto de la paradoja de la elección en su libro The
Paradox of Choice: Why More Is Less. 1 De sus análisis dedujo que
la sobreabundancia de opciones afectaba negativamente a los
ciudadanos de las sociedades occidentales. Tener cada vez más
posibilidades de elección, asegura Schwartz, no nos hace más
felices, sino todo lo contrario. La paradoja de la elección es que
tener más opciones genera más estrés psicológico. Nos gusta tener
opciones, pero cuantas más tengamos, más nos costará elegir.
Ni siquiera hace falta entrar en un festival para constatar esta
sensación. Es lo que nos sucede de forma casi ridícula cada vez
que queremos escoger en nuestra plataforma de películas y series,
lo que nos pasaba décadas atrás cuando nos bloqueábamos
delante de la cartelera de cine o lo que aún nos pasa cuando la
carta de un restaurante oferta demasiados platos. Es algo que ya
desarrolló la investigadora canadiense Sheena Iyengar en el libro El
arte de elegir 2 a partir de su experimento de los tarros de
mermelada: comprobó que exponiendo veinticuatro botes de marcas
y sabores distintos en los estantes de un supermercado, la clientela
compraba menos mermelada que si en esos mismos estantes el
dueño del establecimiento solo exponía seis opciones de marcas y
sabores entre los que escoger.
El cerebro sufre cuando le planteas demasiadas opciones. Y
cuando le obligas a elegir constantemente durante tres días, incluso
en un contexto de ocio, de ocio consumista y musical como el que
proponen los macrofestivales, la situación puede ser agotadora.
Porque la paradoja de la elección de Schwartz desvelaba algo más:
que cuantas más opciones tengamos que valorar, más insatisfechos
estaremos con la elección final. Ojito: nos precipitamos a un lose-
lose.
El miedo a perderte algo, ese fear of missing out (FOMO) tan
diagnosticado y generalizado en las sociedades modernas, se
manifiesta de forma exagerada en los macrofestivales. El fenómeno
de la oportunidad perdida es ese sentimiento de insatisfacción
posterior a la compra de un objeto que ha implicado descartar otros
tres. A esta paradoja se la conoce también como remordimiento del
comprador, y es fruto de esa presión que sentimos cuando escoger
también implica descartar, algo que en los macrofestivales sucede
más cuanto mayor es la oferta. La estantería de las mermeladas de
un festival puede tener solo seis tarros en vez de veinticuatro, pero
elegir un grupo u otro no se resuelve alargando el brazo, sino
caminando varios minutos durante los cuales seguirás valorando si
la decisión tomada ha sido correcta. Esa sombra de la duda te
puede perseguir todo el trayecto. ¡Todo el festival! El cerebro se
parapeta en posición de autocastigo, pensando obsesivamente en el
concierto descartado en vez de disfrutar con plenitud del escogido.
Los humanos podemos ser así de retorcidos.
En los últimos tiempos, al estresante proceso de elegir qué
concierto vamos a ver en el marco de un festival se ha sumado un
factor que altera aún más nuestro cerebro: las redes sociales.
Mientras un espectador se dirige al concierto A, tú puedes recibir
información de espectadores que están en el concierto B o en el C;
justo los dos que descartaste tú. Es información que resquebrajará
aún más tu ya de por sí frágil decisión. Y en contextos proclives al
postureo como las redes sociales y los festivales de música (redes y
festivales son el combo letal del postureo), el uso de estas multiplica
aún más ese juego de espejos falseados que distorsiona la realidad
que se puede estar viviendo en el escenario contiguo.
Los festivales, al fin y al cabo, son como una red social en sí
misma: espacios humanamente inabarcables en los que pasas a ser
un avatar más que postea experiencias e interacciona con otros
avatares que a su vez postean vivencias que están experimentando
a doscientos metros de donde tú estás. Hasta cierto punto, ya da
igual que estés o no dentro del festival. Puedes vivirlo virtualmente e
interactuar desde casa con cientos de miles de informadores que
tuitean sobre conciertos míticos, colas infernales y bises explosivos.
Es un sinfín de estímulos que, por un lado, construyen un relato
paralelo y atomizado del festival y, por otro, proporcionan pistas en
tiempo real de si estás en el lugar y el momento adecuado. Minería
de datos y de ratos que cada cual utiliza como le conviene.
Paradójicamente, el público que se siente más cómodo en los
macrofestivales es el que no tiene un interés especial por la música
que suena allí. Si los primeros festivales españoles se postulaban
como refugio para melómanos que se sentían desatendidos por la
agenda de conciertos, el crecimiento de estos certámenes ha
provocado que vuelvan a sentirse desatendidos y expulsados. Ese
sector del público sinceramente interpelado por la sobreoferta de
opciones y, por lo tanto, víctima de la paradoja de la elección, es el
que lo pasa peor, el que desarrolla más esos sentimientos de
ansiedad y frustración. Esa sensación constante de estar
perdiéndote momentos históricos les persigue todo el fin de semana
allá donde estén. Irte de un concierto dos minutos antes de que
suene la mejor canción del grupo porque querías comprobar si en
aquel otro escenario todo era tan divertido como aseguraba aquel
tuitero puede provocarte una doble frustración: estabas en el lugar
adecuado, sí, pero te marchaste un pelín antes de tiempo.

LAS NUEVAS MARATONES

En la última edición del Primavera Sound, una espectadora


extranjera celebraba haber batido su récord de resistencia
festivalera y mostraba en su cuenta de Twitter una captura de
pantalla de la app de salud de su iPhone: había descansado en la
cama una hora y diecisiete minutos y había realizado 35.858 pasos.
«Me temo que este es mi récord personal —celebraba—,
considerando que no llevaba un Apple Watch que contabilizase lo
que bailé sin moverme del sitio.» Para tener una vida saludable, la
Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que cada
persona realice diariamente entre 7.000 y 8.000 pasos. El caso de
esta espectadora no es en absoluto único. Los festivales de música
son entornos físicamente exigentes; más exigentes cuanto mayor es
el recinto y más horas de música se programan. Ya hay quien
califica los macrofestivales como los nuevos maratones.
Numerosos estudios demuestran cómo el exceso de ejercicio
físico disminuye nuestra capacidad de toma de decisiones
acertadas. Un entrenamiento de alta intensidad induce fatiga
cognitiva y reduce la actividad del cerebro en el área prefrontal,
precisamente la que gestiona la toma de decisiones. La fatiga física
se traslada a la fatiga mental, perdemos capacidad de atención y
capacidad de disfrute. Una situación de cansancio físico no parece
la más idónea para disfrutar de un concierto. Sin embargo, en todo
festival llega ese momento en el que aparece el agotamiento y aún
faltan seis horas para la actuación más deseada.
El festival lleva incorporado en su guion la posibilidad del
cansancio, una posibilidad que, en realidad, es una certeza.
Acabamos el festival agotados; no hay más. Algunos se preparan
físicamente para aguantar estas maratones musicales. Bien por
ellos, pero disfrutar de la música no debería requerir preparación
física. Es un sinsentido que, como tantos otros, hemos asumido. La
música mejora el rendimiento físico, pero el agotamiento físico
reduce la apetencia musical. Y en esta extraña dualidad, el
macrofestival acaba decantando la balanza en favor del
agotamiento. Es entonces cuando aparece, nuevamente, el
sentimiento de culpa individualizado. Pensamos que no aguantamos
el ritmo de un festival porque somos débiles, no porque el ritmo de
un macrofestival sea inaguantable.
Hay más factores que influyen en esta percepción negativa. Una
de ellas es la sobrecarga sensorial, esa sobreestimulación tan típica
de los festivales y ante la que nuestros sentidos quedan
desbordados. Esa superposición de zumbidos, conversaciones y
ritmos procedentes de varios escenarios; esos recintos sacudidos
por luces brillantes y estroboscópicas; esas zonas de restauración
en las que se mezclan todo tipo de olores; esos roces, codazos,
empujones y pisotones que recibimos en las zonas más saturadas
de público. Todos esos factores intrínsecos al festival pueden derivar
en pequeños brotes de ansiedad o estrés, en una mayor irritabilidad,
en momentos de extraña tensión muscular o en puro agobio. El
macrofestival es la antítesis del oasis de tranquilidad, aunque dentro
de algunos puedan existir esos oasis. El Auditori del Fòrum dentro
del Primavera Sound es el mejor ejemplo. Y, precisamente por ser
una burbuja de paz ajena a todos los sobreestímulos sensoriales del
festival, es tan apreciada por el público.
Resulta inconcebible un festival de música en el que, durante
espacios de tiempo regulados, no suene ninguna música. Aunque
parezca absurdo, el público lo agradecería. El cerebro humano
funciona incluso cuando parece que no funciona. En estado de
reposo, se activan las ondas alfa de recarga, ondas de relajación
originadas en el lóbulo occipital. No es necesario estar durmiendo;
basta con estar descansando para que activen su proceso de
recarga neuronal. Esas ondas alfa, en momentos de máxima
actividad, nos permitirán rendir al máximo nivel de exigencia.
Aunque, desde un punto de vista práctico, creamos que descansar
en un festival es perder el tiempo, neuronalmente es imprescindible
para que el cerebro esté en una disposición receptiva, de escucha
activa, de disfrute.
Los minutos sin música son oxígeno para la música, pero en los
festivales ya no existen y eso acorrala el cerebro en una situación
de constante estimulación sensorial (no solo auditiva) que poco a
poco mengua nuestra capacidad para interiorizar tantísimos
estímulos. Y no solo desde el punto de vista neuronal: desde un
punto de vista social, las pausas entre conciertos son fundamentales
para saborear y digerir la música. Los minutos posteriores al
concierto, esos minutos de margen antes de volver al mundo real,
tras ese viaje que nos ha proporcionado la música, esas
conversaciones posteriores a la actuación, pueden resultar tan
enriquecedoras y determinantes para asentar la experiencia en la
memoria como el concierto mismo. Sin esos instantes para digerir el
momento vivido, puede que el recuerdo se disipe en cuanto empiece
el siguiente concierto. Y que, al cabo de un mes, ya ni recordemos
el tremendo placer que nos generó. Una pena, teniendo en cuenta lo
excepcional que fue y el dinero que nos costó.

UNA TESIS DOCTORAL

Jordi Oliva es músico, ingeniero industrial y gestor cultural. Tras


años de asistir a festivales de todos los tamaños y observar el
comportamiento del público, empezó a hacerse preguntas. ¿Cómo
afectan los festivales a la gente desde el punto de vista de las
emociones? ¿Cómo se traducen esas emociones en la construcción
de una identidad cultural? ¿Acaso los festivales generan vínculos
afectivos? ¿Qué diferencia hay entre las expectativas del público
que asiste a un festival y la valoración final que hace de este?
¿Existe una preocupación por parte de los promotores de festivales
respecto a las emociones que generan en el público y el impacto
cultural que estos eventos puedan generar? ¿Qué persiguen los
promotores cuando organizan un festival, además del beneficio
económico?
Todas estas dudas vertebrarían la tesis doctoral Cultural Impact
Perception through Attendee’s Emotions in the Context of Music
Festivals [Percepción del impacto cultural a partir de emociones de
los asistentes en el contexto de festivales musicales] publicada en
2021. La primera respuesta a su planteamiento llegó antes incluso
de redactar la primera línea. Oliva contactó con seis de los festivales
españoles más importantes (Sónar, Primavera Sound, FIB, Viña
Rock, BBK Live y Mad Cool) para mostrar su interés por evaluar
sobre el terreno el impacto de estos eventos en sus respectivos
públicos. Solo el BBK Live respondió a la llamada y, aun así, llegado
el momento de iniciar la investigación, tampoco mostró ningún
interés ni ofreció ninguna facilidad. Al final, el doctorando realizó
encuestas y entrevistas al público del festival vasco sin autorización
de la empresa.
Su estudio incluía otros dos eventos musicales: el festival
Donostiako Jazzaldia, que durante una semana de julio ofrece
decenas de actuaciones (gratuitas y de pago) en distintas
ubicaciones de San Sebastián, y la Quincena Musical de San
Sebastián, un ciclo de música clásica que se celebra cada agosto
desde 1939. De este modo, podría establecer comparaciones entre
el impacto de estos otros modelos de evento musical más
diseminados en el tiempo y con menos concentración de
actuaciones en un mismo recinto y el del macrofestival BBK Live,
que durante tres días acogía más de noventa actuaciones en el
recinto de Kobetamendi de Bilbao.
Una de las primeras conclusiones extraídas de las más de
trescientas encuestas realizadas en los tres eventos fue que el
rango de emociones positivas era más alto entre el público de la
Quincena y que en el BBK Live la mayoría de las emociones
negativas apuntaban hacia la tensión y estaban vinculadas con
aspectos extramusicales: colas, lluvia, cansancio, aglomeración de
público en los conciertos... Aunque la masificación es un elemento
implícito en todo macrofestival, este era uno de los aspectos más
criticados por el público del BBK.
Por otro lado, entre el público de la Quincena, el factor social
tenía mucho menos peso que el musical, mientras que en el
macrofestival estaban casi empatados. De hecho, algunos
espectadores del BBK reconocían asistir al festival porque iban sus
amigos, no por motivaciones estrictamente musicales. De cara al
impacto emocional de la música, este no es un factor negativo, ya
que escuchar música rodeado de amigos multiplica el impacto de las
emociones que esta pueda generar. Sin embargo, y contra lo que
pueda imaginarse, a la hora de cuantificar momentos de
trascendencia musical, el estudio mostraba que los asistentes a la
Quincena experimentaban bastantes más que los asistentes al
macrofestival.
Ahí Oliva intuye que la diferencia no tiene tanto que ver con el
tipo de música, como con la abundancia o ausencia de elementos
de distracción. El público de un festival está sometido a muchos
otros estímulos más allá del estrictamente musical. Durante el
concierto en un macrofestival acumulas emociones de todo tipo: te
gusta la canción, pero a la vez tienes frío o sed, y estás cansado, no
sabes dónde está tu amigo, te estás perdiendo otro o te han pisado.
«Todos estos factores van generando tensión en el espectador y lo
dividen internamente», opina Oliva. Otro elemento de distracción es
el teléfono móvil. En el festival de música clásica te obligan a
apagarlo. El macrofestival, en cambio, te ofrece espacios para
recargarlo. «Al festival le interesa que estés ahí dentro el máximo
tiempo y hará todo lo posible para que no te vayas. Te pondrá
atracciones, estands de ropa de diseño, escenarios de otros
patrocinadores y, si hace falta, un punto de recarga gratuita para
que no te quedes sin batería», constata Oliva.
Cuando escuchamos música perseguimos un propósito
emocional. Falta ver si un macrofestival facilita ese propósito o si,
por contra, lo dificulta. La misma duración de los festivales, en
comparación con esos ciclos en los que solo hay una o dos
actuaciones por jornada, van minando la capacidad de
concentración del público y, por lo tanto, sus opciones de alcanzar
ese propósito emocional. El macrofestival, eso sí, lo compensa
aportando otro aliciente: el social. La tesis de Oliva constataba, sin
embargo, que la Quincena Musical creaba vínculos comunitarios
más sólidos que el macrofestival: amistades que duraban años,
encuentros más allá del festival... Las relaciones en el contexto del
macrofestival, por contra, tendían a ser más intensas y efímeras. La
edad del público es un factor determinante: el del BBK Live era
mucho más joven. Pero no es menos cierto que cuando el objetivo
es reunir al máximo número de gente se diluye la posibilidad de
fomentar la consolidación de comunidades.
El objetivo de fondo de la tesis de Oliva era estudiar en qué
medida estos momentos de trascendencia musical tienen un
impacto cultural o no. Los psicólogos se refieren a estos momentos
como peak experiences, y se caracterizan por generar una
alteración en la percepción del entorno, una suerte de fusión íntima
con la pieza musical que deriva en una emoción que trasciende ese
instante, que es recordada tiempo después y que, por lo tanto, tiene
potencial para modificar nuestro gusto, nuestra forma de escucha y
nuestro consumo cultural. Aunque la tesis no es concluyente en este
sentido, apunta que cuanto más intensas y abundantes sean esas
experiencias de máxima intensidad, mayor será el impacto cultural.
Y recordemos que la tesis sí era concluyente al constatar que el
público del ciclo de música clásica vivía más momentos de
trascendencia musical que el del BBK.
Llegados a este punto, cabe preguntarse si un macrofestival es
capaz de generar el clima necesario para que el público perciba
esas peak experiences. No es una pregunta retórica. Los impactos
culturales que puede generar un festival van mucho más allá de lo
musical. Alba Colombo, investigadora en la gestión cultural, clasifica
los impactos culturales de un festival en cinco ámbitos: información
o desinformación, consolidación o pérdida de tradición, construcción
o deconstrucción de una identidad cultural, integración social o
creación de guetos, y cohesión social o exclusión. Un festival puede
alterar preferencias musicales, pero también reforzar identidades
culturales o regionales, e incluso crear sentimientos de comunidad.
Otro tema es que, en aras del beneficio económico, muchos
festivales musicales renuncien a todo ese potencial.
En opinión de Oliva, «el público de macrofestivales hemos
claudicado como consumidores». Y lo dice en primera persona.
Hemos renunciado a una serie de mínimos porque hemos aceptado
que un macrofestival conlleva toda una serie de molestias. En su
tesis sorprende leer las respuestas de asistentes que, tras plantear
múltiples quejas, dicen tener un recuerdo positivo del evento. Es una
percepción acentuada por la publicidad previa y posterior y, también,
por lo que otros asistentes al festival consideran una suerte de
postureo persistente que lleva a romantizar el cansancio acumulado
y a describirlo como algo positivo. Al fin y al cabo, a nadie le gusta
aceptar que se equivocó un año más, y ya van cinco, aquel día que
compró el abono de un macrofestival.
La retórica del festival se mantiene inalterable: será una
experiencia inolvidable. Pero es complicado definir con precisión en
qué consiste esa experiencia y, sobre todo, qué poso deja. Entre
otros motivos, porque las respuestas a las encuestas de satisfacción
variarán si se contestan durante el festival, la semana siguiente o al
cabo de un mes. En la última década han aparecido en el extranjero
estudios que analizan el impacto emocional de los festivales. Dado
que estamos ante un modelo de consumo masivo que difícilmente
va a desaparecer, para Oliva sería crucial plantear un seguimiento
de varios años a espectadores españoles habituales en festivales. A
partir de ahí sí se podría determinar qué huella dejan en el público,
cómo alteran nuestras vidas, nuestra relación con la música,
nuestros vínculos sociales, qué tipo de cultura generan o
exterminan, qué hábitos introducen y hasta qué punto enriquecen o
empobrecen nuestro bagaje cultural.

LA DEPRESIÓN POSFESTIVAL

Pronto hará una década que empezó a utilizarse el término post


festival depression para referirse a la sensación de vacío que te
aborda en los días posteriores al festival. Algo parecido al síndrome
posvacacional, pero causado por un periodo más reducido de
tiempo: los tres días que haya durado el evento. Hace décadas era
inimaginable tener que acuñar un concepto así vinculado a una
experiencia musical. De hecho, incluso hoy suena terrible que
espacios nacidos para disfrutar de los conciertos hayan generado
pseudopatologías de tal calibre.
A saber: te levantas el lunes y el cerebro no genera serotonina de
forma regular. Sientes un abatimiento que va más allá de lo normal.
No es solo cansancio físico; mentalmente también percibes
agotamiento. Y algo más: una mezcla de nostalgia y vacío. Todos
aquellos estímulos musicales se te han escurrido de las manos
como el agua. Has salido de aquel macrofestival del exceso en el
que has pasado días engullendo música y todo lo demás sin tregua
ni preocupación y la vuelta a la realidad se está haciendo muy dura.
También se habla del suicide tuesday, ese martes posterior al
festival en el que desarrollas instintos suicidas. Este ya es un
fenómeno más vinculado al consumo de drogas y, por lo tanto, está
vinculado a una práctica no exclusiva de los macrofestivales, sino de
los fines de semana, por mucho que en entornos festivaleros puede
acentuarse.
Cada año se publican decenas de artículos sobre cómo
prepararse físicamente para un festival y otros tantos sobre cómo
combatir esta sensación de vacío posterior. Volvemos a lo mismo:
seguimos hablando de un modelo de consumo musical inhumano,
excesivo y potencialmente dañino. Un ciclo de sobredosis y
abstinencia, sobredosis y abstinencia. Todo es fruto de un
planteamiento de base erróneo: convertir algo cotidiano como
escuchar música en algo excepcional, dejar de dosificar la música a
nuestra conveniencia y pasar a consumirla a destajo según la
conveniencia y las órdenes del gran negocio festivalero.
Lo saludable sería un consumo musical más regulado y
espaciado a lo largo del tiempo, pero a la industria del espectáculo
le resulta más rentable un modelo basado en la concentración de
público y de conciertos en una fecha y un lugar concretos. Y para
que el público responda año tras año a la llamada olvidando los
juramentos del año anterior («¡Aquí no vuelvo!»), los festivales solo
tienen un arma: programar a las bandas más deseadas del
momento. Esa ya es otra guerra.
3

Caché

¿Cuánto cuesta un grupo? Esa es la pregunta del millón. Y la


respuesta, en algunos casos, puede ser precisamente esa: un
millón. En la última década se ha disparado tanto el caché que piden
algunos grupos por tocar en España que, según profesionales del
sector, la cifra tabú del millón de euros quedó superada y ya no es
excepcional pagar más de un millón por un cabeza de cartel.
Algunos grupos han multiplicado por veinte su caché en solo dos
décadas. Y la inflación del sector, lejos de estabilizarse, sigue
desbocada por múltiples motivos, de modo que ya no es en absoluto
descartable que dentro de cinco años se estén pagando dos
millones de euros por actuaciones exclusivas en festivales
españoles.
Como tantas cosas en este mundo, el precio de un grupo está
determinado por lo que alguien esté dispuesto a pagar. Y los
festivales están dispuestos a pagar más de lo que vale el grupo.
¿Tiene esto algún sentido? Por supuesto. En épocas de alta
rivalidad entre festivales y en veranos con pocos grupos de primer
nivel en gira, el precio de las bandas disponibles sube. Por otro lado,
contratar a un grupo de gran nivel no solo te permite vender abonos
y, con suerte, recuperar la inversión: también te permite posicionarte
en el sector de los festivales, adquirir prestigio frente a posibles
patrocinadores y dar a entender a las Administraciones Públicas que
eres un festival grande y con..., ejem, buen gusto.
Los festivales consagrados pueden jugar con el prestigio
acumulado para obtener bandas a precios más razonables, pero los
que necesitan abrirse un hueco en el circuito pagarán esa necesidad
y eso se traduce en precios sobrealzados. Siendo este un país cuyo
circuito festivalero no ha dejado de crecer, cuando un agente
internacional recibe la llamada de un joven festival español se frota
las manos con codiciosa excitación. España tiene fama de haber
crecido a golpe de talonario (a menudo, con dinero público), pero
todos los festivales han pagado alguna vez más de la cuenta por un
grupo, porque todos fueron novatos algún día. Y todos se celebran
en un país donde la venta de discos ha sido residual en
comparación con los mercados vecinos. Un promotor español nunca
pudo decir: «Si vienes a mi festival por poco dinero, lo recuperarás
vendiendo muchos discos». Hoy, aún menos. Todo lo que saquen de
España será ese caché.
Pero del mismo modo que un festival puede pagar un millón de
euros por un grupo que no arrastra una cantidad de público
proporcional, también puede negarse a pagar 10.000 euros por un
grupo que sí los vale porque es capaz de generar una venta de
entradas que compense esa cifra. Nada es del todo lógico en la
relación entre grupos y festivales, porque esa relación pocas veces
es directa y transparente. Y el vínculo comercial entre grupo y
festival será menos directo cuanto más grandes sean uno y otro.
Las condiciones de estos acuerdos y, en definitiva, la composición
de los carteles de los festivales, está altamente dominada por una
red de intermediarios que sugiere y a veces decide qué grupos
vemos cada verano en función de unos intereses que no siempre
son artísticos. Es un entramado opaco y muy influyente.

EL ENTRAMADO INTERNACIONAL

Repitamos la pregunta: ¿cuánto cuesta un grupo? Un grupo no tiene


un precio fijo por mucho que él y su agente marquen uno al inicio de
cada temporada. Un grupo cuesta lo que alguien esté dispuesto a
pagar. Y los festivales son los que más dinero pagan a los grupos.
Un festival pagará más o menos en función de muchas variables: el
momento del año, el momento de popularidad del grupo, el esfuerzo
que tenga que hacer el grupo para llegar al festival en función de su
calendario de gira, la cantidad de conciertos que haga ese mes en
otras ciudades españolas o los acuerdos de exclusividad que
acepte.
Todas estas negociaciones las llevan a cabo los bookers o
contratadores de artistas; entre otras razones, porque los directores
de festivales españoles pueden no tener idea de música o ni
siquiera hablar inglés. En función de su dimensión, un festival puede
tener uno, tres o siete bookers que sondean el mercado en busca de
los artistas más interesantes y contactan con los agentes que
manejan sus carreras. Cuatro agencias dominan el sector a nivel
mundial: William Morris Endeavour (WME), Creative Artists Agency
(CAA), United Talent Agency (UTA) y Wasserman Music. Y en cada
una de ellas operan decenas de agentes con sus respectivas
carteras de artistas, lo cual implica que entre estas cuatro grandes
agencias puedan manejar varias decenas de miles de grupos y
solistas.
Es un mercado en continuo movimiento. El agente de una gran
agencia se puede independizar y llevarse consigo a todas sus
bandas, y también una agencia pequeña puede ser absorbida por
una de las cuatro grandes. Porque, al margen de estas cuatro, hay
decenas de agencias de tamaño medio o pequeño con un roster o
listado más reducido de artistas, pero no necesariamente menos
potentes. Radiohead, Arctic Monkeys y Ed Sheeran, por ejemplo,
trabajan con agencias medianas o unipersonales.
Acceder a esas agencias no es tan fácil como llamar por teléfono
y pedir que los Foo Fighters vengan a tu festival. No atienden a
cualquiera. El festival debe ganarse su confianza: demostrar que es
solvente económicamente y que su artista no se verá envuelto en
una situación desagradable. Lo primero se resuelve con un buen
anticipo (los grupos extranjeros suelen cobrar por adelantado el 50
% del caché), pero lo segundo requiere tiempo y pruebas. Por eso
las agencias tantean a los festivales ofreciéndoles grupos de menor
envergadura. «¿Quieres a Neil Young? Este año, quédate con Paul
Young y, según cómo te portes, el año que viene ya hablaremos de
Neil Young.»
Ese «según cómo te portes» tiene múltiples traducciones. De
entrada, puede querer decir pagar un caché más generoso de la
cuenta. Pero también puede significar colocar al artista en un horario
y escenario preferentes. O alojarlo en un hotel de ensueño. O
conseguirle todo lo que se le antoje: instrumentos, catering,
mandanga... En este sentido es muy instructivo el libro Aquí vivía
yo 1 del exbooker del FIB Joan Vich Montaner. En un capítulo
cuenta que el festival de Benicàssim tenía su dealer oficial, la
persona que se encargaba de suministrar drogas a los artistas que
las necesitasen. No es una práctica exclusiva del FIB. Es una forma
de controlar el material que circula por el recinto y evitar que algún
artista consuma droga de mala calidad que pueda arruinar su
actuación.
Siguiendo con el «según cómo te portes», la consigna también
puede significar dar tanta visibilidad mediática al grupo que parezca
que es el más importante de todo el festival. Portarse bien significa,
en resumidas cuentas, que el artista salga encantado del festival.
Pero, antes de eso, «portarse bien» también puede significar
aceptar a otro grupo por el que inicialmente no sentías ningún
interés y que tu público descubrirá porque lo ha impuesto el agente
internacional. En los carteles de todos los festivales hay bandas que
ni el público ni nadie había demandado: son cromos, apuestas los
llaman, para negociar futuros fichajes en mejores condiciones. Un
caso extremo sería el capricho de Morrissey, que obligó a contratar
al grupo de su sobrino como requisito para actuar en el FIB.
La satisfacción del agente internacional afianzará el prestigio del
festival, pero, sobre todo, consolidará el prestigio del booker que
haya negociado la presencia de aquel grupo. Ese booker pasará a
ser una persona de confianza para el agente. Al año siguiente,
cuando lo llame para fichar a Neil Young, notará un cambio en su
actitud. O tal vez se encontrará ante una nueva prueba: lo de Neil
Young se ha complicado, pero tal vez pueda conseguirle a Jaymes
Young. O a Young Thug. O a Young Fathers. O a Young Medicine. O
a Young Marco. Si las negociaciones para contratar a Neil Young se
eternizan, el booker español tal vez deberá sospechar que ese
agente no acaba de confiar en él, que le está toreando, que lleva
años y años colocándole apuestas bajo una falsa promesa.
En este negocio, el agente internacional siempre tiene la sartén
por el mango. Es una relación que genera muchas servidumbres. De
patriarca y lacayo. En este contexto de sumisión constante cabe
ubicar anécdotas de tiempos lejanos en los que varios bookers y
directores de festivales enemistados coincidían en la sala de espera
del despacho de un agente londinense potente. Era una situación
tensa que podía ser fruto de la casualidad, aunque cabe sospechar
que la casualidad estuviese provocada por el propio agente que, de
este modo, hacía ver de forma clara a cada festival que su oferta
debería ser cuantiosa porque en la sala de espera había otro festival
posiblemente interesado en los mismos grupos.
«Los agentes internacionales son muy agresivos», comenta un
booker español que emplea el término bullying para describir los
términos a menudo vejatorios en que se pueden forjar estas
relaciones. Un buen booker será aquel que sepa lidiar con los
agentes internacionales, el que se gane su respeto a fuerza de
profesionalidad y no de ceder sumisamente a sus presiones. Un
buen booker será, también, el que se gane el respeto y la confianza
del mayor número de agentes, porque solo así podrá escoger entre
el máximo número de grupos para componer el cartel de su festival.
Si únicamente tienes el trato favorable de dos agentes, es probable
que tu festival acabe repitiendo grupos durante décadas.
Cuantos más contactos tenga un booker, más variada será la
programación del festival en el que trabaje. Y cuantos más bookers
tenga un festival, más posibilidades tiene de componer carteles ricos
y diversos. Pero la solvencia y experiencia de los bookers solo se
adquiere con los años, y en España los bookers con más
experiencia no llevan más de dos décadas en el negocio porque el
circuito de festivales apenas gateaba a finales de la década de los
noventa. Buena parte de los bookers españoles de macrofestivales
se curtieron en el FIB, el Doctor Music Festival y el Summercase, y
de ahí saltaron al Mad Cool, al BBK Live y al Primavera Sound. En
España, solo hay una veintena de bookers con prestigio suficiente
para negociar con los grupos más cotizados. En los últimos años,
prácticamente un tercio ha pasado a trabajar para el Primavera
Sound.
Que los macrofestivales españoles lleven prácticamente dos
décadas siendo confeccionados por las mismas personas, bookers
que cambian de festival llevándose consigo su cartera de contactos,
explica en parte por qué los carteles de los festivales españoles se
parecen tanto entre sí. El Primavera Sound, además de tener más
bookers que cualquier otro macrofestival español, lleva años
intentando feminizar y rejuvenecer su plantilla de bookers. Y se
nota. La mayoría de los bookers españoles de primer nivel andan
más cerca de cumplir cincuenta años que de haber cumplido los
veinte. Tampoco este es un detalle menor a la hora explicar por qué
la media de edad de los cabezas de cartel de los festivales es tan
elevada.
Cuanto más poderoso sea el festival, mayor será su capacidad
para fichar grupos. Sin embargo, su tamaño también lo hará más
dependiente de los grandes nombres y, por lo tanto, de los agentes
internacionales. Un festival para 10.000 espectadores necesita
cabezas de cartel capaces de convocar a 6.000; y de esos hay
muchos. Un festival para 80.000 personas necesita cabezas de
cartel que vendan 40.000 abonos; pero de esos hay pocos. En el
mundo hay muchos más macrofestivales que grupos capaces de
llenarlos. Y a partir de este desequilibro entre demanda y oferta se
organiza cada temporada la gran subasta de artistas.

UNA PARTIDA DE CARTAS

El cartel de un festival es un rompecabezas que se arma a partir de


unas piezas centrales que son los cabezas de cartel. Aunque hace
dos décadas los festivales españoles insistían en que su cabeza de
cartel era el nombre del festival y no los grupos más famosos (¡qué
tiempos aquellos!), a partir de mediados de los 2000 la competencia
en el sector ya era tan severa que la única forma de asegurarse la
venta de abonos era contratar a grupos cada vez más famosos. La
mayoría del público que va a un macrofestival lo hace atraído por los
cabezas de cartel. Por eso, la negociación de los peces gordos es la
que hay que cerrar primero para activar la venta de abonos cuanto
antes. Por eso, cada año esas negociaciones se adelantan más.
Tanto, que antes de que finalice la edición de un festival ya se están
negociando los cabezas de cartel de la siguiente. Pero eso no
implica que los contratos se cierren con un año de antelación.
Porque quien marca los tiempos en las negociaciones es, cómo no,
el agente internacional.
El proceso siempre es el mismo. La agencia comunica la noticia.
Por ejemplo: Radiohead saldrá de gira en 2024. A partir de ahí, cada
festival lanza su oferta. La agencia escucha las ofertas y las
aguanta; aguantar la oferta significa esperar a dar un sí o un no
mientras recibe más ofertas y las valora. Llegarán propuestas de
festivales de todo el planeta y a partir de ellas el agente diseñará un
calendario y una ruta. Las ofertas más altas tendrán más números
de ser aceptadas, pero si, por ejemplo, el conjunto de ofertas
estadounidenses supera al conjunto de ofertas europeas, ni la oferta
europea más alta podrá pescar al grupo. En este sentido, que un
promotor organice tres festivales le da más poder de negociación;
ofertando tres fechas puede llevarse el gato al agua y convertirse en
cliente preferente a ojos del agente. Pero, al mismo tiempo, una
oferta europea poco generosa puede acabar siendo aceptada si
cuadra en el recorrido que la agencia intuye que reportará más
ingresos en el menor número de fechas.
Por si no ha quedado claro: el trabajo de un agente es conseguir
para su grupo la máxima cantidad de dinero en el mínimo número
de festivales. Y todo funciona como una partida de cartas en la que
la banca (la agencia) valora opciones, los festivales pasan meses
esperando respuesta, y los artistas son solo cromos que irán de un
lado a otro en función de los cálculos del agente. Cuando el agente
toma una decisión —por ejemplo, que el grupo estará en Estados
Unidos en junio y no llegará a Europa hasta julio—, se reactiva la
subasta entre los festivales que encajan en el calendario. Todas las
ofertas que habían hecho por Radiohead los festivales españoles
que se celebran en junio irán a la papelera; las de julio se pondrán
sobre la mesa y se negociará solo con estas. Una vez cerrados los
acuerdos con los cabezas de cartel, las negociaciones con artistas
medianos y pequeños se acelerarán y el rompecabezas irá
cobrando forma.
En su libro Aquí vivía yo, el booker Joan Vich desvela algunas de
las cifras que se pagaron en el FIB. Explica, por ejemplo, que en
2006 Depeche Mode cobró 400.000 euros. Son cifras de ese año y
de ese festival. Otros festivales habrán podido pagar más o menos
según las circunstancias de cada momento. Un artista puede
multiplicar por diez su caché en cuestión de meses. En 2007 el FIB
pagó 50.000 euros por una Amy Winehouse que un año después ya
pedía 500.000 euros. ¡Un grupo puede cambiar de precio en
cuestión de horas! En un nivel más modesto y aún ajeno al mundo
de los festivales, en 2004 el mánager de Panda Bear intentó
duplicar el caché de su gira española bajo el argumento de que la
web Pitchfork había publicado una crítica muy elogiosa de su disco.
El caché de un grupo también puede aumentar sustancialmente
en momentos de máxima rivalidad entre festivales. En España,
estos momentos son cíclicos, y los agentes saben aprovecharse de
ellos. El primer pulso entre festivales se remonta al año 2000. El FIB
y el Doctor Music Festival ofertaron por Beck sumas que parecían
astronómicas y por las que hoy no vendría ni en autocar a dar una
charla. El momento más intenso llegaría en 2006 con el nacimiento
del Summercase, que ofrecía todo y más para hacerse con los
artistas de moda. Pero los promotores del Bilbao BBK Live y del
Mad Cool llevan varios años protagonizando sonados choques de
trenes. La última plaza en disputa es Madrid, donde ahora compiten
duramente el Primavera Sound y el Mad Cool. La única forma de
aplastar al oponente es presentar el cartel más potente. En un
sector tan masculinizado como la dirección de festivales, fichar a
grupos de fama estratosférica con cifras que dejarán boquiabierta a
la competencia es sacarse la chorra.
Estas peleas de gallos, que tan suculentas son para las cuentas
bancarias de las agencias internacionales porque les garantizan
subastas reñidas y siempre al alza, se libran solo en las altas
esferas. Los directores de festivales se pueden llevar a matar, pero
las relaciones entre bookers son más civilizadas. En primer lugar,
porque un booker nunca sabe si al cabo de dos años estará
trabajando para otro festival. En segundo, porque un buen booker es
más sabio cuanto mejor se lleve con sus compañeros de oficio, ya
que los bookers intercambian información sobre lo bien o mal que
les han funcionado los grupos. Y, en tercero, porque un booker no
está jugándose su dinero cuando cierra los contratos, sino el dinero
de la empresa. Un booker español de primerísimo nivel puede
cobrar entre 30.000 y 70.000 euros al año independientemente de si
el macrofestival es un éxito o un fracaso.
Cada festival tiene su forma de trabajar. Los hay que marcan un
presupuesto para contratación del que no hay que pasarse y los hay
que buscan primero los cabezas de cartel y, en función de lo que les
hayan costado y de su potencial para vender abonos, destinarán
más o menos dinero para fichar al resto de las bandas. Por ejemplo,
si un festival con tres millones de euros de presupuesto gasta un
millón en el cabeza de cartel, deberá apretarse el cinturón con el
resto de los artistas. Pero si la suma de dos grupos medianos ya
arma un cartel decente, el festival puede apearse de la subasta por
ese cabeza de cartel que se disputaba con seis festivales más. Y, si
no hay más remedio, siempre podrá disfrazar un grupo menor de
cabeza de cartel. Foals, Queens of The Stone Age, Ride y The
Jesus and Mary Chain han sido cabezas de cartel del FIB, del Mad
Cool, del Primavera Sound y del Bilbao BBK Live, respectivamente,
sin tener ese nivel ni por asomo.
El diseño definitivo del cartel, con el listado de todos los grupos
ordenados en función de su importancia, es una fotografía que
permite intuir qué banda habrá cobrado más que otra. Y, también,
qué agente es más persuasivo a la hora de defender a sus clientes.
Pocos detalles se dejan al azar a la hora de componer y maquetar el
listado de nombres. Desde el cuerpo de letra que separa al cabeza
de cartel de cada jornada de los segundos espadas, hasta el puesto
que ocupa cada grupo de segunda fila en cada línea. Del mismo
modo que si Massive Attack y The National son co-headliners los
dos querrán aparecer mencionados antes que el otro, en las filas
inferiores, en cada una de las cuales hay varios nombres, el agente
peleará para que su grupo salga el primero de la primera fila. O el
tercero, si no hay remedio. ¡Pero nunca en la segunda fila! Para
evitar estos dolores de cabeza, cada vez más festivales están
optando por la solución del cartel en orden alfabético. Pero, aun así,
sigue habiendo cuerpos de letra más grandes que otros. Y todos los
grupos quieren salir vistosos en el cartel de un festival.
«ESTO YA LO VI EN 2016 Y 2019»

Según el estudio «The impact of music festival attendance on young


people’s psychological and social well-being» publicado en 2011 por
los psicólogos australianos Jan Packer y Julie Ballantyne, 2 uno de
los cinco factores que provocan emociones en el público que asiste
a festivales es la sensación de novedad (los otros cuatro son la
experiencia musical, la social, la de salir del día a día y la
experiencia propia de acudir al festival). Pero cuando un festival
lleva años celebrándose en el mismo recinto, cuando hay cientos de
festivales al año y cuando en muchos se repiten los mismos grupos,
la sensación de novedad puede acabar desvaneciéndose y dar paso
a la sensación de rutina.
El auge del macrofestival como modelo de ocio conlleva una
reiteración. Lo excepcional pasa a ser una fecha fija en el
calendario. La experiencia irrepetible deviene en hábito y todo hábito
conlleva la repetición de escenas. Una queja recurrente del público
es la reiteración de artistas. Y no solo la expresa el público. También
los grupos, aburridos de cruzarse en los camerinos con las mismas
bandas. De repente, aquello que solo ibas a vivir una vez en la vida
sucede dos o más veces al año. Y a partir de cierto punto, tu
memoria empieza a confundir los recuerdos. ¿Aquel concierto
inolvidable de Nick Cave sucedió en 2011, 2013, 2017 o 2018?
¿Fue en Barcelona, en Benicàssim o en Madrid?
En el circuito de festivales de músicas de guitarras con hueco
para la electrónica, el que durante décadas ha sido hegemónico en
España, los grupos capaces de convocar a 40.0000 personas son
los que son: The Strokes, Arctic Monkeys, Depeche Mode, The
Cure, Metallica, The Killers, Muse, Pearl Jam, Radiohead, The
Chemical Brothers, Rammstein, Foo Fighters y pocos más. Algunas
nuevas voces se incorporan tímidamente a esta liga: Dua Lipa, Billie
Eilish, Rosalía, Bad Bunny... Y otros pierden fuelle lentamente:
Kings of Leon, Arcade Fire, Massive Attack, Franz Ferdinand o los
Pixies... No todos salen de gira cada verano, pero algún año,
sabiendo que en este oficio los festivales son lo más parecido a un
plan de jubilación, pueden incorporarse a la subasta bandas que se
reúnen puntualmente. Los teléfonos de las agencias internacionales
echarán humo si se anuncian regresos de Blur, Pulp, Rage Against
the Machine y The Police, entre otros.
Y luego están las ofertas fuera de mercado, lo que en el gremio
se conoce como unsolicited offers. Los festivales pueden lanzar
ofertas desesperadas por grupos inactivos esperando que un talón
descabelladamente jugoso los anime a volver a los escenarios. El
regreso de Rage Against the Machine es uno de los casos más
recientes. Y cabe suponer que R.E.M., The Smiths y Oasis estén
recibiendo unsolicited offers cada año. Solo festivales como
Coachella y Glastonbury pueden provocar la reaparición de artistas
de estas dimensiones, pero una vez en la carretera muchos otros
festivales pueden beneficiarse. Y, finalmente, están los artistas que
suelen organizar sus propias giras, pero que en ocasiones
excepcionales pueden dignarse actuar en macrofestivales
españoles: Red Hot Chili Peppers, Taylor Swift, Metallica y Shakira
lo han hecho puntualmente.
Por supuesto, no todos los artistas tienen el mismo atractivo para
todos los festivales. Björk será una estupenda cabeza de cartel para
un Sónar, pero no tanto para un Mad Cool. Del mismo modo,
cabezas de cartel indiscutibles en Estados Unidos pueden no serlo
ni por asomo en España. Kanye West, Kendrick Lamar y Jay-Z
cobran millonadas porque en Estados Unidos los festivales pueden
recuperar la inversión, pero no tienen tantos fans en España. Solo
pueden jugársela festivales con mucho público extranjero. Así se
explica que el Primavera Sound, el macrofestival con más capacidad
para arriesgar y más volumen de público extranjero, colocase de
cabeza de cartel en 2022 a Tyler, the Creator. Si el rapero
californiano actuase solo en España, igual no vendería ni 4.000
entradas.
En 2007, el festival de Glastonbury recibió un aluvión de críticas
por contratar tres cabezas de cartel demasiado vistos: eran Arctic
Monkeys, The Killers y The Who. Quince años después, dos de ellos
siguen paseándose por festivales de todo el globo. Sobre todo, de
España. Arctic Monkeys, Depeche Mode, Blur, The Chemical
Brothers, Franz Ferdinand, The Strokes, Arcade Fire... Llevamos
dos décadas con los mismos cabezas de cartel: un dream team de
dinosaurios festivaleros. Los más jóvenes del hipotético top 20 son
Arctic Monkeys, y su primer disco es de 2006. En el mundo del
reguetón y demás músicas urbanas de raíz latinoamericana, la
inflación de cachés lleva el mismo camino, aunque todavía no afecta
a tantos artistas. Bad Bunny cobró 8.000 euros cuando realizó su
primera gira por discotecas españolas en 2017. Ahora ya pide 1,2
millones de euros, y expertos en el sector auguran que no volverá a
pisar Europa por menos de dos millones. Karol G cobraba un millón
en el festival Diversity Valencia que se canceló. J Balvin ha llegado a
cobrar quinientos mil. Anuel AA ya pide trescientos mil. Por contra,
la cotización de veteranos como Daddy Yankee o Nicky Jam va
decayendo. En este sector aún se valora más el momento de la
fama que el prestigio acumulado.
Un buen booker debe tener olfato para calcular cuántas entradas
puede vender un grupo en España en cada época y no caer en la
trampa del prestigio acumulado. No siempre es fácil. The Strokes
pronto llevará un cuarto de siglo en activo, pero como apenas hace
giras europeas al margen de festivales, nadie puede saber cuál es
su poder de convocatoria real. Y como ellos, varios más. No hay
mejor manera de hinchar la burbuja de los cachés en festivales que
esconder tu poder real de convocatoria como artista. The Strokes es
el prototipo de grupo comodín que arrasa en festivales porque solo
se deja ver en estos entornos. Es el prototipo de grupo por el que se
pelearán festivales de medio mundo por su aura de cabeza de cartel
seguro: joven pero con solera, cool pero solvente. Es el prototipo de
grupo que acabará contratando un festival, aunque solo sea para
que su competidor no lo tenga. Dejar sin armas al festival que te
puede robar público es motivo más que suficiente para sobreofertar
en las subastas.
Los carteles de los festivales españoles se repiten porque los
bookers más potentes son los mismos desde hace dos décadas,
porque tienen la edad que tienen y los contactos que tienen, porque
todos en mayor o menor medida son víctimas de su propia red de
amistades, inercias y debilidades, porque muchas bandas ya solo
quieren tocar en festivales, porque la propia falta de renovación de
los festivales ha perpetuado a los mismos veinte grupos en lo alto
de la pirámide, porque el público también tiene un perfil de edad
cada vez más elevada y, sobre todo, porque se acerca la Navidad y
hay que anunciar los primeros nombres para activar la venta de
abonos. Si en noviembre no tienes un buen as en la manga, más te
vale agarrar un cabeza de cartel «de los de toda la vida».
Este día de la marmota festivalera en el que vivimos instalados
no se da solo con los grupos extranjeros. A nivel nacional también
tenemos a Izal, Vetusta Morla y Love of Lesbian, entre otros. Y no
es un drama exclusivo de macroeventos de perfil indie. Coincidiendo
con el vigésimo quinto aniversario del primer Viña Rock, la web
RockSesion se tomó la molestia de contar qué grupos habían
tocado más veces en el festival de Villarrobledo. Empatados en el
podio: Hamlet, Boikot y Soziedad Alkohólika con diecisiete
actuaciones cada uno. La confirmación de Boikot para el Viña de
2023 los ha convertido, por lo menos hasta 2024, en el grupo más
repetidor. La electrónica de baile tiene también su particular bucle de
cabezas de cartel. The Chemical Brothers, David Guetta, Steve
Aoki, Deadmau5, Armin Van Buuren, Richie Hawtin, Jeff Mills, 2
Many Djs, Martin Garrix, Nina Kraviz, Sven Väth o Adam Beyer han
sido ubicuos en macroeventos celebrados en Jaén, Zaragoza,
Cáceres, Barcelona, Valladolid, Murcia, Cantabria, Jaén, Alicante,
Madrid, Tenerife, Girona, Badajoz y prácticamente todas las
provincias de España.
A diferencia del fútbol, donde la noticia de un fichaje viene
acompañada con todo lujo de detalles sobre la cuantía del contrato,
las cláusulas y las primas adicionales, el mundo de los festivales es
infinitamente más opaco. Son cifras demasiado caprichosas y
volátiles que a nadie le conviene confesar. Al agente le restaría
poder de negociación futura, los músicos empezarían a hacerse
preguntas y el público simplemente alucinaría. Más allá de
filtraciones ocasionales, solo hay horquillas orientativas que, por
supuesto, varían año tras año. Un artista con nivel para figurar como
co-headliner de un gran festival puede aspirar a cobrar entre
350.000 y 500.000 euros. Los cachés de artistas de segunda línea
de cartel oscilan entre los 100.000 y 200.000 euros. Y debajo hay
decenas más que difícilmente llegarán a los diez mil. Alguno, ni eso.
Sobre todo, son españoles.

ARANJUEZ NO ES MÁNCHESTER
Víctor Cabezuelo es cantante y guitarrista del grupo Rufus T. Firefly.
En activo desde mediados de los 2000, su momento llegó en 2017 y
2018. Esos dos años actuaron cerca de doscientas noches a rebufo
de sus discos Magnolia y Loto. Alrededor de la mitad fueron
conciertos en festivales de todos los tamaños. El grupo madrileño
acababa de descubrir uno de los grandes trucos del negocio: «Si no
tienes una oficina, olvídate prácticamente de tocar en festivales. No
entras. No estás en el saco de los que pueden tocar», explica
Cabezuelo, refiriéndose a esas empresas de contratación que
mueven a sus artistas en el mercado estatal del mismo modo que
las agencias internacionales lo hacen en el mundial.
El circuito de festivales especializado en bandas nacionales está
tan viciado y enmarañado por los conflictos de intereses que los que
más saben son capaces de detectar qué oficina de management
está detrás de la organización de un festival por el número de
artistas que ha colocado en su cartel. Un festival necesita una
empresa de producción que saque adelante el evento y esta
empresa puede tener también oficina de contratación. Un festival
necesita un equipo de comunicación y esa empresa de
comunicación puede tener también oficina y grupos. Un
macrofestival puede tener su propia agencia de management y
hasta su sello discográfico, lo cual implica que colocará a todos los
artistas que quiera en el cartel... Y que sus artistas jamás tocarán en
los festivales de la competencia.
«Tendemos todos al puto “trescientos sesenta” —resume un
mánager de grupos y productor de festivales que, obviamente,
ejerce y justifica estas prácticas—. Que la productora de un festival
coloque bandas de su propia agencia abarata costes al festival, ya
que ofertando un lote de tres bandas rebaja el presupuesto de
contratación del festival», explica. En festivales de tamaño medio, el
booker del festival no cobra un sueldo fijo, sino un porcentaje del
presupuesto de contratación. Por lo tanto, ese apaño también
rebajará el sueldo del booker y ahorrará aún más dinero al festival.
Pero, claro, todos estos apaños de puertas adentro van reduciendo
el número de huecos disponibles para quienes no forman parte de
las oficinas aliadas de cada festival. Y los grupos que quedan en
mayor desventaja son los que no trabajan con ninguna agencia. Si
en Estados Unidos están escandalizados porque las cuatro grandes
agencias internacionales aportaron el 66 % de los grupos del
macrofestival Coachella de 2023, les sorprenderá saber que el 38 %
de los artistas del festival catalán Canet Rock de 2023 provenía de
una sola agencia.
Rufus T. Firefly entraron en el roster de la agencia Emerge en
2017 y esos dos años tocaron en decenas de festivales, pero eso no
significó que se hicieran millonarios. Alguna noche tocaron por mil
euros y, tras pagar la gasolina, el alquiler de la furgoneta, el hotel, la
comida y el sueldo del personal que reforzaba su equipo, cada
músico regresaba a casa con 40 euros. En varias ocasiones, su
oficina les desaconsejó actuar por tan poco dinero, pero en un
ejercicio de autoexplotación típico del trabajador precario, y aún más
típico en el mundo de la música, el grupo había decidido aceptar
todas las ofertas. «En el festival Granada Sound nos pagaron 1.200
o 1.500 euros como mucho, y había mucha más gente viéndonos a
nosotros que al grupo que tocaba a esa hora en el escenario
principal», afirma Víctor. Era su año de eclosión, pero las cuentas no
salían.
Cuando un grupo firma un acuerdo de representación con una
oficina de contratación estipula antes que nada un caché. Rufus T.
Firefly, en 2017, decidió que lo justo para un grupo como el suyo,
que convocaba entre 300 y 400 personas en cada concierto (y el
doble en capitales como Barcelona y Madrid) era cobrar entre 3.500
y 4.000 euros en festivales. Pero una vez decidido el caché, el grupo
también debe pactar con su oficina qué estrategia seguir a la hora
de negociar, porque no todos los festivales están dispuestos a pagar
el caché íntegro. La estrategia puede ser no aceptar ofertas que no
paguen el cien por cien del caché, aceptarlas si ofrecen al menos el
70 %; o intentar conseguir el máximo porcentaje del caché, pero
aceptar cualquier oferta. Rufus T. Firefly eligió la tercera estrategia.
Se dieron un hartón de tocar, pero pocas veces cobraron el dinero
que honestamente creían que merecían.
¿Qué falló? «En la primera conversación con los festivales
veíamos que ese caché se reducía a la mitad. Pedías cuatro mil y el
festival respondía: “Vale, te ofrezco mil quinientos”», explica Víctor.
Siempre era así. Cuando la contraoferta provenía de festivales
modestos era razonable considerarla, pero también la lanzaban
macrofestivales que estaban pagando cientos de miles de euros por
cabezas de cartel y decenas de miles por grupos extranjeros con
menos tirón en España que ellos. «Hay grupos a los que se les
cuestiona mucho más el caché que a otros», intuye Cabezuelo. Y
tras darle muchas vueltas, ha concluido que un factor determinante
para que a un grupo le discutan más que a otro es su nacionalidad.
«A un grupo de Aranjuez [como el nuestro] le puedes rebajar el
caché; a uno de Mánchester, no», sintetiza. No está de más añadir
que muchos agentes extranjeros presionan a los festivales para que
ningún grupo español esté por encima de su cliente en el cartel.
Devaluaría su imagen.
En 2022, Rufus T. Firefly ya era capaz de reunir a 2.000
espectadores en Madrid con entradas a 18 euros. Tras haber
actuado en 2017 en el BBK Live por 2.000 euros, la misma
promotora, Last Tour, les ofreció actuar en 2022 en el festival Cala
Mijas; una vez más, tendrían que rebajar su caché a la mitad. Esta
vez se negaron. Sabían cuál era su poder de convocatoria, sabían
que ese festival estaba pagando fortunas a otros grupos y sabían
que ese trato no era justo. Más importante aún: habían acordado un
cambio de estrategia con su oficina. En 2022 solo irían a festivales
que pagasen todo el caché. ¿Resultado? Solo tocaron en cinco:
Mallorca Live, Sonorama, Ojeando, Low y Ebrovisión.
«Los festivales son de los espacios más ultraliberales que existen
en el mundo de la música —constata Cabezuelo a modo de
resumen—. Ningún festival va a tener problemas para llenar huecos
de programación con bandas españolas dispuestas a tocar por 500
o 600 euros. Las bandas están desesperadas por tocar y los
promotores lo saben. Las bandas nos estamos pisando unas a otras
todo el rato. Es así de triste», lamenta. La reflexión del guitarrista de
Aranjuez se suma a tantas otras que denuncian el doble rasero a la
hora de valorar a los grupos. Un doble rasero cuyo origen es el
complejo de inferioridad de los festivales españoles, esa sumisión
automática de los bookers al agente internacional, y que también es
el fruto de una mentalidad estratificadora según la cual para pagar
bien al grupo grande hay que pagar mal al pequeño. El Primavera
Sound, el macrofestival con el mayor presupuesto de este país, le
ha llegado a pedir a un trío barcelonés que en vez de actuar por 300
euros se ajustase a su caché de doscientos. Fue en uno de los
conciertos del programa Primavera a la Ciutat.
A menudo, las prácticas más modélicas las impulsan eventos con
muchos menos recursos, pero con más conciencia. En el festival
Poesia i  +, que programa conciertos y recitales poéticos en varias
localidades del litoral barcelonés, su director, el músico y poeta
Eduard Escoffet, insiste en que la apuesta por la sostenibilidad de
un festival no debe ser solo económica o ecológica, sino también
cultural, y que eso pasa por crear las condiciones para que los
artistas emergentes puedan desarrollarse y crecer. Traducido al
mundo de los cachés, significa negociar con firmeza lo que piden los
artistas ya consolidados, pero no recortar nunca las cantidades a
menudo minúsculas que piden los artistas noveles.
En 2013, harto de atropellos por parte del Viña Rock, el cantautor
punk El Noi del Sucre publicó una carta que resumía esa estrategia
generalizada en todo tipo de macrofestivales. Este párrafo le quedó
impecable: «Durante años muchas bandas han tenido que pagar
para poder actuar en dicho festival. Y sí, digo bien: ¡PAGAR por
poder actuar! Porque cuando lo que te ofrecen no te cubre los
gastos básicos y tienes que ponerlo de tu bolsillo, ya estás pagando
por dicha actuación. El público cree que todas las bandas que pasan
por los escenarios están cubiertas, por lo cual paga tranquilamente
su entrada. Lo que no sabe el público es que hay bandas a las que
no les llega ni para quedarse a dormir esa noche, cosa que le
importa bien poco a la organización. Bueno, si se matan en la
carretera, quién sabe, lo mismo se convierten en mártires del rock».

DISCJOCKEYS A 600 EUROS

En el gremio de los discjockeys, la relación no es más sana. Los


macrofestivales ya ni siquiera preguntan por el caché de los artistas:
lanzan una oferta y la tomas o la dejas. Si en 2010 un macrofestival
de electrónica como el Sónar ofrecía 500 euros por un artista
emergente, más de una década después la tarifa solo ha subido a
600 euros. La buena noticia es que esos 600 euros son más del
doble de lo que puede cobrar un discjockey residente en un club
barcelonés con aforo para mil personas. La mala es que, si aun así
te parece poco dinero, hay doscientos discjockeys ahí fuera
dispuestos a pinchar por esa cantidad e incluso por menos.
Por contra, a un discjockey extranjero del mismo nivel de
popularidad o incluso menor no puedes ofrecerle menos del doble
de esos 600 euros, que funcionan ya como una suerte de tarifa base
universalizada para macrofestivales. Y, una vez más, si eres de
Mánchester y tienes agente, dispones de más fuerza para negociar.
Los agentes pueden ser muy violentos e inflexibles. Pueden llegar a
responder e-mails con un monosílabo y una cifra: «Hola, cincuenta
mil». Y si no les interesa lo que les propones, ni contestan, según
cuenta un promotor local. Es una clara muestra de racismo cultural,
gracias al cual se sienten autorizados a tratar con desdén a un
promotor español por el simple hecho de que llama desde un país
que consideran necesitado de altas dosis de talento y calidad made
in England.
Esta doble escala de precios se mantiene y se acentúa conforme
mayor es la popularidad del discjockey. Martin Garrix ha llegado a
pedir medio millón de euros por pinchar en España. Sin embargo, un
discjockey español de primer nivel difícilmente cobrará más de
50.000 euros en un macrofestival. Para justificar esta lógica hay que
referirse al complejo que arrastra toda la industria española de la
música en vivo desde tiempo inmemorial (complejo que solo se
supera pagando cachés hinchados en virtud de esa asumida
inferioridad) y que también ha heredado el gremio de la electrónica.
También se explica por la presión que ejercen los agentes
internacionales sobre los bookers españoles, que acaban siendo
determinantes en la confección del cartel y el diseño de los horarios.
Sónar es el festival en el que todo discjockey español sueña con
pinchar. Por el mismo precio, otros festivales incluso más poderosos
les harán saber, por trato y por ubicación en el cartel, que son el
último mono. En el Sónar, los artistas menos conocidos aparecen
impresos en el cartel al mismo tamaño que Richie Hawtin, aunque el
canadiense vaya a cobrar quinientas veces más. «Hay una voluntad
de homogeneizar el impacto de todos los artistas», agradece un
agente de discjockey. El nivel de exposición compensa el ínfimo
caché. Eso sí, la posibilidad de pinchar en horario preferente o al
cierre de la jornada está reservada al discjockey extranjero. Por
contra, a los pinchadiscos locales se los programa casi siempre a
primera hora. Más de uno confiesa sentirse como un discjockey de
continuidad, cuya única misión es activar el consumo de cervezas.
«Los artistas nacionales cobran siempre menos en festivales y
tienen unos slots, unos horarios de actuación, menos favorables.
Pero cuesta denunciar esto en voz alta porque todos queremos
trabajar ahí», reconoce este agente de artistas nacionales que no da
su nombre para no sufrir represalias y que sus artistas
desaparezcan misteriosamente de algún festival. Celebra que la
situación esté mejorando gracias al relevo generacional en los
equipos de booking: «Empieza a trabajar gente que ya ha vivido
esta problemática de cerca», dice. Aun así, la situación está lejos de
equipararse. Y se mantiene la paradoja: teóricamente los
macrofestivales ofrecen una gran exposición mediática a los artistas
locales para que den el gran salto, pero al mismo tiempo les colocan
un techo de cristal, al impedirles acceder a los puestos de
exposición real desde los que dar ese salto.
Capítulo aparte merece el modelo de contratación, ya sean
grupos o discjockeys. Son contados los festivales que asumen la
contratación directa y el alta, lo cual no solo les permitiría cotizar a la
Seguridad Social, sino estar protegidos en caso de accidente de
camino o de regreso del festival. Además, al no mediar contrato, en
caso de cancelarse el evento, los artistas no cobran ni un euro a
menos que su mánager haya exigido un porcentaje por adelantado,
cosa que en España solo pueden hacer los más famosos. Lo
habitual entre las bandas que no generan suficientes ingresos para
constituirse como empresa es presentar factura a través de una
gestora que les cobra un porcentaje. Hay pocos oficios en España
donde el trabajador tenga que pagar parte de su sueldo para poder
cobrar el resto. Pero así funcionan las cosas en el mundo del
artisteo, y el cacareado Estatuto del Artista no parece dispuesto a
reparar un agravio que también se reproduce en la inmensa mayoría
de las salas de conciertos del país.
En el mundo de la contratación laboral, todo sigue montado para
que, como cantaba Radio Futura en «El canto del gallo», el músico
ambulante sude su condición de vagabundo.

LA LEY DE LA PIRÁMIDE

Las cuatro grandes agencias internacionales que concentran el


grueso de artistas de músicas de guitarras también tienen en cartera
a los principales artistas de jazz, músicas urbanas, electrónica o pop
comercial, de modo que, para contratar a Animal Collective, Herbie
Hancock, Don Omar, Skrillex o Zucchero, festivales totalmente
distintos entre sí llaman a la misma macroempresa y juegan la
misma partida de cartas antes descrita. Y los resultados de cada
una de esas negociaciones salpicarán instantáneamente a los
festivales medianos. Un festival descartado de la subasta por un
gran grupo dispondrá ahora de presupuesto para gastar en grupos
de caché algo inferior por los que estén pujando eventos con menos
dinero. Del mismo modo, festivales medianos desbancados por las
nuevas ofertas de los grandes tendrán un presupuesto más holgado
para ofertar a los grupos de caché aún más bajo que pretendían
otros seis festivales pequeños. ¿Y quién se frota las manos con este
trasiego? Las agencias internacionales, instaladas en una eterna
edad de oro y llevándose una comisión por cada contrato.
Todos los festivales, sea cual sea su tamaño, apuntalan la lógica
piramidal del sector estableciendo y consolidando un sistema de
castas. Porque, cuando un artista entra en la liga de los más
grandes tardará años en bajar de categoría. Su presencia en lo alto
de un cartel genera una suerte de efecto contagio que los agentes
internacionales se encargarán de perpetuar. El caso de Franz
Ferdinand, encabezando festivales en 2023, pero incapaz de vender
3.000 entradas en una capital española, es paradigmático. Pero, al
mismo tiempo, la posibilidad de dar el salto siempre está ahí. Tame
Impala actuó en el FIB de 2011 por 6.000 euros y tres años después
cobraba 60.000 euros. Al cabo de diez años esa cifra volvería a
multiplicarse por cuatro. En el circuito de salas se crece de forma
más orgánica y gradual. El circuito festivalero es mucho más
propenso al pelotazo.
Ni siquiera eso significa que el festival sea la tierra de las
oportunidades. O que las oportunidades sean las mismas para
todos. Lo único cierto es que, hoy por hoy, fuera del circuito de
festivales, esas oportunidades son más escasas. Hay grupos y
estilos musicales que jamás han llamado la atención de los grandes
festivales y artistas que prefieren funcionar al margen o incluso de
espaldas a ese circuito. La brecha económica que separa a los
artistas y géneros susceptibles de entrar en esos carteles de los que
no quieren hacerlo es cada vez más abismal e insalvable. Es tanto o
más ancha que la que antaño separaba a los grupos y géneros que
podían encajar en las radiofórmulas de los que no. Fuera del circuito
de festivales hace mucho frío. La pobreza puede ser endémica y
extrema.
Mánager, agencias de contratación, promotores y demás
profesionales del sector que operan al margen del circuito
festivalero, sea por propia voluntad o no, también pueden sentir ese
frío. Hace años que los festivales españoles dejaron de respetar las
exclusivas de los pequeños promotores locales con artistas
extranjeros, esas que los obligaban basándose en una ley no escrita
a contratarlos a través de ellos. Los festivales sortean al
intermediario y se ahorran la comisión, a menos que lo consideren
un buen aliado y quieran cuidarlo. Pero será una deferencia que no
tendrán con otro al que consideren adversario. Un festival que
ejerza su posición de fuerza puede ser muy destructivo con el tejido
de pequeños agentes y promotores. Su forma de actuar puede
acabar generando una relación de dependencia y bullying similar a
la que recibe de las agencias internacionales.
Por otro lado, hay algo de secuestro cultural en la dinámica de
exclusividades que imponen los festivales cuando contratan a un
grupo y le impiden acercarse a España durante tres o seis meses
antes o después del evento. Los músicos cobran un caché por tocar
en el festival, pero parte del caché tiene otra función: evitar que ese
mismo grupo toque en cualquier otro lugar. Cobrar por tocar y a la
vez por no tocar: menudo sinsentido. Desde una perspectiva
capitalista tiene toda la lógica, pero no tanto desde un punto de vista
del fomento de la cultura y del fortalecimiento del sector. El
macrofestival no fomenta la cultura en el sentido más amplio de la
expresión: fomenta la cultura solo dentro de su recinto. El
macrofestival no fortalece la industria del directo: fortalece a sus
aliados mientras corta las alas a sus oponentes. Aquí de lo que se
trata es de apropiarse de algo que puede circular libremente, la
música de un grupo, y restringir sus movimientos para que solo se
pueda disfrutar en fechas puntuales. Y así es como los agentes
multiplican el precio de mercado de sus bandas ahora que la música
grabada no les reporta, ni de lejos, el dinero que recibían antaño.
Alguna responsabilidad tendrán los grupos en todo esto, claro.
Los hay que ya solo tocan en festivales y los hay que siguen
realizando giras de diez y doce fechas por España. Son formas
distintas de entender el oficio. Ganar en una noche más dinero que
en una semana durmiendo de ciudad en ciudad es una gran
tentación. Sobre todo, para esos artistas con décadas de carrera y
de carretera a sus espaldas. También es mucho más cómodo para
un grupo actuar en festivales, ya que no tiene necesidad de viajar
con los instrumentos ni con el personal de gira: llegan al recinto,
suben al escenario y todo está montado. Y mucho menos
arriesgado, porque no cabe la posibilidad de acabar perdiendo
dinero por falta de público Actuar solo en festivales puede ser el
trabajo más fácil del mundo.
En 2007, en medio de la cruenta guerra de cachés entre el FIB, el
Summercase y el Primavera Sound, el director de este último
advertía en El Periódico de Catalunya que, si los festivales seguían
con esa espiral alcista para arrebatarse artistas unos a otros, la
consecuencia a medio plazo podía ser que los grupos extranjeros
dejasen de hacer giras en España: «Si se sacan 15.000 euros por
concierto en una gira de cinco fechas y les están pagando
fácilmente 80.000 o 90.000 por ir a un festival, es normal»,
profetizaba.
Si el Banco de España constató que en 2022 los beneficios de las
empresas aumentaron siete veces más que los salarios, la situación
en el mundo de los festivales presenta un cariz similar. Las entradas
no han dejado de subir de precio desde principios de siglo, los
cachés de los grandes artistas siguen aumentando y, sin embargo,
los salarios de los grupos de la parte baja de la tabla han crecido por
debajo del índice de precios al consumo (IPC). Ni los ingresos en
taquilla ni los de las barras ni los de patrocinio han servido para
reducir la brecha que separa los grupos mejor y peor pagados; si
acaso, para acentuarla aún más. Y no hablemos ya del salario de
los trabajadores de base (bueno, sí, hablaremos en el capítulo 9).
Al final, todo es una cuestión de oferta y demanda, la misma que
opera en tantos otros negocios, dirán agentes y festivales. Pero ni
siquiera eso es cierto. Para pujar en las subastas tanto nacionales
como internacionales, para poder garantizar la exclusividad de los
grupos más apetecibles del mercado, hace falta mucho dinero.
Cientos de miles de euros, incluso millones, que a veces aparecen
como por arte de magia en el presupuesto del festival. ¿De dónde
salen?
4

Subvención

España es diferente: es un país donde la vida del músico de directos


está estrechamente ligada a la acción del Gobierno desde tiempo
inmemorial. Casi la mitad de los conciertos que se programan cada
año tienen el mismo cliente: el Estado. Los ayuntamientos cubren
buena parte de ese porcentaje en las fiestas patronales; y en
España hay más de 8.300 ayuntamientos. Y no hay que
menospreciar el papel que juegan como contratistas de actuaciones
tanto diputaciones como comunidades autónomas, asociaciones de
miles de barrios y equipamientos culturales de titularidad municipal
(centros cívicos, auditorios, teatros, museos...).
Tras el franquismo y a partir de los años ochenta era habitual
que, con la llegada del verano, cada municipio incluyese en su fiesta
patronal una velada musical con orquesta o grupos modernos.
Empezaba así la edad de oro del pop español; la edad de hacerse
de oro para los artistas más famosos del momento y para los
agentes de zona, encargados de negociar con los concejales el
precio de sus actuaciones. Ya por aquel entonces, promotores
privados y dueños de salas empezaron a quejarse de la
competencia desleal que suponía llenar el calendario estival con
actuaciones gratuitas a cargo del erario público. La respuesta era
que acercar la música en vivo a la ciudadanía generaría futuros
consumidores de conciertos.
Cuatro décadas después, el país de los conciertos gratuitos no ha
disparado el interés de la población por la música en vivo y el
circuito de salas sigue sin estar lo suficientemente musculado como
para garantizar la subsistencia de los músicos. El dinero público
sigue circulando alegremente en el circuito de música en vivo, pero
ahora sirve para apoyar iniciativas festivaleras del ámbito privado.
Es una práctica inusual, casi impensable, en países de la órbita
anglosajona como el Reino Unido o Estados Unidos; los mismos
cuyos agentes acuden gustosos a la llamada de los festivales
españoles porque saben que el dinero público que se maneja a este
lado de los Pirineos les permitirá pedir mejores cachés para sus
artistas. Según un informe de la Escuela Superior de Administración
y Dirección de Empresas (Esade) y el Consell Nacional de la Cultura
i les Arts (CoNCA), las aportaciones de las Administraciones
Públicas suponen el 7,2 % de los recursos económicos de los
festivales.
En los años noventa, los ayuntamientos aún no veían con buenos
ojos la llegada de festivales a sus municipios. Traían demasiados
jóvenes, demasiado ruidosos y demasiado alterados. La cosa
cambió cuando el Sónar encargó a la consultora Deloitte en 2004 un
estudio de impacto económico del festival. Resultó que los
festivales, además de ruido, también traían dinero en efectivo y
proyección mediática. Y, claro, si un festival generaba 47 millones de
euros de riqueza en el territorio y pedía una subvención de 500.000
euros, cómo no concedérsela. Era calderilla. En Benicàssim lo
habían intuido mucho antes, viendo el humo que echaban los
cajeros automáticos la semana que llegaban los chavales del FIB.
Los vecinos maldecían aquel alboroto, pero los comerciantes se
frotaban las manos.
Poco a poco, los festivales sustituyeron a los centros de arte
moderno como objeto cultural del deseo: era el sueño de cualquier
ayuntamiento con visión de futuro. Más barato que el centro de arte,
atraía mucho más público y una vez terminado no generaba gastos
de luz ni calefacción. Los ayuntamientos empezaron a inyectar
dinero público a las empresas privadas que los organizaban, dinero
que en algún caso provenía del presupuesto de la fiesta mayor e
implicaba sustituir aquellos conciertos modernos y gratuitos por
festivales de pago. Algunos cobraban precios de entrada casi
simbólicos porque las subvenciones minimizaban riesgos y ya
garantizaban beneficios al promotor. Otros ponían las entradas a
precios por debajo de mercado para competir en el circuito europeo
y atraer al público extranjero. La situación ha cambiado respecto a
los años ochenta, pero no tanto. Los festivales son hoy la principal
fuente de ingresos para muchos músicos.

DISTORSIONES EN EL MERCADO

España está dentro de la media europea de gasto público en cultura


con un porcentaje respecto al producto interior bruto (PIB) de cada
país que se mantiene, con oscilaciones, en torno al 0,5 %. En 2020,
Euskadi fue con diferencia la comunidad autónoma que más
porcentaje destinó a cultura, con un 1,13 %. En segundo lugar
estaba Catalunya, con un 0,7 %. Andalucía y la Comunitat
Valenciana destinaron el 0,49 %, mientras que la inversión de la
Comunidad de Madrid fue del 0,38. Según datos del anuario del
Ministerio de Cultura de ese mismo año, la comunidad que más
festivales de música acogió fue Catalunya (con 189), seguida de
Andalucía (116), Comunidad de Madrid (109), Comunitat Valenciana
(98), Castilla y León (71) y Euskadi (63).
En España, la red de festivales de música es infinitamente más
tupida que la de locales insonorizados para conciertos. Pocos
circuitos culturales han crecido tanto y en tan poco tiempo como el
de los festivales. ¿Qué tendrán? La respuesta está en el viento,
pero lo que queda en tierra firme es una dinámica inamovible: de un
tiempo a esta parte, es casi imposible que una Administración vea
con buenos ojos subvencionar una programación de conciertos en
una sala y, por contra, es bastante probable que todos esos
conciertos reunidos en un proyecto de festival tengan más
posibilidades de recibir dinero público. Eso es hacer política cultural:
una política que consiste en favorecer los grandes eventos
puntuales y desatender el circuito musical de base que opera el
resto del año.
La concesión de subvenciones varía en función de cada
comunidad y ayuntamiento. Hay Administraciones que, en busca de
la excelencia artística, tienden a subvencionar propuestas
destinadas a espectadores cuyo poder adquisitivo ya les permite
tener cubiertas sus necesidades culturales durante el año, en
detrimento de otras propuestas que pudieran atraer a perfiles de
población con menos recursos para acceder a la música en vivo. De
este modo, la intervención pública acentúa la brecha cultural en vez
de reducirla. Otras Administraciones funcionan con una tosca regla
de tres: el festival con más presupuesto y público se lleva la
subvención más cuantiosa. Es otra manera de hacer política
cultural: acentuando aún más la brecha entre proyectos
multitudinarios y minoritarios.
Los sesgos de clase, de origen, de estilo musical y de discurso
crítico también están presentes de forma explícita o implícita en la
convocatoria y concesión de subvenciones. Las subvenciones son,
en sí mismas, mecanismos de autoprotección que las
Administraciones utilizan para silenciar las expresiones culturales
incómodas y condecorar a las que encajan en el discurso oficial o,
por lo menos, que no desentonan con este. En el libro Pequeño
circo. Historia oral del indie en España, 1 Miguel Morán, director del
FIB de Benicàssim, describía así la predisposición que percibió por
parte de los políticos del Partido Popular (PP) hacia el indie: «La
música no era conflictiva, sino más bien lo contrario, y eso también
les hizo apoyar el proyecto. Los políticos no entendían la mayoría de
las letras, así que daba un poco igual lo que dijeran. No
posicionaban el indie ni a la derecha ni a la izquierda. Simplemente,
veían un negocio interesante».
Ni siquiera el hecho de dar subvenciones a festivales implica que
la Administración que las concede haga un seguimiento para valorar
en qué se gasta ese dinero. No se les exige a cambio, por ejemplo,
el cumplimiento de un mínimo código de buenas prácticas. Respetar
los derechos del público, contratar legalmente a los trabajadores y
no regatear el caché a los artistas noveles podrían ser tres puntos
que considerar. Al final, esas ayudas sirven para solventar las
necesidades más urgentes y una de ellas es contratar artistas con
gancho. Los festivales mejor subvencionados pujarán con mejores
armas por los artistas más codiciados. En ese preciso instante la
Administración Pública está distorsionando el mercado favoreciendo
a unos festivales frente a otros y, sobre todo, fomentando un
sobrecoste de cachés que, en el caso de España, ha adquirido fama
mundial.
En este punto, los responsables de este despilfarro de dinero
público no son solo los cargos públicos, sino, sobre todo, los
mánager y agentes de contratación que saben explotar la falta de
conocimientos de los concejales para pedir más dinero del que esos
artistas cobran en otros lugares. Cualquier profesional del gremio
sabe que en España se pueden doblar y triplicar cachés cuando
paga la Administración. La llaman la «tarifa para concejales» y no es
exclusiva del universo pop. Se aplica en todo tipo de ámbitos
musicales. El día que la interventora del Ayuntamiento de Ortigueira
quiso saber si eran razonables los cachés que estaba pagando el
festival de música celta de su localidad se llevó una desagradable
sorpresa. Por The Chieftains habían pagado 65.000 euros, cuando
lo máximo que solía cobrar la histórica banda irlandesa eran 30.000
euros. Por la acordeonista Sharon Shannon habían pagado el triple
de lo habitual. Los cachés de los artistas varían en función de
múltiples factores, pero si el agente del grupo percibe
desconocimiento o debilidad por parte del concejal le sacará hasta
el último cuarto.
La predisposición y generosidad de algunas Administraciones ha
sido fundamental para que, además de festivales nacidos del
empresariado cultural de la zona, también hayan aparecido otros
macroeventos sin vínculo con el territorio e incluso franquicias de
proyectos extranjeros como Download, Tomorrowland, Creamfields y
Rock in Rio. Por último, no puede ser casualidad que algunos de los
macrofestivales que más han despuntado en los últimos años
(Bilbao BBK Live, Mad Cool, O Son do Camiño, Cala Mijas,
Andalucía Big Festival, Resurrection Fest...) sean los que más
dinero público reciben. Hay cifras del todo desorbitadas. Algunas
han aparecido en circunstancias realmente asombrosas. Vamos a
echar un vistazo al maravilloso mundo de la subvención festivalera.
EL ÚLTIMO GRAN REDUCTO DE CORRUPCIÓN

El informe «La corrupción política en España: un análisis descriptivo


(2000-2020)», 2 elaborado para el Instituto de Investigación en
Economía Aplicada Regional y Pública, contiene gloriosas
revelaciones con las que comprender el país en que vivimos. Su
autor, José Abreu, concluye después de analizar datos de las
últimas dos décadas que «el volumen de la corrupción había sido
infravalorado en los artículos de investigación y bases disponibles
hasta el momento», que «la mayoría de los casos de corrupción
política se concentran en las regiones de Andalucía, la Comunitat
Valenciana y Galicia», que estos casos se dan «sobre todo a nivel
local» y que «los dos partidos predominantes, PP y Partido
Socialista Obrero Español (PSOE), engloban, de manera conjunta,
el 75,8 % de los procedimientos por prácticas corruptas que suelen
estar relacionadas con el urbanismo (un 32,3 % de los casos), la
sustracción de fondos públicos (20,7 %) y el amaño de licitaciones
(15,9 %)». 
«La cultura, en general, y el sector de los festivales, en particular,
son el último gran reducto de corrupción en España.» Esta frase ya
no proviene del informe «La corrupción política en España: un
análisis descriptivo (2000-2020)». Es de Xabier Alonso. En sus más
de dos décadas de actividad, este abogado vigués ha hecho de todo
en el ámbito de los espectáculos musicales en Galicia. Ha sido
concejal y promotor, ha ayudado a crear las dos patronales del
sector (la Asociación Galega de Empresas Musicais y la Asociación
Empresarial Festivais de Galicia), la Asociación Sindical de
Profesonais Técnicos do Espectáculo Tesgal y el convenio colectivo
de técnicos de Galicia, único en el país. También forma parte del
equipo del festival O Marisquiño, y uno de sus últimos caballos de
batalla es destapar la corrupción en el sector cultural. «Existe una
corrupción que persigue el lucro personal de los implicados y otra
que implica saltarse las normas para hacer uso fraudulento de
recursos y bienes públicos. Corrupción también es saltarse la norma
sin más. No tengo pruebas de ninguna corrupción entendida como
comprar voluntades o generar una transferencia de dinero público
ilegítimamente al peculio privado de políticos, de promotores o de
ambos. Pero, en el otro sentido, en el del uso injustificado de dinero
público, puedo aportar infinidad de pruebas», asegura.
En su opinión, España es un país propenso a prácticas corruptas
en el ámbito cultural debido a la carencia de planificación en este
ámbito. Concretamente, por la falta de planes municipales de
cultura. «Un plan municipal de cultura es un instrumento
permanente, un reglamento municipal que te permite desarrollar
estrategias a dos años, cuatro o quinquenales, y que incluye crear
una comisión en la que participan los ciudadanos y estos establecen
las directrices que quieren dar al presupuesto de cultura. La Unesco
y la Comisión Europea recomiendan su implantación porque
consideran que la cultura debe gestionarse desde la cercanía y la
Administración que está más pegada al ciudadano es el
ayuntamiento. Pero los ayuntamientos españoles que cuentan con
planes municipales de cultura se pueden contar con los dedos de
una mano», calcula. Y pone como ejemplo Santander, Cartagena y
Candelaria, en Tenerife.
A diferencia de la mayoría de los países europeos, en España la
ley cada vez es más estricta para evitar casos de corrupción. «En
Europa, las leyes sobre contratación pública son menos rígidas
porque parten del principio de confianza en el ciudadano y en el
político. Si se dan casos de corrupción, se penaliza con
contundencia y eso implica vergüenza social para el corrupto. En
España, como somos unos sinvergüenzas, hay que tener una ley
más detallista y afinada», explica. La legislación en esta materia es,
en efecto, cada vez más rigurosa, pero eso no ha conseguido
solventar el problema: el país con una regulación más estricta en
materia de concesiones de dinero público es también uno de los que
hacen un uso más indebido de este. «Si hubiese planes municipales
de cultura, las subvenciones y los contratos públicos se otorgarían
legalmente, pero yo he visto con mis propios ojos cómo se
conseguían contrataciones mediante sobornos a concejales. Y lo he
visto porque he estado en los dos lados del negocio», desvela.
Una planificación cultural a largo plazo permitiría desarrollar
estrategias a años vista justificadas en la especificidad cultural de
cada municipio y, sobre todo, establecería un marco que dificultase
la concesión de partidas a proyectos caprichosos sin conexión con
las necesidades de sus habitantes. Pero España no funciona así.
Con la llegada de la democracia, las actividades musicales más
costosas quedaron en manos de comisiones de festejos que eran
las encargadas de decidir qué artistas contrataban para sus fiestas
patronales. Eran los tiempos en que los agentes iban de pueblo en
pueblo ofreciendo grupos por cifras, en pesetas, que hoy resultan
insignificantes. «Casi todas las contrataciones se hacían en el
umbral del contrato menor en los que si repartes juego, la ley es
laxa. Ibas con un millón de pesetas o medio a vender grupos a los
concejales, te cogían uno a ti, dos a otro, tres a ese, completaban la
programación municipal y aquí no pasaba nada», ilustra Alonso.
En los años noventa se consideraba contrato menor cualquiera
que no superase los dos millones de pesetas, con lo cual los
hipotéticos fraudes se estarían dando por cifras que difícilmente
superarían los 12.000 euros actuales por contrato. El salto
cuantitativo llega, según Alonso, «cuando los festivales se
convierten en la opción de ocio principal del verano y pasa como
con el Guggenheim, que todo el mundo quiere tener uno en su
ciudad». Pero montar un festival es más caro y complejo que
escoger tres grupos para la fiesta mayor y las Administraciones no
están preparadas, porque su cometido nunca fue este. Y si el deseo
de tener un festival que eres incapaz de organizar deviene obsesión,
cuando llegue la hora de plantear licitaciones y adjudicar las
múltiples tareas necesarias para organizarlo los ayuntamientos
buscarán «atajos manifiestamente ilegales que les permitan
programar festivales llave en mano sin tener que pasar por la
compleja planificación y sus correspondientes trámites de
contratación».
Con el cambio de modelo de espectáculo musical, el promotor
que antaño ofertaba artistas para fiestas patronales ahora oferta
festivales. En algunos casos, los actores son los mismos. El
concejal y el agente que se reunían a negociar el caché de Gabinete
Caligari en los años ochenta negocian ahora presupuestos
infinitamente más elevados que ya no encajan en el modelo
tradicional de subvención. El concierto gratuito de fiesta mayor es
ahora un festival de pago con varios grupos (que en algunos casos,
y de forma nada sorprendente, pueden estar representados por el
mismo promotor que propone montar el festival) y la infraestructura
es muchísimo más costosa. Pero como el festival atraerá público de
otras localidades, tal vez el área de turismo podría echar un cable
para financiar del macrosarao. ¡Dicho y hecho! Todo sea por la
proyección del municipio.
Aquí ya hemos entrado en el apartado de fenómenos extraños.
Una cosa es que un municipio carezca de plan de cultura, y otra
muy distinta que las grandes actividades culturales de un municipio
las proponga una empresa privada y se le conceda dinero público a
dedo. «En derecho administrativo, no es el promotor el que dice qué
hacer con el dinero público, sino la Administración la que determina
las necesidades que debe cubrir, cómo las organiza y de qué
medios se provee. No vale eso de “yo quiero montarte un festival
aquí: ¿cuánto dinero me das?”», insiste Alonso. Pero así han nacido
docenas de festivales a lo largo y ancho del país. «En España se
consideran normales y aceptables las adjudicaciones a dedo en el
ámbito cultural, pero al hacerlas las Administraciones pueden estar
incurriendo en prevaricación en casi todos los supuestos», insiste el
abogado.
En Galicia, como en la mayoría de las comunidades, el dinero
público fluye a través de consistorios, diputaciones y Gobierno
autonómico, pero, desde hace tres décadas, las inyecciones más
suculentas llegan de la mano de Dios y en fechas muy señaladas en
el calendario cristiano: en Año Santo Xacobeo. Xacobeos son esos
años en los que el 25 de julio, festividad del apóstol Santiago, cae
en domingo. Ocurre de forma intermitente desde hace siglos, pero
desde 1993 se aprovecha la efeméride para montar un programa de
actos culturales de gran envergadura. Y gran envergadura significa
que solo para la primera edición contrataron de una tacada a Bruce
Springsteen, Julio Iglesias, Ray Charles y B. B. King, entre otros.
El ideólogo del programa cultural del año Xacobeo fue Víctor
Manuel Vázquez Portomeñe, consejero de Relaciones
Institucionales, primero, y de Cultura, después, del equipo del
Presidente de la Xunta Manuel Fraga Iribarne. Por aquel entonces,
apunta Alonso, «algunos políticos ya habían descubierto que los
eventos culturales eran un arma de comunicación política». El
primer Xacobeo fue impulsado por la nada equívoca Consellería de
Cultura, Comunicación Social e Turismo. Para el Xacobeo de 2000,
los festivales empezaban a ganar terreno y el indie se llevó su
primera tajada a través del Santi Rock: tres días de conciertos con
abonos a 5.000 pesetas. Una semana después y a solo ciento
cincuenta kilómetros, el Doctor Music Festival de Asturias se las
veía y se las deseaba para vender sus abonos a 16.800 pesetas.
Las entradas del Santi Rock estaban tiradas de precio porque la
Xunta había reventado el mercado.
El despilfarro de subvenciones para financiar festivales se ha
extendido como la pólvora porque «todos los Gobiernos y partidos
sin excepción aplican esa manera de hacer cultura». Alonso se
refiere concretamente a subvencionar grandes eventos que generen
en el electorado una imagen positiva de sus gobernantes. Y esta
práctica tiene derivadas perversas. «Una Administración Pública
puede generar iniciativas públicas para cubrir carencias culturales
que el mercado no cubre, pero no está para competir en el mercado
con iniciativas privadas», insiste. Son prácticas que distorsionan el
mercado y vacían las arcas públicas de recursos que podrían tener
otros usos culturales. «Hay que desengañar a la gente respecto a lo
que se hace con su dinero y explicarle por qué para otras iniciativas
culturales en las que quiere participar luego tienen cuatro puñeteros
chavos. Se está gastando un dinero que debería servir para generar
tejido cultural», critica Alonso.
De todos los espectáculos musicales organizados este siglo en
torno al Xacobeo, Alonso señala como paradigmático el caso del
festival O Son do Camiño. Por volumen y por el modo en que se ha
financiado, el macroevento gallego ejemplifica muchas de las
distorsiones que envenenan la concesión de dinero público en
cultura. En abril de 2017, los organizadores del Resurrection Fest se
reunían con el conselleiro de Cultura y con el presidente de la
Xunta. Sobre la mesa, literalmente, una carpeta con el nombre «O
Son do Camiño». Dos meses más tarde, los promotores registraban
la marca y en febrero de 2018 la Xunta emitía un expediente de
patrocinio por 2,5 millones de euros. «Ahí tenemos un delito de los
gordos: prevaricación. La decisión estaba tomada un año antes de
la adjudicación del contrato de patrocinio. Eso es manifiestamente
ilegal», insiste.
El festival saldría adelante mediante una asociación de dos
empresas: Old Navy Port, de los hermanos Méndez, promotores del
Resurrection Fest, y Esmerarte, del promotor y mánager gallego Kin
Martínez. O Son do Camiño se estrenó en julio de 2018 en el Monte
do Gozo, donde aquel Santi Rock de 2000, y el abono costó casi lo
mismo: 39 euros. Pero esta vez ya no era para ver a Dover,
Teenage Fanclub y Sonic Youth, sino a artistas infinitamente más
famosos, como The Killers, Lenny Kravitz y Jamiroquai. Desde
2018, y para las tres únicas ediciones que ha celebrado, la Axencia
Turismo de Galicia ha aportado a O Son do Camiño 5,6 millones de
euros, una cifra a la que cabe añadir las obras en el recinto; obras
que asesoraron los promotores del festival en función de sus
necesidades. Otros dos millones y pico de gastos que también
sufragaría la Xunta.
«Montar una programación propia con un contrato de patrocinio
no es legal. O bien es una subvención encubierta o bien es un
contrato simulado. O sea, en fraude de ley», repite Alonso. Pero,
además, resulta que el departamento que aportaba todo ese dinero
era el de Turismo, lo cual da a entender que lo que pretendía
obtener la Xunta a cambio de ese patrocinio era la atracción de
turistas. Estos contratos de patrocinio están definidos explícitamente
como «para la promoción del turismo de Galicia». «Pero en el caso
de O Son do Camiño, eso es rotundamente falso, porque no viene
gente de fuera y el festival apenas tiene repercusión publicitaria más
allá de Galicia», estima Alonso. Su conclusión es la siguiente: «Sin
planificación ni perspectiva de que suponga un beneficio para la
ciudadanía o el sector, los políticos están soltando dinero sin ton ni
son al festival porque lo consideran una herramienta de
comunicación política de primer orden».
Entre 2019 y 2022 y con el Xacobeo en el horizonte, la Axencia
Turismo de la Xunta ha firmado contratos de patrocinio publicitario
para festivales por no menos de 12 millones de euros. No todos
eran de música: el festival de ilusionismo Galicia Ilusiona recibió
400.000 euros. Los beneficiarios de todo este dispendio han sido
decenas de promotores y entidades de todas las envergaduras. «En
Galicia, al que protesta se le contacta y se le unta. Y alguno hasta
se adelanta: amenaza con desmontar el tinglado y algo le cae»,
sugiere Alonso.
La guinda del último Xacobeo, el de 2021-2022, fue el concierto
de Muse en el estadio de Balaídos de Vigo. Las entradas, a 65
euros, volaron rápido. Era tal la ganga que algunas se revenderían
días después a mil euros. Pero aquí el truco de magia fue que la
Axencia Turismo de Galicia no formalizó el contrato de patrocinio
meses antes de la actuación, como sería normal para así planificar
la campaña de promoción del concierto de Muse con la marca
Xacobeo para atraer turistas, sino una semana después de que el
trío británico hubiese abandonado el escenario. Y la cifra concedida
batiría todos los récords: algo más de dos millones por una única
actuación. Sumándole el IVA, quedó en..., ¡tatachán!: 2.480.500
euros. Si en algo contribuyó turísticamente la visita de Muse fue en
reforzar la candidatura de Galicia como destino de conciertos a los
precios más reventados de Europa.
El comodín del patrocinio público, tan extendido en Galicia,
pudiera tener los días contados. Ya hay presentada una denuncia en
el juzgado por el caso de O Son do Camiño que, si fructifica, cortaría
el grifo de esas desorbitadas subvenciones para festivales. Mientras
tanto, interventores de distintos puntos del país ya están
desaconsejando firmar contratos de esta naturaleza por el riesgo
legal que conllevan. Mientras no se ponga fin a estas prácticas se
está generando un efecto contagio en otras zonas del país porque el
atajo del patrocinio público ahorra mucho papeleo a la hora de sacar
adelante macrofestivales. Y las arcas públicas de la cultura se
siguen vaciando en beneficio de empresarios que deciden probar
suerte en este negocio tan seguro y tan boyante.

VALENCIA, TIERRA DE FESTIVALES

La Comunitat Valenciana fue la primera en la que se formalizó la


relación entre festivales y Administración Pública. En 2003 se creó
en Benicàssim un patronato formado por el ayuntamiento de la
ciudad, la Diputació de Castelló y la Comunitat Valenciana desde el
que gestionar la creciente demanda de subvenciones por parte de
los hermanos Miguel y José Luis Morán, promotores del FIB. Ese
año se hizo una reestructuración en el organigrama del consistorio
para dar cabida al concejal de Festivales, figura inédita en el resto
de España. Aunque Benicàssim tenía concejales de Cultura y
Turismo, el FIB siempre fue competencia directa del alcalde. Incluso
con el nuevo concejal de Festivales, ese estratégico negociado
seguiría dependiendo de la alcaldía. Entre 2003 y 2011 el alcalde
fiber fue el socialista Francesc Colomer, que ya había sido alcalde
entre 1991 y 1995.
José Antonio Casañ es un abogado y empresario hotelero de
Benicàssim. Fue concejal de Cultura de la localidad los cuatro
primeros años del FIB (de 1995 a 1998) y concejal de Turismo entre
2003 y 2007. Recuerda que, a partir de la quinta edición, el
ayuntamiento aportaba 200.000 euros al festival, un importe que iría
creciendo a partir de 2003 con la creación del patronato. «Las
subvenciones y el pago de gastos se fueron incrementando ante la
presión directa y pública de la organización del festival, a la que
siempre le parecía poco, y con advertencias de que iban a montar el
festival en Oropesa, Burriana, Benidorm o alguna localidad turística
de Alicante», explica Casañ. Miguel Morán ya contó su versión en el
libro Pequeño circo: «A lo mejor alguna vez lo interpretaron como un
chantaje, pero para mí era un negocio claro: yo promociono tu
marca y te traigo a una gente, y a ti te cuesta este dinero. Es como
si contratas a una agencia de viajes para que te traiga 30.000
personas que se van a dejar un dinero allí: esto tiene un precio».
En la negociación entre promotores de festivales y
Administraciones, el argumento clave siempre es económico. En
2011 el FIB presentó al Ayuntamiento de Benicàssim un estudio de
la repercusión económica del festival en la ciudad y sus alrededores.
La cifra estimada era de 18 millones de euros. A partir de ahí, el FIB
entregó cada año nuevos análisis de impacto con la intención de
obtener más dinero público. «Las cifras económicas del festival y su
repercusión nunca se han contrastado de una forma clara, neutral y
objetiva», sospechó siempre Casañ.
Los estudios de impacto económico de un festival son como las
armas de fogueo: impresionan, pero no son reales. En especial, si
buscan también cuantificar el impacto mediático. Aquel estudio del
FIB de 2011 afirmaba que el festival había aportado 13 millones de
euros más en marketing y promoción para la ciudad. Era el conocido
como valor publicitario equivalente o VPE, una cifra que se obtiene
sumando lo que costaría pagar como inserciones publicitarias todas
las informaciones sobre el festival y la ciudad aparecidas en prensa,
radio y televisión. El VPE es un invento de las agencias de
comunicación para cuantificar el valor de su trabajo ante los clientes;
un invento que la Asociación Internacional de Medición y Evaluación
de la Comunicación (AMEC) invalidó en 2010 en un encuentro
europeo celebrado en Barcelona. Este mecanismo de medición no
era creíble por más que lo utilizasen decenas de festivales
españoles durante años.
El chantaje y la amenaza son parte esencial del diálogo entre
festivales y Administraciones. Es una relación tóxica que se inicia
siempre del mismo modo: ofreciendo un caramelo. En cuanto el
caramelo se ha convertido en una necesidad irrenunciable, empieza
la segunda fase: exigir cada vez más a cambio. Algunos han
bautizado ese truco como «la primera es gratis». Es el que usan los
camellos para introducir el hábito de consumir droga en los futuros
clientes. A la primera dosis invita la casa; de la segunda, ya
hablaremos otro día.
También hay quien establece vínculos estrechos entre el auge de
los festivales de música y los pelotazos urbanísticos. Y en esa
hipótesis, la costa levantina, tan dada a lo uno como a lo otro, es un
buen caso de estudio. La relación entre festival y pelotazo
urbanístico no siempre es directa. Pero a punto estuvo de
consumarse en Burriana, la localidad castellonense que acoge el
Arenal Sound. En 2017 salió a subasta una parcela de dieciséis
hectáreas en la playa del Arenal. Solo apareció un interesado y, a
falta de competencia, la compró al precio de salida: 443.200 euros.
El comprador era Perseida Music, la empresa organizadora del
Arenal Sound. El negocio era tan redondo que el ayuntamiento
impugnó la subasta (el terreno no era del consistorio; al estar en
línea de costa, pertenecía al Gobierno). El litigio sigue en los
juzgados y los organizadores del festival siguen pagándole cada año
al ayuntamiento 60.000 euros por el alquiler de los terrenos donde
se celebra el festival.
A veces, los pelotazos urbanísticos y los festivales de música
discurren por vías paralelas y tienen protagonistas comunes. Por un
lado, el empresario voraz que promete miles de turistas, millones de
euros en consumo y cientos de puestos de trabajo a través de un
proyecto fabuloso. Por otro, el político entusiasmado con que pasen
cosas en su municipio y durante su legislatura. Gandía ha sido coto
socialista desde 1983 con una única excepción, el periodo 2011-
2015 en el que gobernó el popular Arturo Torró. En esos cuatro
años, aterrizaron proyectos megalómanos de esos que generan
mucho dinero a las arcas municipales a costa de la salud del
territorio: un campo de golf, un parque acuático, la urbanización de
un inmenso tramo de playa virgen... En ese mismo cuatrienio se
rodó el reality show televisivo Gandía Shore, que tanto dañó la
imagen de la ciudad.
A Gandía solo le faltaba un festival de música. Y nació en 2014,
durante el mandato de Torró. Fue el SanSan, un evento para unas
10.000 personas que inicialmente se ubicó junto a una zona de
humedales medioambientalmente protegida que también acogería la
zona de acampada. La cesión de terrenos públicos para montar un
festival y el pago de todo tipo de servicios necesarios para
garantizar el evento (seguridad, limpieza...) son dos clásicos de la
sumisión de los ayuntamientos a estos negocios que aterrizan con la
promesa de generar riqueza y proyección turística. Otro clásico son
las irregularidades administrativas encubiertas o propiciadas desde
el mismo consistorio. Y cuando el festival SanSan abandonó Gandía
y Torró abandonó la alcaldía se descubrieron unas cuantas.
Pelotazos urbanísticos y macrofestivales pueden ser incluso
proyectos opuestos. El Medusa Sunbeach Festival nació en Cullera
en 2014 en unos terrenos junto a la desembocadura del río Júcar en
los que solo cuatro años antes se había proyectado una promoción
inmobiliaria descomunal con rascacielos y hoteles de veinte y treinta
plantas. Aquello iba a ser el Manhattan valenciano, pero la crisis del
2008 arruinó la idea y el recinto Manhattan de Cullera (así se le
sigue llamando) pasó a ser la sede del macrofestival más
multitudinario de España; un macrofestival que, mientras no se
decida si finalmente se construye o no en esos terrenos, paga cada
año un alquiler a la constructora que los adquirió en su día.
La historia del Medusa Sunbeach también tiene miga por otro
motivo. A diferencia de la mayoría de los casos, en los que los
protagonistas son el promotor y el concejal, aquí aparece una nueva
figura: el promotor concejal. Andreu Piqueras Vallet era un
empresario de la noche y discjockey. Ocupó el número nueve en la
lista del PP para las elecciones municipales de 2011 y la victoria le
reportó la concejalía de Fiestas, Informática y Ocio. Todo iba viento
en popa hasta que en abril de 2014 fue acusado por autorizar el
lanzamiento de un castillo de fuegos artificiales en plena alerta por
riesgo de incendio. Efectivamente, el castillo provocó un incendio y
ardieron tres hectáreas de monte.
Aunque, dos años después, el peso de aquella causa recaería en
el alcalde y el concejal de Fiestas quedaría absuelto, Piqueras
dimitió del cargo ese agosto. Y no lo hizo presionado por el asunto
del incendio, sino porque las inquietudes de Piqueras a esas alturas
ya eran otras. Una semana después se inauguraba la primera
edición del Medusa Sunbeach Festival que él mismo dirigía. El éxito
del festival es todo suyo. En solo cinco años pasó de 20.000
asistentes a 300.000. No se puede alegar que el consistorio popular
fuese de gran ayuda para los planes del exconcejal, ya que el PP
perdió las elecciones en 2015 y desde entonces Cullera es
gobernada por un alcalde socialista; un alcalde, Jordi Mayor Vallet,
primo de Piqueras. Populares y socialistas son familia en esta
ciudad valenciana en la que en 2022 nació el Zevra, otro festival del
mismo promotor y en el mismo recinto en el que meses después se
celebraría el fatídico Medusa Sunbeach. La muerte de un
espectador volvería a poner en el punto de mira la gestión de este
discjockey convertido en concejal y, después, en promotor de
festivales.
Medusa, Zevra, Arenal, FIB y SanSan son solo cinco de los casi
cien festivales que acoge cada año la costa levantina. Francesc
Colomer perdió la alcaldía de Benicàssim en 2011, pero mantuvo el
cargo de portavoz socialista en la Diputació de Castelló hasta 2015,
año en el que fue nombrado secretario autonómico de Turismo.
Colomer es, también, el gran artífice de la festivalización del litoral
levantino, un monstruo que ha devorado las arcas públicas hasta
límites que ni el propio Colomer supo imaginar. En 2017, el político
castellonense impulsó la marca Mediterranew Musix, desde la que
coordinar todas las políticas culturales destinadas a promocionar
festivales musicales de todo tipo y tamaño. Colomer inventó cuatro
categorías: los festivales con más de tres ediciones, más de un
millón de euros de presupuesto y aforos para más de 20.000
personas eran los Mediterranew Gran Fest; los que empezaban y
manejaban presupuestos de 350.000 euros y aforos de 10.000
personas, Mediterranew Fest; los que congregaban 3.000 personas
con presupuestos de hasta 60.000 euros, Mediterranew Fest Lite.
Había una cuarta categoría, más difusa: los Mediterranew
Experience.
Una vez más, el dinero público para festivales provendría del
área de turismo, entendiendo así que la función de un festival es
atraer visitantes y subestimando de rebote los otros muchos
objetivos que pueden tener la cultura y los eventos musicales. La
Generalitat Valenciana, además, hacía caso omiso de los consejos
de la Comisión Europea y la Unesco, que proponen gestionar los
recursos públicos para cultura desde las Administraciones locales
que conocen mejor las necesidades del territorio y el impacto que
puede tener un festival. Pero, bueno, aquí lo importante era que
habría una sustanciosa partida disponible: 2,5 millones de euros.
Problema: cuando la consigna es que todo festival que pida
subvención la tendrá, pueden aparecer festivales de debajo de las
piedras. Aquella ardilla que hace dos mil años recorría España de
de Gibraltar a los Pirineos sin tocar el suelo ahora cruza la costa
levantina y se cuela a bailar cada noche de verano en un festival
distinto.
En octubre de 2022, tras el primer verano posterior a la
pandemia, un verano en el que, efectivamente, aparecieron
festivales de debajo de las piedras, el departamento de turismo
denegó subvenciones al 50 % de los solicitantes. La resolución
provocó un terremoto en el sector. De repente, ya no había dinero
para todos. La primera reacción fue afilar las hachas: mientras unos
afectados aseguraban que el problema había sido dejar que todos
los festivales pudieran pedir subvención, otros promotores sugerían
que el dinero a repartir se distribuyese de forma que llegase a todos,
aunque eso significase que quien más recibía (los 100.000 euros
fijos para SanSan, Medusa, Arenal...) obtuviera ahora menos.
El portal Valencia Plaza lleva años realizando un intensivo y
crítico seguimiento de los festivales levantinos y de las políticas de
subvenciones de la Comunitat Valenciana. Días después del
bombazo que sacudió el vergel festivalero, el periodista Álvaro G.
Devís desvelaba que Colomer ya planeaba adelgazar la marca
Mediterranew Musix; un cambio de estrategia que pasaría por dejar
de subvencionar festivales bajo el parámetro de «impulso a la
competitividad turística» y hacerlo sobre la base de un nuevo valor:
su condición de «festivales inteligentes». Hasta 2022 los festivales
recibían dinero para promoción y marketing. Ahora lo recibirán para
una reconversión tecnológica y de infraestructuras. No está claro si
con estos nuevos baremos se seguirá premiando más a los
festivales grandes.
La Generalitat Valenciana no es la única que subvenciona
festivales de música; también lo hacen diputaciones como la de
Castellón. No en vano, Castellón acuñó el lema «Tierra de
festivales». Y lo hace también mediante una política que premia más
al más grande. En 2019, si un festival convocaba hasta 5.000
personas por jornada podía recibir 70.000 euros, y el que convocaba
más de 40.000 recibiría 165.000 euros. En la controvertida
resolución de 2022 de la Generalitat Valenciana que dejó sin dinero
público a eventos como el Crazy Urban Festival, el Marea Rock y el
Festival de les Arts, se denegó también la subvención al ciclo Nits al
Carme porque el promotor afirmaba trabajar con un presupuesto de
937.400 euros cuando la Administración estimaba que ese
presupuesto solo era de 292.600. Esta política cultural basada en
conceder más dinero a los festivales que más dinero dicen manejar
también puede provocar que algunos promotores hinchen sus
presupuestos para recibir más de lo que les correspondería. Hecha
la ley de subvenciones, hecha la trampa para conseguir la máxima
tajada.

DE BILBAO A MADRID VÍA MÁLAGA


«La mayoría de los casos de corrupción política se concentran en
las regiones de Andalucía, la Comunitat Valenciana y Galicia», decía
el informe «La corrupción política en España: un análisis descriptivo
(2000-2020)», que adjudicaba al PP y al PSOE el 75,8 % de
procedimientos por prácticas corruptas. Euskadi no aparece ni
puede aparecer en los primeros puestos de ese ranking porque
ninguno de esos partidos ha gobernado de forma mayoritaria en el
ámbito local. La historia de los festivales vascos es otra. En 2017 el
Ayuntamiento de Bilbao concedió una subvención de 1,4 millones de
euros al Bilbao BBK Live. Esa cifra, aprobada por el Partido
Nacionalista Vasco (PNV), socialistas y populares, con las
abstenciones de EH Bildu, Ganemos y los comunes de Udalberri,
financiaría un 20 % del presupuesto del macrofestival. El concejal de
Desarrollo Económico, Comercio y Empleo Xabier Otxandiano lo
consideró «razonable por todos los beneficios que nos aporta». A
saber: un impacto económico estimado de unos veinte millones de
euros, la creación de mil puestos de trabajo y la proyección
internacional de Bilbao.
La decisión causó un tímido revuelo, pero esos 1,4 millones no
eran ninguna noticia. El macrofestival ya los había recibido en 2015
y si en años anteriores había obtenido menos, tampoco era mucho
menos: 1,2 millones en 2013, por ejemplo. Last Tour, la empresa
organizadora del Bilbao BBK Live, especialmente bien conectada
con las instituciones gobernadas por el PNV, también recibe
650.000 euros de la Diputación Foral de Bizkaia para la feria de la
industria musical BIME. La noticia, si acaso, era la constatación de
que el consistorio bilbaíno había decidido apostar de forma
insistente e irrevocable por una empresa muy concreta sin
preocuparse por los efectos que pudiese tener su decisión. Por
ejemplo, distorsionar el mercado local e impedir de forma indirecta la
aparición de competidores con posibilidades de éxito. Lo de Last
Tour y los macrofestivales en Euskadi es en la práctica un
monopolio pagado con dinero público.
Un artículo publicado en Hordago-El Salto 3 desvelaba
implícitamente que algunos de esos miles de puestos de trabajo que
genera el festival pudieran incumplir la ley por la que debe velar la
misma administración que lo financia en un 20 %. En la edición del
Bilbao BBK Live de 2019, algunos trabajadores subcontratados
cobraron cinco euros y menos por hora trabajada, cuando aquel año
el salario mínimo interprofesional determinaba que debía pagarse en
torno a los siete. El reportaje también mencionaba jornadas
laborables de quince horas. El gigantesco pellizco de dinero público
no se estaba empleando en contratar digna y legalmente, sino en
otros menesteres. Y destinar parte de la subvención a contratar
artistas distorsiona el mercado a nivel nacional e incluso
internacional.
Alfonso Santiago es el máximo responsable de Last Tour, pero
durante años comandó la empresa junto al también bilbaíno Javier
Arnáiz. La escisión se consumó en junio de 2015. Justo un año
después nacía el festival Mad Cool en Madrid, impulsado por Arnáiz.
Para su segunda edición, el festival se retrasó a julio, justo la misma
semana del Bilbao BBK Live. El pulso entre ambos macroeventos
estaba servido. Era un enfrentamiento de ñus sin importancia fuera
del sector festivalero, si no fuera porque las fuerzas de ambos
ejemplares estaban altamente musculadas con dinero público. Si el
festival vasco renovó en 2017 la subvención del Ayuntamiento de
Bilbao por 1,4 millones, Mad Cool obtenía ese año 800.000 euros
del Ayuntamiento de Madrid. Un año después, serían 700.000, pero
se sumarían a otros 600.000 de la Comunidad de Madrid. En 2019,
la Comunidad mantuvo esa aportación y el ayuntamiento subió al
millón de euros. Tras dos años de pandemia y bajo la amenaza de
abandonar la ciudad si entre ambas Administraciones no aportaban
16 millones en cuatro años, el Mad Cool de 2022 rascó más de un
millón de euros de la Comunidad de Madrid y 1,4 millones del
ayuntamiento.
Tal y como ocurre en Galicia con O Son do Camiño y muchos
otros festivales financiados públicamente bajo el paraguas del
Xacobeo, el dinero aportado por el Ayuntamiento de Madrid al Mad
Cool no está definido como subvención, sino como patrocinio.
Patrocinio público, tremendo concepto. A esas cifras cabe añadir el
notable ahorro que supone utilizar instalaciones públicas de forma
gratuita o pagando importes rebajados. Según datos de Madrid
Destino, la empresa pública que gestiona la Caja Mágica, donde se
ubicaron las dos primeras ediciones del Mad Cool, el festival se
ahorró en concepto de descuentos por el uso de ese recinto 344.375
euros en 2016 y 604.200 en 2017. Después de tres ediciones
celebradas en el Espacio Mad Cool de Valdebebas, cedido también
por el consistorio madrileño, el macrofestival se traslada en 2023 a
un polígono semiabandonado de la Colonia Marconi, en el distrito de
Villaverde.
Si en 2005 empezó el proceso de construcción de la Ciudad del
Rock en Arganda del Rey para albergar la franquicia española del
macrofestival brasileño Rock in Rio, la Colonia Marconi se va a
convertir en la Ciudad de la Música. En el primer caso, la
recalificación de terrenos fue poco clara y el alcalde que la
consumó, el popular Ginés López, dimitió en 2009 por su imputación
en la trama Gürtel. El segundo es un proyecto impulsado por la
vicealcaldesa de Madrid Begoña Villacís en uno de los escasos
distritos gobernados por Ciudadanos. Que haya elecciones
municipales solo seis semanas antes del Mad Cool de 2023 no
parece obstáculo suficiente para impulsar con dinero público la
construcción del nuevo Espacio Mad Cool. Según informaba El
Confidencial, 4 la promotora ya habría adquirido una parcela de
45.000 metros cuadrados, pero el coste total de los terrenos y de las
obras para adecuarlo a las necesidades del festival son todavía una
incógnita.
Tampoco la oposición vecinal ha surtido efecto por el momento.
Ya se ha constituido la Plataforma Stop Mad Cool Villaverde que
resalta lo mal comunicada que está la zona: no hay parada de metro
y la estación de tren más cercana, San Cristóbal Industrial, queda a
diez minutos a pie como mínimo. San Cristóbal de los Ángeles es el
barrio con renta per cápita más baja de la capital madrileña y los
vecinos dudan que la presencia de un macrofestival pueda
revitalizar la zona. Aun así, los planes de Ciudadanos para la futura
Ciudad de la Música pasan por darle máximo uso. Ya se ha
anunciado el traslado a la Colonia Marconi del Reggaeton Beach
Festival y se ha programado un macroconcierto de Harry Styles. Los
equipamientos musicales que justifiquen que el proyecto se llame
Ciudad de la Música y no Festivalódromo junto a la M-45 están por
definir. De lo que no cabe duda es de que para Ciudadanos este es
un proyecto urgente.
Javier Arnáiz no está solo al frente del Mad Cool. Su socio en
este festival es el empresario gallego Farruco Castromán, el mismo
que ostenta el récord absoluto de aportación pública para un
concierto: los 2,5 millones de euros por el show de Muse en Vigo de
septiembre de 2022. Hay un tercer nombre no menos relevante en
la sociedad Mad Cool Events S. L. constituida en 2021: Rafael Coto
Barrios. Fue representante del cantaor Miguel Poveda, productor del
programa musical de La 2 La hora musa, desde su empresa
Crazy4Fun, y, no menos importante, estratega de varias campañas
de Ciudadanos. Coto sería, según informaba Analía Plaza en El
Periódico de España, el actor clave en la negociación con el
ayuntamiento por el nuevo recinto del Mad Cool en la Colonia
Marconi. 5 Madrid tiene una larga experiencia en la adjudicación de
terrenos para macrofestivales. El festival Summercase aterrizó en
Boadilla del Monte en 2006 gracias a la cesión de unas parcelas que
años después aparecerían en el sumario de la trama Gürtel y
llevarían a prisión al alcalde que auspició el negocio. Arturo
González, alias el Albondiguilla, acabaría condenado a treinta y seis
años de cárcel.
La tensión entre los promotores del Bilbao BBK Live y el Mad
Cool creció aún más cuando Last Tour anunció el nacimiento del
festival Cala Mijas para la primera semana de septiembre de 2022 y
Javier Arnáiz programó otro macroevento de nuevo cuño, el
Andalucía Big Festival, para la segunda semana de septiembre y a
apenas cuarenta kilómetros de distancia. La costa malagueña se
convertía por arte de magia en el nuevo ring del combate de ñus.
Una vez más, el Mad Cool tiraría de contactos en las más altas
esferas y conseguiría un contrato de patrocinio público (nada de
subvención) por 3,5 millones de euros que con el IVA ascendían a
4,2 millones y de los cuales hasta un 80 % llegarían de los fondos
europeos de desarrollo regional. Es decir, que el dinero que la Unión
Europea destinaba a la recuperación de Andalucía iba a manos de
un festival organizado desde Madrid por un gallego, un vasco y el
ciudadano Coto.
Tampoco Andalucía se estrenaba en 2022 en el mundo de los
favores públicos a intereses privados a través de esos
conseguidores que gestionan reuniones de alto nivel entre
promotores y políticos. En 2004, cuando el negocio de los
macroeventos ya despuntaba, José Cadahía, copropietario de la
sala Razzmatazz de Barcelona y futuro impulsor del Summercase,
debutó en el negocio de los festivales plantando la franquicia del
evento de música electrónica Creamfields en un pedregal junto a la
playa de Villaricos. Gracias a la predisposición del alcalde de
Cuevas del Almanzora, este municipio almeriense de apenas quince
mil habitantes al que pertenecía la playa, doblaría y triplicaría su
población ante la llegada de artistas como Pet Shop Boys, Massive
Attack y The Chemical Brothers en las tres ediciones que acogió del
Creamfields. Cadahía llegó a Villaricos de la mano de un
conseguidor que lo puso en contacto con el alcalde popular.
Ninguno de los apaños que pudieran hacerse antes de la crisis de
2008 llegan ni por asomo al nivelazo que concretaría tras la
pandemia el Andalucía Big Festival. Si en algo no mentían sus
promotores era en aquel Big. Por mucho que al final su principal
gancho, el grupo Rage Against the Machine, cancelase la gira.

ATADO Y BIEN CALLADO

La mayoría de los datos expuestos en este capítulo están


disponibles en los portales de transparencia de ayuntamientos,
diputaciones y Gobiernos autonómicos. Y los que no lo están se
pueden solicitar mediante un trámite que toda Administración debe
responder en un plazo máximo de un mes. Los medios de
comunicación también se han hecho eco de estas prácticas. Y, sin
embargo, poco o nada sucede cuando saltan a la luz pública. Ni
siquiera cuando, como en el caso del Andalucía Big Festival, se
maneja ilícitamente dinero europeo. Pueden parecer casos aislados
e inconexos, pero en conjunto describen un modus operandi
enquistado en el tuétano de nuestras instituciones; un modus
operandi del que se benefician principalmente promotores y artistas.
A pocos les conviene tirar de la manta.
Los festivales de música son un fenómeno reciente, pero el
desvío de dinero público a este circuito privado se produce desde el
primer día en virtud de una tradición que se remonta a la dictadura:
la adjudicación a dedo de contratos a empresas fieles al régimen.
En la mayoría de los sectores, la prevaricación se ha ido
denunciando y extinguiendo, pero por alguna razón en el ámbito
cultural resiste. E incluso cuando se opera de forma legal, cabe
preguntarse si es razonable que el dinero público financie negocios
privados como los macrofestivales.
Desde que a mediados de los años noventa los festivales
empezaron a llamar a la puerta de ayuntamientos, diputaciones y
comunidades autónomas, y a dirigirse a las ventanillas de los
departamentos de cultura, turismo y economía, la Administración
Pública ha regado el circuito festivalero con decenas de millones de
euros. Posiblemente, cientos de millones. La pregunta es lícita:
¿qué habría pasado si la mitad de ese dinero se hubiese destinado
a fortalecer el circuito de salas de pequeño y medio formato? ¿Y si
en vez de apostar solo por grandes eventos puntuales se hubiese
destinado la misma cantidad de recursos públicos a muscular ese
otro modelo cultural basado en la constancia a lo largo del año que
proponen los locales de proximidad? Son cuestiones que
melómanos y contribuyentes tenemos derecho a plantear. De
aquellas lluvias de dinero, estos lodos.
Otros sucesos han puesto últimamente aún más en entredicho
las generosas aportaciones de las Administraciones a los
macrofestivales. En junio de 2018, Primavera Sound y Sónar
vendieron porcentajes significativos de sus empresas a dos fondos
inversores norteamericanos. Aquel año Sónar aún recibió 400.000
euros del área de promoción económica del Ayuntamiento de
Barcelona. Ya no habría más, pero aun así, todo el dinero público
que reciben los macrofestivales contribuye, en mayor o menor
medida, a impulsarlos, consolidarlos, dotarlos de visibilidad
internacional y darles un valor económico concreto en el momento
en que alguien desea comprarlos. En Estados Unidos es
inconcebible que un festival reciba dinero público. Sin embargo,
fondos estadounidenses están comprando festivales españoles que
crecieron gracias al dinero público que aportaban y siguen
aportando las Administraciones. Estamos ante el mayor trasvase de
dinero público a manos privadas extranjeras jamás visto en nuestro
sector cultural.
«Lo que pasó pasó», canta Daddy Yankee. Y ya no queda más
que lamentarse. Habrá que calibrar si aún es posible revertir la
situación y trabajar decididamente para fortalecer una red de
escenarios permanentes; ese tejido de salas de proximidad que
nunca llegó a existir. Lo único seguro es que la apuesta por
macroeventos puntuales de quita y pon no ha supuesto un impulso
para el circuito de salas. Decenas de ciudades orgullosísimas de
constar cada verano en el Gran Atlas Festivalero de España son
auténticos desiertos culturales el resto del año.
5

Desierto

Desde que en 2004 el Sónar presentase su primer estudio de


impacto económico, muchos festivales han querido demostrar a las
Administraciones cuantísimo dinero genera su evento en la ciudad.
Es el camino más rápido para convencer al ayuntamiento y demás
Administraciones Públicas de que una subvención estaría más que
justificada por los miles de euros que lloverán después. Sabido es
que la manera más fácil de certificar la importancia de la cultura es
traducir su valor en euros: en entradas vendidas, en trabajadores
empleados, en camas de hotel ocupadas, en litros de cerveza
consumidos, en menús servidos en restaurantes de la zona...
Lo que no hay manera de cuantificar es el impacto estrictamente
cultural de un macrofestival. Entre otras razones, porque el
verdadero impacto cultural solo se concreta a medio o largo plazo. Y
para generar tal impacto, un macrofestival debería asentarse en el
territorio durante años o décadas. Pero ¿cómo medir ese impacto?
¿En el número de bandas que se hayan formado en la ciudad? ¿En
la cantidad de locales de ensayo en funcionamiento? ¿En
matriculaciones en escuelas de música? ¿En la facturación de
tiendas de discos (y perdón por el chiste)? ¿En la cantidad de bares
y salas que se animan a programar música en vivo? ¿En el número
de conciertos que se organizan cada temporada más allá del
festival? ¿En la curva ascendente de venta de entradas para esos
conciertos? ¿En el número de giras nacionales e internacionales
que recalan en la ciudad? ¿En el porcentaje de aficionados a la
música que crece año tras año? ¿En el valor que los habitantes del
territorio dan a la música, cuantificado mediante encuestas?
El concepto genérico que resumiría todos estos indicadores
parciales pudiera ser la vida musical del municipio fuera de
temporada festivalera. Muchas ciudades se autocoronan como
capitales europeas de la música durante los días que dura el
festival, pero ¿qué pasa una semana después y un mes antes?
Cabría suponer que una localidad que desde hace décadas acoge
uno o más macrofestivales se haya desarrollado culturalmente de
algún modo, que el eco de cientos de actuaciones de primer orden
haya acentuado el interés de sus habitantes por la música y que
este haya provocado la aparición de grupos, salas y conciertos
impulsados directa o indirectamente por esos macroeventos. En
caso contrario, habría que asumir que el impacto cultural de un
macrofestival en el territorio es nulo.
O, peor aún: negativo.

BENICÀSSIM, AYER Y HOY

Desde su primera edición de 1995 ha pasado tiempo suficiente para


dilucidar si el FIB ha transformado el paisaje cultural de la ciudad en
algún sentido. Y casi tres décadas después, la semilla del FIB es
imperceptible. Difícilmente podemos hablar de una escena activa y
relevante en esta ciudad de casi veinte mil habitantes. No hay
grupos benicenses que hayan trascendido más allá de la provincia.
Ni uno de los más de mil artistas internacionales que han actuado
en el FIB, el Rototom o el SanSan se ha planteado volver a
Benicàssim para actuar fuera del marco del festival. De haberlo
intentado, tampoco habría sabido dónde. La música moderna no es
una de las prioridades del Teatro Municipal y su presupuesto no da
para traer bandas extranjeras. No existe ni una sala en la ciudad y la
inmensa mayoría de los bares que acogían conciertos en los años
ochenta y noventa cerraron. El Jinete Pálido y El Andén aún
organizan actuaciones en verano, pero si preguntas a los
melómanos de Benicàssim por un local en el que se pueda tocar
fuera de la temporada estival, solo citan uno: El Corb.
Situado en la plaza de la Estación y con aforo para unas
cincuenta personas, El Corb es un pub sin licencia para organizar
conciertos. Para colmo, en 2008 quedó atrapado, como tantos otros
bares del centro, por una normativa de pacificación acústica que
reduce drásticamente su actividad. Su dueño, Jorge Socarrades,
solo puede montar seis actuaciones al año dentro de local, que no
está insonorizado ni acondicionado como sala de conciertos. La
mayoría de los eventos que programa se celebran en la calle a la
hora del vermut o por la tarde, lo cual limita el tipo de propuestas
artísticas que pueden presentarse en la ciudad porque no todos los
grupos encajan en ese formato. Y para cualquier garito que desee
organizar conciertos en la calle durante el verano, hay un límite: solo
dos al mes. La misma Administración que ve en el FIB un reclamo
para promocionar el municipio intenta que el resto del año la música
no moleste a sus habitantes.
A finales de los años ochenta, la principal actividad musical en
Benicàssim eran los conciertos que patrocinaban Los 40 Principales
con bandas de moda como Duncan Dhu y Olé Olé. También había
un festival de jazz que ocasionalmente programaba figuras
extranjeras. Con la construcción del Velódromo, donde años
después se celebrarían las primeras ediciones del FIB, llegaron los
primeros grandes nombres: Mecano, Barón Rojo..., ¡hasta James
Brown! En paralelo a todo eso, también había garitos como el Stop,
el Impropio, el Canadá, el Novecento, el Fraguel Rock o el Takenos
en los que ver los grupos más underground: Raiser, Píldora X, The
Del Hoyo, Sex Museum... Shock Treatment, punta de lanza de la
escena punk rock de Castellón, era el que más público convocaba.
Todo eso lo recuerda perfectamente Paco Vila, el único músico de
Benicàssim que puede afirmar con orgullo que actuó tanto en la
primera edición del FIB como en la primera del Rototom. Asistiendo
como público a conciertos de bandas castellonenses como Los
Fósiles, Bronco Billies y Capitán Blood, Vila desarrolló una afición
musical que le llevó a enrolarse en estos últimos y, más adelante, a
formar Los Auténticos. Debutó en el primer FIB porque en esa
época era el bajista del grupo mod leonés Los Flechazos. Y su
estreno en Rototom le llegó como músico de refuerzo del grupo de
reggae castellonense Bandits. Hoy trabaja en la escuela de música
de Benicàssim y se siente incapaz de detectar la semilla cultural que
pueda haber plantado el FIB en su ciudad.
«Después de tantos años de festival, tendría que haber al menos
cuatro o cinco grupos estables en Benicàssim y no los hay»,
lamenta Vila. Lo más parecido a una excepción sería Novia Caballo,
el grupo nacido de las cenizas de Schizophonic. Estos últimos sí se
formaron en Benicàssim gracias al influjo del FIB. El título de su
segundo disco, Velodrome, hacía referencia al primer recinto que
albergó las primeras ediciones del festival. En 2014 tocaron en el
FIB, pero su historia no se ha repetido. Entre otras razones, porque
apenas surgen grupos. El proyecto Benicàssim.pop, nacido para
dinamizar la cantera local a través de discos y conciertos, lleva una
década programando bandas que a duras penas son benicenses;
basta que un miembro tenga vínculos familiares o laborales con
Benicàssim para incorporar al grupo a la programación. Hace quince
años que dejaron de funcionar los locales de ensayo habilitados en
las antiguas viviendas de maestros. A falta de locales, no nacen
grupos. A falta de grupos, no hay locales.
La escena de Benicàssim nunca nació. Lo sabe bien David
Hernández, fundador del blog Nomepierdoniuna, que informa de la
actividad musical de la provincia de Castellón y que en las últimas
dos décadas apenas ha podido publicar crónicas de conciertos
celebrados en Benicàssim. «Me gustaría decir que el festival ha
dejado una semilla, pero sería hacernos trampas al solitario»,
reconoce tras años de observación periodística. Con el primer
impulso del FIB, recuerda que la discoteca Planeta Pop se animó a
programar conciertos de grupos indies como El Inquilino Comunista
en invierno. El público no acudía y el negocio naufragó. «Hoy ese
local es un supermercado Mercadona», remata Hernández.
Si algún efecto palpable ha tenido el FIB es la llegada de otros
festivales al gigantesco terreno a las afueras del municipio donde se
mudó el FIB en 1998. El Rototom Sunsplash, el SanSan Festival, el
Festival de Música Latina de Benicàssim (Mulabe), el Benicàssim
Electronic Festival (BEF), el Costa de Fuego (en 2012) y hasta una
edición del Viña Rock de 2007 han tenido la misma sede. Está claro,
los macrofestivales atraen más macrofestivales. Pero si ninguno es
capaz de arraigar en el territorio de forma real, de fertilizarlo
culturalmente, seguimos en el mismo punto. Muy posiblemente, los
macrofestivales no tienen esa capacidad. Su propia naturaleza es
estacional y extractivista. Llegan, la lían, explotan los recursos del
territorio y desaparecen sin dejar rastro. Es lo que hay.
En 2006, cuando el FIB ya era el festival más importante de
España, el presidente de la Comunitat Valenciana Francisco Camps
aterrizó en Benicàssim con una noticia de impacto: una inversión de
30 millones de euros para crear la Ciudad de la Música. El faraónico
proyecto se ubicaría en el mismo el recinto donde se celebraba el
festival y dotaría a la ciudad de una veintena de locales de ensayo,
dos estudios de grabación con tecnología punta, tres espacios
independientes para acoger conciertos con aforos para 1.200, 5.000
y 10.000 personas, equipo para filmar conciertos, una nave para
rodar videoclips, escenarios para bandas que quisieran ensayar
giras de gran formato y otras maravillas. Jamás se puso una piedra.
Durante la pandemia, el gigantesco e infrautilizado recinto sirvió
para ubicar ciclos como Luce Benicàssim y Mar de Sons, por los
que desfilarían desde Raphael hasta Nathy Peluso, pasando por
Taburete y Ana Torroja. Las descomunales dimensiones del espacio
permitían cumplir todas las medidas sanitarias de distanciamiento
social. En 2022, ambos ciclos celebraron nuevas ediciones ya en
plena normalidad. El último anuncio sobre el futuro de este espacio
es un presupuesto de 1,5 millones de euros aportado por el área de
turismo de la Generalitat Valenciana para convertirlo en una sede de
festivales inteligentes donde la tecnología permita mejorar la
movilidad del público, reducir residuos y minimizar el impacto
acústico de los conciertos. El grueso del parné deberá llegar en
2024.
El panorama cultural de Benicàssim es un eterno bucle de
aguaceros musicales y sequías. Algunos visualizan los
macrofestivales como una suerte de plaga de langostas tras la cual
el territorio queda devastado culturalmente durante meses. Sea
como sea, estos ciclos climatológicos se reproducen con mayor o
menor intensidad allá donde aterriza un macrofestival. Y en un
terreno sometido a cambios tan extremos, parece difícil que brote
nada. Habría que acercarse a Viveiro, en Galicia, y contar los
conciertos de bandas metaleras o de cualquier otro estilo que se
celebran al año fuera del Resurrection Fest. O hacer el mismo
ejercicio en la localidad albaceteña de Villarrobledo cuando acaba el
Viña Rock.
Llegados a este punto, una pregunta lleva rato mal aparcada. Y
su respuesta explica mucho sobre el origen a menudo caprichoso de
los grandes festivales: ¿en función de qué variables se elige una
localidad u otra para implantar un macrofestival? Por ejemplo, ¿por
qué el FIB se celebra en Benicàssim?

EL FESTIVAL PARACAIDISTA

El Espárrago Rock nació a finales de los años ochenta en la


localidad granadina de Huétor Tájar. Su nombre hacía referencia a
uno de los productos estrella de la zona: el espárrago. Aquel gesto
sería imitado por muchos de los festivales que aparecieron después,
empezando por el Viña Rock y su guiño a los viñedos que crecen en
los alrededores de Villarrobledo. Con el tiempo llegarían el Cebolla
Rock, el Bellota Rock, el Garbanzo Rock, el Morcilla Rock...
Nombres que explicitaban su arraigo en un territorio porque los
impulsaban melómanos de la zona que se animaron a dinamizar la
vida cultural de su población a través de un festival.
En su cuarta edición, la de 1993, el Espárrago Rock ya tenía
vocación internacional y, por una medida estratégica con miras a su
expansión, se trasladó a Granada. Huétor Tájar apenas tenía siete
mil quinientos habitantes. La capital granadina tenía doscientos
cincuenta mil y una notable población joven y estudiantil. Pero, casi
más importante, Granada tenía una larga tradición musical. Allí
habían crecido Miguel Ríos, Los Ángeles, 091 y bandas de la
emergente escena alternativa, como Lagartija Nick y Los Planetas.
En 1993 un festival de música tenía todo el sentido en una ciudad
como Granada, pero ese modelo de festival arraigado en el territorio
y ubicado en una localidad con tradición musical saltó por los aires
solo dos años después.
El FIB aterrizó en Benicàssim por un cúmulo de casualidades. La
idea del festival se gestó en Madrid y sus impulsores fueron cuatro
jóvenes indies originarios en su mayoría de la región leonesa del
Bierzo. El taxista del pueblo de dos de ellos se había mudado a
Castellón para trabajar de repartidor de Coca-Cola. Este taxista
conocía a otra persona de Benicàssim que, a su vez, conocía a dos
concejales del ayuntamiento. Los jóvenes presentaron allí su
proyecto de festival indie y en 1995 nacía el FIB en el Velódromo de
la ciudad. Benicàssim no tenía un público sensible a la música indie.
Ni grupos. No había una escena musical especialmente viva, ni era
ciudad de paso de giras. Las bandas que actuaban en la provincia
preferían Villarreal o Castellón, donde sí había salas y un público
activo. Entonces, ¿qué tenía Benicàssim? ¡Playa! Y, bueno, dos
concejales amigos del amigo del conocido de dos de los ideólogos
del futuro festival.
Si el FIB nació en Benicàssim de la mano de unos promotores
leoneses, el Doctor Music Festival aterrizaría en un valle del Pirineo
de Lleida por obra y gracia de un empresario barcelonés. Tampoco
en este caso había conexión alguna entre el proyecto y el
emplazamiento. Imposible detectar rastros de interés por la música
moderna en aquella idílica comarca de montaña apenas poblada.
Tanto el FIB como «el festival de la vaca» se limitaron a calcar el
modelo de sus respectivos festivales de referencia: Reading y
Glastonbury. Que los festivales estén dirigidos por personas del
mismo territorio no garantiza que sepan encontrar la manera de
dinamizarlo culturalmente y que vayan a ser escrupulosamente
respetuosos y comprensivos con el entorno, pero puede ser de
cierta ayuda.
El atractivo paisajístico y las aportaciones consistoriales han sido
motivos claves para determinar la ubicación de la mayoría de los
festivales españoles; al menos, hasta que el segundo acabó
pesando más que el primero y se empezaron a ubicar en naves
industriales y descampados sin encanto. A partir de cierto momento,
algunos festivales han pasado a ser muestras nómadas que se
instalan en la localidad que ofrece mejores condiciones. Hace
décadas que cualquier emprendedor que quiera montar un festival
sabe que debe bautizarlo con un nombre sin conexión con el
territorio. Ese comodín le permitirá abandonar la ciudad cuando
reciba una oferta mejor. Un hipotético Torreznos Rock no podría
celebrarse en Mallorca. Ni un Torremolinos Fest en Barbate. En
cambio, el Visor Fest puede trasladarse de Benidorm a Murcia sin
problema. Y el Reggaeton Beach Festival puede colocar franquicias
en cualquier lugar que tenga playa. ¡O que no la tenga! Hasta
Madrid acoge una edición de esta muestra itinerante.
En la época dorada del dinero público y el desenfreno festivalero,
también aterrizaron en España franquicias de eventos extranjeros
como Creamfields y Tomorrowland. Una vez más, hablamos de
festivales paracaídas que se instalan en un territorio, hacen su
negocio y desaparecen. Proyectos con esa mentalidad extractivista
tan característica del macroevento que no se plantean en ningún
momento si su presencia puede contribuir o no al desarrollo cultural
de la zona.
EL FESTIVAL EUCALIPTO

Lo peor llega cuando los festivales se implantan en un territorio y


poco a poco absorben sus recursos como esos eucaliptos que se
plantan pensando en el alto rendimiento de su madera (mil euros
anuales por hectárea), y no en la cantidad de agua y nutrientes que
necesitan para crecer; agua y nutrientes que consumen con gran
voracidad resecando el bosque y frenando el crecimiento de otras
especies que estaban allí antes. Nadie considera los eucaliptos una
plaga, pues no aparecen de forma accidental, sino gracias a la
acción humana y con objetivos claramente económicos. Pero su
impacto desertizador está más que probado.
Con los macrofestivales sucede algo parecido. Los festivales
tienen presupuestos tan altos que pueden disparar los cachés de las
bandas hasta cifras inasumibles por las salas. A menudo, estos
cachés llevan incorporadas cláusulas de exclusividad que impiden a
las bandas actuar en el territorio los meses anteriores y posteriores
al festival. Los grupos que no entran en los festivales temen salir de
gira en esas fechas porque saben que el público ya ha gastado su
dinero en los abonos de los festivales. El dinero público y de las
marcas, los nutrientes del eucalipto, se destinan a los festivales y no
a abonar la oferta musical del año.
Todos estos factores y varios más convergen en un proceso de
desertización musical del territorio flagrante, en el caso de España.
A más flagrante porque a diferencia de Inglaterra, donde los
festivales nacieron en un país con un tupido tejido de salas de
conciertos y bares que programan música, los festivales españoles
aparecen en un país sin un hábito generalizado de consumir música
en vivo con regularidad. La red nacional de salas de conciertos
siempre fue frágil y, precisamente por ello, su erosión por parte de
los macrofestivales ha sido un proceso mucho más rápido e
implacable. De algún modo, los festivales han jugado el mismo
papel que en los años ochenta desempeñaron las fiestas patronales:
nutrir a las ciudades de música en vivo durante dos o tres días e
impedir, de nuevo, que en ellas se consolide un circuito de salas con
programación estable.
La relación entre festivales y salas de conciertos es tan conflictiva
como la que antaño había entre fiestas mayores y salas. Si
entonces las fiestas mayores eran la más dura competencia para las
salas porque organizaban conciertos masivos y gratuitos a cargo del
erario público, hoy los festivales ofertan conciertos masivos a
precios muy competitivos; a menudo, reforzados por generosas
aportaciones de la Administración. Es una pinza público-privada
que, una vez más, resta capacidad de acción a salas y reduce la
posibilidad de ver conciertos el resto del año en numerosas
provincias. Y lo más grave es que a menudo esas cláusulas de
exclusividad que impiden a los grupos actuar en salas de la
provincia durante meses están financiadas con dinero público de la
misma provincia.
Muchos de los problemas de desertización musical que padece
España vienen de implantar el modelo de macrofestival inglés en un
país con un tejido musical más frágil. En los años noventa, en la
misma semana de agosto en que se celebraba el festival de
Reading, varios grupos extranjeros del cartel tocaban en salas de
Londres. El propio festival estaba organizado por una empresa que
poseía varios locales de conciertos en la capital inglesa. La carpa de
actuaciones acústicas tenía el nombre de una de esas salas, The
Mean Fiddler, y en ella también actuaban días antes y después los
protagonistas de Reading. La fricción entre festival y sala no era tan
acentuada porque había público para todo y porque el festival se
nutría mayoritariamente de bandas que a lo largo de la temporada
ya actuaban en el circuito de salas. Reading simplemente las reunía
en un fin de semana. En Inglaterra, un festival te permite ver en tres
días a docenas grupos que puedes ver por separado a lo largo del
año. En España, un festival te permite disfrutar en tres días de
docenas de grupos que llevas años sin ver, que tal vez no has visto
nunca y que quizá no vuelvan jamás. Esto cambia las reglas por
completo.
De entre todas las reglas, la de la exclusividad tal vez sea la más
nociva. Es un invento de los festivales destinado a conseguir que el
público interesado en un grupo no vaya a verlo a una sala de
conciertos ni, por supuesto, a otro festival. Es una baza claramente
desertizadora que cada festival juega como considera. Hay
festivales que solo exigen exclusividad a los cabezas de cartel y
otros que se la imponen hasta a los artistas españoles cuyo oficio
es, precisamente, tocar por el país.
Cuando un grupo extranjero entra en esa dinámica, sabiendo que
le resulta más rentable actuar una noche en un festival que una
semana en cinco salas, empiezan a encogerse sus giras. Hay
grupos que llevan décadas sin tocar en salas españolas por eso. No
está de más señalar que con los grupos españoles las cláusulas ni
se firman: se pactan verbalmente o se dan por asumidas. Si a un
grupo programado en un gran festival le surge la posibilidad de
actuar dos meses después en una localidad no muy lejana, su
mánager deberá pedir permiso al director del festival, y esperar que
sea comprensivo y benévolo. Pero sabiendo siempre que quien
paga manda. Y quien paga más es el festival.
Cuando en España solo había tres festivales y ninguno sumaba
50.000 espectadores, la situación era una. Ahora que más de diez
festivales superan los 200.000 espectadores y que la cifra de
macroeventos musicales ronda ya el millar por temporada, la política
de exclusividades se ha generalizado en festivales de todos los
tamaños y estilos, de manera que afecta también al circuito de salas
de todo el país. Es algo que ya intuyó el veterano roquero madrileño
Josele Santiago con el cambio de siglo. Mientras todos los grupos
rezaban por que algún festival los contratase, él intentaba
esquivarlos porque estaba comprobando que, si tocaba en uno, no
lo llamaban para tocar en ninguna sala a trescientos kilómetros a la
redonda. Cuando los festivales todavía no tenían capacidad para
imponer cláusulas de exclusividad, las salas ya sabían que era mal
negocio contratar a un grupo que estaba actuando en algún evento
cercano por esas fechas.

OTROS EFECTOS COLATERALES

Independientemente de que un festival concreto emplee


estratagemas más o menos agresivas, el proceso de desertización
cultural que genera es parte de su ADN. Podrá intentar mitigar sus
efectos nocivos, pero su esencia es absorber y no fertilizar. El
problema añadido es que la expansión imparable de los festivales
ha provocado que todos sus efectos desertizadores, inicialmente
acotados a julio y agosto, se hayan expandido a lo largo del
calendario. Su capacidad de distorsionar el mercado con cachés
elevados y cláusulas de exclusividad va mucho más allá de la
temporada estival.
Mar Rojo, programadora en su día de salas de Madrid como
Moby Dick y El Sol, vivió de primera mano esta expansión. Antes, la
temporada baja para las salas de la capital era el verano, pero año
tras año comprobó cómo esta se iba dilatando hasta ocupar
prácticamente la mitad del calendario. En teoría, los festivales dan a
conocer grupos que luego el público puede querer ver en giras
posteriores por salas. En la práctica, esos mismos festivales son el
principal obstáculo para que los grupos toquen en ellas. Su
conclusión en mayo de 2020 era la siguiente: «El consistorio dirá
una cosa y el sector de hostelería dirá otra, pero como
programadora de salas creo que los macrofestivales no suponen un
beneficio para las salas». En diciembre de 2021, Mar Rojo dejó de
programar en salas de conciertos.
Las derivadas de la aparición de un agente tan poderoso como
los festivales en un hábitat tan frágil como el de las salas de
conciertos son muchas. Que las garantías de una sala para cubrir
gastos sean cada vez menores (por la nueva y agresiva
competencia que suponen los festivales) significa que estas salas
tendrán que buscar fórmulas para asegurar sus cuentas. Y eso, en
función de la localidad, puede pasar por empezar a cobrar alquiler a
los grupos que quieran tocar en ellas, subir el alquiler hasta que
muchos grupos apenas tengan capacidad económica para
alquilarlas, disparar el precio de las consumiciones, cobrar un
porcentaje de la venta del merchandising a los grupos... En el libre
mercado, el pez grande intimida al mediano y, acto seguido, el
mediano acosa al pequeño.
Por otro lado, los macrofestivales han adquirido tal centralidad en
el entramado de la música en vivo que a veces el éxito económico
de una gira pasa por que ese grupo logre colocarse en alguno.
Muchas giras españolas son rentables únicamente porque un
festival paga un caché suficientemente voluminoso como para
costear otras fechas que puedan resultar deficitarias. Y esto, que
aparentemente beneficia al circuito de salas, también es un arma de
doble filo. Cuando el festival se cancela por los motivos que sea,
toda la gira caerá como un castillo de naipes porque la carta que la
sostenía ha fallado. Y eso no solo ocurre a nivel estatal. La
suspensión de un festival en Bélgica puede desencadenar la
cancelación de la gira española de un grupo estadounidense o
inglés. Casos así empiezan a darse con cada vez más asiduidad e
incluso fuera de la temporada veraniega. El veneno de los festivales
se ha introducido en el tuétano del circuito musical. Ni la sala más
remota del continente es inmune a su efecto.
La desertización musical de un territorio es un efecto directo de
las políticas depredadoras de los macrofestivales. Y cuanto más
agresiva sea su política empresarial, más desertizarán el territorio.
De todos modos, y aunque esta sea la tendencia natural, eso no
significa que afecte a todas las músicas o a todos los estilos en la
misma medida. A menudo, cuando lamentamos que cientos de
grupos hayan dejado de actuar en salas, nos referimos a aquellos
que llevan décadas integrados en ese circuito festivalero o que
forman parte de la escena indie, pero no pensamos en todas las
escenas ajenas a ese mundo. Dicho de otro modo, que haga
décadas que el trío de rock alternativo estadounidense Dinosaur Jr.
no toque en salas españolas no significa que el grupo de cumbia
villera Damas Gratis no pueda hacerlo cuando le apetezca.
Decenas de escenas y circuitos musicales siguen funcionando en
un universo paralelo al de los grandes festivales. Como los géneros
musicales que predominan en los macrofestivales son el pop rock
de corte independiente y la electrónica, estos son los géneros más
afectados por la desertificación. El auge de los macroeventos de
músicas urbanas ya está teniendo su efecto en el calendario de
salas. Los festivales de músicas menos populares (country, blues,
folk, géneros de otras latitudes...) también absorben y concentran la
oferta produciendo un efecto similar, en su modesta escala. Y, por
supuesto, sus artistas pueden caer ocasionalmente en las garras de
festivales de mayor envergadura. También habrá escenas musicales
que no hayan llamado jamás la atención de los programadores de
grandes festivales. Pero ni siquiera estas estarán eternamente a
salvo. Nunca debemos subestimar la naturaleza fagocitadora de un
macrofestival.

LA POLÍTICA DEL PAN PARA HOY

A menudo se defiende el macrofestival porque es la única opción


que han tenido los melómanos que no viven en grandes capitales
culturales españolas de disfrutar de sus artistas favoritos. Es un
argumento más que razonable. Un argumento que, aunque
inicialmente se refería a giras de grupos extranjeros, también se ha
acabado aplicando a las bandas nacionales. Pero es un argumento
que parte de una derrota asumida: la de la imposibilidad de construir
un circuito de salas en España, la de que los grupos extranjeros
nunca actuarán en más de tres ciudades españolas y que dos de
ellas siempre serán Barcelona y Madrid, la de que la vida cultural en
las ciudades de provincias es una quimera. Sin embargo, antes de
que aparecieran los festivales ya había bandas extranjeras que
realizaban giras españolas de más de diez fechas. Y algunas ni
siquiera hacían escala en Madrid ni Barcelona. No solo eso: sigue
habiendo grupos extranjeros que cada mes recorren la península
tocando en pequeñas localidades y garitos.
Si todos estos grupos no programan veinte o treinta conciertos
cada vez que visitan España, será porque los promotores locales no
encuentran más salas en condiciones o porque temen que no acuda
suficiente público a los conciertos. Pero si todo ese público que
justificaría la existencia de un circuito de salas más fértil y
diseminado por la geografía nunca ha existido y ni siquiera ha
aparecido cuando España ya contabiliza un millar de festivales al
año, tal vez sea porque, definitivamente, estos no generan público
interesado en la música en vivo hasta el punto de pagar por ir a ver
conciertos en salas. Tal vez un macrofestival no es un modelo
pensado para propagar el interés por la música, sino para
concentrar ese interés en los festivales. Tal vez un festival solo crea
público festivalero.
A pesar a todo ello, el modelo cultural que se ha ido imponiendo a
lo largo de los años en localidades pequeñas, medianas y grandes
es el de concentrar la actividad musical en unas pocas jornadas
masificadas y dejar que la programación del resto del año muera de
inanición. Es la política del pan para hoy y hambre para mañana. Es
la historia de la música en vivo de este país: una estrategia que
fomenta la concentración del negocio en cada vez menos manos,
que convierte la cultura en un bien excepcional del que solo se
puede disfrutar en fechas señaladas y que poco a poco va
desertizando la comarca, la provincia, la comunidad y el país. Ha
pasado casi medio siglo de la muerte de Franco y España no solo
no ha logrado armar un circuito de salas mínimamente equiparable
al del resto de los países europeos, sino que cada vez está más
lejos de conseguirlo. Y, en ese sentido, la industria festivalera nunca
ha sido una aliada, sino más bien una enemiga que ha engullido
buena parte de los recursos públicos y privados que podrían haber
fortalecido el circuito de salas. Empezando por la cerveza.
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Cerveza

«Lo que mueve este país es la cerveza», declaraba Sr. Chinarro en


una entrevista publicada durante la pandemia. El músico sevillano
se refería al clamor popular cosechado por Isabel Díaz Ayuso tras
prometer que en la Comunidad de Madrid no cerrarían las terrazas
durante la pandemia para que la gente pudiera ir de cañas. Según el
informe «World Beer Index 2021», elaborado por el portal
Expensivity y basado en estadísticas de la OMS, 1 en 2021 España
ya era el segundo país del mundo que más cerveza consumía
detrás de la República Checa y por delante de Alemania. La media:
cuatrocientas diecisiete cervezas por persona y año.
El conglomerado Mahou-San Miguel es líder de ventas en
España con gran diferencia. Tras años de caída de la filial estatal de
Heineken (que aglutina marcas como Cruzcampo, Amstel, Buckler,
Águila y la propia Heineken), el grupo gallego Hijos de Rivera ha
aupado a Estrella Galicia como segunda marca de cerveza más
bebida. El grupo catalán Damm cierra el ranking de las cuatro
cerveceras que copan el mercado. Sin embargo, Estrella Damm es
la cerveza presente en los macrofestivales más importantes de
España, lo cual hace sospechar que sea también la que más dinero
invierte en el sector. Aquella reflexión de Sr. Chinarro es
especialmente atinada si la circunscribimos al ámbito de los
festivales musicales: lo que mueve el mundo de los festivales es sin
duda la cerveza.
Las cerveceras son las empresas que más dinero invierten en
macrofestivales musicales y la cerveza es la bebida más consumida
en ellos. Según datos de Idasfest, empresa valenciana
especializada en análisis integrales de eventos culturales y
deportivos y autora del Libro blanco de hábitos de consumo en
festivales, 2 en España cada espectador gastó en 2022 una media
de 52,33 euros por festival y el 62,41 % del dinero para bebidas lo
destinó a comprar cerveza. En los festivales de música se bebe
mucha cerveza. Mucha. Y según el tipo de música, más. Tanta, que
en casos extremos ha habido que buscar soluciones drásticas. El
festival alemán de Wacken, especializado en heavy, instaló una
tubería de siete kilómetros para que nadie pasase sed. Su
estimación era que los 75.000 espectadores beberían una media de
cinco litros por persona durante tres días. Había que prever un
consumo potencial de cuatrocientos mil litros. Nadie bebe más
cerveza que el público heavy, pero, aun así, el consumo de cerveza
es crucial en el engranaje de cualquier festival.

UNA ALIANZA NATURAL

Juan Martínez Inchausti es responsable de patrocinios musicales de


Estrella Galicia Iberia. «Desde hace quince años consideramos la
música un eje estratégico de la compañía —afirma—. Después del
bar, el máximo punto de encuentro cervecero es el concierto. Hay
una correlación psicológica entre música en directo y cerveza»,
intuye. Solo por eso es tan natural la presencia de cerveceras en el
mundo de la música; mucho más que cualquier otro producto, ya
que cuando una marca de automóviles o una entidad bancaria
patrocina un festival solo posiciona marca, mientras que cuando lo
hace una cervecera, está vendiendo su producto y a la vez evitando
que lo venda la competencia. Por todo ello, no hay cervecera que no
tenga una partida prevista para menesteres festivaleros. Según el
Observatorio de Patrocinio de Marcas en Festivales, las cerveceras
son las empresas que más dinero invierten en festivales musicales,
copando un 28 % del total de patrocinios.
Sin ser, ni de lejos, la empresa cervecera que más dinero invierte
en marketing en el circuito español de festivales, Martínez Inchausti
recibe más de trescientas propuestas al año para patrocinar eventos
de todo tipo. Los festivales más importantes a los que aporta dinero
son gallegos: del Resurrection Fest al Festival Noroeste, pasando
por O Son do Camiño. También esponsoriza la muestra de
electrónica Mira, el Monkey Week y el Monkey Weekend andaluces,
el B Festival de músicas indie y urbanas, el veterano Purple
Weekend de filiación mod y otros cuarenta eventos.
Cada cervecera diseña sus estrategias de marketing en función
de sus objetivos y apuesta por unos modelos de festivales u otros.
Unas prefieren invertir en los eventos más concurridos para llegar a
la máxima audiencia y otras optan por aliarse con eventos con
personalidad propia que, de rebote, les otorguen también un
carácter diferencial. Las hay que inyectan grandes sumas de dinero
para asegurarse la máxima visibilidad en eventos lo más
competitivos posible (y grandes sumas pueden significar un millón
de euros por edición y más), y las hay que manejan cantidades más
modestas, pero las compensan con inversiones en logística
orientadas a mejorar la experiencia del público y a incentivar el
consumo de su producto. Cuantas más barras instalen en el recinto
y más agradable sea acercarse a ellas, más beberá el público y más
dinero ganarán la empresa y el festival.
Los festivales necesitan cerveza para abastecer a su público,
pero las cerveceras también necesitan los festivales para introducir
sus marcas en nuevas audiencias. Ser la cerveza oficial de un
macrofestival es una oportunidad promocional que no se te presenta
cada día. «Tenemos un fan line de 12.000 personas que han
asistido a un festival y han probado nuestra cerveza. Si no conocían
nuestro producto, ahora ya lo conocen; ya han pasado ese primer
filtro», argumenta el jefe de patrocinios musicales de Estrella
Galicia. Y el festival, si pacta un acuerdo económico ventajoso que
le permita obtener barriles a precio más barato del habitual, podrá
disparar sus ingresos en las barras. Es un win-win en toda regla,
aunque también tiene su riesgo: un festival mal organizado donde
falle el suministro y se generen colas dañará la imagen de la
cervecera. Ha pasado.

LAS CUENTAS DEL FESTIVAL

Un barril de cerveza industrial de treinta litros puede costar entre 60


y 90 euros, aunque cada bar lo pagará a un precio distinto en
función del acuerdo al que llegue con su distribuidor. Si un festival
tiene un contrato de exclusividad y patrocinio con una cervecera es
probable que obtenga los barriles a un precio aún más barato
debido al ingente consumo de cerveza que va a garantizar. Los
descuentos pueden rondar el 40-50 %, de modo que no es
descabellado estimar que un macrofestival pueda comprar el barril a
40 euros e incluso a menos. Eso significa que estará pagando el litro
de cerveza a poco más de un euro.
Cuanto mayor sea el descuento ofrecido por la cervecera,
mayores serán los beneficios para el festival en las barras. Y tanto si
se sirve en vasos de treinta y tres como de cincuenta centilitros, en
momentos de alta demanda, un barril se consume en apenas media
hora. El precio de la cerveza ha subido como la espuma en los
festivales. En 2022 ha sido uno de los objetos de queja del público
festivalero. Se han vendido vasos de cervezas a 4,5 euros
(Primavera Sound), a cinco (Bilbao BBK Live), a seis (Mad Cool), a
nueve (FIB) y a doce (DCode); y en ningún caso eran vasos de un
litro. Son precios inimaginables fuera del recinto del festival. Pero
cada vez es más habitual multiplicar por diez el precio de coste de
un barril y duplicar o triplicar el precio de la cerveza que puedes
tomar en cualquier bar por el simple hecho de estar un festival en el
que ya has pagado un precio de entrada y en el que además
tendrás que pagar por el vaso.
Las previsiones más optimistas sueñan con medias de consumo
en un festival de un litro de cerveza por persona y día, pero pocos
festivales alcanzan estas cifras. La edad del público y el tipo de
música determina en buena medida los índices de consumo. En un
festival heavy con predominio de público adulto se consume
muchísima más cerveza que en uno indie o de electrónica para una
media de edad algo más baja, y donde los combinados y refrescos
restan algo de ventas a la cerveza. En un festival de músicas
urbanas para un público joven, aún se consume menos cerveza. Por
supuesto, la cervecera que tenga la exclusiva de distribución en un
festival impondrá el agua embotellada que comercialice su empresa
y, en caso de tenerlos, refrescos y licores de su grupo empresarial.
Un festival de tres días con 40.000 espectadores por jornada
puede facturar un millón y medio de euros solo en cerveza. Si a eso
se le añaden los ingresos por la venta de botellines de agua,
refrescos, combinados, bebidas energéticas y los cada vez más
lucrativos vasos reutilizables, la cifra se puede doblar. En festivales
que suman cientos de miles de espectadores y en los que el precio
de las consumiciones raya lo obsceno, es posible ingresar varios
millones de euros. La facturación en las barras de macroeventos
con artistas de cachés bajos, con infraestructuras modestas y
abonos tirados de precio puede suponer más del 50 % de los
ingresos de un festival. La forma más sencilla de intuir si los
ingresos en taquilla de un festival superan o no a los de las barras
es calcular, como asistente, si te has gastado más dinero en la barra
o en la entrada.
Siendo el consumo de cerveza una fuente de ingresos tan crucial,
se entiende mejor que los macrofestivales duren tantísimas horas.
Si hay grupos tocando a las cinco de la tarde, las barras empiezan a
funcionar antes; y a un nivel nada desdeñable, si es verano y hace
calor. Sí, la centralidad de la cerveza en el mundo de los festivales
es tal que puede moldear su duración por razones que nada tienen
que ver con la música. También se entiende así que inventar un
macrofestival con siete bandas de cachés asequibles para arropar a
un artista de gran tirón pueda ser más rentable que hacerlo actuar
solo en un macroconcierto. Una vez asumidos los costes de
producción del evento, da igual que en ese escenario toquen dos o
seis grupos, pero en un macroconcierto en un estadio de fútbol las
barras las controlará la empresa que gestione el estadio y el
promotor no sacará tajada. En cambio, si el macrofestival se celebra
en un recinto gobernado por el promotor, los ingresos de las
consumiciones le ayudarán a rentabilizar el evento.

A LA CAZA DEL BRAND LOVER


En festivales pequeños donde la aportación económica en concepto
de esponsorización es testimonial y el consumo de cerveza,
desmedido, la cervecera podría recuperar la inversión en el mismo
festival. Pero una inversión en patrocinio de cientos de miles de
euros resulta imposible de recuperar directamente a través de la
venta de barriles. En un macrofestival donde se bebe mucha
cerveza, hay que desplegar una logística compleja: trabajadores que
monten y desmonten las barras, servicio técnico las veinticuatro
horas que minimice posibles incidentes, tráileres con barriles para
abastecer durante días el recinto y también los supermercados,
bares y hoteles de la zona... «Todo esto no se ve en el contrato de
patrocinio, pero también supone esfuerzo y dinero», resalta Martínez
Inchausti.
Los ingresos por la venta de cerveza en las barras suponen solo
uno de los retornos que espera una cervecera cuando invierte en un
festival. También está el retorno en forma de presencia en medios
de comunicación, en caso de haber asociado el nombre al evento;
es el naming e implica que el Resurrection Fest pase a llamarse
Resurrection Fest Estrella Galicia, igual que el FIB fue unos años el
FIB Heineken y el Primavera Sound se llamó San Miguel Primavera
Sound. Y no hay que desestimar un tercer tipo de retorno: ese
concepto tan difícil de medir que es la imagen. En el mundo del
marketing moderno, trastocado por la eclosión de las redes sociales,
los comentarios de los espectadores son lo más parecido a la
constatación del éxito o del fracaso de una alianza entre cervecera y
festival.
Tras la barra de cualquier recinto aguarda agazapado un deseo
ulterior: la captación de clientes. «Que en un festival con doce mil
personas, seis mil digan cosas bonitas de tu cerveza te permite
crear pequeños nichos, generar auténticos brand lovers. Es un tema
de captación de leads, de conocer al consumidor. Tener datos de los
clientes a través de la aceptación de cookies no vale nada, pero si
trescientos asistentes a un festival se convierten en fanáticos de tu
marca, de esos que un día entran en un bar y si no tienen Estrella
Galicia se van... Llegar a eso es sumamente complicado. Que veinte
personas de doce mil digan que se tatuarían el logo de Estrella
Galicia en el brazo puede parecer poco, pero es un porcentaje muy
elevado. Comprar eso costaría mucho más dinero del que
invertimos en un festival», teoriza Martínez Inchausti. El objetivo
final es que el consumidor viva una experiencia gratificante y fidelice
su relación con la marca. Aun así, ninguna cervecera mide el éxito
de su campaña en número de brand lovers, sino en índices de
consumo, posicionamiento de marca e impacto mediático.
La presencia de una cerveza en un festival se implanta con
infinidad de elementos. El típico es la impresión de la marca en
carteles, vasos y pulseras, en la entrada, el vallado y los paneles de
información, en el telón de fondo del escenario, en los monitores de
sonido, en los altavoces, en el nombre de un escenario, en la zona
vip, en banners y en todo tipo de soportes publicitarios, medios y
redes sociales. Paralelamente, los departamentos de marketing más
activos pueden idear acciones específicas como sorteos y
encuentros con los artistas durante el festival. También hay
cerveceras que establecen acuerdos con los festivales que
trascienden los tres días del evento y se perpetúan en otros
conciertos que se organicen a lo largo de la temporada. Acordar que
las ruedas de prensa de presentación del festival se hagan en la
sede de la cervecera es otra práctica habitual. Y, por supuesto, hay
que pactar dónde y con qué asiduidad aparecerá la marca durante
esa presentación. Ninguno de estos detalles se deja al azar. Todo
está decidido, redactado y cuantificado por contrato. Todo vale
dinero.
La aportación económica a modo de patrocinio y el precio del
barril son dos aspectos de la negociación que a menudo van
ligados. Pudiera parecer un buen negocio para el festival obtener
una rebaja del 50 % en el precio de los barriles, ya que eso le
permitiría sacar más beneficio al vender la cerveza en las barras,
pero una rebaja de solo el 10 % a cambio de una aportación
económica mayor puede ser más interesante porque eso implicará
que el festival reciba ese dinero meses antes de la celebración del
evento. Y ese dinero adelantado puede servir para, por ejemplo,
pagar a proveedores o incluso los cachés de grupos extranjeros. A
lo largo de la temporada, los festivales atraviesan puntas de
endeudamiento cuando tienen que hacer frente a pagos
adelantados y aún faltan meses para que llegue el grueso de los
ingresos. Es entonces cuando la cervecera, además de patrocinar,
pasa también a financiar un festival mediante estas aportaciones
económicas que inyectan en los plazos acordados por contrato. Las
cerveceras funcionan como un banco, pero sin cobrar intereses. Los
intereses se imputarán en el precio al que venderán los barriles
cuando llegue la semana del evento.
En esa negociación entran también en juego otro tipo de
contraprestaciones que pueden ir desde la aportación de mobiliario
(barras, parasoles, mesas, sillas, carpas...) hasta proporcionar a los
trabajadores que monten y desmonten barras y se encarguen del
mantenimiento, pasando por asumir la decoración tanto de las
barras como de otros espacios del festival, como camerinos, zonas
vips, accesos o rincones de descanso. En todos estos elementos, la
cervecera buscará la manera de hacer bien visible su presencia
como marca y el festival tendrá una preocupación logística menos.
Que esos lugares resulten acogedores y no parezcan un decorado
de Damm, Heineken, Mahou, San Miguel o Alhambra dependerá de
la urgencia que tenga la cervecera por implantar su marca y de la
necesidad que tenga el festival de consolidar su vínculo económico
con la cervecera.

UN FESTIVAL INVENTADO POR DAMM

Algunas cerveceras ya no se conforman con invertir dinero en


eventos organizados por promotores: prefieren ser ellas las que
organicen el encuentro musical y así no tener que discutir con nadie
dónde pueden o no pueden colocar su marca y qué tamaño máximo
puede tener el logo en el fondo del escenario. Por otro lado,
organizar tu propio ciclo es la única manera de dar visibilidad a
marcas que no tienen acuerdos de exclusividad para vender su
producto en ninguna sala de conciertos, aunque eso implique
celebrarlo en espacios que no son salas de conciertos y donde la
acústica no siempre sea la idónea. Todo sea por la marca.
Estrella Galicia, Mahou, Alhambra y San Miguel han impulsado
programaciones de nombres tan inequívocos como SON Estrella
Galicia, San Miguel On Air, Cómplices Vibra Mahou, Momentos
Alhambra o San Miguel Tribu Festival. Son acciones publicitarias
que requieren expertos en el negocio musical, razón por la cual
tienen promotoras a sueldo cuyo trabajo a jornada parcial o
completa es satisfacer sus necesidades promocionales: contratar
grupos, buscar locales, negociar cláusulas y gestionar producciones
para que cuando llegue el día del concierto el escenario parezca un
escaparate de la marca.
Estrella Damm ha ido un paso más allá convirtiendo su sede
corporativa, la Antiga Fàbrica Damm de Barcelona, en una sala de
conciertos de facto y, también, en el espacio donde se presentan
durante el año las decenas de festivales que patrocinan. En 2016,
Estrella Damm destinaba unos 20 millones de euros a patrocinios
culturales y deportivos. «Queremos ser el principal patrocinador de
festivales», declaraba en un informe de 2017. En Catalunya ya lo
era, hasta el punto de haber convertido su despacho de patrocinios
en una suerte de delegación oficiosa del Departament de Cultura.
Así la calificó el conseller de Cultura Ferran Mascarell en una rueda
de prensa en la Antiga Fàbrica Damm con una broma que de broma
no tenía nada, pues confirmaba la evidencia: una empresa privada
tenía más influencia en la cultura catalana que el Gobierno catalán.
La voracidad patrocinadora de Estrella Damm en Catalunya es
digna de estudio porque su perseverancia la ha convertido en un
agente de primerísimo nivel a la hora de marcar las políticas
culturales. Cuando alguien quiere impulsar un evento cultural en
Catalunya acude antes al despacho de Damm que al Departament
de Cultura de la Generalitat. Este poder que se ha ganado a pulso (y
que se le otorgó) le ha permitido trazar una línea invisible que
separa la música catalana oficial de la que vive condenada a crecer
en los márgenes. Hay un modelo de grupo eufórico, despreocupado,
ligero y neutral con todos los números para encajar como guante de
seda en los planes de marketing de la cervecera catalana. Y
cualquier festival propenso a programar este perfil de grupos y a
crear ese entorno idílico de sombreros de paja, camisetas a rayas
azules y chiringuitos de madera tendrá la bendición de Damm. La
cerveza no solo quita la sed, también manipula el terreno de juego
en el que compiten entre sí eventos, estilos y grupos. Y lo manipula
basándose en unos intereses empresariales, nunca artísticos.
Primavera Sound, Sónar y Cruïlla son solo tres de las decenas y
decenas de eventos musicales que patrocina Damm y en los que
solo se puede consumir su cerveza. Ha sido una labor persistente,
con estrategias de marketing tan ambiciosas e implacables que han
modificado por completo la naturaleza de algún evento. El Vida de
Vilanova i la Geltrú es el mejor ejemplo imaginable de cómo una
cervecera puede provocar la desaparición de un festival y el
nacimiento de otro totalmente distinto. En esta localidad costera de
cincuenta mil habitantes nació en 2004 el festival Faraday, muestra
musical de espíritu indie impulsada desde una asociación sin ánimo
de lucro creada por varios veinteañeros de la ciudad. Tan poco
ánimo de lucro tenían sus organizadores que se autoimpusieron
como norma no repetir artistas y en sus diez ediciones ningún grupo
actuó dos veces. De la noche a la mañana, unos chavales que
organizaban las fiestas de fin de año y de carnaval estaban
llamando a los mánager de Nacho Vegas, Astrud y Lori Meyers y,
más adelante, a los de artistas extranjeros como Nick Lowe, The
Divine Comedy, The Wedding Present... Aquel modesto festival fue
creciendo en paralelo al aumento de la inversión en patrocinio que
aportaba Estrella Damm.
Entre 2004 y 2008, el Faraday no recibía ni diez mil euros de
Absolut, Stolichnaya o Heineken, marcas que aun así le imponían su
naming. A partir de 2009, Estrella Damm dio un notable impulso al
festival. Las aportaciones se multiplicaron por cinco y llegaron a
superar los 40.000 euros. Para la cervecera era calderilla, pero para
un festival con apenas mil espectadores suponía una inyección de
caballo; de repente, podía plantearse llamar al mánager del grupo
estadounidense Wilco y negociar el debut en España de su cantante
Jeff Tweedy. Fue un gran salto para los chavales que montaban el
Faraday, pero no era nada comparado con lo que estaba por venir.
Estrella Damm ya estaba visualizando en aquel festivalito coqueto,
desde aquel mirador con vistas al Mediterráneo, el concepto para
sus futuras campañas: jóvenes felices disfrutando del verano, la
música y su cerveza en un entorno playero decorado con bombillas
de colores.
El anuncio de 2011 de Estrella Damm ya plasmaba aquella
estética hoy inconfundible. Lo dirigía Isabel Coixet y en él aparecía
el cocinero Ferran Adrià, otro de los fichajes aliados de Damm. La
música la ponía el grupo Herman Düne, que el verano siguiente
sería cabeza de cartel del Faraday. Todo cuadraba. Y, aun así, el
festival estaba a punto de desaparecer. El Faraday era muy
agradable, pero demasiado pequeño para las aspiraciones de
Estrella Damm. La cervecera quería un festival más importante.
Pongamos, siete veces más grande. Eso ya requería otros
presupuestos, pero Damm estaba dispuestísima a invertir 300.000
euros o un millón. Todo eso, para un festival que solo una década
atrás cubría gastos con 6.000 euros de patrocinio. Estrella
necesitaba un festival en la costa mediterránea y lo tendría. Y así
nacería en 2015 el Vida, un festival encargado y financiado por el
departamento de marketing de una cervecera y planificado con
mimo hasta convertirlo en el paradigma de festival boutique.

UN APOCALIPSIS LEJANO

Aunque hoy pueda parecer una aberración, hace menos de dos


décadas las giras de grupos de pop adolescente como El Canto del
Loco arrasaban entre el público menor de edad gracias al patrocinio
de Ducados. No pasaría mucho tiempo hasta que el Gobierno
español prohibiese la publicidad de tabaco en contextos culturales,
en la vía pública y hasta en los medios de comunicación. El
siguiente producto con efectos nocivos para la salud pública cuya
publicidad quedó restringida fueron las bebidas alcohólicas.
Imposible verlas en horarios televisivos para todos los públicos o en
acontecimientos deportivos y culturales.
Hasta la fecha, las cervezas han quedado a salvo de estas
restricciones porque las normativas hacen una excepción con todas
las bebidas cuya graduación sea inferior a veinte grados. Eso
incluye tanto a las cervezas como al vino. Sin embargo, algunas
ciudades ya están planteando nuevos límites al marketing de
cerveza. Si en estadios de fútbol y circuitos de carreras las
cerveceras solo pueden vender bebidas sin alcohol, ayuntamientos
como el de Barcelona ya están limitando la publicidad de las
cervezas con alcohol. Desde hace años las fiestas de la Mercè de
Barcelona no las patrocina Estrella Damm, sino Free Damm,
producto sin alcohol del mismo grupo. Ello no impide que su
producto estrella se siga vendiendo en todos los actos que integran
las festividades de la ciudad.
La cerveza sigue siendo el producto estrella de los festivales de
música. Es un contexto donde, a diferencia de los estadios de fútbol,
su consumo está socialmente aceptado. Los festivales son espacios
de consumo compulsivo de música y, por lo tanto, se asume que
tanto la cerveza como otros productos ni siquiera legales se
consumirán de forma desmedida. No obstante, si las normativas
gubernamentales siguen limitando la libertad de presencia
publicitaria de productos que afectan a la salud pública, como ya
está ocurriendo con casas de apuestas, bebidas energéticas, dulces
y bollería industrial, tarde o temprano la cerveza podría verse
afectada. Si esto pasara, el circuito de festivales se desmoronaría
automáticamente. Cuesta imaginar que llegue ese día. Volviendo a
la máxima de Sr. Chinarro, lo que mueve este país es la cerveza.
Aunque, por supuesto, los festivales de música tienen muchos otros
patrocinadores.
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Marcas

«Yo no canto para Pepsi / No canto para Coca-Cola / No canto para


nadie / Me hace parecer un chiste», advertía Neil Young en «This
Note’s for You». Era 1988 y el vídeo que acompañaba la canción
señalaba a Michael Jackson, que años antes había firmado un
suculento contrato con la marca de refrescos Pepsi. De aquella
sonada declaración de intenciones, a la que el roquero canadiense
ha sido sorprendentemente fiel, han pasado más de tres décadas.
Puede parecer poco tiempo, pero el mundo, y en especial el de la
música, ha cambiado por completo desde entonces. En 1988 no
existía internet, no había redes sociales, no se había inventado el
marketing digital y aún no se había desplomado la venta de discos.
El Observatorio de Patrocinio de Marcas en Festivales celebrado
en 2018 en Madrid presentó un estudio que arrojaba cifras
impensables en 1988: el 52 % de los más de 4.300 encuestados
consideraba atractiva la presencia de patrocinios de marcas en
festivales. No solo eso, al 89 % le gustaba que las marcas
patrocinasen eventos musicales, el 83 % confiaba en las marcas
que apoyaban la música en vivo y un 89 % las percibía como «más
auténticas». Más llamativo aún: el 36 % de encuestados decía
tender a consumir los productos anunciados. Era un estudio
interesado, pues lo impulsaba la consultora de comunicación
Neolabels, en alianza con la empresa de venta de entradas
Ticketea, pero también resultaba interesante, pues certificaba un
cambio radical en la manera en que el público percibe la ya
imparable presencia de publicidad en el entorno musical.
El motivo que justificaba esta percepción tan positiva de los
encuestados hacia la publicidad de marcas era obvio: intuían que
ayudaba a abaratar el coste de las entradas. Sin embargo, ese
punto es más que discutible. Lo que no tiene discusión es que solo
la gente de cierta edad, fans de Neil Young y puretas en general
utilizan la expresión vendidos para referirse a los artistas que a
cambio de dinero ceden su imagen o sus canciones a una marca.
Son melómanos radicales que todavía consideran que los intereses
comerciales de un tercero no deberían manchar la intensa y pura
relación entre artista y espectador, y también aficionados a
subgéneros en los que aún se valora ese concepto tan ambiguo
llamado autenticidad y que jamás han visto un neón sobre un
escenario. Los macrofestivales ya han superado el debate sobre si
aceptar o no publicidad. Para la mayoría, la duda está en cuántas
marcas pueden incorporar y qué nivel de exposición están
dispuestos a darles. Un macrofestival necesita muchos anunciantes.

¿Y TÚ, DE QUIÉN ERES?

Jamon Rock, Morcilla Rock, Asituna Rock, Ajo Rock, Senglar Rock,
Zorrock, Cebolla Rock, Bajoqueta Rock, Lagarto Rock, Bellota Rock,
Garbanzo Rock, Granito Rock, Viña Rock, Gazpatxo Rock,
Mantecada Rock, Petróleo Rock, Farinato Rock, Cargol Rock,
Castaña Rock, Txuleta & Rock, Hogaza Rock, Picaíllo Rock,
Panduro Rock, Pato Rock, Melamina Rock, Alubia Rock, Ñora Rock,
Abeja Rock, Vinatxo Rock, Pimentón Rock, Espiga Rock, Gamba
Rock, Ameixa Rock, Palmito Rock, Tomaca Rock, Patata Rock, Tinto
Rock, Pulpop, Jamón Pop, Lemon Pop, Lemoncito Music Fest,
Espeto Fest, Tomate Blues, Farinato Sound, Socarrat, Caracolá
Lebrijana, Potaje Gitano, Polvorón Flamenco...
Son solo algunos nombres de festivales que en las últimas tres
décadas han brotado en provincias de toda España. Algunos
mantienen el nombre y siguen vinculando su propuesta cultural a
productos típicos de la zona, sea la castaña, el jabalí o el granito.
Pero el nombre de un festival es un elemento muy codiciado por las
marcas y en los últimos años ya es normal encontrar festivales y
ciclos de conciertos con nombres tan poco roqueros como Universal
Music Festival, Coca-Cola Music Experience, Banco Mediolanum
Festival Mil·leni, 1001 Músicas Caixabank, Starlite Catalana
Occidente o Bilbao BBK Live.
A las marcas que no pueden hacerse con el nombre de un
festival les queda el consuelo de bautizar un escenario. No es un
mal menor: tanto el público como los medios de comunicación
deben referirse a los escenarios por el nombre que les haya
adjudicado cada año el festival para que sus indicaciones resulten
claras cuando se desplazan por el recinto o cuando informan en sus
reportajes. Por contra, pocas personas y medios necesitan
mencionar el nombre del festival incorporando también la marca;
otro asunto es que el departamento de marketing de la marca y el
del propio medio llamen insistentemente a la sección de cultura para
asegurarse de que los artículos sobre el festival mencionan el
nombre completo: festival + patrocinador. Esto sucede más de lo
que imaginamos.
Las marcas se han colado a tal velocidad en el mundo de los
festivales que sin darnos cuenta hemos aprendido a distinguir con
gran precisión el escenario Amazon Music del escenario Apple
Music. Ya nos referimos sin pestañear al escenario powered by
Iberdrola o by Idealista, paseamos del escenario Firestone al Adidas
no sin antes echar un vistazo al escenario Seat, al Ray-Ban, al
Vueling y al Mango. Y, por supuesto, tenemos escenarios con todas
las bebidas posibles: el Absolut, el Thunder Bitch, el Cutty Sark, el
Beefeater, el Jägermeister...
Hemos naturalizado a una velocidad de vértigo la presencia de
marcas. Hemos pasado del escenario Solomon Burke con el que el
festival Azkena Rock homenajeaba al difunto artista de soul al
escenario Repsol con el que el festival Granada Sound homenajea a
no se sabe quién. El cambio de sensibilidad más radical lo ha
protagonizado, una vez más, el Primavera Sound, que pasó de tener
un escenario CD-Drome (en honor a la tienda en la que compraban
discos de indie rock sus directores y en la que trabajó alguno de sus
bookers) a tener un escenario Binance que promociona el turbio
negocio de las criptomonedas. Cualquier día estaremos delante de
un escenario patrocinado por un banco que financia la fabricación
de armas, pero haremos la vista gorda en cuanto Patti Smith
aparezca despeinada y berreando «People Have the Power». Oh,
wait!

¿MARKETING TRANSACCIONAL O EXPERIENCIAL?

En 2018, la multinacional del ocio musical Live Nation impulsó el


estudio «The Power of Live» encaminado a valorar el impacto
emocional de la música. 1 Realizado sobre una masa de más de
20.000 espectadores de entre trece y sesenta y cinco años, su
conclusión, cómo no, era extremadamente positiva: la música en
vivo es el antídoto ante el mundo digital que nos acecha, venía a
decir. El 71 % de los participantes en el estudio aseguraba que los
momentos que los hacían sentir más vivos estaban vinculados a
experiencias de música en directo; por encima del sexo,
especificaban. Pero ¿por qué querría Live Nation malgastar miles de
dólares en diademas con sensores que, conectados por bluetooth al
móvil, medirían a través de una app la actividad cerebral de 2.500
asistentes a conciertos?
El objetivo del experimento neurocientífico de Live Nation era
comercial. Y no buscaba sumar más público a sus conciertos, sino
atraer a posibles inversores. El poder del directo al que hace
referencia el nombre del estudio era un doble anzuelo: empresas de
toda índole podrían ayudar a financiar los proyectos expansionistas
de Live Nation y, a su vez, estas empresas podrían introducir sus
productos en un público especialmente abierto y receptivo. «Las
millennials y mujeres de la generación Z dedican más de veinte
minutos a acicalarse para un concierto», afirmaba el estudio. «El 85
% de fans de los conciertos compran ropa nueva para ir a un evento
musical», añadía antes de resaltar que hasta un 71 % son expertos
en temas de tecnología y consejeros en su círculo de amistades.
Todas las conclusiones eran suculentas a ojos de los futuros
inversores.
El estudio de Live Nation llovía sobre mojado. Hace décadas que
los expertos en neuromarketing saben que la música en vivo es un
entorno ideal para introducir marcas. Y que los festivales, donde el
público pasa horas e incluso días, son el paraíso para captar futuros
consumidores. Hace años que cualquier agencia de publicidad que
pretenda estar al día desaconseja a sus clientes seguir con las
viejas estrategias de marketing transaccional; es decir, las que se
limitan a intentar que el público memorice tu marca y compre tu
producto. Hay que apostar por el marketing experiencial (inbound
marketing lo llaman los políglotas), ese que pone al cliente en el
centro y le hace vivir una experiencia inolvidable que vinculará
eternamente a su marca. Empapelar el recinto con logos de tu
producto para que los vea todo el público ha pasado a la historia.
Ahora se trata de cazar solo a unos cuantos espectadores, pero
convertirlos en fieles.
De ahí que algunas marcas ya no se conformen con colocar su
nombre en lo alto de un escenario, sino que quieran tener su propio
escenario y convertir su programación en una experiencia exclusiva;
sería el caso del escenario secreto de Heineken en el Primavera
Sound. Cuantos más patrocinadores tenga un festival, más dinero
entrará en sus arcas, pero si cada patrocinador quiere su escenario,
el evento se puede convertir en un parque de atracciones con
música en cada esquina. Habrá estands del tamaño de una caja de
zapatos en los que nadie podrá ver nada; pero eso también es hacer
marca, aunque para ello haya que tratar a los músicos como
maniquíes con voz. Habrá camionetas sobre las cuales actuarán
bandas que solo se podrán oír desde las primeras tres filas; pero
eso también es hacer marca, aunque sea a costa de la autoestima
de unos grupos convertidos en monos de feria. Y habrá partners
estratégicos que a última hora también tendrán su escenario
experiencial. De la noche a la mañana, nació en el Primavera Sound
de 2019 un nuevo escenario, ¡el decimoquinto!, dedicado al trap y el
reguetón: el Seat Village Stage.
El inbound marketing puede ir mucho más allá de vincular una
experiencia musical con la marca que está pagando la fiesta. El
concierto ni siquiera tiene que celebrarse en el recinto del festival.
La experiencia puede ser disfrutar la música desde otro punto de
vista. Jägermeister organizó conciertos en un barco por la ría de
Bilbao durante el BBK Live. Red Bull instaló una plataforma para ver
las actuaciones del FIB desde las alturas; por aquello de que «Red
Bull te da alas». Y la música puede estar presente o ni siquiera. La
ginebra Barber’s Gin montó una barbería en el festival Monkey
Week para reunir a todos los barbudos de la zona en torno a su
marca. Ah, y la marca de patatas Pringles organizó en el Sonorama
un área para karaokes con los hashtags #PringlesSummerHit y
#Destápalo. Los festivales de música transformados en
campamentos de verano.
¡O de invierno! En el festival Polar Sound, que se celebra en la
requetepija estación de esquí de Baqueira Beret y a cuya edición de
2022 acudieron 14.000 personas, llegaron patrocinadores como
moscas a la miel: Schweppes, San Miguel, Pepsi... Cada cual
intentó como pudo generar engagement con sus clientes
potenciales. Los creativos de Ron Barceló son la monda y se
inventaron las Liadas Après-Ski, unos juegos de obstáculos en los
que el público interactuaba con la marca. Con tantas acciones
especiales por metro cuadrado, la línea que separa el macrofestival
de un parque de atracciones resulta cada año más difusa.
A ser posible, estas experiencias deberían ir acompañadas de
alguna referencia en redes sociales. Y contabilizando el público que
ha protagonizado esas acciones, la repercusión en redes y los clics
que arrastren a los curiosos hasta el portal de la marca, se medirá el
éxito de la campaña en el festival. Ya no importa tanto que 40.000
personas hayan podido ver el logo de una marca en lo alto de un
escenario. Importa más que solo quinientos hayan disfrutado de
algún pasatiempo patrocinado; aun a riesgo de perderse un
concierto, claro. O eso es lo que las agencias de publicidad explican
a las marcas. «Las agencias de publicidad venden humo y las
marcas tienen mucho dinero para generar ese humo, para
aparentar», confiesa un promotor que, obviamente, no da su nombre
por temor a que sus posibles espónsores lo descarten de cara a
futuros patrocinios.
Pudiera parecer que hablamos de una tendencia reciente, pero
este párrafo de una crónica del Primavera Sound es de 2007:
«Como todo buen festival, el sitio estaba lleno de publicidad.
Patrocinado por Estrella Damm, Rockdelux, Vueling, todos con su
presencia en escenario (la de Vueling, la mejor aprovechada quizá,
un gran panel a cada lado del escenario vinculando la marca con la
música y promoviendo una votación online, y toda la gente forrada
de pegatinas con mensajes en globish de Vueling), stands de Braun
donde regalaban afeitados, de Font Vella regalando su agua con
sabores, de montones de marquitas independientes de música y
ropa, de Nutella regalando la merienda y de las zapatillas Victoria
conquistando su reconocimiento entre las zapas de culto...».
A cualquier persona que compra el abono de un festival solo
porque le interesa la música, el párrafo anterior le sonará a etrusco.
Normal. Lo publicaba Good Rebels, una agencia de publicidad
cuyos profesionales se autodefinen como «imaginativos, lidertarios,
analíticos, emprendedores, detallistas, rebeldes, ejecutivos.
Comprometidos». Las agencias analizan desde hace décadas el
comportamiento del público que acude a festivales: sus tendencias y
sus necesidades. «Ojo también a las marcas de belleza y cuidado
personal, porque según este mismo estudio, el 37 % de los
encuestados prefiere no ducharse en festivales. En su lugar opta por
“recurrir a desodorantes para aguantar el ritmo”. ¿Quién será el
primero que monte un estand para repartir desodorantes?»,
proponía otro artículo del portal Reason Why, especializado en
marketing. El estudio al que se refería lo había elaborado la
empresa de análisis de datos Domestic Data Streamers en los
festivales Mad Cool y Bilbao BBK Live. ¿Quién pagó el estudio? La
ginebra Beefeater.
El espacio que ocupan los patrocinadores en los festivales no se
debe contabilizar solo en los metros cuadrados de sus estands.
También cuentan, en los cientos de personas que trabajan en ellos
durante el festival y, no menos importante, los miles de personas
invitadas por esos patrocinadores. Cuando algunos fieles a los
macrofestivales se sienten rodeados de gente a la que no le interesa
nada la música, no siempre andan desencaminados. Es un efecto
derivado de la presencia de tantas marcas. Una de las
contrapartidas del festival es ofrecer un número de invitaciones para
que cada patrocinador las reparta entre sus mejores clientes. La
cervecera las repartirá entre los bares con los que tenga una
relación más estrecha o con los que quiera estrecharla. Una marca
de automóviles las regalará entre los concesionarios preferentes.
Ray-Ban ha repartido cientos de invitaciones para el Primavera
Sound entre directivos de ópticas. Esa desagradable sensación de
estar en un festival rodeado de gente a la que no le importa la
música no es siempre solo subjetiva. Puede ser un dato objetivo y
cuantificable.
Las invitaciones no computan como entradas vendidas, de modo
que un festival se puede llenar de invitados que no han comprado
entrada. Como las cifras de taquilla son las que determinan el dinero
que cada festival paga a la SGAE, la entidad española de gestión de
derechos de autor ha establecido un tope del 5 % de invitaciones
que puede declarar un festival. Eso no significa que no pueda
repartir más, pero todas las que superen ese porcentaje computarán
como entradas normales y deberán pagar el canon a la SGAE. La
fórmula que ya aplican algunos macrofestivales para disponer de
más invitaciones que entregarán a sus patrocinadores para que
estos las repartan entre sus clientes preferentes es hacer pagar a
los periodistas que cubren el evento. En un festival con 80.000
espectadores diarios, un 5 % significa 4.000 invitados que solo
están por estar.
La fe ciega de las marcas en los festivales es tal que el Primavera
Sound ha creado su propia agencia de publicidad, Vampire Studio, y
las marcas acuden a ella para encargarle estrategias y campañas
de posicionamiento de producto que puedan aplicarse tanto dentro
del recinto como fuera de él. Entre los clientes de Vampire Studio
destacan Adidas, Seat, Pull & Bear, Desperados, H&M, Heineken,
Ray-Ban, Movistar y, ¡ejem!, Primavera Sound. En muchas de estas
campañas, la música juega un papel central; sea como banda
sonora del anuncio o en las acciones estratégicas que se diseñen
alrededor de un concierto exclusivo en un rincón molón de alguna
ciudad. El festival ya no solo ejerce de plataforma de lanzamiento de
marcas: ahora les diseña campañas y les elige la música. Si en
algún momento hubo una distinción clara entre el mundo de la
música y el de la publicidad, la barrera que los separaba ya ha
quedado hecha añicos.

EL PARAÍSO DEL CONSUMISMO

Según un informe elaborado por Esade y CoNCA, los patrocinios


privados suponen de media un 11,4 % de los recursos económicos
de los festivales. En el Observatorio de Patrocinio de Marcas en
Festivales de 2018 se estimó que el 19,5 % de inversiones
publicitarias en festivales proviene de marcas de bebidas
alcohólicas, mientras las no alcohólicas suponen un 15,4 %.
Automoción y banca son los siguientes sectores empresariales con
presencia significativa en festivales; sus porcentajes rozan el 10 %,
según el estudio elaborado por Neolabels y Ticketea. Y detrás
quedan medios de transporte, industria textil, alojamientos,
aseguradoras, plataformas de internet y ópticas.
Esta imparable conversión de los macrofestivales en
piscifactorías abarrotadas de clientes potenciales donde agencias
de publicidad, analistas de tendencias y empresarios de todos los
sectores vienen a echar la caña acelera aún más ese clima ya muy
acusado de hiperconsumismo. En los años setenta el macrofestival
era el lugar de la escapada, un mundo al margen de la gran ciudad
en el que desintoxicarse de la velocidad, la competitividad y el
consumismo impuestos por el mundo moderno. Hoy por los pasillos
de los macrofestivales circulan diariamente más personas que por
los pasillos de un aeropuerto. Bueno, no tantas, pero muchas de
ellas los recorren varias veces al día. Instalar un expositor en esos
lugares de paso recurrente es éxito seguro. No hay en ninguna
ciudad espacios con más estímulos comerciales por metro cuadrado
que un festival. Bueno, sí: los centros comerciales. Eso son los
macrofestivales: centros comerciales con la mejor música de fondo
que nadie pudo soñar. Y tampoco exageremos: muchos grupos de
festivales suenan a diario en las tiendas más cool de los centros
comerciales.
Los macrofestivales serán siempre espacios que fomenten la
despreocupación y el dejarse ir, pero aquellos encuentros silvestres
de convivencia y protesta lúdica han sido sustituidos por festivales
de la abundancia y el despilfarro. Son escaparates de
turbocapitalismo, burbujas de consumismo desatado. El hedonismo
y la despreocupación son elementos indispensables en cualquier
evento festivo, pero los niveles de exuberancia e insensibilidad de
algunas citas rozan lo inmoral. En determinados casos, es mejor
guardar las contradicciones en consigna o aparcarlas en la calle. El
contraste del mundo real con ese rancho ficticio en que se
convierten los macrofestivales puede resultar profundamente
ofensivo.
Y ese clima despreocupado y ausente de moral es terreno
abonado para implantar la campaña más complicada de todas: el
blanqueo de imagen. La cultura es un gran blanqueador para
empresas con expedientes controvertidos, y los macrofestivales,
precisamente por arrastrar aún ese engañoso marchamo
contracultural, lavan más blanco. Pueden blanquear las prendas
más difíciles: bancos que desahucian familias, energéticas que
incumplen normas de protección del consumidor, cerveceras de
origen franquista y otras que tomaron partido en conflictos bélicos y
tramas de acoso sexual (así lo narra el libro Heineken in Africa), 2
empresas textiles acusadas de explotación laboral de refugiados,
aerolíneas low cost en plena crisis climática, portales de alquiler de
vivienda que monopolizan y disparan precios, plataformas de
streaming que pagan porcentajes microscópicos a los músicos,
webs de reventa que dispararán el precio de tus entradas...
La lista es interminable. Y hay ejemplos especialmente
bochornosos como el de Movistar, que en 2015 instaló unas piscinas
de bolas en varios festivales para que sus clientes potenciales
quemasen la adrenalina dando botes mientras fuera del recinto sus
trabajadores llevaban meses de huelga indefinida e incluso
ocupando la sede de la empresa de telefonía. La campaña fue muy
exitosa. Tanto, que aquella protesta laboral apenas tuvo eco en los
medios de comunicación.
LOS MEDIOS COLABORADORES

Según el Observatorio de Patrocinio de Marcas en Festivales, en


2019 el sexto sector que más dinero invirtió en publicitarse en
festivales después de las cervezas, las bebidas alcohólicas, los
refrescos, la automoción y la banca fue el de los medios de
comunicación. Tal vez sea esta la cifra más reveladora del estudio.
Y no por el dinero que aportan al negocio musical (su cuota es de
poco más de un 6 %), sino por el rol estratégico de esa alianza a la
hora de consolidar el negocio.
El código deontológico se estudia en las facultades de
periodismo, pero se aplica poco en la prensa musical española, un
gremio especialmente frágil que, salvo excepciones, siempre tuvo
que compensar las escasas ventas con las inserciones publicitarias
de compañías discográficas. Con la aparición de internet, la prensa
musical sufrió un doble mazazo: muchos lectores dejaron de pagar
por artículos que podían encontrar gratis en la red y muchas
discográficas dejaron de contratar anuncios porque sus ventas
también estaban cayendo en picado. Aquel terremoto quedó
disimulado con el auge de los festivales, que llenaron las revistas de
publicidad. Fue una extraña edad de oro para la prensa musical
española, una suerte de canto del cisne. Cuando llegó la pandemia,
se esfumaron todos sus ingresos. La decana Rockdelux
desapareció de un plumazo porque, tras más de treinta años en los
quioscos, vivía prácticamente de los anuncios de festivales.
La prensa musical ha pasado de acoger publicidad de festivales a
anunciarse en ellos. Antes, los festivales buscaban a su público en
los medios de comunicación. Hoy, los medios de comunicación
buscan a su público en los festivales. En unos encontraremos el
escenario Radio 3; en otros, el escenario Mondo Sonoro, el
escenario Time Out, el escenario Radio 4, el escenario Rockdelux...
Y también, decenas de medios colaboradores, un término que
expone con claridad meridiana que su intención será siempre
colaborar; nada de cuestionar, fiscalizar, investigar o criticar. Solo
dar informaciones útiles al festival. Funcionar como un
departamento de marketing externalizado. Colaborar y punto.
Los vínculos entre festivales y medios de comunicación se han
estrechado tanto que hoy cuesta encontrar información más allá de
las notas de prensa que proporcionan los equipos de comunicación
de los propios festivales. Eso es especialmente preocupante porque
en los últimos años han ocurrido cosas muy graves. Desde la
muerte de un acróbata en el Mad Cool de 2017 hasta el
fallecimiento de un espectador en el Medusa Sunbeach de 2022,
pasando por el escándalo de los test de antígenos en los festivales
piloto del verano de 2021. Este último caso es muy útil para
entender cómo un amplio entramado de medios colaboradores
puede silenciar el desastre más flagrante. Los festivales catalanes
Vida, Canet Rock y Cruïlla se celebraron en plena ola de contagios y
fueron incapaces no ya de evitar la propagación del COVID en sus
recintos, sino de garantizar la seguridad de las enfermeras que
realizaban los test en la entrada. Hasta doce medios distintos (entre
prensa diaria, revistas, emisoras de radio y televisiones públicas)
fueron colaboradores de esas tres citas. La versión oficial no tuvo
grietas.
También hay que señalar que la precariedad laboral en el mundo
del periodismo dificulta esta mirada crítica. Numerosos periodistas
musicales completan sus ingresos trabajando en departamentos de
prensa de festivales, agencias de comunicación, empresas de
producción de eventos, discográficas o promotoras. Otros tocan en
grupos o impulsan webs cuya subsistencia económica pasa por no
meterse en problemas. Los macrofestivales han generado a su
alrededor un campo gravitatorio en el que orbita como azucarado
polvo de estrellas buena parte del universo periodístico. Ese
magnetismo puede ser más intenso en la prensa comarcal, donde
los lazos son más estrechos y la posibilidad de tomar distancia
crítica es más limitada. En un oficio donde cuesta tanto asegurarse
un sueldo, nadie quiere dejar de sentir esa fuerza gravitatoria. Nadie
quiere vagar eternamente en el espacio. De ahí que algunos más
que de «medios» hablen de miedos de comunicación.
Los festivales de música siempre tuvieron una relación tensa con
la prensa hegemónica. El FIB fundó su propio noticiario, el Fiber,
para poder informar al público de sus intenciones culturales y, sobre
todo, para exponer su versión de lo que ocurría en el festival. Por
supuesto, las crónicas que publicaban eran elogiosas con el 105 %
de los grupos del cartel. Con el tiempo, festivales como el Primavera
Sound firmaron acuerdos con diarios generalistas para redactar e
imprimir suplementos que se repartirían en la entrada del recinto.
Finalmente, y en un vuelco extraordinario, el festival fundaría su
propio medio de comunicación. La emisora digital Radio Primavera
Sound aglutina las voces más agudas de ayer y hoy. La revista
Rockdelux, ahora solo en formato digital, también es propiedad del
festival. Si no te fías de la prensa, lo mejor es tener tu propia prensa.
En conversaciones privadas, el director de Rockdelux confesaba
hace ya más de quince años que un macrofestival era un marco
incómodo y poco aconsejable para disfrutar de la música en vivo.
Pero, claro, la cantidad de ingresos que recibía su publicación en
forma de publicidad de festivales le ataba de pies y manos a la hora
de expresar aquella opinión. No solo eso: cuando llegaba diciembre
y había que elaborar las listas de lo mejor del año, siempre
destacaban en la categoría de conciertos varios celebrados en
macrofestivales. La contradicción es fácil de desentrañar: el grueso
de los colaboradores de la revista apenas veía conciertos en salas,
pero al Primavera Sound no fallaba ni uno porque todos estaban
acreditados. Y votaban en base a lo que veían. Así fue adquiriendo
centralidad el entonces emergente modelo de negocio festivalero:
con inserciones publicitarias en publicaciones influyentes, silencios
estratégicos, acreditaciones y listas de lo mejor del año.
Nada de esto significa que el gremio musical esté totalmente
rendido a las necesidades (a menudo, exigencias y, ocasionalmente,
amenazas) de los macrofestivales. Aunque, en su evidente
fragilidad, los medios de papel y la prensa especializada hayan
asumido que su incierto futuro depende de lo bien o mal que se
porten con los festivales, la aparición de la prensa digital ha abierto
un nuevo campo de vigilancia y escrutinio. Entre reportajes y
publirreportajes, en los últimos años se han ido colando artículos
sobre condiciones laborales, subvenciones sospechosas o
vulneraciones de los derechos del espectador. Provienen siempre
de medios generalistas (nada de prensa musical), cuya mirada no
está condicionada por el departamento de publicidad. El
Confidencial, elDiario.es, El Salto, El Periódico de España,
Vozpópuli, La Directa y Valencia Plaza, entre otros, han publicado
artículos firmados, en su mayoría, por reporteros sin vínculos con el
viejo periodismo musical. Es un cambio de tendencia esperanzador
tras años en los que la prensa, con su actitud contemplativa y
acrítica, ha sido una aliada inestimable para la expansión de los
macrofestivales.

UNA ASPIRADORA DE OPORTUNIDADES


La presencia de patrocinadores en los festivales no tiene visos de
decrecer, sino todo lo contrario. La encuesta realizada en 2019 para
el II Observatorio de Patrocinio de Marcas en Festivales afirmaba
que el 60 % de las marcas habían aumentado su presupuesto de
patrocinio en festivales y querían seguir incrementándolo. Y el 50 %
de ellas mostraba su deseo de estar en más eventos de los que ya
estaban. Todas estas empresas españolas y extranjeras, algunas
con descomunales partidas para gastar en marketing, convierten los
macrofestivales en auténticas aspiradoras de recursos privados que
nunca llegarán al circuito musical de proximidad y pequeño formato.
Hoy por hoy, solo a las cerveceras les interesa patrocinar salas de
conciertos. Para ellas es otra forma de ganar cuota de mercado y
garantizar que en esos locales solo se venderá y beberá cerveza de
su marca.
En 2017 Estrella Galicia explicitó su asociación con el
Resurrection Fest incorporando su marca al nombre del festival en
forma de apellido: desde ese año se llamaría Resurrection Fest
Estrella Galicia. Era una alianza iniciada años atrás y justificada en
los vínculos geográficos, pues tanto la cervecera como el
macroevento son gallegos. Aun así, fue una anomalía en este
mundo del patrocinio de festivales donde las cerveceras siempre
han preferido vincularse con eventos menos estridentes y dirigidos a
públicos algo más molones que el del heavy.
No solo las cerveceras, sino la mayoría de las empresas
interesadas en patrocinar festivales, se han decantado por eventos
que realcen su marca, que les aporten un prestigio adicional o que
les permitan acceder a públicos con poder adquisitivo y
posibilidades de convertirse en clientes. Por lo tanto, el de la
esponsorización es un mundo donde no todos los festivales ni todas
las músicas tienen las mismas posibilidades. Las cartas están
marcadas de antemano hasta el extremo de que dos festivales con
idéntico poder de convocatoria pueden beneficiarse de una inversión
en patrocinio de 10.000 u 80.000 euros porque uno programe
artistas menos a la moda que el otro. Por la misma regla de tres,
habrá festivales que jamás podrán acceder a ningún tipo de
patrocinio porque la música que programan no encaja ni por asomo
en las estrategias de marketing de las marcas.
Cualquier empresa tiene libertad para elegir con quién relaciona
su marca, pero su decisión provoca instantáneamente desequilibrios
en el mercado. Si de cada cien festivales, setenta son de indie y
solo diez son de sonidos metálicos, un grupo indie tendrá
automáticamente siete veces más festivales a los que ir a tocar que
uno de metal. Géneros musicales con más tirón popular pero menos
prestigio social han tenido más dificultades para encontrar
patrocinadores y si los encontraron han recibido mucho menos
dinero del que perciben otros festivales cuyas músicas les permiten
acercarse a públicos con más poder adquisitivo.
A principios de los años noventa, el indie era un género
minoritario, pero su espíritu adocenado y su aura moderna lo
convirtieron en la banda sonora ideal de campañas de todo tipo.
Patrocinadores de refrescos y telefonía contribuyeron en su día al
auge de esa escena. Mientras el FIB daba sus primeros pasos, las
agencias de publicidad veían en el indie español un filón que
explotar. Undrop y Australian Blonde anunciaban Pepsi, Los Piratas
anunciaban Amena, Dover anunciaba Radical Fruit... El
planteamiento parecía infalible, ya que era una música consumida
por un público de clase media real o por lo menos aspiracional;
público con recursos económicos, con capacidad para influir y
opciones de ser influido. Las marcas dieron alas a un subgénero de
popularidad discreta y este se convirtió, contra todo pronóstico, en
dueño y señor del circuito español de festivales.
No fue casualidad. La intervención del dinero privado, como la del
dinero público, va forjando jerarquías: de estilos más patrocinables
que otros, de públicos más apetecibles que otros a ojos del
patrocinador, de festivales más patrocinables que otros, de grupos
más susceptibles que otros de tocar en festivales
ultrapatrocinados... Son categorías evidentes, pero invisibles, que
acentúan unas brechas culturales y abren otras. Son leyes no
escritas según las cuales unos saben que siempre tendrán un sí por
respuesta y otros asumen que lo normal será recibir un no. En el sí y
el no del patrocinador intervienen unos aspectos económicos, de
rentabilidad comercial, y otros vinculados a la edad, la clase social e
incluso la identidad racial del público. Caso práctico: un festival con
Amaral, Franz Ferdinand y Nick Cave tiene 1.234 posibilidades más
de sellar un patrocinio con el Banco Santander, Toyota o Estrella
Damm que uno de trap gitano.
Un patrocinador no necesita censurar explícitamente un grupo, un
estilo de música o un festival; invirtiendo en un evento que programe
otro género y otros grupos obtiene el mismo efecto. Y cuando la
mayoría de las marcas prefieren un mismo tipo de festivales y no
otros, el perfil no patrocinable queda en clara desventaja a la hora
de consolidar su negocio. Así es como poco a poco van ganando
presencia eventos de músicas poco o nada conflictivas
protagonizados por artistas poco o nada conflictivos. Los eventos,
los géneros musicales y los artistas con más números para escalar
en la liga de los festivales son aquellos con los que una entidad
bancaria, una marca de coches o una aseguradora pueden
asociarse sin que su imagen quede perjudicada.
Del mismo modo, cada festival es libre de decidir cuánta
visibilidad quiere conceder al patrocinador. Pero sus decisiones
también tendrán repercusión en el circuito. Si acepta que el
patrocinador incorpore su marca al nombre del festival, tendrá unos
ingresos en patrocinio superiores al festival que no acepte esta
injerencia publicitaria. Por lo tanto, podrá pujar con ventaja en la
contratación de grupos o rebajar el precio del abono. Cualquier
decisión que limite la visibilidad del patrocinador reduce su
competitividad, de modo que cada festival crece, se estanca o
decrece en función de sus tragaderas publicitarias. Y lo mismo con
los grupos: cuanto más abierto esté un artista a tocar con un logo
gigante en el escenario, más está complicando el futuro de los
artistas que no estén dispuestos a ello. Quedarse fuera del circuito
de festivales puede significar para muchos grupos ingresar
automáticamente en el club del ostracismo. Dejar de existir.
En este contexto tan significado comercialmente (tan apolítico,
dirán algunos), los géneros y artistas poco contestatarios y
destinados a clases acomodadas tendrán siempre las de ganar. La
aparente neutralidad de los patrocinadores es un techo de cristal
para infinidad de discursos críticos y músicas de contextos
humildes. Los macrofestivales, en definitiva, también funcionan
como apisonadoras de oportunidades que acatan explícitamente o
por omisión las directrices de la marca. Podemos cerrar los ojos
cuanto queramos, pero quien paga la fiesta influye en su contenido,
aunque sea indirectamente. No puede ser de otro modo. Los efectos
de la presencia de tantas marcas en el carácter artístico de un
festival son un daño colateral que afectará especialmente a los
grupos que se queden fuera. Los que han entrado estarán a salvo.
Ya son parte del negocio, aunque luego puedan salir a patadas. Un
día habrá que explicar la historia de aquel grupo de pop que
interpretó una canción crítica con la entidad bancaria que
patrocinaba el festival y al terminar el concierto se encontró el
camerino vacío. No había cena ni bebidas alcohólicas. El promotor
del festival se había encargado de castigar de inmediato aquella
mala conducta. Luego les cancelaría otra actuación en otro festival
patrocinado por el mismo banco.
8

Finanzas

El presupuesto de la primera edición del FIB no llegaba a los 80


millones de pesetas, una cifra que hoy equivaldría a unos 482.000
euros. El presupuesto de la edición de 2022 del Primavera Sound,
fue de 50 millones de euros. El encuentro musical más importante
de España lo es gracias a una inversión que multiplica por cien la
que bastó hace solo veintiocho años al primer gran festival español
celebrado en 1995. Es una manera como cualquier otra de calibrar
la envergadura que han adquirido estos macroeventos. El Sonorama
ya trabaja con 4,5 millones de euros de presupuesto. El Bilbao BBK
Live maneja más del doble que el Sonorama: 10 millones. Y el Mad
Cool, el doble que el Bilbao BBK Live: 20 millones de euros.
Sin embargo, todos viven permanentemente en la incertidumbre
económica. Un macrofestival es un proyecto concebido para reunir a
un gran número de público y a un gran número de artistas en un
mismo lugar y en un mismo momento. Por lo tanto, y por definición,
todo macrofestival es un ejercicio de concentración extrema de
oferta y demanda. Y por muchos meses que cueste organizarlo, su
éxito o fracaso se dilucidará en cuestión de días. Aunque las
entradas se vendan cada vez con mayor antelación, los ingresos
globales se pueden ir al traste si un aguacero de última hora reduce
el consumo de cerveza en las barras.
Agotar los abonos no siempre es garantía de rentabilidad
económica. Los 13,5 millones de ingresos de la edición de 2019 del
Mad Cool no impidieron que el festival declarase 1,2 millones de
pérdidas, según un reportaje publicado en El Periódico de España. 1
En cambio, el Resurrection Fest ingresó bastante menos, 9 millones
de euros, pero declaró 2,2 millones de beneficio. La aportación
pública y privada que ya hemos tratado en anteriores capítulos es
esencial para cuadrar unas cuentas siempre en el filo del abismo.
Pero no es suficiente. Para garantizar la viabilidad de un modelo de
empresa que se juega la salud económica de un año en un fin de
semana, los festivales de mayor envergadura buscan estrategias
económicas, fórmulas fiscales y algún trapicheo cutre para, llegado
el peor de los casos, capear el temporal lo mejor posible.

LOS INGRESOS EXTRAMUSICALES

Hay una razón evidente por la cual entre finales de noviembre y


principios de diciembre todos los festivales anuncian su cartel
parcialmente o al completo: la campaña de Navidad. Como
cualquier otro sector económico, los macrofestivales también
venden gran parte de producto en esas fechas. Tener en caja un
porcentaje de esos ingresos les permite operar durante medio año
sin la sensación de estar en la cuerda floja. Algunos ponen abonos a
la venta para la edición del año siguiente en cuanto acaba la del año
en curso. Los hay que venden lotes de abonos a precio de ganga
sin ni siquiera anunciar un solo artista. Son estrategias de
marketing, pero también maniobras financieras para hacer efectivos
muchos pagos por anticipado y no generar tensiones de tesorería a
las arcas del festival.
Desde que las empresas tiqueteras tienen obligación de
desembolsar al promotor de un festival el importe de los abonos
vendidos por anticipado cuando este lo pida (no siempre fue así), los
festivales respiran con más holgura, ya que según una encuesta
realizada por la empresa Ticketea, un 46 % del público que asiste a
los festivales compra sus entradas por adelantado para beneficiarse
de descuentos y promociones. Caso práctico: el día que se puso a
la venta el primer lote de abonos para el Arenal Sound de 2023,
nueve meses y medio antes de la celebración del festival y sin
anunciar un solo artista, se vendieron más de ocho mil. En apenas
dos horas, el festival ingresó más de medio millón de euros con los
que podría hacer frente a los primeros pagos.
Aun siendo los ingresos más importantes de un festival (un 57 %
según un estudio de Esade), los abonos y las entradas no son ni de
lejos su única fuente de financiación. Más allá de los patrocinios y
las subvenciones, la venta de comida y bebida dentro del recinto es
cada vez más estratégica. El mismo estudio de Esade apunta que
las barras de bebida pueden generar hasta el 40 % de los ingresos
de un festival. En eventos con precios de entradas muy económicos,
estos ingresos en las barras pueden incluso superar los de taquilla.
En macrofestivales de tres o más días, podemos hablar de varios
millones de euros. El único problema es que esas ganancias de las
consumiciones son prácticamente las últimas en llegar.
Ya hay festivales que plantean la negociación de otra forma:
vendiendo las barras a una empresa externa que adelanta un dinero
al festival por su explotación y luego rentabiliza ese pago
quedándose toda la recaudación. De este modo, el festival se
asegura un dinero meses antes del inicio del festival y traspasa a
esta segunda empresa todo el trabajo de montar las barras, buscar
camareros, tratar con proveedores de cerveza... No solo eso:
también se quita el marrón de rezar durante meses para que los
días de festival no llueva y los ingresos previstos no caigan en
picado. A esta práctica también pueden agarrarse promotores
noveles o sin experiencia en gestionar la oferta de hostelería.
Además de las barras, imprescindibles desde que los festivales
son festivales, hay otros elementos que se pueden realquilar para
financiar un festival. Por ejemplo, parcelas del recinto en las que
ubicar expositores de anunciantes, tenderetes de venta de discos y,
cómo no, puestos de comida. Gabriel Venegas es dueño de Mr. Cool
Cat, una empresa de food trucks de Elche que cada temporada
instala sus camionetas en eventos de todo tipo; principalmente, en
la Comunitat Valenciana. Según su experiencia, los macrofestivales
son los eventos más costosos (más que las ferias gastronómicas y
de diseño, los ciclos de conciertos o los pequeños certámenes
musicales). Y no siempre son rentables.
En este sector se funciona de dos maneras: pagando una cifra
cerrada que puede ir de los cincuenta a los seis mil euros, en
función de las dimensiones del evento y de su duración, o cediendo
un porcentaje de la facturación que puede oscilar entre el 15 y el 30
%. Algunos macroeventos pueden exigir ambas compensaciones:
una tasa previa y un porcentaje. A cambio, ofrecen una conexión
eléctrica y de agua, aunque, como denuncia Venegas, «te puedes
encontrar un festival con poca potencia eléctrica que te hace pagar
un extra si necesitas más, otros con el punto de conexión a la red
tan alejado que tienes que comprar más cable del que habías traído
y alguno que no te ofrece punto de agua, sino una garrafa».
Lo que siempre garantiza el festival son consumidores. O
debería. «Hay festivales que te aseguran cinco mil espectadores y
cuando llegas no hay ni novecientos», afirma Venegas. Y no es lo
mismo montar una food truck en un festival en el que no tienes
competencia que hacerlo en un recinto donde hay decenas de
puestos de restauración que, además, venden su producto más
barato. Los festivales pueden instar a las food trucks a no superar
un precio de, por ejemplo, diez euros, y, al mismo tiempo, instalar
más food trucks para ampliar la oferta gastronómica y dar un
aspecto más vistoso al área de restauración. Si una food truck paga
2.000 euros por instalarse en un festival en el que le han asegurado
que solo habrá cinco furgonetas más, pero el día de autos descubre
que son veinte, su margen de negocio se reduce. Sin embargo, las
cuentas del festival mejoran ostensiblemente: habrá ingresado
40.000 euros realquilando el recinto, en vez de 12.000 euros.
Según un informe de cuentas al que tuvo acceso el medio digital
Metrópoli Abierta, en 2018 el festival Primavera Sound «pagó
81.600 euros por el alquiler del recinto del Parc del Fòrum, pero a
continuación subarrendó por 174.310 euros las instalaciones a
terceros, entre otros los restaurantes que se montan durante el
evento». 2 Ese dinero que cobran los festivales a los propietarios de
food trucks se abona por adelantado a modo de reserva de la plaza.
Los pagos suelen hacerse en dos mitades, pero siempre antes de
que arranque el festival. Es dinero que los festivales empiezan a
recibir tres, cinco y hasta siete meses antes. Sin pretenderlo, las
zonas de restauración se convierten en financiadoras de los
macrofestivales.
La venta de merchandising en el recinto también es una fuente
menor pero nada desdeñable de ingresos. Se estima que cada
espectador gasta una media de 12 euros por festival en estos
productos. Y cuando el puesto de merchandising vende camisetas,
sudaderas, pósteres, vinilos y demás objetos de los grupos
programados, algunos festivales pueden llegar a quedarse un 20 %
de los ingresos esas ventas. También lo hacen algunas salas de
conciertos y eso a menudo repercute en un incremento del precio
que pagará el público por cada camiseta.
Hay prácticas más tramposas con las que los organizadores de
un evento generan o intentan generar ingresos adicionales. Una de
ellas es mentir a la hora de facilitar las cifras de asistencia a la
SGAE. Los festivales deben abonar un 8,5 % de sus ingresos a la
sociedad de gestión de los derechos de autor y esa cifra se calcula
en función de las entradas vendidas, restando acreditaciones de
prensa e invitaciones (también pueden tener descuentos opcionales
de SGAE por ofrecerle al público zona de camping o área de
restauración o por facilitar los repertorios de las bandas, entre otros.
En el mejor caso, el porcentaje de pago a la SGAE puede reducirse
hasta el 7,65 %). Mentir dando una cifra inferior a la asistencia real
le permitirá al festival pagar menos dinero en concepto de derechos
de autor. Siempre que no te pillen: SGAE tiene sofisticados
mecanismos para comprobar si el cálculo de la organización es
veraz, de modo que el timo de las cuentas falsas de asistencia ya no
tiene tanto recorrido.
Tampoco tiene mucho recorrido mentir en el sentido contrario:
dando números de asistencia hinchados. Y también pasa, por
supuesto. En este caso, el objetivo es transmitir sensación de éxito
a los medios de comunicación y que estos, incapaces de verificar
las cifras, las transmitan a la opinión pública, a los patrocinadores
del evento (los actuales y los futuribles) y a las instituciones que
hayan subvencionado o puedan llegar a subvencionar el festival. Es
una mentira de cara al exterior, porque esas cifras hinchadas nunca
llegarán a la SGAE. A la entidad de gestión le facilitarán las cifras
reales pues, en caso contrario, el festival tendría que pagar
derechos de autor por un público que no habrá ido al festival.
Además de mentiroso, en este caso, el festival sería también un
poco tonto.
Bastante más listos son los festivales que retrasan al máximo el
pago de las facturas a proveedores, como las empresas de backline
que se dedican al alquiler de instrumentos y amplificadores. En este
circuito, como en cualquier otro negocio, cobrar en el plazo
acordado es una odisea. Los festivales suelen pagar más tarde que
los promotores de giras. Por eso, una de las fórmulas que les
proponen los proveedores de instrumentos es exigir un primer pago
adelantado de entre un 30 y un 50 %, y cobrar el resto sesenta días
después. Este segundo pago pocas veces llega a los sesenta días.
La media de retraso es de cuatro meses. Y cuanto más abultada
sea la factura, más tardará en llegar.
También sucede que, para afianzarse como proveedor de un
macrofestival que dará prosperidad a tu empresa, accedas a
trabajar sin cobrar ese primer pago por adelantado. Y que un
festival, precisamente por ser poderoso, te retrase aún más los
pagos. ¡Hasta un año! Los proveedores, sin maquinaria
administrativa para reclamar facturas y con el miedo de dejar de
trabajar para tan ilustres clientes, acabarán pagando el IVA
trimestral de facturas que aún no han cobrado y acumulando
retrasos con la Hacienda pública que a su vez les generan multas y
les causan serios problemas de tesorería. En realidad, lo que están
haciendo estas empresas proveedoras de material es lo mismo que
los dueños de food trucks y las cerveceras: financiar el festival.
Ponen dinero de su bolsillo para que los organizadores puedan
seguir adelante con sus ambiciosos planes.
Entre los chanchullos más ruines que se explican en los bajos
fondos de los festivales hay otro que consiste en cobrar a los grupos
el alquiler de instrumentos específicos que requieran para su
concierto. Cobrarle a un músico por un instrumento que solo
necesita él en el festival es normal. Pero los festivales, como
clientes habituales que son, suelen tener acuerdos con las
empresas de backline en virtud de los cuales obtienen descuentos
importantes cuando alquilan instrumentos y amplificadores. Aquí el
chanchullo consiste en cobrar a los grupos el precio íntegro de
alquiler y pagar a la empresa proveedora del instrumento el importe
con descuento aplicado. Resultado: el descuento que la empresa de
backline hace pero el grupo no obtiene pasa a ser un ingreso extra
para el festival. Y, para colmo, el proveedor de instrumentos no solo
tendrá que hacer la vista gorda, sino, además, emitir dos facturas
diferentes para camuflar ese cutrerío.
Cerramos ya este subcapítulo dedicado con todo cariño a los que
afirman ciegamente que los macrofestivales solo traen riqueza
concluyendo que todas estas prácticas certifican la naturaleza
vampirizadora de muchos de sus gestores. Son triquiñuelas
impropias de empresas tan poderosas. Impropias e innecesarias
porque, además, ya disponen de mecanismos diseñados a medida
para financiar sus actividades.

EL LABERINTO DE LAS AGRUPACIONES DE INTERÉS ECONÓMICO 

En diciembre de 2018, el periodista Víctor Romero desvelaba en El


Confidencial un extraño cambio en la dirección del FIB. 3 La
empresa organizadora, Maraworld S. A., cedía el testigo a Heliopolis
Producciones, una agrupación de interés económico (AIE)
constituida seis meses antes. Esa AIE, en la que participaba la
propia Maraworld S. A., incluía otras empresas ajenas al mundo de
la música que, incorporándose a ella y realizando aportaciones
económicas a festivales musicales, podían obtener notables
exenciones fiscales. Al frente de Heliopolis Producciones figuraban
el administrador y el apoderado de la asesoría fiscal y tributaria
Integra Lex, que había supervisado y sellado aquel innovador
acuerdo empresarial en un despacho de la calle Serrano de Madrid.
En realidad, la remodelación empresarial del FIB no era tan
innovadora. La Ley 27/2014 de Impuestos de Sociedades que
incentiva estos acuerdos empresariales había entrado en vigor en
enero de 2015 y empezó a ponerse en práctica en 2016. Era parte
de una estrategia económica del Gobierno del PP, según la cual las
empresas españolas podrían beneficiarse de una nueva fórmula de
exención fiscal si invertían en «producciones españolas o
extranjeras de largometrajes y series audiovisuales de ficción,
animación o documental». El incentivo fiscal también beneficiaría a
empresas que invirtiesen en «producción y exhibición de
espectáculos en vivo de artes escénicas y musicales». Las
empresas podrían deducirse un 20 % del dinero aportado a las AIE
siempre que la cifra deducible no superase los 500.000 euros por
año. Nada de esto es ilegal, por supuesto, pero de la noche a la
mañana los macrofestivales pasaban a ser instrumentos para
ahorrar impuestos a las grandes empresas. Y unas de las empresas
que podían beneficiarse también de esos incentivos fiscales eran los
propios festivales.
Todo el dinero que se han deducido empresas participantes de
estas agrupaciones de interés económico es dinero que no ha
ingresado la Hacienda pública y del que no han podido beneficiarse
tantísimos servicios públicos infrafinanciados. Y no es calderilla.
Entre 2016 y 2019, han aparecido AIE en todos los rincones: Mad
Cool AIE, Al Rumbo AIE, Low AIE, Getafe Live AIE, Sónar de Noche
AIE, Resurrection Fest AIE, Arenal Sound AIE, Tomavistas City AIE,
Brunch-In Festival AIE... Como administrador o secretario de todas
ellas y alguna más, el mismo nombre: Lorenzo Ignacio Guerra
Fagalde. Este madrileño, apoderado también de múltiples filiales del
holding de empresas de bebidas alcohólicas DZ Licores (vinos
Ramón Bilbao, Licor 43, pacharán Zoco...), ha sido el artista más
solicitado de la última década. El cabeza de cartel en la sombra de
más macrofestivales.
La fórmula de las AIE se ha extendido de tal forma que
despachos de abogados aconsejan a sus clientes explorar esta vía
de deducción fiscal y empresas dedicadas al desarrollo tecnológico
de festivales ya ofrecen servicios de asesoría. El portal de
mecenazgo cultural Fun & Money, subvencionado por el Ministerio
de Cultura, trabaja activamente conectando festivales y empresas
mediante publirreportajes difundidos a través de la Asociación de
Promotores de Conciertos. Su reclamo es inequívoco: «Consigue
grandes ventajas fiscales invirtiendo en cultura». Pero la política
cultural implícita en este incentivo fiscal también es inequívoca: para
conseguir grandes ventajas fiscales hay que invertir grandes sumas
de dinero en grandes eventos culturales. La ley de impuesto de
sociedades está pensada para las grandes empresas, no para el
tejido cultural de base. Sí, la política cultural de un país también se
diseña desde el área de economía.

LA AVARICIA

Si, en 1969, Woodstock se erigió en el macrofestival más icónico de


todos los tiempos (icónico, pero económicamente ruinoso, como se
ha explicado mil veces), en 1999 el festival de Woodstock volvió a
hacer historia con una tercera edición (la segunda fue en 1994) que
también profetizaba el camino que tomarían muchos
macrofestivales. Aquello se saldó con una violenta revuelta del
público que se sintió estafado por la organización. Un recinto
desapacible y dominado por el cemento, un calor infernal, precios
abusivos de las bebidas que aumentaban día a día, falta de
limpieza... Todo parecía indicar que los organizadores del festival
solo pretendían obtener el máximo beneficio económico y que no les
importaba lo más mínimo cuidar a los espectadores. Por aquel
entonces, las redes sociales eran un espejismo lejano, y, más
importante aún, Woodstock no necesitaba fidelizar a su público
porque no habría festival el año siguiente.
El documental Trainwreck: Woodstock ‘99 (Fiasco total:
Woodstock 99, Jamie Crawford), estrenado en verano de 2022, justo
cuando el mundo recuperaba la normalidad festivalera tras la
pandemia, revive aquel catastrófico evento entrevistando a músicos,
espectadores y organizadores. Lee Rosenblatt, ayudante del
máximo responsable del recinto, resumía el desastre con una sola
palabra: «Avaricia». Es un pecado capital que muchos consideran
intrínseco a este modelo de negocio basado en generar grandes
ingresos en un corto espacio de tiempo. También, en España ha
habido quien opinaba así. «Nada aprendemos del pasado por muy
reciente que esté, y en nombre de la necesidad de expansión y de la
oportunidad de negocio escondemos uno de nuestros más viejos
pecados, la avaricia.» Son palabras de Gabi Ruiz, fundador del
Primavera Sound, referidas a un intento del dueño del FIB, el
irlandés Vince Power, de organizar otro festival en Barcelona para
rentabilizar su inversión en Benicàssim. Era 2010.
Desde entonces, si un macrofestival se ha ganado a pulso el
apelativo de monstruo insaciable, es el Primavera Sound. Para
afianzar su posición como buque insignia de la industria festivalera
española, el festival barcelonés ha extendido sus tentáculos en
todos los negocios imaginables: tiene sello discográfico (Primavera
Labels) y oficina de contratación de grupos, la emisora Radio
Primavera Sound, la agencia de publicidad Vampire Studio, el club
Nitsa, la feria profesional Primavera Pro, la revista Rockdelux...
¡Durante años tuvo hasta tienda de discos! Estos negocios paralelos
le reportan presencia destacada en todos los eslabones de la
cadena de producción y promoción musical. Una estrategia
empresarial que denota una marcada voluntad monopolística. Y, por
supuesto, en este holding empresarial no falta la promotora de giras
de conciertos.
En este último punto, el Primavera Sound no es tan único. Varios
festivales cuentan con un departamento dedicado a programar
conciertos todo el año. Algunos festivales nacieron en los
despachos de promotoras de conciertos que nunca dejaron de
trabajar el resto del año, pero incluso las empresas que no
aparecieron como promotoras de conciertos, sino simplemente para
organizar festivales, han extendido su actividad al resto de
temporada para generar más ingresos. Es una estrategia que
permite estrechar lazos o ampliar contactos con los agentes
internacionales: un festival es mejor cliente si da trabajo a las
agencias seis veces al año que si solo requiere sus servicios cada
doce meses.
Si en los años noventa los festivales contrataban a los grupos a
través de promotores locales que organizaban giras durante todo el
año y tenían los contactos de los agentes internacionales, esa
diplomacia saltó pronto por los aires y los festivales más potentes ya
se dirigían directamente a las agencias sin pasar por el intermediario
español. Era una forma de ahorrarse comisiones. De ese modo,
algunos promotores locales quedaron fuera de juego. La batalla por
el control del circuito musical no había hecho más que comenzar.
Ahora, la posición hegemónica de los festivales es tal que algunos
pequeños promotores tienen que pasar por el despacho del
macrofestival si quieren contratar artistas internacionales para su
festivalín. Las leyes no escritas del negocio han cambiado por
completo.
Todos los festivales están ampliando áreas de negocio. Algunos
para ganar cuota de mercado en el circuito de conciertos nacional o
internacional. Otros, para hacer marca. En ambos casos, para
extender su actividad más allá de los días del festival. Y lo hacen
con el poder que les otorga organizar macroeventos en los que
todos los grupos desearían tocar. Si antaño las negociaciones se
centraban en la presencia del grupo en el cartel, ahora esas
negociaciones incluyen también futuras giras por salas. Si quieres
actuar en el Bilbao BBK Live, Last Tour presionará para programar
tu próximo concierto en Bilbao. Si quieres ir al Tsunami Xixón, sus
organizadores, la promotora Bring The Noise, querrán montar tu
próximo concierto en Asturias. Si quieres tocar en el Primavera
Sound, deberías firmar tu próxima gira española con su promotora.
Si hay acuerdo, en la misma reunión se cerrarán conciertos de
verano e invierno. Y los promotores que solían organizar giras fuera
de la temporada festivalera quedarán cada vez más arrinconados.
Otro abrazo afectuoso a los que afirman que los festivales solo traen
riqueza al sector. Más bien se dedican a copar cuota de mercado y
exterminar todo tipo de competencia.
Los macrofestivales son así, animales cuya naturaleza
depredadora los empuja a crecer permanentemente para evitar que
el de al lado les arrebate un palmo de terreno. Y esta voracidad casi
patológica, ese pánico a estancarse o, peor aún, a decrecer,
alimenta la personalidad excesiva de muchos directores de
macrofestivales. Hay perfiles de todo tipo: el mafioso, el mesías, el
kamikaze, el victimista, el vendehúmos, el visionario... y el
Fitzcarraldo, ese que exclama «¡Montaré un festival en este prado!»,
igual que Klaus Kinski gritaba enajenado «¡Quiero mi teatro de la
ópera!» en lo alto del campanario de la iglesia de Iquitos. Y todos
varones, por supuesto.

LA ECONOMÍA DEL ROCK

En el ensayo Rockonomics: A Backstage Tour of What the Music


Industry Can Teach Us about Economics and Life [Rockonomía: un
recorrido entre bastidores por lo que la industria musical puede
enseñarnos sobre la economía y la vida], el economista
estadounidense Alan B. Krueger expone cómo los festivales son un
claro ejemplo de aplicación del concepto de economía de escala. 4
El término se refiere a esa estrategia según la cual incrementando la
producción de un objeto se amortizan los gastos que supone su
fabricación y, por lo tanto, aparecen los beneficios derivados de la
venta de cada unidad. Producir un millón de automóviles cuesta más
dinero, en términos absolutos, que producir cien mil, pero
produciendo más unidades el coste de cada unidad se reduce. Y, a
partir de ahí, cuantos más automóviles consigan vender los
comerciales, más beneficios recibirá la empresa al cabo del año.
Lo que en la industria automovilística son los coches que produce
una fábrica, en un festival sería la cantidad de conciertos que puede
albergar. El coste de levantar un escenario es idéntico si en él actúa
un grupo que si actúan ocho. El precio de los equipos de sonido y
luces, instrumentos y amplificadores es proporcionalmente más
barato si los vas a utilizar cuatro días que si solo los necesitas uno.
Alquilar un recinto cuesta lo mismo si instalas dos o seis escenarios.
Los costes de promocionar un macroconcierto son similares a los
que implica promocionar un macrofestival cuyas entradas podrás
vender mucho más caras porque en él van a actuar muchos más
grupos. Y así, prácticamente todo.
En la primera edición del FIB solo hubo un escenario. En la
primera del Doctor Music Festival, un año después, ya había cuatro.
Hoy se celebran en España festivales con hasta doce escenarios y
más. Los macrofestivales de dos días empiezan a ser cosa del
pasado: mínimo, tres. Antes de la pandemia algunos ya duraban
cuatro. En 2022, el Resurrection Fest y el Mad Cool celebraron
ediciones de cinco jornadas. Y qué decir del Primavera Sound, que
echó el resto con una edición XXL de dos fines de semana y diez
días. Cuando las dimensiones del recinto te impiden crecer más en
espacio, ya solo queda crecer en el tiempo; economía de escala en
su máximo esplendor. Los macrofestivales son animales insaciables.
Si nadie los frena, pueden acabar devorando una ciudad entera.
El concepto de economía de escala animó al festival de Reading
en 1999 a montar uno gemelo en Leeds. Se celebraba el mismo fin
de semana y prácticamente con el mismo lote de artistas, que un día
tocaban en una ciudad y al día siguiente en la otra. Es el modelo
que calcó el Summercase en 2006 con dos ediciones simultáneas
en Barcelona y Madrid. Y el que desde 2012 aplica el Primavera
Sound con sus ediciones (consecutivas, que no simultáneas) en
Barcelona y Oporto, y, desde 2023, en Madrid. Montar dos (o tres)
festivales no cuesta lo mismo que montar uno, pero tampoco cuesta
el doble (ni el triple). Y en esa reducción de costes es donde
aparecen los beneficios, según Krueger.
Economía de escala es, también, diseñar réplicas de un festival
en distintos lugares del planeta como hacen el Sónar y el Primavera
Sound: es una forma de rentabilizar una estructura empresarial
(trabajadores, oficinas...) que funciona todo el año y, también, la
experiencia y la red de contactos amasada a lo largo de décadas. La
versión a gran escala de esta estrategia acumulativa es la de Live
Nation, multinacional que además de absorber decenas de
promotoras en distintos países y poseer más de doscientas salas de
conciertos en todo el mundo, también organiza más de ciento treinta
macrofestivales. Y, claro, cuando el grueso de un sector tan lucrativo
como el del ocio musical queda en tan pocas manos, empiezan a
revolotear sobre él fondos de inversión interesados en hacerse con
un trozo del pastel.

FONDOS DE INVERSIÓN

En junio de 2018 saltó la noticia. Pero no en la prensa musical, sino


en las páginas de economía. Un grupo inversor estadounidense
llamado The Yucaipa Companies se hacía con el 29 % de las
acciones del Primavera Sound. Ronald Burkle, un multimillonario
californiano con participaciones en las librerías Barnes & Noble, los
grandes almacenes de artículos de lujo Barneys y cadenas de
alimentación como Fresh & Easy y Pathmark, ya había entrado en el
sector del ocio invirtiendo en la agencia británica de representación
de artistas Independent Talent Group, aliándose con otras como
Paradigm y X-Ray Touring y cofinanciando la edición del festival
Rock in Rio, que se celebró en 2015 en Las Vegas.
Una semana después, segunda bomba en el corazón del sector
festivalero español: otro fondo inversor estadounidense llamado
Providence Equity adquiría una participación mayoritaria de
Advanced Music, empresa organizadora del Sónar. Al mando de la
operación estaba Superstruct, filial centrada en el sector del
entretenimiento y la música, y capitaneada por James Barton.
Atención a este personaje: tras foguearse como promotor en el club
Cream de Liverpool, fundó el festival Creamfields, creó una red de
franquicias y, de ahí, saltó a dirigir la división electrónica de Live
Nation. Cuando adquirió la porción del Sónar ya tenía acciones del
festival húngaro de Sziget y del Monegros Desert Festival.
Actualmente, Superstruct es uno de los principales competidores de
Live Nation.
En paralelo a la actividad de Superstruct en el sector del
espectáculo, Providence Equity Partners ya poseía participaciones
de compañías de telefonía como Másmóvil, Yoigo y Pepephone y en
2017 había sellado una aportación de 200 millones de euros durante
cuatro años al Real Madrid a cambio de participar en sus ingresos
en patrocinios. Era un contrato de patrocinio silencioso. Aquel
acuerdo, según desveló el informe «Football Leaks» publicado por
InfoLibre, 5 se firmó con una filial del fondo inversor radicada en
Luxemburgo y conectada con otras dos sociedades domiciliadas en
las Islas Caimán. Esta es la trastienda fiscal de los fondos
inversores que están devorando el mundo de los festivales.
Pocos negocios se presentaban tan suculentos en 2019 como el
de los festivales musicales. En 2018, los estudios del sector
arrojaban cifras espectaculares que señalaban un crecimiento en los
ingresos por entradas del 24 % respecto al año anterior. Un
crecimiento que no solo se debía al aumento de público interesado
en estos eventos, sino especialmente a una subida del precio de las
entradas del 8,3 %. La capacidad de progresión del sector se
antojaba imparable. Habría hecho falta una catástrofe de
dimensiones planetarias para frenar los planes de expansión del
sector. Y eso es lo que llegó un año después: un virus se expandió
por el planeta y obligó a cancelar todos los festivales.
Ni una pandemia ha frenado los movimientos financieros de los
grandes inversores en el sector de la música en vivo. The Yucaipa
Companies ha seguido comprando porcentajes de agencias como
Danny Wimmer Presents (organizadora de siete festivales en
Estados Unidos) y Day After Day Productions (especializada en
eventos musicales en casinos). Por su parte, Superstruct adquirió en
enero de 2023 la promotora española The Music Republic,
propietaria del FIB, el Viña Rock, el Arenal Sound y media docena
de festivales más que añadir a otros que había comprado en
Holanda, Croacia, Inglaterra y Escandinavia.
Estos movimientos en las más altas esferas de Festivalia están
acelerando aún más la concentración del sector. Según un reportaje
de Los Angeles Times, Live Nation organizó el 60 % de los
conciertos que se celebraron en Estados Unidos en 2019 y su
principal competidora, AEG, organizó el 30 %. Entre ambas copan
un 90 % del mercado de la música en vivo, dejando apenas un 10 %
de cuota a los promotores independientes. El poder de estos dos
gigantes es imparable y los macrofestivales son su principal
herramienta para aumentar más esa tajada.
Aunque no lo parezca, el mercado español de macrofestivales
también está notablemente concentrado. Tras adquirir el Viña Rock
y el FIB, la empresa The Music Republic que creó el Arenal Sound
ya posee nueve eventos: Granada Sound, Festival de les Arts,
Interestelar Sevilla, Madrid Salvaje, Metal Paradise y Love the 90’s
Valencia. La promotora vasca Last Tour organiza más de media
docena: Bilbao BBK Live, Azkena Rock, Cala Mijas, Donostia
Festibala, Kalorama, Navia Suena, BIME Live y SantasPascuas.
Bring the Noise, la promotora del Resurrection Fest dirige cinco
festivales más en el norte: O Son do Camiño, Caudal Fest, Tsunami
Xixón, Sónica y Metal Paradise. El Reggaeton Beach Festival monta
ediciones en diez localidades. El Boombastic Festival tiene cinco
sedes. Cuando tantísimos eventos están organizados por tan pocas
empresas, el fantasma de la clonación deja de ser una sensación
abstracta.
Entre las escasísimas noticias positivas que puede comportar
esta creciente concentración de negocio está un posible descenso
de los cachés de los grupos. Si antes los grupos más famosos
podían pedir lo que quisieran porque su poder de convocatoria
garantizaba el éxito del festival, ahora un conglomerado de
festivales tiene más fuerza que cualquier banda, por famosa que
sea, y puede ofertar varias actuaciones a un precio más bajo del
que antes pagaba por un solo concierto. El agente del grupo, ante la
posibilidad de cerrar de tres a cinco actuaciones veraniegas,
difícilmente podrá rechazar esa oferta. Y si la rechaza, sabe a lo que
se expone: enemistarse con dos o tres conglomerados de festivales
puede significar que su grupo pase todo el verano en blanco.
Aunque, claro, si esas ofertas tan a la baja acaban pinchando la
burbuja de cachés, tal vez a los grupos les salga a cuenta volver a
girar más por salas. (Suspiro.)
Aunque durante décadas los festivales indies han marcado la
pauta, eso no significa que sean eternamente los más rentables ni
hegemónicos. Los festivales de electrónica bailable, los de las
llamadas músicas urbanas, los de sonidos metálicos y los de artistas
abiertamente mainstream ganan terreno año tras año. Tal vez por
ello, Superstruct emprendió una segunda operación en España
adquiriendo participaciones de la promotora del Resurrection Fest
(en mayo de 2022) y comprando The Music Republic por 120
millones de euros. Posiblemente se estén negociando nuevas
ventas de festivales españoles.
En un negocio tan suculento como el de la música en vivo, las
alianzas, absorciones, ampliaciones de capital y demás desafíos
empresariales son como los corrimientos de tierras: una vez se
desencadena el primero, nadie sabe cuál será el último ni hasta
dónde pueden extenderse sus efectos. Lo único cierto es que estos
desplazamientos de placas tectónicas tienen una constante: la
concentración del negocio en cada vez menos manos. Y sabido es
que la concentración de las industrias culturales no suele traducirse
en una mayor riqueza y diversidad de discursos, en una mayor
capacidad para asumir riesgos o en un aumento de oportunidades
para los creadores, sino exactamente en todo lo contrario.
Un reciente estudio de la Columbia Business School mostraba
cómo la concentración de la cultura pop en cada vez menos
empresas ha ido reduciendo la diversidad cultural en Estados
Unidos. En el cine, los remakes, precuelas, secuelas y spin-offs de
éxitos pretéritos supusieron en 2021 el 90 % de las veinte películas
más taquilleras del año, cuando en la década de los años ochenta
suponían entre el 20 y el 35 %. En cuanto a música grabada, si en
los años setenta más de cuatrocientos artistas consiguieron colocar
sus canciones entre las cien más vendidas, hoy a duras penas son
trescientos. El mismo fenómeno de reducción de oportunidades se
repite en literatura y en videojuegos. El perfil del artista de éxito se
concreta cada vez más y las empresas que invierten en el sector
quieren garantizar sus beneficios, de manera que se apuesta a
caballo ganador y se asumen cada vez menos riesgos.
Todo ello acentúa más la brecha entre los que triunfarán con toda
probabilidad y los que difícilmente podrán ganarse la vida con la
música. Y el mundo de los festivales es de los que más claramente
muestra esa segregación con sus escenarios principales y
secundarios, con sus franjas de máxima audiencia y sus horarios
aciagos. Tras esa apariencia de tierra de oportunidades para todos,
se esconde una realidad irrefutable: los cabezas de cartel de los
festivales siguen siendo los mismos desde hace décadas porque
hay que garantizar los beneficios.
Lo más paradójico del asunto es que, aunque los festivales de
hoy trabajen con presupuestos infinitamente más voluminosos que
los que manejaban hace tres décadas, aunque algunos se valgan de
triquiñuelas fiscales para mejorar sus ejercicios y aunque otros
incluso reciban inyecciones económicas transatlánticas, nada de ello
implica que las condiciones laborales de los trabajadores que hacen
posible estos macroeventos musicales hayan mejorado en igual
medida.
9

Precariedad

El macrofestival es uno de los contextos donde las desigualdades


que alimentan el capitalismo campan más a sus anchas y con mayor
crueldad. En pocos entornos laborales encontraremos artistas que
ingresan un millón y medio de euros por una hora de concierto
mientras al lado hay trabajadores de vigilancia, limpieza o
restauración cobrando siete euros la hora o menos. Los
macrofestivales son hormigueros de currantes: montadores,
camareros, vigilantes, técnicos de sonido, hands, organizadores de
tráfico y aparcamiento... Pero en todos estos puestos no siempre se
garantizan las más mínimas condiciones de dignidad laboral.
La ley establece que nadie puede cobrar por debajo de lo que
marca el salario mínimo interprofesional (SMI). Si en 2002 el SMI
era de 515 euros, en 2012 ya había subido de 748, y diez años
después estaba está fijado en 1.166 euros (en doce mensualidades;
mil euros en caso de ser catorce pagas). Eso significa que el mínimo
que se debía pagar en 2022 por hora trabajada era 7,82 euros. Ni
siquiera estos mínimos salariales se respetan en todos los
macrofestivales. Y aunque se respeten, el incremento del precio de
los abonos que el público sufre año tras año no ha servido para
mejorar los sueldos de los trabajadores de base; sirven, si acaso,
para pagar mejor a los grupos más famosos. Los macrofestivales
son el paraíso de la desigualdad. Festivales de la precariedad, que
no solo se circunscribe al aspecto salarial, sino que afecta a
muchísimos otros ámbitos.

REVUELTA EN TIKTOK

El verano pasado Leticia Vázquez se alistó como camarera en el


Boombastic Festival de Asturias. Para ahorrar gastos de gasolina,
recorrió los casi trescientos kilómetros desde su casa, en A Coruña,
hasta el emplazamiento del festival, en Llanera, compartiendo
coche. Cuando llegó al camping, descubrió que la organización
había ubicado a los trabajadores en una zona en pendiente. Ese
sería su lugar de reposo: una tienda de campaña plantada en un
prado inclinado. Cuando buscó el lavabo la sorpresa fue mayor: en
el camping no había agua. Para ducharse o lavarse las manos
tendría que caminar veinticinco minutos. Para cargar el móvil,
debería hacer como cualquier asistente al festival: alquilar una
batería por 25 euros.
El Boombastic se celebraba en un recinto a media hora a pie del
camping y los autocares lanzadera que anunció la organización
fueron insuficientes. Por lo tanto, fue caminando. Una vez en el
recinto, intentó trabajar el máximo de tiempo para rentabilizar el
viaje hasta Llanera. El primer día: diez horas. Los dos siguientes:
ocho cada uno. Cobraría siete euros por hora. Total: 182 euros.
Según el convenio de hostelería de la comunidad asturiana, debería
haber cobrado un plus por las dos horas extras del primer día y otro
plus por las trabajadas de noche, pero en los festivales esos
convenios laborales suelen ser papel mojado.
Leticia sabía que estaba mal pagada. Semanas atrás ya había
trabajado para ABC Live Experience, la misma empresa de
organización de eventos y gestión de hostelería, en un
macroconcierto del grupo Imagine Dragons organizado por Live
Nation en el Monte do Gozo de Santiago. En esa ocasión, la misma
mañana del concierto, y viendo que no se alistaban suficientes
camareros, la empresa subió la oferta laboral a 8,5 euros por hora y
dijo que asumiría los gastos de kilometraje. Era la única forma de
asegurar que los pocos que habían aceptado la oferta inicial no se lo
pensasen a última hora y no acudiesen al puesto de trabajo. En el
bolo de Imagine Dragons los camareros difícilmente trabajarían más
de seis horas, de modo que había que mejorar la oferta para que les
resultase rentable. En el Boombastic, al ser un festival de tres días,
cualquier camarero trabajaría fácilmente veinte horas y volvería a
casa con más de 150 euros.
La camarera coruñesa no realizó ninguna prueba de aptitud,
ningún cursillo de formación o de riesgos laborales. Tampoco firmó
ningún contrato. La incluyeron en un grupo de WhatsApp y allí fue
recibiendo instrucciones sobre la fecha y el lugar donde debía
presentarse el día del festival. Le dieron un bocadillo cada noche,
pero no dispuso de los treinta minutos de descanso ininterrumpidos
que marca la ley. Al terminar su jornada, la conducían a una carpa
en la que firmaba conforme salía del recinto. Tampoco recibía copia
del documento que sumaba sus horas trabajadas. Y, una vez en la
calle, tenía media hora a pie (o una hora, según por qué puerta del
recinto la obligasen a salir) de regreso al camping. De madrugada,
por la carretera y sin chaleco reflectante. Algún día, bajo la lluvia.
Durante esos tres días que Leticia califica de infernales, conoció
a compañeros que habían realizado jornadas de doce y hasta
catorce horas. No todos aguantaron. Es algo habitual en los
macrofestivales. Las condiciones laborales son tan pésimas que
algunos trabajadores desfallecen o se hartan. Y se largan. Leticia
aguantó en su puesto, pero cada vez que alguien se acercaba a su
barra y se quejaba por los precios abusivos de las bebidas, les
hablaba con franqueza: «A mí me pagan una mierda y a ti te cobran
un montón. No vengas a la barra. Yo no consumiría aquí sabiendo
cómo tratan a los trabajadores. Bebe fuera del festival o no bebas».
Tres semanas después del festival y más de un mes después de
aquel concierto de Imagine Dragons, Leticia Vázquez aún no había
cobrado y ni siquiera le respondían al teléfono cuando llamaba a la
empresa. Temiendo lo peor, lanzó un mensaje de protesta en TikTok
y su queja corrió como la pólvora. Decenas de camareros del
Boombastic y otros festivales añadieron comentarios denunciando
las precarias condiciones de trabajo sufridas y las dificultades para
cobrar. El TikTok de Leticia rebasó las cien mil visualizaciones y
destapó una realidad invisible para muchas de las personas que
asisten cada verano a este tipo de eventos.
No era la primera vez que las redes funcionaban como válvula de
escape y escaparate donde compartir casos de maltratos laborales
en contexto festivalero. Pero con el TikTok de Leticia ocurrió algo
más: la prensa decidió hacerse eco. La periodista Analía Plaza
publicaba horas después en El Periódico de España un reportaje
que ampliaba el radio de acción: estaba pasando lo mismo en el
Mad Cool, en el Reggaeton Beach Festival y en los macroconciertos
de Metallica y Fito y Fitipaldis. 1 Y tras la mayoría de los impagos, la
misma empresa: ABC Live Experience. El asunto llegó a televisión.
El informativo Cuatro al día entrevistó a Leticia y quedó aún más
expuesta la realidad que viven los camareros, uno de los eslabones
más bajos de esa pirámide laboral festivalera cuya cúspide es el
escenario.
Cuatro días después de denunciar su caso en televisión, la
veinteañera gallega recibía el ingreso por su trabajo en el concierto
de Imagine Dragons en Santiago. El pago del festival Boombastic
seguía retenido. Tras comprobar cómo se había viralizado aquel
TikTok, se animó a grabar otra intervención animando a todos los
afectados a denunciar. Mostró los documentos que había que
rellenar, dónde recogerlos y cómo presentarlos. El tutorial estaba
bien sazonado de hashtags: #explotaciónlaboral,
#precariedadlaboral, #inspeccióndetrabajo, #denuncia, #esclavitud,
#demanda, #justicia... La propia Leticia había realizado días antes
todo el proceso expuesto en el vídeo: presentó una denuncia en
Inspección de Trabajo y una papeleta de conciliación en el Registro
Laboral. En cuanto la empresa recibió la citación, llamó a Leticia. En
tres días cobró. Magia.

JORNADAS DE DIECISÉIS HORAS

Jordy Amaguaya tiene veintiún años. Un día, entrenándose en el


Centro Deportivo Tíbet de Gijón, un compañero del gimnasio le
propuso trabajar en el control de accesos del festival Boombastic de
Llanera. Tanto él como su hermano y algún otro socio del Tíbet se
incorporaron a un grupo de WhatsApp en el que recibieron dos
instrucciones: presentarse a las tres de la tarde el primer día de
festival, una hora antes de que se abriesen las puertas, y vestir ropa
negra. Cobrarían siete euros por hora. Una vez en el recinto, dieron
su nombre y número de móvil, firmaron un papel con la hora de
entrada y recibieron un chaleco de color naranja.
«Íbamos a ciegas», avanza Amaguaya. Solo tenía un dato: su
jornada laboral en el Boombastic no sería de ocho horas, sino de
dieciséis. «Al principio íbamos a vigilar un colegio de los alrededores
para que nadie entrase, pero a medio camino nos dijeron que no,
que estaríamos en los aparcamientos principales. Fuimos allí,
estuvimos veinte minutos, y nos llamaron a mí y a mi hermano para
que fuésemos al recinto. Primero, a vigilar las salidas de emergencia
del escenario principal. Después, a vigilar la valla que separaba la
zona de artistas.» Tras muchas vueltas, ese último sería su puesto
definitivo. Su misión sería evitar que se colase cualquier persona
que no tuviese pase de artista, pero acabó dedicando más
esfuerzos a sujetar la valla para que el público no la tumbase. Algún
día los sanitarios le echarían una mano para que la valla no lo
aplastase a él.
El primer día acabó a las siete de la madrugada. A esa hora,
responsables de la organización preguntaban si alguien quería
alargar el turno hasta las diez o las doce del mediodía. Él declinó la
oferta. «Estaba reventado y con mucha falta de sueño», dice. Volvió
a Gijón con su hermano y sus amigos, se duchó, durmió cinco horas
y volvió a Llanera para su segunda jornada. Algunos controladores
trabajaron casi las veinticuatro horas. Otros se largaron y no
aparecieron más. A los que no tenían modo de volver a casa, la
organización les tenía preparada una alternativa. «Les dijeron
literalmente que se buscaran a una chavala que les dejase dormir
en su tienda —cuenta Jordy—. Algunos se acoplaron en la tienda de
algún conocido. Los que tenían coche, pero les quedaba lejos su
casa, dormían en él.»
Según fue comprobando a lo largo del festival, había trabajadores
con derecho a comida y otros con derecho a zona de camping. Pero
a él y a sus amigos no les tocaba nada. El primer día se llevó
comida de casa. El segundo, pidió a unos amigos del público que le
comprasen algo. El tercer día, los sanitarios del puesto de
emergencias le dieron de comer porque vieron que ya no aguantaba
de pie. Su gran suerte fue que estaba apostado junto a la nevera de
los artistas; de ahí sacó toda el agua que necesitó. Incluso la
repartió entre personal de limpieza y control que se acercaba con la
cara roja tras pasar todo el día de pie y al sol.
«No éramos personal de seguridad, sino controladores de
accesos», resalta el joven asturiano, que en tres días apenas vio a
uno o dos seguratas de verdad. «Nosotros no podíamos reducir (a
personas) ni nada», explica. Aun así, el último día tuvo que
intervenir en una pelea «porque se estaban matando y la gente de
seguridad tardó bastante en venir». Después de tres jornadas
extenuantes, sumó cuarenta y siete horas trabajadas por las que
cobró algo más de 300 euros. Las cobró dos meses después. En
negro, sin contrato ni alta en la Seguridad Social. Pero al menos, él
cobró. Auxiliares de seguridad de la edición gallega del Reggaeton
Beach Festival denunciaron en El Faro de Vigo que no habían
recibido nada dos meses después de trabajar en unas condiciones
que rozaban la esclavitud. 2
Jordy había asistido como espectador a otros festivales
asturianos como el Tsunami, el Aquasella y el River City. No
recuerda ninguno con tal caos organizativo como el Boombastic.
Una semana después tomaba rumbo al Monegros Desert Festival,
donde se entregaría a una gran juerga mientras a otros jóvenes tal
vez les tocara aguantar el mismo trato laboral, precario y mal
pagado, que sufrió él en el Boombastic. Jamás le habían tratado tan
mal en un trabajo, pero en ningún momento se planteó denunciar a
los promotores del evento. La vida puede dar muchas vueltas, pero
Jordy no tiene intención de volver a currar en un festival.
Leticia es una universitaria hija de abogado y no está
acostumbrada a ser tratada tan mal. Por eso visibilizó su caso. Su
objetivo no era solo cobrar. «Quería explicarlo para que la gente
supiera que el mío no era un caso aislado. Quería tener repercusión
para que la gente que va a festivales sepa lo que está pasando y
para que las autoridades también lo sepan», explica. Algo logró.
Antes de la pandemia ya habían aparecido reportajes donde
camareros del Viña Rock relataban jornadas extenuantes y
remuneradas a seis euros la hora. Todos los entrevistados
escondían su nombre para no entrar en listas negras porque
posiblemente necesitarían ese mismo trabajo dentro de unos
meses. Ella no tenía nada que perder y dio la cara. Cada vez son
más de dominio público las perrerías que sufren los trabajadores
eventuales de macroeventos. Ya trascienden los festivales. En el
Gran Premio de Montmeló de Fórmula 1 de 2022, trabajadores
sobreexplotados y deshidratados por falta de agua denunciaron que
sesenta días después no habían cobrado.
También hay excepciones: festivales que tratan dignamente a los
camareros, cómo no. El CanelaParty celebró en 2022 su edición
más exitosa. Con un aforo de 5.000 espectadores, ese año
necesitaría cincuenta y cinco camareros. Los promotores delegaron
la gestión de las barras a dos bares amigos, pero con una consigna
clara: los camareros cobrarían 13 euros netos por hora trabajada
más una cena caliente. Era prácticamente, el doble del mínimo que
marca la ley. La partida de sueldos para los camareros supuso
apenas un 3 % del presupuesto del festival malagueño. Por contra,
los ingresos en las barras permitieron cubrir más del 50 % del coste
del evento. No hubo colas para beber en el Canela. Tampoco,
pérdidas económicas por pagar a los camareros casi el doble de lo
que pagaron en 2022 muchos macrofestivales.
Una máxima del Canela es que su cartel no lo componen solo los
músicos, sino toda la gente que trabaja en el festival. Pero más allá
del compromiso moral, está la astucia económica. Si pones muchos
camareros y les pagas bien, las ratios de consumo se disparan.
Días antes de abrir puertas, este festival con sede en Torremolinos
hizo algo aún más insólito: anunciar los precios de las bebidas.
Medio litro de cerveza: 4,5 euros. Con las tres primeras cervezas
que servía cada hora cada camarero había cubierto esos siete euros
que el festival estaba pagando «de más» por cada hora trabajada.
¿Se puede montar un festival rentable pagando bien a los
trabajadores? «No se puede: se debe. Es una cuestión de ética. Si
quieren copiarnos algo los otros festivales, que nos copien las
condiciones laborales», proponen los codirectores del Canela,
Álvaro Hernández y Beto Pérez.

LA PIRÁMIDE DE SUELDOS

Las experiencias de Jordy y Leticia no son exclusivas del


Boombastic Asturias ni de 2022. Esta epopeya laboral la relata un
camarero barcelonés de las fiestas paralelas al Sónar en el Poble
Espanyol: «En 2017 llegué a trabajar dieciocho horas seguidas.
Salía a las seis de la mañana y a las doce entraba otra vez. Era una
época en la que necesitaba dinero y cuando te metes en un sitio así
sabes que no vas a dormir. Ya puedes pillar droga, porque no vas a
dormir te pongas como te pongas. Los jefes de barra también iban
de speed todo el día», cuenta. Aquel año, la hora se pagaba a 12
euros. «En cuatro días me saqué casi mil euros. Al final del festival,
a las tantas de la madrugada, iba a la oficina a firmar la nómina
conforme había trabajado cuatro horas por jornada. Ese dinero me
lo ingresaban en cuenta. El resto, todo en negro, me lo llevaba en
un sobre en ese mismo momento.»
La situación ha cambiado drásticamente en los últimos años. Por
lo menos, en Catalunya, donde la amenaza de inspecciones
laborales ha provocado que los camareros de macrofestivales solo
puedan hacer jornadas de ocho horas. También han desaparecido
aquellos sueldos. El camarero que relataba la anterior experiencia
abandonó el sector porque en 2019 la tarifa había bajado a 9,5
euros. Hoy se paga aún menos. Los festivales han pasado dos
veranos sin ingresos, pero también muchos trabajadores sumaron
dos años bajo mínimos o sin cobrar, de modo que sigue habiendo
personas dispuestas a servir copas en un macrofestival por menos
de ocho euros la hora. Eso sí, los macrofestivales necesitan
tantísimos camareros que bajan el listón de exigencia. Sobre todo,
cuando hay bajas y necesitan suplentes urgentísimamente: a veces,
a tres horas vista.
Camareros y controladores de accesos son la punta del iceberg
de esas ciudades en miniatura llenas de trabajadores de todo tipo
cuya misión es que el festival se celebre tal como se planeó.
Algunos pueden sumar a la jornada pactada como camarero otras
horas montando o desmontando barras. O pueden llegar al recinto
sin tarea asignada y acabar controlando accesos, organizando el
tráfico del parking o poniendo pulseras. En un festival hay mil
oficios: montadores y desmontadores de infraestructuras
(escenarios, vallado, barras...), riggers (montadores en altura),
técnicos de sonido, electricistas, iluminadores, decoradores,
backliners (proveedores de instrumentos), runners (para trasladar a
los artistas), vigilantes, personal de taquilla, de guardarropa, de
información, de accesos...
En este universo de tareas, también hay un sinfín de categorías y
sueldos en función de la profesionalización de cada cual. Si un
stage manager o responsable de escenario puede llevarse entre 400
y 500 euros por jornada, un decorador de escenario puede cobrar
entre 250 y 300, un técnico de sonido tiene una tarifa de entre 200 y
250, y un backliner, de 150 euros; estos últimos también pueden
cobrar por hora trabajada. En la mayoría de los casos, la jornada
suele ser de diez horas. Si es más corta, el trabajador saldrá
ganando, pero si se alarga no cobrará más. Las horas extras y las
trabajadas en horario nocturno son, de nuevo, arenas movedizas. Lo
normal es que no estén mejor remuneradas. Galicia es la única
comunidad autónoma con un convenio colectivo de eventos,
servicios y producciones culturales. Este señala específicamente
que las horas extras y nocturnas se deben pagar un 30 % más
caras. Esto no implica que siempre se haga.
Y luego están los oficios donde se cobra por hora. En el eslabón
más bajo de esta cadena de temporeros de festivales, con permiso
de personal de seguridad y de limpieza, están los hands. Con este
anglicismo se denomina a las personas que aportan eso, sus
manos, para cargar objetos pesados. Son trabajadores no
cualificados que proporcionan empresas de personal para eventos y
que acuden en lotes («¡mándame ocho hands!», «¡mándame doce
hands!»), según las necesidades de cada momento. Llegan con sus
manos, un par de guantes y calzado resistente, y se ponen a las
órdenes de montadores, backliners o cualquier equipo que los
requiera. Son las hormigas cuya misión es transportar material
pesado de los camiones al escenario: hierros, amplificadores, focos,
tablones... Son una fuerza bruta anónima. Si trabajan para la
empresa Pennywise, se los llama pennies. Si trabajan para
WorkOut, serán workouts. Si trabajan para Nunu, serán nunus.
Como cualquier trabajador español, el sueldo mínimo de los
hands lo marca el SMI de cada año. Por lo tanto, en 2023 un hand
no debe cobrar menos de 8,27 euros la hora y, para que no cobre
menos del salario mínimo diario de 36 euros, su jornada debe durar
como mínimo cuatro horas. Eso no implica que todas las empresas
cumplan la ley. Los festivales pueden pagar entre 16 y 20 euros la
hora a las empresas proveedoras de hands y estas luego echarán
sus cuentas para pagar como mínimo esos 8,27 que marca la ley.
Cuando un festival paga la hora de un hand a 11 euros, es muy
probable que la empresa esté pagando al trabajador por debajo de
lo que marca la ley. Se juega ser expedientada por una ilegalidad
que habrá propiciado el festival.
En sectores tradicionalmente precarizados que se saben libres de
inspecciones laborales, estos mínimos pueden no cumplirse. Y ahí
tanto da que trabajes recogiendo fruta en la campaña de la
manzana que dirigiendo el tráfico en la zona de acampada de un
macrofestival. En 2019, sindicatos y patronal acordaron un sueldo
de 7,02 euros por hora para los trabajadores eventuales del campo;
ni más ni menos que lo que marcaba el SMI ese año. Sin embargo,
Comisiones Obreras (CC. OO.) tenía conocimiento de ofertas de 5,5
euros por hora. Ese mismo año, el sindicato Confederación General
del Trabajo (CGT) denunciaba que varios trabajadores del Viña
Rock habían realizado jornadas de veintitrés horas, cobrando cada
una a solo cuatro euros.
El gremio de temporeros de festivales no llega ni a gremio: a
menudo son jóvenes que prueban un año y tal vez no repitan. Esa
eventualidad impide que adquieran fuerza colectiva para reclamar
mejoras. Una vez quemados, solo les queda la pataleta en las redes
sociales. Lo más grave es que muchos jóvenes tienen su primer
contacto con el mundo laboral en estos contextos festivaleros y
aprenden que es normal sufrir cualquier maltrato si quieren ganarse
50 euros en jornadas de ocho horas. Los macrofestivales están
naturalizando la explotación hasta límites insospechados. Necesitan
mucha mano de obra en verano y saben que en un país con altos
índices de paro juvenil van a encontrarla a buen precio, con poca
experiencia y mucha capacidad de aguante.
Como en cualquier otro sector laboral, cuanto mayor es la presión
de la Administración, más se cumplen las normativas, y en
Catalunya macrofestivales como el Sónar y el Primavera Sound ya
pagan a los camareros un 25 % más caras las horas extras, algo
inusual en otras zonas del país. También, cuanto más organizado
esté un sector, más fácil es exigir mejoras. La huelga de riggers de
Fira de Barcelona a punto estuvo de abortar el Sónar de 2019. Los
técnicos de sonido, en cambio, apenas tienen fuerza sindical y sus
tarifas están congeladas desde hace años. En los eslabones más
precarizados, el sindicalismo aún es frágil y las protestas son ciencia
ficción. Jamás ha habido en España huelgas de camareros,
backliners, vigilantes, montadores o hands. Todavía resulta
inconcebible.
Los abonos de festivales no han dejado de subir de precio en los
últimos veinte años, pero los sueldos de los trabajadores no han
crecido ni por asomo en la misma proporción; en el mejor de los
casos, lo hacen forzados por el aumento del SMI. Entre otros
motivos, porque el verdadero festival, el de la precariedad, arranca
en cuanto entran en juego las subcontratas. Y cuanto más grandes
son los festivales, más se apoyan en esta fórmula que implica
delegar trabajos a terceras empresas y desentenderse de sueldos y
condiciones laborales de las personas que pondrán en pie el recinto,
lo harán rendir económicamente y lo barrerán después.
Macrofestivales de primer nivel pueden tener diez trabajadores fijos
que, las semanas de más trabajo, pasan a ser mil eventuales con
múltiples tareas. Entonces el refrán brilla en todo su esplendor:
cuando las subcontratas entran por la puerta, los derechos laborales
saltan por la ventana.

TEMPOREROS DE FESTIVALES

No todo se reduce al salario. En contextos de crisis, cualquier


trabajo pagado por horas, y, por lo tanto, precarizador por definición,
es una invitación a la autoexplotación. Las empresas de hands
funcionan como cualquier empresa de trabajo temporal (ETT): con
una bolsa de trabajadores eventuales (y algún fijo) a los que llaman
cuando aparece un cliente buscando peones. Pueden ser llamadas
tan urgentes que impliquen al trabajador colgar el teléfono y salir
zumbando a descargar un camión y subir el material a un escenario.
«Aquí no hay política de horarios. El trabajo sale cuando sale. El
móvil suena, y si vas flojo de pasta, lo coges», explica un trabajador.
Son llamadas urgentes y a menudo inciertas: una jornada de
cuatro horas se puede convertir en una de doce y una que prometía
ser de doce puede acabar siendo solo de cuatro. Al cobrar por
horas, cualquier hand prefiere estar el máximo tiempo posible
trabajando en el lugar al que lo han destinado, sobre todo si
desplazarse hasta allí le ha llevado más tiempo del deseable. Pero
hasta la autoexplotación tiene límites. «Hay jornadas que se pueden
hacer muy largas y trabajadores que salen de un bolo para meterse
en otro», confiesa un hand cuyo récord personal de horas
trabajadas es de diecinueve. Y, encima, en un concierto de Maná.
Aunque los empresarios aseguran que cada vez hay más
inspecciones y, por lo tanto, menos jornadas infinitas, tras dos años
de pandemia en los que mucha gente ha abandonado el sector, el
verano de 2022 fue especialmente intenso. «Este año he visto
varios desmayos de hands», relata otro trabajador. La culpa no fue
solo de las altas temperaturas a las que hubo que trabajar, sino de
la falta de mano de obra que los ha obligado a doblar turnos. «En
verano, todos pillamos de una manera u otra», reconocen varios
trabajadores de festivales. «Hay picos de trabajo en los que no se
llega a todo». Solución: enlazar jornadas, dejar de disfrutar del
descanso intermedio de doce horas y olvidarse de los fines de
semana. Desde el punto de vista de estos trabajadores, las
inspecciones brillan por su ausencia.
«En un festival, la jornada dura lo que dura —resume un
empresario—. Si los grupos empiezan a probar sonido a las siete de
la mañana y acabas de recoger el material a las tres de la mañana
—calcula—, se descansa sobre la marcha.» Salen veinte horas de
trabajo, sí. «Y eso, durante tres o cuatro días de festival. Pero
nuestra crew está acostumbrada», resalta el mismo empresario. Por
supuesto, en este sector tampoco se estila lo de pagar la
nocturnidad y las horas extras. La comida sí está garantizada por ley
a partir de la octava hora de trabajo. Otro asunto es a qué hora
puedes comer y en qué condiciones. El trabajo es lo primero. La
faena hay que acabarla como sea. Y esa no es una máxima de
2022, sino de siempre.
Para muchos trabajadores, estas empresas de personal para
montar escenarios son máquinas de triturar jóvenes. Algunos duran
un solo verano. Los que se lo toman más en serio, intentan
progresar en el sector y saltar a oficios algo más especializados,
como auxiliares (de técnico de sonido, luces o montador de
escenarios), toreros (conductores de carretillas elevadoras),
climbers, backliners... Todos estos ya están mejor pagados; los 7,82
euros por hora (en 2022) podían ser 9, 10, 12 y hasta 15 euros. En
cuanto subes un escalafón en la pirámide, tus condiciones laborales
también mejoran. Sobre todo si trabajas para una empresa seria que
exige al festival que las jornadas no rebasen las ocho horas. El
convenio gallego especifica que cualquier trabajador que tenga que
dormir fuera de su domicilio será alojado en hoteles de tres estrellas.
Sin embargo, en un sector en el que brotan festivales como setas se
cuentan historias para no dormir. Como la de esa empresa andaluza
que hace dormir a hands y técnicos de sonido en las furgonetas con
las que han cruzado medio país. Furgonetas con literas montadas
en la parte trasera con tablones y colchones de espuma. ¿Esto es
rock’n’roll?
También hay festivales que pagan sueldos tan exageradamente
alejados del SMI que es como si no pagasen nada. Pero si en los
años de apogeo de la escena indie ya había discográficas con
becarios infrarremunerados dedicados a tareas tan formativas como
ensobrar CD, el Primavera Sound aprovechó en 2015 un convenio
con la Universitat Autònoma de Barcelona para contratar
estudiantes de máster en gestión de recursos públicos o estudios
medioambientales que cobrarían 2,65 euros brutos por cada hora
trabajada planificando y supervisando la recogida selectiva de
residuos. Un reportaje del diario El Salto sobre condiciones
laborales en centros penitenciarios españoles desveló que en 2022
los presos cobran 3,98 euros por hora trabajada. 3
Y qué decir de los voluntarios. En 2015, el Gobierno tuvo que
reformular la ley del voluntariado de 1996, ya que el texto original
había quedado desbordado ante el uso abusivo que se estaba
haciendo de esa figura. Según la nueva ley, un festival solo puede
recurrir al voluntariado si tiene carácter solidario y aclara que la
figura del voluntariado cultural se refiere a eventos que promueven y
defienden «el derecho de acceso a la cultura y, en particular, la
integración cultural de todas las personas, la promoción y protección
de la identidad cultural, la defensa y salvaguarda del patrimonio
cultural y la participación en la vida cultural de la comunidad». En
cualquier caso, una empresa o entidad susceptible de acoger
voluntarios no puede tener ánimo de lucro y, sobre todo, debe
garantizar que las actividades que desempeñen los voluntarios no
supongan «la sustitución o amortización de puestos de trabajo por
cuenta ajena». Este es el marco general a partir del cual cada
comunidad autónoma hace su particular adaptación. Un informe de
Sympathy for the Lawyer, asesoría legal especializada en la
industria musical, constata que en el mundo de los festivales
abundan los «muchos casos en los que la labor de los voluntarios
no se está ajustando a los límites legales».
Cuando se acercaba la fecha del Boombastic Asturias, diarios de
la comunidad autónoma como El Comercio se apresuraron a
informar de que el festival buscaba cuatrocientos camareros.
También aparecieron reportajes que celebraban mediante
entrevistas a comerciantes de la zona la prosperidad que traería el
Boombastic. Sin embargo, cuando el caso de Leticia Vázquez salió
a la luz, los artículos sobre las condiciones laborales del festival
brillaron por su ausencia en la prensa local. Eso sí, el diario digital
MiGijón no tardó en anunciar que el Boombastic había sido
nominado en Los 40 Music Awards en la categoría de Mejor
Festival.

EL FESTIVAL DE LA DESIGUALDAD

Camareros, vigilantes backliners, hands... La mayoría de los


temporeros de festival no podrían pagar ni una cerveza con lo que
cobran por una hora de trabajo. Desde luego, no en el DCode, que
en 2022 las vendía a 12 euros. Un macrofestival debe de ser de los
entornos más desiguales del planeta. Si la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) estima que en
España el 10 % de los trabajadores más ricos tienen unos ingresos
entre nueve y diez veces superiores que los del 10 % de los
trabajadores más pobres, en un macrofestival esa brecha puede ser
cien, mil o diez mil veces mayor. Y esa brecha salarial es intrínseca
al concepto mismo de macrofestival, porque un festival es una
máquina de exprimir al precario para agasajar a la estrella. Pero,
como siempre dice aquel camarero de festivales que se hartó de ver
caer su sueldo año tras año y que, por supuesto, prefiere mantener
su nombre en secreto: «Si tu festival solo es rentable pagándome a
siete euros la hora, tu festival no es rentable».
El informe Los festivales de música en España, 4 publicado en
2018 por la OBS Business School, asegura que un festival genera
una media de ciento treinta puestos de trabajo directos y otros
doscientos treinta indirectos, lo cual significa que al cabo del año el
sector puede sumar más de trescientos mil puestos de trabajo. Pero
además de una gran maquinaria de crear empleo, también puede
ser, y a menudo es, una aspiradora de derechos laborales. Que
haya pocos camareros en un festival puede significar que el
empresario haya querido ahorrarse sueldos, pero también puede
pasar que no los haya encontrado. «No es tan fácil encontrar a
trescientos camareros», se lamentan algunos promotores, igual que
hacen también los empresarios de restauración cada verano.
Normal: si pagan mal, les costará encontrar tanto trescientos como
tres. Si un festival no garantiza los veinte minutos de descanso
reglamentarios, si no proporciona un bocadillo y si presiona para
que se trabajen más horas de las pactadas sin remunerar esas
horas extras a un precio más elevado, es probable que algunos
camareros no vuelvan al día siguiente. Entonces llegarán las
llamadas desesperadas buscando gente. Y dará igual que no tenga
experiencia.
También puede ocurrir que, una vez aceptadas las condiciones
económicas, cuando llegue el día del festival, el trabajador se lo
piense mejor y no se presente. Si son varios los que deciden no ir,
en las barras faltarán muchas manos para atender al público. A
veces, en la segunda jornada de un macrofestival pueden darse de
baja docenas de camareros tras comprobar las condiciones de
trabajo. El caso más temido es el del trabajador que llega a la hora
pactada y, en cuanto se despista el jefe de barra, se larga a disfrutar
gratis del festival. El mercado laboral festivalero es tan ingrato que
algunos ya se toman la justicia por su mano.
En una tienda de ropa puedes intuir que alguien ha tejido esa
camiseta que tan bien te sienta en una fábrica insalubre a las
afueras de alguna ciudad asiática, en condiciones laborales
inhumanas. Pero no lo ves. Solo ves a un dependiente amable (tal
vez precarizado, pero con contrato mensual, horas de trabajo
perfectamente estipuladas y nómina a fin de mes) sonriéndote tras
un mostrador reluciente. En un festival, esa distancia entre el
producto de lujo y el obrero precarizado no existe. La desigualdad
está tan a la vista que puede resultar invisible. Los focos del
escenario, la euforia generalizada y los decorados artificiales
concentran tu atención y ya no piensas en nada más. Al cabo de un
rato, ya no recuerdas si el joven que te guió en el aparcamiento para
que estacionases el coche llevaba chaleco reflectante. Tampoco te
preguntas si habrá cenado o cuántas horas lleva de pie en aquel
descampado polvoriento. Y lo último que te preocupa cuando
vuelves a casa es si ese chaval cobrará pronto, tarde o nunca.
La misma incertidumbre laboral que sufren camareros y vigilantes
afecta a muchos otros temporeros de festivales: desde el personal
que gestiona la venta de tiques de consumición hasta la que entrega
pulseras, pasando por técnicos de sonido, luces y pantallas. En el
caso de cancelarse el evento, nadie cobrará. Cuando se suspendió
a última hora el Doctor Music Festival de 2019, más de doscientos
técnicos de sonido y luces se quedaron sin trabajo de un día para
otro. Era julio, uno de los meses con más demanda en el sector,
pero con tan poco tiempo de margen muy pocos pudieron
recolocarse en alguna fiesta mayor. De poder ganar mil euros en
una semana se quedaron a cero. Y sin posibilidad de reclamar,
porque, igual que con el resto de los trabajadores, ahí no mediaba
ningún contrato.

MUERTOS, HERIDOS Y CONTAGIADOS

Hablemos de la seguridad laboral. Montar escenarios en verano y al


aire libre es doblemente agotador, ya que las jornadas, además de
largas, se desarrollan a temperaturas elevadas. En julio de 2017,
Vasile Sucala, un operario que trabajaba en el montaje de gradas
del ciclo Concerts de Vivers en Valencia, falleció tras pasar varios
días en coma debido a una caída. Tenía cuarenta y siete años y era
padre de dos hijas. Trabajar rápido, bajo presión y bajo un calor
infernal genera más riesgos de los deseables, pero estas son
precisamente las condiciones. Y el calor o el frío extremos no solo
se dan trabajando al aire libre. En recintos feriales pueden soportar
temperaturas aún más duras, porque la calefacción o la refrigeración
del recinto no se conectará hasta que entre el público.
El capítulo más triste en cuanto a vulneración de derechos
laborales que se ha vivido en estas ciudades sin ley que son los
macrofestivales sucedió en 2021. Teóricamente, aquel iba a ser el
segundo verano sin grandes festivales, pero tres eventos catalanes,
con el respaldo del Departament de Salut de la Generalitat de
Catalunya, organizaron tres ediciones piloto con las que explorar
fórmulas para ofrecer música en vivo sin distancia de seguridad en
plena pandemia. Los festivales Vida, Canet Rock y Cruïlla delegaron
la gestión sanitaria de los accesos a una empresa catalana que a su
vez echó mano de otra empresa malagueña para contratar a cientos
de enfermeras y enfermeros que harían los test de antígenos al
público.
La quinta ola de COVID estaba en pleno apogeo durante la
primera quincena de julio de 2021, pero los festivales siguieron
adelante con el plan. Tras el caótico arranque del Vida y del Canet
Rock, varias enfermeras denunciaron condiciones laborales
infrahumanas. Esta vez, ya no se trataba solo del sueldo ni de las
horas extra que acumularon, sino de las escasas medidas de
protección que causaron que algunas contrajeran el coronavirus. No
había tiempo de descanso, no había guantes ni batas de repuesto...
Varias trabajadoras, tras un año y medio luchando contra la
pandemia en hospitales y residencias, juraron no haberse sentido
jamás tan inseguras como en aquellos festivales. Alguna huyó
despavorida.
Ningún director de festival pidió perdón por un desastre
organizativo que, por supuesto, se convirtió en un coladero de
personas contagiadas y en foco de contagios. Solo el conseller de
Salut reconoció, con la boca pequeña y quince días después, que
fue un error autorizarlos. Una vez más, quedó claro que la prioridad
de los festivales era volver a poner en marcha sus maquinarias y
satisfacer a un público necesitado de ocio y desenfreno. Aquellas
escenas de gente bailando y cantando sin mascarilla en los
festivales contrastaban con las de las enfermeras sudando bajo una
bata que no podían cambiarse tras horas y horas en contacto directo
con pruebas de antígenos de resultado positivo. Una vez más, el
macrofestival como microcosmos de clasismo extremo en el que
unos tienen todo el derecho a divertirse, pero otros carecen del
derecho a cobrar dignamente, del derecho a descansar o del
derecho a una protección sanitaria eficiente.
El 1 de mayo de 2022, un mes y medio antes del accidente en el
festival O Son do Camiño, el sindicato de técnicos del espectáculo
de Galicia Tesgal había lanzado un comunicado advirtiendo del
peligro que corrían los trabajadores de cara al verano: «Queremos
hacer una llamada de alerta ante la previsible sobretensión del
sector causada por la gran concentración de eventos en los
próximos meses. Los eventos aplazados sumados a la
sobresubvención de eventos programados en los meses de verano
alimentan las deficiencias y la precariedad que ya venimos
arrastrando». Xabi Carnota, presidente de Tesgal, celebra que
Galicia tenga un convenio propio que especifica que las jornadas
laborales son de nueve horas, o como máximo doce, que las horas
extras y las nocturnas se pagan más caras, que es obligado
descansar doce horas entre jornadas y cuarenta y ocho a la
semana. Con la llegada del verano, las jornadas se alargaron hasta
el infinito y las horas de descanso desaparecieron. «Hemos
terminado la temporada exhaustos», aseguró. Pero cobrando las
horas extras en efectivo o en días de vacaciones, cabe celebrar.
Aunque el accidente de O Son do Camiño no afectase a
trabajadores gallegos sino vascos, Tesgal se ha personado como
acusación en la causa. Es la única manera de esclarecer los hechos
e intentar evitar que vuelvan a ocurrir. En el siniestro de Concerts de
Vivers, el concejal de Fiestas, acusado de delito contra la salud de
los trabajadores y homicidio imprudente, fue absuelto cinco años y
medio después, pero los otros cuatro encausados, organizadores
directos del evento y acusados por idénticos motivos, acabaron
condenados a quince meses de cárcel y 20.000 euros de multa.
Ninguno de ellos entrará en prisión. Difícilmente los accidentes
laborales en el ámbito musical llegan mucho más lejos.
Aquel siniestro en O Son do Camiño fue un toque de alerta para
los trabajadores, pero para las empresas de montaje, la seguridad
de sus trabajadores y la del público no siempre es la máxima
prioridad. El objetivo número uno es que todo esté listo cuando el
festival abra sus puertas. Y la falta de trabajadores hizo que ese
verano varias empresas utilizasen personal menos cualificado para
acometer las tareas de montaje. Justo eso reconoció en prime time
televisivo un responsable de la empresa Babalú Group, encargada
de las infraestructuras del Medusa Sunbeach Festival. Horas
después, un temporal arrancaba de cuajo la decoración del
escenario principal golpeando a un espectador. Falleció allí mismo.
10

Público

Tres ostras Amélie y una copa de cava Segura Viudas a 14 euros o


una salchipapa a ocho. Un Black Angus Burger por 15 euros o unos
macarrones a cuatro. Una porción de pizza cuatro quesos o un
menú cocinado por un chef con estrella Michelin a base de noodles
con pomelo y fruta, ensalada de pulpo y pepino y flan de mango. La
pista definitiva sobre el perfil de público que predomina en un
festival no es el cartel de artistas programados ni el precio del
abono, sino su oferta gastronómica. Tanto la que se puede consumir
dentro del recinto como la que improvisan los establecimientos de
los alrededores. Y si los menús que ofertan los distintos
restaurantes y food trucks están redactados en inglés, ya tienes una
pista extra sobre la procedencia mayoritaria de los asistentes.
La oferta gastronómica es un espejo del encarecimiento de los
festivales, y el encarecimiento de este modelo de ocio es un síntoma
del atractivo que supone para perfiles de público cada vez más
adinerados; espectadores para los que gastar mil euros en un fin de
semana forma parte de la cotidianeidad. Sigue habiendo
macrofestivales de bajo coste, con zonas de acampada infernales,
pero el modelo premium con bungalows, glamping (o directamente
hoteles) y exquisita zona de restauración se ha abierto hueco en un
sector en el que la idea de lujo era inexistente hace solo dos
décadas. Y luego está el maravilloso mundo de las zonas vips
gracias a las cuales, en un mismo festival, y según la entrada que
tengas, creerás estar en los sanfermines de Pamplona o en el
hipódromo de Ascot.
En los primeros macrofestivales de los años sesenta y setenta, el
público se reunía en un espacio común en el que todos eran iguales
y, en teoría, no había distinciones sociales. También en los primeros
festivales españoles se mantenía esa equidad (un solo precio, una
misma experiencia), mientras los macroconciertos ya empezaban a
barajar horquillas de precios en función de si las entradas eran de
pie o con asiento, y de la proximidad del escenario. Hoy
prácticamente todos los macrofestivales tienen zonas vips que
permiten a parte del público disfrutar de una experiencia más
cómoda que el resto de los mortales.
Los macrofestivales pueden ser diques clasistas que en su
interior generan nuevas barreras de clase. Por un lado, tenemos al
público adinerado que abona lo que haga falta para ser mejor
tratado. Por otro, al público que no puede permitirse una entrada vip
y paga la tarifa base. Y, por otro, la gente que ni siquiera podría
permitirse la tarifa base; esos que jamás podrán pedir tres ostras
con copa de cava o un ajoblanco de chufas y rábano picante
cocinado por un chef catalán que se formó en un restaurante del
hotel Mandarin Oriental. Algunos tal vez entren en el recinto en
calidad de trabajadores de limpieza y seguridad y con la misión de
garantizar que tanto el público de la zona vip como el festivalero
raso disfruten del evento. Para ellos aún será más evidente el
abismo entre los precios de la comida del recinto y los de la comida
de la calle. Para ellos será aún más evidente que en un
macrofestival hay todo tipo de clases sociales.
CUESTIÓN DE CLASES

Fue el mazazo informativo del pasado otoño: Tamara Falcó,


marquesa de Griñón, descubrió que su prometido, el diseñador de
automóviles madrileño Íñigo Onieva, le había sido infiel. La prensa
rosa encontró las pruebas: Onieva habría puesto los cuernos a
Tamara en el Burning Man, un festival de espíritu alternativo y
música electrónica que se celebra desde hace más de treinta años
en el desierto de Nevada y cuyas entradas costaban alrededor de
600 euros. Sí, a los ricos también les apetece sentirse libres,
radicales y algo sucios de vez en cuando. Del mismo modo que
cualquier finde tonto se van a esquiar o a volar en globo, también
pueden darse un caprichito salvaje e irse de «macrofesti» con
colegas y amantes.
El aumento de precio de los abonos para macrofestivales crispa
cada año a muchas personas. Tiene una explicación obvia: otras
personas están dispuestas a pagar ese precio. En 2015, los abonos
de Sonorama, Resurrection Fest y Bilbao BBK Live costaban 52, 89
y 115 euros, respectivamente. En 2022, aunque algunos precios
estaban congelados desde 2020 a causa de la pandemia, esos
abonos ya costaron 89, 155 y 152 euros. Según el European
Festival Report, solo en 2018, las entradas de festivales subieron un
8,3 %. Y la inflación sigue desbocada: el precio de salida de los
abonos del Primavera Sound de 2023 se incrementó un 30 %: de
150 a 195 euros. Es una tendencia generalizada en Europa: el
festival de Glastonbury también ha subido el precio de los abonos
un 20 %. En época de recesión económica, inflación desbocada y
congelación salarial, los macrofestivales más caros del mundo
aumentan más sus precios y en porcentajes nunca antes vistos.
El precio de los abonos rompe tarde o temprano aquella idea de
que un festival es un espacio de hermandad donde todo el público
tiene cabida, si es que alguna vez fue cierto. Estos incrementos
provocan una doble expulsión de público: el de menor poder
adquisitivo es sustituido por el de mayor poder adquisitivo y,
paralelamente, el público melómano se ve sustituido por otro menos
interesado en la música. Es un proceso similar al que se ha vivido
en muchísimos estadios de fútbol. Los equipos de máximo nivel han
visto cómo los partidos se llenaban de turistas adinerados que
acudían al campo a vivir la experiencia una vez en la vida y pagaban
precios que no resultaban dolorosos para sus bolsillos; precios que
los seguidores del equipo local ya no se pueden permitir. El público
local de los festivales más caros de España ya percibe esa misma
situación.
El festival de música se ha convertido en un destino cuyo
atractivo trasciende el nicho de los melómanos. Es un modelo de
ocio en sí mismo. Como la ópera, el Cirque du Soleil o el Museo del
Prado. Como el rafting, el Camino de Santiago o las Fallas de
Valencia. Como la Fórmula 1, Disneyland París o ese fin de semana
en Londres para ver un musical. El macrofestival es un parque de
atracciones donde la música es la temática central, un Port Aventura
para melómanos en el que también tienen cabida aquellos a los que
la música no les apasiona especialmente. Los macrofestivales se
han convertido en una opción de ocio ideal para treintañeros y
cuarentones con pasta.
Según un estudio realizado durante el Primavera Sound de 2015,
el gasto medio de los asistentes que residían en Catalunya fue de
226 euros; para los residentes del resto de España, fue de 544
euros; para el público europeo, fue de 780 euros; y quienes
provenían de otros continentes gastaron 1.850 euros de media.
Hasta el 40 % del público entrevistado afirmaba cobrar más de
2.000 euros al mes en un momento en que el salario medio era de
1.800 euros y el SMI, de 756,7. Hace ya ocho años los
espectadores del macrofestival más importante de España tenían un
poder adquisitivo evidente. Y aún no había llegado el gran
desembarco de público extranjero que en 2022 ocuparía un 65 %
del recinto; unos asistentes con todavía más capacidad de gasto.
En los últimos años, los festivales más ambiciosos del planeta
han experimentado mutaciones demográficas que se antojan ya
irreversibles. Las imágenes del concierto de Diana Ross en la
edición de 2022 de Glastonbury eran elocuentes: gente guapa y
rubia por doquier. Parecía Coachella, el festival más pijo del planeta.
Apenas se veía público de color. Ese mismo mes, el diario británico
The Guardian publicaba el reportaje titulado «Why Are Big Festivals
Like Glastonbury so White?» [«¿Por qué los grandes festivales
como Glastonbury son tan blancos?]». 1 Su autora, Stephanie
Phillips, lamentaba la falta de diversidad racial de los carteles. La
situación en España va todavía más allá: aquí los macrofestivales
son in-fi-ni-ta-men-te más blancos. Y es así porque el público
también es blanco en un 98 %. Encontrar personas de origen
africano, latinoamericano o asiático es todo un desafío.
Los festivales españoles de mayor prestigio suelen ser de
músicas blancas y para un público blanco de clase media. Más allá
de la creciente incorporación de mujeres a los escenarios, los
factores de clase y raza siguen sin ser cuestionados en un negocio
estructuralmente dominado por la mirada blanca de la clase media.
El argumento del eclecticismo y la apertura de miras es poco más
que cosmético cuando hablamos de eventos con un 85 % de artistas
blancos y en los que a modo de contraste vistoso se programa un
artista afrobrasileño y otro maliense. Eso es tan ecléctico como un
festival de kuduro en Luanda que entre sus sesenta artistas
incluyese uno de pospunk de Leeds y un cantautor de country de
Chicago. Por no hablar de esos festivales de blues y soul sin apenas
artistas negros.
En este sentido, la maniobra de Cruïlla en 2022 fue reveladora:
programando en una misma velada a Rubén Blades y Juan Luis
Guerra, en prime time y concediéndoles una merecida condición de
cabezas de cartel, el festival barcelonés se llenó de migrantes
latinoamericanos, vecinos que hasta ese momento jamás habían
sido considerados en este tipo de eventos de programaciones
presuntamente generalistas y para todos los públicos. Ningún
festival es para todos los públicos si el precio no es accesible a todo
tipo de bolsillos y si su programación no interpela a todo tipo de
sensibilidades. Ahí queda un gran terreno que explorar: muchos
festivales viven y programan de espaldas a la realidad demográfica
de su entorno. Renuncian a ser punto de encuentro de todas las
culturas del territorio, a ejercer su potencial como agentes que
derriba barreras sociales y culturales, a entender la música como
pegamento social. Sus programaciones acentúan por omisión el
racismo de la sociedad española.

EL HUEVO, LA GALLINA Y LA ZONA VIP

¿Es el público el que determina el precio de una entrada o es el


precio de la entrada el que determina quién acude a un festival? ¿Es
el público el que define el tipo de artistas que programa un festival o
es el tipo de artistas el que define el público que acabará comprando
el abono? Todo forma parte de un diálogo cuyo único idioma es el
dinero. Porque los festivales son empresas y solo hay dos formas de
generar ingresos en taquilla: vendiendo muchas entradas o
vendiéndolas muy caras. Y eso pasa por ampliar públicos o por
abarcar públicos de notable poder adquisitivo. Y, en ambos casos,
implica moldear poco a poco la personalidad del evento. Los
festivales son animales vivos que evolucionan e incluso mutan para
sobrevivir en su entorno.
El festival estadounidense de Lollapalooza nació con un espíritu
tan alternativo que en sus primeras ediciones acogía tenderetes que
vendían libros con instrucciones para fabricar bombas; así lo explica
Oliver Keens en su libro Festivales: guía de un melómano sobre los
festivales que debes conocer. 2 Hoy sería inimaginable. De igual
modo, en el Primavera Sound de 2001 hubiese sido impensable la
presencia de artistas mainstream como Dua Lipa. Los festivales se
adaptan a su público o se adaptan para atraer a otros públicos;
pero, en cualquier caso, se adaptan. Se adaptan, incluso, para
albergar a distintos tipos de públicos, espectadores con distintas
exigencias y bolsillos. Y ahí aparecen las zonas vips.
Durante décadas, el único entorno de representación de música
popular en vivo en el que los asistentes estaban segregados por su
aportación económica eran los macroconciertos. A diferencia de la
ópera, el teatro y los auditorios, donde desde tiempo inmemorial se
pagan distintos precios en función de lo cerca o lejos que estás del
escenario, esto nunca fue así en las salas de conciertos. Y tampoco
en los festivales. En los festivales todos éramos iguales. A partir de
cierto momento y, sobre todo, de ciertos aforos, esta posibilidad
también se trunca y el festival adopta la política empresarial de los
macroconciertos, ofertando distintos precios por distintos servicios
en el mismo evento. Deja de ser un espacio en el que todo el
público es parte de una misma comunidad. La segregación por
zonas crea distintas comunidades y formas de disfrutar la misma
programación. Unos se sienten en el CBGB neoyorquinos y otros,
en el palco del Bernabéu.
Las promotoras de macroconciertos descubrieron hace tiempo el
filón de las entradas a diferentes precios. Es un invento basado en
la siguiente premisa: el concierto se celebra en un recinto tan
grande que resultará incómodo llegar al lugar, aparcar, verlo bien y
volver a casa. Ante toda esta serie de incomodidades que han
generado los mismos promotores del concierto, al que tiene dinero
se le ofrece entrada con zona de aparcamiento, acceso a una zona
privilegiada frente al escenario, servicio de bebidas más cómodo,
posibilidad de estrechar la mano al artista, algún souvenir y, si se
tercia, alojamiento en la ciudad. El macroconcierto se transformó en
un pack de ocio y turismo. El macrofestival también adoptó hace
años este modelo. ¡Cómo si no iba a atraer a ese perfil de público
con tan elevado poder adquisitivo que se niega en redondo a
mezclarse con la plebe!
Como todo en este mundo, quien más dinero paga es quien más
capacidad tiene para moldear el espacio a su conveniencia. Así es
como empiezan a aparecer zonas cercadas frente al escenario a las
que solo tienen acceso las personas que han adquirido el abono
más caro y que arrebatan ese privilegio a las que llegaban antes
porque admiraban más al grupo. Imposible olvidar el ataque de
cólera de Josh Homme en el Mad Cool de 2018, cuando amenazó
con suspender el pase de Queens of the Stone Age si la
organización del festival no permitía que los fans, hacinados tras la
valla de la zona vip, pudiesen saltarla y acercarse al escenario a
disfrutar del concierto. La zona vip estaba prácticamente vacía.
La creciente presencia de ricos ha propiciado también la creación
de recintos dentro del festival (villages, los llaman) con todo tipo de
lujos y ofertas gastronómicas impensables unos metros más allá. Y
así aparecen también esas estructuras elevadas que ofrecen mejor
visibilidad a los que más pagan, y a los invitados. Cada año hay más
espectadores que desean vivir los festivales con un extra de
comodidad y la estratificación de públicos por zonas conlleva
también modificaciones urbanísticas en el recinto que pueden limitar
la visibilidad de los que menos pagan, e incluso dificultar su
circulación por las instalaciones. Visto desde la distancia, un
macrofestival también puede ser un laboratorio de castas, un
experimento social donde conviven sin mezclarse distintas clases,
una burbuja de contrastes extremos en un entorno pacificado por la
música.
Durante años, los macrofestivales españoles se han nutrido de
música indie, lo cual interpelaba a un público principalmente de
clase media. Sin embargo, en los últimos han ganado mucho terreno
los festivales de electrónica de baile, los de las llamadas músicas
urbanas y de pop español mainstream. Hoy tenemos
macrofestivales para adultos de clase media-alta con artistas
reputados, producción exquisita y abonos a precios astronómicos, y
macrofestivales para jóvenes de clase trabajadora con artistas más
baratos, infraestructuras endebles y abonos a precio de saldo. Hay
festivales para pijos y festivales low cost. Unos y otros aclaran cuál
es su público objetivo el día que ponen sus abonos a la venta. Y, por
supuesto, unos y otros pueden ofrecer zona vip. Tan clasista puede
ser un festival que vende ostras y cava como uno cuya oferta
gastronómica se limita al choripán. Del mismo modo, hay festivales
que cuidan a todos sus públicos con esmero proporcional al dinero
que han pagado y festivales que son incapaces de cumplir lo
acordado tanto con el espectador de a pie como con el de zona vip.
Entonces ya no hablamos de clasismo, sino de vulneración de
derechos del consumidor.
SALTARSE LA LEY Y NO PAGAR POR ELLO

El negocio de los festivales musicales ha crecido tantísimo en tan


poco tiempo que la Administración llega tarde a la hora de
determinar qué se puede y qué no se puede permitir en los recintos.
Y quien acaba pagando las consecuencias de este retraso
legislativo es el público. ¿Se puede entrar comida y bebida? ¿Te
pueden cobrar por salir del festival? ¿Se puede impedir al público
pagar sus consumiciones en efectivo? ¿Se puede cobrar una tasa
por gestionar la devolución del dinero de la pulsera cashless que no
has gastado? ¿Es legal obligarte a comprar el vaso reutilizable y no
permitirte recuperar ese dinero al final de la jornada?
En 2016, la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU)
solicitó al Ministerio de Consumo algún tipo de intervención frente a
la reventa de entradas que afecta tanto a conciertos como a
festivales, una demanda que se ha ido ampliando con otro tipo de
peticiones legislativas y que culminó en 2022 con la reclamación de
«una normativa específica que defina de manera urgente los
servicios básicos de los festivales de música al aire libre y
establezca distintas compensaciones en caso de malas prácticas».
Las malas prácticas a las que se refería la OCU no eran pocas:
cambios en la programación, insuficientes puntos de agua potable,
comisiones abusivas para el reembolso de dinero cargado en
pulseras y app, imposibilidad de introducir alimentos y bebida en el
recinto, cobro por vasos reutilizables sin posibilidad de retornarlos...
Con la entrada a la primera edición del festival de Glastonbury te
regalaban un galón de leche fresca. Casi cuatro litros. En 2022 la
asociación Facua-Consumidores en Acción denunció a diez
festivales por no permitir al público introducir comida y bebida en el
recinto. Fueron, entre otros, Interestelar, Marenostrum, CanelaParty,
Puro Latino, Low y varias ediciones del Reggaeton Beach Festival.
Es uno de los caballos de batalla de Facua, que ya en los años
noventa había denunciado a salas de cine por idéntico motivo. Solo
en 2019, Facua denunció a cuarenta festivales por no dejar que el
público entrase con comida y bebida, una práctica que lejos de
erradicarse se ha extendido aún más. «Lo hacen por la cara y desde
Facua entendemos que es un abuso y una ilegalidad», denuncia su
portavoz, Rubén Sánchez.
El argumento es el siguiente: una empresa que no se dedica a la
restauración no puede impedir que el público traiga su propia
comida. Esa es la diferencia entre un restaurante y un parque
zoológico. A un restaurante no puedes llevar tu comida porque su
negocio es vender comida y porque se supone que si vas allí es
para comer. A un zoo puedes llevarla, porque su negocio y fuente de
ingresos es la venta de entradas para ver animales. Lo mismo
ocurre en parques de atracciones y recintos deportivos; aunque
puedan vender comida y bebida, su negocio principal no es ese. Los
festivales de música entran en esa misma categoría. Por lo tanto, la
ley no les autoriza a impedir la entrada de víveres. Y punto.
«El problema es que las Administraciones no actúan», denuncian
desde Facua. «La Administración Pública está ayudando a que se
desarrolle un fraude mirando hacia otro lado cuando esto ocurre o
aplicando sanciones ridículas y, para colmo, ni siquiera las hace
públicas, con lo cual se cuida de no erosionar la imagen de la
empresa y de no informar públicamente a los consumidores de que
han sufrido o van a sufrir una ilegalidad y pueden reclamar», recita
Sánchez. De las decenas de denuncias que ha cursado Facua en
los últimos cinco años referidas a la prohibición de introducir comida
y bebida en festivales de música, solo tres han prosperado hasta
convertirse en sanción. Las multas fueron las siguientes: 2.500
euros para el Tomavistas, 4.000 euros al Río Babel y 12.000 euros
al Interestelar.
«¿Cómo le podemos dar entidad de sanción, si ganas diez mil
euros y pagas mil de multa? ¡Eso es una tasa que autoriza a
cometer un fraude!», estalla Sánchez en su voluntad de hacer una
interpretación política de estas sentencias. Las decenas de miles de
euros que ingresan los festivales al prohibir al público entrar con
comida y bebida y forzarlo a consumir dentro les permiten pagar esa
multa que, para Facua, se transforma en un «impuesto por
defraudar» que «no calcula el beneficio ilícito que obtiene antes la
empresa». «El instructor del expediente sancionador se basa en el
régimen sancionador de la normativa de espectáculos públicos, que
tira muy a la baja y que sería interesante revisar, pero además
tiende a aplicar la cuantía más baja o media. Si la norma dice que la
sanción debe ser de entre 2.000 y 40.000 euros, pone una multa de
8.000», ejemplifica.
Y estas son las denuncias que surten efecto. «La mayoría de las
Administraciones ni se toman la molestia de contestarnos. Como
mucho, acusan recibo, pero no nos cuentan qué han hecho. Al no
responder, aunque sea negativamente, no dan opción a elevar un
recurso ante la consejería competente. La política es silenciar o
poner trabas para que no sepas nada o poner una tasa pequeña»,
resume. Todo esto no es exclusivo del mundo de los festivales,
claro. «En España los defraudadores ganan muchísimo más dinero
de lo que les representa la multa. La impunidad de las empresas es
el pan nuestro de cada día», contextualiza. Por eso en Facua tienen
claro que, entre los derechos de los consumidores y el negocio de
los promotores de festivales, la Administración siempre se pone de
parte del empresario, bien sea encubriéndolo o imponiéndole
sanciones ridículas. «Lo hace porque no tiene altura de miras o
porque prefiere que estén bien protegidos los intereses de esas
empresas maravillosas que traen cultura y turismo. No le importa el
fraude, le interesa que la empresa esté bien cuidada», critica.
Una de las últimas argucias de los festivales para asegurarse
ingresos adicionales es cobrar al público por salir del recinto. Es un
modo de penalizar a los asistentes que quieran comprar comida o
bebida fuera. En el FIB son 10 euros más gastos de gestión. En el
Neox Music Day de A Coruña, tres. Facua ya ha presentado
denuncias: «Entendemos que eso también es ilegal. No te pueden
obligar a comer dentro. Y en eventos en verano y con mucho calor,
estamos hablando de una práctica fraudulenta a nivel económico
que además juega con el riesgo de la salud. Tener que pagar un
peaje por poder hidratarte es especialmente grave», apunta. El
contraargumento de muchos festivales en todo este asunto suele
ser el siguiente: el único modo de no perder dinero es garantizar
altos niveles de consumo de comida y bebida dentro del recinto.
Pero si para que un festival no pierda dinero tiene que vulnerar la ley
hasta el extremo de obligar a que sus clientes tiren sus bocadillos en
un cubo de basura a la entrada del recinto, quizá su modelo de
negocio no esté bien planteado.
En Facua consideran que la mejora de las condiciones de los
festivales pasa por que el consumidor asuma que el precio del
abono puede ser engañoso. Tal vez solo pagaste 80 euros por una
entrada de tres días, pero una vez dentro las cervezas cuestan siete
euros, un bocadillo de salchicha cuesta ocho, te cobran por salir del
recinto, te han obligado a tirar la comida en la entrada, el servicio de
ducha va aparte y no puedes devolver ese vaso por el que te
cobraron dos euros. Aquellos 80 euros se han convertido en más del
doble, y parte de ese gasto adicional está fundamentado en
cláusulas abusivas más que denunciables.
LA PULSERA TE ESPÍA Y TE ROBA

En el universo de vulneraciones de derechos del público de


festivales que tanto Facua como OCU denuncian desde hace años,
las más recientes y clamorosas están relacionadas con las pulseras
cashless. Un estudio de la empresa de logística de festivales,
conciertos y eventos deportivos Idasfest realizado en 2017 afirma
que la implantación de sistemas de pago con pulsera cashless en
festivales musicales aumenta el consumo de cerveza en un 18,5 %.
Solo por eso, parece inevitable que los macrofestivales acaben
abandonando el pago en efectivo.
La tecnología cashless está dominada por empresas extranjeras
como Play Pass y Weezevent (que se fusionaron en 2021), Intellitix
y Glownet, aunque en los últimos años han aparecido otras en
España, como Safety Global o la propia Idasfest. La función de
estas empresas es automatizar el pago de consumiciones de todo
tipo (bebidas, comida, merchandising...), y gestionar las entradas y
salidas del público. Pero la gestión de toda esa información también
se puede ampliar a aspectos como el control de accesos de los
trabajadores y los invitados a distintas zonas reservadas del recinto.
El cashless, en definitiva, permite a la organización de un festival
tener un control absoluto de lo que ocurre en el recinto. Este control
se puede ejercer minuto a minuto, en caso de que el recinto
disponga de cobertura ininterrumpidamente. Pero incluso en
momentos en los que falle la red, se pueden recuperar todos los
datos al cabo de unas horas.
A través del sistema cashless la organización de un festival
puede saber si un camarero ha dejado de trabajar, si en una barra
se está disparando tanto el consumo que hay que reforzarla con
más personal o si ha dejado de entrar gente por un acceso y tal vez
haya fallado la terminal que valida las pulseras. Pero las pulseras
también proporcionan un seguimiento individualizado de cada
espectador: cuánto bebe, qué tipo de bebida prefiere, a qué hora
consume más y menos, cuántas horas pasa dentro del festival...
Sumando los datos de todos los espectadores, se pueden trazar
patrones de comportamiento de todo tipo: a qué horas se consume
más, en qué barras e incluso qué grupos del cartel disparan las
ventas de cerveza o de combinados.
Cuando termina el festival las empresas de cashless facilitan a la
organización un documento Excel con infinidad de datos que podrán
explorar para así mejorar su rendimiento. Por ejemplo, sabiendo que
el público más adulto consume más cerveza, pero no suele pasar
tanto tiempo en el recinto como el público joven, se pueden
estructurar los horarios de las actuaciones de cada jornada de modo
que los grupos dirigidos al público adulto actúen en horas más
separadas y así sus seguidores tengan que pasar más tiempo en el
recinto y beban más. El coste de contratar a Depeche Mode y OMD,
por ejemplo, será el mismo actúen a la hora que actúen, pero el
rendimiento económico en barras de su presencia en el festival será
mayor si uno actúa a las siete de la tarde y otro a la una de la
madrugada que si uno toca a las nueve de la noche, y el otro, a las
diez.
El seguimiento o tracking de un espectador a lo largo de una
jornada de festival puede reportar un millar de tracks o datos. Si lo
desean, los festivales pueden tener un historial individualizado de
decenas de miles de espectadores. Incluso filtrados por sexo, edad
y lugar de procedencia, ya que cuando los asistentes se registran en
la web para comprar la entrada y cargar su pulsera cashless deben
rellenar un formulario que habrá diseñado la empresa en función de
las instrucciones que le haya dado el festival. Cuantos más datos
pida el formulario, más preciso será el informe final y más valiosos
serán esos datos para esas empresas de big data que se dedican a
comprar y analizarlos para luego venderlos a clientes que quieran
lanzar campañas enfocadas a targets muy concretos.
Las ventajas de introducir el uso de la pulsera cashless en los
festivales son evidentes: facilitar el consumo y, por lo tanto,
aumentarlo; conocer mejor los hábitos de consumo de ese público; y
controlar al instante los flujos de personas en el recinto para mejorar
la seguridad y la circulación. Pero desde Facua consideran que
«imponer que las compras en los festivales se realicen
exclusivamente a través de una pulserita cashless que previamente
hay que adquirir y cargar con dinero es una práctica ilegal».
También supone una vulneración de derechos, denunciada por
Facua y OCU, cobrar un importe por devolver el dinero no gastado
en cada cuenta. Y también lo es establecer periodos cortos de
tiempo para que el público gestione la devolución del dinero no
gastado. En 2022 Facua denunció al festival Weekend Beach de
Málaga por dar un plazo de solo cinco días.
La primera denuncia que cursó Facua por uso abusivo del
sistema de pulseras cashless fue en 2017. Destinatario: el Bilbao
BBK Live. La asociación de consumidores pidió al Servicio Territorial
de Bizkaia de Kontsumobide-Instituto Vasco de Consumo que
abriera un expediente sancionador a la promotora Last Tour. Esta se
defendió argumentando que la retención de dos euros por pulsera y
uno por tramitar la devolución del dinero servía para pagar la gestión
que hacía la entidad bancaria. Los festivales están cobrando por
esta gestión entre un euro y medio y tres euros cuando los bancos a
los que derivan la gestión suelen cobrar 60 céntimos, en caso de no
hacerla gratis. Teniendo en cuenta que el Bilbao BBK Live está
patrocinado por Kutxabank, cuesta entender que el banco cobre al
festival por esa gestión si antes le ha dado 300.000 euros como
patrocinador. Sea como sea, el dinero va de un lado al otro (del
banco al festival y del festival al banco), pero nunca vuelve a su
dueño.
OCU también denunció en 2022 al Mad Cool por múltiples
abusos en el uso de las pulseras cashless. El cargo por devolución
era de un euro y medio, el importe mínimo para optar a devolución
era de dos euros, la cantidad mínima que había que cargar en la
pulsera era de diez euros y el plazo máximo para recuperar el dinero
no gastado era de diez días. Cuatro estrategias tras las cuales hay
un mismo objetivo: retener el máximo dinero posible de los
espectadores. El artículo 50 de la Ley 11/1998 de Protección de los
Consumidores de la Comunidad de Madrid dice que «constituyen
infracciones en materia de normalización técnica, comercial y
prestación de servicios [...] la realización de transacciones en las
que se impongan injustificadamente al consumidor condiciones,
recargos o cobros indebidos, prestaciones accesorias no solicitadas
o cantidades mínimas». Las triquiñuelas que impone cada festival
en el uso de pulseras cashless son un estupendo indicador del nivel
de usura o decencia de su promotor.
Este tipo de prácticas supone una fuente de ingresos sencillísima.
Basta con indicar a la empresa que programa las pulseras cashless
que marque un mínimo de dos, tres o cinco euros a partir de los
cuales se puede devolver el dinero no consumido. Y todo lo que no
se devuelve, a la saca. Del mismo modo, se puede programar que
las pulseras solo permitan cargar euros en múltiplos de cinco, como
ha hecho el Sónar. Por supuesto, todo el dinero que el espectador
no recupera por pereza también pasa a engrosar las cuentas del
festival de forma automática. El propio sistema cashless está
pensado para que un porcentaje de usuarios no haga la gestión de
recuperar el dinero. La política siempre es redondear, multiplicar y
barrer hacia la empresa. Exprimir un poco más al espectador.

CANCELACIONES, CAMBIOS Y SUSPENSIONES

Las redes sociales son, por ahora, el instrumento más utilizado para
denunciar vulneraciones de derechos del público de festivales. Y
cada verano son más variadas. Desde la falta de higiene de duchas
y lavabos del Resurrection Fest hasta las aglomeraciones de gente
en los pasos estrechos del Primavera Sound; de las cervezas a 12
euros del DCode al autocar a cuarenta grados y sin aire
acondicionado del Arenal Sound. Las quejas en redes se están
convirtiendo en una práctica tan habitual que los medios de
comunicación recogen ocho o diez y te montan un artículo bien
vistoso en esos días de agosto en los que faltan noticias. El verano
de 2022 fue muy prolífico. El Capital Fest de Talavera de la Reina se
hizo famoso de la noche a la mañana por el peor motivo: un
reportaje en El Confidencial sobre colas y desmayos y la invitación
de la OCU a denunciar atropellos como vender botellines de agua
caliente a tres euros y cobrar aparte el cubito de hielo. 3
La impunidad de los festivales en un país donde ni la ley ni la
Administración parecen querer tomar cartas en el asunto está
llegando a límites esperpénticos. Festivales que cambian de
ubicación tras haber vendido miles de entradas (el Big Sound de
2021); que pierden cabezas de cartel, pero se resisten a devolver el
dinero al público insatisfecho (los últimos, el Primavera Sound, el
Resurrection Fest y tantísimos más); que suspenden el evento
cuatro días antes por no haber obtenido los permisos del
ayuntamiento (el Zahara Indie y el Puro Reggaeton Festival, en
2022); que cancelan a medio evento porque la Guardia Civil ha
detectado un peligroso exceso de aforo (el Arenal Sound de 2017), y
que cancelan sin explicación convincente y desaparecen sin
devolver el dinero. Este último es el caso del Diversity Valencia de
2022, cuyos afectados se organizaron para presentar una demanda
colectiva.
Varias de estas casuísticas estarían presuntamente protegidas
por cláusulas que el promotor introduce en las condiciones que te
obligan a aceptar para comprar el abono del festival. En Facua
consideran abusivas las cláusulas referentes a la cancelación o
modificación de la programación, las que dicen que si el festival se
suspende una vez transcurrida la mitad no habrá devolución del
importe y las que aseguran que «las malas condiciones
climatológicas no dan derecho a la devolución del importe de la
entrada». Según el artículo 86.7 del Real Decreto Legislativo 1/2007
del 16 de noviembre, tendrán carácter abusivo las cláusulas que
«vinculen el contrato a la voluntad del empresario, limiten los
derechos del consumidor y usuario, [o] determinen la falta de
reciprocidad en el contrato».
Si algo positivo se puede extraer de esta retahíla de abusos y
fraudes es la creciente concienciación del público, que cada vez se
queja más de estas situaciones. Se están extremando tanto las
vulneraciones de derechos, que el público está aprendiendo a
marchas forzadas a defenderse y denunciar todo tipo de atropellos.
Así lo han detectado en la OCU. Y precisamente por ello, tanto la
OCU como Facua invitan a los consumidores a denunciar por su
cuenta, a pedir indemnizaciones por no poder salir del recinto, a
solicitar la devolución del importe de la comida que han tenido que
tirar a la entrada, a reclamar la devolución de entradas de festivales
que hayan cancelado actuaciones, que hayan acabado antes de
tiempo o que hayan cambiado de ubicación. Incluso invitan a exigir
compensación económica por incumplir las condiciones anunciadas
en las entradas vips. Aquí no hay clase social que valga. Aunque a
distintos niveles, las vulneraciones de derechos del consumidor
afectan a todo tipo de públicos. Y todas ellas acaban interfiriendo
negativamente en nuestra relación con la música.
11

¡Música!

En un país con una industria musical tan famélica y sin un circuito


sólido de salas, es más que razonable que el gremio de músicos
intuyera que el emergente circuito de festivales podía ser una tabla
de salvación que garantizase su subsistencia. Para infinidad de
bandas, los festivales han sido el primer ingreso más o menos
decente de sus carreras. Para muchas otras, el principal sustento
económico. Y para alguna, la excusa ideal para volver a los
escenarios y recuperar, muchos años después, el esfuerzo invertido
en tiempos pretéritos y poco rentables. Los festivales ocupan un
espacio tan central en la industria del directo que son capaces de
reunir bandas que dejaron por escrito que jamás regresarían.
Pero en España también han provocado algo más: la aparición de
un sonido muy concreto y definible hasta el punto de que hay quien
incluso lo considera un subgénero. Décadas atrás, los grupos
españoles solo tenían en mente la sala de conciertos o, en casos
contados, el pabellón de deportes. Aquel era su horizonte, pero eso
ni siquiera implicaba que compusiesen, grabasen, mezclasen y
masterizasen sus canciones pensando en el lugar donde las
interpretarían meses después. Ahora que la venta de discos es
insignificante y el streaming no genera ni por asomo ingresos
comparables a los del vinilo y el CD, la única forma de subsistir pasa
por tocar en todos los festivales que se pongan a tiro.
La forma más segura de encajar en un festival es, cómo no, tener
un estilo festivalero. Pero ¿existe el sonido festivalero? Por
supuesto. Es exactamente lo que piden algunos grupos a su
productor cuando entran en el estudio a grabar ese disco con el que
esperan petarlo en el circuito español los artistas. Hasta este
extremo han cambiado las tornas: ya no son los grupos los que
marcan el carácter de un festival. Ahora el festival puede influir en el
estilo de esos artistas.
En realidad, no es la primera vez que el escenario donde se
presenta la música marca y hasta define su carácter. En Inglaterra,
en los años ochenta, apareció una hornada de bandas cuyo sonido
fue calificado como «de espacios abiertos». Grupos como Simple
Minds, U2 o Depeche Mode (de Music for the Masses en adelante),
decidieron que sus hábitats sonoros serían los grandes estadios. Su
música cobró texturas épicas y expansivas que les permitían llenar
acústicamente esos recintos. Sus cantantes abrían los brazos,
señalaban al cielo y declamaban con afectación respaldados por un
sonido catedralicio. En cierto modo, eran la antítesis de los grupos
de rock de pub, cuyo sonido correoso y prieto venía definido por los
antros ruidosos y llenos de público cervecero donde actuaban.
El sonido festivalero de los grupos que hoy copan los carteles de
eventos nacionales tiene más conexión con aquel sonido de
espacios abiertos de las bandas de estadio británicas de los años
ochenta que con ese indie español de los noventa con el que
inicialmente se los conectaba y del que, en algunos casos,
provienen.
ESTADIOS DE SEGUNDA DIVISIÓN

En 1997 el FIB había celebrado tres ediciones. En todas ellas, los


grupos españoles fueron actores secundarios o directamente extras.
La máxima aspiración de un grupo indie español a mediados de los
años noventa era actuar en el FIB a media tarde ante doscientas
personas y, a menudo, bajo un sol abrasador. No podían aspirar a
más: aquellas bandas se habían fogueado en pequeños locales. Los
grandes escenarios estaban fuera de su alcance artístico. Sr.
Chinarro, Australian Blonde, La Buena Vida, Automatics, La
Habitación Roja, Manta Ray... Eran grupos de siete de la tarde. El
prime time era para los grupos guiris. Por algo el FIB era un festival
internacional. En ese punto, no había debate.
O no lo había hasta que Los Planetas cambiaron de actitud y
ampliaron, de rebote, los horizontes del indie español. En 1997, el
mánager del cuarteto granadino, Paco López, viendo que el grupo
tenía potencial comercial, pero era incapaz de ofrecer un directo
consistente, les propuso fichar al batería Eric Jiménez. Un batería
sólido es el primer requisito para un directo potente. Si Los Planetas
querían tocar en salas para miles de personas y colarse en la
parrilla del FIB en horarios de máxima audiencia, necesitaban un
directo con garantías. En 1998, Los Planetas publicaron su tercer
disco, Una semana en el motor de un autobús, álbum de
consagración que a punto estuvo de titularse Música para estadios
de segunda división, en una irónica referencia a su condición de
ídolos de ese circuito de festivales indies modestos que empezaba a
gatear. Había que presentar el disco en el FIB, pero el objetivo era
hacerlo como cabezas de cartel.
Los granadinos ofrecieron aquel verano su actuación más
multitudinaria hasta la fecha. Tocaron estratégica y orgullosamente
situados entre dos de sus grupos de referencia: The Jesus and Mary
Chain y Spiritualized. Aquel concierto era uno de los saltos
cuantitativos que Los Planetas quería dar cuanto antes. Aquella fue
quizá la primera vez que un grupo español tomó una decisión
artística pensando en ese circuito de festivales que ya apuntaba
maneras. Aun así, su música es prácticamente la antítesis del
sonido festivalero tal y como hoy lo conocemos. La voz de su
cantante apenas se distingue entre la maraña de guitarras
distorsionadas. Y aunque la batería aporte una consistencia a
menudo marcial, su directo era y sigue siendo espeso, atmosférico y
a veces derivativo.
La puesta en escena de aquellos grupos indies de los años
noventa, los que precipitaron el nacimiento del FIB y que también
protagonizaron la primera hornada de festivales como el Espárrago
Rock de Granada o el Serie B de Pradejón, no tenía futuro en el
nuevo contexto festivalero. Algunos lo intentaron en el Viña Rock y
fue un fracaso estrepitoso. Ni tenían público ni tenían un directo
consistente. Buena parte de los grupos nacidos a rebufo del primer
indie (Love of Lesbian, Sidonie, Dorian, Lori Meyers, Niños
Mutantes, Iván Ferreiro, Second...) asumirían rápidamente que
tenían que cantar en castellano, fortalecer su puesta en escena y
trabajar un repertorio capaz de seducir al gran público. Todo ello les
permitió hacerse fuertes en el circuito de festivales que despuntaba
con el cambio de siglo. El sonido festivalero español estaba al caer.

LA CHISPA ADECUADA

En febrero de 2013, la revista Mondo Sonoro constató en su portada


lo que ya era un secreto a voces: la consolidación de una nueva
generación de bandas españolas de gran envergadura y querencia
festivalera. El reportaje se titulaba «Música para las masas», como
aquel disco de Depeche Mode, y estaba coprotagonizado por Izal,
Second y Supersubmarina. Aun así, el texto tomaba el debut de
Vetusta Morla, Un día en el mundo (2008), como pistoletazo de
salida de esa nueva generación de indie español de altos vuelos.
«Bandas que gustan de las atmósferas envolventes de Radiohead o
Los Planetas, pero también del sonido oxigenado y coreable de
Coldplay y The Killers», escribía Nacho Serrano.
El sonido festivalero de esos grupos, por lo tanto, sería oxigenado
y coreable, épico y expansivo, con la voz del cantante en primer
plano, con el ritmo de la batería también muy presente, con una
textura de guitarras lo menos hiriente posible, con composiciones
cuya estructura apuntara siempre al crescendo, con estribillos
fáciles de memorizar y pasajes onomatopéyicos que invitasen al
público a corearlos en masa. El verdadero sonido festivalero tiene
unos requisitos y para cumplirlos hay que dominar unas técnicas
que van desde la composición hasta la masterización, pasando por
la interpretación, la grabación y la mezcla.
Guille Mostaza dirige los estudios Alamo Shock de Madrid. Años
atrás lideraba el grupo de pop electrónico Ellos, pero en las últimas
décadas se ha centrado en su faceta de productor. Ha trabajado con
todo tipo de bandas y, por lo tanto, ha lidiado también con esas que,
como él mismo desvela, «visualizan sus canciones sonando en
directo en un FIB o un Sonorama». Esas bandas le piden que
aplique a sus canciones «los recursos que hacen que estas cosas
funcionen». Y Mostaza conoce al dedillo los elementos de esta
fórmula. Habla, por ejemplo, de canciones con rítmica de medio
tiempo porque, en grandes recintos, las de ritmo rápido hacen que
las frecuencias se amontonen y se embarulle el sonido. También
habla de «bombos a negras como el típico truco rítmico» que entra
bien y permite bailar sin pensar; de baterías inmersivas en las que
cada elemento (bombo, caja, platos...) está separado en la mezcla
para generar una escucha envolvente; de guitarras en las que «cada
vez pierden más protagonismo los pedales de distorsión» (fuzz y
overdrive), en favor de otros que buscan efectos más ambientales
(delay, chorus, reverb...); de teclados «con sonido brillante y mucho
aire»; y, cómo no, de estribillos que exploten. Estribillos no
«especialmente complejos en cuanto a composición, fácilmente
coreables y lo suficientemente previsibles para que al escuchar la
primera parte sepas lo que va a venir», aclara.
Las voces son un mundo en sí mismo. Hay una forma bastante
extendida de interpretar cuando te enfrentas a grandes masas de
público. Se acabó la timidez y la dicción imprecisa. En este contexto,
destacan más las voces afectadas e incluso engoladas, voces de
predicador en trance que se sabe ante una masa de fieles que
deberá seducir, con gargantas inflamadas, de texturas rugosas y,
casi siempre, marcadamente varoniles. Voces barbudas. Todo ello
también exige un tratamiento técnico y profesional para que rinda al
máximo y cautive al público. «Acentuar la banda de agudos para
que se oiga bien la respiración del cantante y los detalles de la
garganta», «corregir afinaciones» y «atenuar las eses». «Y si has de
esforzarte por descifrar la letra, olvídate de himno festivalero, ya que
la mayoría de la gente no va a saber qué cantar», resalta Mostaza
con toda lógica.
Paco Loco, productor estrella del indie de la década de 1990 y
primeros 2000, añade que la compresión digital de la voz también
permite que cuando el cantante susurre se le escuche casi tan
potente como cuando canta a viva voz, y que, por el contrario,
cuando grite, su voz no sea demasiado molesta. En su opinión, y en
comparación con el sonido que presentaban los discos del indie de
hace dos décadas, se ha producido una «mainstreamización del
indie español», según la cual los grupos han adoptado todos los
trucos que utilizaban las superestrellas del pop para que sus
canciones calen en el gran público. En cierto modo, la ecualización
perfeccionista de estas bandas festivaleras no está tan alejada de la
de los grupos de pop rock español de mediados de los años
ochenta, a los que el indie de los noventa detestaba. En el fondo, la
épica funcional de estas bandas festivaleras no dista tanto de la
épica congénita de Héroes del Silencio. «Todo arde si le aplicas la
chispa adecuada», cantaba Bunbury en 1995. Esa chispa adecuada
es lo que buscan todos.
«Es una evolución del rock de estadios», resume Mostaza
refiriéndose a ese sonido. El circuito festivalero es, en muchos
sentidos, una réplica de aquel modelo dominado por agencias de
management de los años ochenta que colocaban a las bandas que
triunfaron tras la movida madrileña en todos los ayuntamientos. Pero
si entonces los grupos de más éxito tenían propuestas estéticas
diametralmente opuestas (de El Último de la Fila a Dinarama había
tanta distancia como de Gabinete Caligari a Radio Futura y de La
Unión a Duncan Dhu), muchos cabezas de serie de los festivales
actuales tienen un mismo perfil estético. La paradoja máxima
cristaliza en el mismo FIB. El festival indie por antonomasia que
nació en 1995 como antítesis de aquel pop español de radiofórmula
y ayuntamiento de los ochenta programó en su edición de 2022 a
Izal, Love of Lesbian, Lori Meyers, Viva Suecia, Miss Caffeina,
Dorian, La Habitación Roja y Arde Bogotá.
El Sonorama de Aranda de Duero es desde hace años la
principal rampa de lanzamiento de bandas españolas de sonido
festivalero. Aunque también programe algunos grupos extranjeros,
su especialidad es el producto local. Es el festival donde mejor se
constata la feliz convivencia entre el indie mainstream de última
generación y el pop rock de los ochenta. Es el festival donde
Raphael, Loquillo y Love of Lesbian son parte de la misma familia.
Es el festival que ha visto crecer a bandas de sonido festivalero que
empezaron tocando de día en enclaves secundarios y han acabado
triunfando de noche en el escenario principal. Second, por ejemplo,
ha tocado en los Sonorama de 2003, 2007, 2009, 2014, 2016, 2017
y 2019. Es posible que ni siquiera ostente el récord de actuaciones
en el festival arandino.
Muchos grupos sueñan con darse un día su gran baño de masas
en el Sonorama. Hay un antes y un después de tocar allí. León
Benavente puede certificarlo, ya que justamente ante ese público
comprobó que su apuesta tenía futuro. Otros, menos ambiciosos,
solo buscan una oportunidad. Javier Asenjo, director de este festival
patrocinado por la denominación vinícola de Ribera del Duero, es
también músico y dueño de las bodegas Neo. En 2008 construyó en
el mismo edificio los estudios de grabación Neo Music Box. Por ellos
han desfilado Izal, Second, Miss Caffeina, Shinova y demás
habituales del sonido festivalero. También bandas noveles que
saben que tendrán más opciones de colarse en la próxima edición
de Sonorama si graban su disco en los estudios de su director. Qué
menos, si han invertido sus ahorros en los prestigiosos estudios Neo
Music Box. El mundo de los festivales españoles es un pañuelo
sucio.
El sonido festivalero español se ha perfeccionado hasta el
extremo de generar un cancionero específico para este contexto.
Rebuscando en las discografías de los grupos clave de este
subgénero, podemos encontrar letras que alimentan, desatan y
hasta parecen describir ese clima épico y eufórico tan típico de las
noches de macrofestival. Son metacanciones festivaleras como
«Toro» (de El Columpio Asesino), «Aún no ha salido el sol» (de
León Benavente), «Qué bien» (de Izal), «Cariño» (de Arde Bogotá),
«Cientocero» (de Supersubmarina), «Mira cómo vuelo» (de Miss
Caffeina), «Hay una luz» (Comandante Twin)... Da igual que sus
autores pretendiesen evocar otro tipo de contextos o sentimientos.
Esas letras sobre juergas infinitas, sobre perder las formas, sobre
volar y dejarlo todo atrás o sobre noches que solo acaban de
empezar han calado en el subconsciente de miles de espectadores
y saldrán expulsadas de sus gargantas en forma de cañonazos
autorreferenciales en cuanto el grupo en cuestión las interprete en el
festival de turno. Son canciones cien por cien festivaleras de grupos
con sonido festivalero que el público festivalero gritará a pleno
pulmón en todos los festivales del país.

ESTRANGULAMIENTO CREATIVO

En aquel reportaje de Mondo Sonoro, el locutor de Radio 3 Ángel


Carmona lamentaba ya entonces que en todos los festivales
hubiese los mismos cabezas de cartel, refiriéndose a aquella
generación de bandas españolas de sonido festivalero. Y lo decía él,
trabajador de la emisora que con más ahínco ha contribuido a
consolidar esa generación de bandas. También se expresaba en ese
sentido Kin Martínez, nada menos que el mánager de Vetusta Morla:
«Ojalá me equivoque, pero noto que estamos perdiendo riqueza y
variedad musical. Mánager, promotores, medios de comunicación y
demás estructuras tenemos mucha culpa del estrangulamiento
creativo actual». ¡Son declaraciones de 2013!
Hace una década que los expertos del sector alertaban sobre los
efectos negativos que empezaba a tener esa omnipresencia de
bandas con el mismo sonido en los festivales españoles. En la
última década, poco o nada ha cambiado a este respecto. Han
aparecido muchos chistes sobre Love of Lesbian, sí, y ya hay quien
opina que quince años después del debut de Vetusta Morla, ese
sonido empieza a estar algo caduco, pero lo cierto es que siguen
surgiendo grupos con intención de perpetuar ese molde con nuevos
cancioneros. La renovación del gremio de bandas festivaleras está
en pleno proceso con Comandante Twin, Siloé, Varry Brava, Viva
Suecia, Mola Angola, Traga Praga...
El mundo de la música funciona por modas. Grupos como
Second o Vetusta Morla también pasaron años sin lograr encajar en
el circuito. Pero el actual sonido festivalero trasciende la lógica de
las modas porque tiene una funcionalidad: es la música que mejor
encaja en estos eventos. Del mismo modo que en los días dorados
de la radiofórmula como generadora de gustos y modas la pauta la
marcaban Los 40 Principales, hoy la marcan los festivales. Y «Los
40 Festivales» pujan por los mismos cabezas de cartel de sonido
festivalero, los que les asegurarán copiosas ventas de abonos.
Como las bandas saben que los festivales son, hoy por hoy, las
únicas empresas que les permiten subsistir económicamente, si
quieren consolidarse en ese circuito ya saben cómo deben sonar. El
pez se muerde la cola y el abanico de posibilidades artísticas se
reduce.
Incluso en el monocultivo de las músicas de guitarras que
fomentan la mayoría de los macrofestivales, no todos los
subgéneros tienen el mismo encaje; básicamente, porque no todos
funcionan igual de bien en grandes escenarios. Cuanto más sigilosa,
detallista y austera sea la propuesta de un grupo, más números
tendrá de quedar descartado en la selección de cabezas de cartel.
Cuanto más expansivo, vistoso y grandilocuente, más puntos. Esa
suerte de darwinismo festivalero también determina la aparición de
extrañas mutaciones escénicas. Muse es un grupo nacido para
sonar en grandes escenarios. Pavement, no. De hecho, Pavement
es el epítome de aquel indie lo-fi o de baja fidelidad, destartalado y
enclenque; la antítesis del rock ampuloso y catedralicio. Pero ahí
están ellos, actuando en escenarios tan descomunales como los
que ocupa Muse.
El crecimiento del circuito de macrofestivales ha forzado la
aparición de estilos tan contradictorios como el lo-fi de estadios, el
rap de grandes pabellones o el bedroom pop de espacios abiertos.
A principios de los años noventa, ir a ver a Ride en una sala para
trescientos espectadores era lo contrario de ir a un estadio de fútbol
a ver a U2. Hoy Ride actúa en festivales tan masificados o más que
los estadios en los que actúa U2. La paradoja es descomunal
porque, queriendo reivindicar la valía de aquellas bandas que desde
la modestia estética proponían alternativas al rock ampuloso, los
festivales han acabado lanzándolas a escenarios donde su
planteamiento estético queda distorsionado y el público debe
conformarse con admirar, desde las pantallas, un sucedáneo
descomunal y pixelado del original.
Ante esta tesitura, cada vez más grupos sienten la necesidad de
diseñar un espectáculo escénico suficientemente vistoso para atraer
la atención del público en un entorno tan competitivo. Artistas de
propuestas intimistas deben encargar montajes lumínicos
despampanantes y acogedores que arropen hasta al espectador
más alejado. Bandas de estética cruda quedan desnudas ante otras
que han invertido miles de euros en escenificaciones visuales
apabullantes que disparan su presupuesto y las obligan a exigir
cachés más voluminosos, porque ya no ofrecen un concierto, sino
un espectáculo. Sube el caché de las bandas y sube el precio de los
abonos que paga el público por una puesta en escena que nunca
fue necesaria en las salas, el hábitat natural de esas bandas, pero
que en el festival resulta indispensable.
Contra lo que pudiera parecer, un festival no es un entorno que
fomente la diversidad musical ni un espacio donde tengan cabida
todas las músicas. O no lo es, al menos, en España, donde los
festivales viven aún dominados por la herencia indie. Aunque hay
muestras específicas de otros géneros (del thrash metal al folk celta,
del blues al hiphop, del country al reggae), si un macrofestival
español no se define estilísticamente es muy probable que en su
cartel predominen los grupos de guitarras y, en menor medida, la
electrónica de baile.
Solo recientemente, las llamadas músicas urbanas han
conseguido arrebatar parte del protagonismo al rock y al pop de raíz
anglosajona que durante dos décadas han alimentado, empachado
y colapsado el circuito español. Es cierto y lógico que en los últimos
años el reguetón y el trap han generado un circuito paralelo de
macrofestivales, pero su peso aún es menor a nivel simbólico,
mediático y económico. El público de estas músicas de perfil latino
ya es en España más numeroso que el de las músicas de raíz
anglosajona, pero también es más joven y con menor poder
adquisitivo. Por todo ello, aún carece del respaldo de los medios de
comunicación que actúan como validadores culturales y del apoyo
de las marcas que desde hace décadas apuntalan con sus
patrocinios el circuito de festivales.

CAMBIO O RECAMBIO
Hay un asunto más, también relacionado con la música en los
macrofestivales, pero no con la que suena o no en ellos, sino con el
valor que se da a la música en estos espacios. Es un mensaje que
subyace en la posibilidad de que coincidan en un mismo festival, a
la misma hora, pero en escenarios distintos, Arctic Monkeys y Wilco.
O Joe Crepúsculo y Zahara. O Ezra Furman y Helado Negro. O,
llevándolo al extremo, todos a la vez: Arctic Monkeys, Wilco, Joe
Crepúsculo, Zahara, Ezra Furman y Helado Negro. El mensaje es
este: llegado el momento, todos los grupos son prescindibles. Es
inconcebible que un festival de música clásica programe dos
orquestas a la misma hora y en el mismo recinto. Por infinidad de
razones, pero, de entrada, por respeto a la música y a sus
intérpretes.
El macrofestival se ha convertido en el campo de batalla en el
que decenas de grupos del mismo estilo tienen que competir entre
sí por la atención del público. Grupos que no solo son compañeros
de oficio, sino, a menudo, miembros de una misma escena musical,
pasan a ser rivales por obra y gracia de un modelo de consumo de
música en vivo basado en concentrar montones de conciertos en un
mismo fin de semana. Este formato de negocio se ha extendido a
otros géneros modernos, pero, al menos en España, tiene su origen
y su máxima expresión en el entorno indie o alternativo.
Precisamente ahí es donde los festivales empezaron a vender los
conciertos al peso, como un surtido, un lote, una experiencia.
La paradoja es que estas escenas alternativas e independientes
que surgieron en Estados Unidos e Inglaterra a finales de los años
ochenta y que nutrieron los primeros festivales españoles en los
años noventa defendían, con una actitud tal vez demasiado elitista,
su condición de músicas verdaderas. Eran canciones de calado
hondo, experimentos con vocación de trascender. Se postulaban
como la antítesis de aquella otra música de consumo fácil, aquel
pop comercial y superficial para todos los públicos, aquellas
canciones de usar y tirar. Y, sin embargo, ha sido justamente esta
industria alternativa y orgullosamente independiente de las
multinacionales del negocio la que ha abierto la puerta a una forma
de consumo que niega el valor de la música cuando se presenta en
espacios donde decenas de grupos tocan a la vez, en el mismo
recinto y durante los mismos días.
Shakira jamás aceptaría actuar en un festival a trescientos metros
del escenario en el que a esa misma hora estuviese actuando
Beyoncé. Nick Cave y The Jesus and Mary Chain sí. Por ello es más
que pertinente preguntarse cómo aquella escena que se presentaba
a sí misma como una alternativa a la banalización de la música de
usar y tirar ha sido el caballo de Troya que ha permitido la creciente
devaluación de la música en vivo en estos contextos festivaleros
hasta convertirla en mero sonido de fondo. Probablemente, los
macrofestivales de corte alternativo olvidaron hacerse la pregunta
clave de cualquier proyecto transformador: «¿Queremos ser cambio
o recambio?». Y los impactos derivados de no afrontar esa
disyuntiva afectan frontalmente a eso que querían fomentar y
dignificar: la música.
En los años ochenta, la industria discográfica hizo un
descubrimiento: el gran público, aquel que se dejaba llevar por las
modas y consumía gustoso cuantos productos le pusiesen a su
alcance, era su principal fuente de ingresos, pero había otro tipo de
público aún más voraz, los «verdaderos melómanos».
Cuantitativamente eran menos, pero su adicción a la música era
mayor. En ese apartado entraban los seguidores de la escena
musical alternativa. Aquel target, que desarrollaba unos vínculos
mucho más intensos con la música, a la que convertía
prácticamente en una extensión y un espejo de su personalidad,
sería idóneo para explorar hasta dónde estarían dispuestos a sufrir
por disfrutar de sus artistas favoritos. Y, por lo que vamos
comprobando, estábamos dispuestos a sufrir más que nadie.
Ya que hablamos de vínculos, podríamos añadir un aspecto más
que tal vez sea el más crucial: la relación público-artista a través de
la música. Los macrofestivales han erosionado ese vínculo hasta
prácticamente extirparlo. En esas fábricas de conciertos donde todo
está cronometrado y el público va de un escenario a otro sin casi
tiempo para respirar, la posibilidad de interactuar con el artista
queda eliminada. Ya no tiene sentido quedarte tres minutos ante el
escenario pidiendo un bis. No hay bis. Como sabes que no existe
esa opción, no lo pides. Como el artista también sabe que no existe
esa opción, no alimenta la posibilidad. Cuando el margen de
sorpresa se estrecha, cuando se tiende a un diseño de conciertos
tan pautado, la música empieza a ser menos música. Y en un
macrofestival, todo, desde la distancia del escenario hasta la altura
de las vallas, juega en contra de la interacción artista-público.
Olvidando su condición de espacio de encuentro musical y
transformándose en espacio de consumo musical, el macrofestival
boicotea toda posibilidad de diálogo. Eso también reseca la música.
12

Vecinos

Barcelona es la única ciudad del mundo que alberga dos de los


macrofestivales más importantes del planeta: el Primavera Sound y
el Sónar. El primero se celebra en el Parc del Fòrum, un recinto que
también acoge otros macroeventos, como las fiestas de música
electrónica Sound It y Brunch in the City, la Feria de Abril, el festival
Cruïlla, el Reggaeton Beach Festival y el Off Week —que se celebra
el mismo fin de semana del Sónar—. El Parc del Fòrum también es
sede del macrofestival universitario Telecogresca y de las fiestas
nacionales de Colombia, Bolivia y Ecuador. Y durante años albergó
los conciertos más multitudinarios de la Mercè, la fiesta mayor de
Barcelona.
No debe existir en Europa un espacio que concentre tanta
actividad musical de gran formato. No debe existir en el mundo un
recinto en suelo urbano tan explotado musicalmente como el Parc
del Fòrum. Aunque fue inaugurado en 2004, cuando el boom de los
festivales de música era una quimera, el Parc del Fòrum se ha
convertido en un festivalódromo con todas las de la ley; un espacio
que, a su vez, ha fomentado la proliferación de nuevos
macroeventos musicales en la capital catalana.
¿Cómo afecta un equipamiento de tales dimensiones al entorno
geográfico más próximo? ¿Cómo ha alterado la vida del barrio la
existencia de este festivalódromo? ¿Cuántos macrofestivales puede
soportar una ciudad? ¿Cuántas decenas de miles de personas
puede absorber un barrio sin quedar desbordado? ¿En qué
beneficia al vecindario un recinto de estas características? ¿Qué
barreras sociales, económicas y culturales erige un macrofestival?
¿Qué posibilidades reales tienen los habitantes de los barrios
colindantes de disfrutar de su oferta? Y, ya que estamos, ¿por qué
se construyó el Parc del Fòrum justamente allí?

LA PLAZA DE TIANANMEN BARCELONESA

La transformación urbanística de Barcelona no quedó completa tras


los Juegos Olímpicos de 1992. Faltaba rematar la jugada ampliando
la avenida de la Diagonal hasta el mar y urbanizando el último codo
de costa antes de la desembocadura del río Besòs. Una
monumental explanada cubriría la depuradora de aguas y sería, a
su vez, el destino final de la prolongación de esta espaciosa avenida
en cuyas aceras y alrededores crecerían hoteles de todas las
alturas.
José Mansilla es antropólogo social y miembro del Observatori
d’Antropologia del Conflicte Urbà de Barcelona. En su opinión, «el
Parc del Fòrum y el barrio de Diagonal Mar son una ruptura de la
forma tradicional de entender Barcelona. Se rompe la trama del
Eixample para crear una especie de urbanización dentro de la
ciudad, una nueva zona donde la gente se desplaza en coche para
hacer cualquier cosa y con edificios en manos de fondos
inmobiliarios internacionales dedicados al alquiler de vivienda para
uso turístico». De este festival especulativo nacerá «un nuevo
modelo de ciudad a dos velocidades: la Barcelona clásica que
conserva la mezcla de usos tradicional (vivienda, comercio) y la
Barcelona moderna pensada como un gran dispositivo de consumo,
con avenidas que llevan a grandes centros comerciales, parques
diseñados por arquitectos de renombre y edificios simbólicos». En
este descomunal proyecto urbanístico de Barcelona, el Parc del
Fòrum es la guinda cultural.
El Fòrum de las Culturas de 2004 fue un macroevento
internacional de carácter cultural que se inventó el Ayuntamiento de
Barcelona para poner en marcha el recinto y activar su futura
explotación. Solo un año después se instalaron allí tanto la Feria de
Abril como el Primavera Sound. En 2006 lo haría el festival
Summercase. Paralelamente, los barrios populares de La Mina y
Besòs i el Maresme verían cómo frente al mar crecía una nueva
ciudad de hoteles y edificios de alto standing. Diagonal Mar es hoy
uno de los barrios barceloneses de mayor renta, mientras el de
Besòs i el Maresme sigue a la cola. «Cruzando la Diagonal, se
pueden encontrar familias con cinco veces más o menos renta»,
estima Mansilla.
Juan Carlos I resaltó el día de la inauguración del Parc del Fòrum
el éxito que había supuesto transformar aquella zona degradada en
la segunda plaza más grande del mundo después de la de
Tiananmen, en Pekín. La zona degradada a la que se refería el rey
emérito había acogido en los años veinte del siglo pasado los
asentamientos de chabolas del Campo de la Bota y Pekín. El relato
oficial dice que, con las Olimpiadas, Barcelona dejó de vivir de
espaldas al mar, pero en este caso ocurrió lo contrario: los barrios
de Besòs i el Maresme y La Mina vivían de cara al mar, pero la
construcción del Parc del Fòrum supuso una barrera arquitectónica
que dificultaría el acceso. Los nuevos rascacielos no solo impiden a
los vecinos ver el mar; también les privan de la luz solar que antaño
bañaba sus fachadas. Y cuando hay macrofestivales, el acceso
queda totalmente vallado.
El impacto económico de un festival en una ciudad está
ampliamente documentado; de eso se encargan los propios
festivales. Sin embargo, los impactos negativos nadie los cuantifica.
A menos que quienes más los sufren se pongan a ello. La
Associació de Veïns i Veïnes Barri Maresme lleva años sufriendo en
primera línea los efectos de tanto macrofestival y su lista de quejas
es larga. Hablan del ruido y la suciedad. Hablan de la imposibilidad
de acceder al mar durante buena parte del verano. Hablan de
obstáculos para acceder a las plazas de aparcamiento que utilizan
todo el año. Hablan de salir de casa a primera hora de la mañana
para ir a trabajar y tener que hacer una cola infinita junto al público
que sale del recinto para coger el metro.
José Manuel, Gregorio, Teresa, Santos, Begoña y David tienen
entre treinta y cinco y ochenta años, de modo que sus intereses y
hábitos como miembros de la asociación vecinal son dispares. Sí
coinciden en un punto: el ayuntamiento está explotando un espacio
público y el barrio no se beneficia de los ingresos que genera. «El
barrio se tendría que poder beneficiar de las molestias que crean los
festivales, pero la Rambla Prim sigue teniendo las aceras fatal y la
gente mayor tropieza», pone como ejemplo Teresa. Pese a colindar
con un parque que atrae a miles de turistas al año, el barrio de
Besòs i el Maresme es de los más desatendidos de la ciudad.
«¿Cuál ha sido la última inversión en infraestructuras? Pintar la zona
verde para cobrarte por aparcar el coche en la calle», suelta
Gregorio indignado.
Alquilar el Parc del Fòrum puede costar más de un millón de
euros. Es la estimación que hizo el Ayuntamiento de Barcelona en
2022 después de años cediéndolo a un precio de ganga. En 2018, el
Primavera Sound pagó poco más de 80.000 euros, mientras que en
2022, para la edición doble, tuvo que abonar medio millón. En
realidad, el precio del alquiler del recinto es una cifra variable: el 9 %
de la recaudación neta del macroevento, según informa Barcelona
de Serveis Municipals (B:SM), la empresa municipal que lo explota.
«El Parc del Fòrum es la gallina de los huevos de oro, pero quienes
aguantamos la presión no recibimos nada a cambio», insiste Teresa.
Y los beneficios económicos que pudieran llegar a los comercios del
barrio son escasos. «El dinero se queda en los hoteles y
restaurantes del otro lado de la Diagonal, donde van a comer los
trabajadores de los festivales. A este lado solo llegan los
despistados y los borrachos», aseveran José Manuel y Gregorio.
Nadie en el barrio puede sentir el Parc del Fòrum como un
espacio más del vecindario. «No existe ningún vínculo con el barrio.
No se comportan como vecinos», lamenta Teresa. Sin puentes de
diálogo, las relaciones son complicadas y solo surten efecto si el
barrio insiste mucho. La comunicación es tan escasa que ningún
vecino puede saber cuándo hay eventos en el Parc del Fórum que
les impedirán el acceso a la playa. B:SM tiene esa información, pero
no se la comunica al vecindario. El montaje de un macrofestival
como el Primavera Sound implica ocupar el recinto dos semanas
antes de que empiece a sonar la música.
En opinión de Mansilla, el barrio reclama para sí un espacio que
nunca fue pensado para el barrio: «El Parc del Fórum es un espacio
de ciudad. No permite que el barrio lo haga suyo, no induce a ello».
Lo mismo puede decirse del Centre de Convencions Internacional
de Barcelona (CCIB), del Auditori del Fòrum y del Museu de
Ciències Naturals. «Al parque se le podría haber dado un uso más
social y vecinal, pero B:SM lo utiliza como un instrumento para la
consecución de ingresos. Es un ejemplo de cómo el ayuntamiento
hace política urbana y apuesta por un modelo de ciudad
mercantilizada», teoriza Mansilla. El Parc del Fòrum funciona como
el Palau Sant Jordi y otros espacios gestionados por B:SM. Es otro
recinto alquilable. La diferencia es que este espacio es público.
«Todo lo que no quieren en Barcelona nos lo mandan aquí»,
lamenta Santos, cuya avanzada edad le permite recordar las
batallas que libraron para conseguir lo poco que tiene el barrio.
Gregorio improvisa un listado de infraestructuras que les han caído
encima: «Tenemos la incineradora de residuos, la térmica, la
depuradora, la fábrica de tratamiento de lodos, una incineradora de
cadáveres desde hace poco y la playa para perros». De todo el
litoral barcelonés, ha tenido que ser su playa la única que permita la
presencia de animales. Adecentar el antiguo Campo de la Bota y el
barrio de Pekín parecía una buena idea, claro, pero el tiempo ha
demostrado que aquellas mejoras, anunciadas a bombo y platillo
durante el Fòrum de las Culturas de 2004, nunca estuvieron
pensadas para ellos.
«Esto del Parc del Fòrum fue un engaño para hacer la segunda
reurbanización tras las Olimpiadas», asegura Jordi, otro vecino del
barrio para el que «la culpa no es de los festivales, sino del
ayuntamiento que alquila el espacio a macrofestivales» para «sacar
el máximo beneficio del suelo sin que revierta en el vecindario a
nivel económico ni cultural». Él mismo recuerda que el barrio jamás
tuvo una sala de conciertos. Los grupos musicales de la zona y
alguno que llegó de Alemania actuaban en espacios precarios e
ilegales como el Ateneo Libertario Gregal. Tampoco hay teatros,
escuelas de música ni bares con música en vivo. Y, en paralelo, la
alegría de locales donde se reunían los vecinos a cantar y dar
palmas también ha sido asfixiada por normativas de civismo. Besòs i
el Maresme y La Mina son lugares silenciados frente a un gran
recinto que acoge al cabo del año cientos de conciertos. Un gueto
de ultraconsumo frente a un barrio cuyos únicos escenarios son el
diminuto auditorio del centro cívico y la sala de actos de un instituto.
Nunca hubo planes culturales de futuro para estas calles. Pero estos
barrios custodian tradiciones culturales de fama universal.

EL FÒRUM DE LAS OTRAS CULTURAS

Los Perona, como tantas otras familias gitanas del barrio La Mina de
Sant Adrià de Besòs, tienen una relación conflictiva con el Parc del
Fòrum. La faraónica explanada construida en 2004 a menos de un
kilómetro de su actual domicilio ocupa el antiguo asentamiento de
barracas del Campo de la Bota, donde crecieron sus padres.
Aquello era su casa hasta hace solo unas décadas, pero hoy
apenas pueden disfrutar de la oferta cultural del Parc del Fòrum ni
pasear por el lujoso puerto anexo de Sant Adrià sin que el personal
de seguridad se ponga en guardia.
Basilio Perona es miembro del Centro Cultural Gitano La Mina, el
que desde 1991 impulsa el Festival de Cante Flamenco de La Mina.
Cuando en 2004 se presentó la programación musical del Fòrum
Universal de les Cultures, montó en cólera: no había presencia
alguna de la cultura gitana. «Me presenté allí y les dije: “Aquí están
actuando músicos desde Mali hasta Australia, pasando por el jazz
del Misisipí. Y nosotros, que vivimos a menos de un kilómetro, no
estamos representados. ¿Qué pasa?”. Nos dieron la razón y al final
se hizo una semana de flamenco con tres conciertos por día, pero
nos costó lágrimas y sudores», recuerda.
Por el Festival de Cante Flamenco de La Mina han desfilado
artistas como Ketama, Capullo de Jerez, Farruquito y la bailaora
Manuela Carrasco. Hubo una época en que el certamen incluía un
concurso, pero recortes presupuestarios les obligaron a eliminarlo.
El festival se financia íntegramente con dinero público, la entrada
siempre fue gratuita y algún año han superado los 2.000 asistentes.
Posiblemente sea el evento cultural más importante y prestigioso no
solo de La Mina, sino de todos los barrios colindantes al Parc del
Fòrum, pero subsiste gracias a una partida de apenas 30.000 euros
y sus más de treinta ediciones las han organizado los gitanos del
barrio. Este último detalle no es menor. «Los gitanos apenas
dirigimos festivales de flamenco. Cada vez cuentan menos con
nosotros. Tienen más confianza en una persona paya que en cuatro
gitanos del barrio. ¿Eso es racismo? Claro: racismo cultural. Puro y
duro», estalla Basilio.
La francesa Cathy Claret lleva toda la vida defendiendo y
reivindicando la cultura gitana no solo como cantante de rumba, sino
también como activista. Su último disco se grabó íntegramente en
La Mina; un gesto artístico y político con el que quería realzar el
talento que brota del barrio y del pueblo gitano. «Yo escuché trap y
reguetón mezclados con flamenco mucho antes de que se pusiera
de moda. El flamenco urban nace de los barrios gitanos. Los gitanos
fueron los creadores de este sonido y jamás se los ha tenido en
cuenta en las revistas modernas: ni en Mondo Sonoro, ni en
Rockdelux, ni en el Primavera Sound. Ahora que gusta, convierten
en estrellas a artistas que imitan ese sonido. Pero con los otros no
cuentan para nada. Eso tiene un nombre, y es antigitanismo.»
El Primavera Sound es de los pocos festivales generalistas que
ha abierto sus puertas al flamenco. En sus escenarios han actuado
Enrique Morente, Soleá Morente y María José Llergo, entre otros.
Fueron conciertos que los habituales del Festival de Cante
Flamenco de La Mina no pudieron disfrutar debido al alto coste de
las entradas. Se celebraban al lado de su casa, pero no eran para
ellos. Coincidiendo con la visita de Capullo de Jerez al Primavera
Sound de 2018, y con mediación del festival, el cantaor ofreció un
segundo pase en el centro cívico del Besòs. Ahí sí acudió el
vecindario gitano y payo. Se abrió una grieta para que lo que pasa
dentro del Parc del Fòrum fuese disfrutado por los de fuera.
Los festivales, pese a promocionarse como foros para la
convivencia social y el descubrimiento cultural, suelen ser búnkeres
impermeables a todas las realidades que no encajan en su modelo
de negocio. Incluso si esas realidades culturales están a trescientos
metros de la puerta del recinto. La barrera que separa La Mina del
Parc del Fòrum no es solo arquitectónica. No es solo esa sucesión
de muros y vallas que impiden a sus vecinos acceder al parque
desde el barrio y los obligan a dar un rodeo hasta el barrio vecino de
Besòs. Es también una barrera económica, una barrera cultural y
una barrera social. «Es otro mundo», zanja Basilio.
La llegada de la pandemia propició en 2021 que el Festival de
Cante Flamenco de La Mina entrase por fin en el Parc del Fòrum.
Las restricciones sanitarias impedían que el evento se celebrase
como siempre en el Parc del Besòs, y las instalaciones del Parc del
Fòrum estaban acogiendo decenas de conciertos en verano. Que la
entidad cultural más importante del barrio que ha sufrido durante
años las molestias de los festivales pudiese organizar el suyo en el
equipamiento vecino era un acto de justicia. El acto de justicia era
doble, en opinión de Falete Perona, sobrino de Basilio y actual
director del Festival de Cante Flamenco de La Mina: «Volvimos al
Campo de la Bota donde creció mi padre», resalta; un lugar que les
fue arrebatado mediante una faraónica operación urbanística, un
lugar del que se los ha mantenido alejados mediante numerosas
barreras simbólicas y que ni los festivales ni los gestores del recinto
se plantearon derribar. Tuvo que llegar la pandemia para revertir
algo la situación.
Por supuesto que el territorio puede ser motivo de inspiración
para un festival y no solo un espacio en el que aterrizar sin más
intención que explotar sus recursos. Festivales como el Eufònic de
Terres de l’Ebre son ejemplares en este sentido. El paisaje es un
elemento inspirador para los músicos que realizan proyectos de
residencia. Y, al mismo tiempo, el festival se preocupará por no
deteriorar el paisaje para que siga siendo fuente de inspiración en
futuras ediciones. Esto se logra diseminando la programación por
varios municipios de la comarca. Los costes de producción
aumentan porque hacen falta más escenarios, pero el impacto
negativo se reduce y, por contra, el impacto cultural se expande.

¿CUÁNTO LE CUESTA UN FESTIVAL A UNA CIUDAD?

Los recintos donde se celebran festivales suelen dar para grandes


novelas de intriga económica. Y el del FIB, cuya titularidad era de
varios dueños, propició capítulos tan estrambóticos como aquel en
el que un dueño se negó a ceder su parcela y los fibers tuvieron que
sortear zonas valladas por las que estaba prohibido el paso y dentro
de las cuales no había absolutamente nada. Al principio, el
ayuntamiento costeaba el recinto alquilándolo a sus distintos
propietarios a 0,30 euros el metro cuadrado. Esa cifra, unos 80.000
euros, creció hasta duplicarse conforme el festival necesitaba más
zonas para aparcamientos. Los propietarios aprovecharon su
posición de fuerza para exigir hasta dos euros por metro cuadrado.
Llegó un punto en que el consistorio se vio incapaz de abonar unas
cantidades que seguían creciendo por una extensión que ya rozaba
los doscientos mil metros cuadrados. Solo entonces obligó al FIB a
asumir el pago de los terrenos para las zonas de acampada y
aparcamiento, aunque del alquiler del recinto de los conciertos
siguió haciéndose cargo el ayuntamiento.
En 2021 el Ayuntamiento de Benicàssim hizo efectiva la
expropiación de los terrenos del recinto pagando 0,40 euros por
metro cuadrado. Los propietarios ya han recurrido al juzgado y
algunas voces estiman que el consistorio podría acabar
abonándoles nueve millones de euros que se sumarán a todo lo que
ya ha pagado a lo largo de más de dos décadas y a los 300.000
euros que van a costar las primeras obras de mejora del vallado del
recinto. Un festival genera cuantiosos ingresos a un municipio, pero
los gastos que implica para el ayuntamiento no son menores. Y no
siempre la balanza entre ingresos y gastos es tan favorable a la
ciudad como se supone. Según un completo informe encargado por
el Consejo Sectorial de Turismo de Benicàssim que cuantifica todo
tipo de índices (pernoctaciones en hoteles y camping, duración de
las estancias, procedencia de los clientes, gasto medio por turista y
día), solo el 2,6 % de los turistas que visitaron esta localidad
castellonense en 2022 iban con intención de asistir a festivales.
Acoger un festival implica bastante más que alquilar o ceder un
espacio para que se monten los escenarios, toquen los grupos y
acudan cientos o miles de personas. Acogerlo implica también que
el ayuntamiento proporcione toda una serie de recursos para
gestionar la afluencia del público: desde habilitar zonas de
aparcamiento hasta desplazar agentes municipales que controlen el
tráfico, pasando por aumentar los efectivos de limpieza y movilizar
unidades adicionales de transporte público. Los municipios que van
locos por tener su festival suelen asumir esos gastos. Es dinero
público que el ayuntamiento regala al festival y que proviene de los
impuestos que pagan todos los vecinos. Son servicios
cuantificables, aunque no siempre se reflejen en las subvenciones.
José Antonio Casañ, exconcejal de Cultura y Turismo de
Benicàssim, confirma que las partidas de limpieza del recinto y de la
ciudad, así como las de seguridad, siempre han corrido a cargo del
ayuntamiento. Durante la semana que se celebra el FIB y otros
festivales hay que reforzar las brigadas de limpieza en la playa y el
paseo marítimo, y se doblan turnos para retirar la basura
acumulada, que cuadruplica a la de una semana normal. La policía
local también realiza horas extras que sufraga el ayuntamiento.
Estos gastos son cuantificables y varían en función de la dimensión
del evento. Entre 2017 y 2022, el refuerzo de Guardia Urbana
durante el Primavera Sound supuso 51.360 euros, mientras que el
Cruïlla solo repercutió en 16.230 euros. Lo habitual es que estas
partidas las asuman los consistorios, aunque también hay
excepciones. El Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, cargó una
factura de 29.234 euros al Primavera Sound por el servicio de
limpieza extra que tuvo que desplegar durante su edición doble de
2022.
La Plataforma Stop Concerts al Fòrum nació en Barcelona en
junio de 2022 y pese a no contar con un gran respaldo vecinal
pronto se hizo un hueco en los medios de comunicación. En un
arrebato, denunció a tres miembros del ayuntamiento a causa de la
contaminación acústica generada por el Primavera Sound. Las
quejas por el ruido llegaron desde Premià de Mar, municipio a más
de veinte kilómetros del Parc del Fòrum, donde también se oía la
música. Cuando montas un festival para tantísimo público, necesitas
muchísimo volumen. Y en un recinto al aire libre, el viento puede
desplazar las ondas de sonido en cualquier dirección. Al final, la
demanda quedó desestimada, pero el ruido mediático generado por
la Plataforma Stop Concerts evidenció unas molestias que hasta el
momento apenas habían tenido eco más allá de las calles de los
barrios colindantes.
El impacto de un festival sobre un territorio va más allá del
volumen de la música, de la suciedad que genere el público y de las
inevitables aglomeraciones en los accesos. Durante la última edición
del Primavera Sound, los medios de comunicación se hicieron eco
del colapso en el servicio de urgencias del Hospital del Mar. Una de
las causas aducidas por el centro fue la alta afluencia de
espectadores procedentes del macrofestival. También fue noticia la
imposibilidad de ofrecer alojamiento temporal a familias
desahuciadas porque todos los albergues y hostales de Barcelona y
varias ciudades del área metropolitana estaban ocupados por el
público del Primavera Sound. Hasta ese extremo puede alterar una
ciudad la llegada de decenas de miles de turistas festivaleros: hasta
no poder ofrecer ni siquiera asistencia sanitaria y habitacional a sus
residentes.
El objetivo de cualquier ayuntamiento debiera ser potenciar al
máximo los efectos positivos de un festival en el municipio y reducir
al mínimo los negativos, pero eso no siempre es tan fácil. Y las
dificultades crecen en la misma medida en que aumenta el tamaño
del evento. No es lo mismo gestionar el impacto en el vecindario de
un festival de 4.000 espectadores que uno de 90.000. Desde la
Associació de Veïns i Veïnes Barri del Maresme están planteándose
solicitar un estudio que analice cuánta gente pueden absorber los
accesos del barrio sin quedar desbordados. Porque un asunto es la
capacidad del Parc del Fòrum y otro, la de los aledaños. La idea
suena tan lógica que parece increíble que nadie la haya aplicado
antes de dejar que los macrofestivales sigan creciendo
ilimitadamente de aforo.
Hasta la fecha, el Parc del Fòrum ha sido únicamente un espacio
de macrofestivales, pero esta dinámica puede cambiar. «El
ayuntamiento está por diversificar la oferta y permitir que promotores
de otra escala también puedan programar allí», avanza el delegado
de Derechos Culturales del Ayuntamiento de Barcelona Daniel
Granados. Y pone como ejemplo el festival Cara B, que tras varias
ediciones como encuentro de músicas indies y urbanas para unas
2.000 personas dio el salto al Parc del Fòrum en 2022 con el
nombre de Festival B. Sus 6.000 asistentes diarios causaron un
impacto imperceptible en el barrio. Desde el ayuntamiento, no
quieren que desaparezcan los macrofestivales, pero tampoco
consideran sano que el Parc del Fòrum solo acoja eventos de gran
calibre.
Barcelona ha sido la primera ciudad en frenar efectiva y
drásticamente las ansias de crecimiento infinito de un macrofestival
negándose a que el Primavera Sound siguiese con sus ansias
expansionistas y perpetuase el formato de dos fines de semana que
desplegó tras la pandemia para su vigésimo aniversario. Ese salto
de público sí era inasumible para la ciudad. Meses después, el
ayuntamiento del municipio vecino de Sant Adrià de Besòs
denegaba el permiso para celebrar nuevas ediciones del Barcelona
Beach Festival en la playa del Fòrum. Pero mientras unas
Administraciones empiezan a echar el freno, otras pisan el
acelerador sin dudar. La negativa de Barcelona a autorizar un
Primavera Sound doble a perpetuidad ha acelerado el nacimiento de
su edición madrileña.
Madrid lleva años debatiéndose sin suerte entre dos modelos de
festivalódromo: el recinto bien comunicado, pero rodeado de vecinos
que se quejan del ruido, y el recinto alejado de zonas habitadas,
pero con problemas de acceso. En ambos casos, las dificultades
crecen cuantas más personas y grupos pretenda convocar el
evento. Los promotores del Mad Cool han tenido que lidiar con
ambas problemáticas en la misma temporada. En 2022 firmaron un
contrato de patrocinio con Uber que limitó el acceso de los taxis al
recinto y propició que el público tuviese que pagar tarifas abusivas
que en ocasiones superaban los cien euros. Para el Mad Cool
Sunset, un festival de un día nacido para acoger el paso de Rage
Against the Machine por España, el ayuntamiento obligó a acabar
las actuaciones a medianoche con el objeto de no tensionar aún
más al vecindario y el festival tuvo que improvisar a última hora un
cuarto escenario donde ubicar media docena de bandas que no
cabían en los otros tres. Al final no sirvió de nada: el Mad Cool
Sunset se suspendió en cuanto Rage Against the Machine canceló
su gira.

¿PUEDE UN MACROFESTIVAL NO SER UNA PLAGA?

Sound Diplomacy es una empresa internacional de consultoría para


ciudades que desean implantar estrategias de mejora a partir de la
música. Sus trabajadores, repartidos por todo el mundo, son
«expertos en ciudades musicales» que asesoran a ayuntamientos
que quieren potenciar la música de su ciudad, sin limitarse a buscar
el impacto económico, sino persiguiendo otro tipo de repercusiones
que incluyan aspectos sociales y culturales. Azucena Micó es jefa
de investigación y calidad de Sound Diplomacy, y ha diseñado
estrategias de música para San Francisco, Nueva Orleans y Cuba.
«Cuando nos contratan en una ciudad, lo primero que hacemos es
un análisis de las políticas, regulaciones y licencias respecto a la
música. A partir de ahí, miramos cosas tan distintas como que
delante de la sala de conciertos haya una zona de carga y descarga,
que los músicos de calle tengan alguna licencia para poder tocar y
que exista un conservatorio o un festival gratuito por las calles. Un
ecosistema musical es así de amplio: desde los músicos que
descargan sus instrumentos y se tienen que pagar la zona azul
hasta que venga Dua Lipa», resume.
En Sound Diplomacy suelen emplear el concepto de ciudad
culturalmente robusta, una calificación que cobrará formas distintas
en cada población en función de su tamaño, tradición e
infraestructuras, pero que Micó define en términos generales como
«una ciudad que entienda su sistema musical como puede entender
el sanitario o el alcantarillado, que lo planifica para asegurarse de
que todos los elementos funcionen a la perfección, porque en caso
contrario no llegará agua corriente a todas las casas». Bajo estos
parámetros, un macrofestival es solo uno de los factores que
determina si una ciudad es robusta musicalmente hablando. En el
mejor caso será la guinda, pero antes deberán haberse garantizado
a la ciudadanía y al tejido musical otros servicios y derechos
culturales.
«El impacto económico es el más llamativo para los políticos y los
medios de comunicación, pero no necesariamente es el más
potente. Los festivales pueden tener impacto laboral, impacto en el
desarrollo de las carreras de grupos, sellos y mánager, y también
pueden tenerlo a nivel de cohesión social, de sentimiento de
pertenencia, de educación, de creación de pensamiento crítico, de
apoyo a comunidades desfavorecidas, de promoción de la
diversidad, la igualdad, la accesibilidad, la inclusión... Son los
valores intrínsecos que damos a la cultura», subraya. Micó está
profundamente convencida de que «los festivales pueden hacer
mucho por el entorno local con muy poco», pero que «si un festival
no tiene en cuenta estos aspectos sociales o culturales, muy
probablemente su impacto solo será económico y turístico». La
Asociación de Festivales de Música (FMA) publicó en 2021 un
informe encaminado a consensuar un sistema de medición del
impacto de los festivales que vaya más allá de la cuantificación
económica. Las mediciones de impacto económico empiezan a ser
parte del pasado. El nuevo discurso del sector festivalero se
encamina a evaluar otro tipo de efectos.
«Los festivales pueden ser una seta que no tenga ningún impacto
y no ayudar a nadie más que a las marcas y a los organizadores»,
acepta Micó. Ese es el modelo imperante, cabe añadir. Pero, en su
opinión, «un macrofestival no tiene por qué ser necesariamente
depredador y problemático». Y ahí es donde entra en juego la
Administración. «Montar una fundación es muy fácil: ofreces
descuentos a la gente del barrio y te ahorras impuestos. Pero el
trabajo de convivir con el barrio es lo importante, y eso no pasa por
aportar dinero, sino por aportar algo que necesite esa gente. No
todo pueden ser entradas gratis. La gente del vecindario puede no
querer ir a tu festival», apunta. Apoyar las expresiones culturales del
vecindario a lo largo del año puede contribuir a que este acepte ser
molestado durante cinco días por el festival. Formar a trabajadores
del barrio puede ser otra. «Pero es la Administración la que debe
canalizar estas acciones. Los festivales ya tienen su trabajo y no
tienen por qué conocer la problemática de la zona. Si ven una
fórmula rápida de limpiarse la cara, lo harán», sospecha.
La naturaleza de los macrofestivales no es irradiar parte de sus
beneficios hacia el territorio, sino explotar los recursos del territorio
en beneficio propio. Luchar contra esta naturaleza exige estrategias
muy bien planificadas y persistentes en el tiempo. El festival
Esperanzah! es una excepción de manual, pero porque su origen es
otro. Este macroevento barcelonés fue concebido desde el primer
día como una herramienta de transformación social. Lo fundó en
2007 una entidad social del empobrecido barrio de Sant Cosme de
El Prat del Llobregat, y en su proyecto son tan esenciales las
actuaciones de Manu Chao, Gatillazo, La Pegatina y Los Chikos del
Maíz como los proveedores de proximidad, las cooperativas
energéticas, los trabajadores de la zona y la gobernanza horizontal.
Obviamente, es una entidad sin ánimo de lucro cuyos beneficios (no
un porcentaje, sino todos) revierten directamente en entidades
sociales del barrio.
Tras viajar por muchos países, Micó tiene claro que España es un
país especialmente obsesionado con los grandes eventos culturales.
Sound Diplomacy organiza cada año una entrega de premios a las
ciudades musicales más ejemplares. España jamás ha sido siquiera
nominada. «No se me ocurre ninguna ciudad española que pudiera
ser candidata», lamenta. Y añade: «En España se ha legislado en
contra de las músicas más de base, en contra la espontaneidad. El
apoyo que necesita la cultura no siempre es económico. Muchos
problemas solo se solucionan con financiación, pero otros se
pueden arreglar con modificaciones de licencias». Y pone como
ejemplo esos ciclos de conciertos en pequeños locales que salen
adelante gracias a subvenciones públicas mientras, en paralelo, los
mismos locales deben cumplir normativas tan restrictivas que la
llamada de un vecino quejándose del ruido puede significar que la
policía los precinte.

¿BUENAS INTENCIONES O BUENAS DESGRAVACIONES?

La Fundación Primavera Sound nació en mayo de 2021


coincidiendo con el anuncio de que en 2022 el festival tendría una
edición doble. Era una de cal y otra de arena para el barrio. Es la
única fundación surgida del entramado festivalero barcelonés y ya
desde su web informa de las ventajas fiscales que obtendrá
cualquier inversor. «La fundación cayó en el barrio con muy buena
voluntad y muy poco dinero», intuyen personas del vecindario que
asistieron a su aterrizaje y quedaron sorprendidas de los
insignificantes recursos que pretendían invertir en la zona. Por
ahora, la presencia de la fundación se reduce a tres proyectos en
institutos y escuelas: un taller de producción musical, otro de
redacción y montaje de pódcast y un curso de gestión integral de un
festival musical que desembocará en un concierto montado por
alumnos del bachillerato de artes escénicas.
«Para los alumnos, ver cómo se organiza un evento de este
volumen es una experiencia académica brutal. El tiempo dirá si solo
ha sido una operación de maquillaje o si estas propuestas han
ayudado a transformar el barrio», contemporizan desde el equipo
directivo del Institut Barri Besòs. Profesionales de otros espacios de
cohesión social y desarrollo cultural de Besòs i el Maresme
agradecen estas iniciativas desde el recelo. «¿Por qué lo hacen?»,
se preguntan unos. «Para limpiarse la cara», responden otros. Que
al Centre Cívic del Besòs i el Maresme les denieguen permisos para
programar actos en la calle mientras el Primavera Sound tiene las
puertas abiertas ante cualquier iniciativa acentúa los recelos.
Algunos temen que este bondadoso agente recién llegado al barrio
acabe haciendo sombra y restando mérito al trabajo que han
desarrollado durante años entidades socioculturales que suplen
presupuestos esqueléticos con dedicación constante.
Tanto el Primavera Sound como otros festivales instalados en el
Parc del Fòrum tienen mecanismos de compensación económica
hacia la ciudad vecina de Sant Adrià de Besòs, mediante
donaciones a entidades del barrio de La Mina, como la Associació
Pro Discapacitats Sant Adrià (Aprodisa), el Club de Gimnasia La
Mina de Gervasio Deferr o el proyecto de dinamización comunitaria
Desdelamina. Algunos festivales ofrecen descuentos a los
residentes en la ciudad y, en algún caso, invitaciones. Pero si en
algo coinciden trabajadores sociales y asociaciones vecinales es en
que las necesidades son otras y muy concretas: en un barrio con
índices de desempleo alarmantes, hace falta trabajo. Y los festivales
necesitan muchos trabajadores: camareros, vigilantes, auxiliares de
montaje... Un recinto que acoge tantísimos festivales al año podría
formar trabajadores de todas estas ramas: mano de obra de
proximidad.
El festival de reggae Rototom Sunsplash explora cada año
acciones que estrechen sus vínculos con Benicàssim: patrocinar
competiciones de natación, colaborar con asociaciones de recogida
de gatos, ofrecer entradas gratuitas a asociaciones de jubilados y
residencias de día para gente con situaciones de dependencia o
discapacidad, impulsar un concurso de decoración de escaparates
entre los comercios... No son solo medidas para caer bien y
compensar las molestias que causan a la ciudad, que también, sino
fruto de su presencia en Benicàssim. Pese a haber nacido en Italia,
una docena de miembros de la cúpula del festival viven en
Benicàssim y Castellón. «Las entidades del pueblo nos consideran
vecinos, y si creen que podemos ayudar, nos llaman», celebra
Fiachra McDonagh.
Este irlandés instalado en Benicàssim dirige desde hace años el
foro social del festival y la Asociación Cultural Exodus. Como él,
unos cuarenta habitantes de la ciudad y de Castellón trabajan cada
año en la estructura base del festival; casi el 75 % del personal. «Y
en los días del festival, casi todos los trabajadores son de la
provincia. Eso reduce significativamente la huella de carbono y evita
tener que buscarles alojamiento porque duermen en casa», explica
McDonagh, que también es responsable del área de sostenibilidad
del Rototom. Camareros, controladores de accesos, informadores...
Todos esos puestos los cubre gente de la zona. Convivir todo el año
con las personas que sufrirán tu macrofestival puede dar pistas
certeras de sus quejas y necesidades. También de sus capacidades.
Fontaneros, instaladores, gestorías y todo tipo de empresas y
proveedores de materiales y alimentos de Benicàssim saben que
tienen en el Rototom un cliente fijo.
Hay mecanismos para garantizar que la riqueza que genera un
festival revierta directamente en el territorio. Y mecanismos para
garantizar que los vecinos que quieran asistir al festival puedan
hacerlo independientemente de sus ingresos. El Rototom ofrece
descuentos del 50 % a las personas empadronadas en Benicàssim
y así vende más de un millar. También asegura ser uno de los
festivales de Europa que recibe más personas con discapacidades.
Algunos viajan en furgoneta desde el Reino Unido atraídos por una
zona de camping habilitada y con servicio de recarga de baterías de
sillas de ruedas eléctricas. Su determinación llega hasta el extremo
de ofrecer conciertos, sesiones de yoga, espectáculos de circo y
talleres de formación para técnicos de sonido en cárceles de la
zona. En 2019, los legendarios The Skatalites actuaron en la prisión
de Albocàsser. La suma de todas estas acciones impide dudar de la
verdadera intención del festival. El presupuesto reservado para
estrategias de sostenibilidad social es de 150.000 euros al año.

ENTONCES ¿LOS FESTIVALES GENTRIFICAN?

El debate sobre si una ciudad debe ser la tienda más grande del
mundo en la que todo tiene precio, incluso el suelo, o si debe ser un
espacio pensado para que sus habitantes vivan lo mejor posible
está sobre la mesa desde hace décadas. En esa encrucijada entre
políticas extractivistas y políticas de bienestar, los macrofestivales
ocupan un espacio incierto. En el mejor de los casos, su presencia
solo genera molestias unos días. En el peor, forma parte de
operaciones de especulación urbanística a las que contribuye como
un elemento decorativo.
El «intento de gentrificación homeopática en los barrios
colindantes» que, según Mansilla, supuso la transformación
urbanística de Diagonal Mar y la construcción del Parc del Fòrum,
ha traído nuevos vecinos que compraron pisos de alto standing sin
saber que estaban junto a barrios empobrecidos como Besòs y La
Mina. También ha traído cientos de migrantes que encuentran en
sus pisos precarios el último reducto dentro de una ciudad que
expulsa cada vez más lejos a quienes no pueden pagar buenos
alquileres. Y al lado, un campus universitario, residencias de
estudiantes, hoteles de lujo, puerto deportivo, macroedificios de
oficinas, el nuevo barrio de La Mina Residencial... Viviendas
precarias y ultramodernas coexisten sin que sus respectivos
habitantes se mezclen. Por no haber, no hay ni conflicto. Son guetos
paralelos. Vecinos que no lo son.
«La gentrificación está avalada por el ayuntamiento», denuncian
algunos vecinos que consideran que todos estos planes urbanísticos
de extracción de beneficio por la venta de suelo los han dejado
acorralados por un anillo de hoteles y pisos de lujo que encarecerá
los servicios, los alquileres y los acabará expulsando. Mansilla cree
que si esto ocurre será debido a las dinámicas propias del mercado
inmobiliario de Barcelona y no por culpa del Parc del Fòrum. «Los
macrofestivales no generan una revalorización del suelo porque son
molestos», advierte. Paradójicamente, la concentración de tantos
macrofestivales está frenando la expulsión vecinal que suele
provocar una transformación urbanística. De repente, barrios tan
gentrificables como Besòs i el Maresme dejan de ser atractivos para
personas dispuestas a pagar más dinero por un piso cerca del mar.
Casi dos décadas después de su inauguración, los barrios de
Besòs i el Maresme y La Mina siguen tan desatendidos como
antaño. En contraste con el fastuoso entorno que los rodea, parecen
aún más abandonados. Los desequilibrios sociales no se han
reducido, sino todo lo contrario. Y la vida cultural, lejos de haber
mejorado, es cada vez más escasa. Cuando se afirma que un
festival trae riqueza al territorio hay que poner esa declaración en
cuarentena. Como mínimo, no puede asegurarse que aceleren los
procesos de gentrificación. Pero aún quedan fichas por mover en el
tablero urbanístico de esta esquina de Barcelona. Las obras de
2004 ganaron catorce hectáreas al mar, aquella gran superficie
donde iba a construirse un zoológico marino. El proyecto se paralizó
y la inmensa explanada acoge ahora las actuaciones más
multitudinarias del Primavera Sound. Esa zona lúgubre e impersonal
conocida como Mordor es uno de los últimos rincones edificables del
litoral barcelonés. Cualquier día los conciertos pudieran ser vistos
como una traba para seguir sacando tajada del suelo urbano.
13

Turismo

El Primavera Sound programó en 2006 al grupo I’m from Barcelona,


veintipico suecos cantarines cuyo single «We’re from Barcelona» se
erigiría en himno accidental de la inminente turistificación de la
capital catalana. La canción de aquella tuna rubia los convirtió en
insólitos triunfadores del festival. Su estribillo era eufórico e
inquietante al cincuenta-cincuenta: «Voy a cantar esta canción con
todos mis amigos / Y somos I’m from Barcelona / El amor es un
sentimiento que no comprendemos / Pero te lo vamos a dar todo».
Acto seguido añadían: «Apuntaremos a tu corazón cuando caiga la
noche / Serás uno de nosotros cuando caiga la noche».
«We’re from Barcelona» no solo sonó ese fin de semana en el
festival, sino que fue sintonía de la campaña publicitaria del
Primavera Sound de aquel año. En el anuncio se veía a un técnico
ajustando el sonido de un escenario y a un operario barriendo un
Parc del Fòrum que en breve abriría puertas y acogería a todos los
turistas que quisieran pasar tres días de conciertos y turismo en
Barsalona. El festival, apenas conocido en el extranjero por aquel
entonces, expresaba así su voluntad de convertirse en imán de
hípsteres. Y mientras los barceloneses tarareaban inconscientes el
estribillo-sintonía del grupo-anuncio, el festival iniciaba su expansión
internacional y se postulaba como activo del sector turístico. En
menos de una década se habría erigido en uno de los motores del
turismo barcelonés.
En septiembre de 2021, desde los micrófonos de Tardeo,
programa de la emisora digital Radio Primavera Sound, su
conductora Andrea Gumes reconocía haber tarareado de joven
aquella cancioncilla de «I’m from Barcelona» y haberlo hecho,
además, con el orgullo que le despertaba descubrir que su ciudad
era atractiva y deseable a ojos de los guiris. Acto seguido añadía:
«De esa especie de orgullo de la Barcelona cosmopolita, de “posem
la ciutat maca i neta”, que van a venir unos señores a gastarse unos
dineros, he pasado a aplaudir cada pintada que veo de “tourists go
home”. Entre estos dos momentos ha pasado poco tiempo, pero
muchas cosas. La más importante, que este planeta no se sostiene
como sigamos así. Que un avión genera trescientos gramos de
dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero; un tren, quince; y
un coche, cien. Que los recursos son pocos y otra cosa es cederlos
a los que vienen con la cartera llena». Amén a todo.

TURISMO MUSICAL, ARMA LETAL

En 2015, los asistentes extranjeros al Primavera Sound ya suponían


el 46 % del público del festival y provenían de más de ciento
cuarenta países distintos. Ese mismo año, el porcentaje de
extranjeros del FIB alcanzaba el 70 %, y el del Sónar suponía un 56
%. Según el informe Music Is the New Gastronomy, impulsado por la
Organización Mundial del Turismo (OMT), entre 2014 y 2018 el
turismo festivalero en España creció un 500 %. En 2019, y según
datos del Anuario de la música que elabora la Asociación de
Promotores Musicales, la gran mayoría de los turistas festivaleros
llegaron a España del Reino Unido (43 %), Francia (9 %), Irlanda (6
%) y Estados Unidos (6 %). El mismo informe afirmaba que España
se había convertido en el primer destino mundial del turismo
festivalero. Este último dato basta para explicar el repentino interés
que los macrofestivales han despertado en los grandes operadores
turísticos. Y también explica el no menos repentino interés de los
fondos inversores extranjeros en los macrofestivales nacionales.
En enero de 2023, el malagueño Weekend Beach Festival
presentó el cartel de su nueva edición y no lo hizo en ninguna sede
cultural del Gobierno andaluz, sino en el estand de la Costa del Sol
de la Feria Internacional de Turismo (Fitur), que cada año se celebra
en Madrid. El mismo día, el festival Cabo de Plata de Barbate
presentaba su listado de artistas en el estand de Cádiz de la misma
feria. La centralidad que ha ganado el turismo musical en la última
década es tal, que desde 2018 existe la sección Fitur Festivales.
Iñaki Gaztelumendi, presidente de la asociación del turismo musical
Spain Live Music, es también consultor de la Organización Mundial
del Turismo. Y en 2022, el veterano directivo de Live Nation Pino
Sagliocco fue nombrado embajador especial de la OMT. En los años
ochenta, este promotor italiano trajo a España a Queen, Madonna y
Michael Jackson, entre otros, y también fue él quien uniría a Freddie
Mercury y Montserrat Caballé para grabar «Barcelona», operístico
jingle de los Juegos Olímpicos de 1992. Turismo, música y
Olimpiadas: tres caras de la misma moneda.
Aunque Barcelona concentre los dos festivales españoles con
mayor potencial para atraer público extranjero, el Sónar y el
Primavera Sound, el litoral valenciano es otro foco de actividad
intensa de turismo festivalero. El turismo de interior también es
turismo, y los eventos musicales más multitudinarios de España, el
Medusa Sunbeach y el Arenal Sound, se celebran en Cullera y
Burriana, dos ciudades con 20.000 y 35.000 habitantes,
respectivamente, duplicando y triplicando su población. En el
Sonorama, cuyo cartel está protagonizado por bandas nacionales, la
organización calcula que solo el 13 % de los espectadores residen
en la ciudad, Aranda de Duero, de modo que el resto, un 87 %,
proceden de distintos puntos de la geografía española.
La mayoría de los macrofestivales se nutren principalmente de
público estatal que recorre cientos de kilómetros para ver a sus
artistas favoritos y, sobre todo, para disfrutar de una buena fiesta. Es
parte de un proceso de sanferminización de los festivales musicales
de cuyo origen cabe responsabilizar a las instituciones que premian
especialmente su potencial turístico con subvenciones. En sentido
contrario, destaca el Cruïlla barcelonés, que pese a convocar ya
más de 70.000 personas mantiene un perfil local: hasta un 95 % de
los asistentes a la edición de 2022 residían en Catalunya, según los
cálculos del propio macroevento.
Los festivales de música son la enésima encarnación de las
estrategias de captación de turistas. Solo así se comprende que un
modelo de ocio musical que durante décadas fue considerado
conflictivo y molesto por parte de las Administraciones, con el
cambio de siglo pasase a ser el objeto de deseo de ayuntamientos
de todos los colores políticos. El rol que jugaron antaño
exposiciones universales, Olimpiadas, ferias de muestras y centros
de arte moderno en las políticas de captación de visitantes, lo
desempeñan hoy estos macroeventos directamente conectados con,
y a menudo subvencionados desde, las consejerías turísticas de
ayuntamientos, diputaciones y Gobiernos autonómicos. Ninguna
sorpresa: España vive entregada al turismo desde que se inventó el
turismo y los festivales solo son el último ladrillo en esta forma de
concebir y planificar un país.

AGENTE DEPREDADOR POR NATURALEZA

Como antropólogo social, José Mansilla emplea términos marxistas


para explicar el papel de los macrofestivales en la economía: «Marx
avanzaba que el capital generaría una sustitución del espacio por el
tiempo: los espacios consumidos de forma puntual serían
consumidos de forma sostenida a lo largo del tiempo. Y los
macrofestivales son eso: la traslación al modo neoliberal de la
aceleración del consumo de un espacio a lo largo del tiempo».
Traducción: en vez de organizar unas Olimpiadas, que no te
volverán a encargar hasta medio siglo después o quizá nunca, el
truco es montar eventos continuamente. «Haces un uso más
intensivo del espacio y mantienes constantemente la actividad
económica. Es el modelo de los macrofestivales, pero también el de
los congresos», compara.
El punto de partida de la alianza entre turismo y festival es ese
mantra según el cual el turismo trae riqueza al territorio. Esta
afirmación requiere matices porque no es lo mismo generar riqueza
que generar ricos. Según Mansilla, el turismo festivalero propicia
«un circuito de extracción de plusvalía del que los que más se
benefician son los que ofrecen servicios continuamente, los que
están sobre el terreno. Los músicos están equis horas en un festival,
pero los dueños de los hoteles están allí todo el tiempo», compara.
Y son estos últimos, junto con los dueños de restaurantes, los que
sacan mayor tajada de los festivales.
El turismo festivalero genera un desvío constante de riqueza al
sector servicios. La cultura genera riqueza, vale, pero no está claro
que el sector cultural se beneficie de ella. Los datos que recogía en
2014 el CoNCA de Catalunya eran aplastantes: el 52 % de las
personas que trabajan en cultura ingresan menos de 12.000 euros
anuales. Y de estas, el 25 % no llegan ni a 6.000 euros. Todo eso
pese a tener como capital una ciudad, Barcelona, que se postula
constantemente como potencia cultural, imán de talentos y fuente de
creatividad. Los festivales contribuyen al relato de la ciudad cultural,
pero no hay estudios que avalen que sea posible ganarse la vida en
Barcelona como trabajador cultural. Algo falla. Al parecer, la
creatividad de una ciudad y los salarios de sus trabajadores son
agua y aceite: no se mezclan y, en ocasiones, se enfrentan.
Trabajando en la consultora Sound Diplomacy, Azucena Micó
encontró el ejemplo perfecto para explicar los efectos nocivos del
turismo musical: Austin, ciudad de Estados Unidos famosa por
festivales como South by South­west y Austin City Limits. Resulta
que la autoproclamada capital mundial de la música en vivo es una
pesadilla para los músicos que debieran protagonizar esos directos.
«Sin esos festivales, Austin no sería lo que es hoy, pero hoy los
músicos no pueden vivir allí —desvela, refiriéndose al precio de la
vivienda—. Lo único que hacen los distintos alcaldes es ponerse
medallas, pero no entienden el poder que pueden tener estos
eventos y no existe regulación ni un trabajo conjunto para cuidar la
materia prima de la ciudad: sus músicos.» Si la riqueza que genera
el sector cultural no solo no aumenta los salarios de los creadores,
sino que genera procesos de expulsión, mal negocio. Si la riqueza
que generan los macrofestivales y que se trasvasa automáticamente
al sector turístico mejorase los sueldos de los trabajadores de
hoteles y restaurantes, al menos serviría para eso. Pero tampoco es
el caso.
«El turismo es depredador por naturaleza: vive de lo que no es
suyo. Hay una serie de valores que producimos y pagamos todos
los habitantes de una ciudad, y que son mercantilizados y
rentabilizados por otros. El turismo siempre es expropiador», insiste
Mansilla. El antropólogo divide estos valores en dos categorías:
infraestructuras y símbolos. En la primera estaría desde la red de
transporte público hasta los museos, fuentes, tiendas, playas o
cualquier otro servicio de la ciudad. En el segundo, «la vidilla misma
de la ciudad, un capital simbólico que articulamos como vecinos
cuando salimos en bicicleta, cuando bajamos a tomar la cerveza al
bar, cuando organizamos una paella en la calle y los guiris pasan al
lado y flipan, cuando vas a la playa y te ofrecen un mojito a cinco
pavos... La gente no viene solo a Barcelona porque toquen equis
grupos. Viene porque esta ciudad tiene un atractivo internacional
como ciudad de ocio, de noche, joven, cosmopolita, con playa, con
entretenimiento... Y el festival extrae todo ese capital simbólico en
forma de dinero». ¿Cómo? «La plusvalía que genera el valor de una
ciudad se ve en el precio de las entradas. Un festival en Zamora no
puede vender las entradas a cien euros. Tendrá que venderlas a
setenta», compara.
El relato de que los festivales enriquecen las ciudades es un
discurso interesado e incompleto. Así opina también Daniel
Granados desde el área de cultura del ayuntamiento barcelonés:
«Los macrofestivales han aportado mucho a la ciudad, pero también
la han capitalizado mucho. No es que la ciudad deba mucho al
festival: el festival también debe mucho a la ciudad. Hay que
complejizar esa conversación agradeciendo el papel y el impulso
que han dado esos festivales a la ciudad, pero reconociendo que sin
la proyección de la ciudad esos festivales no hubiesen tenido el
éxito que han tenido». Y lanza un órdago: «Habría que ver en
términos cuantitativos quién ha aportado más a quién». La
respuesta a esa pregunta depende de múltiples factores. En
capitales ya asentadas turísticamente, es una. En municipios sin
apenas actividad turística y cultural, es otra. Pero incluso los
municipios sin capital simbólico aportan incontables infraestructuras
financiadas con los impuestos de todos sus habitantes. También de
quienes nunca irán a un festival porque no pueden o no quieren.
El turismo no contribuye a generar una riqueza que se distribuya
de forma equitativa: es una maquinaria extractivista que explota
recursos del territorio en beneficio propio, que concentra esos
ingresos en pocas manos, que perpetúa la precariedad de sus
trabajadores y que acelera los procesos de gentrificación. El
sobrinito cool y moderno del turismo, el turismo festivalero, no es
una excepción. Sus especificidades le impiden generar los cuatro
efectos antes mencionados, pero los tres primeros sí los cumple. Y
sobradamente. Visto el apocalipsis pop que provocan los
macrofestivales más gigantes, con riadas de turistas avanzando
hacia el recinto como un ejército de termitas, urge retomar la
pregunta de aquella tuitera: «¿Los festivales son a la música lo que
los cruceros al turismo?».

LA UTILIDAD PÚBLICA DE UN FESTIVAL

Marc Balaguer es un economista doctorado en Políticas Públicas


que un buen día escribió por LinkedIn a uno de los codirectores del
Sónar para comentarle que el informe que encargaron en 2004 a
Deloitte para evaluar el impacto económico del festival le parecía
poco ajustado a las virtudes reales del festival. En su opinión,
desestimaba impactos mucho más importantes. En el Sónar también
tenían esa sensación: medir el impacto de un festival de músicas
avanzadas basándose en las pernoctaciones en hoteles y el
consumo en restaurantes despreciaba su impacto en el ámbito
cultural, social, de innovación y de impulso del sector profesional.
De algún modo, el estudio equiparaba el Sónar con un crucero. Tras
varias reuniones, Balaguer recibió un encargo: elaborar un estudio
más amplio.
El segundo estudio del Sónar se inspiraría en uno del Festival de
Edimburgo, muestra de teatro y música que desde 1947 se celebra
cada verano en la capital escocesa. El objetivo sería constatar si el
festival era decisivo a la hora de generar cierto tejido de industrias
creativas en la ciudad, si había un aumento de patentes, de start-
ups, de internacionalización de empresas locales, si el networking
del festival era determinante en el movimiento empresarial. Fue, por
lo tanto, un estudio que trascendía la cuantificación económica pura
y buscaba impactos en el sector profesional al que interpela el
Sónar, sin entrar tanto en impactos culturales ni sociales. En 2016,
el Sónar anunció a bombo y platillo que había encargado ese
estudio, pero las conclusiones nunca se hicieron públicas.
«Los informes de impacto de un festival deberían hacerse
preguntas y generar conocimiento para mejorar, pero los festivales
los utilizan para buscar una justificación al dinero que reciben y
acaban siendo una carrera para ver quién genera más dinero, quién
la tiene más larga», critica el economista. En su informe del Sónar,
«la pregunta que quería responder era si el festival ayudaba a
generar una industria o no, y si el Sónar + D podía contribuir a que
el impacto del festival no fuese tan efímero, que el Sónar arraigase
en la ciudad más allá de las fechas puntuales», resume Balaguer.
También las Administraciones deberían hacerse algunas preguntas
antes de conceder subvenciones. Y, en este sentido, la pregunta
clave siempre es: ¿qué mejora pública supone la aportación de
dinero público?
En 2008 nació Ivàlua, un consorcio público participado por la
Diputació de Barcelona, la Generalitat de Catalunya y la Universitat
Pompeu Fabra, cuyo director ejecutivo, desde 2015, es el propio
Balaguer. Su intención es promover una cultura de la evaluación de
las políticas públicas. En países anglosajones y escandinavos son
habituales estos mecanismos de evaluación; se empezaron a
implantar tras la Segunda Guerra Mundial. En el sur de Europa son
muy inusuales. Hasta 2020, Ivàlua apenas tenía encargos de
instituciones públicas para valorar sus políticas. En España se
diseñan y aplican las políticas, pero apenas se evalúa su impacto y
así es complicado aprender. En el ámbito cultural, las valoraciones
aún son más inusuales. Se suelta el dinero y punto. Suena bestia,
¿no?
Más bestia es la siguiente reflexión de Balaguer, muy en sintonía
con la queja del abogado gallego Xabier Alonso expuesta en el
capítulo 4. «Una política pública es lo que un Gobierno decide hacer
en función de determinados objetivos, pero nuestros poderes
públicos no se preguntan qué objetivos persiguen con sus políticas
públicas. No podemos saber si en España se despilfarra mucho
dinero en festivales porque no sabemos qué objetivo persiguen las
Administraciones al conceder ese dinero.» En consecuencia, el
problema es que la inmensa mayoría de Administraciones
improvisan políticas culturales conforme atienden las propuestas de
los empresarios. Y, como insiste Balaguer, «el dinero público no
puede ser una barra libre: debe ir vinculado a la consecución de
unos objetivos públicos. A falta de objetivos, valoramos el impacto
en pernoctaciones, pero el valor público de un festival no se puede
medir en pernoctaciones».
Los estudios de Ivàlua no se centran únicamente en el impacto
económico. De una política pública se puede evaluar la eficacia de
la estrategia diseñada, si su implantación ha sido adecuada e
incluso si el proyecto responde a una necesidad del territorio. Suena
lógico que un ayuntamiento analice las necesidades del municipio
antes de subvencionar o no un festival, pero en España los
ayuntamientos carecen de herramientas de análisis y de
presupuesto para encargarlos. Por eso, en un país tan abocado al
turismo, los promotores han intuido que la mejor forma de convencer
a un consistorio de que es una fabulosa idea montar un festival en
su municipio suele ser la cantinela de que vendrán muchos
visitantes y gastarán mucho. La siguiente cantinela será: «Poco
dinero me das, concejal, para la cantidad de dinero que gasta mi
público en tu ciudad».
Lo más triste de todo es que, a falta de políticas culturales, se
acaba imponiendo una instrumentalización turística de la cultura. Y
esa política cultural sobrevenida, la del festival como reclamo
turístico, es la que ha causado que tantísimos festivales nazcan con
ese perfil. Si la Administración abriese una línea de subvenciones
para festivales que fomentasen una mirada crítica en la ciudadanía,
tal vez abundarían festivales de ese otro perfil; al fin y al cabo, esa
es una de las potencialidades de la cultura. Al ser la subvención un
mecanismo de control por parte de los Estados, esto no va a ocurrir
jamás, pero no por ello deja de ser una situación anómala. A partir
de anomalías como esta, totalmente asumidas como sociedad,
tenemos el contrahecho circuito de festivales que tenemos. A falta
de una política cultural planificada, esta es la política cultural que
predomina en España a la hora de subvencionar los festivales.
EL FESTIVAL COMO HERRAMIENTA DE POLÍTICA PÚBLICA

Ante la evidencia de que los macrofestivales son percibidos por la


Administración como imanes de turistas, parece razonable que las
partidas para subvencionarlos salgan del área de turismo y no de la
de cultura. Puede parecer incluso más justo: así el presupuesto de
cultura se empleará en proyectos más modestos y apegados al
territorio. No pocos agentes culturales se sienten aliviados al saber
que las subvenciones a festivales salen de área de turismo; como si
de ese modo el macrofestival quedase desenmascarado y ya no
pudiese seguir vaciando el cajón de recursos para cultura. Aunque
sea cierto, en la práctica el resultado es similar. El presupuesto de
una Administración es el que es, y cuando hay que repartirlo se da
más dinero al área de cultura o a la de turismo en función de las
necesidades de cada una. Pero salga de donde salga una
subvención, ese dinero tendrá siempre el mismo origen: los
impuestos que cada año paga la ciudadanía.
En numerosas Administraciones, cultura y turismo forman parte
de la misma área, lo cual ya es un indicador de los vínculos que se
quieren tender entre ambas y de la sumisión implícita de la cultura a
las estrategias turísticas. Si el festival dice impulsar proyectos de
tecnología e innovación, su interlocutor tal vez sea un departamento
del área de economía centrado en estos asuntos. Pero saltando de
área en área, seguimos esquivando la pregunta clave: ¿por qué una
Administración Pública debería financiar proyectos privados que ya
son sostenibles y que incluso generan beneficios a sus promotores?
Daniel Granados es desde 2015 una de las personas que diseña
las políticas culturales del consistorio barcelonés, lo cual incluye la
concesión de subvenciones. En su opinión, «no tiene sentido que
festivales que aterrizan en un territorio fruto de una inversión pública
de millones, como pasa en Bilbao, Madrid o Galicia, se sostengan
con dinero de la Administración». Pero al instante añade un matiz:
«Es interesante introducir dinero público en festivales porque te
permite hacer política pública y garantizar que no sean solo
espacios que comercializan una serie de conciertos, sino que
tengan una relación distinta con la ciudad».
El político barcelonés se refiere a «conciertos en centros cívicos,
proyectos de residencia artística, programas con universidades y
fábricas de creación, y un abanico de posibilidades de irradiar
cultura a la ciudad desde las estructuras de los macrofestivales.
Mediante la subvención garantizas un marco para un tipo de
actividades que no están en el objetivo prioritario y mercantil del
festival. Pero si no pones esos recursos, la conversación no existe.
Y lo que los festivales gastan en esas acciones es más que el dinero
público que reciben. Así es y así debe ser. Por lo tanto, las
subvenciones ya no son a fondo perdido, sino inversiones que
retornan a la ciudad. Y así los festivales se convierten en una
herramienta para intervenir culturalmente en la política de ciudad»,
teoriza. Volviendo al meollo de la aportación de dinero público, estas
estrategias solo tendrán sentido si hay una proporción razonable
entre la cifra aportada y el retorno social obtenido.
En cualquier caso, ni en Barcelona ni en Catalunya se estilan
subvenciones millonarias para macrofestivales como las de Euskadi,
Galicia o Madrid. Pero inyecciones de dinero público, hay. En 2021,
el Ayuntamiento de Barcelona subvencionó una edición de
Sónar + D en pandemia con 170.000 euros, lo cual significaba un 37
% de su presupuesto. Y solo entre 2016 y 2018, el Sónar recibió 1,1
millones más del área de promoción económica por su condición de
«acontecimiento estratégico». Por su parte, la Generalitat de
Catalunya ha destinado a través del Institut Català de les Empreses
Culturals (ICEC) 2.345.000 euros al Sónar y 1.175.000 al Primavera
Sound, y 1.140.000 al Cruïlla. En realidad, este último recibió 3,6
millones de euros, pero buena parte de ellos eran en concepto de
préstamos a retornar y ya ha devuelto más de 2,4 millones. Son
cifras elevadas, sí, pero corresponden al periodo 2012-2022; en el
caso del Cruïlla, al periodo 2015-2022, ya que antes no existía el
festival. Ni sumando las aportaciones de toda una década, la
Generalitat ha entregado tanto dinero a un único macrofestival como
el que aportó la Xunta a O Son do Camiño en un solo año.
El área de cultura del Ayuntamiento de Barcelona trabaja desde
hace meses en definir un mecanismo de concesión de subvenciones
regida por criterios sociales. Para ello ha contratado a Sound
Diplomacy. La misión de la consultora en Barcelona ha sido elaborar
un mecanismo para medir el valor público de los festivales que
permita atribuir ayudas con criterios que vayan más allá del impacto
económico y turístico. Tras mucho buscar, no han encontrado nada
parecido en otras ciudades del mundo, de modo que han acabado
inventando un método de evaluación compuesto por cincuenta y
cuatro indicadores agrupados en tres ámbitos: la sostenibilidad, los
derechos culturales y, cómo no, la ineludible reacción económica.
Azucena Micó lidera este proyecto para el consistorio barcelonés.
«Lo que antes se puntuaba en función de diez criterios, ahora
supone evaluar más aspectos: qué porcentaje de proveedores son
de proximidad, qué porcentaje de artistas son de género no binario,
cuántas mujeres hay, qué porcentaje de actividades se enfocan a la
educación», lanza como ejemplos. La herramienta aún no se ha
implantado, pero Micó es consciente de que su impacto será mucho
más efectivo en festivales de tamaño medio o pequeño que en los
más grandes. «Hemos llegado a un punto en que los
macrofestivales son bastante incontrolables. Los 150.000 euros que
pueda aportar el ayuntamiento al Primavera Sound le hacen
cosquillas.»
Entre plegarse a los deseos de los macrofestivales o enfrentarse
a ellos con todas las armas de que dispone una Administración
local, Micó se suma a la tesis de Granados: «Los festivales son una
herramienta muy potente para hacer política pública. Vale más la
pena trabajar con ellos para que no sean tan disruptivos que intentar
luchar contra ellos, porque así no lograremos nada. Tengo una fe
casi absurda en el poder de la política pública», reconoce. Y esa fe
la empuja a creer que desde la Administración es necesario y
posible tender a un ecosistema de festivales «más diverso,
igualitario y accesible, que se focalice en la generación de
conocimiento, innovación y conexión con otras disciplinas artísticas,
científicas y tecnológicas, donde los festivales pongan la
sostenibilidad por delante y generen ocupación digna para artistas,
técnicos, camareros». Su fe es tal que con ese nuevo método de
evaluación espera conseguir lo imposible: «Transformar la
mentalidad ultracapitalista que tienen ahora los festivales».

LA BURBUJA TURÍSTICA

El politólogo estadounidense Dennis Judd acuñó en 1999 el


concepto de burbuja turística referido a esos espacios en los que el
visitante tiene todo lo que necesita: comida, cama y entretenimiento.
El concepto puede referirse tanto a los resorts vacacionales como a
los parques de atracciones, ya que todos son proyectos que
construyen un espacio de aventura segura y cerrada. Los
macrofestivales tienen también algo de burbuja turística. Una vez
dentro, el público tiene al alcance todo lo que necesita. Son
espacios autosuficientes hasta el extremo de que algunos incluso
ofrecen zona de acampada. Son tan herméticos que a menudo
funcionan como burbujas de abundancia y despilfarro injertadas en
territorios empobrecidos. Y son tan artificiales que en ellos se
pueden introducir mecanismos de vigilancia y normativas
impensables en el mundo real.
Judd incluso concibe esas burbujas turísticas como puntos
interconectados en una suerte de nodos internacionales que
colonizan territorios y sustituyen las expresiones culturales locales.
Esa descripción que inicialmente se refería a urbanizaciones
herméticas y hoteles de «todo incluido» suena bastante familiar si
pensamos en macrofestivales. En estos también te colocan la
pulserita, ¿no?
A diferencia del turismo tradicional, cuyos efectos se expanden
por todo el territorio, el consumo del turista festivalero se concentra
en el recinto del festival. Ese es el objetivo del organizador y por ello
intentará retener al espectador ofreciéndole todo lo que necesita,
manipulando en todo momento sus deseos a través de estímulos y
monitorizando su empleo del tiempo y su movilidad. Aunque
pernocten en hoteles, albergues o apartamentos diseminados por la
ciudad, las molestias que genera el turista festivalero en la ciudad se
concentran en las calles que rodean el recinto. Su impacto solo
incidirá en la ciudad cuando acabe el festival (o se aburra de él) y
pase a ser un simple turista más por unos días.
Festivales y congresos tienen muchos nexos en común; algunos,
aparentemente tangenciales. «No sé qué mueve en este sentido un
macrofestival, pero la celebración del Mobile World Congress
convierte Barcelona en el prostíbulo más grande de Europa esa
semana. Festivales y ferias mueven una economía informal y en
ocasiones vinculada con elementos delictivos», intuye Mansilla. Por
esta y otras razones, dejan mucho más dinero en la ciudad que los
cruceros. «Un crucero utiliza los recursos de la ciudad para
beneficiar a una empresa que a veces ni es local, pero genera un
nivel de consumo ínfimo. Los cruceristas colapsan la ciudad un
tiempo corto, pero no comen ni duermen aquí», resume. El crucero
más grande del mundo puede transportar siete mil turistas. Un
domingo de mayo, el puerto de Barcelona puede recibir seis o siete
transatlánticos con hasta veintiún mil cruceristas; veintiún mil
visitantes que desaparecerán cuando caiga el sol. Un macrofestival
como el Primavera Sound retiene en la ciudad a más del doble de
turistas durante por lo menos cuatro días. A cualquier ciudad le
interesa más un macrofestival o una feria de congresos que siete
cruceros. Por eso, el ayuntamiento barcelonés quiere limitar el
desembarco de cruceristas a diez mil por día.
«El turismo secuestra el ocio para situarlo en el corazón del
capitalismo», afirma Sergi Yanes, antropólogo social y miembro
también del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà. «El
turismo es otro nombre del poder y una de las formas más refinadas
del capitalismo», añade. ¿Y qué pasa cuando el poder del turista
choca frontalmente con los intereses legítimos de la población
autóctona? La capacidad del turismo para transformar las dinámicas
del territorio donde se implanta es ilimitada. Tanto que puede
provocar el efecto musical contrario: forzar la desaparición de un
festival. En 2022 un grupo de turistas alemanes instalados en
Mallorca recogió firmas y logró cancelar un pequeño evento de
bandas locales. Del turismo festivalero al turista antifestivales.
El macrofestival es un instrumento más de este proceso de
turistificación del planeta en el que el turista ha pasado a ser una
raza en sí misma, un ser humano que se mueve por el mundo, de
hotel en hotel, de evento en evento, de burbuja en burbuja, mientras
otros humanos —los eternos precarizados— trabajan para atender
sus exigencias y recoger toda la basura que dejan en el camino.
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Basura

En agosto de 2019, el festival de Reading fue noticia en las


televisiones de toda Europa. No por su cartel, sino por lo que se vio
tras la última jornada: un mar de tiendas de campaña abandonadas
en la zona de acampada. Miles de espectadores no quisieron
cargarlas de vuelta a casa y las dejaron tiradas en los verdes prados
de Little John’s Farm. Kilos y kilos de lona sintética multicolor,
piquetas de hierro y cuerdas de nailon. Kilos y kilos de alimentos no
consumidos, ropa perdida y objetos de todo tipo. Un dron inmortalizó
desde el aire una estampa que resumía la evidencia: un
macrofestival también es un inmenso vertedero.
Teniendo en cuenta que los macrofestivales de hoy tienen su
origen en los encuentros silvestres de hippies que en los años
sesenta querían fundirse con la madre tierra y cuidar de ella, la
imagen de aquel mar de tiendas de campaña abandonadas era la
mejor síntesis de lo mucho que ha cambiado el espíritu del público
de este tipo de eventos; su espíritu y su impacto medioambiental.
Según un estudio de 2015 del think tank ecologista Powerful
Thinking centrado en sostenibilidad de festivales, cada año 297
festivales británicos producen veintitrés mil quinientas toneladas de
residuos. Otro estudio de la consultora norteamericana Meridian
publicado en 2016 calculó que el festival de Coachella generaba
cien toneladas de residuos. Al año no: al día.
Hay una preocupación creciente en el mundo de la música por el
impacto de los conciertos en el medioambiente. Radiohead, Massive
Attack, Jack Johnson y Coldplay, entre otros, han realizado notables
esfuerzos para cuantificar y reducir la huella de CO2 de sus giras. El
manual Green Touring Guide 1 ya ofrece consejos a los músicos
que deseen planificar giras más sostenibles. Uno de ellos es actuar
en salas céntricas y bien comunicadas a las que los asistentes
puedan llegar en transporte público. Es un planteamiento que choca
frontalmente con el concepto de festival cuyo objetivo es convocar
grandes masas de público y que, por lo tanto, necesita ubicarse a
las afueras de las ciudades o en zonas alejadas y, a menudo, sin
ningún tipo de infraestructura ni medio de transporte regular.
Un macrofestival es difícil de controlar desde el punto de vista
medioambiental. Construir esos pequeños o grandes ranchos
musicales que solo funcionarán tres días es, en sí mismo, un
despilfarro de energía, material y residuos. Desde los años noventa,
Glastonbury estableció un año de barbecho cada cinco o seis
ediciones para que sus prados se repusieran de la huella que dejan
sus 200.000 asistentes. Otros festivales, como el portugués Boom,
de música trance y psicodélica, se celebran cada dos años por
idénticas razones. Festivales escandinavos como Øya y Flow,
ingleses como The Green Gathering y Green Man, el italiano
Terraforma, el francés We Love Green, el holandés DGTL, el
estadounidense UltraMusic y el japonés Fuji Rock también buscan
maneras de reducir su impacto.
En España la situación es especialmente alarmante. La falta de
una normativa estricta en materia medioambiental deja a los
festivales en un limbo que les permite hacer prácticamente lo que
deseen. En Galicia, el Sinsal impulsó junto a otros eventos gallegos
el Pacto Cultura Sustentable, un marco de trabajo para avanzar en
el cumplimiento de los compromisos de sostenibilidad marcados por
la Agenda 2030. Actualmente, doce festivales de música y otros
dieciocho de cine se han marcado como objetivo para 2023
compensar las emisiones de carbono que generen sus eventos y
reducir en un 30 % los generados en 2022. Ya en 2022 se habían
comprometido a erradicar los plásticos de un solo uso. En
Catalunya, la asociación de pequeños festivales Xàfec organizó en
2022 unas jornadas de trabajo centradas en sostenibilidad
medioambiental. La preocupación es evidente.
Queda muchísimo terreno por andar y muchos flancos desde los
que incidir para que los festivales sean más sostenibles. Desde
eliminar los botellines de agua hasta trabajar con proveedores de
proximidad, pasando por el tipo de energía que alimenta los
escenarios o los procesos de recogida selectiva eficiente y posterior
compostaje de todos los residuos que se acumulan en el recinto. Y,
aun así, el gran escollo medioambiental de los macrofestivales
seguirán siendo los inmensos flujos de público que fomentan: miles
de personas que se desplazan por el país o por el planeta
generando su huella de carbono. Es un tema complejo. La misma
idea de macrofestival sostenible parece un oxímoron. Y en el centro
de esta maraña de contradicciones está el gadget eco de todo
festival: el vaso reutilizable.

LA FARSA DEL VASO REUTILIZABLE

Según el estudio Reusable vs Single-Use Packaging publicado en


2020 por la red de comunidades y expertos en eliminación de
residuos Zero Waste Europe, para que un vaso reutilizable sea
medioambientalmente eficiente, es decir, para que su fabricación no
produzca más huella ecológica que un vaso de plástico normal,
debería usarse al menos diez veces. El motivo es obvio: un vaso
reutilizable requiere diez veces más plástico, energía y recursos
para su fabricación. Un vaso reutilizable podría soportar hasta
quinientos lavados. Sin embargo, el mismo estudio estima que se
usa una media de 1,7 veces. La cruda realidad es que el vaso
reutilizable apenas se reutiliza. Bienvenidos al gran ecotimo de los
festivales.
En 2005, la empresa catalana Ecofestes inició su aventura en la
producción y distribución de vasos reutilizables tras detectar el
interés de asociaciones alternativas de jóvenes que organizaban
actos modestos en las fiestas mayores. En aquella época, Ferran
Matarrodona y sus socios compraban el vaso a 0,065 céntimos, lo
serigrafiaban y lo vendían a más del doble. Con el tiempo, invirtieron
en maquinaria hasta convertirse en la primera empresa de
Catalunya capaz de fabricar, serigrafiar y distribuir vasos en grandes
cantidades. En 2019, Ecofestes fue adquirida por la multinacional
belga Impact Group, que ya tiene otras fábricas en distintos países
de Europa. La empresa catalana no para de crecer en facturación y
personal. En verano, la época de más trabajo, da empleo a sesenta
personas.
En julio de 2012, el belga François Jozic organizó en Barcelona el
primer Piknic Électronik, una fiesta diurna, al aire libre y de una sola
jornada con discjockey de música de baile. Venía de un país donde
son habituales las máquinas a la entrada de supermercados donde
la gente deposita envases de cartón, plástico y aluminio, y recibe a
cambio tiques de descuento para comprar. Cuando llegó a España
quedó sorprendido por las escasas políticas de reciclaje. En 2013 ya
implantó los vasos reutilizables en el Piknic Électronik. Fue, por lo
tanto, el primero en introducirlos en el sector de macroeventos
musicales privados, donde por aquel entonces apenas existía algo
parecido a la conciencia ecológica.
Aquellos primeros vasos los fabricó Plastilar, una empresa
catalana que en esa época solo recibía encargos de festivales
franceses. Con el tiempo, las fiestas Piknic ganaron fama,
cambiaron de nombre —ahora se llaman Brunch -In— y Jozic
empezó a necesitar más y más vasos. Solo en 2022, se celebraron
más de treinta fiestas Brunch -In en sus distintas modalidades:
Brunch -In the Park, Brunch -In the City, Brunch -In Weekender,
Brunch Solidario... Las decenas de miles de vasos que necesita se
fabrican en Ibi, una población del llamado «valle del plástico». En
esta zona de Alicante muchas fábricas que en los años setenta y
ochenta producían juguetes entraron en crisis con la entrada en el
mercado de los fabricantes chinos y se reciclaron produciendo
vasos, cubiertos y platos reutilizables. Hoy el «valle del plástico»
funciona a pleno rendimiento gracias, en parte, a clientes como
Jozic. El belga fundaría en 2018 Re-Cup, una comercializadora que
trabaja para clientes tan necesitados de vasos como el Sónar y el
Primavera Sound.
Ecofestes y Re-Cup fueron las primeras en atisbar el gran filón en
que se ha convertido el vaso reciclable, pero no las únicas. Decenas
de empresas ofrecen hoy servicios de fabricación, diseño,
serigrafiado y distribución de vasos a festivales, fiestas mayores,
parques de atracciones, pabellones deportivos y todo tipo de
clientes. Es un sector extraño, el de los vasos reutilizables: lo
ecológicamente razonable sería fabricar los mínimos, pero lo más
rentable es producir el máximo. Ecofestes ha servido pedidos de
trescientas mil unidades para festivales madrileños. Por su parte, y
solo en 2022, Re-Cup vendió unos 12 millones de unidades. Cada
año se fabrican en España millones de vasos para cientos de
festivales, pero su reutilización es muy dudosa. Reutilizables, sí.
Reutilizados, no.
En 2022, Re-Cup sirvió el que posiblemente sea el mayor pedido
de tan controvertido producto: un millón y medio de vasos
reutilizables para la edición doble del Primavera Sound. Como el
festival había cambiado de cervecera patrocinadora, los vasos de
años anteriores quedaron inutilizados; el nuevo patrocinador jamás
aceptaría servir su cerveza en vasos con el logo de la competencia.
Jozic insiste en que su objetivo no es solo vender vasos, sino
fomentar un decrecimiento de producción. Por ello, Re-Cup recogió
y almacenó los setecientos mil vasos que no se usaron en el
Primavera de 2022 y los que se pudieron lavar. «Para el año
próximo tal vez solo fabriquemos doscientos mil», celebra.
Doscientos mil vasos nuevos para un festival que ya tiene
setecientos mil en stock y al que, en el mejor de los casos, asisten
80.000 personas por día. Algo falla en este modelo de reducción de
plásticos. En opinión de Jozic, uno de los problemas es que «la
gente se comporta con esos vasos como con uno desechable: lo tira
al suelo o a la basura».
Alba Cabrera es ambientóloga y coordinadora de estudios en
Rezero, entidad que investiga y asesora a Administraciones y
empresas privadas sobre modelos de consumo consciente que
fomenten la desaparición parcial o total de los residuos. En su
opinión, «si el consumidor no tiene la posibilidad de retornar el vaso,
el festival simplemente está haciendo negocio con él. Producir vasos
reutilizables no tiene sentido si los festivales no están obligados a
recuperarlos. Pero como nadie los obliga el sistema no es efectivo»,
zanja. En EcoEvent, cooperativa valenciana especializada en
estrategias de sostenibilidad para macroeventos, son de la misma
opinión. «El vaso reutilizable se ha convertido en un producto de
marketing. El negocio del vaso está en no permitir al público que lo
devuelva», afirma su fundadora Nuria Díaz. «¿Para qué quieres otro
vaso en casa? ¿Cuántos vasos para lapiceros puedes necesitar? Un
día harás limpieza y los tirarás todos sin haberlos usado», profetiza
su socio en EcoEvent Pepe Martí.
La mayoría de los festivales no permiten al público devolver los
vasos reutilizables. Por lo tanto, venden vasos reutilizables que
apenas se reutilizarán. Y eso implica que el año siguiente habrá que
fabricar vasos nuevos. Cuando un festival se resiste a devolver al
público el importe del vaso está impidiendo que ese vaso se vuelva
a utilizar de forma efectiva. Y, como en tantos otros campos de la
batalla por el reciclaje, lo hace desentendiéndose del producto y
cargando la responsabilidad al comprador. En Rezero sostienen que
la responsabilidad del reciclaje es sobre todo de quien pone el vaso
en el mercado (el fabricante), del vendedor (el festival) y de las
Administraciones, que deben garantizar un reciclaje efectivo. La
responsabilidad del consumidor también existe, pero empieza
después de que estos tres agentes hayan cumplido con la suya.
Un vaso reutilizable puede ser de mayor o menor capacidad y
más o menos gramaje, pero su precio de coste difícilmente supera
los quince céntimos de euro y el de venta se sitúa en torno a los
veinte. En función del pedido, habrá descuentos proporcionales,
pero cuando el vaso se vende a un euro en un festival, su precio ya
se ha multiplicado por tres o cuatro. «Los vasos reciclables no son
un negocio, pero tampoco son una pérdida», asegura Jozic. Y parte
de razón tiene, ya que un mismo espectador puede usar cinco o
siete durante un festival (si pide que le cambien el de cerveza por
uno de combinado o por otro limpio) y, a menos que lo pierda, no
comprará otro. Algunos festivales venden el vaso a dos y tres euros.
Las cuentas siempre son favorables al festival y desfavorables al
medioambiente. Un festival de tres días con treinta mil personas por
jornada puede encargar doscientos mil vasos. ¿La razón de ese
despilfarro de plástico? «El promotor siempre tiene miedo de
quedarse sin vasos a medio festival», explica Jozic.
El despilfarro de vasos de plástico en festivales está alcanzando
tales niveles de ecoobscenidad que empiezan a explorarse
estrategias alternativas. La de Ecofestes es lavarlos y volverlos a
usar de verdad. De hecho, es la única empresa española del sector
con centro de lavado propio. Su propuesta para festivales de 30.000
asistentes por día es fabricar cuarenta mil vasos que recogerán a
las cinco de la madrugada cuando cierre el recinto, lavarán en sus
instalaciones y devolverán al festival a primera hora de la tarde. No
pinta mal. Además, es más barato alquilarlos que fabricarlos. Los
macrofestivales todavía no lo ven claro: ven más claro vender cien
mil vasos e ingresar 100.000 euros. El plan de futuro de Re-Cup es
el Cup2Cup: vasos fabricados al cien por cien de plástico reciclado.
La reutilización estaría garantizada, pero la tecnología aún no
permite obtener vasos transparentes al cien por cien, y eso los hace
poco atractivos para los festivales.
En el extranjero, el alquiler y lavado de vasos reutilizables es una
práctica cada vez más extendida. En Bélgica se lavan veinte
millones al año y se alquilan unos seis millones. El festival suizo
Paléo, por ejemplo, lleva cinco ediciones usando los mismos.
Cuando acaban los conciertos, se lavan y se guardan en un
almacén hasta el año siguiente. En España, esta práctica ya es
habitual en fiestas mayores de pueblos y barrios. Eso sí, los vasos
están serigrafiados con una imagen que nunca incluye el año de la
celebración, de modo que se puedan reutilizar sin que parezcan
caducados. Los festivales, en un intento de convertir el vaso en un
souvenir y justificar así que el usuario se lo lleve a casa, los decoran
con el cartel de esa edición, el año y, por supuesto, todos los
espónsores.
El vaso es, en definitiva, un elemento de marketing más. Y como
tal, estará diseñado en función de las estrategias del festival y de los
deseos del patrocinador. Los consejos medioambientales quedan
siempre en tercer lugar. El último grito en el sector son los vasos
decorados con el sistema IML, una lámina a todo color incrustada
dentro del plástico que no se desgasta con el tiempo como el
serigrafiado. Es un proceso más caro que dificultará más su
compostaje, pero el resultado es mucho más vistoso. Por lo tanto,
¡se podrá vender más caro! De cara a 2023, ya se auguran notables
incrementos en el precio de coste de los vasos debido al
encarecimiento del transporte, la energía y el propio plástico. Lo
mejor de todo es que el principal proveedor de plástico, la materia
prima con la que se fabrican estos objetos tan ecológicos, es
Repsol-YPF.
Por ahora, el Gobierno español no ha movido un dedo para
regular esta farsa de buenas intenciones y malas prácticas, así que
cada festival hace lo que quiere. La inmensa mayoría es reacia a
hacerse cargo de los vasos y devolver la fianza al público;
supuestamente, porque decenas de miles de personas formarían
colas larguísimas en la caseta de devolución. Tampoco acepta servir
al público en vasos no comprados en el recinto y los que lo permiten
no lo publicitan lo suficiente para que el hábito no se extienda de
forma irreversible. La opción de recuperar el dinero del vaso
tampoco está garantizada en la mayoría de los festivales; los que la
permiten suelen limitar el número de unidades que puede retornar la
misma persona para impedir que se conviertan en una treta para
ganar dinero. La pulsera cashless permite vincular el vaso con el
comprador y limita la posibilidad de devolución a la misma persona.
Obstáculos y más obstáculos cuyo objetivo es cargar al público con
el vaso y la responsabilidad.
El vaso reutilizable es el Santo Grial del greenwashing (el
ecoblanqueo) festivalero, un souvenir de compra obligatoria que
apenas se reutiliza. Mientras los festivales no estén obligados a
quedárselos y a devolver al público el dinero que pagó por usarlos,
su presunta reutilización seguirá siendo la mayor ecofarsa del
sector. Sabiendo que fabricarlos cuesta céntimos de euro, cobrarlos
aparte a unos consumidores que ya pagan la cerveza a precios
astronómicos es un ecoatraco.

NO TODO ES PLÁSTICO

El material del vaso es otro tema espinoso para Rezero, pues


muchos festivales están sustituyendo el vaso de plástico de siempre
por biovasos fabricados con materias primas vegetales, pero no
están resolviendo el tema de su reutilización. Sustituyen un material
por otro, pero el coste de fabricación no queda justificado si siguen
teniendo un solo uso. Por otro lado, al estar hechos de un material
que confunde al público a menudo se depositan en contenedores
equivocados que inutilizan la tarea de recogida selectiva de
residuos. Y para colmo, ninguno de los materiales con que se
fabrican los vasos reutilizables permite compostarlos de forma cien
por cien eficiente. No hay fábricas en España que alcancen la
temperatura necesaria para compostar bien ese material y si las
hubiera estarían generando un consumo brutal de energía para
compostar un producto apenas usado.
La falsa solución de cambiar el material sin cambiar la mentalidad
del uso único está especialmente extendida en los platos y cubiertos
que se utilizan en los food trucks de los festivales. De nuevo son un
parche más que una solución, ya que implican la producción de
ingentes cantidades de material. Una vez más, la solución eficiente
pasaría por platos y cubiertos verdaderamente reutilizados mediante
sistemas de lavado y almacenaje.
El festival genera aún más desechos. Por ejemplo, los
excedentes alimentarios. Una solución es donarlos a entidades
sociales, como hace Brunch -In desde su filial Social Fooding. Otra,
triturarlos en el propio recinto para reducir su volumen y las
emisiones de carbono que generará su transporte hasta las plantas
de compostaje. Cualquier opción distinta es un despropósito en
términos de sostenibilidad alimentaria. En los camerinos se lanzan
bandejas enteras de comida al final de cada jornada. En la entrada
de los festivales se acumulan kilos de bocadillos que la organización
ha prohibido al público introducir en el recinto.
Las colillas pueden parecen un problema menor, pero es de los
productos tóxicos que mayor impacto generan en el ecosistema. A
diferencia de las salas de conciertos y pabellones, donde está
prohibido fumar, en los festivales al aire libre no hay prohibición. Con
la de festivales que se celebran en la playa o en la montaña, el
problema es aún más relevante. En el Rototom Sunsplash se fuma
mucho, aunque poco tabaco, y tienen cuarenta contenedores para
colillas distribuidos por el recinto. En las distintas fiestas Brunch -In
celebradas en 2019 recogieron cinco kilos de colillas y las enviaron
a MeGo!, una de las pocas plantas del mundo que reciclan este tipo
de residuos. Reciclar un kilo de colillas cuesta cien euros. Con el
material obtenido en la planta francesa se han fabricado monturas
para gafas.
EL PRIMER FESTIVAL VERDE

Nuria Díaz y Pepe Martí se conocieron trabajando en los camerinos


del FIB. Ambientóloga ella e ingeniero experto en temas energéticos
él, en 2008 fueron pioneros en la implantación de un proyecto de
sostenibilidad en el marco de un macrofestival musical. Fue el
programa Green & Clean, impulsado activamente por los directores
del festival y celebrado con gran entusiasmo corporativo por la
cervecera Heineken, que por aquel entonces ya patrocinaba el
festival y había bautizado el escenario principal como Escenario
Verde. Su lema estrella era «Piensa en verde». El verde de las
botellas de cerveza y el de la ecología se hermanaban por primera
vez en un macrofestival.
El proyecto Green & Clean iba más allá de la recogida selectiva
de residuos, pues planteaba cambios de hábitos en el uso del agua,
la política de compras, la distribución de ceniceros y el cálculo de
emisiones de CO2 del festival. De aquel proyecto pionero nacería ya
en 2017 EcoEvent. La cooperativa trabaja cada año para una
treintena de macrofestivales: Medusa Sunbeach, Low, Arenal
Sound, Rototom, Primavera Sound, Tomavistas... Casi siempre
opera en alianza con la empresa de recogida de residuos Ecoembes
y su experiencia le está permitiendo ver comportamientos verdes y
de todos los colores. No solo por parte de los promotores de
festivales, sino también del público. «En un festival con gente joven,
que mira más la pasta y está ya más concienciada, se reutilizan
mucho más los vasos. En uno con gente de poder adquisitivo
medio-alto, no.» ¿Significa eso que, contra lo que pudiera parecer,
el público del Arenal Sound colabora más en reducir la huella
ecológica que el del Festival de les Arts? «Sí, y de forma
exagerada», afirma Martí.
El proyecto de Ecoembes de recogida de residuos en
macrofestivales es un arma de doble filo: permite reducir el impacto
de muchos de estos y concienciar de su capacidad de mejora, pero,
al mismo tiempo, muestra qué festivales tienen sensibilidad
ecológica y cuáles buscan solo el beneficio económico. Ecoembes
proporciona contenedores para facilitar la recogida selectiva y
camiones que se llevan el cartón y el plástico a las plantas de
compostaje. Todo esto no tiene coste para el festival: si Ecoembes
se lleva cincuenta toneladas de basura y además eso les da una
imagen positiva, el negocio es redondo. Pero la calidad del material
recogido dependerá del trabajo que haga el festival instalando
puntos verdes con contenedores para residuos de todo tipo.
Cuantos más haya y más limpios estén, más fructífera será la
recogida. «La diferencia entre un festival que hace bien su trabajo y
uno que no, puede ser recoger un 80 % de residuos bien separados
o que el 80 % del material esté mal separado», estima Martí.
Muchos festivales ni siquiera tienen un departamento de
sostenibilidad o una persona dedicada exclusivamente a este
aspecto. Ello implica que, si el responsable de sostenibilidad de un
festival lo es también de las barras y de la seguridad, cuando
aparezcan problemas en el suministro de barriles o en el perímetro
de vallas, la gestión de los residuos pasará a segundo o tercer
plano. Si con la crisis de 2008 los proyectos de sostenibilidad
impulsados por ayuntamientos cayeron en picado, la pandemia ha
hecho que muchos festivales aparquen su sensibilidad ecológica a
la espera de tiempos mejores. «No quiero ser categórica, pero
después de aquellos meses en los que decíamos que de la
pandemia saldríamos mejor, diría que hemos salido casi peor —
apunta Díaz—. Algunos festivales sensibilizados han asumido los
costes de la recogida selectiva en ausencia de Ecoembes, pero
muchos otros han dicho: “Si no me pagan la recogida, me sale más
barato echarlo todo al mismo contenedor”.» Un macrofestival con
decenas de miles de asistentes puede generar fácilmente entre
doscientas y trescientas toneladas de basura. Y la cifra aumentará
más si dispone de zona de acampada.
Todos los ayuntamientos de España disponen de estadísticas
sobre los residuos producidos. En Burriana, en 2022 se generaron
en torno a 1.323 toneladas mensuales; una cifra que pondera los
meses del año con menos actividad, los de invierno, y los de más,
cuando llegan los veraneantes. El macrofestival Arenal Sound se
celebra la primera semana de agosto y la cifra de residuos
recogidos ese mes siempre es mayor. En 2022 fueron 1.762
toneladas; un aumento de 438 toneladas respecto al resto del año.
Desde el departamento de medioambiente de Burriana estiman que
el 15 % de ese incremento correspondería a la actividad de los
veraneantes, pero que el 85 % restante sería directamente fruto de
la presencia del público del festival Arenal Sound en la localidad:
eso son 372 toneladas. La conclusión es que un festival de seis días
generó el 21 % de residuos de todo el mes de agosto en esta
localidad castellonense de 35.000 habitantes.
La gestión y reducción de los residuos es solo uno de los muchos
aspectos que conforman los planes de sostenibilidad con los que
EcoEvent asesora a los macrofestivales. Hay otros aún más
complejos de abordar, como el consumo energético. En general, el
porcentaje de energía procedente de la red pública que usan los
festivales es mínimo comparado con el que proviene de los grupos
electrógenos que instalan. Un festival de dos días, con un aforo de
entre 20.000 y 30.000 espectadores, con dos escenarios, zona de
comida y mercadillo, puede consumir fácilmente 8.000 litros de
diésel. En Brunch -In ya están explorando nuevas vías, como
alimentar sus escenarios con generadores de hidrógeno.

LA LEY DEL AGUA GRATUITA

El Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico


dictó en mayo de 2022 un real decreto de envases y residuos cuyo
artículo 7.6 dice: «Los promotores de eventos festivos, culturales o
deportivos implantarán alternativas a la venta y la distribución de
bebidas envasadas y de vasos de un solo uso, garantizando
además el acceso a agua potable no envasada». Esta medida, que
entra en vigor en España el 1 de julio de 2023, está más que
implantada en festivales estadounidenses como Lollapalooza. En su
edición de Chicago, por ejemplo, dispone desde hace años de
treinta y cuatro «estaciones de hidratación» (barras con el mismo
aspecto que las de venta de bebida) que juntas suman ciento
cincuenta tiradores de agua y desde las que los camareros del
festival sirven agua al público. Es un dispositivo a años luz de los
festivales que aseguran ofrecer agua potable al público porque
tienen cinco fuentes para abastecer a 50.000 personas.
En España, eventos celebrados en condiciones climáticas
extremas como el Monegros Desert Festival ya ofrecían agua
potable gratuita al público hace más de quince años, pero conforme
ha ido creciendo el número de festivales (y su tamaño), el agua
gratuita se ha ido convirtiendo en un bien más escaso (o mal
señalizado), cuando no directamente inexistente. La razón es obvia:
la venta de agua embotellada proporciona un margen de beneficios
fabuloso (sobre todo, si tienes la cara de vender un botellín a dos
euros) y, por lo tanto, supone una parte importante de los ingresos
en las barras de los festivales. Que en 2023 ya estén obligados a
ofrecer agua potable puede suponer un mazazo para sus finanzas.
Según un estudio de la organización ecologista italiana
Legambiente, un litro de agua supone para la empresa
embotelladora un coste de dos céntimos. El resto de gastos los de
producción (envase de plástico, tapón, etiquetaje y distribución)
encarecen el producto hasta una cifra que puede bascular entre los
siete y los veintiocho céntimos por litro, según declaraba un
responsable de la Unidad de Negocio de Aguas de Coca-Cola Iberia
en 2013. El agua embotellada es otro gran negocio para los
festivales, pero también para las empresas que la venden. Y, por
supuesto, genera inmensas montañas de plástico que luego hay que
reciclar.
Solo en Inglaterra, el público que asiste a festivales de música
consume diez millones de botellas de agua de plástico al año. Eso,
tratándose de un país cuyas temperaturas no exigen tanta
hidratación como España. Las fiestas Brunch -In dejaron hace años
de vender botellines de plástico. Ya solo usan botellas de vidrio.
Presionar a los distribuidores de agua reclamando otro tipo de
envases es una forma de hacer política medioambiental. Y
eliminando los vasos de un solo uso, los botellines de plástico y las
cañitas de los combinados, Brunch -In ha reducido al 2 % la
presencia de plástico. El cero por ciento ya está más cerca.
A la acumulación de plástico que significa la venta de agua en
botellas, hay que añadir el impacto medioambiental que supone su
transporte hasta el recinto del festival. Porque cuando un festival
cierra un acuerdo de patrocinio con una empresa cervecera, esta
suele encargarse también de la venta de agua y servirá alguna
marca de su grupo empresarial. Estrella Damm es propietaria de
Aguas de Veri, Estrella Galicia posee Cabreiroá, Mahou-San Miguel
es dueña de Solán de Cabras... Todo ello significa que el agua
viajará desde tan lejos como llegue la cerveza. Para evitar el
despilfarro medioambiental que implica transportar miles y miles de
botellines de agua, desde 2017 el festival Rototom, además de
fuentes de agua potable de la red pública, tiene cincuenta y dos
puntos de suministro de agua microfiltrada, osmotizada y refrigerada
que el público paga a medio euro el vaso. En su recinto tampoco
entran los botellines de plástico desde hace años.
Ya en 2014 el cantante californiano Jack Johnson aplicó un sinfín
de medidas para reducir al máximo la huella de carbono que
generaba su gira. Los botellines quedaron prohibidos para el equipo
de gira y fueron sustituidos por dispensadores de agua que también
se instalaban en los recintos donde actuaba y de los que el público
podía beber gratis. El público, además, podía traer de casa sus
vasos reutilizables. Esas son las medidas que Rezero considera
imprescindibles: depósitos de agua de proximidad combinados con
el uso del vaso reutilizable que el público pueda traer de casa. En
España, empresas como Clean Wave ofrecen el servicio de
depósitos de agua gigantes para abastecer al público. El festival de
circo y conciencia ecológica Qué Celeste de Formentera ya lo
utiliza.
Los depósitos de agua pueden ser una buena solución para
cumplir la ley a partir de 2023. Además, no solo sustituyen miles de
botellines de plástico, sino que también son un ahorro de energía en
cuanto a transporte. Pero la solución ideal en concentraciones de
tanta gente es que los recintos sirvan agua potable a través de la
red pública porque así también se eliminan esos costes de
transporte y su impacto ecológico. Según donde se celebran los
macrofestivales, la opción puede ser complicada, pero, justamente
por ese motivo, autorizar la celebración de un festival en un recinto
sin capacidad para ofrecer agua corriente de forma eficaz a miles de
personas supone generar un problema medioambiental de primer
orden. Ahí, una vez más, quien tiene la sartén por el mango —y la
responsabilidad— es el ayuntamiento.
El agua puede ser un elemento clave en el futuro de los
macrofestivales españoles. Las Administraciones deberán tener en
cuenta la facilidad o dificultad de garantizar su suministro antes de
autorizar o denegar la celebración de eventos en un recinto. Y el
público deberá estar atento a la actitud de los promotores de los
festivales. La ecuación a partir de julio de 2023 será clara como el
agua: cuanta más predisposición muestre un festival a que el
público consuma agua gratis (básicamente, en número de puntos de
agua y facilidades para obtenerla), más evidente será su
compromiso medioambiental. Cuanto más difícil lo ponga, más obvio
será su interés en seguir haciendo negocio con los botellines.

LA HUELLA DE CARBONO

En 2003, Radiohead fue el primer grupo que encargó un estudio


para calcular la huella de carbono que generaban sus giras y, así,
intentar reducirla. De aquella gira de diecinueve conciertos en salas
salió una cifra de casi 2,3 toneladas de CO2. Una segunda gira en
2006 celebrada en doce recintos de más capacidad y alejados del
centro elevó la huella de carbono a nueve toneladas. El estudio
estimaba que en la gira de 2003 las emisiones generadas por el
público que iba a los conciertos supusieron el 86 % del total, y que
en la de 2006 se elevaron al 97 %. Gran parte de las emisiones
generadas por el propio grupo también provenían del transporte.
Por todo ello, y de cara a su gira de 2008, Thom Yorke y
compañía diseñaron una gira que reduciría drásticamente el uso de
combustibles fósiles. Entre otros avances, la banda diseñó un show
iluminado con un sistema de LED que reducía en tres toneladas las
emisiones de CO2, renunció a transportar su equipo en avión, y
todos los autocares y camiones utilizaron biocarburante. Aquel
Carbon Neutral World Tour celebró una sola fecha en la península
(el festival Daydream patrocinado por Movistar), lo cual obligó a
muchos fans españoles a desplazarse hasta Barcelona. De nuevo,
la huella de carbono que generaron viajando en coche o avión fue
infinitamente superior a la que generó el propio grupo.
Desde Massive Attack hasta Coldplay, pasando por Billie Eilish o
el citado Jack Johnson, numerosos artistas han desarrollado
estrategias para reducir el efecto contaminante de sus giras y, de
paso, concienciar a los demás artistas, al sector musical y a la
sociedad en general de la necesidad de tomar medidas en esta
dirección. Pero muchas de estas intenciones encuentran un grado
mayor de dificultad cuando se topan con los festivales. Ahí quien
tiene más terreno por recorrer es la organización del evento y, a
menudo, sus avances o retrocesos están directamente relacionados
con la política medioambiental de cada país.
A Greener Festival es una organización internacional con sede en
el Reino Unido que analiza el impacto medioambiental de los
festivales. Trabaja con cerca de trescientas personas de distintos
países formadas para auditar eventos musicales y certificar con
máxima precisión su nivel de sostenibilidad basándose en
estándares internacionales de medición. La asesora en
sostenibilidad Jone Pérez Landa es una de sus auditoras y también
la impulsora de un departamento que, en función del consumo de
energía, toneladas de residuos y otras variables de cada festival,
calcula la huella de carbono que generan: es decir, sus emisiones
de CO2.
Desde su fundación en 2005, A Greener Festival trabaja codo con
codo con grandes festivales y en los últimos años ha visto crecer la
sensibilidad ecológica de muchos eventos. Sobre todo, en el Reino
Unido y en Holanda debido a la normativización por parte de sus
respectivos Gobiernos de normativas encaminadas a controlar y
reducir la huella de carbono. La iniciativa Plannet Zero para
erradicar las emisiones de CO2 de cara a 2050 ha supuesto un gran
impulso en las estrategias de descarbonización en el Reino Unido.
En Holanda, la nueva legislación medioambiental ha provocado que
también los macrofestivales necesiten certificaciones para realizar
sus eventos. En España, las Administraciones apenas empiezan a
mover ficha en comunidades como Madrid (con la Ordenanza de
Calidad del Aire y Sostenibilidad), Euskadi (impulsando el sello de
eficiencia Erronka Garbia) y Catalunya (con el Pla C), pero suelen
ser recomendaciones que seguir y reconocimientos a la labor hecha,
más que normativas de obligado cumplimiento.
El festival de Glastonbury instaló su primer molino para
abastecerse de energía eólica en 1994, y desde 2000 han plantado
más de diez mil árboles que han contribuido a compensar
ochocientas toneladas de CO2 de emisiones. En España, son
contados los festivales con departamento de sostenibilidad o, al
menos, con alguna persona del equipo que tenga conocimientos
para al menos facilitar la información necesaria ante una auditoria
medioambiental. Solo media docena de festivales españoles han
solicitado la certificación de A Greener Festival. En otros países
europeos, la lista es mucho más larga.
Para auditar el nivel de sostenibilidad de un festival, A Greener
Festival se vale de un formulario de más de doscientas preguntas
distribuidas en catorce categorías que van desde el tratamiento de
los residuos hasta el consumo energético, pasando por el impacto
en la comunidad local. Las respuestas a todos esos puntos
permitirán, por un lado, calibrar el nivel de concienciación y eficacia
de sus acciones, y, por otro, empezar a calcular sus emisiones de
CO2. El cálculo final será la suma de las emisiones directas
generadas en el recinto del festival, tanto en combustibles que se
queman en el recinto como en energía para iluminar los conciertos,
generación de residuos y transporte interno de todas las personas
que trabajan en la organización del evento. Un cálculo realmente
completo deberá añadir también las emisiones indirectas de todas
las personas que asistan al evento en sus respectivos medios de
transporte (público, artistas y proveedores), vengan de donde
vengan. Y ahí es donde la huella de carbono de los macrofestivales
se dispara.
Obviamente, el proceso de certificación de emisiones de CO2 de
un festival debe realizarse durante el evento. Cualquier informe
previo que no se compruebe en directo es marketing y humo. Los
certificados de huella de carbono pueden ser más o menos
exigentes en función del organismo que los emita y, sobre todo, de
los aspectos que entren en el cálculo. Que un festival presente una
cifra más elevada de emisiones de carbono no tiene por qué
significar que contamine más, sino que el cálculo es más estricto y
fiable. Y como el objetivo de estos análisis es compensar la huella
generada, cuanto más baja sea esa cifra, menos habrá que
compensar. A todos los festivales les interesa que la cifra no sea
muy alta y, por tanto, preferirán encargar estudios más laxos.

5.037,24 TONELADAS DE CO2


El Rototom Sunsplash de Benicàssim es el único macrofestival
español que ha recibido un Greener Festival Award en sus dieciocho
ediciones y fue en 2010, de modo que el galardón premiaba la
última edición que el festival celebró en Italia. El economista y
politólogo Fiachra McDonagh es desde 2012 el máximo responsable
de sostenibilidad del Rototom, un macroevento con un sólido
compromiso con la sostenibilidad. Tan sólido es, que cada año
invierte unos 40.000 euros en proyectos de investigación y cerca de
200.000 euros más en asegurar que el impacto medioambiental del
festival sea el menor posible. Esa partida incluye desde la recogida
selectiva y el compostaje hasta el uso de iluminación LED. Ya les
gustaría instalar placas solares, pero no tendrá sentido hasta que la
energía que produzcan se pueda consumir todo el año en la ciudad
y no solo los siete días del festival.
A diferencia de muchos otros festivales, en Rototom tienen una
zona de retretes de obra conectados al alcantarillado público y cada
año instalan otro lote de casetas que conectan a los retretes
permanentes; apenas hay lavabos químicos en el recinto. Además,
el agua de las cisternas proviene de tanques que almacenan el agua
depurada que antes se ha usado en las duchas de la zona de
acampada. Son medidas a las que han llegado tras años de ensayo
y error en busca de las mejores soluciones. Pero incluso en eventos
tan concienciados, el vaso verdaderamente reutilizable es tabú: en
el Rototom no puedes traerlo de casa, cada año imprimen modelos
nuevos y no es retornable a menos que quieras donar ese dinero a
una ONG escogida por la organización.
Uno de los aspectos que considera A Greener Festival a la hora
de medir el compromiso medioambiental de un festival es que haga
públicas sus cifras. Eso permite mostrar el camino avanzado y,
también, el que queda por recorrer. Tras años aplicando medidas
para reducir su impacto, el Rototom encargó en 2021 el informe más
completo y fiable de huella de carbono realizado hasta la fecha en
un festival europeo. «Cuando volvimos de la pandemia, todo el
mundo quería salvar el planeta y todo el mundo hacía
greenwashing», bromea McDonagh. Su apuesta era tan seria que
tendría la certificación ISO de la Organización Internacional de
Normalización. La cifra estimada en el estudio fue de 8.700
toneladas, pero los análisis realizados sobre el terreno durante los
siete días de festival determinaron que la cifra real de emisiones de
CO2 fue de 5.037 toneladas.
La huella medioambiental del Rototom era descomunal
considerando que los festivales auditados por A Greener Festival
emiten una media de dos mil trescientas toneladas y que en 2022 el
festival de reggae ya tenía una eficaz gestión de residuos, no vendía
botellines de agua, había eliminado el plástico del recinto y
trabajaba con proveedores locales. La explicación es simple: el
estudio era tan minucioso que no solo incluía consumos internos del
festival, sino también los desplazamientos del público llegado de los
cinco continentes. La huella del Rototom es descomunal, pero aquel
estudio fue un descomunal ejercicio de transparencia.
En la última entrega de los Premios Fest que organiza el gremio
de festivales españoles, el Rototom obtuvo el máximo galardón en la
categoría de sostenibilidad. Qué menos. Cuesta creer que otro
macrofestival se lo hubiese podido arrebatar. Más aún tras dos años
sin actividad ni ingresos que han reducido considerablemente la
sensibilidad ecológica de muchos eventos. «Parecía que tras la
pandemia se daría un paso fuerte, pero se ha dejado en un segundo
plano el tema de la sostenibilidad», detecta Jone Pérez. La crisis del
sector ha provocado que muchos festivales hayan reducido
drásticamente su implicación medioambiental para afrontar
problemas logísticos y económicos que consideran más urgentes.
En su voluntad de incentivar a los festivales a trabajar en pos de
la sostenibilidad ecológica, A Greener Festival otorga desde 2007
premios a los eventos más sostenibles de cada año. Durante años,
la máxima categoría era la de Outstanding. Entre la treintena de
festivales que la han obtenido, solo hay uno español: el festival
internacional de energías renovables Eólica que se celebró en
Tenerife en 2009. Desde que escogen un único ganador, ningún
festival español ha obtenido jamás el máximo galardón ni ha estado
remotamente cerca de ello.

INSOSTENIBLES POR DEFINICIÓN

Entre los esfuerzos encaminados a fomentar la sostenibilidad del


Rototom están las campañas de sensibilización para que los
asistentes viajen a Benicàssim en transporte público o en vehículos
compartidos. Aun así, los datos son aplastantes: el 76 % de las
emisiones de CO2 del festival las generan los desplazamientos de
su público. Y aquí es cuando toda esperanza de imaginar un
macrofestival sostenible se desvanece. Si el turismo es una de las
industrias más contaminantes del planeta al estar basada en el
transporte continuo de personas por tierra, mar y aire, el turismo
festivalero plantea los mismos inconvenientes medioambientales.
Atacar la raíz contaminante de los macrofestivales significa
cuestionar su modelo mismo de negocio. Contratar a artistas en
exclusiva e impedir que actúen en ese país durante todo el verano
significa hacerlos volar para una única fecha. Por lo tanto, el festival
obliga al artista a generar emisiones de CO2 que no compensará
con otras actuaciones y obliga a los asistentes a desplazarse más
lejos si quieren verlo. Pero, claro, la exclusividad es un elemento
estratégico y de marketing para el macrofestival. Lo mismo pasa con
la afluencia de público: reducir al máximo el porcentaje internacional
y apostar por públicos estrictamente locales es un tema del que
muchos macrofestivales no quieren ni oír hablar.
Un estudio de la Universidad de Surrey calculaba que en las
salas de conciertos se genera una cantidad global de emisiones de
CO2 que, divididas entre los asistentes al concierto, dan como
resultado cinco kilos por persona. En el caso de los grandes
pabellones, las emisiones son de dieciocho kilos por persona. La
cifra aumenta porque un espectáculo para más gente requiere más
materiales y energía, pero también porque hasta dos tercios de esas
emisiones de CO2 las genera el propio público desplazándose al
concierto. En el caso de los festivales, la huella de carbono crece
aún más: hasta veinticinco kilos por persona. Incluso por motivos
medioambientales es más recomendable ir a conciertos en
pequeñas salas que en grandes pabellones o festivales. Dicho de
otro modo: la deriva que ha tomado la industria del directo,
apostando por eventos lo más grandes posible con los que generar
los máximos beneficios, es también un crimen ecológico.
Los macrofestivales destinados a un público internacional son
responsables de la llegada de miles de turistas en avión, pero los
macrofestivales destinados a un público nacional también son
responsables de la llegada de miles de turistas en coche. Lo saben
bien en el Sonorama. Renfe cerró hace más de una década la línea
que conectaba Aranda de Duero con Madrid. Y precisamente de
Madrid llega el 18 % del público, según estimaciones del festival. El
Sonorama y otras entidades y empresas arandinas presionan desde
hace años para que reabra la estación de tren. Es una medida
imprescindible para reducir el impacto ecológico que supone
convocar a decenas de miles de personas. El mapa de festivales
españoles es un poco como el trazado del AVE: un sinfín de
costosas infraestructuras que solo se utilizan en fechas señaladas al
lado de pueblos sin tren de cercanías. Pero incluso en un país con
una red de transportes públicos perfectamente planificada, la
conclusión de Jone Pérez sería igual de tajante: «Un macrofestival
no es sostenible ecológicamente por mucho que quieras adornarlo.
Puede mejorar entre poco y bastante, pero siempre tendrá un
impacto brutal. Y cuanto más crezca un festival, menos sostenible
será, independientemente de los esfuerzos que haga».
A menudo, las estrategias de greenwashing dan pistas sobre el
impacto medioambiental de un macrofestival. Cuanta más
conciencia muestran, más remordimientos delatan. Por más que
organicen charlas de sostenibilidad patrocinadas por gigantes del
automóvil y promocionen el maquillaje con purpurina biodegradable
(¡existe!), debemos asumir de una vez que, también a nivel
ecológico, los macrofestivales son animales destructivos. Igual que
en su día se puso de moda calcular el impacto económico de estos
eventos, las Administraciones deberán poner de moda los análisis
de impacto ecológico y actuar en consecuencia para que el
consumidor no los perciba como espacios de impunidad
medioambiental. El día que sea obligatorio que los macrofestivales
presenten informes certificados de huella de carbono podremos
calibrar si el beneficio económico compensa el perjuicio ecológico y
compararemos su impacto medioambiental con el de otros
macroeventos dudosamente ecofriendly, como el Mobile World
Congress, los Juegos Olímpicos, el Mundial de Fútbol o la Fórmula
1.
EPÍLOGO

El otro abono

Hace más de una década que se habla de la burbuja de festivales


en España. Es un debate cíclico referido a la sobreabundancia de
estos eventos frente a una supuesta falta de público. Sin embargo,
la realidad es obstinada. Cada año se celebran más, cada año
muchos crecen en aforo, y cada año se renueva y amplía el interés
del público, de los artistas, de las marcas, de los medios y de las
instituciones. Las cancelaciones y pinchazos existen, pero
paralelamente surgen nuevos festivales impulsados por empresarios
dispuestos a exprimir un poco más la gallina de los huevos de oro.
Pocos sectores más prósperos hay en la industria musical que los
macrofestivales y la mejor prueba de ello es el desmedido interés de
los fondos inversores extranjeros. Algún indicio les debe hacer
pensar que este modelo de negocio no solo no tiene visos de
hundirse en España, sino que generará suculentos beneficios unos
cuantos años más. La burbuja, en caso de existir, tardará en
pinchar.
Los festivales son, si acaso, una colección de burbujas. Está la
burbuja de las cifras de asistencia hinchadas; la burbuja de los
cachés; la de los precios de comidas y bebidas; la mediática, que
genera engañosos espejismos de relevancia cultural; la burbuja de
los patrocinios, que sobrealimentan géneros en función de sus
estrategias de marketing; la de las falsas expectativas que supone
para los grupos tocar en festivales a rebosar y días después volver a
la realidad de las salas vacías; la burbuja legal, que convierte los
festivales en ranchos ajenos a las normas que se cumplen a
rajatabla fuera del recinto; la de la abundancia, que camufla
dinámicas precarizadoras; y, cómo no, la gran burbuja del dinero
público, que alimenta todas las burbujas incluidas en esta lista.
Pero los macrofestivales han llegado para quedarse. Del mismo
modo que internet cambió para siempre la forma en que adquirimos
y escuchamos música grabada, del mismo modo en que las
plataformas de visionado transformaron la forma en que vemos
películas, los festivales han alterado nuestra relación con la música
en vivo. Las descargas y el streaming no acabaron con los vinilos y
los CD (aunque sí con cientos de tiendas de discos). Netflix y
Amazon Prime no han provocado el cierre de todas las salas de
cine. Son modelos de consumo cultural que coexisten en el
mercado, aunque en equilibro muy desigual. El pulso en el negocio
de la música en vivo todavía no está tan desequilibrado en favor de
los macrofestivales, pero la tendencia se antoja paralela e
irreversible.
Lo que suceda en el futuro no es objeto de este libro. El presente,
en cambio, nos habla de varias generaciones de personas que han
crecido conviviendo con esta forma de acceder a la música en vivo.
Es gente que, desde la melomanía o la curiosidad, ha normalizado
este modelo de consumo. Y si a finales de los años noventa la
aparición de internet devaluó la experiencia de enfrentarse a la
música grabada, pareciera que ahora los macrofestivales devalúan
la experiencia de enfrentarse a la música en vivo, diluyéndola en un
magma de ocio inocuo y multitasking donde una de las principales
tareas dentro del festival es decir que estás en un festival. O eso
creemos entender los ancianos que andábamos por el mundo antes
de que existieran los festivales y pagábamos las entradas de
conciertos en pesetas.
Esa corriente de desencanto hacia los macrofestivales —de la
que este libro se nutre y se hace eco— bien pudiera ser otra
burbuja. Miles de melómanos se han ido retirando en silencio o
perjurando a gritos que jamás volverán a pisar un evento así sin
querer asumir una evidencia: que los macrofestivales no son para
ellos porque hace años que ellos no son el público que buscan los
macrofestivales. Y aunque los adultos no demos crédito, miles de
jóvenes cuentan las horas y los euros que les faltan para correrse
algún día una macrojuerga de tres días en un festival. Tal vez las
nuevas generaciones hayan decidido que esta es la forma en que
quieren disfrutar de los conciertos el resto de su vida: la música
como guarnición de un acontecimiento mayor; la música de fondo en
un entorno plagado de estímulos consumistas; la música financiada
por marcas con las que no compartes ideales, pero ante las que no
opondrás la misma resistencia ideológica que opondrías en
cualquier otro contexto. Tal vez este es el tipo de sociedad hacia la
que nos dirigimos: menos exigente y más adocenada. Un festival de
música, al fin y al cabo, es un reflejo de la sociedad y un escaparate
social.
La edad también influye, cómo no. Con el paso de los años, aquel
«lo quiero todo y lo quiero ahora» tan propio de la juventud pierde
fuerza en favor de un «con dos me basta, y si entre una y otra
puedo descansar, mejor me sentará». Hay algo generacional, sin
duda, en el rechazo y la fascinación que despiertan, porque los
macrofestivales son, también, fruto y espejo de un tiempo muy
concreto. Sin embargo, no hace tanto tiempo que tenemos festivales
en España. Debería ser posible desandar el trayecto y volver a
transitarlo deteniéndonos en cada cruce de caminos para valorar si
la dirección tomada en su día fue la más adecuada para nuestros
intereses como aficionados a la música. Comprender la lógica de los
festivales nos permitirá entender cómo nos relacionamos con ellos.
Y ese es el primer paso para mejorar, en la medida de lo posible,
esta relación. O, por lo menos, para decidir cómo queremos que sea
un festival antes de que otros lo decidan por nosotros. Ese ha sido,
en todo momento, el cometido de este libro, que casi acaba.

UN PASEO POR EL BOSQUE

El festival Dansàneu celebra cada verano en el Pirineo de Lleida


una veintena de actividades durante la segunda semana de julio.
Los ejes de su programación son la danza, la música y el territorio,
de modo que los espectáculos se ubican en espacios naturales o
históricos de la comarca del Pallars Sobirà. Precisamente en esa
comarca nació el Doctor Music Festival, pero el planteamiento de un
evento y otro no podrían ser más antagónicos. Mientras el
Glastonbury catalán tuvo que vallar y proteger el monasterio
románico de Santa Maria d’Àneu de la ingente afluencia de
espectadores, el Dansàneu suele programar íntimas actuaciones en
su interior. En el Doctor Music Festival, los alaridos de Rage Against
The Machine retumbaron contra los muros de la iglesia. En el
Dansàneu, la voz de Maria del Mar Bonet volaría realzada por su
abrumadora acústica.
El Doctor Music Festival resistió tres asaltos en los prados de
Escalarre y su intento de renacer en 2019 topó con una fuerte
oposición de entidades ecologistas que acabarían abortando el
proyecto. En 2021 el festival Dansàneu cumplió treinta años y
recibió el Premi Nacional de Cultura por su respetuosa forma de
alojar espectáculos culturales en el entorno natural y patrimonial. En
aquella trigésima edición se les ocurrió programar un acto de lo más
insólito: una ruta pirenaica de cuatro jornadas. Protagonizaban la
excursión el músico Arnau Obiols y el bailarín Magí Serra. El público
del festival podía sumarse en algunos tramos y ver cómo Obiols
arrancaba el tallo de una planta y construía un instrumento de viento
para interpretar canciones de montaña que aprendió de su abuelo.
Serra improvisaba danzas haciendo equilibrios de tronco en tronco.
Aquel silvestre encuentro quedaría recogido en un cortometraje del
artista visual Pepe Camps.
En la tercera jornada se sumó a la caminata Xavier Ródenas, un
ingeniero técnico forestal y de montes que en varios recodos del
sendero se detuvo a exponer comportamientos de la vegetación que
a menudo nos pasan desapercibidos y de los que podríamos
aprender. En realidad, afirmaba Ródenas, ya estamos aprendiendo
algo. Las fórmulas de decrecimiento que proponen algunos
economistas las tiene interiorizadas la naturaleza desde tiempo
inmemorial: el consumo de productos de kilómetro cero, el fomento
de la diversidad, el control de la explotación de recursos... Paseando
por el bosque aquella acalorada mañana de julio, protegidos del sol
por una suerte de bóveda trenzada por las ramas junto al río,
Ródenas insistió en que proteger ecosistemas tan frondosos como
aquel era nuestra mejor garantía de supervivencia como especie:
«Un ecosistema rico en biodiversidad, y las riberas del río lo son
especialmente, es una red de protección infinita». A la vera del río,
el calor había dejado de ser un problema.
Uno de los estudios presentados en la Conferencia sobre
Diversidad Biológica de Montreal en diciembre de 2002 estimaba
que cada año perdemos 13 millones de hectáreas de bosque y
24.000 millones de toneladas de tierra fértil. Ante tan dramática
perspectiva, la advertencia de Ródenas era doble: por todo lo que
supone esa pérdida y por lo que aún no sabemos que supondrá.
«Con cada especie que desaparece perdemos una posible solución
a un problema que aún no se ha manifestado», profetizaba. Se
refería, por ejemplo, a especies botánicas con las que elaborar
fórmulas medicinales para curar infecciones que aún no existen.
Otra conclusión presentada en la COP15 de Montreal: el 70 % de
enfermedades humanas y pandemias se originan a causa de la
deforestación.
Aquel paseo matutino fue profundamente inspirador. Mientras
Ródenas establecía fértiles similitudes entre naturaleza y economía,
o entre naturaleza y sociedad, era fácil imaginar conexiones entre
naturaleza y cultura. Valía la pena tirarle un poco más de la lengua.
Al fin y al cabo, el término cultura proviene de cultivar, de trabajar
una tierra para que broten frutos que pronto nos alimentarán. Y
tiramos del hilo: «La naturaleza funciona como una sucesión de
fases desde un punto cero hasta un punto diez. El punto cero sería,
por ejemplo, una tierra yerma tras un alud. Primero solo brotan
especies a las que les gusta el sol, pero cuando esas plantas
crecen, hacen sombra en el suelo, y aparecen otras plantas que no
toleran tanto el sol. La especie que brota primero genera las
condiciones para que nazcan otras y se consolide un ecosistema
rico. Pero si intervienes en ese ciclo porque a ti, como ser humano,
te interesa que aquello sea un pinar, ya estás frenando el ciclo de
diversificación del bosque. Y cuanto más diverso sea un terreno en
formas y especies, más fuerte será ese ecosistema», resume.
¿Acaso los macrofestivales son como esos monocultivos que el
ser humano planifica sobre un territorio alterando el curso de la
naturaleza? Marx, recuerda Ródenas, ya introdujo un concepto
plenamente vigente hoy: la sobreexplotación de recursos naturales.
La capacidad de carga es otro término del siglo XIX con múltiples
aplicaciones tanto en la naturaleza como en el mundo festivalero.
«En la naturaleza —explica el ingeniero forestal—, hay una cantidad
finita de recursos que no debes sobrepasar. Si la posibilidad de
explotación de un bosque es x, no puedes pretender extraer 2x,
porque el año próximo tendrás –2x. No puedes superar la capacidad
generativa de recursos de un bosque.» El paralelismo con un
macrofestival es obvio, pues uno de sus primeros efectos nocivos es
precisamente desbordar la capacidad de carga de un territorio. En
plazas de aparcamiento, en presupuesto municipal, en brigadas de
limpieza...
Como animales sociales que somos, los humanos nos reunimos
desde la prehistoria en encuentros de carácter festivo. Primero eran
para celebrar el éxito de una jornada de caza o para conjurarnos de
cara a esa cacería; después, como antesala o cierre de actividades
relacionadas con la siembra o la cosecha; y, con la aparición de las
religiones, para conmemorar fechas señaladas en el calendario de
cada creencia. De todas estas celebraciones derivan la mayoría de
las fiestas patronales y tradiciones. Las diferencias entre fiesta
mayor y macrofestival son múltiples. Ródenas se detiene en las
relacionadas con la capacidad de carga de un pueblo y la
sobreexplotación de sus recursos: «Una fiesta mayor puede
albergar a sus habitantes porque son los mismos que viven ahí todo
el año y dejan de trabajar ese día para celebrar la fiesta. En cambio,
un municipio no puede absorber a los doscientos mil visitantes que
vienen a un festival». La fiesta mayor es un modelo de consumo
cultural también concentrado en pocos días, pero menos invasivo y
más integrado en la trama urbanística y la vida social. Volviendo a
las advertencias de Marx retomadas por el ecologismo, la fiesta
mayor no sobreexplota los recursos del municipio y no pone tan a
prueba su capacidad de carga.
Las reflexiones de Ródenas tienen un sustrato teórico, pero
también son fruto de la experiencia. Este ingeniero forestal asumió
entre 2015 y 2019 la concejalía de Medio Ambiente de Gandía y fue
la persona que más batalló para que el festival SanSan abandonase
la ciudad. Él vio desde la línea del frente qué pasa cuando un
festival sobrepasa la capacidad de carga de un territorio y amenaza
su biodiversidad. 
«Mi trabajo día a día en la naturaleza no ha hecho más que
avalar la idea de que lo grande no funciona. Cuando la naturaleza
funciona bien es cuando hay más biodiversidad. Y esta idea la he
usado hasta para rebatir posicionamientos económicos en los
plenos del ayuntamiento. Cuando te explican que vendrá la Ford a
instalar una fábrica, no entienden que la Ford es un soborno
continuo. Cada año amenazará con cerrar una línea de producción y
si necesita 300 millones habrá que dárselos porque ningún político,
por muy de izquierdas que sea, tiene el valor de enfrentarse al cierre
de una fábrica que dejará a cuatro mil familias en la calle. Todo lo
grande se te acaba volviendo en contra porque genera una
dependencia», asegura Ródenas.
Después de tres ediciones, el promotor del SanSan cumplió la
amenaza y se llevó el festival a Benicàssim. En Gandía se
sobrepusieron a la presunta debacle. Tenían experiencia. «El
ejemplo de la Ford en Detroit, cuando el cierre de las fábricas de
coches dejó la ciudad en ruinas, también lo vivimos en la Comunitat
Valenciana tras el boom de la construcción. Hubo un momento en el
que uno de cada cinco parados en España era valenciano —
recuerda Ródenas—. El boom de los festivales me recuerda mucho
a esa época de máxima especulación en la que hasta al pueblo más
pequeño llegaba un constructor con un maletín y ofrecía construir
una serie de adosados con campo de golf, que duplicaría o
triplicaría el número de habitantes. Esto es igual. Vendrá mucha
gente, dejará mucha pasta, tocarán artistas famosos, habrá gran
seguimiento en prensa, ocupación hotelera... Pero volvemos a lo de
siempre: la capacidad de carga del territorio.»
Hay sobrados ejemplos de macrofestivales que amenazan con
abandonar la ciudad si no aumentan las inversiones públicas y las
facilidades: desde el FIB de Benicàssim hasta el Primavera Sound
barcelonés, pasando por el Mad Cool de Madrid. Y los que no
llegamos a saber porque no trascienden en los medios de
comunicación o porque son mucho más pequeños. El truco siempre
es generar dependencia («la primera es gratis», que decíamos
páginas atrás) y, a partir de ahí, empezar a tensar la cuerda. Esa
dependencia, además, no funciona solo hacia el consistorio;
también se genera dependencia en los artistas, que ya no imaginan
un mundo sin festivales, y en el público, que confía al macroevento
todas las esperanzas de ver a su grupo favorito tocando en la
ciudad.
«El ser humano —dice Ródenas— se ciega con las soluciones
macro, pero el mensaje que envía la naturaleza es justo el contrario,
porque cuando generas un proyecto grande todo se descompensa.
Y cuando se retira provoca una reacción violenta que tensa el
ecosistema», teoriza. Programar actividades más discretas y
distribuidas a lo largo del año es una forma más hábil de cultivar el
territorio. «No es tan vistoso económicamente ni es tan fácil de
explicar políticamente, como todo lo pequeño, pero genera un
impacto económico mucho más repartido y equilibrado», compara.
Un cultivo más diverso y adaptable genera vínculos, dinámicas de
consumo y miradas críticas más sostenidas en el tiempo, más
sólidas y más fértiles. Espaciar en el tiempo y diversificar la siembra
son técnicas milenarias de cultivo. La cultura, al fin y al cabo, es una
práctica sin principio ni final, y no una actividad a realizar tres días al
año en un lugar concreto.
El monocultivo es un callejón sin salida. Ya sea en cultura o en
agricultura. Y ahí las repercusiones negativas derivadas de la
uniformidad son concluyentes hasta en términos de subsistencia
como especie, afirma Ródenas. «Las políticas de Hitler eran un
error. Un planeta de gente aria habría desaparecido durante la
pandemia. No habría quedado ni uno, porque la uniformidad genera
endogamia y enfermedades. Necesitamos un planeta con personas
fuertes y débiles, gordas y flacas. En un bosque homogéneo pasa lo
mismo, un incendio o una plaga resultan imparables. El bicho se
reproduce de forma brutal hasta que queda como especie única y el
bosque empieza a sufrir enfermedades. Al no haber tanta
diversidad, esa enfermedad ante la cual otras especies hacían antes
de barrera arrasará toda la población», relata. Primera conclusión: la
biodiversidad es una farmacia para el futuro. Segunda conclusión: la
uniformidad es un riesgo a medio y largo plazo.
«Este mensaje que lanza la naturaleza es válido para todo: para
la economía y para la cultura. El planeta nos lanza gritos de alerta
constantes diciéndonos que estamos yendo contra nuestras propias
posibilidades de subsistencia. La naturaleza tiende al desorden, y no
a la uniformidad. Para ella, la estabilidad es una debilidad. Vive en
una estabilidad inestable. Eso es la entropía —aclara—. El ser
humano prefiere uniformidad, pero si un bosque cuidado por el ser
humano queda abandonado unos cuantos años, aparecen arbustos,
los hierbajos vuelven a generar una sensación de desorden, caen
árboles...» ¿Y la cultura? «La cultura tiende claramente al desorden.
Las poblaciones más fuertes son las que tienen diversidad. Una
sociedad culturalmente sana es aquella en la que conviven muchas
razas. Los sistemas más fuertes son los más integradores. Una
sociedad sana es lo que más se parecería a un bosque con gran
diversidad de especies: cinco de árboles, quince de matorrales y
doscientas de herbáceas», pone de ejemplo.
Pero hay algo más. Según continúa explicando Ródenas, la salud
de una sociedad o de un bosque está directamente vinculada a su
capacidad de mantenimiento. Y un bosque de gran diversidad es
«un modelo eficiente energéticamente. Es un ecosistema sostenible,
porque está equilibrado ecológicamente y su propia variedad de
especies organiza un consumo de recursos equilibrado. La cantidad
de agua que gasta un bosque, por ejemplo, es mínima, y muchísimo
menor de la que gasta cualquier plantación», asegura.
Según cómo, un macrofestival también puede ser un espacio de
gran diversidad, pues en él coexisten especies culturales muy
distintas. ¿No se asemejaría, entonces, a un bosque? ¿A una de
esas sociedades sanas y energéticamente sostenibles? Para nada.
«La biodiversidad de los festivales es solo aparente. Si haces un
zoom, descubres que su biodiversidad está generada artificialmente
por el ser humano y concentrada en un momento puntual», advierte
Ródenas, que prefiere un paralelismo botánico más ajustado. «Un
festival sería más bien un jardín artificial de plantas exóticas que te
interesa manipular artificialmente.» Es decir, un jardín que alguien,
el promotor, ha planificado antes seleccionando las especies en pos
de un objetivo estético, cultural y comercial. Ya hay quien compara
los macrofestivales con los zoos. Aquellos recintos ya en franca
decadencia a los que la gente acudía para contemplar animales
exóticos que solo se podían ver retratados en las enciclopedias son
hoy estos parques musicales en los que se exhiben cotizados
especímenes que, de no haber macrofestivales, solo podríamos oír
en disco. Forzando el símil: de Copito de Nieve a Arctic Monkeys.
Parques zoológicos y jardines botánicos son artificios humanos.
«Espacios esencialmente irresponsables en su forma de consumo
—especifica Ródenas—. Un jardín consume muchos más recursos
que un bosque. Lo estás regando todos los días, lo estás abonando
todos los días, necesitas jardineros que lo poden cada año... El
macrofestival también es un jardín que hemos inventado los seres
humanos y que genera un nivel altísimo de consumo de recursos.»
La gran diferencia entre zoos, jardines e incluso campos de golf es
que todos estos espacios se construyen para tener un uso
prolongado en el tiempo. Décadas. El consumo de recursos que
demanda un macrofestival, en cambio, tiene una utilidad de tres
días. Su ciclo es fulminante: sobreexplotación, macroconsumismo y
extinción.

UN REVENTÓN CÁLIDO Y UNA TRAGEDIA

El verano pasado, Miguel Ángel Rodríguez, un joven de veintidós


años de Daimiel (Ciudad Real), recorrió trescientos cincuenta
kilómetros junto con sus amigos para asistir al Medusa Sunbeach
Festival que se celebra en Cullera, media hora al norte de Gandía.
Como cada verano, aquella edición tenía una temática concreta. La
de 2022 fue Circus of Madness (Circo de Locura), y la organización
destinó grandes esfuerzos en decorar el escenario principal
basándose en ese motivo. Varios maestros falleros contribuyen cada
año a ornamentar la descomunal escenografía del Medusa.
Durante la primera jornada, ya en la madrugada del sábado 13 de
agosto, un temporal de viento y arena azotó el recinto. Numerosos
elementos decorativos se desprendieron e incluso saltó por los aires
parte de la estructura del escenario principal, cuyos contrapesos
sumaban sesenta toneladas, en una escena más propia de una
película de terror climático. El público, que inicialmente no daba
crédito, corrió pronto en busca de refugio para protegerse de los
objetos que volaban a gran velocidad. A Miguel Ángel no le dio
tiempo. Falleció esa noche golpeado por algún elemento de la
estructura escénica. Nueve personas más fueron ingresadas y otras
treinta sufrieron contusiones de diversa consideración.
«Ha sido una especie de tornado y no se podía soportar el calor»,
explicaba en El País el responsable de decoración del escenario
horas después del suceso. Estaba describiendo como buenamente
podía las características de un fenómeno nada inusual en el litoral
levantino: el reventón cálido. Los reventones cálidos se producen
cuando el aire de una tormenta cercana cruza una capa de aire
cálido y seco, acelera y choca con una segunda capa más fría y
húmeda. En ese momento, y tras haber acumulado una gran
velocidad, aumenta repentinamente de temperatura antes de
descargar toda su fuerza sobre la superficie.
En 2017, la organización del Medusa ya desmontó
preventivamente la estructura de un escenario secundario para
evitar que lo volcase otro temporal de viento y lluvia. En 2021, otro
reventón térmico derribó una noria en Gandía hiriendo a un operario.
En enero de 2022, dos niñas fallecieron en Mislata cuando el viento
derribó un castillo hinchable. El FIB ha sufrido hasta tres episodios
de distinta gravedad a lo largo de su historia. El 17 de agosto de
2022, el Rototom tuvo que desalojar a 25.000 personas debido a
otro reventón solo dos días después de superar un primer amago
con fuertes rachas de viento. Dos tormentas en la misma edición del
festival y una semana después del reventón cálido que causó la
muerte de un joven a apenas cien kilómetros de Benicàssim.
La hipótesis Gaia, formulada por el químico y ambientalista inglés
James Lovelock, plantea la posibilidad de que el planeta funcione
como un organismo gigante que busca garantizar su supervivencia.
Según esta teoría, explica Ródenas, «el planeta funciona como una
célula. Cuando una célula es atacada por un virus o una bacteria,
aumenta de temperatura para destruirla a base de calor. Es lo que
hace el ser humano cuando desarrolla fiebres altas ante una
infección —compara—. La Tierra está aumentando de temperatura
para protegerse del organismo que la está haciendo sufrir: el ser
humano con su actividad. El planeta intenta librarse de ese virus
enviando señales constantes de que algo malo está pasando. Esas
riadas, esas precipitaciones ilógicas y esas grandes nevadas son los
síntomas de un cambio que está desestabilizando el planeta».
Fenómenos climatológicos tan extremos como aquel reventón
cálido no solo no son excepcionales, sino que, contra lo que
afirmaron los organizadores del Medusa horas después del
accidente, la Agencia Estatal de Meteorología ya había advertido
que podían suceder en la Comunitat Valenciana el segundo fin de
semana de agosto. El informe de la Organización Meteorológica
Mundial de 2022 apunta que una de las consecuencias de la crisis
climática es que «los fenómenos extremos se están intensificando»
y que «incluso las sociedades más preparadas ya han sufrido los
estragos de los eventos extremos». El litoral valenciano es una de
las zonas del planeta con más festivales de música. Pareciera que
el destino estaba enviando un mensaje muy preciso a un modelo de
negocio muy específico y tremendamente activo en esa región tan
concreta del planeta. Pareciera que la Tierra hubiera superado con
creces su capacidad de carga.
En la lucha contra el cambio climático, los festivales de música no
son precisamente un aliado, sino un agente perjudicial que genera
ingentes cantidades de residuos y una significativa huella de
carbono. En los años noventa, España se reveló como territorio
idóneo para estos eventos en comparación con el Reino Unido,
donde a menudo se celebraban bajo la lluvia y en terrenos
embarrados. Hasta los festivaleros británicos migraron hacia el sur.
Pero la crisis climática está poniendo a prueba la resistencia del
público en España. Muchos organizadores ni se plantean programar
conciertos antes de las siete de la tarde debido al calor. Si la
temperatura del planeta sigue aumentando, habrá que reconsiderar
si el verano sigue siendo la estación idónea para los
macrofestivales. Y no solo para los asistentes; sobre todo, para los
trabajadores. Algunos montadores de escenarios empiezan la
jornada a las cuatro de la madrugada para evitar el sol.
Al inicio de la esperada temporada festivalera de 2022, la
dibujante Rocío Quillahuaman lanzaba el siguiente tuit a modo de
profecía pop: «La Tercera Guerra Mundial empezará en un festival
de Barcelona por un abanico».

¿CÓMO SERÍA UN FESTIVAL FÉRTIL?

Los macrofestivales se han convertido en el agujero negro de la


música, un fenómeno de alcance universal que no solo engulle el
propio arte, sino que también absorbe y tritura todo lo que tiene a su
alcance: artistas y promotores, derechos laborales y del consumidor,
salas de conciertos y presupuestos públicos, vecindarios y medios
de comunicación. Un agujero negro cuya energía turbocapitalista y
extractivista devora recursos de forma desaforada mientras fomenta
un hiperconsumismo irracional, que dispara precios y acentúa las
brechas de acceso a la cultura, que condensa el consumo musical
en pocos días hasta desbordar la capacidad humana y concentra el
negocio en cada vez menos manos, que genera desmesurados
flujos de turistas y reduce la música a un elemento secundario,
cuando no anecdótico. Y, por supuesto, cuanta más materia
engullen esos agujeros negros, más crece su campo gravitatorio y
más difícil es esquivar su influjo. Por donde pisan algunos
macrofestivales no vuelve a crecer la hierba.
En el reportaje de TV3 «Alcarràs, la otra cosecha», un joven
agricultor de la provincia de Lleida lamentaba las condiciones de
vida de quienes cultivaban la tierra ante el creciente monopolio de
las grandes distribuidoras de fruta y verdura. Acorralado por una
tendencia que se le antojaba imparable, lanzó una pregunta
aplastante: «¿Qué queremos: un territorio más rico o más ricos en el
territorio?». Agricultura y cultura: same energy. Los macrofestivales
centrifugan y trituran en cuestión de horas la cosecha musical de
todo un año y consumen los recursos que ha llevado doce meses
conseguir. Pero el compostaje que pudieran generar no fertiliza el
territorio. Esas explanadas de cemento o arena enmudecerán el
resto del año (a menos que llegue otro macroevento). Habrán
acogido una bacanal de capitalismo extractivista tras la cual, muy a
menudo, solo quedará un inmenso cráter cultural. Ninguna sorpresa:
los macrofestivales no son eventos que cuestionen las reglas del
capitalismo. Más bien las celebran y las aceleran.
Los macrofestivales no funcionan como aspersores que riegan el
terreno, sino como embudos de nutrientes: de subvenciones, de
patrocinios, de artistas, de géneros musicales, de profesionales
cualificados, de materiales, de jóvenes bookers que podrían estar
renovando el sector pero que acabarán engullidos por su fuerza
centrífuga, de grupos que compiten entre sí por la atención de un
público que antes compartían... Sembrar en otras épocas del año
mantiene el subsuelo despierto. Sembrar en otras zonas de la
geografía impide que el terreno se agote. Hay una diferencia
sustancial entre cultivar un territorio y exprimirlo hasta dejarlo estéril.
Pero la dinámica de los macrofestivales suele ser la segunda.
Hemos oído hablar durante décadas de festivales internacionales,
festivales multitudinarios, festivales exclusivos, festivales
estratégicos... Ya empezamos a oír hablar de festivales
innovadores, festivales sostenibles, festivales inteligentes, festivales
boutique... Tal vez ha llegado la hora de aparcar tanta palabrería
que perpetúa la misma idea y plantear una antítesis frontal a ese
modelo de macroevento potencialmente depredador. ¿Qué tal un
festival fértil? Si los festivales de música son eventos culturales y,
por lo tanto, tienen que generar algo más que ingresos económicos,
deberíamos reclamarles que enriqueciesen el territorio de otras
maneras: abonándolo con nutrientes para que en su ausencia este
pudiera seguir generando, acogiendo y afianzando prácticas
culturales. Ya, sí, pero ¿cómo sería un festival fértil? ¿Qué
características lo identificarían? ¿Qué aspecto tendría?
Imaginemos, por ejemplo, un festival que no triture el territorio,
sino que lo nutra; que no fomente una relación estresante con la
música, sino digerible; que articule comunidades, y no solo acumule
masas de gente; que no moleste al vecindario, sino que despierte su
interés; que no explote a sus protagonistas ofreciéndoles tocar a
cambio de exposición mediática, sino que los ayude a conectar con
su público; que tampoco explote a sus trabajadores con sueldos de
mierda y horarios extenuantes, sino que fomente una ocupación de
calidad. Un festival más equitativo y menos piramidal, donde los
músicos se sientan realizados y no tratados como mercancía, que
fomente la cooperación y no la competencia; que riegue, pero no
inunde; que potencie el encuentro entre artistas y no la rivalidad;
que no aboque al público a un consumo desaforado, sino
consciente; que anteponga la comodidad a la productividad; que
establezca alianzas con los agentes culturales del territorio, en lugar
de aniquilarlos; que se integre en el territorio, en vez de aterrizar
como un paracaidista; que desarrolle un espíritu crítico entre su
público, en vez de perseguir solo su bolsillo; que fomente la
diversidad, y no la clonación; que cultive un ambiente inclusivo y no
exclusivo, un ambiente donde alcohol y drogas no tengan más
importancia que la música, un ambiente en el que personas de
todas las edades puedan sentirse a gusto. Un festival en el que no
solo suban los precios, sino también los sueldos; que enriquezca a
los trabajadores de la cultura, y no solo a hoteles y restaurantes, y
que, en caso de mejorar el nivel de vida de la ciudad, mejore el de
todos y no el de solo unos pocos. Un festival a partir del cual la
actividad cultural creciese de forma descontrolada, como esos
bosques donde arbustos, matorrales y herbáceas de todas las
especies brotan, se enredan y alimentan durante siglos en una
relación interdependiente y fructífera que no demandará la
supervisión de un ser superior, ese conseguidor plenipotenciario,
que unas veces es el organizador del macrofestival, y otras, el
concejal de Fiestas.
Ese festival no existe, por supuesto. Porque un festival puede ser
depredador por tres motivos y fértil por otros dos. Puede exprimir
recursos públicos de forma desmedida y, en paralelo, fomentar un
ambiente inclusivo. Puede ser militantemente localista y explotar a
sus trabajadores. Puede destinar todos sus beneficios a entidades
sociales y ser un escaparate para blanquear la imagen y el prestigio
de un banco. Puede tener una política de cachés cuidadosa con los
artistas emergentes, pero ser ecológicamente devastador. Puede
programar con sensibilidad por la diversidad de géneros y
desentenderse de la condición social. Puede renunciar a la
masificación, pero seguir proponiendo jornadas maratonianas y
extenuantes.
Que las estrategias fertilizadoras de un festival acaben
dominando e imponiéndose a su tendencia depredadora depende
principalmente de los organizadores del evento, pero, también, de
unas Administraciones que hasta ahora solo se han preocupado por
el impacto económico, y no por el impacto social, cultural y
medioambiental. La única forma de calibrar si un macrofestival es
beneficioso en términos globales para un municipio es evaluar todos
estos condicionantes. Solo así sus habitantes podrán decidir si les
conviene o no alojar un evento así. Porque en un mercado libre
donde las Administraciones tienden a hacer la vista gorda, cualquier
mejora pasará, también, por la actitud crítica de la sociedad; y eso
incluye tanto a los que asisten a los festivales como a los que no. Y
visto todo lo que ocurrió en 2022, parece que el público tiene
muchísimas ganas de festival, sí, pero cada vez menos ganas de
ser timado o maltratado.
Muchas de las incomodidades y carencias que han desarrollado
los festivales en España provienen de sus vínculos casi directos con
el circuito de macroconciertos de fiestas patronales. Tal vez en este
país donde la música siempre ha sido sinónimo de fiesta y donde la
cultura nunca ha tenido un encaje social sano y capilarizado, cueste
más imaginar unos festivales fértiles. Tampoco ayuda que, en la
mayoría de los casos, los festivales sean modelos clónicos que
replican aciertos y errores de forma automática e inconsciente. Tal
vez habría que impugnar el mismo modelo de macrofestival
maratoniano de tres días calcado del inglés. Un modelo implantado
en un país que no se parece nada al Reino Unido: ni en hábitos
culturales, ni en cifras de asistencia a conciertos ni en climatología.
Hay síntomas de agotamiento y ganas de cambio, qué duda
cabe. El público es cada vez más crítico, el vecindario está cada vez
más organizado y los artistas reclaman respeto de forma cada vez
más visible. También algunas instituciones empiezan a mostrar su
preocupación ante el desbocado crecimiento de los festivales. Por
todo ello ha llegado la hora de defender con uñas y dientes, como
melómanos y contribuyentes, la cultura de proximidad, los proyectos
que fertilizan el territorio, y reclamar esos apoyos económicos y
logísticos que tan alegremente se han concedido a macroeventos
desertizadores. Es hora de abandonar la actitud abnegada y poner
en práctica la autodefensa cultural.
Afortunadamente, abundan cada vez más los promotores que
diseñan modelos más razonables y menos conflictivos. Con
tantísimos festivales repartidos por la geografía, es imposible no
encontrar colectivos que esquivan las inercias más nocivas del
sector. Algunos ya han aparecido mencionados a lo largo de estas
páginas. A otros no he encontrado el momento de citarlos. Algunos
aún no los he visitado, aunque me han hablado maravillas de ellos.
Tal vez haya muchos más planificando estrategias responsables.
Sería buen material para otro libro: una guía de festivales fértiles y
plenamente disfrutables con los que aprender a organizar más
festivales fértiles y plenamente disfrutables.
Agradecimientos

Este libro existe principalmente porque a Oriol Alcorta se le ocurrió


un buen día de pandemia, en los momentos más duros del
confinamiento, que todas las opiniones sobre macrofestivales que
había vertido en artículos y tuits durante años merecían ser
ordenadas y argumentadas. En ese momento, el libro tenía todo el
sentido y ninguno. Pasada la pandemia cobró más razón que nunca.
Aquí está.
He entrevistado a decenas de personas que salen mencionadas
a lo largo de estas páginas. A todas agradezco infinito su
generosidad al orientarme sobre mil y una materias. Otras no
aparecen citadas, pero su ayuda ha sido igual de importante y no
quiero olvidarlas. Son: Dacio Alonso, Víctor Asensio, María
Baqueiro, Martín Cantalapiedra, Xabier Carnota, Rosana Corbacho,
Joan Cortacans, Nore Chesapik, Sergio de la Marca, Patricia
Escoin, Juan Carlos Fernández Fasero, Elío Ferran, Marie France
Becqueriaux, Mónica Franco, Abel Galleta, Mónica García, Víctor
Ginesta, Patricia Godes, Ángel Gómez, Elena Jaume, Eva Jiménez,
Mercè Juan, Albert Juncosa, Andrea Lamount, Víctor Lenore, Tuli
Márquez, Juan Francisco Martínez, Germà Maurici, Maria Moreno,
Arnau Obiols, Sergio Picón, María Pitarch, Joaquim Raduà, Carles
Ramos, Tommy Ramos, Víctor Sánchez, Juan Santaner, Gecka
Semenov, Luis Soldevila, Óscar Tàrrega, Xavi Urbano, Joan Vich y
Guillermo Zapata. Y también: Albert, Alfred, Álvaro, Edgar, Elva,
Fran, Ismael, Jazmín, Pablo, Patricia, Pere, Pete, Pompo, Xavi...
Hay unas cuantas personas más a las que desearía agradecer
públicamente su colaboración, pero de estas ni siquiera puedo
imprimir los nombres. Son empresarios, bookers, agentes,
decoradores, técnicos de sonido, tour managers, camareros,
promotores, backliners y hands que aceptaron desvelar
informaciones conscientes de que en el enrolladísimo mundo de los
macrofestivales abundan las listas negras y los personajes
vengativos. Ellos y ellas saben quiénes son.
Y, por supuesto, un abrazo crujiente a todos los periodistas que
en los últimos años han abierto brecha destapando informaciones
sobre este rutilante pero opaco sector. Gracias a ellos ha sido
muchísimo más fácil escribir este libro.
Notas
1. Nueva York, HarperCollins, 2003.
2. Barcelona, Ediciones Gestión 2000, 2011.
1. Madrid, Libros del KO, 2022.
2. En Sempre, vol. 39, n.º 2, 2011. Disponible en
<https://doi.org/10.1177/0305735610372611>.
1. Nando Cruz, Pequeño circo: historia oral del indie en España, Barcelona,
Contra, 2017.
2. Juan Abreu, «La corrupción política en España: un análisis descriptivo (2000-
2020)», Documents de Treball (IREA), n.º 21, 2022, pp. 1-40.
3. Luis Miguel Barcenilla, Ekaitz Cancela y Ahoztar Zelaieta,
«Dopaje de ayudas públicas, elusión de impuestos y precariedad
laboral en Last Tour», Hordago-El Salto, 17 de diciembre de 2022.
Disponible en <https://www.elsaltodiario.com/culturas/last-tour-bbk-
live-dopaje-ayudas-publicas-elusion-impuestos-precariedad-laboral
>.
4. https://www.elconfidencial.com/inmobiliario/suelo/2023-03-01/duenos-mad-
cool-compra-suelo-ciudad-musica_3584437/.
5. Analía Plaza, «Conexión naranja (II): Albert Rivera, detrás de que Mad Cool
consiga un terreno al sur de Madrid», El Periódico de España, 5 de junio de 2022.
1. James Arney, «World Beer Index 2021: The Cost and Consumption of Beer
Around the World», Expensivity, agosto de 2021. Disponible en
<https://www.expensivity.com/beer-around-the-world/>.
2. Valencia, Idasfest, 2022. <https://www.idasfest.es/recursos/libro-blanco-
consumo-festivales-2022?popup>.
1. Véase <https://livenationforbrands.com/wp-
content/uploads/2019/04/LN_Power-of-Live_WhitePaper.pdf>.
2. Olivier van Beemen, Heineken in Africa, Londres, Hurst & Company, 2019.
1. https://www.epe.es/es/cultura/20220902/cuanto-cobran-grupos-festivales-
14397305
2. https://metropoliabierta.elespanol.com/economia/primavera-sound-maquina-
cobrar-subvenciones-publicas_16528_102.html
3. Víctor Romero, «Ingeniería fiscal en el Festival de Benicàssim (FIB) para
tapar un agujero de cinco millones», El Confidencial, 30 de diciembre de 2018.
Disponible en <https://www.elconfidencial.com/espana/comunidad-
valenciana/2018-12-30/festival-de-beniccasim-ingenieria-fiscal-
agujero_1731986/>.
4. Nueva York, Currency, 2019.
5. https://www.infolibre.es/economia/real-madrid-acepto-fondo-providence-le-
pagase-200-millones-islas-caiman-sabiendo-podia-incurrir-fraude-
ley_1_1188659.html
1. Analía Plaza, «Trabajadores de festivales que aún no han cobrado: “Eran 7 €
la hora, pero que no se rían de mí”», El Periódico de España, 18 de agosto de
2022. Disponible en <https://www.epe.es/es/espana/20220818/condiciones-
trabajadores-festivales-siete-euros-14305283>.
2. Jorge Garnelo, «Trabajadores del Reggaeton Beach Festival denuncian
condiciones laborales “cercanas a la esclavitud”», El Faro de Vigo, 23 de
septiembre de 2022. Disponible en <https://www.farodevigo.es/gran-
vigo/2022/09/23/trabajadores-reggaeton-beach-festival-denuncian-
75778574.html>.
3. Poloi, «Trabajando por cuatro euros a la hora en la cárcel», El Salto, 29 de
octubre de 2022. Disponible en
<https://www.elsaltodiario.com/Datateca/trabajando-por-cuatro-euros-a-la-hora-en-
la-carcel->.
4. Natividad Buceta, Los festivales de música en España, Barcelona, OBS
Business School, 2018.
1. Stephanie Phillips, «Why Are Big Festivals Like Glastonbury so White?», The
Guardian, 20 de junio de 2022.
2. Madrid, Anaya, 2021.
3. Paula Corroto, «Los festivales de música se hunden en el caos:
cancelaciones, desorganización, inseguridad...», El Confidencial, 20 de junio de
2022. Disponible en <https://www.elconfidencial.com/cultura/2022-06-
20/festivales-musica-caos-cancelacion_3442089/>.
1. Jan Christian Polania Giese y Julian Butz, Green Touring Guide,
Popakademie Baden-Württemberg, 2016.
 
Macrofestivales. El agujero negro de la música
Nando Cruz
 
 
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