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La(s) historia(s) que somos

Caminar era su actividad favorita, sobre todo cuando lo hacía por su viejo
barrio. Con cada paso afloraba un recuerdo y los añoraba tanto que, desde que
tuvo que irse de allí, se había prometido volver una vez al mes para evitar que
se esfumaran. Como si cada vez que aparecían las imágenes, los olores, las
sensaciones o los sabores en su mente, ayudaran a que el recuerdo se anclara
más.

Su andar era lento y cuidadoso como el de quien recorre un museo. Ese otoño
había llegado con mucha fuerza, colmando las veredas de colchones de hojas
secas que, al pisarlas, sentía que abrazaba su infancia. La sensación del crujir
de la fronda debajo de sus pies siempre había sido muy placentero para ella.

El olor a milanesas que salía por la ventana de la casa de rejas negras le


recordaba las peleas con su hermana para ayudar a su madre a empanarlas,
¡Cuánto les gustaba colaborar con eso! Pero, lo que mas esperaba, era
encontrarse con alguno de sus viejos vecinos sentados en la puerta de sus
casas con la vereda como punto de encuentro predilecto para las charlas
cotidianas.

Siempre modificaba el recorrido de su caminata. Pero había dos cosas que no


cambiaban: su total y absoluta atención puesta en cada rincón, en cada
persona que se cruzaba, en cada aroma que la envolvía y el lugar elegido para
finalizar su visita.

Pero ese mediodía, algo más cambió.

Había vivido en ese barrio durante 32 años. Ella había nacido allí, igual que sus
padres y la historia que sus abuelos comenzaron 60 años atrás cuando
encontraron aquella pequeña casa que los alojaría durante toda su vida y que
sería la sede de los mejores canelones de verdura que el barrio hubiese
probado.

Una vez por mes, luego de reencontrarse con la que siempre fue, se sentaba
en el umbral de la vieja casa-restaurant de sus abuelos y sacaba su cuaderno:
SOY, se leía en el cartel de la tapa. Allí volcaba en el papel alguno de los
recuerdos que hubieran aflorado ese día, como si su historia de vida se
resumiera en esas páginas.

En el momento en que estaba empezando a escribir, un fuerte aroma se coló


por su nariz. No exageraría al decir que ese aroma le tocó el corazón e intento
salir por su boca convertido en sabor. Recordó que hacía algunos días atrás,
había leído un artículo que explicaba la relación entre el sentido del olfato y del
gusto. Sintió la lágrima correr por su mejilla y casi sin pensarlo, cerró el
cuaderno y se acercó al timbre de la puerta. Dudó, pero solo un segundo. El
sabor a los canelones de su abuela no se le iba de la boca y no estaba en sus
planes dejar pasar esa sensación sin averiguar qué la había generado.

Unos segundos después, alguien con voz tenue le habló desde el otro lado de
la puerta. No sabía ni como comenzar a explicarle a esa persona lo que quería
porque, en realidad ella tampoco lo entendía. Intentó empezar presentándose,
al fin y al cabo algo que siempre tenía muy claro es quién era y de dónde
venía. El resto llegó solo, en pocas palabras pudo expresar su emoción y su
deseo y la puerta se abrió. Una mujer se asomó y se acercó a ella. Le tocó la
cara con sus manos arrugadas pero suaves como la brisa que la conquistaba
siempre al entrar al barrio y la invitó a pasar.

El tiempo se detuvo. Y el olor se intensificaba cada vez más. Cada rincón de la


casa era un viaje al pasado. La mujer le contó que hacía algunos meses se
había mudado a esa casa porque quería volver al barrio de su infancia y que,
ese mismo día, ordenando un placard había encontrado un cuaderno
escondido que llamó su atención. Al verlo, las lágrimas de la muchacha
brotaron de sus ojos. El cuaderno tenía un título: SOY. Adentro, escrito con la
letra de su abuela, estaban todas sus recetas. Toda su infancia contenida en
ese diminuto cuaderno de mano. La primera, por supuesto, eran los canelones
de verdura.

La mujer había decidido cocinarlos y seguir la receta al pie de la letra. Cuando


vio la emoción de la muchacha, la invitó a almorzar con ella disculpándose de
ante mano por si los canelones no eran tal cual los de su abuela, lo último que
quería era causarle una desilusión a esa joven de recuerdos tan profundos.
Se llevó a la boca el primer bocado. En el momento en que apartó el tenedor, el
diminuto pedazo de canelón de verdura, hizo vibrar su boca y la sensación se
expandió por todo el cuerpo. Descubrió que los recuerdos tenían un sabor, y
era ese. En su paladar se fusionaban los trozos suaves de la verdura con el
espesor de la salsa blanca y, cubriéndolos como en un abrazo, la masa fina
con esa pizca perfecta de sal. Podía sentir la cebolla crujir y aquel toque de ají
que desde pequeña le hacia cosquillas en la lengua. Era perfecto.

Bebió un sorbo de vino y miro a la mujer a los ojos. - “Gracias”- esbozó con la
voz quebrada y una sonrisa sutil como si al abrir la boca se arriesgara a dejar
escapar el sabor de su vida.

Ese día cambio algo más. El fin del recorrido por su viejo barrio ya no sería el
umbral de la vieja casa-restaurant de sus abuelos sino los canelones de
verdura de su abuela jugando en su boca.

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