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Hacia el premio del supremo llamamiento

Cual es el Supremo Llamamiento? Entendemos lo que implica servIr a Dios?


I.- EL SUPREMO LLAMAMIENTO, RESPECTO A LA META SUPREMA.
En Fil. 3 el apóstol Pablo responde incidentalmente esta pregunta, y al hacerlo nos muestra cuál debería ser
la meta suprema de todo verdadero creyente:
“Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente,
aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por
amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo
mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin
de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante
a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos. No que lo haya
alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también
asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago:
olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al
premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:7-14).
El contexto de este pasaje es la advertencia de Pablo a los miembros de la iglesia en Filipos contra la falsa
doctrina de los judaizantes, que intentaban convencer a estos cristianos de que la fe en Cristo no era
suficiente para la salvación; que era necesario también circuncidarse y practicar ciertos ritos y ceremonias del
judaísmo.
Para corregir este error, lo primero que hace Pablo es mostrar con su propio ejemplo, que la salvación se
encuentra en Cristo y no en ningún privilegio racial o religioso. Pero una vez hace esto en los primeros 8
versículos, Pablo da un paso más adelante y nos dice que, así como Cristo es central en la salvación, así
también es central en nuestra vida cristiana práctica. Él es el origen, pero también la meta de nuestra
salvación (vers. 10).
Ya Pablo mencionó en el versículo 8 “la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús”, o como lo traduce la
Biblia de las Américas, “el incomparable valor de conocer a Cristo Jesús”; eso fue lo que lo llevó a tener lo
demás por basura. Pero ahora Pablo retoma el pensamiento y nos dice que lo sigue dando todo por basura
para poder continuar avanzando en el conocimiento de ese extraordinario Salvador.
Y Pablo no está hablando aquí de un conocimiento intelectual y académico de la persona de Cristo. No es
conocer acerca de Cristo lo que él desea, sino conocerle a Él, tener con Él una relación cada vez más
cercana, más íntima: “…a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus
padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de
entre los muertos” (vers. 10-11).
Dos cosas menciona Pablo aquí en relación con ese conocimiento transformador.
Lo primero es que él está consciente de que es imposible crecer en la semejanza del Señor sin el poder del
Cristo resucitado. “Yo quiero conocer a Cristo y ser semejante a Él, por eso quiero experimentar en mi vida el
poder de Su resurrección”. Así como no tenemos poder alguno en nosotros mismos para ser salvos, así
tampoco tenemos poder alguno en nosotros mismos para ser santos. La buena noticia, es que el poder del
Cristo resucitado está disponible para todo aquel que cree.
Lo segundo que Pablo menciona en el texto es que esa semejanza a Cristo implica sufrimiento: “y la
participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a Él en Su muerte”.
Pablo tenía una perspectiva realista de lo que implica ser como Cristo. Nuestro Señor tuvo que sufrir el
impacto de tener que lidiar con un mundo pecador, siendo Él perfecto en santidad. Entrar en contacto directo
con las consecuencias del pecado en el mundo era algo que entristecía profundamente Su corazón.
Y aunque los creyentes nunca seremos perfectamente santos mientras vivamos en este mundo, en la misma
medida en que nos parezcamos a Cristo, en esa misma medida experimentaremos más sufrimientos.
Aparte de que en esa misma medida seremos perseguidos y aborrecidos por el mundo (comp. Jn. 15:18-20).
Ese aborrecimiento puede llegar incluso a la muerte física, como sucedió con el mismo Pablo y con un
montón de mártires a lo largo de toda la historia.
Y no es que Pablo anhelara el martirio como algo bueno en sí mismo. Lo que él anhelaba era ser como
Cristo; pero si aún si tuviera que pagar ese precio por parecerse tanto a su Señor, comoquiera sería una
honra crecer en tal semejanza que lo lleve a la muerte si fuese necesario (por eso dice en Fil. 1:29).
A final de cuentas, la muerte no tiene la última palabra sobre nosotros: “si en alguna manera llegase a la
resurrección de entre los muertos” (vers. 11). Algunos interpretan este versículo como si Pablo tuviera dudas
de su salvación, pero nada puede estar más lejos de la realidad (comp. 2Tim. 1:12; Rom. 8:38-39; Fil.
1:6, 21, 23).

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Más que un tono de duda, Pablo parece estar expresando aquí la realidad que todo creyente debe poner
delante de sus ojos: que la salvación es segura para el que la tiene; y una marca inequívoca de que la
tenemos es poner todo empeño en cuidar ese tesoro (Fil. 2:12-13).
La obra de Dios en nuestras vidas no implica en modo alguno pasividad de parte nuestra. De ahí lo que Pablo
continúa diciendo en Fil. 3:12-14: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa
hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al
premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”.
Noten el lenguaje de Pablo: “prosigo” dice en el vers. 12; “una cosa hago”, dice en el vers. 13, me extiendo
hacia lo que está delante”; y una vez más en el vers. 14: “prosigo a la meta”.
Ya Pablo ha dicho cuál es su anhelo, su gran meta en la vida: conocer a Cristo cada vez más íntimamente y
parecerse cada vez más a Él, con todo lo que eso implica. Y ¿qué hace Pablo para avanzar hacia esa meta?
En primer lugar: Examinarse honestamente a sí mismo: “No que lo haya alcanzado, ni que ya sea
perfecto…”. El mero hecho de tenerlo como una meta es una muestra de que él sabía que no había llegado.
Pablo se conocía muy bien y sabía que en muchas cosas debía seguir creciendo a la semejanza del Señor
Jesucristo porque para eso fue salvado: “Yo quiero asir aquello para lo cual yo fui asido por Cristo”; en otras
palabras, “quiero alcanzar aquello para lo cual yo fui alcanzado por Él”.
Dios nos escogió y nos salvó con un propósito en mente: hacernos cada vez más semejantes a Su Hijo (Rom.
8:28-29; Ef. 1:3-4). No te sientas satisfecho por lo que has podido avanzar hasta ahora, porque lo cierto es
que, estés donde estés, estás lejos de la meta.
En segundo lugar: Enfocarse, Pablo se concentró en la obtención de su meta: “Una cosa hago…”. Es como
un hombre corriendo una carrera; él no se distrae contemplando el paisaje o las personas del público; ni
siquiera debe enfocarse en los que están corriendo a su lado.
Y En tercer lugar: Perseverar y Persistir, Pablo nos dice que él tenía su mirada puesta en la meta que se
había propuesto alcanzar: “prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”
(vers. 14). Es posible que Pablo tuviera en mente las carreras olímpicas en Atenas, donde el vencedor recibía
una corona de laurel, la suma de 500 dracmas, su manutención de por vida y un asiento de primera fila en el
teatro.
Pero cuando Pablo corría, sus ojos estaban puestos en el sublime propósito del llamamiento de Dios. Y ahora
yo te pregunto, ¿puedes tú decir igual que el apóstol, que conocer a Cristo y ser como Él es la gran meta de
tu vida? ¿Puedes decir igual que él que estás empeñado en alcanzar esa meta, de tal manera que todo lo que
haces y todas las decisiones que tomas está supeditado a ella? ¿Puedes decir que tu más profundo anhelo
es parecerte cada vez más a Cristo, en dependencia de Su Santo Espíritu?
Recuerda que nosotros tenemos a nuestra disposición el poder de Su resurrección; no hay razón para que te
quedes en el estado en que estás. Pídele al Señor que te ayuda a concentrarte en esta meta, y pídele
también la gracia que necesitas para seguir avanzando hacia ella cada día.

II.- EL SUPREMO LLAMAMIENTO RESPECTO AL LLAMADO AL SERVICIO.


Junto a LA Meta SUPREMA esta una segunda que el llamamiento especifico que hemos recibido, una
delegación en el servicio, el ministerio.
Servir a Dios trae grandes satisfacciones. Muchas de esas satis- facciones vienen en paquetes pequeños.
Nuestra sociedad nos ha llevado a despreciar los paquetes pequeños de la vida para correr desenfrenados
tras los paquetes grandes.
Como líderes disfrazamos muchas veces esa pérdida de placer por lo que Dios hace en medida pequeña,
ocultando nuestra anhedonia con la palabra visión. Entonces decimos al pueblo que Dios nos ha entregado
una nueva visión; un nuevo proyecto, una nueva tierra prometida.
El costo de la visión no importa; al fin y al cabo no somos los líderes los que la pagamos, sino el pueblo; pero
nuestro alto precio es cansancio, estrés, noches sin dormir porque hay cuotas que lograr y montos que pagar,
y nos desgastamos en la almohada buscando el mecanismo para convencer al pueblo para que dé más y
más. Es una carrera sin fin y sin meta.
CUATRO CONCEPTOS QUE NOS AYUDARÁN A MANTENER FIRME EN NUESTRA MENTE LA
INQUEBRANTABLE VISIÓN DEL LLAMADO DE DIOS A SERVIR REINO DE DIOS.
La Palabra de Dios nos advierte: “Sin profecía el pueblo se desenfrena” (Proverbios 29:18). En otras palabras,
“Donde no hay dirección divina, no hay orden” (Versión Dios Habla Hoy). Dios enfatiza la importancia de
mantener la mirada en la meta que tenemos por delante. De lo contrario, podríamos distraernos,
decepcionarnos, alejarnos y, en última instancia, incluso abandonar su maravilloso llamado.
Como cristianos estudiosos de la Biblia, estamos familiarizados con la meta celestial; no obstante, nuestra
mirada y nuestro corazón podrían desviarse hasta el punto de abandonarla completamente, por culpa de
nuestros propios intereses, de Satanás, o por la creciente irreligiosidad de la sociedad que nos rodea. Como

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personas de fe, conocemos la promesa de que Dios no tardará, pero como también sabemos, con frecuencia
nuestra naturaleza humana se apresura y es ahí cuando surge la duda, aun para los creyentes.
El apóstol Pablo se refiere tanto a la meta celestial como a los desafíos terrenales y reflexiona sobre un
concepto esencial que debemos considerar. En Filipenses 3:12-14 nos dice: “No que lo haya ya alcanzado, ni
que ya sea perfecto, mas prosigo para ver si alcanzo aquello para lo cual también fui alcanzado por Cristo
Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo
que queda atrás, y extendiéndome a lo que está adelante, prosigo al blanco, al premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús”.
Pablo comprendía plenamente tan extraordinario concepto: que Cristo mismo lo había rescatado de la forma
de vida que llevaba, y a su vez, él ahora tenía la responsabilidad de aferrarse a aquello que le había sido
revelado. La raíz de la palabra griega katalambano  significa “conquistar (tomar) a alguien con el fin de
hacerlo su propiedad, pero en beneficio del que es conquistado (Comentario de Vine).
No solo es importante tener una meta, sino también permanecer fielmente aferrados a ella y a todo lo que
implica, produciendo frutos para Dios y para nuestro prójimo. Así pues, permítanme compartir algunos
aspectos fundamentales de la meta que Dios ha puesto delante de nosotros para alcanzar el premio del
supremo llamamiento. Algunos son de índole personal y otros conllevan una responsabilidad colectiva.
1. Dios nos llama a aferrarnos al concepto que encontramos en Levítico 11:44 y 1ra Pedro 1:15-16:
“Sed santos, porque yo soy santo”.
Esto comprende mucho más que un acabado conocimiento bíblico o la afiliación a una congregación local.
Estamos siendo llamados por Dios el Padre para conocerlo más cada día, hasta el punto de llegar a ser como
él es. El apóstol Pablo lo expresa de la siguiente manera: “Sed, pues, seguidores de Dios como hijos amados”
(Efesios 5:1). Es decir, ¡debemos practicar lo que sería ser como Dios!
Reflexionemos sobre esto: cuando Moisés se acercó a la zarza ardiente en el Monte Sinaí, escuchó lo
siguiente: “quita las sandalias de tus pies, porque el lugar donde estás, tierra santa es” (Éxodo 3:5).
Asimismo, la perfecta santidad de Dios, que por gracia hemos podido experimentar, requiere algo más que
despojarnos de nuestro atuendo externo. Implica renunciar a nuestra vida alejada de Dios, tanto pasada como
presente y futura, y entregársela a él con la certeza de que guiará nuestros pasos. ¡Ese es el compromiso!
Cuando, en sentido figurado, nos desvestimos (es decir, hacemos más que quitarnos el calzado, como hizo
Moisés) y nos presentamos ante Dios en completa sumisión, él promete darnos nuevas vestiduras de
salvación y un manto de justicia (Isaias 61:10).
Es innegable que a veces nos conformamos con cierta información o la inspiración ocasional de un excelente
artículo o un sermón conmovedor. No obstante, lo que Dios requiere de nosotros es una transformación.
Pero ello exige algo más que un cambio superficial, porque para poder seguir los pasos de Jesucristo se
necesita una transformación total. Es decir, Cristo no vino a la Tierra simplemente a convertir en mejores
personas a gente buena, ¡sino a revivir una humanidad muerta en vida! Una vez que logramos entender este
concepto, las palabras de Pablo en cuanto a la santidad mediante la transformación adquieren absoluta
claridad. Romanos 12:1-2 dice: “Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les ruego
que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a
Dios. No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así
podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Nueva Versión Internacional).
2. Aferrémonos a la promesa de que Dios concluye lo que iniciaEl apóstol Pablo frecuentemente
compara nuestro llamamiento con una carrera espiritual (1ro Corintios 9:24-27).
Es Dios quien decide la velocidad a la que debemos andar, si rápida o lenta; no obstante, sin importar cuánto
tiempo vivamos, ¡tenemos que movernos! Y mientras lo hacemos, debemos recordar que no corremos solos.
Sigamos adelante con las alentadoras palabras de Pablo en Filipenses 1:6: “Estando confiado de esto, que el
que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. Caminemos a nuestro
ritmo conforme a la promesa de Aquel que ya llegó a la meta. “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al
que a mí viene, yo no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la
voluntad del que me envió. Y esta es la voluntad del Padre que me envió: Que de todo lo que me ha dado, no
pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan 6:37-40). Así que, en tanto avanzamos en
nuestro camino, hagamos cada uno nuestra parte en cuanto a recordar y compartir las promesas de Dios
entre todos, para motivarnos mutuamente a superar los obstáculos de esta vida.
3. Interioricemos ese maravilloso atributo con el que Cristo nos atrajo a sí mismo, que consiste en
amar a otros como Dios nos ama.
Sí, amar como Dios ama es la meta suprema y cualquier otro objetivo es insignificante en comparación. Si
alguna vez ha habido un supremo llamamiento, es éste, ya que humanamente, sin su Espíritu Santo es
imposible lograr el cometido. Sin embargo, ésta debe ser nuestra meta.
Pongamos todo nuestro empeño en reflejar, según declaró Cristo, aquello que identifica a sus seguidores: “En
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Esa es la

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razón por la cual los miembros del Cuerpo de Cristo se reúnen, para manifestar y experimentar mutuamente
el amor de Dios. El autor de Hebreos expresa la voluntad de Dios para nosotros de esta manera: “Y
considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos,
como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca”
(Hebreos 10:24-25). El cristianismo es compartir con otros, bien sea con la familia, los compañeros de trabajo,
los vecinos o los miembros de una misma iglesia. Sencillamente no podemos compartir o experimentar amor
si decidimos aislarnos en una burbuja o tener nuestra propia interpretación de las Escrituras. Debemos estar
dispuestos a amar al que carece de amor, a ayudar al desvalido y a consolar al desamparado.
Es por eso que Dios quiere que nos congreguemos los sábados, no solo para escuchar un mensaje desde el
púlpito, sino para compartir personalmente con los demás la experiencia de tener a Cristo viviendo en
nosotros a través de nuestras actitudes, palabras y acciones, que revelan el amor que se nos ha dado, y que
en consecuencia, compartimos con otros.
4. Dios quiere que entendamos que nuestro llamamiento abarca mucho más que nuestra
propia salvación.
Somos parte de algo que sobrepasa nuestra individualidad, con un alcance mucho más amplio. Somos
miembros de un tejido espiritual llamado el Cuerpo de Cristo, una nueva creación de Dios hecha de espíritu y
no del polvo de la tierra. Una nueva creación que implica ser ciudadanos (en plural) del Reino de Dios,
miembros de su familia y elementos esenciales “juntamente edificados” en un templo santo diseñado por
Dios, donde él pueda habitar (Efesios 2:19-22). La Biblia afirma que Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la cual
es su Cuerpo (Efesios 1:23). Por lo tanto, si Cristo es la Cabeza y nosotros somos el Cuerpo, obviamente
seremos sus ojos para ver las necesidades de otros, sus brazos para llevar a cabo su obra y sus pies para
dirigirnos a donde él quiera.
En efecto, somos parte de algo mucho más sublime, que trasciende nuestros propios intereses. Juntos, como
discípulos esparcidos por el mundo pero unidos en espíritu, tenemos la oportunidad de “echar las redes” de
manera colectiva para ser “pescadores de hombres” en respuesta al llamamiento de predicar el evangelio de
Jesucristo y del Reino de Dios, y de hacer discípulos en todas las naciones y cuidar de ellos.
Es por ello que la declaración de la visión de la Iglesia de Dios Unida refleja el deseo de Dios de tener un
pueblo que “bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas, según la actividad propia de cada
miembro, recibe su crecimiento del cuerpo para ir edificándose en amor” (Efesios 4:16).
Mantengamos esa visión y el deseo de seguir adelante, con el propósito de alcanzar el premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Jamás limitemos ni subestimemos la obra que Dios puede hacer por
medio de nosotros en otras personas, ¡y empecemos ahora mismo

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