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El Diálogo en el Aula

El diálogo es un hecho humano que, como lo sostiene Freire (1970), cobra sentido si está
vinculado con un proceso de acción-reflexión orientado a la transformación del sujeto y su
realidad. Frente a este planteamiento, es inevitable pensar en la escuela puesto que en ella
pareciera que predomina la antidialogicidad, el monólogo y la palabra intrascendente que sólo
sirve dentro de los propios espacios del aula. El aula se muestra como “un lugar cerrado a la
palabra” (Zambrano, 1986, p. 32). Cuando la escuela coarta la palabra del alumno, le niega el
pensamiento y al negarle el pensamiento le niega su estar en el mundo, convirtiéndolo en un ser
minusválido:

…el ser humano se va limitando zoológicamente, transformándose en el sujeto


mínimo, se va minimizando, porque se le van quitando posibilidades; parece una
persona pero no lo es porque la corporeidad es un espacio que piensa, y si le quito
al cuerpo la capacidad de conectarse con la realidad, el cuerpo no siente, pero
tampoco piensa” (Zemelman y Quintar, 2005, p. 127).

Estamos aquí ante la “pedagogía bonsái” llevada a cabo en las escuelas en las que de
forma sutil se va cortando la raíz principal del sujeto representada en su pensamiento,
imposibilitando, así, su pleno desarrollo, su capacidad de creación y re-creación. Como plantean
Zemelman y Quintar, la pedagogía bonsái:

…consiste en hacer seres humanos muy armoniosos pero chiquititos, sin fuerza, sin
capacidad de presión, ni demanda, sin capacidad de imaginación, ni de proyecto, y
por lo tanto sin capacidad de construir nada, capaces simplemente de obedecer
eficientemente instrucciones” (ob. cit., p. 128).

Ese sujeto minimizado, conforme, sucumbe ante la palabra vacía “…de la cual no se
puede esperar la denuncia del mundo, dado que no hay denuncia verdadera sin compromiso de
transformación, ni compromiso sin acción” (Freire, 1970, p. 104). Ante la palabra vacía que lo
niega, se debe apostar por la palabra auténtica, trascendental, que posibilite miradas, modos de
comprensión; que propicie el mirar y vivir de un modo distinto.

A través de la palabra se manifiesta el pensamiento por lo que privar a un sujeto de su


palabra es limitar su posibilidad de problematizar su mundo y su capacidad de lucha ya que el
pensar implica “abrir los ojos y mirar lo que tengo a mi alrededor…” (Zememan, 2011, p. 25). El
pensar, continúa Zemelman, es el esfuerzo del sujeto por desocultar, “ver lo invisible, sobre todo,
que la persona se coloque ante sí misma y sus circunstancias” (ob. cit., p. 26). Este esfuerzo –
que se traduce en la problematización-comprensión-develación de la realidad - contempla que
el hombre se encuentre y se comprenda a sí mismo. Se habla de un acto de defensa de la propia
existencia, de “estar en el mundo”, de estar vivo. No en vano, Ortega y Gasset (1914) señaló: “Yo
soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. (pp. 43-44). El pensamiento será
entendido, siguiendo a Zemelman y a Quintar (2005), como resistencia por parte del hombre por
seguir estando, por seguir siendo.
La lucha del hombre por “seguir siendo” pasa por estar consciente de su vida, de su
mundo, de sus relaciones con los otros; por deslastrar el mutismo y la inacción, ese “dejarse
llevar”. Pasa por ser responsable de su propio destino, por ser constructor de su historia y no
andar ante las “circunstancias” - esas “cosas mudas que están en nuestro próximo derredor”
(Ortega y Gasset, 1914. p. 35) – sordo, mudo, indiferente, insensible “fija la mirada en remotas
empresas” (ob. cit., p. 35). El sujeto, como lo insinúa este filósofo español, debe convertirse en
héroe de su propia vida, por ello es vital rescatar el verbo extraviado, y es que “la recuperación de
la voz tiene que ver con la recuperación del sujeto” (Zemelman y Quintar, 2005, p. 138).

El hombre no se puede construir desde el silencio estéril “sino en la palabra, en el trabajo,


en la acción, en la reflexión” (Freire, 1970, p. 104). Se precisa una estrecha relación entre el
educador y los educandos que posibilite el encuentro con sus vivencias y su cotidianidad
propiciando, así, la “pronunciación del mundo” (ob. cit., p. 105). Al decir “pronunciación del
mundo” es decir interpelación de la realidad, apalabrar el mundo, las experiencias diarias. Al decir
“pronunciación del mundo” es decir denuncia, reflexión crítica, alternativas, cambios, necesidad
de estar con los otros, junto a los otros. Al decir “pronunciación del mundo” es decir “estar vivo”,
de allí que Freire afirme que la experiencia comunicativa-dialógica implica un “exigencia
existencial” (ob. cit., p. 105). Además, añade Freire, para que se dé le diálogo verdadero debe
existir el amor y la fe hacia los hombres y su espacio vital. Se habla de aquí de una acción cargada
de humildad donde debe reine la confianza, la comprensión y el respeto.

Es necesario el encuentro sincero entre la escuela y la comunidad, entre el educando y sus


educandos en aras de mirar y mirarse, de comprender y comprenderse, de hacer y re-hacerse a
través de la palabra, del diálogo. Al “…hablar de dialogicidad en el campo educativo, es potenciar,
además de la construcción de la voz de los sujetos, el encuentro y reconocimiento con el otro
como sujeto, que interactúa con un saber particular y que proporciona una construcción colectiva
del saber y de la intersubjetividad” (Álvarez Camacho, 2012, p. 2).

Se requiere despojar de la escuela la sospecha, el desencuentro, el silencio infecundo, la


desconfianza de los saberes cotidianos. Álvarez Camacho hace un llamado al respeto por los
conocimientos, el mundo de vida y el poder de creación del sujeto. Otros autores, como Peréz
Esclarín (2000), consideran que en la escuela se debe respetar al sujeto en toda su integridad para
que deje de ser ese ser, negado puesto, para este autor, en el recinto escolar pareciera que se
mutilan todos sus sentidos, no sólo la voz sino también la mirada, el oído, el tacto y el gusto. En la
escuela se mutila la voz del educando al silenciarlo permanentemente. El educando debe hablar
sólo cuando se le dé la autorización. En la escuela se mutila la mirada al colocarle al educando una
gríngola para que mire sólo lo que educador quiere que mire, para que siga la ruta que en el aula
se indica. En la escuela se mutila el oído cuando se le adiestra para que esté atento sólo a lo que
dice, dicta y ordena el docente. En la escuela se mutila el gusto, reprimiendo los sueños. En la
escuela se atrofia el paladar, la búsqueda de sabores diferentes, interesantes, acostumbrándolos
sólo al sabor único del aula escolar. En la escuela se mutila el tacto y el contacto, las relaciones y
la sensibilidad. Al sentar a los educandos en los pupitres dándole la espalda al compañero,
pareciera que se les enseña a ignorarse. Al parecer se forma para ser indiferente hacia el otro,
hacia lo distinto; indiferente hacia la historia, hacia los problemas de su comunidad. Un ser que
ignora sus circunstancias es un ser que se ignora a sí mismo.

Pérez Esclarín (2000) propone una escuela que eduque el corazón, los ojos, los oídos, las
manos, la espiritualidad; este autor habla de una escuela que celebre la subjetividad, esa
subjetividad que ha demostrado en la práctica que “…cuando uno recupera los ojos de los sujetos
que están enfrente, mirándonos… ve claro que no es lo mismo manejar a Foucault o a Habermas
que mirar al otro que me colocar y me exige estar en la realidad (Zemelman y Quintar, 2005, p.
118)”. La escuela que se proyecta debe acoger “la legitimización de la realidad como anclaje para
empezar a pensar el mundo con el otro, y sobre todo para poder hacer un uso crítico de la teoría
desde nuestro propio contexto” (ob. cit., p. 118).

Se precisa una escuela donde se eduque la memoria, la curiosidad, la reflexión


permanente, la capacidad de soñar… En este sentido, Pérez Esclarín (2000) subraya:

No basta con brindar educación a todas las personas. Una educación integral de
calidad implica educar también a toda la persona. La educación tradicional sólo se
interesa por la cabeza del alumno, y de ella sobre todo la capacidad de memorizar
y repetir. El resto del cuerpo lo soporta porque no tiene otro remedio, pero si
pudiera diseccionar a los alumnos, haría todo lo posible para que trajeran a la
escuela sólo sus cabezas y dejaran en la casa el resto de sus cuerpos. Así no
molestarían o molestarían menos (p. 106).

Ante la escuela enfocada sólo en la “cabeza” del educando, donde lo medular es la


transmisión de conocimiento, hay que abanderar una escuela dialógica-comprensiva que propicie
el encuentro entre los sujetos para la conformación de subjetividades en el que no existan
“…ignorantes absolutos ni sabios absolutos” (Freire, 1970, p. 108) sino que hayan “…hombres que,
en comunicación, buscan saber más” (ob. cit., p. 108). Hombres que en y desde el diálogo
propicien una reflexión crítica sobre ellos y su entorno social. En ese diálogo necesario la palabra
que se revela “…pertenece tanto a quien la enuncia como a quien se destina y la confronta…”
(Hernández, 2011, p. 19). Esto apunta al encuentro entre los sujetos que participan en el proceso
dialógico, donde prevalezca el respeto por la palabra y la posibilidad de reconocer la subjetivad
particular en la subjetivad del otro como formas de abrir surcos a la consolidación-transformación
del ser:

…hablar de dialogicidad en el campo educativo, es potenciar, además de la


construcción de la voz de los sujetos, el encuentro y reconocimiento con el otro
como sujeto, que interactúa con un saber particular y que proporciona una
construcción colectiva del saber y de la intersubjetividad” (Álvarez Camacho, 2012,
p. 2).

Hablar de dialogicidad en el aula es hablar de una escuela que respeta al sujeto y su


capacidad para crecer junto a la palabra y las vivencias del otro.

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