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Megafon o La Guerra Leopoldo Marechal
Megafon o La Guerra Leopoldo Marechal
Megafón, o la guerra
ePub r1.0
Titivillus 18.10.2018
Leopoldo Marechal, 1970
Diseño de cubierta: Mario Blanco
Digital editor: Titivillus
ePub base r2.0
INTROITO A MEGAFÓN
Y así llegamos al mes de julio de 1956 en que Megafón, del cual había
perdido todo rastro, me invitó a su casa de Flores en una tarjeta cuyo estilo
afectuoso y a la vez urgente me llenó de perplejidad. «Lo visitaré, sin
duda». Pero ¿en qué situación encontraría yo al Autodidacto de Villa
Crespo tras la década y media que lo alejara de mi órbita? ¿Y a qué
respondería el tono urgente que campeaba en su invitación?
Nuestro primer contacto, en un memorable anochecer de Flores, tuvo,
empero, una soltura de cotidianidad que me alegró no poco: es que
Megafón era de aquellos hombres cuya «presencia en acto» no borran ni el
tiempo ni la distancia como si de alguna manera derrotasen ellos la
condición separativa de su corporeidad.
Lo primero que hizo, tras abrazarme largamente, fue conducirme hasta
Patricia Bell, en cuya gracia estable leí que Megafón se había casado y con
tanta visión como fortuna, pese a una diferencia en las edades que calculé
yo en veinte años a favor de Patricia. Luego el Autodidacto me presentó su
casa: era un viejo chalet cuya posesión había obtenido por una bicoca, ya
que, durante mucho tiempo, su habitabilidad se había dado como imposible
merced a los embrujos o maleficios que según el vecindario hacían crujir
sus techos, llorar sus paredes y herir el silencio de sus medianoches con un
arrastre de cadenas. Megafón y Patricia lo libraron de sus polvos, telarañas
y embrujamientos. Y como yo les preguntase de qué manera lo habían
conseguido, el Autodidacto me contestó enigmáticamente que no es inútil
frecuentar una «salamanca» de Santiago del Estero a una legua de
Atamisqui. Después me refirió sus viajes y aventuras: al oírlas advertí que
tenía delante a otro Megafón, libre ya de amarras y suelto de lastres, a un
Megafón cuyo humorismo tremendista crepitaba de súbito como un puñado
de sal gruesa que arrojaba él inopinadamente a sus fogones internos.
Mientras conversábamos, Patricia Bell giraba en torno de su marido, lenta y
armónica. «Un planeta de oro que bebe y come la luz recibida», —me dije
—. «¿O algo más?», inquirí en mi alma. Sí, toda ella se resolvía en una gran
ternura militante.
Longavía,
manelfín
yanocrón.
Megafón».
¡Gran Dios!, me reprocho ahora. ¿Qué necesidad tenía este perro (yo
mismo) que ya no aguanta ni una pulga más en sus lomos, de salirle a
Megafón con un domingo siete, cuando el Oscuro me transfirió los consejos
del exmayor Troiani? Si a los fines de reunir una milicia especializada era
necesario sondear el antiguo coraje porteño, ¿quién me obligó entonces a
trascender mi oficio de simple cronista o narrador de las Dos Batallas, y a
entregarme a la tarea de explorar memorias colectivas y descorchar botellas
postales arrojadas al océano? ¿Quién me obligó a mí, que tras de haber
cumplido veinte ascensos y otros tantos descensos, ando todavía por
Buenos Aires con remiendos muy visibles en el culo del alma? Y hablando
de culos, advierto yo que por segunda vez esa palabra silvestre se ha
deslizado en mi prosa. ¿Con qué fin?, me dirán. Cierto idealista cordobés
me interrogó en un ateneo de barrio: «¿Por qué será que hasta que no se
habla del culo nadie se humaniza?». Le respondí que siendo esa parte la
menos ilustre de nuestra modalidad corpórea, era la que nos hace
reflexionar con más hondura sobre la modestia de nuestro color humano y
la que nos reduce mejor a los difíciles términos de la humildad. Y no será
éste mi único monólogo de indignación ante la locura de los hechos que se
avecinan. Porque me digo ahora que también el narrador, abandonando su
tiránica objetividad, tiene un derecho de protesta que nadie le ha discutido
nunca desde Homero hasta José Hernández.
Yo soy, ¡mea culpa!, quien ha embarcado esta noche al Oscuro de
Flores en una segunda excursión a Saavedra la misteriosa, treinta y cinco
años después de la primera en que una generación de folkloristas alborotó a
los ángeles y a los demonios de la ciudad. Naturalmente, Megafón, ocupado
sólo en un posible reclutamiento de batalladores, ignora con qué sobresaltos
de corazón, esperanzas y dudas me dirijo yo al campo de mis gestas
antiguas. Regresar a una casa muerta o a un barrio perdido es a veces como
asistir a una exhumación judicial y romper la vieja tapa de algún ataúd en
busca de un rostro entrañable, para encontrar seguramente un fondo de
huesos, terrones húmedos y gusaneras calcificadas. Por las dudas, llevo mis
notas e itinerarios de ayer, a fin de localizar la topografía de mi primer viaje
a Saavedra. ¡Si nos acompañase al menos el astrólogo Schultze, guía ideal
en esta suerte de inquisiciones! Pero Schultze ha muerto, y sobre la tumba
del astrólogo saltan hoy en inocente desmemoria los días y las noches
primaverales, como bailarines de pies blancos y de pies negros. A Schultze
le habría gustado esa metáfora. ¿Y Samuel Tesler? Sí, está vivo en la casa
de David el circuncidador; pero el Autodidacto lo reserva quién sabe para
qué sordas escaramuzas.
Tras algunas contramarchas y rodeos en un barrio que ha cedido a la
urbe sus fragmentos de pampa, busco la ubicación del ombú a cuyo pie
abría su jeta el Infierno de Buenos Aires. Toda el área está cubierta de
pequeños chalets y sus jardines en miniatura: sí, hay luces en las ventanas y
se oyen adentro músicas de jazz en radios y tocadiscos puestos a todo
volumen. Entre aquellos enanos de la arquitectura se alza un monobloc de
ocho pisos cuyo feo balconaje tira pedazos de claridad a la noche. Mi
corazón se arruga y ennegrece como un papel en el fuego.
—Y sin embargo —le susurro a Megafón—, por aquí estaba el ombú.
¡Los ángeles incubadores del gran Schultze han cumplido, y no es como
para felicitarlos! Esta pollada edilicia es bastante horrible.
En la puerta de un chalet vecino descubro a un hombre sentado en el
umbral y a un perro que yace a su vera con el hocico entre las patas.
Megafón y yo nos acercamos: el perro se levanta y nos muestra sus dientes
ominosos.
—¡Quieto, Aña! —le ordena el hombre, un septuagenario de voz
tranquila.
—Señor —lo interrogo—, ¿hace mucho que vive usted en esta barriada?
—Mucho —responde.
—¿No recuerda si por aquí existía un ombú de raíces grandes como
espolones de gallo viejo?
—Señor, era un ombú del tiempo de Rosas. Pero lo cortaron.
—¿Dónde se alzaba? —insisto yo.
—En el terreno donde ahora se levanta esa casa de ocho pisos. Cortaron
el ombú: las mujeres lloraban y los hombres maldecían al Intendente.
—¿Estaban locos? —me indigno yo.
—¿Quiénes?
—¡Los que levantaron ese monobloc sobre la entrada de un Infierno!
—¿Qué infierno?
—¡El de Buenos Aires!
El hombre se incorpora y me observa con inquietud.
—Vamos, Aña —le dice al perro.
Y entra en el chalet con el perro en los talones.
—¿Qué hacemos ahora? —me pregunta un Megafón que viene
observándome con indulgente curiosidad.
—Vayamos hasta el edificio.
En la puerta del monobloc un probable inquilino se dispone a salir.
—¿Es usted un habitante de la casa? —le pregunto.
—Sí, señor —me contesta—: piso 3, departamento K. ¿Son de la
policía?
—No. Sólo queremos averiguar si no ha oído usted en el inmueble algo
fuera de lo común.
—¿Cómo qué?
—Arrastre de cadenas, gritos destemplados, risas escandalosas, y sobre
todo a medianoche.
—No —se asusta el inquilino—: somos gentes de orden, empleados y
obreros.
—¿Está seguro de que nada ocurre? —insisto yo.
—Ahora que lo dice —recuerda el inquilino—, algo viene sucediendo
en la casa.
—Dígalo.
—No hay portero que nos dure tres meses. Renuncian y se van.
—¿Por qué?
—No dan explicaciones.
El inquilino saluda y toma la calle. Al punto, en el corredor, aparece un
hombrote que se viste de un mono azul y de una desconfianza profesional.
—¿Es usted el portero de la finca? —lo interrogo.
—¿Qué se les ofrece? —nos repregunta él.
En su acento y empaque identifico a un ejemplar de Pontevedra,
resistente y lleno de espinas exteriores como un abrojo. Se resistirá, no lo
dudo: tendré que partir su dura cáscara y forzarlo a que vomite su
indigestión metafísica:
—Lo que ocurre —le digo— es en el subsuelo de la casa: en el subsuelo
y nada más.
—¿Qué pasa en el subsuelo? —rezonga él.
—La gran diablería.
El hombrote da un paso atrás, balbucea, se desorbita de ojos.
—¡No es verdad! —clama—. ¡No son gritos los de abajo: es el desagüe
de las tuberías! ¡No son carcajadas: es el petróleo crudo al arder en los
fogones del agua caliente! ¡Nadie chista: es el quemador de basuras! ¡Nadie
amenaza: es el motor de la bomba! ¡Son los muebles inservibles que crujen
o los ratones que andan en el depósito del subsuelo! ¡Qué carajo! ¡Váyanse!
Despavorido, el hombre de azul nos da con la puerta del monobloc en
las narices. Me vuelvo a Megafón y le anuncio:
—El gallego no durará otro mes. En este lugar la boca del Infierno sigue
abierta, y ha de seguirlo hasta el milenio futuro en que Buenos Aires tenga
su juicio final.
Indiferente a mis excitaciones de turista evocativo, Megafón lo ha
escuchado todo sin comprometerse; y no hay ofensa en su actitud, sino la
misma curiosidad zumbona que ya le descubrí antes y que no afecta mi
dignidad. Al fin y al cabo yo soy un combatiente de ayer que recorre ahora
su antiguo campo de batalla, resucita muertos y busca en la noche rastros
perdidos.
—¿Y ahora? —me pregunta él.
—Tenemos que hallar la casa de Juan Robles.
Localizado el sitio del ombú, no me será difícil encontrar la que un día
se llamó Casa del Muerto.
¡Quiera Dios que no hayan edificado sobre sus ruinas un club de tenis o
un market de autoservicio! La ciudad se destruye y se reconstruye como un
tejido celular: ¡alma buena, llora sobre la tumba del folklore! Pero ¡no!
Todavía existen la calle y sus dos hileras de casonas que a la luz de faroles
tísicos parecen hongos exudantes de humedad y tristeza. La de Juan Robles,
pese a mis recelos, está viva y coleando: se oye adentro un estentóreo jingle
de televisión, y cierta luz espectral de mercurio la ilumina enteramente
como una lujosa compadrada. Megafón y yo nos introducimos por la puerta
de hierro que los moradores no han cerrado todavía: reconozco el patio,
donde ahora un grupo de gitanas vestidas con sus atuendos abigarrados
chacharean en un idioma tartajeante o se pasan por las crines renegridas
peines finos en busca de liendres. Me asomo a la sala donde aquella noche
Juan Robles fue velado a la sombra de las Euménides: ahora está llena de
tapices, almohadones y camas turcas a la manera oriental. Cierto gitano,
tendido a lo principesco en una otomana, fuma su cachimba con los ojos
fijos en la pantalla de un televisor donde al jingle sucede ahora una escena
dramática de teatro del aire.
Como nadie parece advertir nuestra irrupción en aquella gitanería, doy
tres palmadas, a cuyo eco nos enfrenta una vieja de color tabaco,
pintarrajeada y tintineante de pulseras. La sigue una niña gitana bajo cuyo
corpiño maduran ya tempranos limones.
—¿Qué se les frunce? —nos dice la vieja entre cautelosa y divertida.
—Madre —le contesto— no se nos frunce nada. Sólo queremos
averiguar si han conocido ustedes a la familia de un tal Juan Robles que
vivió en esta casa y fue pisador de barro en los hornos de ladrillos.
—Este palacio —dice la vieja con humor— fue antes de un cebollero
que además vendía papas y carbón de leña, y que nos dejó la casa hecha una
inmundicia.
Mostrando sus dientes o perlas o granos de choclo, la niña se pone a
cantar:
El gato Mandinga era tal vez el único testigo que vigilaba más allá de la
frontera con sus pupilas fosfóricas. ¿Y no vio quizás, digo yo, cómo Patricia
Bell se adelantaba en una noche sin miedos, abriéndose paso con sus
rodillas, entre los rumorosos trigales de la muerte? ¿Y no vio tal vez el Gran
Pastor que la guiaba con su cayado rítmico, en un pasaje de violetas
húmedas y jacintos aventados? ¡Adiós, Eutanasia!
Y éstas fueron las Dos Batallas de Megafón que debí narrar tan sólo en
sus vicisitudes exteriores. El fondo secreto de la gesta megafoniana está
hoy, según dicen, en dos organismos iniciáticos que se ocultan uno en Villa
Crespo y el otro en San José de Flores. Al parecer, el de Flores consagra sus
esfuerzos a estudiar la doctrina en todos y cada uno de sus matices; y el de
Villa Crespo, dado más a la acción que a la meditación, trabajaría en una
praxis que a mi entender, y si ese organismo la concretara realmente, haría
polvo el esquema gris de Buenos Aires y del país entero. Se trataría de
buscar y encontrar el miembro viril de Megafón, su falo ausente que
Patricia Bell sustituyó con uno de terracota inmóvil. A esa búsqueda o
encuesta del falo perdido serían invitadas la nuevas y tormentosas
generaciones que hoy se resisten a este mundo con rebeldes guitarras o
botellas Molotov, dos instrumentos de música.
El problema está en la localización exacta del falo, ya que (nadie lo
duda) ese órgano fue hallado en su día con las demás piezas anatómicas del
héroe y escondido más tarde con fines traicioneros. Estaría oculto, según
contradictorios investigadores, en el gorro frigio de la República marmórea
que tirita o suda en la Pirámide; o en los duros juanetes del Obelisco; o en
el sótano del Ministerio de Hacienda y encadenado allá en razón de su
peligrosidad revolucionaria; o en una caja fuerte del Banco de Boston y
disfrazado según las estrategias del imperialismo; o en el reloj asmático de
la Torre de los Ingleses: o astutamente olvidado en un friso de la catedral
metropolitana.
Sea como fuere, todo aquí está en movimiento y como en agitaciones de
parto. ¡Entonces, dignos compatriotas, recomencemos otra vez! Así lo
aconsejaba Heródoto, gran farol de la Historia, que sabía un kilo. ¡Y adiós,
que me voy!
LEOPOLDO MARECHAL (Buenos Aires, 1900 - 1970) fue un poeta,
dramaturgo, novelista y ensayista argentino.
En la primera etapa de su vida literaria prevaleció la poesía. Publicó Los
aguiluchos (1922) y Días como flechas (1926).
En 1926 viajó por primera vez a Europa, donde trabó amistad con
importantes intelectuales y pintores como Picasso, Héctor Basaldúa y
Antonio Berni. La publicación de Adán Buenosayres en 1948, exceptuando
el comentario elogioso de Julio Cortázar y algunas otras voces entusiastas,
como las de los poetas Rafael Squirru y Fernando Demaría, a quienes
dedicaría respectivamente la «Alegropeya» y la «Poética» de su
Heptamerón, pasó en principio completamente inadvertida. Las cuestiones
políticas no fueron ajenas a los motivos, considerando la abierta simpatía
del escritor hacia el peronismo, en cuyo gobierno siguió trabajando en el
campo de la educación y de la cultura.
En 1951 se estrenó la obra teatral Antígona Vélez (basada en la Antígona de
Sófocles). Por esa pieza teatral recibe el Primer Premio Nacional de Teatro.
Escribió dos novelas más: El banquete de Severo Arcángelo (1965) y
Megafón, o la Guerra (1970). Esta última estaba en la imprenta cuando
Marechal falleció en 1970.