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Caminar era su actividad favorita, sobre todo cuando lo hacía por su viejo
barrio. Con cada paso afloraba un recuerdo y los añoraba tanto que, desde que
tuvo que irse de allí, se había prometido volver una vez al mes para evitar que
se esfumaran. Como si cada vez que aparecían las imágenes, los olores, las
sensaciones o los sabores en su mente, ayudaran a que el recuerdo se anclara
más.
Su andar era lento y cuidadoso como el de quien recorre un museo. Ese otoño
había llegado con mucha fuerza, colmando las veredas de colchones de hojas
secas que, al pisarlas, sentía que abrazaba su infancia. La sensación del crujir
de la fronda debajo de sus pies siempre había sido muy placentero para ella.
Había vivido en ese barrio durante 32 años. Ella había nacido allí, igual que sus
padres y la historia que sus abuelos comenzaron 60 años atrás cuando
encontraron aquella pequeña casa que los alojaría durante toda su vida y que
sería la sede de los mejores canelones de verdura que el barrio hubiese
probado.
Una vez por mes, luego de reencontrarse con la que siempre fue, se sentaba
en el umbral de la vieja casa-restaurant de sus abuelos y sacaba su cuaderno:
SOY, se leía en el cartel de la tapa. Allí volcaba en el papel alguno de los
recuerdos que hubieran aflorado ese día, como si su historia de vida se
resumiera en esas páginas.
Unos segundos después, alguien con voz tenue le habló desde el otro lado de
la puerta. No sabía ni como comenzar a explicarle a esa persona lo que quería
porque, en realidad ella tampoco lo entendía. Intentó empezar presentándose,
al fin y al cabo algo que siempre tenía muy claro es quién era y de dónde
venía. El resto llegó solo, en pocas palabras pudo expresar su emoción y su
deseo y la puerta se abrió. Una mujer se asomó y se acercó a ella. Le tocó la
cara con sus manos arrugadas pero suaves como la brisa que la conquistaba
siempre al entrar al barrio y la invitó a pasar.
Bebió un sorbo de vino y miro a la mujer a los ojos. - “Gracias”- esbozó con la
voz quebrada y una sonrisa sutil como si al abrir la boca se arriesgara a dejar
escapar el sabor de su vida.
Ese día cambio algo más. El fin del recorrido por su viejo barrio ya no sería el
umbral de la vieja casa-restaurant de sus abuelos sino los canelones de
verdura de su abuela jugando en su boca.