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11

Salieron de casa y subieron por las escaleras. El desván estaba frío y el olor a humedad lo impregnaba todo.
El tibio calor de los días de primavera no bastaba para evitar aquel hedor.
Un ratón huyó asustado cuando entraron y encendieron la bombilla. Al cerrar la puerta, las tablas del suelo
rechinaron.
Lucas presentía lo que iba a ver, pero aun así se le formó un nudo en la garganta. Su padre abrió la puerta
que separaba las dos mitades del desván y entraron en un pequeño rincón atestado de cajas. Detrás de ellas,
echados sobre un colchón viejo y envueltos en unas mantas, un niño y una niña temblaban. Sus grandes ojos se
fijaron en Lucas, como si acabasen de ver un fantasma.
Lucas no dijo nada. Daba lástima verlos con aquellos pelos enmarañados y las caras pálidas… como dos
perrillos tiritando de frío.
No tenían más de seis años.
El señor E. se agachó y les ofreció el trozo de pan. Empezaron a roerlo sin dejar de mirar a aquel chico
desconocido de pelo rubio.
Lucas fue consciente de que recordaría ese instante el resto de su vida. Nunca se había sentido tan orgulloso
de su padre.
Luego, se agachó y les dio un beso a cada uno. Ninguno de los dos hizo ademán de apartarse de él;
siguieron concentrados en su trozo de pan. Sin dejar de masticar, la niña esbozó una débil sonrisa, y en ese
momento Lucas no fue capaz de contener las lágrimas.
De vuelta en casa, su padre insistió:
—Hace unos cuatro meses que están ahí. No puedes decírselo a nadie. Sería muy peligroso para todos.
Lucas asintió.
—Situaciones como esta reclaman que la gente buena sea extraordinaria.
Las palabras de su padre se grabaron en su memoria.

—Ahora conoces algunos secretos. —La señora E. le puso el desayuno en la mesa. El pan estaba duro como
una piedra.
—Mis labios están sellados como una tumba egipcia —contestó Lucas.
—No te fíes de nadie.
—No lo haré, mamá.
En el calendario que colgaba de la pared de la cocina su madre tachó un día más. Era miércoles.
Poco después, Lucas caminaba por la calle hacia la escuela. Un día más. En sus oídos resonaba el eco de
una pieza de Vivaldi. Salía por la puerta de su casa cuando la señora E. colocó la aguja sobre el disco, que
comenzaba a girar. Ese día, la madre de Lucas no tenía trabajo.
Con la melodía dibujando formas en su cabeza llegó al colegio. Un día más.
Las horas pasaron rápidas. Al salir, Lucas se dio cuenta de que no había hablado con nadie en toda la
mañana. Había escuchado la voz cadenciosa de la maestra explicando, había escrito en los cuadernos, había
leído un poco… pero no había pronunciado ni una palabra. Tampoco lo necesitaba. Sus pensamientos recorrían
caminos de los que no quería hablar.
Por la tarde, reflexionando sobre ello, se sintió mal. Había caído en la cuenta de que no podía hablar con la
persona con quien más deseaba hacerlo.
Cuatro meses después de su cumpleaños, sus movimientos se habían vuelto automáticos: mover el
telescopio hasta la ventana, quitar la tapa, enfocar la lente… Lo había repetido tantas veces que se había
convertido en un rito.
Cuatro meses después no dudaba de que la chica estaría allí. En todo aquel tiempo solo había faltado un par
de veces. Para ella aquellas citas debían de ser tan importantes como para él.
Notó un cosquilleo en el estómago.
Lucas siguió sin ponerle nombre a aquello. Le daba miedo hacerlo. Aquella tarde escribió, con cierto temor,
una pregunta. Luego la borró con la mano y se quedó mirando los borrones de tinta en el papel. Permaneció
inmóvil un instante hasta aclararse las ideas. Después se levantó, se acercó al armario y sacó una cajita
plateada con algunas pinturas de colores.
Dibujó una estrella amarilla.
La chica miró el dibujo y sintió que su corazón se paraba. Una voz en su interior gritaba advirtiéndole del
peligro que corría. Pero otra voz le recordaba que aquel chico era Lucas, su amigo. Ya sabía muchas cosas de
ella, y no quería tener secretos con aquel chico de once años en el que no dejaba de pensar todo el día.
Escribió con tiza:


Lucas no se sorprendió. Conocía la respuesta. Pero le llamó la atención que ella le confiase un secreto tan
grande. «En malas manos aquello podía significar…». Ahuyentó tal pensamiento.
Rápidamente, escribió:
Somos amigos
A pesar de la distancia, la chica sintió su abrazo.
Aún no habían pasado tres días. Pronto caería la noche. Sentados en el pequeño salón, Lucas y su madre
leían. Alguien llamó a la puerta. La señora E. abrió y retrocedió ante la sorpresa: tres hombres de la Grüne
Polizei, vestidos de paisano. Era fácil reconocerlos. El que habló primero era un chico muy joven, casi un
adolescente. Las palabras salían con dificultad de su boca.
—Buenas noches. Me temo que traigo malas noticias.
El señor E. abrazó a su mujer. Lucas se acercó sin comprender.
—Nos ha llegado información de que esconden judíos en su casa.
El señor E. intentó defenderse.

—¡Cómo se atreven!
—Tenemos que comprobarlo. —El policía más joven se encogió de hombros. Los otros dos traspasaban con
sus miradas a la familia.
—Pueden pasar y mirar en los armarios. O debajo de las camas. —El padre de Lucas los invitó a entrar con
un gesto—. No encontrarán a nadie en esta casa.
El agente lo miró de arriba abajo.
—Acompáñenos al desván.
Lucas sintió cómo se desgarraba algo en su interior. Su padre no discutió y salió escoltado. Su madre no dijo
una palabra.
Durante diez largos minutos todo se detuvo, como una pequeña pausa en la vida.
Lucas permaneció de pie ante la puerta cerrada, sin mover un músculo. Mudo.
La señora E., sentada en el sofá, lo miraba. Los nervios son viejos amigos y hay que aprender a convivir con
ellos.
Durante diez largos minutos nadie hizo un ruido. Pasado ese tiempo, la puerta se abrió y entró su padre.
Acarició el cuello del chico y fue a sentarse con su mujer. Los dos enlazaron sus manos.
Lucas no comprendía.
—¿Y los…? ¿Por qué…?
Una amplia sonrisa apareció en el rostro del señor E. Hablaba en voz muy baja:
—No han encontrado lo que buscaban. Un amigo se los llevó hace un par de noches. A estas horas ya
estarán muy lejos.
Los ojos de Lucas se abrieron como platos. Admiró, una vez más, cómo hacía las cosas su padre.
«Gente extraordinaria», recordó.
Fue a sentarse con ellos, a celebrar en silencio aquel triunfo. Se sintieron bien.
En la calle, los tres policías hablaban con el vecino del tercero. «Ahí no se esconde nadie. No nos haga
perder el tiempo…».
«La desaparición de los niños envueltos en una manta: un buen truco de magia», pensaría Lucas años más
tarde.

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