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Lossentimientosdeculpa
Lossentimientosdeculpa
net/publication/264911854
Etxebarria, I. (2005). Los sentimientos de culpa: ¿qué hacer con ellos? Málaga:
Arguval. (ISBN: 84-96435-34-2).
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Itziar Etxebarria
Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
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Índice
Introducción.
1. Apogeo y crisis de los sentimientos de culpa en nuestra cultura
2. Pero, ¿qué son los sentimientos de culpa?
3. Tipos de culpa
La culpa ansioso-agresiva, irracional, neurótica, descrita por Freud
La culpa empática
La culpa asociada a la trasgresión de los valores propios
¿Qué culpa es más real?
4. Efectos de los sentimientos de culpa
Efectos negativos. Quizás, no tanto…
Efectos positivos
5. Los mecanismos de defensa contra los sentimientos de culpa
Múltiples y variadas defensas contra la culpa
¿Son eficaces las defensas contra los sentimientos de culpa?, ¿son beneficiosas?
6. Las inducciones de culpa
¿Qué se pretende con las inducciones de culpa?
¿Cómo son las inducciones de culpa?
El chantaje emocional y cómo defenderse de él
7. Los sentimientos de culpa, ¿son innatos o un mero producto cultural?
Impronta cultural en los sentimientos de culpa
Base natural de los sentimientos de culpa
8. Factores de socialización que afectan a los sentimientos de culpa
Influjo de la religión
Influjo de los valores familiares y sociales
Influjo de las prácticas disciplinarias parentales
9. Diferencias de género en culpa
¿Se dan diferencias?, ¿en qué sentido?
¿Cómo se explican estas diferencias?
10. ¿Qué hacer con los sentimientos de culpa?
Debilitar las formas de culpa negativas
Cultivar, y en algunos casos fortalecer, las formas de culpa positivas
Para saber más
Notas
Etxebarria, I. (2005). Los sentimientos de culpa: ¿Qué hacer con ellos? Málaga: Arguval.
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Introducción
Un libro sobre los sentimientos de culpa, ¿a quién puede interesar? Unos los rehúyen en
cuanto sentimientos desagradables sin ningún sentido, meros residuos de una educación
culpabilizadora que prefieren olvidar. Otros prácticamente los desconocen, inmersos como están
en una cultura que mira para adelante y para uno mismo y apenas repara en los daños que pueda
ir causando a su alrededor. Sin embargo, quizás algunos todavía no consigan desembarazarse de
esos sentimientos de culpa que les indujeron en la infancia y busquen algo que les ayude a tal fin.
Quizás otros sospechen que no se puede prescindir totalmente de ellos, si no queremos perder
una parte importante de nuestra humanidad. A ellos, y a cualquier persona interesada en
desentrañar un aspecto psicológico con importantes implicaciones en la vida personal y social, va
dirigido este libro.
sentimientos de culpa, pese a sus efectos negativos y los usos interesados que de ellos puedan
hacerse para controlar a las personas, cumplen funciones muy valiosas en la vida humana, de las
cuales no podemos prescindir sin grave detrimento del bienestar personal y social.
En definitiva, los sentimientos de culpa tienen una cara negativa, sí, pero también una
cara positiva. A lo largo de estas páginas vamos a profundizar en ambas, tratando de ver qué
tienen de bueno y cuáles son los riesgos de estos sentimientos.
3. Tipos de culpa
Veamos un poco más en detalle cómo han sido descritos esos tres tipos de culpa que
acabamos de mencionar.
La culpa ansioso-agresiva, irracional, neurótica, descrita por Freud
La culpa más negativa ha sido magistralmente analizada, en sus más intrincados aspectos,
por Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. Dejando la terminología psicoanalítica para los
especialistas, veamos cómo describió este autor este tipo de culpa.
Según él, los sentimientos de culpa aparecen muy tempranamente, ya hacia el final del
primer año de vida. Estos primeros sentimientos de culpa, todavía muy rudimentarios, surgen
cuando aparece en el niño un mínimo sentido del yo frente al mundo real, frente a una realidad
que a menudo se opone a sus deseos. En ese momento, el sentimiento de culpa no es otra cosa
que la angustia que el niño o la niña experimentan cuando, al hacer algo que se opone a las
normas o deseos de sus padres, sienten la terrible posibilidad de perder el amor de éstos.
Más o menos a los 4-5 años, como resultado de la interiorización de los valores paternos,
aparece en el niño una mínima conciencia moral (lo que el psicoanálisis denomina el superyó). A
partir de ese momento, el sentimiento de culpabilidad va a tener un doble origen: por un lado, la
angustia ante la autoridad externa (de los padres o de cualquier otra autoridad); por otro, la
angustia ante la propia conciencia moral, tanto o más severa, muchas veces, que la autoridad
externa.
La conciencia moral a menudo se comporta con la persona tal como lo haría un juez
extremadamente rígido y severo. Esta “agresividad” de la conciencia moral proviene, según
Freud, de dos fuentes:
• En parte, de la agresividad real que los padres expresaron en los encuentros
disciplinarios de la infancia. No olvidemos que la conciencia moral viene a ser la voz
de los padres interiorizada.
• De la propia agresividad del individuo. Las normas paternas frustran la satisfacción de
muchos deseos, y esa frustración genera agresividad, cuya expresión no se permite y
ha de reprimirse. La conciencia moral dará curso a esta agresividad dirigiéndola contra
el propio sujeto.
Freud subraya que este sentimiento de culpabilidad, este sentimiento de angustia con un
importante componente autoagresivo, asegura el sometimiento del individuo a los valores y
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normas sociales. La persona, a fin de dejar de sentir esa angustia y esa “ira” proveniente de esa
especie de juez interno del que no puede escapar, procurará respetar los mandatos y las normas
de éste, evitando cualquier trasgresión de las mismas. De este modo, el sentimiento de culpa
constituye un factor cultural fundamental. Según Freud, si no fuera por estos sentimientos, las
personas probablemente no cumplirían muchos preceptos sociales –entre otros, el de ganarse el
pan con el sudor de la frente– y darían rienda suelta a muchos deseos e impulsos que
comprometerían seriamente la convivencia y la misma civilización.
Pero al mismo tiempo, Freud señala con el mismo énfasis que, aunque pueda ser
beneficioso y hasta necesario para la sociedad, el sentimiento de culpa tiene un carácter
fuertemente negativo para el individuo. Este carácter negativo se hace patente si se analizan sus
efectos.
En primer lugar, los sentimientos de culpa actúan como un factor fuertemente inhibidor
de la personalidad. El problema es que estos sentimientos no sólo inhiben las conductas
contrarias a las normas morales del propio individuo, sino muchas otras conductas y facetas de
su vida, incluidas las de carácter más productivo y creativo. El sentimiento de culpabilidad
produce una “intimidación” en el individuo, con efectos especialmente graves en los niños, al
oponerse a la natural curiosidad de éstos.
Además, estos sentimientos infantiles a veces pueden surgir ante conductas que la
persona, una vez alcanzada la adolescencia, no considera moralmente negativas desde un punto
de vista racional, inhibiendo su realización. En estos casos, tales sentimientos pueden actuar
como un obstáculo para la autonomía moral de las personas.
Otro efecto a tener en cuenta es que los sentimientos de culpa producen una necesidad de
castigo, que muchas veces se traduce en un autocastigo. Ello puede llevar al fracaso en las más
diversas tareas vitales e incluso al suicidio. Éste muchas veces no sería sino la expresión extrema
de esa agresividad dirigida contra el propio yo, característica de la culpa analizada por Freud.
A estos efectos negativos de la culpa se une el hecho de que, en la medida en que ésta
constituye una experiencia muy desagradable, el individuo tiende a poner en marcha muchos
mecanismos de defensa en su contra. Uno de los más comunes es la “proyección” en otros de la
propia culpa, mecanismo que subyace tanto en los casos relativamente inocuos en que la persona
simplemente echa “balones fuera” como en los casos, de consecuencias mucho más graves, en
que todo un colectivo puede culpabilizar a otro grupo externo de los males intrínsecos de su
propia sociedad, desatando todo tipo de campañas xenófobas y persecuciones contra éste. Más
adelante, nos extenderemos más sobre las distintas defensas contra la culpa, pero el simple
ejemplo de la proyección que se acaba de mencionar permite entender que, a través de tales
mecanismos, los sentimientos de culpa puedan acabar manifestándose de las formas más
diversas, a veces difícilmente reconocibles, pero casi siempre con efectos perturbadores para las
relaciones interpersonales y para el propio individuo.
De este modo, los sentimientos de culpa, a través de los efectos señalados y de las
variadas defensas en su contra, acaban por estar presentes en la mayor parte de las perturbaciones
psíquicas, operando de manera decisiva en muchas de ellas, especialmente en la neurosis
obsesiva.
La mayor parte de los psicoanalistas comparte esta visión de los sentimientos de culpa.
Ésta es también la visión de la culpa que, aunque no tan articulada, tiene mucha gente en nuestra
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sociedad, sobre todo aquellos que, en su juventud, protagonizaron la lucha contra una educación
autoritaria, basada en una fuerte culpabilización de muchas conductas, especialmente del ámbito
sexual.
Sin embargo, hay que decir que, dentro del propio psicoanálisis, una autora como
Melanie Klein ha planteado la existencia, junto a la anterior, de una experiencia de culpa mucho
más sana y positiva: la que experimentamos cuando nos sentimos responsables de un daño al
otro y que nos impele a tratar de reparar dicho daño2. Los planteamientos de Klein, expuestos en
una terminología compleja no compartida por quienes se sitúan fuera del psicoanálisis, pueden
considerarse, como se verá a continuación, precursores de los planteamientos actuales sobre la
culpa empática.
La culpa empática
Uno de los autores que más ha profundizado en la culpa empática es Martín L. Hoffman.
Por tanto, seguiremos aquí sus planteamientos.
En primer lugar, hay que señalar que Hoffman se centra en una culpa que él propone
denominar “verdadera” o “interpersonal”, para distinguirla de la culpa freudiana. Esto significa
que es consciente de que el cuadro que él nos dibuja no es el de la culpa en su totalidad, sino el
de un tipo de culpa particular.
Esta culpa se halla íntimamente relacionada con la empatía. Aclaremos, antes de nada, el
término “empatía”.
Este es un término que últimamente se oye mucho pero que, al menos en la calle, se
utiliza para referirse a cuestiones algo variadas, lo que a veces genera cierta confusión.
Aclaremos, pues, qué se entiende por empatía en psicología. Hoffman y, con él, la mayoría de
los psicólogos define la empatía como una respuesta afectiva más congruente con el estado
afectivo de algún otro u otros que con el propio. No se trata simplemente de captar y entender el
punto de vista o los sentimientos del otro, aunque esto, indudablemente, sea importante en la
empatía. Se trata de vibrar afectivamente ante su situación. En otras palabras, empatizamos si al
ver que al otro le sucede algo bueno nos alegramos y al ver que le sucede algo terrible, sufrimos
con él.
Aclarado el término, podemos decir que, cuando la persona siente empáticamente el dolor
ajeno y se percibe como responsable de dicho sufrimiento, su experiencia empática tiende a
transformarse en sentimiento de culpa.
La empatía con el sufrimiento ajeno y la atribución de responsabilidad personal en dicho
sufrimiento pueden combinarse de modos diversos, dando lugar a formas de culpa muy variadas.
Tenemos, así, además de la culpa que siente quien realmente ha infligido un daño a otro, la que
se puede sentir ante una víctima, al empatizar con ella, siendo en realidad un mero espectador
inocente sin responsabilidad alguna en su situación, o la que puede aparecer en las relaciones
íntimas simplemente por el hecho de que se ve que el otro (pareja, hijo o hija, algún amigo o
amiga) está triste o no es feliz.
A partir de un cierto momento, una vez que en repetidas ocasiones la empatía y la
responsabilidad personal han coincidido y, por tanto, generado un sentimiento de culpa, la
presencia de cualquiera de ellas por separado puede provocar la aparición de culpa. Esto
significa que no es necesario que estén presentes ambos elementos –empatía y responsabilidad
personal– para que aparezca este tipo de culpa. La conciencia de ser el responsable del dolor
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ajeno puede ser suficiente para desencadenar sentimientos de culpa sin necesidad de que exista
empatía hacia el otro. Igualmente, cualquier situación en la que se activa la empatía puede
activar a su vez culpa, aunque no haya responsabilidad personal alguna (desde aquí podemos
entender la “culpa de los supervivientes” mencionada anteriormente). Como se puede apreciar,
los límites entre empatía y culpa son muy sutiles.
Sea como fuere, Hoffman subraya que, al igual que la empatía, la culpa actúa como factor
motivacional de gran valor en el ámbito interpersonal y social.
Para empezar, esta culpa genera una disposición a reparar la falta, a llevar a cabo
conductas positivas a favor de las víctimas. Quien la siente trata de hacer algo positivo en favor
de la víctima a fin de reequilibrar la situación. Más aún, la persona que la siente a menudo se ve
impelida a realizar cualquier tipo de acción positiva en favor de los demás, no sólo de las
víctimas de sus actos.
Al mismo tiempo, la culpa muchas veces conduce a la persona a la reflexión sobre sus
valores, a un replanteamiento de las prioridades, y a la decisión de actuar en el futuro de un
modo menos egoísta y más considerado con los demás.
Todo ello, en fin, hace de la culpa una emoción sumamente interesante en el ámbito de
las relaciones humanas y la moralidad.
La culpa asociada a la trasgresión de los valores propios
Junto a la culpa que acabamos de analizar, existe otra experiencia de culpa también
positiva. Se trata de la culpa que aparece cuando nos damos cuenta de que hemos actuado de un
modo que contradice nuestros propios valores, no los valores interiorizados en la más tierna
infancia sin conciencia alguna de ello, bajo la amenaza de la pérdida del amor parental, sino
aquello en lo que creemos racionalmente y hasta defendemos de manera ardiente.
El propio Freud, en su análisis de la experiencia de culpa, dejó espacio para este tipo de
culpa, aunque se mostró muy escéptico respecto a su presencia en la mayoría de la gente. Para él
se trataba de un ideal a alcanzar, para lo cual podía ser de gran ayuda el psicoanálisis. El sujeto
humano “normal”, “maduro”, estaría ampliamente marcado por reacciones de culpa irracionales,
de origen infantil, inconsciente.
Sea como fuere, esta culpa –que podríamos denominar “racional”– es de gran valor, en
cuanto focaliza la atención en las contradicciones entre el pensamiento y la acción en el ámbito
moral y lleva a tratar de reducirlas. Sin embargo, por ser más “fría”, con un menor componente
emocional, a menudo resulta mucho menos perceptible y molesta y, en consecuencia, más fácil
de ser desoída.
¿Qué culpa es más real?
Como se ha señalado anteriormente, el punto de vista de Freud y el de Hoffman, pese a lo
que pudiera parecer en un primer momento, no son contradictorios. Lo que ocurre es que cada
uno de ellos se centra en un tipo de culpa diferente. Como confirma un reciente estudio realizado
en nuestro país3, los dos tipos de culpa son reales. Ambos pueden darse en la misma persona en
distintos momentos o en relación con diferentes problemas. Y lo mismo podemos decir de la
culpa “racional”, a la que nos acabamos de referir.
Todos podemos experimentar en un momento u otro alguno de estos tipos de culpa.
Ahora bien, la observación cotidiana nos dice que la primera forma de culpa, la descrita por
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Freud, va perdiendo presencia en nuestra sociedad en los últimos años, hasta el punto de que para
muchos jóvenes hoy en día resulta prácticamente irreconocible (algo que, sin duda, a la luz de la
descripción freudiana, hay que celebrar como una buena noticia). En cuanto a la culpa de
naturaleza más empática, resulta plenamente reconocible para cualquier persona no demasiado
insensibilizada ante el sufrimiento ajeno. No obstante, esta última hoy en día también parece un
tanto debilitada en determinados sectores sociales, especialmente permeables a la fuerte presión
individualista de las últimas décadas. Por lo que se refiere a la culpa de carácter más cognitivo,
ha estado y estará siempre entre nosotros, pero nos tememos que nunca ha tenido ni alcanzará la
fuerza de sus compañeras más emocionales.
que debían hacerlo eran también quienes en general se mostraban más consistentes en su
conducta con respecto a sus valores morales. La culpa se reveló como uno de los factores
fundamentales a la hora de explicar la mayor o menor consistencia entre los valores y la
conducta moral.
Pero otras muchas veces, como nos alertó Freud, el sentimiento de culpa puede surgir de
manera irracional, por condicionamientos de la infancia, ante conductas que en su día se nos dijo
que estaban mal –como es el caso de muchas conductas sexuales para la generación adulta de
nuestra sociedad– pero que en la actualidad no vemos que tengan nada de reprobable. En tales
casos los sentimientos de culpa pueden actuar como un obstáculo para la libertad y la autonomía
personal.
Junto con el efecto inhibitorio, diversos experimentos han constatado que las personas
que se sienten culpables tienden a mostrar conductas de carácter autopunitivo. Las personas que
experimentan un sentimiento de culpa se muestran menos remisas que las que no sienten culpa a
someterse a situaciones que pueden implicar sufrimiento o dolor, a veces incluso las buscan
activamente, como si necesitaran algún tipo de castigo que diera fin, una vez penada la falta, a
dicho sentimiento.
De todos modos, hoy por hoy la investigación no ha aclarado si esta necesidad de castigo
aparece al margen de cualquier consideración sobre la posible reacción de los demás o sólo se
produce cuando ésta es muy posible, pues la falta ha sido objeto de observación por parte de
otros.
Sea como fuere, los rituales de Semana Santa a base de cruces, cuerdas, cadenas, látigos,
pinchos y demás parafernalia masoquista, que incomprensiblemente siguen viéndose en muchos
pueblos españoles, con la complacencia y hasta el apoyo de los concejales de turismo locales,
ilustran cómo la Iglesia católica ha proporcionado este “alivio” a muchas almas atormentadas.
Diversos experimentos han demostrado también otro efecto especialmente peligroso de la
culpa: ésta aumenta la tendencia a someterse a las demandas ajenas por parte de quien la
experimenta. Más aún, la culpa incrementa la complacencia y la sumisión no sólo ante demandas
de las víctimas de las propias acciones, lo cual podría entenderse como una forma de reparación
ante éstas, sino también ante demandas realizadas por otras personas, incluso por personas que
desconocen totalmente que el sujeto haya cometido trasgresión alguna.
Parece como si la persona, mostrando su complacencia ante los demás, tratara de
restituirse una imagen de “buena persona”. Sin embargo, esta explicación no es del todo
convincente, pues algunos experimentos demuestran que los sujetos que se sienten culpables se
someten también a demandas claramente negativas, bastante perversas. Así, hay personas que
pueden llegar a hacer cosas terribles, con las que en realidad no están de acuerdo, simplemente
para dejar de sentirse culpables.
Parece necesaria, por tanto, otra explicación. Una interpretación más adecuada sería la de
que la persona, con su conformidad ante las demandas de los otros, lo que estaría buscando es
obtener su aprobación, para, de este modo, equilibrar la desaprobación implícita en los
sentimientos de culpa.
Sea como fuere, los estudios realizados demuestran claramente que la culpa constituye
una técnica muy eficaz para conseguir que las personas se sometan a determinadas demandas
que, de otro modo, no aceptarían tan fácilmente. Es obvio que constituye también una técnica
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muy peligrosa, dados los usos a los que se presta, no sólo en el ámbito personal sino también, y
con especiales riesgos, en el político y social. Más adelante analizaremos estos usos
manipuladores de los sentimientos de culpa.
Efectos positivos
Junto a los efectos que acabamos de ver, Hoffman, Klein y muchos otros autores –incluso
desde el propio psicoanálisis– han postulado otros bien diferentes, claramente positivos.
En primer lugar, está claro que las personas que se sienten culpables se ven motivadas a
realizar acciones reparadoras, conductas con las que tratan de compensar de algún modo a las
víctimas de sus actos. Estos esfuerzos reparadores se han constatado, en observaciones
naturalistas, incluso a la edad de 2 años.
Si nos fijamos un poco, vemos que esta tendencia a la reparación, implícita en la culpa, al
igual que la necesidad de castigo, cumple una importante función: restaurar el equilibrio en la
relación con la víctima, roto a consecuencia de un determinado acto. La reparación aumenta el
poder de la víctima; la necesidad de castigo, por su parte, debilita el propio.
Este efecto de la culpa, así como su función, lo ilustran muy bien algunos casos de “culpa
colectiva” o “culpa basada en el grupo”. Se denomina así a la culpa que puede sentir una persona
o un grupo de personas en una sociedad por acciones terribles realizadas no por ellas sino por
una parte más o menos amplia de su grupo de pertenencia sobre otro grupo. En Australia, por
ejemplo, la presencia de este tipo de sentimientos ha suscitado todo un debate político y diversas
acciones positivas en favor de los aborígenes en compensación por las injusticias sufridas a
manos de los colonos6.
Pero la culpa no sólo provoca deseos de hacer algo a favor de la víctima. Se ha constatado
que la culpa genera una tendencia a hacer algo bueno por cualquier persona, sea o no la víctima.
Por ejemplo, se han hecho experimentos en los que a la mitad de los participantes se les
provocaban sentimientos de culpa y a la otra mitad no; esto puede hacerse, por ejemplo,
simulando de forma realista, contando con colaboradores, que los primeros fueran responsables
de la ruina de un determinado trabajo muy importante (un proyecto fin de carrera, unos archivos
o documentos urgentes...) por un descuido o por hacer algo que no debían. Luego, cuando se les
ofrecía la posibilidad de desarrollar diversas conductas de ayuda y solidaridad, aquellos que se
sentían culpables donaban más sangre, mostraban mayor voluntad de ayuda a compañeros en
apuros, mayor disposición a colaborar en tareas burocráticas con distintas ONGs, a ayudar
económicamente a gente necesitada, etc.
Puede discutirse que la motivación de la persona al realizar tales conductas sea realmente
altruista. Cabe pensar que, en el fondo, lo que la persona persigue es librarse del sentimiento de
culpa, es decir, su propio bienestar. En cualquier caso, de estos estudios se puede concluir que la
culpa conlleva un importante componente de autocorrección moral. La sospecha de que en la
base de dicho componente se halle la necesidad de aliviarse del peso de la culpa, restaurar la
propia autoestima, recuperar la aprobación de los otros o cualquier otra motivación más o menos
interesada, no resta encanto a la sutil paradoja que los sentimientos de culpa esconden en su
seno: la culpa, que habitualmente es el resultado de una acción inmoral o egoísta, puede actuar
subsiguientemente como un motivo prosocial, moral.
Esta conclusión se justifica aún más claramente si consideramos un último efecto positivo
de la culpa: ésta, en principio, favorece la revisión crítica de la propia conducta, conduciendo a
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conciencia, tampoco es tan fácil, puede recurrir a otras variantes de esta estrategia, diciéndose
cosas como “No fui sólo yo”, “Todos hicieron lo mismo” o, mejor todavía, “No fui yo el
principal causante” o “Los otros actuaron bastante peor que yo” (por tanto, son más culpables).
En todos estos casos, la culpa se reparte y la persona procura quedarse con la mejor parte (la más
pequeña, claro).
A fin de disminuir la responsabilidad en el acto es posible recurrir también a negar la
intencionalidad en el mismo. Esto puede hacerse de varias maneras: la persona puede decirse
“No sabía que podía tener ese efecto, yo no pretendía eso; fue un accidente” o “Fui un mero
ejecutor; me mandaron que lo hiciera” o “Ese efecto de mi acción no era mi objetivo final; mi
objetivo final era bueno”. Como podemos apreciar, la máxima “el fin justifica los medios”
proporciona una defensa estupenda contra los sentimientos de culpa.
Por último, en un esfuerzo por disminuir su responsabilidad en la acción, la persona
puede recurrir a la idea de que ésta no se podía evitar: “No pude evitarlo, me vi obligado a ello,
no me quedó otro remedio” para salvar la vida, o porque tenía que obedecer, etc. Leyes como la
de Obediencia Debida argentina, justamente criticadas, no hacen sino servir en bandeja esta
defensa a muchos verdugos.
Junto al carácter –más o menos agresivo, más o menos cínico– de la persona, de nuevo el
estatus determina en buena medida a cuál de estas defensas se recurre. Así, cuando una acción se
lleva a cabo desde los niveles inferiores de un sistema jerárquico, como sucede, por ejemplo,
dentro del ejército, es más probable que se recurra a argumentos como “Fui un mero ejecutor” o
“No pude evitarlo, me vi obligado a ello, no me quedó otro remedio”. En cambio, cuando uno
está en una situación superior son más probables defensas del tipo “Ese no era mi objetivo final;
mi meta, para mi patria, para mi pueblo... era buena”.
A veces las estrategias defensivas se ponen en marcha no contra los sentimientos de culpa
sino contra la sensación de no haber reparado suficientemente la falta, sensación igualmente
desagradable que puede sumarse al sentimiento de culpa original. Este tipo de defensas, por
ejemplo, se observan en algunas personas que, tras haber cometido alguna acción criminal, dicen
“Ya he sufrido bastante por lo que hice”, y parecen darse por satisfechas. Parece como si
quisieran indicar –a los otros y a sí mismos– que no se les puede pedir más, que ya han
compensado suficientemente lo que hicieron con su propio sufrimiento.
Otra estrategia contra la sensación de no haber reparado suficientemente el daño causado
es decirse a sí mismo que la víctima rechaza cualquier reparación. Es más fácil recurrir a esta
defensa cuando, por ejemplo, la víctima dice “no es necesario”, “no importa”, “olvídalo” (lo que
no necesariamente implica que sobre la reparación por parte de quien ofendió). El individuo
culpable puede decirse, entonces, que él ya quería reparar, pero le fue imposible hacerlo. Incluso
puede responsabilizar a la víctima de la ausencia de reparación, y hasta llegar a ver el rechazo de
dicha reparación como una forma de venganza.
En ocasiones el perdón de las víctimas, paradójicamente, sirve también como defensa.
Así, si es perdonado por la víctima, quien se siente culpable puede concluir que es perdonable,
que no es tan culpable. Ahora bien, las conductas generosas por parte de las víctimas a veces lo
que hacen es que el sentimiento de culpa aumente. Y es que, en tales casos, quienes provocaron
el daño pueden sentir que su experiencia de culpa, su propio sufrimiento actual, es la única
compensación posible.
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Aun siendo numerosas las defensas hasta aquí descritas, todavía faltaría citar alguna
importante. Los psicoanalistas, en especial Sigmund Freud y, junto a él, Otto Fenichel8, han
hecho una aguda disección de varias estrategias defensivas que todavía no hemos mencionado.
Entre las defensas descritas por el psicoanálisis, la más común es la “proyección”. Ésta
consiste en percibir como exterior algo que no queremos reconocer dentro de nosotros. El
ejemplo más típico es el de culpar a otro de lo que uno ha hecho. Otras veces la persona proyecta
en otros las tendencias que trata de negar en sí misma, percibiéndolas como características de
éstos y no propias. Es una estrategia típica de las paranoias (“Los impulsos agresivos no están en
mí, son los otros quienes me agreden”, “No soy yo quien tengo ciertos deseos o impulsos, son los
otros quienes me quieren seducir o me tientan”...), pero se da también entre la gente común, y no
sólo en el terreno individual sino también en el social, con consecuencias a menudo muy
perniciosas. En el terreno social este mecanismo estaría en la base de la creación de chivos
expiatorios y la consiguiente puesta en marcha de peligrosas campañas persecutorias.
En su peor versión, esta estrategia lleva incluso a la culpabilización de víctimas. Es lo que
no hace no mucho podía oírse en boca de algunos violadores –“Ella me provocó”– y que, aunque
parezca increíble, encontraba eco en algún juez (más de uno recordará todavía al tristemente
famoso “juez de la minifalda”).
A veces es difícil culpar a la víctima, y entonces, utilizando otra de las estrategias más
miserables, lo que se hace es desvalorizarla o deshumanizarla. Porque está claro que uno no se
siente igualmente culpable cuando inflige sufrimiento a una persona que cuando lo hace
simplemente a un animal o a una cosa. Así, muchos capos de los campos de concentración
alemanes no sentían ningún tipo de culpabilidad por el modo degradante e inhumano en que
trataban a sus víctimas, por las torturas y vejaciones a las que las sometían, por los asesinatos en
masa, porque, si ya antes las habían rebajado en su humanidad en cuanto que las consideraban
una raza inferior, en el campo las trataban como animales de carga, cuando no como simples
objetos. Por desgracia, procesos de este tipo se han repetido a lo largo de la historia en muchos
países y, en menor escala, siguen dándose hoy en día. Véanse a este respecto los informes de
Amnistía Internacional o las terribles imágenes de las torturas infligidas por soldados
norteamericanos en Irak.
Una última defensa que merece mencionarse, que algunas personas ponen en marcha en
casos extremos, es la que el psicoanálisis denomina “formación reactiva”. Como la proyección,
esta defensa puede utilizarse no sólo contra los sentimientos de culpa sino contra cualquier cosa
que genere angustia. De un modo general, podemos decir que aquí la persona, como forma de
defensa contra algún aspecto suyo que le provoca angustia, en un esfuerzo por controlarlo, acaba
expresándolo de una forma justamente opuesta a su verdadera naturaleza. El ejemplo más gráfico
de este tipo de defensa sería el del pirómano que se vuelve bombero.
Pues bien, algunas personas, sintiéndose fuertemente agobiadas por los sentimientos de
culpa, pueden poner en marcha este mecanismo y, como resultado, llegar a comportarse de un
modo muy displicente, disoluto y moralmente muy laxo. Es como si la persona, frente a tales
sentimientos de culpa, y a modo de muro de contención, opusiera el mensaje “paso de todo” de
una forma rotunda y definitiva. Desde aquí puede entenderse la paradoja de muchos adultos y
“niños malos” que, según el psicoanálisis, lo serían, precisamente, como resultado de un intento
por dejar de sentir culpa, por evitar que les afecte el mensaje (repetido una y otra vez, quizás
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primero por parte de sus padres, después interiorizado) de que son malos, no se puede confiar en
ellos, no tienen remedio, etc.
Para finalizar, en este análisis de las defensas contra los sentimientos de culpa, conviene
prestar atención a un hecho que fácilmente puede pasarse por alto. Los poderes sociales no sólo –
como tantas veces se ha criticado– a menudo inducen sentimientos de culpa en la gente para
tenerla controlada o para inducirla a actuar en un determinado sentido, sino que en ocasiones
dichos poderes también proporcionan defensas contra los sentimientos de culpa para que nadie
cuestione o se atreva a criticar determinados comportamientos sociales altamente inmorales, pero
socialmente aceptados, cuando no prescritos. Y así, después de determinados episodios sociales
particularmente graves, donde existen importantes motivos para que amplios sectores sociales se
sientan culpables o avergonzados, durante un largo tiempo se echa tierra sobre el tema, de modo
que la sociedad funciona, y la vida sigue adelante, como si nada hubiera pasado. Otras veces se
reescribe la historia justificando los hechos. Por desgracia, los ejemplos de esto son múltiples;
uno de los más evidentes, los esfuerzos de los revisionistas por quitar importancia al genocidio
nazi.
¿Son eficaces las defensas contra los sentimientos de culpa?, ¿son beneficiosas?
Queda por hacerse aquí una pregunta: las múltiples defensas contra los sentimientos de
culpa que hemos venido analizando, ¿son eficaces?
Si por “eficaces” entendemos que consiguen su objetivo, es decir, acallar o al menos
aplacar la culpa, la respuesta es sí; efectivamente, en muchos casos lo son. Los mensajes
implícitos en estas estrategias pueden sonar a burdas excusas o simples justificaciones para quien
las percibe desde fuera, pero para quien quiere creer en ellas, por absurdas que parezcan, resultan
plenamente convincentes. Ya se sabe que a quien mejor acaba engañando la persona mentirosa
es a sí misma.
Pero una cosa es que sean eficaces y otra cosa muy distinta es que en realidad sean
beneficiosas y positivas. Aparte de que algunas de ellas son verdaderamente miserables, a nadie
se le escapa que estas estrategias pueden producir efectos nefastos no sólo en las relaciones
interpersonales sino también en la esfera social y política.
En efecto, defensas como las que llevan a culpar a otros de los propios errores o deseos
inconfesados, o estrategias como la de quitar importancia a acciones realmente graves pueden
tener un efecto altamente perturbador en las relaciones interpersonales. En el terreno político, no
podemos olvidar aquí el papel que a lo largo de la historia han desempeñado los mecanismos
proyectivos en numerosas cazas de brujas y el sufrimiento inmenso que éstas han generado. Los
ejemplos citados a lo largo de este punto han puesto suficientemente de manifiesto los efectos
funestos de muchas de estas defensas.
Pero no se trata sólo de eso. Ocurre que, con las defensas contra la culpa, incluso con
aquellas, en principio, más inocuas en el plano interpersonal y social, podemos perder elementos
importantes de esta emoción. Si acallamos la voz de la culpa, difícilmente haremos esfuerzos por
reparar en la medida de lo posible los daños causados, reparar las relaciones interpersonales, etc.
Si la acalláramos por completo, el resquemor de las víctimas en la mayoría de los casos no
desaparecería, y las relaciones sociales se verían seriamente afectadas. Iríamos causando
estropicios a nuestro alrededor sin recomponer las situaciones. La vida sería insufrible, o, cuando
menos, mucho más desagradable en el plano humano. Sin el sentimiento de culpa tampoco nos
15
me puedes hacer esto a mí”, o se debilita aún más la autoestima con mensajes tales como “Jamás
hubiera pensado que llegaras a esto, tan bajo” o “No me extraña algo así de ti, con la gente con la
que andas”.
El chantaje emocional y cómo defenderse de él
Cuando lo que se persigue es el control de la persona objeto de la inducción, podemos
hablar de chantaje emocional o chantaje afectivo.
Este tipo de chantajes se registran tanto en el ámbito privado como en el social. En el
ámbito familiar, tenemos a los padres que dicen a sus hijos (más habitualmente las madres a las
hijas): “Me vas a matar a disgustos”, a veces simplemente porque éstos manifiestan su libertad
de forma más desenvuelta de lo que ellos quisieran. En el ámbito social, tenemos esas campañas
en las que, para conseguir engrosar las filas de los ejércitos en tiempo de guerra, se dice que “la
patria está en peligro, te necesita” o simplemente –nada menos– se considera traidor o
moralmente miserable a quien no apoya la causa.
Este tipo de chantajes, además de tener un carácter fuertemente manipulador (o bien
“además de muy manipuladores”), pueden ser muy peligrosos, pues, como hemos visto
anteriormente, a través de la inducción de culpa se puede llevar a la gente a hacer cosas terribles,
contrarias a sus propios principios e ideas.
Es muy fácil caer en este tipo de trampas afectivas. ¿Cómo defenderse de ellas?
Lo primero, ante todo, es estar alerta, analizar si lo que nos están diciendo es cierto, tiene
base, o se trata de una simple estratagema (no necesariamente consciente por parte de quien la
utiliza) para conseguir algo de nosotros, básicamente, para que nos pleguemos a algún interés
ajeno que nosotros no compartimos.
Luego, cuando la inducción la realizan personas a las que nos unen fuertes sentimientos y
éstas se valen precisamente de tales sentimientos para hacer que nos sintamos culpables, hay que
saber regular la empatía, la pena que nos quieren provocar. El mejor modo de hacerlo es analizar
racionalmente cuánto de ese sufrimiento que provocamos en el otro es injustificado y cuánto es
un efecto inevitable, moralmente justificado, de nuestra propia libertad de acción.
Por último, para oponerse a tales mañas, sobre todo en el ámbito social, es necesario
además ser fuertes, amar la propia autonomía, la propia libertad, y asumir que éstas exigen un
pago que a veces puede ser muy doloroso, como es que los otros nos muestren su rechazo o nos
devuelvan una imagen de malas personas. En determinadas circunstancias la altura moral pasa
por aceptar ser moralmente devaluado.
que, desde el punto de vista racional, no juzgamos que tengan nada de malo. Esto es cierto. Pero,
¿eso es todo? ¿Los sentimientos de culpa no existirían si no fuera por esa presión social?
Impronta cultural en los sentimientos de culpa
La influencia de la cultura en la experiencia de la culpa es indudable. No hace falta acudir
a la investigación empírica para demostrarlo; basta, por ejemplo, pensar en la visión de la
homosexualidad en la Grecia clásica, en la España de hace unas décadas o en la actualidad y en
las correspondientes fluctuaciones de los sentimientos de culpa al respecto. Pero veamos más en
detalle en qué sentido y hasta qué punto influye la cultura en los sentimientos de culpa.
A partir de los trabajos de Margaret Mead y Ruth Benedict, los antropólogos han
distinguido clásicamente entre “culturas de la culpa” y “culturas de la vergüenza”: culturas que,
en la socialización de sus miembros, y con el fin de controlar su conducta, potencian la culpa o la
vergüenza, respectivamente, en relación con determinadas conductas. En las culturas de la
vergüenza las conductas contrarias a las normas y reglas sociales se regularían a través de su
asociación con sentimientos de vergüenza, mientras que en las culturas de la culpa se regularían
a través de su asociación a sentimientos de culpa, sentimientos de carácter más interno en los que
la mirada ajena no desempeña un papel tan importante.
Desde este punto de vista, se supone que ciertas culturas serán más tendentes a
experimentar sentimientos de culpa que otras. Algunas investigaciones parecen apoyar este punto
de vista. Por ejemplo, podemos citar aquí un estudio9 en el que se compararon los sentimientos
de culpa de niños samoanos con los de niños americanos de origen caucásico. En él se encontró
que los samoanos tendían menos que los americanos a resistir a la tentación y a mostrar
respuestas de remordimiento, confesión y reparación (los tres índices de culpa utilizados en el
estudio) tras las transgresiones.
Sin embargo, una reflexión que inmediatamente surge ante este tipo de comparaciones es
que las acciones negativas respecto a las cuales se evaluaron los sentimientos de culpa quizás no
tuvieran el mismo carácter transgresor en las culturas objeto de comparación. Ya en 1955
Ausubel criticó en este sentido el etnocentrismo de muchos estudios transculturales. A partir de
un cuidadoso análisis de los criterios y los datos que llevaron a Benedict y Mead a establecer la
distinción entre culturas de la culpa y de la vergüenza, Ausubel concluyó que los individuos de
culturas tendentes a la vergüenza, como, por ejemplo, la japonesa o la navaja (cultura originaria
del oeste norteamericano), se hallan tan controlados por obligaciones morales y probablemente
experimentan tanta culpa como los americanos y las personas de culturas similares, tendentes a
la culpa. Son sólo los modos de expresión de tales emociones lo que difiere. La capacidad de
experimentar culpa constituye una capacidad tan básicamente humana que bajo condiciones
sociales mínimamente favorables debería desarrollarse en todas las culturas.
Aunque el planteamiento de Ausubel sea correcto, la hipótesis de que ciertas culturas
tienden a promover sentimientos de culpa en mayor medida que otras sigue teniendo pleno
sentido. Algunos estudios recientes parecen también apoyarla. Por ejemplo, un estudio10 en el
que se compararon las reacciones de niños americanos y taiwaneses de 2-3 años ante una
trasgresión que, en principio, podemos suponer similar para unos y otros, apoya dicha hipótesis.
En él se le daba al niño un payaso de trapo de muchos colores, el “muñeco preferido” del
experimentador, para que jugara mientras éste se iba de la habitación; al cabo de un rato, cuando
el niño se hallaba jugando con el payaso, la pierna de éste se soltaba. El análisis de las respuestas
18
de los niños mostró una mayor tendencia a la culpa en los niños americanos que en los
taiwaneses.
Lo dicho hasta aquí puede llevarnos a concluir que las diferencias culturales sólo se dan
en la intensidad de la culpa. Sin embargo, conviene reparar en que también se dan diferencias
culturales en el tipo de cosas que provocan culpa.
Ello se debe, en primer lugar, a que los valores de una cultura determinan en buena
medida el significado que sus miembros otorgan a lo que sucede a su alrededor y, en particular, a
las conductas. De este modo, una misma conducta en una sociedad puede considerarse mala y su
realización comportar culpa, y en otra considerarse correcta, y no generar culpa alguna. Desde
aquí pueden entenderse también las diferencias que se dan, dentro de una misma sociedad, de un
período histórico a otro en cuanto al tipo de cuestiones que generan culpa. El ejemplo de la
homosexualidad, citado anteriormente, ilustra con claridad esta cuestión tanto en lo que respecta
a las diferencias culturales como a las históricas.
Por otra parte, las diferencias culturales en el tipo de cosas que provocan culpa pueden
explicarse también a partir de la existencia de ciertos rasgos de personalidad culturalmente
determinados, los cuales hacen que los individuos de distintas culturas experimenten los mismos
hechos de un modo diferente. Por ejemplo, el descuido de las obligaciones para con los otros es
seguro que provoca menos culpa en una cultura que estimula un sentido del yo “independiente”
que en otra que ha desarrollado en sus miembros un yo más “interdependiente”, más en conexión
con los otros.
Parece bastante claro que los sentimientos de culpa poseen una fuerte impronta
sociocultural, hasta el punto de que ciertos sentimientos de culpa probablemente se hallen
confinados a una cultura y un momento histórico determinados. Pero, ¿significa esto que toda
experiencia de culpa se halla circunscrita a una cultura determinada, que no puede hablarse de
una emoción de culpa de carácter universal? Muchos son los autores que no lo creen así. Junto al
propio Ausubel, etólogos como Eibl-Eibesfeldt o estudiosos de la emoción en la infancia
temprana como Izard han defendido la idea de la culpa como una emoción universal.
Base natural de los sentimientos de culpa
Izard afirma que existen 10 emociones universales innatas, una de las cuales sería la de
culpa. Según Izard, mientras que el feeling esencial de la culpa, como el de otras emociones, es
el mismo en todo el mundo, las causas y consecuencias de esta emoción pueden variar mucho de
un individuo a otro y de una cultura a otra. Sin embargo, existen ciertas conductas en relación
con las cuales las reacciones de culpa son prácticamente universales. Así, existen pocas culturas,
si es que existe alguna, en las que la violación de tabúes sexuales estrictos como el del incesto no
provoque culpa. Lo mismo puede decirse respecto al asesinato, en particular, de miembros de la
propia familia o grupo. Junto a normas relativas a estas conductas extremas, todas las culturas
poseen ciertas normas éticas y morales relativas a otros actos sexuales y agresivos. Ésta es la
razón, según Izard, por la que la culpa se halla especialmente asociada a acciones, emociones y
cogniciones relativas a la sexualidad y la agresividad.
Al plantearse la posibilidad de que la culpa no sea meramente un producto cultural, es
interesante tener en cuenta los planteamientos de Hoffman. Como hemos visto, según este autor,
existe un tipo de culpa que hunde sus raíces en la respuesta empática: es la culpa que sentimos
cuando nos duele el dolor ajeno y somos conscientes de nuestra responsabilidad, por acción u
19
omisión, en dicho sufrimiento. Ésta es una experiencia de culpa que fácilmente podemos
reconocer en nosotros y que se ha demostrado de modo empírico. Pues bien, si la culpa deriva en
buena parte de la empatía, en la medida en que la respuesta empática es una respuesta universal,
innata, que incluso compartimos con muchos animales, la respuesta de culpa que de ella deriva
también lo es. Desde este punto de vista, puede afirmarse la existencia de una culpa natural,
universal.
Esta conclusión no es baladí, pues sugiere la existencia de cierta base natural en la
moralidad. Por supuesto, afirmar la existencia de una experiencia de culpa universal, de base
innata, no significa afirmar que ésta vaya a estar presente en todas las culturas e individuos en la
misma medida. Significa simplemente –lo que no es poco– que entre otras disposiciones innatas,
positivas y negativas, características del ser humano, está la de sentirse culpable cuando se
inflige un daño a otros.
Sin embargo, esto no significa que no se den diferencias en otros ámbitos diferentes a los
que en ese estudio se analizaron ni que, considerados en conjunto los distintos ámbitos de acción,
la culpa no pueda ser en general más intensa en las mujeres. De hecho, en un estudio más
reciente se han hallado diferencias entre varones y mujeres en otras áreas de conducta distintas
de la sexual. Concretamente, se han encontrado diferencias en la intensidad de su culpa ante tres
tipos de situaciones16: 1) situaciones que suponen la trasgresión de una regla pero que no
implican daños directos a personas, 2) situaciones que suponen algún daño a personas y 3)
situaciones que suponen defraudar la confianza ajena. En los tres tipos de situaciones las mujeres
experimentan sentimientos de culpa más intensos que los varones. También se ha constatado que
éstas experimentan más culpa que los hombres cuando mienten17.
Así, pues, todo apunta a que las mujeres tienden a sentir más culpa que los hombres en
diversos ámbitos de conducta.
No obstante, hay que tener en cuenta que, de una cultura a otra y de un momento
histórico a otro, las cosas pueden variar mucho a este respecto. Sin ir más lejos, cabe señalar que,
como consecuencia de los grandes cambios habidos en nuestra sociedad en las últimas décadas,
las diferencias en el ámbito sexual halladas en el estudio con jóvenes vascos no hace aún dos
décadas, hoy en día prácticamente han desaparecido.
Por tanto, habrá que ser prudentes a la hora de extraer conclusiones y tener en cuenta que
las diferencias entre hombres y mujeres en lo que a la culpa se refiere pueden variar no sólo de
un ámbito de actuación a otro sino también en función de factores socio-históricos.
Sin embargo, aquí y ahora, tenemos datos para afirmar que las mujeres tienden, en
general, a experimentar habitualmente sentimientos de culpa más intensos que los varones. Un
estudio18 recientemente realizado, de nuevo con una muestra vasca, pero esta vez de personas de
tres grupos de edad diferentes (adolescentes, jóvenes y adultos), revela que, en los tres grupos,
las experiencias de culpa que las mujeres citan como más habituales son, como media, de una
intensidad mayor que las mencionadas por los varones.
¿Cómo se explican estas diferencias?
A estas alturas de nuestro análisis, es obvio que dichas diferencias tienen mucho que ver
con los valores predominantes en cada sexo. Pero es más que eso, pues, por ejemplo, en el
estudio citado en líneas anteriores, en el que las chicas sentían más culpa sexual que los chicos,
esa diferencia en la intensidad de la culpa ante determinadas conductas se mantenía incluso entre
quienes hacían apreciaciones morales similares de dichas conductas.
Otro elemento importante son las denominadas “reglas de sentimiento”. La socióloga
Arlie Russell Hochschild (1983) propuso este término para designar un conjunto de reglas o
normas de las que por lo general no somos conscientes pero que socialmente prescriben, dictan,
lo que se debe o no se debe sentir en determinadas circunstancias. Las reglas de sentimiento,
dentro de una misma cultura, a veces son diferentes para uno y otro sexo. Un caso claro en
muchas culturas es el del adulterio. Muchas personas consideran que está mal, pero peor en el
caso de la mujer; la adúltera ha de sentirse más culpable que el varón adúltero (en apoyo de la
regla, a ella a veces se la lapida). Igualmente claro es que existe una regla no escrita que dice que
la mujer se debe sentir más culpable si no está en casa y no dedica más tiempo a sus hijos por
atender a su profesión –o a la política, a sus aficiones particulares...– que el hombre.
24
Otro elemento a tener en cuenta es la forma en que los padres y las madres se dirigen a
sus hijos e hijas cuando tratan de corregir su conducta. Se ha constatado en diversos estudios que
utilizan más inducciones con las hijas que con los hijos, precisamente el tipo de técnica
disciplinaria que, como hemos visto más arriba, más promueve los sentimientos de culpa19.
Por último, no podemos olvidar otro importante factor a la hora de analizar las razones de
la mayor intensidad de las experiencias de culpa habituales en las mujeres: a éstas se las socializa
para que se preocupen más por los demás que a los varones y, quizás por ello, las mujeres son
también más tendentes a la empatía, emoción que, como sabemos, está en el origen de muchas
experiencias de culpa.
Sea como fuere, parece claro que todavía hoy en día la culpa habitualmente es más
intensa en las mujeres que en los varones. ¿Es esto una ventaja o una desventaja? Depende. En lo
que responde a una mayor sensibilidad interpersonal y una mayor empatía, se trata de una
ventaja, sin duda; en lo que responde a una presión social para que se sientan culpables por
ciertas conductas en mayor medida que los varones, no tanto.
Evidentemente, cuando nos planteamos aquí hacer un uso consciente de los mecanismos
de defensa a fin de aminorar los sentimientos de culpa negativos, de ningún modo nos referimos
a cuestiones como valernos de las “proyecciones”, y culpar a los demás, o evitar tales
sentimientos mediante “formaciones reactivas”, y actuar sin ningún escrúpulo moral. Nos
referimos más bien a utilizar las dos grandes vías mencionadas al hablar de los mecanismos de
defensa contra la culpa:
• Por un lado, el examen racional de la valoración que hacemos del acto que nos hace
sentirnos culpables.
• Y, por otro, el examen racional de la propia responsabilidad en el mismo.
Estas dos vías, si no de forma inmediata, a medio plazo pueden ser muy efectivas.
Veámoslo con algunos ejemplos.
a) Examinar racionalmente nuestra propia valoración del acto
En muchos casos el debilitamiento de los sentimientos de culpa irracionales, sin sentido,
pasa precisamente por tomar conciencia plena de su irracionalidad, de su carencia de
justificación, dado el carácter inocuo y a veces hasta positivo que en realidad, desde nuestro
punto de vista, tiene el acto que los provoca.
Recordemos que una forma común de defensa es la negación de la maldad del acto. La
persona negaba o restaba gravedad al acto y, como consecuencia, dejaba de sentir culpa. Pues
bien, en la medida en que, fruto de la reflexión, sobre todo si ésta encuentra apoyo en otros,
dejemos de ver un acto como “malo” desde el punto de vista moral, para verlo simplemente
como un elemento de la libertad personal que no hace daño a nadie, o como algo que incluso está
bien, la culpa asociada a dicho acto poco a poco irá desapareciendo.
Este proceso lo ilustran muy bien muchas mujeres españolas mayores y de mediana edad.
Estas mujeres llegaron a superar los sentimientos de culpa asociados a diversas prácticas
sexuales sin demasiada dificultad, de un modo bastante natural, cuando el ambiente social –
gracias, en buena medida, al trabajo del movimiento feminista y los diversos colectivos que han
luchado por los derechos de la mujer y la libertad sexual– cambió y facilitó el que poco a poco
tales prácticas dejaran de valorarse como algo moralmente malo. Y lo mismo podemos decir
respecto a muchos hombres y mujeres homosexuales que en el pasado pudieron experimentar
fuertes sentimientos de culpa y vergüenza simplemente por la orientación de sus deseos, y que,
gracias a la lucha en favor de sus derechos, y a las campañas de “orgullo gay”, acabaron por
vencerlos al rechazar la valoración de su condición como un “pecado”, una “perversión”, un
“vicio” o una “enfermedad”.
Una forma de vencer la fuerza superior de la culpa frente a la razón, que nos dice que un
determinado acto no debería hacernos sentir culpa, es forzarse a realizar el acto. Esto es lo que
han hecho muchas personas de los colectivos citados: pese a los miedos y dificultades, juntarse
con otros que, quizás con similares temores, están convencidos de que no hacen nada “malo”, y
afirmarse en sus actos.
b) Examinar racionalmente la propia responsabilidad
En otros casos, el debilitamiento de los sentimientos de culpa irracionales, sin sentido,
pasa sobre todo por la segunda vía: por el control de la tendencia a ver una responsabilidad
personal en todo lo que ocurre a nuestro alrededor (recordemos aquí que la negación o el
26
debilitamiento de la propia responsabilidad era otra de las formas más comunes de defensa
contra la culpa).
Esto es especialmente importante en el caso de muchas mujeres mayores y de mediana
edad, educadas para preocuparse por los demás y, por ello, a veces excesivamente dadas a
sentirse responsables en situaciones en las que, en realidad, ni han tenido ni tienen nada que
hacer. Lo es también en el caso de muchas personas educadas en un alto sentido de la
responsabilidad y, en general, en las personas con alta “percepción de control”, personas que se
perciben con gran control sobre las circunstancias de sus vidas y tendentes a considerar que
éstas, y todo lo que ocurre a su alrededor, dependen de sus actos, cuando muchas veces dependen
de elementos totalmente azarosos y factores que escapan a su control.
El análisis crítico de la propia responsabilidad, por supuesto, no es algo que dé sus frutos
de manera automática. Requiere una mínima constancia, repetirse una y otra vez, en una ocasión
y en otra, que en determinadas circunstancias no está en nuestras manos el destino de los demás,
aunque éste no nos sea indiferente.
En síntesis, para intentar acabar con este tipo de sentimientos, hay que plantearse
seriamente, una y otra vez, dos cuestiones fundamentales:
• ¿Es realmente “malo” lo que hago?, ¿justifica que me sienta culpable?
• ¿En qué medida tengo yo una responsabilidad en ello?
c) Buscar el mejor modo de reparar la falta
Sin embargo, a veces la culpa, aun siendo plenamente justificada (el acto es claramente
negativo desde un punto de vista moral y la responsabilidad personal es también clara), genera
un enorme sufrimiento en la persona –precisamente por ello, porque está justificada, dada la
gravedad del acto. Pensemos, por ejemplo, en casos en que, a consecuencia de una conducción
imprudente, se provocó un accidente de consecuencias fatales.
En estos casos el mejor modo, además del más justo, de superar la situación es tratar de
reparar el acto: pidiendo perdón a las víctimas y sus familias, ayudándolas en todo lo posible,
etc. Como hemos visto, la reparación equilibra de algún modo la situación y hace que el
sentimiento de culpa disminuya.
Pero a veces la reparación no es factible (las víctimas han muerto, sus familias la
rechazan), y entonces el sufrimiento no cesa.
Cuando esto ocurre, cuando la reparación directa no es posible, en lugar de dejarse
arrastrar por pensamientos y rituales masoquistas, que se agotan en sí mismos y no aportan nada
positivo, un modo más adecuado de vencer la culpa puede ser dirigir la reparación hacia otras
víctimas. Esto es lo que hacen muchas personas que han pasado por este tipo de circunstancias y
es lo que, finalmente, parece proporcionar sosiego a sus almas.
2) Cultivar, y en algunos casos fortalecer, las formas de culpa positivas
Cuando nos planteamos el cultivo de otras formas de culpa más beneficiosas, como la
culpa asociada a la trasgresión de los valores propios, o la culpa basada en la empatía con el
sufrimiento que hemos causado en otros, la estrategia a seguir es totalmente diferente.
2.1) Culpa asociada a actos que contradicen los valores propios
27
Este tipo de culpa nos enfrenta a una paradoja. Así como a veces hay cosas que
racionalmente no consideramos que estén mal, pero, fruto de experiencias tempranas, o de
inducciones actuales, hacen que nos sintamos culpables, hay otras que nuestra razón nos dice que
están mal, que contradicen nuestros valores, y, en cambio, al realizarlas, apenas nos generan
sentimiento de culpa. Curiosamente, en los casos en que más sentido tendría sentir culpa, cuando
ésta nos ayudaría a ser consecuentes con los valores que profesamos, es muy frecuente que ésta
sea bastante más débil.
¿Cómo se explica esta paradoja?
Una primera razón es que muchos de estos valores que sostenemos racionalmente, en
particular todos los relativos a la solidaridad para con los otros, la imparcialidad, la honestidad,
etc., muchas veces no han sido asociados a emociones especialmente intensas en la infancia. Les
falta esa carga afectiva que hace que los valores adquieran poder para controlar realmente la
conducta.
Otra razón es que, aunque tales valores sean robustos y “sentidos”, muchas veces, sobre
todo en el campo laboral y allí donde entran en juego intereses personales importantes, llevarlos
a la práctica resulta muy costoso. De este modo, enseguida nos ponemos excusas para no tener
que hacerlo: “Si todos lo hacen, no voy a ser yo el único tonto”, “Aunque es injusto cómo le
tratan, no puedo hacer nada, pues me juego...”, etc.
En cualquier caso, es evidente que este tipo de culpa, por su importante papel en la
consistencia entre los valores y la acción moral, y más aún, dada su debilidad, merece especial
atención. ¿Cómo podemos reforzarla?
Lo que acabamos de ver nos da la pista: reforzando el “valor” –la carga afectiva–, que
otorgamos a dichos valores y asumiendo que la acción moral tiene sus costes.
a) Reforzar el valor de lo que la razón nos dice que está bien
No se trata simplemente de “saber” lo que está bien o está mal, qué es ético y qué no lo
es, o cuál es el modo moralmente más digno de actuar en determinadas circunstancias. Se trata
de apreciarlo, de que nos importe. Sin llegar al extremo de los fanáticos, dispuestos a dar la vida
por sus ideas, aunque por el camino destrocen la vida de muchas personas, se trata de que
“amemos” esos valores, hasta el punto de estar dispuestos a hacer algo por ellos.
Lo adecuado en este terreno, como en tantos otros, estaría en un punto intermedio: ni en
el extremo de los fundamentalistas de cualquier signo, a menudo mucho más peligrosos que las
personas con pocos escrúpulos morales, ni en el de los cínicos, capaces de sostener con las más
bellas palabras un hermoso discurso ético en cualquier momento, y saltárselo con la misma
facilidad a la menor oportunidad.
Este es un punto importante a tener en cuenta en la educación de los niños. No se trata de
que aprendan los valores cual loritos, sino de que comprendan su sentido, los “valoren”, y que la
fidelidad a ellos pase a ser un elemento que rija sus actuaciones.
Pero aquí nos movemos en un terreno un tanto peligroso, pues, como podemos apreciar a
nuestro alrededor, no es tan difícil oscilar hacia alguno de los extremos mencionados. Por ello, es
importante al mismo tiempo ejercitar –uno mismo y en la educación de los niños– la apertura a
otras ideas, la flexibilidad mental y el hábito autocrítico. Siempre debemos pensar que esas ideas
que nos parecen tan importantes podrían ser equivocadas.
28
Por otra parte, otra idea debería quedar clara si se quiere favorecer la asunción de la
responsabilidad: la de que llevar una vida moral digna supone asumir que los actos tienen
consecuencias y que los daños que provocamos han de ser asumidos y reparados en la medida de
lo posible.
Diversos signos indican que hoy en día es especialmente importante intervenir en uno y
otro sentido. Un fenómeno observable en los últimos años entre la gente joven es una creciente
tendencia a mostrar gran susceptibilidad ante cualquier crítica, por nimia que sea, tomándola
como una especie de cuestionamiento total y absoluto de la persona, lo que genera un fuerte
resentimiento. Por otra parte, es obvio que en una sociedad consumista como la actual, en la que,
cual niños caprichosos, cada vez más lo queremos todo e inmediatamente y tenemos menos
capacidad de aguantar cualquier pequeña frustración, se hace también cada vez más difícil
aceptar que uno ha de asumir las consecuencias y los costes de sus actos.
Esto pone de manifiesto que, si queremos que la intervención educativa en este terreno
sea efectiva, hay que fortalecer la seguridad y la confianza en sí mismos en los niños, y, al
mismo tiempo, evitar que nuestros hijos, o alumnos, se instalen en una perpetua infancia, en la
que nadie les exija nada y todos sus deseos sean inmediatamente atendidos.
El cultivo de estas formas de culpa positivas, exige, por tanto, un replanteamiento más
general de la educación. La ausencia de este tipo de sentimientos en muchas personas no es sino
un síntoma más de una sociedad que nos hace cada día más individualistas, más indiferentes al
otro, más inseguros e infantiles. Velar por la presencia de tales sentimientos implica una
reflexión crítica sobre el tipo de sociedad que vamos construyendo y sus efectos en el desarrollo
humano más allá del bienestar social.
Existen experiencias de culpa muy variadas, unas negativas y otras positivas. Por tanto, se
trata de debilitar los sentimientos de culpa más irracionales, sí, pero, al mismo tiempo, se trata
también de cuidar otro tipo de sentimientos de culpa, esos que nos ayudan a mantener la
congruencia entre nuestros valores y nuestras acciones y a responder de éstas en nuestras
relaciones con los demás. Esperamos que las sugerencias realizadas en este último punto sean de
ayuda en uno y otro sentido.
31
Notas
1
Bruckner, P. (1996). La tentación de la inocencia. Barcelona: Anagrama.
2
Melanie Klein habla de “culpabilidad persecutoria” para designar un tipo de culpa muy similar a la descrita por
Freud y “culpabilidad depresiva” para designar este segundo tipo de culpa, más positivo.
3
Etxebarria, I., Conejero, S., Martínez, R. y Muñoz, N. (2004). Componentes emocionales en la experiencia
subjetiva de culpa. En E. Barberá et al. (Eds.). Motivos, emociones y procesos representacionales: de la teoría a la
práctica (pp. 241-252). Valencia: Fundación Universidad-Empresa de Valencia (ADEIT).
4
Schill, T. y Chapin, J. (1972). Sex guilt and males’ preference for reading erotic magazines. Journal of Consulting
and Clinical Psychology, 39, 516.
5
Etxebarria, I. y De la Caba, M. A. (1998). Consistencia entre cognición y acción moral: conducta solidaria en
adolescentes en el contexto escolar. Infancia y Aprendizaje, 81, 83-103.
6
Branscombe, N. y Doosje, B. (Eds.). (2004). Collective guilt. International perspectives. Nueva York: Cambridge
University Press.
7
El análisis que se hace a continuación se basa en gran medida en Miceli, M. y Castelfranchi, C. (1998). How to
silence one's conscience: Cognitive defenses against the feeling of guilt. Journal for the Theory of Social Behaviour,
28(3), 287-318.
8
Fenichel, O. (1984). Teoría psicoanalítica de las neurosis. Barcelona: Paidós Ibérica (Publicación original, 1946).
9
Grinder, R. E. y McMichael, R. E. (1963). Cultural influence on conscience development: Resistance to temptation
and guilt among Samoans and American Caucasians. Journal of Abnormal and Social Psychology, 66(5), 503-507.
10
Chiang, T. y Barret, K. C. (1989, April). A cross-cultural comparison of toddlers' reactions to the infraction of a
standard: A guilt culture vs. a shame culture. Paper presented at the meeting of the Society for Research in Child
Development, Kansas City, MO.
11
Peretti, P. (1969). Guilt in moral development: A comparative review. Psychological Reports, 25, 739-745. Sobre
la misma cuestión: Joyce, G. P. (1977). Differences between guilt proneness and anxiety proneness on field
independence, locus of control, empathy, and religiosity. Dissertation Abstracts International, 1884-B.
12
Hoffman, M. L. (1970). Conscience, personality, and socialization techniques. Human Development, 13, 90-126.
13
Etxebarria, I. y Pérez, J. (2003). ¿Qué nos hace sentir culpa? Categorías de eventos en adolescentes y adultos de
uno y otro sexo. Estudios de Psicología, 24 (2), 241-252.
14
Etxebarria, I., Isasi, X. y Pérez, J. (2002). The interpersonal nature of guilt-producing events. Age and gender
differences. Psicothema, 14 (4), 783-787.
15
Etxebarria, I. (1992). Sentimientos de culpa y problemática del cambio de valores en la mujer. Revista de
Psicología General y Aplicada, 45, 91-101.
16
Harvey, O. J., Gore, E. J., Frank, H. y Batres, A. R. (1997). Relationship of shame and guilt to gender and
parenting practices. Personality and Individual Differences, 23(1), 135-146.
17
Williams, C. y Bybee, J. (1994). What do children feel guilty about? Developmental and gender differences.
Developmental Psychology, 30(5), 617-624.
33
18
Etxebarria, I., Ortiz, M. J., Conejero, S., Martínez, R., Muñoz, N. y Pérez, V. (2005). Intensity of habitual guilt in
men and women and differences in interpersonal sensitivity and the tendency towards anxious-aggressive guilt.
Manuscrito sometido a revisión.
19
Etxebarria, I. (1992). Sentimientos de culpa y problemática del cambio de valores en la mujer. Revista de
Psicología General y Aplicada, 42, 91-101.
Nota biográfica
Itziar Etxebarria Bilbao es Doctora en Psicología y profesora titular de la Universidad del País
Vasco, donde imparte clases de Motivación y Emoción y Psicología de la Moralidad. A lo largo
de las dos últimas décadas ha realizado numerosas investigaciones sobre la conducta altruista,
sobre los sentimientos de culpa y otras emociones morales (empatía, vergüenza...) y sobre la
consistencia entre los valores y la acción moral. Asimismo, ha estudiado las diferencias de
género en el ámbito de las emociones y la conducta moral. Es coautora, entre otros libros, de
Perspectivas acerca del cambio moral (1989), Para comprender la conducta altruista (1994) y
Desarrollo afectivo y social (1999).