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Competencia lectora

PAES
forma: 4845160-A
INSTRUCCIONES

1.- Esta prueba contiene 12 preguntas. Todas las preguntas son de 4 opciones de respuesta
(A, B, C y D). Solo una de las opciones es correcta.

2.- Completa todos los datos solicitados en la hoja de respuestas, de acuerdo con las instruc-
ciones contenidas en esa hoja, porque estos son de tu exclusiva responsabilidad.
Cualquier omisión o error en ellos impedirá que se entreguen tus resultados. Se te dará
tiempo para completar esos datos antes de comenzar la prueba.

3.- Dispones de 0 horas y 30 minutos para responder las 12 preguntas.

4.- Las respuestas a las preguntas se marcan en la hoja de respuestas que se te entregó.
Marca tu respuesta en la fila de celdillas que corresponda al número de la pregunta
que estás contestando. Ennegrece completamente la celdilla, tratando de no salirte
de sus márgenes. Hazlo exclusivamente con lápiz de grafito Nº2 o portaminas HB.

5.- No se descuenta puntaje por respuestas erradas.

6.- Puedes usar este folleto como borrador, pero no olvides traspasar oportunamente
tus respuestas a la hoja de respuestas. Ten presente que para la evaluación se
considerarán exclusivamente las respuestas marcadas en dicha hoja.

7.- Cuida la hoja de respuestas. No la dobles. No la manipules innecesariamente.


Escribe en ella solo los datos pedidos y las respuestas. Evita borrar para no deteriorarla.
Si lo haces, límpiala de los residuos de goma.

8.- Recuerda que está prohibido copiar, fotografiar, publicar y reproducir total o parcial-
mente, por cualquier medio, las preguntas de esta prueba.

9.- Tampoco se permite el uso de teléfono celular, calculadora o cualquier otro dispositivo
electrónico durante la rendición de la prueba.

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Texto 1

El impostor

Conocí a Enric Marco en junio de 2009, cuatro años después de que se convirtiera en
el gran impostor. Cuando lo conocí, acababa de publicar mi décimo libro, pero no
era un buen momento. Ni yo mismo entendía por qué. Un día mi mujer me puso un
ultimátum: o yo iba donde un psicoanalista o ella pedía el divorcio. Visité entonces
al psicoanalista que ella me recomendó. Mentiría si dijera que aquellas sesiones no
sirvieron para nada: intentó guiarme hasta dos conclusiones. La primera era que la
culpa de mis desdichas la tenía mi madre; la segunda conclusión era que mi vida era
una farsa y yo un farsante, que había elegido la literatura para llevar una existencia
libre, feliz y auténtica y llevaba una existencia falsa, esclava e infeliz, que yo iba
de novelista, pero en realidad no era más que un impostor. Esta última conclusión
acabó pareciéndome más verosímil que la primera. Fue ella la que hizo que me
acordara de Marco.
Aquí debo retroceder unos años, justo hasta el momento en que estalló el caso
Marco. En ese tiempo devoré todo lo que se escribió sobre Marco y, cuando supe
que algunas personas cercanas a mí lo conocían o le habían prestado atención, los
invité a comer a mi casa para hablar de él.
La comida fue a mediados de mayo de 2005. Asistieron mi hijo, mi mujer, mi herma-
na Blanca y dos compañeros de la Facultad de Letras: Anna Maria Garcia y Xavier
Pla. Mi hermana Blanca era la única que conocía bien a Marco, porque años atrás
había coincidido con él en la junta directiva de FAPAC, una asociación de padres de
alumnos de la que durante mucho tiempo ambos habían sido vicepresidentes. Para
sorpresa de todos, Blanca pintó a un viejecito encantador, hiperactivo, coqueto y
dicharachero, que se moría por salir en las fotos, y, sin molestarse en esconder la
simpatía que le había inspirado el gran impostor, habló de los proyectos, las reunio-
nes, las anécdotas y los viajes que habían compartido. Mientras hablábamos sobre
Marco, Xavier y yo estábamos sobre todo perplejos; Blanca, entre perpleja y diver-
tida; Anna Maria, solo indignada: repetía que Marco era un mentiroso compulsivo
y sin escrúpulos que se había burlado de todos. En algún momento, como si cayera
en la cuenta de una evidencia dramática, Anna Maria me dijo, taladrándome con
la mirada:
—Oye, ¿por qué has organizado esta comida? ¿Por qué te interesas por Marco?
¿No estarás pensando en escribir sobre él?
Los tres bruscos interrogantes me pillaron desprevenido, y no supe qué contestar;
la propia Anna Maria me rescató del silencio.
—Mira, Javier —me advirtió, muy seria—. Lo que hay que hacer con Marco es
olvidarlo. Es el peor castigo para ese monumento a la vanidad. —En seguida sonrió
y añadió—: Cambiemos de tema.

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No recuerdo si cambiamos de tema, pero recuerdo que no me atreví a reconocer en
público que la intuición de Anna Maria era correcta; ni siquiera a explicarle que,
si al final escribía sobre Marco, no lo haría para hablar de él, sino para intentar
entender por qué había hecho lo que había hecho. Días más tarde leí en El País
algo que me recordó su advertencia. Era una carta al director. No era la carta de
una mujer indignada, sino más bien abrumada y avergonzada; decía: «No creo que
tengamos que entender las razones de la impostura del señor Marco »; también
decía: «Detenernos a buscar justificaciones a su comportamiento es no entender el
legado de las víctimas reales de cuyo dolor Marco intentó apropiarse».
Eso decía la carta. Era exactamente lo contrario de lo que yo pensaba. Yo pensaba
que nuestra primera obligación es entender. Entender, por supuesto, no significa
disculpar o, como decía ella, justificar; mejor dicho: significa lo contrario. El pen-
samiento y el arte, pensaba yo, intentan explorar lo que somos, revelando nuestra
infinita, ambigua y contradictoria variedad. ¿Entender es justificar? ¿No es más
bien nuestra obligación? ¿No es indispensable tratar de entender toda la confusa
diversidad de lo real, desde lo más noble hasta lo más abyecto?
Estas preguntas me rondaban todavía una semana después, en una cena de amigos
en la que me llamaron impostor. A diferencia de la comida de mi casa, aquella
reunión no se había organizado para hablar de Marco, pero acabamos hablando de
él porque nuestro anfitrión acababa de publicar un artículo en el que saludaba con
ironía el genial talento de impostor de Marco y le daba la bienvenida al gremio
de los fabuladores. Durante un buen rato estuvimos hablando y yo aproveché para
contar lo que había averiguado sobre el asunto.
—¡Pero Javier! —exclamó el anfitrión, bruscamente agitado—. ¿No te das cuenta?
¡Marco es un personaje tuyo! ¡Tienes que escribir sobre él!
Su fogoso comentario me halagó, pero también me incomodó; para ocultar mi em-
barazosa satisfacción seguí hablando, opiné que Marco no solo era fascinante por sí
mismo, sino por lo que revelaba de los demás.
—Es como si todos tuviésemos algo de Marco —me oí decir—. Como si todos
fuésemos un poco impostores.
Me callé y, quizá porque nadie supo cómo interpretar mi afirmación, se hizo un
silencio demasiado largo. Al terminar aquella cena pasé horas pensando en eso. Me
preguntaba si, dado que entender es casi justificar, alguien tenía derecho a intentar
entender a Enric Marco y justificar así su mentira y alimentar su vanidad. Era
imposible contar la historia de Marco sin mentir. Entonces, ¿para qué contarla?
¿Para qué intentar escribir un libro que no se podía escribir?
Aquella noche decidí no escribir este libro. Y al decidirlo noté que me quitaba un
peso de encima.

Javier Cercas, El impostor. Barcelona: Literatura Random House (2014), pp. 6-13
(fragmento adaptado).

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1.- ¿Qué frase del narrador reduce la credibilidad del texto ante los lectores?
A) “Ni yo mismo entendía por qué”.
B) “El pensamiento y el arte, pensaba yo, intentan explorar lo que somos”.
C) “Su fogoso comentario me halagó, pero también me incomodó”.
D) “Aquella noche decidí no escribir este libro”.

2.- La historia de la visita de Javier al psicoanalista, ¿qué función cumple en relación


con el texto?
A) Explicar la semejanza entre el protagonista y Marco.
B) Ejemplificar uno de los efectos positivos del psicoanálisis.
C) Contextualizar el momento en que el protagonista conoció a Marco.
D) Informar la causa de los problemas matrimoniales del protagonista.

3.- ¿Cuál es la actitud de Blanca hacia Marco?


A) Rechazo, pues no le agradaba hablar de cómo la había engañado.
B) Indiferencia, pues su relación había sido únicamente profesional.
C) Agrado, pues había compartido gratas experiencias con él.
D) Confusión, pues no lograba comprender sus mentiras.

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Texto 2

Héctor y Pedro

Si precisara elegir el momento que transformó mi vida, ese sería cuando Héctor
nos invitó a pasar el día en su casa en Tepoztlán. «Marina, vengan el sábado, invité
a los Arteaga, a Mimí, a Klaus, a Laura y su novio, a Aljure, a Ruvalcaba, a Ceci,
a Julio, más los que se cuelen». Acepté a sabiendas de que a Claudio le chocaría ir.
No soportaba a mis amigos «hippies». Le aburrían y no tenía nada en común con
ellos. A Claudio una buena película era la que lo divertía, las comedias comerciales,
«las que me hacen olvidar la tensión del trabajo». No toleraba las largas y estáticas
cintas dirigidas por Héctor. «Son la cosa más aburrida que hay», reclamaba mi ma-
rido, sin importar los Cannes o los Venecias o cualquier otro premio reconocido que
las avalaran. Ese sábado terminamos por ir a Tepoztlán y ahí, justo ahí, empezó
todo. Si yo hubiera rechazado la invitación, si Claudio se hubiese empecinado en
que fuéramos a comer con sus padres como cada sábado, mi vida ahora seguiría
igual, feliz, ordenada y previsible, y la relojería del desastre no se habría echado a
andar.

El día soleado, aunado a que Héctor le prometió sintonizar en la televisión el parti-


do de eliminatorias de la Champions, convencieron a Claudio. Además, a mis hijos
les encantaba ir. Disfrutaban de jugar con las mascotas que Héctor y Pedro man-
tenían en la propiedad: once monos araña, dos mapaches, tres labradores retozones
y encimosos, cuatro gatos y seis caballos mansos en los cuales podían montar y
recorrer el Tepozteco. «Vamos, vamos», dijeron mis tres hijos entusiasmados. Y es
que la verdad se la pasaban muy bien en casa de Héctor y Pedro. Estoy convencida
de que el «aborrecimiento»de Claudio hacia mis amigos era solo una pose, porque
a varios de ellos los conocía desde niños.

Llegamos temprano. Héctor y Pedro recién habían despertado y todavía sin du-
charse y sin peinar nos recibieron. «Perdón, nos desvelamos anoche. Pasen por
favor, aquí Luchita los va a atender en lo que nos bañamos. Les puede preparar
unos chilaquiles y en la mesa hay juguito de naranja recién exprimido. En ese cuarto
pueden cambiarse y ponerse cómodos». Se retiraron ellos dos a alistarse.

Héctor se consideraba el enfant terrible, el transgresor precoz, del cine mexicano


y hacía lo posible por alimentar su leyenda. Frente a la prensa era soez, exhibi-
cionista, altanero. Juzgaba al resto de sus colegas con aire de autosuficiencia y la
mayoría le parecían pedestres y anodinos. Sus películas exhibían seres monstruosos
y perversos. La crítica y los festivales lo adoraban. Los periódicos europeos apilaban
elogios sobre él. Le Monde lo calificaba de «genio que crea imágenes contundentes»,
Der Spiegel describía su obra como «si Dante y el Bosco hubiesen decidido ser di-

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rectores de cine». Héctor gozaba de los abucheos de los espectadores, que salieran
asqueados, que lo insultaran. Cumplía a cabalidad con el cliché de «escandalizar
a la burguesía y darle su merecido». En realidad, el burgués era él. Heredero de
una fortuna construida sobre la explotación de cientos de trabajadores en minas
carboníferas, jamás cuestionó el dolor y la miseria que causaban sus empresas. Al
morir sus padres, no se desprendió de ellas y siguió manejándolas desde el consejo
de administración que presidía. Sus películas eran financiadas por decenas de ros-
tros anónimos, ennegrecidos por el carbón y con los pulmones fosilizados por años
de respirar el infame polvo de las minas.

Aun con sus actitudes petulantes y su fama de intragable, en la vida cotidiana


Héctor era un tipo afectuoso y dulce. Un amigo leal siempre dispuesto a ayudar.
Sin que Claudio lo supiera, Héctor le ordenó a su director de finanzas que invirtiera
parte del dinero de su compañía en el fondo que Claudio manejaba. Lo hizo por mí,
por cariño, por los años de conocernos, por su talante generoso. El caso es que nues-
tra situación económica mejoró de un mes para otro. Ochenta millones de dólares
no son poca cosa. Y en manos de Claudio, que era ducho en cuestiones financieras,
el capital empezó a generar ganancias constantes. Héctor me hizo prometerle que
nunca le revelaría a Claudio quién había transferido tan considerable cantidad a su
fondo.

Pedro provenía de una familia dedicada a los bienes raíces. No poseía, ni de le-
jos, una fortuna tan cuantiosa como la de Héctor, pero sí mayor a la del 99 % de
los mortales. El «rancho», así les gustaba llamar a la casa de Tepoztlán, había per-
tenecido a sus abuelos. Un terreno rústico de veinte hectáreas sobre el que, claro
está, construyeron una casa diseñada por un arquitecto ganador del premio Pritz-
ker y cuyos espacios fueron decorados por Ten Rainbows, la afamada compañía de
interiorismo neoyorkina. Cada rincón estaba cuidado al extremo.

Héctor y Pedro eran consumados mecenas. Museos, galerías, escuelas de artes plás-
ticas, orquestas, bibliotecas eran subvencionados por ellos. Mi compañía de danza
contemporánea recibía también sus donaciones. Aunque me preciaba de mantener
finanzas sanas, sus aportaciones me permitían un manejo más desahogado, sin las
limitantes presupuestarias de otras compañías. Podía rentar mejores teatros para
nuestras funciones, pagar a asesores de calidad mundial y extender contratos a los
más talentosos bailarines.

Pedro era quien manejaba los asuntos de la fundación. Aunque generoso, su mece-
nazgo no estaba peleado con las ganancias. En ocasiones, los galeristas les regalaban
cuadros del pintor promisorio que ellos apoyaron y cuyo valor crecía veinte, treinta
veces en solo un par de años. Cuando alguna de las orquestas que patrocinaban via-
jaba a tocar a un recinto en el extranjero, ellos se quedaban con un porcentaje del
pago efectuado. Y claro, la mayoría de sus donativos eran deducibles de impuestos.

Pero fue Pedro mismo, no sus donaciones ni sus películas, quien me condujo, ese

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día en Tepoztlán, hacia el huracán de experiencias que arrancó los cimientos de mi
vida y la trastocó hasta dejarla irreconocible.

Guillermo Arriaga, Salvar el fuego. Madrid: Alfaguara (2020) (fragmento


adaptado).

4.- Con base en el segundo párrafo, ¿cuál es una inferencia que se puede hacer sobre
Claudio?
A) Conocía a Marina desde su infancia.
B) Disfrutaba salir a pasear con su familia.
C) Se interesaba por pasar tiempo con sus hijos.
D) Se sentía incómodo al estar con mucha gente.

5.- ¿Cuál es el propósito de la historia?


A) Contar las vivencias de un grupo de viejos amigos.
B) Narrar el día en que cambió la vida de la protagonista.
C) Describir la visita de una familia a la casa de unos amigos.
D) Presentar a dos artistas destacados en la escena mexicana.

6.- ¿Cuál es el propósito de Héctor al actuar de manera petulante en el ámbito público?


A) Evitar que cualquier persona pudiera acercarse a él.
B) Mantener una distancia entre su vida privada y su trabajo.
C) Impedir que su trabajo influyera en sus relaciones personales.
D) Proyectar una imagen de sí mismo que concordara con su obra.

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7.- En el primer párrafo, la expresión “la relojería del desastre no se habría echado a
andar” alude a que la
A) protagonista se arrepiente de haber aceptado la invitación de Hector a su casa
en Tepoztlán.
B) visita a Tepoztlán desencadenó una serie de acontecimientos inesperados por
la protagonista.
C) amistad entre la protagonista, Héctor y Pedro terminó como consecuencia de
lo sucedido en Tepoztlán.
D) insistencia de la protagonista para que visitaran Tepoztlán fue el inicio de sus
problemas matrimoniales.

8.- ¿Cuál es el propósito de Claudio al decir que las buenas películas son “las que [lo]
hacen olvidar la tensión del trabajo”?
A) Expresar su agrado por las películas de Héctor.
B) Demeritar la calidad de las películas de Héctor.
C) Compartir su afición por las comedias comerciales.
D) Opinar sobre el efecto que deberían tener las películas.

9.- ¿Quién es Marina?


A) Hija de Héctor.
B) Pareja de Pedro.
C) Pareja de Claudio.
D) Hermana de Héctor.

10.- Héctor prometió sintonizar el partido de eliminatorias de la Champions para que


A) Claudio aceptara visitar Tepoztlán.
B) Claudio se sintiera a gusto en su casa.
C) sus invitados se entretuvieran en Tepoztlán.
D) sus invitados compartieran su afición deportiva.

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11.- ¿Cuál de los siguientes fragmentos, si se eliminara del texto, cambiaría más la forma
de percibir a Héctor?
A) “El día soleado, aunado a que Héctor le prometió sintonizar en la televisión el
partido de eliminatorias de la Champions, convencieron a Claudio”.
B) “Héctor se consideraba el enfant terrible, el transgresor precoz, del cine mexi-
cano y hacía lo posible por alimentar su leyenda. Frente a la prensa era soez,
exhibicionista, altanero”.
C) “Héctor me hizo prometerle que nunca le revelaría a Claudio quién había
transferido tan considerable cantidad a su fondo”.
D) “Héctor y Pedro eran consumados mecenas. Museos, galerías, escuelas de artes
plásticas, orquestas, bibliotecas eran subvencionados por ellos”.

12.- ¿Dónde trabaja la protagonista?


A) En una compañía de danza.
B) En un fondo de inversión.
C) En una mina carbonífera.
D) En un periódico europeo.

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