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Studium 2013

Estudio Comunitario con Mesa de Libros, Documentos y Autores

-Antología de Textos-

Benedicto XVI
habla sobre el
Vaticano II

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Índice

A Modo de Introducción.................................................................. 4

1.- Hacia una Hermenéutica Correcta del Concilio Vaticano II.......... 5


Discurso con Ocasión de las Felicitaciones Navideñas a la Curia Romana (2005)

2.- La Eclesiología en la Letra y el Espíritu


del Vaticano II................................................................................... 12
Discurso durante la Inauguración de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Roma (2009)

3.- El Vaticano II y la Doctrina Perenne de la Iglesia.......................... 14


Audiencia General (2012)

4.- Realizar el Vaticano II en su Verdadero Sentido............................. 16


Homilía en la Santa Misa para la Apertura del Año de la Fe (2012)

5.- Con Sobria Alegría Festejamos el Cincuentenario


del Vaticano II................................................................................... 19
Jornada Conmemorativa del 50º Aniversario del Inicio del Vaticano II (2012)

6.- “Aggiornamento” no Significa Ruptura con la Tradición.............. 20


Discurso a un Grupo de Obispos que Participaron en el Vaticano II (2012)

7.- El Vaticano II Real y el Virtual........................................................ 21


Discurso a los Párrocos y al Clero de Roma (2013)

Aclaración: todos los textos aquí reproducidos fueron tomados del sitio oficial de la Santa Sede,
www.vatican.va, versión en Español.
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A Modo de Introducción

El Vaticano II, a cincuenta años de su inauguración, sigue dando


que hablar. Y la maraña de las opiniones sobre su verdadero alcance
hacen difícil la comprensión adecuada de ese acontecimiento eclesial, uno
de los más importantes del siglo XX.

Ríos de tinta corrieron para referirse a él... Y en esa descomunal


producción bibliográfica han quedado sedimentadas algunas preguntas
cruciales: ¿hay una Iglesia “preconciliar” y otra “posconciliar”?; el
Vaticano II ¿se lee en “continuidad”, o en “discontinuidad y ruptura”, o
en “contraposición” con la Doctrina bimilenaria de la Iglesia?; ¿su
“letra” y su “espíritu” concuerdan?; ¿cómo debe entenderse la llamada
“apertura al mundo”? Estos son, ciertamente, algunos de los interrogantes
más repetidos desde los años sesenta hasta nuestros días.

Para advertir todo lo que está en juego, hemos seleccionado siete


textos donde “Benedicto XVI habla sobre el Vaticano II” y que ponen
blanco sobre negro respecto de su correcta y necesaria comprensión. Sus
palabras son, de alguna manera, una respuesta a aquellas preguntas.

Así y todo, es probable que todavía falte mucho para afianzar este
valiosísimo trabajo hermenéutico iniciado por el gran Papa Alemán. Pero
su luminoso Magisterio es un signo de esperanza en la tarea emprendida y
un gran aliento para la que todavía falta.

Confiemos. Christus Vincit!

Cristian Rodríguez Iglesias


Mar del Plata - Argentina
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Benedicto XVI habla sobre el


Vaticano II
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1 .- Hacia una Hermenéutica Correcta del Concilio Vaticano II


Discurso con Ocasión de las Felicitaciones Navideñas a la Curia Romana (2005)

«El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera


reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio
Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha
sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la
recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente
o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer?

Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del


Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos
aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san
Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del
concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de la
tempestad, diciendo entre otras cosas: ―El grito ronco de los que por la
discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido
confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia,
tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe...‖ (De
Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos
aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del
posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido.

Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de


la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien,
todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos
hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y
aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se
han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha
entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero
cada vez más visible, ha dado y da frutos.

Por una parte existe una interpretación que podría llamar ―hermenéutica de
la discontinuidad y de la ruptura‖; a menudo ha contado con la simpatía de
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los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna.


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Por otra parte, está la ―hermenéutica de la reforma‖, de la renovación


dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado;

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es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo


siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.

La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una


ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los
textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del
espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales,
para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando
muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se
reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo
nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el
verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos
sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo
reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su
novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos,
dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más
profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería
preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.

De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta


sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja
espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la
naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como
una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución
antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una
autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de
esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir. Los
padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie
podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor
y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y,
partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el
tiempo y el tiempo mismo.

Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del
don del Señor. Son ―administradores de los misterios de Dios‖ (1 Co 4, 1),
y como tales deben ser ―fieles y prudentes‖ (cf. Lc 12, 41-48). Eso significa
que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que no
quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final,
pueda decir al administrador: ―Puesto que has sido fiel en lo poco, te
pondré al frente de lo mucho‖ (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas
parábolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta
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al servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio


la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.

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A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la


reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso
de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI
en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar
solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que
esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el
Concilio ―quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin
atenuaciones ni deformaciones‖, y prosigue: ―Nuestra tarea no es
únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan
sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin
temor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta
doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente
obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro
tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades
que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se
enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y
significado‖ (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos.
Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).

Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada
verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con
ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de
una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la
reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el
programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como
es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta
interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del
Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos.
Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es
más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años
cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse
lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra
realizada por el Concilio.

Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó también


una motivación específica por la cual una hermenéutica de la
discontinuidad podría parecer convincente. En el gran debate sobre el
hombre, que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de
modo especial al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la
relación entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo
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actual, por otra (cf. ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más
clara si en lugar del término genérico ―mundo actual‖ elegimos otro más

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preciso: el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la


Iglesia y la edad moderna...

Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado
tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era
necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias
modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino
también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método
histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de
la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las
sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que
la fe de la Iglesia había elaborado.

En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la


Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias
religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo
imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia
ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su
religión.

En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el


problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva
definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En
particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en
general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil,
resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la
Iglesia y la fe de Israel.

Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de la
segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más
ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos
sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger
una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se
había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las
debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus
exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los
principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.

Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en


diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este
proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más
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concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas


contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de

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interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes


también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada
en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas
decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero,
permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.

En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que


dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así,
las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las
formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo,
si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del
hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en
canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad
social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero
sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el
hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese
conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.

Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de


religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más
aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede
imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante
un proceso de convicción.

El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre


la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de
nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente
de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús
mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los
mártires de todos los tiempos.

La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los
responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2,
2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a
adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires
de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado
en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de
conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que
ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la
gracia de Dios, en libertad de conciencia.
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Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su


mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor

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de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para


todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con
ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario, les
lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una respuesta
con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se
promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.

El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de


la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o
incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente
discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera
identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma
Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos;
prosigue ―su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios‖, anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva (cf.
Lumen gentium, 8).

Quienes esperaban que con este ―sí‖ fundamental a la edad moderna todas
las tensiones desaparecerían y la "apertura al mundo" así realizada lo
transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones
interiores y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían
subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos
los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza para
el camino del hombre.

Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del
hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al
contrario, asumen nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo
demuestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo
un ―signo de contradicción‖ (Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo
II, siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que
predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana.

El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del


Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio,
no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas,
para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su
grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que
de un modo muy impreciso se ha presentado como ―apertura al mundo‖,
pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y
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la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas. La situación


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que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a


acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta,

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exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-


logía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15). Esto
significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la
cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de
distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única
razón dada por Dios.

Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el


pensamiento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval
formada en la tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de
entrar en una contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de
Aquino quien medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía
aristotélica, poniendo así la fe en una relación positiva con la forma de
razón dominante en su tiempo.

La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer


momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo,
ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II llegó la
hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos
conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se
determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la
fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la
base del Vaticano II.

Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero
también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con
razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos
volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y
acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser
cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la
Iglesia...».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados
Superiores de la Curia Romana, 22 Diciembre 2005)

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2 .- La Eclesiología en la Letra y el Espíritu del Vaticano II


Discurso durante la Inauguración de la Asamblea Eclesial de la Diócesis de Roma (2009)

«El concilio Vaticano II, queriendo transmitir pura e íntegra la


doctrina sobre la Iglesia desarrollada a lo largo de dos mil años, dio de ella
una ―definición más meditada‖, ilustrando, ante todo, su naturaleza
mistérica, es decir, su ―realidad penetrada por la presencia divina y, por
esto, siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones‖ (Pablo VI,
Discurso de inauguración de la segunda sesión, 29 de septiembre de 1963).
Ahora bien, la Iglesia, que tiene su origen en el Dios trinitario, es un
misterio de comunión. En cuanto comunión, la Iglesia no es una realidad
solamente espiritual, sino que vive en la historia, por decirlo así, en carne y
hueso...

La Iglesia es una comunión, una comunión de personas que, por la acción


del Espíritu Santo, forman el pueblo de Dios, que es al mismo tiempo el
Cuerpo de Cristo...

Los dos conceptos —―pueblo de Dios‖ y ―Cuerpo de Cristo‖— se


completan y forman juntos el concepto neotestamentario de Iglesia. Y
mientras ―pueblo de Dios‖ expresa la continuidad de la historia de la
Iglesia, ―Cuerpo de Cristo‖ manifiesta la universalidad inaugurada en la
cruz y en la resurrección del Señor. Por tanto, para nosotros, los cristianos,
―Cuerpo de Cristo‖ no sólo es una imagen, sino también un verdadero
concepto, porque Cristo nos entrega su Cuerpo real, no sólo una imagen.
Resucitado, Cristo nos une a todos en el Sacramento para convertirnos en
un único cuerpo. Por eso los conceptos de ―pueblo de Dios‖ y ―Cuerpo de
Cristo‖ se completan: en Cristo llegamos a ser realmente el pueblo de
Dios...

Después del concilio Vaticano II esta doctrina eclesiológica ha tenido


amplia acogida y, gracias a Dios, en la comunidad cristiana han madurado
muchos frutos buenos. Sin embargo, debemos recordar también que la
recepción de esta doctrina en la práctica y su consiguiente asimilación en el
entramado de la conciencia eclesial, no se ha realizado siempre y en todas
partes sin dificultad y según una correcta interpretación. Como aclaré en el
discurso a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005, una corriente de
interpretación, apelando a un presunto ―espíritu del Concilio‖, ha intentado
establecer una discontinuidad, e incluso una contraposición, entre la Iglesia
anterior y la Iglesia posterior al Concilio, superando a veces los mismos
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confines que existen objetivamente entre el ministerio jerárquico y las


responsabilidades de los laicos en la Iglesia.
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La noción de ―pueblo de Dios‖, en particular, fue interpretada por algunos


según una visión puramente sociológica, desde una perspectiva casi
exclusivamente horizontal, que excluía la referencia vertical a Dios. Esta
posición contrasta totalmente con la letra y el espíritu del Concilio, que no
quiso una ruptura, otra Iglesia, sino una verdadera y profunda renovación,
en la continuidad del único sujeto Iglesia, que crece en el tiempo y se
desarrolla, pero permaneciendo siempre idéntico, único sujeto del pueblo
de Dios en peregrinación.

En segundo lugar, es preciso reconocer que el despertar de energías


espirituales y pastorales durante estos años no ha producido siempre el
incremento y el desarrollo deseados. Debemos constatar que en algunas
comunidades eclesiales, después de un período de fervor e iniciativas, se ha
sucedido un tiempo de debilitamiento del compromiso, una situación de
cansancio, a veces casi de estancamiento, incluso de resistencia y
contradicción entre la doctrina conciliar y diversos conceptos formulados
en nombre del Concilio, pero en realidad opuestos a su espíritu y a su letra.
También por esta razón, al tema de la vocación y misión de los laicos en la
Iglesia y en el mundo se dedicó la Asamblea ordinaria del Sínodo de los
obispos de 1987.

Este hecho nos dice que las luminosas páginas que el Concilio dedicó al
laicado aún no habían sido traducidas y realizadas suficientemente en la
conciencia de los católicos y en la práctica pastoral. Por una parte, existe
todavía la tendencia a identificar unilateralmente la Iglesia con la jerarquía,
olvidando la responsabilidad común, la misión común del pueblo de Dios,
que somos todos nosotros en Cristo. Por otra, persiste también la tendencia
a concebir el pueblo de Dios, como ya he dicho, según una idea puramente
sociológica o política, olvidando la novedad y la especificidad de ese
pueblo, que sólo se convierte en pueblo en la comunión con Cristo».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI durante la Inauguración de la Asamblea Eclesial de
la Diócesis de Roma, Basílica Papal de San Juan de Letrán, 26 Mayo 2009)

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3 .- El Vaticano II y la Doctrina Perenne de la Iglesia


Audiencia General (2012)

«Estamos en la víspera del día en que celebraremos los cincuenta


años de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II y el inicio del Año
de la fe. Con esta Catequesis quiero comenzar a reflexionar —con algunos
pensamientos breves— sobre el gran acontecimiento de Iglesia que fue el
Concilio, acontecimiento del que fui testigo directo. El Concilio, por
decirlo así, se nos presenta como un gran fresco, pintado en la gran
multiplicidad y variedad de elementos, bajo la guía del Espíritu Santo...

El beato Juan Pablo II, en el umbral del tercer milenio, escribió: ―Siento
más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia que la
Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una
brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza‖ (Novo
millennio ineunte, 57). Pienso que esta imagen es elocuente. Los
documentos del concilio Vaticano II, a los que es necesario volver,
liberándolos de una masa de publicaciones que a menudo en lugar de darlos
a conocer los han ocultado, son, incluso para nuestro tiempo, una brújula
que permite a la barca de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de
tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a
la meta...

En la historia de la Iglesia, como pienso que sabéis, varios concilios


precedieron al Vaticano II. Por lo general, estas grandes Asambleas
eclesiales fueron convocadas para definir elementos fundamentales de la fe,
sobre todo corrigiendo errores que la ponían en peligro. Pensemos en el
concilio de Nicea en el año 325, para combatir la herejía arriana y reafirmar
con claridad la divinidad de Jesús Hijo unigénito de Dios Padre; o en el de
Éfeso, del año 431, que definió a María como Madre de Dios; en el de
Calcedonia, del año 451, que afirmó la única persona de Cristo en dos
naturalezas, la naturaleza divina y la humana. Para acercarnos más a
nosotros, tenemos que mencionar el concilio de Trento, en el siglo XVI,
que clarificó puntos esenciales de la doctrina católica ante la Reforma
protestante; o bien el Vaticano I, que comenzó a reflexionar sobre varias
temáticas, pero que sólo tuvo tiempo de emanar dos documentos, uno sobre
el conocimiento de Dios, la revelación, la fe y las relaciones con la razón, y
el otro sobre el primado del Papa y la infalibilidad, porque fue interrumpido
por la ocupación de Roma en septiembre de 1870.
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Si miramos al concilio ecuménico Vaticano II, vemos que en aquel


momento del camino de la Iglesia no existían errores particulares de fe que
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se debían corregir o condenar, ni había cuestiones específicas de doctrina o


de disciplina por clarificar...

El beato Juan XXIII, en el discurso de apertura, el 11 de octubre de hace


cincuenta años, dio una indicación general: la fe debía hablar de un modo
―renovado‖, más incisivo —porque el mundo estaba cambiando
rápidamente— manteniendo intactos sin embargo sus contenidos perennes,
sin renuncias o componendas. El Papa deseaba que la Iglesia reflexionara
sobre su fe, sobre las verdades que la guían. Pero de esta reflexión seria y
profunda sobre la fe, debía delinearse de modo nuevo la relación entre la
Iglesia y la edad moderna, entre el cristianismo y ciertos elementos
esenciales del pensamiento moderno, no para someterse a él, sino para
presentar a nuestro mundo, que tiende a alejarse de Dios, la exigencia del
Evangelio en toda su grandeza y en toda su pureza (cf. Discurso a la Curia
romana con ocasión de la felicitación navideña, 22 de diciembre de 2005).
Lo indica muy bien el siervo de Dios Pablo VI en la homilía al final de la
última sesión del Concilio —el 7 de diciembre de 1965— con palabras
extraordinariamente actuales, cuando afirma que, para valorar bien este
acontecimiento, ―se lo debe mirar en el tiempo en cual se ha verificado. En
efecto, tuvo lugar —dice el Papa— en un tiempo en el cual, como todos
reconocen, los hombres tienden al reino de la tierra más bien que al reino
de los cielos; un tiempo, agregamos, en el cual el olvido de Dios se hace
habitual, casi lo sugiere el progreso científico; un tiempo en el cual el acto
fundamental de la persona humana, siendo más consciente de sí y de la
propia libertad, tiende a reclamar la propia autonomía absoluta,
emancipándose de toda ley trascendente; un tiempo en el cual el ―laicismo‖
se considera la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la norma
más sabia para el ordenamiento temporal de la sociedad... En este tiempo se
ha celebrado nuestro Concilio para gloria de Dios, en el nombre de Cristo,
inspirador el Espíritu Santo‖. Hasta aquí, Pablo VI...

El concilio Vaticano II es para nosotros un fuerte llamamiento a redescubrir


cada día la belleza de nuestra fe, a conocerla de modo profundo para
alcanzar una relación más intensa con el Señor, a vivir hasta la últimas
consecuencias nuestra vocación cristiana».

(Audiencia General del Santo Padre Benedicto XVI, Plaza de San Pedro, 10 Octubre 2012)
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4 .- Realizar el Vaticano II en su Verdadero Sentido


Homilía en la Santa Misa para la Apertura del Año de la Fe (2012)

«Hoy, con gran alegría, a los 50 años de la apertura del Concilio


Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe... Para rememorar el
Concilio, en el que algunos de los aquí presentes –a los que saludo con
particular afecto– hemos tenido la gracia de vivir en primera persona, esta
celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión
de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los
Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la
entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio;
y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la
Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no
son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para
ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente
en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para
hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido...

El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el tema de la fe en un


documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado por
la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrarse nuevamente en el
misterio cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre
contemporáneo. A este respecto se expresaba así, dos años después de la
conclusión de la asamblea conciliar, el siervo de Dios Pablo VI:
―Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente de la fe,
habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural,
la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas.
Bastaría recordar [algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de
la importancia esencial que el Concilio, en sintonía con la tradición
doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, a aquella que tiene
como fuente a Cristo y por canal el magisterio de la Iglesia‖ (Audiencia
general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI, en 1967.

Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano


II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó
el fin principal del Concilio en estos términos: ―El supremo interés del
Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea
custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea principal
de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la
doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta
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doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se


profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo‖ (AAS 54
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[1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del


Concilio.

Considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan


significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella
tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre
contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva
evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión,
es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los
documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su
expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar,
por así decirlo, a la ―letra‖ del Concilio, es decir a sus textos, para
encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la
verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los
documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de
huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El
Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido
sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe
siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en
transformación.

Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII


quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe,
dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar
en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares
querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y si se abrieron con
confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de
su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años
sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante,
poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que
desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.

Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización,


no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía
más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la
misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está
contenida en sus documentos... En estos decenios ha aumentado la
―desertificación‖ espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber,
por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida,
un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro
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alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la


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experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir


nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres

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y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial


para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la
sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma
implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe
que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de
esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la
Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar
quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así
indicar el camino...».

(Homilía del Santo Padre Benedicto XVI en la Santa Misa para la Apertura del Año de la Fe,
Plaza de San Pedro, 11 Octubre 2012)

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5 .- Con Sobria Alegría Festejamos el Cincuentenario del Vaticano II


Jornada Conmemorativa del 50º Aniversario del Inicio del Vaticano II (2012)

«Hace cincuenta años, en este día, yo también estuve aquí en esta


plaza, mirando a esta ventana, donde apareció el buen Papa, el beato Papa
Juan XXIII; y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de
poesía, de bondad, palabras del corazón.

Estábamos felices —diría— y llenos de entusiasmo. El gran concilio


ecuménico se inauguraba; estábamos seguros de que debía llegar una nueva
primavera para la Iglesia, un nuevo Pentecostés, con una nueva presencia
fuerte de la gracia liberadora del Evangelio.

También hoy estamos felices, traemos la alegría en nuestro corazón, pero


diría una alegría tal vez más sobria, una alegría humilde. En estos cincuenta
años hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se
traduce, siempre de nuevo, en pecados personales, que pueden también
convertirse en estructuras de pecado. Hemos visto que en el campo del
Señor está siempre también la cizaña. Hemos visto que en las redes de
Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la fragilidad
humana está presente igualmente en la Iglesia, que la barca de la Iglesia
navega también con viento contrario, con tempestades que amenazan la
nave, y que algunas veces hemos pensado: ―El Señor duerme y se ha
olvidado de nosotros‖.

Esta es una parte de las experiencias vividas en estos cincuenta años, pero
hemos tenido también, una nueva experiencia de la presencia del Señor, de
su bondad, de su fuerza. El fuego del Espíritu Santo, el fuego de Cristo no
es un fuego devorador, destructivo; es un fuego silencioso, es una pequeña
llama de bondad, de bondad y de verdad, que transforma, da luz y calor.
Hemos visto que el Señor no nos olvida. También hoy con su modo
humilde, el Señor está presente y da calor a los corazones, da vida, crea
carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para
nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, también hoy está
con nosotros, y podemos ser felices también hoy, porque su bondad no se
apaga; es fuerte también hoy».

(Bendición del Santo Padre Benedicto XVI a los Participantes en la Procesión de Antorchas
organizada por la Acción Católica Argentina, Desde la Ventana de su Apartamento –
Palacio Apostólico, 11 Octubre 2012)
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.- “Aggiornamento” no Significa Ruptura con la Tradición

6 Discurso a un Grupo de Obispos que Participaron en el Vaticano II (2012)

«Un saludo especial quiero dirigiros a vosotros hoy, queridos


hermanos que habéis tenido la gracia de participar en calidad de padres en
el concilio ecuménico Vaticano II... En este momento, tengo presente en la
oración y en el afecto a todo el grupo —casi setenta— de obispos todavía
vivos, que participaron en los trabajos conciliares...

Retomando algunos elementos de mi homilía de ayer quisiera recordar


solamente como una palabra, lanzada por el beato Juan XXIII casi de modo
programático, regresaba continuamente en los trabajos conciliares: la
palabra ―aggiornamento‖ (actualización).

A cincuenta años de distancia de la apertura de aquella solemne Asamblea


de la Iglesia, alguno se preguntará si esa expresión no haya sido tal vez
desde el principio en absoluto feliz. Creo que la elección de las palabras
podría ser discutida por horas y se encontrarían opiniones continuamente
discordantes, pero estoy convencido de que la intuición que tenía el beato
Juan XXIII, que resumió con esta palabra, ha sido y sigue siendo todavía
exacta. El cristianismo no debe considerarse como ―una cosa del pasado‖,
ni debe vivirse con la mirada puesta constantemente ―en el pasado‖, porque
Jesucristo es ayer, hoy y para la eternidad (cf. Hb 13, 8)...

Por ello el cristianismo es siempre nuevo. No debemos nunca verlo como


un árbol plenamente desarrollado a partir de la semilla de mostaza del
Evangelio, que creció, que dio sus frutos y un buen día envejeció llegando
al ocaso de su energía vital. El cristianismo es un árbol que, por decirlo así,
está en perenne ―aurora‖, es siempre joven. Y esta actualidad, este
―aggiornamento‖, no significa ruptura con la tradición, sino que expresa la
continua vitalidad. No significa reducir la fe rebajándola a la moda de los
tiempos, al modelo de lo que nos gusta, a aquello que agrada la opinión
pública, sino todo lo contrario».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Encuentro con los Obispos que Participaron en
el Concilio Vaticano II y un Grupo de Presidentes de Conferencias Episcopales,
Sala Clementina, 12 Octubre 2012)

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7 .- El Vaticano II Real y el Virtual


Discurso a los Párrocos y al Clero de Roma (2013)

«Para mí es un don especial de la Providencia el poder ver aún a mi


clero, el clero de Roma, antes de abandonar el ministerio petrino...

Dadas las condiciones de mi edad, no he podido preparar un grande y


verdadero discurso, como podría esperarse; pienso más bien en una
pequeña charla sobre el Concilio Vaticano II, tal como yo lo he visto...

Había una expectativa increíble. Esperábamos que todo se renovase, que


llegara verdaderamente un nuevo Pentecostés, una nueva era de la Iglesia,
porque la Iglesia era aún bastante robusta en aquel tiempo, la práctica
dominical todavía buena, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa
ya se habían reducido algo, pero aún eran suficientes. No obstante, se sentía
que la Iglesia no avanzaba, se reducía; que parecía una realidad del pasado
y no la portadora del futuro...

Como ya he dicho, todos venían con grandes expectativas; pero nunca se


había celebrado un Concilio de estas dimensiones, y no todos sabían cómo
proceder. Los más preparados —aquellos, digamos, con intenciones más
definidas—, eran el episcopado francés, alemán, belga, holandés: la
llamada ―alianza renana‖. Y, en la primera parte del Concilio, eran ellos los
que indicaban el rumbo; después se amplió rápidamente la actividad y
todos participaban cada vez más en la creatividad del Concilio. Los
franceses y los alemanes tenían diversos intereses en común, aunque con
matices bastante diferentes. El primer objetivo, inicial, simple —
aparentemente simple— era la reforma de la liturgia, que había comenzado
ya con el Papa Pío XII, reformando la Semana Santa; el segundo, la
eclesiología; el tercero, la Palabra de Dios, la Revelación y, finalmente,
también el ecumenismo. Mucho más que los alemanes, los franceses tenían
también el problema de tratar la situación de las relaciones entre la Iglesia y
el mundo...

[...]

Quisiera ahora añadir todavía un tercer punto: estaba el Concilio de los


Padres —el verdadero Concilio—, pero estaba también el Concilio de los
medios de comunicación. Era casi un Concilio aparte, y el mundo percibió
el Concilio a través de éstos, a través de los medios. Así pues, el Concilio
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inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios, no el de


los Padres. Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la
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fe, era un Concilio de la fe que busca el intellectus, que busca

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comprenderse y comprender los signos de Dios en aquel momento, que


busca responder al desafío de Dios en aquel momento y encontrar en la
Palabra de Dios la palabra para hoy y para mañana; mientras todo el
Concilio —como he dicho— se movía dentro de la fe, como fides quaerens
intellectum, el Concilio de los periodistas no se desarrollaba naturalmente
dentro de la fe, sino dentro de las categorías de los medios de
comunicación de hoy, es decir, fuera de la fe, con una hermenéutica
distinta. Era una hermenéutica política. Para los medios de comunicación,
el Concilio era una lucha política, una lucha de poder entre diversas
corrientes en la Iglesia. Era obvio que los medios de comunicación tomaran
partido por aquella parte que les parecía más conforme con su mundo.
Estaban los que buscaban la descentralización de la Iglesia, el poder para
los obispos y después, a través de la palabra ―Pueblo de Dios‖, el poder del
pueblo, de los laicos. Estaba esta triple cuestión: el poder del Papa,
transferido después al poder de los obispos y al poder de todos, soberanía
popular. Para ellos, naturalmente, esta era la parte que había que aprobar,
que promulgar, que favorecer. Y así también la liturgia: no interesaba la
liturgia como acto de la fe, sino como algo en lo que se hacen cosas
comprensibles, una actividad de la comunidad, algo profano. Y sabemos
que había una tendencia a decir, fundada también históricamente: lo
sagrado es una cosa pagana, eventualmente también del Antiguo
Testamento. En el Nuevo vale sólo que Cristo ha muerto fuera: es decir,
fuera de las puertas, en el mundo profano. Así pues, sacralidad que ha de
acabar, profano también el culto. El culto no es culto, sino un acto del
conjunto, de participación común, y una participación como mera
actividad. Estas traducciones, banalización de la idea del Concilio, han sido
virulentas en la aplicación práctica de la Reforma litúrgica; nacieron en una
visión del Concilio fuera de su propia clave, de la fe. Y así también en la
cuestión de la Escritura: la Escritura es un libro histórico, que hay que
tratar históricamente y nada más, y así sucesivamente.

Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación fue


accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha
provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias:
seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el
verdadero Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse;
el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real
del Concilio estaba presente y, poco a poco, se realiza cada vez más y se
convierte en la fuerza verdadera que después es también reforma verdadera,
verdadera renovación de la Iglesia. Me parece que, 50 años después del
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Concilio, vemos cómo este Concilio virtual se rompe, se pierde, y aparece


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el verdadero Concilio con toda su fuerza espiritual. Nuestra tarea,


precisamente en este Año de la fe, comenzando por este Año de la fe, es la

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de trabajar para que el verdadero Concilio, con la fuerza del Espíritu Santo,
se realice y la Iglesia se renueve realmente. Confiemos en que el Señor nos
ayude. Yo, retirado en mi oración, estaré siempre con vosotros, y juntos
avanzamos con el Señor, con esta certeza: El Señor vence».

(Discurso del Santo Padre Benedicto XVI en el Encuentro con los Párrocos y el Clero de Roma,
Sala Pablo VI, 14 Febrero 2013)

Fin

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Mar del Plata


Buenos Aires - Argentina
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