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Curarnos no es volver al estado en el que estábamos previo a

enfermarnos. No es una victoria sobre el tiempo. No me curo para


volver a habitar el tiempo de la manera en que lo habitaba cuando me
enfermé. No me curo para volver a los patrones vinculares a través de
los cuales me negué mi tiempo. Estoy clara en cuál es mi
responsabilidad si quiero curarme. Es decir, entiendo que si no me
quiero enfermar otra vez se trata de aplicar lo aprendido. No es tan
fácil. Hay todo un entorno que espera que nos curemos para volver a
estar disponibles de las maneras en las que estábamos antes. No es
consciente. Pero es así. Curarse pasa por cambiar las circunstancias
que nos enfermaron. Y esto implica reconfigurar nuestra relación con
el entorno. Curarse no pasa por rescatar nuestra energía regenerativa
para seguir alimentando situaciones e intercambios en los cuales nos
volvemos a desvitalizar. ¿Y quién mide esto? Esta medida es subjetiva.
Es íntima. Esto puede ser difícil de sostener si nuestra mente funciona
al servicio de la conquista. Si creemos que nuestro poder se expresa
en contra de la enfermedad. Conquistamos la llamada enfermedad.
Como si fuera una enemiga. ¿Y si lo que llamamos   enfermedad   es
simplemente la voz de nuestra ánima, nuestra voz en femenino?

Para curarnos no conquistamos. Nos rendimos. Nos rendimos a la


escucha de lo que nuestro cuerpo –nuestra ánima encarnada– nos
revela, enuncia, ora. En un mundo en que la enfermedad avergüenza –
un mundo que exilia la debilidad y la vulnerabilidad– es un gran
desafío sostenernos conscientes en nuestros procesos de
recuperación, de rehabilitación y/o de reintegración. Después de
pasar por una crisis de salud –o de convivencia con una condición
crónica– nuestra relación con el tiempo cambia. Nuestro tiempo
cambia y nos invita a seguirlo en una nueva manera de habitarlo y
compartirlo. De alguna manera nos fuerza a sostener unos límites, a
renegociar nuestro lugar, a ocupar un poco más de espacio, a tener
más aire a favor nuestro. Para que un proceso de cura sea íntegro, la
llamada es también a redefinir el ecosistema en el que nos movemos,
estableciendo nuevos límites a través de los cuales nos ponemos en el
centro –y no en la periferia– de nuestra propia vida. Este proceso a
menudo queda descartado del proceso de curación. Una vez
recuperada la energía vital, volvemos a lo familiar, en vez de
completar su fase integrativa con el entorno. Este   ponernos en el
centro de nuestro bienestar pasa por nuestra voz. Pasa por la manera
en que nos narramos y nos presentamos. Pasa por cómo nos
nombramos y cómo nombramos nuestras necesidades.
 

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