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Inteligencia y dinero: el valor de 4 centavos de dólar

Armando Páez | 3 de noviembre de 2019 | Artículos, etc.

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Con 100 mil dólares anuales cualquier persona en cualquier país del mundo puede

vivir bien, particularmente en América Latina. Multiplique esos 100 mil dólares por

los años que espera vivir, es la cantidad que necesita para resolver su existencia, no
será superior a 10 millones de dólares. Supongamos que quiere darse lujos o

ayudar a otros o viajar o aportar algo en el terreno artístico, científico o

conservacionista, puede hacerlo con 10 millones de dólares. Supongamos que

quiere construir o comprar dos o tres casas en los lugares que más le gustan, con
otros 10 millones de dólares sería suficiente. Así, con 20 millones de dólares puede

dormir en paz… o no: algunos buscan tener más. No hablo de otros 20 millones, ni

de 100 millones, hablo de más de 1,000 millones de dólares.

Si algo tienen en común los (mil)millonarios es que siempre quieren más, aunque

no haya una necesidad básica insatisfecha o una megaobra pendiente. Es poder. Es

competencia. Es reconocimiento: suele pensarse que mientras más dinero posee

una persona mayor es su inteligencia. Se cree, nos dice el economista


Héctor Guillén, que ese individuo tiene una visión “más profunda y magistral” sobre

los fenómenos económicos y sociales, que sus procesos mentales son “más sutiles

y penetrantes”. ¿Es así?


Algunos se hicieron (mil)millonarios porque inventaron algo, otros porque

invirtieron correctamente, otros porque venden materias primas, artículos o

servicios de precio muy alto o indispensables para la subsistencia de la gente o las


organizaciones.

Los inventores y los innovadores suelen tener una inteligencia superior a la media,

pero muchos (mil)millonarios no: estuvieron en el lugar correcto en el momento


correcto, obtuvieron información o contactos, tuvieron suerte. Se puede decir que

para multiplicar y conservar los millones se requiere inteligencia, sin duda en

algunos casos, en otros es la dependencia a lo que se oferta o la inercia lo que

hace que el dinero siga fluyendo, a pesar de las malas decisiones que se tomen, sin

ignorar que detrás de más de una fortuna hubo y hay monopolios, corrupción,
abusos, explotación, destrucción o incluso asesinatos.

El caso de Sebastián Piñera, presidente de Chile, una de las mil personas más ricas

del mundo (alrededor del 800) con una fortuna estimada en 2,880 millones de
dólares (la cual hizo como empresario en diferentes áreas, banquero, inversionista

y político de alto nivel) permite demostrar que el ser (mil)millonario no garantiza

que siempre se actúe de manera inteligente. Más allá del coeficiente intelectual, de

las inteligencias múltiples y la inteligencia emocional, podemos discutir esto con un


enfoque práctico, además de lo apuntado por Guillén.

Una persona inteligente no se mete en problemas. Una persona tonta se mete en

problemas. Una persona es inteligente si es capaz de resolver problemas. Cabe


indicar que si una persona no puede resolver un problema no significa que sea

tonta: quizá no tiene el conocimiento pertinente o los datos o los medios técnicos

o el apoyo de otros para lograrlo o lo impiden diversos fenómenos fuera de su


control. Sería una muestra absoluta de falta de inteligencia causar o complicar un

problema, peor aún si no había condiciones para que ocurriera. Esto corresponde a

Piñera.

El posgraduado en Economía de la Universidad Harvard no tuvo una visión

profunda sobre los fenómenos económicos y sociales de su país. No quiso percibir

los problemas, por esto fue incapaz de analizarlos y así de intentar resolverlos. No
era necesario, sin embargo, tener un doctorado en Economía o en Ciencias Sociales

para percatarse de ellos: era cuestión de ir al sector sur de Santiago, de observar,

de escuchar, de caminar...

Ya desde finales de la década de 1990, partiendo de los años posteriores a la


dictadura, la gente en Chile estaba molesta con la situación de su país. La

frustración y el enojo se fueron acumulando, sólo faltaba una chispa para que el

estallido aconteciera, Piñera la generó. Hizo de un problema local —las protestas

estudiantiles contra el alza de la tarifa del metro de Santiago y los daños en


algunas estaciones— una crisis nacional: no mostró sensibilidad ni sentido histórico

al decretar el toque de queda y al sacar al ejército a las calles. Un asunto de

microeconomía con fácil solución se transformó en una crisis política y de derechos

humanos, con veinte muertos y al menos 1,574 heridos (157 perdieron un ojo,
víctimas de la represión policial).

Además de los daños físicos y psicológicos causados a algunos individuos, además

de la angustia de algunas familias, además de la situación crítica en la que cayeron


algunos pequeños y medianos comerciantes, lo grave para todo el país es que el

presidente dividió aún más a la ya fragmentada sociedad, cuando debió


instrumentar acciones para buscar lo contrario: el resentimiento, la intolerancia, la

desconfianza, el rechazo al otro se agudizaron.

No son 30 pesos, reclaman millones de chilenos haciendo referencia al incremento

de la tarifa del metro, son 30 años. Aquí también se equivocó Piñera: no cuestionó

el modelo económico —la ortodoxia neoliberal— que mantuvieron sus

predecesores en La Moneda, origen de la desigualdad y el descontento. Piñera no


cuestionó a Piñera, a su primer gobierno (2010-2014). La autocrítica es otra señal

de inteligencia.

Ahora bien, no es tonto Piñera. Esta contradicción se resuelve al entender que

siempre estuvo reinventándose a sí mismo, lo cual requiere inteligencia y mucha


energía, pero dicha reinvención siempre fue en la misma lógica: el objetivo fue ser

uno de los hombres más ricos de su país, el político número uno en Chile y uno de

los personajes más influyentes nacidos en América Latina. En esto resolvió

problemas, pero en lo que demandó y demanda su cargo como funcionario


público provocó otros.

El dinero compra dinero, pero no puede comprar todo: no conduce a adquirir la

capacidad de examinar lo que uno es, lo que uno hereda, lo que uno se marcó
como proyecto de vida. Esto lo hacen los que no tienen miedo de aventarse al

vacío (metafóricamente hablando) o de perder lo que tienen, porque sus ideas se

mostraron inservibles para enfrentar el mundo. No Piñera. No es un asunto de

cuentas bancarias, sino de sentido. El dinero cubre, llena, satura; el sentido


desnuda, seca, rompe.
Revisar críticamente el modelo económico y político chileno hubiera sido un salto

conceptual para el que Piñera no está preparado: hablamos de creencias, de

presupuestos, de ideas subyacentes. Tenemos que retroceder al joven de 23 años


que fue a estudiar a Massachusetts en 1973.

Pero más allá de esas ideas, lo que construyó al doctor en Economía y consultor de

organismos internacionales, al empresario y banquero, al inversionista y político


que llegó a ser senador y dos veces presidente de su país, es lo que fracturó a Chile

en el siglo XX y lo hizo estallar al comenzar el siglo XXI: el siempre querer más,

como individuo, como clase. El dinero no hace que uno vaya contra su propia

naturaleza: inteligencia aplicada a la codicia, no al bien común.

Me refiero a Piñera porque es milmillonario y jefe de Estado, por lo que sucede en

Chile, por lo que esto implica para los modelos económicos y sistemas políticos —

no sólo en la región— y porque 30 pesos chilenos, esto es, 4 centavos de dólar,

valieron más que 2,880 millones de dólares. Pero podría escribir el nombre de otros
políticos, carentes de la fortuna del chileno, pero que sin duda la envidian.

Tampoco son inteligentes —sus visiones sobre la economía y la sociedad no son

profundas, sus procesos mentales tampoco son sutiles y penetrantes—, a pesar de

que presuman millones de dólares con la intención de parecerlo.

Con esos millones también se pueden comprar zapatos caros, muy caros, pero no

se desarrolla la habilidad de caminar con los zapatos gastados de otros. De hecho,

la capacidad de caminar se atrofia. Y no se viaja en metro.


[Imagen: Salvatore Ferragamo]

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