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Sexto día

DESPUÉS DE COMPLETAS

Donde, casi por casualidad, Guillermo descubre el secreto para entrar en el finis

Africae.

Africae. Nos apostamos, como dos sicarios, cerca de la entrada, detrás de una columna, desde
donde podía observarse la capilla de las calaveras. Una vez hay a atrancado las puertas por
dentro, tendrá que salir por el osario. Ha ido al finis Africae, dije.

Quizá, respondió Guillermo. Quizá esté en el Edificio, quizá esté matando al Abad. Guillermo se
estaba poniendo nervioso. Salimos por la puerta septentrional y atravesamos el cementerio,
mientras el viento soplaba con fuerza.

Rogué al Señor que no hiciera que fuésemos nosotros quienes nos topáramos con dos
espectros, porque aquella noche no había precisamente penuria de almas en pena en la
abadía. Llegamos a los establos y escuchamos a los caballos, cada vez más inquietos por la furia
de los elementos. Quería hacer no sé qué encantamiento con ese caballo, y en su latín lo
llamaba tertius equi.

Corre, corre a tu celda y coge la lámpara. Las lámparas estaban debajo de mi lecho, llenas de
aceite, porque y a me había ocupado de llenarlas. Guillermo estaba bajo el trípode. Y y a
estábamos en la galería subterránea, con las lámparas encendidas, caminando hacia la puerta
que daba a la cocina.

Como he dicho anteriormente, al final del pasadizo bastaba empujar una puerta de madera
para estar en la cocina, detrás de la chimenea, al pie de la escalera de caracol que conducía al
scriptorium. Estábamos empujando la puerta, cuando oímos a nuestra izquierda unos ruidos
apagados, procedentes de la pared que había junto a la puerta, donde terminaba la fila de
nichos llenos de huesos y calaveras. Los golpes parecían proceder de detrás de la lápida, o bien
de arriba de la lápida, en parte de detrás de la pared y en parte de arriba de nuestras cabezas.
Si algo semejante hubiera sucedido la primera noche, en seguida habría pensado en los monjes
difuntos.

Guillermo abrió la puerta y salió detrás de la chimenea. Los golpes también se oían a lo largo
de la pared que había junto a la escalera de caracol, como si alguien estuviese preso en el
muro, o sea dentro del espesor de pared , cuy a existencia cabía suponer entre el muro interno
de la cocina y el extremo del torreón meridional. Siempre me había preguntado si no existiría
otro acceso al finis Africae en este Edificio lleno de pasadizos. En el osario, antes de subir hacia
la cocina, se abre un lienzo de pared y por una escalera paralela a ésta, oculta dentro de la
pared, se llega directamente a la habitación tapiada.

En cuanto a salvarlo, sólo podremos hacerlo destrabando el mecanismo desde arriba, porque
desde aquí no sabemos cómo se hace. Subimos al scriptorium y de allí al laberinto, donde no
tardamos en llegar al torreón meridional. En dos ocasiones tuve que frenar la carrera porque el
viento que aquella noche entraba por las hendiduras de la pared producía unas corrientes que,
al meterse por aquellos vericuetos, recorrían gimiendo las habitaciones, soplaban entre los
folios desparramados sobre las mesas, y me obligaban a proteger la llama con la mano. Pronto
llegamos a la habitación del espejo, ya preparados para el juego de deformaciones que nos
esperaba.

¿Quieres incendiar la biblioteca?

Pedí disculpas y traté de encender otra vez la lámpara. Sus dedos estaban tocando la q de
quatuor, y y o, que me encontraba unos pasos más atrás, veía mejor que él lo que estaba
haciendo. Se sacudió todo el marco del espejo y la placa de vidrio saltó hacia adentro. El espejo
era una puerta, cuyos goznes estaban a la izquierda.

Guillermo metió la mano en la abertura que había quedado entre el borde derecho y la pared,
y tiró hacia sí. Chirriando, la puerta se abrió hacia nosotros. Guillermo entró por la abertura, y y
o me deslicé tras él, alzando la lámpara por encima de mi cabeza. Dos horas después de
completas, al final del sexto día, en mitad de la noche en que se iniciaba el séptimo día,
habíamos penetrado en el finis Africae.

Séptimo día

NOCHE

Antes, incluso, de que la luz iluminase su rostro, Guillermo habló. Ahora que habíamos dado


unos pasos hacia adelante, la lámpara alumbró el rostro del viejo, que nos miraba como si
pudiese ver. Junto al armario podéis ver una rueda con contrapesos, que gobierna el
mecanismo desde aquí. El Abad está muerto.

Nunca comprendió exactamente cuáles eran los tesoros, y los fines, de la biblioteca. Quería
que se abriese el finis Africae. Cuando te diste cuenta de que te estabas volviendo ciego y de
que no podrías seguir controlando la biblioteca, hiciste una maniobra muy fina. Lograste que
nombraran abad a un hombre de tu confianza, y bibliotecario, primero a Roberto da Bobbio, a
quien podías formar como quisieras, y después a Malaquías, que necesitaba tu ay uda y no
daba un paso sin consultarte.

Durante cuarenta años has sido el amo de esta abadía. Sin embargo, aún me esperabas a mí, y
no habrías podido trabar el mecanismo del espejo porque está empotrado. Guillermo
preguntaba, pero por su tono se veía que ya adivinaba cuál sería la respuesta, y la esperaba
como premio a su sagacidad. Pero nunca sobre la biblioteca, como si ya conocieses todos sus
secretos.

Y, por último, cuando el otro día en el nártex, Severino se acercó a hablarte de un libro, estuve


seguro de que seguías la misma pista que y o. Fuiste a ver a Malaquías, que hasta entonces no
había comprendido nada. Atormentado por sus celos, el necio seguía obsesionado por la idea
de que Adelmo le había quitado a su adorado Berengario, que ahora quería carne más joven
que la suya. Venancio en esta historia, y tú le confundiste aún más las ideas.

Berengario había tenido una relación con Severino, y que para compensarlo le había dado un
libro del finis Africae. El hecho es que, loco de celos, Malaquías fue al laboratorio de Severino y
lo mató. Después no tuvo tiempo de buscar el libro que le habías descrito, porque llegó el
cillerero. Es probable que nunca haya mirado los libros del finis Africae.

Era Severino quien se las proporcionaba. Yo no quería que Malaquías muriese. Le dije que
encontrara el libro costara lo que costase, y que volviera a traerlo aquí, sin abrirlo. No sé cómo
has descubierto el secreto del espejo, pero cuando el Abad me dijo que habías aludido al finis
Africae tuve la seguridad de que pronto llegarías.

Quiero ver esa copia en griego, probablemente realizada por un árabe, o por un español, que
tú encontraste cuando, siendo ay udante de Paolo da Rimini, conseguiste que te enviaran a tu
país para recoger los más bellos manuscritos del Apocalipsis en León y Castilla. Ese botín te
hizo famoso y estimado en la abadía, y te permitió obtener el puesto de bibliotecario, cuy o
titular debía haber sido Alinardo, diez años mayor que tú. Guillermo se sentó y apoyó la
lámpara, que yo le había pasado, sobre la mesa, iluminando desde abajo el rostro de Jorge. El
viejo cogió un volumen que tenía delante y se lo entregó.

Guillermo miró el libro, pero no lo tocó.

Severino cuando lo encontramos muerto. Lentamente, abrió el volumen, gastado y frágil. Con


su oído finísimo, Jorge escuchó el ruido que hice. Guillermo hojeó rápidamente las primeras
páginas.

En efecto, Guillermo había pasado rápidamente las páginas hasta llegar al texto


griego. Guillermo leyó las primeras líneas, primero en griego y después traduciéndolas al
latín, y luego siguió en esta última lengua, para que también y o pudiera enterarme de cómo
empezaba el libro fatídico. En el primer libro hemos tratado de la tragedia y de
cómo, suscitando piedad y miedo, ésta produce la purificación de esos sentimientos. Como
habíamos prometido, ahora trataremos de la comedia y de cómo, suscitando el placer de lo
ridículo, ésta logra la purificación de esa pasión.

Mostraremos cómo el ridículo de los hechos nace de la asimilación de lo mejor a lo peor, y


viceversa, del sorprender a través del engaño, de lo imposible y de la violación de las leyes de
la naturaleza, de lo inoportuno y lo inconsecuente, de la desvalorización de los personajes, del
uso de las pantomimas grotescas y vulgares, de lo inarmónico, de la selección de las cosas
menos dignas. Guillermo traducía con dificultad, buscando las palabras justas, deteniéndose a
cada momento. Con este estorbo en los dedos no puedo separar un folio de otro. Tendría que
quitármelos, humedecerme los dedos en la lengua, como hice esta mañana cuando leía en el
scriptorium y de golpe comprendí también este misterio, y debería seguir hojeando el libro así
hasta que mi boca hubiera recibido la cantidad adecuada de veneno.

Me refiero al veneno que un día, hace mucho tiempo, robaste del laboratorio de


Severino, quizá porque y a entonces estabas preocupado tras haber oído a alguien en el
scriptorium manifestar su interés por el finis Africae o por el libro perdido de Aristóteles, o por
ambos a la vez. Y lo advertiste hace unos días, cuando Venancio se acercó demasiado al tema
de este libro, y Berengario, por frivolidad, por jactancia, para impresionar a Adelmo, resultó
menos discreto de lo que creías. Venancio llegó hasta aquí, sustrajo el libro, lo hojeó con
ansiedad, con voracidad casi física.

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