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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
CÓDIGO Nº: O2003
MATERIA: PROBLEMAS ESPECIALES DE ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: VIRTUAL
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: EF
1º CUATRIMESTRE 2023

PROFESORA: SCHWARZBÖCK, SILVIA ALICIA

TEMA DEL PROGRAMA: ESTÉTICA Y REVUELTA

TEÓRICO 2 (martes 4 de abril)

Tema:

Unidad 1: Versiones de la revuelta (continuación)

1. Revuelta, sumisión y soberanía. La dialéctica del amo y el esclavo y sus relecturas


contemporáneas.

Bibliografía obligatoria:

Bataille, Georges, “¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?” y “El soberano”, en: La
felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos
Aires, Adriana Hidalgo, 1ª ed., 2ª reimpresión, 2008, pp. 186-219 y 227-244

Bibliografía complementaria

Bataille, Georges, “Hegel, la muerte y el sacrificio” y “Hegel, el hombre y la historia”, en:


La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos
Aires, Adriana Hidalgo, 2001, pp. 283-309 y 309-337
---------------------, “La crítica de los fundamentos de la dialéctica hegeliana”, en: La
conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939, trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana
Hidalgo, 2003, pp. 93-109
Hegel, G. W. F., “Independencia y sujeción de la autoconciencia; señorío y servidumbre”,
en: Fenomenología del espíritu, trad. Wenceslao Roces, México, FCE, 5ª reimpresión,
1982, pp. 113-121
Kojève, Alexandre, La dialéctica del Amo y el Esclavo en Hegel, trad. Juan J. Sebreli,
Buenos Aires, Fausto, 1999
Colectiva Materia [Noelia Billi, Paula Fleisner y Guadalupe Lucero] (eds.), Indisciplina,
estética, política y ontología en la revista Documents, Buenos Aires, RAGIF, 2018

Bibliografía general

Mattoni, Silvio, Bataille. Una introducción, Buenos Aires, Quadrata y Biblioteca Nacional,
2011
Descombes, Vincent, Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa
(1933-1978), trad. Elena Bernarroch, Madrid, Cátedra, 2ª. ed., 1988

DESARROLLO DEL TEÓRICO 2

Es difícil exponer qué es la revuelta para Bataille sin exponer antes (aunque sea de
manera breve), qué es para él, como lector de Hegel, la dialéctica entre el señor y el siervo.
Voy a hacer por eso, en la primera parte de esta clase, una introducción a dos de los
ensayos de lectura obligatoria (“¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?” y “El
soberano”) a través de otros dos ensayos de Bataille (“Hegel, la muerte y el sacrificio” y
“Hegel, el hombre y la historia”) que figuran, en el programa, en la bibliografía
complementaria, y versan, específicamente, sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel y
la dialéctica del señor y el siervo.
La intención del Teórico 2 es exponer, primero, cómo es la vida de los hombres sin
una revuelta creadora (la perspectiva del fin de la Historia, en términos de Bataille, que
aparece en “Hegel, el hombre y la historia”, tras su lectura de la dialéctica del señor y el
siervo) y, en segundo término, qué sería, contra esta perspectiva del fin de la Historia, la
revuelta.
El Teórico 3, la próxima semana, va a centrarse en la revuelta en relación al arte (a
partir del ensayo de Bataille “El arte, ejercicio de crueldad”) y en relación al no-saber (a
partir de “El no-saber y la revuelta”). Para exponer estos dos ensayos, tomaré algunos
conceptos y explicaciones de El erotismo y de Lascaux o el nacimiento del arte, dos libros
de Bataille que figuran en el programa en la bibliografía complementaria,

Por un desconocimiento de Hegel del que parece complacerse, la filosofía del siglo
XX, hacia 1960, a Bataille le parece falsa. Ignorar a Hegel es sospechoso: se ignora una
escritura difícil, además de pasar por alto (con argumentos que no podrían sincerar, desde
ya, la pereza intelectual) a un filósofo insoslayable. No se puede reemplazar (ni ocultar) el
desconocimiento de Hegel con el conocimiento, en su lugar, de otro filósofo importante.
Parte que lo que desalienta en Francia la lectura de la obra hegeliana es la
exposición que hace de ella Alexandre Kojève, en sus clases sobre la Fenomenología del
espíritu. Kojève dicta estas clases entre 1933 y 1938, en la Escuela de Altos Estudios de
París, cuando la Fenomenología del espíritu no está, aún, traducida al francés (la traducción
la realiza Jean Hyppolite, entre 1939 y 1941).
Las clases de Kojève, ya célebres, se publican como libro en 1947, en la editorial
Gallimard, bajo el título Introducción a la lectura de Hegel (el mismo año en que se
publica otra obra clave sobre la Fenomenología del espíritu: Genèse et structure de la
“Phénoménologie de l’ esprit”, de Jean Hyppolite).
El propio Kojève, en 1931, en un artículo publicado en la Revue d’Histoire de la
Philosophie (“Rapports sur l’etat des études hégéliennes en France”) dice que, si se
exceptúa La Malheur de la conscience dans la philosophie de Hegel, de Jeah Wahl (1929)
y Le progrès de la conscience dans la philosophie occidentale, de Léon Brunschwicg
(1927), no existen, prácticamente, estudios sobre Hegel en Francia.
Antes de Kojève, entre quienes estudian o enseñan filosofía, no se lee a Hegel.
Quienes podrían leer a Hegel, porque ya leen a Marx, leen a Marx a través de Engels:
privilegian la dialéctica de la naturaleza, no la temática del hombre y el deseo. Después de
Kojève, que introduce a Hegel, precisamente, por la temática del hombre y el deseo,
tampoco se lee a Hegel: se lee a Kojève. Y las clases de Kojève –dice Judith Butler− son
“obras originales de filosofía”, al mismo tiempo que comentarios (comentarios sobre la
Fenomenología del espíritu, entendida como una antropología de la experiencia histórica y
una ontología de la acción humana, que se inicia con el deseo como origen del yo). Los
comentarios, a su vez, son extensiones del texto hegeliano: “son el texto en su vida
moderna” (Judith Butler, Sujetos del deseo, p. 108). Y en su vida moderna, la
Fenomenología se lee –incluso para quienes la leen entera− como la dialéctica del amo y el
esclavo (que, en términos de Hegel, es la dialéctica entre el señor, Herr, y el siervo,
Knecht).
Bataille repite a Kojève y, en la repetición, se diferencia de él. Lo primero que repite
de Kojève es que la filosofía de Hegel es la Fenomenología del espíritu, no el sistema (la
Enciclopedia, la filosofía del derecho o la filosofía de la historia), que la Fenomenología
del espíritu es una antropología (o una ontología de la Acción humana) y que Hegel es un
filósofo de la muerte (es decir, en términos kojèvianos, un filósofo ateo).
La negatividad es el principio de la Acción (todas las mayúsculas, de aquí en
adelante, pertenecen a Bataille). La Acción es Negatividad y la Negatividad, Acción. El
hombre niega la Naturaleza e introduce en ella, como su reverso, un “Yo personal puro”.
Esta negación de la Naturaleza no puede darse, simplemente, por la conciencia que el
hombre tiene de la muerte. Tiene que darse por medio de la Acción. Y la Acción, para
Hegel, no se da, en primera instancia, en el trabajo, sino en la Lucha del Amo (una lucha de
puro prestigio) por el Reconocimiento. La Lucha por el Reconocimiento es una Lucha a
muerte. Y es en esta Lucha a muerte en la que al hombre se le manifiesta su Negatividad
(su conciencia de la muerte).
Llegado a este punto, Bataille le anuncia al lector que va a dar su interpretación
personal de esta Lucha a muerte, a la que considera el tema inicial de la dialéctica del Amo
(él dice, al hacer este anuncio, “la dialéctica del Amo”, no “la dialéctica del amo y el
esclavo”). Y aclara que donde Hegel se refiere al “señor” (Herr, en el original alemán,
Maître, en la traducción francesa), él se referirá al “soberano”.
Así presenta Bataille, a partir de su reescritura de Hegel (para diferenciarse de la
reescritura de Hegel que hace Kojève), su concepción de la soberanía, de la cual se
desprende –como veremos un poco más adelante, en el curso de esta clase− su concepción
de la revuelta.
La actitud del Amo implica la soberanía y el riesgo de muerte aceptado sin razones
biológicas es su efecto. Luchas sin tener como objeto la satisfacción de necesidades
animales es ya por sí mismo ser soberano, es expresar una soberanía. Y todo
hombre es inicialmente soberano, pero esa soberanía es en rigor la del animal
salvaje. Si no luchara a muerte contra sus semejantes, al no ser reconocida su
soberanía, sería como si no existiera. Sería la soberanía de un zorro o un mirlo.

G. Bataille, “Hegel, el hombre y la historia,”, en: La felicidad, el erotismo y la


literatura, Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana
Hidalgo, 2001, pp. 312-313

La soberanía humana, a diferencia de la soberanía animal, requiere que otros


hombres (todos los otros hombres) se inclinen ante ella. En la Lucha a muerte, aunque sea
por el puro prestigio, no basta con matar al adversario: un muerto no podría reconocer,
después de su derrota, la soberanía del vencedor.

Por eso tiene que reducirlo a la esclavitud. Desde entonces, la humanidad se divide
en dos clases: la de los hombres soberanos, que Hegel designó con el nombre de
Amos (Herren) y la de los esclavos (Knechten), que sirven a los Amos

(Ídem, 313: la asignación de las mayúsculas y las minúsculas, para la traducción de


la terminología hegeliana, es de Bataille: en alemán, todos los sustantivos comunes
se escriben con mayúscula).

Pero, al tener esclavos, el Amo (en lugar de ser un soberano del juego, de la Lucha a
muerte como juego) se transforma en un Amo de Esclavos. Y el hecho de tener esclavos le
quita a su soberanía la belleza impotente que tendría (o que seguiría teniendo) si se limitara
a contemplar, a gozar de su puro prestigio (o si se pudiera limitar a gozar de su puro
prestigio, sin necesidad de luchar, cada tanto, para conservarlo o aumentarlo) o, en caso de
tener que luchar por su puro prestigio, si se limitara (o pudiera limitarse) a combatir y
matar.
Si no tuviera esclavos, el Amo dividiría su vida en dos partes: una absolutamente
soberana (en la que sería un soberano del juego), y otra activa, al servicio de los fines
animales. Al tener esclavos, los esclavos se ocupan de que él no tenga que ocuparse de sus
fines animales. Pero, aunque el Amo ya no tiene que ocuparse, por tener esclavos, de la
parte activa de su vida, no por eso la parte soberana se vuelve más absolutamente soberana
de lo que era. Más bien lo contrario. La vida soberana, cuando el Amo pasa a ser un Amo
de Esclavos, se divide y se transforma: por un lado, la lucha adquiere el valor y la forma de
una actividad útil; por el otro, esta actividad útil, que pasa a ser la lucha, sólo sobrepasa su
utilidad y la transforma en prestigio cuando se constituye como un poder. La soberanía deja
de ser la belleza impotente de aquel que, en los combates, sólo sabía matar, para convertirse
en un poder que somete a otros y los convierte en útiles.
Las dos formas “antiguamente banales” de la soberanía son, para Bataille, la
soberanía religiosa y la soberanía militar. “Primero está la soberanía religiosa, donde el
soberano es objeto de una atracción independientemente de lo que haga, donde es soberano
por lo que es.” (Ídem, p. 314) Pero en la medida en que este soberano actúa en contra de su
pura soberanía, porque lucha por su puro prestigio y lo hace a través de empresas guerreras,
tiende a convertirse, en la medida en que sale victorioso de esas luchas, en un rey guerrero.
Así se pasa del soberano impotente (un soberano que podía ser él la víctima designada para
el sacrificio) al rey militarmente poderoso (que puede negarse a la ejecución ritual y
designar en su lugar una víctima propiciatoria) y del mundo puramente religioso, al mundo
militar, donde “el juego de las fuerzas reales, lo que se hace, funciona al lado de la ley
religiosa que es” (Ídem, p. 315).
Las fuentes antropológicas de Bataille, en su reescritura de la dialéctica del señor y
el siervo, son las investigaciones de James Frazer y Georges Dumézil, dos autores referidos
por él en las notas al pie, que se suman a su fuente antropológica de cabecera: Marcel
Mauss.
Bataille concluye su “fenomenología de la realeza”, antes de pasar a ocuparse del
Esclavo (y empezar a escribir la palabra con mayúscula, igual que la palabra Amo), con una
reflexión melancólica sobre la soberanía:
Seguramente hay una degradación de la soberanía desde el momento en que la
Lucha tiene como fin la Esclavitud del adversario vencido. El rey que ejerce el
poder y, más allá de lo que él es sin actuar, acepta que lo reconozcan por lo que
hace, por su capacidad, entra en la senda donde la Acción es realmente eficaz y ya
no es por puro prestigio. Pero, aunque ya no sea solamente la “belleza impotente”
del rey religioso, todavía es el héroe que no retrocede ante la muerte, que la desafía
“bien de frente”; tampoco se aparta de ella para decir “No es nada”, “Es falso”. Por
el contrario, permanece junto a ella, y la Negatividad que encarna no deja de crear
dentro suyo al ser humano, despreciando la animalidad de la muerte, porque se
vanagloria de despreciarla. [Las palabras entre comillas –aclara Bataille- están
tomadas de la Fenomenología del espíritu].

(Ídem, p. 315)

El Esclavo hegeliano, dice Bataille, no es el esclavo antiguo, el hombre que es


propiedad de otro hombre: es “el hombre que no es libre de hacer lo que le place”, porque
su acción (con minúscula), su trabajo, y los productos de su trabajo, no le pertenecen a él,
sino a otros hombres.
En la fenomenología del Esclavo, Bataille retoma a Kojève (retoma la reescritura de
Hegel de Kojève: lo repite sin diferenciarse). Hegel define al Esclavo, igual que al Amo, en
relación a la muerte. El Amo arriesgó la vida. Prefirió la muerte a la servidumbre. El
Esclavo retrocedió ante la muerte. Y prefirió no morir. Pero es justamente por haber cedido
que el Esclavo estará en mejores condiciones que el Amo para realizar hasta el final las
posibilidades del Hombre. El Amo permanecerá idéntico a sí mismo, mientras que el
Esclavo se transformará a sí mismo, en la medida en que trabaja y, por trabajar, se
convierte en Amo de la Naturaleza. El Amo no puede hacer nada para modificar el mundo:
por eso, queda fijo en su Señorío. Su soberanía es impotente. Si modificara algo del mundo,
perdería su soberanía. El Esclavo tiene la verdadera potencia, porque acepta su condición:
la negación de lo dado. Niega la Naturaleza y niega la Naturaleza en sí mismo, es decir,
niega su servidumbre al ser Amo de la Naturaleza. “La Historia es la Historia del Esclavo
trabajador” (Bataille cita a Kojève). El futuro le pertenece.
Dicho esto, Bataille retoma su (propia) reescritura de Hegel (diferenciándose de la
reescritura de Kojève). “El trabajo debió preceder a la esclavitud” (Ídem, p. 319). Bataille
en El erotismo (una obra a la que nos referiremos, con más detalle, en el Teórico 3),
sostiene que tiene que haber una existencia humana anterior a la reducción a la esclavitud
de los vencidos. Y esa forma de existencia, entendida como autoconservación y como
racionalidad, es el trabajo.
Para Bataille, los hombres se distinguen de los animales por el trabajo. Para operar
sobre la naturaleza con herramientas hace falta de la razón. Las leyes que rigen esas
operaciones, sin necesidad de que quien las aplica las conozca, son leyes racionales. La
razón no domina todo el pensamiento del hombre que trabaja, ni siquiera mientras trabaja,
pero lo domina en la operación del trabajo. El hombre de Neandertal puede concebir, sin
necesidad de formularlo, un mundo del trabajo como un mundo de la razón. Y lo concibe
así (identificando trabajo y razón) oponiéndolo al mundo al mundo de la violencia, que es
donde reina el desorden de la muerte. El hombre siente que el ordenamiento del trabajo le
pertenece, y que el desorden de la muerte, por hacer de todos sus esfuerzos un sinsentido, lo
supera. Como el movimiento de la violencia arruina toda obra humana, el hombre se
identifica (e identifica como humano) el trabajo (sobre el concepto batailleano de trabajo,
como opuesto al de juego, volveremos en el Teórico 3).
Pero no sólo el trabajo, para Bataille, tiene que ser anterior a la esclavitud (el
humano, antes de ser Esclavo, tiene que ya saber trabajar, tiene que ya haber trabajado,
porque el Amo, de hecho, nada puede enseñarle, cuando lo somete). También las
prohibiciones tienen que ser anteriores a la esclavitud. Y, en este punto, Bataille se
diferencia no sólo de la reescritura de Kojève, sino de la letra de Hegel.

La distancia entre el objeto formado y aquel que lo produjo sin consumirlo


(destruirlo) de inmediato y, de esa manera, lo formó al formarse él mismo, puede
haber sido el efecto de prohibiciones anteriores a la dominación del Amo,
prohibiciones puramente religiosas. Es posible que el Hombre se haya convertido en
tal, se separara del animal, siguiendo vías diferentes a las seguidas por Hegel. […]
El Hombre puede haber vivido los momentos del Amo y el Esclavo en un mismo
individuo (o en cada individuo). La división en el espacio de Hegel se realizó, sin
duda, previamente en el tiempo. En el sentido de una oposición clásica entre
“tiempo sagrado” y “tiempo profano”. Lo que el tiempo profano es al tiempo
sagrado, fue el Esclavo para el Amo. Los hombres trabajan en el “tiempo profano”,
aseguran de esta manera la satisfacción de las necesidades animales, paralelamente
acumulan los recursos que aniquilarán los consumos masivos de la fiesta (del
“tiempo sagrado”). Pero la transición del tiempo al espacio implica una inversión:
en la división espacial, la oposición entre el Amo y el Esclavo anuncia la
inestabilidad de la Historia: el Amo es lo que él no es y no es lo que él es, no puede
tener la autonomía del “tiempo sagrado”; inserta incluso en la existencia sagrada el
movimiento del tiempo profano donde se actúa con miras a un resultado. Debido a
que dura, su propio ser introduce un elemento contrario a la instantaneidad del
“tiempo sagrado” donde el futuro ya no cuenta, donde los recursos se dilapidan,
donde ya no se trata de ser “soberanamente en la muerte”, “para la muerte” (en la
aniquilación y la destrucción). El elemento personal en el Amo acentúa el deseo de
un mayor poder y los resultados de una guerra victoriosa son más sólidos que los
sacrificios, aunque estos últimos hayan parecido benéficos.

(Ídem, pp. 320-321)

Bataille vuelve a Kojève: comparte con él su conclusión sobre el Esclavo. El


proceso histórico, igual que el devenir del Ser Humano, será del Esclavo trabajador, y no
del Amo guerrero.
Ahora bien, nosotros nos preguntamos, en esta clase, a propósito del tema de
nuestro programa (Estética y revuelta) y del modo en que lo planteamos en el Teórico 1:
¿de quién será el instante, la instantaneidad del “tiempo sagrado”?
La dialéctica del Amo y el Esclavo, para Bataille, tiene un final no feliz: es la
decepción del hombre que busca en la muerte el secreto del ser y no encuentra nada, porque
no se puede conocer y dejar de ser (morir) al mismo tiempo. El hombre debe contentarse, a
falta de ese conocimiento de la muerte (de la propia muerte), con el espectáculo de la
muerte. La perspectiva de la muerte (la perspectiva filosófica que ocupa el lugar del
conocimiento de la muerte) es la perspectiva del “fin de la Historia”. Sólo que imaginarse el
fin de la Historia no es menos excesivo que imaginarse la propia muerte. El fin de Historia
– trata de anticiparse Bataille: es él quien dice “anticiparse” − “quiere decir que en adelante
no ocurrirá nada nuevo. Por lo menos nada verdaderamente nuevo. Nada que puede
enriquecer un cuadro de las formas de existencia aparecidas. Las guerras o las revoluciones
palaciegas no probarían que la historia prosigue” (Ídem, p. 325).
La muerte de la Historia, tal como la plantea Bataille, es la propia muerte (la muerte
del individuo que cada uno es) y la muerte del Hombre como Negación, como Negatividad.
El hombre que sigue (viviendo) tras la muerte de la Historia y tras la muerte del Hombre
como Negación es el hombre que acepta lo dado sin una revuelta creadora.
Si se acepta lo dado sin una revuelta creadora, ¿serán todavía hombres todos esos
seres que aceptaron? Si se satisfacen a sí mismos, permaneciendo sin cambios e iguales a sí
mismos, ¿no habrán adquirido acaso el carácter animal y renunciado al de hombres?
El cese de la Historia, o del tiempo humano sobre la tierra, es el cese de la Acción
(recordemos que la Acción es Negación, y viceversa). El cese de la Acción, en principio,
parece algo imposible (en este punto, hasta este lugar, Bataille sigue a Kojève). Que no
haya más Acción significaría que no se derrame más sangre, sea por la razón que fuere,
justa o injusta: ni guerras ni revoluciones. Pero el modo en que plantea Bataille, siguiendo a
Kojève, el fin de la Historia (igual que lo plantea Hegel) no es literal: no se trata de que no
existan más, empíricamente, las guerras y las revoluciones, sino que, cuando existan, “no le
agreguen ningún capítulo nuevo a lo que el hombre ya vivió” (Ídem, p. 326, nota 19). Todo
lo demás –dice Bataille-, todo lo que no signifique nada nuevo, “puede mantenerse
indefinidamente: el arte, el amor, el juego, etc., en suma, todo lo que hace al Hombre feliz”
(Ídem, p. 326).
Con la desaparición de la Historia, acontece a la vez la desaparición de la Filosofía.
El fin de la Historia equivale a no tener nada (nuevo) que decir, aunque se siga hablando y
publicando libros. Bataille cita a Kojève: “Lo humano (el Espíritu), tras el fin del hombre
histórico, se refugia en el Libro. Y éste último tampoco es el Tiempo, sino la Eternidad.”
(Ídem, p. 327) Así lee Kojève a Hegel como filósofo de la muerte.
El fin de la Historia, en términos de Bataille, es el pasaje de los hombres a la
sociedad homogénea: “el cese del juego por el cual los hombres se oponían entre sí y
realizaban, una tras otra, modalidades humanas diferentes. Dentro de la historia, una parte
de los hombres se volvía distinta a los que permanecían inmóviles, inmutables. El Hombre
se opone al animal en que el animal permaneció idéntico a sí mismo a través de los siglos,
mientras que el hombre siempre se vuelve otro.” (Ídem, p. 329)
Incluso si hubiera revoluciones, después del fin de la Historia, esas revoluciones,
para Bataille, no crearían hombres nuevos. Crearía una sociedad homogénea como una
sociedad sin clases. Y en las sociedades homogéneas, la cultura capaz de velar por la
homogeneidad es la cultura técnica, que acerca a los hombres en lo que tienen en común y
suprime lo que los separa. “Lo que hizo de nosotros el prodigio decepcionante que todavía
somos cede el lugar al ser natural, animal, en tanto que inmutable, que dominará la
naturaleza ya sin negarla, puesto que está completamente integrado a ella” (Ídem, p. 330).
Conocer el momento en que este mundo entra en la muerte, desde ya, es sólo el
pensamiento de un acontecimiento, una “anticipación” de ese momento, no el
acontecimiento o el momento mismos.
Lo que hace Bataille, básicamente, en el ensayo citado, es describir en qué
consistiría esa “muerte del hombre” que adviene con el fin de la Historia. Lo mismo hace
Blanchot, con el mismo tono apocalíptico que toma la filosofía francesa a finales de la
década del cincuenta, en El último hombre (1957) y en el artículo “El fin de la filosofía”
(1959): describir la vida después de la muerte que vive el hombre tras el fin de la Historia.
Este hombre posthistórico, en cuanto hombre universal, es un hombre satisfecho. El único
modo, por eso, en que podría trascender esa autosatisfacción en la que consiste la vida
después de la muerte es en el modo de la experiencia-límite. Pero la experiencia-límite
equivale al deseo del hombre sin deseo, a la insatisfacción del hombre satisfecho en todo, a
lo que queda por alcanzar cuando todo se ha alcanzado, a lo desconocido, cuando se ha
conocido todo, etc. Es en este contexto intelectual, en el que se habla permanentemente de
“finales” (el fin de la historia, el fin del hombre, el fin de la filosofía), en el que Derrida
concibe, inicialmente, la deconstrucción (tal como lo cuenta en el capítulo 1 de Espectros
de Marx).
Contra la reescritura de la reescritura kojeviana de la dialéctica del Amo y el
Esclavo, que adopta la perspectiva del fin de la Historia, Bataille reinicia, ahora, desde una
perspectiva económica, la reescritura (otra reescritura posible) de la dialéctica del Amo y el
Esclavo.
Si la dialéctica del Amo y el Esclavo se inicia con la lucha por el prestigio (y la
lucha por el prestigio es una Lucha a muerte) es porque Kojève, en su reescritura de Hegel,
privilegia el consumo improductivo. Pero aún en esa reescritura, que parece estar hecha por
una elección unilateral, hay un doble movimiento: la preocupación por crecer, en el hombre
(leído desde el fin de la Historia), existe a la vez que la de vivir gloriosamente. La elección
auténtica del hombre es la duplicidad: producir y gastar. Todo hombre es Esclavo y Amo.
Pero estos fundamentos, que Kojève lee en Hegel, son falsos: ni el Amo ni el
Esclavo actúan voluntariamente. Hay un ardid del Amo, así como hay un ardid del Esclavo
(eso sí está claro en Hegel, más allá de la lectura de Kojève). Cuando el Amo manda al
Esclavo, actúa, en lugar de ser, soberanamente, en el instante. Es el Amo el que decide los
actos de los Esclavos, con lo cual la servilidad, que él cree que está en el Esclavo, está en
realidad en él (aunque piense de sí mismo que su única ocupación es el consumo lujoso).
La miseria, de la que siente vergüenza, le pertenece, es su miseria. Lo mismo la previsión,
lo degradante que hay en la previsión (no poder vivir en el instante, sino en un presente
subordinado al futuro). El Esclavo prefirió la esclavitud a la muerte. No obstante, la
previsión (la subordinación del presente al futuro), a la que lo condena el Amo, no sólo él
no la eligió, sino que no es su obra. Pero, a diferencia del Amo, que rechaza la previsión
(que de todos modos le pertenece) para poder actuar como Amo, el Esclavo, que empieza
asumiendo a pesar suyo la servidumbre previsora, termina aceptándola sin avergonzarse de
ella.
El Esclavo se vanagloria de lo que el Amo, al comienzo, se avergonzaba (el Amo,
así, con su vergüenza, le quitaba al Esclavo lo que para él era un triunfo). El Amo, a su vez,
deja de avergonzarse de lo que el Esclavo, ahora, se vanagloria. Y, en un movimiento
prosaico, el Amo adquiere el poder verdadero (su soberanía no es impotente, como la
soberanía religiosa). El Esclavo, devenido poderoso, subordina los recursos disponibles (en
la Naturaleza de la que es Amo) a resultados calculados en el futuro. Y lo hace
vanagloriándose. Y sin cambiar, antes, el orden establecido.
El tipo de sociedad que perfila la dialéctica del Amo y el Esclavo es una sociedad
homogénea, donde las diferencias sean cuantitativas y no cualitativas, donde el lujo es
suprimido y sublimado como comodidad. El mundo servil y previsible que producen el
Amo y el Esclavo, en el que el presente se subordina al futuro, tiende a disolver la
Negatividad. La Negatividad, el movimiento que empujaba al hombre hacia adelante,
parece haberlo abandonado. Pero no hay nada que lamentar –dice Bataille- en ese
abandono, porque tal vez esa sea la razón por la cual el hombre podría sentir, como nunca
antes había sentido, lo que es el Hombre:

esa fuerza de Negatividad, un instante que suspende el curso del mundo,


reflejándolo porque en un instante lo rompe, pero no reflejando más que su
impotencia para romperlo. Si le pareciera que verdaderamente lo rompe, no
reflejaría más que una ilusión, puesto que no lo rompe. El Hombre en verdad no
refleja el mundo sino al recibir la muerte. En ese momento es soberano, pero porque
la soberanía se le escapa (sabe también que, si la conservara, dejaría de ser lo que
ella es). Dice lo que es el mundo, pero su palabra no puede alterar el silencio que se
extiende. No sabe nada sino en la medida en que el sentido del saber le es sustraído.

(Ídem, p. 337)

Este es el final del ensayo “Hegel, la muerte y la historia”, que se abre y se cierra y
se cierra y se abre, con la posibilidad de la revuelta. La revuelta es lo que se sale de la
lógica de la previsión (del presente subordinado al futuro). Y, por eso, queda asociada al
instante.
En el comienzo de “El soberano” (el ensayo de Bataille, de los incluidos en la
bibliografía obligatoria, en el que la revuelta aparece centralmente como tema), el autor,
puesto en el rol de narrador, habla –como Hegel cuando se dirige al lector− en primera
persona del plural: “nada es más necesario y nada es más fuerte en nosotros que la
revuelta”.
Si la narrativa de Hegel tiene por objetivo seducir al lector, “explotar su necesidad
de encontrarse en el texto que está leyendo” –como dice Butler−, la de Bataille buscaría lo
mismo –podríamos agregar: Butler no se ocupa, en su libro, de la lectura que Bataille hace
de Hegel−, pero sin intenciones pedagógicas: no habrá instrucción filosófica, cuando “El
soberano” termine de leerse.
Si la maestría de Hegel, como narrador filosófico de la Fenomenología del espíritu,
es buscar que el lector se identifique con un protagonista que todavía no ha llegado, al que
él le prepara su escenario, la maestría de Bataille, para con el lector, es buscar se
identifique, mientras confunde al narrador con el protagonista, con un protagonista que, tal
vez, no llegue nunca y para el cual, en caso de llegar, no ha preparado ningún escenario.
Cuando Bataille dice que nacemos en un mundo en el que la humillación y el
sometimiento han sido lo más habido para los hombres, pero que, sin embargo (y por eso
mismo) no podemos amar (ni estimar) nada que tenga la marca de la sumisión, no le habla
al lector como si la revuelta –su tema− fuera su praxis (la praxis del que lee o la praxis del
que escribe), sino como si revuelta fuera aquello que lo lleva, paradójicamente, al que lee y
al que escribe (al lector y al autor del texto) a la sumisión, “a inclinarse ingenuamente ante
esa fuerza soberana” y a quedar seducido por el “palabrerío” de los que ostentan en público
“el principio de rebeldía”. Pero no sólo eso. También el autor se permite una pregunta
benjaminiana, la pregunta por los antepasados sometidos: “¿Todo el pasado habrá sido
sojuzgado?” ¿Cuánta más revuelta que el presente (el presente subordinado al futuro)
podría tener el pasado?
Nada es más fuerte y necesario en nosotros que la revuelta, dice Bataille.
Admiramos exclusivamente a los insumisos. “Rechazamos alegremente ser aplicados”.
Pero, así y todo, nunca somos “desinteresados sin medida –o sin trampas−”. La
“pretensión” de la revuelta (las comillas son del autor) a Bataille le produce risa (“me río”
−dice: usa la primera persona del singular−, “me río con una risa feliz, pero que mi ardor
pretende soberanamente insidiosa”).
¿Hasta qué punto, cuando hablamos de la revuelta, somos serios? ¿Hablamos de la
revuelta para jugar o para ser serios? (podríamos preguntarnos, haciéndonos la pregunta del
título del otro ensayo de Bataille incluido en la bibliografía obligatoria de nuestra materia).
La pregunta es apropiada. Lo propio de la revuelta es no dejarse someter fácilmente.
Pero pasa con ella lo mismo que con la crueldad, pero en sentido inverso (como
veremos en la próxima clase, cuando abordemos “El arte, ejercicio de la crueldad”).
Si crueldad es lo que no puedo soportar (ver, leer, oír decir o que se me diga), con lo
cual los crueles son siempre los otros, no yo, la pretensión de la revuelta es “no
reconocer nada soberano por encima de mí”, por lo cual puedo cuestionarme yo
mismo, poner en duda mi buena fe. Pero no puedo dejar que el espíritu sometido me
recuerde la autoridad que lo sojuzga

(G. Bataille, “El soberano”, en: La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos


1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 1ª ed., 2ª
reimpresión, 2008, p. 228)

El principio de la revuelta, tal como Bataille lo presenta en “El soberano”, es no


universalizable. “No somos todos ni somos igualmente rebeldes en idéntica forma (Ídem, p.
229). No obstante, la revuelta está presente en la historia desde su principio. Mi revuelta,
para ser mi revuelta, se debe inscribir en la historia (porque, de hecho, está inscripta en la
historia desde su principio). Pero la revuelta, situada en la historia, no debería confundirse
con “los rencores que hablan en su nombre” ni debería desconocerse, tampoco, “en esos
terribles resplandores que han iluminado el pasado”. La revuelta, en la historia, se abrió
paso, muchas veces, bajo el aspecto de la sumisión.
Bataille piensa la revuelta (no la sumisión) como apertura ilimitada al ser. Y
como una apertura ilimitada que se da en el modo de la experiencia, sin traducirse, después,
al formato de las verdades correctas. El “deslumbramiento maravillado” o el éxtasis, que se
ligan, en apariencia, a una actitud de espanto, no se dan “sino a pesar de la sumisión a la
que el espanto podría conducir”. El ser no tiene presencia real o soberana en nosotros sino
sublevado. El ser se revela como insumiso (como no subordinable a la utilidad), y como no
predecible (como no subordinable a fines remotos). La plena manifestación del ser –su
manifestación como aquello que no puede mirarse fijamente, como el sol o la muerte−
exige “el extremo abandono” –la actitud absolutamente desinteresada: desinteresada sin
medida, desinteresada sin trampa− de la revuelta.
Esta apertura ilimitada al ser es lo contrario del cálculo. El cálculo convierte a la
propia existencia en una existencia articulada en el tiempo (es la previsión a la que el Amo
condena al Esclavo y por la cual lo degrada y se degrada: la subordinación del presente al
futuro). El cálculo (la existencia no desinteresada) lleva a la obediencia. La revuelta, como
su contrario, lleva a la soledad, a la soledad final del instante, del instante que soy, que seré,
y que seré finalmente, de manera completa y cumplida, en el instante de mi muerte.
El cambio de la primera persona del plural a la primera persona del singular, en
Bataille, es permanente y necesario: no se puede hablar por los otros yoes, en el instante de
la revuelta, ni en nombre de ellos (como sí se podría en la duración que es revolución).
Pero tampoco se puede hablar en nombre del propio yo, en una experiencia que “nos deja
sin voz” (de nuevo: fíjense la alternancia entre las primeras personas, la del singular y la del
plural). La nota al pie 1 de “El soberano” es más específica que el texto principal sobre la
instantaneidad del yo en la instantaneidad de la revuelta (cito sólo una parte):

En la circunstancia estricta del instante es preciso decir que la conciencia del yo es


sustraída, pues una conciencia que no capta nada más allá del presente mismo,
olvidando todo lo demás, no puede ser consciente de ese yo que no podría
distinguirse de otros yo si no contara con su duración.

(Ídem., p. 230, nota 1)

“Sólo el instante es el ser soberano”: por un instante, por rebeldía, me niego a que
una parte soberana mía “ya no lo sea y se someta a poderes que la tratan y la utilizan como
una cosa, que encadenan esa cosa dentro de las intenciones de pensamiento eficaz” (Ídem,
p. 231). Pero para luchar para negar el poder que me aliena, me trata como cosa y confina a
una utilidad aquello mío que debería arder para nada, entro en los encadenamientos de una
revuelta consecuente “los cuales sólo difieren en potencia de la prisión que la revuelta
pretendió romper” (Ídem, p. 231).
Aquí hace aparecer Bataille la paradoja de la revuelta: la revuelta, para romper con
el devenir histórico, debe entrar en el devenir histórico. El rebelde, al prever las
consecuencias de su lucha como una lucha junto con otros rebeldes, tiene que salirse del
instante y subordinar el presente “a unos fines remotos”. En esa subordinación, la revuelta
“zozobra en la obediencia”.
A pesar de que los hombres se sometieron por sí solos al trabajo, renunciando a la
soberanía natural del animal (recordemos que el trabajo, según Bataille, precede a la
esclavitud), todo hombre (cada uno) sigue siendo, en potencia, un ser soberano, “pero a
condición de que prefiera morir antes que ser sojuzgado” (Ídem, p. 232). Ser príncipe fue,
antaño, una forma de ser soberano “más accesible y más simple que la revuelta”. Que era
ser príncipe, como un modo de aferrarse, sin importar la propia vida al propio capricho (“lo
haré o moriré”), es algo que a los hombres, cuando sólo conocen el trabajo (aun cuando no
lo tengan o lo detesten), no les resulta concebible ni imaginable. La única soberanía que les
queda a estos hombres, si son capaces de poner en juego su vida, es la de la revuelta.
Los hombres, cuando se someten al trabajo, prefieren alternarlo con la fiesta. Al
sometimiento que significa el trabajo, lo sigue la licencia, el levantamiento de las
prohibiciones, que es la fiesta. Es en la fiesta, antes que en la revuelta, donde los hombres
experimentan el instante, el “no importa más que este instante”. Durante el tiempo que dura
la fiesta, reina el instante. El tiempo se cancela porque se cancela, provisoriamente, el
futuro: se cancelan el cálculo y la previsión, que caracterizan al trabajo. El presente,
durante la fiesta, no se subordina al futuro (como en el trabajo).
El hombre que trabaja también puede encontrar la soberanía en la sumisión. Es
decir, puede convertir a la soberanía en una cuestión “del otro mundo”: ser un hombre
religioso, piadoso, y postergar la soberanía no para más tarde, sino para el más allá.
Pero al Dios soberano, al que los hombres se lo representan como garante de la
soberanía en el más allá, al mismo tiempo que como un Príncipe (un soberano caprichoso),
lo regulan, en este mundo, la “religión” y la filosofía.
La “religión” y la filosofía introducen el Bien y la Razón en la (caprichosa)
soberanía divina (las comillas en la palabra “religión” son del texto original). Y aniquilan,
así, el instante, para hacer de Dios una figura predecible. Por eso también la “religión”, para
Bataille, necesita de revuelta (el capítulo IV de “El soberano” se ocupa de Dios, la
“religión”, la salvación, y la revuelta).
Bataille diferencia al sublevado antiguo (el príncipe, aferrado a su capricho) del
sublevado moderno (el hombre que trabaja, aferrado al instante, mayormente en el modo de
la fiesta, y excepcionalmente en el modo de la revuelta). El sublevado antiguo fracasa.
Incluso la sublevación, cuando hace a destiempo en el modo de la sublevación antigua,
fracasa por su descrédito. El capricho queda desacreditado cuando la mayoría de los
hombres no pueden aferrarse a él. Los hombres que trabajan desconfían de quien los llama
a la revuelta, quizá, para ser príncipe.
La soberanía existe en los hombres (que trabajan) como reserva, “como una parte de
salvajismo (de absurdo, de infantilismo o de brutalidad, más raramente de amor extremo, de
belleza trastornada, de inmersión extasiada en la noche)” (Ídem, p. 242).
Ahora bien, “en nuestra época” –a fines de la década del cincuenta, en la época del
fin del hombre y del fin de la historia, en la época del tono apocalíptico de la filosofía−, la
revuelta, al negarse a alienar esa soberanía latente e irreductible, no puede asumirla.
Bataille teoriza la extrema dificultad (contra la extrema facilidad) de la revuelta. Está en
nosotros como potencia y es tan fácil ponerla en acto que, cuando se la pone en acto (por
ser tan fácil ponerla en acto), muestra en seguida su paradoja, el “dilema de la soberanía”.
La revuelta, en la medida en que no puede no limitar la parte soberana de cada
hombre, termina regresando a la sumisión. O, si no, en la medida en que cada hombre, al
sublevarse, se niega a reducir la parte soberana ajena, para no reducir la parte soberana
propia y regresar así a la sumisión, termina en el instante, en la instantaneidad (aunque que
la revuelta quede en el instante no significa que fracase: hablar de triunfo o fracaso sería
hablar en términos de cálculo, de previsión, de subordinación del presente al futuro).
Bataille identifica más fácilmente al rebelde soberano con el éxtasis de los santos y
las licencias de la fiesta. Es decir, con aquello que se alterna, en el tiempo sagrado, con el
tiempo profano del trabajo. “La revuelta es el placer mismo y es también lo que se juega
con todo pensamiento” (Ídem, p. 244). Así cierra el ensayo.
En “¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?”, Bataille se pregunta (a propósito
del libro de Johan Huizinga, Homo ludens. Ensayo sobre la función social del juego,
publicado en 1951) qué es lo grato y qué es lo serio del juego, por qué el jugador se pierde
en su pasión y el público lo estimula a seguir hasta el frenesí. Es decir, se hace la pregunta
sin oponer el juego a lo serio. Por eso puede decir, al final de “El soberano”, que la revuelta
“es también lo que se juega con todo pensamiento”.
La categoría de juego –dice Bataille, apoyándose en Huizinga- “tiene la capacidad
de hacer perceptible la caprichosa libertad y el encanto que anima los movimientos de un
pensamiento soberano, no sometido a la necesidad” (G. Bataille, “¿Estamos aquí para jugar
o para ser serios?”, en: La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, op. cit.,
p. 192).
Pero lo que hace al juego tan placentero (esta sería, de algún modo, su trampa) es
que equipara lo que tiene un fin con lo que no lo tiene. Y es por eso que Bataille introduce,
para diferenciarse de Huizinga, dos conceptos del Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss,
publicado en 1950, el concepto de don y el concepto de potlach (Ídem, p. 193).
El juego, en términos de Bataille, es devolver, en cada jugada, en cada potlach, más
de lo que se ha recibido. Humillar al rival con una generosidad insuperable. Todo lo
contrario de enriquecerse, engrandecer el honor, aumentar el prestigio, o demostrar la
propia nobleza.
Pero en la sociedad realmente existente, el juego tiene la forma del reconocimiento
(la figura con que se “resuelve”, provisoriamente, la dialéctica del señor y el siervo en la
Fenomenología del espíritu hegeliana). El juego se juega como una competencia, donde
prima la voluntad de sobresalir y donde los jugadores se convierten en rivales (incluso si
integran el mismo equipo, porque todos buscan sobresalir).
El juego por excelencia, contra la forma de juego que prima en la sociedad, es la
destrucción o don soberano, que se caracteriza por el uso improductivo (o dilapidación) de
nuestros recursos, de nuestras reservas, de nuestra inteligencia. Esta clase de juego, que
pone en juego la propia vida, es la que se pone en juego en la revuelta. Y en el pensamiento
cuando es generoso.
La concepción batailleana del juego, como opuesta a la concepción del trabajo, la
retomaremos en el Teórico 3.

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