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ENTREVISTA
MAYO 2023
Mariano Schuster
Mientras en Europa se desarrollaban el Mayo Francés, el Otoño
Caliente italiano y la Primavera de Praga, en América Latina
la nueva izquierda ganaba impulso con la Revolución Cubana, la
teología de la liberación y las perspectivas de un marxismo no
dogmático anclado en las necesidades regionales. El historiador
Aldo Marchesi explica, en esta entrevista, qué pasaba en América
Latina en ese momento que se dio a conocer como los «60
globales».
El historiador Aldo Marchesi estudia desde hace años las formas de participación de
América Latina en la década de 1960, haciendo eje en las relaciones dialécticas entre
centro y periferia, y prestando atención tanto a escenarios políticos como el de Cuba y
al desarrollo de organizaciones político revolucionarias en el continente, como a las
manifestaciones intelectuales de ese período. Doctor en Historia de New York
University, es profesor titular del Departamento de Historiología del Instituto de
Ciencias Históricas y miembro del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos.
Marchesi es autor del libro Hacer la revolución: guerrillas latinoamericanas, de los
años sesenta a la caída del muro (Siglo XXI, 2019), publicado anteriormente en inglés
bajo el título Latin America's Radical Left: Rebellion and Cold War in the Global 1960s
(Cambridge University Press, 2017). Con una vasta trayectoria en el análisis de ese
período histórico, Marchesi explica aquí las formas en las que los procesos de la
«nueva izquierda» de la década de 1960 transformaron el modo en el que pensamos en
América Latina y el mundo.
Desde hace muchos años, usted trabaja desde una perspectiva centrada en las
«nuevas izquierdas» latinoamericanas, sobre eso que se ha dado a conocer como «los
sesenta globales». ¿Qué fueron esos 60 globales y por qué fueron atravesados por
organizaciones y militantes que cobrarían una notoria relevancia durante la década
siguiente?
Entre quienes trabajamos estos temas todavía existe un fuerte debate sobre la forma
de periodizar eso que llamamos «los 60 globales». Esas discusiones se relacionan,
como usted planteaba, con el hecho de que muchas de las dinámicas que emergen en
la década de 1960 se expresan con mayor claridad en la década siguiente. A eso se
suma el hecho de que, cuando nos referimos a «los 60», tenemos dos niveles en
términos de la conversación global. Por un lado, está aquello que llamamos long sixties
(los largos sesentas) y, por otro, una coyuntura más corta que refiere al período de
mayor radicalización, que se extiende entre 1967/1968 y 1973/1974. La historia de la
cual mi libro Hacer la revolución intenta dar cuenta es la de este período más corto en
el que las radicalizaciones políticas se expresan en todo su esplendor. Mi intención era
mostrar por qué el Cono Sur de América Latina constituye un espacio central para
pensar el período y la forma en la que, en esa región, y no solo en Europa Occidental,
se conformó una «nueva izquierda». Esa «nueva izquierda», que no puede ser
circunscripta a una serie de organizaciones políticas, estaba conformada por distintos
actores y grupos que promovían, fundamentalmente, una mirada más heterodoxa del
marxismo, una reflexión sobre la cuestión nacional y un análisis de lo propiamente
latinoamericano. Su desarrollo se produce, efectivamente, en la década de 1960, pero
tenía antecedentes claros a fines de la década anterior. Si pensamos en sus
características principales resulta claro que esa nueva izquierda estaba integrada por
jóvenes que se habían desencantado del comunismo tradicional y del socialismo
clásico, a los que veían como fuerzas inmovilistas o, en algunos casos, excesivamente
reformistas. La posición de esa nueva izquierda consistía, fundamentalmente, en
plantear, una disputa con la ortodoxia y el dogmatismo comunista a partir de una
lectura de tradiciones de carácter más «libertario», pero también de concepciones de
la realidad con un anclaje más claro en el latinoamericanismo. Ahora bien, si
tuviéramos que expresar una fecha más o menos definitoria de eso que llamamos «los
60 globales en América Latina» esa sería, a mi entender, la de 1967. Se trata de un año
en el que suceden dos acontecimientos importantes en la región que marcan, muy
claramente, la existencia política de la nueva izquierda. Por un lado, se desarrolla la
primera conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS),
creada en Cuba por iniciativa de Salvador Allende. Por otro lado, pocos meses después
se produce un segundo acontecimiento que tendría implicancias globales: el del
asesinato del hombre que se transformaría en un símbolo global del antiimperialismo:
Ernesto Che Guevara. Esos dos fenómenos, que son regionales, tuvieron un impacto
directo en la radicalización de actores que entonces se conocían como parte de la
«nueva izquierda». Son, en definitiva, parte de la marca latinoamericana en los «60
globales».
En principio creo que es importante decir que la segunda mitad de la década de 1960
tuvo, en América Latina, una enorme riqueza, en tanto estuvo marcada por una
diversidad de expresiones de protesta en la que las acciones armadas fueron una
pequeña parte de un fenómeno mucho más amplio. Pensemos, sin ir más lejos, en las
manifestaciones estudiantiles en México en 1968, que acabaron en lo que se conoció
como la Masacre de Tlatelolco. O en las huelgas obreras en Argentina, de las cuales el
Cordobazo, en 1969, es una expresión emblemática. O, por caso, en la II Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, que, tras los cambios
producidos en el catolicismo a partir del Concilio Vaticano II, sella en América Latina la
emergencia de llamada «opción por los pobres», que acabaría siendo el punto
fundamental de la Teología de la Liberación conceptualizada por el sacerdote peruano
Gustavo Gutiérrez en 1972.
Hay trayectorias, como la de Camilo Torres en Colombia, que dan cuenta de este
proceso. Torres era un sacerdote y un sociólogo destacado que, en pocos años,
termina en una organización armada, siendo finalmente asesinado y convirtiéndose en
un emblema de la relación entre el cristianismo y la lucha revolucionaria en América
Latina. Lo mismo podemos decir de Paulo Freire, que no termina de esa forma épica
pero que evidencia una transición muy fuerte. Cuando publica La educación como
práctica de la libertad en 1965, su parámetro fundamental es el de la utilidad de la
alfabetización como método de inclusión social. Pero cuando escribe Pedagogía del
oprimido en 1968, la alfabetización pasa a vincularse con un proceso de toma de
conciencia de los subalternos de su propia situación social que abriría las puertas para
su rebelión contra el sistema.
En definitiva, en todos los casos que menciono lo que se produce es una rápida
radicalización que se vincula, evidentemente, a la enorme crisis que vivía América
Latina. En términos concretos, la radicalidad es la respuesta a una situación que nadie
sabía cómo resolver. La crisis regional no se asociaba solamente a la del modelo de
sustitución de importaciones, sobre la que escriben numerosos sociólogos y
economistas en ese período, sino también a la del propio desarrollismo, que todavía
era extremadamente influyente en las elites económicas y políticas de los distintos
países. Quienes se radicalizaban entendían que la Alianza para el Progreso y la relación
con Estados Unidos no habían permitido sacar a la región de los graves problemas que
tenía. Al mismo tiempo, se trataba de una crisis con dimensiones políticas muy claras,
en tanto buena parte de la sociedad no confiaba en que las elites políticas de aquel
contexto pudieran dar respuestas a la realidad social de los distintos países. Ese
conjunto de situaciones críticas, que tiene dimensiones muy concretas en cada país,
influye fuertemente en los fenómenos de radicalización.
Su trabajo sobre los procesos de la radicalización con un eje situado en América
Latina, pero con interacciones con lo que sucedía en Europa y Estados Unidos,
supone una modificación de una tendencia que prevaleció durante muchas décadas
tendiente a pensar los años 60 desde perspectivas que tendían a poner el foco casi
exclusivamente sobre los procesos europeos (y principalmente sobre los franceses).
En su libro Hacer la revolución ese esquema se hace visible cuando se evidencian las
relaciones entre los fenómenos que sucedían en los países entonces llamados
centrales y aquellos que pertenecían a la periferia o al Tercer Mundo. ¿Cuáles son
los problemas del enfoque que solo considera las perspectivas del centro global y
cuáles son los que puede tener una mirada puramente periferista?
Adoptar una perspectiva histórica que observa los cruces y las interacciones entre
sucesos latinoamericanos y europeos no implica necesariamente la existencia de
vínculos directos entre los movimientos políticos de la época. ¿Cuál fue la relación
entre las nuevas izquierdas latinoamericanas y las nuevas izquierdas europeas y
estadounidenses?
Efectivamente, no es lo mismo observar dialécticamente un fenómeno contextual que
constatar interacciones concretas entre los movimientos políticos de ambos
continentes. En este sentido, podemos decir que entre los movimientos de la «nueva
izquierda» de América Latina y Europa hubo una influencia recíproca en términos
culturales y políticos, pero que los contactos directos no fueron ni tan estrechos ni tan
importantes como se suele imaginar. Estas izquierdas heterodoxas de ambos
continentes se vieron como aliadas, se sintieron parte de un mismo movimiento y se
concibieron hermanadas en luchas compartidas, pero eso no implica que las relaciones
hayan sido concretas y palpables. Por un lado, podemos ver que importantes
editoriales europeas, como la italiana Feltrinelli, le dedicaron una atención significativa
a lo que sucedía en el Cono Sur, o que en países como Alemania llegaron incluso a
fundarse grupos como el Tupamaros West-Berlin. También podemos constatar que
numerosos exiliados latinoamericanos se vincularon con miembros de las nuevas
izquierdas europeas –las relaciones entre los exiliados chilenos del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria (MIR) y los miembros de la izquierda extraparlamentaria
italiana fueron muy estrechas–.
Sin embargo, las cosas no son siempre como aparecen en la superficie. Cuando nos
detenemos a observar bien esas relaciones, vemos que hay algo que las modifica
sustancialmente y es el papel de Cuba. Muchos de los grupos de la nueva izquierda
europea tenían una relación muy problemática con Cuba, mientras que los de la nueva
izquierda latinoamericana sostenían un vínculo de adhesión y fidelidad total al proceso
revolucionario liderado por Fidel Castro. Esto generó que las políticas de alianzas de
los grupos latinoamericanos de la nueva izquierda no se sostuvieran sobre una relación
privilegiada con los que serían, al menos teóricamente, sus homólogos europeos. En
definitiva, se vincularían, pero el lazo no sería de unidad. Este proceso llevó a una
situación que, al menos de modo abstracto, parecía impensable: que la nueva izquierda
latinoamericana, cuyo nacimiento se había cifrado en su posición crítica del
comunismo ortodoxo y del socialismo tradicional, acabara vinculándose más con los
partidos comunistas y socialistas europeos que con los de la propia nueva izquierda de
aquel continente. La razón es comprensible: los comunistas y los socialistas europeos
tenían un mayor contacto con el proceso cubano. Al mismo tiempo, eran más
influyentes en los procesos políticos para promover actividades de solidaridad
internacional. Este es un dato muy sintomático, porque la nueva izquierda europea
también aparecía como crítica de los comunismos y socialismos europeos clásicos.
Pero Cuba resultó, para los latinoamericanos más definitoria que el eje compartido en
la crítica del marxismo ortodoxo.
En América Latina se constató una radicalización que no solo provocó una nueva
izquierda política, sino el desarrollo de organizaciones armadas. Ese proceso parece
haber sido algo distinto en Europa y Estados Unidos, aun cuando allí también se
desarrollaron guerrillas e izquierdas extraparlamentarias. ¿A qué obedecían esas
diferencias?
Al menos un sector importante de los actores que integraron lo que se conoció como
la nueva izquierda provenía de ámbitos de lo que podríamos entender como la vieja
izquierda, particularmente del espacio comunista, pero también del espectro
socialista reformista clásico. ¿Qué tan nueva era esa nueva izquierda? ¿Qué era lo
que representaba una novedad?
Esa es una de las grandes preguntas que todavía nos hacemos quienes trabajamos
sobre los 60. El gran interrogante siempre está ahí: ¿hasta dónde es novedosa la nueva
izquierda? ¿qué relación tenía con la vieja izquierda y cómo se rearticuló el propio
concepto de nueva izquierda a través del tiempo? Varios trabajos en la región, como
los de Vania Markarian, Vera Carnovale, Maria Cristina Tortti, Valeria? Manzano o en
Estados Unidos los de Eric Zolov, han contribuido de diversas maneras a responder
esta pregunta. Por un lado, efectivamente, entre fines de la década de 1950 y
comienzos de la de 1960 se produjo una crítica real a la ortodoxia marxista leninista,
un cuestionamiento de las prácticas autoritarias dentro de la izquierda y una condena
al «inmovilismo» de los partidos comunistas y al reformismo de los partidos socialistas
de carácter eurocéntrico. En ese marco, se produjo una apertura intelectual y política
muy importante, que se enmarcó en revistas y publicaciones, pero también en
organizaciones y partidos. En ese proceso de apertura, Cuba tuvo una importancia
fundamental. Se trataba de una experiencia nueva, vital, que, para estos militantes e
intelectuales de América Latina, resultaba muy enriquecedora. No debemos olvidar
que, en un primer momento, es la propia Revolución Cubana la que se asocia a esas
ideas. Eso se ve muy claramente en revistas como Pensamiento Crítico –que se publicó
entre 1967 y 1971– y en el diálogo que los propios cubanos tienen con la nueva
izquierda estadounidense –un tema, que por cierto, ha estudiado muy bien Rafael
Rojas–. Pero si nos remitimos a los aspectos fundamentales de esta cuestión debemos
decir eso: que la «nueva» izquierda provenía de una crítica a la «vieja», que hacía eje en
las falencias del dogmatismo marxista y en el inmovilismo del campo soviético, que
ponía en tensión la realidad latinoamericana dando especificidad a sus características
propias, que traducía elementos de culturas como la anarquista o la trotskista sin
adoptarlas tampoco de modo dogmático, al mismo tiempo que leía con lentes más
regionales o más nacionales la realidad del capitalismo de la época.
¿Cómo impactó en la nueva izquierda latinoamericana el viraje de Cuba hacia la
Unión Soviética y la adopción de lineamientos marxistas más clásicos por parte de la
dirigencia revolucionaria de la isla?
¿Qué casos pueden marcarse como los más distintivos o notorios en esa
rearticulación, en ese proceso de «retorno» a categorías de la vieja izquierda?
Son muchos los casos en los que se verifica esta operación, pero podríamos
puntualizar algunos muy específicos y explicativos del fenómeno. El PRT argentino
termina teniendo un grupo que, ya en Europa, se vuelve nítidamente prosoviético, al
punto de hablar, a mediados de los años 70, del «movimiento comunista internacional».
Esto es muy sintomático, en tanto el PRT era una organización que, en su punto de
partida, había estado vinculada al trotskismo y, en sus elementos más primigenios, al
aprismo peruano. Uno se pregunta: ¿cómo una mezcla entre trotskismo y aprismo
puede terminar derivando en una postura prosoviética? Pero lo cierto es que así fue.
Tenemos también el caso del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros en
Uruguay. Se trataba de una organización que, inicialmente, se definía como
«nacionalista revolucionaria» y que, a la vez, decía no tener una ideología definida
(aunque varios de sus miembros provenían del marxismo). Se trataba de un gesto que
evidenciaba una voluntad de romper con parte de la cultura de la vieja izquierda y
adoptar visiones menos ortodoxas y dogmáticas que las que imperaban en ese campo.
Sin embargo, en 1972, cuando la organización ya estaba claramente derrotada, todo se
modifica. En el marco de un simposio en Chile, diversos miembros del MLN acaban
definiéndose como marxistas-leninistas. El cambio es tan fuerte que argumentan que
el gran problema de la organización había sido el no tener una ideología sólida y que
solo el marxismo leninismo podría fortalecerlos en la lucha revolucionaria. En países
como Uruguay este tipo de cambio opera también sobre algunas figuras del campo
intelectual. Vivian Trías, un claro exponente de la nueva izquierda que planteaba un
socialismo radical de tipo nacionalista y que se había constituido como una referencia
ideológica en la creación del MLN Tupamaros, terminó trabajando como agente de la
inteligencia comunista checoslovaca. En definitiva, se produjo un proceso en el cual
ciertas visiones extremadamente críticas de lo que era el ideario comunista soviético
comenzaron a desfigurarse, a limarse y a erosionarse por múltiples motivos. Un
elemento es el geopolítico y se vincula directamente al cambio de la Revolución
Cubana, que lleva a muchos militantes a acercarse a la Unión Soviética. El otro es el
proceso represivo contra estas organizaciones, que las sectariza y las lleva a un mayor
dogmatismo.
Uno tendería a pensar que, a pesar de algunas excepciones, ese viraje hacia un
marxismo-leninismo de línea dura se asoció más a organizaciones políticas que al
campo intelectual. Me gustaría, sin embargo, preguntarle por esas excepciones.
¿Quiénes intentaron traducir ese cambio desde el pensamiento?
Creo que, a priori, debemos pensar que el desarrollo de la nueva izquierda estuvo muy
vinculado, sobre todo en una primera etapa, a la crítica de los Estados. Esa crítica no
solo se dirigía al autoritarismo de las instituciones, sino a las formas estatales mismas.
Quienes han trabajado la cuestión de los estudiantes, han entendido la rebelión
estudiantil en sintonía con la crítica a las dimensiones autoritarias de las formas
estatales. Ese rechazo a ciertas características de la estatalidad se remonta,
intelectualmente, a la posición crítica respecto de la experiencia soviética –que era
vista, justamente, como burocrática–. Eso no derivaba, como han sostenido algunos
teóricos que estudiaron, sobre todo el caso del Mayo Francés, en una posición
individualista y en un preludio del neoliberalismo. Por el contrario, lejos de esa
posición que argumenta que esa defensa de la libertad fue el caldo de cultivo para el
giro neoliberal, lo que sucedía era una ampliación del campo de la izquierda, donde la
crítica a los estados desde las nuevas izquierdas se desarrollaba a partir de una
biblioteca heterodoxa que incorporaba desde aspectos del maoismo vinculados a la
revolución cultural o la crítica a la burocracia estatal frente a la idea del hombre nuevo
propuesta por Guevara hasta ideas que venían de la tradicion libertaria como la
autogestión. En este punto es importante, sin embargo, aclarar, que muchos grupos –
como los maoistas— leían de forma «antiautoritaria» posiciones esgrimidas por
regímenes, como el comunista chino, que estaba lejos de formar parte de una
tradición de ese tipo. A la vez, la existencia de distintas tendencias dentro de la «nueva
izquierda» –guevaristas, maoistas, trotskistas, nacionalistas de izquierda— expresaba
que no todo podía circunscribirse a ideas propiamente «libertarias», sino que existían
corrientes para las que la dictadura del proletariado y las posiciones estatalistas
marxistas seguían siendo muy centrales.
En este artículo
años 60 / cuba / ernesto «che» guevara / mayo francés / partido revolucionario de los
trabajadores (prt) / revolución / salvador allende / socialismo / teología de la liberación
/ tupamaros
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