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ENTREVISTA
MAYO 2023

 Los «años 60» o el viejo tiempo


de la revolución
Entrevista a Aldo Marchesi

Mariano Schuster
Mientras en Europa se desarrollaban el Mayo Francés, el Otoño
Caliente italiano y la Primavera de Praga, en América Latina
la nueva izquierda ganaba impulso con la Revolución Cubana, la
teología de la liberación y las perspectivas de un marxismo no
dogmático anclado en las necesidades regionales. El historiador
Aldo Marchesi explica, en esta entrevista, qué pasaba en América
Latina en ese momento que se dio a conocer como los «60
globales». 

A 55 años de 1968, un año fundamental en las luchas globales de lo que se conoció


como la «nueva izquierda», hoy es posible repasar las huellas de un período que nunca
ha terminado de quedar atrás. Los llamados «60 globales» exhibieron un proceso de
luchas políticas, sociales e intelectuales que, lejos de tener un epicentro concreto,
resultaron en interacciones entre el centro y la periferia. Desde las manifestaciones
contra la guerra de Vietnam a las revueltas del Mayo Francés y el Otoño Caliente
italiano, y desde procesos como la Revolución Cubana y las protestas estudiantiles en
México hasta la Primavera de Praga, los 60 se convirtieron en el momento del «sueño
de la revolución». En América Latina, ese proceso político y cultural evidenció la
articulación entre sectores de la «nueva izquierda», grupos religiosos que apostaban
por la teología de la liberación e intelectuales que promovían perspectivas marxistas
más heterodoxas y abiertas a las expresadas por los viejos partidos comunistas.

El historiador Aldo Marchesi estudia desde hace años las formas de participación de
América Latina en la década de 1960, haciendo eje en las relaciones dialécticas entre
centro y periferia, y prestando atención tanto a escenarios políticos como el de Cuba y
al desarrollo de organizaciones político revolucionarias en el continente, como a las
manifestaciones intelectuales de ese período. Doctor en Historia de New York
University, es profesor titular del Departamento de Historiología del Instituto de
Ciencias Históricas y miembro del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos.
Marchesi es autor del libro Hacer la revolución: guerrillas latinoamericanas, de los
años sesenta a la caída del muro (Siglo XXI, 2019), publicado anteriormente en inglés
bajo el título Latin America's Radical Left: Rebellion and Cold War in the Global 1960s
(Cambridge University Press, 2017). Con una vasta trayectoria en el análisis de ese
período histórico, Marchesi explica aquí las formas en las que los procesos de la
«nueva izquierda» de la década de 1960 transformaron el modo en el que pensamos en
América Latina y el mundo.
Desde hace muchos años, usted trabaja desde una perspectiva centrada en las
«nuevas izquierdas» latinoamericanas, sobre eso que se ha dado a conocer como «los
sesenta globales». ¿Qué fueron esos 60 globales y por qué fueron atravesados por
organizaciones y militantes que cobrarían una notoria relevancia durante la década
siguiente?

Entre quienes trabajamos estos temas todavía existe un fuerte debate sobre la forma
de periodizar eso que llamamos «los 60 globales». Esas discusiones se relacionan,
como usted planteaba, con el hecho de que muchas de las dinámicas que emergen en
la década de 1960 se expresan con mayor claridad en la década siguiente. A eso se
suma el hecho de que, cuando nos referimos a «los 60», tenemos dos niveles en
términos de la conversación global. Por un lado, está aquello que llamamos long sixties
(los largos sesentas) y, por otro, una coyuntura más corta que refiere al período de
mayor radicalización, que se extiende entre 1967/1968 y 1973/1974. La historia de la
cual mi libro Hacer la revolución intenta dar cuenta es la de este período más corto en
el que las radicalizaciones políticas se expresan en todo su esplendor. Mi intención era
mostrar por qué el Cono Sur de América Latina constituye un espacio central para
pensar el período y la forma en la que, en esa región, y no solo en Europa Occidental,
se conformó una «nueva izquierda». Esa «nueva izquierda», que no puede ser
circunscripta a una serie de organizaciones políticas, estaba conformada por distintos
actores y grupos que promovían, fundamentalmente, una mirada más heterodoxa del
marxismo, una reflexión sobre la cuestión nacional y un análisis de lo propiamente
latinoamericano. Su desarrollo se produce, efectivamente, en la década de 1960, pero
tenía antecedentes claros a fines de la década anterior. Si pensamos en sus
características principales resulta claro que esa nueva izquierda estaba integrada por
jóvenes que se habían desencantado del comunismo tradicional y del socialismo
clásico, a los que veían como fuerzas inmovilistas o, en algunos casos, excesivamente
reformistas. La posición de esa nueva izquierda consistía, fundamentalmente, en
plantear, una disputa con la ortodoxia y el dogmatismo comunista a partir de una
lectura de tradiciones de carácter más «libertario», pero también de concepciones de
la realidad con un anclaje más claro en el latinoamericanismo. Ahora bien, si
tuviéramos que expresar una fecha más o menos definitoria de eso que llamamos «los
60 globales en América Latina» esa sería, a mi entender, la de 1967. Se trata de un año
en el que suceden dos acontecimientos importantes en la región que marcan, muy
claramente, la existencia política de la nueva izquierda. Por un lado, se desarrolla la
primera conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS),
creada en Cuba por iniciativa de Salvador Allende. Por otro lado, pocos meses después
se produce un segundo acontecimiento que tendría implicancias globales: el del
asesinato del hombre que se transformaría en un símbolo global del antiimperialismo:
Ernesto Che Guevara. Esos dos fenómenos, que son regionales, tuvieron un impacto
directo en la radicalización de actores que entonces se conocían como parte de la
«nueva izquierda». Son, en definitiva, parte de la marca latinoamericana en los «60
globales».

El de la radicalización es, de hecho, uno de los aspectos esenciales de su libro y de


muchos de sus estudios sobre los procesos de la época. ¿Por qué y cómo se produce
esa radicalización política y cuáles son los principales procesos que la expresan en la
década de 1960?

En principio creo que es importante decir que la segunda mitad de la década de 1960
tuvo, en América Latina, una enorme riqueza, en tanto estuvo marcada por una
diversidad de expresiones de protesta en la que las acciones armadas fueron una
pequeña parte de un fenómeno mucho más amplio. Pensemos, sin ir más lejos, en las
manifestaciones estudiantiles en México en 1968, que acabaron en lo que se conoció
como la Masacre de Tlatelolco. O en las huelgas obreras en Argentina, de las cuales el
Cordobazo, en 1969, es una expresión emblemática. O, por caso, en la II Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, que, tras los cambios
producidos en el catolicismo a partir del Concilio Vaticano II, sella en América Latina la
emergencia de llamada «opción por los pobres», que acabaría siendo el punto
fundamental de la Teología de la Liberación conceptualizada por el sacerdote peruano
Gustavo Gutiérrez en 1972. 

Quisiera recordar, en este sentido, que un documento del Departamento de Estado de


Estados Unidos se preguntaba, ya en esa época, cómo serían las futuras revoluciones
de América Latina, teniendo en cuenta desarrollo del proceso cubano. Y en ese
documento se concluía que serían producidas por grandes movimientos populares que
contendrían una gran diversidad de actores. Y eso es, efectivamente, lo que podemos
observar en la región en ese período: actores muy diversos que confluían en procesos
de radicalización. Si uno presta atención a los fenómenos que sucedían en esa época
encuentra, por ejemplo, el componente religioso, pero también, por ejemplo, el
elemento militar, en tanto en algunos países los militares se convierten en agentes de
cambio: pensemos, sin ir más lejos, en el Perú de Juan Velasco Alvarado y la Bolivia de
Juan José Torres. A eso se sumaron los debates de diversos espacios políticos de corte
populista y/o nacionalista que evidenciaban la existencia de sectores que se inclinaban
hacia la izquierda y que adoptan retóricas revolucionarias. Al mismo tiempo, sectores
de las clases medias comenzaron a tener un papel muy activo en los procesos de
renovación de la izquierda, al mismo tiempo que se producía una fuerte dinámica de
protestas obreras en buena parte de la región. En definitiva, si uno observa los casos
particulares, encuentra increíbles procesos de radicalización social y política. Se trata
de gente que en tres o cuatro años llega a la conclusión de que la revolución –armada
o no, pero siempre entendida como proceso de cambio estructural–, era el único
camino posible. 

Hay trayectorias, como la de Camilo Torres en Colombia, que dan cuenta de este
proceso. Torres era un sacerdote y un sociólogo destacado que, en pocos años,
termina en una organización armada, siendo finalmente asesinado y convirtiéndose en
un emblema de la relación entre el cristianismo y la lucha revolucionaria en América
Latina. Lo mismo podemos decir de Paulo Freire, que no termina de esa forma épica
pero que evidencia una transición muy fuerte. Cuando publica La educación como
práctica de la libertad en 1965, su parámetro fundamental es el de la utilidad de la
alfabetización como método de inclusión social. Pero cuando escribe Pedagogía del
oprimido en 1968, la alfabetización pasa a vincularse con un proceso de toma de
conciencia de los subalternos de su propia situación social que abriría las puertas para
su rebelión contra el sistema. 

En definitiva, en todos los casos que menciono lo que se produce es una rápida
radicalización que se vincula, evidentemente, a la enorme crisis que vivía América
Latina. En términos concretos, la radicalidad es la respuesta a una situación que nadie
sabía cómo resolver. La crisis regional no se asociaba solamente a la del modelo de
sustitución de importaciones, sobre la que escriben numerosos sociólogos y
economistas en ese período, sino también a la del propio desarrollismo, que todavía
era extremadamente influyente en las elites económicas y políticas de los distintos
países. Quienes se radicalizaban entendían que la Alianza para el Progreso y la relación
con Estados Unidos no habían permitido sacar a la región de los graves problemas que
tenía. Al mismo tiempo, se trataba de una crisis con dimensiones políticas muy claras,
en tanto buena parte de la sociedad no confiaba en que las elites políticas de aquel
contexto pudieran dar respuestas a la realidad social de los distintos países. Ese
conjunto de situaciones críticas, que tiene dimensiones muy concretas en cada país,
influye fuertemente en los fenómenos de radicalización. 
Su trabajo sobre los procesos de la radicalización con un eje situado en América
Latina, pero con interacciones con lo que sucedía en Europa y Estados Unidos,
supone una modificación de una tendencia que prevaleció durante muchas décadas
tendiente a pensar los años 60 desde perspectivas que tendían a poner el foco casi
exclusivamente sobre los procesos europeos (y principalmente sobre los franceses).
En su libro Hacer la revolución ese esquema se hace visible cuando se evidencian las
relaciones entre los fenómenos que sucedían en los países entonces llamados
centrales y aquellos que pertenecían a la periferia o al Tercer Mundo. ¿Cuáles son
los problemas del enfoque que solo considera las perspectivas del centro global y
cuáles son los que puede tener una mirada puramente periferista?

Afortunadamente, desde hace algunas décadas ha comenzado a discutirse, la


necesidad de abordar los años 60 desde las dialécticas entre centro y periferia. Esto ha
contribuido a que hoy podamos reflexionar mejor sobre la influencia de diversas
geografías y realidades nacionales y regionales en ese contexto histórico. Pensar la
época a partir de las diversas circulaciones políticas e intelectuales nos permite
entender la realidad de un modo mucho más rico que si la observamos solo con los
ojos del Mayo Francés. Aun así, creo que esta perspectiva también tiene riesgos. Y el
principal de ellos es del «periferismo» o el de un «nacionalismo periférico conceptual».
Para evitar este problema creo que es fundamental hacer hincapié en la relación
dialéctica entre centro y periferia. Lo que varios historiadores estamos intentando es
superar las perspectivas que se conocen como «difusionistas» y que consisten,
principalmente, en la afirmación de que algo se «creó» en un determinado lugar y
desde allí se esparció, como un «foco difusor», al resto de las geografías. El
difusionismo tiende a borrar la historia particular de las distintas latitudes: si solo se
trata de un «foco difusor», entonces ¿qué pasaba en los países? ¿No había fenómenos
que explicaban el propio surgimiento de las nuevas izquierdas? 

Un aspecto importante a señalar es que el difusionismo puede partir del centro o de la


periferia. Para poner ejemplos concretos: un modo de difusionismo es pensar los 60
como producto del Mayo Francés y otro es pensarlo como producto de la Revolución
Cubana. Se trata de una lógica similar que creo que conviene evitar. En tal sentido,
pensar los 60 como parte de un proceso dialéctico entre centro y periferia habilita la
redefinición del concepto mismo de los «60 globales». Si uno analiza el período desde
América Latina –que es una posibilidad entre tantas, en tanto esta constituye una
perspectiva situada– es posible observar que la región incide muchísimo en los
debates globales sobre el cambio social y la perspectiva de revolución. La teología de la
liberación es un proceso intelectual enorme en el mundo religioso que se construye
desde América Latina y que tiene un claro impacto a nivel global. La reflexión sobre el
problema del desarrollo, la teoría de la dependencia y todos los nuevos marcos de la
economía y la sociología que luego tendrán impacto en los trabajos sobre la economía-
mundo de Immanuel Wallerstein, también constituyen producciones intelectuales
latinoamericanas en los tardíos 60. Pero esto podemos verlo también en el campo de la
literatura, donde el realismo mágico latinoamericano impacta fuertemente en las
narrativas de la época. Esta dinámica ayuda a pensar los años 60 como un momento de
inversión de la geopolítica de la cultura. Esos años evidenciaron muy claramente las
formas en las que las izquierdas miraban el mundo, tanto en el centro como en la
periferia. La producción cultural y de ciencias sociales latinoamericana en los años 60
tuvo un impacto global que quizás nunca más haya tenido. Este intento, entonces, por
romper con el difusionismo y por mostrar que la periferia era también influyente en
los marcos de ese período, implica repensar qué fueron realmente esos «60 globales».

Adoptar una perspectiva histórica que observa los cruces y las interacciones entre
sucesos latinoamericanos y europeos no implica necesariamente la existencia de
vínculos directos entre los movimientos políticos de la época. ¿Cuál fue la relación
entre las nuevas izquierdas latinoamericanas y las nuevas izquierdas europeas y
estadounidenses? 
Efectivamente, no es lo mismo observar dialécticamente un fenómeno contextual que
constatar interacciones concretas entre los movimientos políticos de ambos
continentes. En este sentido, podemos decir que entre los movimientos de la «nueva
izquierda» de América Latina y Europa hubo una influencia recíproca en términos
culturales y políticos, pero que los contactos directos no fueron ni tan estrechos ni tan
importantes como se suele imaginar. Estas izquierdas heterodoxas de ambos
continentes se vieron como aliadas, se sintieron parte de un mismo movimiento y se
concibieron hermanadas en luchas compartidas, pero eso no implica que las relaciones
hayan sido concretas y palpables. Por un lado, podemos ver que importantes
editoriales europeas, como la italiana Feltrinelli, le dedicaron una atención significativa
a lo que sucedía en el Cono Sur, o que en países como Alemania llegaron incluso a
fundarse grupos como el Tupamaros West-Berlin. También podemos constatar que
numerosos exiliados latinoamericanos se vincularon con miembros de las nuevas
izquierdas europeas –las relaciones entre los exiliados chilenos del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria (MIR) y los miembros de la izquierda extraparlamentaria
italiana fueron muy estrechas–.

Sin embargo, las cosas no son siempre como aparecen en la superficie. Cuando nos
detenemos a observar bien esas relaciones, vemos que hay algo que las modifica
sustancialmente y es el papel de Cuba. Muchos de los grupos de la nueva izquierda
europea tenían una relación muy problemática con Cuba, mientras que los de la nueva
izquierda latinoamericana sostenían un vínculo de adhesión y fidelidad total al proceso
revolucionario liderado por Fidel Castro. Esto generó que las políticas de alianzas de
los grupos latinoamericanos de la nueva izquierda no se sostuvieran sobre una relación
privilegiada con los que serían, al menos teóricamente, sus homólogos europeos. En
definitiva, se vincularían, pero el lazo no sería de unidad. Este proceso llevó a una
situación que, al menos de modo abstracto, parecía impensable: que la nueva izquierda
latinoamericana, cuyo nacimiento se había cifrado en su posición crítica del
comunismo ortodoxo y del socialismo tradicional, acabara vinculándose más con los
partidos comunistas y socialistas europeos que con los de la propia nueva izquierda de
aquel continente. La razón es comprensible: los comunistas y los socialistas europeos
tenían un mayor contacto con el proceso cubano. Al mismo tiempo, eran más
influyentes en los procesos políticos para promover actividades de solidaridad
internacional. Este es un dato muy sintomático, porque la nueva izquierda europea
también aparecía como crítica de los comunismos y socialismos europeos clásicos.
Pero Cuba resultó, para los latinoamericanos más definitoria que el eje compartido en
la crítica del marxismo ortodoxo.
En América Latina se constató una radicalización que no solo provocó una nueva
izquierda política, sino el desarrollo de organizaciones armadas. Ese proceso parece
haber sido algo distinto en Europa y Estados Unidos, aun cuando allí también se
desarrollaron guerrillas e izquierdas extraparlamentarias. ¿A qué obedecían esas
diferencias?

Definitivamente, en ambas zonas del mundo se desarrollaron organizaciones armadas,


aunque su incidencia fue muy distinta. En Alemania e Italia las hubo, pero en Francia,
por ejemplo, fueron mucho más minoritarias. En Estados Unidos, otro actor central del
período, también existieron grupos armados que tuvieron, en ese caso, a la población
negra subalternizada como agente fundamental. La diferencia fundamental radica en la
pregnancia. En América Latina, las guerrillas y las fuerzas extraparlamentarias de la
izquierda no armada tuvieron un impacto sobre la dinámica política y social mucho
mayor al que consiguieron este tipo de grupos en buena parte de Europa. De hecho, en
América Latina, la influencia de los grupos guerrilleros llegó a incidir en los procesos
políticos, algo que no parece ser el caso de lo que sucedió en Alemania o en Estados
Unidos, aunque sí se verifica algo de ello en Italia. Aun así, también hubo aspectos
comunes. En primer lugar, la represión. En Europa Occidental también se produjeron
fenómenos de torturas y represión a estos movimientos. La diferencia es que se
realizaron bajo los parámetros del «terror blando» y fueron aplicados bajo sistemas
democrático-liberales mucho más consolidados. En América Latina, en cambio, los
regímenes represivos fueron de altísima intensidad y operaron sobre democracias muy
endebles. Por otra parte, tanto en Europa como en América Latina se evidenció otro
rasgo común: el de la radicalización política de los sectores de centroizquierda o de
izquierda democrática. Por fuera de los grupos guerrilleros también hubo
radicalización. Y el crecimiento y el protagonismo de esas izquierdas democráticas y
legales se evidenció en ambos continentes.

Al menos un sector importante de los actores que integraron lo que se conoció como
la nueva izquierda provenía de ámbitos de lo que podríamos entender como la vieja
izquierda, particularmente del espacio comunista, pero también del espectro
socialista reformista clásico. ¿Qué tan nueva era esa nueva izquierda? ¿Qué era lo
que representaba una novedad?

Esa es una de las grandes preguntas que todavía nos hacemos quienes trabajamos
sobre los 60. El gran interrogante siempre está ahí: ¿hasta dónde es novedosa la nueva
izquierda? ¿qué relación tenía con la vieja izquierda y cómo se rearticuló el propio
concepto de nueva izquierda a través del tiempo?  Varios trabajos en la región, como
los de Vania Markarian, Vera Carnovale, Maria Cristina Tortti, Valeria? Manzano o en
Estados Unidos los de Eric Zolov, han contribuido de diversas maneras a responder
esta pregunta. Por un lado, efectivamente, entre fines de la década de 1950 y
comienzos de la de 1960 se produjo una crítica real a la ortodoxia marxista leninista,
un cuestionamiento de las prácticas autoritarias dentro de la izquierda y una condena
al «inmovilismo» de los partidos comunistas y al reformismo de los partidos socialistas
de carácter eurocéntrico. En ese marco, se produjo una apertura intelectual y política
muy importante, que se enmarcó en revistas y publicaciones, pero también en
organizaciones y partidos. En ese proceso de apertura, Cuba tuvo una importancia
fundamental. Se trataba de una experiencia nueva, vital, que, para estos militantes e
intelectuales de América Latina, resultaba muy enriquecedora. No debemos olvidar
que, en un primer momento, es la propia Revolución Cubana la que se asocia a esas
ideas. Eso se ve muy claramente en revistas como Pensamiento Crítico –que se publicó
entre 1967 y 1971– y en el diálogo que los propios cubanos tienen con la nueva
izquierda estadounidense –un tema, que por cierto, ha estudiado muy bien Rafael
Rojas–. Pero si nos remitimos a los aspectos fundamentales de esta cuestión debemos
decir eso: que la «nueva» izquierda provenía de una crítica a la «vieja», que hacía eje en
las falencias del dogmatismo marxista y en el inmovilismo del campo soviético, que
ponía en tensión la realidad latinoamericana dando especificidad a sus características
propias, que traducía elementos de culturas como la anarquista o la trotskista sin
adoptarlas tampoco de modo dogmático, al mismo tiempo que leía con lentes más
regionales o más nacionales la realidad del capitalismo de la época. 
¿Cómo impactó en la nueva izquierda latinoamericana el viraje de Cuba hacia la
Unión Soviética y la adopción de lineamientos marxistas más clásicos por parte de la
dirigencia revolucionaria de la isla?

Impactó de un modo muy fuerte, en tanto esas nuevas izquierdas se habían


constituido en términos críticos con el marxismo ortodoxo y tradicional, recuperando
en muchas ocasiones insumos de la cultura anarquista y de la tradición trotskista.
Cuando en la segunda mitad de la década de 1960, Cuba comenzó a exhibir un proceso
de cambio en su alineación geopolítica, las reconfiguraciones y los replanteos en la
nueva izquierda del Cono Sur se volvieron muy evidentes. Dicho muy claramente:
numerosos intelectuales y militantes de la nueva izquierda concluyeron, en base al
cambio de Cuba, que muchas de las lecturas y las tradiciones que habían estado
incorporando y recuperando en virtud de su sensibilidad crítica con la ortodoxia
marxista, ya no funcionaban más. La conformación, en 1975, del Partido Comunista de
Cuba y el desarrollo de su primer congreso, fueron, de hecho, el punto final para esa
experiencia crítica de la nueva izquierda. Si Cuba, que era en buena medida la guía de
esa militancia de la nueva izquierda, se alineaba a la Unión Soviética y desarrollaba un
partido comunista de tipo tradicional, ¿cómo podían sostener los militantes de la
nueva izquierda la crítica al dogmatismo marxista y al burocratismo soviético? El
proceso es claramente complejo para esa militancia renovadora, en tanto en Cuba el
viraje hacia la órbita soviética no solo produjo nuevas estructuras, sino también el
advenimiento de un lenguaje político que caracterizaba como «románticos»,
«pequeñoburgueses» e «idealistas» a quienes, desde la izquierda, antagonizaban con el
viraje prosoviético y comunista de la revolución. Los militantes de la nueva izquierda
asistieron, entonces, a un proceso de retorno: Cuba empezaba a usar contra sus
críticos de izquierda los mismos argumentos que habían utilizado contra ellos los
dirigentes de los partidos comunistas a comienzos de la década de 1960. Recuerdo
algunos testimonios de algunos militantes uruguayos de Tupamaros y otros tantos
argentinos del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) que llegaban a Cuba y
decían «pero esto no tiene nada que ver con lo que nosotros veníamos leyendo…». En
ese sentido, el giro de Cuba tuvo un impacto fortísimo en la nueva izquierda, porque
finalmente implicó un retroceso y una revalorización de las prácticas más tradicionales
de la izquierda marxista leninista. A esto se le sumó otro fenómeno importante y es el
de la forma en que la represión incidió sobre estas organizaciones de la nueva
izquierda. La dimensión y la magnitud de la represión política y militar sobre estos
grupos fue configurando en ellos un pensamiento cada vez más sectario y más cerrado
que, en definitiva, resultaba una herramienta para combatir esa misma represión.
Entre el proceso represivo y el viraje de Cuba, comenzó a producirse, en algunas de
esas organizaciones, una revalorización de los viejos partidos comunistas, basada,
sobre todo, en la capacidad de esos partidos de luchar contra el fascismo. Esto llevó a
que ese proceso de renovación intelectual, político y cultural que había comenzado a
fines de la década de 1950 y principios de la de 1960, comenzara a mostrar, a inicios de
la de 1970, signos de franco agotamiento. Las nuevas organizaciones volvieron, al
menos parcialmente, a fuentes que no les eran propias: adoptaron visiones dogmáticas
del marxismo, a la vez que formas muy sectarias y voluntaristas de entender la política.
Eso las reconectó con la vieja izquierda.

¿Qué casos pueden marcarse como los más distintivos o notorios en esa
rearticulación, en ese proceso de «retorno» a categorías de la vieja izquierda?

Son muchos los casos en los que se verifica esta operación, pero podríamos
puntualizar algunos muy específicos y explicativos del fenómeno. El PRT argentino
termina teniendo un grupo que, ya en Europa, se vuelve nítidamente prosoviético, al
punto de hablar, a mediados de los años 70, del «movimiento comunista internacional».
Esto es muy sintomático, en tanto el PRT era una organización que, en su punto de
partida, había estado vinculada al trotskismo y, en sus elementos más primigenios, al
aprismo peruano. Uno se pregunta: ¿cómo una mezcla entre trotskismo y aprismo
puede terminar derivando en una postura prosoviética? Pero lo cierto es que así fue.
Tenemos también el caso del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros en
Uruguay. Se trataba de una organización que, inicialmente, se definía como
«nacionalista revolucionaria» y que, a la vez, decía no tener una ideología definida
(aunque varios de sus miembros provenían del marxismo). Se trataba de un gesto que
evidenciaba una voluntad de romper con parte de la cultura de la vieja izquierda y
adoptar visiones menos ortodoxas y dogmáticas que las que imperaban en ese campo.
Sin embargo, en 1972, cuando la organización ya estaba claramente derrotada, todo se
modifica. En el marco de un simposio en Chile, diversos miembros del MLN acaban
definiéndose como marxistas-leninistas. El cambio es tan fuerte que argumentan que
el gran problema de la organización había sido el no tener una ideología sólida y que
solo el marxismo leninismo podría fortalecerlos en la lucha revolucionaria. En países
como Uruguay este tipo de cambio opera también sobre algunas figuras del campo
intelectual. Vivian Trías, un claro exponente de la nueva izquierda que planteaba un
socialismo radical de tipo nacionalista y que se había constituido como una referencia
ideológica en la creación del MLN Tupamaros, terminó trabajando como agente de la
inteligencia comunista checoslovaca. En definitiva, se produjo un proceso en el cual
ciertas visiones extremadamente críticas de lo que era el ideario comunista soviético
comenzaron a desfigurarse, a limarse y a erosionarse por múltiples motivos. Un
elemento es el geopolítico y se vincula directamente al cambio de la Revolución
Cubana, que lleva a muchos militantes a acercarse a la Unión Soviética. El otro es el
proceso represivo contra estas organizaciones, que las sectariza y las lleva a un mayor
dogmatismo.
Uno tendería a pensar que, a pesar de algunas excepciones, ese viraje hacia un
marxismo-leninismo de línea dura se asoció más a organizaciones políticas que al
campo intelectual. Me gustaría, sin embargo, preguntarle por esas excepciones.
¿Quiénes intentaron traducir ese cambio desde el pensamiento?

Efectivamente, en el campo intelectual esta deriva prosoviética no tuvo un impacto tan


fuerte como en el campo político. Y en esto incluyo a los intelectuales más asociados a
los propios grupos armados que sí derivaron en esas posiciones. Lo que podemos
encontrar como cercano a la posición esquemática es la relectura desarrollada por el
nuevo estructuralismo latinoamericano. Me refiero, concretamente, a Marta
Harnecker. Su libro Los conceptos elementales del materialismo histórico condensó
esa posición. Si en términos de circulación intelectual, su libro expresó la traducción y
la divulgación latinoamericana del estructuralismo althuseriano, en términos políticos
fue leído como el establecimiento de un nuevo paradigma ideológico más organizado y
esquemático que se correspondía con los cambios que se estaban produciendo en
Cuba. 
Si nos alejamos de América Latina, pero también de Europa Occidental, resulta claro
que hubo otras rebeliones. Me refiero, específicamente, a las que sucedía en
Checoslovaquia, donde la Primavera de Praga conducida por Aleksandr Dubček
intentaba promover, frente a la esfera soviética de la que formaba parte, un
«socialismo con rostro humano» que fue finalmente liquidado por los tanques de
Moscú. ¿Qué vínculos y qué perspectivas expresó la izquierda latinoamericana
respecto de ese proceso y cuánto tuvo que ver la posición de Cuba en las posiciones
adoptadas? 

Creo que, a priori, debemos pensar que el desarrollo de la nueva izquierda estuvo muy
vinculado, sobre todo en una primera etapa, a la crítica de los Estados. Esa crítica no
solo se dirigía al autoritarismo de las instituciones, sino a las formas estatales mismas.
Quienes han trabajado la cuestión de los estudiantes, han entendido la rebelión
estudiantil en sintonía con la crítica a las dimensiones autoritarias de las formas
estatales. Ese rechazo a ciertas características de la estatalidad se remonta,
intelectualmente, a la posición crítica respecto de la experiencia soviética –que era
vista, justamente, como burocrática–. Eso no derivaba, como han sostenido algunos
teóricos que estudiaron, sobre todo el caso del Mayo Francés, en una posición
individualista y en un preludio del neoliberalismo. Por el contrario, lejos de esa
posición que argumenta que esa defensa de la libertad fue el caldo de cultivo para el
giro neoliberal, lo que sucedía era una ampliación del campo de la izquierda, donde la
crítica a los estados desde las nuevas izquierdas se desarrollaba a partir de una
biblioteca heterodoxa que incorporaba desde aspectos del maoismo vinculados a la
revolución cultural o la crítica a la burocracia estatal frente a la idea del hombre nuevo
propuesta por Guevara hasta ideas que venían de la tradicion libertaria como la
autogestión. En este punto es importante, sin embargo, aclarar, que muchos grupos –
como los maoistas— leían de forma «antiautoritaria» posiciones esgrimidas por
regímenes, como el comunista chino, que estaba lejos de formar parte de una
tradición de ese tipo. A la vez, la existencia de distintas tendencias dentro de la «nueva
izquierda» –guevaristas, maoistas, trotskistas, nacionalistas de izquierda— expresaba
que no todo podía circunscribirse a ideas propiamente «libertarias», sino que existían
corrientes para las que la dictadura del proletariado y las posiciones estatalistas
marxistas seguían siendo muy centrales.

Sin embargo, cuando verificamos las posiciones de la nueva izquierda latinoamericana


respecto a la Primavera de Praga vemos una ambivalencia. En un principio, cuando los
soviéticos invaden Praga, buena parte de la nueva izquierda condena la acción de
Moscú. Pero la situación cambia rápidamente. En cuanto Fidel Castro hace una serie
de declaraciones que intentan defender la invasión, varios militantes se vuelcan a la
postura de Fidel. De una manera u otra, Cuba cancela la discusión sobre Europa del
Este. ¿Y por qué lo logra? Porque la conciben como su emblema de la revolución
continental, porque es el barco en el que están subidos y porque «con Cuba no hay
debates». A finales de los años 60, la reflexión sobre el problema del autoritarismo y
del totalitarismo soviético va a terminar siendo opacada, en América Latina, por el
factor Cuba. De hecho, son los mismos militantes que a fines de los años 50 y
principios de los 60 hacían críticas durísimas a la ortodoxia, al burocratismo y al
dogmatismo de la URSS, los que van a encolumnarse en esa postura. Los que antes
usaban el término imperio para designar tanto a Estados Unidos como a la Unión
Soviética, dejarán de hacerlo. El antiimperialismo pasó a ser, de modo casi exclusivo, el
estadounidense. Aun así, la desaparición de la categoría de «imperialismo» para
aplicarla a la Unión Soviética no supuso, necesariamente, un aval para el régimen
soviético. Se trató, sobre todo, de sacarla de la escena. En este sentido, hay un texto
que considero paradigmático: el discurso del Che Guevara a la Tricontinental. Si uno lo
lee detalladamente no termina de entender cuál es, para él, el lugar de la Unión
Soviética en las luchas globales. Lo que básicamente uno puede ver en ese documento
es que lo que el Che les dice a los soviéticos algo así como: «si ustedes colaboran en la
lucha del Tercer Mundo contra el imperialismo estadounidense, no habrá problemas
en la alineación, pero ustedes son quienes deben insertarse en las luchas, porque
ahora la vanguardia es el Tercer Mundo». Creo, en ese sentido, que en América Latina
la discusión sobre el autoritarismo o el totalitarismo del campo soviético quedó
totalmente opacada por la discusión sobre la lucha global contra el imperialismo
estadounidense. 

Ha hecho un repaso de movimientos y grupos, de actores sociales diversos, de


izquierdas que mutaron y dieron origen a una época dinámica. ¿Qué quedó de todo
aquello?

Yo creo que quedó muchísimo. Por un lado, en términos estrictamente políticos


considero que, de alguna manera, el momento progresista latinoamericano de las
últimas décadas ha bebido de esas viejas construcciones nacidas en la década de 1960.
Con sus elementos positivos y negativos, ese momento progresista se construyó
parcialmente sobre imaginaciones intelectuales e incluso sobre figuras provenientes
de aquel tiempo. Fue, de hecho, el primer momento en la historia reciente en la
historia de nuestros países en los que, con configuraciones diferentes, se legitimó la
experiencia que comenzó ese período. Eso no quiere decir que haya habido
traducciones políticas –claramente los gobiernos progresistas del Cono Sur fueron
mucho más moderados y pragmáticos, algo que contrasta con la radicalidad de aquella
época–, sino que se produjo un proceso de cierta legitimación de esas experiencias,
sobre todo en términos de lectura del pasado. En términos más propiamente
intelectuales, aquel proceso dejó un acervo cultural impresionante, en tanto fue un
momento extremadamente productivo del pensamiento social latinoamericano. Que
hoy ya no nos sirva en un sentido directo no quiere decir que no haya ahí algo
interesante. Y de hecho lo hay. Es la actitud intelectual de discutir desde América
Latina con pretensiones globales, de poner en juego ideas. Ahora todos decimos que la
derecha es la rebelde, pero ese es un momento que muestra que, intelectualmente, la
izquierda pudo tener momentos de imaginación y radicalidad, de cuestionar verdades
oficiales. Radicalidad no quiere decir violencia. Pero si quiere decir interpelación, sí
quiere decir ruptura, sí quiere decir cuestionamiento. Eso es, al menos en mi
perspectiva, lo que nos dejan aquellos años 60.

En este artículo
años 60 / cuba / ernesto «che» guevara / mayo francés / partido revolucionario de los
trabajadores (prt) / revolución / salvador allende / socialismo / teología de la liberación
/ tupamaros
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