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CAPÍTULO 4
Los miasmas
14min
En Buenos Aires, en 1871, ya había tranvías, pero era común que el conductor
(que, obviamente, manejaba un caballo y no una locomotora) parase cuando
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alguien le ofrecía un mate a mitad del camino. Nadie se extrañaba, tal vez
porque nadie tenía tanto apuro. Tampoco existía (o no había llegado) el fútbol.
Las calles tenían algunos faroles de kerosene que, de a poco, se iban
sustituyendo por los de gas. Estos eran mejores, aunque tendían a explotar de
vez en cuando. Cuando empezaba a caer el sol, los faroleros iban
prendiéndolos uno a uno.
Fuera de Buenos Aires, las cosas tampoco andaban perfectas. En Entre Ríos, en
abril de 1870, habían matado al gobernador Urquiza y acababa de terminar la
guerra más sangrienta y triste que vió nuestra región: la Guerra del Paraguay,
en la que murieron prácticamente todos los hombres paraguayos, incluso su
presidente. Y si bien las guerras son, en general, una mala idea y todo el
mundo lo sabe, un aspecto que muchas veces no se tiene en cuenta es que las
guerras provocan movimientos repentinos de personas de un lugar a otro, y el
movimiento repentino de personas de un lugar a otro conlleva, lógicamente, la
propagación de un montón de enfermedades.
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Es probable que, junto con los soldados que volvían de la Guerra del Paraguay,
hayan venido los virus que ahora, con el diario del lunes de ciento cuarenta
años después (por cierto, en esa época sólo existían los diarios La Prensa y La
Nación, recién inaugurado, que ya salía en ese formato de hojas grandes que
dejaron de usarse en 2016. También estaba El Nacional, el papá de Rufina era
su director, tenía pocas páginas y salía a las 3 de la tarde por algún motivo)
sabemos que se transmitían por los mosquitos que había en Buenos Aires y
otras ciudades. Pero en 1870 se creía que la enfermedad se transmitía por unas
cosas que había en el aire que se llamaban miasmas. No es muy fácil explicar
qué son los miasmas porque en realidad nadie lo sabía muy bien tampoco en
ese entonces. Sería algo que emanan los cuerpos, los suelos y las aguas, que
permanece en el aire y que puede contagiar muchas enfermedades. Un
ejemplo bastante indiscutido de enfermedad “miasmática” era la Fiebre
Amarilla.
Para febrero, los casos se empezaron a multiplicar y nadie sabía qué hacer, lo
cual se tradujo en un hermoso “todavía no hagamos nada”. En ese plan de no-
acción, no suspender los festejos de Carnaval fue un error bastante terrible
porque cuando está comenzando una epidemia que se transmite por la
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suponía que tenían que hacer, le agregaban una bonita deshidratación al pobre
paciente.
Abril fue el peor mes. La evacuación de Buenos Aires ya alcanzaba los dos
tercios de la población y todo era un caos. Había saqueos, los muertos se
acumulaban en las calles, los comercios estaban cerrados, nadie prendía los
faroles. Incluso la Comisión Popular se disolvió el 9 de abril y se decretó
feriado hasta fin de mes.
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Las bóvedas son espacios que uno compra en los cementerios. En general,
pertenecen a familias ricas como la de Rufina. Pagan impuestos y todo, hasta
te desalojan cuando dejás de pagar (o, más precisamente, cuando otros dejan
de hacerlo); pero en general, si uno no es millonario, va a parar a la tierra y
luego de un tiempo sus restos son removidos porque se necesita el espacio
para otro. Eso sucede en condiciones normales. Cuando los muertos por día
son veinte o treinta veces más de lo habitual, un día cualquiera de abril de
1871, los cementerios colapsan igual que los hospitales. Por ese motivo,
cuando el Cementerio Sur se llenó, el Estado tuvo que comprarle al Colegio
Carilino sus campos de deportes (o sus chacritas de deportes) para construir el
cementerio de la Chacarita, el más grande de Latinoamérica en ese momento.
mirada acongojada de los doctores Cosme Argerich y Roque Pérez, o los relatos
sobre los que se aprovechaban y falsificaban documentos para heredar algo en
caso de seguir vivos. Ante una situación tan complicada, muchos eligieron el
alcohol, pero no para frotarse las manos ―cosa que, irónicamente, hubiese
sido más eficiente porque a su vez había otros problemas sanitarios graves
como el Cólera―. Hubo quienes contaron que, luego de una gran borrachera y
de quedarse dormidos en la calle, fueron levantados por los carros que
buscaban muertos y llevados al tren que iba rumbo al cementerio, y se
despertaron un rato después, rodeados de cadáveres, un poco como se
despertaría Rufina unos años más tarde. Pero sin amantes conocidos. Ni galas
en el Teatro Colón.
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