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Joseph Conrad se disparó y erró, Edgard Allan Poe eligió láudano y falló, Jacques Prévert se tiró por

la ventana y vivió treinta años más.


Virginia Woolf caminó hasta el río, llenó los bolsillos de su abrigo con piedras y se dejó llevar por la
corriente hasta hundirse.
Silvia Plath metió la cabeza en el horno (las pastillas y un choque de auto habían fallado).
David Foster Wallace usó una horca.
John Kennedy Toole eligió poner una manguera en su auto, conectada al escape.
Ernst Weiss se cortó las venas mientras veía por la ventana a los alemanes entrando a París.
Ernest Hemingway usó una escopeta. Hace sesenta años.
Tenía de todo para elegir, más de veinte armas: pistolas, rifles, escopetas de doble caño. Todas usadas.

El día anterior había regresado de la clínica psiquiátrica en la que recibía tratamientos de


electroshock: son corrientes eléctricas pasando a través del cerebro de Ernest Hemingway que dice
que el FBI lo está persiguiendo e intenta conservar los recuerdos que le permitan seguir escribiendo.
Está en la casa de vuelta, en esa casa donde había estado dándole forma a su último libro A moveable
feast.
A mí me gusta más el título de su traducción al español: París era una fiesta. Me gusta por lo que
evoca, por lo que en la imaginación dispara la idea de una ciudad entera convertida en celebración.
Con ese libro sentimos que podíamos ver de cerca a los amigos artistas: James Joyce, Gertrude Stein,
Ezra Pound y, por supuesto, los Fitzgerald, Scott y Zelda (apasionados, enfermizos, excesivos). Con
ese libro sentimos que, aunque sea de manera oblicua, vivíamos esos años locos que se volvieron
mito. Formábamos parte.

Hemingway pasó la vida construyéndose como el hombre de acción que además escribe: estuvo en la
Gran Guerra y se retiró herido, se casó y se separó, fue corresponsal en la Guerra Civil Española, se
separó y se casó, estuvo en Cuba, de cacería en África, se compró un barco y salió a cazar submarinos
nazis con granadas, siguió a una mujer hasta China, se casó una vez más, se estrelló en un auto, metió
la nariz en Normandía, cubrió la batalla de las Ardenas y liberó París. Y solo tiene 45 años. Faltan un
poco más de quince para el día final en su casa de Idaho.
Ahora volvamos a París, a esos días posteriores a la liberación en los que la ciudad volvió a ser una
fiesta como en los años veinte y los soldados norteamericanos desfilan por las calles y la multitud los
abraza y les da frutas para comer y bebés para besar. Hemingway mira todo desde el Ritz, con vistas a
la plaza Vendôme donde los revolucionarios de 1789 tiraron abajo la estatua de Luis XIV.
Se comenta que el escritor recibe a cualquiera que desee visitarlo porque lo que más le gusta es
hablar, y si es sobre literatura y de sí mismo, mucho mejor. Hemingway recibe en el bar. Está siempre
rodeado de soldados porque pasar tiempo con civiles no funciona para él, a excepción de las mujeres
en las que prefiere el glamour: Marlene Dietrich, Ingrid Bergman, Ava Gardner. Se considera, y lo
consideran, un escritor a prueba de balas; al modo de Tolstoi en Rusia.
Hay un soldado americano aspirante a escritor que quiere conocer a Hemingway. Se llama Jerome
Salinger, tiene 25 años y pasa sus días en el frente entrevistando nazis para sacarles información.
Hace contraespionaje. Mientras, lleva a todos lados una máquina de escribir, la carga en el Jeep y va
tecleando en las trincheras unos manuscritos que después serán The Catcher in the Rye, la novela que
publicará en 1951 y va a marcar a cada adolescente norteamericano. Ahora le acaban de decir que
Hemingway está en un hotel de París.
A Salinger le gusta más la literatura de Fitzgerald pero Fitzgerald está muerto y Hemingway vivo, así
que lo va a buscar. El señor Hemingway está en el bar, le indican en recepción, y cuando voltea lo ve:
grande, la camisa militar arremangada, un puro y un vaso de whisky, sentado en el centro y hablando
a los gritos para los de alrededor, para todos. Al soldado no le quedaba otra que unirse a escuchar.
No fue la única vez que se vieron porque la guerra no terminó con la liberación de París y a los dos
escritores, después lo van a saber, lo que los unió fue solo la guerra. La mejor historia de esos
encuentros algunos dicen que es mentira. Se cuenta que un tiempo después de la charla en el Ritz, que
siguió por horas y los fue dejando solos mientras hablaban de literatura, es Hemingway el que va a
visitar a Salinger al regimiento. Charlan de cuentos y de escritores, hablan de la guerra y al rato
terminan intercambiando opiniones sobre armas: no se ponen de acuerdo sobre cuál es la mejor. Para
demostrar que la Luger es superior Ernest Hemingway estira el brazo, cierra un ojo y le arranca la
cabeza a un pollo que andaba por ahí. Así terminó la discusión.

Los norteamericanos creyeron que los nazis estaban acabados pero faltaba el último invierno y las
peores batallas: la del bosque Hürtgen y después las Ardenas. Los soldados caían como moscas, pero
en la nieve. Los reemplazos eran cada vez más jóvenes y se morían cada vez más rápido: al principio
del día arrancaban trescientos y a la noche llegaban veinte. Un par de medias de lana valía más que un
arma cargada.
Salinger seguía en la trinchera de espía con su máquina de escribir y Hemingway con la suya en la
trinchera de corresponsal. El soldado llevaba a sus compañeros a conocer al prócer y tomaban
champán en vasos de aluminio y algunos le preguntaban por la mujer a la que le había dedicado Por
quién doblan las campanas. La vida de Hemingway gira en torno a la guerra, tanto que entre 1940 y
1945 estuvo casado con una corresponsal en el frente: Martha Gellhorn, la mujer de la dedicatoria y
por la que se había retado a duelo de ruleta rusa con un jerarca comunista.

Cuando la guerra terminó Salinger no quiso -no pudo- volver a casa y se internó por su voluntad en un
hospital psiquiátrico de Nuremberg. Desde ahí, un día de julio de 1945, le escribe una carta a
Hemingway. Le dice que daría su vida por salir del ejército pero no por una baja psiquiátrica, tiene
pensado publicar “una novela muy sensible y no quiero que en 1950 al autor lo llamen tarado”.
También le dice que sus conversaciones fueron lo mejor que tuvo la guerra.
Salinger volvió a casa y nunca más se acordó de Hemingway. Durante la guerra había admirado su
obra y lo admiraba a él, pero ahora no quería saber nada de aquellos años y Hemingway era la imagen
viva de la guerra. Algunos cuentan que, antes de recluirse en una cabaña en el bosque, Salinger se
convirtió en Hemingway: en los bares bohemios de escritores se ponía en el centro y hablaba de su
literatura mientras iba defenestrando a cada escritor mentado porque “ninguno estaba a su altura”.
Hemingway volvió a casa, a alguna casa, y muy pronto le faltó todo: lo que era durante las guerras.
De la primera salió con “237 trozos de metralla, una rodilla de aluminio y dos medallas italianas”, de
la española con un best seller y una esposa más dura que él (la única mujer que lo abandonó, por
matón), de la segunda volvió sin heridas, sin épica, sin mujer y con neumonía. Si hasta dicen que en
Normandía era solo “una carga preciosa”, que lo detuvieron por hacerse pasar como comandante de
tropas, que llegó tarde y enfermo a las Ardenas y que se inventó la historia de ser el primero en entrar
a París y liberar el Ritz. Lo acusan de jugar a la guerra.

Los años que siguieron tuvieron de todo excepto guerras: accidentes de esquí, golpes en la cabeza,
más matrimonios, un libro que es un fracaso y otro que es un éxito, dos accidentes de avión en dos
días, el anuncio de su muerte en los diarios, un incendio, una fractura de cráneo, un premio Nobel,
meses sin poder levantarse de la cama, el hígado deshecho, la huída de Cuba y un libro sobre corridas
de toros. Sin embargo hay algo que le ocupa la cabeza: el miedo a olvidar la vida que ha vivido. Por
eso, cuando en un viaje a París encuentre un baúl con sus notas en “las libretas de lomo azul”, se
pondrá a trabajar en ese libro que es una fiesta y que algunos leen como relato autobiográfico. Escribe
Hemingway:

“Cuando empiezas a escribir en primera persona, si las historias resultan tan reales que la gente se las
cree, los lectores pensarán casi siempre que esas historias te sucedieron de verdad.”

Pasó los últimos años de su vida intentando que las ideas y los recuerdos y las imágenes no
abandonaran un cerebro dañado en un cuerpo casi acabado y lo hizo falseando historias en un libro
que van a publicar cuando él ya esté muerto. No es el mejor de Hemingway, es el que más me gusta.
Porque ese libro inventó para nosotros la idea de una ciudad mágica en la que los artistas son amigos
y se emborrachan y se corrigen y bailan y se enamoran y se salvan y pasan cada noche hablando de
arte aunque sean una “generación perdida”. Porque ese libro forjó el retrato definitivo del artista pobre
y bohemio que se impone una disciplina para escribir. Porque ese libro muestra a Hemingway yendo
todos los días al museo a mirar los cuadros de Cézanne para aprender a escribir como él pintaba: un
primer plano detallado sobre un fondo vagamente delineado. Porque ese libro dejó por escrito algunas
de las ideas más lúcidas sobre el oficio: escribir “sencillas frases verídicas”, calar hondo en el lector
sin que él se dé cuenta y el arte de la omisión, célebre:

“Uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de
que la parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo
que se le ha dicho.”

París era una fiesta es el libro sobre el que Hemingway volvía cada vez durante esos años en que su
vida era cualquier cosa menos una fiesta. Y volvía porque en el París del libro andaba con
mandarinas en los bolsillos, se sentaba a escribir en un bar y no se levantaba hasta no haber terminado
el relato, el hambre era una buena disciplina y podía pasar las horas con Sylvia Beach en la librería
Shakespeare and Company, el mundo quedaba todo por delante y su amigo Ezra Pound no estaba en
un psiquiátrico, Scott Fitzgerald todavía estaba vivo y también lo estaban james Joyce y Gertrude
Stein. Por eso elegía perderse en ese libro y no terminarlo nunca.
El suicidio de Hemingway fue al principio negado y después aceptado. Lo estudiaron, lo
desmintieron, investigaron conspiraciones, buscaron carta suicida y no la encontraron y algunos
dijeron que su muerte era demasiado cobarde para un personaje como él. A mí me gusta creer en lo
que el escritor omitió y en aquello que va calando hondo mientras más leemos.

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