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ASIGNATURA:

PANORAMA DE LA LINGÜÍSTICA HISPÁNICA ACTUAL

SUSTENTANTE:
MARIA MAGDALENA LORENZO GARCIA

ENSAYO SOBRE “EL SUSURRO DEL LENGUAJE MÁS ALLÁ DE LA PALABRA


Y DE LA ESCRITURA”

En este libro el susurro habla de distintos temas relacionada con la literatura y de cómo esta
posee todas las características secundarias de la ciencia, es decir, todos los atributos que no la
definen. Tiene los mismos contenidos que la ciencia: efectivamente, no hay una sola materia
científica que, en un momento dado, no haya sido tratada por la literatura universal: el mundo
de la obra literaria es un mundo total en el que todo el saber (social, psicológico, histórico)
ocupa un lugar, de manera que la literatura presenta ante nuestros ojos la misma gran unidad
cosmogónica de que gozaron los griegos antiguos, y que nos está negando el estado parcelario
de las ciencias de hoy. La literatura, como la ciencia, es metódica: tiene sus propios programas
de investigación, que varían de acuerdo con las escuelas y las épocas (como varían, por su
parte, los de la ciencia), tiene sus reglas de investigación, y, a veces, hasta sus pretensiones
experimentales. Al igual que la ciencia, la literatura tiene una moral, tiene una determinada
manera de extraer de la imagen que de sí misma se forma las reglas de su actividad, y de
someter, por tanto, sus proyectos a una determinada vocación de absoluto.

También afirma que lenguaje es el ser de la literatura, su propio mundo: la literatura entera
está contenida en el acto de escribir, no ya en el de «pensar», «pintar», «contar», «sentir».
Desde el punto de vista técnico, y de acuerdo con la definición de Román Jakobson, lo
«poético» (es decir, lo literario) designa el tipo de mensaje que tiene como objeto su propia
forma y no sus contenidos. Desde el punto de vista ético, es simplemente a través del lenguaje
como la literatura pretende el desmoronamiento de los conceptos esenciales de nuestra
cultura, a la cabeza de los cuales está el de lo «real». Desde el punto de vista político, por
medio de la profesión y la ilustración de que ningún lenguaje es inocente, y de la práctica de lo
que podríamos llamar el «lenguaje integral», la literatura se vuelve revolucionaria. Así pues, en
nuestros días resulta ser la literatura la única que soporta la responsabilidad total del lenguaje;
pues si bien es verdad que la ciencia necesita del lenguaje, no está dentro del lenguaje, como
la literatura; la primera se enseña, o sea, se enuncia y expone, la segunda se realiza, más que
se transmite (tan sólo su historia se enseña). La ciencia se dice, la literatura se escribe; la una
va guiada por la voz, la otra sigue a la mano; no es el mismo cuerpo, y por tanto no es el mismo
deseo, el que está detrás de la una y el que está detrás de la otra.

Sabemos que hay un tiempo específico de la lengua, que difiere por igual del tiempo físico y de
lo que Benveniste llama el tiempo «crónico», o tiempo de los cómputos y de los calendarios.
Este tiempo lingüístico experimenta un diferente recorte y recibe expresiones muy variadas
según las lenguas (no hay que olvidar que, por ejemplo, ciertos idiomas, como el chinook,
suponen varios pasados, uno de los cuales es el pasado mítico), pero hay algo que parece
indudable: el tiempo lingüístico tiene siempre como centro generador el presente de la
enunciación. Lo cual nos invita a preguntarnos si, de manera homológica a ese tiempo
lingüístico, no habría también un tiempo específico del discurso. Benveniste nos ofrece las
primeras aclaraciones sobre este punto: en muchas lenguas, en especial en las indoeuropeas,
el sistema es doble: 1) hay un primer sistema, o sistema del discurso propiamente dicho,
adaptado a la temporalidad de la enunciación, cuya enunciación sigue siendo explícitamente el
momento generador; 2) hay un segundo sistema, o sistema de la historia, del relato, apropiado
a la relación de los acontecimientos pasados, sin intervención del locutor, desprovisto, en
consecuencia, de presente y de futuro (salvo el perifrástico), y cuyo tiempo específico es el
aoristo (o sus equivalentes, como el pretérito francés), tiempo que es precisamente el que
falta en el sistema del discurso.

La palabra es irreversible, ésa es su fatalidad. Lo que ya se ha dicho no puede recogerse, salvo


para aumentarlo: corregir, en este caso, quiere decir, cosa rara, añadir. Cuando hablo, no
puedo nunca pasar la goma, borrar, anular; lo más que puedo hacer es decir «anulo, borro,
rectifico», o sea, hablar más. Yo la llamaría «farfullar» a esta singularísima anulación por
adición. El farfulleo es un mensaje fallido por dos veces: por una parte, porque se entiende
mal, pero por otra, aunque con esfuerzo, se sigue comprendiendo, sin embargo; no está
realmente ni en la lengua ni fuera de ella: es un ruido de lenguaje comparable a la serie de
sacudidas con las que un m otor nos hace entender que no está en condiciones; éste es
precisamente el sentido del gatillazo, signo sonoro de un fracaso que se perfila en el
funcionamiento del objeto

El autor hace énfasis en la palabra susurro.

Dice que el susurro es el ruido que produce lo que funciona bien. De ahí surge una paradoja:
el susurro denota un ruido límite, un ruido imposible, el ruido de lo que, por funcionar a la
perfección, no produce ruido; susurrar es dejar oír la misma evaporación del ruido: lo tenue, lo
confuso, lo estremecido se reciben como signos de la anulación sonora. Así que las que
susurran son las máquinas felices. Cuando la máquina erótica, mil veces imaginada y descrita
por Sade, conglomerado «imaginado» de cuerpos cuyos puntos amorosos se ajustan
cuidadosamente unos con otros, cuando esta máquina se pone en m archa gracias a los
movimientos convulsivos de los participantes, tiembla y produce un leve susurro: en resumen,
funciona, y funciona bien. Por otra parte, cuando los actuales japoneses se entregan en masa,
en grandes salas, al juego de la máquina tragaperras esas salas se llenan del tremendo susurro
de las bolas, y ese susurro significa que hay algo, colectivo, que está funcionando: el placer
(enigmático por otras razones) de jugar, de mover el cuerpo con exactitud. Pues el susurro (se
ve en el ejemplo de Sade y en el ejemplo japonés) implica una comunidad de los cuerpos: en
los ruidos del placer que «funciona» no hay voces que se eleven, guíen o se separen, no hay
voces que se constituyan; el susurro es el ruido propio del goce plural, pero no de masas, de
ningún modo (la masa, en cambio, por su parte, tiene una única voz y esa voz es terriblemente
fuerte).

La interdisciplinariedad, de la que tanto se habla, no consiste en confrontar disciplinas ya


constituidas (de las que ninguna, de hecho, consiente en abandonarse). Para conseguir la
interdisciplinariedad no basta con tomar un «asunto» (un tema) y convocar en tomo de él a
dos o tres ciencias. La interdisciplinariedad consiste en crear un objeto nuevo, que no
pertenezca a nadie. A mi entender, el Texto es uno de esos objetos.

La materia de la literatura es la categoría general del lenguaje; para llegar a ser, no solamente
ha de m atar al que la ha engendrado, sino que, es más, para ese asesinato no tiene a su
disposición más que el mismo lenguaje que debe destruir. Este retorcimiento casi imposible es
el que consiguen los textos de F. B.: este casi es el estrecho espacio en que escribe el autor.
Esto no puede hacerse sin una técnica, que no es forzosamente un aprendizaje, sino, de
acuerdo con la definición de Aristóteles, la facultad de producir lo que puede ser o no ser. La
finalidad de esta técnica es describir un mundo escogido, no como mundo deseable, sino como
lo deseable en sí mismo; el deseo no es así atributo de una creación que le preexistiría, sino
que es inmediatamente una sustancia; dicho en otras palabras, una vez más, el autor no
descubre (bajo la acción de una subjetividad privilegiada) que el mundo es deseable, él lo
determina deseable; así pues, lo que aquí se elude es el tiempo del juicio, el tiempo
psicológico: particular, pero en absoluto individual, el autor no cuenta lo que ve, lo que siente,
no despliega los preciosos epítetos que ha tenido la suerte de encontrar, no actúa como el
psicólogo, que se serviría de un lenguaje acertado para enumerar los atributos originales de su
visión, actúa inmediatamente como escritor; no hace a los cuerpos deseables, hace al deseo
corporal, invadiendo gracias a la paradoja misma de la escritura la sustancia y el atributo: todo
queda transportado a los objetos, no para decir lo que son (¿qué son?), sino la esencia del
deseo que los constituye, exactamente como la luminiscencia constituye el fósforo; en los
textos de F. B. no hay nunca un objeto indeseable. El autor crea así una vasta metonimia del
deseo: escritura contagiosa que vuelve a verter sobre el lector el mismo deseo del

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