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Módulo I de PDL

Prof: María Eugenia Marzullo

Tercer año

El cuento policial
El nacimiento de la policial data de mediados del siglo XIX, época en la que el auge de los estudios
científicos y de la filosofía racionalista produjeron un cambio en el modo de concebir la realidad:
hay una búsqueda de explicaciones racionales y científicas para los hechos del mundo. Este telón
de fondo es el nuevo paradigma para la narrativa policial.

Características del cuento policial


Para que un cuento sea considerado un policial, debe reunir una serie de características que
fueron dándose a lo largo del desarrollo del género:

- La presencia de la figura del investigador, encarnado por el detective. Este será quien
reúna las pistas e indicios para revelar la identidad del culpable.
- La existencia de un delincuente, quien suele estar entre los personajes principales del
relato y será descubierto a través de una serie de razonamientos. Nunca puede confesar él
mismo su culpabilidad ni tampoco ser descubierto en forma casual.
- La resolución del enigma se basa en elementos creíbles, verosímiles. No se incluyen en
este género las explicaciones maravillosas, fantásticas o sobrenaturales.
- Todas las pistas, indicios y evidencias tienen que formar parte del relato para que tanto el
detective como el lector pueda descifrar el enigma.
- La trama del relato policial propone como punto de partida el enigma por resolver,
siempre vinculado a un hecho del pasado que se devela conforme avanza la investigación
hacia el futuro. La situación inicial presenta el delito que produce un desarreglo en lo
ordinario. Y el desarrollo del relato narra la investigación de este hecho que se resolverá
hacia el final del relato. La recomposición del orden perdido se lleva a cabo mediante el
proceso de investigación que determinará quién es el culpable y cuáles son los móviles del
hecho. En general el relato presenta una serie de pistas falsas y fáciles que serán
descartadas por la inteligencia del detective; el desenlace del cuento exhibe la explicación
tranquilizadora de que los asuntos han de volar a su cauce y la justicia impera otra vez.

LOS PERSONAJES
Si bien el detective (sagaz. Inteligente, racional) es el protagonista por antonomasia del policial, su
ayudante suele ser un personaje clave en el desarrollo de la investigación narrada. Uno de los más
célebres es Watson, el acompañante de Sherlock Holmes y destinatario de la famosa expresión
Elemental Watson, con la cual el detective aprobaba la hipótesis de su constante compañero.
Los ayudantes suelen ser la encarnación del sentido común: aceptan la evidencia tal como está
presentada y no logran ver más allá de los hechos.

Sin embargo, su manera de observar el mundo, muy cercana a la del hombre común, es el
complemento ideal de la articulación de la trama.

En términos generales, los policiales tienen personajes que ofician de víctimas del delito. La
existencia de la víctima resulta fundamental porque es el origen de la especulación: el racconto de
su vida, sus hábitos, sus amigos y sobre todo sus enemigos son materia de investigación.

Por supuesto que el culpable es la otra punta del ovillo que el detective tendrá que desanudar.
Suele ser un personaje con poca participación en los hechos narrados: el descubrimiento de su
identidad es el ingrediente de sorpresa que tienen los buenos policiales.

Por último, siempre están los sospechosos, una serie de personajes con buenas razones para ser
culpables del delito. Sin embargo, uno a uno, van cayendo en la bolsa de descarte que el detective
construye, al tiempo que llega al verdadero asesino.

La descripción en el relato policial


Casas, universidades, clubes deportivos o pueblos se convierten en lugares propicios para el delito.
Hay una minuciosa descripción de esos ambientes, de sus usos, de costumbres y hábitos de sus
dueños; esto permite señalar cambios en la escena del crimen y, de esta manera, presentar los
indicios reveladores.

El relato del policial negro


A diferencia del policial de enigma, el mundo en el que se mueven los investigadores y los
delincuentes del policial negro es un mundo violento, corrompido, regido fundamentalmente por
el dinero. Por lo general, las historias transcurren en ciudades que se muestran amenazantes.

El detective suele ser un investigador privado, que tiene contactos en la institución policial, a la
cual, muchas veces, ha pertenecido y en la que confía demasiado. Se encuentra a menudo
enfrentado a situaciones violentas, ya que, para comprender lo que sucede, se ve obligado a
sumergirse en el mundo del delito. Su postura lo preserva en la búsqueda de hacer cumplir la ley.
En este marco, el razonamiento y la lógica ya no son el motor para resolver los casos.

Este nuevo tipo de literatura policial surgió luego de la Primera Guerra Mundial y en relación con
la nueva mirada sobre la realidad que este trajo consigo: el mundo ya no respondía a un orden y a
una lógica racional. En Estados Unidos, acontecimientos como la Ley Seca, la proliferación del
crimen y la violencia, y la crisis económica de 1929, contribuyeron a consolidar esta mirada
desconfiada y escéptica sobre el mundo. Esta misma visión se hizo presente en los personajes y en
las historias representadas en la literatura policial. Dos de los escritores más importantes del
policial negro fueron los norteamericanos Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
En defensa propia

Rodolfo Walsh

Le aseguré que no faltaba más. Le dije si estaba bien que le hiciera una inspección ocular. Hizo que
sí con la cabeza. ¿Y le preguntará algunas cosas y que lo tuviese demorado hasta que el doctor
fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y comentó “Muy bien, muy bien, eso me
gusta”.

Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con
un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre El Jilguero, y también El Alcahuete, con fama de
cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante

en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.

–Yo, a lo último, no servía para comisario –dijo Laurenzi, tomando el café que se le había
enfriado–. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la gente, y la
manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso, sobre todo. Vea, es
mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las propias ideas. Yo notaba
que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en el lugar de los demás, hacerse
cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una de esas macanas es la que le voy a
contar.

Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. –Eso le indica –murmuró con sarcasmo, mirando la plaza
llena de sol a través de la ventana del café– que mi fortuna política estaba en ascenso, porque
usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos los destacamentos y comisarías de la
provincia. La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San Pedro y San Pablo, el 29 de
junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese día?

–Es por el solsticio estival –expliqué modestamente.

–Usted quiere decir verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre de la
fiesta.

–Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego ayudaban
al sol a mantenerse en el camino más alto del cielo.

–Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy

grande y una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más
deseaba era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos
en la cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.

Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez Reynal,
diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así que me puse el
perramus y fui a ver.

Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre termina
por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más
suerte, o mejor puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando
uno lo vio por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no
va a saber, después de verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es
cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque se
palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa suya.

Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba de
apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted, lo alto
que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los campos llenos de flores. Para
distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción más viejo
de La Plata, un caballero inmaculado y

todo eso, viudo, solo e inaccesible.

Entré por un portoncito de hierro, y seguí sin tocar el timbre. Conocía la casa, porque el doctor
solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para darnos un sermón. Tenía ojos
de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus venas pasaba por el código y no se
cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes. Y yo que hasta tengo que cuidar la
ortografía, y no hablo de los vicios de procedimiento ya va a ver. Pero yo no era el único. Conozco
algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se les caían las medias cuando tenían que
enfrentarlo.

Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara se le
iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no quisiera dejarle
nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un pañuelo de seda al cuello.

Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma comisaría,
adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin probar, y más tarde
iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo Es mejor que ande suelto un asesino, y no una
ruedita de la justicia. ¿Y el peligro? –le pregunté. El peligro lo corremos todos–dijo. Pero fui yo el
que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en los galpones de Tolosa, y yo
me acordé del doctor, del doctor y de su madre.

El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia


secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.

–Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno de
esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque apenas
alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta que llegó al final de un párrafo que
marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el sombrero mojado, de
pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un hombre, de codearme con un
jinete de bronce y, en general,
de sentirme como un auxiliar tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el
libro, cruzó los dedos y se quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la
seña del as espadas.

Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi deber, que
yo conocía o debía conocer el Código de Procedimientos, que desde ya su reemplazante de turno
era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba, observaba con interés profesional
la forma en que yo encauzaba el sumario.

Le aseguré que no faltaba más. Le dije si estaba bien que le hiciera una inspección ocular. Hizo que
sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y que lo tuviese demorado hasta que el doctor
fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír

y comentó “Muy bien, muy bien, eso me gusta”.

Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré con
un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre El Jilguero, y también El Alcahuete, con fama de
cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante en un tiempo,
hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.

Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde
parecía faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano derecha,
y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuando ya le iban a tirar, o le
estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún cajón lo sentó de
traste. Y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.

Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría, de ese viejo. Dejó el 38 sobre la mesa,
con cuidado porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera, porque no
había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando entró Luzati.

–¿Lo conoce doctor? –le pregunté. –Nunca lo había visto.

Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la biblioteca que tenía detrás de
él.

–¿Y de eso –señalé –no pensaba decirme nada?

–Usted tiene ojos –respondió.

Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que era la colección de La Ley. Y uno
estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco de
plata boca abajo, un retrato con la foto y el vidrio perforados.

–Quédese quieto, doctor, no se mueva–le previne y le di la vuelta al escritorio, me paré donde se


había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos y

desde allí miré al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero
él me corrigió: –Un poquito más a la izquierda –dijo.
–¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?

–No se siente nada–contestó –y usted lo sabe.

Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la
cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y
empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a encontrar que el plomo de la
biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y se lo iban a
ilustrar con dibujitos y rayas coloradas,

verdes y amarillas para probar nomás que el doctor había matado en defensa propia.

Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir «Qué raro» y
me miró sin moverse.

–¿Qué raro doctor?–le dije caminando otra vez hacia la biblioteca –que usted, que solía tener tan
buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque si a mí no me falla, hace cuatro
años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati por tentativa de extorsión.

Él se echó a reír.

–¿Y eso? –dijo –. Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.

–Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.

Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro, y
apenas se pasó una mano por la frente.

–En el treinta –murmuró –. Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino a
robar sino a vengarse.

–Todavía no se lo quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca asaltó a
nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para venir a verlo a
usted –alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del pequeño contrabando
de drogas; alguien que si llevaba un arma encima era para darse coraje –, que ese tipo, de golpe,
se convierta en asaltante

y venga a asaltarlo a usted...

Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón, y me vio con el retrato entre las
manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los ojos que eran los
ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos aunque estaba
destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio que le sigue tienen una
infalible puntería.

Le devolví el retrato, le dije: –Guárdelo. Esto no tiene por qué figurar aquí y me senté en cualquier
parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino porque necesitaba
pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar, por ejemplo, en
esa cara que yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada,
ya no inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente Alicia Reynal,
toxicómana, etc. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue: –
¿Hace mucho que no la ve?

–Mucho –dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba.

Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario. Porque
estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo El Alcahuete había conocido a aquella
mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de golpe, figúrese usted, había
averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió extorsionar al padre, que era
un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso cobrarse las dos temporadas que estuvo
en Olmos.

Estaba viendo cómo el viejo lo esperó con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó –un
petardo más en esa noche de petardos –contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato.
Estaba viendo el 32 descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último
momento y hasta apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el
tambor y volver a cargarlo, sin sacarlo de las manos del muerto, que era donde debía estar. Estaba
viendo todo, pero si pasaba un rato más ya no iba a ver nada, porque no quería ver nada. Aunque
al fin me paré y le dije:

–a No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un
comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo y que usted lo
madrugó. Todo el mundo le va a creer y, yo mismo, si mañana lo leo en el diario, es capaz de creer
lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de la compasión.
Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me agaché por segunda vez junto al Alcahuete y, de un
bolsillo del impermeable, saqué la pistola de pequeño calibre que sabía que iba a encontrar allí y
me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto con dos armas encima. El
comisario bostezó y miró su reloj. Le esperaban a almorzar.

–¿Y el juez? –pregunté.

–Lo absolvieron. Quince días después renunció, y al año se murió de una de esas enfermedades
que tienen los viejos.

rodolfo Walsh

El Crimen casi perfecto

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor,
Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se
suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación
imprudente en una accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el
pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto
al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de
leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas y en las
cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar
su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta.
Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos
años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde
se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el
portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la
señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se
presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas
las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la
mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con
whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A
continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y
cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en
el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado
de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación
podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo,
únicamente la señora Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía
veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había
sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había
sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera
que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de
química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.

El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos
inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de
que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte, transformaba en
disparatada la prueba mecánica del suicidio.

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar
ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas.
Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el
whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero
era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de
manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario
informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin
embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado.

La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba
el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre
o el frasco que contenía el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además
había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres.
Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó


más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de
seguros y había asegurado a su hermana una suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de
veterinario, pero fue descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto
de haber dopado caballos. Para no morir de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de
los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El día
del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa,
robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y
manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa
estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda
hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es
desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con
doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras
de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento
judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta,
no pudiera abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero,
llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho
anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la
tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con una idea brincando
en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un
vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de
novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla


solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad)
no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo,
posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero
imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que
yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo
permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso
de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto
aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no
había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una
hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me
senté frente a ella y le dije:

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo
o sin hielo?

-Con hielo, señor.

-¿Dónde compraba el hielo?

- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. – Y la
criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.- Ahora que me acuerdo, la heladera,
hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un
momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de nuestra
oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la
heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia
del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: - El agua está envenenada y los panes de
este hielo están fabricados con agua envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir el
crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó
en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que
aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual
explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el
alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte
la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el
whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban


dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la
noche.

A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo,
en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras
investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Había muerto de
un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que
conocí.

El triple robo Bellamore

Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco años de prisión
por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con Bellamore: es un muchacho
delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Lo creo tan incapaz de esas hazañas como de
otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era empleado eterno de bancos; varias veces se
lo oí decir, y aun agregaba melancólicamente que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra
cosa. Sé además que si un empleado ha sido puntual y discreto, él es ciertamente Bellamore. Sin
ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté el caso en un grupo.

—Sí —me dijeron—, le han condenado a cinco años. Yo lo conocía un poco; era bien callado.
¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? La denuncia fue a tiempo.

—¿Qué cosa? —interrogué sorprendido.

—La denuncia; fue denunciado.

—En los últimos tiempos —agregó otro— había adelgazado mucho. —Y concluyó
sentenciosamente—: Lo que es yo no confío más en nadie.

Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.

—Ayer se supo. Es Zaninski.

Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski; primero, la anormalidad de la


denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de que se valió para el
descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?

Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Hablaba despacio y
perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su ligero acento
del norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con una sonrisa dulce y mortificante.
Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de sencilla estupidez no sepamos ya qué creer
cuando nos dicen que un hombre es raro.

Esa noche le hallé en una mesa de café, en reunión. Me senté un poco alejado, dispuesto a oír
prudentemente de lejos.

Conversaban sin ánimo. Yo esperaba mi historia, que debía llegar forzosamente. En efecto,
alguien, examinando el mal estado de un papel con que se pagó algo, hizo recriminaciones
bancarias, y Bellamore, crucificado, surgió en la memoria de todos. Zaninski estaba allí, preciso era
que contara. Al fin se decidió; yo acerqué un poco más la silla.

—Cuando se cometió el robo en el Banco Francés —comentó Zaninski— yo volvía de Montevideo.


Como a todos, me interesó la audacia del procedimiento: un subterráneo de tal longitud ha sido
siempre cosa arriesgada. Todas las averiguaciones resultaron infructuosas. Bellamore, como
empleado de la caja, fue especialmente interrogado; pero nada resultó contra él ni contra nadie.
Pasó el tiempo y todo se olvidó. Pero en abril del año pasado oí recordar incidentalmente el robo
efectuado en 1900 en el Banco de Londres de Montevideo. Sonaron algunos nombres de
empleados comprometidos y, entre ellos, Bellamore. El nombre me chocó; pregunté y supe que
era Juan Carlos Bellamore. En esa época no sospechaba absolutamente de él; pero esa primera
coincidencia me abrió rumbo, y averigüé lo siguiente:

En 1898 se cometió un robo en el Banco Alemán de San Pablo, en circunstancias tales que sólo un
empleado familiar a la caja podía haberlo efectuado. Bellamore formaba parte del personal de la
caja.
Desde ese momento no dudé un instante de la culpabilidad de Bellamore.

Examiné escrupulosamente lo sabido referente al triple robo y fijé toda mi atención en estos tres
datos: La tarde anterior al robo de San Pablo, coincidiendo con una fuerte entrada en caja,
Bellamore tuvo un disgusto con el cajero, hecho altamente de notar, dada la amistad que los unía
y, sobre todo, la placidez de carácter de Bellamore. También en la tarde anterior al robo de
Montevideo, Bellamore había dicho que sólo robando podía hacerse hoy fortuna y agregó riendo
que su víctima ocurrente era el banco del que formaba parte.

La noche anterior al robo en el Banco Francés de Buenos Aires, Bellamore, contra todas sus
costumbres, pasó la noche en diferentes cafés, muy alegre.

Ahora bien, estos tres datos eran para mí tres pruebas al revés, desarrolladas en la siguiente
forma:

En el primer caso, sólo una persona que hubiera pasado la noche con el cajero podía haberle
quitado la llave. Bellamore estaba disgustado con el cajero casualmente esa tarde.

En el segundo caso, ¿qué persona preparada para un robo cuenta el día anterior lo que va a hacer?
Sería sencillamente estúpido.

En el tercer caso, Bellamore hizo todo lo posible por ser visto, exhibiéndose, en suma, como para
que se recordara bien que él, Bellamore, pudo menos que nadie haber maniobrado en
subterráneos esa accidentada noche.

Estos tres rasgos eran para mí absolutos —tal vez arriesgados de sutileza en un ladrón de bajo
fondo, pero perfectamente lógicos en el fino Bellamore—. Fuera de esto, hay algunos detalles
privados, de más peso normal que los anteriores.

Así, pues, la triple fatal coincidencia, los tres rasgos sutiles de muchacho culto que va a robar, y las
circunstancias consabidas, me dieron la completa convicción de que Juan Carlos Bellamore,
argentino, de veintiocho años de edad, era el autor del triple robo efectuado en el Banco Alemán
de San Pablo, el de Londres y Río de la Plata de Montevideo y el Francés de Buenos Aires. Al otro
día mandé la denuncia.

Zaninski concluyó. Después de cuantiosos comentarios se disolvió el grupo; Zaninski y yo seguimos


juntos por la misma calle. No hablábamos. Al despedirme le dije de repente, desahogándome:

—¿Pero usted cree que Bellamore haya sido condenado por las pruebas de su denuncia?

Zaninski me miró fijamente con sus ojos cariñosos.

No sé; es posible.

—¡Pero ésas no son pruebas! ¡Eso es una locura! —agregué con calor—. ¡Eso no basta para
condenar a un hombre!

No me contestó, silbando al aire. Al rato murmuró:

—Debe ser así... cinco años es bastante... —Se le escapó de pronto—: A usted se le puede decir
todo: estoy completamente convencido de la inocencia de Bellamore.
Me di vuelta de golpe hacia él, mirándonos en los ojos.

—Era demasiada coincidencia —concluyó con el gesto cansado.

La crónica periodística
El periodismo es el primer borrador de la historia. Historiadores del momento. Los periodistas
cuentan la realidad “en caliente”, y escriben crónicas y noticias al alcance de nuestra mano
como un caleidoscopio. El periodismo nos ofrece múltiples imágenes de la realidad.

La crónica periodística es un género periodístico que narra un hecho ocurrido recientemente y


describe las circunstancias de su desarrollo. El periodista presenta su relato como objetivo, aunque
puede realizar algunas valoraciones. Además, suelen incluirse testimonios de los testigos de los
hechos narrados o de personas involucradas de algún modo con los acontecimientos. Este género
periodístico además de brindar información, se detiene en la redacción, por eso presenta marcas
de estilo, como palabras, expresiones o recursos estilísticos, que diferencian a un periodista de
otros. Los acontecimientos se presentan en orden cronológico, y la narración se alterna con
segmentos narrativos, dialogados y comentarios. El autor no intenta ocultar su presencia, sino que
expresa sus valoraciones y opiniones.

● Aspectos del género periodístico:

-Se refiere a hechos noticiables debe cumplir una serie de requerimientos: actualidad, novedad y
veracidad.

- Ofrece contenido preciso y exhaustivo; información seria, verificada, narrada sin ambigüedades y
de manera completa.

- Emplea un narrador en tercera persona y procura borrar las marcas de subjetividad del texto.

- Presenta una trama narrativa que responde a ciertas preguntas básicas: ¿qué ocurrió?, ¿quiénes
participaron?, ¿dónde sucedió?, ¿cuándo aconteció?, ¿cómo ocurrió?, ¿por qué?

● La ideología y la construcción subjetiva de la información

La diversidad en la elaboración de la información se produce por dos razones:

- La primera es que el periodista tiene puntos de vista y opiniones propias sobre la realidad
que se muestran en sus notas, y las reflejará de manera deliberada si escribe notas de
opinión o editoriales, o de manera menos evidente si se trata de noticias o crónicas.
- La segunda es que los medios para los que trabaja el periodista, ya sean privados o
estatales o comunitarios, tienen intereses económicos, partidarios, religiosos que intentan
defender.

El periodismo no es un medio de información objetivo, sino un constructor de la información.


En el momento que transmite su versión de un acontecimiento, también ofrece su
interpretación subjetiva de la realidad; es decir, refleja su ideología en cada página que el
lenguaje y la información sobre la realidad, es un participante activo en la vida política de una
sociedad y, en muchos casos, indica qué asuntos discutirán el resto de los ciudadanos.
LOS TEXTOS DE OPINIÓN

Argumentamos cada vez que defendemos una idea sobre un tema, ya sea en un texto
escrito, en un mensaje radial o en una discusión oral. Y lo hacemos para convencer al otro
de nuestro punto de vista y así, adhiera a nuestra opinión.

Podemos encontrar fragmentos argumentativos en distintos tipos de textos. Sin embargo,


en los artículos de opinión y editoriales, la idea de persuadir al otro es un condimento
fundamental, y la lengua nos ofrece distintos recursos.

El editorial

El artículo editorial manifiesta el punto de vista del medio, por eso no se firma. Los temas que
se tratan (económicos, políticos. sociales) son aquellos considerados de mayor relevancia y
trascendencia social. El objetivo del editorial es influir sobre los lectores para convencerlos de
la postura adoptada por la publicación.

El artículo de opinión

A diferencia del editorial, el artículo de opinión lleva firma de su autor. El encargado de


escribirlo no siempre es un periodista, pueden ser especialistas en alguna materia,
personalidades, funcionarios públicos, artistas. Ellos son convocados por el periódico para
exponer su punto de vista sobre temas de actualidad. El objetivo que se plantea este tipo de
artículos es llamar la atención sobre dichos temas y provocar, de esta forma, una reflexión
crítica por parte de los lectores.

Otra diferencia que existe con el editorial es la forma de expresión elegida por el autor, que,
en los artículos de opinión, suele ser más flexible. Los autores tienen mayor libertad para
utilizar ciertos recursos, como la ironía, las digresiones, las metáforas.

El hecho de que el texto esté firmado permite que el autor exprese la subjetividad a través del
uso de la primera persona o de formas como “este periodista opina”, “el cronista está
convencido de”.

Los subjetivemas

Los textos de opinión están cargados de valoración y son respaldados por la ideología de quien
redacta. La lengua refleja esta intención por medio de las palabras que se eligen y el tono con
que se describe. Los subjetivemas son palabras (adjetivos, verbos, adverbios, verbos) que
manifiestan la opinión de quien las utiliza). Por ejemplo: La nueva obra de teatro arrasó en
ventas, en el primer fin de semana. En este caso, el uso del verbo arrasar no es casual.

La argumentación y los recursos argumentativos


Argumentar significa “aducir, alegar, poner argumentos” para convencer de algo al
interlocutor. Cuando hablamos o escribimos sobre algún tema polémico y adoptamos una
postura, queremos persuadir al otro para que apruebe y adhiera a nuestro pensamiento. Para
eso, la lengua nos provee de los llamados recursos argumentativos.

TIPO DE RECURSO EJEMPLOS

Ejemplificación: casos particulares que Lo del autódromo de las Termas es el mejor


ilustran sobre una situación general. ejemplo: con la “excusa” de las carreras, se
efectuaron obras civiles que hoy…

Comparación: señala semejanzas o Tanto el turismo como el deporte se han


diferencias entre dos elementos. convertido en motores del desarrollo
regional.

Generalización: hace extensiva una Es verdad que situaciones parecidas se viven


afirmación a una totalidad. en todo Occidente.

Cita de autoridad: cita o alusión a las Un informe de la Defensoría del Pueblo dice
palabras de una voz autorizada en el tema que el ruido de los colectivos, “perjudica la
que avala el planteo inicial. salud humana y vulnera el derecho de las
personas a gozar de una mejor calidad de
vida”.

Pregunta retórica: no espera respuesta, sólo ¿ Qué nos pasó o nos está pasando a los
promueve y dirige una reflexión. argentinos?

Refutación: posible crítica al planteo inicial Es verdad que los informes de lo que sucede
que se retoma para demostrar que no es en Estados Unidos o en Italia, por ejemplo,
válido. son también preocupantes. Sin embargo, … .

Presentación de datos: inclusión de cifras y Según una medición confiable, el 58% de los
datos que aportan veracidad al planteo. argentinos admite que lee un libro por

TEXTOS DE OPINIÓN
LOS PRONOMBRES
LA RESEÑA LITERARIA
Ficha ortográfica.
Mandioca 3 serie llaves.
234 a 254.

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