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ANTOLOGÍA LITERARIA

ESPAÑOL “NM”

Profesora Mónica E. Bonetti de Laguna


Las páginas de un libro están vivas y llenarán de vida a
quienes transiten por ellas.

Están pobladas de lugares, de cosas y de existencias que


habitarán la mente de quienes se aventuren en su interior.

Rebosan de posibilidades y primicias que abrirán


oportunidades a quienes se atrevan a descubrirlas.

Las páginas de un libro te acompañarán, enseñarán y


conducirán naturalmente, con la paciencia de un sabio, la
temeridad de un explorador y la serenidad de un estoico.

Ojalá que en alguna de estas páginas puedas encontrar la


clave que abra algún universo todavía no explorado. Y que estas
lecturas puedan ser un sosiego en medio de otras tareas.

Con cariño para mis alumnos

2
“El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Miguel de
Cervantes.

“De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el


libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es una extensión
de la imaginación y la memoria”. Jorge Luis Borges.

“Lee y conducirás, no leas y serás conducido". Santa Teresa de Jesús.

“Cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee”. Miguel de Unamuno.

“Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el
temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer". Alfonso V el
Magnánimo.

3
ÍNDICE
Autor Título de la obra Pág
Ana María Matute Bernardino 6

Jorge Luis Borges Los dos reyes y los dos laberintos 12

Los justos 13

Júlio Cortázar Casa tomada 14

Mario Benedetti Currículum 19

¿Qué les queda a los jóvenes? 20

Horacio Quiroga El almohadón de plumas 21

Gustavo Adolfo Bécquer La promesa 24

Juan Ramón Jiménez Platero 32

El canario vuela 32

Asnografía 33

Pasan los patos 33

La niña chica 33

Gabriel García Márquez Un señor muy viejo con unas alas enormes 35

Alfonsina Storni Quisiera esta tarde... 40

¿Qué diría la gente? 41

Hombre pequeñito 41

Dolor 42

Tú me quieres blanca 43

Rubén Darío Los motivos del lobo 44

Pablo Neruda No culpes a nadie 49

Poema XX 50

4
La palabra 51

Amado Nervo Si una espina me hiere 52

Si tú me dices “¡Ven!” 53

Antonio Machado La saeta 54

Cantares XXIX (Caminante no hay camino…) 54

Yo voy soñando caminos 55

Gabriela Mistral Piececitos 56

Calderón de la Barca La Vida Es Sueño - Jornada Iii - Escena Xix 57

Adolfo Bioy Casares El amigo del agua 58

Miguel Delibes El pueblo en la cara 59

Marco Denevi Apocalipsis 61

Génesis 61

Edmundo Paz Soldán Simulacros 63

Emilia Pardo Bazán Milagro natural 64

Como la luz 67

Manuel Mujica Láinez Adoración de los reyes magos 70

Ángeles Mastretta La historia de la tía José 73

Juana de Ibarbourou La mancha de humedad 75

La higuera 77

Claudia Piñeiro Lady trópico 78

José Martínez Ruiz ( Azorín) Las sirenas 85

Miguel de Unamuno Las tribulaciones de Susín 89

Del odio a la piedad 93

5
ANA MARÍA MATUTE

BERNARDINO

6
7
8
9
10
11
JORGE LUIS BORGES

LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS

12
LOS JUSTOS

Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.


El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

13
JULIO CORTÁZAR

CASA TOMADA

14
15
16
17
18
MARIO BENEDETTI

CURRICULUM

El cuento es muy sencillo se transfigura y ama


usted nace por una eternidad tan provisoria
contempla atribulado que hasta el orgullo se le vuelve
el rojo azul del cielo tierno
el pájaro que emigra y el corazón profético
el torpe escarabajo se convierte en escombros
que su zapato aplastará usted aprende
valiente y usa lo aprendido
usted sufre para volverse lentamente sabio
reclama por comida para saber que al fin el mundo es
y por costumbre esto
por obligación en su mejor momento una
llora limpio de culpas nostalgia
extenuado en su peor momento un
hasta que el sueño lo desamparo
descalifica y siempre siempre
usted ama un lío
entonces
usted muere.

19
¿QUÉ LES QUEDA A LOS JÓVENES?

¿Qué les queda por probar a los jóvenes


en este mundo de paciencia y asco?
¿sólo grafitti? ¿rock? ¿escepticismo?
también les queda no decir amén
no dejar que les maten el amor
recuperar el habla y la utopía
ser jóvenes sin prisa y con memoria
situarse en una historia que es la suya
no convertirse en viejos prematuros

¿qué les queda por probar a los jóvenes


en este mundo de rutina y ruina?
¿cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?
les queda respirar / abrir los ojos
descubrir las raíces del horror
inventar paz así sea a ponchazos
entenderse con la naturaleza
y con la lluvia y los relámpagos
y con el sentimiento y con la muerte
esa loca de atar y desatar

¿qué les queda por probar a los jóvenes


en este mundo de consumo y humo?
¿vértigo? ¿asaltos? ¿discotecas?
también les queda discutir con dios
tanto si existe como si no existe
tender manos que ayudan / abrir puertas
entre el corazón propio y el ajeno /
sobre todo les queda hacer futuro
a pesar de los ruines de pasado
y los sabios granujas del presente.

20
HORACIO QUIROGA

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

21
22
23
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

LA PROMESA

–I–
Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las
lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos
para caer en la tierra, hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para
mirarla y, viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se
apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los
espesos árboles del soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de
luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse
vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron
apareciendo las mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada
y como si hablase consigo mismo:
-¡Es imposible…, imposible!
Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió
con acento más cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay
algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de
Gómara parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando,
que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde.
Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en
el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he
comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir
en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme:
«¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara?» Y mi señor callará con
vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: «El escudero del conde no
es más que un galán de justas, un lidiador de cortesía».
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los
de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó
en un sollozo.
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:
-No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a
alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi
nombre oscuro.El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el
rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces
volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde
dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla.Volveré, te lo juro;
volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en tus manos
ese anillo, símbolo de una promesa.

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-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y
firme-. Ve, ve a mantener tu honra.
-Y al pronunciar estas palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante.
Después añadió con acento más sordo y conmovido:
-Ve a mantener tu honra; pero vuelve…, vuelve a traerme la mía.
Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los
árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla
de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde le
aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a
Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a
Andalucía.
-A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver
-respondió Margarita con un suspiro.
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros, y has de venir
compuesta y alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el
castillo y que tus amores se van a la guerra.
– II –
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba cuando empezó a oírse por todo el
campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos
que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al
viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos
vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá
formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los
curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse,
cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del
puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se
abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que
conducía al patio de armas.
La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las
brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en
toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban
en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de
moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus
huestes.
A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus
escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero
sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes
y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de
negro y rojo.

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Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de
la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus
pulmones.
Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería comenzó a
oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada,
armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no
tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus
torres de palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las
acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y
lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del
castillo, formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con
gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y
seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre el confuso
vocerío se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como
herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era
Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy
temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la
corona de Castilla.
– III –
El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus
jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río
de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de
la ciudad de los infieles.
El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil,
pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos
en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto, y, sin embargo, no ve
nada de cuanto hay a su alrededor.
A un lado y de pie le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que
en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su
cabeza la explosión de su cólera.
-¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al
combate, y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros
duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro
lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro
terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré
guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como
si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su
inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente,
le dijo con voz grave y reposada:
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora
he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo de hallarme
bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo

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de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de nuestro
encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea
fue dura, y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi
caballo, herido y ciego de furor, se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo
pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el
fogoso animal corría llevándome a una muerte segura. Ya los moros, cerrando sus
escuadrones, apoyaban en tierra el cuenco de sus largas picas para recibirme en ellas;
una nube de saetas silbaba en mis oídos; el caballo estaba a algunos pies de distancia
cuando…, créeme, no fue una ilusión, vi una mano que, agarrándole de la brida, lo
detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en dirección a las filas de mis
soldados, me salvó milagrosamente. En vano pregunté a unos y otros por mi salvador;
nadie le conocía, nadie le había visto. «Cuando volabais a estrellaros en la muralla de
picas -me dijeron- ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros
tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete». Aquella noche entré
preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de
la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho torné a ver la misma mano, una mano
hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después
de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa
mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al
expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que
venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la
confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis
ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche… Ahora
mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como
fuera de sí y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su
señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz
profundamente conmovida:
-Venid…, salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará
vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras
de consuelo.
– IV –
El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la
margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso
horizonte se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes.
Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la
morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos
como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo
aéreo pretil alzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro,
que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.
La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época,
había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la
Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también,
llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas
y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con
escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien

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figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños.
Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones
multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestidos cada cual al uso de
su país, y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de
alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les
escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento
de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá
cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las
aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los tambores, el
clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el galopar del hierro
contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la
relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las
ordenanzas de los maestros del campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes,
prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación
imposibles de pintar con palabras.
El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados
grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese
su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera
que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y
marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la
suya.
Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente
menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas
baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño
personaje, mitad romero, mitad juglar, que, ora recitando una especie de letanía en latín
bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable
relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero, con oraciones devotas;
historias de amores picarescos, con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que
colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes:
cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser
hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas
para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos
para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel;
secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de
todos los lugares de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas
baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores,
comenzaba éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se
acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas
unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro
sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a
cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre
terminaba con el mismo estribillo.
El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña,
el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que
embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el
romance se titulaba el Romance de la mano muerta.

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Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio;
pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta
cantiga:

–I– – III –
La niña tiene un amante Su hermano, que estaba allí,
que escudero se decía; éstas palabras oía:
el escudero le anuncia -Nos has deshonrado, dice.
que a la guerra se partía. -Me juró que tornaría.
-Te vas y acaso no tornes. -No te encontrará si torna,
-Tornaré por vida mía. donde encontrarte solía.
Mientras el amante jura, Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía: diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas ¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía! de hombre fía!
– II – – IV –
El conde con la mesnada Muerta la llevan al soto,
de su castillo salía: la han enterrado en la umbría;
ella, que lo ha conocido, por más tierra que le echaban,
con gran aflicción gemía: la mano no se cubría;
-¡Ay de mí, que se va el conde la mano donde un anillo
y se lleva la honra mía! que le dio el conde tenía.
Mientras la cuitada llora, De noche sobre la tumba
diz que el viento repetía: diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas ¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía! de hombre fía!

Apenas el cantor había terminado la última estrofa cuando, rompiendo el muro de


curiosos que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se
encontraba el romero y, cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y
convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas?
-volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-:
esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se refiere

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a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han
permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su
amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca
cumplirla.
–V–
En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a
Gómara he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña
ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de
Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que
cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que, al llegar la
primavera, se cubre espontáneamente de flores.
La gente del país dice que allí está enterrada Margarita

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JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

PLATERO Y YO
I- PLATERO

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón,
que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos
escarabajos de cristal negro.

Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas,


las florecillas rosas, celestes y gualdas.... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí
con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal....

Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de
ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel....

Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña ... pero fuerte y seco como de piedra.
Cuando paso sobre él los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del
campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:

--Tiene acero ...


--Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

XXX - EL CANARIO VUELA

Un día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su jaula. Era un canario viejo,
recuerdo triste de una muerta, al que yo no había dado libertad por miedo de que se
muriera de hambre o de frío, o de que se lo comieran los gatos.

Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto en el pino de la puerta, por las
lilas. Los niños estuvieron, toda la mañana también, sentados en la galería, absortos en
los breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba junto a los rosales,
jugando con una mariposa.

A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y allí se quedó largo tiempo,
latiendo en el tibio sol que declinaba.

De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez alegre.

¡ Qué alborozo en el jardín ! Los niños saltaban, tocando las palmas, arrebolados y
rientes como auroras; Diana, loca, los seguía, ladrándole a su propia y riente campanilla;
Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo, hacía corvetas,

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giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y poniéndose en las manos, daba coces al aire
claro y suave..

LV - ASNOGRAFÍA

Leo en un Diccionario: ASNOGRAFÍA, s.f.: Se dice, irónicamente, por descripción del


asno. ¡ Pobre asno ! ¡ Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres ! Irónicamente... ¿ Por
qué ? ¿ Ni una descripción seria mereces, tú, cuya descripción cierta sería un cuento de
primavera ? ¡ Si al hombre que es bueno debieran decirle asno ! ¡ Si al asno que es malo
debieran decirle hombre ! Irónicamente... De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño,
del arroyo y de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de la luna, paciente y reflexivo,
melancólico y amable, Marco Aurelio de los prados...

Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus ojazos lucientes, de una
blanda dureza, en los que el sol brilla, pequeñito y chispeante en un breve y convexo
firmamento verdinegro. ¡ Ay ! ¡ Si su peluda cabezota idílica supiera que yo le hago
justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben Diccionarios, casi tan bueno
como él ! Y he puesto al margen del libro: ASNOGRAFÍA, sentido figurado: Se debe
decir, con ironía, ¡ claro está !, por descripción del hombre imbécil que escribe
Diccionarios.

LXXX - PASAN LOS PATOS

He ido a darle agua a Platero. En la noche serena, toda de nubes vagas y estrellas, se
oye, allá arriba, desde el silencio del corral, un incesante pasar de claros silbidos.

Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de la tempestad marina. De vez en cuando,
como si nosotros hubiéramos ascendido o como si ellos hubiesen bajado, se escuchan
los ruidos más leves de sus alas, de sus picos, como cuando, por el campo, se oye clara
la palabra de alguno que va lejos...

Platero, de vez en cuando, deja de beber y levanta la cabeza como yo, como las mujeres
de Millet, a las estrellas, con una blanda nostalgia infinita...

LXXXI - LA NIÑA CHICA

La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto de la veía venir hacia él, entre las lilas,

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con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo dengosa: - ¡ Platero,
Plateriiillo !- , el asnucho quería partir la cuerda, y saltaba igual que un niño, y rebuznaba
loco.

Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba pataditas, le
dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes dientes
amarillos: o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba con todas las
variaciones mimosas de su nombre:- ¡ Platero ! ¡Platerón ! ¡ Platerillo ! ¡ Platerete ! ¡
Platerucho !

En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte,
nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste: ¡ Plateriiilo !... Desde la
casa oscura y llena de suspiros, se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡
Oh estío melancólico !

¡ Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro ! Setiembre, rosa y oro, como ahora,
declinaba. Desde el cementerio ¡ cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso
abierto, camino de la gloria !... Volví por las tapias, solo y mustio, entré en la casa por la
puerta del corral y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con
Platero.

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GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo
tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había
pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo
estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas
de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un
caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo
que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir
que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus
grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que
estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le
quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la
boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas
para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y
Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar.
Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con
una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera
abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía
todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del
error.

— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo
que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de
carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para

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matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un
garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las
gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y
Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos
de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al
gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los
huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de
circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia.
A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían
hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban
que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería
ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos
visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una
estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre
Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó
un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca
de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas
absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las
cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a
las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en
su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín.
El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua
de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba
demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas
sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y
nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles.
Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los
riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a
artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el

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elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho
menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta
a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final
viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con
tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y
tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto
de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo
entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al
ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata
volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le
hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca
de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba
contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no
podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se
levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos
otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la
tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana
atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno
para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le


iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio
trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina
sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin
probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por
ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única
virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le
picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y
los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más
piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La

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única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de
marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto.
Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio
un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un
ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su
reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no
molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de
buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de


inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del
cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba
en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si
podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego
con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del
Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en
araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la
entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su
absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda
la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza
de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la
sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se
había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el
bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el
cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en
araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de
tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que
apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían
al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión
pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a

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punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas.
Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla,
habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña
terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio,
y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres
días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado
construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy
altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las
ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y
Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos
tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con
creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al
ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a
caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron
olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los
dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a
pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero
soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones.
Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió
la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en
los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin
embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo
completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros
hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un
moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo
encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a

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pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada
Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que
andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las
últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en
el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en
trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque
pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se
hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los
primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde
nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas
grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de
la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien
de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces
cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla
para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces
se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran
tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de
desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de
descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo
hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible
que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.

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ALFONSINA STORNI

QUISIERA ESTA TARDE

Quisiera esta tarde divina de octubre


pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.
Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.
Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;
ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;
ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar…
Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar:
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.

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¿QUÉ DIRÍA LA GENTE?

¿Qué diría la gente, recortada y vacía,


Si en un día fortuito, por ultrafantasía,
Me tiñera el cabello de plateado y violeta,
Usara peplo griego, cambiara la peineta
Por cintillo de flores: miosotis o jazmines,
Cantara por las calles al compás de violines,
O dijera mis versos recorriendo las plazas,
Libertado mi gusto de vulgares mordazas?
¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?
¿Me quemarían como quemaron hechiceras?
¿Campanas tocarían para llamar a misa?
En verdad que pensarlo me da un poco de risa.

HOMBRE PEQUEÑITO

Hombre pequeñito, hombre pequeñito,


Suelta a tu canario que quiere volar...
Yo soy el canario, hombre pequeñito,
Déjame saltar.
Estuve en tu jaula, hombre pequeñito,
Hombre pequeñito que jaula me das.
Digo pequeñito porque no me entiendes,
Ni me entenderás.
Tampoco te entiendo, pero mientras tanto
Ábreme la jaula que quiero escapar;
Hombre pequeñito, te amé media hora,
No me pidas más.

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DOLOR

Quisiera esta tarde divina de octubre


pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,


como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.

Con el paso lento, y los ojos fríos


y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;
ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;
ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar...

Perder la mirada, distraídamente,


perderla y que nunca la vuelva a encontrar:
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.

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TÚ ME QUIERES BLANCA

Tú me quieres alba, me pretendes blanca


me quieres de espumas, (Dios te lo perdone),
me quieres de nácar. me pretendes casta
Que sea azucena (Dios te lo perdone),
Sobre todas, casta. ¡me pretendes alba!
De perfume tenue. Huye hacia los bosques,
Corola cerrada . vete a la montaña;
Ni un rayo de luna límpiate la boca;
filtrado me haya. vive en las cabañas;
Ni una margarita toca con las manos
se diga mi hermana. la tierra mojada;
Tú me quieres nívea, alimenta el cuerpo
tú me quieres blanca, con raíz amarga;
tú me quieres alba. bebe de las rocas;
Tú que hubiste todas duerme sobre escarcha;
las copas a mano, renueva tejidos
de frutos y mieles con salitre y agua:
los labios morados. Habla con los pájaros
Tú que en el banquete y lévate al alba.
cubierto de pámpanos Y cuando las carnes
dejaste las carnes te sean tornadas,
festejando a Baco. y cuando hayas puesto
Tú que en los jardines en ellas el alma
negros del Engaño que por las alcobas
vestido de rojo se quedó enredada,
corriste al Estrago. entonces, buen hombre,
Tú que el esqueleto preténdeme blanca,
conservas intacto preténdeme nívea,
no sé todavía preténdeme casta.
por cuáles milagros,

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RUBÉN DARÍO

LOS MOTIVOS DEL LOBO

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PABLO NERUDA

NO CULPES A NADIE

Nunca te quejes de nadie, ni de nada, Aprende de los audaces, de los fuertes,

porque fundamentalmente tú has hecho de quien no acepta situaciones,

lo que querías en tu vida. de quien vivirá a pesar de todo,

Acepta la dificultad de edificarte a ti piensa menos en tus problemas

mismo y el valor de empezar corrigiéndote. y más en tu trabajo y tus problemas

El triunfo del verdadero hombre surge de sin eliminarlos morirán.

las cenizas de su error. Aprende a nacer desde el dolor y a ser

Nunca te quejes de tu soledad o de tu más grande que el más grande de los


suerte, obstáculos,

enfréntala con valor y acéptala. mírate en el espejo de ti mismo

De una manera u otra es el resultado de y serás libre y fuerte y dejarás de ser un

tus actos y prueba que tu siempre títere de las circunstancias porque tú

has de ganar.. mismo eres tu destino.

No te amargues de tu propio fracaso ni Levántate y mira el sol por las mañanas

se lo cargues a otro, acéptate ahora o y respira la luz del amanecer.

seguirás justificándote como un niño. Tú eres parte de la fuerza de tu vida,

Recuerda que cualquier momento es ahora despiértate, lucha, camina,

bueno para comenzar y que ninguno es decídete y triunfarás en la vida;

tan terrible para claudicar. nunca pienses en la suerte,

No olvides que la causa de tu presente porque la suerte es:

es tu pasado así como la causa de tu el pretexto de los fracasados…

futuro será tu presente.

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POEMA XX

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,


y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.


Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.


La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.


Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.


Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.


Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.


La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.


Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.


Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.


Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.


Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.


Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.


Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,


Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,


y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

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LA PALABRA

…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y
bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las
derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan,
se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de
colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas
palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al
vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato,
las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas,
como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las
zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema,
como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la
ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó
de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y
que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que
se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser
raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor
apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los
conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las
Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz,
huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo
tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus
grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se
les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras
luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo…
Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos
dejaron todo… Nos dejaron las palabras.

De “Confieso que he vivido”

51
AMADO NERVO

SI UNA ESPINA ME HIERE…

¡Si una espina me hiere, me aparto de la espina,

...pero no la aborrezco! Cuando la mezquindad

envidiosa en mí clava los dardos de su inquina,

esquívase en silencio mi planta, y se encamina,

hacia más puro ambiente de amor y caridad.

¿Rencores? ¡De qué sirven! ¡Qué logran los rencores!

Ni restañan heridas, ni corrigen el mal.

Mi rosal tiene apenas tiempo para dar flores,

y no prodiga savias en pinchos punzadores:

si pasa mi enemigo cerca de mi rosal,

se llevará las rosas de más sutil esencia;

y si notare en ellas algún rojo vivaz,

¡será el de aquella sangre que su malevolencia

de ayer, vertió, al herirme con encono y violencia,

y que el rosal devuelve, trocada en flor de paz!

52
SI TÚ ME DICES «¡VEN!»

Si tú me dices «¡ven!», lo dejo todo...

No volveré siquiera la mirada

para mirar a la mujer amada...

Pero dímelo fuerte, de tal modo

que tu voz, como toque de llamada,

vibre hasta el más íntimo recodo

del ser, levante el alma de su lodo

y hiera el corazón como una espada.

Si tú me dices «¡ven!», todo lo dejo.

Llegaré a tu santuario casi viejo,

y al fulgor de la luz crepuscular;

mas he de compensarte mi retardo,

difundiéndome ¡Oh Cristo! ¡como un nardo

de perfume sutil, ante tu altar!

53
ANTONIO MACHADO

SAETA

¡Oh, la saeta, el cantar


al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía,
que echa flores
al Jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!

CANTARES XXIX
(de Campos de Castilla)

Caminante, son tus huellas


el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino,


sino estelas en la mar.

54
YO VOY SOÑANDO CAMINOS

Yo voy soñando caminos


de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
-la tarde cayendo está-.
"En el corazón tenía
"la espina de una pasión;
"logré arrancármela un día:
"ya no siento el corazón".

Y todo el campo un momento


se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;


y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:


"Aguda espina dorada,
"quién te pudiera sentir
"en el corazón clavada".

55
GABRIELA MISTRAL

PIECECITOS

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

El hombre ciego ignora


que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejáis;

que allí donde ponéis


la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.

Sed, puesto que marcháis


por los caminos rectos,
heroicos como sois
perfectos.

Piececitos de niño,
dos joyitas sufrientes,
¡cómo pasan sin veros
las gentes!

56
CALDERÓN DE LA BARCA

LA VIDA ES SUEÑO - Jornada III- Escena XIX

Es verdad, pues: reprimamos


esta fiera condición,
esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos.
Y sí haremos, pues estamos
en mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar;
y la experiencia me enseña,
que el hombre que vive, sueña
lo que es, hasta despertar.

Sueña el rey que es rey, y vive


con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!):
¡que hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!

Sueña el rico en su riqueza,


que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.

Yo sueño que estoy aquí,


destas prisiones cargado;
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

57
ADOLFO BIOY CASARES

EL AMIGO DEL AGUA

El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo visto
nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la tarde y a las
nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la
cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto
sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba en un catre en el que dormía, o no,
hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y poco después limpiaba el
local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y sentado en
un sillón, cuyo filoso respaldo dolorosamente se hendía en su columna vertebral,
pasaba otro día a la espera de improbables clientes.
Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor
Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por ejemplo,
en los murmullos del agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea de que el agua
estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda. No por ello dejó de
prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía: “Gracias por escucharme”.
Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que
le será útil”. A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el
agua llevó, como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más
descabellados, ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la
suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y
cubrió de besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y
yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.
Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió
en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de
ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y
protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano mientras caía de la canilla al
lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se
equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer.
Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo”.
Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo
consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que no
llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía en su
columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir hasta el
lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla abierta.

58
MIGUEL DELIBES

EL PUEBLO EN LA CARA

Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, y me topé con el
Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, Cena,
ya en el camino del Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: “¿Dónde
va el Estudiante?”. Y yo le dije: “¡Qué sé yo! Lejos”. “¿Por tiempo?” dijo él. Y yo le
dije: “Ni lo sé”. Y él me dijo con su servicial docilidad: “Voy a la capital. ¿Te se ofrece
algo?”. Y yo le dije: “Nada, gracias Aniano”.

Ya en el año cinco, y al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, avergonzaba ser


de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo
o de ciudad): “Isidoro ¿de qué pueblo eres tú?” Y también me mortificaba que los
externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: “¿Te has fijado qué cara de
pueblo tiene el Isidoro?” O, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a
pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente
“Ése no; ése es de pueblo”. Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir:
“Allá en mi pueblo”… o “El día que regrese a mi pueblo”, pero, a pesar de ello, el
Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba
a demostrar que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos: “Siéntate, llevas
el pueblo escrito en la cara”.

Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no


podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, que los
espárragos, junto al arroyo, brotarán más recio echándoles porquería de caballo,
porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por
aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un
pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada
vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que
seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler
y un trapo rojo, dijeran con desprecio: “Mira el Isi, va cogiendo andares de
señoritingo”.

Así que, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban
mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de
la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del
espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan
59
rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en
la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una
punta de pesos sin ensuciarse uno las manos.

Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que
cualquiera me preguntase algo para decirle: “Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así,
o asao.” O bien: “Allá en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las
mujeres sayas negras, largas hasta los pies ” O bien: “Allá, en mi pueblo, la tierra y el
agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper
el cascarón” O bien: “Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una
escriña agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena.”

Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que
ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y
los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de
ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban
cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque
mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y
las perspectivas de futuro.

Viejas historias de Castilla la Vieja (1964).


Obras completas, vol. 2, Barcelona, Destino, 1966, pp. 373-74).

60
MARCO DENEVI

APOCALIPSIS I

La extinción de la raza de los hombres se sitúa aproximadamente a fines del siglo

XXXII. La cosa ocurrió así: las máquinas habían alcanzado tal perfección que los

hombres ya no necesitaban comer, ni dormir, ni hablar, ni leer, ni pensar, ni hacer

nada. Les bastaba apretar un botón y las máquinas lo hacían todo por ellos.

Gradualmente fueron desapareciendo las mesas, las sillas, las rosas, los discos

con las nueve sinfonías de Beethoven, las tiendas de antigüedades, los vinos de

Burdeos, las golondrinas, los tapices flamencos, todo Verdi, el ajedrez, los

telescopios, las catedrales góticas, los estadios de fútbol, la Piedad de Miguel

Ángel, los mapas de las ruinas del Foro Trajano, los automóviles, el arroz, las

sequoias gigantes, el Partenón. Sólo había máquinas. Después, los hombres

empezaron a notar que ellos mismos iban desapareciendo paulatinamente y que en

cambio las máquinas se multiplicaban. Bastó poco tiempo para que el número de

máquinas se duplicase. Las máquinas terminaron por ocupar todos los sitios

disponibles. No se podía dar un paso ni hacer un ademán sin tropezarse con una

de ellas. Finalmente los hombres fueron eliminados. Como el último se olvidó de

desconectar las máquinas, desde entonces seguimos funcionando.

61
GÉNESIS

Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de

flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a

explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente,

se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los

estragos de la guerra atómica. Con la última guerra atómica, la humanidad y la

civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En cierta

región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave espacial. El niño se

alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por

el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar por su padre. Después sus

recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes

como un sueño; su horror se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la

figura de su padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial,

envuelta en fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de

soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó.

-Eva-contestó la joven-. ¿Y tú?

-Adán.

62
EDMUNDO PAZ SOLDÁN

SIMULACROS

A los siete años, Weiser descubrió que le repugnaba el colegio y, sin vacilaciones, lo
abandonó; sin embargo, para no contrariar a su madre (desde la muerte de su padre, él,
hijo único, era la cifra de las esperanzas de ella), continuó levantándose en la madrugada,
enfundándose en el uniforme obligatorio, saliendo en dirección al colegio, regresando al
mediodía y hablando sin pudor de exámenes y profesores. De vez en cuando, para
mantener la farsa, debió recurrir a la falsificación de notas de elogio por parte de la
dirección y libretas pletóricas de excelentes calificaciones; debió recurrir a sus ex
compañeros, que iban a su casa ciertas tardes a ayudarlo a simular que hacía las tareas.
Ella confiaba en él; acaso por ello no se molestó en ir al colegio y averiguar por cuenta
propia de las mejoras de su hijo, ni sospechó de la ausencia de reuniones de padres de
familia y kermeses a las que de todos modos no hubiera ido. Siguió puntual, pagando las
pensiones el primer cada mes, entregándole el dinero a su hijo, quien, solícito, se ofrecía a
librarla de la molestia de tener que ir hasta el colegio.

Todo persistió sin variantes hasta el día de la graduación, en el que Weiser debió pretextar
un súbito, punzante dolor en la espalda que lo confinó a la cama; su madre, preocupada
por él, se alegró al saber que no irían a la ceremonia: no conocía a ningún profesor, a
ninguno de los sacerdotes que regían el colegio, a ninguno de los padres de los
compañeros de su hijo, se hubiera sentido una extraña. Al día siguiente, no pudo evitar las
lágrimas al contemplar el diploma que Weiser había falsificado con descarada perfección, y
pensó que ningún sacrificio era vano, su hijo iría a la universidad. Y Weiser, mientras le
decía que estudiaría medicina, pensó que le esperaban seis arduos, tensos años.

Pero no fueron ni arduos ni tensos debido a su continuo progreso en el arte del simulacro.
El día de la graduación fue el más difícil de sortear: debió recurrir a 43 amigos para que
hicieran de compañeros suyos, contratar a 16 actores para que hicieran de cuerpo
académico (profesores, decano, rector), alquilar el salón de la Casa de la Cultura para
realizar en él la ceremonia en el preciso momento en que la verdadera ceremonia se
realizaba en el Aula Magna de la Universidad. Y ella, su madre, lloró abrazada a él.

Después abrió un falso consultorio de médico general, en el que pasaba las tardes de tres
a siete examinando pacientes falsos, contratados por temor a ser descubierto por su madre
en una de sus repentinas, frecuentes, inesperadas visitas. Pero no se sentía perdiendo el
tiempo: el consultorio le daba un aura de respetabilidad, una fachada necesaria para
mantener en el anonimato su verdadera vocación, aquella que le había permitido acumular
una portentosa riqueza, la vocación de falsificador.

Nueve años después, ya con una falsa especialización en neurocirugía, su madre acudió
un día a su consultorio quejándose de insoportables dolores de cabeza; él la revisó y
dictaminó que los dolores eran pasajeros, no revestidos de gravedad. Ella murió dos meses
después. El médico forense dictaminó que la muerte se había debido a un cáncer no
tratado a tiempo. Weiser no se sintió culpable en ningún momento: recordando el trayecto
de su vida desde los siete años, pensó que ella, solo ella era la culpable de esta muerte
acaso evitable.

63
EMILIA PARDO BAZÁN

MILAGRO NATURAL

En la iglesuela románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia de la espadaña,


fiuncho y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que iban aplastando los gruesos
zapatones de los hombres, los pies descalzos de los rapaces. Allá en el altar
polvoriento, San Julianiño, el de la paloma, sonreía, encasacado de tisú con floripones
barrocos, y la Dolorosa, espectral, como si la viésemos al través de vidrios verdes, se
afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas pisoteadas y de las azules
hortensias frescas, puestas en floreros de cinco tubos, que parecen los cinco dedos de
una mano.

Sin razonar nuestro instinto, deseábamos que la misa terminase.

Al pie del atrio, allende la carcomida verja de madera del cementerio, nos
aguardaba el coche -cuyas jacas se mosqueaban impacientes- que iba a
reconducirnos, a un trote animado, a las blancas Torres, emboscadas detrás del
castañar denso, sugestivo de profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por
la puerta de la sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz
cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia los fieles, y dijo,
llanamente:

-Se van a llevar los Sacramentos a una moribunda.

Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas


Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de
teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una
caminata a pie, entre polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que
no se veía tal secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban
grises, consumidas del estiaje y de la calor...

Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de


consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La
respuesta enigmática del terruño:

-La carrerita de un can...

Se organizaba el cortejo. Rompimos a andar por el camino hondo, barrancoso,


resquebrajado. Delante, el cura y el acólito, y en tropel, el gentío, oliente a la lejía de
las camisas limpias domingueras y al sudor de los cuerpos. El día era de los de sol

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velado y picón, sol mosquero, más cansino que el descubierto, si no tan riguroso.
Jadeábamos un poco, pero nos sostenía la necesidad de no desmerecer ante los
aldeanos, y sus exclamaciones apiadadas eran estímulos para nuestro valor. ¡Ahora se
verían las señoras, las regalonas! Apretábamos el paso. Una serie de portillos que
saltar; y después, las tierras labradías, el angosto carrero, orlado de manzanillas
ajadas. El carrero se prolongaba a lo lejos, en cuesta, al principio insensible; luego,
más empinada. El gentío iba como hilera de hormigas, pero hormigas de chillón
colorido, y la tolvanera que se alzaba era asfixiante. El sol jugaba con nosotros; a ratos
descubría la cara, a ratos se metía detrás de una nube. Teníamos sed. Nos parecía
haber andado ya kilómetros.

A una revuelta del caminillo, un manchón de arboleda, un prado reseco, y detrás,


un hórreo y una especie de establo. La casa de la enferma.

Las mujerucas del rueiro habían revestido la puerta con colchas de zaraza
remendada, en obsequio al Señor, y allá, al fondo del establo, en un jergón, también
disimulado bajo sobrecamas y sábanas con puntillas, hipaba la moribunda.

No se veía de ella sino una máscara senil, lívida, un mechón gris, una mano
amarilla, desecada y nudosa. Y su biografía, exclamada entre compasivos gemires de
las comadres, era la de una malpocada, sin familia, venida nadie sabía de qué tierras,
acaso de la montaña, que es donde vinieron todos los desheredados de la orilla-mar;
agazapada en lo que fue cuadra de bestias y ahora albergue humano, bajo un tejado a
tejavana, que da paso al viento y a la lluvia; mendiga por las puertas desde veinte
años, y hoy a punto de muerte, no se sabe de qué mal, de vejez, sin duda... El cura se
había acercado al camastro, y, administrado el Viático, recitaba la recomendación del
alma. Los aldeanos se desviaban, respetuosos, para que no perdiésemos nada del
espectáculo: de los callosos pies descubiertos, pronto ungidos con los óleos; del
estertor que sacudía el pecho, en que resaltaban visibles las costillas. «¡Y, alma mía,
aquello era el gunizar!» Y otras viejas sollozaban, pensando en su propia hora...

El anhelar de la enferma se mitigaba: parecía haber caído en síncope. Se hacía


tarde: las vacas, los cerdos, aguardaban su sustento; el pote gorgoriteaba a la lumbre,
y la gente aldeana se disponía a dispersarse. Emprendimos la vuelta. Por la cuesta
abajo, todos los santos nos ayudaban; íbamos ligeros. Pronto el coche rodó
elásticamente sobre la carretera, en que el sol, ya descarado, hacía relucir las
partículas de mica entre el polvorín que alzaban las ruedas.

Al pasar bajo las enormes acacias, una de nosotras expresó su opinión:

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-Esa mujer se muere de hambre. No tiene otra cosa sino necesidad.

-¿Enviarle un frasco de somatosa? ¿Leche?

-¡Bah! ¡Pamplinas! Ahora mismo, jerez, mantecadas, chuletas fritas y jamón, que lo
hay en lonchas...

Reímos. Ya conocíamos el sistema. ¿Aquel cadáver comer mantecadas? El


portador del cesto, sin embargo, salió volandero hacia la bodega desmantelada donde
la mísera se moría por instantes, y todos los días ya volvió a salir con su canasto bien
repleto.

Y fue quince días después -ni uno más ni uno menos- cuando nos avisaron de que
allí estaba la resucitada, la pordiosera, que venía a darnos las gracias. Ella misma, por
su pie, derrengaba sobre un báculo de aliaga, que es madera que sustenta mucho y
pesa poco, arrastrándose, pero viva, y hasta con remoce de color de teja en los
carrillos y cierta alegría picaresca e ingenua en los ojuelos, cercados de pliegues y
arrugas...

-¡Un milagre, santiñas, un milagre! La Virgen Nuestra Señora que me arresucitó


estando yo en las ansias de la gunía. ¡Ay! ¡Un milagre de Nuestro Señor!

Era un día primoroso de julio. Había llovido en los anteriores; el prado se vestía de
seda color manzana, y las últimas rosas del primer ciclo foral trascendían a gloria. Nos
mirábamos, satisfechas y persuadidas del portento. El contenido de los cestos, cosa
material, no bastaba para explicar la curación de la infeliz. Milagro lo había; milagro de
vida y de gozo. Y las esencias del campo, y la claridad del firmamento luminoso, y la
paz de la tarde, nos infundieron la alegría del milagro, de la muerte y la nada vencidas
un momento, de la Segadora, que huía con su guadaña inútil…

66
COMO LA LUZ

Llevaba Berte en la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento
la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo
descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron
por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde
el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho
a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le
atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las
colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar
mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le
cortasen.
Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba
amistad. A escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba
con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto
hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos
dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase
las orejas un poco.
Los dos chicos se juntaban para charlar, y Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín,
las cosas de la aldea le gustaban mucho. Sentía que su padre, en verano le enchiquerase
en San Sebastián, en vez de llevarle buenamente a las Pereiras, su hermosa finca
galiciana. De allí, de las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar su familia. ¡Lo que se
divertían en las Pereiras! Había un río, y en él se pescaban truchas, cangrejos de agua
dulce, y en las represas, anguilas gordas; había prados, y en ellos, vacas rojas, ternerillos,
yeguas peludas y salvajes, mariposas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales, viñas,
mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas amores, en el bosque, y nidos de oropéndolas,
y tantos tesoros, que ambos niños no acababan de contarlos nunca.
-Un día -declaró, gravemente, Riquín-, yo y tú nos escapamos y nos vamos, corre,
corre, a las Pereiras.
-¿Y el dinero para el tren? -objetó Berte, no desmintiendo la previsión económica de su
raza.
-Nos lo da papá, tonto.
-No querrá, señorito...
-Se lo cogeremos de la mesa de noche.
-¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al señorito bueno, no le pegarían; pero a mí me
acababan a palos. Discurrid otra cosa, Don Riquín.
Discurrían, discurrían... Y aplazaban el discurso definitivo para allá, cuando fuese el
tiempo de las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Berte, diplomático, engañaba así la
impaciencia de su amigo. En su cautela, de oprimido que se defiende, comprendía que
todo el viaje a las Pereiras era un sueño. Y como sueño lo cultivaba, como sueño se
recreaba en él. Cerrando los ojos, veía los castañares, la honda corriente del Ameige
reflejando allá en su fondo la luna, la pradería de verde felpa, la yegua brava en que
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montaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía las caras amadas, aunque regañonas: la
madre brusca, el padre descargándole con el zueco un sosquín, los hermanillos de rotos
calzones y camisilla de estopa, la abuela impedida, siempre meneando la cabeza como un
péndulo. Y todo esto le bullía en el corazón, le cosquilleaba en el alma, con un cosquilleo
de ternura infinita. Pensaba que mejor fuera no haber salido de allí. Pero le dijeron: «Anda
a ganarlo». ¡Ganarlo! Ni un céntimo de salario le habían dado, por ahora. «Cuando sepas.»
Berte creía saber. Hasta por momentos suponía que nadie entre la servidumbre sabía
tanto... Porque no existía labor que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la
general. La doncella le endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la cocinera no había
cosa en que no tuviese que «echarle una mano»; el ayuda de cámara le encajaba el
lustrado de botas; el criado de comedor le pasaba el sidol para la plata... Y, al mismo
tiempo, la hostilidad contra el chiquillo era constante. Al acostarse, Berte lloraba resignado,
pero muy triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azúcar, alcachofas finas de pan, que
sustraía del canastillo.
-No coja nada para mí, señorito, por Dios -rogaba el botones-. Mire que voy a llevar la
culpa.
-¡Será lila! Figúrate que esto me lo hubiese comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me
parece, digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste le
doy una morrada.
Era preciso atenerse a estas razones de pie de banco; pero el chico temblaba de
miedo. Como le sucede a los desdichados, le asustaba más una pequeña caricia de la
suerte que los diarios golpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo, la expulsión,
amenaza constante suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le echaban por
acusación de robo, ¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras,
¿con qué pagaba el billete? Se veía por las calles de Madrid, durmiendo en un banco, bajo
la nieve; tendiendo la palma a problemática limosna... Pero, en especial, se veía separado
definitivamente del señorito Riquín... Y esto era lo que le apretaba el corazón de terror.
¡Todo antes que eso!
Acaeció que aquellos días, los de Navidad, hubo gran consumo de golosinas en la
casa. Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas, hasta una loncha de trufado. Por
cierto, que habiendo desaparecido sin explicación plausible una caja de turrón de yema, el
mozo de comedor dejó caer implícitas acusaciones a Berte: ¿quién sino un chiquillo es
capaz de sustraer una caja de turrón? Pero el ama de casa, esta vez, se puso de parte del
chico. Que no se disculpase el del comedor, que cada cual tiene su obligación, y de los
postres él era el responsable.
Y ante esta actitud apareció la caja en no sé qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la
señora decía!
La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse, porque esperaba los aguinaldos
ansioso.
-Eres talludo ya para juguetes -le había dicho su papá-. Los Reyes se olvidarán de ti, y
harán bien.
-Les disparo un tiro -contestó, resueltamente, con su viva acometividad, el pequeño.

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Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes -¡vaya una tontería!, ¡ya no le daban a él ese
camelo!-, sino a su mamá, que, de puntillas y a tientas, le dejaría sobre la cama chucherías
preciosas... A eso de las doce -no habían dado aún- sintió, en efecto, Riquín como una
catarata... Cajas, envoltorios... Dio luz... Quedó deslumbrado. Automóviles, aviones,
cañones, soldados, caballos, molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol... ¡El demontre!
Nunca los Reyes habían sido tan espléndidos.
Algunos instantes se embriagó del goce primero de la posesión... Y de pronto le asaltó
una idea. Berte había dicho aquella tarde: «Los Reyes no hacen caso de los pobres,
señorito. Aunque los Reyes fuesen verdad, para mí no traerían.»
Se levantó, cogió en brazos lo más que pudo, y por pasillos solitarios, débilmente
alumbrados, subiendo escaleras angostas, buscó el zaquizamí en que su amigo dormía.
Empujó suavemente la puerta y soltó su provisión de juguetes de rico, de niño mimado. Y
como Pancho no se despertase, volvió furtivamente a su alcoba.
Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Los juguetes bonitos de Riquín en poder del
botones! Sí; la doncella lo había visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de comedor,
lo denunciaron... Y Berte fue traído a presencia de los señores, llorando y renqueando,
porque el del comedor le había atizado una puntera. Llamaron a Riquín para el careo
inevitable.
Los nueve años de Riquín maduraron de pronto en virilidad, bajo una emoción de
indignada cólera. Se encaró con sus papás. Rojo de furia, gritó:
-Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos juguetes se los han regalado los Reyes!
-¡Valiente paparrucha! -protestó el padre.
-¿Y por qué paparrucha, caramba?
¿No decís que los Reyes me han regalado otro a mí? Si los Reyes son personas de
bien, deben regalar primero a los pobrecitos como éste, que no tienen nada. Y de seguro
que lo hacen. Y esta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han cumplido.
¡Vivan los Reyes!
Y mientras estampaba en la mejilla del botones un beso fraternal, los papás no sabían
qué replicar a aquella argumentación. No había que darle vueltas.
«El Imparcial», 31 de diciembre, 1917.

69
MANUEL MUJICA LÁINEZ

LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS (1822)

Hace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos y su plumero entre
las maderas del órgano: A sus pies, la nave de la iglesia de San Juan Bautista yace
en penumbra. La luz del alba -el alba del día de los Reyes- titubea en 1as ventanas
y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el oro de los altares.
Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo los libros de coro casi
tan voluminosos como él. Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.
De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna le atrae y seduce
como el tapiz de La Adoración de los Reyes; ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el
San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de
Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el sacristán
tira de un cordel.
El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí, y se extiende
detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire
se cuela por los intersticios, se mueven las altas figuras que rodean al Niño Dios.
Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso. Y hoy no osa mirarlas.
Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar. Lo colgaron allí, entre el
arrobado aspaviento de las capuchinas, cuando lo obsequió don Pedro Pablo Vidal,
el canónigo, quien lo adquirió en pública almoneda por dieciséis onzas peluconas.
Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que uno de los corsarios argentinos
que hostigaban a las embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó como
presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria. El señor Fernando VII
enviaba el tapiz, tejido según un cartón de Rubens, a su gobernador de Filipinas,
testimoniándole el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar el
palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.
El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal. Allá abajo,
en el altar mayor, se afanan los monaguillos encendiendo las velas. Hay mucho
viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se
revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las mantillas de les
devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y las lavanderas descubrirán
espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo de las
ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza en la cara y en las manos, como
el aliento de un animal. No quiere darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y
alrededor del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.
Ya empezó la primera misa El capellán abre los brazos. y relampaguea la casulla
hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las bóvedas la fragancia del
incienso.
Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero a poco se yergue,
porque él, que nada oye, acaba de oír un rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un
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rumor levísimo, algo que podría compararse con una ondulación ligera producida en
el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años. El sordomudo está de pie y tiembla.
Aguza sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir.
Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor de la seda y de
los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.
Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas. Cristóbal ni oye ni
habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco años ha. Le parece que
una brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y va
despertando viejas imágenes dormidas en su interior.
Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra. A infinita distancia, el
oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada de los magos que guiaba la
estrella divina.
–Et apertis thesaurus suis -canturrea el capellán- obtulerunt ei munera, aurum, thus
et myrrham.
Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al muchacho a girar sobre los
talones y a enfrentarse con el gran tapiz.
Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies del Salvador y se
hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le suceden en la
adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que sostiene un paje
caudatario, el Rey negro ataviado de azul. Oscilan las picas y las partesanas. Hiere
la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear de los caballos
marciales. Poco a poco el séquito se distribuye detrás de la Virgen María, allí donde
la mula, el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas de
mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando esas voces delgadas que son como
subterránea música.
Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora un ancho
espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte
donde se arremolina el polvo de 1as caravanas y cuando se aproximan se ve que
son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota. Alguno trae una
aguja en la mano; otro, un pequeño telar; éste lanas y sedas multicolores; aquél
desenrosca un dibujo en el cual está el mismo paño de Bruselas diseñado
prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones. Caen de rodillas y brindan su
trabajo de artesanos al Niño Jesús. Y luego se ubican entre la comitiva de los
magos, mezcladas las ropas dispares, confundidas las armas con los instrumentos
de las manufacturas flamencas.
Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa Familia.
En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.
Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que está colmado su
estupor, un personaje aparece delante del establo. Es un hombre muy hermoso, muy
viril, de barba rubia. Lleva un magnífico traje negro, sobre el cual fulguran el blancor
del cuello de encajes y el metal de la espada. Se quita el sombrero de alas
majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a Dios. Cabrillea el terciopelo,

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evocador de festines, de vasos de cristal, de orfebrerías, de terrazas de mármol
rosado. Junto a la mirra y los cofres, Rubens deja un pincel.
Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal se esfuerza por
comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso vibra y espejea en torno del
Niño.
Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un imperceptible
ademán, como invitándolo a sumarse a quienes rinden culto al que nació en Belén.
Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues el Niño está muy alto.
Palpa, entre sus dedos, los dedos aristocráticos del gran señor que fue el último en
llegar y que le ayuda a izarse para que pose los labios en los pies de Jesús. Como
no tiene otra ofrenda, vacila y coloca su plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.
Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su apostadero de
barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto súbitamente. El
tapiz del corsario ha recobrado su primitiva traza. Apenas ondulan sus pliegues
acuáticos cuando el aire lo sacude con tenue estremecimiento.
Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las yemas y la boca. Quisiera
contar lo que ha visto y oído, pero no le obedece la lengua. Ha regresado a su
amurallada soledad donde el asombro se levanta como una lámpara deslumbrante
que transforma todo, para siempre.

Misteriosa Buenos Aires (1950), Barcelona, Seix Barral, 1988, págs. 207-210

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ÁNGELES MASTRETTA

LA HISTORIA DE LA TÍA JOSÉ

Tía José Rivadeneira tuvo una hija con los ojos grandes como dos lunas, como un
deseo. Apenas colocada en su abrazo, todavía húmeda y vacilante, la niña mostró los
ojos y algo en las alas de sus labios que parecía pregunta.

–¿Qué quieres saber? –le dijo la tía José jugando a que entendía ese gesto.

Como todas las madres, tía José pensó que no había en la historia del mundo una
criatura tan hermosa como la suya. La deslumbraban el color de su piel, el tamaño de
sus pestañas y la placidez con que dormía. Temblaba de orgullo imaginando lo que
haría con la sangre y las quimeras que latían en su cuerpo.

Se dedicó a contemplarla con altivez y regocijo durante más de tres semanas.


Entonces la inexpugnable vida hizo caer sobre la niña una enfermedad que, en cinco
horas, convirtió su extraordinaria viveza en un sueño extenuado y remoto que parecía
llevársela de regreso a la muerte.

Cuando todos sus talentos curativos no lograron mejoría alguna, tía José, pálida de
terror, la cargó hasta el hospital. Ahí se la quitaron de los brazos, y una docena de
médicos y enfermeras empezaron a moverse agitados y confundidos en torno a la
niña. Tía José la vio irse tras una puerta que le prohibía la entrada y se dejó caer al
suelo incapaz de cargar consigo misma y con aquel dolor como un acantilado.

Ahí la encontró su marido, que era un hombre sensato y prudente como los hombres
acostumbran fingir que son. La ayudó a levantarse y la regañó por su falta de cordura
y esperanza. Su marido confiaba en la ciencia médica y hablaba de ella como otros
hablan de Dios. Por eso lo turbaba la insensatez en que se había colocado su mujer,
incapaz de hacer otra cosa que llorar y maldecir al destino.

Aislaron a la niña en una sala de terapia intensiva. Un lugar blanco y limpio al que las
madres sólo podían entrar media hora diaria. Entonces se llenaba de oraciones y
ruegos. Todas las mujeres persignaban el rostro de sus hijos, les recorrían el cuerpo
con estampas y agua bendita, pedías a todo Dios que los dejara vivos. La tía José no
conseguía sino llegar junto a la cuna donde su hija apenas respiraba para pedirle: “No
te mueras”. Después lloraba y lloraba sin secarse los ojos ni moverse hasta que las
enfermeras le avisaban que debía salir.

Entonces volvía a sentarse en las bancas cercanas a la puerta, con la cabeza sobre
las piernas, sin hambre y sin voz, rencorosa y arisca, ferviente y desesperada. ¿Qué
podía hacer? ¿Por qué tenía que vivir su hija? ¿Qué sería bueno ofrecerle a su
cuerpo pequeño lleno de agujas y sondas para que le interesara quedarse en este
mundo? ¿Qué podría decirle para convencerla de que valía la pena hacer el esfuerzo
en vez de morirse?

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Una mañana, sin saber la causa, iluminada sólo por los fantasmas de su corazón, se
acercó a la niña y empezó a contarle las historias de sus antepasadas. Quiénes
habían sido, qué mujeres tejieron sus vidas con qué hombres antes de que la boca y
el ombligo de su hija se anudaran a ella. De qué estaban hechas, cuántos trabajos
habían pasado, qué penas y jolgorios traía ella como herencia. Quiénes sembraron
con intrepidez y fantasías la vida que le tocaba prolongar.

Durante muchos días recordó, imaginó, inventó. Cada minuto de cada hora disponible
habló sin tregua en el oído de su hija. Por fin, al atardecer de un jueves, mientras
contaba implacable alguna historia, su hija abrió los ojos y la miró ávida y desafiante,
como fue el resto de su larga existencia.

El marido de tía José dio las gracias a los médicos, los médicos dieron gracias a los
adelantos de su ciencia, la tía abrazó a su niña y salió del hospital sin decir una
palabra. Sólo ella sabía a quiénes agradecer la vida de su hija. Sólo ella supo siempre
que ninguna ciencia fue capaz de mover tanto como la escondida en los ásperos y
sutiles hallazgos de otras mujeres con los ojos grandes.

74
JUANA DE IBARBOUROU

LA MANCHA DE HUMEDAD

Hace algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el empapelado
de las paredes. Era éste un lujo reservado apenas para alguna casa importante, como
el despacho del Jefe de Policía o la sala de alguna vieja y rica dama de campanillas.
No existía el empapelado, pero sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para
descubrir cosas y soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá,
con un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del respaldo, las
lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha de diversos tonos
amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares capaces de suplir las flores y los
paisajes del papel más abigarrado. En esa mancha yo tuve todo cuanto quise:
descubrí las Islas de Coral, encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de
Abraham Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el collar de
lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina que pone los huevos de
oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que amamantó a Desdichado de Brabante y
montañas echando humo de las pipas de cristal que fuman sus gigantes o sus
enanos. Todo lo que oía o adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me
daba su tumulto o sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las
mañanas generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis
descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes, tomándole las
manos:

-Mamita, mira aquel gran río que baja por la pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas!
Tal vez sea el Amazonas. Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los
guacamayos.

Ella me miraba espantada:

-¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta
criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.

Pero mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba posando sobre
mi corona de trenzas su ancha mano protectora:

-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.

Y yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno, cuanto


apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y cielos. Una tarde,
sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a Yango, el pintor. Tenía un gran balde
lleno de cal y un pincel grueso como un puño de hombre, que introducía en el balde y
pasaba luego concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los
primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi cartera de
charol llena de migajas de bizcochos y lápices despuntados. De pie en el umbral del
cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin respirar, la obra de Yango que para mí
tenía toda la magnitud de un desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y
con ella mi universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la fatalidad,
75
Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda rebelión, empezó a
fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo, iba a ahogarme. Fue de
incubación rápida cual las tormentas del trópico. Tirando al suelo mi cartera de
escolar, me abalancé frenética hasta donde me alcanzaban los brazos, con los puños
cerrados. Yango abrió una bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos
minutos enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo preguntar
por fin lleno de asombro:

-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?

Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:

-¡Ladrón! Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá que


te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o cuando tía
Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me has robado mis países
llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio; los odio a todos!

El buen hombre no podía comprender aquel chaparrón de llanto y palabras irritadas.


Yo me tiré de bruces sobre la cama a sollozar tan desconsoladamente, como sólo he
llorado después cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis
sueños. Tan desconsolada e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata el mundo
que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!

Chico Carlo, Buenos Aires, Kapelusz, 1944, págs. 50-51

76
LA HIGUERA

Porque es áspera y fea,


porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta hay cien árboles bellos,


ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste


con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se viste...

Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
«Es la higuera el más bello
de los árboles todos del huerto».

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez, a la noche,


cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:

¡Hoy a mí me dijeron hermosa!

77
CLAUDIA PIÑEIRO

LADY TRÓPICO

Nunca me gustó la cumbia. Será por eso que cuando en el vuelo a San Salvador de
Jujuy sentaron a Lady Trópico a mi lado, yo no tenía la menor idea de que aquella
mujer inquieta y ruidosa era la cantante estrella de ese ritmo. Y digo sentaron porque
así fue. Vino entre risas a su lugar en business, acompañada no sólo de las azafatas
que le sonreían embobadas sino de un séquito de asistentes que le llevaban el
equipaje de mano, abrigo, cartera y demás pertenencias de camino a sus asientos,
varias filas más atrás. Ella llegó firmando un autógrafo en el aire. “¿Para Elisa me
dijiste?”, preguntó. “Sí, para Elisa, es la mujer del comandante”, le confirmó una de
las azafatas. No me cayó bien Lady Trópico, desagrado a primera vista. Siempre me
gustaron las mujeres discretas y la cantante de cumbia no lo era. Pero no iba a
cometer la grosería de cambiarme de asiento. Además el avión estaba lleno, apenas
quedaban dos o tres lugares en clase turista, y aunque se trataba de un vuelo de
dos horas preferí quedarme en el asiento que me habían asignado en el pre
embarque gracias a las tantas millas acumuladas por viajes de negocios. Este viaje
no era de ese tipo; tal vez justamente por eso, y con la ayuda de mi celebrity
compañera de vuelo, me estaba costando más esfuerzo que cualquiera de los que
había hecho por trabajo.
Me alegré de haber despachado el vestido de novia de mi hermana; cuando
terminaron de acomodar el equipaje de mano de Lady Trópico, mi saco era un
acordeón aplastado detrás de su neceser. El vestido que iba en mi valija era el que
mi madre había usado a los veintinueve años y ahora usaría mi hermana a los
sesenta y tres, para casarse con un hombre con el que vivía desde hacía treinta y
con quien tenía un hijo de algo más de veinte, a los que yo no conocía. En un primer
momento había pensado que era mejor llevar el vestido en un guardatrajes en la
cabina, pero la tía Clara me convenció de que era preferible acomodarlo con cuidado
en una valija grande, donde sobrara algo de espacio para que no se arrugara, y así
no estar pendiente del vestido todo el viaje. Era una pena que ella no hubiera podido
venir al casamiento. Según me acababa de enterar gracias a las circunstancias de
esta boda, mi tía le tenía pánico a volar en avión. Y a su edad no era aconsejable un
viaje de casi dieciocho horas por carretera. Ella era quien había puesto a punto el
vestido según las indicaciones de mi hermana y con su diario seguimiento a la
distancia. Las oí hablar por teléfono varias veces hasta que estuvo listo. Me
pregunté entonces si no habrían hablado también a escondidas a lo largo de estos

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años. El vestido necesitaba algunos arreglos menores y, sobre todo, que al encaje
blanco se le fuera ese amarillo que el paso del tiempo pinta en las telas. La tía
consiguió las dos cosas; no sé bien cómo, saberes de mujeres mediante, el vestido
quedó impecable. Me sorprendió que mi hermana decidiera usar ese vestido siendo
que no le había dirigido la palabra a mi madre desde los dieciséis años, cuando se
fue de nuestra casa, a los pocos días de que yo nací. Era una niña, no sé cómo ni
qué hizo para sobrevivir. En ese momento vivíamos en el campo, bastante aislados,
a kilómetros de la ciudad más cercana. Yo no la conocí sino hasta que fui adulto,
pero desde niño y muchas veces me la imaginé caminando por la banquina de la
ruta, haciendo dedo, subiéndose a un camión, bajándose y subiéndose a otro. Me
torturé suponiendo que le habrían pasado cosas espantosas en esos caminos; me
costaba pensarla feliz, armando su vida en otro sitio, sin nosotros. Antes de que yo
cumpliera diez años nos mudamos a Buenos Aires, a la casa que fue de mis abuelos
paternos, y ya no volvimos a aquel lugar que a todos, sobre todo a mi padre, nos
hacía tanto mal. Después de mudarnos, por un tiempo me convencí de que mi
hermana no volvía porque no conocía el camino a la nueva casa. Que a lo mejor
estaba en el campo, sola, esperándonos. Creo que mi padre la lloraba a escondidas.
Mi madre, en cambio, las pocas veces que la evocaba era con rencor; los motivos de
la pelea —si es que la hubo— nunca me fueron revelados. Ya de más grande
supuse que a esa niña adolescente le habría caído mal el embarazo de su madre a
una edad tan tardía —“fue un milagro que vos nacieras”, solía decir mamá— y desde
entonces me culpé en silencio porque mi llegada inoportuna pudiera haber sido la
responsable de la ruptura. Seguí mi vida con esa culpa sin atreverme a confirmar
mis sospechas porque para mi madre hablar de mi hermana era ofenderla a ella. La
tía Clara desobedecía cada tanto y la mencionaba con un triste cariño; se lamentaba
de que nuestro padre —su hermano— no hubiera vivido unos años más; estaba
convencida de que a la larga él habría logrado reconciliarlas. Sin embargo, tampoco
me daba razones: “Cada una hizo lo que pudo, no hay que juzgar sino comprender”,
decía la tía y no mucho más. Con los años me acostumbré a hacer de cuenta que yo
era hijo único, que no había una hermana, una ficción apenas interrumpida por dos
visitas. La primera al poco tiempo de que murió mamá. Mi hermana no fue capaz de
llegar al entierro, apareció unas semanas después. Y aunque quiso congraciarse
conmigo e insistió en tener “una charla donde nos podamos contar todo”, yo me las
ingenié para que nunca quedáramos a solas. Había aprendido a reconocer que un
malestar que se me instalaba en la boca del estómago cuando ella se me acercaba
era resentimiento; estaba dolido, enojado, y temía que si nos poníamos a hablar yo
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no pudiera salir de los reproches por su abandono de tantos años. Eran muchas las
ausencias que echarle en cara a mi hermana: cuando a mi padre le detectaron el
cáncer que terminó matándolo, cuando me recibí de economista, cuando me casé
con Ana, cuando me separé y volví a vivir a la casa familiar con la tía Clara, cuando
murió mamá. Habría sido imposible no quejarse de alguna de sus ausencias. La
segunda visita fue unos meses atrás cuando vino a contarnos que se casaba y que
usaría el vestido de novia de mamá. La tía no pareció sorprendida, ese fue el primer
indicio que me alertó acerca de que ellas habían hablado antes de que mi hermana
viniera y durante todos estos años. Yo sí me sorprendí, aunque la sorpresa no evitó
que apareciera el resentimiento. Esta vez decidí que a los cuarenta y siete años ya
no podía seguir fantaseando con reproches inútiles que nada cambiarían, así que
traté de ser, cuanto menos, amable. Con amabilidad felicité a mi hermana, con
amabilidad dije que asistiría a la boda, con amabilidad acepté llevar el vestido
cuando viajara a la ceremonia. Mi tía me pidió que se lo prometiera a ella, también lo
hice. Y por más que sentado en ese avión a punto de partir otra vez aparecía algo
de resentimiento, el hecho de haber sido designado el encargado de llevar el vestido
de novia me condenaba a estar presente en el casamiento de mi hermana. Sin
vestido se arruinaría la boda, no había arrepentimiento posible.
Antes del despegue, durante el largo carreteo del avión, me pareció que Lady
Trópico se persignó dos o tres veces. Pero no podría asegurarlo, era un movimiento
acelerado de su brazo derecho, casi compulsivo, que no terminaba de dibujar una
cruz en el aire. Cuando me descubrió mirándola me sonrió y me deseó buen viaje.
Yo hice lo mismo, más por imitarla que porque lo creyera necesario: era la primera
vez que me deseaba buen viaje con un compañero de vuelo. Al atravesar las tupidas
nubes que cubrían el cielo de Buenos Aires, el avión se movió sin mayor escándalo.
De todos modos me pareció ver por el rabillo del ojo que Lady Trópico se
estremecía. “Me da miedo que se mueva”, dijo. La miré como preguntando si me
hablaba a mí y lo confirmó con la siguiente pregunta: “¿Se seguirá moviendo mucho
tiempo más?”. “Hasta que atravesemos las nubes”, contesté. “Tranquila, no siempre
que se mueve se cae”, bromeé y reconozco que no fue un comentario oportuno. La
vi palidecer. “Es un chiste”, me apuré a decir, “vuelo mucho, esto es una turbulencia
menor y durará hasta que ganemos altura”. “¿Y si no la ganamos?”, preguntó ella
con preocupación absurda aunque genuina. “Im

posible, los aviones están preparados para este tipo de nubes y otras peores”. La
cantante respiró, hizo un profundo suspiro, no sé si aliviada o agotada de tanto sufrir.
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“Eso espero”, dijo. Y después cerró los ojos. Me la quedé mirando, respiraba con
inquietud, no lograba relajarse, cada tanto hacía algunos movimientos cortos y
claramente involuntarios. Yo entendía que mucha gente sintiera miedo de volar, de
hecho me apenaba pero me resultaba muy comprensible que mi tía —una señora de
casi ochenta años— no se atreviera a subir a un avión. Sin embargo, me parecía
sumamente extraño que la arremetedora Lady Trópico, a la que había visto subir un
rato antes llevándose el mundo por delante, se hubiera convertido en una mujer
vulnerable y presa de terror. Por fin el piloto logró salir de la zona de turbulencia y
estabilizar el avión, así que tuvimos unos minutos de calma. Pero esa calma fue
efímera porque al rato reapareció el movimiento, esta vez con un poco más de
violencia. El comandante se presentó por los parlantes para luego anunciar que no
servirían el refrigerio previsto dado que atravesaríamos “una zona de gran
turbulencia” y recordó que debíamos permanecer sentados con el cinturón puesto.
Las azafatas también se sentaron y se abrocharon los cinturones. Ese gesto
demostró un respeto de la tripulación por los momentos que se avecinaban, que no
llegó a inquietarme aunque sí a prepararme para una buena sacudida. Lady Trópico
se movió en su asiento como si tuviera una convulsión. “Estoy aterrada”, dijo y me
agarró la mano con fuerza. “Disculpá”, agregó mientras me apretaba un poco más.
“Tranquila”, volví a decir, si bien esta vez entendía su preocupación. Por la ventanilla
se veían relámpagos a lo lejos y el viento sacudía el avión cada tanto como si le
estuvieran dando latigazos. “Contame algo”, dijo casi sin voz. “Hablame de lo que
sea”, rogó al borde del llanto y aferrada a mi brazo que estiró hasta ponerlo sobre su
pecho. Yo nunca fui de mucho hablar, pero la mujer aparentaba tener un ataque de
pánico así que le aconsejé que respirara en diez tiempos y saqué tema como pude.
Empecé por el vestido de novia y la boda. Le hablé de mi tía Clara sin mencionar su
miedo a volar. Le hablé de mi hermana. Y de mi madre. Hasta me sorprendí a mí
mismo hablándole de su pelea. “¿Por qué se pelearon?’”. “No sé”. “¿Cómo que no
sé?, ¿no preguntaste?”. “Al principio, pero nunca quisieron contarme”. “¿Y cuando
se murió tu madre tampoco?”. No llegué a responder porque en ese momento el
avión se sacudió con violencia una vez más y ella empezó a llorar. “No llores”, le dije
a pesar de que parecía inevitable. Hipaba y se ahogaba. Entonces empecé a hablar
sin parar. Lady Trópico debe haber sido la persona a la que más le conté de mi vida.
Ni siquiera mi exmujer sabe tanto de mí. Incluso le hablé de cosas que no tenía
conscientes hasta decirlas en ese avión a miles de kilómetros de altura y en medio
de una tormenta que me habría tenido sin cuidado si no fuera por la angustia de la
mujer que estaba sentada a mi lado. Le conté cosas que no me contaba a mí hacía
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años, o que incluso no me había contado nunca. Cuando ella lograba calmarse me
interrumpía y preguntaba. Era incisiva, le importaban mucho las fechas, a qué edad
se fue mi hermana, cuántos años tenía mi madre cuando ella partió, a qué edad la
tuvo a ella, a qué edad me tuvo a mí. Hacía cálculos en el aire, parecía que eso la
ayudaba a no pensar ni en los sacudones ni en la tormenta que se veía tan cercana.
Aun cuando el avión pareció estabilizarse Lady Trópico no dejó de preguntar. “¿Y
cuando tu madre hablaba de tu hermana qué decía?”. “No hablaba de ella. No
quería que nadie la mencionara”. “¿Nunca?”. “Casi nunca”. “Hacé memoria”, insistió.
Y de pronto me apareció un recuerdo que había permanecido oculto, como si ella
con esa orden le hubiera abierto la puerta para que saliera. “Una vez, para las
fiestas, mi padre levantó la copa y se atrevió a preguntar en medio del brindis:
“¿Dónde estará Leticia?”. Entonces mi madre, que había tomado un poco de más,
respondió: “Abandonando errores por ahí”. E inmediatamente después de esa frase
la tía y papá me clavaron la mirada y se terminó el festejo. Papá llevó a mamá a la
cama y por el pasillo ella agregó: “O abortándolos”. No conocía esa palabra y le
pregunté a mi tía qué quería decir, ella insistió que yo había escuchado mal, que mi
madre había repetido “abandonándolos”. La cantante movió la cabeza asintiendo y
dijo: “Ahí está”. Yo no entendí. “Dos más dos son cuatro, señor economista”,
continuó ella esperando una reacción mía y como no la hubo preguntó: “¿No?”. Yo la
miré fijo, a los ojos, seguía sin entender. Ella se sonrió y estaba a punto de decir
algo pero no llegó a hacerlo porque en ese momento el comandante anunció que
dada la tormenta eléctrica que cubría el cielo de San Salvador de Jujuy el avión no
podría aterrizar en su aeropuerto, así que lo haría en San Miguel de Tucumán, a
unos 400 kilómetros del destino final. “Si el productor no está al tanto de esto y
manda un transporte no llego al show”, dijo ella preocupada. “Y yo no llego a la
boda”, agregué. “Eso me preocupa casi más que mi show, me gustan las historias
con final feliz”, dijo Lady Trópico. Y enseguida se entusiasmó: “¡Te llevo! ¡Si
sobrevivimos a esto y me mandan transporte te venís conmigo a Jujuy con vestido
de novia y a la boda!”. Me reí. “Mi hermana te lo va a agradecer, sería triste que se
tenga que casar con ropa de calle”. “Lo que menos le importa a ella es que llegue el
vestido, el vestido es la garantía de que llegues vos”. Me guiñó el ojo y esperó mi
reacción. Yo me la quedé mirando y sonreí. Creí que trataba de ser amable conmigo,
el hombre que le había prestado su brazo para que lo retorciera a gusto durante una
importante tormenta y que le había contado su aburrida vida en un vuelo de dos
horas con el afán de conseguir que pensara en alguna otra cosa que no fuera un
avión que se cae a pique irremediablemente. “Dos más dos son cuatro, también
82
cuando se trata de secretos familiares”, volvió a decir Lady Trópico justo un instante
antes de que el comandante anunciara que en unos minutos estaríamos aterrizando
en San Miguel de Tucumán, que la temperatura era de 16 grados y que el cielo
estaba totalmente nublado. Habíamos dejado la tormenta atrás. Ella se acercó, me
dio un beso en la mejilla y dijo gracias. “Fue un placer”, dije yo y creo que fui sincero.
Enseguida el avión tocó la pista y Lady Trópico volvió a ser la que era. Encendió su
teléfono y yo el mío. Habló con su productor, el transporte estaba listo y
esperándola. “¿Te venís con nosotros?”. Le mostré mi celular: un mensaje de mi
hermana que decía que su marido había salido a buscarme, que llegaría en unas
horas pero que lo esperara. “Entonces nos despedimos acá”, dijo la cantante. “Nos
despedimos acá”, dije yo. Y bajé antes que ella porque se demoró saludando a los
miembros de la tripulación, uno por uno.
Me tomé mi tiempo para llegar a la cinta a recoger la valija. Si algo tenía aquella
tarde era tiempo. Fui al baño, me lavé la cara con agua fría. Frente al espejo me
pregunté cómo reconocería a mi cuñado a quien nunca había visto ni en fotos.
Levanté mi valija, era grande aunque liviana, llevaba el vestido de novia, mi traje y
unas pocas cosas más; a pesar de que mi hermana insistió que me quedara, yo
tenia pasaje de regreso para el día siguiente al casamiento. Junto a la cinta, casi no
había nadie. Reconocí a uno de los asistentes de Lady Trópico que esperaba algún
bulto demorado. Busqué un café donde hacer tiempo, tenía unos trabajos para
revisar. El aeropuerto se iba vaciando poco a poco. Un nuevo mensaje de mi
hermana anunciaba que su futuro marido, concubino de toda la vida y padre de su
hijo mayor de edad, estaba a mitad de camino. Calculé que eso implicaba dos horas
más de espera, una hora y media con suerte, si había poco tránsito y el hombre
manejaba al máximo de la velocidad permitida. Salí a fumar un cigarrillo arrastrando
mi valija. Los asistentes de Lady Trópico estaban terminando de cargar los
instrumentos en un camión, mientras ella daba un reportaje para un medio local
enterado de las peripecias del vuelo que la llevaron a ese aeropuerto no previsto en
el itinerario. Cuando la cantante se dio cuenta de que yo estaba ahí me saludó con
la mano y una sonrisa pero sin interrumpir el reportaje. Yo le devolví el saludo.
Apagué el cigarrillo y estaba a punto de entrar otra vez cuando Lady Trópico me hizo
un gesto para que la esperara. Despachó al periodista y se acercó a donde yo
estaba. “De verdad, muchas gracias, valoro mucho lo que hiciste y todo lo que me
contaste en este vuelo”. “No es nada, a mí también me gustó hablar con vos”. Se me
quedó mirando y luego dijo: “Que tengas un gran encuentro con tu madre”. Me
sonreí y la corregí: “Con mi hermana”. Ella negó con la cabeza. Se acercó y me besó
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en los labios con un beso tierno, cariñoso, que no pretendía nada más que eso. “Tu
madre”, volvió a repetir junto a mi oído y se fue.
Las luces del transporte que se llevaba a Lady Trópico se alejaron por la ruta
desierta. Yo no pude moverme hasta un largo rato después. Me quedé allí, donde la
cantante de cumbia me había despedido, aturdido, junto a una valija que llevaba el
vestido de novia de ya no sabía quién.

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JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ - AZORÍN

LAS SIRENAS

Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el


bautizo. La casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el
blanco mantel resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un
pomposo, oloroso, pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el


mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando
en cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua.
Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de
los invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había
levantado de la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte,
robusta, que cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas,
sonrosadas—, y así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y
venía afanoso, un poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba
de una parte a otra una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro
con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en


el comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita
menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño! —gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació,
su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti
por tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace
veinte años, no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en
que el más grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi
deseo. Si vienes, desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar
tranquilo y siempre azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del
viaje.»

Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño
de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con
coquetería, en el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los
versos más finos, más delicados, más originales del Parnaso español
contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

—¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

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El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del
mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se
apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda
admiración. ¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores…

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se


percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el
poeta levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso
con alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el
poeta estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las
profundidades de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por
un mohín picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser
llevado a un salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la
puerta. El poeta se recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la
estancia llevando en la mano un sobre.

—¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas
estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta
misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las
mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos
otros, en su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas
terribles, aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos
modos, jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se
tomaron las cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó,
picarescamente, en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que
ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba
olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la
vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había
casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le
adoraba. Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían.
Pablo era un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad
reconcentrada. Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga,
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resonante angustia en todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día,
las mismas cosas. No se producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en
suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba


lleno de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la
tarea diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en
tanto que Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de
pronto apareció un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra
enrevesada, pero grande: «¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me


has hablado algunas veces.

—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.

—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.

—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá
habido pocos —contestó Pablo.

—Los poetas se equivocan —agregó el marido.

—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta:
«¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo


no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había
adquirido caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra.
Los minutos transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba
con una mirada larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el
mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una


madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del
balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de
una lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del
puerto, llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de
un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y


su vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios

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paseos por la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su
mujer. ¿Para qué quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas
las campanas. Se había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de
Pablo estaba ardiendo; el incendio destruyó todas las existencias y enseres del
comercio. De madrugada, Pablo, rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se
dejaba caer en la cama. Era una madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio,
sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo,


plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una


anciana venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era
desastrado. Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo.
Después, al anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la
cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios
del balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a
intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como
un lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se
apagó el estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia,
trágicamente, la voz de la sirena.

88
MIGUEL DE UNAMUNO

LAS TRIBULACIONES DE SUSÍN

A Juan Arzadun.

La fresca hermosura del cielo que envolvía árboles verdes y pájaros cantores alegraba a
Susín, entretenido en construir fortificaciones con arcilla, mientras la niñera, haciendo
muchos gestos, reía las bromas de un asistente.

Susín se levantó del suelo en que estaba sentado, se limpió en el trajecito nuevo las manos
embarradas, y contempló su obra viendo que era buena. Dentro de la trinchera circular
quedaba un espacio a modo de barreño que estaba pidiendo algo, y Susín, alzando las
sayas, llenó de orina el recinto cercado. Entonces le ocurrió ir a buscar un abejorro o
cualquier otro bicho para enseñarle a nadar.

Tendiendo por el campo la vista, vio a lo lejos brillar algo en el suelo, algo que parecía una
estrella que se hubiera caído de noche con el rocío. ¡Cosa más bonita! Olvidado del
estanquecillo, obra de sus manos y su meada, fuese a la estrella caída. De repente, según
a ella se acercaba, desapareció la estrella. O se la había tragado la tierra, o se había
derretido, o el Coco se la había llevado. Llegó al árbol junto al cual había brillado la
añagaza, y no vio en él más que guijarros, y entre éstos un cachito de vidrio.

¡Qué hermosa mañana! Susín bebía luz con los ojos y aire del cielo azul con el pecho.

¡Allí sí que había árboles! ¡Aquello era mundo y no la calle oscura preñada de peligros, por
donde a todas horas discurren caballos, carros, bueyes, perros, chicos malos y alguaciles!

Mudó Susín de pronto de color, le flaquearon las piernecitas y un nudo de angustia le


apretó el gaznate. Un perro..., un perro sentado que le miraba con sus ojazos abiertos; un
perrazo negro, muy negro, y muy grande. Si hubiera pasado por su calle, habríale
amenazado desde el portal con un palo; pero estaba en medio del campo, que es de los
perros y no de los niños.

No le quitaba ojo el perro, que levantándose empezó a acercarse a Susín, a quien el terror
no dio tiempo de pensar en la huida. Rehecho un poco echó a correr, mas con tan mala
suerte que, tropezando, cayó de bruces. Cayó y no lloró, quejándose pegado al suelo...
¿Llorar? ¿Y si le oía el perro, que acaso no era más que el Coco que se lleva a los niños
llorones, disfrazado? Se le acercó el perrazo y le olió. Sin alentar apenas, y con un ojo
entreabierto, vio Susín, bailándole el corazoncillo, que el perro se alejaba lentamente y que
allá, muy lejos, sacudía con majestad sus negros lomos con la cola negra.

Susín se levantó, y mirando en derredor viose solo en la inmensa soledad; el sol picaba su
cabecita rubia y le saludaban los árboles. Y allí cerca brillaba el agua de un charco al
reflejo del sol.

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Olvidó al perro, como había olvidado al estanquecillo, obra de sus manos, y a la estrella
caída, y se acercó al charco, cuya superficie límpida y clara parecía el rostro sereno, pero
triste, de un charco muerto a que había que animar. Cogió una chinita, la arrojó al agua, y
entonces el charco se echó a reír, perdiéndose su risa suavemente en el barrizal de las
orillas. ¡Qué bonitos círculos! Empezó a subir el légamo del fondo y a enturbiarse el charco,
y entonces, cogiendo Susín un palo y agachándose mejió el agua. ¡Y cómo se enturbiaba!

Levantose Susín, metió un piececito en el agua y empezó a chapotearla. ¡Qué bonito!


¡Cómo se reía el charco de que se le enfangara y de ensuciar al niño!

Al sentir éste la humedad que, atravesando las botitas, le refrescaba el pie, la conciencia
de estar haciendo una cosa fea le hizo volver la cabeza. Dio un grito y se arrimó a un árbol,
quedándose en él pegado y sin saber dónde esconder los pies. ¡Oh, si hubiera podido
trepar como los chicos grandes y esconderse en las ramas altas, donde se esconden los
abejorros! Pero de una cornada podía haber derribado el árbol la vaca.

Era una vaca colosal, cuyo cuerpo casi cubría el cielo y cuya sombra se extendía por la
tierra desmesurada y fantástica. Avanzaba lentamente, recreándose en la angustia de su
víctima, que se tapó los ojos para que la vaca no le viera, y a punto de arrojarse al suelo y
gritar: «¡No, no lo haré más!», la vaca, avanzando, pasó de largo. Susín se despegó del
árbol y miró el derredor. ¿Dónde estaba?

Sentía cosquilleo en el estómago, pues es cosa sabida que las impresiones fuertes
aceleran la vida y debilitan el cuerpo, y que hasta los grillos recién muertos resucitan entre
lechuga.

Entonces Susín se dio cuenta de su situación, miró atónito al largo camino, a los castaños
corpulentos, a la tierra solitaria y al sol imperturbable clavado en el cielo azul. ¿Y la
chacha?

De cuando en cuando pasaba algún hombre y casi ningún señor. Hombres, hombres todos,
y ¡qué hombres!, todos feos, con mucha barba y ningún parecido a papá. Uno le miró
mucho y esos hombres que miran mucho son los peores, los del saco. Sintió angustia
mortal al verse perdido en el mundo, a merced de los chicos malos que llaman «madre» a
su mamá, de los perros grandes y de las grandes vacas, y no estaba allí papá para
pegarles. El soplo del Coco heló a Susín el alma, que temblaba como las hojas del árbol,
sintiendo al Coco presente en todas partes agazapado tras de los árboles, acurrucado bajo
las piedras, oculto bajo tierra, caminando a su espalda. Rompió a llorar, y a través de las
lágrimas vio que en el campo deshecho en bruma se le acercaba un hombre.

Un hombre..., pero ¡qué hombre! Mirole con la atención del espanto, recociéndose su alma
helada en un rinconcillo del corazón. ¡No era un hombre; era peor que un hombre; era un
alguacil!

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El alguacil se le acercaba poco a poco como el perro negro y la vaca grande; pero ni se
alejó ni pasó de largo. Abriendo Susín tanto los ojos que apenas veía, sintió que una
manaza se posaba en su manecita, y se vio perdido y sin poder llorar.

-No llores, chiquito; no llores, que no te hago nada. ¡Qué malo es el Coco!

¡Qué malo es el Coco cuando usa ironía alguacilesca!

-Ven, ven conmigo; vamos a buscar a papá.

El cielo se le abrió al niño con el milagro, porque lo era, un verdadero milagro, el que un
alguacil tuviera voz tan suave, inflexiones en ella tan tiernas, tono tan acariciador. ¡Si
parecía un papá aquel alguacil! Su mano no oprimía y su paso se acomodaba al del niño,
que se sentía entonces al amparo de un alto personaje, de un Coco bueno.

-Dime, ¿de quién eres?

-De papá.

-¿Y quién es tu papá?

-Papá.

-Pero, ¿qué papá, hijo mío?

-El de mamá.

El ministro de la Justicia se sonrió, porque también él era de su mujer. Singular pregunta


para el niño, ¿quién es tu papá? ¡Cómo si hubiera más de uno!

-¿Dónde vives?

-En casa.

-¿Y dónde está tu casa?

-En casa de papá.

El alguacil renunció al interrogatorio, quedándose perplejo: porque sin interrogatorio,


¿cómo se averiguan las cosas?

Acababan de serenarse los ojos de Susín y le invadía toda la dulzura del aire del cielo
cuando vio venir a la niñera, amenazadora, peligro patente y claro, nada fantástico. Asió
entonces el niño con sus dos manecitas el pantalón del alguacil, ocultando su cabecita
rubia entre las piernas de éste. Hubiérase achicado hasta poder entrar en el bolsillo de
aquel sagrado pantalón.

91
La voz del alguacil sonó armoniosísima, diciendo: «No hagas caso, no te harán nada». Y
luego, más grave: «Déjele usted, que no tiene él la culpa».

De manos del alguacil pasó a los brazos de la criada, y al alejarse miraba a aquél por si
seguía protegiéndole con la mirada. Mas apenas perdieron la vista al Coco bueno, sintió
Susín en el trasero la mano de la niñera.

-¡Chiquillo! ¿No te tengo dicho que no te vayas de mi lado...? Ya te daré yo... Buen rato me
has hecho pasar... Yo, como una loca, busca que te busca, y tú...

El niño lloraba de una manera lastimosa; aquello no era el Coco, pero sí una buena
azotina. Y lloraba tanto que, impacientada la niñera, empezó a besarle y decirle:

-No seas tonto, no ha sido nada; no llores, Susín... Vamos, calla; ya sabes que a papá no le
gustan los niños llorones... Cállate...; mira, voy a comprarte un caramelo, si callas...

Susín calló para chupar el caramelo.

Cuando poco después vio las paredes de su casa y se sintió fuerte al arrimo de su padre,
renováronse las heridas, sintió el diente del perro, el cuerno de la vaca y la mano de la
niñera y rompió a llorar. ¡Qué dulce le sonó la voz de papá riñendo a la chacha! Tomole
luego en brazos su padre, apoyó Susín su mejilla ardiente sobre el pecho protector y bajó
el sueño a derretir sus penas.

¡Qué hermoso es llegar al puerto empapado en agua de tempestad!

(El Nervión, Bilbao, 14-VIII-1892)

92
DEL ODIO A LA PIEDAD

El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la
innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo.
¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades
vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia.
«¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que
majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.
Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta
Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.
Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.
Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y
se olvidaría de Campomanes.
Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba
un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.
Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió
en una y otra todo lo humano y lo divino.
Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que
llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y
siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le
conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada,
nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.
«Pero, señor -se decía-, ¿por qué me carga este hombre?». Y para razonar su odio y
justificarlo fue inventando, sin darse cuenta de lo que hacía, mil pretextillos. «¡Qué manera
tan presuntuosa de fumar el puro! ¡Qué desdén en la mirada! ¡Qué rostro abotagado! ¡Qué
sello de imbecilidad en el traje! ¡Cómo me mira..., me aborrece, nos hemos comprendido!».
Y todo esto era mentira, y Toribio lo sabía; no había tal presunción, ni tal desdén, ni tal
rostro, ni mucho menos aborrecimiento alguno.
«¡Y ni saluda al entrar!»... Él tampoco saludaba.
En fuerza de repetirse los pretextos acabó por creerlos, se los sugirió como verdaderos
y se convenció de que el vecino le odiaba.
Entraba en el café... «Ahí está, ¡cómo me mira!, me odia, bien se conoce que me
odia...».
Empezó con sus amigos a hablar mal del otro, les dijo que se odiaban, inventó mil
mentirillas de ojeadas feroces, de gestos de desprecio; acabó por creerlas él mismo.
A todo esto el vecino impasible, acaso adivinaba lo que sucedía en el alma de Toribio,
pero no lo daba a entender.
Un día llegó Toribio al café un poco alegrillo, y lo primero que vio fue a su vecino en la
mesa de ellos, de Toribio y sus amigos.

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«Ha ocupado nuestra mesa teniendo la suya vacía..., busca camorra... Pero aquí las
mesas son del primero que llega. No importa, tiene la suya, ¿por qué no la ha ocupado?...
No, pues yo voy y me siento en la nuestra. ¿Busca camorra?, que empiece él... ¡Está claro!
Como lo que él quiere es que yo me siente junto a él, dirá algo...».
Se sentó en la misma mesa, frente al vecino odiado. Pidió café. Vino el mozo y fue a
retirar la taza que estaba delante de Toribio.
-¿Qué? ¿La vas a llevar a la otra mesa? ¡No, déjala aquí!
Y miró a su vecino.
-No es eso, señorito -contestó el mozo-, es que esta taza está usada: en ella ha
tomado café otro señor que ha estado con el señorito Rafael.
Se llamaba Rafael, ¡qué nombre tan antipático!
Toribio empezó a tomar su taza, le latía el pecho y no sabía lo que le pasaba. Concluyó
el café y de un trago se bebió la copa de coñac. Pidió otra copa y luego otra, contra su
costumbre. Le ardía la cara. Al fin se dirigió a su vecino y le dijo:
-¿Cómo ha venido usted hoy a esta mesa, teniendo la de usted vacía?
El vecino le miró serenamente y pensó: «Ya decía yo, este pobre muchacho está
loco». No respondió nada.
-¿Por qué ha venido usted a esta mesa?
-¡Porque me ha dado la gana!
-¿No sabe usted que es la nuestra?
Rafael iba a contestar una crudeza, pero pensó: «Mejor será por lo blando, ¡pobre
chico!».
-Sabe usted, cuando he llegado estaba aquí un conocido y me he sentado junto a él.
Era la verdad.
-Y cuando se ha ido el conocido, ¿por qué no ha dejado usted libre nuestra mesa?
Toribio pidió otra copa. Rafael le miró con inquietud, como se mira a un loco, y
contestó:
-Porque deseaba estar con usted... ¡No beba usted tanto!
-Y a usted, ¿qué le importa?
Rafael pensó: «Lo más prudente será retirarse». Se levantó y dijo a Toribio:
-¡Cálmese usted!
Y salió.
Todo aquel día estuvo Toribio excitadísimo. ¡Ya se ve!, cuatro copas, en él que nunca
tomaba más que una.

94
Aquella noche reflexionó y comprendió lo imbécil de su conducta. «Tengo que
domarme».
Al día siguiente entró al café. Allí estaba Rafael; esta vez en su mesa. Toribio se le
dirigió. El otro pensó: «Otra vez el loco».
Le dio mil explicaciones, le pidió perdón, y acabó por convidarle. Desde entonces se
hicieron muy amigos, casi íntimos. Toribio le hablaba de Campomanes.
Rafael era un alma de oro y de lo más simpático.
Cuando Toribio tuvo que volver a su pueblo sintió pena al despedirse de Rafael.
Llegó a su pueblo y lo primero que se echó a la cara fue a Campomanes. ¡Cosa más
rara! No sintió por él ni miaja de odio; al contrario, casi simpatía. «Es un infeliz», pensó.
Desde entonces le dio no poco que pensar cómo se había derretido su odio a
Campomanes en un fondo de piedad.
Un día paseaba con uno de sus amigos de Madrid cuando encontraron a
Campomanes. Toribio se lo mostró y el otro le dijo:
-¿Sabes con quién lo encuentro parecido?
-¿Con quién?
-Con Rafael.
¡Y era verdad! No lo había notado hasta entonces. Es decir, sí lo había notado, pero
sin darse cuenta de ello.
Entonces se explicó su odio a Rafael, y entonces se explicó por qué, reconciliado con
Rafael, mató el odio que tenía a Campomanes. «Cosa más rara -se decía-, el demonio
averigua la verdadera razón de nuestros odios y de nuestros amores... El hombre es el
bicho más extraño».
La verdad es que tiene el alma humana repliegues estrambóticos.

(El espejo de la muerte, 1913)

95
APÉNDICE DE LAS OBRAS
Autor País Período Título de la obra Pág

Adolfo Bioy Argentina Siglo XX El amigo del agua 59


Casares

Alfonsina Storni Argentina Siglo XIX - XX Quisiera esta tarde... 41

¿Qué diría la gente? 42

Hombre pequeñito 42

Dolor 43

Tú me quieres blanca 44

Amado Nervo México Siglo XIX - XX Si una espina me hiere 53

Si tú me dices “¡Ven!” 54

Ana María Matute España Siglo XX - XXI Bernardino 6

Ángeles Mastretta México Siglo XX - XXI La historia de la tía José 74

Antonio Machado España Siglo XIX - XX La saeta 55

Cantares XXIX (Caminante no hay camino…) 55

Yo voy soñando caminos 56

Calderón de la España Siglo XVII La Vida Es Sueño - Jornada Iii - Escena Xix 58
Barca

Claudia Piñeiro Argentina Siglo XX - XXI Lady trópico 79

Edmundo Paz Bolivia Siglo XX - XXI Simulacros 64


Soldán

Emilia Pardo Bazán España Siglo XIX - XX Milagro natural 65

Como la luz 68

Gabriel García Colombia Siglo XX - XXI Un señor muy viejo con unas alas enormes 35
Márquez

Gabriela Mistral Chile Siglo XIX - XX Piececitos 57

Gustavo Adolfo España Siglo XIX La promesa 24


Bécquer

96
Horacio Quiroga Uruguay Siglo XIX - XX El almohadón de plumas 21

Jorge Luis Borges Argentina Siglo XIX - XX Los dos reyes y los dos laberintos 12

Los justos 13

Juan Ramón España Siglo XIX - XX Platero 32


Jiménez
El canario vuela 32

Asnografía 33

Pasan los patos 33

La niña chica 33

Juana de Uruguay Siglo XIX - XX La mancha de humedad 76


Ibarbourou
La higuera 78

Júlio Cortázar Argentina Siglo XX Casa tomada 14

Marco Denevi Argentina Siglo XX Apocalipsis 62

Génesis 62

Mario Benedetti Uruguay Siglo XX - XXI Currículum 19

¿Qué les queda a los jóvenes? 20

Manuel Mujica Argentina Siglo XX Adoración de los reyes magos 71


Láinez

Miguel Delibes España Siglo XX - XXI El pueblo en la cara 60

Miguel de Unamuno España Siglo XIX - XX Las tribulaciones de Susín 90

Del odio a la piedad 94

Pablo Neruda Chile Siglo XX No culpes a nadie 50

Poema XX 51

La palabra 53

Rubén Darío Nicaragua Siglo XIX - XX Los motivos del lobo 45

97
DATOS BIOGRÁFICOS
Adolfo Bioy Casares Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

98
DATOS BIOGRÁFICOS
Alfonsina Storni Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

99
DATOS BIOGRÁFICOS
Amado Nervo Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

100
DATOS BIOGRÁFICOS
Ana María Matute Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

101
DATOS BIOGRÁFICOS
Ángeles Mastretta Nacionalidad

Fecha de nacimiento

Lugar de nacimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

102
DATOS BIOGRÁFICOS
Antonio Machado Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

103
DATOS BIOGRÁFICOS
Calderón de la Barca Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

104
DATOS BIOGRÁFICOS
Claudia Piñeiro Nacionalidad

Fecha de nacimiento

Lugar de nacimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

105
DATOS BIOGRÁFICOS
Edmundo Paz Soldán Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

106
DATOS BIOGRÁFICOS
Emilia Pardo Bazán Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

107
DATOS BIOGRÁFICOS
Gabriel García Márquez Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

108
DATOS BIOGRÁFICOS
Gabriela Mistral Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

109
DATOS BIOGRÁFICOS
Gustavo Adolfo Bécquer Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

110
DATOS BIOGRÁFICOS
Horacio Quiroga Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

111
DATOS BIOGRÁFICOS
Jorge Luis Borges Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

112
DATOS BIOGRÁFICOS
José Martínez Ruiz (Azorín) Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

113
DATOS BIOGRÁFICOS
Juan Ramón Jiménez Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

114
DATOS BIOGRÁFICOS
Juana de Ibarbourou Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

115
DATOS BIOGRÁFICOS
Júlio Cortázar Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

116
DATOS BIOGRÁFICOS
Marco Denevi Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

117
DATOS BIOGRÁFICOS
Mario Benedetti Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

118
DATOS BIOGRÁFICOS
Manuel Mujica Láinez Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

119
DATOS BIOGRÁFICOS
Miguel Delibes Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

120
DATOS BIOGRÁFICOS
Miguel de Unamuno Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

121
DATOS BIOGRÁFICOS
Pablo Neruda Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

122
DATOS BIOGRÁFICOS
Rubén Darío Nacionalidad

Fecha de nacimiento Fecha de fallecimiento

Lugar de nacimiento Lugar de fallecimiento

Premios y Distinciones:

Obras notables:

Género literario: (estilo)

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