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PEE 2023 Teórico 2
PEE 2023 Teórico 2
Tema:
Bibliografía obligatoria:
Bataille, Georges, “¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?” y “El soberano”, en: La
felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, trad. Silvio Mattoni, Buenos
Aires, Adriana Hidalgo, 1ª ed., 2ª reimpresión, 2008, pp. 186-219 y 227-244
Bibliografía complementaria
Bibliografía general
Mattoni, Silvio, Bataille. Una introducción, Buenos Aires, Quadrata y Biblioteca Nacional,
2011
Descombes, Vincent, Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa
(1933-1978), trad. Elena Bernarroch, Madrid, Cátedra, 2ª. ed., 1988
Es difícil exponer qué es la revuelta para Bataille sin exponer antes (aunque sea de
manera breve), qué es para él, como lector de Hegel, la dialéctica entre el señor y el siervo.
Voy a hacer por eso, en la primera parte de esta clase, una introducción a dos de los
ensayos de lectura obligatoria (“¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?” y “El
soberano”) a través de otros dos ensayos de Bataille (“Hegel, la muerte y el sacrificio” y
“Hegel, el hombre y la historia”) que figuran, en el programa, en la bibliografía
complementaria, y versan, específicamente, sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel y
la dialéctica del señor y el siervo.
La intención del Teórico 2 es exponer, primero, cómo es la vida de los hombres sin
una revuelta creadora (la perspectiva del fin de la Historia, en términos de Bataille, que
aparece en “Hegel, el hombre y la historia”, tras su lectura de la dialéctica del señor y el
siervo) y, en segundo término, qué sería, contra esta perspectiva del fin de la Historia, la
revuelta.
El Teórico 3, la próxima semana, va a centrarse en la revuelta en relación al arte (a
partir del ensayo de Bataille “El arte, ejercicio de crueldad”) y en relación al no-saber (a
partir de “El no-saber y la revuelta”). Para exponer estos dos ensayos, tomaré algunos
conceptos y explicaciones de El erotismo y de Lascaux o el nacimiento del arte, dos libros
de Bataille que figuran en el programa en la bibliografía complementaria,
Por un desconocimiento de Hegel del que parece complacerse, la filosofía del siglo
XX, hacia 1960, a Bataille le parece falsa. Ignorar a Hegel es sospechoso: se ignora una
escritura difícil, además de pasar por alto (con argumentos que no podrían sincerar, desde
ya, la pereza intelectual) a un filósofo insoslayable. No se puede reemplazar (ni ocultar) el
desconocimiento de Hegel con el conocimiento, en su lugar, de otro filósofo importante.
Parte que lo que desalienta en Francia la lectura de la obra hegeliana es la
exposición que hace de ella Alexandre Kojève, en sus clases sobre la Fenomenología del
espíritu. Kojève dicta estas clases entre 1933 y 1938, en la Escuela de Altos Estudios de
París, cuando la Fenomenología del espíritu no está, aún, traducida al francés (la traducción
la realiza Jean Hyppolite, entre 1939 y 1941).
Las clases de Kojève, ya célebres, se publican como libro en 1947, en la editorial
Gallimard, bajo el título Introducción a la lectura de Hegel (el mismo año en que se
publica otra obra clave sobre la Fenomenología del espíritu: Genèse et structure de la
“Phénoménologie de l’ esprit”, de Jean Hyppolite).
El propio Kojève, en 1931, en un artículo publicado en la Revue d’Histoire de la
Philosophie (“Rapports sur l’etat des études hégéliennes en France”) dice que, si se
exceptúa La Malheur de la conscience dans la philosophie de Hegel, de Jeah Wahl (1929)
y Le progrès de la conscience dans la philosophie occidentale, de Léon Brunschwicg
(1927), no existen, prácticamente, estudios sobre Hegel en Francia.
Antes de Kojève, entre quienes estudian o enseñan filosofía, no se lee a Hegel.
Quienes podrían leer a Hegel, porque ya leen a Marx, leen a Marx a través de Engels:
privilegian la dialéctica de la naturaleza, no la temática del hombre y el deseo. Después de
Kojève, que introduce a Hegel, precisamente, por la temática del hombre y el deseo,
tampoco se lee a Hegel: se lee a Kojève. Y las clases de Kojève –dice Judith Butler− son
“obras originales de filosofía”, al mismo tiempo que comentarios (comentarios sobre la
Fenomenología del espíritu, entendida como una antropología de la experiencia histórica y
una ontología de la acción humana, que se inicia con el deseo como origen del yo). Los
comentarios, a su vez, son extensiones del texto hegeliano: “son el texto en su vida
moderna” (Judith Butler, Sujetos del deseo, p. 108). Y en su vida moderna, la
Fenomenología se lee –incluso para quienes la leen entera− como la dialéctica del amo y el
esclavo (que, en términos de Hegel, es la dialéctica entre el señor, Herr, y el siervo,
Knecht).
Bataille repite a Kojève y, en la repetición, se diferencia de él. Lo primero que repite
de Kojève es que la filosofía de Hegel es la Fenomenología del espíritu, no el sistema (la
Enciclopedia, la filosofía del derecho o la filosofía de la historia), que la Fenomenología
del espíritu es una antropología (o una ontología de la Acción humana) y que Hegel es un
filósofo de la muerte (es decir, en términos kojèvianos, un filósofo ateo).
La negatividad es el principio de la Acción (todas las mayúsculas, de aquí en
adelante, pertenecen a Bataille). La Acción es Negatividad y la Negatividad, Acción. El
hombre niega la Naturaleza e introduce en ella, como su reverso, un “Yo personal puro”.
Esta negación de la Naturaleza no puede darse, simplemente, por la conciencia que el
hombre tiene de la muerte. Tiene que darse por medio de la Acción. Y la Acción, para
Hegel, no se da, en primera instancia, en el trabajo, sino en la Lucha del Amo (una lucha de
puro prestigio) por el Reconocimiento. La Lucha por el Reconocimiento es una Lucha a
muerte. Y es en esta Lucha a muerte en la que al hombre se le manifiesta su Negatividad
(su conciencia de la muerte).
Llegado a este punto, Bataille le anuncia al lector que va a dar su interpretación
personal de esta Lucha a muerte, a la que considera el tema inicial de la dialéctica del Amo
(él dice, al hacer este anuncio, “la dialéctica del Amo”, no “la dialéctica del amo y el
esclavo”). Y aclara que donde Hegel se refiere al “señor” (Herr, en el original alemán,
Maître, en la traducción francesa), él se referirá al “soberano”.
Así presenta Bataille, a partir de su reescritura de Hegel (para diferenciarse de la
reescritura de Hegel que hace Kojève), su concepción de la soberanía, de la cual se
desprende –como veremos un poco más adelante, en el curso de esta clase− su concepción
de la revuelta.
La actitud del Amo implica la soberanía y el riesgo de muerte aceptado sin razones
biológicas es su efecto. Luchas sin tener como objeto la satisfacción de necesidades
animales es ya por sí mismo ser soberano, es expresar una soberanía. Y todo
hombre es inicialmente soberano, pero esa soberanía es en rigor la del animal
salvaje. Si no luchara a muerte contra sus semejantes, al no ser reconocida su
soberanía, sería como si no existiera. Sería la soberanía de un zorro o un mirlo.
Por eso tiene que reducirlo a la esclavitud. Desde entonces, la humanidad se divide
en dos clases: la de los hombres soberanos, que Hegel designó con el nombre de
Amos (Herren) y la de los esclavos (Knechten), que sirven a los Amos
Pero, al tener esclavos, el Amo (en lugar de ser un soberano del juego, de la Lucha a
muerte como juego) se transforma en un Amo de Esclavos. Y el hecho de tener esclavos le
quita a su soberanía la belleza impotente que tendría (o que seguiría teniendo) si se limitara
a contemplar, a gozar de su puro prestigio (o si se pudiera limitar a gozar de su puro
prestigio, sin necesidad de luchar, cada tanto, para conservarlo o aumentarlo) o, en caso de
tener que luchar por su puro prestigio, si se limitara (o pudiera limitarse) a combatir y
matar.
Si no tuviera esclavos, el Amo dividiría su vida en dos partes: una absolutamente
soberana (en la que sería un soberano del juego), y otra activa, al servicio de los fines
animales. Al tener esclavos, los esclavos se ocupan de que él no tenga que ocuparse de sus
fines animales. Pero, aunque el Amo ya no tiene que ocuparse, por tener esclavos, de la
parte activa de su vida, no por eso la parte soberana se vuelve más absolutamente soberana
de lo que era. Más bien lo contrario. La vida soberana, cuando el Amo pasa a ser un Amo
de Esclavos, se divide y se transforma: por un lado, la lucha adquiere el valor y la forma de
una actividad útil; por el otro, esta actividad útil, que pasa a ser la lucha, sólo sobrepasa su
utilidad y la transforma en prestigio cuando se constituye como un poder. La soberanía deja
de ser la belleza impotente de aquel que, en los combates, sólo sabía matar, para convertirse
en un poder que somete a otros y los convierte en útiles.
Las dos formas “antiguamente banales” de la soberanía son, para Bataille, la
soberanía religiosa y la soberanía militar. “Primero está la soberanía religiosa, donde el
soberano es objeto de una atracción independientemente de lo que haga, donde es soberano
por lo que es.” (Ídem, p. 314) Pero en la medida en que este soberano actúa en contra de su
pura soberanía, porque lucha por su puro prestigio y lo hace a través de empresas guerreras,
tiende a convertirse, en la medida en que sale victorioso de esas luchas, en un rey guerrero.
Así se pasa del soberano impotente (un soberano que podía ser él la víctima designada para
el sacrificio) al rey militarmente poderoso (que puede negarse a la ejecución ritual y
designar en su lugar una víctima propiciatoria) y del mundo puramente religioso, al mundo
militar, donde “el juego de las fuerzas reales, lo que se hace, funciona al lado de la ley
religiosa que es” (Ídem, p. 315).
Las fuentes antropológicas de Bataille, en su reescritura de la dialéctica del señor y
el siervo, son las investigaciones de James Frazer y Georges Dumézil, dos autores referidos
por él en las notas al pie, que se suman a su fuente antropológica de cabecera: Marcel
Mauss.
Bataille concluye su “fenomenología de la realeza”, antes de pasar a ocuparse del
Esclavo (y empezar a escribir la palabra con mayúscula, igual que la palabra Amo), con una
reflexión melancólica sobre la soberanía:
Seguramente hay una degradación de la soberanía desde el momento en que la
Lucha tiene como fin la Esclavitud del adversario vencido. El rey que ejerce el
poder y, más allá de lo que él es sin actuar, acepta que lo reconozcan por lo que
hace, por su capacidad, entra en la senda donde la Acción es realmente eficaz y ya
no es por puro prestigio. Pero, aunque ya no sea solamente la “belleza impotente”
del rey religioso, todavía es el héroe que no retrocede ante la muerte, que la desafía
“bien de frente”; tampoco se aparta de ella para decir “No es nada”, “Es falso”. Por
el contrario, permanece junto a ella, y la Negatividad que encarna no deja de crear
dentro suyo al ser humano, despreciando la animalidad de la muerte, porque se
vanagloria de despreciarla. [Las palabras entre comillas –aclara Bataille- están
tomadas de la Fenomenología del espíritu].
(Ídem, p. 315)
(Ídem, p. 337)
Este es el final del ensayo “Hegel, la muerte y la historia”, que se abre y se cierra y
se cierra y se abre, con la posibilidad de la revuelta. La revuelta es lo que se sale de la
lógica de la previsión (del presente subordinado al futuro). Y, por eso, queda asociada al
instante.
En el comienzo de “El soberano” (el ensayo de Bataille, de los incluidos en la
bibliografía obligatoria, en el que la revuelta aparece centralmente como tema), el autor,
puesto en el rol de narrador, habla –como Hegel cuando se dirige al lector− en primera
persona del plural: “nada es más necesario y nada es más fuerte en nosotros que la
revuelta”.
Si la narrativa de Hegel tiene por objetivo seducir al lector, “explotar su necesidad
de encontrarse en el texto que está leyendo” –como dice Butler−, la de Bataille buscaría lo
mismo –podríamos agregar: Butler no se ocupa, en su libro, de la lectura que Bataille hace
de Hegel−, pero sin intenciones pedagógicas: no habrá instrucción filosófica, cuando “El
soberano” termine de leerse.
Si la maestría de Hegel, como narrador filosófico de la Fenomenología del espíritu,
es buscar que el lector se identifique con un protagonista que todavía no ha llegado, al que
él le prepara su escenario, la maestría de Bataille, para con el lector, es buscar se
identifique, mientras confunde al narrador con el protagonista, con un protagonista que, tal
vez, no llegue nunca y para el cual, en caso de llegar, no ha preparado ningún escenario.
Cuando Bataille dice que nacemos en un mundo en el que la humillación y el
sometimiento han sido lo más habido para los hombres, pero que, sin embargo (y por eso
mismo) no podemos amar (ni estimar) nada que tenga la marca de la sumisión, no le habla
al lector como si la revuelta –su tema− fuera su praxis (la praxis del que lee o la praxis del
que escribe), sino como si revuelta fuera aquello que lo lleva, paradójicamente, al que lee y
al que escribe (al lector y al autor del texto) a la sumisión, “a inclinarse ingenuamente ante
esa fuerza soberana” y a quedar seducido por el “palabrerío” de los que ostentan en público
“el principio de rebeldía”. Pero no sólo eso. También el autor se permite una pregunta
benjaminiana, la pregunta por los antepasados sometidos: “¿Todo el pasado habrá sido
sojuzgado?” ¿Cuánta más revuelta que el presente (el presente subordinado al futuro)
podría tener el pasado?
Nada es más fuerte y necesario en nosotros que la revuelta, dice Bataille.
Admiramos exclusivamente a los insumisos. “Rechazamos alegremente ser aplicados”.
Pero, así y todo, nunca somos “desinteresados sin medida –o sin trampas−”. La
“pretensión” de la revuelta (las comillas son del autor) a Bataille le produce risa (“me río”
−dice: usa la primera persona del singular−, “me río con una risa feliz, pero que mi ardor
pretende soberanamente insidiosa”).
¿Hasta qué punto, cuando hablamos de la revuelta, somos serios? ¿Hablamos de la
revuelta para jugar o para ser serios? (podríamos preguntarnos, haciéndonos la pregunta del
título del otro ensayo de Bataille incluido en la bibliografía obligatoria de nuestra materia).
La pregunta es apropiada. Lo propio de la revuelta es no dejarse someter fácilmente.
Pero pasa con ella lo mismo que con la crueldad, pero en sentido inverso (como
veremos en la próxima clase, cuando abordemos “El arte, ejercicio de la crueldad”).
Si crueldad es lo que no puedo soportar (ver, leer, oír decir o que se me diga), con lo
cual los crueles son siempre los otros, no yo, la pretensión de la revuelta es “no
reconocer nada soberano por encima de mí”, por lo cual puedo cuestionarme yo
mismo, poner en duda mi buena fe. Pero no puedo dejar que el espíritu sometido me
recuerde la autoridad que lo sojuzga
“Sólo el instante es el ser soberano”: por un instante, por rebeldía, me niego a que
una parte soberana mía “ya no lo sea y se someta a poderes que la tratan y la utilizan como
una cosa, que encadenan esa cosa dentro de las intenciones de pensamiento eficaz” (Ídem,
p. 231). Pero para luchar para negar el poder que me aliena, me trata como cosa y confina a
una utilidad aquello mío que debería arder para nada, entro en los encadenamientos de una
revuelta consecuente “los cuales sólo difieren en potencia de la prisión que la revuelta
pretendió romper” (Ídem, p. 231).
Aquí hace aparecer Bataille la paradoja de la revuelta: la revuelta, para romper con
el devenir histórico, debe entrar en el devenir histórico. El rebelde, al prever las
consecuencias de su lucha como una lucha junto con otros rebeldes, tiene que salirse del
instante y subordinar el presente “a unos fines remotos”. En esa subordinación, la revuelta
“zozobra en la obediencia”.
A pesar de que los hombres se sometieron por sí solos al trabajo, renunciando a la
soberanía natural del animal (recordemos que el trabajo, según Bataille, precede a la
esclavitud), todo hombre (cada uno) sigue siendo, en potencia, un ser soberano, “pero a
condición de que prefiera morir antes que ser sojuzgado” (Ídem, p. 232). Ser príncipe fue,
antaño, una forma de ser soberano “más accesible y más simple que la revuelta”. Que era
ser príncipe, como un modo de aferrarse, sin importar la propia vida al propio capricho (“lo
haré o moriré”), es algo que a los hombres, cuando sólo conocen el trabajo (aun cuando no
lo tengan o lo detesten), no les resulta concebible ni imaginable. La única soberanía que les
queda a estos hombres, si son capaces de poner en juego su vida, es la de la revuelta.
Los hombres, cuando se someten al trabajo, prefieren alternarlo con la fiesta. Al
sometimiento que significa el trabajo, lo sigue la licencia, el levantamiento de las
prohibiciones, que es la fiesta. Es en la fiesta, antes que en la revuelta, donde los hombres
experimentan el instante, el “no importa más que este instante”. Durante el tiempo que dura
la fiesta, reina el instante. El tiempo se cancela porque se cancela, provisoriamente, el
futuro: se cancelan el cálculo y la previsión, que caracterizan al trabajo. El presente,
durante la fiesta, no se subordina al futuro (como en el trabajo).
El hombre que trabaja también puede encontrar la soberanía en la sumisión. Es
decir, puede convertir a la soberanía en una cuestión “del otro mundo”: ser un hombre
religioso, piadoso, y postergar la soberanía no para más tarde, sino para el más allá.
Pero al Dios soberano, al que los hombres se lo representan como garante de la
soberanía en el más allá, al mismo tiempo que como un Príncipe (un soberano caprichoso),
lo regulan, en este mundo, la “religión” y la filosofía.
La “religión” y la filosofía introducen el Bien y la Razón en la (caprichosa)
soberanía divina (las comillas en la palabra “religión” son del texto original). Y aniquilan,
así, el instante, para hacer de Dios una figura predecible. Por eso también la “religión”, para
Bataille, necesita de revuelta (el capítulo IV de “El soberano” se ocupa de Dios, la
“religión”, la salvación, y la revuelta).
Bataille diferencia al sublevado antiguo (el príncipe, aferrado a su capricho) del
sublevado moderno (el hombre que trabaja, aferrado al instante, mayormente en el modo de
la fiesta, y excepcionalmente en el modo de la revuelta). El sublevado antiguo fracasa.
Incluso la sublevación, cuando hace a destiempo en el modo de la sublevación antigua,
fracasa por su descrédito. El capricho queda desacreditado cuando la mayoría de los
hombres no pueden aferrarse a él. Los hombres que trabajan desconfían de quien los llama
a la revuelta, quizá, para ser príncipe.
La soberanía existe en los hombres (que trabajan) como reserva, “como una parte de
salvajismo (de absurdo, de infantilismo o de brutalidad, más raramente de amor extremo, de
belleza trastornada, de inmersión extasiada en la noche)” (Ídem, p. 242).
Ahora bien, “en nuestra época” –a fines de la década del cincuenta, en la época del
fin del hombre y del fin de la historia, en la época del tono apocalíptico de la filosofía−, la
revuelta, al negarse a alienar esa soberanía latente e irreductible, no puede asumirla.
Bataille teoriza la extrema dificultad (contra la extrema facilidad) de la revuelta. Está en
nosotros como potencia y es tan fácil ponerla en acto que, cuando se la pone en acto (por
ser tan fácil ponerla en acto), muestra en seguida su paradoja, el “dilema de la soberanía”.
La revuelta, en la medida en que no puede no limitar la parte soberana de cada
hombre, termina regresando a la sumisión. O, si no, en la medida en que cada hombre, al
sublevarse, se niega a reducir la parte soberana ajena, para no reducir la parte soberana
propia y regresar así a la sumisión, termina en el instante, en la instantaneidad (aunque que
la revuelta quede en el instante no significa que fracase: hablar de triunfo o fracaso sería
hablar en términos de cálculo, de previsión, de subordinación del presente al futuro).
Bataille identifica más fácilmente al rebelde soberano con el éxtasis de los santos y
las licencias de la fiesta. Es decir, con aquello que se alterna, en el tiempo sagrado, con el
tiempo profano del trabajo. “La revuelta es el placer mismo y es también lo que se juega
con todo pensamiento” (Ídem, p. 244). Así cierra el ensayo.
En “¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?”, Bataille se pregunta (a propósito
del libro de Johan Huizinga, Homo ludens. Ensayo sobre la función social del juego,
publicado en 1951) qué es lo grato y qué es lo serio del juego, por qué el jugador se pierde
en su pasión y el público lo estimula a seguir hasta el frenesí. Es decir, se hace la pregunta
sin oponer el juego a lo serio. Por eso puede decir, al final de “El soberano”, que la revuelta
“es también lo que se juega con todo pensamiento”.
La categoría de juego –dice Bataille, apoyándose en Huizinga- “tiene la capacidad
de hacer perceptible la caprichosa libertad y el encanto que anima los movimientos de un
pensamiento soberano, no sometido a la necesidad” (G. Bataille, “¿Estamos aquí para jugar
o para ser serios?”, en: La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961, op. cit.,
p. 192).
Pero lo que hace al juego tan placentero (esta sería, de algún modo, su trampa) es
que equipara lo que tiene un fin con lo que no lo tiene. Y es por eso que Bataille introduce,
para diferenciarse de Huizinga, dos conceptos del Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss,
publicado en 1950, el concepto de don y el concepto de potlach (Ídem, p. 193).
El juego, en términos de Bataille, es devolver, en cada jugada, en cada potlach, más
de lo que se ha recibido. Humillar al rival con una generosidad insuperable. Todo lo
contrario de enriquecerse, engrandecer el honor, aumentar el prestigio, o demostrar la
propia nobleza.
Pero en la sociedad realmente existente, el juego tiene la forma del reconocimiento
(la figura con que se “resuelve”, provisoriamente, la dialéctica del señor y el siervo en la
Fenomenología del espíritu hegeliana). El juego se juega como una competencia, donde
prima la voluntad de sobresalir y donde los jugadores se convierten en rivales (incluso si
integran el mismo equipo, porque todos buscan sobresalir).
El juego por excelencia, contra la forma de juego que prima en la sociedad, es la
destrucción o don soberano, que se caracteriza por el uso improductivo (o dilapidación) de
nuestros recursos, de nuestras reservas, de nuestra inteligencia. Esta clase de juego, que
pone en juego la propia vida, es la que se pone en juego en la revuelta. Y en el pensamiento
cuando es generoso.
La concepción batailleana del juego, como opuesta a la concepción del trabajo, la
retomaremos en el Teórico 3.