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El secreto de Emma

Kattie Black
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
©Dirtybooks, enero de 2021
Portada: Diego Bober, El Cuervo Estudio
El secreto de Emma, de Kattie Black, está registrada bajo una licencia Creative Commons. No se permite la
distribución, comercialización, reproducción ni el uso en obras derivadas sin permiso expreso de la autora y los
editores.
Introducción
Era la primera vez en años que Emma tenía calor en noviembre. Siempre había sido muy
friolera, hasta el punto de que por las noches tenía que cubrirse con tres mantas, edredón y
sábanas de franela, y meter una bolsa de agua caliente en su cama. Ahora, a aquellas alturas de la
vida, descubría que había algo que funcionaba mejor que eso: un hombre.
Él era prácticamente un desconocido. No sabía casi nada de su pasado ni de su presente,
apenas sí conocía su nombre y poco más. Entonces, ¿por qué estaba en su cama? ¿Por qué permitía
que la abrazara desde atrás, que rozase su nariz contra su cabello, que su mano amplia, áspera y
cálida acariciase su vientre de forma insinuante, haciendo círculos con el dedo alrededor de su
ombligo desnudo?
Durante años, Emma se había alejado sistemáticamente de los hombres. Tenía el corazón
cerrado, y las puertas de su dormitorio también. No podía confiar en nadie. No quería confiar en
nadie.
Y sin embargo ahí estaba, desnuda entre las sábanas ya arrugadas, satisfecha, como flotando a
causa de las horas de sexo compartido. Eufórica, feliz. Tan feliz que no se reconocía.
Le parecía irreal. Esa no podía ser ella, era imposible, estaba soñando.
«Esto es una imprudencia. Un error. Un error imperdonable».
—Tócame otra vez —susurró. Escucharse a sí misma decir aquello era tan raro… ¿Realmente
había pronunciado esas palabras?
Oyó la risa de él, dulce y grave, como el ronroneo de un león. Sintió que se pegaba más a sus
formas. Estaba caliente, sus músculos eran duros y su cuerpo tan grande que parecía cubrirla por
completo. Se acopló en aquel molde de piedra incandescente y suspiró, subyugada por la pasión y
la expectativa. La mano que rozaba su abdomen descendió despacio hasta deslizarse entre sus
muslos. Un dedo se abrió paso delicadamente a través del vello púbico y comenzó a acariciarla
de forma lenta, apenas rozando su clítoris de una manera tan superficial que el delicado tacto le
despertó una sacudida de excitación y un cosquilleo eléctrico que empezó a extenderse por todo su
ser.
Al parecer, había estado equivocada toda su vida. Sí que le gustaba el sexo, joder, le
encantaba. Quería gemir, estremecerse, gritar palabras malsonantes. Quería comportarse como una
zorra y tomar el control, y también entregarse y ser dominada como una princesa cautiva.
Anhelaba ser devorada por la pasión de su amante, aquel hombre misterioso que la había atrapado
en aquel juego peligroso y excitante.
—Te gusta así, ¿verdad?
Escucharle fue aún peor que sentir sus manos. Emma cerró los ojos y se mordió el labio,
asintiendo. La caricia proseguía, circular y precisa. Luego él movió la mano y su índice la penetró
mientras la palma rozaba todo su sexo plenamente, con movimientos redondos y suaves. Ella
ahogó un gemido y se arqueó, sintiendo que se hundía poco a poco en aquel océano de placer.
«Me he vuelto loca», pensó.
Y después no pensó nada más.
Capítulo 1
Dos semanas antes

Emma bajó del taxi frente a la torre Harrington, pagó la carrera y se calzó bien los tacones. El
edificio era enorme, una mole de acero y cristal que se alzaba hacia el firmamento con una
gigantesca H a modo de corona.
«Mierda. Sí que es grande».
Por un momento se abstrajo pensando en las posibilidades. Era un sitio demasiado importante y
ella una simple secretaria buscando un nuevo trabajo. Se sentía pequeña, insignificante, pero si
superaba la prueba… ¡Dios, cómo cambiaría su vida! Podría olvidarse de los números rojos, de
las facturas atrasadas y de pedirle prestado a Liz cada tres meses.
«Solo es una entrevista —se recordó, intentando no emocionarse demasiado—, he superado las
otras dos pero aún queda esta y quizá no me cojan. No, realmente es lo más probable. No me van a
coger. Genial, pues ya está. Como no me van a coger, no pierdo nada».
Un grupo de personas trajeadas la empujaron al acercarse al paso de peatones, todos con prisa
y hablando por el móvil. Emma dio un ligero traspiés y se apartó, mascullando un insulto. Luego
carraspeó, tomó aire y se dirigió con paso decidido hacia las grandes puertas transparentes,
apretándose la bufanda contra el cuello e intentando que el viento no la despeinara demasiado.
En cuanto entró a la torre Harrington, el ruido de la ciudad pareció silenciarse. El vestíbulo
estaba despejado, los muebles tenían líneas minimalistas; todo era blanco y azul en aquel lugar,
dando una sensación de limpieza y pulcritud que a Emma le gustó, aunque también le pareció un
tanto fría. En un largo mostrador a la izquierda, tres recepcionistas tecleaban de vez en cuando en
sus ordenadores y atendían llamadas. A la derecha se encontraba una fila de seis ascensores y en
el centro se agrupaban algunos sofás y filas de cómodos asientos de piel donde un par de
ejecutivos y una mujer trajeada aguardaban.
Los nervios empezaron a hacerse un nudo en su estómago, así que decidió avanzar rápido y
acabar con aquello de una vez.
—Buenos días —dijo a uno de los recepcionistas con su mejor sonrisa—, mi nombre es Emma
Barnes, tengo una cita a las nueve.
—Buenos días, señorita Barnes —respondió el joven afablemente mientras comprobaba algo
en la pantalla—. Sí, así es. Voy a ver si pueden recibirla ya.
Emma asintió mientras el joven hablaba al micro que llevaba unido a los auriculares. Un
instante después, el chico se dirigió a ella de nuevo:
—Puede subir. Planta veintisiete, pasillo C, primera puerta a la izquierda.
—Gracias —respondió Emma con una sonrisa. Se encaminó al ascensor, repitiéndose
mentalmente las indicaciones.
«Se me va a olvidar. No voy a llegar. Planta veintisiete, pasillo C, primera puerta a la
izquierda», pensaba en bucle mientras presionaba insistentemente el botón de llamada.
El ascensor llegó al fin tras lo que le pareció una eternidad y entró, suspirando. Tenía que
tranquilizarse o la entrevista sería un desastre. «Debería haber dormido más anoche en vez de
pasarme hasta la una jugando al Scrabble con Jen. Nunca aprendo», se reprendió mientras el
aparato se ponía en marcha. Estaba sola en la cabina, de modo que aprovechó para quitarse el
abrigo y comprobar su imagen en el espejo. Había hecho bien al escoger aquel traje. Se trataba de
un conjunto de cóctel con una falda ajustada que le llegaba por las rodillas combinada con una
blusa en tono crema salpicada de discretas florecillas negras y una chaqueta del mismo color. Las
prendas favorecían su silueta esbelta y le daban un aire serio y profesional muy adecuado. En
cuanto al cabello, se lo había recogido en un moño informal sujeto con un alfiler que temía que se
cayera en algún momento. Llevaba un maquillaje suave, casi imperceptible, y un par de pendientes
discretos, nada más. Parecía seria, corporativa, confiable. La secretaria perfecta.
«O eso es lo que me gustaría ser».
Estaba abriendo el bolso para sacar el pintalabios y retocarse un poco cuando el ascensor se
detuvo en la sexta planta y las puertas comenzaron a abrirse. Un hombre aguardaba al otro lado.
Le atisbó en el espejo: era alto, de cabello oscuro y facciones muy marcadas, atractivas y
varoniles. Parecía muy concentrado en abrocharse los puños de la camisa bajo las mangas de la
chaqueta y algo en él tenía un aire salvaje, indómito. Cuando las compuertas se abrieron del todo,
Emma se dio la vuelta con educación y sonrió fugazmente al desconocido, que entró en el ascensor
de una zancada.
—Hola —saludó ella, sin saber muy bien si era lo que había que hacer. Nunca había estado en
un edificio como aquel ni se había visto obligada a compartir el ascensor con nadie que no fueran
sus vecinos. ¿Sería correcto saludar o parecería estúpida?
—Hola —respondió el hombre con naturalidad.
Entonces él la miró por primera vez y Emma dejó de pensar en convenciones sociales y charlas
de ascensor. De pronto sintió que el aire se le hacía un lío en los pulmones, como si no supiera
por dónde salir. Aquellos ojos quitaban el aliento. Eran intensos, penetrantes, bordeados por
pestañas negrísimas que parecían delinearlos. Sus iris mostraban un color ambiguo, más verde que
azul, similar al del mar en una mañana de tormenta.
Estuvieron en silencio un instante, mirándose, mientras el ascensor seguía subiendo, marcando
cada piso con un suave campanilleo. Cuando se dio cuenta de que aquello no era muy apropiado,
Emma apartó la vista rápidamente, tratando de controlar los latidos de su corazón. Él se pasó la
mano por la barba de tres días. Si estaba igual de afectado que ella, lo disimulaba muy bien.
—Disculpa, no te había visto antes. Eres nueva, ¿verdad?
—Oh, no. Es decir, sí. Puede que lo sea —respondió Emma atropelladamente entre sonrisas
nerviosas—. Vengo a una entrevista. ¡Crucemos los dedos! —añadió haciendo el gesto de forma
exagerada.
«¿Qué me pasa? Dios, Emma, deja de hacer el ridículo».
—Entiendo. Mucha suerte, señorita…
—Barnes. Emma Barnes.
Él la miró de reojo y esbozó media sonrisa.
—Logan O’Reilly, seguridad privada. Un placer.
Emma se fijó entonces en la placa alargada y metálica en el bolsillo de su chaqueta. Iba a decir
algo más, a proseguir con aquella conversación, aunque fuera diciendo tonterías como hasta
entonces (total, ya no podía empeorarlo) cuando el ascensor se detuvo en la planta quince y el
hombre salió de la cabina.
—Desnuda —dijo él cuando ya estaba fuera.
Emma abrió los ojos como platos.
—¿Qué?
Las puertas empezaron a cerrarse.
—Imagínatela desnuda. A la entrevistadora. Te servirá para controlar los nervios.
Una media sonrisa lobuna, de pirata, fue lo último que vio antes de que el ascensor volviera a
ponerse en marcha con su irritante campanita. Tomó aire profundamente, se arregló la chaqueta
por décima vez y abrazó la carpeta negra donde guardaba el currículum. Iba a necesitar mucho
más que imaginación para calmarse. Un buen trago de whisky, por ejemplo.
Instantes después se encontraba sentada en la antesala de un despacho forrado de madera
conversando con Evelyn Orozco, la directora de recursos humanos de Harrington Enterprises. Era
una mujer muy guapa, agradable, maternal en cierto modo que le hacía todo tipo de preguntas.
Emma sonreía, posando con su mejor aspecto de profesional preparada mientras su mente vagaba,
recreándose en los ojos verdosos del hombre del ascensor, rememorando el olor de su colonia y
el extraño magnetismo que había sentido al estar junto a él. No eran más que fantasías, pero la
estaban ayudando a mantenerse tranquila.
—Veo en su currículum que tiene una amplia experiencia como ayudante de dirección.
—Así es, aunque nunca he trabajado en una compañía tan compleja como esta.
—Ya veo. ¿Y no cree que eso podría ser un problema?
—Claro que no —respondió con una sonrisa sincera—. Al revés, es un reto. Estoy segura de
que aprenderé mucho.
—Seguro que sí, señorita Barnes, pero esto no es una escuela de secretariado. Es un
conglomerado de empresas, uno de los más importantes del país. El señor Harrington tiene ya
cinco secretarias; en caso de ser elegida, usted sería la sexta. ¿Estará a la altura?
Emma apretó los labios. La amabilidad en las formas de la señorita Orozco contrastaba con la
dureza de sus palabras, que la llevaron de vuelta a la tierra bruscamente.
—Confío en que así sea. No me da miedo intentarlo, ni tampoco fracasar si es el caso.
—Entiendo, pero su fracaso sería muy incómodo para nosotros. Y no la veo a usted muy segura
de sus posibilidades.
Emma frunció el ceño. Estaba empezando a sentirse atacada. Carraspeó, consciente de que su
voz dulce y su aspecto angelical podían jugar en su contra en entrevistas de ese tipo y respondió
de manera más tajante.
—Si no estuviera segura de mis posibilidades no estaría aquí sentada, señorita Orozco.
Entiendo lo que Harrington Enterprises representa y la exigencia que voy a encontrar; no espero
menos, de hecho. Sin embargo, desde mi punto de vista, la relación entre un directivo y un
secretario tiene que cimentarse en la confianza y es imposible confiar en alguien que miente en las
entrevistas de trabajo o infla su currículum. No, no he trabajado en grandes corporaciones, es
cierto. Y no puedo jurar sobre la Biblia que no vaya a cometer ningún error porque ningún ser
humano puede hacer eso sin mentir. Pero lo que sí puedo asegurar, y mis cartas de recomendación
lo certifican, es que soy organizada, resolutiva, estricta y muy perfeccionista. Y sé que estoy
preparada para este puesto.
Evelyn Orozco la miró intensamente. Emma aguardó en silencio. Ya empezaba a preguntarse si
se había excedido en su argumentación cuando la entrevistadora sonrió y pasó una página de su
currículum.
—Es usted muy sincera, señorita Barnes. Espero que, si es elegida, sepa mentir por su jefe. Es
algo que viene con el puesto.
—Cuente con ello.
Después, la entrevista volvió a su cauce anterior: preguntas directas pero prácticas y una
actitud amable por parte de la señorita Orozco. Solo tuvo que medir sus palabras cuando esta le
preguntó sobre su situación personal.
—¿Está usted casada? ¿Hijos?
—No, ninguna de las dos cosas —respondió.
La entrevistadora tomaba nota, como si eso fuera algo importante.
—¿Familia?
—Tengo tres hermanos que viven aquí, en Boston.
—¿Y sus padres?
Siempre que se topaba con esa pregunta, Emma encontraba difícil hacer que la respuesta sonara
normal y aquella no fue una excepción.
—Fallecieron cuando era una niña. Crecí en un orfanato.
—Oh. Lo siento.
Siempre la misma reacción. Emma sonrió, restándole importancia con un gesto de la mano.
Nunca se acostumbraría a que su situación personal hiciera sentirse mal a otros. La hacía sentirse
responsable de algo que ni siquiera era su culpa, como si tuviera que disculparse por no ser
«normal», como si ser «normal» fuera algo. La otra opción era recibir miradas de pena y lástima.
Por suerte, la señorita Orozco solo hizo una leve mueca de simpatía y continuó con las preguntas,
interesándose por su disponibilidad horaria y otras cuestiones menos importantes.
—Excelente, señorita Barnes. Pues ya tengo todo lo que necesito. Pronto la llamaremos para
informarle de nuestra decisión.
Estrechó la mano de la entrevistadora con una sonrisa.
—Muchas gracias, buenos días.
Al salir del despacho, Emma sintió que una losa se aflojaba sobre sus hombros. Suspiró
profundamente y se encaminó con ligereza hacia el ascensor, sacando el móvil. Tenía ochenta y
dos mensajes en el grupo que compartía con Jen, Patrick y Liz, pero lo que más le sorprendió fue
ver la hora. La entrevista apenas había durado treinta y cinco minutos aunque le había parecido
una eternidad. Al mismo tiempo, le daba la sensación de que el tiempo había pasado volando.
Echó un vistazo al chat, tratando de distraerse de la sensación de inquietud y emoción que le
hormigueaba aún en el vientre.
Liz: Os espero a las siete, no hace falta que traigáis nada.
Jen: No hace falta que lo digas, yo sé de uno que no pensaba hacerlo
Patrick: ¿Qué insinúas?
Jen: Que siempre vas con las manos vacías y te marchas con los bolsillos llenos xddd
Patrick: Qué perra
Patrick: Tampoco es que tú tengas que llamar con los pies porque vayas cargada de regalos
cuando haces una visita, guapa
Jen: Y tú qué sabes? Ni que hubiera ido alguna vez a verte a ti
Patrick: Vivimos juntos, siempre vienes a verme a mí
Jen: Por accidente
Liz: Sois tontísimos
Liz: Emma, cómo te ha ido??
Meneando la cabeza, hizo bajar la larguísima conversación en la que Patrick y Jen se
dedicaban a lanzarse pullas para luego terminar en uno de esos absurdos duelos de bromas que
solo entendían ellos. Cuando llegó al final, tecleó rápidamente, ya dentro del ascensor, que esta
vez le tocó compartir con cinco ejecutivas muy bien vestidas. No se podía negar que la torre
Harrington daba oportunidades a las mujeres.
Emma: Chicos acabo de salir. Creo que… bien? Aún tienen que llamarme.
Patrick: franceses fabricando perfume con olor a queso.
Jen: franceses fabricando queso con olor a perfume.
Patrick: Quesos fabricando franceses con olor a perfume.
Jen: Perfumes fabricando quesos con olor a francés.
Patrick: xdddddd
Liz: ¡Genial! Verás como lo logras. ¿Cuándo te dicen algo?
Patrick: Eso, cuando sabes algo, Emmy?
Emma: Imagino que hoy o mañana.
Jen: Emmas frabricando queso
Jen: Fabricando*
La campanilla del ascensor y el movimiento de las ejecutivas, que le recordó al de las manadas
de cebras en la sabana —caminando todas a la vez, mimetizándose— la avisó de que había
llegado a la planta baja. Salió, guardando el móvil antes de verse demasiado tentada a participar
de los tontos chistes de sus amigos y con la sonrisa en el rostro, se dirigió al exterior. De nuevo, el
viento gélido y veloz le revolvió el cabello y haciéndose a un lado en la puerta, sostuvo el
portafolios negro entre las piernas mientras se esforzaba en ponerse el abrigo y la bufanda antes
de que el frío la calara por completo. Estaba terminando la operación cuando vio pasar un taxi
libre. Se acercó al bordillo y alzó la mano, pero el taxi no paró; por el contrario siguió su camino
a toda velocidad, salpicándola al pasar por encima de un charco. Emma reculó a tiempo, pero el
agua hedionda le manchó por completo los zapatos.
—¡¡Serás cabrón!! —exclamó fuera de sí, sacando el cuerpo hacia la calzada para enseñarle el
dedo corazón al conductor.
Una risa suave y grave cerca de ella la hizo darse cuenta de lo inapropiado que era
comportarse así en las mismísimas puertas de Harrington Enterprises. Se volvió, aún enfadada, y
vio al hombre del ascensor. Estaba allí, de pie, con una mano en el bolsillo del pantalón y esa
media sonrisa de pirata que tan nerviosa la había puesto una hora antes.
—No se ría de mí —se defendió dignamente—, acabo de salir de la entrevista y aún estoy
tensa. ¿Usted no dice palabrotas cuando está tenso?
—A veces. Pero a ti no te pega nada, Emma Barnes. —Un escalofrío cálido, tan contradictorio
como sus emociones en ese momento, la recorrió por dentro. No sabía si era su tono de voz, el
hecho de que la hubiera tuteado o aquella sonrisa unida a la mirada verde y penetrante, pero algo
en él hacía que su cuerpo reaccionara de un modo que la confundía por completo—. ¿Qué tal te ha
ido la entrevista?
—Bien —respondió sin pensar. Aún estaba tratando de decidir si debía marcar las distancias
con él y exigirle que la llamara por el apellido, pero no le daba tiempo a procesar, eran
demasiadas cosas: su voz, su sonrisa, las cosas que decía, sus propios nervios, que buscaban una
forma de liberarse ahora que la entrevista había terminado…—. Me han dicho que…
No había terminado de pronunciar la frase cuando el teléfono sonó. Emma descolgó a toda
prisa al ver el número: la llamada procedía del despacho del mismísimo señor Harrington. Con el
corazón disparado, se llevó el auricular a la oreja.
—¿Sí?
Miró de reojo al hombre —«Logan O’Reilly», se recordó—, que seguía ahí, observándola con
curiosidad como si no tuviera nada mejor que hacer.
—¿Señorita Barnes?
Era una voz masculina. Había esperado encontrar a la señorita Orozco, pero al parecer le
habían dejado la tarea a un subordinado, tal vez a uno de los recepcionistas. Aunque aquella
persona tenía un tono grave y algo autoritario que por un momento…
—Sí, soy yo.
—Soy Albert Harrington. —El hombre hizo una pausa. Seguramente sabía que era necesaria
cada vez que decía su nombre, como si sus interlocutores tuvieran que asimilar que realmente
estaban hablando con él, en carne y hueso. Ese era el caso de Emma, a la que casi se le cae el
teléfono.
—¡Señor Harrington!
«Dios mío, ¿tan mal lo he hecho? ¿Qué habré dicho tan ofensivo como para que me tenga que
llamar él mismo y rechazarme? Dios, ¡qué humillación!».
—Señorita Barnes, acabo de hablar con mi gente y quería darle la bienvenida a mi equipo.
Espero poder hacerlo en persona pasado mañana, si está usted de acuerdo con las condiciones que
le expuso la señorita Orozco.
—¡Dios mío! Quiero decir… sí, claro, sí. ¡Gracias! Es un honor, señor Harrington. Estoy
deseando empezar.
—Sí, eso me han dicho —respondió el magnate con una suave y agradable risa—. Yo también
tengo muchas ganas de conocerla. Nos vemos pasado mañana, entonces. La espero en mi despacho
a las ocho.
—Allí estaré, señor Harrington. Muchas gracias, señor Harrington.
—Excelente. ¡Pase buen día, señorita Barnes!
—Igualmente, señor Harrington.
Cuando la señal desapareció, Emma se quedó mirando el teléfono un momento, incrédula. Al
alzar la cabeza, lo primero que vio fue el rostro de Logan O’Reilly, que sonreía a medias como si
supiera algo que ella desconocía.
—Felicidades, creo.
—Lo he conseguido… —murmuró Emma—. ¡Lo he conseguido!
Sin ser consciente de lo que hacía, saltó hacia él y le abrazó con fuerza, enganchándose de su
cuello como una niña entusiasmada. La cercanía de su cuerpo y el súbito calor la devolvieron a la
realidad. ¿Qué estaba haciendo? Le soltó enseguida, en cuanto recuperó parte de su autocontrol,
aunque no el suficiente para dejar de dar torpes saltos sobre sus tacones.
—¡Lo siento! ¡Dios mío! Esto es… ¡es genial, es brutal!
¡Harrington Enterprises! Aquello podía ser la cumbre de su carrera.
—Ya veo —dijo Logan de nuevo con esa risa cálida y sexy—. He visto que tenías problemas
con los taxis, así que te he parado uno. Felicidades de nuevo, Emma.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Hasta mañana!
Antes de sucumbir al impulso de abrazarlo de nuevo, se metió a toda prisa en el taxi y dio la
dirección de su apartamento mientras comunicaba la buena nueva a sus amigos por WhatsApp.
Aún tenía unas cuantas horas por delante para volver a relajarse y ser la de siempre, pero por
ahora quería llegar a casa, poner música, servirse una copa de vino y bailar de alegría en todas y
cada una de las habitaciones.

***
Al caer la noche, South End parecía incluso más vivo que durante el día. Los restaurantes, pubs
y galerías aportaban cierto bullicio al barrio durante las horas de actividad, nutriéndose de los
residentes, pero también de los visitantes que acudían atraídos por lo pintoresco de sus antiguas
calles. Las plazas de estilo inglés y las casas victorianas, todas debidamente reformadas y
engalanadas con pequeños jardines y parterres, eran un atractivo para el turismo y para quien
buscase el equilibrio justo entre la tranquilidad y los servicios que un barrio cultural como aquel
podía ofrecer. Las terrazas de los coquetos restaurantes se iluminaban con guirnaldas de luces
doradas y en algunos locales los adornos de Halloween habían sido prontamente sustituidos por
los de Navidad.
En otros tiempos, aquellos recordatorios de las fechas que estaban por venir habían
entristecido y molestado a Emma, pero con los años, la nostalgia de los viejos recuerdos fue
diluyéndose. No dejaban de ser días con un regusto triste, pero había creado los suficientes
nuevos recuerdos, hermosos y cálidos, como para enfrentarse a ellos con otra actitud.
«Y este año las cosas van a ser muy diferentes —pensó esperanzada, con una nueva ilusión
agitándose en su interior—. Puede que me plantee buscar una casa en South End, más grande que
mi apartamento. Con jardín y con mucha luz, como la de Liz, pero más pequeña. No necesito tanto
espacio para mí sola».
Emma se había bajado del taxi unas calles antes para disfrutar del ambiente nocturno del barrio
y fantasear con su nueva vida. El frío aún era soportable, pero ella ya llevaba calado el abrigo
hasta el cuello, con el pelo suave y tupido de las solapas blancas protegiéndola de la fresca brisa
otoñal. Se había quitado los tacones y llevaba unos botines de antelina de color visón, a juego con
su abrigo. Había sustituido su traje de cóctel por unos vaqueros y un jersey blanco de lana. Jen
siempre le decía que exageraba vistiendo así cuando el termómetro apenas había comenzado a
caer, pero Emma adoraba la sensación cálida de aquellas prendas, deseaba que el otoño llegara
para cubrirse de capas y dormir bajo el tacto suave del edredón y los pijamas de tela teddy que
tanto le gustaban.
No tardó en llegar a la casa de Liz y Philip. La luz del portal estaba encendida, como dándole
la bienvenida. Era una construcción antigua de estilo victoriano, flanqueada por otras similares.
Constaba de dos plantas más el ático, que se asomaba a la calle a través de dos ventanas abiertas
directamente en el tejado de pizarra. Había sido reformada antes de que Liz y Philip la comprasen
y el color rojo óxido de los ladrillos de la fachada lucía limpio y vibrante, contrastando
vivamente con el verdor de los dos pequeños parterres del jardín delantero. Una verja de forja
rodeaba la zona ajardinada y la escalera de piedra gris que daba acceso a la casa. Al otro lado de
los ventanales triples de la primera planta se vislumbraba la luz a través de las cortinas blancas.
«Liz siempre ha tenido muy buen gusto», pensó Emma mientras subía las escaleras. Incluso por
fuera, la casa parecía acogedora y daba la bienvenida a quien se acercaba, tan cálida como la
propia Liz.
Emma pulsó el timbre ya con la sonrisa en la boca. Al sonido campanilleante le siguió el
repiqueteo de unos pasos apresurados. Apenas esperó un minuto antes de que la puerta de madera
tallada se abriese y su amiga la recibiera con una sonrisa amplia y luminosa. Sus ojos de color
aceituna destellaban de alegría.
—¡Emma! ¡Enhorabuena! —le dijo con entusiasmo, abrazándola antes de que pudiera dar un
paso en el recibidor—. No sabes lo feliz que estoy por ti.
Emma la abrazó con fuerza y cerró los ojos. Claro que sabía cuánto se alegraba su amiga. La
conocía de sobra. Liz era incapaz de disimular o fingir nada, sus ojos eran el espejo veraz de sus
emociones y estas siempre eran puras y limpias.
—Gracias, Liz. Al final he tenido suerte —respondió apartándose y dejando que Liz le quitara
el bolso y el abrigo para colgarlo en el precioso perchero dorado de la entrada.
—¿Suerte? Lo tuyo no ha sido suerte. Te has esforzado mucho y te mereces un puesto así —dijo
convencida, apartándose distraídamente un mechón rubio de la cara. Llevaba el pelo por los
hombros, en un corte regular que dulcificaba aún más sus rasgos, redondeados y suaves. Sus ojos
grandes y expresivos la miraban con tanta confianza que resultaba imposible llevarle la contraria.
Emma sonrió. Había dejado de sentirse insegura desde el momento en que la contrataron, pero
no era ninguna ilusa y no pensaba relajarse.
—Es verdad, pero voy a tener que trabajar mucho más. Sé el reto que significa trabajar en una
empresa como Harrington Enterprises. —Emma se acercó al perchero mientras hablaba. Sacó una
botella de vino del interior de su enorme bolso y se la tendió a Liz—. No me ha dado tiempo a
preparar ningún postre —se disculpó.
—¡Pero si siempre os digo que no traigáis nada! No era necesario, Emma —replicó Liz. Cogió
la botella, negando con la cabeza a la vez.
—Vamos, no me regañes —bromeó Emma, acercándose para darle un beso en la mejilla—.
Hace mil años que está en mi despensa esperando un buen momento para brindar. ¿Dónde está el
empollón de tu marido?
Liz señaló la puerta acristalada que daba al salón con la botella.
—Está terminando de poner la mesa. Los demás aún no han llegado —dijo dirigiéndose a la
puerta de la cocina, justo al otro lado—. Ponte cómoda, voy a apagar el fuego, estoy segura de que
Philip ha olvidado que tiene la sopa en el fogón.
—No le culpes, tiene la cabeza llena de cosas muy complicadas —respondió Emma riéndose.
—De pájaros, diría yo —replicó Liz entrando en la cocina, haciendo ondear graciosamente la
falda de lana del vestido verde que llevaba.
El olor de la comida inundaba la casa y despertó su apetito. La casa de Liz siempre olía a
comida, pintura o incienso. Siempre había un rastro de vida o actividad en ella, de una forma o de
otra. «Es un lugar muy vivido, como todos los sitios por donde ha pasado Liz», pensó sintiéndose
reconfortada por aquel aroma.
Entró en el salón. Era amplio y bien iluminado; en el hogar, una estufa de leña caldeaba el
ambiente. Las paredes estaban pintadas de verde salvia, lo que hacía destacar el color de los
muebles de madera, el precioso sofá rosa palo y los espejos dorados. Era una decoración
ecléctica, entre boho-chic, nórdico y rústico, una combinación que reflejaba a la perfección el
carácter de los dos habitantes de la casa.
Philip estaba terminando de poner la mesa con una precisión matemática. Parecía que había
usado una cinta métrica para colocar los vasos centrados, los platos a la misma distancia, los
cubiertos perfectamente alineados junto a estos… Estaba tan concentrado en la tarea que no la
escuchó entrar. A Emma siempre le había resultado entrañable Philip. En los años en que se
conocían, no había cambiado un ápice su estilo y todo en él parecía gritar a los cuatro vientos que
seguía siendo el empollón obsesionado con la física que había sido desde niño. Llevaba un jersey
sin mangas, con cuello de pico, de color gris, sobre una camisa de cuadros blancos y negros y
unos pantalones de tweed gris oscuro que habían pasado de moda a mitad del siglo veinte. El pelo
rubio y corto, peinado de cualquier manera, y las gafas de montura dorada completaban una
estampa peculiar para un hombre joven y atractivo como él.
—Creo que no conozco a nadie que ponga la mesa con tanto cuidado como tú —comentó
Emma. Philip dio un respingo y se dio la vuelta, sorprendido por la repentina interrupción.
—¡Ah, Emma! ¿Ya has llegado? Pensé que aún quedaba media hora —dijo mirando su reloj de
pulsera.
—De hecho he sido la única puntual. Jen y Patrick se harán esperar como buenos divos.
—Vaya —respondió sorprendido, y de pronto alzó las cejas con un gesto alarmado—. ¡La sopa
de almejas!
Emma rio y le puso una mano en el brazo, deteniendo su intento de carrera hacia la cocina.
—No te preocupes, Liz lo ha tenido en cuenta. ¿Has cocinado tú esta noche?
Philip relajó el gesto y volvió a sonreír, recolocándose las gafas sobre el puente de la nariz.
Sus ojos, de expresión bondadosa, tenían un color gris azulado precioso. Emma estaba muy
contenta de que Liz hubiera encontrado a un hombre como él. Sabía cuánto la quería.
—Yo he hecho la sopa y Liz el postre. El segundo lo hemos hecho entre los dos —respondió
orgulloso. Philip había sido un negado para la cocina hasta que se casó con Liz, y a pesar de sus
múltiples despistes y accidentes culinarios, había acabado convirtiéndose en un cocinero muy
versátil.
—La cocina y la ciencia están íntimamente ligadas —había dicho alguna vez—. Todo se reduce
a mezclas y reacciones, la gracia está en investigar meticulosamente hasta encontrar el resultado
deseado.
Las cosas siempre parecían interesarle más bajo el prisma de la ciencia, pero una vez tenían su
atención, era dedicado al extremo.
—Genial, seguro que está buenísimo —respondió ella—. ¿Cómo te va en la universidad? ¿Has
probado ya la teoría de cuerdas? —preguntó con un deje divertido.
Philip era físico teórico en la universidad de Harvard, y Emma no podía evitar bromear
comparándole con los protagonistas de Big Bang Theory.
—No, aún no —respondió completamente en serio—. Pero estamos avanzando en la
comprensión de las masas de fermiones y cómo estas se ord…
El timbre interrumpió a Philip, al que empezaban a iluminársele peligrosamente los ojos. A
Emma le costaba entender a veces sus explicaciones cuando se entusiasmaba con algo relativo a
su trabajo. Lo vivía con pasión y era algo que admiraba de él, pero no era momento para
sumergirse en el fascinante mundo de los bosones.
—¡Ya están aquí! —Emma fue a abrir la puerta antes de que Liz lo hiciera.
Los cuatro se reunieron en el recibidor. Jen se lanzó en brazos de Emma, entrando en la casa
como un vendaval, con un revuelo de su melena castaña. Era un poco más alta que ella, delgada y
de ojos color miel. Llevaba gafas de pasta y vestía vaqueros y botas militares, una camisa a
cuadros roja, de franela, y una chaqueta de cuero más apropiada para el entretiempo que el abrigo
de Emma. Patrick entró cerrando la puerta tras ellos. Era el más elegante de todos, vestido con un
traje con chaleco de color azul a juego con sus ojos, su sonrisita canalla y el pelo castaño oscuro
peinado hacia atrás. Se acercó a las chicas y las abrazó, abarcándolas a las dos con sus brazos.
—¡Felicidades! —dijo Jen, apretándola.
—Eres fantástica, Emma —añadió Patrick, apartándose y dándole un beso en la sien antes de
soltarlas. Liz esperó para intercambiar abrazos y saludos con Jen y Patrick.
—No es para tanto, solo es un puesto de secretaria —dijo Emma con cierto pudor ante el
entusiasmo de sus amigos.
—En Harrington Enterprises —puntualizó Jen—. Vas a tener cosas muy gordas entre manos.
—No os molestéis, ya sabéis cómo es —añadió Liz—. No reconocerá lo buena que es hasta su
jubilación. Y eso si llega a hacerlo.
—Bueno, ya estamos nosotros para recordárselo y celebrar sus triunfos —dijo Patrick
mostrando la botella de vino que había traído en las manos.
Liz suspiró, agarrándola con una sonrisa resignada.
—Os dije que no trajerais nada, además, Emma también ha traído vino —comentó haciendo un
gesto hacia ella.
—Una botella de vino no es suficiente para brindar por este logro —replicó Patrick alzando
las cejas.
—Ahí te tengo que dar la razón —dijo Emma asintiendo.
—Vamos, entrad. La cena ya está lista. ¡Philip, vamos a sacar los platos! —llamó Liz a su
marido.
—De eso nada, vamos todos —respondió Jen, metiéndose en la cocina la primera. Patrick fue
tras ella y empezó a sacar los platos hondos de una alacena al ver la sopa sobre la encimera. Liz
suspiró y miró a Emma con cara de circunstancias.
—No me dejáis mimaros nunca —se quejó entrando en la cocina.
—Lo haces siempre, Liz. No tienes que esforzarte tanto. Además, las familias tienen que
colaborar —respondió Emma cogiendo el primer plato lleno de sopa para llevarlo a la mesa.
Philip saludó a los recién llegados en medio del trajín de platos y comida. Patrick sacó las dos
ensaladeras a rebosar y los entrantes, charlando animadamente con él mientras las mujeres
disponían los platos de sopa sobre la mesa.
Entre risas y conversaciones cruzadas, todos tomaron asiento para disfrutar la cena que Liz y
Philip habían preparado con tanto mimo. Emma saboreó la primera cucharada de sopa. Su sabor
intenso hizo hormiguear sus papilas gustativas y el calor la recorrió por dentro. Tenía las manos
heladas, pero poco a poco fue contagiándose de la calidez del hogar de su amiga.
No era solo la sopa lo que le provocaba esa sensación agradable y reconfortante a Emma.
Mientras sorbía en silencio de la cuchara, observaba a sus amigos conversar. Patrick servía vino
en la copa de Jen, lanzándole pullas a Philip, que parecía totalmente inmune a todas sus bromas,
como si simplemente le traspasaran.
Se conocían desde niños. Habían crecido juntos en el orfanato y allí habían acabado uniéndose
tanto como si fueran hermanos de sangre. Año tras año confiaban en encontrar una familia de
verdad que les quisiera; padres reales, un hogar al que pertenecer. Pero año tras año, las casas de
acogida se sucedían hasta que también eso desapareció. Ahora, de adulta, Emma sabía que los
niños huérfanos mayores de diez años rara vez encontraban un hogar definitivo. Cuando era
pequeña no conocía esos datos ni tampoco los hubiera entendido. Ella solo sabía que de pronto ya
nadie quería tenerla como hija, ni siquiera se lo planteaban. Cada semana, ella y sus amigos
recibían la llamada del señor Barnes, el dueño del orfanato, que les preguntaba por sus progresos
y se interesaba por sus vidas de forma sincera y afectuosa. Aquel hombre invisible, esa voz al
teléfono, era lo más cercano a un padre que volvería a tener jamás. Eso quedó claro cuando
Patrick, el mayor de los cuatro, cumplió los dieciséis. El mismo día de su cumpleaños, regresó de
su última casa de acogida. Estaba tan furioso que se pasó la tarde apedreando los árboles del
patio trasero. Fue entonces cuando los cuatro hicieron el pacto.
—No importa que nadie más nos quiera, nos tenemos los unos a los otros —había dicho Liz.
—Nunca nos separaremos, ¿vale? —la apoyó Jen—. Siempre seremos hermanos.
—Siempre.
Aquella tarde fue la última vez que vieron llorar a Patrick. Ese día, algo cambió en él, y Emma
estaba segura de que se habría perdido por completo en la oscuridad de no ser por el pacto.
Así, los años pasaron y los cuatro cumplieron gustosos su promesa. Era fácil sentirse unidos
cuando nadie más parecía querer crear vínculos con ellos. Emma nunca había conocido a nadie
que pudiera entender tan bien cómo se sentía, las cargas que llevaba a la espalda y los
sentimientos tan dolorosos que la acompañarían toda su vida. No les unía la sangre pero les unía
el pasado y la experiencia compartida, lo cual a ella le parecía mucho más importante.
—¿Qué hay de ese cuadro del ángel en el lago que terminaste la semana pasada? —preguntó
Jen a Liz tras dar un sorbo a su copa de vino. La voz aguda de su amiga la sacó de sus recuerdos.
—Lo he vendido, a los tres días de subirlo a Instagram una señora de Nueva York se interesó
por él —respondió Liz con una enorme sonrisa.
—Qué fuerte. Estoy alucinando con lo triunfadoras que sois. —Los ojos de Jen brillaban tras
los cristales de sus gafas. Se sentía orgullosa de ellas y no lo ocultaba.
Y ese era el calor que sentía en sus entrañas. Se sentía arropada. Se sentía afortunada,
poseedora de un don que, tiempo atrás, pensó que jamás tendría: una familia. Nunca recuperaría a
sus padres, ellos jamás la llamarían para felicitarla por sus logros, no se sentirían orgullosos de
ella, pero ya no sentía ese vacío desgarrador que la desvelaba cuando era niña. Jen, Liz y Patrick,
sus hermanos, siempre estarían ahí. Jamás le habían fallado.
«Sí, soy afortunada. Tengo todo lo que puedo desear. Les tengo a ellos, tengo trabajo y un futuro
por delante, ¿cuántos podrán decir eso?».
—Chicos… —dijo en un momento en que todos quedaron en silencio, disfrutando de la
comida. Patrick ya rebañaba el plato de sopa con un trozo de pan—. Quiero que sepáis que me
siento muy afortunada de teneros en mi vida. Me siento muy feliz ahora mismo, y creo que no
necesito nada más.
Todos volvieron los rostros hacia ella. La miraron con calidez. Jen sonrió de oreja a oreja,
Patrick esbozó una media sonrisilla canalla y suficiente, pero llena de cariño. A Liz se le empañó
la mirada y su marido les miró con una expresión afable y feliz.
—No digas esas cosas. Sabes que si Liz empieza a llorar al final os pondréis todos a gimotear
y me tocará sonaros los mocos —dijo Patrick. Jen le azotó con la servilleta de tela en el brazo.
—No seas idiota, nos está abriendo su corazoncito —le regañó—. Liz, llora si quieres. Yo
también quiero llorar —añadió mirando a Emma.
—¡No, no! Que nadie llore —replicó ella poniéndose en pie. Cogió la copa llena de vino y la
elevó—. Quiero que estéis felices por mí y por vosotros. Brindemos por la familia.
Liz se limpió los ojos con su servilleta y se puso en pie, esbozando una sonrisa luminosa. Los
demás la siguieron.
—Por la familia —dijo Philip, mirándoles a todos. Emma también se sentía afortunada por
tenerle a él, por que Liz hubiera ampliado la familia con un hombre tan bueno y atento.
—Por la familia y por el nuevo empleo de Emma —dijo Jen con voz cantarina.
—Por la familia, el nuevo empleo de Emma, y la sopa de almejas de Liz —añadió Patrick
acercando su copa a las de los demás en el centro de la mesa.
—Por vosotros —dijo simplemente Liz, aguantando las lágrimas que brillaban en sus ojos.
Brindaron mirándose a los ojos los unos a los otros y volvieron a tomar asiento para seguir
dando cuenta de la cena. Hubo un momento de cómodo silencio en el que solo se pasaron las
fuentes de ensalada, bebieron y saborearon los platos. La confianza entre ellos era tal, que el
silencio no resultaba incómodo ni árido, no necesitaban palabras para comunicarse a veces,
bastaba con las miradas, con observar sus gestos y ademanes, para saber que se encontraban a
gusto y que todo iba bien.
—¿De veras no deseas nada más? —habló Liz al cabo de unos minutos, cuando se recompuso
de la emoción—. ¿No te gustaría encontrar una pareja?
Si aquella pregunta se la hubiera hecho otra persona, Emma se habría incomodado, sintiéndola
como una intromisión en su vida, pero con ellos era capaz de hablar de casi cualquier cosa
sintiéndose a salvo y en confianza.
—No, la verdad —respondió limpiándose la boca al terminar el plato y mirando a Liz—. Ya
no tengo muchas esperanzas puestas en los hombres. Y tampoco los necesito para sentirme plena o
segura.
—Pues tienes razón. No los necesitamos para nada —añadió Jen, luego miró a los hombres
sentados a la mesa—. No os ofendáis. Bueno, ofendeos si queréis, me da igual, la verdad.
Philip ni siquiera parecía haberse sentido interpelado. Levantó la cabeza de la sopa y miró a
Jen como si no supiera qué era lo que debía ofenderle. Patrick, por su parte, la miró de reojo y se
encogió de hombros.
—Para alguna que otra cosa sí que nos necesitáis… —dijo con sorna.
—Para eso que estás pensando tenemos una gran oferta de juguetitos en el mercado —replicó
Jen mirándole con malicia—. Y a esos no hay que aguantarles tonterías.
—¿Y dónde queda el calor humano? —preguntó Patrick dramáticamente.
—Bueno, si tomas la decisión de quedarte soltera porque es como más cómoda estás, está bien.
—Liz volvió al tema, ignorando las bromas de Jen y Patrick. Miró a Emma con cierta
preocupación que no supo disimular.
—No te preocupes, Liz. Estoy muy bien como estoy, y de verdad no siento que necesite nada
más o que haya algún hueco que me duela —respondió Emma—. Además, estar soltera no es estar
sola, os tengo a vosotros y eso es lo más valioso para mí.
Liz asintió y siguió con la cena sin darle más vueltas al asunto. Pronto las conversaciones
tomaron otro rumbo más ligero y Jen y Patrick volvieron a sus bromas.
Emma había sido sincera, pero no podía evitar preguntarse si no había llegado a la decisión de
quedarse sola empujada en cierta manera por el miedo. Comprendía la preocupación de Liz. Ellos
habían sido testigos en primera línea de su desastrosa vida amorosa y del daño que le habían
hecho los hombres en el pasado. Todo aquello había dejado una huella profunda en Emma, a la
que siempre le había costado un mundo confiar en alguien que no fueran sus hermanos. A sus
veintiocho años, aún no se había acostado con nadie, incapaz de superar esa barrera que ya existía
antes de que comenzase a salir con chicos. Su primera relación con un compañero de estudios a
los diecisiete años contribuyó a hacer ese muro más grueso. Eric, que así se llamaba, era incapaz
de comprender y respetar sus límites y en el año que duró su noviazgo se vio sometida a una
terrible presión por su parte. Eric quería tener sexo y trataba de manipularla para conseguirlo: la
hizo sentir culpable, la hizo sentir un bicho raro, una enferma y una frígida, en un intento por
convencerla para acostarse. A Emma aún se le hacía un nudo de asco en el estómago cuando
recordaba ciertas situaciones en las que cedía para dejarse tocar o dejaba que Eric cogiera su
mano y la guiara para tocarle a él. Sabía que nada de aquello era su culpa, que no tuvo la
comprensión ni la paciencia que necesitaba para establecer una relación sana, pero no podía
evitar tener miedo a flaquear, a dejarse convencer de hacer algo que ella no deseaba hacer.
«Tal vez sí tenga miedo… —reflexionó para sus adentros—, pero eso no resta valor a lo que
siento. Realmente no necesito nada más. No necesito ese tipo de relaciones para sentirme plena y
no sentirme sola».
Sin embargo, a veces Emma se preguntaba si no estaría perdiéndose algo maravilloso, un
regalo excepcional de la vida, algo como lo que Liz tenía con Philip. La respuesta la encontraba
rápidamente al recordar las relaciones que siguieron a Eric, asfixiantes y abusivas, de las que
pudo salir gracias a sus amigos antes de que las cosas se pusieran realmente feas: hombres como
Philip eran uno entre un millón, y ella parecía haber consumido su cupo de suerte al encontrar una
familia como la que habían conformado.
No le costaba resignarse. Las cosas estaban bien como estaban, y serían mucho mejores en el
futuro con su nuevo empleo.
La cena siguió entre conversaciones banales, bromas y risas. Ni aquel recuerdo amargo de sus
antiguas parejas consiguió estropearle el momento, ni la sensación de plenitud que llenaba su
pecho aquella noche. Todo estaba bien. Todo estaría bien, siempre, si sus hermanos seguían a su
lado, si la seguían queriendo como la querían y si tenía la seguridad de su apoyo por el resto de su
vida. Eran una familia y Emma siempre había necesitado eso. Era lo único que había querido en la
vida. Y lo tenía. Lo tendría para siempre.
Eran las once de la noche cuando regresó a casa. Apenas había quince minutos en coche desde
la casa de Liz a Beacon Street, donde Emma vivía. La calle era luminosa y tenía árboles a un lado
de la calzada. Al otro lado el tranvía iba y venía por las vías que a esas horas se encontraban
desiertas y silenciosas. A pesar de todo, no era un lugar feo. Los edificios de apartamentos no
superaban los cuatro pisos y, aunque eran antiguos, estaban limpios y reformados. El apartamento
de Emma era pequeño, apenas tenía sesenta metros cuadrados, pero había sido suficiente hasta el
momento. Lo había decorado a su gusto, pintando las paredes blancas y comprando los muebles
estrictamente necesarios, colgando algunos cuadros con frases inspiradoras y motivos vegetales.
El salón tenía cierto aire retro, con sus dos butacas, el sofá de color verde pistacho justo bajo el
enorme ventanal que daba a Beacon Street, y su alfombra de motivos circulares de color gris
oscuro. Emma se sentía muy bien allí, lo había hecho suyo, pero ya empezaba a fantasear con vivir
más cerca de sus amigos y perder de vista el tranvía que pasaba frente a su ventana.
Cansada y satisfecha por el largo día, Emma se metió en su habitación, dejando tirado el bolso
y el abrigo sobre el sofá. Se sacó las botas sin demasiado cuidado y se estiró, quitándose el jersey
y dejándolo sobre el escritorio blanco donde su portátil permanecía cerrado.
«Mañana ordenaré antes de ir al trabajo. Estoy muy cansada ahora mismo», se dijo viendo el
desorden que dejaba a su paso. Solo tenía ganas de darse una ducha caliente y meterse en la cama.
Se quitó la camiseta interior y se desabrochó el sujetador. Al darse la vuelta y mirarse en el
espejo de marco dorado que tenía ante la cama, Emma sintió que el vello de su nuca se erizaba.
Podía ver la ventana reflejada en el espejo, justo tras ella. Las cortinas estaban descorridas y
había luz en la calle. La habitación daba al callejón trasero y podía ver las ventanas del edificio
de enfrente, todas a oscuras. Tuvo una sensación extraña. Se quedó mirando las ventanas a través
del espejo, sintiendo que alguien la observaba sumergido en aquella oscuridad, y un escalofrío de
miedo recorrió su columna vertebral.
Cubriéndose los pechos con los brazos, Emma se dio la vuelta y se apresuró a correr las
cortinas, echando un último vistazo al edificio al otro lado de la calle.
«No hay nadie —se dijo, volviendo a la calma con un suspiro—. Tengo que dejar de leer
novelas de misterio».
Con las cortinas echadas, terminó de desnudarse y se metió en el baño. Pronto, el vaho del agua
caliente cubrió la pequeña habitación alicatada y la voz de Emma resonó con un canturreo
agradable y relajado.

***
La luz de una farola destelló tras una de las ventanas cuando el hombre bajó los prismáticos.
La imagen de la muchacha frente al espejo estaba grabada en su retina. Cerró los ojos y siguió
viéndola, con los bucles rubios cayendo sobre su espalda hasta rozar la estrecha cintura. Sus
pechos, redondos y tersos, apuntando al frente con los pezones rosados y erizados, destacando en
la piel pálida de su cuerpo semidesnudo. No había podido evitar mirarlos, recrearse en ella, en su
rostro con forma de corazón, sus labios llenos y rojizos, las pecas sobre su nariz y los expresivos
ojos, de un azul limpio, que durante un instante parecieron mirarle y reconocerle a través del
cristal.
En ese momento sintió que su corazón se detenía. Se sintió observado de vuelta, pillado in
fraganti. Se mantuvo quieto como una estatua, observando a través de los prismáticos mientras
ella se movía hasta correr las cortinas, mirando la calle con una sombra de duda en los ojos, que
pronto se convirtió en alivio. No le había visto.
Mantuvo los ojos cerrados y respiró pausadamente. No estaba siendo profesional. Sentía la
sangre acumularse entre sus piernas, el calor de la excitación trepando hasta su garganta,
volviendo su respiración pesada y entrecortada. No le había pasado antes, y su carrera era
dilatada. Había tenido que seguir y vigilar a mucha gente. Gente turbia, gente que escondía
secretos siniestros, gente metida en asuntos que los convertían en el blanco perfecto de ciertas
pesquisas. Pero aquella misión era diferente. Emma Barnes era una mujer sencilla, una muchacha
que no se había metido en problemas en su vida, que no se merecía que nadie la observase a
escondidas a través de su ventana. Su conciencia zumbaba como un mosquito molesto,
estorbándole en sus horas de trabajo con su constante cantinela. Habría sido más fácil si fuera
capaz de abstraerse, si su cuerpo no le traicionase como lo estaba haciendo. Si pudiera
simplemente alejarse de la imagen que tenía grabada en la retina.
«Es jodidamente guapa. Y jodidamente inocente. —Aquel pensamiento agridulce se repetía en
su mente como un mantra esos últimos días—. Estas no son las valoraciones de un profesional, y
es lo que soy. Tengo que centrarme, maldita sea. No me pagan para que me ponga cachondo
espiando a la chica».
No estaba seguro de si aquello por lo que le pagaban era mejor que eso. Pero era su trabajo.
Nunca se había juzgado por él; hacía lo posible por sobrevivir y eso era lo que mejor sabía hacer.
Era un buen agente y ofrecía sus servicios al mejor postor, no había más vuelta de hoja. Las dudas
morales, la ética, en la mayoría de casos no eran más que un estorbo. Y esto no iba a ser diferente.
Tenía que trabajar. Tenía que ganarse la vida y proteger a los suyos.
Abrió los ojos y dejó los prismáticos sobre la silla al levantarse. Se pasó los dedos por el
pelo, apartándoselo de la cara, y observó las ventanas del apartamento de Emma Barnes. Podía
ver la luz del baño a través de su pequeña ventana. Una imagen se filtró en su mente como el agua
entre la arena: el cuerpo desnudo de aquella mujer bajo el chorro de agua caliente de su ducha.
Una punzada de excitación volvió a provocarle un escalofrío y una sed incipiente en la garganta.
Sacudió la cabeza y expulsó de su mente aquella fantasía, echando mano de toda su voluntad.
—No soy un pervertido, joder —se recriminó en voz alta—. No estoy aquí para esto.
No consiguió sacudirse el calor del todo. Las imágenes le acechaban desde algún rincón de su
mente, dispuestas a perturbarle en medio de la noche. Solo cuando vio la silueta de Emma al otro
lado de las cortinas y la luz del cuarto se apagó, pudo alejar sus pensamientos de las febriles
fantasías que su reflejo en el espejo le habían provocado. Suspirando, se dejó caer en una vieja
butaca a poca distancia de la ventana. Podría aprovechar para echar una cabezadita antes de que
el despertador de Emma sonara.
Tal vez descansar un poco le ayudara a calmar su agitada mente.
Capítulo 2
El lugar de trabajo de Emma estaba en la planta treinta y cinco. Se trataba de un pequeño
despacho decorado de forma minimalista, con una puerta que daba directamente a la oficina del
señor Harrington. Contaba con una mesa de acero y metacrilato y varias cajoneras de diseño, un
ordenador de sobremesa conectado a la red de la empresa y un mueble cerca de la ventana —
larga, del techo al suelo, con persiana de láminas— con máquina de café y hervidor de agua, un
bol con galletas, fruta y tortitas de arroz y las macetas que Emma había comprado. El lugar le
gustaba, era tranquilo y luminoso, aunque le faltaba verde para su gusto. El primer día pidió
permiso a Susan, la jefa de secretarias del señor Harrington, para solucionar aquel detalle y ella
le dijo que hiciera lo que quisiera. Al parecer no tenía tiempo para ocuparse de esas cosas y
Emma decidió tomarle la palabra.
Le bastaron cuarenta y ocho horas en la torre Harrington para entender que la señorita Orozco
tenía razón en todo. El volumen de trabajo era increíble, por no hablar de lo enorme que era la red
organizativa alrededor del señor Harrington. Cada una de sus cinco secretarias, coordinadas por
Susan, se encargaba de un área diferente: Lucy era quien gestionaba sus reuniones de negocios
nacionales, Lorelai llevaba las reuniones internacionales, Eleanor todo lo que tenía que ver con
prensa, Mary las relaciones con miembros del Senado y la vida política… Susan era quien se
encargaba de la vida privada del señor Harrington y de todo lo más cercano a él. A Emma le
habían asignado que gestionara todo lo referente a la beneficencia y la filantropía. «Es lo más
ligero», le había dicho Mary, que se había hecho cargo de ello en el pasado.
A Emma no le parecía ligero en absoluto. Buceando entre los archivos, el correo electrónico y
las cinco agendas que le habían proporcionado, Emma empezó a temer seriamente no estar a la
altura. Era demasiado, y demasiado complejo. Pasó aquellos primeros dos días haciéndose
organigramas, persiguiendo a Susan para hacerle todo tipo de preguntas y esforzándose al máximo
por entender lo mejor posible sus obligaciones. Finalmente, una semana más tarde, empezó a
poder llevar a cabo sus labores sin ayuda, aunque sus compañeras le hicieron saber que podía
recurrir a ellas en cualquier momento.
El ambiente, a pesar de la cantidad desorbitada de trabajo, era bueno. Sus compañeras
parecían agradables y el señor Harrington, aunque solo lo había visto una vez, le había causado
buena impresión.
Tal y como había dicho, le había estado esperando en su despacho el día en que ella se
incorporó a trabajar. Era un hombre alto, corpulento, de cabello rubio, muy amarillo, salpicado
por algunas canas, piel sonrosada y dientes blanqueados de manera artificial, pues de otro modo
no podrían ser tan absolutamente brillantes. Tenía esa fisonomía tan peculiar de los magnates
puramente americanos, de rostro ancho, pestañas casi invisibles y mandíbula cuadrada. Nada más
verlo, Emma estuvo completamente segura de que era republicano.
—Buenos días, señorita Barnes —saludó él cuando ella llegó. Aguardaba apoyado en el
escritorio que la joven ocuparía y se apartó de él para tenderle la mano—. Soy Albert Harrington.
Encantado de conocerla en persona al fin.
Emma sonrió afablemente y le estrechó la mano.
—Igualmente, señor Harrington. No hace falta que le diga el honor que supone para mí
incorporarme a su equipo.
—Tiene razón, no hace falta —bromeó él. Emma rio cortésmente—. Estoy seguro de que se
adaptará a la perfección. La señorita Olsen la ayudará en cuanto necesite. En Harrington
Enterprises nuestro lema es «ser los mejores para los mejores», así que nuestro nivel de exigencia
es muy alto. Valoramos mucho el trabajo duro. —Emma quiso decir algo pero él no la dejó—. La
señorita Orozco me dijo que le gustan los retos.
—Sí, así e…
—Entonces le encantará trabajar aquí. En fin, tengo que irme. Ha sido todo un placer, señorita
Barnes. Nos veremos pronto. ¡Ánimo! Confío en usted.
Y sin más, estrechándole de nuevo la mano, desapareció tras la puerta de su propio despacho.
A Emma aquella primera impresión le resultó abrumadora. Se notaba que era un hombre
importante, pero al mismo tiempo se había mostrado cercano y eso la agradó. Pero, ¿era sincero?
Probablemente no. Después de todo se trataba de un magnate millonario y dueño de un montón de
empresas de todo tipo, desde minas en África hasta tecnología. Y como solía decir Patrick, nadie
se hacía rico siendo sincero. Pero aun así, le había gustado que aquel gran hombre quisiera
dedicar parte de su tiempo a conocerla. Se sintió halagada e importante.
Con el paso de los días, aquella sensación no desapareció: se dio cuenta de que, efectivamente,
era importante. Su trabajo lo era, igual que el de cada engranaje de un reloj.
Pasada una semana, Emma comenzó a tomar tierra al fin, a sentirse más segura en su puesto y a
empezar a disfrutarlo de verdad. El primer viernes, terminada su jornada, regresaba a casa
hablando por teléfono con Elizabeth, como era habitual en ella. Hacía parte del trayecto en taxi y
parte andando, y ese último tramo le gustaba conversar para sentirse menos sola.
—Empiezo a cansarme de esto, Emma —decía Liz, que había tenido uno de sus días malos. Liz
era la más sensible de los cuatro—. Cada vez que le saco el tema a Philip dice que lo que yo
quiera, como si a él no le importara en absoluto. Se trata de nosotros, de nuestra vida… de nuestro
futuro. La primera vez que hablamos de formar una familia parecía tan emocionado con el hecho
de traer al mundo a pequeños Philips, de perpetuar su apellido… Pero ahora, cuando le hablo de
adoptar… Yo creo que en realidad no quiere, pero no sabe cómo decírmelo.
—¿Por qué no lo hablas directamente con él? Quizá solo necesitáis una conversación sincera.
Puede que sea doloroso, pero…
—Me da miedo. ¿Y si se abre una brecha entre nosotros, algo que nos separe? No sé.
Emma guardó silencio. Liz no solía hablar de sus problemas y en parte la entendía. Sus
proyectos de futuro eran muy distintos a los del resto. Ella estaba centrada en su carrera y ni
siquiera tenía pareja, Jen era cincuenta por ciento extraterrestre y Patrick pasaba de una novia a
otra sin el menor remordimiento. Lizzie había resultado ser la más «normal» de los cuatro,
siempre había anhelado esa normalidad que mostraban las películas románticas y las series de
televisión. Deseaba un marido, una familia, una casa, una vida estable… y lo había conseguido, al
menos casi todo. Tenía el marido, la casa y la vida estable, pero el asunto de la familia le causaba
muchos conflictos. Podría tener hijos naturales si quisiera pero había decidido adoptar. Los cuatro
habían crecido juntos en el orfanato, yendo de casa de acogida en casa de acogida, sin terminar de
encajar, siendo devueltos. Liz estaba muy concienciada con aquello y se había dado cuenta de que
quería ser madre de uno de esos niños. ¿Quién podría entenderles mejor que ella?
—Supongo que es algo a lo que te tendrás que arriesgar, Lizzie. Si de verdad es lo que
quieres… tienes que intentarlo, ¿no?
Escuchó el suspiro al otro lado de la línea.
—Sí, supongo que tienes razón. Bueno, basta ya de hablar de mí —dijo rápidamente—, ¿qué tal
en la torre Harrington?
Emma rio.
—Lo dices como si lleváramos dos horas hablando de ti. Además, aunque así fuera, podemos
seguir el tiempo que haga falta.
—Lo sé, cariño. Pero prefiero pasar página por ahora. Vamos, cuéntame. ¿Hay mucho trabajo?
¿Estás cómoda? ¿Has conocido a alguien guapo?
—Es infernal, pero me gusta ese infierno. ¿Estoy loca? —respondió riendo.
—Un poco, pero siempre lo hemos sabido.
—En cuanto a lo de la gente guapa, no hay mucho que pueda decir. Desde que he llegado no
levanto la cabeza de la pantalla o los documentos, solo para mirar a Susan o al señor Harrington
cuando llamo a su puerta. Es una pasada… pero me acostumbraré. Eso sí…
Iba a comentar lo bueno que estaba el café cuando se detuvo en seco. Estaba cruzando la calle,
a punto de llegar a las vías del tranvía que pasaba frente a su casa, cuando tuvo una extraña
sensación. Se dio la vuelta y creyó ver una sombra ocultándose tras una esquina. Tragó saliva,
poniéndose repentinamente alerta.
—¿Emma? ¿Sigues ahí?
—Sí, sí… perdona, es que…
—¿Va todo bien?
—No lo sé, creo que había alguien acechándome.
—¿Acechándote?
—Te llamo luego.
—¡No, espera! Es mejor que…
Pero Emma ya no la escuchaba. Pulsó el botón de colgar y se apresuró en cruzar las vías,
acelerando el paso hasta el portal. Nerviosa, subió a su apartamento y encendió las luces. Estaba
dejando el maletín sobre la mesa cuando de nuevo tuvo esa sensación inquietante. Al mirar a
través de la ventana, vio una silueta oscura al otro lado de las vías.
«¿Qué demonios…?».
Tomó aire, nerviosa. Iba a acercarse al cristal para verlo mejor cuando el tranvía pasó,
ocultándolo de su campo visual. Cuando este volvió a despejarse, ya no había nadie.
«Debe ser la tensión», se dijo, tratando de restarle importancia. Envió un mensaje a Liz para
decirle que todo iba bien y luego llamó para pedir una pizza, quitándose los tacones por el pasillo.
No volvió a pensar en ello pero, a pesar de todo, esa noche cerró con llave, pasó la cadena y
puso una silla delante de la puerta. El mundo estaba lleno de locos, nunca se sabía.

***
El sábado habían quedado para cenar en casa de Jen y Patrick. Emma se presentó puntual,
como siempre, llevando una botella de vino. Solía escoger siempre el mismo, un rosado que ya
sabía que gustaba a todos y en especial a Jen, que solía ser algo complicada con la comida. Todo
lo contrario que Patrick, a quien todo le gustaba. El apartamento de los dos amigos se encontraba
en Little Italy, en una zona cercana a una de las calles principales. El portal ocupaba una esquina
redondeada junto a la cual se ubicaba una antigua panadería de la que siempre salía un olor
delicioso. Emma bajó del autobús y llamó al portero automático, que abrieron sin preguntar
siquiera. Le gustaba aquel antiguo edificio de baldosas de cerámica y barandilla de madera. El
antiguo ascensor de reja la llevó hasta el ático, donde una puerta abierta la esperaba. Dentro se
escuchaba el habitual bullicio de la casa de Jen y Patrick.
—Hola, chicos —saludó al entrar, alzando un poco la voz.
—Hola, Emma. ¡Anda, mi vino! —exclamó Jen quitándole la botella de las manos y
llevándosela al salón con cocina americana. Emma rio y la siguió, quitándose el abrigo y la
bufanda para colgarlos en una percha al pasar.
—Es para todos, que te conozco. Hola, Patrick; hola, Linda.
Patrick levantó la mano para saludar desde el sofá rinconero donde se encontraba haciendo
trucos de prestidigitación a su novia. Linda era la chica nueva. Emma era amable, pero tampoco se
esforzaba especialmente para que encajase; después de todo, sabía que Patrick la dejaría al cabo
de un tiempo. Ella misma parecía saberlo, pues apenas sí saludó a Emma y siguió charlando con
él. Se acercó a Jen, que estaba removiendo algo en el fuego. La casa tenía una distribución extraña
y el mobiliario era igual de original; ecléctico. El conjunto combinaba la estética hippie y
colorida de Jen en el sofá, las alfombras y la decoración con algunos muebles sobrios y
minimalistas y detalles refinados, más del gusto de Patrick. No es que el conjunto fuera
exactamente un estilo propio, ni siquiera era un estilo, pero no se podía negar que aquella casa
tenía personalidad. Sorteó una mesa de azulejos lacados y apartó un macetero colgante de
ganchillo con una hermosa tradescantia de vivos colores verdes y violetas.
—¿Qué estás cocinando, Jen?
—Estoy haciendo carne para tacos —respondió ella—, aunque Patrick y Lisa han pedido una
pizza también.
—Estáis locos —rio cogiendo el vino que su amiga había dejado sobre la mesa y metiéndolo
en la nevera a enfriar—. Dime, ¿qué tal con la nueva? —añadió en voz baja señalando apenas con
la cabeza a Lisa.
Jen se encogió de hombros, soplándose el flequillo.
—Es más tonta que la anterior, pero más limpia. Pregúntaselo tú misma.
Emma se giró justo a tiempo para encontrarse con Patrick, que se acercaba con una mano en el
bolsillo del pantalón.
—¿Qué me tienes que preguntar?
—Nada…
—Por tu vida sentimental —resolvió Jen. Emma quiso estrangularla. Jen solía provocar ese
efecto en ella con cierta frecuencia.
Patrick rio mientras sacaba un vaso de color azul y se servía Coca-Cola. Era adicto a la
cafeína, siempre estaba tomando bebidas que la contuvieran o, según él, se quedaba dormido en
cualquier parte.
—No hay mucho que contar. Lisa es ardiente y simpática.
—Y un poco cabeza hueca, justo como te gustan —apuntó Jen.
—Pues sí, no lo voy a negar. —Patrick pasó el brazo alrededor de los hombros de Emma y la
llevó al balcón. Tenían una gran ventana acristalada que ocupaba casi una pared entera y daba al
exterior, donde habían colocado varias macetas, una mesita y dos sillas—. ¿Tú entrometiéndote?
De Liz me lo espero, es algo así como nuestra madre, y Jen disfruta torturándome, pero ¿tú?
—No quiero entrometerme —gruñó Emma aceptando su gesto—, es que me preocupas un poco.
Ni siquiera nos dijiste por qué dejaste a Shirley.
En el balcón, el viento fresco del otoño hizo que Emma tuviera que abrazarse a sí misma. Se
había puesto un jersey fino pensando que estarían dentro todo el tiempo; el piso de Jen y Patrick
tenía calefacción central y siempre acababa pasando calor allí.
—La dejé porque me aburría…
—Igual que todas.
—Qué le voy a hacer —dijo él encogiéndose de hombros con una sonrisa encantadora—. No
soy fácil de complacer.
—Creo que te aprovechas de ellas y luego las dejas —disparó Emma con algo de tristeza.
Quería mucho a Patrick, pero a veces no entendía su comportamiento con las chicas—. ¿Por qué
no buscas a alguien que te guste de verdad?
—¿Y por qué no lo buscas tú?
Lo miró, sorprendida. Él estaba acodado en la barandilla, observando la calle. La pregunta
había sido amarga, aunque no parecía un reproche.
—Ya sabes por qué. No quiero repetir lo de Eric y Ron. No me fío de los hombres; además, no
los necesito. Estoy bien sola.
—¿Y de mí, tampoco te fías?
Emma se irguió de improviso, mirándolo con asombro. ¿A qué venía esa pregunta?
—Sí, claro que sí. Pero no es lo mismo, tú eres como un hermano, no podría…
Patrick se echó a reír de nuevo.
—Tranquila, no te estaba haciendo una proposición. Yo también te veo así. ¡Qué nerviosa te
has puesto! —añadió acercándose para revolverle el pelo. Emma se zafó, intentando no reírse.
—¡No seas crío! No es eso… es que se me ha hecho raro, por el contexto. Al fin y al cabo,
somos una familia. Cualquier relación diferente entre cualquiera de nosotros cuatro… no sé, sería
tan raro…
De pronto algo cambió en el ambiente. Patrick apartó la mano y dejó de jugar, mantenía la
media sonrisa, pero ya no había brillo en sus ojos chispeantes, ahora apagados.
—Sí, supongo que sí.
—¿Supones?
Emma entrecerró los ojos. «No puede ser…», pensó. ¿Había interpretado mal las señales?
¿Estaba Patrick interesado en ella de esa forma? No, no lo creía, no sentía que hubiera esa clase
de química por su parte, ni las miradas, ni… Pero Patrick era muchas cosas: estafador, ilusionista,
actor… Sus profesiones eran siempre misteriosas, muchas veces ilegales y casi siempre tenían
que ver con la mentira y el fingimiento. Con él, una nunca podía estar segura.
—Sí, no sé, alguna vez he pensado que quizá… —Hizo un gesto con la mano, quitándole
importancia—. Bah, olvídalo.
—No, cuéntamelo. Por favor.
Patrick tomó aire, abrió la boca para hablar y entonces la melenuda cabeza de Jen asomó por la
puerta acristalada.
—Chicos, se acabaron las charlitas privadas. Además me habéis dejado sola con la sosa.
Entrad dentro y ayudadme a hacer los tacos.
Jen desapareció igual que había aparecido, pero Emma ya no necesitó nada más. No importó
que Patrick entrara justo después de Jen como si nada, chinchándola y hablando de lo horribles
que iban a quedar los tacos si los había preparado ella; Emma ya había visto todo lo que tenía que
ver: La expresión de Patrick al mirar a Jen la hizo caer en la cuenta de algo que se le había pasado
por alto durante años.
La cena transcurrió entre risas y chistes, pero en todo el tiempo, Emma no dejó de pensar en
aquello. ¿Realmente estaría Patrick interesado en Jen de esa manera? Y si era el caso, aquello
provocaba muchas más preguntas: ¿desde cuándo?, ¿qué intenciones reales tenía?, ¿pensaba hacer
algo al respecto? Con tanta intriga respecto a lo que acababa de descubrir apenas prestó atención
a las conversaciones pero lo pasó en grande reconociendo señales en las que nunca antes se había
fijado.
Era casi medianoche cuando se despidieron, algo achispados. Emma cogió el último autobús,
que la dejó en la parada frente a las vías del tranvía. Cruzaba hacia su casa, entretenida pensando
en sus amigos y lo mucho que se gustaban los dos sin saberlo, cuando de nuevo tuvo la sensación
de que alguien la seguía. Esta vez la impresión fue más intensa. «Imaginaciones tuyas, Emma», se
dijo. Miró por encima del hombro, nerviosa, pero no había nadie. El tranvía se aproximaba, tenía
el tiempo justo para cruzar y lo hizo a toda prisa, pero en lugar de seguir hasta la casa se detuvo al
otro lado y se quedó mirando. Si alguien la estaba siguiendo, lo sorprendería.
El último vagón pasó y entonces lo vio: estaba allí de pie, con una chaqueta de cuero y
pantalones vaqueros oscuros, una camiseta y un palestino negro al cuello. Daba igual la oscuridad
de la noche y la distancia, podía reconocer a ese hombre entre una multitud: Era Logan O’Reilly,
el guardia de seguridad de la torre Harrington.
Al verla, él levantó la mano y cruzó con parsimonia. En cuanto llegó al otro lado, Emma dio
dos pasos hacia atrás.
—¿Qué demonios haces? ¿Me estás siguiendo?
Sus ojos verdes brillaban en la penumbra, penetrándola como si quisieran leer su alma.
Aquella media sonrisa ambigua haría perder el juicio a cualquiera… y Emma sintió que ella no
era una excepción.
—No tiene sentido mentir a estas alturas así que… sí, te estoy siguiendo.
—¿Desde cuándo?
—Desde que viniste a la torre por primera vez.
Emma sintió que se le desbocaba el corazón. Se dio la vuelta y echó a andar a toda prisa hacia
su edificio. Cuando sintió que él la agarraba por el brazo, se puso tensa y quiso correr, pero
pronto vio por qué lo hacía: no había mirado antes de cruzar; un coche se la habría llevado por
delante de no detenerla él.
—¡Suéltame! Eres un chalado, ¿por qué me vigilas? —exclamó.
Él la agarró por los hombros y la miró a los ojos. Sus palabras brotaron de sus labios como
disparos certeros.
—Maldita sea, porque me gustas.
Emma sintió que le quemaban el pecho y que entraban dentro de ella ardientes, duras, líquidas.
Por un momento ninguno dijo nada. Él seguía con los ojos fijos en ella; ella parpadeó unas cuantas
veces, aturdida.
—¿No tienes nada que decir? —insistió él.
—V-Vale.
«¡¿“Vale”?! ¿Qué respuesta es esa, eres estúpida?», se recriminó, pero no pudo hacer nada.
Estaba totalmente estupefacta. ¡¿A qué venía todo eso?! Logan arqueó la ceja como si no
entendiera lo que estaba sucediendo y la soltó despacio, pasándose después las manos por el pelo.
Emma lo miró un par de segundos y después, incapaz de decir nada más, de hacer nada que
resultara lógico, salió corriendo hacia su casa, aterrada, emocionada y con el corazón cabalgando
dentro de su pecho.

***
Logan la vio marcharse, incrédulo. Aquella chica era de todo menos lo que había imaginado.
«Es demasiado dulce. Demasiado inocente. Aunque también es peleona», recordó al pensar cómo
le había esperado tras el tranvía y la forma en que se había encarado con él. Había tenido suerte
de que se tratase de él y no de un delincuente con malas intenciones.
La miró mientras ella peleaba con las llaves y luego la vio desaparecer en el portal. Aún sentía
en los dedos el hormigueo que se le había despertado al agarrarla, aún creía ver sus ojos enormes,
azules y desafiantes fijos en los de él.
—Estoy en problemas —se dijo a media voz. Luego sonrió. Al menos, estos problemas eran
agradables.
Capítulo 3
A medida que se acercaban las navidades, el trabajo de Emma crecía exponencialmente. En su
mesa empezaban a amontonarse carpetas y en sus agendas las tareas por hacer ya superaban con
creces las que conseguía despejar. Sospechaba que aquella iba a ser la peor época, la prueba de
fuego que decidiría su validez o no en aquel puesto. Había llegado a creer que la primera semana
le había servido de adaptación, que ya empezaba a manejar los volúmenes de trabajo de la
empresa, pero a mitad de la segunda los compromisos, reuniones y eventos que tenían que ver con
su área se dispararon enloquecidamente. La Navidad era la fecha por antonomasia para las buenas
acciones y la solidaridad, y su jefe no iba a quedarse atrás en esa carrera por presentarse como el
magnate más filántropo de la ciudad. A todo eso se unía una nueva preocupación. No era capaz de
sacarse de la cabeza lo que había ocurrido con Logan O’Reilly. El recuerdo de su figura oscura al
otro lado de la calle, sus ojos verdes traspasándola, hacían que el pulso se le acelerase. La
sensación de estar siendo observada se había repetido varias veces durante aquellos días y no
sabía cómo sentirse al respecto. Le daba miedo, como era natural, pero ese miedo siempre venía
acompañado por un cosquilleo de excitación en la piel, con una serie de preguntas que prefería no
llegar a hacerse. Por suerte, en el trabajo no había tenido que preocuparse demasiado por el
guardia de seguridad, pues no coincidieron durante esos días. Era algo de agradecer.
—Qué carita te veo. ¿Necesitas ayuda? —Susan se detuvo ante su mesa, sujetando un par de
carpetas negras a rebosar de papeles contra su pecho. Inclinó la cabeza y la miró con
preocupación por encima de sus gafas de leer.
—Sí, tranquila, podré con todo… Es solo que cuando creo que he avanzado llegan cinco mails
más, diez llamadas y tres carpetas. Es agotador —respondió Emma resoplando—. ¿Va a ser
siempre así?
Susan soltó una risa ligera. «Parece muy tranquila, como si todo esto fuera normal para ella. Y
seguramente lo sea. No debería haber dicho eso, pensará que soy una floja y que no valgo para
estar aquí», se recriminó Emma nerviosa. Aún se sentía insegura, pero no pensaba rendirse.
Observó el pelo negro peinado en un sobrio recogido que llevaba su coordinadora, tan perfecto
que ni un solo cabello escapaba de él, y se preguntó cuál era su secreto para tener ese aspecto en
medio de todo ese caos.
—Las fechas antes de Navidad son las peores, pero seguro que puedes con eso y más, Emma.
Además, te echaremos una mano. Todas hemos estado ahí en algún momento, ¿sabes?
Se sintió aliviada de inmediato. Susan la había tratado con amabilidad y cercanía desde el
principio, y el resto de sus compañeras siempre estaban dispuestas a echarle un cable. Le daba
miedo abusar o que pensaran que no se merecía estar allí, pero ninguna había hecho nada para
demostrarle que sus temores eran fundados.
—Gracias, Susan. De verdad —respondió, tomándose unos segundos para frotarse las sienes
—. Si veo que esto se descontrola os pediré ayuda, pero preferiría hacerlo yo sola, tengo que
acostumbrarme.
—De acuerdo —respondió levantando la cabeza y ajustándose las gafas. Miró las carpetas y
dejó otras tres sobre el montón de pendientes. Emma se quiso morir en ese preciso momento—.
Pero ya sabes dónde estoy. Si hay una emergencia, me llamas.
«Venga, tú puedes con todo esto y más, como ha dicho Susan. Solo necesitas otro café y
organizarte», intentó infundirse ánimos, mirando la torre que ya formaban las carpetas sobre la
mesa.
Susan se dirigió hacia el despacho del señor Harrington, enfundada en su traje chaqueta y a
paso seguro, con unos tacones tan altos que Emma era incapaz de entender cómo se mantenía en
pie. Cuando estaba a punto de llamar, se detuvo y se volvió hacia ella, bajándose las gafas para
mirarla con una sonrisilla traviesa.
Emma estaba distraída con su propio drama. Ya tenía entre manos una de las carpetas cuando
Susan habló de nuevo.
—Se me ocurre algo para liberar tensiones —dijo alzando las cejas con un gesto entre
misterioso y gracioso. Emma frunció el ceño y esperó a que despejase sus dudas—. El viernes
voy a llevarte a un sitio increíble, donde tomarás los mejores margaritas que has probado nunca.
Eso hará que te olvides de todo esto y vengas el lunes con las pilas cargadas, ¿qué me dices?
Una procesión de excusas discurrió por su mente en ese mismo instante. Las juergas no eran
exactamente lo suyo y era capaz de prever que el viernes llegaría arrastrándose a casa y lo único
que tendría ganas de hacer sería tirarse en el sofá y convertirse en una momia de mantas mirando
alguna película mala. Por norma, la gente no aceptaba ese tipo de razones para no salir, así que
pensó que podría decirle que tenía una cita.
«No, eso desembocará en preguntas incómodas, tendré que mentir y no se me da muy bien, así
que al final acabaré haciendo el ridículo y confesando que no tengo citas —pensó a toda prisa».
No tenía animales de compañía de los que hacerse cargo, ni había hecho planes con sus amigos
para el viernes. Todas las excusas se fueron evaporando en su mente hasta que, sin darse cuenta,
respondió con cierto tartamudeo.
—C-Claro, ¿a qué hora? —preguntó sonriendo y frunciendo el ceño a la vez.
«¿Eres tonta? ¿Por qué le dices que sí? —se recriminó—. Bien. Ya está hecho. No quiero
empezar mintiéndole a mi supervisora, y es una buena oportunidad para estrechar lazos con ella.
Eso siempre viene bien».
—A las siete ante el Copley Plaza —respondió Susan, dándose la vuelta para llamar a la
puerta de Harrington—. Iremos a The Lounge, te va a encantar —añadió mientras esperaba a
recibir el permiso para entrar.
Solo entonces Emma dejó caer la cabeza sobre el escritorio, con la frente sobre la carpeta
abierta, y soltó un largo suspiro.
—Que pasen deprisa estos días, por favor —lanzó su deseo al universo antes de levantarse
dispuesta a tomar su cuarto café de la mañana y seguir con la titánica tarea que tenía por delante.
Como en cualquier situación de estrés, aquellos días no fueron cortos ni fáciles, pero a pesar
de todo el trabajo y de la tremenda presión a la que estaba siendo sometida, Emma consiguió
llevar adelante sus tareas y llegar viva al viernes sin pedir ayuda. Logan no había vuelto a
molestarla, aunque a veces la asaltaba esa extraña sensación que la hacía mirar por la ventana,
saber que tal vez se trataba de él le provocaba emociones confusas. Por una parte, se sentía
tranquila, y por otra tremendamente inquieta, ¿y si se trataba de un loco? Nadie en su sano juicio
se dedicaba a seguir a quien le gustaba.
«Esta noche no voy a pensar en nada de eso. Ni en Logan, ni en el trabajo, estoy dispuesta a
divertirme —pensó, intentando predisponerse positivamente para salir».
A regañadientes, mirando con anhelo su sofá verde pistacho y la manta peluda rosa que
descansaba sobre él, se puso un vestido de corte imperio de color azul eléctrico, se maquilló y se
dejó suelta la larga melena rubia para después cubrirse con abrigo de pelo sintético blanco que la
protegiera debidamente del frío, para ella glacial, de finales de noviembre. No renunció a sus
botines de antelina por llevar tacones: las concesiones por la belleza tenían un límite claro para
Emma, y este dependía del dolor y de las posibilidades de terminar con los pies como dos
bloques de hielo. Y, después de todo, aquellos botines no le quedaban nada mal y tenían el tacón
justo para realzar sus piernas sin provocarle una escoliosis.
—Hasta pronto. Te prometo que no tardaré estar calentándote con mi culo —le dijo al sofá
antes de cerrar la puerta, armándose de ánimo para afrontar aquella noche con la mejor de las
actitudes.
A las siete, puntual como un caballero inglés, Emma se reunió con Susan a las puertas del
Copley Plaza, uno de los hoteles más lujosos de Boston. Su supervisora había elegido un vestido
de tubo de color dorado, se había soltado la oscura melena y llevaba los labios pintados de un
rabioso rojo. La impresionó verla fuera de la oficina, donde vestía con tanta sobriedad, con ese
aspecto llamativo y sexy.
—Si no fuera tan heterosexual te pediría salir ahora mismo —dijo Emma tras saludarla,
mientras Susan daba una graciosa vuelta para que pudiera admirar su modelito—. Estás
despampanante.
—¿A que no te imaginabas que hubiera esto debajo de mi traje gris perla?
—Algo sospechaba. Los trajes también te sientan muy bien —respondió Emma con una risa
agradable.
—Tú también estás muy guapa, adoro el azul eléctrico, y enfatiza el color de tus ojos. Y ese
abrigo es la bomba. —Susan se acercó para recolocarle el mullido cuello del abrigo, sonriéndole
con una hilera de dientes blancos y perfectos—. Vamos, te voy a llevar al mejor bar de Boston y
vas a dejar que te invite. Esta semana ha sido dura, especialmente para ti, así que te lo mereces.
Susan la cogió del brazo y se dejó guiar sin poner impedimentos ni rechistar. Al entrar en el
local, que se encontraba en la planta baja del hotel, Emma agradeció que fuera su compañera
quien pagase aquella noche.
The Lounge Bar era uno de los lugares más sofisticados de Boston. Contaba con una zona de
restaurante donde servían lo más puntero de la gastronomía moderna y una zona de bar, donde la
luz era indirecta y los cómodos sillones forrados en piel invitaban a sentarse y pasar una
agradable velada. Emma miró impresionada el artesonado de madera del techo, las molduras
doradas de los gigantescos ventanales y la impresionante barra de mármol negro que ocupaba el
centro de la sala. Se sentía algo fuera de lugar, como si ella, efectivamente, no perteneciera a ese
mundo. Sin embargo, no tardó en verse sumergida en el ambiente elegante y sofisticado de mano
de Susan.
Se sentaron en dos de los cómodos sillones y pidieron un par de margaritas. La mesa de cristal
y las mesillas auxiliares con lámparas de luz cálida casi daban la sensación hogareña de un salón.
Si ella hubiera vivido alguna vez en un salón con espejos de oro y suelos de mármol de carrara.
—Qué glamour tiene todo esto… —comentó impresionada—. Me siento como Diana de Gales.
—Ah, no, demasiado moderno. En todo caso te sientes como una Kardashian —bromeó Susan,
cogiendo su margarita de la bandeja del camarero cuando se inclinó para servirlos. Dio un sorbo a
la pajita y puso los ojos en blanco—. Estos cócteles sí que son dignos de la realeza, ¡pruébalo!
Y Susan tenía razón. El margarita estaba increíble y nunca había bebido nada en una copa tan
elegante. Emma saboreó el brebaje entre amargo, ácido y salado y sintió el calor del alcohol en su
estómago, agradable y hormigueante. No recordaba la última vez que había salido a tomar una
copa.
—La verdad es que he oído hablar mucho de esas chicas, pero no sé quienes son —dijo
riéndose. Susan la miró como si acabase de bajar de una nave espacial.
Entre conversaciones banales, comenzó a sentirse más cómoda en aquel lugar. Susan, tan
profesional en la torre Harrington, resultó ser una mujer divertida y abierta, devoradora de
realities de trajes de novia y familias ricas y una gran lectora de novelas de misterio, algo que
sorprendió enormemente a Emma. Estaban hablando de eso cuando dos hombres jóvenes y bien
vestidos se acercaron a sus sillones. Uno era rubio, algo más joven que Emma, vestía pantalones
de traje y un jersey gris marengo bajo el que asomaba el cuello y los puños de una camisa blanca.
El otro era moreno y, aunque iba de traje, parecía más desenfadado que su amigo al llevar la
camisa negra abierta en el cuello, sin corbata, y el pelo estudiadamente despeinado. Los dos eran
altos y rezumaban la seguridad de quienes pueden conseguir casi cualquier cosa sacando la
billetera de su bolsillo.
—Buenas noches, chicas —las interrumpió el moreno. Era bastante atractivo, pero algo en su
rostro no acababa de gustarle a Emma. Seguramente tenía que ver con esa seguridad altiva con la
que se había acercado—. ¿Os interrumpimos?
—La verdad es que… —empezó Emma, pero Susan le puso una mano sobre la rodilla y se
apresuró a hablar.
—¡No, para nada! —exclamó su compañera. El hombre moreno sonrió de medio lado y el
rubio no tardó en tomar asiento junto a ella.
—Estábamos muy aburridos y nos ha dado envidia lo bien que lo estáis pasando —dijo el más
joven, haciendo un gesto a una camarera que pasaba en ese instante junto a ellos—. Por favor,
pónganos otra ronda y cárguela a nuestra cuenta.
La camarera asintió diligente y siguió en dirección a la barra. El moreno tomó asiento junto a
Emma, como se temía. Incómoda, se apartó disimuladamente de él, fingiendo que le hacía sitio
para que estuviera a sus anchas.
—Yo soy Andrew —se presentó, y luego señaló a su compañero con un gesto de la cabeza—.
Él es Robert, es mi primo, y es su primera noche en la ciudad, así que le estoy enseñando los
lugares emblemáticos.
—Yo soy Susan —respondió tendiéndole la mano, primero a Andrew, luego a Robert—. Y ella
es Emma. Somos compañeras de trabajo, estamos celebrando el viernes y que hemos terminado
con esta semana infernal.
Cuando se dio cuenta de que los hombres esperaban que los saludara, Emma reaccionó y
estrechó sus manos como marcaban las leyes básicas de la educación.
—Es un placer —dijo Andrew mirándola directamente a los ojos. Emma apartó la mirada,
incómoda por el gesto invasivo de aquel desconocido—. ¿A qué os dedicáis?
—Somos secretarias —respondió Emma escuetamente, apartándose un mechón de pelo de la
cara y bebiendo de su margarita, intentando disimular su incomodidad.
—Ah, secretarias, claro —replicó él, como si hubiera confirmado una sospecha.
«Claro… ¿Claro, qué? ¿Qué demonios ha querido decir con eso? ¿Es que se ve en nuestras
caras?», pensó Emma, sin abrir la boca para soltarle todas esas preguntas irritadas.
—¿Y vosotros? —preguntó, esforzándose por esbozar una sonrisa agradable. «Solo está siendo
amable, no tengo por qué ponerme así».
—Nos dedicamos a la bolsa —dijo Robert.
—Sí, somos analistas financieros —añadió orgullosamente el tal Andrew.
La camarera trajo una nueva ronda de margaritas para ellas y gin-tonics para ellos. Emma
cogió su copa y sorbió de la pajita, intuyendo que iban a verse sumergidas en un monólogo sobre
sus operaciones en bolsa, sus éxitos y todo lo que giraba en torno a lo triunfadores que eran. Y no
se equivocaba. Andrew no dejaba de mirarla mientras explicaba las jugadas que le habían hecho
ganar millones en bolsa en apenas cinco años, algo que no impresionó en absoluto a una más que
aburrida Emma.
«Estábamos mucho mejor solas», se dijo al cabo del rato.
Nunca le habían gustado los hombres que solo sabían hablar de sí mismos. Sin embargo, Susan
parecía encantada con la compañía. Robert, más humilde que su primo, le preguntaba de vez en
cuando por su trabajo y sus aficiones, intentando desviar la conversación, pero Andrew estaba
empeñado en llevarse el protagonismo, pavoneándose en un intento bastante lamentable de llamar
su atención.
A las diez de la noche, cuando miró el móvil y comprobó la hora, Emma pensó que ya había
tenido suficiente. Su sofá la estaba echando de menos, su manta estaba sola y tirada allí en su
apartamento, y no podía permitir esa situación ni un minuto más.
—Ha sido un placer, chicos, pero yo tengo que irme ya —se disculpó, agarrando el bolso y la
chaqueta que descansaban a su lado.
—¡¿Qué?! —preguntó Susan con un tono exageradamente escandalizado—. ¡No puedes irte! Es
demasiado pronto, y hemos encontrado una compañía excepcional —añadió con un elocuente
movimiento de cejas, mirando a Andrew con una intención que todos pudieron leer perfectamente.
«Quiere que me líe con este. Está borracha, seguro».
Y lo cierto es que Susan llevaba ya un par de margaritas de más, pero estaba pasándolo bien
con el rubito, así que Emma no quiso estorbar más. Cuando iba a ponerse en pie, la mano de
Andrew sobre su rodilla la detuvo y la hizo tensarse.
—Vamos, quédate un rato. Lo pasaremos bien… —le dijo inclinándose hacia ella
innecesariamente—. Luego podemos ir a mi cuarto, te aseguro que no te arrepentirás.
Emma apartó la pierna y reprimió un gesto de asco. Era lo que necesitaba para colmar el vaso
con ese tipo. Solo con pensar en acompañarle a ningún lado, se le revolvía el estómago.
—Venga, date un homenaje, ¡te lo mereces! —dijo Susan riendo.
Empezaba a sentirse irritada, así que antes de empezar a resultar borde, Emma se levantó,
poniéndose el abrigo. Andrew se puso en pie casi al mismo tiempo y agarró la prenda con la clara
intención de ayudarla.
—Déjame acompañarte a la salida.
—No —respondió Emma bruscamente, tirando de la chaqueta para deshacerse de sus manos—.
No es necesario —añadió suavizando el tono.
«¿Es que no entiende un no por respuesta?».
La mirada de Andrew se volvió afilada. Se lamió los labios con un gesto tenso, pero finalmente
asintió y levantó las manos en son de paz.
—Vale. Tú te lo pierdes —espetó molesto.
«Dudo que vaya a perderme nada con un engreído como tú», replicó en su cabeza. No quería
hacer la situación más tensa, aunque Susan y su amigo no se estaban enterando de nada.
—Nos vemos el lunes, Susan. Gracias por todo —se despidió de ella antes de irse.
Afuera, una fina llovizna había empapado las aceras y devolvía el reflejo de las farolas y los
semáforos. Emma se arrebujó en el abrigo y tomó una bocanada de aire fresco, intentando
despejarse del alcohol ingerido y de la sensación agobiante que aún atenazaba su estómago. Se
dirigió a la parada de los taxis y la encontró vacía. Ya no llovía, así que vio aquello como una
oportunidad para caminar. Cuando se cansara, detendría un taxi o buscaría otra parada para tomar
uno hasta casa. Se moría de ganas por llegar, pero también por sacudirse de encima la
desagradable sensación que aquella situación tan incómoda con ese tal Andrew le había
provocado.
Caminó haciendo repiquetear los tacones de los botines contra el pavimento, observando el
resplandor con el que la lluvia había engalanado la ciudad. Le gustaban esas noches, cuando las
calles se transformaban en espejos negros y replicaban las luces de las farolas y los edificios,
creando una atmósfera irreal y mágica. Empezaba a relajarse, disfrutando de la cara nocturna de la
ciudad, cuando volvió a sentirse observada. Esta vez, a esa extraña e inquietante sensación la
siguió el sonido de unos pasos tras ella.
No se atrevía a darse la vuelta para comprobar si alguien la seguía, así que apretó el paso y
sacó el móvil, dispuesta a llamar a un taxi sin esperar más. Los pasos a sus espaldas se
aceleraron. Las manos le temblaron y apenas atinó a buscar el número de la centralita. El teléfono
empezó a dar los tonos, pero antes de que pudiera responder, alguien la empujó y la llevó a rastras
al interior de un callejón.
—¡No! ¡¿Qué haces?! ¡Socorro! —gritó Emma, dándose la vuelta y resistiéndose mientras el
hombre la empujaba. Le reconoció de inmediato: era Andrew.
—Te creías que te podías largar sin más, ¿no? Puta calientapollas —espetó su atacante.
El corazón de Emma latía desbocado. El miedo bombeaba en su sangre y una ira desesperada
pareció romperse en su estómago y extenderse por todo su cuerpo. Antes de que Andrew pudiera
arrinconarla contra una pared, Emma le dio una patada con todas sus fuerzas.
—¡Zorra! —gritó—. Ahora vas a saber lo que es bueno.
No atinó con el golpe, y a pesar de haber impactado en una de sus espinillas, el hombre la
empujó contra la pared violentamente, más enfadado. Emma abrió la boca para gritar,
aterrorizada, sintiendo que el tiempo se congelaba en ese horrible instante, pero entonces escuchó
un golpe seco y Andrew se detuvo. Maldiciendo, la soltó y se dio la vuelta. Emma no se dio
cuenta de lo que pasaba hasta que abrió los ojos y vio a Logan O’Reilly ante su asaltante. El
guardia de seguridad levantó el puño y lo descargó, inclemente, sobre la cara de un sorprendido
Andrew, que no tardó en devolver el golpe. Aún conmocionada, Emma intentó apartarse de la
pared, encogiéndose dentro del abrigo mientras era testigo del enfrentamiento. Logan recibió
algunos golpes rabiosos de su asaltante, pero esquivó la mayoría y el resto no parecían hacerle
mella. No tardó en hacerse con el control de la pelea, parecía que sabía lo que hacía mucho mejor
que su contrincante, que no tardó en salir corriendo, advertido de que no iba a ganar por el último
cabezazo de Logan, que le partió la nariz.
—¿Estás bien? —Emma le miró intentando ubicarse. No podía creerse lo que había pasado—.
Ven, te llevaré a casa. No te preocupes: ya estás a salvo.
La voz de Logan era grave y vibrante. Le habló suavemente, pero con seguridad, de la misma
forma en que la tomó de los brazos y la ayudó a separarse de la pared húmeda del callejón. Emma
se dejó hacer, sentía las piernas temblorosas y apenas podía controlar su respiración. Los ojos de
Logan, fijos en los suyos, parecían devolverle al mundo la solidez que había perdido durante el
inesperado ataque.
—Estoy bien… —atinó a decir, mirándole a los ojos. Empezaba a asimilar que él la había
salvado de algo terrible.
—Tranquila. Ya ha pasado —dijo Logan, rodeándola con sus brazos en un gesto protector que
la desarmó por completo. No pudo aguantarlo, sintiéndose pequeña e indefensa, se echó a llorar
apretando el rostro contra su pecho.
No fue del todo consciente del viaje hasta su casa. Montó en una moto, se puso el casco que
Logan le tendía y se abrazó a su cintura. El frío de la noche la ayudó a despejar la mente y a
terminar de tomar contacto con la realidad. Abrazada a él, mientras las luces de Boston pasaban a
toda prisa a su alrededor, Emma se sintió segura y agradecida. Logan O’Reilly, aquel desconocido
de mirada intensa que parecía seguirla a todas partes, había resultado ser su ángel guardián y,
aunque saber que él podía haber estado tras sus pasos aquella noche era inquietante, en ese
momento no pudo más que sentirse afortunada.
La moto se detuvo ante el portal de su edificio. Emma bajó arrebujándose en el abrigo. Ya no le
temblaban las piernas y se sentía de nuevo entera. Se quitó el casco y se lo tendió a Logan, que
había hecho el trayecto sin él.
—Ese cabrón no volverá a atreverse a hacer nada parecido —dijo Logan, con una ligera
tensión de rabia contenida en la mandíbula.
—Gracias, no sé cómo voy a…
—No tienes que agradecerme nada, cualquiera habría hecho lo mismo —la cortó él.
Pero Emma sabía que eso no era verdad. Había gritado en medio de la calle, y solo Logan fue
en su encuentro. Negó con la cabeza, suspirando y bajando la mirada al pavimento. Se sentía
extraña, avergonzada y culpable, como si ella hubiera provocado la situación.
—No debí dejar que se sentaran con nosotras… —dijo por lo bajo.
—No hagas eso. —Logan fijó la mirada en sus ojos. Aquello sonó como una orden, directa e
irrebatible.
—¿Qué…? —Emma le miró confusa.
—Culparte. Ese tío es un cerdo, no tienes la culpa de haberte topado con él. No has hecho nada
para provocarle, ¿lo comprendes?
Lo sabía. Lo había leído en multitud de sitios, su parte racional le decía que era cierto, pero
solo cuando lo escuchó de boca de Logan, aquella parte irracional que la hacía sentir pequeña y
culpable pareció atender a las razones. Emma asintió y levantó la mirada para observar su rostro.
Logan tenía los ojos fijos en ella, verdes, destellando intensamente de ira reprimida y de algo más
que no supo identificar, pero que hizo que su corazón se saltase un latido. Se dio cuenta entonces
de que tenía el labio partido y el mentón, cubierto por una barbita de tres días, manchado de
sangre.
—Sube a casa —le dijo sin pensar, sorprendiéndose a sí misma.
«¿Qué estoy haciendo? Casi me viola un desconocido y ahora quiero meter a otro en casa», se
reprendió al instante. No obstante, no quería quedarse sola. El hombre que tenía ante sí, a pesar de
todo y aunque fuera una locura, la hacía sentir segura.
—No sé si es buena idea —respondió él, aún sentado sobre la moto apagada.
—Te ha golpeado y te ha herido, deja que te devuelva parte de lo que has hecho por mí. —De
alguna manera, su respuesta la convenció de que no era, precisamente, una mala idea. Le miró,
esperando que accediera. Logan bajó de la moto y asintió, haciéndole un gesto para que caminara
delante.
Un alivio inmenso hizo que Emma soltara el aire por la nariz al darse la vuelta y dirigirse al
portal.

***
Al entrar en el apartamento de Emma, Logan sintió que el latido rabioso en sus sienes se
calmaba. Aún sentía la adrenalina recorrerle las venas y la frustración que le había provocado no
haber podido seguir golpeando a ese hijo de puta hasta matarle. No pudo evitar volver a
descubrirse siguiéndola, pero en las cláusulas de su contrato no ponía nada con respecto a dejar
que un energúmeno violase a la mujer a la que estaba vigilando.
«No lo habría permitido, pusiera lo que pusiera ahí».
La casa olía a flores frescas y estaba tan ordenada como parecía desde el otro lado de las
ventanas. Emma dejó el bolso sobre uno de los sillones y se quitó la chaqueta. Logan no vio
señales de heridas ni moratones en las zonas visibles de su cuerpo. Por suerte, Emma estaba
intacta.
«Parece que llegué a tiempo», se dijo aliviado.
—Siéntate donde quieras… Voy a por el botiquín.
Tomó asiento como ella le indicaba, echando un vistazo al salón del pequeño apartamento.
Había un par de estantes de madera con libros y plantas cuyas hojas colgaban de las baldas, dando
un toque de color al ambiente. La tenue luz de dos lámparas de pie junto al ventanal ayudaba a
crear una atmósfera cálida y acogedora. Emma no tardó en regresar con una cajita blanca entre las
manos. Se sentó junto a él y sacó un par de gasas con las manos temblorosas. Su rodilla le rozó la
pierna cuando se inclinó hacia él para examinarle el labio.
—Tienes una casa muy bonita —comentó Logan, intentando romper el extraño silencio que se
había interpuesto entre los dos. Emma esbozó una sonrisa fugaz y apartó la mirada, empapando
una gasa en alcohol.
—Gracias. He conseguido tenerla a mi gusto al final —respondió ella. Hizo un gesto con una
mano, como si estuviera pidiéndole permiso para tocarle, a lo que Logan accedió con un
asentimiento.
El roce de los dedos de Emma en su mentón le resultó cálido y vibrante, como si los tuviera
imbuidos de una extraña corriente que hormigueaba sobre su piel cuando le tocaba. Logan olvidó
lo que iba a decir, mirándola a los ojos. No se explicaba lo que había sucedido, cómo alguien
podía pensar en hacerle daño a la mujer que tenía ante sí. Nadie merecía que le ocurriera algo así,
pero Emma lo merecía aún menos. Deseó volver a abrazarla y el recuerdo de su cuerpo contra el
suyo despertó algo más que la rabia en su interior.
—Solo es un corte superficial… —dijo ella, casi susurrando, intensificando aquella atmósfera
de intimidad que se había creado entre los dos—. Creo que te saldrá un cardenal en el pómulo,
pero nada más.
—Él se ha llevado lo peor —respondió Logan, bajando la voz sin darse cuenta. Tampoco fue
consciente de lo que hacía cuando sus ojos recorrieron el rostro de Emma y se detuvieron en sus
labios rosados y carnosos.
«No puedes estar pensando en besarla ahora. No después de lo que le ha pasado», se dijo
sintiéndose culpable al instante. Pero a pesar de todo, no podía evitar sus deseos, solo amarrarlos
con toda la fuerza de su voluntad.
El roce de la gasa empapada en alcohol cosquilleó y provocó una sensación de quemazón en su
herida. Logan se centró en ese dolor para abstraerse de la tensión que empezaba a formarse entre
los dos.
Mientras le limpiaba la herida con delicadeza, Emma le miraba los labios. Sus ojos azules,
grandes y almendrados, tenían un brillo líquido y anhelante. ¿Se lo estaba imaginando?
—Siento no haberle detenido antes… —dijo Logan sin pensar. Le salió del alma, en un susurro
grave y algo afilado. Emma parpadeó y le miró sorprendida.
—Lo hiciste justo a tiempo. Al menos pude darle una patada —respondió negando con la
cabeza. Luego suspiró, dejando la gasa sucia sobre la mesilla de café—. Me siento estúpida. No
he sido capaz de reaccionar…
—Has sido muy valiente, en realidad. —Logan tenía la mirada fija en sus ojos, incapaz de
apartarse de ella a pesar de todo. Seguía notando el contacto de su rodilla contra su pierna, ese
magnetismo que parecía mantenerles cerca y que hacía que Emma volviera la mirada una y otra
vez a sus labios.
Algo cambió en ella cuando dijo eso. El brillo en sus ojos se licuó, sus labios se entreabrieron
en una expresión entre la sorpresa y el anhelo, y antes de que pudiera darse cuenta, Emma estaba
tan cerca de él que sus labios se rozaron.
Se quedó muy quieto, amarrándose con fuerza, negándose el deseo de agarrarla por los brazos
y reclamar un beso de su boca con toda la intensidad que le pedía el cuerpo. Pero fue ella quien lo
hizo, se adelantó y pegó los labios a los suyos, cerró los ojos y presionó contra su boca, ladeando
el rostro y entregándole una caricia estrecha y jugosa. Logan siguió quieto, pero abrió la boca y la
dejó internarse, aceptando aquel beso que se abría poco a poco.
«No debería estar haciendo esto», se recriminó. Pero eso no le hizo apartarla. No le hizo
hacerse a un lado y evitar lo que estaba ocurriendo. Lo había estado deseando desde que se vieron
en el ascensor.
Emma se apretó contra él, su lengua le rozó los labios, provocándole un escalofrío de
excitación. Luego se internó en su boca y se volvió más segura, besándole con una pasión que le
pilló completamente por sorpresa.
Entonces, tan rápido como se había lanzado a besarle, Emma se detuvo y se apartó, llevándose
la mano a la boca, evidentemente avergonzada y escandalizada.
—Dios mío… Lo siento. Lo siento mucho —dijo con un resuello, con los ojos muy abiertos—.
Yo no… Han sido los nervios…
Pero Logan vio en sus ojos que mentía y antes de que aquella inútil vergüenza la hiciera huir, la
besó de vuelta, deslizando una mano en su nuca.

***
Las excusas del miedo murieron en su boca. Logan sofocó sus palabras y el roce cálido de sus
dedos en la nuca hizo que su piel se erizara y el calor que llevaba tiempo acumulándose en su bajo
vientre estallara. Lo sintió como una erupción, despertando cada nervio de su piel, como si su
boca conectase todos sus sentidos y aquella caricia los hiciera enloquecer. La excitación era una
sensación líquida y ardiente que irradiaba desde su bajo vientre, reduciendo a cenizas todas las
barreras que había querido interponer.
«¿Qué estoy haciendo?», pensó vagamente. Su mente era un torbellino de preguntas sin
respuestas, de inseguridad evaporándose en el calor del beso compartido.
Los labios de Logan eran duros y rotundos, sus caricias seguras e incitantes parecían marcarle
el camino hacia un mundo desconocido. El nudo de nervios en su estómago se deshacía con cada
embestida de su boca, devolviéndole un control que no era consciente de haber poseído jamás.
Dejándose llevar por esa sed que no se había permitido sentir jamás, Emma levantó los brazos
y pasó los dedos por el rostro de Logan. Sintió la aspereza del vello en sus mejillas, el calor de su
cuello al bajar, la suavidad del pelo en la nuca, al que se agarró para afianzarse en el beso
apasionado.
—¿Sigue siendo por los nervios? —La voz de Logan sonaba ronca y jadeante. Sintió sus dedos
recorrerle los hombros. Uno de los tirantes de su vestido se deslizó por su brazo.
—No —jadeó Emma, estremecida, y volvió a besarle antes de que las dudas volvieran a
aflorar.
Las manos de Logan parecían anclarla al mundo real, alejarla de la pesadilla que había vivido
apenas una hora atrás e incluso salvaguardarla del miedo que había sentido durante toda su vida.
Si era un espejismo o no, poco importaba en ese momento. Mientras Logan la tocaba por encima
del vestido, Emma supo que aquello era exactamente lo que necesitaba. Si no podía confiar en su
salvador, ¿en quién podría confiar? Puede que fuera fruto del shock, pero no había espacio para
dudas ni preguntas, solo para la emoción ardiente que la llenaba por dentro y que exigía ser
colmada.
Con manos temblorosas, Emma acarició el pecho de Logan sobre la camiseta y tiró de ella,
buscando el hueco por el que colarse por debajo. El contacto de su piel desnuda fue estremecedor.
Nunca había tocado algo tan físico, tan real… tan maravillosamente agradable. Los músculos
tensos se dibujaban bajo sus dedos, podía imaginar a la perfección la forma de sus abdominales y
sus pectorales y solo aquel contacto hizo que la sensación hormigueante entre sus piernas se
volviera más acuciante. Sin darse cuenta, gimió aún enredada en el beso, y Logan emitió una
especie de ronroneo, parecido a una risa. Como si se hubiera dado cuenta de lo que pasaba, se
apartó de ella y se quitó la chaqueta de cuero que aún llevaba, deshaciéndose de la camiseta a
continuación.
Emma se quedó sin habla, comprobando que lo que había imaginado era bastante pobre en
comparación con la realidad. La piel ligeramente bronceada de Logan estaba cubierta por un
ligero vello oscuro sobre los firmes pectorales, tenía los pezones erizados y un surco que parecía
cincelado dirigía la vista hasta sus abdominales. Pensó que iba a quedarse sin aire cuando él
sonrió de medio lado, con un gesto seguro y canalla. Se inclinó sobre ella, mirándola directamente
a los ojos, y deslizó despacio una mano bajo su falda. Emma, mirándole como hechizada, se dejó
caer en el respaldo del sofá, respirando el aliento de Logan, que parecía incitarla a volver a
besarle con aquella cercanía.
Se sintió enloquecer al notar la mano caliente recorrerle el muslo y tirar de sus braguitas lo
suficiente para colarse bajo ellas.
—Abre un poco las piernas… —susurró él sobre sus labios. Emma, que no se había dado
cuenta de estar apretando las rodillas, las separó despacio.
Otros hombres la habían tocado antes, pero jamás se había sentido así. Cuando notaba el
contacto íntimo, una oleada de rechazo solía convertir sus relaciones en fracasos, pero esa vez se
sorprendió anhelando que la tocaran. Cuando los dedos de Logan, calientes y cuidadosos, se
internaron en sus bragas y empezaron a rozarla, Emma ahogó un gemido y cerró los ojos. No pudo
ver el gesto de extrañeza y posterior comprensión de Logan, que mientras deslizaba los dedos
entre los pliegues de su sexo, observaba todas sus reacciones.
—Abre los ojos —le pidió, y aunque su voz era suave, también era imperativa y segura. Emma
no pudo resistirse, las pocas trazas de pudor que le quedaban desaparecieron, y abrió los ojos
para mirarle.
«Es guapísimo», pensó, maravillada, sin creer que un hombre así la estuviera tocando. Los ojos
verdes de Logan estaban fijos en ella, bebiéndose todas sus reacciones, mirándola ávidamente.
Quiso gemir, pedirle más, pedirle todo. Y en un ataque de valentía, lo hizo.
—No pares… —susurró, aunque quisiera gritar. Aquel primer gesto de arrojo la envalentonó, y
abrió más las piernas, rodeó su cuello con el brazo y le empujó hacia sí para volver a besarle.
Logan rio en su boca, pero pronto se apoderó de ella con un beso ardoroso. Sus dedos,
mojados por la lubricación de su sexo excitado, resbalaron de pronto sobre el clítoris de Emma, y
aquella caricia la impulsó a un paraíso desconocido. Las corrientes de placer la hicieron gemir,
sintió el latido entre sus piernas y, sorprendida, se descubrió moviendo las caderas lentamente,
rozándose libidinosamente contra la mano de Logan.
No se reconocía, pero era ella. Estaba siendo más libre que en toda su vida.
El primer orgasmo fue extraño, rápido y relampagueante. Logan se apartó de su boca y ella
soltó un gemido ahogado, apretándose contra su mano y cerrando los dedos en su brazo hasta
clavarle las uñas. No lo había visto venir, no lo esperaba, y la sorpresa y el placer se unieron en
la expresión asombrada con la que miró a Logan.
Jamás había tenido un orgasmo dejándose tocar por un hombre. Solo lo había conseguido a
solas y con cierta dificultad, pero las sensaciones que le provocaban esas caricias eran demasiado
intensas. Algo que no había experimentado jamás.
—¿Qué...? ¿Cómo has…? —balbuceó.
—Vaya, sí que estabas excitada.
Un ramalazo de pudo hizo que un calor incómodo le subiera a las mejillas. Aún sentía el
orgasmo latir entre sus piernas, pero de pronto la inseguridad amenazó con amargarle la
experiencia.
—Lo… Lo siento… —dijo sin pensar, absurdamente.
Logan la miró extrañado. Sacó la mano de sus bragas y negó con la cabeza.
—¿Por qué ibas a sentirlo? Las mujeres tenéis ese don…
—¿Qué don?
—El de poder tener todos los orgasmos seguidos que queráis —respondió esbozando de nuevo
aquella sonrisa sesgada que la hacía enloquecer.
Emma se sabía la teoría, pero nunca había experimentado lo suficiente. El sexo para ella
siempre había sido algo secundario, algo incómodo que no deseaba compartir con nadie y que
raramente despertaba su curiosidad. Pero había bastado ese comentario para que deseara explorar
todo lo que no había explorado en sus veintiocho años de vida.
—No sé si yo tengo ese don… —dijo mientras Logan se arrodillaba despacio entre sus piernas
abiertas—. ¿Qué haces?
—Voy a demostrarte que lo tienes —respondió él, levantándole la falda despacio mientras
acariciaba sus piernas. Emma sintió un nudo ardiente de sed en la garganta. Verle ahí arrodillado,
mirándola con esa avidez, hizo que se sintiera insatisfecha con aquel repentino orgasmo—. Tú
solo tienes que relajarte.
Emma parpadeó y asintió, apartando las manos de sus brazos para colocarlas sobre el sofá. Le
siguió con la mirada, atenta a todos sus movimientos mientras él le quitaba las medias rotas y los
botines. Finalmente, le bajó las braguitas y las tiró sobre la alfombra. Emma hizo un amago de
cerrar las piernas, sintiéndose expuesta con la falda levantada hasta la cintura y su sexo el rostro
de Logan, pero él no le permitió hacerlo. Le abrió un poco más las piernas y se inclinó, cerrando
los dedos en sus muslos y dirigiéndole una devastadora y directa mirada de deseo.
—¿Has hecho esto con alguien antes? —preguntó, tan cerca de su sexo que pudo notar el roce
de su aliento. Emma se mordió los labios y solo pudo responder moviendo la cabeza
negativamente—. Bien… Tranquila, solo déjate llevar. Y si algo no te gusta, dímelo.
«Si algo no te gusta, dímelo». Aquella frase resonó en su mente como un himno de liberación.
Nadie, jamás, le había dicho nada parecido en una situación como esa. Su excitación se volvió de
pronto insoportable y no pudo resistirse más. Le empujó hacia sí, llevando las manos a su cabeza
y reclamando su atención.
—Yo te lo diré… pero hazlo ya… —jadeó.
Logan rio, haciendo que su piel se erizase de nuevo, y antes de que pudiera volver a empujarle,
enterró el rostro entre sus piernas provocándole un respingo con el primer roce de su lengua. La
caricia resbaladiza se coló entre sus pliegues, pulsó sobre su clítoris y luego una succión la hizo
gemir más fuerte. Tensó el vientre, elevando apenas las caderas, atrapada por el cepo férreo de
los dedos de Logan, que empezó a devorarla con avidez, succionando y saboreándola como si
fuera un manjar.
—Dios mío… —gimió lastimosamente. El aire le faltaba y todo su ser se concentraba en un
único punto, ardiente y palpitante, que irradiaba un placer intenso como una corriente eléctrica por
todo su cuerpo.
«¿Cómo he podido vivir tanto tiempo sin esto…?», se preguntó maravillada, sin más
posibilidad que dejarse arrastrar por aquel torrente de sensaciones.
Entonces, cuando sintió la lengua cálida y mojada de Logan resbalar hacia su interior, pensó
que iba a desmayarse. Le apretó entre sus piernas, cerrando las rodillas contra sus hombros,
temblando de lujuria. A la lengua la siguieron los dedos expertos, que empezaron a entrar y salir
de ella, tocando en puntos que no sabía ni que existían y que le provocaban oleadas de mordiente
placer. Cuando combinó aquellos movimientos maestros con la succión de su boca y el roce
intenso y ardiente de su lengua, Emma no pudo más.
Ese orgasmo fue mucho más largo e intenso. Nació desde un lugar más profundo, como si
Logan hubiera conseguido alcanzar algún resorte secreto en su interior. Fue como un terremoto,
brotando desde las entrañas, arrasando con su cuerpo con una oleada de intenso gozo, haciéndola
gemir tan alto que se sorprendió a sí misma y tuvo que taparse la boca para no escandalizar a los
vecinos.
«Dios… Voy a morirme. Creo que voy a morirme», pensó con el corazón desbocado en los
oídos. La vista se le nubló por un instante y cerró los ojos con fuerza, apretándose contra el sofá
mientras Logan lamía al ritmo de las contracciones de su cuerpo descontrolado.
Logan soltó sus muslos y acarició sus piernas, dejó de succionar en el momento exacto en el
que las sensaciones eran tan intensas que comenzaban a resultar dolorosas. Besó sobre su vello
púbico y mantuvo sus brazos enlazados con sus piernas unos instantes, rozándole el vientre con la
nariz y cubriéndola de besos cálidos y sugerentes. Emma le miró, presa de una dulce zozobra que
no había experimentado antes.
—¿Te ha gustado? —preguntó él, levantando la cabeza para mirarla. De nuevo Emma sintió que
algo se removía en su interior cuando le hizo esa pregunta. El mero hecho de que se interesase por
ella, de que quisiera saber si disfrutaba, hacía que se derritiese.
—Ha sido… increíble —logró decir tras buscar la palabra con cierta dificultad. Aún se
encontraba aturdida por el increíble orgasmo que acababa de experimentar. Tal vez por eso no se
paró a pensar en lo que estaba a punto de decir—. Quiero más…
«¿Estoy siendo egoísta?». La duda, implantada por la costumbre, pasó fugaz por su mente y se
acalló cuando Logan se puso en pie y le tendió la mano con un gesto caballeroso.
—Vamos a tu cama.
Sintió que las piernas le temblaban al ponerse en pie. La falda cayó sobre sus piernas y volvió
a cubrirla, recordándole que aún se encontraba vestida. Logan, al ver que daba un trémulo primer
paso, la ciñó por la cintura y Emma se apoyó en su pecho antes de que sus labios volvieran a
enredarse en un beso.
Antes de que pudiera darse cuenta, estaba tumbada en su cama, arañando con los dedos el
pecho desnudo de Logan mientras este le levantaba el vestido para quitárselo. Emma se apoyó en
una mano para incorporarse mientras él le desabrochaba el sujetador. Sabía hacia dónde iba, sabía
qué iba a ocurrir, y en lugar de sentir miedo, sintió euforia. Sintió un deseo lúcido y determinante.
—Voy a follarte ahora mismo… —dijo Logan mientras ella hundía los dedos en su pelo y
tiraba con suavidad hacia ella, separando las piernas y recostándose sobre los cojines—. ¿Estás
de acuerdo?
Su voz era como un ronroneo. Sus ojos verdes la traspasaban. Tenía la impresión de que Logan
sabía lo que quería exactamente, de que lo había sabido desde el principio y tal vez por eso la
había buscado con tanta insistencia.
—Sí… —respondió en un susurro, y sintiéndose audaz, llevó las manos a la cintura de su
pantalón tejano, abriendo el botón y la cremallera. Despacio, mirándole a los ojos, metió una
mano en el interior de su ropa y no tardó en encontrar lo que buscaba.
Logan la dejó hacer, sonrió de medio lado y se mordió los labios cuando sintió los dedos
cálidos de Emma rodeando su sexo. Lejos de hacerla sentir insegura, cada ademán, cada palabra
que Logan pronunciaba, la llenaban de confianza, y eso alimentaba el deseo que palpitaba de
nuevo en sus venas. Tiró de lo que había atrapado para liberarlo, mientras Logan se bajaba los
pantalones y se quedaba de rodillas ante ella, mostrándose sin pudor. Sus oblicuos se dibujaban
perfectamente, y siguiendo el surco que marcaban los trabajados abdominales, Emma encontró un
triángulo de vello negro del que nacía su miembro erecto. Superó su pudor, observándolo mientras
le acariciaba, grande y proporcionado.
Por un momento, temió que le fuera a hacer daño. Logan debió ver algo en su expresión, porque
se inclinó sobre ella y susurró en su oído.
—No tienes nada que temer.
Sintió que sus pezones se erguían, que su piel se erizaba y le acarició con más urgencia. Logan
la agarró por la muñeca, obligándola a soltarle con una petición silenciosa. La sujetó contra la
almohada y la besó profundamente antes de apartarse para terminar de quitarse los pantalones y
las botas. Sacó algo del bolsillo de los tejanos bajo la atenta mirada, y Emma sintió que la boca se
le hacía agua cuando deslizó un condón sobre su duro sexo. Logan volvió a su posición,
dirigiéndose con la mano entre sus piernas. Emma se tensó cuando le notó en su entrada, soltó un
resuello en su boca. Logan acarició su pecho con movimientos circulares, abriendo y cerrando los
dedos sin hacerle daño, besando y mordisqueando con suavidad su cuello a la vez.
—Tranquila… —susurró. Y Emma, como si esa palabra que nunca significaba nada fuera un
hechizo en su boca, se relajó y abrió más las piernas, rodeándole con ellas.
Y descubrió que tenía razón. Que no tenía nada que temer. Que el dolor que esperaba, no se
produjo cuando Logan empujó despacio, contenido, entrando milímetro a milímetro ayudado por
su propia lubricación. Emma estaba tan excitada que sintió que su cuerpo se adaptaba con
facilidad a la irrupción. Apenas sintió una ligera tensión, que pronto se diluyó a medida que Logan
se movía y ella alzaba las caderas para facilitarle las cosas. Los ojos de Logan se fijaron en los
suyos mientras empujaba, vio una ligera tensión contenida en su mandíbula, el fuego que ardía en
su mirada. Resopló, y Emma jadeó coreándole, mordiéndose los labios y aguantando los gemidos
mientras le sentía llenarla por completo.
—¿Estás bien…? —susurró él, con la voz ronca de deseo.
—Sí… Sí. Sigue —le pidió ella.
Y finalmente se enterró del todo en su cuerpo. Una nueva sensación se instaló en su estómago,
completamente desconocida. Una extraña plenitud que le hizo tener ganas de gritar y agitarse. En
lugar de eso, cerrando los ojos y tomando aire, Emma se movió debajo de él, despacio, dejándole
salir, para luego volver en su búsqueda.
—Eres una delicia… —jadeó él, y ya no pudo aferrar más las riendas. Emma estaba tan
mojada que no sintió dolor alguno cuando empezó a moverse, siguiendo los contoneos que ella
había iniciado.
Se aferró a él, clavando los dedos en su espalda, y cerró los ojos, arqueándose sobre los
almohadones y entregándose por completo a su amante.
«Mi amante…», pensó por primera vez. Y dejó de pensar. Cada embestida intensificaba el
calor en su vientre, los movimientos de Logan eran precisos, empujaba contra ella y frotaba el
pubis contra el suyo, provocándole un placer profundo y hormigueante con cada estocada. Logan
la abrazó, incorporándola y dejando que se sentara sobre él, dándole el control. Lo hizo como
horas antes lo había hecho, con un gesto protector, pero ahora también era posesivo… y eso le
gustó.
Cuando llegó el tercer orgasmo de aquella noche, la encontró enredada en su cuerpo, con los
talones clavados en su trasero, los dedos cerrados con fuerza en sus cabellos y la piel empapada
de sudor.
Y gritó. Esa vez sí gritó.
Capítulo 4
A la mañana siguiente le costó despertar. El calor a su espalda, los enormes brazos de Logan a
su alrededor, la tenían atrapada en un duermevela cálido y agradable del que no quería salir. Abrir
los ojos significaría volver a la realidad, enfrentarse a lo que había compartido con él, y era algo
que no deseaba. Solo quería que el tiempo se parase y no tener que hacer nada, que decir nada. Al
principio le funcionó, pero después le sintió moviéndose a su espalda y el calor agradable de su
cuerpo desapareció.
Era extraño escuchar a otra persona moviéndose en su apartamento. Desde que había salido del
orfanato, siempre había vivido sola. Deseaba y necesitaba esa independencia tras tantos años sin
intimidad alguna, y ahora se había acostumbrado a eso. Se dio cuenta de que Logan procuraba no
hacer ruido mientras se vestía y después en la cocina, y eso le resultó agradable. Rascó unos
cuantos minutos más en la cama y finalmente se levantó.
—Hola —saludó tímidamente al entrar en la cocina, al tiempo que se anudaba la bata en torno
al cuerpo.
—Buenos días —respondió Logan con su media sonrisa de pirata—. Estoy haciendo tostadas
francesas. ¿Te gustan? —Emma asintió, ciñéndose bien el batín. No había sabido qué esperar de él
después de la noche que habían pasado juntos, pero lo que estaba viendo le agradaba—. Tienes
frío —añadió él al ver su gesto.
—Soy un poco friolera —admitió Emma con una sonrisa apocada.
—Boston es un mal lugar para los frioleros. ¿Has estado alguna vez en Florida? —Ella negó
con la cabeza y se acercó para sentarse en uno de los taburetes de la isla. Se sentía como un gato
cauteloso, nunca había estado en una situación así. Pero el olor de la mantequilla y el azúcar era
difícil de rechazar—. Creo que te gustaría. Es un poco húmedo, pero muy cálido. Y tiene mucha
vida. Aunque tendrías que ir con cuidado y protegerte del sol.
Emma sonrió y se apartó el pelo del hombro.
—Sí, piel blanca, friolera… lo tengo todo.
—Tengo curiosidad, ¿tu familia es nórdica? Tienes unos rasgos muy noruegos.
—No, mi padre era de Oklahoma y mi madre de Kentucky. Aunque puede que nuestros
ancestros sí provinieran de allí, lo cierto es que no lo sé.
—La América profunda.
Hubo un breve silencio. Ella se entretuvo mirándole las manos. Las recordaba recorriendo su
cuerpo con la misma intensidad y cuidado con el que ahora sujetaban el pan de molde para
cortarlo. Observó la flexión de sus dedos, la ancha palma, el vello castaño que salpicaba los
fuertes brazos. Logan se había puesto los vaqueros y la camiseta de manga corta, que marcaba
todos sus músculos a la perfección. Estaba despeinado y sin afeitar, y también descalzo. Era una
imagen cotidiana y a la vez sexy.
—¿De dónde eres tú? —preguntó, tratando de apartar su mente de los recuerdos de la noche.
—De Irlanda.
Emma alzó las cejas. Era cierto que había notado algo en su acento, pero era un matiz
demasiado suave y no lo había reconocido.
—¿En serio? Vaya, no me lo imaginaba.
—Así es. De Derry, para ser exactos. —Con la necesidad de hacer algo, Emma se levantó y
preparó la cafetera, mirándole de reojo mientras lo hacía—. Mi padre trabaja en una fábrica textil
y mi madre es maestra. Tengo una hermana que sigue allí, así que voy a verles todos los años en
Navidad y en primavera.
—Una familia unida. Es bonito.
—¿Y qué hay de ti? ¿Tienes familia?
Emma escogió bien las palabras. Le gustaba aquella conversación, la forma en que Logan lo
hacía todo natural y fácil y además llenaba la casa con su presencia. Era una presencia amable,
que aportaba calidez en aquel día gris y frío, como una manta de lana, y quería que siguiera siendo
así.
—Mis padres fallecieron cuando era pequeña. No tenía a nadie más, así que crecí en una
institución. Pero sí tengo familia —añadió rápidamente, queriendo atajar cualquier posible
comentario de lástima—, mis tres mejores amigos del orfanato son mis hermanos. Nos reunimos
cada semana, hablamos todos los días… cuidamos unos de otros.
—Vaya. Debe ser…
—No lo digas. No digas cómo debe ser, tú no has tenido esa vida, no puedes saberlo. —Nada
más hablar, Emma se sintió culpable. Había reaccionado a la defensiva, algo habitual cuando se
trataba del tema de su familia y su infancia en el orfanato. Normalmente estaba más atenta a esos
prontos suyos, pero en aquel momento, con la intimidad compartida y tras la noche que habían
pasado juntos, tenía la guardia baja. El silencio se prolongó y ella apoyó las manos en la
encimera, abatida—. Lo siento.
Sintió los pasos de Logan a su espalda y después sus brazos rodeándola de esa forma posesiva
y protectora que tanto le gustaba. Eso también lo había descubierto aquella noche. Eso y todo lo
demás.
—No tienes por qué disculparte. Iba a decir que debe ser muy divertido tener tres hermanos.
Yo solo tengo una y toda la responsabilidad de molestarla y protegerla recae sobre mí. Me
gustaría tener más.
Emma suspiró aliviada y abrazó los brazos de él. La cafetera eléctrica ya gorgoteaba y el
intenso aroma del café comenzó a expandirse por la cocina americana; justo el toque que faltaba
en aquella mañana por lo demás perfecta.
—Sí que lo es. Liz es la más sensata, siempre cuida de nosotros. Se preocupa de que llevemos
agua en el bolso, analgésicos por si nos duele la cabeza… Será una madre maravillosa. Jen está
loca, le encantan los videojuegos y los ordenadores, es programadora informática. Y Patrick…
bueno, Patrick es único, un gilipollas encantador. Dan ganas de estrangularlo y abrazarlo a la vez.
—Vaya, seguro que me caería bien.
—Eso creo —rio Emma, apoyándose en su pecho.
Cuando el café estuvo listo, se sentaron juntos en la isla a desayunar. Afuera llovía, el día era
gris y el viento arrastraba las últimas hojas del otoño. Era agradable charlar al calor del café
humeante y las deliciosas tostadas de Logan en una mañana como esa.
—En casa de mis padres siempre colocaban el árbol de Navidad casi un mes antes, se vivía
mucho —contaba él—. Aquí la gente se vuelve loca con esas iluminaciones tan estresantes.
—¿Estresantes?
—Sí, joder. Ya sabes, los neones de Santa Claus en el trineo, los renos en el jardín… Qué
locura. Si Santa existiera de verdad pasaría hasta las cejas de visitar esas casas que parecen Las
Vegas; de hecho, creo que Santa debería robar. —Emma rio de nuevo, dando un sorbo al café. Él
se inclinó hacia ella, mirándola con intensidad—. Me gustas mucho cuando te ríes. Deberías ser
feliz siempre. El mundo sería un lugar mejor.
Emma desvió la mirada, aunque no pudo evitar que una sonrisita asomara a sus labios.
—No es necesario.
—¿El qué?
—Los halagos. No hace falta, de verdad. Solo ha sido una noche, sé que no significa gran cosa.
Logan frunció un poco el ceño, aunque no perdió la sonrisa. Se acercó más a ella. «No te
acerques tanto», pensó Emma, sintiendo que se le hacía un nudo en el estómago a causa de la
anticipación.
—Ya veo… entonces… ¿quieres que hablemos de ello?
—¿Es necesario?
Logan se encogió de hombros, como si para él no lo fuera.
—No digo nada que no piense, pero entiendo de qué va todo esto de las expectativas, y…
—Yo no tengo ninguna expectativa —dijo Emma a toda prisa—. Ha sido una noche, los dos
queríamos y lo hemos hecho. Pero ya no tiene por qué ir a más. Prefiero que las cosas se queden
como están.
—Como están, ¿no? ¿Y cómo están?
—Sin sentimientos. Sin esperar nada más. Solo sexo.
Emma no sabía de dónde estaba sacando la energía para decir aquellas cosas, pero se sentía
orgullosa por haber marcado bien los límites. Logan era encantador, pero no le conocía de nada y
aun así le había dejado traspasar algunas de sus barreras. No podía permitirse confiar. No podía
permitir que él jugara con sus sentimientos, aun sin que fuera su intención. Estudió su expresión,
tratando de discernir si él estaba decepcionado, pero no lo parecía. Era difícil leer en aquel
hombre, sus ojos penetrantes proyectaban un brillo misterioso que Emma no comprendía del todo.
—Entonces, ¿prefieres que no hable sobre lo bonita que es tu sonrisa y lo mucho que deseo que
seas feliz?
—Puedes hablar sobre mi sonrisa —puntualizó ella— pero no digas nada que dé la impresión
de que te importan mis sentimientos.
—Pero es que me importan. —Logan movió el taburete y se acercó a ella, colocando su mano
sobre la de Emma. La joven trató de apartarla pero él se lo impidió—. Escúchame, ¿vale? Hay
personas que viven su sexualidad de otra manera, no sé cómo definirla, tal vez la palabra sea
«consumista». Se conocen, se acuestan y se despiden. No tiene nada de malo, a mí me parece bien,
pero yo creo que el sexo es un acto de confianza. —Aquella frase se quedó resonando en la mente
de Emma, que se había tensado al sentir los fuertes dedos de Logan atrapando los suyos—. Tú has
confiado en mí y yo en ti. La confianza debe ir pareja con el cuidado. Si tú confías en mí, yo siento
el deseo de corresponder, de cuidarte y de proteger esa confianza. Con esto quiero decir que me
importa que te sientas bien, que estés cómoda y que seas feliz. Me gustas, y me importas porque
hemos compartido una intimidad.
—Pero te arriesgas a que todo se complique.
—No, ¿por qué? ¿Qué puede pasar? ¿Que me enamore? —La sonrisa de Logan se afiló—. Eso
no sucederá, tranquila. No voy a causarte problemas. Tanto si me voy ahora como si nos vamos a
tu cuarto y vuelvo a hacerte el amor hasta que grites, no tendrás ningún problema conmigo, te lo
prometo.
—No hagas promesas.
Emma se sentía acorralada. Respondía como si estuviera disparando, tratando de establecer de
nuevo una distancia que sentía desvanecerse, no solo en sentido figurado. Él se acercaba a ella de
nuevo, su boca se aproximaba a la de ella. El intenso cosquilleo de su vientre empezó a
diseminarse por todo su cuerpo.
—De acuerdo, te prometo no hacerte promesas… —ronroneó él en su oído. Emma suspiró,
mordiéndose el labio.
—Logan… —le advirtió.
La mano de él seguía sobre la de ella y la otra acababa de posarse en su rodilla, buscando la
abertura de la bata para acariciar su pierna desnuda.
—¿Qué?
Los labios varoniles rozaron el lóbulo de su oreja y pronto sintió el roce descendiendo por su
cuello. El perfume de su cuerpo la envolvió y sintió que se le erizaban los pezones. ¿Cómo podía
ser? ¿Por qué reaccionaba de aquella manera? Cuando le besó el cuello, ella exhaló un suspiro y
echó la cabeza hacia atrás, rindiéndose al deseo. La boca de Logan describió un camino hacia su
escote mientras su mano ascendía por el muslo en busca del vértice entre sus piernas.
—¿Ibas a decir algo? —preguntó él de pronto.
—No. —Emma sintió que su voz sonaba débil, temblorosa.
—Bien, porque aún tengo hambre —murmuró, y le soltó la mano para abrirle la bata de un
tirón.
Ella sintió el brusco roce del aire fresco sobre su cuerpo desnudo. La mano de él le agarró un
pecho y luego su boca descendió para mordisquear el pezón erguido, haciéndola enloquecer.
Emma se mordió los labios y se arqueó hacia atrás, abriendo las piernas por instinto. Los dedos
de Logan se abrieron paso entre su vello púbico y alcanzaron el clítoris y los labios, cubriéndolos
de caricias diestras. Emma se sentía morir. Temblaba y se aferraba a la isla, pensando que iba a
caerse del taburete en cualquier momento, pero eso no sucedió. Como si fuera consciente de sus
temores, Logan se detuvo un instante, apartó los cacharros del desayuno con el brazo y, tomándola
de la cintura como si pesara menos que una pluma, la sentó sobre la encimera. Después, desde su
posición privilegiada, siguió lamiendo y mordisqueando sus pechos mientras la acariciaba
íntimamente.
Emma no se lo podía creer. Su primera noche ya había sido increíble pero eso, esa forma de
tocarla y despertar su placer de aquella manera descarada y audaz ahí mismo, en la mesa de la
cocina, la estaba haciendo enloquecer. Se apoyó firmemente con las manos sobre los azulejos y le
colocó los pies en los muslos, oscilando la cadera para ofrecerse más a él. Al hacerlo lo miró y
encontró la mirada salvaje de sus ojos verdes contemplándola como si ella fuera de su propiedad.
—Logan, por Dios… —jadeó, cerrando los párpados rápidamente.
—Shhhh, no blasfemes —dijo él burlón, pellizcándole un pezón como castigo.
Después su lengua abandonó sus pechos para deslizarse hacia abajo, hasta su ombligo.
Depositó allí un casto beso y luego se colocó los pies de ella sobre los hombros, inclinándose
entre sus muslos. Emma sabía lo que venía ahora y lo anhelaba con desesperación. Hundió los
dedos en su pelo, acariciándolo con ansiedad contenida. Él se acercó hasta rozar su palpitante
clítoris con los labios y respiró sobre él, acariciándola con su aliento ardiente. Luego lo besó de
manera dulce y superficial, un beso tan delicado que, contradictoriamente, la excitó de manera
salvaje.
—Pero mira qué mojada estás… —comentó a media voz con aquel tono grave y seductor que
causaba devastadores efectos en ella—, voy a tener que ponerle remedio.
Su lengua se deslizó con habilidad en una larga pincelada, lamiendo el sexo de Emma de abajo
a arriba una, dos y tres veces. Después ella sintió cómo sus dedos la penetraban de manera lenta,
con un movimiento rotativo. Gimió, creyendo que el calor la haría derretirse. La boca de Logan se
cerró sobre su sexo y entonces comenzó la danza salvaje: sus dedos entraban y salían de ella, sus
labios y su lengua la torturaban con un ritmo cambiante, haciéndola vibrar como una cuerda de
arpa. Ella gemía y arañaba la encimera, sintiendo que el calor se acumulaba en su vientre y
ascendía más y más, llevándola al cielo.
—Dios, Logan, no puedo… no voy a poder… —sollozó cuando sintió que el placer era
demasiado intenso y el orgasmo empezaba a acecharla como un tsunami.
—No te resistas —murmuró él a duras penas contra su carne mojada.
Emma obedeció. El orgasmo la sacudió como una tormenta y la hizo temblar y gritar, agarrarle
del pelo y presionar su rostro contra su sexo mientras ella empujaba con las caderas. Era
demasiado. Demasiado intenso, demasiado fuerte, demasiada euforia concentrada en cada latido,
cada contracción, cada estremecimiento. No quería que parase, no quería que aquel clímax se
apagara. Fue largo y glorioso y cuando al fin las convulsiones se redujeron y todo empezó a
diluirse, como las olas que se retiran de la arena, Emma se dio cuenta de que tenía la cara de él
enterrada entre las piernas, que estaban hechas un nudo alrededor de su cuello.
«Dios mío, soy una zorra», pensó soltándole rápidamente del pelo y bajando los talones al
taburete. Logan alzó el rostro, relamiéndose. Le brillaban los ojos, no parecía ofendido en
absoluto.
—Lo… lo siento, yo… —comenzó ella. Pero no pudo hablar, él la besó en ese momento y sus
manos calientes y ásperas la agarraron de los pechos, masajeándolos concienzudamente. Emma
cerró los ojos y suspiró, dejándose llevar una vez más.
—¿Estás cansada? —le preguntó al oído cuando se separó de sus labios.
—No…
—¿Quieres volver a la cama?
—Depende de para qué.
Logan sonrió con su sonrisa de pirata.
—Para follar.
Emma apretó los labios y luego asintió con fuerza. Él la cogió en brazos y la llevó de nuevo a
la habitación. Ya no era una aventura de una noche, ahora sería de una noche y una mañana, por lo
menos.

***
A mediodía, cuando sonó el teléfono, Emma se despertó sobresaltada. Miró la hora en la
pantalla antes de descolgar: ¡¿Las doce y media?! ¿Cómo era posible?
—¿Sí? —murmuró somnolienta.
—¿Emma?
Ella miró por encima de su hombro, Logan seguía allí, tumbado boca abajo, con marcas de
arañazos en la espalda y profundamente dormido. Sonrió, orgullosa de sí misma.
—Sí, dime, Liz.
—¿Estabas dormida aún? ¿Ha pasado algo?
—Nada malo —respondió crípticamente—. ¿Querías hablar?
—Solo preguntarte qué tal estabas, pero algo me dice que tienes cosas que contarme, ¿me
equivoco?
—No. Pero son buenas, así que puedes estar tranquila. ¿Nos vemos esta noche? Podemos ir a
cenar al Ciudad Feliz, como en los viejos tiempos.
—Uuuuuh, vaya, esto promete. ¡De acuerdo! Nos vemos allí a las siete, ¿vale?
—Allí a las siete. Besitos.
—Besitos.
Tras colgar el teléfono, se dio la vuelta y se encontró con los ojos verdes de Logan que la
observaban de nuevo con esa mirada provocadora, como si se la quisiera comer. Emma no pudo
evitar una nueva sonrisa.
—Buenos días otra vez —dijo ella.
—Otra vez, sí.
—Borra esa mirada, es mediodía, no podemos seguir así las veinticuatro horas —le advirtió al
sentir que él la empezaba a acariciar con el pie bajo las sábanas.
—¿No? ¿Por qué no?
—Porque hay que hacer otras cosas, como comer, por ejemplo. Por cierto, ¿comemos juntos?
—añadió sintiéndose valiente.
—Claro, ¿por qué no?
—De acuerdo, voy a ducharme.

***
Cuando Emma desapareció tras la puerta del cuarto de baño, Logan esperó unos segundos hasta
oír el agua corriendo en la ducha. Por un momento pensó en entrar y asaltarla, repetir sus hazañas
de la noche anterior (y de aquel día), pero sacudió la cabeza y se centró en su trabajo. No estaba
allí por placer, por más que el placer fuera una parte importante de lo que estaba haciendo, una
parte que agradecía, y mucho. Se levantó con cuidado y tras ponerse la ropa interior, comenzó a
registrar los cajones de la habitación de Emma de manera metódica y rápida. Comenzó por los de
la mesilla, que solían ser los más íntimos. Encontró tres juegos de llaves, una agenda,
medicamentos y algunos objetos personales que no le dieron ninguna pista importante de lo que
buscaba. Después fue a la cómoda e hizo otro tanto, y por último hizo una inspección somera del
armario. El agua de la ducha aún funcionaba, así que buscó en su chaqueta de cuero, sacó un trozo
de masa de modelar e hizo un molde de los juegos de llaves. A continuación se los guardó en la
ropa interior y lo dejó todo como estaba.
—¿Quieres ducharte? —preguntó Emma al salir.
Estaba preciosa, con su hermoso pelo rubio húmedo y ondulado, el rostro resplandeciente, los
ojos azules más líquidos que nunca. Le habría vuelto a hacer el amor ahí mismo, pero no era buena
idea, y menos llevando lo que llevaba oculto en el bóxer.
—Si no te importa…
—Claro que no, adelante.

***
Emma suspiró, sentándose en la cama mientras se secaba el pelo cuidadosamente con la toalla.
Le habría gustado que Logan la acompañara en la ducha pero quizá tendrían más oportunidades.
«Eso espero», pensó. Se sentía bien, más enérgica y despierta que nunca. Abrió el armario para
buscar qué ponerse y optó por un vestido largo de punto con flores estampadas, leggings gruesos y
botas altas junto con un cuello de lana que la protegería del frío y un cinturón ancho de cuero
negro. Dejó la ropa sobre la cama y luego miró los vaqueros, la chaqueta y la camiseta de Logan.
Antes de ser consciente de lo que hacía, se acercó a las prendas y comenzó a registrarlas.
Encontró unas llaves, el teléfono móvil, unas cuantas monedas sueltas y un paquete de chicles de
fresa. Aquello le hizo gracia, aunque no sabía por qué. Luego intentó mirar el teléfono, buscando
mensajes interesantes, pero estaba bloqueado.
«¿Cuál será la clave?», pensó.
En aquel momento se dio cuenta de lo que estaba haciendo y devolvió el móvil a su lugar, llena
de culpa. «¿Qué demonios me pasa? ¿Cómo se me ocurre ponerme a registrar sus cosas?». Era
cierto, no sabía mucho de él, pero hacerle un registro cual novia celosa no iba a ayudarle a
cimentar una confianza. Logan había hablado de la confianza y aquello había removido todos los
fantasmas que Emma guardaba bajo la alfombra.
Lo cierto era que Logan le gustaba. Quería confiar. Pero por desgracia no era tan fácil como
desearlo.
Cuando él salió de la ducha, ella ya se había vestido y maquillado. Ocupó el baño unos
momentos más para secarse el pelo y luego cogió el abrigo, dedicándole una sonrisa al hombre
que había hecho que las últimas horas fueran inolvidables.
—Lista. Nos vamos cuando quieras.
—¿Puedo decirte que estás preciosa? —preguntó él, acercándose para rodearle la cintura con
el brazo.
—Puedes, y debes —replicó Emma—. No me he vestido así para que no me digas nada.
Entre risas, los dos salieron del apartamento.

***
El lugar elegido fue Mario’s, un restaurante italiano que Emma adoraba. Le gustaba mucho el
ambiente tradicional y recogido del lugar, con sus mesas y sillas de madera, los manteles de
cuadros y botellas de aceite con especias decorando las paredes junto a viejas fotos de Nápoles.
Observó a Logan mientras se sentaban en la mesa que les habían dado. Él parecía mirarlo todo
con mucho interés y eso le agradó.
—Vengo a menudo con mis amigos. ¿Te gusta? —preguntó ella.
—Mucho. Es muy pintoresco.
Aún era temprano y el lugar estaba bastante vacío, apenas dos mesas ocupadas sin incluir la
suya. El camarero llegó para tomarles nota casi de inmediato. Escogieron una ensalada de la casa
para compartir, y después Emma pidió tortellini de gorgonzola y pera con salsa de queso. Logan
optó por una lasaña en cazuela de barro y lo acompañaron todo con el vino que el camarero les
recomendó.
—No sabía que la pasta podía rellenarse con pera —comentó Logan cuando se quedaron solos
de nuevo—. Sí que eres aventurera.
Emma rio.
—Yo tampoco lo sabía hasta hace unos meses. Mi amiga Jen lo pidió una vez y estaba
buenísimo.
—Si lo pidió ella y tú piensas que estaba buenísimo es porque metiste el tenedor en su plato.
¿Así que eres de esas? —la interrogó él con fingida seriedad.
—Por supuesto.
—Pues pienso proteger mi lasaña a vida o muerte. Logan no comparte su comida.
—¿Acabas de hacer una referencia a Friends?
—No haré declaraciones al respecto.
Emma rio de nuevo, cogiendo un palito de pan con aceitunas y mordisqueándolo
distraídamente. Se sentía muy a gusto, tal vez demasiado. Logan era ingenioso, encantador y
divertido, además de muy guapo. Y no miraba el móvil cuando estaba con ella. Era casi perfecto,
lo cual lo convertía en un peligro… y le despertaba demasiada curiosidad.
—Así que eres irlandés —preguntó como por casualidad—. ¿Y qué haces aquí, en Boston?
—¿Qué hacen la mayoría de los irlandeses de Boston en Boston? —respondió él con aquella
media sonrisa que la hacía querer suspirar como una boba—. Hoy, igual que hace dos siglos,
venimos aquí a buscar trabajo para no morirnos de hambre. No es que mi familia sea pobre.
Tampoco somos ricos pero no nos podemos quejar. Mis padres tienen una casa propia y mi
hermana ha podido estudiar una carrera. A mí no me gustaba estudiar, así que mis únicas salidas
laborales eran las fábricas, el puerto…
—Entiendo.
—Vine aquí y vi que las cosas no eran muy diferentes, pero gracias a un par de trabajos y a mis
ahorros, pude inscribirme en un programa de formación para seguridad privada. Y así acabé en la
torre Harrington.
—¿Y te gusta lo que haces?
—¿Pasearme de un lado a otro con un traje negro y un arma oculta? Sí, la verdad. —Sonrió de
nuevo—. No es el peor trabajo del mundo y pagan bien.
Emma dio un sorbito de agua, pensativa.
—¿Y no te da miedo que haya problemas y tengas que…? Ya sabes. Actuar.
—Estoy preparado para ello.
—Ya, pero una cosa es hacer un curso de formación y otra tener esa capacidad de reacción o
tendencia natural para… no sé, para la violencia. —Algo en la mirada de Logan se retrajo y
Emma temió haber dicho algo inapropiado—. Perdona, no estoy juzgando tu trabajo ni quiero
decir que no sepas hacerlo, es solo que pareces tan majo… no te imagino reduciendo a nadie.
—¿No? Pues te aseguro que se me da muy bien. —Los labios de él volvieron a curvarse,
aunque esta vez sus ojos no sonreían. Había sido algo muy sutil pero por más que él tratara de
disimularlo, Emma podía percibir esa extraña barrera que se alzaba ahora entre los dos, el muro
en sus ojos verdes—. Si quieres, te lo demuestro en algún momento, cuando estemos más… ya
sabes. A solas.
Ella abrió mucho los ojos y sintió que el calor le subía a las mejillas. Imaginar a Logan sobre
ella, manteniéndola inmóvil, observándola serio con aquella mirada de depredador la excitó más
de lo que podía reconocer. Carraspeó, buscando algo que responder mientras la sonrisa maliciosa
de él se ensanchaba, pero por suerte en ese momento llegó el camarero con el vino y la ensalada.
—¿Y qué me dices de ti? —siguió hablando él una vez se hubieron servido y estuvieron solos
de nuevo—. No me has contado gran cosa.
—Ya has descubierto mucho tú solo —respondió ella con buen humor, haciéndose la
misteriosa.
—No tanto. Sé que eres la nueva secretaria de Harrington y que creciste en un orfanato. Que
tienes una familia no biológica y que te gusta la decoración minimalista. Y también sé algunas
cosas sobre tu cuerpo y tus gustos sexuales que no vamos a mencionar en la mesa, somos personas
educadas.
Emma tragó con fuerza la porción de tomate, atún y rúcula y tosió un poco. Se aclaró la voz.
—Pues yo diría que ya tienes suficientes datos.
—No, háblame de tu infancia en el orfanato. —Emma lo miró escandalizada. Aquella forma tan
directa y clara de abordar el tema la desconcertó. Por lo general, la gente solía ser muy discreta
con aquel asunto y no sabían cómo hablar de ello; tampoco si debían, así que lo obviaban. Al
parecer, Logan no era muy de obviar las cosas—. Me he dado cuenta de que odias que te tengan
pena por ser huérfana. Bueno, quiero que sepas que a mí no me das pena. Me parece una putada,
pero cada vida tiene sus dramas, así que cuéntame algo sobre eso. ¿Estabas bien? ¿Era raro?
—Lo que es raro es lo que estás haciendo tú —respondió con más sorpresa que enfado.
—Bueno, si no quieres hablar del tema solo tienes que decirlo.
—No, no es eso. Bueno… no lo sé. ¿Por qué te interesa? ¿Tienes algún tipo de fetiche con los
huérfanos?
—No, con los huérfanos no. —La sonrisa de pirata de Logan volvió a asomar a su rostro y
Emma no pudo evitar una risilla. «Es un sinvergüenza», pensó. Se dio cuenta de que eso le
encantaba—. Con otras cosas… puede que sí.
—¿Como qué?
—Dios mío, señorita Barnes. ¿Quién hace ahora las preguntas inapropiadas?
—No te hagas el santo, has empezado tú.
—Cuerdas.
Emma parpadeó. No es que no lo esperase, no esperaba nada en concreto. Tampoco la
escandalizaba especialmente. Era el modo en que Logan lo había dicho, mirándola a los ojos con
descaro, escupiendo la palabra rápidamente, como si hubiera estado deseando confesar desde el
principio. Un hormigueo de excitación se extendió por su piel. Intentó tapar aquellas sensaciones
con comida y masticó más ensalada.
—Vaya. ¿Atar o que te aten?
—Las dos cosas, aunque a ti te ataría. Seguro que estás preciosa, toda sonrojada.
Emma tragó con fuerza. A este paso se iba a ahogar en una de esas.
—No creo que me guste.
—Si en algún momento te apetece, podemos probar.
—Tal vez… aún tengo que pensarlo bien. Ya sabes que no tengo mucha experiencia —dijo
Emma bajando la voz mientras hacía rodar una aceituna en su plato con el tenedor—. ¿Estamos
dando por hecho que seguiremos viéndonos?
—Si tú quieres, a mí me gustaría.
Emma lo meditó un rato.
—Eso también tengo que pensarlo bien. —Logan asintió. Ella lo miró para asegurarse de que
no le había parecido mal la respuesta pero no vio rechazo alguno en su expresión ni en su mirada.
«¿Y qué más me daría? Si le parece mal, que se fastidie. Soy yo quien elige quién entra en mi vida
y cómo…», pensó para reafirmarse. Sin embargo, en el fondo de su corazón deseaba que él
estuviera bien con eso—. No es por ti —añadió.
—Todo está bien, no tienes por qué darme explicaciones. Tienes tu ritmo y lo respeto.
—Gracias. —Hizo una pausa—. Pero, aun así… quiero que lo entiendas. Mis relaciones
anteriores no han sido para recordar. O quizá sí, pero no por buenas precisamente… —Él la miró,
escuchando. Eso también le gustaba, la forma que tenía de escucharla, como si de verdad le
importara todo lo que ella tenía que contar—. Nunca se me ha dado bien confiar en la gente…
como tú dices, tengo mi ritmo. Necesito ir poco a poco… Quizá te resulte raro, nosotros no hemos
ido poco a poco, pero… no sé, lo nuestro, sea lo que sea, es muy atípico. —Logan sonrió a
medias, parecía satisfecho por eso. «Espero que no se le suba a la cabeza», pensó Emma. Luego
continuó—. Mi primera pareja parecía aceptarlo y respetarme, pero yo no estaba preparada.
Éramos muy jóvenes, yo acababa de independizarme y… bueno, intentamos pasar la noche juntos
pero no salió bien. No pude llegar hasta el final. Ni apenas empezar, para ser sincera. Él se puso
furioso y… —Al ver cómo cambiaba la expresión de Logan, volviéndose dura y protectora, se
apresuró a terminar— no, no es lo que piensas. Solo se enfadó y empezó a presionarme, a
amargarse cada vez más. Al final lo dejé. Con el segundo chico pasó algo parecido, llegamos más
lejos pero a la hora de la verdad, no fui capaz.
Durante un rato, ninguno de los dos dijo nada. Emma fijó la mirada en su plato ya vacío. Se
sentía como un alien: venía de un lugar raro, atípico, y sus relaciones también lo eran. Por mucho
que intentara encajar, no lo conseguía. Liz había logrado una vida normal. Patrick y Jen no, pero
ellos estaban felices con sus decisiones, con su forma de desenvolverse en el mundo. Emma, en
cambio, se sentía atrapada en una serie de conductas y traumas que por alguna razón no podía
superar.
—Comprendo —dijo Logan al fin.
—No creo —respondió ella sin pensar.
—¿No crees? Bueno, te diré lo que pienso y tú me corriges. —Emma alzó la vista hacia él
interrogativamente. Logan se encogió de hombros—. Has dicho que quieres que lo entienda, ¿no?
Te he dicho que lo hago, pero no pareces convencida. Arreglémoslo.
—D-de acuerdo —replicó ella, desconcertada—. ¿Qué es lo que piensas?
—Pienso que no confías en nadie.
Lo soltó así, sin más, como si no fuera tan grave, ni tan difícil, ni tan oscuro. Emma se le quedó
mirando. «Así que es así de obvio…».
—Sigue.
—Respecto a tus anteriores parejas, te esforzaste por confiar en ellos e hiciste progresos. Pero
a la hora de abrirte de forma más íntima, no te sentiste segura. Su reacción, en lugar de ofrecerte
un suelo más sólido que pisar, te hizo sentirte culpable e incomprendida, por lo que te cerraste
más.
—¿Eres psicólogo? —lo interrumpió ella medio en broma. Se sentía analizada y aunque podría
haberla ofendido, eso le gustaba. Logan se estaba tomando muchas molestias en conocerla.
—No, pero soy observador. Y trabajé como camarero durante un tiempo —añadió de nuevo
con su ya clásica sonrisa sesgada—. ¿Qué tal lo he hecho?
—Bastante bien.
—Entonces, ¿me crees cuando te digo que te comprendo? —De súbito, Emma sintió el calor de
su palma sobre el dorso de su propia mano. Aquella sensación la hizo derretirse por dentro. No lo
esperaba, y aquel contacto tan personal le resultó reconfortante. Asintió con la cabeza—. Perfecto.
Porque quiero que sepas que me interesas muchísimo y me gustas. Quiero que sigamos viéndonos,
pero no te presionaré. Si tengo que esperar, esperaré. Si quieres que te deje en paz, te dejaré en
paz. No intentaré entrar en tu vida sin tu permiso y sin que estés lo bastante segura.
Emma aún estaba pensando qué responder cuando trajeron el segundo plato. El cambio de aires
aligeró el ambiente y con maestría, Logan dirigió la conversación hacia aguas más tranquilas sin
esperar reacción alguna por su parte. Charlaron de series, de aficiones comunes y sobre sus vidas
en Boston. Dejarse llevar por Logan era tan fácil… demasiado fácil.
Al terminar la comida, salieron del local satisfechos y llenos. Logan llevó a Emma de vuelta a
casa y la acompañó a la puerta.
—Muchas gracias por todo —dijo ella, mirándolo y sintiéndose estúpida. Estaba segura de
que, fuera lo que fuera esa emoción esponjosa y cálida que tenía en el pecho, se le notaba en la
cara.
—Gracias a ti. —Logan se apartó el pelo del rostro y le dedicó su sonrisa favorita—. ¿Lo has
pasado bien?
—Mucho. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en una… —«¿Cita? ¿Esto ha sido una cita?»—
comida.
Él ensanchó la sonrisa con un brillo pícaro en los ojos, como si supiera perfectamente lo que
Emma había estado a punto de decir.
—Lo mismo digo.
Ella sacó las llaves, indecisa. No estaba segura de cómo despedirse. Una vez más, no tuvo que
pensarlo: Logan se acercó, enmarcó su rostro delicadamente entre sus grandes y cálidas manos y
la besó. Fue un beso lento, profundo, lleno de dulzura. Cuando se separaron, ella tenía ganas de
llorar, aunque no sabía por qué. Aquel hombre estaba colándose en su corazón a una velocidad
vertiginosa y le daba un miedo atroz, pero al mismo tiempo estaba deseando que él lo hiciera, que
derribara todos sus muros y la conquistara definitivamente.
—¿Te importa si entro un momento a por una cosa? —dijo precipitadamente—. No te vayas,
saldré enseguida.
Logan alzó las cejas, sorprendido.
—Sí, claro.
Emma abrió la puerta a toda prisa y entró como una exhalación. Tuvo que ir hasta la cocina en
busca de un bolígrafo. Volvió a salir y, agarrando la mano de Logan, le apuntó su número en el
antebrazo.
—Llámame, ¿vale? —murmuró atropelladamente antes de entrar de nuevo en la casa y cerrar
tras de sí.
Tenía el corazón acelerado. ¿Qué le estaba pasando? Tenía casi treinta años, ¿por qué se sentía
como si fuera una cría de dieciséis? «Dios mío, le he dejado en la puerta. Va a pensar que soy
estúpida. No debe entender nada». Estaba dispuesta a salir cuando su teléfono vibró. Lo buscó en
el bolso y vio que tenía un mensaje de un número que no conocía. Emocionada, aceptó el mensaje
y lo leyó:
Te llamaré. Es una promesa.
Emma sonrió, feliz.

***
A las siete menos cinco, Emma se presentó en el Ciudad Feliz. Era un restaurante chino
ubicado en el vecindario de Dorchester. Allí, entre antiguas naves industriales reformadas como
viviendas y centros de activismo social se ubicaban todo tipo de comercios y restaurantes
multiculturales. Aquel barrio había sido uno de los favoritos para los hermanos Barnes desde el
momento en que se mudaron a Boston y siempre que quedaban para comer fuera y recordar viejos
tiempos o hablar de cosas importantes solían escogerlo.
La campanilla sobre la puerta del restaurante tintineó cuando Emma hizo acto de presencia. Al
fondo, entre las mesas con manteles color crudo y la decoración típica, Emma distinguió a su
amiga, que se incorporó a medias para saludarla. Fue a su encuentro con una sonrisa y se
abrazaron antes de tomar asiento de nuevo.
—Vaya, qué buena cara tienes, Emma.
«Dios, ¿tanto se me nota?», temió ella.
—Lo mismo digo, estás radiante.
—No tanto como me gustaría. Ya sabes lo que dicen de las embarazadas —apuntó Liz con
tristeza.
Emma asintió y le agarró la mano. Pidieron y pronto comenzaron a hablar. Emma había pensado
en contarle su historia con Logan pero nada más encontrarse con Liz se dio cuenta de que ella
estaba a punto de explotar. Era habitual en su amiga. Elizabeth siempre había sido la más maternal
de los cuatro, la que les cuidaba a todos, pero eso implicaba una contraparte muy poco saludable:
solía guardarse sus problemas para sí misma. Emma sabía que la única con la que se abría de
verdad era con ella, y aun así no lo hacía a menudo. Siempre pensaba que los problemas de
cualquiera eran más importantes que los suyos. Así que al verla tan dispuesta a hablar, prefirió
callarse lo suyo hasta más adelante; sabía que interrumpirla supondría que Liz volviera a
desestimar sus propias preocupaciones.
—Ya no sé qué hacer Em… al principio todo parecía muy fácil. Tomar la decisión, ponernos a
intentarlo… creí que tardaría menos en quedarme embarazada —comentaba mientras hundía los
palillos en su cuenco de pollo kung pao—. Y ahora, además, estoy tan indecisa con lo de la
adopción…
—¿Indecisa por qué? Pensaba que ibais a hacerlo de todos modos, te quedaras embarazada o
no…
—Sí, sí, era la idea, pero me da la impresión de que a Philip no le hace gracia. Es decir, creo
que no quiere solo eso, ¿sabes? Desea un hijo propio. Está de acuerdo con la adopción, pero
también quiere un descendiente con su sangre, con su… inteligencia, supongo…
Emma frunció el ceño, tratando de seguir el hilo. Liz parecía nerviosa, nunca había visto a
nadie comer pollo picante tan rápido sin inmutarse. Era cierto que su amiga aguantaba bien las
especias, pero notaba una ansiedad en sus gestos que la preocupó.
—¿Eso te lo ha dicho él, o son conclusiones propias? —se atrevió a preguntar. Estaba segura
de que Philip, pensara lo que pensase, nunca diría nada como eso.
—No, son conclusiones. Es lo único que tengo para bregar con todo esto. —Liz dejó los
palillos y suspiró, frenando un poco. Bebió agua y miró a Emma con tanta tristeza que ella sintió
el impulso de levantarse y abrazarla de inmediato—. Amo a Philip. Le adoro, es el mejor hombre
sobre la tierra. Es bueno, dulce, cariñoso, me respeta al máximo, es divertido… pero a veces… a
veces no se involucra lo suficiente. Sé que ahora está muy ocupado con el estudio que están
haciendo en la universidad, pero estamos hablando de hijos. Es un proyecto de vida. Necesito su
apoyo y que me hable claro… y no creo que lo esté haciendo. Todo le parece bien, pero creo que
simplemente lo deja en mis manos y se desentiende.
Emma alargó la mano sobre la mesa para agarrar la de su amiga.
—Liz…
—Ya. Lo sé, tengo que decírselo, ¿verdad? Pero me preocupa.
—¿Por qué?
—Porque tal vez todas mis conclusiones sean reales. Tal vez sea cierto que prefiere un hijo
biológico y que si llevamos a cabo la adopción, ese niño o esa niña siempre estará en segundo
lugar en su corazón… ¿Sabes cómo me hace sentir eso?
—Lo sé, cielo. Lo sé.
Emma podía notar su propio pellizco en el estómago. Ese mismo miedo al rechazo lo sentía
ella todos los días, era la carga que los cuatro llevaban. Habían sido niños sin padres, niños
huérfanos que no habían encajado en ningún hogar. Aquello marcaba de por vida. Y el miedo de
Liz estaba justificado. Si Philip rechazara la idea de la adopción o se mostrara menos entusiasta
con eso que con su propio hijo biológico, para Liz sería igual que si la rechazara a ella. Sería
como decirle a la cara que valía menos que el resto de las personas.
—Sé que no puedo dejarlo estar sin más… Si no tuviera tanto miedo…
—Es normal que tengas miedo. Has encontrado a un hombre maravilloso y temes que esto os
separe. Pero por eso mismo, tienes que darle un toque de atención, Lizzie. Phil no es ningún
cretino, lo ha demostrado en todos estos años. Ha sido un amor, no solo contigo, también con
nosotros. Es solo que está demasiado en su mundo. Y si no se da cuenta por sí mismo de que ahora
tiene que centrar su atención en vuestra vida personal, creo que deberías hacérselo notar tú. De
forma clara y directa —terminó asintiendo con convicción—. Asegúrate de que lo entiende.
—Tienes razón. —Liz suspiró profundamente y volvió a comer, esta vez a un ritmo más normal.
Su forma de hablar también se suavizó—. En realidad ya lo sabía antes de venir aquí, pero a
veces necesito dejarlo salir para verlo claro, dejarme de excusas y tomar la decisión.
—Te entiendo. A mí también me pasa.
Siguieron cenando y la conversación se desvió naturalmente hacia temas más superficiales.
Hablaron durante un rato sobre la novia de Patrick, que según Liz era buenísima haciendo yoga.
Emma rio y lo puso en duda; estaba convencida de que no era para tanto. Linda no le caía muy
bien, como casi ninguna de las novias de Patrick. No porque le parecieran estúpidas o cabezas
huecas, sino porque le daba rabia verlas tan sometidas a él, tan engatusadas por las malas artes de
su amigo.
—Necesita a una chica que lo ponga en su sitio —comentó Liz.
Emma sonrió a medias, recordando la mirada que había sorprendido de él hacia Jen.
—Sí, estoy de acuerdo. —«Morena, con gafas y de metro sesenta y cinco, para más señas»—.
Ya le llegará. Todos encontramos la horma de nuestro zapato antes o después. —Algo en la mirada
de Liz y en su sonrisita la hizo sentirse incómoda—. ¿Qué, por qué me miras así? ¿Dónde está el
chiste?
—Nada, es que hablas como si tú hubieras encontrado la tuya.
—Ah, no, para nada —respondió Emma bajando la mirada hacia su plato.
—¡Dios mío, te has sonrojado! —exclamó Liz con emoción, tanta que hasta dio un saltito sobre
la silla—. ¡Vamos, cuéntamelo todo!
Emma bebió agua para ganar tiempo, pero luego empezó a hablar sin más. En realidad, estaba
deseando soltarlo.
—No es la horma de mi zapato, es solo… un chico. Nos estamos conociendo.
Liz puso expresión de asombro y luego se acomodó bien en la silla, adelantándose para
escuchar mejor. Verla tan curiosa y llena de atención le sacó una sonrisa a Emma que no se
molestó en disimular.
—Vaya, vaya. Así que os estáis conociendo. ¿Y dónde lo has encontrado?
—Es guardia de seguridad en la torre Harrington. Nos tropezamos por casualidad y… bueno,
parece ser que le gusté, porque de pronto nos encontrábamos en todas partes… —Emma se dio
cuenta de que estaba omitiendo deliberadamente la forma tan extraña en que él la había abordado,
confesando abiertamente que la seguía. No creía que Liz se lo tomara bien y en aquel momento
necesitaba su aprobación—. El caso es que hemos empezado a quedar.
—¡Eso es estupendo, Emma! ¿Habéis salido juntos ya? ¿Cuántas veces?
—Bueno, salir solo una… —respondió ella dubitativa. Supo que volvía a sonrojarse al sentir
el calor en su rostro—. Pero hemos hecho otras cosas que se hacen dentro de casa… y no me
refiero a la repostería.
El gritito emocionado de Liz escandalizó a algunos comensales y Emma se echó a reír. Luego
las dos cuchichearon en voz baja, inclinadas la una hacia la otra.
—¡¡No me digas que lo has hecho!! —exclamó Liz en voz baja.
—Sí, y no me ha costado nada. Todo fue tan fluido, tan natural… Ha sido una pasada, y él es
increíble. Es considerado, divertido, sexy…
—¡Madre mía, Emma!
—Y no tengo con qué comparar, pero me ha parecido muy bueno en la cama.
—¡¡Madre mía, Emma!! —repitió Liz—. ¿Tienes alguna foto?
—Qué va, pero en cuanto consiga una te lo enseño. Es muy guapo. Tiene los ojos verdes, el
pelo oscuro… Me encanta su nariz. Y tiene una moto. Es de Irlanda, su madre es profesora y tiene
una hermana, él vino aquí a buscar empleo porque no quería trabajar en la fábrica.
—Un irlandés, qué bonito, Em. ¿Y cómo lo ves? Lleváis poco, ¿tienes algún plan?
Emma negó, incapaz de dejar de sonreír.
—Ninguno, solo quiero seguir adelante hasta donde nos lleve todo esto. Si se termina, se
terminó. Y si acaba siendo algo más, pues… ya veremos. Por ahora solo quiero disfrutar el
momento.
—Eso es. Al fin estás disfrutando el momento. ¡Estoy tan contenta por ti!
Liz se vino arriba después de aquellas confesiones. Las dos brindaron y hablaron de hombres;
después hablaron del pasado y al salir del restaurante dieron una vuelta por el barrio recordando
antiguas aventuras, noches de juventud y tardes serenas cuando el mundo parecía más sencillo y
todas las esperanzas parecían igual de realizables. Al despedirse, Liz para ir hacia su coche y
Emma para caminar hasta el metro, aún tenía aquel sabor agridulce en los labios, el de la
nostalgia. Cuando era una adolescente se imaginaba cómo sería su vida. Ahora ya era adulta, su
vida ya era, y aquello era lo que tenía. Lo que había conseguido. Por supuesto aún podía haber
cambios, grandes y pequeños, pero sus sueños de futuro le habían parecido más brillantes y
hermosos antes de tocarlos con los dedos. Ahora no le parecía que la vida adulta fuera para tanto.
«Todo es mejor cuando aún está por ver», reflexionó apaciblemente, caminando por el bordillo
de la acera con el ánimo ligero y una sensación de paz muy auténtica.
Entonces, de pronto, lo vio. Justo en un cruce, doblando una esquina. Era él, Logan. Sonrió e
iba a levantar la mano para saludarlo cuando se fijó en su expresión y su manera de andar. Estaba
serio, concentrado, hablando por el móvil, y caminaba a toda prisa hacia algún lugar que debía
conocer bien, pues sus pasos no vacilaban.
«¿Qué hace aquí?», se preguntó. Recordó la forma extraña en que se habían conocido y cómo
había tenido el impulso de mirarle el móvil. Ahora además se encontró queriendo seguirlo.
«Emma, ¿qué pensamientos son esos? Uno no sigue a las personas que le gustan», se reprendió
mentalmente. Pero… Logan la había seguido a ella, ¿no? Precisamente porque le gustaba. ¿Por qué
no iba a poder hacer otro tanto?
Empuñando aquel endeble argumento, aguardó a que él girase la esquina y, pegada a la pared,
fue tras él.
Capítulo 5
La zona en la que se encontraba aquel edificio no encajaba con lo que Logan le había contado.
Se encontraban lejos de West Roxbury, donde le había dicho que residía, y aquel lugar era de todo
menos un área residencial segura. La mole cuadrada y desangelada ante la que Logan se detuvo
era relativamente moderna, mucho más, al menos, que los edificios del centro. A esas horas de la
noche el lugar era especialmente siniestro, algunas farolas no funcionaban, había pocos coches
aparcados junto a las aceras y parecían necesitar algunas reparaciones. La fachada del edificio
tenía pintadas y muchos de los ladrillos rojos que la cubrían se habían desprendido, dándole un
aspecto viejo y desgastado.
Estuvo sintiéndose mal todo el camino, preguntándose en numerosas ocasiones por qué estaba
comportándose de esa manera, siguiendo a un tipo con el que se había acostado y con el que no
pretendía tener nada más que buen sexo. Sin embargo, verle entrar en aquel lugar con pinta de nido
de narcotraficantes le demostró que aquel no había sido un impulso irracional.
«Irracional es que me esté acostando con un tío que me ha estado siguiendo. Él ha hecho lo
mismo conmigo, podría pensar que es un acosador… o algo peor. ¿Y si realmente lo es? Algo
pasa con él y tengo que averiguarlo», pensó. Se arrebujó en el abrigo y caminó hacia la entrada
cuando Logan ya había desaparecido en el interior. Esperó parapetada junto a un árbol reseco,
observando el movimiento en las inmediaciones. No parecía haber camellos en las esquinas, ni
coches parando para realizar compras dudosas, pero no era el mejor barrio de Boston y no
entendía por qué Logan le había mentido al respecto de su residencia, ¿es que le avergonzaba?
Tras un tiempo prudencial, abandonó su escondite tras el árbol y se acercó al portal. Buscó a
Logan en los timbres, pero en la botonera no venían reflejados los nombres, solo estaban los
números de las puertas. Justo en ese momento, cuando se planteaba tocar a un número al azar e
inventarse alguna historia para que la dejaran entrar, la luz del vestíbulo se encendió y un hombre
mayor abrió la puerta con una bolsa de basura en la mano. Al verla allí plantada le dirigió un
gesto inquisitivo y esperó a que la puerta se cerrara tras él.
—Ah, disculpe —dijo Emma, inventando una excusa con rapidez—, soy la hermana de Logan
O’Reilly, no recuerdo su piso, ¿podría decirme cuál es?
El viejo la miró con un gesto hosco, como si el simple hecho de que se dirigiera a él le
molestara.
—Aquí no vive ningún Logan —respondió con aspereza, iba a continuar su camino, pero Emma
volvió a hablarle.
—Sí, sí, claro que vive aquí. Tal vez no lo recuerde por el nombre. Es irlandés, alto, moreno,
con los ojos verdes… Bueno, azules —se corrigió—. Verdeazulados, tiene un color de ojos muy
peculiar, ¿no le resulta familiar nadie así?
Según le describía, el hombre fue frunciendo el ceño hasta que su actitud desagradable se
transformó directamente en una actitud hostil.
—Márchate de aquí —sentenció.
Emma sintió que se le hacía un nudo en el estómago. El hombre había reconocido a Logan, su
cambio repentino de actitud se lo confirmaba y eso era más que inquietante, ¿qué ocultaba para
que aquel desconocido reaccionase así al reconocerle?
—Por favor, soy su hermana y tengo que hablar con él —suplicó intentando apelar a la empatía
del hombre, pero este negó con la cabeza.
—Me da igual quién seas, ese tipo es peligroso. Vete y no vuelvas jamás por aquí —espetó
desagradablemente—. Este sitio no es para muchachas como tú.
El viejo la miró directamente, asegurándose de que le había escuchado antes de seguir su
camino sin volver a mirarla. Emma se quedó allí de pie, observando la puerta de hierro y vidrio
opaco tras la que había desaparecido Logan minutos atrás, con las preguntas zumbando en su
mente como un avispero. Un miedo repentino se cerró en su estómago y la hizo mirar a su
alrededor, temerosa de la oscuridad de la calle. Pensó en el hombre que la había asaltado noches
atrás, en uno de los lugares más seguros y exclusivos de Boston, y se preguntó si la necesidad de
sentirse segura en ese momento no la había empujado a un error fatal.
«¿Y si es un delincuente?», se preguntó, sacando el móvil y marcando el número de la central
de taxis mientras cruzaba la calle, buscando una salida hacia la avenida principal. «No puede ser.
Harrington no contrataría a un delincuente».
Le costaba creer algo así. Tal vez estaba precipitándose, no sabía por qué el desconocido había
dicho eso de Logan, puede que solo fuera un chismoso o que tuviera algo en contra de los
irlandeses. Podían ser mil cosas. Lo que había vivido con él le hacía difícil creer que pudiera ser
alguien peligroso; la había salvado de una agresión y era el único hombre con el que había
conseguido sentir algo parecido a la confianza.
«Seguirle no es tenerle confianza, precisamente», se reprendió mientras esperaba al taxi una
vez alcanzada la avenida principal. Allí había más luz, los edificios estaban cuidados y aún había
gente por la calle. «Incluso después de haberme acostado con él, soy incapaz de confiar. Y es
evidente que no es un error: me ha mentido. ¿Por qué me ha mentido? Yo le he contado muchas
cosas, he sido sincera… Y él… ¿en cuánto más lo ha hecho?».
Esas preguntas no dejaron de acosarla, ni siquiera en la seguridad de su apartamento. Ni
siquiera en los sueños que perturbaron su descanso aquella noche.
El lunes por la mañana fue especialmente arduo. Después lo ocurrido, de lo que había
descubierto, Emma se encontraba incapaz de concentrarse. El volumen de trabajo le resultaba
especialmente difícil de administrar y fueron varias las ocasiones en las que pasó mal los recados
al señor Harrington, desembocando en un retraso en una reunión y en que perdiera una llamada
que llevaba días esperando. Susan, que había vuelto al trabajo sin rastro de resaca y con un cutis
precioso, intentó ayudarla durante la mañana, pero sus propias tareas la mantenían ocupada e
incapaz de ocuparse de los errores de su compañera.
Aunque intentaba centrarse en la campaña de Navidad, en las citas y gestiones que debía
realizar en nombre del señor Harrington, la mente de Emma no dejaba de volver al edificio de
ladrillo desgastado ante el que había estado la noche anterior. La voz del viejo pidiéndole de
manera tan expeditiva que se fuera, diciéndole que Logan era un tipo peligroso, resonaba dentro
de su cabeza una y otra vez.
«¿Cómo va a ser peligroso alguien que me trata tan bien? El único hombre que no ha intentado
aprovecharse de mí, con el que me siento libre y segura… ¿por qué es un peligro? ¿Por qué
miente?». Era incapaz de imaginar por qué lo había hecho, y no quería contemplar la probabilidad
de que volvieran a hacerle daño. Sin embargo, que aquel asunto la obsesionara hasta el punto de
interferir en su trabajo solo podía significar una cosa. «Se me está yendo de las manos. No
debería importarme su vida, ni lo que haga con ella. No quiero meter las emociones en esto…»,
pensó frustrada. Las emociones ya estaban en juego y empezaban a angustiarla con un sinfín de
probabilidades nefastas.
Cerca del mediodía, el señor Harrington la hizo llamar y Emma no necesitó que nadie le dijera
qué quería. Sintiéndose idiota, pensando que estaba poniendo en riesgo su trabajo por un hombre,
por los polvos que había echado y su estúpida manía por tomarse las cosas tan en serio, entró en
su despacho retorciéndose las manos nerviosamente.
Esperaba los ojos del señor Harrington fijarse en ella iracundos, pero en lugar de eso, su jefe
le hizo un gesto para que se sentara en la silla frente a su enorme escritorio. La observó con una
expresión preocupada. Sus cejas, casi invisibles por lo rubias que eran, prácticamente se tocaban
al fruncirse.
Emma se sentó donde le indicaba, cruzando las manos sobre su regazo e intentando no mover
las piernas nerviosamente.
—Señorita Barnes, me temo que algo está interfiriendo en su trabajo esta mañana —dijo el
señor Harrington en un tono completamente desprovisto de enfado o decepción.
«Está preocupado», pensó sorprendida.
—Señor, siento lo de la reunión con Everl…
—No tiene importancia —la cortó, evitando que siguiera disculpándose—. No hay un error de
vital consideración, pero empiezo a conocerla y me resulta realmente extraño este cúmulo de
despistes. ¿Se encuentra usted bien?
El tono casi paternal del señor Harrington la hizo sentir peor. Había temido que le echara la
bronca, o directamente que la despidiera, pero saber que había preocupado a su jefe le provocó un
sentimiento de culpa con el que no quería lidiar. Realmente no le había ocurrido nada de
gravedad, o eso creía ella, solo estaba distraída pensando en un hombre. En un guardia de
seguridad de la torre, para ser más exacta. No, no podía decirle eso. Tener que mentirle la hizo
sentir aún más incómoda.
—He pasado una noche terrible, la verdad —mintió, solo a medias, porque los sueños
inquietantes no la habían dejado descansar—. Estoy en… esos días. Ya sabe. Anoche no me
encontraba bien y no he podido descansar como es conveniente.
El señor Harrington alzó las cejas al comprender y asintió despacio, enlazando los dedos de
ambas manos sobre la mesa de despacho. Se echó hacia adelante, mirándola comprensivamente.
«Qué mentirosa soy».
—Debió notificárselo a Susan y quedarse en casa descansando. Puede irse y…
—No, no —se apresuró a interrumpirle. Lo último que necesitaba era irse a casa y tener tiempo
libre para seguir dándole vueltas al mismo tema. No, ni hablar—. Me encuentro bien y le prometo
que voy a estar más centrada lo que queda de día.
—¿Está segura? —preguntó frunciendo el ceño de nuevo—. No quiero que ponga en riesgo su
salud por una mala noche, señorita. Es usted una buena secretaria, muy diligente. La quiero sana y
fresca como una manzana.
Emma asintió varias veces, relajándose un poco al ver que su mentira había colado, aunque
sintiéndose igualmente mal por tener que usar ese recurso.
—No se preocupe, de veras, me encuentro bien. Le aseguro que todo irá como ruedas el resto
del día.
—Confío en usted, entonces —respondió asintiendo su jefe y le hizo un gesto como dándole
permiso para retirarse. Emma se estaba poniendo en pie cuando volvió a hablar—. Pero si
necesita algo, cualquier cosa, o se siente indispuesta, no dude en notificárselo a Susan. Quiero que
esté lo más cómoda posible, señorita Barnes.
—Gracias. Muchas gracias, señor Harrington —le dijo antes de dirigirse a la puerta,
sorprendida por su actitud. Por una parte, la alegraba comprobar su buena disposición, pero saber
que era tan comprensivo y amable la hacía sentir como una arpía por mentirle a la cara después de
una mañana de errores que podría haber evitado.
Una vez en su puesto se esforzó en cumplir con su palabra. La charla con el jefe y el
sentimiento de culpa que le había despertado sirvieron para focalizarla y centrarla en su trabajo.
Fue capaz de arreglar las meteduras de pata de la mañana, lo que la hizo sentir mucho mejor y la
distrajo del continuo recuerdo de la noche anterior. Durante el descanso del mediodía decidió
pedir algo para comer y quedarse en la oficina adelantando las tareas de la tarde. Al consultar el
móvil vio que tenía mensajes de Logan.
Su corazón se aceleró tontamente, como el de una chiquilla que recibe un mensaje del chico
que le gusta por debajo del pupitre. Emma cerró los ojos antes de abrir el chat, sintiéndose
extraña.
«¿Cómo es posible que me sienta mal y bien al mismo tiempo? Tan blandita… Tan viva y
alegre… Y tan desconfiada y temerosa por lo que pasó anoche. Ojala pudiera relajarme y disfrutar
de esto plenamente, ¿por qué tengo que ser así?».
Suspiró y abrió el chat.
Logan: Buenos días, preciosa, cómo estás? Te he visto en el vestíbulo. Ese traje te sienta
genial, te lo han dicho alguna vez?
Emma se mordió los labios y comenzó a escribir apresuradamente. Sintió el calor subir a sus
mejillas.
Emma: La verdad es que no, y ya era hora de que alguien se diera cuenta.
Volvió a sentir el corazón agitándose en su pecho al ver la palabra escribiendo… parpadear en
su pantalla. «No ha tardado ni dos segundos en leerlo y responder. Está pendiente de mí».
Logan: Solo te faltan unas gafitas para ser una fantasía sexual hecha carne. Si no fuera
porque me despedirían iría ahora mismo a tu despacho para mirarte de cerca.
Emma: ¿Solo mirarme? Yo esperaría algo más.
Miró alrededor, temiendo que alguien pudiera ver la cara de tonta enamorada que estaba
poniendo. Aunque, tuvo que recordarse, ella no estuviera enamorada. Pero Logan conseguía
provocarle reacciones viscerales que nadie antes había provocado en ella. Las simples palabras
escritas en la pantalla del móvil consiguieron que se sonrojara y empezara a sentir un cosquilleo
entre las piernas.
Logan: Desde luego que no. Haría mucho más que mirarte, te levantaría esa falda y te
sentaría sobre la mesa del despacho para darme un banquete a placer con ese paraíso que
tienes entre las piernas.
Las rodillas de Emma se apretaron entre sí en un gesto inconsciente.
Emma: ¿Y cuándo vas a dejar que me dé yo un banquete con lo tuyo?
«¿De verdad acabo de escribir yo eso?».
Logan: Tienes mi permiso para hacerlo cuando quieras. No voy a ser yo el que se resista a
esa boca ardiente. Creo que voy a tener que dejar esta conversación o van a empezar a
sospechar que tengo una pistola en el pantalón.
Agradeció estar sola al soltar una risa en alto. Volvió a mirar alrededor, como si estuviera
haciendo algo prohibido, y respondió para zanjar la conversación. Ella tampoco podía seguir o
mandaría al traste la concentración que había logrado.
Emma: Enfunda tu pistola, vaquero. Y guárdala a buen recaudo para cuando te pille por
banda.
Dejó el teléfono bocabajo sobre la mesa y se llevó las manos a la cara. Estaba sofocada. Tomó
aire varias veces, intentando ignorar la sensación calenturienta que esa pequeña conversación le
había dejado. Estuvo a punto de olvidar lo que había pasado la noche anterior, a punto de obviarlo
por lo que estaba sintiendo. Pero era imposible.
«¿Por qué tengo que ser así? Encuentro a un hombre que me trata con respeto, que se preocupa
por mi disfrute, que es un dios del sexo… ¿y sigo desconfiando? No necesito saber nada de su
vida para follar y darme un homenaje».
No podía seguir así. Quería vivir aquella experiencia plenamente. Quería confiar en alguien
que no fueran sus hermanos por una vez en la vida, y se encontraba incapaz. Esa espina, la voz del
hombre en el edificio diciéndole que Logan era peligroso, los primeros días en los que le
sorprendía siguiéndola… Eran detalles demasiado significativos para que alguien como ella los
pasara por alto.
«Tengo que hacer algo. Tengo que despejar mis dudas de alguna manera, o me acabaré
boicoteando».
Cuando el móvil vibró y observó las notificaciones, ver los mensajes de sus amigos en el chat
le dio una idea. Se apresuró a buscar el teléfono de Jen en la agenda y la llamó. Su amiga
respondió a los tres tonos.
—Holi, ¿qué hay? ¿No estabas currando? —saludó al descolgar.
—Sí, estoy en el descanso de mediodía. Oye, Jen, necesito pedirte algo. Eres la única que me
puede ayudar.
—Oh, me encanta. Sabes que por ti asesinaría gratis, ¿quieres que asesine a alguien? —bromeó
Jen con voz socarrona.
—No, quiero algo en lo que tienes experiencia. ¿Podrías investigar a alguien con tus
habilidades de hacker? —preguntó mordiéndose los labios. Se sentía un poco mal por pedirle
aquello, pero Jen había hecho cosas mucho peores.
—Claro, ¿de qué se trata? ¿Hay alguien jodiéndote, Emma? —El tono de Jen se volvió
repentinamente serio.
«No, a ella sí que no voy a preocuparla», pensó resolutiva.
—Mira…, me he acostado con un tío…
—¡¿En serio?! ¡Emma! ¿Ya no eres virgen? ¿Cómo ha sido? Cuéntame todos los detalles.
—Ahora no puedo, Jen, pero ha sido genial.
—¡Joder, me alegro! Déjame adivinar —dijo entonces—: ¿quieres que investigue al tío al que
te has tirado?
Emma suspiró y se cubrió los ojos con la mano, avergonzada. Tardó unos instantes en
responder, pero lo hizo con otro suspiro.
—Sí… Soy incapaz de fiarme, Jen. Anoche le seguí. Lo sé, no digas nada: estoy como una
regadera, pero no sé nada de él, lo que estoy sintiendo físicamente es muy fuerte y tengo miedo de
cagarla y confiarme con alguien con quien no debo, no es por…
—Emma, Emma —la interrumpió Jen—. Calma, ¿vale? Lo entiendo. Sé lo que está pasando y
te ayudaré. Quiero que te quedes tranquila y que disfrutes de esto a tope. No tienes que justificarte.
—Gracias… —dijo aliviada y emocionada.
—Mándame un mensaje con todos los datos del tipo: nombre, dirección, ocupación y si tienes
alguna a mano, una fotografía. Le sacaré hasta el tipo sanguíneo y su comida favorita.
Le dieron ganas de echarse a llorar por la disposición de Jen. Ella nunca juzgaba, siempre
comprendía y siempre la ayudaba. No se había equivocado llamándola.
—De acuerdo, dame cinco minutos y te lo envío todo.
—Genial, esperaré tu mensaje. Cuídate mucho, diosa de la seducción.
Colgó, algo nerviosa por lo que iba a hacer, y abrió la cámara del móvil. Tenía que conseguir
una fotografía de Logan, así que le tendería una trampa. Activó la cámara selfie, se soltó el pelo y
se abrió la blusa hasta mostrar el borde del sujetador. Se dio prisa para sacarse un par de fotos
con una mirada sugerente y el escote bien abierto, echando vistazos por si entraba alguien y la
veía de esa guisa.
Una vez tuvo el cebo, le envió la mejor de las fotos a Logan. Una en la que la expresión de
zorra le resultó casi irreconocible en su cara.
Emma: Esto es para que no te olvides de mí…
Logan: Nena… esto no se hace. Así no hay quien trabaje :O
Emma: Castígame enviándome una tuya de vuelta.
Hubo unos instantes de silencio en el chat, hasta que la foto de Logan apareció, primero
borrosa, luego nítida y perfecta al cargar. Emma hizo un gesto triunfal al verla. Logan se había
hecho un selfie mirando a la cámara con su media sonrisa de pirata y sus ojos aguamarina fijos en
el objetivo. Parecía estar mirándola a ella, sugerente y ávido.
Logan: Disfruta.
Se apresuró a reenviar la fotografía a Jen, adjuntándole todos los datos que le había pedido.
«Soy una maldita bruja. Esto no está bien, pero no quiero seguir desconfiando. Necesito saber
qué pasa contigo, Logan».
Jen: ¿Te has tirado a ese maromazo? ¿En serio? Lo tuyo es empezar por lo grande.
Emma: Y tan grande, Jen. Es una fiera en la cama… Tienes que ayudarme a que esto
funcione.
Jen: Tía, sí que vas en serio…
Emma: No, no es eso. Quiero disfrutar del sexo con él y no estar desconfiando todo el rato.
Solo eso. No hay sentimientos de por medio.
Jen: Ok, ok. Voy a ponerme al tajo con esto. Te aviso cuando tenga algo.
Emma: Gracias, de verdad…
Jen: Cállate, anda. Deja de dar las gracias.
Ya estaba hecho. Con suerte Jen le diría que no había nada reseñable y podría seguir con su
vida, follándose a un tío buenísimo sin sentir que estaba exponiéndose demasiado o que lo poco
que sabía de él la ponía en peligro. Iba a seguir con su trabajo cuando Logan volvió a enviarle un
mensaje.
Logan: ¿Quieres que vaya esta noche a tu casa?
Se puso nerviosa al instante. Quería verle. Se moría por verle. Pero le parecía que aún era
pronto. No sabía si podría quitarse de la cabeza lo que había pasado, que sabía que le había
mentido. Lo más sensato y maduro era preguntarle directamente por qué lo había hecho, pero no se
atrevía, ¿y si así lo mandaba todo al traste? ¿Y si le hacía enfadar al confesarle que le había
seguido? Él había hecho lo mismo con ella, al fin y al cabo, pero tenía miedo. Sacudió la cabeza e
intentó despejar la mente antes de responder.
Emma: Hoy no puedo. Tengo una semana horrible de trabajo y necesito estar despejada.
Logan: ¿El viernes?
Emma: Lo hablaremos.
Logan: Eres muy cruel…
Emma: Lo sé, lo siento.
Logan: No importa, tengo mucho aguante y voluntad. Será mucho mejor cuando te vea…
Al volver al trabajo, Emma era un cúmulo de emociones contradictorias. A pesar de todo,
haber tomado una decisión y saber que Jen estaba investigando a Logan la ayudó a centrarse en el
trabajo y no volver a pensar en lo que había pasado. El resto de la tarde ni siquiera miró el móvil.

***
Bloqueó el teléfono y lo deslizó en el interior del bolsillo de sus pantalones. Pasándose la
mano por el pelo, Logan miró a su alrededor. El departamento de Emma estaba limpio y ordenado,
incluso había hecho la cama antes de ir a trabajar, lo que le obligaba a ser especialmente metódico
y no dejar ningún rastro. Empujó la imagen del escote de Emma y su mirada sugerente al fondo de
su mente y siguió buscando, abriendo los cajones con cuidado, devolviendo a su lugar las cosas
cuando miraba debajo de ellas, dejándolo todo tal y como estaba. A sus pensamientos venían una y
otra vez imágenes de lo que había vivido en aquella cama, en la cocina, en el salón, no hacía ni
veinticuatro horas. Pero era un profesional, eso no lograba hacerle cometer errores, ni siquiera
disuadirle de dejar lo que estaba haciendo. Le pagaban por aquello y en su trabajo los errores
traían consecuencias fatales. No pensaba cometerlos.
Estuvo horas registrando meticulosamente cada rincón del apartamento de Emma, incluso
revisó las cajoneras y alacenas de la cocina, la cisterna del váter y el armarito de plástico de la
ducha. Miró en todas sus libretas, en todos los apuntes y notas que encontró en la casa, y no halló
nada que se pareciera remotamente a lo que buscaba. Ya estaba anocheciendo, Emma no tardaría
en salir del trabajo y llegar a casa. Logan había agotado su tiempo sin obtener ningún fruto de
aquel registro. Frustrado, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de su jefe.
—El apartamento está limpio. He buscado incluso en sus diarios, aquí no hay ningún código —
anunció con la voz temperada.
—No tenemos mucho tiempo —respondieron al otro lado.
—Lo sé. Buscaré en otro momento. Lo haré las veces que haga falta y donde haga falta.
Encontraré esos códigos.
—Presiona más. Haz lo que tengas que hacer.
—Sí, señor Harrington. Estoy intentándolo por otras vías.
—Deja de intentarlo y hazlo. El tiempo se acaba —dijo con aspereza su jefe y la línea quedó
libre.
Logan maldijo por lo bajo, mirando a su alrededor.
—Puto gilipollas.
Odiaba trabajar con tipos así. Estaba cansándose de eso, de tener que aguantar a cretinos como
Harrington, a hombres de la peor calaña, sin escrúpulos, a los que tenía que permitir que le
trataran como a un jodido esbirro. Esa gente creía que el dinero les daba derecho a todo, y el
mundo no dejaba de darles la razón.
«Gajes del oficio», se dijo. Él no era diferente. Necesitaba ese dinero, era su trabajo.
Tenía que tomarse todo aquello con cierta filosofía. Ser pragmático como era en el resto de
encargos. Pero aquel le estaba costando especialmente. Harrington era un gusano, un gusano que le
pagaba bien, pero un gusano, al fin y al cabo. No le habría causado tantos inconvenientes si le
hubiera pedido que persiguiera a un narco, a uno de sus colegas ricachones de su misma estofa,
pero Emma no era nada de eso. Era una chica normal. Era inocente y era buena persona. Nunca
había tenido que seguir e investigar a una buena persona. Lo que estaba haciendo no estaba bien.
Logan no sabía para qué quería Harrington esos códigos que se suponía que ella tenía en su
poder, pero si eso era cierto, si Emma tenía algo que interesaba a ese tipejo, no sería para nada
bueno. No se la imaginaba metida en ninguna trama que tuviera que ver con su jefe, un tipo
corrupto capaz de vender a su abuela por más poder y dinero, al que nada le importaba más que su
propia integridad y posición.
Por suerte si algo tenía Logan era disciplina. Apartar esa clase de pensamientos solo requería
la voluntad de hacerlo. Centrarse en su trabajo le costaba tan poco como apuntar con una mira
telescópica. Tenía su objetivo fijado y no se le iba a escapar. De una forma o de otra, conseguiría
lo que estaba buscando.
Se arregló la chaqueta, cogió de la mesa del salón el ramo de flores que había comprado antes
de colarse en la casa, y salió cerrando cuidadosamente la puerta. Se apoyó en la pared del pasillo,
cruzando los pies sobre la moqueta y adoptando una pose de casual espera.
Diez minutos más tarde, Emma aparecía con las llaves en la mano y su traje de trabajo.
«Es realmente preciosa». No pudo evitar fijarse. Nada de lo que le había dicho era mentira. No
del todo, al menos. Le parecía preciosa, enfundada en aquel traje o sin él. Quería volver a hacerla
suya de la manera que fuera. Al final, aquel trabajo no estaba resultando tan desagradable como
parecía en algunos momentos. Al menos, se llevaría un buen sabor de boca y un puñado de
recuerdos agradables.
Esbozó una media sonrisa, irguiéndose al verla llegar por el pasillo y fijando una ardiente
mirada en ella.
—No podías enviarme una foto así y luego darme largas…
La expresión de sorpresa de Emma le hizo afilar la sonrisa. Sus mejillas se tiñeron de rojo y el
brillo de su mirada se licuó al fijarse en él.
«No te vas a escapar...», pensó complacido, acercándose para besarla al ver que era incapaz
de reaccionar.
Capítulo 6
Todo lo que había estado rondando por su mente se diluyó en el preciso momento en que sus
ojos se posaron sobre Logan. No esperaba encontrarle allí, no creía que fuera a atreverse a
presentarse en su casa y esperarla, pero allí estaba, con su traje de segurata y un maldito ramo de
flores.
Intentó recordar si le habían regalado flores en el pasado, pero nunca tuvieron ese detalle con
ella. No le importaba si Logan solo quería sexo, si había acudido impulsado por el juego de
seducción en el que se habían enredado durante el mediodía. Quería tenerle allí y no podía
negárselo.
Antes de que pudiera decir nada, Logan se acercó a ella de una zancada, rodeó su cintura con la
mano libre y la besó. Emma sintió cada poro de su piel despertar y erizarse con la lengua húmeda
y caliente de Logan deslizándose entre sus labios y tomando posesión de su boca como si le
perteneciera. Casi por instinto, cerró una mano en el ramo que le ofrecía mientras la besaba, pero
apenas era consciente de nada más que de sus bocas enredadas, de la sensación pulsante que
volvía a despertar entre sus piernas y parecía insuflarle vida tras una jornada agotadora.
—¿Te parece esto un atrevimiento? —dijo Logan rozándole los labios al hablar, apenas
apartándose de ella.
—Lo es. ¿Siempre te sales con la tuya…? —preguntó con la voz sofocada tras el tórrido beso.
—Intento hacerlo. Pero si quieres que me largue por donde he venido, lo haré. Una palabra tuya
bastará. —Logan mordió con suavidad el labio inferior de Emma, que sintió un escalofrío
recorrerla de los pies a la cabeza.
—Dejaré que vuelvas a hacerlo… Pero no te acostumbres —susurró Emma contra su boca
antes de volver a besarle.
Dando tumbos, agarrando como podía el ramo de flores blancas y amarillas, abrió la puerta
entre besos y manos que la tocaban sin pudor. Entró en el departamento ahogando las risas en la
boca de Logan, que no esperó a que cerrara la puerta para acorralarla contra ella provocando que
se cerrase con el peso de su cuerpo. Las manos grandes y calientes de él se colaron bajo su
abrigo, se abrieron paso bajo la blusa blanca hasta cerrarse en sus pechos sobre el sujetador. Los
amasó con movimientos lentos, besándola profundamente, haciendo que se derritiera y no pudiera
pensar en nada más que en volver a tener sexo.
«¿Por qué provoca esto en mí…?», pensó vagamente Emma. «No puedo controlarme». Había
descubierto un nuevo mundo, un abanico de sensaciones y necesidades que hasta el momento no
habían significado nada para ella, pero de los que ahora tenía una sed insaciable. Logan parecía
tener la clave para satisfacerla. No podía controlarse ante él.
Y no quiso hacerlo. Le empujó, haciendo frente al beso desenfrenado, hasta que le hizo chocar
con la mesa del salón, donde dejó el ramo de flores sin demasiado cuidado. Algunas hojas se
desprendieron y cayeron sobre la moqueta. Logan apartó las manos de sus pechos y tiró de su
falda con urgencia, levantándosela para agarrar sus nalgas con firmeza y decisión, apretándola
contra su cuerpo.
—¿Ves lo que eres capaz de hacer…? —susurró con aquella voz profunda y salvaje que le
erizaba el vello de la nuca.
Emma le mordisqueó el mentón y se frotó contra él, sintiendo la aspereza de su barbita de tres
días contra la mejilla y la erección clavándose en su vientre.
—Y eso no es nada… —jadeó en su cuello. Se sentía eufórica. Valiente.
Esas eran las cosas que despertaba en ella y que hacían que abandonase toda razón y
prudencia. Tiró de la camisa de Logan hasta sacarla del pantalón, besándole el cuello mientras
desabrochaba el botón y bajaba la cremallera despacio. Con más decisión, metió la mano en su
ropa interior y empuñó su miembro, ya despierto y duro.
—Ah… Joder… —casi gimió Logan, aliviado. Empujó apenas las caderas contra ella,
provocando una primera caricia que los dedos de Emma volvieron apretada—. Me vuelves loco,
¿lo ves?
Emma sintió esa nueva sed robándole el aliento. El tacto aterciopelado contra sus dedos, el
calor, la densidad de la carne dura que pulsaba en su mano, le provocaba un deseo que nadie más
le había despertado. Emma levantó la cabeza para mirarle, se mordió los labios al ver los ojos
depredadores de Logan fijos en ella.
«Hazlo», se dijo. «Quieres hacerlo. Hazlo. Él se muere por que lo hagas».
Logan, como si hubiera leído lo que pensaba en sus ojos, le acarició los labios con el pulgar,
anhelante, y Emma no necesitó indicaciones para saber lo que tenía que hacer. Volvió a pegar los
labios a su cuello, succionando la piel y lamiendo mientras sus manos desabrochaban los botones
de la camisa. A medida que descubría su pecho, que los duros pectorales y la musculatura de su
torso quedaba descubierta, Emma descendía, besando, lamiendo, saboreando la piel caliente y
suave de su amante.
El olor especiado que desprendía se volvía más denso y atrayente a medida que bajaba,
siguiendo el camino que el vello oscuro de Logan marcaba. Le acariciaba poco a poco mientras se
agachaba, empuñando su sexo con decisión, dejándose llevar por la sed que el perfume de Logan
estaba alimentando hasta la locura. Cuando sus rodillas al fin tocaron el suelo y lo tuvo delante, lo
observó unos segundos mientras lo tocaba. Firme, grande y terso, aquella visión que le hubiera
resultado desagradable ante cualquiera de sus anteriores parejas, le parecía una delicia en ese
momento. Algo apetecible.
Levantó la mirada y los ojos de Logan la atraparon como los de una serpiente a su presa. Se
sintió arder, la sed se cerró como un nudo en su garganta y, dejándose llevar por el embrujo al que
la sometía, por los dedos de Logan que se cerraron en su pelo y la empujaron con gentileza, Emma
abrió la boca, sacó la lengua y lamió lentamente el glande enrojecido. Logan apretó los dientes y
reprimió un gemido sin dejar de mirarla.
Emma cerró los ojos y deslizó la lengua sobre el miembro erecto, introduciéndolo poco a poco
en su boca. Sintió que empezaba a salivar, como si el hambre fuera real. Cerró los labios
alrededor de la carne palpitante y la engulló despacio para liberarla después, poco a poco,
disfrutando de la textura y el calor que llenaba su boca. Y del sabor, salado y picante de aquella
deliciosa piel. El hormigueo en su bajo vientre se convirtió en una sensación líquida, caliente. A
medida que empapa de saliva el pene de Logan, que lo saboreaba y succionaba, su propio sexo se
humedecía. Acicateada por la excitación cada vez más acuciante, Emma chupó y se echó hacia
adelante para acogerlo con mayor profundidad. Los dedos de Logan se tensaron en su pelo, la
empujaron hacia él siguiendo el ritmo de las embestidas de su cabeza. Tenerle en la boca,
palpitando sobre su lengua, solo acrecentaba la desesperada necesidad de sentirle dentro de ella.
—Eres maravillosa… —jadeó él, con la voz tomada por el placer—. Mírame, Emma.
El pudor era un recuerdo lejano, algo que ya no le pertenecía. Al escuchar la orden en la voz
grave y aterciopelada de Logan, abrió los ojos y los elevó hasta su rostro. Movía la cabeza
cadenciosamente, hundiéndolo en su boca y liberándole rítmicamente. La mirada de Logan estaba
fija en ella, era un mar embravecido, había algo realmente salvaje contenido en ella, algo que
esperaba a ser liberado. Deseó que lo hiciera, que se soltase de aquellas cadenas y la arrasara por
completo, que la dominara sin darle la oportunidad de replicar.
Animada por aquel pensamiento, Emma se aplicó con más brío. Su saliva goteaba por el talle
del miembro de Logan, le empapaba los labios y volvía su tacto resbaladizo. No dejó de mirarle,
succionando, mamando hambrienta. Logan apretó la mandíbula, frunció el ceño, contenido y
concentrado. Cerró los ojos. El puño fuertemente cerrado en su pelo tembló y Emma supo
instintivamente que no iba a aguantar mucho más. Le soltó, se lamió los labios y le miró con un
resplandor ávido en las pupilas. Si se hubiera visto en ese momento, si hubiera sido consciente de
su propia imagen en el suelo, con las rodillas separadas y la mirada osada y llena de deseo, no se
habría reconocido. Sin embargo, imaginarse la estampa que ofrecía desde fuera la excitó aún más.
—Fóllame —le pidió en un susurro sofocado. Esa voz ni siquiera parecía suya. Nunca había
estado tan sedienta. Logan se agarró del borde de la mesa, tomó aire profundamente sin dejar de
mirarla. Se preguntó si la habría escuchado, así que para asegurarse volvió a decírselo, alzando el
tono de voz—. Fóllame ya.
No eran más que palabras. No eran más atrevidas que lo que había hecho, pero Emma se sintió
liberada. Se sintió dueña de sí misma al pedirle con tanta claridad y rotundidad lo que necesitaba.
Logan sonrió de medio lado. Ya no parecía un pirata, ahora era un lobo relamiéndose ante la presa
cazada. Pero ella también se sentía como una loba. Antes de que tirase de ella, Emma se puso en
pie y le arrolló con un beso hambriento y posesivo. Logan le levantó la falda y volvió a abrir las
manos en su trasero. La acarició a conciencia, apretándola contra su cuerpo, y le bajó las bragas y
las medias mientras la besaba lúbricamente. Cuando empezó a tirar de su blusa, Emma se apartó
de sus labios, respirando sofocada.
—No pierdas el tiempo desnudándome… —le pidió mirándole a los ojos. Logan mordisqueó
sus labios con suavidad, la agarró firmemente por las caderas y con un movimiento brusco y
medido le dio la vuelta.
Emma se vio repentinamente acorralada contra la mesa, que quedaba a la altura de su pubis.
Sin oponer resistencia, puso las manos sobre el tablero blanco y se echó hacia adelante, dejándose
guiar por la mano que Logan cerró en su nuca. Levantó el trasero, incitante, mientras él le
levantaba la falda hasta la cintura y acariciaba sus nalgas con su sexo. Sintió el calor de aquella
carne dura y pulsante hundirse entre sus nalgas, empaparse de su propia lubricación y recorrer de
arriba abajo el surco entre sus piernas.
Cerró los ojos y se mordió los labios. La piel de todo su cuerpo se erizó cuando escuchó el
sonido crujiente del envase del condón al romperse. Logan la soltó un instante y supo lo que iba a
venir cuando volvió a recorrerla con el pene y empaparse de ella. La agarró de las caderas
decididamente y ella levantó la grupa, apretándose contra la mesa y manteniendo los ojos
cerrados, anhelante.
La embestida fue dura y completa. La llenó hasta su límite y, sin embargo, no le dolió. Estaba
tan mojada que tenía el interior de los muslos manchado de su propia lubricación. Logan se había
echado sobre ella y mordió su hombro con suavidad, conteniendo un gemido que sonó como un
ronroneo al quedarse en su interior, latiendo rotundamente. La apretaba contra la mesa, con las
piernas abiertas y los pies apoyados en el suelo, Emma no tenía que hacer ningún esfuerzo, estaba
sometida a él por completo y esa sensación le encantó. Apoyó el pecho sobre la mesa,
abandonando del todo el peso, y se llevó las manos a la espalda, dándole un mensaje claro a
Logan al ladear el rostro y mirarle con abandono.
No hizo falta más para que él le agarrase las manos y las inmovilizara contra su espalda.
—No te preocupes… —susurró con aspereza inclinándose sobre ella y empujando más en su
interior. Emma gimió ahogadamente—. No voy a dejar que te escapes.
Sintió como se retiraba, despegando las caderas de su trasero, moviéndose lentamente. Pudo
notar cada centímetro que salía de ella, resbalando, y como, antes de sentir el vacío de su
ausencia, embestía enérgicamente y volvía a llenarla. Pronto el ritmo se volvió más intenso, las
acometidas de Logan hacían temblar la mesa, la obligaban a abrir más las piernas, a gemir sin
poder evitarlo. Con cada una de las arremetidas de su cuerpo, Emma se apretaba más contra el
tablero, provocando un placer más profundo al frotar su sexo contra él. Sintió la mano de Logan
cerrada en su pelo mientras se movía tras ella, salvaje y al mismo tiempo cuidadoso, ya que en
ningún momento el dolor hizo acto de presencia en algo tan impetuoso y visceral como lo que
estaban compartiendo.
Estaba atrapada, no podía mover los brazos y ahora tampoco podía levantar la cabeza, pero
lejos de hacerla sentir mal, aquello elevó su excitación a cotas desconocidas. Inmovilizada, a su
merced, se sintió arder con cada movimiento y empezó a gemir con abandono.
—No te resistas… —jadeó Logan a sus espaldas, muy cerca de su oído—. Córrete y déjame
escucharte… Grita para mí…
Entonces Emma forcejeó hasta soltarse del cepo de la mano de Logan y apoyó las palmas sobre
la mesa, levantando las caderas y sacudiendo la cabeza. El pelo se le soltó y se escurrió sobre su
espalda.
—Sí… Sí… Más deprisa —le exigió. Ya no pudo sorprenderse por nada. Era puro placer, el
deseo hablaba por ella.
Logan obedeció, embistió con más brío, llenándola con cada estocada, e hizo algo que le
arrebató el control por completo. Emma no supo qué era, pero algo en la trayectoria del
movimiento cambió, un impulso hizo que Logan llegase más profundo y tocase un punto
desconocido que la proyectó sin remedio a la salvaje ola del clímax.
Gritó. No le importó nada más que el placer que estallaba en su interior. Gritó y arañó la mesa,
haciéndola traquetear con el movimiento de sus cuerpos. Logan gruñó y pareció reírse, pero
pronto le sintió latir en su interior y un gemido ronco y prolongado se unió a los jadeos de placer
de Emma.
Cuando Logan se detuvo, inclinándose sobre ella para besar su cuello, resollante y sudoroso,
Emma se dejó caer desmadejada sobre la mesa del salón.
—Sigues estando preciosa con este traje… —jadeó Logan en su oído, con una risa ronroneante.
Emma, con la falda levantada hasta la cintura y las medias en los tobillos, no pudo evitar soltar
una risa lenta y perezosa.
El sol ya se colaba entre las blancas cortinas cuando abrió los ojos. El despertador aún no
había sonado, así que comprobó la hora. Apenas eran las siete de la mañana. Desactivó la alarma
y se quedó unos instantes allí, quieta bajo las sábanas, acurrucada contra el cuerpo cálido y
dormido de Logan. Sentía su respiración, el movimiento pausado y rítmico del pecho viril contra
su espalda, la caricia leve de la respiración profunda en sus cabellos. Él seguía allí. No se había
esfumado durante la noche, no huía después de que echaran aquellos maravillosos polvos. Emma
cerró los ojos un momento y se recreó en lo que había pasado, no solo en cómo habían follado
sobre la mesa, y luego bajo el chorro de la ducha, donde Logan le devolvió de rodillas lo que ella
había hecho en el salón. Después de aquello, él preparó la cena y le preguntó si podía dormir con
ella. Estuvo a punto de negarse, pero antes de que lo hiciera, Logan le prometió que solo dormiría.
«Ha sido un error», pensó a medida que iba despejándose. «No debí dejarle quedarse a dormir.
Solo quiero follar con él, no quiero sentirme así».
La noche anterior estaba demasiado cansada y ahíta para negarse. Quería permitírselo, dormir
acompañada, sentir que todo estaba bien, sentirse protegida. Después del sexo y la deliciosa cena,
Emma no vio qué peligro había en dejarle dormir con ella, pero ahora se daba cuenta. Al pensar
en levantarse y acudir al trabajo se le cerró una especie de nudo nervioso en el estómago. No
quería. Quería quedarse allí, darse la vuelta, besarle, montarse encima de sus caderas y
cabalgarle. Hacer el amor con Logan.
«Hacer el amor...», pensó, sintiéndose cada vez más agobiada por esos pensamientos. «Tengo
que irme y no seguir pensando en estas tonterías».
Con cuidado, sin volverse para mirar el rostro dormido del irlandés para no verse tentada,
Emma salió despacio de la cama y se vistió con el mayor sigilo posible, se metió en el baño para
peinarse y asearse y volvió a salir. Él no había despertado. Cometió el error de mirarle antes de
irse, arrimando la puerta, y le vio dormido, con el brazo sobre el edredón ocupando el lugar que
instantes antes había ocupado ella.
Algo volvió a agitarse en su estómago. Rápidamente, se dio la vuelta y corrió hacia la salida
del apartamento, agarrando el bolso y el abrigo que habían quedado tirados la noche anterior en el
salón. Estaba huyendo, lo sabía. Necesitaba poner distancia física, porque en ese momento, al
notar el frío del exterior, fue consciente del vacío que había sentido al apartarse de su cuerpo, y
supo que llegaba tarde para interponer una barrera emocional entre los dos.
«Esto es malo... Es muy malo».
Había salido demasiado pronto de casa, así que decidió caminar un rato para despejar la
mente. No iba a poder abstraerse de aquello, porque a los pocos minutos recibió una llamada de
Jen en el móvil. Emma se apresuró a descolgar mientras caminaba.
—Buenos días, Jen.
—Buenos días, espero no haberte despertado —respondió.
—No, estoy de camino al trabajo. ¿Cómo es que has madrugado tanto?
—No he madrugado, aún no me he acostado —rio Jen—. He estado investigando.
—Pero no tenías que… —trató de disculparse Emma, sintiéndose mal por que su amiga no
hubiera dormido para hacer algo que ella le había pedido.
—¡Ni se te ocurra seguir! —la interrumpió Jen—. Sabes que mis horarios son muy locos, así
que cállate. Tengo cosas que contarte.
—Vale, vale. Sigue —respondió Emma suspirando. Era verdad que Jen no seguía el horario del
resto de los mortales y su trabajo le permitía administrar las horas como quisiera, no tenía por qué
sentirse mal por aquello.
—Mira, Logan te ha dicho la verdad en cuanto a su trabajo. Es quien dice ser, se llama Logan
O’Reilly y es segurata en la torre Harrington, pero no figura ninguna residencia en West Roxbury a
su nombre, ni como propietario ni como inquilino, así que en eso sí te ha mentido.
—¿Por qué me mentiría en algo tan tonto? —preguntó Emma.
—No lo sé. Puede que sea un muerto de hambre y le dé vergüenza decirte que vive en un
cuchitril, pero me extraña teniendo el trabajo que tiene. Tal vez tenga algún problema del que no
puede o no quiere hablarte —continuó Jen—, pero ese tipo te ha contado una mezcla de verdades
y mentiras muy rara.
—Eso parece… —suspiró resignada Emma.
—Hay algo más, aunque no sé si es importante. Investigando sobre él encontré una fotografía en
la que aparece en una noticia antigua de un periódico irlandés. Por lo visto detuvieron a su padre
por pertenecer al IRA.
Sorprendida, Emma se detuvo y frunció el ceño.
—¿Su padre del IRA? ¿Y él tiene algo que ver con eso?
—No, no hay información relacionada sobre él, pero es curioso, ¿no te parece?
—No sé qué pensar, la verdad…
—Bueno, si descubro algo más te llamaré enseguida. Por ahora es todo lo que tengo.
—Gracias, Jen.
Tras despedirse, colgó y guardó el móvil, sintiendo que tenía más preguntas que dudas
resueltas con lo que Jen le había contado.
—¿Qué más escondes, Logan O’Reilly? —dijo sin esperar respuesta.
—Tal vez yo pueda responder a esa pregunta, señorita Barnes —dijo alguien a su lado,
agarrándola repentinamente del brazo para caminar junto a ella. Emma se detuvo en seco para
mirarle, sorprendida y asustada.
Era un hombre asiático, joven. Sus ojos rasgados se cerraban aún más por su sonrisa amplia y
amable. Era alto, llevaba gafas, el pelo largo y negro atado en una coleta y una interesante barba
cubría su mentón. Parecía de origen japonés, pero Emma no estaba segura.
—¿Qué…? ¿Quién es usted? —preguntó confusa. El gesto de aquel hombre fue tan repentino
que ni siquiera intentó deshacerse de su brazo.
—Venga conmigo, enseguida responderé a sus preguntas en un lugar más recogido —dijo con
voz amable. Emma, sin saber qué esperar y asustada, se dejó guiar por el hombre, que la llevó
hasta el límite de la acera, donde un coche negro esperaba con la puerta de atrás abierta—. No
tenga miedo. Suba, por favor.
La amabilidad del desconocido la descolocó. Le miró extrañada y temerosa e hizo lo que le
pedía, sentándose en el asiento de atrás del coche cuando el hombre la soltó y la invitó a entrar
con un ademán cortés. Él entró tras ella y se sentó a su lado. En el asiento del conductor, otro
joven asiático esperó a que cerrasen las puertas para arrancar el motor.
—Soy Takeshi Sato —se presentó al fin—. Y no tiene nada que temer, señorita Barnes. La
conozco como si nos hubiéramos criado juntos. Sé que se escapaba con Jen, Liz y Patrick a
Somerville a jugar a los recreativos cuando tenían once años. Había una caseta de mantenimiento
en el patio del Hogar Barnes, estaba abandonada y solía ir para estar sola. Allí escondía sus
tesoros y logró acondicionar el lugar con muebles viejos y objetos abandonados que sacaba del
mismo hogar. Siempre fue una muchacha curiosa, usted y Patrick abrieron una vez la puerta del
ático y pasaron una noche curioseando los baúles y los trastos viejos que se apilaban allí. Sé que
con trece años adoptó a una camada de gatitos y los alimentó, dejándolos dormir en su refugio, y
que enterró a escondidas a tres de ellos cuando murieron. Solo Liz supo cuánto lloró por esos
animales, ¿verdad?
Emma se sintió paralizada. Era imposible que nadie supiera esas cosas. Eran sus secretos de
infancia, vivencias que solo había compartido con sus hermanos… Y estaba segura de que ellos
no le habían contado eso a nadie. Le costó reaccionar, mirando a los ojos oscuros del asiático,
logró al fin negar con la cabeza, atónita y asustada.
—¿Qué…? ¿Cómo sabe eso? —alterada, Emma intentó bajar del coche, pero las puertas
estaban cerradas—. ¡Déjeme bajar!
—Escúcheme, por favor. Sé todas esas cosas por una razón: no soy su enemigo, he sido su
amigo siempre, aunque no lo sepa. —Emma dejó de intentar abrir la puerta y le miró. Le
temblaban las manos—. Está pasando algo muy serio, algo que la involucra a usted y a sus
hermanos, y voy a ayudarles a solucionarlo, pero para eso tiene que venir conmigo. Quiero que
llame a su trabajo y diga que unos asuntos familiares urgentes la impedirán acudir hoy.
Takeshi hablaba con calma y seguridad. Tenía una voz suave y agradable y se dirigía a ella
como si realmente la conociera, como si diera por sentado que iba a acabar confiando en él. Algo
en esa actitud, en su aspecto sereno y su mirada amable, hizo que se detuviera a escuchar por
encima del temor que sentía. Algo estaba pasando, y fuera lo que fuera tenía que ver con Logan y
con ella. Takeshi había mencionado a sus hermanos, y si eso era así, no podía huir sin indagar, sin
al menos tratar de conseguir algunas respuestas.
«Pero estas no son formas de hacer las cosas...».
—No puedo llamar y simplemente decirles que no voy, tengo mucho trabajo, tengo que…
—Señorita Barnes, le aseguro que cuando sepa de qué va esta historia lo último que la
preocupara será faltar a su trabajo. Siento la descortesía de este encuentro, sé que es extraño para
usted, pero pedirle una cita formal era un riesgo que no podía asumir, por su propia seguridad —
explicó Takeshi. Hablaba un inglés perfecto, sin rastro de acento, lo que hizo pensar a Emma que,
si no era ciudadano estadounidense, llevaba mucho tiempo viviendo allí.
Eso tenía cierto sentido. Y si el hombre estuviera mintiéndole, ya había cometido el error de
subir al coche. Estaba atrapada y a merced de aquellos dos desconocidos por no haber sabido
reaccionar. En cualquier caso, era una oportunidad que no podía desaprovechar y que no le
hubieran quitado el móvil era buena señal.
—¿Vas a decirme al menos dónde me llevas? —preguntó, sacando el móvil del bolso para
marcar el número de Susan.
—Vamos a ver al señor Barnes —respondió con naturalidad, como si fueran a ver a un viejo
conocido.
Y lo era, pero Emma no podía tomárselo con aquella serenidad. Se quedó con el móvil en la
mano, mirando a Takeshi con los ojos muy abiertos. Emma conocía al señor Barnes, sí, pero jamás
le había visto en persona. El director del Hogar Barnes había sido como un padre para ella.
Durante los años que pasó allí fue una voz al otro lado del teléfono con la que hablaba casi a
diario. Recordaba conversaciones que duraban horas, en las que se había sentido segura y querida
a pesar de no tenerle delante. El señor Barnes no tenía rostro en sus recuerdos, era una voz grave
y suave, atemperada, que nunca se alzaba y que siempre mostraba comprensión y cariño. Era una
presencia al otro lado de la línea… El único adulto que se había preocupado por ellos durante su
infancia. Y el único que realmente había velado por su seguridad.
La sonrisa de Takeshi le pareció irreal en ese momento. Todo se desdibujó y necesitó unos
instantes para volver a la realidad. ¿Iba a conocer al señor Barnes? Parecía que su pasado
regresaba a ella, ¿pero qué tenía que ver Takeshi Sato con eso? ¿Y dónde encajaba Logan ahí? No
era capaz de establecer una relación entre las cosas que estaban sucediendo, entre los personajes
que se presentaban en aquella extraña obra en la que se había convertido su vida en tan solo unos
días.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Takeshi en un tono preocupado.
—Ah, sí… Disculpe, es que hacía mucho que no escuchaba ese nombre —respondió, aún
confusa. El coche ya se había puesto en marcha y miró a través de la ventana tintada, sintiéndose
arrastrada por una marea de recuerdos—. Voy a… llamar a mi trabajo.
Susan no puso ninguna pega cuando contactó con ella. No le mintió, Takeshi tenía razón, lo que
la mantenía ocupada en ese momento era un asunto familiar, así que Susan se mostró comprensiva
y ni siquiera le hizo preguntas. Solo le deseó suerte antes de colgar y le aseguró que se encargaría
de su trabajo del día.
Hasta que el coche se detuvo en una calle residencial de las afueras, Emma permaneció en
silencio. Extrañada, observó la hilera de casas idénticas ante la que se habían parado. No
reconocía ese lugar.
—¿Vive aquí el señor Barnes? —preguntó mirando interrogante a Takeshi. Él negó con la
cabeza, esbozando una sonrisa agradable.
—No, tenemos que cambiar de coche. Hay que tomar precauciones.
«Esto es serio...», se dijo. Empezaba a sentirse la protagonista de una novela de espías. ¿Por
qué era necesaria tanta precaución? ¿Quién les seguía? Si es que alguien lo hacía. Emma bajó del
coche sin poner pegas y siguió a Takeshi hasta otro vehículo que permanecía aparcado junto a la
acera. Era un BMW de color azul marino, muy distinto al coche negro de las lunas tintadas que
abandonaban.
El vehículo se puso en marcha una vez se sentaron y no tardaron en abandonar Boston en
dirección a Somerville. Cuando Emma se dio cuenta de hacia dónde se dirigían, el corazón se le
encogió en el pecho y la sensación de nostalgia que había despertado el nombre de Barnes se
intensificó.
«No sé si estoy preparada para esto», pensó cuando el coche estacionó ante el jardín de la
antigua casa señorial. El edificio parecía sacado de sus recuerdos: las mismas ventanas de forja,
antiguas y enormes, la misma piedra desgastada por el tiempo, el mismo tejado rojo que durante
tanto tiempo la cobijó. Takeshi abrió su puerta y esperó a que bajara, pero Emma se tomó su
tiempo, observando desde el interior del coche como si marcara una zona segura.
El muro del jardín seguía en pie, con su verja de hierro y sus ladrillos rojos. La hiedra había
crecido por todas partes, pero estaba cuidada, verde y bien recortada para que no invadiera todo
el espacio. En las puertas de entrada un letrero forjado rezaba: Hogar Barnes. Un nudo se cerró en
su garganta al bajar el primer pie del coche. Takeshi la agarró gentilmente del brazo, como si
adivinase lo que estaba ocurriendo en su interior.
—Tómese su tiempo. Podemos entrar cuando lo desee —le indicó amablemente.
—Es tal y como lo recordaba… —respondió ella, mirando las puertas antes de decidirse a
entrar por el camino de gravilla—. Esos columpios eran diferentes, entonces eran de hierro.
Había niños allí, deslizándose por los toboganes, balanceándose en los columpios y sentados
sobre la arena, jugando y riendo a pesar de la frescura de la mañana. Recordó que ella nunca tenía
frío entonces, que era capaz de jugar horas en la nieve sin darse cuenta de tener las manos
entumecidas o la nariz como un témpano. Una sonrisa nostálgica curvó sus labios y mientras se
acercaban al edificio el brillo de los recuerdos dulces de la infancia tiñó sus ojos. Takeshi,
respetando su silencio, la llevó sin pronunciar una palabra al interior del edificio.
En los corredores había más niños. La alarma estridente que señalaba el reinicio de las clases
sonó, provocando un alboroto. Pasos apresurados y carreras de vuelta a las aulas llenaron el
pasillo por el que caminaban de un agradable estruendo. También era el sonido de sus recuerdos.
Las risas, los gritos en los pasillos, los cuchicheos en las habitaciones durante la noche. No había
sido infeliz allí, había tenido todo lo necesario y encontró a las personas a las que más quería
entre aquellas paredes. Lo único que siempre le había pesado era el vacío, ese hueco
irremplazable que dejan los padres en el corazón de un niño. Esa soledad era un recuerdo amargo
que aún la acompañaba en la adultez.
Takeshi la acompañó escaleras arriba. Pasaron frente a las habitaciones. Emma recordaba cada
una de ellas, había estado en muchas, con diferentes compañeras de cuarto. No se detuvieron allí y
subieron otro piso más. Al llegar al corredor superior, supo dónde se dirigían. La puerta blanca al
final del pasillo siempre fue un enigma para ellos. Patrick intentó entrar más de una vez, sin éxito,
y durante años inventaron historias sobre lo que esa habitación escondía. Lo que descubrió cuando
Takeshi abrió la puerta era más prosaico que lo que su imaginación había indagado de niña.
No era más que un despacho, luminoso, pulcro, de muebles de madera de haya, claros y
limpios. Había algunos libros en las baldas, pero la decoración era ligera y minimalista. Sentado
tras un gran escritorio, un hombre de rasgos asiáticos parecía esperarla. Era maduro, llevaba el
pelo corto, con algunas canas visibles en las sienes y llevaba una barba corta, limpia y recortada
que le aportaba más distinción a sus rasgos cincelados. Algo en él le recordó al mismo Takeshi,
pero no le reconocía por nada más. No lo hizo hasta que no se puso en pie y habló.
—Buenos días, Emma. Espero que tu regreso esté siendo agradable.
«Es el señor Barnes». Un acceso de emoción la hizo taparse la boca con la mano. No pudo
impedir que dos gruesas lágrimas emborronasen la visión de aquel hombre antes de rodar por sus
mejillas.
Capítulo 7
Cuando eran niños, todos en el orfanato jugaban a imaginar cómo sería el señor Barnes. Aquel
hombre misterioso que hablaba por teléfono con cada uno de ellos, que enviaba regalos, que
conocía los gustos y aficiones de cada pequeño, tomaba una forma distinta para cada cual. Emma
solía dibujarlo alto, con el pelo blanco y una gran barba, como si fuera una especie de Santa
Claus. Nunca se había esperado aquello.
El señor Barnes era un hombre serio, de hombros anchos y estatura normal. Vestía un traje
oscuro con camisa negra, chaleco y corbata del mismo color con un alfiler opalescente. Mantenía
las manos unidas con los dedos cruzados. Al mirarlas, Emma vio que tenía un único anillo en el
dedo anular, una alianza de oro. «¿Existe una señora Barnes?», pensó de pronto, muerta de
curiosidad y también de incertidumbre.
Él no decía nada. Parecía estar aguardando a que Emma reaccionara. Sus ojos oscuros la
miraban con una evidente emoción, sin embargo, no había nada más en su semblante que expresara
nada: su ceño estaba relajado y su actitud era tan tranquila que un aura de serenidad, casi de
majestad, parecía envolverle. A pesar de no aparentar más de cincuenta y cinco años, algo en él
daba la impresión de ser antiguo y noble, igual que un templo.
—¿Es usted de verdad? —fue lo primero que Emma pudo pronunciar.
El señor Barnes asintió y se puso en pie, señalándole con la mano una silla frente a su
escritorio. Emma avanzó y tomó asiento, observándole con los ojos como platos.
«No te rindas, Emma», le había dicho aquel hombre cuando, con dieciséis, desesperada,
lloraba al teléfono diciéndole que no iba a poder aprobarlas todas, lo fracasada que se sentía. «El
único fracaso es rendirse. Inténtalo, y si no lo consigues este año, lo lograrás el que viene. No te
presiones, nadie espera que seas perfecta».
Recordaba perfectamente aquella conversación, igual que muchas otras. El señor Barnes, al
otro lado del teléfono, le preguntaba por sus estudios, por sus amigos, por sus sentimientos. Y
siempre, por una u otra razón, acababan volviendo a lo mismo: la necesidad de no rendirse, pero
también de tener paciencia y no exigirse la perfección. El señor Barnes la conocía mejor de lo que
nunca la habían conocido sus propios padres y ella, al igual que el resto de los jóvenes del
hospicio, lo adoraba e intentaba por todos los medios no decepcionarle.
—Tenía muchas ganas de verle —acertó a decir, aunque inmediatamente le sonó tonto y
ridículo.
—Yo también. Lamento que tenga que ser así. No es lo que me hubiera gustado.
Aquellas palabras y su tono triste hicieron que su mente volviera a ubicarse. Rápidamente miró
a Takeshi, que permanecía de pie junto a la puerta.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Qué es lo que ocurre?
El señor Barnes suspiró y se inclinó hacia adelante, mirándola con gravedad.
—Te he hecho traer porque estás en peligro, Emma. Todos lo estamos.
La sangre se le congeló en las venas. Miró fijamente a aquel hombre que siempre había sabido
tranquilizarla cuando aún era una niña. ¿Por qué le decía esto ahora? Recordó entonces las
primeras palabras que Takeshi Sato le había dirigido cuando se encontraron y el mundo se le cayó
encima.
—Es por Logan, ¿verdad? —acertó a decir.
El señor Barnes se apartó un poco para abrir un cajón del escritorio y extrajo una carpeta del
interior y una Tablet. Colocó esta última frente a Emma y la encendió, mostrando una carpeta llena
de fotografías ordenadas por fecha. Las primeras imágenes estaban datadas en 1890 y mostraban
el antiguo edificio del orfanato. Emma pidió permiso con la mirada antes de empezar a pasarlas
con el dedo.
—El señor O’Reilly no es más que una pieza. Todos estamos en este tapiz, cada uno con una
función asignada…, queramos o no.
Emma se había quedado mirando una de las fotografías. En ella aparecía un hombre de cabello
blanco, vestido a la moda de principios de siglo, estrechando la mano a otro ante las puertas del
orfanato. Los dos parecían venerables y dignos. Junto al primero había un joven asiático vestido
con un traje a su medida, como un pequeño caballero, y mirando a la cámara con la misma
expresión seria que los adultos.
—¿Y qué tienen que ver estas fotos, de qué va todo esto?
—Este es Arthur Barnes —aclaró el hombre señalando con el dedo al caballero de pelo blanco
—, y este es Edmund Harrington. —Emma parpadeó, mirándolo sorprendida—. Y el niño es
Tsukikage Sato, hijo adoptivo de Arthur… y mi padre.
Emma asintió y no hizo más preguntas, ni siquiera al escuchar el apellido Harrington. Con el
corazón en un puño, dejó que el señor Barnes prosiguiera.
—En 1890, Arthur Barnes fundó este lugar, el Hogar Barnes para niños huérfanos, gracias al
dinero que había ganado con sus empresas mineras. Arthur fue un hombre lleno de claroscuros,
pero dedicó los últimos años de su vida a tratar de devolverle al mundo parte de lo que este le
había dado. La fundación del Hogar Barnes era parte de sus proyectos filantrópicos y en un
principio funcionó como casa de acogida para niños huérfanos de estrato social bajo, con
dificultades económicas, o hijos huérfanos de mineros de la compañía Barnes. Esta foto, tomada
en 1910, captura el momento en el que Edmund Harrington, magnate dedicado al desarrollo
tecnológico, se unió a la causa de Barnes aportando una fuerte suma para dotar al hospicio de
atención médica. Cuatro años después, comenzó la guerra.
El señor Barnes pasó unas cuantas fotografías hasta mostrar otra. En ella, un joven asiático con
un asombroso parecido a Takeshi posaba vestido con el uniforme de las Fuerzas Expedicionarias:
firme, con las botas altas, el casco semiesférico y la mirada decidida.
—Desde el principio, Arthur Barnes se oponía a la violencia y participó activamente en las
labores diplomáticas destinadas a evitar el conflicto armado, pero no tuvieron éxito. El señor
Harrington, por el contrario, consideraba la guerra como una buena oportunidad e hizo negocios
fructíferos fabricando y vendiendo motores para las Potencias Centrales. Ambos comenzaron a
tener desencuentros… que empeoraron en 1917, cuando mi padre se unió a filas. Fue entonces
cuando comenzó otra guerra: la guerra entre los Barnes y los Harrington.
Emma miró al señor Barnes con incredulidad. Este prosiguió.
—Arthur comenzó a denunciar las actividades desleales de Edmund, poniendo su posición
social en juego. Para cuando la guerra terminó, entre las dos familias ya había un ambiente
irrespirable. Arthur era muy pertinaz, pero no conocía las artes de la sutileza. Mi padre le suplicó
que cejase en aquella campaña contra Harrington, que se limitaba a defenderse mientras preparaba
su golpe maestro. En 1921, el anciano señor Barnes falleció en extrañas circunstancias y todos sus
bienes pasaron a ser propiedad de su mujer e hija.
Las fotos, algo más modernas, mostraban ahora a una familia de lo más inusual: una mujer de
edad avanzada y una joven pareja: el muchacho asiático, ahora ya más adulto, y una dulce joven
de ojos claros y cabello aparentemente rubio vestidos según la moda de los años treinta.
—Que la muerte de Arthur había sido causada por Edmund Harrington era algo fuera de toda
duda para los Barnes, que mientras reunían pruebas para llevarle a la justicia se encontraron con
la situación de una herencia demasiado grande en manos de una viuda y su hija soltera. Para
asegurar el futuro de los Barnes, mi padre se casó con la hija biológica de Arthur, mi madre.
—Y… ¿encontraron las pruebas que buscaban? —se atrevió a preguntar Emma al ver que el
señor Barnes hacía una larga pausa, observando aquellas fotos con expresión perdida, como si le
fuera imposible no hundirse en sus recuerdos.
El hombre volvió en sí y la miró, asintiendo.
—Así es. Sin embargo, mi padre tenía un temperamento muy diferente al de Arthur Barnes.
Descubrió lo lejos que llegaban los tentáculos de Harrington, que alcanzaban con su ponzoña al
mismísimo gobierno de los Estados Unidos, y fraguó un plan a largo plazo. El enfrentamiento
directo había resultado tener un precio demasiado alto, así que mi padre decidió espiar a los
Harrington para reunir toda la información posible sobre sus turbios manejos a lo largo del
tiempo… y sacarlos a la luz en el momento adecuado.
—Pero eso no llegó a suceder —aventuró Emma.
El señor Barnes asintió.
—Cuanto más averiguaba mi padre, más consciente era de lo difícil que sería tumbar una
corporación como aquella, que además crecía y se enriquecía más cada año que pasaba. Armas,
drogas, diamantes de sangre, espionaje industrial, extorsión, tráfico humano… No había palo que
los Harrington no hubieran tocado. No les importaba vender sus armas a los terroristas y los
paramilitares de África o Sudamérica, ni les temblaba la mano a la hora de eliminar a los agentes
enemigos…, es decir, a las personas que se oponían, en mayor o menor medida, a sus planes. —El
señor Barnes hizo entonces otra pausa que a Emma le resultó de lo más significativa—. En los
setenta, cuando yo apenas era un adolescente, mi padre y mi madre comenzaron a prepararme para
ser el próximo señor Barnes. Fue entonces cuando empezamos a acoger en el hospicio a los hijos
huérfanos de familias asesinadas por los Harrington.
Emma parpadeó con fuerza, negándose a mirar de frente hacia la idea que empezaba a formarse
en su mente.
Las fotos pasaron una a una. Emma vio imágenes de casas incendiadas, recortes de periódicos
sobre accidentes, esquelas.
—Sabíamos que antes o después, nuestros actos atraerían de nuevo la mirada de Harrington
hacia nosotros… y así fue. Pero esta vez, el hijo de Edmund, Archibald, fue más paciente.
Observó y preparó a su propio hijo, Albert, igual que mi padre me preparó a mí.
—Señor Barnes, la muerte de mis padres… —interrumpió Emma con voz débil, incapaz de
escapar por más tiempo al grito de su conciencia.
El hombre asintió. No hizo falta más. Emma se mordió el labio, dejando que dos gruesas
lágrimas corrieran por sus mejillas. Cuando el señor Barnes alargó la mano para agarrar la suya,
Emma la apartó, súbitamente tensa. Siempre había creído que, si algún día llegaba a conocer a su
benefactor, le abrazaría con fuerza y todo sería alegría, pero ahora… Aquella historia era
demasiado retorcida, demasiado cruel.
—Lo lamento mucho, Emma…
La voz de aquel hombre seguía siendo su referente, pero esta vez, aunque la tranquilizó por
puro instinto, Emma no se sintió tan reconfortada.
—Usted… ¿Usted sabía que yo iba a presentarme a un puesto de secretaria en la torre
Harrington…? —preguntó sin querer conocer la respuesta.
—Lo sabía.
—¿Y por qué lo permitió? —preguntó mirándole desamparada, con los ojos anegados por el
llanto—. ¿Por qué no me lo impidió, por qué no me contó que la muerte de mis padres era culpa
de ellos?
—Porque no era necesario.
La respuesta totalmente sincera y convencida del señor Barnes la hizo erguirse.
—¿Cómo que no era necesario? Era mi pasado, tenía derecho…
—Sé que no quieres oír esto y yo tampoco quiero decirlo, pero hay cosas más importantes que
tu pasado, Emma.
Aquellas palabras, suaves y paternales, la dejaron clavada a la silla. Parpadeó con fuerza,
incrédula.
—Los Harrington siguen matando, siguen corrompiendo y provocando que cosas horribles
sucedan en el mundo. Su dinero y sus negocios sustentan actos terroristas, guerras fratricidas en
los países más desfavorecidos, muerte, violaciones y atropellos de toda clase en todo el mundo.
Sus manos están llenas de sangre inocente, y cada día que pasa, ese río de sangre crece. Y ahora,
todas las pruebas que hemos reunido contra ellos a lo largo de más de un siglo están, por
desgracia, en sus manos.
Emma suspiró y se masajeó las sienes.
—Así que, ¿a usted le conviene que yo esté allí?
—Sí. Tanto como a él le conviene tenerla cerca.
Esas palabras le causaron un escalofrío y alzó la cabeza de nuevo, alerta.
—¿Por qué?
La actitud del señor Barnes cambió entonces. Sus hombros se hundieron y agachó la cabeza un
tanto, desviando la mirada hacia la ventana que había a su izquierda, por la que entraba la luz del
día.
—A principios de los noventa ideamos un sistema que impidiera todo filtrado de información.
Archivamos todo lo recopilado en una serie de documentos encriptados que se guardarían en un
único dispositivo, creado para contenerlos y solo reproducirlos al introducir un código de
activación con cuatro cifras de cuatro números. Para evitar que nadie aparte de mí pudiera
acceder a ellos, repartí las cifras entre vosotros.
—¿Cómo?
—Tú posees una, Jen, Liz y Patrick las demás.
Emma soltó un jadeo y sintió que la habitación comenzaba a oscurecerse. «No me puedo
desmayar ahora. Ahora no», se ordenó, inclinándose hacia adelante. Fue Takeshi quien acudió
rápidamente con un vaso de agua y le preguntó si estaba bien. Su voz se oía desde muy lejos.
Emma se dio cuenta de que iba a empezar a hiperventilar en cualquier momento.
—Esto debe ser una broma…
Agarró el vaso de agua que le ofrecían y se lo bebió a grandes tragos, aguantando el deseo de
gritar y tirarlo al suelo a continuación.
—Ojalá pudiera decirte que sí. Pero vosotros siempre habéis sido diferentes… especiales.
Habéis sido como hijos propios para mí. Así que pensé…
—¿Hijos propios? —Emma soltó el vaso con fuerza en la mesa y lo miró, rabiosa—. ¿Hijos
propios? Nos ocultaste todo esto… no solo a nosotros, ¡a todos! Jamás nos dejaste verte, nunca
estuviste cerca, solo… solo eras una voz tras el teléfono y ahora resulta que somos las víctimas
del juego de poder de los Harrington y que tú nos has utilizado para salvaguardar información con
unas cifras que ni siquiera sabemos que tenemos. ¿Por qué? ¿Por qué nosotros, por qué ahora
estamos en peligro?
—Por culpa de mis decisiones —dijo sencillamente el señor Barnes.
Emma deseaba levantarse y abofetearle, quería salir de allí y regresar con un bate o algo así
para gritar su frustración, destrozar el despacho y luego irse lejos, muy lejos. Sin embargo, se
limitó a mirarle con ira y escuchar.
—Hace unos meses supe que habíamos sido traicionados. Me habían robado el dispositivo y
ahora estaba en manos de los Harrington. Sabía que necesitarían el código, no hay forma de
acceder a los datos sin él, y para ello vendrían a por mí. Fingí mi propia muerte para ganar
tiempo, pero sea quien sea la persona que nos la está jugando, sabe demasiado y al dar por hecho
que yo había fallecido, empezaron a buscaros.
—¿Cómo que fingiste tu propia muerte? ¿Por qué no hemos sabido nada de eso?
—Porque no apareció ninguna esquela sobre el señor Barnes, sino la esquela de Akira Sato. Es
mi verdadero nombre, el auténtico apellido de mi padre.
Emma frunció el ceño y suspiró. Todo aquello era una locura, una maldita locura que parecía
salida de una serie de Netflix.
—Entiendo, así que los Harrington van tras nosotros… ¿por eso me llegó la oferta de empleo?
—Tras comprobar la entrada en acción de Logan O’Reilly creo que podemos estar seguros de
ello.
—Deja de hablar en plural —espetó Emma, cada vez más triste y furiosa—, yo no soy parte de
este maldito tapiz.
—Lo eres, aunque no quieras. Todos lo somos.
Se pasó las manos por la cara. Tenía demasiadas preguntas, pero no quería oír la respuesta a
ninguna de ellas. Sin embargo, las necesitaba.
—¿Quién es Logan O’Reilly? ¿Qué papel tiene en todo esto? —murmuró abatida.
—Trabaja para Albert Harrington. Creo que quiere recuperar tu parte del código. Puede que
también utilizarte para obtener las de Liz, Jen y Patrick.
—¿Pertenece a su familia de pirados?
—No, es un agente independiente. Un… mercenario, por llamarlo así.
«Un mercenario». Emma recordó sus bromas sobre su formación como profesional de
seguridad. También estaba lo que Jen había descubierto: que su padre había pertenecido al IRA.
«A saber cuántas mentiras más me habrá contado».
Observó el vaso sobre la mesa, negando con la cabeza. Quería marcharse de allí y olvidarlo
todo, pero ni siquiera tenía fuerzas para levantarse.
—Esas cifras… ¿por qué no las recuerdo?
—Las recordarás cuando llegue el momento.
Soltó una risa seca y miró al señor Barnes. Su voz paternal, su mirada conmovida… todo
aquello era una maldita fachada. No podía confiar en nadie. Nunca había podido. La vida acababa
de demostrárselo.
—Y tú decidirás cuándo es el momento, ¿verdad? Igual que has decidido ponernos en esta
situación y provocar que… —Tomó aire, sintiendo que se mareaba de nuevo, y dejó caer la
cabeza hacia adelante—. Oh, Dios mío… ¿qué es este lugar, qué son para ti todos estos huérfanos?
¿Tu ejército de la venganza?
—No se trata de venganza, Emma —insistió el señor Barnes, conciliador—, es lo que hay que
hacer. Los Harrington son una amenaza para todos, son el enemigo y debemos acabar con ellos.
—¿Debemos? ¿Por qué nadie nos ha preguntado a nosotros? ¡No somos tus juguetes! —
exclamó alzando el rostro, incapaz de contener más el estallido de emociones amargas,
desesperadas y confusas—. Él nos arrebató a nuestros padres pero tú no eres mejor. Tú has
comprometido nuestras vidas. ¡¿Cómo has podido?!
—Emma…
El señor Barnes intentó acercarse a ella de nuevo, pero Emma se puso en pie a toda prisa y se
alejó de espaldas hacia la puerta.
—No. No te acerques. Quiero irme de aquí…
—Emma, debes tener cuidado con Logan O’Reilly. Es un hombre peligroso, hará lo que sea
necesario. Tienes que saber a lo que te expones si…
—¿Ahora? —Negó con la cabeza—. No, guárdate tus advertencias. Llegan tarde. Años tarde.
Quiero irme de aquí. Quiero irme a casa.
Lo vio acercarse a ella y trató de darse la vuelta, abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave.
Takeshi observaba desde un rincón, claramente dolido con lo que estaba ocurriendo.
—Emma…
Cuando las manos del señor Barnes la agarraron por los brazos hubiera deseado pelear,
zafarse, marcharse a toda prisa de allí. O tal vez golpearle. Pero no hizo nada de eso.
—Emma, de veras lo siento. Ahora sé que me equivoqué…
Era aquella voz, la voz que siempre la había alentado, la voz que le había hecho sentir desde
pequeña que le importaba de verdad a alguien. Había sido como un ángel de la guarda, como un
mentor, el refugio de todas sus frustraciones, la única seguridad que había tenido hasta la
adolescencia. Sintió que se le encogía el pecho y sus ojos se llenaban de lágrimas. Entonces, él la
abrazó. La estrechó tiernamente contra sí, acariciándole el cabello. Por primera vez, Emma sintió
su cuerpo y pudo percibir el perfume de su colonia. El recuerdo de sus padres la golpeó con
fuerza y rompió a llorar, estremeciéndose a causa de los sollozos. Sin poder evitarlo, odiándose
por ello, abrazó a aquel hombre cuyo apellido había aceptado con el mayor de los orgullos.
—No tenías derecho… Lo que hiciste… —balbuceó desarmada.
—Ahora lo sé. Lo siento con toda mi alma, Emma. —Durante un momento solo se abrazaron en
silencio—. Y siento más aún lo que tengo que pedirte.
Emma se separó, mirándole a los ojos. De nuevo se sentía como una niña.
—Tienes que recuperar el dispositivo de manos de Harrington.
De nuevo tuvo la impresión de que le fallaban las rodillas, se sujetó a él.
—No puedo hacer eso, señor Barnes… Yo…
—Puedes hacerlo, Emma.
Eso le había dicho siempre. «Puedes hacerlo, Emma».
—Pero…
—Solo tienes que descubrir dónde está. Takeshi se encargará del resto.
«Soy estúpida. Una estúpida patética», pensó. A pesar de todo, aunque sabía que la estaba
manipulando, también quería complacerle. Quería hacer lo que le decía, demostrarle que podía…
Quería que él, la voz al otro lado del teléfono, estuviera orgulloso de ella. Era tan triste…
—Lo intentaré —afirmó limpiándose las lágrimas con los dedos.
Él volvió a abrazarla y se quedaron así durante minutos enteros. Emma se sintió aún peor al
darse cuenta de que no quería soltarlo, de que quería hablarle de todo lo que había hecho en
aquellos años, desde que abandonó el orfanato, para que él le diera su aprobación. «¿Por qué soy
tan débil? Jen le habría roto la máquina de agua en la cabeza», pensó mirando de reojo el pequeño
depósito de plástico junto al cual aguardaba Takeshi, con las manos cruzadas al frente y la vista
perdida.
Finalmente se separaron. El señor Barnes acercó la mano para retirarle la última lágrima.
Emma lo miró como si quisiera grabarse sus facciones, dolida y conmovida al mismo tiempo.
—¿Aún quieres irte a casa? —preguntó él.
Aquella pregunta la consoló tanto o más que los abrazos. A pesar de todo, había cosas que eran
verdad. Sabía que el señor Barnes quería pasar más tiempo con ella y eso la llenaba de una
estúpida alegría que calmaba su dolor igual que el alcohol sobre la herida: escocía un poco, pero
valía la pena.
—Sí —respondió con sinceridad. Se sentía agotada.
El señor Barnes asintió con la cabeza.
—Takeshi te llevará. Estaremos en contacto. Hasta pronto, Emma.
El joven asiático tecleó algo en su móvil y la puerta sonó con un chasquido. Luego giró el
pomo y salió delante, invitando a Emma a hacer lo mismo. Ella obedeció de forma automática.
Estaba aturdida, agotada y triste. Tenía mucho, demasiado en lo que pensar.

***
El trayecto de regreso a casa fue igual de cauteloso que el anterior, cambio de coche incluido.
En esta ocasión, sin embargo, Emma no podía mantenerse alerta: estaba demasiado cansada.
—Siento mucho todo esto.
La voz del joven era algo similar a la de su padre, suave y sensible. Emma le miró a través del
retrovisor sin saber qué responder.
—Mi padre lleva una gran carga sobre los hombros. No siempre toma las mejores decisiones,
pero su intención es buena.
«Me importa una mierda su intención», hubiera querido decir, pero no fue capaz.
—¿Es tu padre biológico? —preguntó en cambio.
—Sí, lo es. Cuando él no esté, yo seré el nuevo señor Barnes.
—Claro. Tradición familiar —dijo Emma con sarcasmo.
—No es tan malo. Si todo esto termina antes de que deba ocupar el cargo, mi labor será mucho
más amable.
Emma miró a través de la ventanilla y suspiró. Recordaba las largas tardes fantaseando a
escondidas con aquellos a quienes había elegido como hermanos.
Jen, Liz, Patrick… Con quince años se escondían en la parte de atrás de la enorme casa
señorial para fumar a escondidas mientras soñaban con crecer. «Ojalá pudiera volver a entonces,
olvidar todo esto, ser simplemente Emma», pensó con desazón.
—Lo que ha dicho es cierto. —De nuevo, la voz de Takeshi la sacó de sus pensamientos—.
Sois como hijos para él. Os eligió. Puede que fuera un error hacerlo, pero ya os había elegido en
su corazón.
—¿Y tú qué opinas de eso? —preguntó Emma al darse cuenta de la forma contenida en que
Takeshi hablaba del tema.
Hubo un largo silencio.
—Me hubiera gustado conoceros antes. Que todo fuera normal. Poder formar parte. Pero nunca
he podido, era peligroso.
—¿Peligroso, por qué?
—Porque para mi padre, todo siempre es peligroso —dijo él con media sonrisa sesgada—.
Lamentablemente, muchas veces tiene razón, así que me he limitado a mirar desde lejos.
Emma le observó. Era atractivo y serio. No debía tener más años que ella, no muchos años al
menos, y sin embargo se comportaba como un hombre maduro, recto y curtido. Su actitud, sumada
a su aspecto, le recordó a un samurái.
—Tú también eres víctima de su juego —afirmó Emma, poniendo voz a lo que ambos sabían
—. No es el mejor padre del mundo, ¿no?
—Puede que no —respondió Takeshi—, pero es nuestro padre.
Emma apartó la mirada y no habló más.
Cuando llegaron frente a su casa, después de que Takeshi comprobara que no había nadie por
los alrededores, Emma salió del coche. No sabía cómo despedirse de aquel desconocido que tanto
parecía conocerla y tener en común con ella, así que se limitó a levantar la mano. Él, desde el
coche, le devolvió el saludo.
Una vez en su apartamento, tras cerrar con llave y colocar una silla ante la puerta, Emma cerró
todas las cortinas. Vio marcharse el coche de Takeshi antes de echar la última. Solo entonces,
completamente a solas, caminó hacia el sofá, se acurrucó en él y, devastada, lloró hasta dormirse.
Capítulo 8
Despertó con los párpados hinchados y pegados por las lágrimas. Se sentía agotada, derrotada
después del duro despertar que había significado su encuentro con el señor Barnes. El hombre que
era lo más parecido a un padre que había tenido les había manipulado, mentido y mantenido en una
ignorancia peligrosa, sí.
Y también les había protegido. Gracias a él seguían vivos y habían permanecido alejados de
las conspiraciones de la Corporación Harrington. Al recordar lo que Barnes le había revelado, se
encogió sobre sí misma en el sofá, sintiendo un acceso de náusea. ¿Cómo podía ser verdad algo
así? Emma no era capaz de concebir esa maldad más allá de la pantalla del televisor, de las
historias de ficción. O se negaba a concebirla.
«No. Sabes que existe desde hace mucho. Sabes lo oscuro, vil y traicionero que puede ser el
ser humano», reflexionó, sintiéndose vulnerable como una niña ante los recuerdos.
Bajo la luz de las revelaciones, las cosas tomaban un nuevo sentido. Había recuerdos a los que
Emma no quería regresar, enterrados en su memoria, firmemente clavados en su psique como un
puñal cuyo dolor se había vuelto sordo y con el que había aprendido a convivir. Ahora no podía
evitar regresar a ellos y hacerse dolorosas preguntas.
Si el Hogar Barnes daba refugio a los huérfanos que esa organización había dejado, ¿tenía que
ver la muerte de sus padres con ella? La culpable llevaba veintidós años en prisión. Sí, conocía
bien las sombras del ser humano. La hermana de su propio padre fue la que apretó el gatillo. Su
tía, la persona que la cuidaba cuando sus padres no estaban, alguien en quien confiaba, alguien a
quien quería, fue capaz de matar a sus familiares, y lo hizo delante de ella.
El recuerdo la hizo encogerse otra vez en el sofá, buscando un refugio que ya no podía salvarla
de las imágenes del pasado. Emma se abrazó a un cojín y enterró el rostro en él, aguantando el
llanto que pugnaba por brotar de su dolorida garganta.
Lo que hizo su tía la cambió para siempre. No solo le arrebató a las personas a las que más
quería en el mundo, quienes representaban el universo para la niña que era, también quebró por
completo su capacidad para confiar en nadie. Durante años, estuvo encerrada en sí misma,
dirigiéndose a los demás solo para lo estrictamente necesario, paralizada por el miedo y el shock
que había supuesto el terrible acto de su tía. Eso solo cambió al conocer a sus hermanos. Liz, Jen
y Patrick hicieron que recuperase un ápice de su inocencia y su fe en la humanidad.
Jamás fue capaz de entender lo que había ocurrido. No había nada que pudiera justificar la
muerte de dos seres humanos y ella no había tenido las fuerzas para indagar en todos aquellos
años. Lo había enterrado todo en el fondo de su mente por mera supervivencia, pero ahora no
podía simplemente apartar la atención y seguir con su vida.
¿Tenía que ver la Corporación Harrington con la muerte de sus padres? Si lo que el señor
Barnes le había contado era cierto, la respuesta estaba clara. Entonces… ¿habían obligado de
alguna manera a su tía a hacer lo que hizo? Fuera lo que fuera, no justificaba aquel acto aberrante,
pero al menos era una respuesta, una razón que explicaba el sinsentido de sus muertes.
Tenía que averiguarlo. El limbo en el que había vivido hasta ese preciso momento ya no le
valía. Ya no le servía para sobrevivir. Ahora sabía que estaban en peligro; su pasado había
regresado, como regresan las cosas que quedan sin resolver. No podía quedarse encogida en el
sofá y esperar que la tormenta pasara porque sabía que eso la destrozaría. Se puso en pie de golpe
y buscó el móvil, dispuesta a llamar a sus amigos, pero al tener el aparato en la mano se sintió
bloqueada.
«¿A quién debo llamar? ¿A quién puedo pedirle esto?», se preguntó angustiada.
La primera persona que le vino a la mente fue Liz, pero al instante supo que no era buena idea.
La situación de su amiga era delicada. Liz era muy sensible y se preocupaba demasiado por los
demás, si le contaba lo que ocurría, agravaría las cosas para ella, dejaría de lado sus propios
problemas para ayudarla y Emma era consciente de cuánto necesitaba su amiga centrarse en su
vida y solventar lo que la estaba angustiando tanto.
Suspiró, mordiéndose el labio inferior. ¿Y Patrick? Enseguida supo que sería peor. Era
temperamental, le insistiría hasta que le contase todo y luego estallaría. No necesitaba eso en ese
momento, lo que quería era un apoyo, no estar sola ante una de las cosas más difíciles que iba a
hacer en su vida.
Finalmente, Emma buscó el nombre de Jen en la agenda y pulsó el botón de llamada.
—Jen —dijo cuando descolgó, sin dejarla saludar siquiera—. Necesito que me acompañes a
Suffolk. Quiero hablar con tía Donna.
—Vale. Estaré en quince minutos en la puerta de tu casa —respondió ella sin más, y colgó.
Emma se sintió algo aliviada al no tener que darle más explicaciones, aunque sabía que tarde o
temprano tendría que hacerlo.
El Subaru BRZ azul eléctrico de Jen se deslizaba casi sin hacer ruido sobre la carretera. Iban
de camino a la prisión de Suffolk, donde Donna cumplía la cadena perpetua por el asesinato a
sangre fría cometido veintitrés años atrás. Llevaba veintidós años cumplidos allí dentro, y en ese
tiempo Emma no había ido a visitarla una sola vez. Se había esforzado por olvidarla, hasta el
punto de que casi había conseguido borrarla de su vida.
—Estás muy rara últimamente, ¿esto tiene algo que ver con Logan? —preguntó Jen
incorporándose al tráfico de una calle principal tan rápido que dio un bandazo con el coche.
Conducía algo alocadamente, deprisa, lo que contradecía su mirada calmada fija en la
carretera. Emma se sintió peor al pensar en Logan. Ese cabronazo la había utilizado y ella le había
dejado meterse hasta en sus bragas como una idiota. ¿Cómo había podido ser tan confiada? ¿Cómo
había dejado que la manipulara de esa manera? Nunca se había dejado llevar por los impulsos, y
la única vez en que lo había hecho todo le confirmaba que era un error imperdonable.
—Preferiría no hablar de él ahora mismo —respondió. No se sentía capaz de gestionar todo
aquello a la vez.
Lo de Donna era suficientemente doloroso como para añadirle el trago amargo de la traición de
Logan. Al final, parecía claro que solo podía confiar en sus amigos. Su vida estaba bien como
estaba, pero tuvo que dejarse llevar por la sonrisa de pirata de ese cabronazo.
—Emma… ¿qué ha pasado? Podría ayudarte mejor si me lo contaras. ¿Ese tipo te ha hecho
daño? ¿Qué tiene que ver con esto? —insistió Jen, mirándola de reojo mientras conducía.
—Te prometo que te daré las respuestas cuando las tenga. Ahora todo es… complicado y
confuso. —Emma intentó que dejara el tema ahí, pero Jen no se rindió.
—Te has pasado el día llorando. Te lo noto a millas. Tienes los ojos hinchados y no sonríes ni
por quedar bien. No puedes llamarme pidiéndome algo tan bestia como visitar a tu tía y pretender
que me quede a esperar a que me expliques las cosas —dijo Jen con la mirada puesta en la
carretera. Dio un volantazo para adelantar a tres coches que hizo que Emma se tuviera que agarrar
a la puerta para no golpearse contra ella—. Algo gordo está pasando, y tienes que contármelo, no
puedes tragarte esto sola como haces con todo.
Emma suspiró y se pasó las manos por la cara, apartándose el pelo. No era un buen momento
para enzarzarse en pormenores, se sentía agotada y ni siquiera había hecho lo más difícil, pero Jen
tenía razón. Ella tenía que ver con lo que estaba pasando y se merecía una explicación.
—Hoy he conocido al señor Barnes, Jen. Su hijo me ha llevado a Somerville, al Hogar Barnes,
y me ha explicado lo que hace en el orfanato. Ofrece seguridad y refugio a las víctimas de una
organización criminal —le resumió Emma.
Esperaba que Jen se sorprendiera, que compusiera una expresión de estupor o soltase una
maldición, que palideciera al conocer la verdad, pero su amiga siguió conduciendo con la vista al
frente y se limitó a asentir.
—Vaya movida… —dijo simplemente.
—¿Vaya movida? Te acabo de decir que fuimos víctimas de una mafia, ¿qué clase de reacción
es esa, Jen? —le preguntó sorprendida.
—Hace tiempo que investigué al señor Barnes y a nuestro orfanato —confesó Jen sin inmutarse
—. Accedí a los archivos privados del Hogar Barnes y descubrí algunas cosas interesantes, como
que siempre hay un señor Barnes, aunque no sea siempre el mismo. Sé que todos tenemos algo en
común y que por eso nos llevaron allí, pero no sé toda la historia.
Emma estaba atónita. La miró incapaz de reaccionar por un instante, hasta que al fin pudo
preguntarle, enfadada.
—¿Y por qué no nos dijiste nada?
—No es tan fácil tomar esa decisión, Emma —replicó Jen con tranquilidad—. Liz tiene la vida
hecha, ha conseguido un marido ideal y está formando una familia, tú has conseguido un buen
trabajo y estás centrada en él. Y Patrick… es Patrick, nada de esto le interesa. Todos habéis
conseguido ser felices a vuestra manera, no quería perturbaros con asuntos del pasado, sabía que
removería demasiadas cosas y lo último que quería era verte en el estado en el que estás a causa
de ello.
El tono de Jen ocultaba una nota amarga. Parecía tranquila, otra persona lo habría obviado,
pero Emma lo percibió enseguida. Vio como apretaba el volante y fijaba los ojos con tozudez en
la carretera, como si intentara imponerse la tranquilidad que aparentaba.
—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó suavizando el tono de inmediato—. ¿Por qué investigaste
tú al orfanato?
—Yo solo quería encontrar a mis padres. Vosotros no teníais que ver en ello, ni tenéis por qué
pasarlo mal por mí —respondió Jen sin dirigirle la mirada.
Se sintió mal de inmediato. No la había tenido en cuenta. Todos tenían una historia de pérdida
en común, algo que de una u otra manera les marcaba. Liz, Patrick y ella al menos guardaban
recuerdos de sus familias, podían ser confusos, atenuados por el tiempo, pero sabían de dónde
venían. Sin embargo, Jen… Jen era la que más tiempo llevaba en el orfanato cuando los demás
llegaron. No tenía más que dos años cuando aquella institución se convirtió en su hogar y no
guardaba un solo recuerdo de sus padres ni de su verdadera familia. Emma no llegaba ni a
imaginarse lo que eso podía suponer para su amiga.
—¿Los encontraste? —preguntó tras unos instantes de silencio.
—Preferiría no hablar de ello —respondió Jen. No parecía enfadada, ni siquiera triste, pero
Emma se dio cuenta de que se distanciaba, replegándose sobre sí misma—. Ahora vamos a
centrarnos en lo tuyo, que ya es bastante jodido, ¿vale?
Jen la miró y esbozó una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos. Emma le cogió la mano
derecha y la apretó sin decir nada más. Fueron en silencio el resto del viaje.
Un agente la llevó hasta la sala de reuniones. Era un lugar gris, impersonal, al que se accedía
después de pasar dos cancelas que el hombre uniformado había abierto y cerrado tras su paso. Jen
se había quedado en una sala de espera. Donna no había recibido una sola visita en todos esos
años, así que no les costó convencer a los funcionarios de que concertaran una cita urgente con
ella. Después de haber estado esperando una hora con Jen, Emma sentía que una desagradable
ansiedad se agitaba en su pecho al sentarse en la silla frente al cristal de protección.
Al ver a Donna aparecer tras una puerta al otro lado, sintió que el corazón se le detenía en el
pecho. Se le secó la boca y se aferró a los reposabrazos tomando una bocanada de aire. La mujer
que se sentaba ante ella, al otro lado del cristal, distaba mucho de la mujer que recordaba. Donna
había sido hermosa y jovial. Era la hermana pequeña de su padre y había vivido con ellos desde
que nació, los recuerdos enterrados de su risa, de las horas que pasó jugando con ella, de los
cuentos que le contaba antes de dormir, despertaron dolorosamente en contraposición a la imagen
demacrada que tenía ante ella.
Donna no debía superar los cincuenta y tres años, pero parecía una anciana. Llevaba el cabello
crecido hasta el pecho y tan lleno de canas que era casi blanco, apenas se distinguía el castaño
que lució en su juventud en algunos mechones. Su piel lucía apagada y tenía los ojos hundidos,
rodeados de arrugas marcadas que hablaban de un profundo sufrimiento. Al sentarse, con la
mirada fija en ella, Donna se echó a llorar, apartando la mirada de Emma con evidente vergüenza.
Emma soltó una mano del reposabrazos y agarró el teléfono que comunicaba con el otro lado
del cristal de seguridad. Miró a su tía con un gesto distante y frío, esperando a que hiciera lo
mismo. La mujer descolgó el teléfono con una mano huesuda y temblorosa. Estaba extremadamente
delgada, tan cambiada que a Emma le costaba reconocerla.
—Emma… Emma… —dijo Donna entre sollozos, atreviéndose a mirarla con los ojos llenos
de lágrimas—. Lo siento. Lo siento mucho, perdóname. No sabes cuánto he esperado poder
decírtelo… —dijo con la voz rota.
No se esperaba eso. Emma se quedó petrificada, con el teléfono en la oreja, mirando a su tía.
Un frío intenso se expandió desde su estómago, un dolor mordiente que la obligó a permanecer en
silencio, quieta, durante un largo instante. Se mantuvo entera, distante, obligándose a no derramar
las lágrimas de dolor y rabia que sentía tras los ojos.
—¿Por qué lo hiciste? —Su voz la sorprendió, más fría y distante de lo que pensaba que era
capaz de expresar.
—No tenía opción —respondió su tía con una súplica desesperada en los ojos.
—¿Por qué lo hiciste? Siempre hay una opción —replicó Emma, echándose hacia adelante en
el asiento. Se mordió las lágrimas de rabia—. Me merezco esa respuesta, Donna.
La mujer negó con la cabeza y apartó la mirada de ella.
—No puedo… Lo siento —gimoteó—. Lo siento mucho, Emma. Yo no quería, pero no tenía
opción.
Se la quedó mirando. Donna se había encogido sobre sí misma, temblaba, apretando el teléfono
contra su oreja, aferrada a él. Estaba sufriendo, seguramente había pasado cada minuto de su vida
desde que apretó el gatillo haciéndolo, pero eso no hacía que Emma sintiera pena por ella. Se lo
merecía.
—Tienes miedo… —le dijo al darse cuenta—. Es por ellos, ¿verdad?
Donna levantó la mirada, repentinamente aterrada, alarmada. Emma se dio cuenta de que no
hablaría, de que no le diría por qué lo había hecho, pero no se iría de allí sin obtener las
respuestas que había ido a buscar.
—No hables si no quieres, pero responde con un gesto. No quiero tus disculpas ni tu
arrepentimiento, lo que hiciste no tiene perdón ni justificación, así que ten la valentía al menos de
mirarme a la cara y responderme. —Emma se sorprendió de haber podido decir eso sin que se le
temblara la voz, con la rabia latiéndole en las sienes como lo hacía—. ¿Tienen que ver los
Harrington con que mataras a mis padres?
Los ojos de Donna parecieron quebrarse. La miró repentinamente paralizada, como si la simple
mención de aquel nombre la aterrase. Durante unos instantes permaneció tan quieta que Emma
pensó que había entrado en shock, pero finalmente, Donna bajó la cabeza y la levantó, en un lento
asentimiento.
Tuvo suficiente con aquello. La rabia estalló dentro de ella y se levantó, colgando el teléfono
con un fuerte golpe y dándole la espalda a la mujer que había destrozado su vida arrebatándole a
sus padres. No le importaba su miedo, no había justificación alguna para lo que hizo, y no sintió
compasión por ella. Al dirigirse a la salida escuchó los gritos amortiguados tras los cristales de
seguridad.
—¡Emma! ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Yo os quería! ¡Os quería a los tres!
No le dirigió una última mirada. No estaba dispuesta a entregarle ni esa pequeña concesión.
Cuando bajó a recepción, Jen se puso en pie al verla llegar y se apresuró a ir a su encuentro para
abrazarla.
Derrumbándose al fin, Emma se abrazó a ella con fuerza y se echó a llorar, enterrando el rostro
en sus cabellos.
Ya era de noche cuando Jen la dejó en casa. Se sentía tremendamente cansada y vacía, como si
hubiera llorado todas las lágrimas que había estado años conteniendo en algún rincón. Ya no le
quedaban energías para el llanto, y tampoco para la rabia o la pena. Subió las escaleras pensando
en irse directamente a la cama y dormir, pero al llegar a su piso vio a Logan esperando ante su
puerta.
Se quedó bloqueada un instante, plantada al final del pasillo. Logan aún no la había visto,
estaba consultando el móvil, apoyado en la puerta de su departamento. Emma no supo qué hacer.
Descubrió que aún le quedaban energías para la ira cuando su primer impulso fue acercarse para
cruzarle la cara de un golpe.
«Es un manipulador. Un mentiroso, un traidor. Ha sido capaz de usarme y aprovecharse de mí.
No necesitaba meterse en mi cama para hacer su trabajo», pensó con amargura. Quería golpearle,
dejarle claro que no era ninguna idiota y luego expulsarle de su vida. Y al mismo tiempo sintió
toda su confianza y sus emociones traicionadas. «Yo siento algo real por él...», se dijo frustrada.
Aún lo sentía. Una parte de ella, que aún pensaba que todo aquello pudiera ser un error, algo que
podía subsanarse, sintió un alivio irracional al verle allí, como si su presencia pudiera brindarle
algún consuelo después del día infernal que había pasado.
Logan la vio allí, al pie de la escalera, y la sonrisa de canalla que esbozó hizo que su estómago
se encogiera. Quería estrangularle y besarle con las mismas ganas. Pero tenía que ser racional. Su
situación era delicada en ese momento: si ahora le hacía saber que estaba al corriente de lo que
hacía, Logan podría informar a su jefe y todo se volvería aún más peligroso. Nadie debía saber
que se había reunido con el señor Barnes ni lo que se había dicho en esa conversación. Ahora
tenía una ventaja, sabía lo que estaba ocurriendo, y que Logan y Harrington pensaran que seguía en
la ignorancia era beneficioso para ella.
—Hola, Logan. —Forzó una sonrisa al llegar a su altura. Él la recibió con los brazos abiertos,
rodeó su cintura y le dio un cálido beso en los labios que hizo que el vello de su nuca se erizara
—. No te esperaba…
—Quería darte una sorpresa. Hoy no has ido al trabajo y estaba preocupado —respondió
mirándola de cerca. Frunció el ceño.
«Qué bien finges que te importa una mierda cómo me sienta», pensó ella, tragándose las
palabras. «Has debido pasarlo fatal sin encontrarme por ninguna parte para darle el informe a tu
jefe, ¿verdad?».
Sonrió más ampliamente, bajando la mirada y suspirando.
—He tenido que atender un asunto familiar —se excusó.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó preocupado. Emma no dejaba de sorprenderse de lo bien que
lo hacía, de lo honestas que parecían sus emociones. Reprimió de nuevo las ganas de abofetearle.
—No tengo ganas de hablar de eso —dijo apartándose de él para abrir la puerta.
—De acuerdo. No hablaremos de eso. Te haré la cena, entonces.
Emma apretó los dientes mientras le daba la espalda. Le escuchó entrar y cerrar la puerta tras
ella. Cerró los ojos unos instantes y tomó aire profundamente, insuflándose fuerzas. Resulta que a
pesar de todo lo vivido ese día, aún le quedaban. No pensaba flaquear ni descubrirse. Si él podía
manipularla, ella podía hacer lo mismo con él. Dejó el bolso sobre la mesa y se quitó la chaqueta,
apoyando el trasero en ella y cruzándose de brazos.
—La verdad es que no tengo hambre —dijo en un tono algo árido que hizo que el ceño de
Logan volviera a fruncirse con extrañeza.
—¿Ha pasado algo más que deba saber?
—No, solo ha sido un día duro para mí y lo último que quiero al llegar a casa es seguir
dándole vueltas.
Logan se acercó con cautela, como si temiera que fuera a rechazar su contacto. Puso sus manos
sobre los brazos de Emma y los estrechó con suavidad, mirándola a los ojos. Parecía realmente
preocupado, como si no supiera qué hacer para aliviar la tensión que destilaba de ella. ¿Cómo
podía fingir tan bien? ¿Cómo podía componer esa mirada cálida y preocupada mientras le mentía
a la cara? Esa capacidad para fingir la enfurecía, pero también le provocaba un inmenso dolor.
Era el único hombre en quien había confiado lo suficiente como para dejarle superar la barrera
de su intimidad. Se había sentido segura entre sus brazos, y al notar la calidez de sus manos un
estremecimiento de anhelo y pena la recorrió de arriba abajo. Sintió ganas de llorar, de
derrumbarse y entregarse a la fantasía que había vivido una vez más.
—Vale… Vale. No sé qué ha pasado, pero sea lo que sea, no tiene que preocuparte más. Al
menos, no por esta noche. Cuando necesites hablar, lo haremos, pero ahora… —dijo inclinándose
y dándole un beso en la frente. Emma sintió otro estremecimiento y un dolor intenso en la garganta
—, vamos al sofá. Pondremos Netflix y te traeré chucherías.
Emma apartó el rostro y le empujó en un impulso.
—Tampoco quiero chucherías —espetó.
Logan la miró, confuso. Iba a decir algo, abrió la boca para replicar, pero Emma se lanzó a la
desesperada. Estaba actuando de forma muy extraña, ella no sabía fingir, no era una maldita espía
consumada como parecía serlo él, así que antes de que pudiera decir nada e iniciar una discusión
que la delatase, Emma se lanzó sobre él y le besó.
Las manos de Logan se posaron en sus caderas. Su boca enseguida la recibió y correspondió
con un gemido grave de sorpresa. Emma, rabiosa, hundió las manos en su pelo y tiró hacia sí,
besándole bruscamente, como no lo había hecho hasta el momento. Quería golpearle, en realidad
quería abofetearle, decirle todo el daño que la había hecho y devolvérselo. Le mordió los labios y
Logan se apartó de pronto, mirándola extrañado.
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —preguntó con un resuello. Emma asintió y le
empujó la cabeza de nuevo hacia ella para besarle. Logan resopló y la agarró de las caderas para
subirla a la mesa.
«Yo confiaba en ti. Cabrón», pensó mientras le besaba, arañándole la nuca. Logan le quitó el
jersey que llevaba de un tirón y empezó a desabrocharle la blusa, haciendo frente a ese beso que
era como una tormenta rabiosa. «Yo también sé jugar a tu juego...».
Sintió la mano firme y caliente subir por su muslo y se tensó inconscientemente. Logan se
apartó e intentó mirarla a la cara, pero Emma la volvió y le empujó hacia su cuello. Los besos no
lograron despertarle más que rechazo, cada roce de la lengua de Logan hacía que sus músculos se
contrajeran.
—Creo que no es buena idea… —resolló Logan. Irguió la cabeza y la agarró con suavidad por
el mentón, obligándola a mirarle—. ¿Qué te ocurre, Emma? Tú no eres así, esto no te está
gustando… y yo no quiero hacer nada que no quieras. No tenemos por qué hacerlo.
—Sí quiero hacerlo —replicó en un susurro ahogado—. No te detengas.
—Creo que deberíamos hablar —respondió él, sacando la mano de su falda y colocándole bien
la blusa. No se apartó de ella, no la rechazó. Emma empezó a sentirse vulnerable, bloqueada—.
¿Qué te pasa? Quiero ayudarte, Emma.
«Yo no valgo para esto», pensó, sintiéndose acorralada. Le miraba y no entendía cómo él sí
podía hacerlo; mirarla a los ojos, verla en ese estado de nervios y tensión y mentirle a la cara.
Fingir que sufría por ella, que no quería hacerle daño. Ya se había aprovechado antes de su
disposición, ¿por qué ahora no quería? ¿Por qué le hacía eso en el peor momento? Quería creer
esa sarta de mentiras, pero solo era su debilidad, su cansancio pidiéndole que se rindiera.
—Esto no está funcionando… —respondió al fin con la voz temblorosa, apartando la mirada y
tragando saliva costosamente.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Logan pasando una mano por sus cabellos. Aquel roce le
dolió, la hizo sentir más expuesta y traicionada. Se encogió sin poder evitarlo y Logan dejó de
tocarla al darse cuenta.
—Sí. Será lo mejor —le pidió bajando de la mesa y empujándole con suavidad. Él se apartó
sin oponer resistencia—. Vete.
—Emma… Envíame un mensaje cuando quieras hablar, ¿de acuerdo?
—Vete, por favor —le pidió conteniendo las lágrimas de rabia.
No hubo más preguntas. Ni siquiera se atrevió a mirarle mientras asentía y se daba la vuelta,
aceptando su petición. Tenía el impulso de detenerle, de decirle lo que había pasado, de
implorarle que le asegurara que todo era mentira, que la estaban manipulando. Pero no cedió a las
trampas de su corazón. Emma apretó los labios y cerró los ojos, esperando a que se fuera.
Y cuando al fin la puerta se cerró y la dejó sola, Emma agarró el bolso que había dejado sobre
la mesa y lo tiró contra la puerta con rabia.
—¡Cabrón!

***
La noche le recibió con una fina llovizna en el exterior. Tenía el corazón en un puño y el
estómago encogido. Ver así a Emma le había afectado más de lo que cabía esperar. En ese instante
ni siquiera estaba pensando en el desastre que el rechazo de ella suponía para su misión. Su
misión no le importaba en absoluto. Ver a Emma encogerse bajo su contacto le había provocado
una sensación más que amarga. Parecía indefensa y herida. No sabía si su actitud estaba
relacionada en modo alguno con su misión, con él mismo, pero verla en ese estado le había
preocupado genuinamente. Se había ido porque se lo había pedido, pero lo hacía a regañadientes,
con la sensación molesta de que estaba dejándola desamparada.
«Estoy jodido», pensó mientras se dirigía a su moto, metiendo las manos en los bolsillos de la
chaqueta de cuero. «Me he implicado. Esta misión no es como las otras. Emma me importa y no
merece esta mierda. Joder».
Maldijo por lo bajo. Una sombra alargada se dibujó en el suelo y le hizo levantar la cabeza. Un
hombre joven, alto y con barba, asiático, vestido con un abrigo negro, se detuvo ante él.
—Señor O’Reilly —dijo el desconocido, colocándose las gafas sobre el puente de la nariz—.
Tenemos que hablar.
Capítulo 9
No sabía qué demonios estaba haciendo en aquel coche. ¿Por qué había aceptado subirse con
aquel tipo? «Porque no tengo instinto de supervivencia. Por eso y porque ha mencionado a
Emma».
Sentado en el asiento del copiloto, Logan miraba por la ventanilla de vez en cuando, en
aparente calma, mientras el desconocido conducía con actitud de falsa serenidad. Logan conocía
bien aquellas poses, él mismo era un experto. Los profesionales de su sector sabían mantenerse
así, como felinos, aparentemente inmóviles pero preparados para atacar en cualquier momento.
Aun así, sabía que tenía ventaja sobre el asiático. Él no sujetaba el volante ni tenía que mantener
parte de la atención en el tráfico, lo cual dejaba a su acompañante en clara desventaja si a él le
diera por resistirse. Y eso le intrigaba.
—¿Cómo sabes quién soy? ¿Y de qué conoces a Emma?
—Obtendrás respuestas a su debido tiempo.
Logan entrecerró los ojos.
—¿Y quién me las va a dar? ¿Tú?
—No. —Hubo un breve silencio y luego el conductor añadió—: Se las dará el señor Barnes.
Logan sintió un escalofrío. Conocía aquel nombre demasiado bien: el año anterior, Albert
Harrington le habían contratado para investigar a aquel misterioso hombre y el resultado de sus
descubrimientos había sido la misión que le tenía en la cuerda floja en aquellos días. Tenía
entendido que el señor Barnes había muerto, pero al parecer ya le habían sustituido. No sabía de
qué se sorprendía. Siempre era así, siempre había un señor Barnes. «Me han atrapado», concluyó
sin dificultad. Aquello le hizo relajarse. No tenía sentido estar alerta, su suerte ya estaba echada.
—Entonces supongo que todo ha acabado para mí.
El conductor no respondió. Logan se dejó llevar, contemplando la ciudad a través de las
ventanillas, sintiendo que de alguna manera se había quitado un peso de encima.
No fue consciente de gran parte del trayecto, demasiado perdido en sus propios recuerdos y
pensamientos. Cuando llegaron a Somerville y vio abrirse la verja del orfanato, una torcida
sonrisa se instaló en su semblante.
—El nuevo señor Barnes no es muy original. Todos se pasan la vida aquí dentro. ¿No se
aburren?
El conductor no respondió.
Estacionaron en una plaza de aparcamiento marcada con líneas blancas y el tipo salió primero,
abriéndole la puerta a continuación. Aquella cortesía le hizo gracia, dadas las circunstancias.
—Muy amable —respondió intentando no sonar sarcástico.
—Por aquí, por favor.
—¿Y si no quiero ir? —Aquello no tenía mucho sentido pero quería probarle, saber hasta qué
punto estaba en peligro.
El asiático le observó con la misma calma que había demostrado durante todo el camino. Era
algo más joven que él y tenía un aspecto atractivo, con algunos rasgos marcados que le hacían
pensar que seguramente era mestizo.
—Si no quisiera llegar hasta el final no habría aceptado acompañarme en primer lugar. No
obstante, si pretende resistirse, nadie va a obligarle a nada.
Logan apretó la mandíbula.
—Ya. Imagino que no ahora, pero después algunos de los vuestros me buscarán para terminar
lo que habéis empezado, ¿no? Os he investigado. Sé cómo actuáis. Los Barnes tampoco sois
santos.
—Ni lo pretendemos. Pero ese «tampoco» es muy elocuente, me dice que usted sabe que la
corporación Harrington es el mal y aun así les apoya. —Logan alzó las cejas ante la vehemencia
del joven, que parecía contener su enfado—. Por aquí, por favor.
Con un suspiro, Logan lo siguió, preguntándose una vez más el objetivo de todo aquello. Al
encontrarse con su captor, este le había dicho que tenían que hablar. Cuando Logan preguntó sobre
qué, él simplemente dijo el nombre de Emma Barnes. Si estaba allí, era por ella. ¿Qué querrían de
él? Tal vez amenazarle. Quizá sonsacarle algo sobre Emma, igual que los Harrington; comprobar
si ella había traicionado la confianza de Barnes entregándole el código… O puede que una
alianza. Eso último era lo menos probable, pero al mismo tiempo lo que más le convenía. Tal y
como estaban las cosas, teniendo en cuenta sus propias emociones y lo que estaba descubriendo
poco a poco en sí mismo, quizá eso le ofreciera una salida digna y la posibilidad, aun remota, de
arreglar las cosas en la medida de lo posible.
«Arreglar las cosas… ¿cómo voy a arreglar nada? Puede que no haya llegado a robarle el
código a Emma, pero la he mentido desde el principio. Si lo descubre, todo se irá a la mierda…
aunque, ¿por qué me preocupa eso? Ni siquiera tenemos nada. Solo hemos compartido unas
cuantas noches y… demasiadas confidencias. Joder. No debí involucrarme con ella. Y no debí
aceptar este trabajo, en primer lugar».
Mientras elucubraba sobre sus opciones, viendo su futuro cada vez más oscuro, su guía le llevó
a través del enorme y antiguo edificio, entrando por una puerta lateral. El interior era vetusto pero
con detalles modernos. Por deformación profesional, Logan no pudo evitar fijarse en las cámaras
y los sistemas de alarma. Aquel orfanato estaba bien protegido, eso lo sabía desde hacía tiempo.
El señor Barnes sabía hacer bien su trabajo. Subieron por unas escaleras laterales y finalmente se
encontraron en la última planta, frente a una puerta que se abrió para darles la bienvenida.
El rostro que los recibió no era desconocido para Logan: Se trataba de Akira Sato, el actual
señor Barnes… que al parecer, no estaba muerto en absoluto.
—Señor O’Reilly.
—Señor Barnes —saludó, resignado a lo que viniera.
—Entrad, por favor.
Una vez dentro, Logan tomó asiento en una de las sillas cercanas al escritorio sin esperar a que
le dieran permiso. Akira Sato era un hombre elegante, vestido de riguroso negro, con un aura de
honorabilidad que no pasaba desapercibida para nadie. Tampoco para Logan. Lo había visto en
fotografías a lo largo de su investigación y siempre le había llamado la atención el aire
melancólico y al tiempo firme de su semblante. Ahora, estando frente a él, sentía además la
serenidad que parecía rodearle y que, al contrario de lo que había percibido en el coche con su
esbirro, esta vez sí parecía real.
—Sé que está muy ocupado —comenzó Akira sentándose a su vez en el sillón de piel oscura
que dominaba el escritorio—. Yo también lo estoy, así que seré breve. Le he hecho venir para
pedirle que se aleje de Emma.
—Sí, me imaginaba algo así —dijo Logan con cierta indiferencia.
—Emma es mi hija. Fue Harrington quien mató a sus padres. El único objetivo de su jefe, señor
O’Reilly, es deshacerse de todas las pruebas incriminatorias que tenemos en su contra y proseguir
con sus actividades criminales, como ha hecho su familia durante generaciones.
—Estoy al tanto de los trapos sucios de los Harrington —declaró él sin más. Esto hizo que el
señor Barnes frunciera el ceño—. ¿Le sorprende?
—Lo cierto es que sí.
—¿Estaba intentando apelar a mi conciencia para que deje este trabajo? Pues no se canse.
Llega unos cuantos años tarde. —La expresión severa del señor Barnes le causó algo de pena pero
continuó sin arredrarse—. Usted no sabe nada de mí, ha pensado que soy un simple mercenario
que no sabe lo que hace, manipulado por la malvada corporación contra la que usted lucha. Con
escrúpulos y sentido del deber. Pues se…
—No, no creo que me equivoque. —La respuesta tajante del señor Barnes espoleó su deseo de
contradecirle, pero no pudo hacerlo, él siguió hablando—: Sé quién es usted, Logan O’Reilly,
conozco su historia lo suficiente como para saber que sus ideales tienen mucho peso. Sé que es
natural de Derry y que estuvo en el Ejército Republicano Irlandés con su padre, Ronan. Sé que ha
pasado su adolescencia y su juventud protegiendo a las comunidades católicas de Irlanda del
Norte de los abusos y la violencia y que tras el cese de la lucha armada de su grupo, usted se
rebeló y se unió a otros subgrupos militares que combatían el tráfico de drogas en su condado. Sé
que en 2014 el novio de su hermana Keira y su mejor amigo, Shane, se suicidó tras años de
drogadicción y depresión. Sé que su hermana no se recuperó del trauma y ha perdido el habla y
parte de la movilidad, sé que la cuida su tía Beth. También sé que su padre fue encarcelado por su
participación en algunos golpes de la banda terrorista a la que ambos pertenecían y que Keira ya
no tiene a nadie que pueda ayudarla salvo a usted. Sé que por eso vino a Boston. Sé que por eso
aceptó trabajar para los Harrington, aunque sea un trabajo sucio que no habría aceptado jamás.
Logan pensó que se había olvidado de cómo respirar. Cuando volvió a tomar aire, este le
pesaba en los pulmones. Se sentía acorralado por lobos. ¿Cómo había sido tan ingenuo como para
pensar que Akira Sato, el mismísimo señor Barnes, no iba a investigarle en profundidad?
Obviamente, lo había hecho. Y ahora le tenía contra la espada y la pared.
—Parece que está bien informado.
—Así es.
—Imagino que también sabe en qué prisión se encuentra mi padre y posee la dirección de mi
hermana —preguntó cautelosamente.
—No se equivoca. Pero no pretendo utilizarlo para extorsionarle. Recurro a su honor para que
deje en paz a Emma y abandone a los Harrington. De lo contrario, su final, señor O’Reilly, llegará
pronto, ya sea por nuestra mano o la de ellos. —Hubo una pausa tensa—. No es algo que yo quiera
hacer, pero si no me deja alternativa…
—Y si no piensa hacer nada en contra de mi familia, ¿por qué los ha mencionado? —replicó a
la defensiva. Aquel hombre le desconcertaba.
—Para que dejara de hacerse el despiadado.
Logan suspiró, pasándose la mano por la cara. Miró al señor Barnes, que no perdía la
compostura ni la gravedad.
—Dice que Emma es su hija.
—Lo es. Llevan mi apellido.
—¿No es así con todos los huérfanos que no encuentran familia?
—Sí, pero ellos son diferentes.
Logan asintió, sabiendo a quiénes se refería.
—Escuche, quizá… ¿por qué no llegamos a un acuerdo, usted y yo? —dijo, inclinándose hacia
adelante en la mesa y buscando el interés de su interlocutor—. Entiendo que quiere proteger a
Emma, y aunque no me crea, yo también. Me gustaría protegerla. No puedo dejar a los Harrington
así como así… ni de ninguna manera, realmente. No hasta terminar mi trabajo. Si los abandono,
acabarán conmigo, usted lo sabe. Pero podría ser su agente. Trabajar para usted mientras finjo que
sigo haciéndolo para Albert. ¿Entiende lo que quiero decir?
El señor Barnes no dijo nada en un rato. Después, rascándose la barba recortada, se recostó un
poco en la silla y respondió.
—No es posible.
—¿Por qué no?
—No podría fiarme de usted. ¿Cómo sabría que no está actuando como agente doble?
—Póngame a prueba. Tiene en sus manos a mi padre y a mi hermana, ¿no? ¿Por qué iba a ser yo
tan idiota como para ponerles en peligro? Póngame a prueba, señor Barnes —insistió tenso.
Akira se acercó a él, cruzando los brazos.
—No comprendo su conducta. Parece desesperado. Puede dejar a Harrington y volver a
Irlanda. Si necesita dinero, yo se lo daré, pero ¿trabajar para mí? ¿A qué viene todo esto, señor
O’Reilly?
«Yo también me lo pregunto», pensó Logan, suspirando y derrumbándose en la silla. Se pasó la
mano por el rostro. No solo estaba acorralado, en manos de unos y de otros, de los Harrington, de
los Barnes… No era solo eso. La imagen de Emma no paraba de aparecer en su mente: el
recuerdo de su voz, de su piel, de su risa… «Soy un imbécil. Un novato. ¿Cómo he podido
involucrarme así con ella?, maldita sea».
Tomó aire y lo soltó sin más, lanzando su última carta, la más real de todas.
—Es por Emma. —El señor Barnes frunció el ceño, sorprendido—. Mentir a Emma es cada
vez más duro y sentir que lo hago para traicionarla no es lo mismo que hacerlo para protegerla.
—Ya la has traicionado —intervino de pronto el conductor, que había estado inmóvil, en
silencio, junto a la máquina de agua. Su voz sonaba tensa, como si le guardara rencor.
—Sí, vale, ya lo he hecho. Pero aún puedo enmendarlo. Si simplemente me voy, si salgo de su
vida así… será terrible para ella. Y no voy a negar que tampoco es algo que me apetezca hacer a
mí.
—Quizá deberías haberlo pensado antes de…
—Takeshi. —El joven asiático calló de inmediato al escuchar cómo Barnes le llamaba por su
nombre con aquel tono autoritario. Luego respiró con fuerza y volvió a su posición. Logan miró
fijamente al líder de los Barnes, sintiendo que su futuro pendía de un hilo. Este se tomó su tiempo,
pensativo, antes de responder—. Lo lamento. No puedo fiarme de usted. Sería poner demasiado en
juego.
—Pero Emma sufrirá…
—Lo superará.
—¿Esto no tendría que decidirlo ella? ¿No tiene opinión sobre esto?
—Ella ya sabe quién es usted y lo que está haciendo. —Aquellas palabras golpearon a Logan
con tanta fuerza que sintió que perdía el aliento por un segundo—. Sean cuales sean las esperanzas
que alberga, déjelas ir. Olvídese de todo esto y regrese a Derry con su hermana. Si decide
quedarse, tendremos que resolver el problema que usted supone y lo haré con el corazón
afligido… pero lo haré. —La mirada decidida del señor Barnes no dejaba espacio a la duda—.
Buenos días, señor O’Reilly.
Logan se levantó de la silla, aturdido. Acompañó a Takeshi hasta el exterior y se montó en el
coche siguiendo sus indicaciones, sin pensar, sin ver, casi sin oír. Había llegado a Boston cinco
años atrás en busca de un futuro mejor para Keira y se había visto obligado a hacer cosas que
odiaba para garantizarlo. Con el tiempo se había acostumbrado y su brújula moral se había
relajado lo suficiente como para hacer el trabajo sin sufrir más de la cuenta, pero ahora, con
Emma, todo era distinto. Era lo peor que había hecho nunca y al mismo tiempo, su única
oportunidad de redención.
«Que me olvide de todo esto… como si pudiera», se dijo, con el recuerdo de la sonrisa de
Emma grabado a fuego en su mente.
Capítulo 10
Le dolía terriblemente la cabeza. Apenas había podido dormir, y cuando lo consiguió lo hizo
agotada por el llanto. Era sábado, gracias a Dios no tendría que llamar al trabajo para avisar de
que, un día más, no podía ir. Le habría sido imposible concentrarse. Aún estaba en shock, sentía
las emociones entumecidas en su interior, como si la intensidad de lo vivido las hubiera
anestesiado en cierta manera. Los pensamientos revoloteaban sin mucho sentido por su cabeza: la
voz de su tía pidiéndole perdón, su rostro consumido por el dolor, la expresión preocupada de
Logan, el señor Barnes revelándole que el primer hombre en el que había confiado en tantos años
la estaba mintiendo y utilizando… Era demasiado para cualquiera, demasiado en un solo día, y
apenas podía asimilarlo.
«Y pensar que hace unas semanas creía que mi vida se había encarrilado y al fin me sentía
satisfecha», pensó con una desagradable sensación de desconsuelo.
La estabilidad, el éxito, era como agua entre los dedos para ella, por lo visto. Tan pronto como
asía esas fantasías de bienestar, se diluían. La vida se encargaba de recordarle de nuevo que no
había suelo bajo sus pies y que probablemente nunca lo tendría, como si su destino hubiera estado
marcado desde el día en que nació.
Estaba sorbiendo el café cargado que se había preparado, sumida en sus trágicos pensamientos,
cuando el timbre la sobresaltó, sacándola de ese momento de autocompasión. Recelosa, Emma se
levantó y se ató el cinturón de la bata, acercándose a la puerta para observar por la mirilla. Al
otro lado estaban Jen, Patrick y Liz con un evidente gesto de preocupación en sus rostros.
Abrió la puerta enseguida, sorprendida y en cierto modo aliviada. Sus hermanos eran lo único
firme y estable que había tenido en su vida, pero no entendía qué hacían allí.
—Chicos…, ¿qué hacéis aquí?
—Emma, ¿cómo te encuentras? —Liz se adelantó a los otros y la abrazó con ternura.
Patrick cerró la puerta una vez estuvieron dentro. Los tres la miraban preocupados. Emma no
presentaba su mejor aspecto, tenía los párpados hinchados y enrojecidos, ojeras, ni siquiera se
había peinado al levantarse y sus ojos habían perdido todo el brillo. Tuvo ganas de volver a llorar
al sentir los brazos de Liz a su alrededor, pero se tragó las lágrimas y se apartó.
—Jen nos ha contado lo que pasó ayer —dijo Patrick.
«Así que es eso. Jen se ha ido de la lengua», pensó enfadada, dirigiéndole una mirada
fulminante a su hermana. Se sentía traicionada. No estaba preparada para dar explicaciones, para
contarles todo lo que estaba ocurriendo en ese momento.
—¿Por qué les has dicho nada? Quería ser yo quien os lo contase —dijo pasando la mirada de
Jen a los demás.
—Pues eso que te ahorras —respondió Jen encogiéndose de hombros y dirigiéndose a la
cocina para servirse un café—. Ayer me dejaste muy preocupada. Además, lo que está ocurriendo
nos interesa a todos.
—Estamos aquí para ayudarte, Emma —dijo Liz.
—Ya, pero yo no os he pedido ayuda. A lo mejor no estoy preparada para eso ahora mismo,
¿no lo entendéis? —replicó irritada. Se sentía vulnerable, demasiado expuesta incluso ante sus
hermanos—. A lo mejor lo que quiero es quedarme sola y sentirme desgraciada hasta sentirme con
fuerzas para contarlo.
—Bueno, esta vez no vamos a dejar que escondas la cabeza como un avestruz —intervino
Patrick, yendo junto a Jen a la cocina. Emma les siguió sin creer lo que escuchaba.
—¿En serio vosotros tenéis la cara dura de decirme eso? —replicó irritada. Lo último que
quería era discutir con ellos, pero nadie tenía derecho a revelar sus secretos sin su
consentimiento. Patrick y Jen la miraron extrañados, se estaba dirigiendo a ellos directamente—.
Ninguno de vosotros puede echarme en cara que oculte nada. Hay que sacaros las cosas con
destornillador, Patrick es especialista en fingir que no pasa nada, nunca, y Jen… ¿les has contado
también lo que estuviste investigando o solo les has hablado de mis problemas?
Jen dejó de remover el café. Apartó la mirada. Emma se sintió fatal, pensando que la había
herido. Tal vez estaba siendo injusta, no estaba midiendo sus palabras, pero era cierto que se
habían distanciado, que la relación entre ellos era desigual.
—Eso no es…
—Tiene razón —dijo Jen haciéndole un gesto a Patrick para interrumpirle—. No debería
haberlo hecho así, y lo siento. No sé cómo enfrentarme a estas cosas, sabéis que relacionarme con
el resto de la humanidad no es mi fuerte, se me da fatal… pero lo último que quería era hacerte
sufrir. No quiero que ninguno de vosotros sufra. Si estamos aquí es porque vamos a necesitarnos.
Probablemente más que nunca. Siento haberles contado lo que pasó sin consultártelo, pero me
parece que no deberíamos perder más el tiempo.
—Yo también siento haber dicho eso del avestruz. Tienes razón, soy especialista en hacer eso,
precisamente… pero podemos enmendarlo —dijo Patrick, pillándola por sorpresa con su disculpa
sincera.
Emma suspiró y se llevó la mano a los ojos, frotándose los párpados para tratar de despejarse.
Sintió las manos de Liz en sus brazos, sus dedos estrechándola cariñosamente.
—Vamos, siéntate en el sofá. Vamos a hablar los cuatro y a poner las cosas sobre la mesa.
Sabes que siempre hemos solucionado las cosas juntos, y cuando no hemos podido solucionarlas,
tenernos los unos a los otros nos ha ayudado a superarlas. —Emma apretó las manos de Liz contra
sus brazos y asintió, comprendiendo que tenían razón—. Nunca vamos a dejarte sola, ya deberías
saberlo.
«No solo se trata de mí», pensó, pero no lo dijo. Comprendió que aquello era necesario, que
hundirse en la autocompasión no le iba a servir de nada y que prolongar su silencio en esa
situación tan alarmante era injusto y peligroso para todos.
Hizo lo que Liz le pedía y se sentó en el sofá, acurrucándose contra los almohadones y
cubriéndose con una manta. Los chicos le prepararon otro café caliente y se sentaron con ella con
sus respectivas tazas.
Permanecieron unos instantes en silencio. Emma ordenó sus pensamientos antes de empezar.
Ahora se sentía mucho mejor, la presencia de sus amigos allí, junto a ella, empezaba a hacer del
mundo un lugar estable otra vez. No iba a rendirse. Si les tenía a ellos, jamás se rendiría.
Tomó aire profundamente y empezó a hablar. Les habló de la familia Barnes y la familia
Harrington, de cómo surgió su enemistad y cómo el abuelo del señor Barnes había sido asesinado.
Les habló de la guerra que lo inició todo y se extendió a ambas familias, de cómo los Barnes
reunieron información a través del tiempo y la mantuvieron a buen recaudo. Compartir con ellos lo
que había escuchado de boca de Mr. Barnes hizo que el peso en su corazón se aligerase. No podía
enfrentarse a aquello sola, la responsabilidad que habían puesto en sus manos era demasiado para
ella, pero sus hermanos también estaban metidos en eso. Les contó que Albert Harrington, su jefe,
la contrató para espiarla, usando a Logan para eso.
—El señor Barnes nos dio una cifra de cuatro números a cada uno de nosotros —continuó antes
de que pudieran interrumpirla. Todos escuchaban con los ojos bien abiertos, incrédulos,
asimilando como podían aquella información—. Nos eligió como sus hijos y también como
depositarios de lo que esa caja contenía: los secretos de los Harrington. Todo lo que esa familia
ha hecho a través de las décadas está contenido en ese dispositivo. La caja está en poder de
Harrington, se la arrebataron a los Barnes. Él cree que el señor Barnes ha muerto; solo yo y su
hijo, y ahora vosotros, sabemos que sigue vivo.
—Por eso tu jefe nos necesita para abrir la caja… —dijo Liz tratando de comprenderlo todo.
—Sí. Necesita los números que tenemos —respondió Emma—. El señor Barnes quiere que
descubra su ubicación para que su hijo se encargue de recuperarla antes de que pueda descubrir
esos números.
—Pero yo no tengo ningún número —interrumpió Patrick—. ¿Vosotros recordáis que os diera
algo parecido?
—Yo tampoco lo recuerdo, pero dice que lo haremos. Supongo que es mejor así… —dijo
Emma.
Se miraron los unos a los otros. Emma cogió las manos de Patrick y Liz, que a su vez se
agarraron de las de Jen. Por mucho que ella les hubiera puesto en antecedentes, no esperaban
verse envueltos en una trama de intrigas familiares como aquella.
—Así que nuestros padres… —empezó a decir Patrick.
—Las muertes de nuestros padres tuvieron que ver con esa organización. Es lo que tenemos en
común los cuatro, Harrington nos los arrebató… por eso Akira Sato nos localizó —dijo Jen,
mirando a Patrick.
—¿Akira Sato? —inquirió él. Emma no había llegado a revelar su nombre.
—Sí, es el verdadero nombre de Mr. Barnes. En realidad es hijo adoptivo del primer señor
Barnes. Su hijo se llama Takeshi y heredará la misión de su padre. Esa familia es algo así como
los X-Men, tienen un propósito y entrenan a sus herederos para desempeñarlo. En este caso, su
objetivo es desenmascarar a los Harrington y hacerse cargo de las víctimas que dejan en el
camino con sus negocios —explicó Jen—. Esos cabrones mataron a mis padres. Hicieron cosas
horribles.
—¿Cómo…. Cómo sabes eso? ¿También has hablado con él? —preguntó Liz.
—Hackeé el sistema del orfanato. Investigué en sus archivos. Hay muchísimas cosas que no sé,
pero eso pude averiguarlo.
Hubo un momento de silencio. Liz les miraba con los ojos muy abiertos, impactada, y Patrick
se puso de pie de forma brusca, soltando las manos de Emma y Jen y mirando a esta última con un
repentino enfado.
—¿Has estado investigando al orfanato? ¿Es que estás loca? Te has metido en problemas muy
gordos, ¡y lo peor es que no me has contado nada!
Jen le lanzó una mirada fulminante y no tardó en replicar.
—¿Y por qué tendría que habértelo contado a ti? —preguntó echándose hacia adelante en el
asiento—. De todas formas, no se lo he contado a nadie, así que no dramatices tanto. No ha sido
por nada personal.
Patrick se la quedó mirando. Parecía haberse quedado sin habla. Era evidente lo dolido que
estaba. No esperaba aquella respuesta por parte de Jen, ni la actitud fría con que se la había dado.
Se dio la vuelta, caminando airado hacia la puerta de la terraza, alterado. También estaba siendo
demasiado para él. Para todos.
—¡Eh! ¿Dónde vas? Tenemos que hablar de esto —dijo Jen. Intentó ponerse en pie para ir en su
búsqueda, pero Emma le puso la mano en la pierna y la detuvo.
—Necesito fumarme un cigarro —espetó él antes de abrir bruscamente la puerta de cristal.
—Se supone que lo habías dejado —le reprochó Jen antes de que desapareciera al otro lado.
—Esperad un momento —les pidió Emma a las chicas, poniéndose en pie y enrollándose en la
manta. Sabía qué estaba pasando, debía ser evidente para todos menos para Jen y Patrick.
Envuelta en la prenda, Emma salió a la terraza y cerró tras de sí. La mañana era fría y había
algo de niebla. La llovizna de la noche había dejado las calles empapadas y un ambiente húmedo y
plomizo. Patrick estaba apoyado en la barandilla, observando las vías del tranvía mientras se
encendía un cigarro. Se acercó a él y le rodeó la cintura con una mano, cubriéndole la espalda con
su manta. Patrick la miró de reojo y tomó una larga calada.
—Todos tenemos nuestros secretos, ¿no? —le dijo en un tono confidente.
—Sí…, pero el mío no me ha puesto en peligro —replicó Patrick, y suspiró, soltando una
bocanada de humo al aire.
—Hay partes de nosotros que no nos atrevemos a mostrar ni a aquellos en quienes más
confiamos. Tú lo sabes, también lo haces… —dijo Emma apoyando la cabeza en su hombro.
Patrick pareció relajarse un poco mientras fumaba—. Lo has reconocido hace un rato. Eres un
maestro del ilusionismo, y siempre nos haces creer que todo está bien, que nada te importa.
—Sí que me importa.
—Lo sé. A mí no me engañas. Y en realidad a ellas tampoco —Emma suspiró y le miró. Patrick
estaba dolido, pero había mucho más que eso en sus ojos. Preocupación, angustia… Llevaba
demasiado tiempo ocultando su secreto, fingiendo que lo que sentía por Jen no existía—. No se lo
tengas en cuenta —dijo al fin, levantando la mano para revolverle el pelo—. Ella ya ha revelado
su secreto, ahora necesita que la apoyes.
Patrick soltó una última calada y apagó el cigarro en la barandilla, tirándolo después al jardín
delantero del edificio, que se encontraba justo debajo de ellos. Cuando Emma entró, él lo hizo tras
ella, pensativo y en silencio. Jen le dirigió una mirada ambigua, era difícil saber si seguía
enfadada o estaba preocupada, pero le dio una tregua a Patrick al ver que regresaba.
—Vale… Entonces… —Liz miró a unos y a otros, incómoda por la repentina tensión que se
había generado. Tomó las riendas de la situación con fluidez para volver a centrarles en el urgente
tema que tenían entre manos—, si todos tenemos una cifra, deberíamos ponerla en común, intentar
recordarla.
Patrick se sentó de nuevo junto a Jen. Se dirigieron una mirada de reojo, pero volvieron los
ojos a Liz enseguida.
«¿Cómo es posible que no lo vean?», pensó Emma antes de centrarse en lo que había dicho Liz.
—No. Creo que es mejor que no lo hagamos hasta que no tengamos la caja y podamos
asegurarnos de abrirla. Si conseguimos la cifra y todos la sabemos, estaremos más en peligro.
Ahora mismo nos protege no tener ese número íntegro —razonó al mismo tiempo que hablaba.
Todos se mostraron de acuerdo asintiendo.
—Hay que trazar un plan —añadió Patrick.
Se quedaron callados unos segundos, pensando. Emma dio un largo sorbo a su segundo café. Se
encontraba despejada al fin y con la mente centrada en aquello, su corazón roto había quedado en
segundo plano. Tenía que encargarse de los problemas en orden.
—Tú tienes una ventaja, trabajas en la torre Harrington y tu jefe no sabe nada de esto aún, ¿no?
—preguntó Liz, apretando la taza de café caliente entre sus delicados dedos.
—No —respondió Emma, guardándose sus dudas.
No pudo evitar pensar en Logan. ¿Y si se había dado cuenta de algo? No, era imposible, no le
había contado nada y estaba segura de que Takeshi había sido muy cuidadoso.
—Genial, entonces deberíamos pensar en una distracción para evitar que haya personal en un
determinado momento y que puedas colarte en su despacho a investigar —apuntó Patrick.
—Puedo entrar en los sistemas y hacer saltas las alarmas de incendios —añadió Jen, mirándole
de reojo con picardía. Los dos se sonrieron y luego miraron a Emma.
—Sería una buena idea si supiera dónde está la caja. Todo esto es construir castillos en el aire,
no podemos pensar en un plan en base a la improvisación ni a suposiciones, necesitamos saber
dónde está para saber cómo actuar —reflexionó Emma en voz alta—. Si damos algún paso en
falso y Harrington descubre lo que sabemos podría intentar sacarnos los números con otros
métodos. Métodos en los que prefiero ni pensar.
Volvieron a quedarse en un silencio reflexivo, algo frustrados. El sonido del timbre les hizo dar
un respingo. Todos miraron a Emma cuando se acercó al telefonillo.
—¿Quién es? —espetó.
—Soy yo, Logan. Tengo algo que contarte.
Emma colgó sin responder, pálida, y miró a sus amigos.
—Es Logan. Tengo que bajar y hablar con él o empezará a sospechar que sé lo que está
pasando.
Todos se pusieron en pie, mirándola preocupados.
—¿Quieres que bajemos y le demos una paliza? Somos cuatro contra uno —dijo Jen.
—No, ¡no! Vosotros quedaos aquí.
—¿Estás segura? —preguntó Liz.
—Sí, tengo que hacerlo. Voy a cambiarme y bajaré…
—Vale, pero iremos contigo —dijo Patrick.
—No podéis venir conmigo, sería más sospechoso aún —replicó ella—. Quedaos aquí, por
favor.
Jen sonrió y volvió a sentarse, cogiendo su taza para dar un último sorbo.
—No te preocupes, os seguiremos de cerca y él ni se enterará —dijo dirigiéndole una sonrisita
socarrona a Patrick, que asintió devolviéndole el gesto.
Capítulo 11
Él estaba abajo, con una chaqueta de piel bien abrochada para protegerse de la niebla gélida
que campaba a sus anchas. Mientras avanzaba por el portal, Emma se arrebujó en su abrigo de
paño gris. Se había puesto una falda larga y un jersey para bajar. Hacía frío, pero no era eso lo
que la hacía estremecerse, sino la imagen de Logan, su perfil y el gesto grave de su rostro. El
corazón le latía con demasiada fuerza cuando abrió la puerta y se enfrentó a él.
—Hola.
—Hola, Emma. —«Sabe que lo sé», pensó de inmediato. Si no, ¿por qué tenía esa expresión
culpable en la mirada?—. Tenemos que hablar.
—Hablemos entonces.
—Aquí no. No es seguro.
—Ya, ¿y esperas que vaya contigo a dónde, exactamente? —respondió más a la defensiva de lo
que deseaba.
Pero así se sentía.
Logan se pasó la mano por el pelo y suspiró, parecía afectado.
—De acuerdo, ¿podemos entrar al portal, entonces?
Emma se lo pensó un rato y luego asintió. El interior tenía falso mármol en las paredes, era tan
frío estar allí dentro como permanecer en la calle, pero de alguna manera se sentía más segura
dentro. Se sentaron en el banco de madera que había bajo el espejo, entre dos monsteras que no
estaban pasando por su mejor momento. Emma sacó el móvil y escribió en el grupo que compartía
con sus hermanos para que supieran dónde estaba mientras Logan, a su lado, parecía buscar la
forma de empezar.
—He estado con el señor Barnes.
Ella alzó la cabeza rápidamente para mirarle. Aquello no se lo esperaba.
—¿Has ido a verle? ¿Por qué?
—No, no he ido… vinieron a buscarme. Un tipo, Takeshi, se presentó y me hizo acompañarlo.
Me dijo que lo sabes todo.
Emma se mordió el labio, asintiendo con la cabeza. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para
mantener la compostura.
—Trabajas para los Harrington… —dijo con voz trémula—. Ellos mataron a mis padres, ahora
quieren algo de mí, y tú estás aquí para conseguirlo.
—Es un buen resumen, sí.
Ella tomó aire y se agarró el bajo del abrigo, bajando la cabeza.
—Esperaba que lo negaras. Aún tenía algo de fe en que no fuera verdad…
«No te pongas a llorar ahora», se ordenó. Por suerte, las lágrimas no llegaron a caer. Logan la
miraba, sentía sus ojos verdes clavados en ella mientras el silencio les envolvía.
—No sé qué decir, Emma. Esto no debería haber salido así.
—No, ¿verdad? —rio ella sin humor—. Yo no debería saber nada y tú tendrías que completar
tu misión sin tener que… ¿qué vas a hacer ahora? ¿Amenazarme? ¿Matarme?
—Claro que no.
Emma frunció el ceño, mirándole extrañada. No entendía por qué se escandalizaba tanto.
—Estabas en el IRA, supongo que no es algo nuevo para ti.
—Pues te sorprenderías. —Logan tenía la expresión desencajada y los ojos muy brillantes,
como si estuviera enfrentándose a algo realmente duro. La luz del portal le daba un aspecto más
terrenal que las sombras de la noche, en las que realmente parecía un personaje de novela negra.
Ahora Emma le veía como un hombre real, un hombre de verdad, afectado y vulnerable—. No soy
ningún santo, eso está más que claro, pero jamás he ejecutado a nadie. Yo… mi padre y yo
luchábamos por la justicia. Nunca hicimos daño a inocentes, cuando hubo situaciones de violencia
siempre fue con otros más violentos aún. Traficantes, militares… Nunca hemos… Nunca he hecho
daño a personas indefensas. —Logan hizo una pausa, respirando profundamente—. Joder,
escuchármelo decir a mí mismo suena a excusa barata.
—Sí, un poco —admitió ella—. Y no es que pueda fiarme de ti, ¿sabes?
—Lo sé. Soy muy consciente de lo que he roto.
Aquellas palabras no se las esperaba. «¿Qué hago aquí, escuchándole hablar? Él ya sabe que
yo lo sé, su misión ha fracasado… o puede que no, y yo esté en un peligro aún mayor. Debería
largarme o pedir ayuda, no estar aquí sentada oyendo sus disculpas, si es que eso es lo que es
esto».
—No puedo pedirte que me creas después de todo esto. Imagino lo que estarás pensando. Solo
quiero que sepas que el señor Barnes me ha dicho que te deje en paz y yo le he pedido que me
permita cambiar de bando y trabajar para él, protegiéndote a ti. No ha aceptado, no confía en mí.
—Es normal —dijo ella sin poder evitarlo.
—Sí, lo sé. Desde que te conocí he sabido que esta misión me iba a traer problemas.
—Vaya, lo lamento mucho —espetó ella con sarcasmo.
—No quiero decir eso. Quiero decir que me gustaste desde el primer momento y que aunque
me acerqué a ti por la misión, luego…
Emma se giró hacia él, sintiendo que su sangre se había convertido en fuego dentro de sus
venas.
—¿Qué quieres decir, Logan? ¿Que aunque tenías que manipularme y robarme información te
enamoraste de mí por el camino? —espetó amargamente—. ¿Que lo que compartimos fue real?
¿Que he sido especial para ti? ¿Que todo empezó como un trabajo y ahora te sientes involucrado?
Pues no me vale, lo siento. No quiero oír tus explicaciones ni tus excusas. ¿No entiendes que ya no
podré creerte nunca?
—Emma…
—¡No! —exclamó ella haciendo un gesto con la mano—. No te conozco. Confié en ti. Me dejé
llevar. Te entregué algo importante, mi confianza… y me traicionaste. Venías a eso, de hecho, a
traicionarme. ¿Pero sabes lo peor? He sido tan estúpida como para culparme a mí misma por no
ser más cuidadosa, por bajar la guardia. Ahora sé que la culpa no es mía. Es tuya y solo tuya —
añadió señalándolo con el dedo—. Me engañaste, me manipulaste y te aprovechaste. Todo lo
hiciste a conciencia.
Le vio sacudir la cabeza y apretar los dientes, aunque su imagen empezaba a estar borrosa.
Emma se limpió las mejillas con las manos, maldiciéndose a sí misma por llorar. No quería
parecer débil en aquel momento.
—No puedo negar nada de eso, salvo una cosa: sí que me conoces. Tú sabes que todo lo demás
es verdad. Lo que has dicho antes, lo nuestro… eso fue real. Estoy involucrado. Y tú también,
aunque te sientas dolida.
—Puede, pero eso no cambia nada —insistió ella.
Los dedos de él se cerraron en su muñeca, haciéndola dar un respingo.
—Te equivocas. Lo cambia todo. —La agarró de las manos, girándose hacia ella por completo,
acercándose más. Sus ojos verdes la deslumbraban y para su desesperación, se sintió perdida en
ellos otra vez—. El señor Barnes me ha dicho que te deje en paz y que regrese a Derry, de lo
contrario acabarán conmigo. Los Harrington también me pondrán en su punto de mira en cuanto
descubran que voy a protegerte. Porque eso es lo que voy a hacer, Emma.
—No quiero que lo hagas. Nadie te lo ha pedido —negó tratando de liberar sus manos.
«¿El señor Barnes le ha amenazado?». Se encontró a sí misma preocupándose por él y quiso
abofetearse. «¿Por qué soy tan tonta?», se lamentó.
—Puede, pero como te he dicho, yo antes… antes de ser esto en lo que me estaba convirtiendo,
luchaba por las cosas que me importaban. Por mi país, por mi gente. Ahora voy a luchar por ti.
Déjame luchar por ti, Emma.
No podía soportarlo. Sus ojos, su expresión, sus palabras arrebatadas… aquel rostro varonil
que había visto crisparse de placer tantas veces, curvar sonrisas canallas, quedar sereno y
pensativo en ocasiones, cuando creía que nadie lo miraba…
—Logan…
Quería decirle que se marchara. Que se pusiera a salvo. Él le soltó las manos y la tomó por los
brazos.
—Dime que tú no sientes nada y me iré. Volveré a Derry y me olvidaré de ti.
—No siento nada… —susurró ella con el corazón acelerado, arrollada por su voz, por sus ojos
de brillo trémulo, sabiéndose rendida a su arrebato.
—No es verdad. Me estás mintiendo.
—Tú también a mí. Diga lo que diga, no te irás.
Logan sonrió a medias y ella supo que no podría dejar atrás a aquel hombre, ni entonces ni
nunca.
—¿Ves? Sí que me conoces.
Ella trató de deshacerse de su agarre sin mucha voluntad, desviando la mirada para huir de sus
ojos.
—Dices que nuestros sentimientos lo cambian todo, pero te equivocas. Si te quedas aquí te van
a matar, si no lo hacen los Harrington puede que lo haga el señor Barnes para protegerme. Y yo ya
estoy en peligro, pero me las arreglaré mejor sin ti. No puedo tenerte cerca.
Iba a seguir argumentando pero no pudo. La boca de él se pegó a la suya y todo pareció
estallar, como si hubieran acercado una cerilla a la pólvora. Ella le devolvió un beso ansioso,
hambriento, horadando su boca con rabia e impotencia. Él la agarró con fuerza y la estrechó contra
su cuerpo y antes de entender qué estaba pasando, ambos se estaban empujando hacia el ascensor.
Entraron entre besos desmadejados, tocándose por encima de la ropa con desesperación. Emma
pulsó el botón para subir al ático pero él lo detuvo de un manotazo, haciendo que la cabina
quedase entre dos pisos. Ni siquiera fue consciente de lo arriesgado que era mientras manipulaba
la cremallera de él, devorando su boca con besos desesperados. «¿Por qué tiene que salir todo tan
mal? ¿Por qué tiene esta que ser la última vez?» pensaba con el corazón retumbando. Él le
masajeaba los pechos con una mano, estrujándolos con ganas bajo el jersey mientras con la otra
intentaba levantarle la falda. Soltó un gruñido de satisfacción al ver que ella no llevaba medias y
metió la mano dentro de sus braguitas, tocándola con maestría. Emma abrió las piernas y gimió,
sus pezones se irguieron de inmediato, empujando contra la palma de la mano izquierda de Logan
mientras su derecha recibía el calor y la humedad de su sexo. Arqueó la espalda contra la pared
de espejos del ascensor, mirando el reflejo de él a su derecha.
—Esto no… —murmuró él.
—Cállate. Solo… cállate —dijo ella rápidamente al tiempo que liberaba su sexo. No quería
pensar. No quería juzgar. Solo quería vivir aquel último instante de pasión entre los dos.
Acarició su dura verga hasta que la sintió palpitar, entrecerrando los ojos a causa del placer y
tratando de contener los gemidos al tiempo que le miraba a ratos de frente, a ratos en el espejo.
Luego se levantó la falda y le estaba guiando hacia ella cuando él se detuvo para colocarse la
protección, que sacó del bolsillo trasero de los vaqueros.
Cuando al fin la levantó por el trasero y la penetró, Emma sintió que se deshacía en calor.
Rodeó su cintura con las piernas mientras la falda colgaba hecha un lío sobre su cadera derecha,
empujando contra la pelvis de él con desesperación. Logan la sujetó con fuerza y empezó a
embestir, duro y ardiente en sus entrañas, llenándola por completo en un intercambio salvaje y
primitivo que ella recibía bien dispuesta.
—Más —le pidió, aun sintiéndose al límite.
Logan obedeció, embistiendo con más fuerza, más rápido, entre jadeos atropellados. El
ascensor se movía, hacía ruidos extraños con cada embestida. Emma se sentía arder por dentro,
como si se estuviera fundiendo. Aquel fuego, aquella furia, aquellas manos que la sostenían, que la
apretaban… No quería olvidarlo. No quería olvidarlo nunca. No quería que terminara.
Pero terminó. El orgasmo le llegó como un fogonazo, cayendo sobre ella y haciéndola gemir
con tanta fuerza que Logan tuvo que taparle la boca. Él enterró el rostro en su cuello y resolló,
gimiendo con un tono grave y aterciopelado que a ella la volvía loca. Las contracciones de su
sexo la llevaron al paraíso, haciendo que su mente quedara en blanco. Durante un instante solo
existió su olor, su voz queda, sus manos y aquel estremecimiento compartido, como una ilusión
inolvidable, por mucho que estuviera destinada a quebrarse.

***
Minutos más tarde, Emma volvió a pulsar el botón de bajada mientras ambos se recolocaban la
ropa.
«Esto ha sido una mala idea», se repetía. Tenía que arrancarse a aquel hombre de dentro, no
podía seguir alimentando aquella pasión absurda que no llevaba a nada. Puede que él dijera la
verdad y no fuera su enemigo, pero ¿y qué? Trabajaba para los Harrington. Suponía problemas. Y
además, aunque el sexo fuera fantástico, Emma sabía que los sentimientos ya habían entrado en
juego… así que era mejor cortar con todo de raíz, quemarlo en su alma antes de que fuera a más.
—Será mejor que te marches —dijo cuando el elevador llegó a la planta baja, saliendo a su
vez del cubículo. Necesitaba dar un paseo, despejar su mente, olvidarlo todo por unos minutos.
—Deberíamos hablar…
—¿Hablar de qué? —insistió ella.
—Déjame demostrarte que puedes confiar en mí.
Ella no pudo evitar que una risa triste se escapara de sus labios, casi susurrada.
—No puedo, Logan.
Él la agarró de las manos mientras ella se dirigía hacia la puerta, haciendo que se detuviera en
medio del portal. Sus ojos penetrantes se clavaron en ella, haciéndola estremecer al recordar el
instante que habían compartido minutos atrás.
—Por favor. No voy a fallarte. No quiero perder lo que tenemos.
—¿Y qué tenemos? —soltó ella derramando toda su amargura—. Sexo y mentiras, eso es todo
lo que hay entre nosotros. Yo sabía que no podía confiar en ti, ¿sabes? Así que hice que Jen te
investigara, aunque no dimos con nada relevante. Tú me has estado espiando. ¿Esto es lo que
quieres conservar? —Se soltó de su agarre y dio unos pasos hacia atrás, mirándole con la angustia
reflejada en su rostro—. Esto es todo, Logan. Es más de lo que deberíamos haber tenido. Déjalo
correr.
Él parecía no comprender, como si lo que ella le estaba diciendo escapara a su comprensión.
Negó con la cabeza.
—No lo acepto.
—¡No es una negociación! —exclamó ella—. No puedo volver a confiar en ti, ¿no lo ves? La
confianza no es algo que se da, sino algo que se conquista. No puedo volver a entregarte la mía, ni
aunque quisiera.
Él volvió a acercarse y la agarró por los brazos antes de que Emma pudiera zafarse. Aquello
estaba siendo peor de lo que imaginaba. Las lágrimas ya pugnaban por derramarse de sus ojos otra
vez pero las contuvo, estoica, volviendo el rostro para evitar su mirada intensa.
—Dime qué tengo que hacer. Pídeme lo que sea, solo dilo. ¿Es que no lo ves?, estoy dispuesto
a todo para no perderte.
Emma suspiró, sintiendo que esas palabras se clavaban en su corazón como veneno y antídoto
al mismo tiempo. Le miró de soslayo, sin girar la cara.
—Dime dónde esconde Harrington la caja.
Al principio, Logan frunció el ceño. Luego la soltó, observándola como si no terminase de
creer lo que le decía.
—¿Quieres jugar a su juego? ¿Vas a seguir con esto?
—No tengo opción.
Logan suspiró profundamente. Parecía decepcionado. Emma lo podía comprender, parecía que
ella le estuviera manipulando para hacer el trabajo sucio del señor Barnes, y puede que así fuera.
Pero ya le daba todo igual.
—De acuerdo. Buscaré esa estúpida caja para ti —dijo él, dirigiéndose al fin a la puerta. Puso
la mano en el picaporte y en el último momento se giró hacia ella. Sus ojos parecían refulgir en la
oscuridad, llenos de determinación—. Te quiero, Emma. —Las palabras la golpearon de nuevo—.
Y aunque ahora no me creas, pronto no te quedará más remedio que hacerlo.
Instantes después, la puerta se cerraba ante la mirada atónita de Emma que al fin, rompió a
llorar.
Estaba tratando de poner en orden sus sentimientos, sentada en el banco del portal, cuando el
ascensor se movió y luego regresó abajo. Patrick, Jen y Liz salieron de él como un vendaval.
—Le hemos visto marcharse desde la ventana, ¿estás bien, Emma? —exclamó Patrick, yendo a
su encuentro.
«No, claro que no estoy bien», pensó ella tratando de controlar el temblor de sus manos. No
podía dejar de sollozar, como si con aquel llanto estuviera limpiándose de años de frustración y
abandono.
—¿Qué te ha hecho ese bastardo? —espetó Liz sacando su lado guerrero. Iba lanzada de nuevo
hacia el exterior cuando Jen la detuvo.
—Mejor dale un poco de agua.
Los tres la rodearon de inmediato. Liz le ofreció una botella de plástico, Jen la abrazó,
peinándola con los dedos y Patrick se limitó a quedarse sentado a su lado, mirando el teléfono
móvil.
—Deberías venirte a mi casa.
—No quiero irme, Liz —hipó ella. Se sentía estúpida y frágil. Bebió agua y trató de ordenarse
el pelo, recomponiéndose a duras penas—. No pienso tener miedo.
—¿Y si nos quedamos contigo?
—Puedo quedarme yo —se ofreció Patrick—, soy el más preparado para situaciones
peligrosas.
—Y una mierda —protestó Jen—, no vas a dejarme sola en el piso con tu novia. Si piensas
mudarte, te la llevas.
—Esto es serio, Jennifer —espetó Patrick con expresión severa—, no es momento de ponerse
exquisitos.
—Ni tampoco de hacerse los héroes. Dices que eres el más preparado pero yo lo estoy tanto
como tú, ¿o es que no llevamos toda la vida juntos?
—A veces parece que no —soltó él con amargura.
Jen se puso en pie y abrió los brazos a ambos lados del cuerpo, exasperada.
—¿Y eso a qué coño viene ahora?
—A nada. ¿Sabes? Me parece genial, quédate tú. —Patrick también se puso de pie y se dirigió
a la salida, agitando el móvil en el aire—. No dejéis de informar.
—Patrick… —Liz alargó la mano hacia él pero luego exhaló el aire con agotamiento y le dejó
marchar—. ¿Qué demonios os pasa?
—A mí no me metas —se defendió Jen—, el que está más raro que un perro verde es él. —
Hizo un gesto con la mano—. Olvídalo, ahora lo importante es Emma.
—Gracias por quedarte, Jen —susurró ella. Se había dado cuenta perfectamente de lo
ocurrido: Patrick aún estaba lidiando con sus sentimientos hacia Jen y la actitud hostil de esta, que
no tenía ni la menor idea de lo que estaba sucediendo en su amigo, no ayudaba. Pero en aquel
momento no estaba como para preocuparse por eso. El lío en el que estaban metidos no dejaba de
complicarse y se sentía cansada y rota—. Pero de veras, no quiero ser una molestia.
—No lo eres —dijo tajante su amiga y luego tecleó en el móvil—. Liz, vuelve a casa. Yo me
encargo del resto.
—Vale. ¿Qué haces?
—Pedir una pizza.
—Muy prudente.
—Tendremos que comer algo, ¿no? —se defendió ella.
Media hora después, las dos estaban en el piso de Emma compartiendo una familiar de
pepperoni. Emma tenía que reconocer que la comida, el pijama y el sofá ayudaban. Habían echado
la llave y Jen había conectado el portátil de Emma a las cámaras de seguridad del edificio. Lo
tenían colocado sobre la mesita de café, bien a la vista, para controlar las entradas y salidas. Jen
estaba sentada junto a ella, con los pies encogidos sobre el sofá, devorando la pizza con ganas y
bebiendo sorbos de Coca-Cola. Le había preguntado sobre lo ocurrido con Logan y Emma le dijo
la verdad; no tenía fuerzas para mentir ni ganas de hacerlo.
—Todo esto es una maldita locura, Jenny… pero lo que más me duele no es lo de Logan. Es
doloroso, pero es… reciente, ¿sabes? Lo peor es lo del señor Barnes. Que nos haya mentido todo
este tiempo… aunque tú ya lo sabías. —Jen asintió con la cabeza, masticando—. Que investigaras
el orfanato en busca de tus padres fue muy valiente. Siento que lo hicieras sola.
—Ya… se me da bien hacer las cosas sola. Aunque no siempre es lo mejor.
Emma no pudo evitar sonreír, la manera en que Jen hablaba y se expresaba era tan honesta que
a veces resultaba insultante, pero no dejaba de adorarla.
—Eres la única que creció sin saber nada sobre tu origen —dijo Emma, más como una
reflexión en voz alta.
—A veces pienso que habría sido mejor así.
—¿Por qué? ¿Qué descubriste?
Jen suspiró y dejó el borde de la pizza, como hacía siempre para desesperación de Patrick.
Apoyó el peso en el respaldo del sofá, hundiéndose un poco en él y empezó a hablar con
indiferencia, la mirada fija en la pantalla del portátil.
—Mis padres eran periodistas de investigación. James y Margaret Miller. También tuve un
hermano mayor, Jeremy. Los tres fallecieron en el incendio de la casa en la que nací, en
Pennsylvania.
—Dios mío, lo siento mucho… —murmuró Emma.
—No importa. Busqué fotos de ellos y lo cierto es que no nos parecemos. No sentí nada al
verles, así que no hubo ningún momento de duelo real cuando lo averigüé. Eran perfectos
desconocidos, ni siquiera tienen mi misma nariz. —Aun así, Emma acarició el brazo de su amiga.
La conocía bien y sabía que cuando adoptaba esa actitud distante y aséptica era porque algo le
dolía y le importaba de verdad—. Ahora que gracias a ti he completado la información, supongo
que todas las piezas encajan. Los Harrington y el señor Barnes están en guerra así que
probablemente la muerte de mi familia es obra de Harrington, por eso Barnes me acogió. Imagino
que el incendio fue provocado. Y la profesión de mis padres… no sé, creo que tal vez estaban
investigando algo relacionado con la corporación Harrington y así fue como firmaron su sentencia
de muerte.
—Es increíble que pudieras sobrevivir.
—Sí, ¿verdad? Según la página de sucesos en la que encontré la información no hubo
supervivientes, pero en las fichas del Hogar Barnes pone claramente que James y Margaret Miller
son mis padres… aunque quién sabe. Tal vez todo es un error. Supongo que nunca sabremos la
auténtica verdad.
—Ya. Los muertos no hablan… —murmuró Emma pensando en sus padres y en su tía.
—Así es. ¿Ves? Por eso no me gusta mirar el mundo —continuó Jen cambiando de postura en el
sofá—. Cada vez que echo un vistazo ahí afuera veo cosas horribles que me quitan las ganas de
vivir, no literalmente, claro, ya me entiendes. Ni siquiera nuestro padre adoptivo, nuestro querido
y glorioso señor Barnes, la voz en el teléfono durante nuestra infancia, es del todo honesto. Al fin
y al cabo tiene un orfanato donde acoge a los hijos de los enemigos de su enemigo, como si
pretendiera crear una especie de ejército de la venganza o algo así. —Emma se mordió el labio,
inquieta. Las palabras de Jen estaban poniendo voz a su propia angustia—. Por eso prefiero estar
a mis cosas, con mis videojuegos, mi trabajo y mis redes sociales. No quiero mirar más allá.
Cuando miro, por desgracia, siempre lo veo todo. Veo demasiado. Y lo odio.
—Te entiendo, pero tienes que intentar ser más positiva… hay cosas horribles pero también
hay cosas buenas en el mundo, ¿no crees? —comentó Emma, también para darse ánimos a sí
misma.
—Sí, vosotros. Vosotros sois lo bueno. —Emma sonrió conmovida mientras Jen daba otro
trago de Coca-Cola a través de la pajita, haciendo mucho ruido—. Liz, tan inocente y buena, tan
atenta… siempre sabe cómo mantenernos unidos. Y tú, que eres trabajadora y resuelta y
solucionas cualquier problema como si no te costara nada. Incluso Patrick es genial, aunque esté
loco.
Emma sonrió a medias, arrebujándose más en el sofá.
—Patrick tiene demasiado encanto, tanto que a veces nos engatusa como quiere.
—A mí no —dijo Jen muy segura—, pero me hace reír.
—¿Por qué estáis enfadados? —preguntó Emma observando cómo la expresión de su amiga
había cambiado.
—No estamos enfadados. Es él. Está muy raro últimamente. Siempre ha sido un poco
controlador pero últimamente no deja de meterse en mi vida. Monitoriza todo lo que hago.
—No creo que Patrick sea controlador —dijo Emma con sinceridad—, es una de las personas
más pasotas que existen.
—¿Tú crees? A mí me parece que está demasiado pendiente de lo que hago.
—Eso es porque se preocupa por ti… Sobre todo en esta situación tan peligrosa.
—Pues debería preocuparse menos por mí y más por sí mismo y su novia —soltó Jen con tanta
dureza que Emma no pudo evitar sonreír de nuevo.
—Para ver tanto como dices, a veces creo que estás un poco ciega, amiga mía.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
Emma no insistió. Pasaron el resto de la noche viendo Netflix y con un ojo en el portátil, donde
las cámaras de seguridad registraban un portal vacío y calles desiertas. A las tres de la mañana,
las dos amigas se habían quedado dormidas en el sofá, Jen ocupando la mayor parte, Emma hecha
un ovillo, aún acunando su dolor por la pérdida de tantas cosas en tan poco tiempo.
Capítulo 12
Pasar el domingo con Jen fue como un bálsamo. No se quitaron el pijama. No se molestaron en
recoger las cajas de pizza, los vasos y los platos llenos de sobras de la mesa. Estuvieron todo el
día en el sofá, viendo series, películas y manteniendo conversaciones banales, haciendo lo que las
dos necesitaban hacer: evadirse de una realidad que las había golpeado de lleno. Emma
comprendió la actitud de su amiga más profundamente. Jen siempre había llevado una coraza para
protegerse del mundo hostil que conocía demasiado bien. Parecía una chica dura, alguien a quien
pocas cosas sorprendían o impresionaban, pero en realidad era increíblemente sensible y había
sufrido más que ninguno de ellos. Al fin y al cabo, ni Liz, ni Patrick, ni la misma Emma habían
tenido que enfrentar la verdad hasta el momento, pero Jen llevaba mucho tiempo lidiando con ella
en silencio, portando esa carga por todos, protegiéndoles de alguna manera para que no les hiciera
tanto daño.
Lo que estaba ocurriendo era como abrir una vieja herida enquistada, lo que hicieran a partir
de ese momento haría que sanara como era debido o que se infectara, pero Emma sabía que sus
hermanos no iban a esconderse. Le habían demostrado con creces que estaban con ella y que eran
los únicos en quienes podía confiar.
El lunes por la mañana, aunque se moría de sueño por haber trasnochado en una sesión
terapéutica de insultos a Logan, apoyada por el odio de Jen, Emma acudió a su trabajo con
energías renovadas. Estaba dispuesta a lidiar con todo aquello, se sabía fuerte y sus vínculos con
sus hermanos también lo eran, así que, de una manera o de otra, conseguirían salir airosos de la
complicada situación que enfrentaban.
Suzanne dejó una pila de carpetas sobre su mesa. Iba maquillada y bien vestida, con su aspecto
pulcro y serio habitual, pero Emma pudo ver las ojeras y el gesto cansado incluso a través del
corrector.
—¿Cómo estás? ¿Fue bien con tu familia? —preguntó la secretaria, bajándose las gafas hasta la
punta de la nariz para mirarla.
—Estoy bien, todo se solucionó, no te preocupes —respondió Emma—. ¿Cómo estás tú?
Parece que has tenido un fin de semana movidito.
—Tengo una resaca infernal… —dijo Suzanne suspirando. Casi se dejó caer sobre la silla
frente al escritorio de Emma—. Déjame descansar aquí un poco. Y déjame darte un consejo
también, es el consejo más sabio que te darán jamás: aléjate de los chupitos. Mezclar alcohol no
es bueno.
Emma soltó una risa y cogió las carpetas para ordenarlas en las bandejas. Su fin de semana
había sido una pesadilla, pero parecía más fresca que su compañera.
—No lo olvidaré. Dicen que tomarse una cerveza es bueno para la resaca, ¿has probado?
—¿Cerveza? —Suzanne alzó las cejas con un gesto casi cómico—. Solo pensar en alcohol me
da ganas de vomitar. Ha sido una locura, y lo peor es que apenas recuerdo nada. Pero sé que me lo
he pasado genial.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque sí recuerdo los orgasmos —respondió Suzanne esbozando una sonrisilla maliciosa
—. Y la cara del Adonis que me los ha proporcionado.
—Espero que tomaras precauciones —replicó Emma mirándola de reojo. Estaba empezando a
introducir datos en el ordenador. Suzanne la miró escandalizada.
—Por el amor de Dios, claro que las tomo, mamá —replicó molesta.
En ese momento su móvil vibró sobre la mesa. Pensó en dejarlo pasar y consultar los mensajes
durante el descanso del mediodía, pero sus amigos podían haber descubierto más cosas y estar
enviándole información. Todos estaban pendientes de ella. Cogió el móvil y lo desbloqueó para
consultar los mensajes.
El corazón le dio un vuelco al ver que la notificación era de Logan. Solo ver su nombre en la
pantalla le provocó una reacción visceral y le trajo a la cabeza las últimas palabras que le dedicó.
Una sensación fría se instaló en su estómago y le temblaron los dedos al abrir el mensaje.
—¿Va todo bien? —preguntó Suzanne preocupada.
—Sí… Sí. Es solo… —respondió torpemente mientras veía el contenido del mensaje. Era una
fotografía de una mesa auxiliar que reconocía. Había visto esa mesa y el jarrón sobre ella multitud
de veces en el despacho del señor Harrington—. Cosas de mi familia. Tengo que responder,
disculpa.
—Sí, sí, claro. Espero que todo esté bien. Luego hablamos —dijo Suzanne entendiendo la
indirecta y levantándose para seguir con su trabajo.
Emma se centró en el mensaje al quedarse sola.
Logan : Debajo de esa mesa, en una lama suelta del suelo, hay una caja fuerte.
Emma: ¿Tiene la caja ahí?
Logan: Sí, pero no por mucho tiempo. Debes darte prisa.
Emma: ¿Tienes el código?
Logan: No he podido conseguirlo, tendrás que apañártelas.
Con el corazón latiéndole en los oídos, Emma cerró el chat y buscó el teléfono de Jen para
llamarla. Ni siquiera estaba asimilando lo que había ocurrido, el hecho de que Logan hubiera
cumplido su promesa y lo que significaba eso. No tenía tiempo para centrarse en esos detalles; era
el momento de actuar y debían ser rápidos. Tenía que concentrarse en el plan.
—Jen, ¿puedes agitar el avispero ahora? —le preguntó nada más descolgó. Tenían el plan
trazado, solo había que ponerlo en marcha.
—Necesito una hora. Avisa a los demás —respondió escuetamente antes de colgar.
Emma se apresuró a escribir en el chat grupal de sus hermanos, avisándoles de que sabía dónde
estaba la caja y en una hora iban a poner todo en marcha. Tanto Liz como Patrick respondieron al
instante, estaban pendientes del teléfono como bien había supuesto Emma.
Patrick: Espero que no te hayas puesto en peligro sola.
Liz:¿Estás bien? ¿Estáis seguros de esto?
Emma: No te preocupes, Patrick. La fuente es fiable. Sí, Liz, tenemos que hacerlo, es la
única manera de librarse.
Liz: De acuerdo, estoy aquí para lo que haga falta. Solo decidme qué tengo que hacer.
Emma: Sé que la caja está en una caja fuerte, pero no tengo el código de esa caja fuerte.
Necesitamos abrirla como sea.
Patrick: Déjame eso a mí. Voy para allá.
Emma: Dentro de una hora Jen hará saltar las alarmas, es el tiempo que tenemos para
prepararnos.
Liz: Id con cuidado, por favor.
Simuló que volvía al trabajo, puesto que los nervios la impidieron concentrarse realmente en él
mientras transcurría el tiempo hasta la hora indicada. Cada dos minutos, miraba el reloj de la
pared del despacho y no podía evitar mover nerviosamente la pierna o golpear compulsivamente
sobre la mesa con el bolígrafo.
«Van a darse cuenta. Como no me calme, todo el mundo va a saber que estoy tramando algo».
Sentía como si un foco brillante estuviera apuntándola directamente, como si cualquier gesto
fuera a delatarla delante de sus compañeros. No obstante, todos seguían enfrascados en sus
trabajos. El resto de secretarias no levantaban la cabeza de su escritorio mientras atendían
llamadas y tecleaban a toda prisa en sus teclados.
Emma pensó que se moriría de ansiedad. Fue la hora más larga de su vida, pero cuando la
alarma de incendios saltó, haciéndola dar un respingo en su silla, el tiempo pareció acelerarse de
pronto.
—No es un simulacro —dijo Suzanne levantándose de su mesa. Aunque miró alarmada
alrededor, hizo un esfuerzo por mantener la calma para dirigirse a los demás—. Ya sabéis lo que
tenéis que hacer: salimos ordenadamente y sin perder la calma y bajamos por la escalera de
emergencia.
Hubo una serie de exclamaciones y susurros ahogados mientras secretarias y empleados
recogían lo imprescindible y se dirigían a la salida. Emma se puso en pie y fingió estar buscando
su bolso. Se aseguró de que todos estaban ocupados en ponerse a salvo para agacharse y
esconderse debajo de la mesa. Desde esa posición, observó como dos guardias de seguridad
abrían la puerta del despacho de su jefe y lo sacaban prácticamente a rastras.
—Señor, tenemos que ponerle a salvo.
—No puedo abandonar el despacho ahora —protestaba Harrington.
—Tenemos que comprobar si permanecer en el edificio es seguro. Hasta entonces, debemos
salir —replicó uno de los guardias.
Pronto abandonaron la sala. Emma creyó que se había quedado sola al asomar la cabeza sobre
su mesa, pero se encontró con Suzanne, mirándola alarmada y extrañada.
—¡Emma! ¿Por qué no has salido aún?
«Mierda, está esperando a que estemos todos fuera», maldijo para sus adentros, sintiendo que
el pulso se le aceleraba.
—Ah… ¡He perdido una lentilla! —se apresuró a excusarse. Era una mentira de mierda, pero
fue lo primero que se le ocurrió.
—¿Una lentilla? No sabía que usabas lentillas —dijo Suzanne agachándose apresuradamente.
«¿Piensa ayudarme con eso en plena alarma?», se sorprendió. Rodeó la mesa con rapidez y
agarró a Suzanne por los hombros para que volviera a ponerse en pie.
—Suz… Yo la busco, no tardo nada, si no la encuentro ya voy detrás de ti. Date prisa.
—¿Estás segura? —Le temblaba un poco la voz, Emma supo que estaba asustada y se sintió
mal por ella.
—Sí, de verdad. No voy a arriesgarme por una lentilla. No tardo nada en ir —la tranquilizó.
Suzanne no necesitó nada más para abandonar el lugar. Estaba deseando ponerse a salvo, lo
que pesaba mucho más que las poco convincentes excusas de Emma. Los nervios generados en esa
situación de alarma jugaban a su favor, seguramente Suzanne no repararía en lo absurdo que era
que se pusiera a buscar una lentilla en un momento así hasta que no estuviera a salvo y relajada.
El móvil de Emma sonó casi al mismo tiempo en que Suzanne se iba.
—Patrick, ¿dónde estás? —dijo al descolgar.
—Ya he llegado.
—Usa los ascensores de servicio, están junto a las escaleras de emergencia, en un pasillo a la
izquierda del hall, esos no estarán bloqueados. Sube al piso treinta y cinco, te espero aquí.
Intentó abrir la puerta del despacho, pero estaba cerrada con llave. Los minutos que Patrick
tardó en llegar los pasó intentando calmarse, mirando por la ventana a la congregación de
trabajadores de la torre que se estaba reuniendo a sus pies, observando curiosos y alarmados el
edificio en un intento por averiguar de dónde venía el fuego.
—¡Patrick! Gracias a Dios, ¡date prisa! La puerta está cerrada —le urgió al verle aparecer en
la sala.
—No te preocupes, aquí llega tu salvador —respondió su amigo acercándose a la puerta a
zancadas. Sacó una tarjeta de su chaqueta y la deslizó entre la hoja de la puerta y el marco. Le
costó unos segundos hasta que la cerradura chasqueó—. ¡Voilá! No hay cerradura que se me
resista.
—Cojamos la caja y larguémonos —dijo Emma entrando a toda prisa en el despacho de
Harrington. No perdió el tiempo y fue directa hacia la mesa auxiliar. Patrick la ayudó a apartarla
sin hacer preguntas—. Logan dice que está aquí, bajo un tablón suelto.
Los dos se arrodillaron y palparon el suelo. Patrick golpeó con los nudillos sobre la madera
hasta que el sonido hueco le indicó el lugar exacto. Metió la tarjeta entre las lamas y levantó la
indicada, descubriendo el panel de una caja fuerte empotrada.
—Vigila la salida mientras yo hago mi magia —le dijo a Emma.
—No tardes, por favor. Se van a dar cuenta de que no hay ningún incendio.
Las alarmas seguían sonando, estresándola aún más. Se asomó y miró en dirección a la puerta
de las escaleras. Había quedado abierta. Vio a un par de empleados pasar corriendo por el
corredor, sus voces no tardaron en apagarse engullidas por el sonido agudo de las alarmas. Emma
consultó el móvil nerviosamente. Liz había dejado algunos mensajes, ansiosa por saber cómo
estaban. Solo había pasado un cuarto de hora desde que Jen había hecho saltar el sistema.
Tuvieron que pasar cinco minutos más hasta que Patrick lo consiguió.
—¡La tengo! —exclamó poniéndose en pie. Se acercó hasta ella de tres zancadas, mostrándole
una pequeña caja metálica de color negro bloqueada por un mecanismo de engranajes numerados
—. Es esto lo que buscamos, ¿no?
—Espero que sí —dijo quitándole la caja de las manos para guardarla en su bolso—. Vámonos
de aquí.
Agarró de la mano a Patrick y tiró de él, llevándole de vuelta al ascensor mientras marcaba el
número privado del orfanato con la otra mano.
—¿Sí?
Reconoció la voz de Takeshi.
—La tenemos —fue lo único que le dijo antes de colgar.

***
La familiaridad del Hogar Barnes la hacía sentir a salvo. Allí no había más recuerdos amargos
que algunas noches anhelando una familia que nunca llegó. Siempre fue un lugar seguro, un refugio
donde el mundo no les alcanzaba, donde se encontraban a salvo.
«Ya está. Lo hemos hecho, y estamos bien. Estamos enteros y seguros», pensó aliviada.
Allí se habían reunido, en el despacho del señor Barnes. Liz y Jen habían llegado con Takeshi,
que se había encargado de recogerlas. Patrick y ella acudieron juntos. No tuvieron problemas para
salir de la torre en medio del caos generado por la falsa alarma. Ahora se encontraban todos
reunidos, Takeshi, su padre y los cuatro hermanos a los que de algún modo había adoptado.
Cuando Emma dejó la caja sobre la mesa del despacho se hizo un silencio espeso y tenso. Jen,
Takeshi y Patrick se quedaron de pie, ocupando espacios opuestos en la sala. Liz, nerviosa, se
apretaba el bolso contra las piernas mientras les miraba, asegurándose de que todos estaban
enteros y bien. Barnes observaba a Emma, que tomó asiento junto a Liz, mirándole a los ojos.
Todos esperaban a que el venerable hombre dijera algo, pero este se tomó su tiempo,
observándoles con la misma emoción contenida con que miró a Emma la primera vez.
—Tendréis que quedaros unos días aquí —dijo al fin, entrelazando los dedos serenamente—.
Tendréis todo lo que podáis necesitar hasta que el peligro haya pasado.
—¿Y eso cuánto tiempo será? —preguntó Patrick, algo a la defensiva.
—Nos encargaremos de que sea el mínimo posible —dijo Takeshi.
Su padre asintió con un gesto casi reverencial.
—Vuestras vidas volverán a la normalidad muy pronto —añadió el señor Barnes—. Mientras
tanto, aceptad la hospitalidad debida por las molestias. Esta es vuestra casa, siempre lo ha sido y
siempre lo será.
—¿Las molestias? Vaya eufemismo —saltó Jen acercándose a la mesa. Se detuvo tras la silla
de Emma, que la miró frunciendo el ceño. La expresión de su amiga no presagiaba nada bueno—.
Has estado utilizándonos todo este tiempo, ¿a eso lo llamas molestias?
—Vosotros sois hijos para mí, nunca he pensado en… —intentó defenderse el señor Barnes,
pero Jen siguió hablando en un tono de voz que no admitía réplica.
—Le conseguiste la entrevista a Emma, ¿verdad? A mí me animaste a dedicarme a la seguridad
informática, ¡incluso has alentado las aficiones delincuentes de Patrick! —añadió señalando a su
amigo—. Liz es la única a la que has dejado en paz, aunque vete a saber, después de esto no
aseguraría que no estás reservándola para algún otro retorcido plan en tu maldita guerra contra los
Harrington. Todo lo que nos has dicho estos años, la forma en que nos regalabas el oído de
pequeños… ¿todo era parte de tu plan?
—Claro que no. Yo…
Ella siguió sin dejarle hablar, mientras Barnes la miraba en silencio, aceptando que la
interrumpiera, sin defenderse, con los dedos entrelazados sobre la mesa. Emma pudo ver un brillo
amargo en su mirada.
—Te has creado un bonito ejército de agentes para eso, ¿no? Que los Harrington dejen
huérfanos por donde pasan te ha venido muy bien, ahora tienes quien defienda tus propios fines y
ni siquiera tienes que esforzarte en convencerles.
El señor Barnes bajó la mirada. Lo que Jen estaba escupiéndole a la cara sin piedad le
afectaba, de alguna manera lo hacía, aunque permaneciera sereno y pareciera inmutable. La
tensión en la habitación casi podía palparse, todos esperaban una contestación, con los ojos
puestos en él.
—¡Responde, maldita sea! Eso sí que nos lo debes; una respuesta. Dime que me equivoco, que
lo que he dicho no es verdad. ¡Dínoslo a todos! —le gritó Jen perdiendo los nervios ante su
impasibilidad.
—No es tan premeditado como planteas —respondió al fin—. Es cierto que alenté vuestras
habilidades. Os animé a seguir un camino en el que pudierais desarrollaros, pero no porque
pensara utilizaros. Lo que ha ocurrido no lo calculé, simplemente se ha dado así.
—¡Venga ya! ¡Incluso nos enseñaste las cifras de ese maldito código! ¿Pretendes que nos
creamos este cuento paternal que te has montado? —Jen gritaba cada vez más. Se agarró del
respaldo de la silla de Emma, que trató de calmarla poniendo una mano sobre la suya, pero Jen la
apartó rápidamente para señalar a Barnes—. Tú impediste nuestras adopciones para que
guardásemos esos números. ¡Tú nos has negado una familia todo este tiempo!
Esas palabras hicieron que el rostro impasible del señor Barnes se demudase. Por primera vez,
Emma vio que algo le afectaba de manera clara. Vio que su ceño se fruncía con un gesto de dolor,
como si hubiera recibido un bofetón. El hombre bajó la cabeza, afectado.
—Lo siento. Siento profundamente haber cometido ese error. Nunca debí poner sobre vosotros
una responsabilidad como esa. Sé que os he puesto en peligro, y espero que podáis perdonarme —
dijo levantando la mirada para observarles uno a uno. Parecía sincero y había un brillo trémulo en
sus ojos—. Pero nunca evité vuestras adopciones. Nunca planeé las cosas para que ocurrieran
como están ocurriendo. Solo quería protegeros.
—Yo te creo… —dijo Emma sintiendo un nudo en la garganta. Comprendía el enfado de Jen, su
frustración y su dolor, ella también los había sentido, pero no podía evitar seguir confiando en el
señor Barnes más allá de lo racional.
Por primera vez, aquel hombre parecía a punto de desmoronarse ante ellos.
—Yo también. Y acepto tus disculpas… —añadió Liz.
Jen les miró a todos incrédula. La disculpa no había serenado sus ánimos. Estaba colérica,
apretando los dientes como si estuviera conteniéndose de seguir gritando o golpear algo. Miró al
señor Barnes con rencor y le dio la espalda, dirigiéndose a grandes zancadas a la puerta. Patrick,
que había permanecido distante en un rincón del despacho, salió tras ella sin decir nada. El
portazo volvió a dejarles en silencio.
—Tenéis derecho a estar enfadados. Debí pensar que esto podía ocurrir, espero que Jennifer
pueda comprenderlo, y vosotros también…
Emma ya no escuchaba. Se había puesto en pie y observaba a través de la ventana. Vio salir a
Jen al patio y a Patrick detrás de ella, casi corriendo. Vio como la detenía y como ella intentaba
deshacerse de su agarre y seguir su camino hacia la salida. Emma se sintió angustiada por Jen, sin
embargo, cuando vio que Patrick la abrazaba con fuerza y ella correspondía con desesperación,
rompiendo al fin a llorar, supo que solo él podría consolarla. Los dos se quedaron en el patio,
abrazados durante un largo rato.

***
En el patio hacía mucho frío. Ya habían cenado y el ambiente enrarecido les empujó a acabar la
noche al aire libre, sentados en los columpios donde solían pasar el tiempo cuando eran niños.
Allí se reunían para jugar, tramar travesuras o simplemente charlar. A veces solo se balanceaban
en silencio, cuando las palabras no les llegaban para expresar lo que sentían. Ahora habían
crecido, y eran capaces de poner nombre a las cosas. Emma y Liz, sentadas en los columpios, se
balanceaban lentamente, enfundadas en sus abrigos y bufandas intentando protegerse del aire
gélido. Patrick y Jen se apoyaban en la estructura a ambos extremos de los balancines, con el
trasero contra el travesaño de metal.
—¿Os acordáis cuando Liz empujó a Patrick por sorpresa y le atizó tan fuerte que lo lanzó
proyectado hacia la arena? —preguntó Emma en voz baja, arrebujándose en su chaqueta. Tenía los
pies fríos y las manos congeladas, pero se encontraba bien en ese lugar, rodeada de buenos
recuerdos junto a sus hermanos.
—Sí, nunca podré olvidar los llantos de Liz —dijo Patrick riéndose por lo bajo.
—Me sentí fatal porque te raspaste las dos rodillas y te rompiste los vaqueros… —añadió Liz
sonriendo nostálgicamente—. Tú ni siquiera lloraste. Viniste a consolarme y me diste chicle. Qué
tonta era, tú sangrando y yo llorando.
—No eras tonta, nunca lo has sido —replicó Patrick—. Siempre te has preocupado mucho por
todos.
Emma miró a su amiga y sonrió. Patrick tenía razón. Alargó una mano para coger la de Liz y
estrecharla con cariño. Se quedaron agarradas, balanceándose lentamente.
—Me siento muy triste —dijo entonces Liz.
—Hace mucho tiempo de eso, Liz —bromeó Patrick.
—Estamos unidos por las maldades que otros hicieron… ¿No os parece triste? —continuó Liz.
—Eso no es cierto —se apresuró Patrick a responder, antes incluso de que Emma pudiera decir
nada—. Había muchos más niños aquí, ¿recuerdas? Pudimos haber hecho otras amistades, incluso
pudieron habernos adoptado y separado, pero eso no ocurrió. Es verdad que nuestra situación era
complicada, pero formamos una familia, decidimos hacerlo. No importa lo que otros hicieran, eso
es real, y eso lo hicimos nosotros. Es nuestro esfuerzo, nuestra dedicación, nuestra entrega y
nuestro cariño lo que nos ha unido y nos mantiene unidos, no lo que esos cabrones hayan hecho.
Las chicas parpadearon casi a la vez y le miraron sorprendidas. A Liz se le empañó la mirada,
Emma le apretó la mano. La que más sorprendida parecía era Jen, que miraba a Patrick con los
ojos muy abiertos, haciendo un esfuerzo evidente por no mostrar lo que estaba sintiendo. Ninguna
habría imaginado al superficial y bromista de Patrick decir algo así, decir justo lo que necesitaban
para no sentir que todo en su vida había sido cimentado sobre una mentira. Emma sintió ganas de
abrazarles a los tres, pero cuando iba a ponerse en pie para reunirles, el teléfono de Liz sonó,
rompiendo el momento.
La muchacha se limpió apresuradamente las lágrimas de los ojos.
—¡Es Philip! —dijo antes de descolgar y poner el manos libres—. Buenas noches, cielo, ¿va
todo bien?
—Sí, todo bien. Ya me han recogido para llevarme —respondió de buen humor—. Tengo ganas
de verte y saber que realmente estáis todos bien.
Los cuatro amigos se miraron unos a los otros, alarmados de pronto.
—Philip…, ¿cómo que te han recogido? ¿Quién te ha recogido? —preguntó Liz, cada vez más
angustiada.
—El hombre que enviaste. —Aquella frase pareció detener el tiempo un latido. Los cuatro se
dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. Liz apretó los labios, asustada, y respondió con la voz
temblorosa.
—Yo no he enviado a ningún hombre.
Al otro nado nadie volvió a responder. Se escucharon varios chasquidos, un golpe, y el
silencio espeso que indicaba que habían colgado.
—¡Philip! ¿Dónde te llevan? ¿Dónde estás? ¿Philip? —Liz se puso en pie, gritando las
preguntas al móvil. Ya no había nadie al otro lado de la línea—. No… Phil… ¡Responde! ¡Por
favor!
Emma se abalanzó para abrazarla y Liz soltó el móvil, que resbaló entre sus manos.
Capítulo 13
Liz aún no parecía recuperarse. Jen la ayudó a sentarse y le dio un vaso que había llenado del
agua de la máquina de la habitación. Las manos le temblaban tanto que apenas podía beber sin
ayuda. Ver la pistola de Takeshi no la ayudó a calmarse, y tampoco lo hizo con la presencia de sus
compañeros, que esperaron tensos a que el señor Barnes hablara.
En lugar de hacerlo, el hombre pulsó el botón del manos libres del teléfono y permitió que
todos escucharan lo que su interlocutor estaba diciendo.
—Tengo al marido de tu querida hija pródiga. Devuélveme la caja o haré que los maten a
todos. —Emma reconoció de inmediato la voz al otro lado del teléfono: era el señor Harrington.
Nadie necesitó que lo dijera en voz alta—. Uno a uno. A ellos, a sus amigos, a los dueños de las
panaderías donde compran el pan…
—No puedes hacer eso —respondió el señor Barnes sin perder los nervios. Su voz sonaba fría,
pero su mirada decía mucho más que sus palabras. Emma supo que estaba angustiado—. Si lo
haces, nunca conseguirás la clave.
—Estás vivo, viejo amigo. Eso lo cambia todo —replicó Harrington con una risa profunda y
vibrante—. Tienes una hora para pensártelo. Una vez transcurrida, haré que maten a ese pardillo y
seguiré con los demás.
Harrington colgó. Liz, que había estado cubriéndose la boca con las manos, rompió a llorar
desesperadamente. Emma fue hacia ella y la abrazó. Jen golpeó el tablero de la mesa,
abalanzándose sobre ella para gritarle al señor Barnes.
—¡Tienes que sacarle de ahí! ¡Todo esto es tu responsabilidad!
Barnes se puso en pie, serio como la muerte, y les miró a uno a uno.
—Tenéis que marcharos de aquí, poneros a salvo. Yo arreglaré esto, pero vosotros no podéis
permanecer aquí —respondió con un tono teñido de desesperación. Incluso en ese momento, el
señor Barnes parecía digno y noble, pero su fachada estaba a punto de venirse abajo—. Lo
arreglaré, todo.
—No.
Todos volvieron la mirada a Takeshi. Él no solía interrumpir a su padre y raramente había
hablado en las reuniones. Permanecía apartado como una sombra, solo escuchado y acatando las
órdenes, pero esa vez intervino, mirando a su padre con una expresión grave.
—Es suficiente, padre —continuó.
—No voy a dej…
—Esto no puede continuar así —siguió Takeshi, volviendo a interrumpirle, acercándose hasta
la mesa para enfrentarle—. Los crímenes de los Harrington ahora no importan, ¿no es más valiosa
la vida de Philip y de mis hermanos que esa condenada caja?
—No lo plantees como si yo no lo considerase así —replicó el señor Barnes, envarándose y
dirigiéndole una mirada fría que intentaba ocultar su desesperación—. Ni ellos ni tú podréis tener
una vida normal mientras los Harrington sigan haciendo del mundo su patio de juegos. ¡Este
orfanato seguirá teniendo que acoger a los niños a quienes destroza la vida! Niños cuyos padres
fueron asesinados por investigar, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado o se
atrevieron a demandarles. Si no les detengo, esto nunca terminará.
—Eso pasará siempre, les detengas o no, ¡no puedes cambiar el mundo tú solo! —Takeshi
levantó la voz y golpeó la mesa con la mano.
El rostro del señor Barnes cambió por completo. Esa desesperación se evaporó y en sus ojos
brilló una ira contenida que nadie había visto hasta entonces. Le miró tan gravemente que pensaron
que iba a darle un bofetón en cualquier momento. Pero no lo hizo. En lugar de eso, volvió a hablar,
con una voz que hizo descender la temperatura de la habitación.
—Salid de aquí. Todos —sentenció señalando la puerta con un gesto brusco.
Salieron al pasillo sin replicar. Ni siquiera Jen se atrevió a contradecir al señor Barnes, que
les miró con una expresión severa y pétrea hasta que cerraron las puerta. Liz estaba temblando, se
había echado a llorar mientras sus amigos trataban de consolarla en vano. Se sentaron en las sillas
que había a ambos lados del pasillo y Patrick le dio un tranquilizante que nadie supo de dónde
había sacado. Durante un rato estuvieron volcados en ella, mientras Takeshi recorría el pasillo
arriba y abajo, preocupado y nervioso.
Emma estaba acariciándole el pelo a Liz, que había apoyado la cabeza en su hombro, cuando
notó la vibración en su bolsillo. Tratando de no molestar a su amiga, que empezaba a calmarse,
deslizó los dedos en el interior de la chaqueta y sacó el móvil lo justo para comprobar quién
llamaba. El nombre de Logan brillaba en la pantalla.
En ese momento lo último que necesitaba era escucharle. Se imaginaba lo que quería; hablar
sobre lo que había pasado, volver a decirle cosas completamente inapropiadas, intentar aclarar la
situación entre ellos. No, no podía prestarle atención ahora: tenía que pensar un modo de salvar a
Philip, y el tiempo estaba corriendo ya en su contra.
—No podemos confiar en que Barnes lo solucione —dijo en voz baja.
Takeshi detuvo su deambular por el pasillo y les miró.
—Es lo último que debemos hacer. Hay que trazar un plan y hacerlo ya —replicó.
Takeshi había demostrado con creces su lealtad hacia ellos. No habían sabido de su existencia
hasta ese momento, pero de alguna forma le sentían cercano. Emma confiaba más en él en ese
momento que en su padre, era el único que realmente les había protegido sin ningún interés. Era
como un hermano más, uno al que nunca habían conocido pero que se entregaba a sus causas
ciegamente. Incluso se había enfrentado al señor Barnes por ellos.
—Sí, porque no parece que tu padre tenga intención de salir de ahí para explicarnos qué piensa
hacer, si es que piensa hacer algo —dijo Patrick con un tono desdeñoso—. ¿Qué proponéis?
El teléfono siguió sonando en el bolsillo de Emma. Empezaba a ponerse nerviosa. Estaba
cansándose de la situación y no iba a permitir que nadie volviera a manipularla para sus intereses.
—Somos cinco contra uno. Vamos a robarle la caja al señor Barnes y la intercambiaremos por
Philip —decidió, mirando a sus compañeros uno a uno.
—Estoy de acuerdo —dijo Jen.
—Hagamos lo que sea…. Pero hagamos algo. —Liz tenía la voz temblorosa. Levantó la cabeza
para hablar, limpiándose las lágrimas con los dedos. Tenía los ojos enrojecidos—. No podemos
abandonar a Philip.
—No lo haremos —añadió Patrick, acercándose al grupo desde la ventana ante la que había
estado observando—. Él no va a ser el sacrificio para que Barnes se convierta en el héroe que
quiere ser.
—Iré yo misma a entregársela a Harrington —dijo Emma.
—Iremos todos —interrumpió Takeshi.
—Pues no perdamos tiempo —Patrick se plantó de dos largas zancadas ante el despacho del
señor Barnes.
Emma se puso en pie, decidida a acompañarle. Sacó el móvil del bolsillo, dispuesta a
apagarlo, cuando vio la notificación de un mensaje entrante de Logan. Tenía una fotografía adjunta.
Irritada, pensando que el irlandés estaba siendo demasiado insistente e inoportuno, abrió el chat y
se quedó clavada en el lugar al ver la imagen que se desplegó en la pantalla.
Logan estaba sosteniendo a un pálido y aterrorizado Philip, que ni siquiera miraba a la cámara.
Debajo de la fotografía, el irlandés había escrito un mensaje.
Logan: He encontrado al novio de tu amiga, ¿dónde lo llevo?
—¡Esperad! —pidió a Takeshi y a Patrick, que disponían a abrir la puerta—. ¡Es Logan, tiene a
Philip!
—¡¿Qué?! ¿De verdad? —Liz se puso en pie. Jen lo hizo tras ella—. ¿Está bien?
Todos miraron expectantes a Emma, que asintió mientras se llevaba el teléfono al oído tras
marcar el número de Logan. Su corazón latía deprisa, liberado del peso de la angustia. Aún no
podía creerse que fuera cierto.
—Logan, ¡¿le tienes?! ¿Cómo has…? —empezó a hablar cuando escuchó que descolgaban.
—Soy parte del cuerpo de seguridad de Harrington, le saqué de la torre durante el caos que
habéis armado y he estado protegiéndole. Estaba delante cuando se enteró del robo de la caja y
mandó a sus matones a por «cualquiera relacionado con esos malditos Barnes».
—Gracias a Dios… —dijo Emma con la voz ahogada por la emoción.
—Le dije que iba a vigilarte, pero fui tras el compañero al que Harrington envió a por Philip y
le neutralicé —siguió explicando Logan.
—¿Cómo está Philip? ¿Está bien? ¿Le han hecho daño? —preguntó Liz con urgencia
acercándose al teléfono. Emma puso el manos libres y todos pudieron escuchar la respuesta.
—Estoy bien… Logan ha llegado a tiempo… —Philip tenía la voz temblorosa, pero escucharle
fue una bendición para todos—. Cariño, no te preocupes, estoy bien.
Liz se echó a llorar, intentó hablar con su marido, pero la voz de Logan volvió a tomar el
control del aparato.
—¿Dónde estáis? Hay que ponerle a salvo.
—Ven al Hogar Barnes —le indicó Emma. Takeshi asintió, apostado ante la puerta del
despacho de su padre, a la que se limitó a llamar con los nudillos.
—De acuerdo, estaré allí enseguida.
—Logan… Gracias… —dijo Emma antes de que colgara—. Gracias. Gracias, gracias.
—No me des las gracias por hacer lo correcto —replicó Logan—. Ahora nos vemos.
Preparaos, porque esto no va a terminar aquí.
Takeshi abrió la puerta del despacho después de llamar. Su padre le lanzó una mirada
fulminante cuando su hijo se acercó a él y le arrebató el teléfono, colgando con un golpe firme.
—Philip está en camino. Logan lo ha recuperado, ha cambiado de bando —dijo Takeshi antes
de que pudiera replicar.
El enfado en los ojos del señor Barnes se atemperó de inmediato y detuvo el gesto de recuperar
el teléfono, dejándolo colgado. Dirigió una mirada al resto del grupo, que estaba entrando en el
despacho.
—Harrington debe haberse percatado a estas alturas de que han sustraído a su rehén —
respondió con voz grave. Recuperando la fría serenidad, dio las instrucciones necesarias a su hijo
—. Vendrá hacia aquí. Vamos a evacuar el orfanato, es urgente poner a los niños a salvo, ese
hombre no tiene escrúpulos y querrá recuperar la caja al precio que sea. Yo asumiré las
consecuencias de esto. Vosotros poneos a salvo con los niños.
—No voy a dejarte aquí solo —replicó Takeshi con firmeza.
—No, no, de eso nada —irrumpió Patrick acercándose a la mesa—. Ese cabrón es el
responsable de la muerte de nuestros padres, ¿no? Todo esto tiene que ver con nosotros.
Independientemente de lo que tú hicieras, nos concierne. No vamos a irnos, esto también es cosa
nuestra.
Patrick se volvió para mirar a sus hermanos y encontró la aceptación que esperaba. Emma, Liz
y Jen estaban dispuestas a plantar cara al asesino de sus padres. El señor Barnes les miró en
silencio durante unos instantes, pareció comprender que no podía convencerles. Después de todo,
tenían derecho a defenderse, a plantar cara al hombre que les había arrebatado una parte tan
importante de sus vidas… A poner las cosas en su sitio. Asintió, pero fijó los ojos finalmente en
su hijo.
—Solo puedo confiar en ti para poner a salvo a los niños. Quiero que lo hagas tú
personalmente, así sabré que están bien y que esto no es en vano… —En su mirada brilló una
súplica silenciosa.
Takeshi bajó la cabeza en un respetuoso asentimiento.
—Nosotros estaremos con él. No vamos a dejarle solo, y vamos a defenderle, Takeshi. —
Emma se acercó y puso una mano en su brazo, estrechándole con calidez—. Pon a los niños a
salvo, todo saldrá bien. Haremos que salga bien.
Los ojos del joven asiático brillaban cuando la miró.
—Mi padre es lo único que tengo. Mi padre y a vosotros —dijo simplemente.
Emma lo entendía a la perfección. Asintió, emocionada. Él respondió con un gesto de cabeza y
puso su mano sobre la de ella para estrecharla. Sintió una corriente de cariño y simpatía hacia él.
El joven Barnes tenía una mirada limpia y les había demostrado con creces que era buena persona.
Era su hermano, un hermano que no habían conocido hasta ese momento, pero que siempre había
velado por ellos, tal vez incluso más que aquel a quien consideraban su padre.
Se pusieron en marcha. El grupo ayudó a Takeshi a organizar a los niños y prepararlos para la
evacuación. Los pequeños estaban asustados, pero parecían listos para la emergencia. Además, el
hijo de Barnes parecía saber cómo tratarlos, era extremadamente dulce con ellos en contraste con
su carácter neutro y sereno en otras circunstancias. Ya estaban solos en el orfanato cuando Emma
vio la moto de Logan aparcando en la acera frente a la verja. Philip y él se apearon del vehículo y
corrieron hacia el edificio. Patrick se apresuró a abrir la puerta y cerrar tras ellos.
Liz se lanzó a abrazar a su marido, que correspondió rodeándola con fuerza con sus brazos y
hundiendo el rostro en su cabello.
—¡Philip!
—Liz…
Mientras los demás les arropaban, Emma se acercó a Logan, apartándose del grupo tras el
reencuentro. No sabía qué esperar. Quería besarle, abrazarle, darle las gracias y decirle todo lo
que se agolpaba en su garganta en ese instante, pero se quedó plantada ante él como si la hubieran
clavado en el suelo.
Los intensos ojos de Logan la traspasaron, había un mar embravecido contenido en ellos y pudo
ver el reflejo de sus propios deseos al fondo de su mirada.
—¿Estáis todos bien? —preguntó, en lugar de besarla como en su opinión debería haber hecho.
Emma asintió, tragó saliva con fuerza y se volvió hacia sus amigos. Incluso Liz y Philip les
miraban expectantes.
—Chicos… Este es Logan —dijo señalándole apenas. Logan inclinó la cabeza. Sabía sus
nombres, sabía dónde vivían y sus costumbres, había estado estudiando a Emma y a su entorno por
mucho tiempo, pero aún no se habían presentado—. Logan, estos son Liz, Jen y Patrick, mis
hermanos.
Se sintió extraña. Notaba el calor de su presencia a su espalda, tan cerca que solo tenía que
apoyarse en él para que le abrazara. Quería besarle con todas sus fuerzas, pero no tenían tiempo
para eso.
—Me alegro de conoceros por fin, aunque hubiera preferido que fuera en otras circunstancias
—dijo Logan.
—Sin espionaje de por medio y eso… —añadió Jen sarcásticamente.
—Supongo que ha quedado claro que está de nuestra parte —interrumpió Patrick mirando a
Philip, que seguía abrazado a su esposa.
—No tenemos tiempo para eso, los hombres de Harrington no tardarán en llegar —dijo Emma
esforzándose por apartar sus sentidos de Logan.
—Sí, a estas alturas habrá enviado a una buena panda de cabrones a por nosotros. —Logan
señaló hacia los ventanales del vestíbulo, haciéndoles un gesto para que se acercaran—. Pero no
os preocupéis, nosotros tampoco vamos a estar solos.
Los amigos se asomaron a las ventanas. Estaban empezando a llegar vehículos, coches y motos
que aparcaron en el mismo patio del orfanato, de los que comenzaron a bajar un grupo variopinto
de hombres de todas las edades y complexiones. Debía haber unos veinte y todos estaban
armados.
—¿Qué…? ¿Quiénes son? —resolló Liz, llevándose las manos a la boca impresionada.
—Boston es de los irlandeses —respondió Logan, acercándose a la puerta para abrirla y dar
paso al grupo que iba llegando—. Son viejos amigos. Acabaron desencantados con el IRA, igual
que yo, y nunca dejamos de tener trato. Nos ayudamos los unos a los otros cuando es necesario.
—¿El IRA? —Patrick se le quedó mirando con el rostro desencajado.
—He hecho muchas cosas cuestionables en mi vida… —respondió el irlandés mirando a
Patrick—, pero puede que ahora eso juegue a nuestro favor.
Patrick no pudo seguir interrogándole. Los hombres ya estaban entrando, saludaban a Logan
estrechándole la mano, golpeándole el brazo y abrazándole directamente. No necesitaron muchas
instrucciones, pronto cada uno de ellos estuvo apostado y preparado para defender el perímetro
del edificio y a quienes había en su interior.
Minutos después, ya dentro del edificio, Emma aún no podía creer lo que estaba sucediendo.
Se había quedado ante una ventana, mirando a Logan y al grupo de hombres que había ido
desfilando por el patio, armados hasta los dientes. No solo era que la escena pareciera sacada de
una película de acción, irreal, sino que no acababa de asimilar que la decisión de Logan fuera
real, que algo estuviera saliendo bien al fin.
No le había mentido. «Voy a luchar por ti», eso le dijo. Y lo estaba haciendo, literalmente. Era
cierto, era real. Y si era real, todo lo demás, todo lo que le había dicho, también lo era. Cuando
los irlandeses se hubieron posicionado, Emma se apresuró a acercarse a Logan y agarrarle del
brazo. Las palabras le quemaban en la garganta, tenía la sensación de que se quedaba sin tiempo
para decirle todo lo que quería decirle, aunque no supiera exactamente cómo hacerlo.
—Logan… Tenemos que hablar.
El irlandés se dio la vuelta. La fuerza de su mirada la golpeó y sintió que se quedaba sin aire.
—No es un buen momento.
—Si no te lo digo ahora, no lo haré nunca —replicó ella, apretando los dedos contra su brazo,
con la mirada fija en él.
—No hace falta que digas nada. Podrás hacerlo después, cuando esto termine —respondió
Logan, acercándose a su cuerpo.
Emma sentía que las palabras se agolpaban en su garganta, pero no sabía cómo ponerlas en
orden, cómo expresar lo que quería decirle en ese momento.
—¿Y si no hay después? —preguntó asustada. Logan levantó una mano y le acarició la mejilla,
apartándole el pelo del rostro.
—Lo habrá. Te lo prometo.
No pudo soportarlo más. Le agarró de la chaqueta y se irguió para besarle. Logan correspondió
con un gesto contenido, rodeando su cintura con un brazo y apretándola contra sí. Emma se
aseguró de que comprendiera lo que intentaba decirle. Confiaba en él. Le creía. Y creía que había
un futuro si no morían allí.
El rugido de los motores les hizo separarse precipitadamente. Logan le dirigió una última
mirada llena de determinación.
—Ya están aquí. Vamos a solventar esto —dijo el irlandés.
Emma no pudo más que creer en su promesa.
Capítulo 14
Albert Harrington se presentó al atardecer, acompañado de seis coches negros con las lunas
tintadas. Desde las ventanas del piso superior, los Barnes observaban a la oscura comitiva sin
pronunciar una palabra. Vieron salir de su despacho al señor Barnes, que bajó las escaleras sin
prisa, arreglándose la chaqueta, y se encaminó a la puerta como si fuera a recibir a un viejo
amigo.
Akira Sato había pasado toda su vida observando a aquel hombre. Desde que ambos eran unos
muchachos hasta ahora, sus vidas habían girado en torno a la del otro de manera enfermiza, y sin
embargo, era la primera vez en años que se encontraban cara a cara. Akira recordaba la última
ocasión: ambos estaban casados y coincidieron en una gala benéfica. Se saludaron y compartieron
un par de comentarios sutiles sobre el tiempo y la política mientras sus esposas desplegaban
encanto y educación. Cuando la mujer de Akira falleció, dos años después, Albert Harrington le
envió una tarjeta en la que ponía: «A pesar de todo, te aseguro que lo lamento. Era una gran
mujer». El señor Barnes valoró aquel gesto, pero no por ello tenía menos ganas de hundir a su
enemigo para siempre. Al menos era un buen rival. Un rival honorable.
Cuando llegó a la verja exterior, cientos de puntos rojos se concentraron en su pecho. No tenía
miedo. No era solo el chaleco antibalas lo que le aportaba seguridad, sino también la certeza que
siempre le acompañaba acerca de la muerte. Era algo inevitable, algo que ya estaba decidido; su
hora llegaría cuando tuviera que llegar y preocuparse por ello era fútil. Se detuvo ante la puerta y
de uno de los vehículos salió Albert Harrington. El hombre era tal y como recordaba: alto, con el
cabello amarillo pajizo, el rostro ancho y los rasgos amables contrastando con su mirada
peligrosa. Llevaba un abrigo oscuro y tenía las manos en los bolsillos. Cuando sacó una de ellas
fue para tendérsela a través de la reja.
—Ha pasado mucho tiempo, Barnes.
—Así es.
Akira no dejaba de mirarle, valorando las opciones que cada uno de ellos tenía. Albert volvió
a meterse las manos en los bolsillos, como si tuviera frío.
—Las cosas se están complicando bastante, ¿no crees?
—Eso parece.
—Tan aséptico como siempre —rio afablemente—. Oye, ¿por qué no me das la caja y
acabamos con todo esto? Mira, haya lo que haya ahí adentro… no niego que pueda ser un golpe
duro para nosotros, pero no me destruirá. Ni a mí ni al legado de mi padre. Nos repondremos y
todo seguirá como siempre, ¿sabes?
—Tal vez.
—¿No me crees? —Harrington sonrió como una serpiente.
—Eso no importa. Tienes que pagar por tus actos, Albert… y yo por los míos. Eso es lo que
significa la justicia.
El señor Harrington se echó a reír. Su risa era clara y campechana, cálida en medio de la tarde
fría.
—Eres un idealista, amigo mío. Eso de pagar por los actos no es para todo el mundo, ¿sabes?
Y desde luego, no es para los Harrington. —Hizo una pausa y le observó con compasión—.
Llevas toda tu vida luchando contra algo tan inmutable como el tiempo. Has invertido toda tu
energía, todos tus años… los que podías haber pasado disfrutando de tu familia… de tu auténtica
familia, no de estos chiquillos —añadió señalando con desdén el orfanato— en un loco intento de
derribar ni más ni menos que el orden mundial. ¿No entiendes lo inútil de todo ello? Los
poderosos siempre seremos poderosos, Akira. Esa es la naturaleza de nuestro mundo, y así será
hasta el fin de los tiempos: unos pocos hombres poderosos manejando el mundo por el bien
común… y apartando a quienes se oponen contra lo establecido. No puedes cambiar eso. El
sistema es más fuerte que tú. Es más fuerte que yo, más fuerte que nadie.
—Tienes razón. —Albert alzó las cejas, como si no esperase esa respuesta, pero el señor
Barnes no tardó en decepcionarlo—. Pero sí hay una cosa que puedo hacer: detenerte a ti.
Harrington suspiró, mirándole con lástima. Akira había recibido esa mirada muchas veces por
su parte y no le importaba en absoluto.
—De acuerdo… si es eso lo que quieres, empezaremos ahora mismo. —Harrington se dio la
vuelta para regresar a su coche—. Me habría gustado que fuera de otro modo, pero no olvides que
tú has querido esto.
—No lo olvidaré, te lo aseguro.
Cuando Harrington volvió a su coche, las miras láser de color rojo desaparecieron poco a
poco, una a una, del pecho de Akira. El hombre se dio la vuelta y regresó al interior del orfanato
sintiendo su alma más pesada que nunca.
En cuanto cruzó el umbral, se escuchó un ruido sordo, como el de un interruptor saltando, y un
zumbido que siempre había estado ahí se apagó, al tiempo que la oscuridad se adueñaba del
espacio: habían cortado la luz.

***
—¿Qué está pasando? —exclamó Liz.
Emma se apresuró a rodearla con el brazo. Los cuatro amigos habían estado observando desde
la ventana aquel extraño parlamento entre Harrington y Barnes, aunque ninguno sabía qué habían
podido decir. Logan se había unido a ellos. Todos aguantaron la respiración al ver los rifles que
apuntaban al pecho del hombre que había sido como un padre para ellos, y soltaron el aliento
cuando le vieron regresar intacto. Pero entonces habían saltado los plomos y ahora todos sentían
el peligro espesándose en el aire.
—Tranquilos, todo irá bien —dijo Emma por inercia.
—Venid, el despacho es seguro —dijo Patrick, abriendo la puerta con una tarjeta. Liz y Philip
entraron los primeros.
—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Emma al ver que Logan no hacía ademán de unirse a ellos.
—No he venido hasta aquí con mis chicos para esconderme —respondió él con aquella mirada
decidida que ya conocía bien—. Hemos luchado muchas veces por causas no tan justas. Esta vez
lo haremos para proteger este lugar y a vosotros.
—Yo tampoco voy a ocultarme —dijo entonces Patrick, saliendo del despacho—. Odio que me
metan en problemas sin preguntarme antes.
—Pues yo voy contigo, no voy a ser menos —dijo entonces Jen.
En ese momento, el señor Barnes apareció por la escalera. Parecía cansado. Se hizo el silencio
en el corredor y Emma sintió que algo le pesaba sobre el corazón. «¿Por qué ha tenido que ser
todo así? Yo quería… Me hubiera gustado tanto conocerle en otra circunstancia, poder hablar
sobre el pasado, darle las gracias… No esto. Yo no quería esto, nunca lo quise». De nuevo, el
rencor y el cariño se mezclaban en su alma creando un cóctel agridulce.
—Creo que nosotros tenemos algo más importante que hacer —dijo el señor Barnes—.
Tenemos que abrir esa caja.
Los cuatro hermanos se miraron, dudando. Emma lo meditó un instante. No quería obedecer al
señor Barnes sin más, pero aquella maldita caja era la culpable de su situación, si abrirla les
liberaba a todos, ¿por qué no hacerlo? Iba a expresar su opinión cuando vio cómo todos asentían
uno a uno de forma tácita. Habían pensado lo mismo.
Entraron todos uno a uno.
—Venid. Reuníos en torno a la mesa —dijo Barnes.
Emma apretó los labios y miró la puerta tras la que Logan había desaparecido una última vez
antes de unirse a sus hermanos.

***
—Veo a seis cruzando la valla —dijo Seamus a través del comunicador.
Logan asintió, sujetando la Glock como si le fuera la vida en ello, cosa bastante ajustada a la
realidad.
—Disparadles desde las ventanas. No esperéis a que den el primer paso —replicó.
—Oído, Jefe Verde.
—¿Jefe Verde? —Logan soltó una risa sorda, hacía años que nadie le llamaba así y el recuerdo
era agridulce. Shane le había puesto aquel nombre cuando pertenecían al mismo comando del IRA
y se dedicaban a desarticular los cárteles de droga que hacían estragos entre la juventud de Derry.
Ahora aquello parecía un recuerdo de otra vida.
—¿Prefieres otro nombre? —La voz de Larry sonaba más cerca, estaba al otro extremo del
pasillo, ajustándose el chaleco.
—No, está bien. Una última vez.
—Nos vas a dejar a deber una fortuna en material, ¿sabes?
—Os voy a deber más que eso. No entiendo por qué habéis aceptado venir, la verdad —
admitió.
—Porque tú nos llamaste —dijo Larry simplemente. Luego le saludó con dos dedos en la frente
y se marchó a su posición.
Logan suspiró profundamente. Aquella lealtad era la peor de las cosas que había traicionado.
«La de ellos la olvidé y la de Emma la rompí», se dijo con rabia. Pero ahora podía arreglarlo. Al
menos podía hacer algo bueno. Una última vez. Con cuidado, levantó la persiana de madera y
apuntó con la Glock a través de la ventana abierta.

***
En el interior del despacho, Emma se afanaba en encender las velas que Akira le había
entregado mientras el resto se sentaba alrededor de la mesa. La caja metálica estaba allí,
aguardando.
—Parece la caja de Pandora —dijo Jen con tono misterioso.
—En cierto modo lo es —adujo Barnes—. Comencemos. Patrick, ¿recuerdas la canción?
Patrick frunció el ceño.
—¿La canción? ¿Qué…? Aaaah, sí, aquella canción. ¿Por qué, qué tiene que ver con esto?
—Tú recítala.
Patrick recitó a media voz:
—En el bosque de Brecilia, dos hermanos se sentaron junto al fuego… se tomaron de las
manos para jugar a un juego… —hizo una pausa para recordar—. Cinco ciervos se escondieron,
volaron tres búhos ciegos… y a la mañana siguiente todos desaparecieron.
—Qué sonsonete más inquietante —comentó Philip, pero Liz le hizo callar con un siseo.
—Dos, cinco, tres, cero —dijo Barnes mientras introducía las cifras. El cerrojo emitió un
chasquido ante la expresión atónita de todos.
—Así que ahí están las cifras. En las canciones —comprendió Jen, poniendo voz al
pensamiento de todos.
Emma miró a Patrick, que parecía soltar el aire en aquel momento. Todos parecían extraños allí
reunidos, con la luz mortecina creando contraluces en sus rostros. La situación no mejoró cuando
empezaron a oírse los disparos: automáticas, semiautomáticas y rifles de asalto.
—¿Estarán a salvo los niños? —preguntó Liz enseguida.
—Takeshi se encarga —dijo Barnes muy seguro—. Tu turno, Jen.
—En el monte del Destino, seis lobos buscan cobijo; tres de ellos son muy grandes, los otros
tres son canijos, encontraron su refugio en una profunda cueva y allí esperan tres de ellos a que los
montes se muevan.
—Seis, tres, tres, tres.
De nuevo, la cifra hizo chasquear el cerrojo.
—Esto es de locos —susurró Patrick— aún estoy alucinando con todo lo que has montado
alrededor de nosotros cuatro. ¿Cómo puedes tener las agallas de decir que eres nuestro padre?
Aunque no hay más que ver cómo tratas a tu hijo biológico…
—Tú no sabes nada sobre mi hijo ni sobre mí, Patrick —espetó Barnes con dureza—. Tu turno,
Emma.
Emma hizo un gesto disimulado con la mano a Patrick, instándole a dejar la discusión por el
momento y recitó su parte de la canción.
—En el desierto de Bao, ocho serpientes bailaban, una tenía un vestido y las demás la
envidiaban… entre tormentas de arena, las ocho se contoneaban, y cuando dos se mordían, las
otras las animaban.
—Ocho, uno, ocho, dos…
La rueda volvió a girar, hubo un nuevo chasquido. Liz habló antes de que nadie le preguntara.
—Un mensaje he enviado a la playa del Olvido, escrito con siete plumas para mis queridos
hijos… —Liz se llevó los dedos a los labios y se le volvieron a empañar los ojos, como si de
pronto comprendiera algo—. El mensaje es un secreto que os entrega un buen amigo: aunque
creáis que sois cuatro… sois cinco.
Emma miró al señor Barnes, mordiéndose el labio. Por mucho que quisiera odiarle por
ponerles en aquella situación, no podía olvidar que aquel hombre les quería de verdad. Quizá no
de la manera más sana ni más racional, pero les quería. Y aquella última estrofa le parecía
especialmente triste. «Espero que Takeshi esté bien», pensó.
—Uno, siete, cuatro, cinco…
La caja hizo otro chasquido pero no se abrió hasta que Barnes introdujo otras cuatro cifras, las
que nadie más allí conocía. Solo en aquel momento, la tapa se levantó.

***
El orfanato se había convertido en un campo de batalla. Los corredores oscuros se iluminaban
con las linternas instaladas en los cascos tácticos de los hombres de Harrington, con los fogonazos
de los disparos y con las miras láser. Eran paramilitares bien entrenados, pero no tanto como
ellos. Logan se dio cuenta pasados los primeros cinco minutos. Había algo en su forma de
moverse y de avanzar que hablaba de cierta inexperiencia, como si a pesar de su preparación no
hubieran tenido que enfrentarse a iguales en ninguna circunstancia. Logan y los suyos, por el
contrario, tenían mucho bagaje a sus espaldas. Desde su adolescencia en Derry se había
acostumbrado a tratar con hombres como sus compañeros de aquel día: gente que se había
enfrentado a militares; al Ejército Británico, ni más ni menos, para defender a los suyos. Había
también otro tipo de personajes en el Ejército Republicano al que antaño pertenecieran, claro.
Gente menos idealista, mucho más pragmática y dura, para quienes la violencia no era un medio
sino un fin y los ideales un lastre. Eran esos los que al final habían tomado las decisiones que
hicieron que Logan comprendiese lo errado que estaba. Había entrado en el IRA por su padre,
siguiendo su ejemplo de patriotismo, solo para defender su país, como bien le había inculcado él.
Proteger a los suyos, a su pueblo, a su gente, a su familia. Sin embargo, nada de eso había ayudado
a que las drogas dejaran de hacer estragos, nada había apartado a su amigo Shane de la desgracia
y tampoco a su padre. Ellos nunca habían matado a nadie, eran rangos menores, pero tras la
detención de su padre, Logan se había negado a seguir así y se marchó con algunos desertores para
formar un grupo diferente, más honesto, que hiciera lo que realmente había que hacer sin dañar a
inocentes. Aun así, Logan llevaba sobre su conciencia la vergüenza y el arrepentimiento de haber
formado parte de un grupo que acabó demostrando su falta de escrúpulos y asesinando a inocentes
en atentados de espantosas consecuencias. Puede que él no hubiera pulsado ningún detonador ni
apretado ningún gatillo, pero había formado parte de ello y no se lo perdonaba. En aquel
momento, mientras se parapetaba tras una salida de emergencias para huir de una ráfaga de
disparos, se sentía mejor que en años. Luchar contra narcotraficantes le había dado buenos
tiempos allá en Derry, pero ahora estaba luchando contra los hombres que querían hacer daño a su
chica y había algo terriblemente tonto y romántico en ello. Jugar a ser un héroe siempre le había
gustado. Y se le daba bien.
Asomó tras la hoja de metal y apuntó bien a la pierna para hacer caer a su oponente sin
disparos letales. Había dado esa orden a todos los que habían depositado su confianza en él: no
tirar a matar. Necesitaba eso para sentirse tranquilo.
Se encontraba ya tras la última esquina, solo tenía que doblarla y se encontraría a unos diez
metros de la salida al patio. Sin embargo, justo ahí había uno de los hombres de Harrington,
vigilando precisamente por si a alguien se le ocurría esa idea. Logan se agachó en silencio y
apuntó al brazo. Era una de las extremidades más difíciles de alcanzar pero la más eficaz si quería
inhabilitarlo sin matarle. Iba a disparar cuando el tipo se giró y la linterna de su casco le apuntó
directamente. «Mierda». Una lluvia de balas cayó sobre él, que se resguardó tras el muro justo a
tiempo.
—Tenemos un dos seis en la salida norte —oyó que exclamaba el tipo, seguramente a través
del transmisor.
No podía permitir que le atraparan tan cerca así que se asomó para lanzar algunos tiros de
advertencia y luego esperó a que su enemigo tuviera que recargar para salir a toda velocidad y
arrojarse sobre él.
Una pelea a puñetazos contra un tipo vestido con uniforme de asalto no era nada sensato, pero
era su única opción. Confiaba en que la instrucción cuerpo a cuerpo de su rival no fuera muy
buena y tuvo suerte, pues aunque tras los primeros tres puñetazos empezaba a dudarlo, el rodillazo
en el estómago que le propinó no se lo esperaba. El hombre de Harrington se quedó sin aliento,
momento que aprovechó para quitarle las armas y hacerle una llave en el cuello que le cortó el
riego sanguíneo y lo dejó inconsciente.
—Lo siento, amigo, pero no puedo permitir que me detengas.
Acto seguido le sacó el casco, era un tipo muy joven. El transmisor debía estar dentro, así que
se lo puso un momento y habló.
—Situación controlada.
Nadie dijo nada. Tal vez había colado, quizá no, pero no podía quedarse a comprobarlo.
Agarró la recortada que su enemigo había dejado a medio cargar y se la llevó junto a su fiel
Glock, saliendo al exterior con cautela.
El patio estaba desierto. Avanzó deprisa rodeando el edificio por detrás y saltó la verja en una
zona llena de maleza y totalmente despejada. Luego avanzó dando un rodeo para llegar a los
coches. Los hombres de Harrington se sentían seguros de sí mismos y nadie sabía que alguien
había escapado así que no le costó arrastrarse hasta el vehículo adecuado.
Lo había visto entrar, se sentaba en el asiento trasero. Probablemente el coche estaba blindado
así que su mejor opción era hacer salir a los guardaespaldas. Disparó desde el suelo hacia
adelante, pasado el morro del Bentley, y la bala impactó en otro de los vehículos vacíos, varios
metros por delante. Al instante, las puertas del Bentley se abrieron y dos tipos de negro salieron,
avanzando hacia el lugar donde había sonado el disparo.
Era el momento. Muchas cosas podrían salir mal, pero era su única oportunidad. Con rapidez,
entró al coche, se sentó en el asiento delantero y apuntó con el arma a Albert Harrington justo en
la cara.
—Buenas noches, señor.
El hombre alzó las cejas y luego suspiró resignado.
—No me lo puedo creer. ¿Tú?
—Qué se le va a hacer.
—Ya no hay lealtad.
—Ya. Bueno, puede que yo sea un traidor, pero usted se lo merece. ¿De verdad mató a los
padres de esos niños? —Hizo la pregunta sin saber por qué lo hacía, pero el suspiro hastiado de
Harrington le molestó más que si hubiera dicho que sí riéndose a carcajadas—. ¿Cómo ha podido?
—Son negocios, hijo. No te lo tomes tan a p…
No le dejó terminar. Estrelló el puño contra su rostro, sintiendo gran satisfacción, y luego le
agarró de las solapas, sacándolo a rastras del coche, encañonado.
—¡Maldito cabrón!
—Pues esto no son negocios. Esto es personal.

***
Emma observaba asombrada el contenido de la caja. Viejos microfilms, diskettes, discos
duros, cd’s…
—¿Y ahora qué? —preguntó Patrick.
—Ahora hay que hacerlo público —dijo Barnes.
—¿Y cómo hacemos eso?
—Vamos a necesitar mucho equipo especial. Avisaré a Takeshi para…
—¿Para que vaya a buscarlo en medio de esta locura? ¿No oye los disparos o qué? —resopló
Patrick—. Vale, vale, lo he pillado. Me toca a mí, ¿no?
Se apartó para coger su chaqueta, pero entonces Philip se interpuso sorprendiendo a todos.
—Podemos llevar los dispositivos a Harvard. Allí tenemos todo lo necesario y nadie nos
molestará. Y estos tipos no se atreverán a asaltar la universidad.
Todos se miraron buscando la aprobación de los demás pero Liz parecía a punto de llorar otra
vez.
—No lo hagas… ya te has involucrado demasiado, no quiero que te pongas en peligro de
nuevo.
—No estará en peligro, te lo juro —dijo Patrick.
—Iremos con él —añadió Jen.
—¿Tú también vienes?
—No voy a dejarte solo.
Patrick pareció algo desconcertado por las palabras de Jen, que no eran sardónicas ni
condescendientes. Por una vez en la vida parecía querer decir únicamente lo que había dicho.
—Jennifer, yo…
Ella hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia y luego sonrió a Liz.
—Todo va a ir bien.
Emma suspiró y les vio marchar a los tres juntos con la caja. Cuando salieron, dejó escapar el
aire entre los labios y se sentó al lado de Liz, que estaba llorando de nuevo. Barnes hizo lo mismo
al otro lado y tomó la mano de la chica.
—Elizabeth, lamento mucho todo esto. ¿Podrás perdonarme algún día? —dijo el señor Barnes.
Liz no dijo nada, solo apoyó la cabeza en su hombro y se dejó consolar. Emma miró con
angustia y admiración a su amiga. Luego observó a Barnes. «Su nombre es Akira Sato, quizá
debería empezar a llamarle así», pensó. Parecía tan cansado, tan herido…
Todo aquello le había hecho tanto daño como a ellos y aun así lo había hecho. Entonces se dio
cuenta. Igual que si de pronto hubiera salido el sol tras una noche terrible, limpiando el mundo y el
alma, su corazón estaba tranquilo. Había perdonado al señor Barnes.
Alargó la mano y la puso sobre la de ambos mientras fuera de su refugio resonaban los
disparos.

***
Logan empujó a Harrington todo el camino. Lo hizo a propósito. Podía haberle llevado sin más,
hasta con amabilidad, pero no le daba la gana. Solo quería maltratarlo. Le guio por el camino
hacia la verja mientras obligaba a todo hombre que encontraba a dejar el revolver en una
alcantarilla que pronto acabó atascada.
—Diga a sus hombres que cojan los coches y se vayan —dijo al oído de Harrington.
—No voy a…
—Sí, lo va a hacer porque de lo contrario lo mataré aquí mismo. Y usted no es de los que
mueren por ponerse dignos, es de los que sobreviven para vengarse.
Harrington volvió a hacer aquel gesto tan suyo, el suspiro de hartazgo, y se dirigió a los cinco
hombres de negro que se alineaban ante ellos, desarmados.
—Largaos. Llamad a retirada y que se vaya todo el mundo. —Los tipos dudaron—. Ahora.
Como si la palabra activara un resorte, los hombres de negro empezaron a hablar a través de
sus auriculares con micro y en cuestión de minutos, el orfanato quedó desierto. Logan sintió que un
peso abandonaba sus hombros.
—Bueno, al fin solos —dijo, y siguió empujando a Harrington, guiándole hacia el interior.
Hicieron el camino en silencio, pasando junto a las manchas de sangre y los hombres que
habían querido acompañar en aquella locura a Logan. Milagrosamente, no había habido muertos.
Subieron las escaleras sin que Harrington preguntara nada; o no le interesaba o ya sabía dónde se
dirigía. Finalmente llegaron delante del despacho de Barnes y Logan le hizo detenerse.
—Llame.
—¿Qué?
—Que llame a la puerta.
Harrington hizo lo que le decía.
Hubo ajetreo y conversaciones dentro hasta que finalmente, alguien abrió. Era el mismísimo
señor Barnes, que frunció el ceño al ver a su rival allí, con la nariz manchada de sangre y
despeinado, con una pistola en la sien.
—¡Logan!
La voz de Emma le llegó como un rayo de luz.
—Estoy bien, Emma. Salid todos menos Barnes. Nosotros nos quedamos.
—Pero…
—Hacedlo.
Emma y Liz salieron a toda prisa. Logan se preguntó dónde estaban los demás pero no quiso
decir nada aún. Entró y le hizo un gesto a Barnes para que cerrase la puerta. Luego cacheó a
Harrington y cuando le hubo quitado su arma, le indicó que se sentara. Él hizo otro tanto y Barnes
hizo lo mismo, cauteloso, en su sillón.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Barnes.
—Esperar a la policía. Y mantenernos alejados de Emma. —No soltó la pistola pero con la
misma mano se sacó un cigarrillo de la chaqueta y lo encendió—. Ustedes y yo vamos a pagar por
nuestros actos y la vamos a dejar tranquila. Ya le hemos hecho sufrir demasiado.
Harrington resopló como si todo aquello le pareciera una broma de mal gusto pero Barnes se
limitó a mirar a Logan con los dedos entrecruzados.
—Veo que hablaba en serio cuando vino a declararme sus intenciones —le dijo.
—Yo siempre hablo en serio —replicó Logan.
Minutos después, las luces azules y rojas de la policía entraban a través de la ventana del
despacho, iluminándolo todo más que las velas. Logan se sentía tranquilo, más tranquilo que
nunca. Por primera vez en su vida estaba seguro por completo de que hacía lo correcto. Sin
matices. Sin daños colaterales. Simplemente, lo correcto.
Capítulo 15
Dos semanas después

Sentados en el sofá de Liz, todos miraban el televisor casi sin pestañear. Tras ellos, más allá
del ventanal, caía una copiosa nevada que presagiaba unas navidades blancas. Todo había vuelto a
la normalidad, pero las consecuencias de lo que había pasado apenas estaban comenzando a
despuntar. Durante aquel día, las noticias se habían dedicado casi en exclusiva a desglosar las
fechorías de la familia Harrington. Sus tentáculos se extendían por todo el mundo y también lo
hacían a través del tiempo. Como Akira les había dicho, llevaban siglos dedicándose a sus turbios
negocios, marcando el destino de naciones enteras con sus decisiones, provocando guerras y
conflictos incluso si eso beneficiaba a sus intereses.
—En los documentos filtrados se han encontrado antiguos archivos que vinculan a esta
adinerada familia con la trata de esclavos y diversos crímenes raciales en el siglo XVII —
desglosaba el reportero de la Fox, apeado frente a la torre Harrington, que estaba rodeada de
periodistas—. Asimismo, hay numerosas pruebas de su implicación en la presencia de grupos
paramilitares en países en vías de desarrollo. Harrington Enterprises podría haber especulado tras
provocar previamente varios conflictos armados en diversos países del Tercer Mundo. Los
documentos, filtrados por un anónimo, se encuentran en poder de los federales en este momento…
—Qué fuerte… —dijo Jen, mirando el televisor fijamente. Tenía un botellín de cerveza en la
mano pero hacía rato que se le había olvidado.
—No han dicho nada de Barnes, ¿creéis que le implicarán? —preguntó Liz preocupada.
—Takeshi dijo que está en el programa de protección de testigos —respondió Patrick—.
Supongo que no le procesarán hasta que termine la investigación de Harrington, y viendo todo lo
que hay por investigar, puede que tarden un tiempo.
Emma suspiró con cierto alivio. Sabía que Akira tenía que responder ante la justicia por sus
propias faltas, pero lo que había conseguido era suficiente para redimirle. A pesar de todo, no
deseaba que el señor Barnes, al que había considerado y seguía considerando un padre, acabase
sus días en una triste celda.
«Eso ya no está en nuestras manos», pensó con cierta amargura. «Hemos hecho lo posible por
solucionar las cosas y ahora hay un monstruo menos suelto en el mundo...».
—Parece que Takeshi está llevando bien lo del orfanato —comentó dejando de lado el tema
del señor Barnes—. Es un buen hombre, ojalá le hubiéramos conocido antes de todo este lío.
—Desde luego, es mejor que su padre —dijo Patrick—. Al menos no se esconde como un
villano de cómic en su despacho. Seguro que hace lo mejor para todos esos críos.
—No seas tan duro… —replicó Liz. Estaba sentada junto a Philip, que la tenía rodeada con un
brazo en un gesto cálido. Después de lo ocurrido, las cosas se habían afianzado entre ellos, Phil
parecía más pendiente de Liz y el tema de la paternidad había dejado de agobiarles. Unos días
antes, su amiga le hizo saber a Emma que habían decidido tomárselo con calma tras hablarlo largo
y tendido—. Takeshi ha sido educado por Akira, se parecen mucho en realidad. A pesar de sus
errores, el señor Barnes es un buen padre.
—Sí, bueno, podemos decir que seguimos vivos, al menos —concedió Patrick, dando un trago
a su cerveza.
—Tampoco han hablado de… —Jen interrumpió la conversación y miró a Emma con cautela,
como si acabara de meter la pata.
—Podéis decir su nombre, no pasa nada —respondió ella con un suspiro.
—¿Sabes algo de él? —inquirió Jen con un tono suave.
Cada vez que se interesaban por él eran sumamente cuidadosos con Emma. Sabían que el tema
la afectaba, pero no quería que se convirtiera en un tabú.
—No. Nada desde aquella noche… Es como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra —
dijo Emma bajando la mirada. Apretó su botellín entre los dedos.
Se hizo un incómodo silencio en el que solo el reportero de la Fox siguió hablando,
desglosando una serie de tramas de corrupción que parecían inacabables. Fue Liz quien rompió el
momento de mutismo, poniéndose en pie y apagando el televisor.
—Ya está bien. Es hora de comer y de dejar atrás esta historia. Hay mucho que celebrar.
—¡Oh, venga! —se quejó Patrick.
—Ahora venía lo interesante, iban a hablar de los políticos untados por Harrington —añadió
Jen.
—¡A callar! Philip ha hecho un pollo al curry buenísimo, así que todos a la mesa —les regañó
Liz.
—Cariño, tú siéntate. Nosotros pondremos la mesa y… —empezó a decir Philip.
—Oye, Phil —le interrumpió Jen mientras se ponía en pie, estirándose—, desde que casi te
mata la mafia te has vuelto una lapa. Has pasado de un extremo a otro.
—Ver a la parca de frente cambia mucho la manera de ver las cosas, créeme —replicó él sin
achantarse—. Cambia tus prioridades, para empezar.
—Me alegro de escucharlo, empezaba a pensar que tenías alguna clase de parafilia con los
neutrones —bromeó Jen mientras se dirigían al salón.
—Pues yo voy a tomarle la palabra y me voy a sentar —dijo Liz tomando posición en la mesa.
Emma les observó mientras ponían la mesa. Todo había terminado bien y se sentía tranquila por
sus hermanos. Al fin estaban a salvo, las heridas del pasado podrían sanar y las cicatrices, algún
día, dejarían de doler. Sin embargo, no era feliz. Logan había desaparecido y no sabía si volvería
a verle. No pudo decirle lo que quería decirle aquella noche, ni siquiera pudo despedirse. Al
llegar la policía, él simplemente se había esfumado.
Y la vida seguía para todos, pero para ella era como si hubiera quedado suspendida en ese
último beso, en la última promesa que el único hombre a quien jamás había amado le había hecho.
Aceptar que tal vez no volvería a verle estaba siendo un infierno, y a duras penas conseguía dejar
de pensar en él durante el día.
—¿Cómo va tu vida de soltero? —Liz, que había permanecido sentada mientras todos ponían la
mesa, se dirigió a Patrick cuando al fin se sentaron. Los platos a rebosar olían deliciosamente a
especias.
—Mejor de lo que esperaba —respondió él.
—Resulta que ser un adulto independiente y funcional es guay, ¿eh? —dijo Jen dándole un
codazo.
—La verdad es que sí. —Patrick se encogió de hombros, aceptando la pulla con naturalidad.
Volvían a ser los de siempre. Linda dejó a Patrick, como pasaba con todas sus novias, pero esta
vez había algo distinto. Patrick no se había lanzado a la búsqueda de una nueva mujer de la que
aprovecharse. Emma se preguntó si había reflexionado sobre su estilo de vida y decidido
cambiarlo, o si Jen tenía algo que ver en aquel cambio de actitud.
Lo que era evidente era que lo ocurrido les había cambiado a todos. Eran más fuertes, estaban
más unidos y una dolorosa puerta al pasado se había cerrado al fin. Al mismo tiempo, seguían
siendo los mismos y Emma pudo comprobarlo mientras comían entre bromas, conversaciones
animadas y miradas cómplices. Seguían siendo una familia y nada en el mundo podría cambiar
eso.
La hermosa estampa de las calles nevadas no consoló sus agitadas emociones al regreso a casa.
Decidió no tomar un taxi e ir a pie, en un intento porque el frío y la nieve despejaran su mente de
pensamientos tristes. Sentía una molesta sensación de vacío en el pecho. Sabía que tampoco
volvería a ver al señor Barnes con la misma certeza con la que sabía que ese hueco jamás se
llenaría. Las cosas estaban en su sitio al fin, pero eso no le devolvería a sus padres. Había
perdido demasiado durante su vida, y ahora, saber que ni siquiera podría contar con el señor
Barnes cuando se sintiera mal, la hacía sentir más vacía. Volvía a perder a un padre, a alguien que
la hacía sentir segura cuando su vida estaba en suspensión.
«Ojalá pudiera hablar con él una última vez… Decirle que sé lo profundamente arrepentido
que está de las cosas que tuvo que hacer», reflexionó arrebujándose en su abrigo.
Como todos los padres en el mundo, el señor Barnes lo había hecho lo mejor que había podido,
a pesar de sus errores. Al final, siempre había buscado lo mejor para todos, aunque sus métodos
fueran los equivocados.
«¿Cómo voy a seguir adelante con mi vida ahora…?», se preguntó con cierta desesperanza.
Sabía que lo haría. No estaba sola; tenía una familia, y contaba con ellos, pero había vacíos
que ellos no podían llenar. Fuera como fuera, Emma tenía la convicción de que sobreviviría, cómo
siempre lo había hecho.
Pero no imaginaba cómo.
La respuesta llegó sin que la esperase cuando dobló la esquina de su calle. Allí, ante el portal
nevado, Logan esperaba con un ramo de margaritas en la mano. Emma pensó que estaba delirando,
aún así, apretó el paso ignorando el peligro de resbalar. Su corazón se aceleró al mismo tiempo
que lo hacían sus pasos yendo a su encuentro.
Al llegar a su altura, simplemente se arrojó contra él y le abrazó. Estaba allí. Pudo sentir que el
mundo se volvía más físico, más real, cuando Logan cerró los brazos a su alrededor,
estrechándola contra su cuerpo duro y cálido. Sonriendo, Emma irguió la cabeza y le tocó la cara
como si aún no pudiera creer que estaba ahí.
—Dios mío… Logan…
—No esperaba este recibimiento —respondió él con su media sonrisa de canalla, que no
ocultó el brillo intenso y preocupado de sus ojos—. ¿No estás enfadada?
Apenas le dejó acabar la frase. Emma le besó, pegándose a su cuerpo con alivio.
—¡No! ¡Claro que no! —respondió al apartarse de su boca, por si no había quedado claro—.
Estaba preocupada… Pensé que te habrían detenido.
—Tuve que irme antes de que llegaran y solventar algunas cosas. No he podido contactar antes
por…
Emma le puso un dedo en la boca, haciéndole callar.
—Has cumplido todas tus promesas… —Logan asintió, silenciado por su suave dedo—.
Incluso la última. Me prometiste que habría un después. Este es nuestro después, así que ahora
tienes que escucharme. —El irlandés volvió a asentir, mirándola con intensidad—. Empezaste con
mal pie, y te odié por ello… pero luego me demostraste que podía confiar en ti. Pusiste tu vida en
peligro, traicionaste al hombre al que le debías lealtad y si hemos podido detenerle es gracias a ti
y a esos amigos tuyos.
—Bueno, vosotros y…
—¡Shh! —le chistó, haciéndole callar—. No me dejaste hablar esa noche, así que ahora tienes
que escucharme. —Logan volvió a asentir en silencio—. Quiero luchar por lo nuestro, Logan
O’Reilly. Quiero al hombre que sé que eres. Te quiero, y quiero que lo nuestro sea real.
Las palabras brotaron de sus labios sin contención. Las había estado guardando desde aquella
noche, le habían estado quemando el corazón cada instante en que había pensado que no le
volvería a ver. Al decirlas, la angustia se tornó en calidez y se sintió libre y ligera entre sus
brazos. Logan la miraba con un brillo trémulo en los ojos, con la media sonrisa prendida en sus
labios.
—Te quiero —respondió él con un susurro.
Antes de que pudiera besarla, Emma se apartó y le agarró de la mano, tirando de él al abrir la
puerta. Le llevó a rastras hasta casa y solo dejó que la besara cuando hubo cerrado tras ella.
—Tengo muchas cosas que contarte… —resolló Logan encadenando los besos. Emma tiraba ya
de las solapas de su abrigo para quitárselo—. Mucho que explicarte…
—Ahora no, has esperado dos semanas… puede esperar una noche más —replicó ella, tirando
de él mientras le conducía hasta la habitación.
Se desnudaron sin palabras, entre los resuellos ahogados de sus respiraciones y los chasquidos
de los besos ansiosos. No hicieron falta más palabras cuando cayeron las prendas y se enredaron
entre caricias sobre la cama. Todo el frío que había sentido aquellas días, el vacío que se llenaba
de la sensación gélida de la soledad, empezó a desaparecer en el corazón de Emma. Aunque
hubiera rincones de su alma que jamás se llenarían con nada, las caricias de Logan, sus besos
entregados y su mirada honesta la consolaron como nada lo había hecho antes.
Confiaba en él. Al fin podía hacerlo. Había cumplido todas sus promesas y ahora podía ver al
hombre que era, una vez las mentiras habían sido destruidas; un hombre capaz de arriesgar su
propia vida por lo que era correcto, capaz de valorar sus sentimientos hasta el punto de haberlos
elegido por encima de los deberes que había adquirido.
No habían comenzado de la mejor de las maneras, no, pero Logan había luchado por ella como
nadie lo había hecho y le había demostrado que el amor que sentía por él no estaba cimentado en
una mentira.
Hicieron el amor hasta el amanecer y antes de quedar dormida, hecha un ovillo entre sus
cálidos brazos, Emma supo que al fin había encontrado un hogar al que pertenecer. Un hogar
propio en el que vivir, al fin, plena y segura.
Epílogo
Un año después

La primavera había llegado con todo su esplendor. Las flores y los árboles alrededor de la
plaza principal de Somerville daban fe de ello y Emma no podía evitar quedarse mirándolos a
medida que el vehículo avanzaba.
—¿Es por el dinero?
Emma apartó la mirada del paisaje y la fijó en el conductor. Sonrió. Logan se había dejado
crecer el pelo y aún llevaba esa barba descuidada de tres días que tanto le gustaba, por lo que
ahora tenía aspecto de motero sexy. Su perfil clásico era perfecto y sus ojos verdes brillaban más
claros que de costumbre debido al reflejo de la luz del sol.
—Las cosas van bien en el taller, no quiero que te preocupes por eso, ¿de acuerdo? —insistió
él.
—No, no es por eso, es solo que… me parece muy pronto para comprar una casa. Tú estás bien
ahora, pero yo sigo en paro y no es fácil.
—Vale, como quieras… Pero puedo hacerme cargo de los gastos si cambias de idea.
Emma se alargó sobre el asiento para besarle en la mejilla.
—Lo sé. No te preocupes. Te lo haré saber.
—Estupendo. —Él la miró de reojo—. Somos un buen equipo, ¿no crees? —dijo con media
sonrisa.
Emma amaba esa media sonrisa. Siempre la había amado, pero ahora podía hacerlo con total
libertad. Sin miedo.
—Lo somos —afirmó sonriente.
Los últimos meses habían sido una locura. Tras el acuerdo al que Logan había llegado con el
FBI durante la investigación a Harrington, que aún proseguía, él había quedado en libertad sin
cargos a cambio de colaborar en todo con la oficina federal, cosa que Logan hacía gustosamente.
En las películas, siempre que ocurría algo así, el colaborador se sentía presionado y agobiado
pero en el caso de Logan no había nada más lejos de la realidad. Le gustaba ir a hablar con ellos,
darles información e incluso se ofrecía a realizar pequeñas misiones, aunque siempre le decían
que no y le enviaban a casa, diciéndole que no aceptaban voluntarios. Emma había acabado por
tomárselo a broma y le preguntaba si no le gustaría pertenecer al FBI. Haber formado parte del
Ejército Republicano Irlandés le había cerrado esa puerta para siempre pero Emma creía que de
no ser por aquella errada decisión, ahora Logan podría haber encontrado una auténtica vocación
en la oficina federal.
Por lo demás, el irlandés había abierto un taller mecánico junto con antiguos compañeros de su
grupo paramilitar que querían dejar la mala vida, y no les iba mal en absoluto. Todos tenían
muchos conocimientos sobre vehículos y muchas ganas de abrirse camino como individuos
productivos de la sociedad, sin actuar al margen de la ley. Cumplían escrupulosamente el pago de
sus impuestos y se comportaban, en suma, como ciudadanos ejemplares.
—¿Por qué no aceptas la propuesta de Takeshi y le ayudas con el orfanato? —preguntó Logan
mientras tomaba la última rotonda—. Ya sabes que te lo ha dicho un par de veces y si no insiste
más es por no ser pesado, pero le vendría bien la ayuda y tú tendrías un buen trabajo.
—Quizá lo haga… pero quiero quemar otros cartuchos antes.
Acababan de mencionarlo cuando la mole de ladrillo del orfanato apareció ante ellos. Logan
entró a través de la verja abierta y aparcó en el área destinada a tal fin. Tras el tiroteo, Takeshi
había invertido en remodelar la fachada, reparar las ventanas y mejorar el sistema de seguridad.
Los Barnes, o mejor dicho, los Sato, nunca dejaban de estar alerta ante lo imprevisto.
Bajaron del coche y se encontraron con Jen y Patrick que jugaban a piedra papel o tijera.
—Estás haciendo trampas —exclamaba Jen.
—De eso nada, mira, se ve claramente que esto es papel, no piedra.
—¿Qué se va a ver? Tienes la mano así como arqueada, no lo acepto.
—¡Hola, chicos!
Jen corrió a abrazarla mientras que Logan y Patrick se saludaron con uno de esos saludos
absurdos que compartían últimamente. Había resultado que los dos se llevaban de maravilla,
quizá demasiado bien. Habían tenido vivencias similares aunque Logan, con más experiencia
vital, podía dar consejos a Patrick y este los aceptaba, cosa curiosa ya que no los solía aceptar de
nadie. Además salían juntos con frecuencia a beber y ver partidos de rugby.
—¿Dónde están Philip y Liz?
—A punto de llegar.
Dos minutos después, los dos aparecieron en un monovolumen negro, bajaron y saludaron a
todos con grandes abrazos. Luego, juntos, entraron en el edificio. Allí les aguardaba Takeshi, que
les saludó con las mismas muestras de afecto. En los últimos tiempos habían tenido más relación y
estrechado lazos con su hermano. Era Takeshi quien les informaba también sobre el paradero y
estado de salud del antiguo señor Barnes, nombre que ahora había heredado él.
—¿Estáis listos? —preguntó.
—Eso espero —dijo Philip inquieto.
—No lo he estado más en mi vida —dijo en cambio Liz. Tenía los ojos brillantes. Emma se
emocionó.
—Bien, venid y esperad aquí.
Takeshi les hizo pasar a una sala de espera. Jen y Patrick se sentaron juntos, cuchicheando y
contándose locuras, como siempre. Liz y Philip estaban agarrados de la mano, muertos de nervios.
Emma se sentó junto a Logan y le tomó la mano a su vez. La sala de espera estaba decorada de
forma agradable, con dibujos infantiles por todas partes. Finalmente, la puerta contigua se abrió y
Takeshi apareció llevando de la mano a un niño y una niña de ocho y diez años respectivamente.
Los pequeños tenían el pelo oscuro y la piel clara, rasgos similares y grandes ojos azules.
Parecían ligeramente desconfiados, a la expectativa. Los ojos de Liz se empañaron y Philip se
irguió, con la mirada teñida de emoción.
—Laura, Sam… os presento a mis hermanos —dijo Takeshi—. Ellos son Jen y Liz, estos son
Emma y Logan… y ellos son Philip y Liz, de quienes ya os he hablado. ¿Les queréis saludar?
—No, gracias —dijo el niño educadamente.
Emma tuvo que contener una risa.
—Yo sí —dijo en cambio la niña acercándose a Philip y Liz. Les tendió la mano tímidamente
—. Encantada. Soy Laura. ¿Queréis ser nuestros nuevos padres?
Liz y Philip no pudieron evitar que se les escaparan las lágrimas, pero Takeshi intervino
enseguida explicando a la niña que si ellos dos querían, así sería.
—Pero tenéis que querer los dos. Sois hermanos y no os vamos a separar. Los hermanos
siempre están unidos.
Emma tomó aire despacio, mirando alrededor. «Los hermanos siempre están unidos», se dijo
observando a Liz y Philip, sonrientes, con los ojos llenos de lágrimas, estrechando la mano del
niño y la niña; a Takeshi, que mediaba con una excelente vocación mientras niños y adultos se
conocían; a Jen y Patrick, que hacían manitas de forma disimulada mientras fingían jugar a alguno
de sus estúpidos juegos…
Apretó la mano de Logan entre sus dedos y le miró, hundiéndose en aquellos ojos verdes que le
habían descubierto quién era ella realmente. Pasara lo que pasase en su futuro, ella nunca estaría
sola. Tenía a su familia. A toda su familia.

FIN

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