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La tipología y los simbolismos

del Antiguo Testamento


en relación con los conceptos doctrinales
del Nuevo Testamento
Horacio A. Alonso

EL TABERNÁCULO Y
EL SACERDOCIO
DEL CREYENTE
Libros CLIE
Galvani 113.
08224 TERRASA (Barcelona)

EL TABERNÁCULO Y EL SACERDOCIO DEL CREYENTE

© 1991 por el autor: Horacio Alonso

Depósito legal: B-11763-2006 Unión Europea


ISBN 84-7645-505-4

Printed by Publidisa

Printed in Spain

Clasifíquese: HERMENÉUTICA
Referencia: 22.34.40
ÍNDICE

PRÓLOGO………………………………………………………………..22
INTRODUCCIÓN………………………………………………………...25
ABREVIATURAS………………………………………………………..27

PRIMERA PARTE

PRINCIPIOS ESCRITURALES SOBRE EL SACERDOCIO


Y SOBRE EL TABERNÁCULO

CAPITULO I. El pasaje fundamental sobre el sacerdocio del creyente……38


I. El apóstol Pedro enseña que todos los creyentes en Cristo son
sacerdotes
1. La Escritura se refiere al Señor Jesucristo como una piedra. Se
trata de una piedra viva
2. Esta piedra es además escogida
3. Esta piedra es preciosa
II. La vida espiritual nace y se desarrolla mediante el contacto del alma
con Cristo
III. Los creyentes en Cristo son congregados como piedras para formar
un templo no material. Una casa espiritual
1. Todo creyente ha venido a ser una «Piedra viva»
2. Dios incorpora al creyente a un nuevo cuerpo, que es la iglesia, y
a un nuevo sacerdocio
3. Todo creyente es constituido sacerdote de un nuevo templo
espiritual.
IV. El sacerdocio del creyente está vinculado con el propósito de Dios
para Israel y con la oración del Señor en Juan 17
1. La relación que esto tiene con el propósito de Dios para Israel.
2. El cumplimiento de la oración sacerdotal de Cristo

APÉNDICE A: ¿Quién es el fundamento de la Iglesia?.......................55

CAPÍTULO II. Un solo pontífice y un sacerdocio universal………………58


I - Tres aspectos señalados en las Escrituras
1. El vocablo «Sacerdote» no se aplica en el Nuevo Testamento a
ningún individuo, fuera de Cristo
2. El único que recibe el título de «Sumo Sacerdote» o «Sumo
Pontífice» en el Nuevo Testamento es Referencias del Jesucristo
3. Todo creyente es un sacerdote
II. Varios exegetas católicos coinciden en subrayar la enseñanza del
Nuevo Testamento sobre el sacerdocio
1. En cuanto a que el vocablo Sacerdote no se aplica en el Nuevo
Testamento a ningún individuo
2. En cuanto a que el único que recibe el Título de «Sumo Sacerdote»
en el Nuevo Testamento es Jesucristo
3. En cuanto al sacerdocio universal de los creyentes en Cristo

CAPÍTULO III. Historia del sacerdocio en las Escrituras…………………64


I. Período patriarcal
II. El sacerdocio aarónico
III. El sacerdocio de Melquisedec
IV. El sacerdocio en el Nuevo Testamento
1. Distinción entre el Antiguo y el Nuevo Testamento
2. La tarea del creyente sacerdote
3. La diferencia entre «clérigos» y «laicos» no tiene fundamento en
las Escrituras

CAPÍTULO IV. La tipología del Antiguo Testamento…………………….76


I. Los vocablos griegos
II. Las características de los tipos
III. El uso de la tipología

SEGUNDA PARTE

LA CEREMONIA DE CONSAGRACIÓN DE LOS


SACERDOTES EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

CAPÍTULO V. Aarón y sus hijos eran bañados y recibían su vestimenta….82


I. Aarón y sus hijos eran bañados
1. La regeneración simbolizada
2. ¿Qué implica la conversión?
3. Análisis de Tito 3:5
II. Los sacerdotes recibían su vestimenta
1. Las vestiduras de los sacerdotes del Antiguo Testamento
2. La justicia de Dios en el Evangelio
3. La justicia del Evangelio en la enseflanza de Cristo
4. Pablo, justificado por la fe

CAPÍTULO VI. La unción con aceite……………………………………..98


I. La unción en el Antiguo Testamento
II. La unción en el Nuevo Testamento
1. Vocablos griegos
2. La unción en el Antiguo Testamento era una profecía y una
promesa
3. ¿Qué es la unción? ¿De dónde procede?
4. Esta unción es universal en la Iglesia
III. Propósitos de la unción del creyente sacerdote
1. Separación para Dios
2. La unción enseña, confiere el conocimiento de Dios
3. Ser ungido significa ser calificado para una tarea, para ministrar
con poder
4. El propósito del Espíritu puede ser impedido
Reflexiones

APÉNDICE B: Cristo, el ungido de Dios…………………………..118


I. La unción de Aarón
II. La unción del Señor Jesucristo
1. ¿Por qué tenía que ser ungido?
2. La unción caracteriza todo su ministerio
3. Ungido como siervo

CAPÍTULO VII. Los sacrificios y la unción con sangre………………….126


I. Los sacrificios en la consagración del Antiguo Testamento
1. El primer sacrificio era el becerro como ofrenda por el pecado
2. El segundo sacrificio era el de un carnero para holocausto
3. El tercer sacrificio era el del «carnero de la consagración» o
sacrificio de paz (Éx. 29:19-22)
II. La unción de los sacerdotes con sangre
III. La culminación de la ceremonia
1. Las manos llenadas (Lv. 8:26-28)
2. El sacerdote aceptado
3. El ungimiento con aceite y con sangre
4. Siete días separados

TERCERA PARTE

EL TABERNACULO

CAPÍTULO VIII. Una visión general del Tabernáculo…………………..141


I. Es de diseño divino
II. Propósitos del Tabernáculo
1. Era el lugar de morada de Dios en medio de su pueblo Israel
2. El Tabernáculo presenta una visión anticipada de la cruz y de las
glorias que vendrían después
3. El Tabernáculo presenta una lección sobre la santidad de Dios y
sobre la pecaminosidad del hombre
4. El Tabernáculo subraya la importancia de la doctrina bíblica sobre
la sangre
5. El Tabernáculo, un lugar para la manifestación de Dios
6. Un lugar para la adoración
III. El Tabernáculo era el lugar para los sacrificios
1. Mediante los sacrificios Dios estaba enseñando cómo su pueblo
podría acercarse a Él
2. El alto costo de la salvación
3. Sobre la base de los sacrificios podía haber un encuentro entre
Dios y el hombre.
4. El sacrificio de la cruz despliega la gloria del carácter de Dios
IV. Lecciones que surgen del orden y de la estructura del Tabernáculo
V. ¿Dónde habita Dios ahora?
1. La iglesia como morada de Dios
2. El creyente como morada de Dios
VI. La gran lección

CAPÍTULO IX. El altar de bronce……………………………………….158


I. La sombra y la sustancia
1. Necesidad de los sacrificios
2. El sacrificio era provisto por Dios
3. ¿Qué finalidad tenían los sacrificios?
4. El pecador tiene que entenderse con Dios Santo
5. Dios ha descendido hasta el nivel del hombre pecaminoso
6. En Cristo tiene cumplimiento el significado esencial de los
sacrificios del Antiguo Testamento
7. La selección de las ofrendas
II. Concepto bíblico de sacrificio
1. Primero estaba la idea de «traer cerca» (Lv. 4:3)
2. En segundo lugar venía la imposición de manos (Lv. 4:4)
3. En tercer lugar, el que adoraba sacrificaba a la víctima; la sangre
era derramada
4. En cuarto lugar, intervenía el sacerdote, quien recogía la sangre y
la separaba
5. En quinto lugar, el sacerdote tomaba ciertas partes del animal y
las quemaba en el altar de bronce
III. En la cruz Dios ha hecho un sacrificio de amor
1. El amor de Cristo y el consejo de la Trinidad
2. La gloria del carácter de Dios
3. La satisfacción del Padre
IV. El significado del altar de bronce para el cristiano

APÉNDICE C: Los sacrificios en el Antiguo Testamento………….182


I. Ofrendas de olor suave
1. El sacrificio de holocausto (Lv. 1:1-17)
2. La ofrenda de cereal o vegetal (Lv. 2:1-16; 6:14-18)
3. La ofrenda de paz (Lv. 3:1-17)
II. Ofrendas no de olor suave, o sacrificios expiatorios
1. La expiación por el pecado (Lv. 4:1-5:13)
2. La expiación por la culpa (Lv. 5:14 - 6:7)
APÉNDICE D: Diferencias entre el sacrificio de expiación por el
pecado y el de holocausto…………………………………………..213
I. Según el lugar en que se los quemaba
II. Según la forma en que se los quemaba

CAPÍTULO X. El lavacro………………………………………………..216
I. El lavacro construido con los espejos de las mujeres
II. La lección del Señor a Pedro
III. El mensaje del lavacro
Reflexiones…………………………………………………………228

CAPÍTULO XI. El candelero…………………………………………….231


I. El candelero representa a Cristo la luz del mundo
1. Cristo es la luz del mundo porque la luz que irradia es aquella que
constituye a todo hombre en un ser responsable
2. El Señor, primero se ha proclamado la vida antes de proclamarse
la luz
3. Jesucristo es la luz del mundo como el Verbo encarnado
4. Cristo es la luz del mundo porque vino para abrir, para los
pecadores, los misterios de Dios
5. Cristo es la luz del mundo porque en Él Dios ha hecho la
revelación suprema, final, definitiva
6. Jesucristo es la luz del mundo porque Él es la mente de Dios,
encarnada
Reflexiones………………………………………………………237
1. El ministerio de Cristo es un ministerio de luz, para que
enfrentemos las tinieblas
2. El creyente como sacerdote debe dar luz, pero debe saber que la
tiniebla deforma la imagen de Dios
3. El candelero presenta a Cristo en su ministerio actual
4. Para que la luz de Cristo brille, no hay que encandilarse con
presentaciones superficiales del Evangelio
I. El candelero es también una figura de la iglesia
1. Es una figura del origen de la iglesia
2. El candelero es además una figura de la vitalidad de la iglesia
Reflexiones…………………………………………………………245
III. El candelero presenta también una figura del Espíritu Santo
Reflexiones…………………………………………………………254
IV. El candelero es también una figura del creyente, en dos actitudes
fundamentales
1. El candelero debía alumbrar delante de Dios
2. El candelero debía iluminarse a sí mismo y a los demás objetos
del Lugar Santo
Reflexiones…………………………………………………………261

CAPÍTULO XII. La mesa con los panes de la proposición……………….266


I. Esta mesa y estos panes representan a Cristo como el pan de vida
II. Las lecciones de esta mesa
1. El oro sugiere la idea de la gloria eterna de Cristo
2. Los sacerdotes
3. La unidad del pueblo de Dios
4. La mesa con los panes era el lugar de la comunión
5. La mesa con los doce panes
6. Los sacerdotes comían el pan puestos de pie y en comunión con
Aarón
III. La lección de esta mesa para el creyente sacerdote
1. La escena subraya que la casa de Dios es un lugar para el alimento
2. Todo creyente sacerdote tiene el privilegio del alimento
3. El creyente es un sacerdote para alimentar a otros
IV. ¿Cómo es que Cristo viene a ser pan de vida?

APENDICE E: Cristo el pan de vida……………………………….279


I. El alimento para el alma es una persona divina
II. Cristo, la ofrenda del Padre
III. Hay una sola manera de alimentarse; consiste en «venir» a Cristo
(Jn. 6:35-37)
IV. La armonía que reina en la Deidad
V. Juan 6 revela cómo Dios guía nuestras almas hacia su Hijo
1. El acercamiento de un alma a Cristo requiere la actividad de Dios
2. Dios atrae a las almas hacia Cristo mediante la influencia de su
verdad
3. Esta actividad culmina en la enseñanza que Dios imparte en la
predicación
VI. ¿Qué significa «comer la carne y beber la sangre» de Cristo?
1. Definición de la misa
2. La transustanciación
3. Origen de estos errores
4. El fundamento de todo es la muerte sacrificial de Cristo
5. El propio Señor define el sentido de «comer» y «beber»
6. El Señor subraya la importancia suprema de la fe
7. La apropiación de Cristo es por la fe
8. Las opiniones de Agustín y de Bernardo
9. El Señor habla aquí con oponentes y no con discípulos
10. El Señor habla aquí figuradamente, y no literalmente.
VII. La comunión del alma con Dios se alcanza recibiendo a Cristo
como Salvador, por medio de la fe
VIII. Son las palabras de Cristo y no un sacramento las que comunican
la vida de Dios

CAPÍTULO XIII. El altar de oro…………………………………………328


I. Introducción
II. ¿Por qué dos altares?
III. Este altar representa a Cristo como intercesor
1. Cristo ha asegurado, para los que confían en Él, el acceso al Lugar
Santísimo, donde Él mismo está
2. Cristo intercede porque, como Sumo Sacerdote, representa a los
hombres delante de Dios
IV. Este altar representa también la oración
1. La disposición del altar
2. El oficio de los sacerdotes
3. El incienso se quemaba cuando las lámparas eran limpiadas
4. La devoción de Cristo al Padre
5. El uso exclusivo del perfume del incienso
6. El incienso es una figura de Cristo entronizado
7. La oración del Salmo 141:2
8. El ángel de Ap. 8:3
V. El creyente y el altar de oro
VI. La relación entre los dos altares

CAPITULO XIV. El velo………………………………………………...351


I. Una barrera en el Tabernáculo
II. El verdadero velo, el misterio de la piedad
III. El velo rasgado indica grandes cambios
1. El camino hacia Dios está abierto
2. El pecado quitado de en medio
3. La era de la ley ha llegado a su fin
4. El acceso a Dios es «por su sangre»
5. El ceremonial levítico ha sido declarado viejo
6. El camino nuevo conduce hacia Dios, a través de otro velo
7. Hay ahora un nuevo Sumo Sacerdote
8. Estamos ahora en la dispensación de la gracia
Reflexiones…………………………………………………………366

CAPÍTULO XV. El arca…………………………………………………369


I. El vaso más alto en el lugar más santo
1. El arca y el propiciatorio unidos
2. La morada de Dios
II. Contenido del arca
1. El maná
2. La vara de Aarón
3. Las tablas de la ley
III. La enseñanza para el sacerdote creyente

CAPITULO XVI. El propiciatorio……………………………………….381


I. Signifícalo del símbolo
II. Doctrina bíblica de la propiciación
III. La ira de Dios
IV. Con esta escena de fondo sobre la ira, Pablo presenta el Evangelio
de la gracia de Dios
V. La propiciación y la justicia de Dios
1. La importancia de la sangre
2. Un ajuste textual
3. Cristo y el propiciatorio
VI. Nuestra responsabilidad como sacerdotes
VII. La cruz y el amor de Dios
Reflexiones…………………………………………………………404

CAPÍTULO XVII. Los querubines………………………………………406


I. El símbolo
II. Una actitud de adoración
III. El glorioso poder de Dios
IV. Los querubines de gloria
CAPÍTULO XVIII. El Lugar Santísimo………………………………….414
I. Nuestra dependencia del gran Maestro de la iglesia
II. El Lugar Santísimo es figura del trono ante el cual Cristo oficia como
Sumo Sacerdote
III. Un lugar para la manifestación de Dios
IV. Un lugar de comunión espiritual y de comunicación con el hombre

CUARTA PARTE

LOS SACRIFICIOS ESPIRITUALES DEL CREYENTE

CAPÍTULO XIX. Características de estos sacrificios……………………425


I. Su carácter de «no redentores»
II. Una recapitulación
III. No existe un cuerpo de sacerdotes separado del pueblo de Dios
1. No existe en el Nuevo Testamento un privilegio sacerdotal
2. Un privilegio universal, intransferible

CAPÍTULO XX. La alabanza y la adoración…………………………….432


I. Concepto
II. Vocablos originales
1. Acción de gracias
2. Alabanza
3. Adoración
III. La participación en la cena del Señor
APÉNDICE F: La cena del Señor, según las Escrituras…………….441
I. La cena es el acto central de la iglesia
1. Fue instituida por el propio Señor
2. Constituye la continuación de una práctica apostólica
3. La reunión es presidida por el Señor mismo
4. Todo creyente debe participar
5. El Señor sanciona al que se obstine en participar indignamente
II. La práctica apostólica
1. El Señor Jesucristo instituyó dos ordenanzas
2. Frecuencia de la cena
3. No hay mandamientos, pero hay instrucciones precisas
4. El título de Cristo en 1 Co. 11:23-29
5. La sencillez como característica
III. La cena enfatiza la idea de la comunión
1. El concepto «comunión»
2. «La comunión del cuerpo de Cristo» (1 Co. 10:16)
3. La comunión unos con otros
4. La comunión práctica
5. La dignidad sacerdotal de todo creyente
IV. ¿Es acaso la cena un sacramento?
1. Concepto católico de sacramento
2. El comer el pan y beber la copa
3. El pan de la cena no es el «Pan de Vida»
4. ¿Es la cena del Señor un medio de gracia?
5. El Señor dijo «haced esto» y no «ofreced esto» ni «decid esto»
V. La presencia del Señor
1. La promesa a los que se congregan en su nombre
2. El carácter festivo de la cena
3. La satisfacción del Padre
4. La cena tiene también un carácter escatológico
VI. La cena del Señor rememora el establecimiento de un Nuevo Pacto
1. Concepto de Pacto
2. El pacto está ligado a la sangre
3. La gracia brilla en este pacto
VII. La cena del Señor es un culto de alabanza y adoración
1. Tiene un carácter conmemorativo pero no repetitivo del sacrificio
de Cristo
2. Constituye una proclamación de la muerte del Señor, y esto nos
recuerda su gran amor

CAPÍTULO XXI. El privilegio de ofrendar……………………………...474


I. La comunión práctica
II. La ofrenda misionera
III. La enseñanza para el creyente del Nuevo Testamento

CAPITULO XXII. El sacrificio espiritual de intercesión………………...478


I. Una función típica del sacerdote
II. Cristo, Sumo Pontífice, Sumo Sacerdote único de su pueblo
III. La enseñanza para el sacerdote cristiano
CAPÍTULO XXIII. La predicación, una función sacerdotal……………..486
Reflexiones…………………………………………………………488

APÉNDICE G: Los dones espirituales. Características generales….489


I. Todo creyente, hombre o mujer, tiene algún don espiritual
1. Estos dones se otorgan por gracia
2. El que distribuye los dones es el Señor de la iglesia
3. El ejercicio de los dones y la unidad de la iglesia
4. Los dones son dados selectivamente
5. Los dones capacitan
II. La ascensión de Cristo al trono no quiere decir que Él haya
abandonado a la iglesia
1. El descenso del Señor «a las partes más bajas de la tierra».
2. El ascenso de Cristo
3. ¿De dónde proceden los dones?
4. Por qué Cristo no ha permanecido en el mundo
III. La plenitud de Cristo
1. Concepto de plenitud
2. Tres pasajes importantes
3. La plenitud de Cristo y los dones de Cristo
IV. Hay un ministerio que es supremo
1. Otros puntos textuales
2. La finalidad del ministerio de la Palabra
3. ¿Qué significa asistir a la iglesia y ser miembro de una asamblea?
V. Muchos creyentes piensan que no han recibido ningún llamamiento
de Dios
VI. ¿Cómo se descubre el don?
VII. Todo creyente debe anhelar los mejores dones
Reflexiones…………………………………………………………519

CAPÍTULO XXIV. Otros dos sacrificios espirituales……………………522


I. El sentido de la muerte para Pablo
II. La fe como sacrificio espiritual
Reflexiones…………………………………………………………525

CAPÍTULO XXV. La entrega de la vida…………………………………526


I. El séptimo sacrificio espiritual es la presentación de uno mismo
II. Es privilegio de todo creyente que él sea enseñado por Dios
III. Ningún conocimiento de la voluntad de Dios es posible si el
creyente hace concesiones a los criterios del mundo
IV. El creyente puede adquirir la mente de Cristo
1. La convicción de pecado
2. El amor al pecado tiene que morir
3. El renunciamiento al pecado
V. La renovación de la mente
Reflexiones………………………………………………………....543

BIBLIOGRAFÍA…………………………………………………545

A. Sobre el tabernáculo
B. Bibliografía General
PRÓLOGO

La vida cristiana responde, en toda su extensión, al propósito soberano de


Dios. Quien ha tomado la iniciativa en su salvación desde la eternidad,
estableció un destino definitivo para los salvos: “que sean hechos conformes
a la imagen de su Hijo” (Rom. 8:29). Esta conformación se produce, ya en el
tiempo presente, mediante el trabajo del Espíritu Santo en el cristiano y
culminará en la perfección de una Iglesia que Cristo se presentará a sí mismo
“sin mancha ni arruga ni cosa semejante” (Ef. 5:27). Pero, y de la misma
manera, en razón de ese mismo propósito, Dios constituye a cada creyente,
como resultado de la regeneración, en el templo personal del Dios viviente
(2 Cor. 6:16) y, puesto que Él desea ser adorado en Espíritu y en verdad (Jn.
4:24), hace de los cristianos un “reino de sacerdotes y gente santa” (1 Ped.
2:9; Ap. 5:10), en unión y comunión con su Hijo, a quien ha declarado como
Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (Heb. 5:10). Este cuerpo
sacerdotal, constituido por todo creyente en Jesucristo sin ningún tipo de
distinción, tiene un ministerio acorde con esa condición: “ofrecer sacrificios
espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Ped. 2:5). Este
ministerio sacerdotal es una actividad permanente (Heb. 13:15). De esta
manera, hablar de vida cristiana es hablar de sacerdocio y de ministerio
sacerdotal. La cotidiana esfera de la santificación, no es sino el ejercicio de
ese servicio, y la vida cristiana se convierte en un acto de adoración. Por otro
lado el cristiano, que es sacerdote espiritual, es también templo espiritual, y
sacrificio espiritual, ya que ha de presentarse a sí miaño en el holocausto de
la entrega absoluta a Dios (Rom. 12:1).
No puede, pues, entenderse la vida cristiana si se desconoce la doctrina
bíblica del sacerdocio espiritual del creyente. Este tema tan definido en la
doctrina bíblica, es desconocido para muchos cristianos, con los resultados
de vidas carentes de significado espiritual. La principal causa de ese
desconocimiento está en la falta de interés por el estudio de la Escritura, tanto
a nivel personal como comunitariamente en las iglesias locales. El estudio
serio de la Palabra y la predicación expositiva ha dado paso a sistemas más
“sencillos” —al entendimiento de algunos—, que sirven de entretenimiento

22
a los creyentes, pero que carecen de alimento espiritual para que el “hombre
de Dios sea maduro, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Tim.
3:16). Nadie, pues, podrá extrañarse de la inmadurez de tantos creyentes,
cuyas vidas no están cumpliendo el proyecto divino para ellos porque
desconocen las demandas de ese compromiso al desconocer la Palabra de
Dios.
La Biblia ofrece dos fuentes para el estudio doctrinal del sacerdocio
espiritual del creyente. La primera es la directa a través de los escritos del
Nuevo Testamento. La segunda está contenida en la tipología del Antiguo
Testamento, en donde el sumo sacerdote y el Tabernáculo como figura de
Cristo, y los sacerdotes como tipo del sacerdocio del cristiano, sirven para la
enseñanza complementaria a la doctrina directa expresada por los apóstoles
de Jesucristo. A las das fuentes se ha de recurrir para culminar con éxito la
labor de conocer lo que Dios ha revelado para este nuevo “reino sacerdotal”.
Conviene, no obstante, recordar lo que sin duda ya sabe todo buen estudioso
de la Escritora, en relación con el método interpretativo, y es el peligro de
caer en el alegorismo dejando la buena exégesis histórico-gramatico-literal,
para sustituirla por la alegórica que deja el significado al criterio del
intérprete. En el buen camino de la interpretación y cuando se estudian
asuntos tipológicos, es preciso recordar que Israel y la Iglesia son dos grupos
plenamente diferenciados, pudiendo ser en ocasiones, el primero tipo del
segundo, pero en modo alguno éste lo sustituye en la actual dispensación ni
en las venideras.
Así, el escritor del presente volumen, mi buen amigo y reconocido
expositor y maestro bíblico D. Horacio Alonso, entrama la doctrina y la
tipología de tal manera que el resultado es un estudio singular, detallado,
profundo y, sobre todo, bíblico de la doctrina sobre el Sacerdocio del
Creyente. Para ello ha dedicado años de intenso estudio y cuidadosa
preparación para esta obra que ahora ofrece, investigando meticulosamente
el texto bíblico y consultando cuantas obras ha podido sobre las muchas
materias que conlleva un estudio como el presente. Pero ello no le ha llevado
a supeditar su pensamiento al de otros, sino que la obra que presenta expresa
la síntesis de su propio pensamiento y convicciones sobre este tema, que
surge a lo largo de toda ella. Que yo sepa, no se ha publicado en lengua

23
castellana un estudio sobre el tema comparable con éste, y me atrevería a
afirmar que no ha aparecido ninguno de esta índole en círculos evangélicos.
La obra de D. Horacio Alonso, que me cabe el honor de prologar, va a ser
de enorme provecho a todos los estudiosos de la Escritura, por la rectitud de
su exégesis y la gran erudición bíblica con que se expresa. Sin duda la
finalidad de este volumen, como corresponde a todo tratado de teología
bíblica, es que el propósito divino revelado en la Palabra, tenga aplicación
directa para la vida cotidiana de cada uno de los que son de Dios, y todo ello
para la mayor gloria de su Nombre.
Samuel Pérez Millos.
Vigo (España)

24
INTRODUCCIÓN

El autor comenzó a estudiar el tema del sacerdocio del creyente con el propósito
inicial de incluir un pequeño Apéndice a un libro sobre «Jesucristo, Sumo
Sacerdote», que escribiera hace un tiempo.
Se dedicó a analizar la escasa literatura disponible y a comentar el asunto con
el hermano y amigo Ángel García, quien sugirió estudiar el capítulo 8 del libro de
Levítico, sobre la consagración de los sacerdotes en el Antiguo Testamento.
García no se limitó a una sugerencia sino que escribió unas páginas,
proporcionando un esquema muy valioso, que sirvió de base para su estudio
detallado.
Una vez que estudió Levítico 8, el autor advirtió que, por su extensión, debía
abandonar la idea de que dicho tema pudiera incorporarse como un Apéndice a
otro libro, y comenzó a exponerlo en algunas congregaciones como tema aparte.
Simultáneamente se preguntó para qué eran consagrados los sacerdotes del
Antiguo Testamento y la respuesta obvia fue que lo eran para entrar a oficiar en
el Tabernáculo. Así, a principios de 1985 comenzó el estudio del templo portátil
de los hebreos en el desierto. Esta tarea demandó semanas y semanas, y hacia fines
de ese año terminó con la primera fase de estudio. Tanto la consagración de
Levítico 8 como el Tabernáculo constituyeron los antecedentes para considerar el
tema básico sobre «El Sacerdocio Universal de los Creyentes».
El autor expuso esos temas en congregaciones y escuelas bíblicas de la
Argentina, Chile e Italia. En 1987 efectuó una revisión completa del trabajo,
ampliándolo, al disponer de más abundante literatura. Posteriormente, en 1988 y
principios de 1989 procedió a otra revisión total, cuando se decidió a publicar el
trabajo.
El trabajo se divide en cuatro partes, que comprenden un total de 25 capítulos.
La Primara Parte se titula «Principios escritúrales sobre el sacerdocio y sobre el
Tabernáculo». La Segunda Parte trata «La ceremonia de consagración de los
sacerdotes en el Antiguo Testamento». La Tercera Parte, la más extensa, se titula
«El Tabernáculo». Por último, la Cuarta Parte se refiere a «Los sacrificios
espirituales del creyente».

25
Al final del libro se han incorporado, además de la bibliografía, un índice
temático y otro de los textos bíblicos que se comentan en el trabajo.
El autor desea reconocer la valiosa colaboración de los hermanos Ángel García
y Antonio de Vita, que leyeron totalmente el manuscrito, así como la de don Jaime
Burnett, quien leyó todo, con excepción de la Cuarta Parte, por razones de viaje.
Los tres estudiosos de la Escritura mencionados aportaron ideas y sugerencias
muy valiosas.
Un reconocimiento especial cabe hacer a los hermanos Juan García y
Guillermo Cook, que animaron hace tiempo al autor para que se dedicara a
escribir. Vaya una palabra de agradecimiento a la congregación de la calle Cabrera
6022, en Buenos Aires, que estimuló al autor con su interés en el estudio de estos
temas. Así mismo a Cora Sproviero de Garibotti, por el trabajo que se tomó al
transcribir el manuscrito. Así mismo, vaya el agradecimiento a Reynaldo Pasquet
y su familia, que por años han recibido al autor en su hogar de Lucila del Mar, en
un ambiente espiritual que ha estimulado la reflexión y el trabajo con la Escritura.
Particularmente, corresponde el reconocimiento al hermano Samuel Pérez
Millos, quien ha aceptado escribir el Prólogo.
El trabajo ha sido arduo pero remunerador. Ha sido así mismo grato apreciar el
interés de hermanos de congregaciones donde estos temas fueron expuestos, en el
intento de contemplar al Señor en las Escrituras. El autor no duda que el
Tabernáculo es la figura más importante de Cristo en el Antiguo Testamento y ha
podido comprobar lo certera de la palabra que dice, también acerca del
Tabernáculo, «Moisés escribió de mí».

26
ABREVIATURAS

Anderson GIM
Anderson, Sir Roert, The Gospel and its Ministry. Kregel Publications,
Grand Rapids, Michigan, 1978.
ATR
A. T. Robertson, Word Pictures in The New Testament. Baker Book House,
Grand Rapids, Michigan, 1930. Esta obra monumental está apareciendo en
castellano con el título Imágenes verbales en el Nuevo Testamento, publicada por
CL1E, Terrassa, Barcelona, 1988.
BAS Biblia de las Américas.
Baker’s
Baker’s Dictionary of Theology. Baker Book House, Grand Rapids,
Michigan, EE.UU., 1979. En castellano ver DT.
Bauer
J. B. Bauer, Diccionario de Teología Bíblica. Editorial Herder, Barcelona,
España, 1978.
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La numeración de las notas al final de cada capítulo indica la página en la


obra citada. Por ejemplo: Bauer, 426, indicad diccionario citado, página 426.
Las citas y abreviaturas de libro, capítulo y versículo de la Biblia
corresponden a la versión Reina Valera revisión 1960, a menos que se indique
expresamente.

36
PRIMERA PARTE

PRINCIPIOS ESCRITURALES SOBRE


EL SACERDOCIO Y SOBRE
ELTABERNÁCULO

CAPÍTULO I – E1 pasaje fundamental sobre el sacerdocio del creyente.


APÉNDICE A – ¿Quién es el fundamento de la iglesia?
CAPÍTULO II – Un solo Sumo Pontífice y un sacerdocio universal.
CAPÍTULO III – Historia del sacerdocio en las Escrituras.
CAPÍTULO IV – La tipología del Antiguo Testamento.

37
CAPÍTULO I

EL PASAJE FUNDAMENTAL SOBRE EL


SACERDOCIO DEL CREYENTE

I - EL APÓSTOL PEDRO ENSEÑA QUE TODOS LOS CREYENTES


EN CRISTO SON SACERDOTES
El Nuevo Testamento contiene numerosas referencias a la doctrina del
sacerdocio del creyente, pero el pasaje fundamental es el de 1 Pe. 2:4-9. Lo
citamos parcialmente:
«Acercándoos a Él, piedra viva, desechada ciertamente por los
hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como
piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo,
para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de
Jesucristo.»
«Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa,
pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que
os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe. 2:9).
En este libro haremos exégesis, es decir, analizaremos en detalle el texto
bíblico. El pasaje citado es el más claro en el Nuevo Testamento para
entender la doctrina bíblica del sacerdocio universal de lodos los creyentes
en Jesucristo.
En realidad, en 1 Pe. 2:6-8 la Escritura combina tres pasajes del Antiguo
Testamento que mencionan la metáfora de la piedra:
Is. 28:16: «Por tamo, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto
en Sión por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa,
de cimiento estable: el que creyere, no se apresure.»

38
Sal. 118:22: «La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser
cabeza del ángulo.»
Is. 8:14: «Entonces él será por santuario; pero a las dos casas de Israel,
por piedra para tropezar, y por tropezadero para caer, y por lazo y por
red al morador de Jerusalén.»
Notemos que tanto Pedro como Pablo citan la misma escritura de Is. 28:16.
Ambos apósteles interpretan que la piedra es Cristo, pero cada uno lo hace
con propósitos distintos, que se complementan.
a) Pedro la cita para demostrar la eficacia de Jesucristo para salvar al
pecador, relacionándolo con Dios (1 Pe. 2:4-7).
b) Pablo lo hace en Ro. 9:33 para explicar la caída de Israel como nación.
El mismo Pablo hace referencia a Cristo como la piedra en otro pasaje (Ef.
2: 20), para subrayar allí que el fundamento de la iglesia es Cristo, cuando
dice «siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo».
Pedro cita luego el Salmo 118:22, señalando que para los que no creen la
piedra ha venido a ser piedra de tropiezo, y roca que hace caer.
Hay que recordar que el mismo Señor, en sus controversias con los
religiosos de su tiempo (Mt. 21:42), les da a entender que ellos mismos son
los edificadores que desecharon esta piedra.
Y Pedro es categórico para afirmar que esta piedra «ha venido a ser la
cabeza del ángulo». La expresión parece originarse en el hecho de que en las
construcciones de entonces, al levantarse casas de cierta categoría, las
piedras eran examinadas, y algunas eran rechazadas.
Esta piedra que es Cristo, que había sido rechazada, ha venido a ser la
piedra cabeza del ángulo, es decir la que está destinada a soportar el peso del
edificio.
1. La Escritura se refiere al Señor Jesucristo como una piedra. Se
trata de una piedra viva.
Este concepto del Señor como piedra viene del Antiguo Testamento. En
este aspecto no hay una Idea original del Nuevo Testamento, pero lo que sí

39
es nuevo es la revelación dada al apóstol Pedro, de que se trata de una piedra
dotada de vida.
La piedra viviente es la persona sublime de Dios el Hijo encarnado, que
vivió por 33 años y que, habiendo sido examinado por los líderes religiosos,
fue repudiado.
Una reflexión es necesaria aquí. Cuando se leen los Evangelios se advierte
hasta dónde puede llegar el hombre en su ceguera. Todo parece conjurarse
allí contra el Hijo de Dios. Pero en el Calvario termina la obra de la ignominia
humana (León - Dufour).
A partir de allí comenzaría la obra de la omnipotencia divina. El Señor
había predicho esta contradicción entre la maldad humana y el designio de
Dios. El Señor lo había predicho, y el apóstol lo recuerda, en ese pasaje de 1
Pe. 2:4-9.
2. Esta piedra es además escogida.
Aquí se introduce otra idea fundamental. Es la idea de un contraste entre
la actitud de Israel, como nación, y la actitud de Dios, hacia esta piedra. La
expresión piedra «elegida de Dios» presenta precisamente un contraste entre
la actitud del hombre y la actitud de Dios.
Es la piedra elegida de Dios. Aquí hay un punto definitivo. El rechazo
humano ha sido contradicho por el veredicto de Dios. El veredicto de Dios
se ha pronunciado en la resurrección.
«A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado
conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos,
crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte,
por cuanto era imposible que fuese retenido por ella» (Hch. 2:23-24).
Este es el significado de la resurrección. La resurrección es una
reivindicación de Cristo, es decir, ha operado como una rehabilitación de
Jesucristo en cuanto ha reafirmado que sus pretensiones como Mesías eran
legítimas y en cuanto declara enfáticamente que la muerte del Calvario no es
un accidente de la historia sino un sacrificio por el pecado, y formó parte de
un propósito eterno.

40
La reflexión es definida. Cristo es designado como la piedra del ángulo, es
decir, la piedra que sustenta y sostiene la casa espiritual. Y notemos que el
apóstol Pedro coloca al Señor y no a sí mismo en el lugar básico de este
edificio santo que es la iglesia. La distinción que se hace entre una cabeza
«visible» de la Iglesia en la tierra y una cabeza «invisible» en los cielos es
totalmente extraña a la Sagrada Escritura. Para el Nuevo Testamento no hay
más que una Cabeza, que es Cristo, tanto de la Iglesia Universal como de
cada Iglesia local.
3. Esta piedra es preciosa.
Pedro reúne las dos citas del Antiguo Testamento, para revelar que Cristo
es precioso, pero subraya que lo es sólo para los que confían en Él. Para los
que no creen el resultado de su actitud es totalmente distinto. Para ellos la
piedra es un tropiezo. El hombre rechaza esta piedra como inútil. Dios la
elige como preciosa.
Pero notemos: la misma piedra que es preciosa para los que creen, viene a
ser todo lo contrario para los que no creen. De éstos se dice que son
«desobedientes», cuando agrega «pero para los que no creen (la piedra) ha
venido a ser piedra de tropiezo y roca que hace caer...» (1 Pe. 2:7-8). Esta es
la cita de Is. 8:14, como fue traducida por la LXX.
Notemos aquí es lo que establece la diferencia. Lo que establece toda la
diferencia es nuestra actitud hacia la Palabra. Los que caen tropiezan en la
Palabra (2:8). Es que frente a la Palabra de Cristo, nuestros caminos se
bifurcan.
a) A los suyos dice: «Ya vosotros estáis limpios por la Palabra que he
hablado» (Jn. 15:3).
b) Pero a los que le rechazan, esa Palabra de Cristo les juzgará. «La Palabra
que he hablado, ella le juzgará en el día postrero» (Jn. 12:48).
Cuando llegamos a Cristo los caminos se bifurcan. O estamos con Él o
estamos contra Él. O elegimos andar en la luz o seguimos en las tinieblas.

41
La idea no es que el primer tropiezo signifique la caída definitiva, ni que
Dios ordene a nadie a desobedecerle, sino que aquellos que permanecen en
la desobediencia y en la incredulidad, éstos son ordenados al tropiezo.
La expresión «a la cual fueron también ordenados» (V. 1909) no se refiere
a que fueron ordenados a la desobediencia, sino a que fueron ordenados al
tropiezo. A. T. Robertson cita a Bigg: «Su desobediencia no es ordenada; la
penalidad por su desobediencia, lo es». Consiste en que los que desobedecen
han de tropezar, inevitablemente. Esto es solemne, y no debemos ocultarlo;
la gracia rechazada conduce a la condenación.
Dios ordena a los impíos el castigo; Dios ordena al que permanece en la
impiedad, al castigo, no al pecado ni a la perdición. Los ordena al castigo, no
a la impiedad.
Los que desobedecen al Evangelio, en lugar de encontrar un fundamento
sobre el cual edificar su vida, han de encontrar que el mismo Señor está
estorbando su camino. Lo que importa es esa disposición permanente de
rechazar La voz de Dios. Se trata de «rechazar después de examinar».
El aviso es solemne. Toda la Biblia advierte que la verdad rechazada
implica tropiezo; y que la verdad pendientemente rechazada, terminará en
caída final, definitiva. No se trata pues aquí del eterno consejo de Dios, sino
de la justicia penal de Dios, que condena al que elige permanecer en la
impiedad.
II - LA VIDA ESPIRITUAL NACE Y SE DESARROLLA MEDIANTE
EL CONTACTO DEL ALMA CON CRISTO
Uno que ha estado lejos puede, mediante un acto de fe en el Señor,
encontrar entrada y ser recibido como miembro pleno del pueblo de Dios. La
decisión de fe consiste aquí en venir a Cristo. Este vocablo «acercándoos»
(v. 4) (proserchomai, en griego) es utilizado en la LXX para hablar de ofrecer
sacrificios, de presentar oraciones, de presentar la adoración.
La Escritura no deja ninguna duda. El v. 4 es una clara referencia a Cristo,
en un lenguaje que se toma de varias escrituras del Antiguo Testamento, y
que se vincula con el hecho central del Evangelio, esto es con la crucifixión,
la resurrección y la exaltación de Cristo. Esta piedra es una piedra viva
42
porque es una persona divina y porque se ha levantado de la tumba, para no
morir jamás.
El vocablo «acercándoos ...» está en un tiempo verbal que implica un acto
continuo de parte del creyente. El creyente en Cristo goza de este sacerdocio
por un acto de Dios. Pero el ejercicio del sacerdocio contiene la idea de un
movimiento del alma del creyente hacia Cristo. Aquí hay pues un concepto
fundamental. Se expresa la idea de un aproximarse cerca de alguien con la
intención de estar cerca, y de disfrutar de una relación estrecha con Él.
Un cristiano es ya un ser que tiene vida. No hay ninguna piedra muerta en
la casa de Dios.
Sin embargo, se nos exhorta a ser edificados, y esto mediante el
«acercamos a Él». El pasaje de 1 Pe. 2:5, al hablar de «acercarnos», contiene
la idea de un movimiento del alma del creyente hacia Cristo.
Este «acercarnos a Él» no se refiere solamente al acto inicial del pecador
que viene al Señor para recibir la salvación, sino que indica un acercamiento
estrecho y habitual, una relación cercana; éste es probablemente el sentido
en 1 Pe. 2:4. Se refiere, pues, a la actividad del creyente para buscar y para
mantener la comunión con Cristo, su Dios y Señor.
Éste es un punto importantísimo, en cuanto al concepto bíblico del
sacerdocio cristiano. El creyente es un sacerdote y no un levita. El levita se
caracteriza por el trabajo (Nm. 1:47-53). El sacerdote, por la comunión (Éx.
30:20). El obrero cristiano es un sacerdote. ¿Qué quiere decir? Que es uno
que trabaja, pero reconoce que el fruto no depende del trabajo, depende de
su comunión con Dios. Cuánto el alma busca la comunión con Dios, eso es
lo fundamental en nuestro sacerdocio.
III - LOS CREYENTES EN CRISTO SON CONGREGADOS COMO
PIEDRAS PARA FORMAR UN TEMPLO NO MATERIAL. UNA
CASA ESPIRITUAL
Aquí hay tres ideas:
1. Todo creyente ha venido a ser una «Piedra viva».

43
Ésta es la primera idea. La Escritura, que describe a Cristo como la piedra
viva, describe a los creyentes con el mismo adjetivo con que se refiere al
Señor: «vosotros también como piedras vivas». Pedro aplica la metáfora
acerca de Cristo como una piedra viva a los lectores, «vosotros también».
Cuando venimos a Cristo muchas cosas ocurren jumo con el perdón.
Recibimos vida eterna; somos incorporados a la familia de Dios, porque
somos adoptados como hijos por medio de Jesucristo; somos resucitados
juntamente con Cristo; somos sentados juntamente con Él en las regiones
celestiales. Todo esto es grande, y aquí Pedro revela que además existe entre
Cristo y los que son suyos una identidad de naturaleza. El creyente es hecho
«participante de la naturaleza divina» (2 Pe. 1:4).
La Escritura revela que éste es el fundamento de nuestro servicio y de
nuestro sacerdocio. El fundamento es el acto de Dios que ha unido para
siempre a cada creyente con Cristo mismo. Pedro cita las Escrituras del
Antiguo Testamento para mostrar la posición única de Cristo como
fundamento de la iglesia, una posición que no comparte con nadie. Pero
además estas citas prueban que fue previsto y preordenado por Dios que su
Hijo fuera la piedra fundamental de la nueva casa de Dios, y de un nuevo
sacerdocio. En el v. 5 la expresión «vosotros también» incluye a todos los
destinatarios de la carta. Por tanto, el sacerdocio es universal, abarca a todos
los creyentes en Jesucristo.
Aquí a Pedro le ha sido revelado, además, que este sacerdocio universal es
un sacerdocio santo. Lo que ningún creyente debe olvidar es que ha sido
separado por decisión de Dios, para vivir para Dios. El origen, y la finalidad,
están en Dios.
Su sacerdocio es santo porque en el sacerdocio brilla la soberanía de Dios.
El cristiano no ha elegido ser sacerdote. Ha sido designado sacerdote. Y ha
sido designado por Dios.
La necesidad de un sacerdocio santo estaba simbolizada en el Tabernáculo.
Antes de que pudieran entrar a ministrar en el Lugar Santo los sacerdotes
tenían que pasar por el lavacro, donde tenían que lavarse las manos y los pies,
todos los días (Ex. 30:17-21).

44
Tenemos que ser limpiados, lodos los días. Tenemos que ser limpiados
porque sin purificación no hay comunión.
La Escritura revela aquí que el creyente es hecho una piedra viva. Esta
vida le viene de Dios. Cuando el pecador viene como lo que es, como
pecador, Dios lo une a Cristo, la piedra viva. Dios lo acepta en Cristo. El
creyente es «acepto en el amado» (Ef. 1:6). ¿Qué significa?
1. Significa que tiene la misma aceptación que Cristo, su amado Hijo, tiene
delante de Dios.
2. El Padre lo mira con la misma complacencia con que mira a su
bienamado Hijo. Cristo Jesús.
3. El creyente no es aceptado en vista de su santificación futura. Es
aceptado «en el Amado», en el mérito infinito de Cristo mismo.
4. El creyente no es acepto en la medida en que él entiende el perdón, sino
según la medida de la satisfacción que el Padre encuentra en el Hijo ofrecido
en la cruz.
5. El pecador es aceptado en su ofrenda, en su representante. Todo el
mérito infinito de la víctima ofrecida en el Calvario es atribuido por Dios al
pecador que confía. Éste es el invariable orden divino. Antes de disfrutar de
otras bendiciones, el pecador tiene que contemplar a Cristo crucificado.
Tiene que reconocer, con corazón agradecido, que el juicio ha caído sobre el
Hijo de Dios, que se ha hecho hombre para morir por el hombre. Una vez
que viene así, todo le es dado en Cristo.
Así es cómo el apóstol Pedro mira al creyente, al que ha recibido a Cristo
como Salvador. Lo mira unido a Cristo Jesús, la piedra viva.
Entender esta gran doctrina de lo que el creyente es como sacerdote es
fundamental para dejar atrás una vida egoísta, centrada en uno mismo, y lo
es para vivir para Dios.
Esto significa que toda esa apreciación que Dios hace de su Hijo le es
atribuida al creyente. Nuestro Salvador nos ha vestido con su propia justicia.
Esto significa que el Padre nos ve a nosotros en su Hijo, y no aparte de Él.

45
Notemos: esto nos tiene que ser enseñado insistentemente, debido a la
incredulidad innata en nuestros corazones. A nosotros nos parece que en la
eternidad seremos tan puros que entonces no habrá problemas en que Dios
nos conceda todo. Pero la Palabra revela que no hay problema ahora en que
el Señor Dios misericordioso nos dé todo en Cristo. Es ahora, es hoy, que
cada creyente es el objeto de la suprema dedicación de Dios.
El sacerdocio no es un privilegio que pueda gozar un grupo minoritario,
sino que es un privilegio que Dios ha concedido a todos sus hijos. Las
mujeres creyentes están tan incluidas en el sacerdocio como los hombres,
pero naturalmente, cada uno dentro de la esfera diferenciada que la Escritura
le asigna.
Todos han sido incorporados, por medio de la nueva relación que ahora
tienen con Cristo, al templo de Dios, y a un sacerdocio espiritual.
Notemos la figura que se utiliza: el creyente es incorporado como piedra,
para integrar un edificio. Es incorporado como piedra viva; él, junto con otros
que también son agrupados así, forman no sólo un templo, un edificio
material, pero, además, son constituidos como casa espiritual y sacerdocio
santo.
Son constituidos todos como sacerdotes, como verdaderos ministros
consagrados en un templo espiritual, no material, para adorar a Dios, «para
ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo».
¿Cuál es la reflexión aquí? Todos los creyentes son sacerdotes porque ellos,
como cuerpo, constituyen el santuario en medio del cual la presencia de Dios
se manifiesta. Los cristianos son piedras vivientes. ¿Por qué? Porque la
Piedra, que es Cristo, tiene magnetismo, atrae a otras piedras que estaban
muertas, pero al atraerlas les transmite vida, y les confiere la dignidad de
sacerdotes.
Esto impone dos responsabilidades sobre cada uno:
a) En primer lugar, esto implica que cada creyente debe pedir
discernimiento espiritual para comprender este hecho, y para discernirlo
como un acto de Dios. Cada uno, como creyente, tiene una vitalidad

46
espiritual y una dignidad sacerdotal que proviene de que está unido para
siempre a Cristo.
¿Por qué esto es importante? Porque es fundamental que cada uno tenga
una clara conciencia de la alta dignidad que la Escritura asigna al sacerdocio.
Esta dignidad no es propia del creyente. La tiene por gracia, y la tiene en
Cristo. Jesucristo «ha entrado en el mundo eterno no sólo por sí mismo sino
también por su pueblo».
b) En segundo lugar, esto implica que el creyente debe realizar un esfuerzo
constante, deliberado, para que esta vida tan elevada que proviene del
Espíritu Santo no quede apagada, oculta, debido a la prevalencia de nuestra
personalidad caída. Cuando hacemos prevalecer, en la obra de Dios, nuestros
criterios personales, aunque estén bien inspirados, estamos dejando el sello
de nuestra personalidad caída. Por eso se nos exhorta a «allegarnos a Él...».
No queda ninguna duda. En la enseñanza apostólica la piedra viviente, el
Señor Jesucristo, ha venido a ser la piedra principal de un nuevo templo, la
iglesia, y de un nuevo sacerdocio. El mismo Señor es el fundamento de la
Iglesia, pero además es el que la sostiene, el que le da vida.
Aquí se nos revela un punto doctrinal y práctico de la mayor importancia:
¿Cómo Cristo da vida a la Iglesia? Le da vida porque la sostiene unida
espiritualmente a Él. Cristo es asimismo la vida del creyente sacerdote,
porque lo sostiene espiritualmente unido a Él. Este punto es definitivo. Uno
de estos días el Señor añadirá la última piedra y entonces vendrá a buscar a
su iglesia.
2. Dios Incorpora al creyente a un nuevo cuerpo, que es la Iglesia, y a un
nuevo sacerdocio.
Ésta es la segunda idea. Notemos que se dice «acercándoos a Él...», «sean
edificados...». Lo que tiene que ser edificado como casa espiritual y
sacerdocio santo no es una casa de ladrillos, sino un edificio que es hecho de
seres humanos como piedras vivas.
La implicación es clara. Los hombres entran a la iglesia y al sacerdocio
por el hecho de venir a Cristo. No es que ellos vienen a estar unidos a Cristo

47
por haber entrado a la iglesia, «Acercándoos a Él... sed edificados como casa
espiritual».
Esta expresión en el original griego va precedida por una preposición que
indica propósito, y que permite traducir «sed edificados para ser un
sacerdocio santo». «Sed edificados» tiene el sentido de «Sois edificados», o
de «Están siendo edificados»; literalmente «seguid siendo edificados». De
modo que las piedras muertas comienzan a vivir. Pero no termina aquí la obra
de la gracia, porque estas piedras son colocadas para constituir entre todas, y
junto con la gran piedra angular, un templo, una casa no hecha de manos sino
una casa espiritual, destinada a ser un sacerdocio santo. La reflexión es muy
grande. El Santuario de Dios es su propio pueblo.
Los traductores católicos Cantera-Iglesias, comentando el concepto de
Sacerdocio Santo, aclaran que se refiere a la comunidad o corporación
sacerdotal. Esto implica (decimos nosotros) que el «vosotros» del v. 5 son
los destinatarios de la carta y no un grupo separado de ellos, el sacerdocio
universal de todos los creyentes.
Pedro expresa aquí la misma idea presentada por Juan en Ap. l:6, de que
todos los creyentes son sacerdotes, y por el autor de los Hebreos, de que todos
pueden acercarse a Dios directamente (He. 4:16).
3. Todo creyente es constituido sacerdote de un nuevo templo espiritual.
Ésta es la tercera idea. En el v. 9, después de hacer referencia a los que
caen «porque tropiezan en la Palabra, siendo desobedientes», Pedro dice
«mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo
adquirido por Dios».
Otra vez el estudio del texto bíblico nos ayudará a entender mejor qué
significa ser sacerdote.
Esta expresión «linaje escogido» es importante. Subraya el papel que Dios
ha decidido desempeñar en el estado de cada creyente, por cuanto aquí se
revela que es Dios el que nos ha elegido.
El vocablo «linaje» implica herencia, y se refiere al hecho de que el
pecador alcanza, por la fe, la relación con Dios, al nacer en la familia divina.

48
El vocablo expresa, además, la unidad de origen de todos los creyentes y el
parentesco espiritual de los creyentes; el «linaje escogido» es un rebaño que
se distingue del mundo incrédulo y desobediente. No hay duda de que esto
abarca a la gran familia de Dios, porque la iglesia, a pesar de sus muchas
divisiones, y a través de los siglos, es una sola e indivisible.
Pedro agrega «vosotros sois... real sacerdocio».
Que el creyente goza de libre acceso a Dios es un punto que la Palabra
destaca repetidamente. Bajo la nueva dispensación todo individuo creyente
es un sacerdote, y fundamentalmente porque tiene este acceso. Goza de libre
acceso a Dios, sin necesidad de intermediarios ni de sacrificios; tiene este
acceso no en razón de lo que es por sí mismo, o de lo que hace, sino
exclusivamente en razón del sacrificio de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote.
Aquí la Escritura trae, otra vez, una revelación sorprendente. Hace a las
prerrogativas de Cristo. Una de las más importantes de estas prerrogativas
del Señor es el sacerdocio. En el caso de Él es un Sacerdocio Real. ¿Qué
quiere decir? Que Él es a la vez Sacerdote y Rey. Él pertenece a la realeza
celestial.
En Israel ningún hombre podía, al mismo tiempo, ser rey y sacerdote. Pero
ése era el gran anuncio del Salmo 110. En él, el Mesías es invitado a sentarse
en el trono de Dios. Y esto es lo que Cristo ha alcanzado. Ésta es una de las
grandes revelaciones de la carta a los Hebreos. En Cristo tenemos hoy un
Sumo Sacerdote sentado en el trono de Dios.
Pero se agrega otra noción adicional. ¿Cuál es la revelación aquí? Que
Cristo, por su gracia infinita, comparte con los suyos este Sacerdocio Real.
Esta revelación nos abruma por su grandeza.
Siempre hay que subrayar la dignidad y potencia de la nueva vida que ha
sido impartida al creyente en Jesucristo.
El cristiano posee una vitalidad que se origina en su unión con Cristo. Esto
incluye «el poder de la resurrección» (Fi. 3:10), o «la supereminente
grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación
del poder de su fuerza», que resucitó a Cristo de los muertos. No es extraño

49
que el mundo no entienda claramente qué es un cristiano. El verdadero
cristiano es un enigma para el mundo.
El cristiano es hecho un sacerdote como resultado de la misma obra de
Dios que le ha hecho «participante de la naturaleza divina», obra que está
vinculada «con el glorioso poder del Padre» (Ro. 6:4), que levantó a su Hijo
de la tumba.
La gloria de Dios es la majestad de Dios, la suma de sus perfecciones. El
pensamiento bíblico es que en la resurrección de Cristo esta majestad divina
ha operado en toda su plenitud. Es decir, la plenitud de la gloria del Padre se
manifiesta en la resurrección de su propio Hijo, y no hay duda que lo que se
enfatiza es la gloria de su omnipotencia.
Esto, más que ningún otro hecho, subraya el carácter vindicatorio del acto
de Dios al levantar a su Hijo, y subraya que la redención del hombre caído
se efectúa con poder (Ef. 1:19-20).
Como consecuencia de la obra de Dios, la nueva vida del creyente se vive
en otro plano, en el plano de la poderosa vida resucitada de Cristo. Una vez
que el creyente es ubicado en este plano, toda bendición es suya «en Cristo».
La Biblia, al calificarnos de pecadores, no niega nuestra indignidad; por el
contrario, la enseña. Pero al mismo tiempo subraya la gran provisión que se
ha hecho para que el creyente tenga ahora libre acceso a Dios, y pueda actuar,
con plenos derechos, como sacerdote espiritual.
Todo le ha sido concedido en Cristo. «Para vosotros pues, los que creéis
Él es precioso». Esto se puede traducir también «a vosotros pertenece lo
precioso que es Cristo», o «vosotros participáis del honor que merece esa
Piedra Elegida». Sólo la reverencia y la adoración caben aquí, ante la
magnitud de esta revelación de la Escritura.
La misma revelación del sacerdocio universal de los creyentes en Cristo
aparece en otros pasajes del Nuevo Testamento.
a) Aparece en varios pasajes que se refieren a los «sacrificios espirituales»
que el creyente debe ofrecer. Esos pasajes los estudiaremos al final de este
libro, en la parte cuarta. Pero destaquemos desde ya dos puntos: primero, que

50
no se trata de ofrecer sacrificios redentores sino espirituales; y, segundo, que
la escritura del Nuevo Testamento, cuando se refiere al culto espiritual del
creyente, utiliza el lenguaje sacrificial. Esto también es una prueba indirecta
de que todo creyente es considerado un sacerdote.
b) Aparece en el libro de Apocalipsis.
En Ap. 1:5-6, aparece una Doxología, una alabanza a Cristo:
«Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo
reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a Él sea gloria e imperio por los siglos
de los siglos. Amén».
Destaquemos varios aspectos. El primero, es que el Señor «hizo de
nosotros» reyes y sacerdotes. De nosotros, que nos caracterizamos por
nuestra indignidad, hizo sacerdotes.
Segundo, que los exégetas aclaran que puede leerse «hizo de nosotros un
reino». Lo mismo ocurre en Ap. 5:10.
Tercero, cada miembro de este reino verdadero es un sacerdote «para
Dios»; tiene directo acceso a Él, en todo tiempo.
Cuarto, «la adoración de Cristo que vibra en esta Doxología es uno de los
rasgos distintivos que más impresionan en este último libro de la Biblia».
IV - EL SACERDOCIO DEL CREYENTE ESTÁ VINCULADO CON
EL PROPÓSITO DE DIOS PARA ISRAEL Y CON LA ORACIÓN
DEL SEÑOR EN JUAN 17
Notemos aquí dos puntos:
1. La relación que esto tiene con el propósito de Dios para Israel.
Mediante el sacerdocio universal de los creyentes en Cristo tiene
cumplimiento ahora el gran deseo de Dios, que Él tenía para Israel, y que esa
nación no pudo ver realizado por causa de su incredulidad. Leemos en Éx.
19:6 «...me seréis un reino de sacerdotes».
Es en el Evangelio, es en esta dispensación de la gracia, donde este vocablo
«real» alcanza todo su glorioso significado, porque Cristo es ahora, en toda
su plenitud, Sacerdote y Rey. Ésta es la gran revelación de la carta a los
51
Hebreos; los cristianos son el verdadero Israel espiritual de Dios, según la
promesa de Dios a Abraham es explicada por Pablo en Gálatas 3 y en
Romanos 9. Pero aquí en 1 Pe. 2:7-9 lo que nos conmueve es que Cristo se
hace uno con los que son suyos, en un sentido nuevo; les ha comunicado todo
lo que Él es. Les confiere la potencia espiritual de su dignidad real, y les
confiere los privilegios de su Sacerdocio ante Dios. Veamos las
consecuencias:
a) Todo inconverso que viene a Cristo es unido como piedra viva alap
piedra central unificadora del edificio. Esto es básico, esencial. Cuánto un
hombre vive en relación con Cristo, esto es lo que importa. Esto es básico.
Un hombre pasa a ser un cristiano cuando viene a Cristo, que aquí es llamado
«una piedra viva». Así, el mismo creyente pasa a ser una piedra viva. No hay
ninguna piedra muerta en este edificio y en este sacerdocio.
b) El que cree en Él comparte con Él el lugar de aceptación y de honor
como sacerdote a la vista de Dios, delante de Dios.
¿Cuál es la conclusión? Es a Jesús exaltado como Salvador y como Señor
a quien los hombres deben reconocer para ser unidos a la comunidad de los
salvados. Y es a Cristo exaltado en el trono a quien nosotros, los hombres
salvos, debemos contemplar para servirle como sacerdotes.
La iglesia de Cristo, enseña la Escritura, es el verdadero Israel de Dios.
¿Qué significa?
a) Significa que tiene privilegios que ningún otro grupo humano tiene.
Pertenecer a la iglesia significa pertenecer al pueblo más privilegiado de la
tierra. No hay nada comparable a ser un cristiano, un miembro del cuerpo
que tiene a Cristo por cabeza.
b) Significa que es un pueblo que tiene un destino único y tiene un
llamamiento único. Significa que todo miembro de la iglesia tiene el
privilegio de un sacerdocio real. Todo esto describe no lo que el creyente será
en el Milenio y en la eternidad, sino lo que es en la actualidad.
c) Significa, con la expresión «pueblo adquirido por Dios», que se trata de
un pueblo de posesión exclusiva, es decir, «una posesión que pertenece
exclusivamente a Dios». En Ti. 2:14 leemos que «Cristo se dio a sí mismo
52
para purificar para sí un pueblo propio...». Esto significa «un pueblo peculiar,
un tesoro, que constituye la corona de Dios, una posesión costosa». Esto ¿qué
implica? Que los privilegios de un linaje escogido y de un sacerdocio real no
nos son otorgados para que vivamos descuidadamente sino para que vivamos
santamente. Es «para que anunciéis las virtudes de Aquel que os llamó de las
tinieblas a su luz admirable».
d) En la iglesia, todos han sido ungidos, cual los sacerdotes israelitas, el
oído ungido, lo mismo que sus manos y sus pies. Cada miembro de la iglesia
de Cristo ha recibido los atributos plenos que lo constituyen, para siempre,
en un sacerdote espiritual.
Sí, el propósito de Dios para Israel tiene cumplimiento ahora en la iglesia.
Por medio de su sacrificio, Cristo ha formado, de una raza caída, un reino de
sacerdotes. A Pedro le fue revelado que todos los creyentes en Cristo son, en
virtud de su unión con Él, sacerdotes. Ellos, los creyentes como cuerpo,
constituyen el santuario en medio del cual la presencia de Dios se manifiesta.
¿Habrá algo que establezca más fuertemente la obra de la gracia de Dios?
2. El cumplimiento de la oración sacerdotal de Cristo.
Es fundamental que notemos la relación que este sacerdocio real tiene con
la oración sacerdotal de Juan 17.
¿Queremos conocer qué oraciones Cristo presenta ahora delante del Trono
de la gracia, por nosotros? ¿Podrán acaso diferir de Juan 17? Que cada
creyente lea con atención la oración de Cristo, porque aquí también aparece
buena parte de sus privilegios como Sacerdote.
1. En Juan 17 oímos de Él pidiendo al Padre para librarle del mal.
«Ruego... que los guardes del mal» (v. 15). «Del maligno» (BAS).
2. Para limpiarle mediante su Palabra. «Santifícalos en tu verdad...» (v.
17).
3. Para darle su propio regocijo. «Para que tengan Mi gozo cumplido» (v.
13).
4. Para hacerle un ganador de almas. «Ruego... por los que han de creer en
mí por la palabra de ellos» (v. 20).

53
5. Le da la posición exaltada de unión con Él. «Para que todos sean uno;
como tú, oh Padre en mí y yo en Ti» (v. 21).
6. Lo recibe junto a Él para que contemple su gloria y para que la comparta.
«Para que vean mi gloria...» (v. 24). «La gloria que me diste, yo les he dado»
(v. 22).
No queda duda. La concesión del sacerdocio a todo creyente es el
cumplimiento de la oración de Cristo como Sumo Sacerdote.
Todo esto es grande, inmensamente grande. Y esto es lo que nuestro gran
intercesor está pidiendo hoy, para cada uno de los suyos. Esto también
describe no lo que el creyente tendrá en el futuro, sino lo que tiene ahora,
como sacerdote espiritual.
Ésta es la oración de Nuestro Señor como Sumo Sacerdote y ésta es la
clase de oración que continuamente presenta a favor de todo creyente en Él.
¿Cuál es la reflexión? Gaste más tiempo con Él y con su Palabra y llegará
a ser crecientemente consciente de su presencia que mora en usted y llegará
a ser consciente de esa oración que prevalece delante del Padre en los cielos,
por usted.
Ésta es una gran revelación, para cada uno. La gran revelación es que todo
creyente, por débil que se sienta, por angustiado que se encuentre, comparte,
con Cristo, su reinado sacerdotal. Hay un hombre sentado en el Trono.
Usted, querido lector, no ha visto aquella gloria, pero la comparte, y la
comparte ahora. Hay un Sacerdote sentado en el Trono. Usted comparte ese
lugar con su Salvador y Señor. Lo comparte ahora; por tanto, no demore
indefinidamente, ni deje para la eternidad lo que tiene que hacer ahora. Lo
que tiene que ser ahora.
Hoy, ahora, cada creyente tiene, y todos tenemos, un sacerdocio real. Así
debemos tomarlo, porque así está revelado.

54
APÉNDICE A
¿QUIÉN ES EL FUNDAMENTO DE LA IGLESIA?

Dado que el pasaje que hemos comentado, 1 Pe. 2:4-9, se refiere a Cristo
el Señor como la «Piedra», y a los creyentes todos como «piedras vivas»,
cabe incluir algunas consideraciones sobre si el apóstol Pedro es el
fundamento sobre el cual estaría fundada la Iglesia.
El punto es tratado aquí parcialmente. El lector puede consultar, para un
tratamiento más detenido, la obra do Lacueva, quien dedica varios capítulos
al tema del fundador y del fundamento de la Iglesia. Existen otros
argumentos para demostrar que Pedro no es el fundamento de la Iglesia, pero
aquí solamente trataremos algunas.
En Mt. 16:18 leemos:
«Y Yo también te digo, que tú eres Pedro (Petros) y sobre esta roca
(petra) edificaré mi iglesia...»
Es necesario distinguir donde el Señor ha distinguido. Él utiliza para Pedro
el vocablo Petros, que significa una piedra o peñasco suelto, o una piedra
que se puede arrojar o mover con facilidad, y después utiliza, en la misma
frase la palabra petra, que denota una masa de roca. Es notable el uso
metafórico que el Señor hace del vocablo PETRA que se refiere a sí mismo
y al testimonio o a la confesión de Él. Es bien clara la distinción que el Señor
traer entre Él mismo y el apóstol Pedro. Cristo mismo es la piedra que
sostiene todo el edificio.
El argumento indicado precedentemente no es único, Son innumerables
los autores que pueden citarse, tanto del campo evangélico como del católico,
para afirmar que la roca que menciona el Señor en Mt. 16:18 no se refiere al
apóstol Pedro. Así, A.T. Robertson destaca que Pedro, mediante su
confesión, ha provisto la ilustración de la roca sobre la cual la iglesia
descansa.

55
El mismo autor señala un argumento adicional en cuanto al supuesto
primado de Pedro, al recordar que muy pronto (en Mt. 18:1) los discípulos
del Señor discutían acerca de quién sería el mayor en el reino de los cielos.
«Claramente ni Pedro ni los restantes (apóstoles) entendieron que Jesús
hubiera querido decir que Pedro debía tener una autoridad suprema».
Lacueva destaca que a Jesucristo se aplica en el Nuevo Testamento el
vocablo griego akrogoniaios (piedra angular, o «piedra principal del
ángulo») en Hch. 4:11, Ef. 2:20 y 1 Pe. 2:6. Este vocablo significa «una
piedra que al mismo tiempo» sostiene el edificio, está en el ángulo, como
para marcar la rectitud de la pared que se levanta, y le sirve de cima o cúpula
(«AKROS»).
El vocablo también puede traducirse como «piedra coronal». También
hace notar que el Señor no dice que edificaría la iglesia sobre la persona de
Pedro como tal, sino que es la confesión de Pedro lo que el Señor destaca.
Es básico referirse a la opinión de Agustín:
«En esta confesión, Pedro representaba a toda la Iglesia... Por consiguiente—
dice—sobre esta piedra que has confesado, edificaré Mi Iglesia. Pues la
piedra es Cristo, y el mismo Pedro fue edificado también sobre este
fundamento».
Sí, «Esta confesión de Pedro es la piedra fundamental del Cristianismo».
También debe corregirse un error que en ocasiones se comete al citar Mt.
17:18, cuando se dice, equivocadamente, que el Señor le habría dicho a Pedro
«sobre ti» edificaré mi iglesia. El error mencionado aparece en ocasiones en
algunos periódicos no especializados. Ninguna versión católica seria comete
semejante error. Citamos como ejemplo las siguientes versiones:
«Nácar - Colunga» «sobre esta piedra»
«Biblia de Jerusalén» «sobre esta piedra»
«Bover - Cantera» «sobre esta piedra»
«Cantera - Iglesias» «sobre esta piedra»
«Strausbinger» «sobre esta piedra»

56
Así mismo, otra opinión que debe destacarse es la que, comentando Ef.
2:20, señala que «los apóstoles pues, y profetas, son fundamento, no
personalmente, en sí mismos considerados, sino funcionalmente,
misionalmente, como predicadores del evangelio de Cristo. Ellos no son la
piedra sobre la cual descansa el edificio, sino los obreros que han colocado
la piedra. Piedra angular, akrogoniaios, no es clase de bóveda, piedra que
cierra el edificio, sino una clase de fundamento, la piedra angular, que es
fundamento y sirve para unir dos laterales del edificio».
Arndt y Gingrich han señalado que el término AKROGONIAIOS es
«puramente bíblico».
Es importante también citar otra importante obra de autores católicos.
Ellos destacan que en la declaración del Señor los dos términos «piedra» y
«roca» no son equivalentes. El griego petros significa una piedra que puede
moverse, incluso lanzarse. La roca, en cambio, perra, es símbolo de la
firmeza inconmovible.
Más aún, dichos autores destacan que en arameo se observa la misma
diferencia entre «piedra» (kephá) y «roca» (s- o ‘a). La roca (s- o ‘a) significa
la solidez y firmeza absoluta.
«Se tiene, por tanto, que en esa lengua (la aramea) la oposición es aún más
fuerte que en griego»: Kephá es una piedra o roca que no ofrece garantía de
estabilidad ni firmeza total; s- o ‘a, en cambio, es el símbolo de la firmeza
absoluta. «Es claro que la roca no puede ser de ningún modo traducida por
kephá, y que el apelativo de Simón no equivale a roca».

57
CAPÍTULO II

UN SOLO PONTÍFICE Y
UN SACERDOCIO UNIVERSAL

I - TRES ASPECTOS SEÑALADOS EN LAS ESCRITURAS


1. El vocablo «Sacerdote» no se aplica en el Nuevo Testamento a
ningún individuo, fuera de Cristo.
En ninguna parte del Nuevo Testamento se enseña que se requiera la
mediación, el oficio de sacerdotes consagrados u ordenados para que los
fieles puedan acercarse a Dios, sea para orar, para recibir perdón, para adorar.
En el Nuevo Testamento, las veces en que se celebró la cena del Señor, o
el «rompimiento del pan», los relatos son de una gran sencillez, y nunca se
habla de la presencia de sacerdotes ni de nadie en especial como requisito
para celebrarla cena. No hay jerarquías espirituales entre los creyentes en el
Nuevo Testamento.
No existe en el Nuevo Testamento una clase sacerdotal en contraste con
los laicos; más aún, el vocablo «Sacerdote» no se aplica en el Nuevo
Testamento a ningún individuo, por la razón fundamental de que el Señor
Jesucristo no instituyó ningún cuerpo especial, separado, de sacerdotes, sino
que se constituyó Él mismo como único Sumo Sacerdote de su pueblo
redimido.
Tampoco hay ninguna mención en el Nuevo Testamento de que hubiera
«representantes» de Cristo que hubieren ejercido, con título o sin él, el
sacerdocio del pueblo.
Lacueva cita a Millou, quien ha destacado que la noción de «sacerdote
individual» (el Cohén hebreo y el Hiereús griego) es totalmente ajeno a la
nueva alianza, en la que Cristo es el único «Hiereús» y «Archiereús» (Sumo
Sacerdote).

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2. El único que recibe el título de «Sumo Sacerdote» o «Sumo
Pontífice» en el Nuevo Testamento es Jesucristo.
El Sumo Sacerdocio de Cristo tiene para el cristiano una trascendencia
enorme, pero no lo tratamos. Aquí estamos señalando que el Nuevo
Testamento designa a Cristo como único mediador entre Dios y los hombres,
y no asigna esta tarea a ningún otro. Nadie, hombre o mujer, pretendió
compartir una función mediadora.
3. Todo creyente es un sacerdote.
Todo el pueblo (sin castas) es colectivamente llamado «sacerdocio Regio»
en 1 Pe. 2:9 (Ap. 1:6; 5:10). Además leemos en 1 Pe. 2:5:
«Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa
espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales
aceptables a Dios por medio de Jesucristo».
Este pasaje ha sido analizado ya. Solamente queremos advertir que es
fundamental la mediación de Jesucristo, tanto para la salvación (1 Ti. 2:5)
como para ofrecer sacrificios espirituales; todo es por medio de Jesucristo.
El sacerdocio judío ha quedado abrogado, así como todo el sistema
sacrificial. Ese sacerdocio será restaurado, en favor de los gentiles, en el
milenio (Is. 61:6; 66:21).
En el Antiguo Testamento Dios había establecido que el sacerdocio era
exclusivo, porque solamente los varones nacidos en la familia de Aarón
podían serio. Así había sido establecido por Dios, entonces. Pero en el Nuevo
Testamento Dios ha establecido que el sacerdocio sea universal, porque todo
creyente en Cristo es un sacerdote. Así ha sido establecido por Dios, ahora.
En 1 Pe. 2:5 se habla de sacerdocio santo. El vocablo «sacerdocio» es en
griego Hierateuma que denota a un cuerpo de sacerdotes que consiste de
todos los creyentes, toda la iglesia. Este cuerpo tiene el nombre de
«Sacerdocio Santo»,
Sí, las Escrituras del Nuevo Testamento dejan bien claro que la Iglesia de
Cristo es una asamblea de sacerdotes, y que ninguno es sacerdote sino
aquellos que son nacidos de Dios. El vocablo griego Ekklesia que en el

59
Nuevo Testamento es traducido «iglesia» significa literalmente «una
asamblea llamada aparte». «Desde sus orígenes, los cristianos tuvieron
conciencia de pertenecer a una asamblea convocada por Dios en Jcsucristo».
En el Nuevo Testamento, debido a la obra consumada por Cristo en la
cruz, tiene cumplimiento el propósito que Dios tenía para Israel:
«Vosotros seréis para mí un Reino de Sacerdotes» (Éx. 19:6).
« ...y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes» (Ap. 1:6).
Ella, la iglesia, es la primicia de la nueva creación, separada por la muerte
de Cristo de su posición en Adán, y juntada alrededor de Jesucristo su
Cabeza, el postrer Adán (1 Co. 15:45), y unida a Él por su vida. La posición
colectiva de la iglesia brota naturalmente de la posición individual de cada
creyente. Hay una sola cabeza, que está en el cielo. Hay sólo un cuerpo, que
está en la tierra (Ef. 4:15-16). La distinción entre una cabeza invisible en el
cielo y una cabeza visible en la tierra no aparece en el Nuevo Testamento. La
sumisión es a la Grande y única Cabeza:
«y Él es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia...» (Col. 1:18).
Juan ve el cumplimiento del propósito de Dios, y lo ve cumplido por el
derramamiento de sangre de Cristo en la cruz:
«Al que nos amó y nos libertó (nos lavó) de nuestros pecados con su
sangre, e hizo de nosotros reyes y sacerdotes para Dios su Padre...»
(Ap. 1:5-6).

II- VARIOS EXEGETAS CATÓLICOS COINCIDEN EN SUBRAYAR


LA ENSEÑANZA DEL NUEVO TESTAMENTO SOBRE EL
SACERDOCIO
Los aspectos que hemos señalado en el punto anterior tienen claro
fundamento escritural. La posición que se ha expuesto no es una postura
exclusivamente evangélica, sino que es sostenida también por varios
teólogos católicos, como veremos. Complace advertir la objetividad con que
autores de diverso origen se adhieren a los conceptos escriturales.

60
1. En cuanto a que el vocablo Sacerdote no se aplica en el Nuevo
Testamento a ningún individuo.
También León - Dufour señala que «el Nuevo Testamento no aplica nunca
este vocabulario sacerdotal a los ministros de la nueva alianza (Nuevo
Testamento), salvo en Ro.l5:16, donde se aplica al ministro del Evangelio.
Sólo Jesucristo es el Sumo Sacerdote...»
No se encuentra explícitamente que existan «representantes» que ejerzan
con título especial el sacerdocio del pueblo, a lo cual nos referiremos
enseguida.
En otra obra el mismo autor dice también que ningún texto del Nuevo
Testamento da el nombre de sacerdote a uno u otro de los responsables de la
iglesia. Agrega que el sacerdote como tal en la historia de la iglesia surge de
«las explicitaciones ulteriores de la tradición sobre el sacerdocio
ministerial».
El sacerdote, tal como literalmente se le concibe en parte del cristianismo
no tiene fundamento en la Escritura.
El Diccionario de la Biblia, de Haal, Van der Bom y de Ausejo, destaca
que es sorprendente que en el Nuevo Testamento nunca se hable de
sacerdote, cristianos, fuera de Jesucristo.
A su inicio, había, según su juicio, «ancianos» (obispos) que presidían la
celebración de la eucaristía (Cena del Señor), y agrega: «pero esto no está
expresamente atestiguado en ningún texto».
Leon Dufour afirma que Jesucristo es «Mediador único entre Dios y su
pueblo. Es el Sacerdote perfecto por quien los hombres son santificados».
2. En cuanto a que el único que recibe el Título de «Sumo Sacerdote»
en el Nuevo Testamento es Jesucristo.
Exegetas de diversas ramas del cristianismo, autores de diccionarios o
vocabularios bíblicos, reconocen este punto, en coincidencia con las
Escrituras.
En el Diccionario del Nuevo Testamento (DNT), en su artículo
«Sacerdote» destaca que los cristianos ponen término a la institución
61
sacerdotal antigua y ven en Jesús al único y definitivo Sumo Sacerdote (o
Sumo Pontífice, agregamos nosotros), según el orden de Melquisedec: Cristo
se ofreció a sí mismo como sacrificio perfecto.
Otro exegeta, también autor de un diccionario, señala que Cristo es el
único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento; agrega que su sumo
sacerdocio es valedero eternamente y no es transferible.
3. En cuanto al sacerdocio universal de los creyentes en Cristo.
También sobre este punto los autores que hemos citado coinciden en la
doctrina bíblica, y la denominan, como Bauer, «el sacerdocio terrenal de los
fieles». Apenas hay diferencia de terminología con la expresión que utilizan
los comentaristas evangélicos, que hablan de «El sacerdocio universal de los
creyentes».
Agrega León - Dufour que el pueblo cristiano es el cuerpo sacerdotal
encargado de ofrecer sacrificios espirituales por Jesucristo y de propagar la
palabra de Cristo. Menciona pues la doctrina bíblica del sacerdocio universal
de los creyentes, e indica una de sus funciones.
En la otra obra es aún más amplio en cuanto señala que «la primera carta
de Pedro y el Apocalipsis son explícitos, atribuyen al pueblo cristiano el
«Sacerdocio Regio» de Israel (1 Pe. 2:5-9; Ap. 1:6; 5:10; 20:6; Éx. 19:6)».
Indica que el pueblo cristiano puede hacer esto «gracias a que Jesús le hace
participar de su divinidad mesiánica de Rey y de Sacerdote». El Señor «hace
participar a su pueblo en su sacerdocio». Agrega que el sacerdocio
ministerial «no constituye una casta de privilegiados».
El DDB antes citado destaca que «Pedro exhorta a los fieles a que se hagan
a sí mismos templo y sacerdocio espiritual, para ofrecer sacrificios también
espirituales». Aunque no compartimos que Pedro haya dicho que los
creyentes «se hagan» eso «a sí mismos», sí vale la pena subrayar, por nuestra
parte, que los creyentes son exhortados a ofrecer a Dios sacrificios
espirituales, no redentores. El texto de la BJ en Ap. 1:6, antes citado, es claro:
(Él) «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes».
Es interesante así mismo la observación de Sauer de que «el servicio
sacerdotal de los fieles se realiza por medio de Jesucristo. Él es el mediador
62
y sacerdote único de la iglesia. El oficio sacerdotal se ejerce en comunión
con Él y en dependencia de Él».
Seguramente este exegeta ha tenido en cuenta dos pasajes: uno, el ya
citado de 1 Pe. 2:5-9, y además el de He. 13:15:
«Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de Él, sacrificio de
alabanza...» (He. 13:15).
Es importante destacar los conceptos de comunión con Cristo y de
dependencia de Él.
El primero significa que no ha de permitirse en la vida del creyente nada
que interrumpa la relación estrecha del alma con Cristo. Lo segundo implica
el reconocimiento de que en todo «Él tendrá la preeminencia» (Co. 1:18); e
implica, además, el sometimiento a la plena autoridad de la Palabra de Dios.
«El que me ama, mi palabra guardará» (Jn. 14:23).
En la Biblia de CI comentando 1 Pe. 2:5, cuando Pedro dice que los
creyentes «como niños recién nacidos» (v. 2) van entrando en la construcción
de un edificio espiritual (destinado) a un «sacerdocio santo», se señala que
«sacerdocio santo» equivale a «comunidad o corporación sacerdotal».
Dice con respecto a Ap. 1:5-6: «en la iglesia universal, comunidad de los
redimidos por Cristo (v. 5), éstos son sacerdotes destinados para unirse a
Dios de manera especial y consagrados a su servicio; todos unidos «en Jesús
(v. 9) sacerdote, por un mismo destino».
Ambas citas de CI subrayan lo que el texto bíblico enseña, esto es, el
sacerdocio universal de todos los creyentes en Cristo.

63
CAPÍTULO III

HISTORIA DEL SACERDOCIO


EN LAS ESCRITURAS

La Biblia misma enseña que el sacerdocio ha atravesado por varias etapas


históricas.
«La idea de un sacerdocio se relaciona con la conciencia, más o menos
precisa, del pecado». La entrada del pecado al mundo y al corazón del
hombre es una tragedia de enormes proporciones. Ha traído consecuencias
gravísimas, y la primera fue el quebrantamiento de la comunión personal con
que el hombre había disfrutado.
Pronto después de la caída los hombros reconocieron «que lo habían
recibido todo de Dios como criaturas, pero que lo habían perdido todo como
pecadores». Entonces buscaron la manera de acercarse a Dios, y para esto
comenzaron a ofrecer sacrificios. Más adelante, al considerar el Altar de
Bronce, en el capítulo IX de esta obra, se analizará el concepto bíblico de
sacrificio. Ahora presentamos una síntesis histórica.
I - PERÍODO PATRIARCAL
En este período puede hablarse de un sacerdocio patriarcal, o de una
familia sacerdotal. En el tiempo de los patriarcas, el que ocupaba el primer
lugar como cabeza de la familia era, al mismo tiempo, el sacerdote de la casa.
En esta categoría se encuentran Abraham, Isaac, Jacob, Noé y Job.
Abraham es conocido en las Escrituras como el hombre de la tienda, o la
carpa, y el altar (Gn. 12:7-8). La tienda muestra su carácter de peregrino, y
el altar demuestra que presentaba sacrificios y adoraba a Dios. Noé, al salir
del arca, ofreció «holocausto en el altar» (Gn. 8:20), y el Señor percibió «olor
grato».

64
Después del éxodo de Egipto la autoridad sacerdotal se concentró en
Moisés. Más tarde, Dios asignaría a Aarón y sus descendientes la función
sacerdotal.
Es de destacar que, al momento mismo de dictar la ley, Dios indicó su
intención de que toda la nación de Israel se convirtiera en un sacerdocio:
«y vosotros me seréis un reino de sacerdotes...» 19:6).
Israel fracasó, por desobediencia, por incredulidad y por idolatría. Pero el
propósito divino para ese pueblo se cumplirá durante el milenio (Is. 61:6).
II - EL SACERDOCIO AARÓNICO
En Éx. 28:1 leemos:
«Harás llegar delante de ti a Aarón tu hermano, y a sus hijos consigo,
de entre los hijos de Israel, para que sean mis sacerdotes...»
Es notable que Moisés no intentó que fueran sus propios hijos los que
ejercieran el sacerdocio, sucediéndolo a él, que venía ejerciéndolo. El
patriarca escucha la orden de Dios y la ejecuta sin vacilar. En una lección de
humildad, la única que todo siervo de Dios debe adoptar, ante las decisiones
de Dios soberano.
En el sacerdocio aarónico encontramos categorías. Estaban el sumo
sacerdote, los sacerdotes comunes, los levitas, y el pueblo; el sumo sacerdote
tenía funciones exclusivas, principalmente porque era el único que podía
entrar al Lugar Santísimo, en el gran día de la expiación.
Los sacerdotes comunes tenían que ser hijos de Aarón. Se les permitía
ofrecer sacrificios, oficiaban en el atrio del Tabernáculo y en el Lugar Santo,
junto al sumo sacerdote. Pero no podían entrar al Lugar Santísimo en ningún
momento, bajo ninguna circunstancia.
Los levitas, descendientes de la tribu de Leví, servían o ayudaban a los
sacerdotes, llevaban el Tabernáculo cuando era trasladado, y tenían la
función de enseñar al pueblo la ley de Dios.
El resto de los israelitas formaban el común del pueblo.

65
Las funciones del sacerdote eran: «el dar TORAH (enseñar la ley, la
palabra de Dios), cargar el Arca; presentarse delante de Jehová para
ministrar, es decir, servir a Dios de manera especial por el ofrecimiento del
sacrificio, quemar incienso, vestir el efod, bendecir en el nombre de Jehová»
(Dt. 18:8; 17* 10 12:18; 5:21; 5:24; 8:31; 9:33; 10; 1 Sa. 2:28).
Todo aquel ceremonial había sido instituido por Dios, pero era transitorio.
El sacerdocio también lo era.
Es notable que el Salmo 110, que es una profecía sobre el Mesías, fue
escrito por David, el hombre que estaba acumulando materiales para el
templo mucho antes de que el templo de Salomón se levantara, la profecía
anuncia la transitoriedad de todo aquello, inclusive del templo mismo.
En el templo iban a oficiar como sumos sacerdotes los descendientes de
Aarón, pero el Salmo 110 anuncia que el Mesías, el Señor de David, el Cristo,
sería de otro orden, del orden de Melquisedec y no de Aarón. Surgiría un
sumo sacerdote eterno, inmortal. Esta profecía se cumplió en la persona del
mismo Hijo de Dios.
III - EL SACERDOCIO DE MELQUISEDEC
Hay que ser muy precisos en cuanto a este sacerdocio, porque Melquisedec
es ciertamente una persona fuera de lo común y no existe un registro histórico
detallado de su ministerio, precisamente por el carácter que la Escritura le
asigna.
Melquisedec es una figura extraña. Aparece 3 veces en la Biblia y una
aureola de gloria rodea su nombre, principalmente porque prefigura aspectos
esenciales del sacerdocio de Cristo.
1. Primero aparece en Gn. 14:18-20, en una descripción muy breve. Se
trata de un sacerdote que a la vez es Rey. Es un sacerdote del Dios Altísimo.
Recibe a Abraham después de una batalla. Le ofrece pan y vino. Recibe
diezmos de Abraham y lo bendice. Luego sigue, en la revelación bíblica, un
largo silencio en cuanto a este personaje. La historia en Génesis es breve.
Pocos detalles y termina. Eso es todo, pero deja una profunda impresión en
Abraham.

66
2. En el Salmo 110, unos 1.000 años después, aparece algo más sobre
Melquisedec, un breve anuncio profético. «Juró el Señor, y no se arrepentirá:
Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec». El salmista
está pensando en un sacerdocio mesiánico, y lo asemeja al de Melquisedec,
pero no avanza en el pensamiento. No lo desarrolla. No hay que olvidar el v.
1: «Jehová dijo a mi Señor», es decir, «dijo Jehová a mi Señor, el Cristo:
Siéntate a mi diestra». El Mesías es invitado a sentarse en el Trono de Dios:
«Siéntate a mi diestra...», es decir, ocupa el lugar de honor. Esto tiene que
ver con la resurrección del Mesías. La expresión «siéntate» sugiere que su
obra expiatoria ha sido consumada.
3. Otros 1.000 años después vuelve a aparecer Melquisedec, pero esta vez
no se trata de un breve relato histórico, como en Génesis, ni de un breve
anuncio profético, como en el Salmo 110, sino que en Hebreos encontramos
una gran exposición doctrinal.
Hay que notar que el sacerdocio de Cristo se relaciona con el de
Melquisedec en cuanto al orden, pero en cuanto al oficio se le compara con
el sacerdocio de Aarón.
El autor a los Hebreos se refiere al sacerdocio de Melquisedec para
establecer la superioridad del sacerdocio de Cristo con respecto al de Aarón.
El nombre personal de Melquisedec es «Rey de Justicia» y su título es «Rey
de paz» (He. 7:2). En todo esto él es una figura del sacerdocio de Cristo, y a
esta analogía repetidamente.
El autor explica que Melquisedec es más grande que Abraham, Su
argumento se basa en que, a través de Abraham, aun Leví, que recibe los
diezmos, ha pagado diezmos, porque estaba en los lomos de su padre
Abraham cuando se encontró con Melquisedec. Dado que Cristo es sacerdote
según el orden de Melquisedec, Él es superior, en orden de sacerdocio, con
relación a los sacerdotes del templo.
El autor de la carta recurre al pasaje de Gn. 14:18-20. Siguiendo un método
que la Sagrada Escritura emplea en otros pasajes, toma argumentos tanto de
lo que el pasaje dice como de lo que deja sin decir.

67
El escritor recuerda en 7:3 que en Génesis 14 no se hace mención de los
antepasados ni de los descendientes de Melquisedec, ni tampoco de su
nacimiento o de su muerte.
Se trata de un hombre sin genealogía. Se desconocen tanto sus antepasados
como sus descendientes. Melquisedec aparece como si hubiera salido del
cielo.
De Melquisedec se dice que era «sin padre, sin madre, sin genealogía». El
misterioso personaje, Melquisedec, presenta un cuadro maravilloso del
Sacerdocio inmutable de Cristo. Su origen es tan desconocido como su
descendencia. Su sacerdocio, por tanto, en lo que a la revelación bíblica se
refiere, es intransferible. La frase «no tiene principio de días, ni fin de vida»
no significa en modo alguno que no hubiese nacido o muerto sino que no
existe ningún dato histórico de ello. Es así que Melquisedec constituye un
maravilloso tipo de Cristo.
Agrega que Melquisedec era «sin genealogía». El silencio de la Escritura
en el libro del Génesis no es casual. La historia no escrita de Melquisedec
obedece a un propósito divino, y el Espíritu Santo interpreta, mediante esta
omisión deliberada, el carácter eterno e inmutable del Sacerdocio de Cristo.
Se dice también en el v. 3 que Melquisedec «no tiene principio de días, ni
fin de vida»; todo subraya el carácter eterno del Hijo que se encamó en Belén
El término de comparación entre ambos sacerdocios (el de Aarón y el de
Cristo) es el sacerdocio de Melquisedec. El autor va a demostrar que el de
Cristo es superior al de Aarón, porque es según el orden de Melquisedec.
Que el sacerdocio de Melquisedec era superior al de Aarón se basa en dos
razones: a) en que Abraham pagó diezmos a Melquisedec; y b) en que éste
bendijo a Abraham.
a) La mención del hecho de que Abraham pagara los diezmos a
Melquisedec subraya, en la mente del escritor a los Hebreos, la grandeza de
la persona de aquel sacerdote del Dios Altísimo. Declara que Abraham
mismo reconoció esta superioridad al pagarle diezmos, y que también Leví,
de quien descendían los sacerdotes hebreos, pagó los diezmos a Melquisedec.

68
b) Dice además: «Considerad, pues, cuán grande es éste...» Melquisedec,
que «bendijo al que tenía las promesas». Invoca entonces el principio de que
«el menor es bendecido por el mayor» (7:7).
La conclusión ineludible es la siguiente: (a) Melquisedec era mayor que
Abraham; (b) el sacerdocio levítico procede de Abraham; (c) el sacerdocio
de Cristo es según el orden de Melquisedec; (d) por lo tanto, el sacerdocio de
Cristo es superior al levítico.
Hay un orden providencial en Génesis 14 y en el Salmo 110, que permite
afirmar al autor a los Hebreos que Melquisedec fue así «hecho semejante al
Hijo de Dios». Lo que importa al escritor es subrayar el Sacerdocio de Cristo.
Este orden providencial pone el fundamento: (a) para afirmar que estaba
profetizado que habría un nuevo sacerdocio diferente del orden levítico, con
todas las bendiciones para los hombres, que describe la carta; (b) que es el
Padre quien designa al Hijo como Sumo Sacerdote; (c) que el Hijo de Dios
ha alcanzado este sacerdocio no por razones de genealogía, sino por derecho
propio, porque tiene vida por sí mismo; (d) por tanto, porque permanece para
siempre (7:3), su sacerdocio es eterno, inmutable (7:24).
Lo fundamental es que la calidad de la vida del Hijo de Dios determina el
carácter indisoluble, incesante, perpetuo, de su sacerdocio. El sacerdocio de
Cristo trasciende toda limitación. El sacerdocio levítico era oficiado por
hombres mortales (7:8), pero Cristo vive para siempre (7:8-25).
No está diciendo que Melquisedec fuera inmortal, o que no hubiera tenido
padres humanos, sino que está interesado en un sacerdote más grande que
cualquiera que hubiera surgido del orden sacerdotal de Leví. Está pensando
en uno que sería, al mismo tiempo, lo mismo que Melquisedec, Sacerdote y
Rey. Está interesado en este personaje porque todos estos detalles y el
silencio de la Escritura, constituyen una prefiguración del sacerdocio del
Hijo, profetizado en el Salmo 110.
En el cap. 7:11 el escritor concluye que el sacerdocio de Cristo, por ser de
un orden más elevado que el de Aarón, lo ha reemplazado.
Comienza señalando que «si la perfección fuera por el sacerdocio
levítico... ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote,

69
según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de
Aarón?». La cuestión podría plantearse en estos términos: ¿para qué
Melquisedec, si ya tenemos a Aarón?
La clave se encuentra en el vocablo «perfección», que significa «un acto
o un proceso de concreción de algo»; cumplir «el propósito para el que fue
instituido». La enseñanza es que el sacerdocio aarónico tenía el propósito de
prefigurar el hecho de quitar el pecado, que era el obstáculo que mantiene al
hombre alejado de Dios. Lo fundamental era reconciliar al hombre con Dios.
Por tanto, cuando se habla de un nuevo sacerdocio se hace referencia a aquel
que daría pleno cumplimiento a este propósito eterno de Dios. Esta
reconciliación el sacerdocio levítico podía simbolizarla, pero no podía
garantizarla. Los sacerdotes levíticos pudieron hacer eso en una forma típica,
simbólica, pero no final o perfecta. Aquel sacerdocio y aquellos sacrificios
fueron establecidos por Dios, para señalar al Mesías y a la necesidad de su
muerte vicaria. Dado que el sacerdocio levítico no pudo hacer esto, es decir,
quitar el pecado, un nuevo sacerdocio era necesario. Vendría de otra tribu, la
de Judá, y no de la de Leví, de la cual provenía Aarón (7:14). Un nuevo
Sacerdocio y un nuevo Sacerdote, el Mesías, debía ser levantado; y no podía
ser del orden de Aarón, sino del orden de Melquisedec (7:17). Éste es el gran
anuncio del Salmo 110. El salmo es fundamental porque anuncia que llegaría
un día un sacerdote de otro orden quien ejecutaría lo que el sacerdote
aarónico no había podido hacer. Debe recordarse, además, que de la tribu de
Judá venían los reyes; Cristo ha nacido de la tribu de Judá porque Él habría
de reunir el sacerdocio y el reino, como profetiza Zacarías: «dominará en su
Trono, y será sacerdote en su solio» (6:13)
El autor de la carta señala la naturaleza terrenal del sacerdocio levítico,
porque «el primer pacto tenía... un santuario terrenal» (He. 9:1), en tanto que
Cristo ha entrado al Santuario celestial (8:2; 9:11).
Cristo ha sufrido en este mundo, pero la muerte que Él ha sufrido en la
tierra tiene eficacia celestial, porque ha significado, esencialmente, la
anticipación de su función como Sumo Sacerdote Celestial. Él es Sumo
Sacerdote por siempre, pero fue primeramente proclamado como tal sobre la
base de su muerte sacrificial y su gloriosa resurrección (He. 5:10; 7:16).

70
Notemos que por lo menos dos consecuencias se derivan de este punto:
a) El sumo sacerdocio de Cristo, en el cielo, ha dejado a un lado al sumo
sacerdocio levítico. El único y gran sacrificio que Cristo ha hecho de sí
mismo, ha sido ofrecido y aceptado por Dios. Esto ha marcado en la historia
el momento definitivo en que cesaría el culto levítico. Todos los demás
sacrificios remitían el pecado, es decir, lo transferían hacia la cruz. Pero en
la cruz asistimos a la única verdadera expiación por el pecado, y
contemplamos al único verdadero cordero de Dios, que «quita el pecado del
mundo».
b) La otra consecuencia es que el nuevo culto que el cristiano y la Iglesia
de Cristo conocen ahora ya no es un sacrificio por el pecado sino «sacrificios
espirituales» (1 Pe. 2:5). Uno de ellos es el sacrificio de alabanza, como
expresa claramente el Espíritu Santo hacia el final de esta carta: «Así que
ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificios de alabanza, es decir,
fruto de labios que confiesen su nombre» (He. 13:15).
IV - EL SACERDOCIO EN EL NUEVO TESTAMENTO
1. Distinción entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
En el mundo religioso de hoy no se entiende claramente qué es un
sacerdote. El concepto suele ser aplicado a una persona que tiene un acceso
privilegiado a Dios, una persona que ha sido ordenada por la iglesia, que
puede conceder ciertos beneficios a otros, que puede administrar, en forma
exclusiva, los «sacramentos», que utiliza cierta vestimenta, que está
autorizado a perdonar pecados.
Pero éste no es el concepto de la Sagrada Escritura; en el Nuevo
Testamento, el Señor no instituyó ningún orden de sacerdotes, semejante al
que existía en el Antiguo Testamento, sino que asumió Él mismo las
funciones de Sumo Sacerdote único en favor de su pueblo.
La Escritura enseña la doctrina fundamental de que todo creyente en
Cristo, hombre o mujer, y cualquiera sea el grado de su desarrollo espiritual,
es un sacerdote. Ya hemos considerado 1 Pe. 2:5: «vosotros también, como
piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para
ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo».
71
La doctrina bíblica consiste en que hay un sacerdocio universal, que abarca
a todos los creyentes en Cristo. No existe en el Nuevo Testamento una clase
sacerdotal, separada del resto del pueblo de Dios, la que sí existía en el
Antiguo Testamento.
Este libro presenta las varias razones que surgen de la Sagrada Escritura
para demostrar que todo creyente en Jesucristo es un sacerdote para Dios
(Ap. 1:5- 6). Pero hay un punto que vale la pena anticipar: todo creyente es
sacerdote porque a todos el Señor Jesucristo les ha otorgado lo que es
esencial en el sacerdocio, el acceso libre a Dios. El único Mediador para este
acceso es el propio Señor Jesucristo; ésta no es la única razón que constituye
al creyente como sacerdote, pero es una razón fundamental. El acceso a Dios
hace a la esencia del sacerdocio y la Escritura asegura que todo creyente lo
tiene, ahora. (He. 4:14-16; 6:19-20; 10:19-22; 12:15-16).
Aquí hay un concepto nuevo, que no era conocido en el Antiguo
Testamento. Era inconcebible para un judío que los prosélitos, es decir,
hombres que provenían de los gentiles y que abrazaban la fe judía, pudieran
venir a ser sacerdotes. Tampoco podían serlo todas las familias de Israel, sino
sólo una, la de Aarón. Pero ahora, en el Nuevo Testamento, el sacerdocio
constituye un privilegio que puede disfrutar todo creyente.
En la antigua dispensación el sacerdocio constituía un grupo aparte, y así
había sido establecido por Dios, entonces.
Pero bajo la nueva dispensación cada individuo creyente, hombre o mujer,
es un sacerdote. La situación con respecto a la del Antiguo Testamento, ha
sido divinamente cambiada. Todo creyente en Cristo es un sacerdote. Así ha
sido establecido por Dios, ahora. Todos los creyentes son sacerdotes porque
han sido constituidos, por el Señor Jesucristo, un cuerpo de Reyes Sacerdotes
(Ap. 1:5-6).
Cuando nosotros pensamos en la iglesia, constituida como está por seres
débiles, apenas si entendemos la gran realidad que es la iglesia de Cristo. Nos
desanimamos, nos desalentamos. Este desánimo proviene del hecho de que
miramos lo que nosotros hacemos.

72
Sin embargo, la iglesia no debe ser mirada así. La iglesia es el edificio que
Dios está levantando. A nosotros nos parece que nada está ocurriendo, pero
Dios está obrando. Dios está obrando, y está levantando un edificio que es
hecho de seres humanos, como piedras vivas.
Hay todavía más. Se trata de un edificio que está siendo construido para
morada de Dios en la tierra, ahora, y ésta es la gloria de la iglesia.
Esto es la iglesia desde que fue creada. La gloria de la iglesia es que tiene
en medio para siempre a la Cabeza, su fundador y único Señor, único Sumo
Pontífice de su pueblo.
Esto otorga a la Iglesia toda su trascendencia; esto establece su destino y
determina su tarea.
Así, la iglesia es el ámbito de un sacerdocio no limitado para ofrecer
sacrificios espirituales. Ya hemos señalado que el creyente no ofrece
sacrificios redentores, pero también hay que destacar que la Escritura no
habla nunca del sacerdocio de la iglesia. El sacerdocio es una responsabilidad
individual, que no puede ser transferida.
2. La tarca del creyente sacerdote.
Nuestra tarea como sacerdotes es personal, indelegable, pero el ámbito
para este desarrollo es la iglesia local; si queremos vivir este sacerdocio
santo, tenemos que dejar las actitudes vacilantes con respecto a la iglesia,
porque nuestra actitud no puede ser otra que la de una identificación plena
con el pueblo de Dios, con sus luchas, con su destino y con su gloria.
Notemos que el creyente debe ofrecer «sacrificios espirituales», que
describimos en la parte final de este libro.
Hay que destacar dos elementos: a) El primero es que Dios encuentra
satisfacción en la espiritualidad de su pueblo. Dios encuentra satisfacción en
una actividad del espíritu humano, cuando éste recibe la energía del Espíritu
Santo. b) El segundo es que se trata de una actividad espiritual que tiene que
surgir de un corazón consagrado.
El corazón es lo importante. La consagración del corazón es lo importante.
El énfasis en el sacerdocio del creyente no está sólo en el tiempo consagrado,

73
ni en el dinero consagrado, ni en los talentos consagrados. Lo que da valor a
todo esto es el corazón consagrado. Para que haya «sacrificio espiritual» esto
es lo esencial. Dios busca en primer lunar adoradores que le adoren en
Espíritu y en verdad (Jn. 4:23).
El verdadero templo no son las paredes, El verdadero templo, la verdadera
iglesia. es la congregación de adoradores espirituales, Los lugares de culto
cristiano (hablamos del culto conforme al Nuevo Testamento) no son
propiamente templos en el sentido del Antiguo Testamento, cuando el templo
era el lugar para el sacrificio. Lo que caracteriza al verdadero templo
cristiano es el ejercicio de la función sacerdotal de ofrecer sacrificios
espirituales.
3. La diferencia entre «clérigo» y «laicos» no tiene fundamento en las
Escrituras.
El vocablo griego kléros, «suerte», señalaba Inicialmente el método de
elegir algo, como aparece en Hch. 1:26. Puede referirse también a los
creyentes como pertenencia exclusiva de Dios, o a aquellos cuya porción es
el Señor. Lo importante es que en el Nuevo Testamento el vocablo no se
utiliza para una clase restringida en la iglesia, separada de los demás.
También indica «la herencia de Dios».
La palabra aparece en 1 Pe, 5:3:
«No corno teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino
siendo ejemplos de la grey».
Allí, en «los que están a vuestro cuidado» se utiliza el plural de Kleros,
indicando al pueblo de Dios corno un todo. Este sentido es fundamental, y
varios exegetas lo destacan. Earle señala que la traducción correcta es
«aquellos confiados a nosotros». El sentido es pues que se refiere a los
hermanos que integran el pueblo de Dios, que han sido confiados al cuidado
de los ancianos de las iglesias (v. 1). La referencia a «las heredades de Dios»
es a las porciones asignadas a los ancianos.
Por otra parte, en 1 Pe. 2:9 aparece el vocablo griego Laós, pueblo, que
denota también a «todo el pueblo de Dios». En sentido figurado indica a la
comunidad cristiana.
74
Queda claro que los vocablos «laico» y «clero» no tienen en la Escritura
el sentido diferenciado que hoy se les da en el cristianismo en general. Ambos
vocablos significan lo mismo, «pueblo de Dios», «todo el pueblo de Dios»,
sin excepción.
Lacueva destaca que el texto griego en 1 Pe. 2:9-10 y 5:3 identifica a
ambos términos, puesto que Laos es «pueblo de Dios» y Kleros son «las
heredades de Dios» que han de ser apacentadas por los pastores. La
diferencia, pues, que se hace entre laicos y clérigos carece de fundamento
bíblico.
Éste es el sentido de los vocablos en la Escritura del Nuevo Testamento.
Más tarde, en la historia de la iglesia cristiana, la palabra «laico» ha llegado
a usarse para designar a aquellos que no han sido específicamente ordenados
para el ministerio, pero esto constituyó una deformación del sentido bíblico
original. No tiene sentido diferenciar así a los creyentes, porque todos son
sacerdotes y todos constituyen el verdadero pueblo de Dios.
En el curso de los primeros siglos de la iglesia se hizo una falsa distinción
entre los que se encargan de las tareas del misterio en la iglesia, y así surgió
la idea tardía de «laicos».
En la época de Tertuliano el término «clérigo» distinguió a esos ministros
«ordenados» por la iglesia.
«El sacerdocio universal, basado en aquella comunión y relación
inmediata mantenidas por todos los creyentes con Cristo como la fuente de
la vida, fue reprimido al propagarse la idea de que existe un sacerdocio
mediatorio atribuible a un orden distinto».
Éste es el origen de la distinción antiescritural entre «laicos» y «clérigos»,
que oscurece, para muchos, la posición que Dios les ha asignado y que hace
presumir, a otros, que poseen una prerrogativa sobre sus hermanos que no es
tal porque, en todo caso, el sacerdocio es universal en la iglesia.

75
CAPÍTULO IV

LA TIPOLOGÍA DEL
ANTIGUO TESTAMENTO

Alguno puede preguntarse qué sentido tiene estudiar cosas antiguas como
el Tabernáculo, su ceremonial, sus sacrificios. Si ocurrieron en el pasado,
¿qué valor pueden tener en el tiempo presente? Si el sistema sacrificial y el
propio Tabernáculo han quedado abrogados, ¿para qué los estudiamos?
La Escritura da la respuesta. Refiriéndose a la experiencia de Israel en el
camino de Egipto a Canaán, cuando Cristo, la roca, «los seguía» (1 Cor.
10:5), leemos:
«mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros…» (1 Cor.
10:6).
«y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para
amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los
siglos» (1 Co. 10:11).
I. LOS VOCABLOS GRIEGOS
Los vocablos «ejemplos» del v. 6 y «ejemplo» del v. 10 son el griego
Typos y Typicós, respectivamente. El primero significa «un modelo de
alguna realidad que estaba todavía por aparecer», un prototipo de aquello que
todavía tenía que ser desarrollado». El sentido es que las ordenanzas e
instituciones del Antiguo Testamento eran, en su naturaleza interior, tipos,
modelos del Nuevo Testamento. El segundo vocablo Typicós, se traduce
«típico», en el sentido de algo realizado según un modelo.
El vocablo Typos se traduce como «ejemplo», «tipo», o también como
«sombra» (He. 8:5; 10:1). También como «signo» o «figura» (He. 9:9;
11:19). El vocablo viene de una raíz, Tup, que significa golpear, es la
impresión, la marca que deja un golpe. Typos aparece en el Nuevo

76
Testamento para caracterizar relaciones de tipo histórico, y esto con un
propósito didáctico e interpretativo. Los tipos los tenemos como advertencia.
Hay otro vocablo griego que también aparece en el Nuevo Testamento y
es Antitypos, antitipo. Aparece en He. 9:24 y 1 Pe. 3:21. En He. 9:24, se
traduce como «figura».
En Heb. 9:24 el tipo es el santuario verdadero, y el antitipo es en este caso
la copia, el Tabernáculo que construyó Moisés. En Hch. 7:44 y He. 8:5
encontramos la idea de que hay un tabernáculo original, de carácter celestial,
y este, en ese caso, es el Typos, el modelo; la contrapartida es la copia
terrenal, el Antitypos, de He. 9:24.
Lo importante es señalar que ambos vocablos griegos Typos y Antitypos
están relacionados en el estudio de la tipología bíblica. La tipología es una
parte legítima del estudio bíblico, porque en varios pasajes del Nuevo
Testamento se establece un paralelo entre la historia del Antiguo Testamento
y su interpretación en el Nuevo (1 Co. 15:22; 2 Co. 3:7; Gá. 4:22), o bien
existe una estrecha afinidad entre un hecho ocurrido en el Antiguo
Testamento y su contraparte en el Nuevo Testamento (Mt. 12:40; Lc. 17:26;
Jn. 3:14).
La idea que Pablo da en 1 Co. 10:11 es que la historia de Israel no ocurrió
desligada de nuestra realidad. Aquellas cosas ocurrieron como ejemplos,
como modelos para nosotros. «Dios tenía un propósito en ellos». Por esta
aquellas cosas fueron «escritas» (1 Co. 10:11).
Por tanto vemos que los vocablos que analizamos tienen importancia her-
menéutica, es decir, indican que aquellos acontecimientos del Antiguo Testa-
mento sirven para la interpretación de realidades actuales. Sirven de «figura»
o ilustración para el tiempo presente.
Pablo dice que Adán es «figura» (Typos) de Cristo. Abraham tipifica a
todos los que serían justificados por la fe (Ro. 4:3, Gá. 3:6). La sangre de los
sacrificios es un tipo de la sangre expiatoria de Cristo, derramada en la cruz
(He. 9:13- 22).
II - LAS CARACTERÍSTICAS DE LOS TIPOS

77
a) Tienen que basarse en hechos históricos.
La experiencia de Jonás y la de la serpiente de metal son consideradas así
en el Nuevo Testamento (Mt. 12:40; Jn. 3:14).
b) Son proféticos por naturaleza.
Un caso definido es Melquisedec, que constituye la prefiguración
espiritual del sacerdocio eterno de Cristo. El tipo debe ser «sombra de lo que
ha de venir».
c) Son parte integral de la historia de la redención.
Tabernáculo es un ejemplo de esto. El carácter tipológico de Melquisedec,
de Aarón o de la pascua israelita, están fuera de toda duda.
d) Son Cristocéntricos
Prefiguran la naturaleza de tu persona, el carácter de su obra, la gloria que
seguiría a sus sufrimientos. Señalan a Cristo, porque anticipan la redención
para el hombre caído.
e) Entre el tipo y el antitipo debe haber alguna analogía.
Entre Jonás y Cristo la analogía es la permanencia del profeta en el vientre
del pez tres días y tres noches.
f) Tienen significado espiritual.
Este significado espiritual lo tiene para los hombres de ambas
dispensaciones.
La Tipología puede definirse como «el establecimiento de conexiones
históricas entre determinados hechos, personas o cosas (tipos) del Antiguo
Testamento y hechos, personas u objetos semejantes del Nuevo (antitipos)».
Pero esas conexiones no deben ser producto de la fantasía, sino que tienen
que tener un claro apoyo en la Escritura.
III - EL USO DE LA TIPOLOGÍA
La Tipología debe estar basada en la autoridad del Nuevo Testamento y
no en la imaginación del intérprete.

78
Debe corroborar una doctrina firmemente enseñada, pero el tipo no debe
ser fundamento de una doctrina supuesta por el estudioso. Los tipos tienen
por finalidad ilustrar doctrinas bien fundadas en otros pasajes de la Sagrada
Escritura.
Además, debe destacarse lo que es esencial en el tipo y no lo que es
meramente periférico. Los puntos de correspondencia entre el tipo y el
antitipo deben ser delimitados cuidadosamente. Si se pone un énfasis
exagerado en los detalles, para atribuirles significado, se corre el peligro de
extraer conclusiones absurdas, o que ensombrecen la verdad esencial. «La
búsqueda incontrolada de detalles del Antiguo Testamento con el propósito
de convertirlos en tipos correspondientes a Antitipos insignificantes» carece
de sentido. Debemos limitamos a las grandes doctrinas, a las verdades
centrales, a las lecciones espirituales y a los principios morales claves.
También hay que subrayar que algunos tipos están completamente
desarrollados en el antitipo, y otros sólo lo están parcialmente, por cuanto su
cumplimiento final está todavía en el futuro.
Los apóstoles han desarrollado el método tipológico, lo mismo que el autor
a los Hebreos. Ellos hablan de acontecimientos del Antiguo Testamento. La
carta a los Hebreos dedica varios pasajes a hablar del Tabernáculo (He. 9:2-
4), del culto (He. 9:1), y de los sacerdotes (He. 9:6-7).
Agrega el escritor que de esas cosas «no se puede hablar ahora en detalle»
(9:5), con lo cual sugiere que podía haberlo hecho, si lo hubiese querido, para
explicar su simbolismo.
Y además dice en el mismo pasaje (9:9): «lo cual es símbolo para el tiempo
presente»; con ello afirma que el Tabernáculo era figurativo no solamente
para el tiempo en que existió. «El Tabernáculo era una parábola de las
realidades espirituales del tiempo actual». Aquellas cosas «sirven a lo que es
figura y sombra de las cosas celestiales» (He. 8:5). Un autor ha dicho
acertadamente que «el verdadero significado del Tabernáculo sólo puede ser
entendido ahora, a la luz de la obra de Cristo».
Dado que Cristo «traspasó los cielos» (He. 4:14) hasta la presencia de
Dios, la estructura terrenal del Tabernáculo ha perdido su categoría de

79
santuario, pero su valor actual es precisamente el de un tipo, el más grande
Tipo que el Antiguo Testamento presenta sobre Cristo y sobre sus oficios
gloriosos.
Es cierto que, a través de toda la historia de la exégesis, se han registrado
abusos en este método, cuando se ha aplicado más imaginación que
discernimiento espiritual para la interpretación de algunos pasajes. Pero los
abusos no deben ser razón para que abandonemos un método que tiene
antecedentes en el Nuevo Testamento. Hay quienes cometen abusos en la
utilización de medicamentos, pero ese abuso no es motivo para que dejemos
de tomarlos, en las dosis prescritas.
Hay que recuperar el papel relevante que originariamente tenía la
Tipología para la interpretación del Antiguo Testamento. Dentro de este
retorno a la Tipología, hay que destacar la importancia del Tabernáculo; su
enseñanza tipológica es riquísima, porque en él todo estaba diseñado según
el plan divino (Ex. 25:9).
No debe olvidarse que los acontecimientos históricos del Antiguo
Testamento tienen un carácter ejemplar. El apóstol Pablo enseña en 1 Co.
10:11 que esas cosas fueron escritas para señalar que en Cristo y en su cruz
todos los siglos encuentran su consumación; a nosotros nos «han alcanzado
los fines de los siglos»; las cosas convergen, por disposición divina, en Cristo
y en su pueblo. La culminación de todas las edades pasadas ha arribado.
Están completas y las lecciones que enseñan son claras. Aquellas lecciones
tienen pues un valor actual. Por eso las estudiamos; por eso estudiamos el
Tabernáculo, sus vasos, su ceremonial, sus sacrificios y su sacerdocio. En
esto seguimos a los escritores inspirados del Nuevo Testamento.

80
SEGUNDA PARTE

LA CEREMONIA DE CONSAGRACIÓN
DE LOS SACERDOTES EN EL
ANTIGUO TESTAMENTO

CAPÍTULO V - Aarón y sus hijos eran bañados y recibían su vestimenta.


CAPÍTULO VI - La unción con aceite.
APÉNDICE B - Cristo, el ungido de Dios.
CAPÍTULO VII - Los sacrificios y la unción con sangre.

81
CAPITULO V

AARÓN Y SUS HIJOS ERAN BAÑADOS


Y RECIBÍAN SU VESTIMENTA

Existen razones, que iremos señalando en el texto, que establecen


diferencias fundamentales entre los sacerdocios en ambos Testamentos, Pero
aun así, hay lecciones que el Espíritu Santo permite extraer de aquel
ceremonial y de aquel sacerdocio. Aquellas cosas acontecieron, y fueron
escritas, «para nuestra enseñanza» (Ro. 15:4); acontecieron como ejemplo (1
Co. 10:11).
En la consagración de los sacerdotes del Antiguo Testamento se pueden
distinguir varias etapas. La primera consistía en lo siguiente:
I - AARÓN Y SUS HIJOS ERAN BAÑADOS
Aarón era bañado (Lv. 8:6) porque por este acto él venía a ser típicamente,
figuradamente, lo que Cristo es por sí mismo, Santo. Cristo es santo como
sacerdote. «Tal sumo sacerdote nos convenía: Santo, inocente, sin mancha,
apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos» (He. 7:26).
Pero concentrémonos en los sacerdotes. Los hijos de Aarón son figura del
creyente sacerdote del Nuevo Testamento. Este baño era completo y con
agua; se hacía una sola vez en la vida.
1. La regeneración simbolizada.
Esto es un símbolo de la regeneración, del nuevo nacimiento. Todo
creyente ha sido «purificado en el lavamiento del agua por la palabra» (Ef.
5:26). En el agua hay una referencia a la palabra divina como el instrumento
utilizado por Dios para darnos vida.
¿Quién es el primero que habla de nuevo nacimiento en el Nuevo
Testamento? Es el mismo Señor, en su conversación con Nicodemo. ¿Cuál
es la enseñanza allí? Que aun los religiosos, ellos también tienen que nacer
82
de nuevo. No somos «entrenados» para venir a ser cristianos. Somos creados
en Cristo Jesús, y esto es un acto de Dios. Ésta es la misma enseñanza de Ef.
2:10; somos «creados» en Cristo Jesús. Un pecador, para acercarse a Dios,
lo primero que necesita es nacer de nuevo, ser regenerado; es nacido de
arriba, de Dios. Éste es el primer requisito para ser hoy un sacerdote. ¿Cuál
es la lección? No podemos ni pensar en ser sacerdotes si este nuevo
nacimiento no ha tenido lugar. ¿Por qué tiene que ser nacido de nuevo?
Porque el hombre entero ha quedado afectado por el pecado. En la LXX se
emplea un vocablo para indicar el baño, y otro distinto para indicar el lavado
de una parte del cuerpo. El primero es luo, para el lavado de todo el cuerpo
(Éx. 29:4; Lv. 8:6) y el segundo es nipto, para el lavado de las manos y los
pies. El uso de estas palabras se puede ver también en Jn. 13:8, 10.
Allí en Juan no hay duda de que se trata de un baño completo, primero, y
de un lavado diario, después. Esto lo veremos cuando tratemos el lavacro, la
fuente de metal.
Lo que es importante es que la sangre de Cristo es aplicada por el Señor
mismo, a través de la Palabra, y por medio de la obra del Espíritu Santo.
En Ti. 3:5 no hay duda de que se trata de las Escrituras de verdad, que
revelan la muerte de Cristo y que, recibidas por la fe, limpian al pecador,
ellas, las Escrituras, constituyen la simiente incorruptible de vida.
Los sacerdotes eran bañados una sola vez en su vida. Esto es un símbolo
del «lavamiento de la regeneración» (Tit. 3:5); es ser purificados «en el
lavamiento del agua por la palabra», que se efectúa una vez por todas, cuando
en el día de hoy el pecador entra, por la fe en Jesucristo, a la familia de Dios.
La lección es fundamental. El sacerdocio del Nuevo Testamento se
distingue del sacerdocio del Antiguo Testamento en varios aspectos. Aquí
aparece uno. El sacerdote del Antiguo Testamento lo era por haber nacido en
la familia de Aarón: en cambio, el creyente del Nuevo Testamento es
sacerdote porque ha nacido en la familia de Dios. Los hijos de Aarón eran
sacerdotes por nacimiento; los creyentes en Cristo son sacerdotes por el re-
nacimiento.

83
Por tanto, la regeneración no implica solamente que se fortalezcan
cualidades innatas en el individuo, sino que se produce un cambio
revolucionario en el hombre con relación a su propio pecado.
Dios implanta algo en el corazón del pecador que cree. Dios inicia su obra
desde el interior del hombre; este algo es un principio espiritual, es un
principio de vida que antes no existía y que viene de fuera del hombre, porque
viene de Dios Este principio obra en el hombre, lo regenera, es decir, crea de
nuevo al hombre; crea su personalidad espiritual.
Todo creyente es valioso, precioso, por esta razón, porque tiene algo de
Dios en su ser interior. El cristiano es uno que ha sido hecho «participante de
la naturaleza divina» (2 Pe. 1:4).
Es la voluntad de Dios que todos los hombres sean hechos participantes
de esta nueva vida. Dios invita a todos los hombres al arrepentimiento y la
fe, que constituyen las dos fases de la conversión. Son la respuesta del
hombre al ofrecimiento que Dios hace. Esta respuesta da ocasión al acto
divino de regeneración. El Espíritu Santo entra en contacto con el espíritu del
hombre y lo vivifica. Le da la vida de Dios.
Sí, no hay duda; el lavado con agua que aparece en Levítico 8 subraya la
importancia de la pureza y de la santidad de todo aquel que es llamado a
servir a Dios. Pero esta pureza no se reclama del hombre caído. La
regeneración es un acto enteramente de Dios. Es su santo Espíritu el que
infunde en el pecador la nueva vida, con una naturaleza divina. El creyente
tiene vida eterna, que es la vida de Dios.
2. ¿Qué implica la conversión?
Implica la imposibilidad de que el hombre pueda salvarse por sí mismo.
La naturaleza del hombre está tan arruinada que ningún paso hacia la
salvación puede ser dado sin la intervención de Dios. Pero, ¿cómo interviene
Dios? El hombre pecador es iluminado, es convencido de pecado por el
Espíritu Santo, y esto para conducir al hombre al arrepentimiento y a la fe.
El arrepentimiento es volverse del pecado. La fe es dirigirse hacia Cristo.
La regeneración se produce cuando el Espíritu Santo ilumina, convence, guía

84
hacia Cristo. La regeneración se presenta en el Nuevo Testamento como una
obra que Dios hace en aquellos que reciben a Cristo por fe.
La regeneración y la fe son inseparables:
Jn. 3:14-15: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es
necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel
que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».
Gá. 3:26: «sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús».
Jn. 1:12-13: «a todos los que le recibieron, a los que creen en su
nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son
engendrados de carne, ni de voluntad de sangre, ni de voluntad de
varón, sino de Dios».
También son inseparables la regeneración y la Palabra de Dios:
Stg. 1:18: «Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la Palabra de
Verdad».
1 Pe. 1:23: «Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de
incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para
siempre».
Como hemos visto, la misma relación aparece en Jn. 3:5 y en Ti. 3:5.
La regeneración nunca se produce sin que el hombre sea objeto de la obra
de Dios en él. Es el Espíritu Santo el que utiliza la Palabra para producir una
inquietud espiritual; cuando Dios habla, muchas veces nos sentimos peor y
no mejor. El Espíritu produce convicción de pecado; trae la comprensión del
evangelio de gracia.
El mérito del hombre queda excluido. El pecador es guiado hacia Cristo,
para que crea el Evangelio y para que reciba a Cristo.
Pero siempre se trata de una obra de Dios, que exige una respuesta
responsable. Si el hombre iluminado y atraído por el Espíritu Santo, mediante
la Palabra de Dios, cede a esta obra del Espíritu, se convierte a Cristo. A su
vez, Dios infunde en él una naturaleza nueva, una vida nueva; esto es la
regeneración.

85
3. Análisis de Tito 3:5.
«Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho,
por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la
renovación en el Espíritu Santo».
Allí aparece la frase «de la regeneración»; «regeneración» es en el original
palingenesia (palin, de nuevo, y génesis, nacimiento), que significa nuevo
nacimiento. Involucra la comunicación de una nueva vida. Regenerar
consiste en volver a dar vida.
El mismo vocablo aparece también en Mt. 19:28.
«... en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono
de su gloria...»
Allí aparece relacionado con «la restauración de todas las cosas de que
habló Dios por boca de sus santos profetas...» (Hch. 3:21) cuando, como
consecuencia de la segunda venida de Cristo, Jehová «pondrá su rey sobre
Sión su santo monte (Sal. 2:6). Se producirá entonces el verdadero
renacimiento de la nación de Israel que involucrará paz y prosperidad para
los gentiles.
Aun cuando el vocablo griego citado no aparece más que en los dos pasajes
mencionados, la idea de la regeneración o del nuevo nacimiento se encuentra
en muchos otros pasajes (Jn. 1:13; 3:5-8; 1 Pe. 1:23; 2 Co. 5:17; Ef. 2:5).
El pasaje de Tito 3:5 que comentamos habla de un nacimiento y de una
renovación en el individuo, porque la persona que ha experimentado los
efectos del pecado en su intelecto, en sus afectos y en su voluntad es recreada
en Cristo Jesús.
Hay que notar aquí que esta enseñanza de Pablo coincide con las profecías
del Antiguo Testamento, donde la regeneración se describe «como la obra de
Dios que renueva, circuncida y ablanda los corazones de los israelitas,
escribiendo en ellos sus leyes, haciendo que sus poseedores le conozcan, lo
amen y lo obedezcan como nunca antes lo hicieron».

86
Los dos conceptos de Tit. 3:5 de regeneración y de renovación «se refieren
a experiencias espirituales, en las que se une el lavamiento de pecados con el
don de vida para generar una nueva creación».
El Antiguo Testamento ya había hablado del lavamiento y la regeneración
en las palabras de Zac. 13:1:
«En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y
para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la
inmundicia».
El llamamiento y la nueva creación por el don de vida son inseparables.
Así mismo el profeta Ezequiel une las ideas de lavamiento y regeneración
espiritual, tal como Pablo lo hace en el pasaje de Tito.
«Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas
vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré
corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y
pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis
estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra».
Trench ha destacado que palingenesia es una de las varias palabras que el
Evangelio ha incorporado y, por así decir, ha glorificado, ampliando los
límites de su significado, levantándola a una nueva esfera, haciéndole
expresar un pensamiento mucho más profundo y más maravillosas verdades
que las que contenía anteriormente. El vocablo expresa claramente la noción
de «nacer de nuevo».
En el pasaje de Juan 3, el Señor, en su conversación con Nicodemo, habla
del nuevo nacimiento:
«De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede
ver el reino de Dios» (Jn. 3:3).
Allí tanto el verbo como el adverbio son diferentes. El verbo es gennao,
que en la voz pasiva significa «nacer»; el adverbio es anothen, que significa
«de arriba», u «otra vez».

87
Ahora bien, palin y anothen son sinónimos porque se refieren a la
repetición de un acto, pero el segundo vocablo incluye en ese acto una
referencia al comienzo, y la idea de un retorno al punto de partida. Cuando
esta palabra anothen es utilizada, el énfasis está en el retorno al verdadero
comienzo.
Así, somos llevados al notable pensamiento de que el segundo nacimiento
del cual el Señor habla con Nicodemo es no un segundo nacimiento físico
sino que se refiere al acto de Dios impartiendo vida espiritual, como lo hizo
originalmente con Adán, según está registrado en Gn. 2:7:
«Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló
en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente».
La raza humana es concebida en la Biblia como habiendo perdido, en la
caída de Adán, lo que el Creador le había otorgado, y como necesitando una
segunda impartición de vida divina mediante la palingenesia, el nuevo
nacimiento. La regeneración consiste en eso, en la impartición de la vida
eterna de Dios a un pecador que está espiritualmente muerto.
La regeneración es mencionada como un baño en Tito 3:5; se trata de la
impartición de la naturaleza divina; esto produce la purificación de todo el
ser interior mediante la Palabra de Dios. Ésta es la palabra que el Espíritu
Santo aplica para producir tanto el deseo como el poder para hacer la
voluntad divina y para rechazar el dominio de la naturaleza caída, porque el
poder de esta última ha sido quebrado a través de la identificación del
creyente con la muerte del Señor en la cruz.
Hay que notar que el lavamiento a que se refiere Pablo en Tito 3 es
completamente espiritual; es el lavamiento de la regeneración y renovación.
1 consideradas como un solo concepto.
«El hombre interior se renueva de día en día» (2 Co. 4:16). Col. 3:10
describo al nuevo hombre como el que «conforme a la imagen del que lo creó
se va renovando hasta el conocimiento pleno». La renovación tiene su origen
en un acto inicial y en un acto continuado de Dios como dador y sustentador
de la vida eterna. El propósito de Dios en nuestras vidas quedaría frustrado

88
si la primera obra regeneración) no fuera seguida por la obra renovadora y
santificadora del Espíritu Santo.
«El nuevo nacimiento es un acto instantáneo por parte de Dios... El
Espíritu Santo usa la palabra del Evangelio para convencer al mundo de
pecado, de justicia, y de juicio (Jn. 16:8). El pecador es llevado al
arrepentimiento y a la fe por medio del Espíritu de Dios y la palabra del
Evangelio y, en un momento, nace la nueva criatura espiritual...» «Mientras
que la regeneración sólo puede ocurrir una vez, la renovación que procede
del Espíritu Santo es una obra que prosigue en la experiencia del cristiano».
Esta operación espiritual, que tuvo su comienzo en el nuevo nacimiento,
luego continúa.
En nuestro texto de Tito 3:5 se aprecia pues que el apóstol considera al
nuevo nacimiento como habiendo ocurrido, una vez para siempre, en tanto
que la renovación es algo de cada día, porque se trata de una restauración
gradual de la imagen divina en el creyente que, a través del nuevo
nacimiento, ha venido bajo el poder transformador del mundo venidero. Esta
renovación es denominada «la renovación en el Espíritu Santo», porque la
Tercera Persona de la Divinidad es la sola causa eficiente por la cual el
creyente puede desvestirse del viejo hombre y vestirse del nuevo (Ef. 4:22-
24).
Hay que notar que, en el caso de la regeneración, se trata del acto libre de
misericordia y del poder de Dios, que traslada al pecador creyente del reino
de las tinieblas al reino de la luz. Este nuevo creyente es salvo, enteramente.
«No vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24).
Por otra parte, en cuanto hace al concepto de renovación (anakainosis), se
trata de la conformidad gradual, constante, a ese mundo espiritual al cual ha
sido introducido. Esta renovación hacia la imagen de Dios requiere el
concurso activo del creyente; en esta tarea él es un colaborador, junto con
Dios.
Sobre esta base el Espíritu Santo obra en la vida del cristiano. Él tiene
ahora en sus manos a un individuo que tiene tanto el deseo como el poder
para hacer la voluntad de Dios, Él aumenta esto mediante su control sobre el
santo cuando este santo se entrega a Él y coopera con el Espíritu de Dios. La
89
palingenesia (regeneración) viene primero, la anakainosis (renovación)
viene después.
Esta primera parte de la ceremonia de Levítico 8 simboliza pues lo que el
Nuevo Testamento enseña, esto es, que el creyente del Nuevo Testamento es
sacerdote en virtud del nuevo nacimiento. El creyente en Jesucristo, todo
creyente en Él, es sacerdote porque ha nacido de nuevo. Hay otros elementos
que también lo constituyen sacerdote, que iremos viendo, pero el punto de
partida es el nuevo nacimiento «en Cristo».
II - LOS SACERDOTES RECIBÍAN SU VESTIMENTA
Ésta era la segunda parte de la ceremonia (Lv. 8:7). Este punto es
fundamental, porque Dios había dicho a Moisés: «harás vestiduras sagradas
a Aarón tu hermano» (Éx. 28:2).
En las Escrituras el vestido es un símbolo de la justicia. Leemos en el
salmo 132:9: «Tus sacerdotes sean vestidos de justicia». El primer pecador
que hubo sobre la tierra tuvo que ser vestido con túnicas de pieles, para que
pudiera presentarse delante del Creador.
1. Las vestiduras de los sacerdotes del Antiguo Testamento.
Las vestiduras de los sacerdotes, que se describen en detalle en Éxodo 28,
eran la expresión de las funciones, los atributos de los sacerdotes, y tienen
que ver con la necesidad del pueblo de Dios. Lo esencial aquí es discernir
que las vestiduras indicaban que los sacerdotes tenían que cubrirse con
vestidos que hablaban de Otro. Este otro sería Aquel que nos vestiría con su
propia justicia, como veremos enseguida.
El sacerdocio de Aarón era un don de Dios a un pueblo que por naturaleza
estaba lejos de Él y que por tanto tenía necesidad de que alguien estuviera
continuamente en lugar suyo en la presencia de Dios. Revestido de todas las
vestiduras que respondían a la condición del pueblo, tal como Dios la
conocía, Aarón se presentaba delante del Señor.
El esplendor de estas vestiduras tenía por finalidad inculcar a los
sacerdotes la idea de que para oficiar se requiere una justicia inmaculada en
el carácter personal, las vestiduras eran un símbolo de la santidad que

90
siempre se requiere para tener acceso al Trono de Dios y para interceder por
otros.
Según Éx. 28:30, llevaba además Aarón, en el pectoral del juicio, el URIM
y el TUMIM; con esto se indicaba seguramente que presentaba su petición
en nombre del pueblo, pedía el consejo de Dios y Él, como el Soberano de
Israel, daba respuesta en medio de su gloria. Este pensamiento debería
hacemos temblar cuando consultamos a Dios, Como sacerdote que es, el
creyente ora, consulta al Señor, y Dios contesta en medio de su gloria. Ojalá
que el Señor nos conceda espíritu de súplica y de humillación, para esperar
la respuesta en esa actitud.
En el caso de Aarón, algunas vestiduras eran de lino, lo cual es un símbolo
de la pureza de Cristo como Sumo Sacerdote, como se ve en Hebreos capítulo
7. Aarón llevaba sobre sus hombros, y sobre su pecho, grabados, los nombres
de las 12 tribus de Israel (Éx. 28:21). Abogaba y suplicaba por ellos delante
de Dios. La fuerza de sus hombros y el afecto de su corazón estaban
consagrados al interés espiritual de su pueblo. El hombro que sostiene el
mundo es el que sustenta al más débil de los siervos de Dios.
Todos los redimidos pertenecen al Señor, pero no todos están aprendiendo,
en igual medida, la plenitud del amor de Cristo. Algunos lo siguen de cerca
y otros de lejos. Sin embargo, todos, todos hemos sido cargados sobre sus
hombros y todos estamos, igualmente, en su corazón.
2. La justicia de Dios en el Evangelio.
El verdadero vestido, la verdadera justicia, es la del carácter, y ésta se
recibe de afuera, de Dios.
La investidura de los sacerdotes del Antiguo Testamento sugiere la gran
verdad de que somos aceptados delante de Dios porque hemos sido vestidos
con la justicia de Cristo. Ser creyente significa eso; significa que estamos
cubiertos, eternamente, por la justicia de Cristo. Ésta es la única justicia que
deberíamos exhibir. La justicia del creyente es Cristo mismo.
Cristo nos ha vestido con su propia justicia y el Padre nos mira ahora en
su Hijo, y no aparte de Él.

91
Los sacerdotes levíticos eran vestidos con vestiduras sagradas, y esto es
un símbolo del creyente justificado por la fe. Este punto es definitivo para
nuestro ministerio, hoy, como sacerdotes.
El pensamiento de Levítico 8 y Éx. 28:2 es importantísimo. El vocablo
«sagrado» (hebreo kodesh) significa «poner aparte para Dios». La noción
básica es que la persona que ha confiado en Jesucristo es puesta aparte por
Dios y para Dios.
La justicia que aquí se tipifica es pues la justicia del Evangelio, la de la
cruz. La Escritura no la menciona para aterramos sino para afirmamos,
porque la justicia de la cruz es el modo sublime que Dios tiene para aceptar
a los pecadores, por amor de su Hijo. Esto siempre viene primero,
«profundamente primero».
3. La justicia del Evangelio en la enseñanza de Cristo.
La doctrina bíblica sobre la justicia de Dios que es atribuida al creyente en
Jesucristo aparece en la enseñanza del mismo Señor en los evangelios
sinópticos, principalmente en la parábola de la fiesta de bodas de Mt. 22:1-
14.
El sentido general de la parábola se atribuye a la frase inicial
«El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a
su hijo» (Mt. 22:2).
Es que el rey es Dios; el hijo es Cristo; la boda es la unión de los creyentes
con Cristo, es decir, de aquellos que han puesto su confianza en Él y están,
por tanto, unidos a Él.
El banquete de bodas simboliza la fiesta del evangelio, a la cual pueden
acceder los que aceptan una invitación plena de gracia.
En la parábola hay dos invitaciones, que parecen surgir de la costumbre
oriental de formular primero una invitación general sin fecha precisa;
aceptada ésta, más tarde se enviaba una segunda invitación, con fecha cierta,
para una festividad que podía durar varios días.
Buena parte de los intérpretes ven aquí la primera invitación, destinada a
las ovejas perdidas de la casa de Israel, como una invitación que fue dirigida
92
por el mismo Dios, a través de Moisés primero y más tarde por los profetas;
estos últimos aparecen representados en la parábola por el primer grupo de
siervos enviados. En general, esta invitación fue rechazada.
El segundo grupo de siervos sugiere a Juan el Bautista, al mismo Señor y
a sus discípulos. También esta invitación fue rechazada.
En la parábola se destaca la paciencia de Dios, que llama primero y que
invita más tarde a los que ya habían sido llamados previamente.
Como resultado del rechazo
«se encendió la ira del rey; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos
homicidas y quemó a su ciudad» (Mt. 22:7).
El aspecto profético de esta parábola ha tenido su cumplimiento cuando
Tito, hijo del emperador Vespasiano, tomó a Jerusalén y destruyó la ciudad
y el Templo. Los romanos son los ejecutores del pueblo de Dios.
En cuanto a la aplicación más general, hay que señalar, como ha destacado
Trench. Los romanos son los ejecutores del juicio de Dios.
En cuanto a la aplicación más general, hay que señalar, como ha destacado
Trench, «mientras más digna es la persona que invita, y más solemne es la
ocasión, más se agrava la culpa del despreciador. Y como la ofensa es por
consiguiente más grave, así también es más terrible la sentencia».
Los detalles de la parábola son significativos, pero el punto central parece
estar en la reacción del rey, pues
«entró para ver a los convidados, y vio allí a un hombre que no estaba
vestido de boda» (Mt. 22:11).
Una mirada ligera haría pensar en una reacción poco razonable de parte
del rey, puesto que los que habían sido invitados eran finalmente, en su
mayor parte, menesterosos y, por tanto, ¿qué sentido tenía exigirles una
vestimenta adecuada a la celebración?
Sin embargo, la solución parece estar en el hecho de una costumbre de
entonces: que consistía en que a cada invitado se le ofrecía un vestido de
boda a la entrada misma del salón de fiesta. La negativa a aceptar este vestido

93
era interpretada corno una actitud de autosatisfacción y, sobre todo, de
desafío al rey invitante.
El vestido era un símbolo que expresaba su lealtad al rey. Al respecto,
Campbell Morgan destaca que cuando se preguntó al invitado por qué razón
no tenía puesto el vestido de boda, en realidad se le dijo: «No sólo es un
hecho que no tienes vestido de boda sino que te has propuesto no tenerlo».
La enseñanza básica de la parábola es que el pecador, cuando escucha el
evangelio, recibe una invitación a una fiesta; tiene que venir como está, con
sus harapos morales. No puede venir como un santo porque no lo es; tiene
que venir como un pecador, es decir, reconociendo su indignidad. Este punto
es fundamental; tiene que venir como está, pero no puede entrar como está.
Tiene que entrar «vestido de Cristo» (Gá. 3:27).
El rechazo del vestido de boda culmina, en la parábola, con ser arrojado
«a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes» (Mt. 22:13).
Se subraya así la responsabilidad y la culpa del hombre con relación al
mensaje del Evangelio.
El pensamiento cumbre de la parábola es que un pecador no puede basar
su esperanza de salvación en su propia justicia o en su rectitud moral sino
que al confiar en Jesucristo, es revestido de Cristo.
A nuestro entender hay varios puntos enfáticos en la parábola. Entre ellos
citamos:
a) Es fundamental que el pecador advierta que hay un vestido que le es
ofrecido; hay una justicia de Dios que es dada a la fe, y solamente a la fe; ese
vestido es Cristo mismo. Es cristo como nos ha sido hecho por Dios:
«sabiduría, justificación, santificación y redención» y ello para que toda
jactancia o vanagloria humana quede excluida, «para que, como está escrito:
El que se gloría, gloríese en el Señor» (1 Co. 1:21).
b) Otro énfasis de la parábola es que todo intento del hombre por
congraciarse con Dios, toda pretensión de hacer obras «meritorias», recibe
un rechazo total, tanto en el resto del Nuevo Testamento como en esta
parábola. Ésta es una parábola de gracia; en ella Dios aparece dando algo a
los invitados, y éstos son seres necesitados, harapientos, carentes de todo
94
mérito. Es decir, que al confiar en la obra de Cristo y en la justicia de Cristo
el hombre renuncia a su justicia propia, que no existe.
c) Otro aspecto enfático de la parábola es que una fe sólo de labios
defraudará a su víctima. Una mera profesión que no implique recibir a Cristo
como Salvador personal significará, a la larga, una profesión vana. Sólo la fe
salvadora, la fe que recibe a Cristo en la plenitud de su gracia, es la que otorga
al hombre el perdón y la vida eterna. Tampoco es suficiente que un hombre
invoque su falta de preparación religiosa para venir a Cristo. Si dice «yo no
estoy preparado pira el cielo, ni para ser contado entre los redimidos», la
respuesta del evangelio es que precisamente «porque no está preparado, y
porque es un pecador, está invitado a venir».
d) La doctrina apostólica es no sólo concordante con la enseñanza del
Señor sino que es un desarrollo de su enseñanza. Jesucristo, el eterno Hijo de
Dios, nos ofrece, en su amor, unirnos a Él, restablecernos al seno de la familia
de Dios como hijos queridos, revestimos de su propia justicia. Dado que el
vestido de boda simboliza la provisión de Dios para la salvación, el mensaje
es claro; aquellos que se afirman en su propia fuerza, o en el supuesto mérito
de sus obras buenas, no tienen lugar en la salvación.
e) Hay que destacar que, a pesar de su final inesperado y ciertamente
severo, ésa es una parábola de gracia, porque la invitación es amplia y es
amplia la visión del evangelio. El pecador es aceptado en Cristo, en el Amado
(Ef. 1:6), una vez que ha sido así recibido, no debe permitir que por ninguna
razón sentido de aceptación sea oscurecido.
En suma, tenemos aquí una descripción de las bendiciones del evangelio,
en la figura de un banquete espiritual. Dios invita a una fiesta para que el
hombre se regocije en el perdón de los pecados, en el favor de Dios, en la
paz de la conciencia, en el acceso a la presencia de Dios, en el sello y las
consolaciones del Espíritu Santo, en la fuente de luz y poder de las Escrituras,
en la seguridad de la vida eterna.
Pero la parábola apunta también a subrayar que la mayor tragedia de la
vida humana reside en rechazar la invitación que Dios ofrece a todos los
hombres porque todos necesitan de su gracia. Este rechazamiento toma la
forma, en algunos, de una falta de voluntad para venir a la fiesta y, en otros,
95
de una negativa a usar el vestido, porque prefieren su propia justicia,
rechazando la que es provista por Cristo.
«Muchos son llamados, y pocos escogidos». El punto fundamental no
reside en que Dios rechace a los hombres sino en que buena parte de ellos
desprecian su llamado.
4. Pablo, justificado por la fe.
En Fi. 3:8-9 el apóstol Pablo declara enfáticamente que no desea ser
considerado como teniendo una justicia personal, sino como poseyendo una
justicia que sólo puede provenir de su unión con Cristo:
«Lo he perdido todo para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo
mi propia justicia».
Esto es bien claro. Pablo no está enseñando que él pudiera tener una
justicia personal, ni mucho menos que él pudiera dispensarla a otros.
Él no quiere que alguien pueda llegar a pensar que su vida tan admirada
pudiera originarse en algún mérito propio; este aspecto no debe ser
desdeñado, sobre todo teniendo en cuenta lo que el «mundo cristiano» hace
con hombres como él. A estos grandes de la iglesia muchos los consideran
hoy como mediadores ante Dios, en una función que la Escritura no les asigna
y que ellos nunca pretendieron, porque pertenece, con exclusividad, a
Jesucristo (1 Ti. 2:5).
La idea que Pablo expresa es que no tiene una justicia personal, ni desea
ser visto así. Lo que desea es que los hombres vean en su vida el efecto de
otra justicia, aquella que le ha sido otorgada por la fe en Cristo, es decir,
aquella justicia que viene de Dios sobre la base de la fe.
De modo que «ser hallado en Cristo» está directamente vinculado con la
justicia, pero no de la justicia que pueda ser ganada mediante la observancia
de preceptos de la ley, sino aquella que surge de Dios, que tiene origen en Él,
y que otorga, al hombre que cree, una nueva relación con Dios.
Pablo hace referencia a la doctrina bíblica de la justificación por la fe, que
es la presentación que hace la Escritura del aspecto jurídico de la unión del
creyente con Cristo. No intentamos aquí hacer una amplia exposición de esta

96
doctrina bíblica fundamental, pero señalemos que los pecadores son
declarados justos delante de Dios por ninguna otra razón más que porque
Cristo, su cabeza, fue justificado delante de Dios, y los pecadores son ahora
uno con Él. En la base de la justificación por la fe hay un gran hecho de Dios.
Es el hecho de que Cristo vivió y murió victoriosamente, teniendo capacidad
para ofrecer su vida humana, sin mancha, a Dios. Al morir en la cruz,
Jesucristo se identificó a sí mismo con el pecado del mundo, reconoció que
el juicio de Dios sobre el pecado era justo y legítimo. Como cabeza de la
humanidad cuya responsabilidad asumió, como representante de los
pecadores, soportó el peso de nuestra transgresión. Su resurrección coronó
su obra redentora y reveló para siempre la eficacia y el pleno poder expiatorio
de su muerte.
De manera que, cuando hablamos de la justicia del creyente, en lugar de
que se ponga el énfasis en lo que nosotros hacemos, se debe poner delante,
en primer lugar, el hecho de ser justificados en Cristo, después de que Él ha
cargado nuestros pecados, y después de que se ha levantado de entre los
muertos; Él fue justificado, no simplemente como una persona particular,
sino como nuestro representante y cabeza; al participar nosotros en la nueva
vida de Él, participamos de todo lo que Él es y de todo lo que Él ha hecho,
pero primero de todo participamos de su justificación.
Vemos pues la importancia de estudiar la ceremonia de consagración de
los sacerdotes del Antiguo Testamento en Levítico 8. Esta segunda parte de
la ceremonia presenta en figura la gran doctrina bíblica de que el creyente
del Nuevo Testamento es sacerdote por otra razón más, porque está «vestido
de Cristo» (Gá. 3:27). Está cubierto, eternamente, con la justicia de Cristo.

97
CAPÍTULO VI

LA UNCIÓN CON ACEITE

Ésta es la tercera parte de la ceremonia de consagración en el Antiguo


Testamento. En Lv. 8:10-12 leemos sobre la unción que hizo Moisés primero
del Tabernáculo y luego de Aarón y sus hijos.
Para entender este punto es fundamental apreciar que en el Antiguo
Testamento las personas que eran dedicadas a Dios, eran ungidas con aceite.
Los reyes, los sacerdotes y algunos profetas; el santuario, el altar y todos los
vasos sagrados eran ungidos.
I - LA UNCIÓN EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
El vocablo hebreo MASIAH, como el arameo Masiha, significan «el
ungido». Masiah proviene de una raíz Msh, «frotar con aceite», y de ahí
«ungir».
El vocablo ha sido casi transliterado a varios idiomas; en castellano
Mesías, en inglés Messiah.
La traducción al griego fue Christos, también significando «El Ungido».
La unción consistía en aplicar aceite, fuera mediante derramamiento o
mediante un rociamiento.
El vocablo hebreo Masáh vino a ser, en el Antiguo Testamento, un título
del Mesías esperado.
Pero como la unción se aplicaba a los reyes, se puede ver que el
ungimiento en el Antiguo Testamento significaba la venida del Espíritu
Santo sobre los siervos de Dios para capacitarles para su obra.
Los profetas reciben en el Antiguo Testamento el nombre de Hoi Cristoi
Teou, «los ungidos de Dios» (Sal. 105:15). El rey de Israel es a veces
mencionado como Cristos tou Kuriou, «el ungido del Señor» (1 S. 2:10-35;
Sal. 2:2).
II - LA UNCIÓN EN EL NUEVO TESTAMENTO
98
1. Vocablos griegos.
Tres vocablos griegos del Nuevo Testamento se traducen como «unción»
o «ungir»: CHRIO, ALEIPHO y CHRISMA.
a) CHRIO expresa la idea de derramar aceite. Tiene un sentido limitado
pues queda confinado a unciones sagradas o simbólicas. Se aplica a Cristo
para designarlo como el ungido de Dios (Lc. 4:18; Hch. 4:27; 10:38; He. 1:9).
El vocablo se utiliza una vez para indicar a los creyentes (2 Co. 1:21). En las
Escrituras Chrio no se utiliza en relación con asuntos seculares.
b) ALEIPHO, que se utiliza para una unción de cualquier clase. Aparece
varias veces, entre ellas en Mt. 6:13 y en Stg. 5:14. El aceite que se utilizaba
(en Stg. 5:14) es Elaion, que era usado para fines medicinales en el tiempo
del Nuevo Testamento.
c) CHRISMA es un nombre; significa un ungimiento, o una unción. Se
preparaba a base de aceite y hierbas aromáticas. En el Nuevo Testamento
solamente se utiliza en sentido figurado. Se aplica al Espíritu Santo en 1 Jn.
2:20-27. Conforme a ese pasaje todo creyente en Cristo, sin excepción, ha
recibido esta unción.
En el Nuevo Testamento el vocablo CHRISTOS se aplica al Señor
Jesucristo como un apelativo más que como un título (Mt. 24:5). El Señor
aceptó este título (ML 16:17; Mr. 14:61-62; Jn. 4:26).
En el Salmo 105:55 está escrito en la LXX «no toquéis a mis ungidos»
(CHRISTO MOU).
Los creyentes en Cristo no tienen santidad inherente; tienen «el aceite de
la unción» (Éx. 29:7), el Espíritu Santo. Es fundamental notar que esta unción
la han recibido de «El Ungido», Jesucristo mismo.
2. La unción en el Antiguo Testamento era una profecía y una
promesa.
La unción del Antiguo Testamento anticipaba un gran ministerio del
Espíritu Santo, a) ungir al mismo Señor.
Con el aceite santo de la unción eran ungidos el lugar de la morada de
Dios, los vasos, los reyes, algunos profetas, los sacerdotes y el Sumo
99
Sacerdote; esto era un símbolo y era una profecía; símbolo y profecía de la
plenitud infinita de la Tercera Persona de la Trinidad, el Consolador, con el
cual agradó al Padre llenar al hombre Cristo Jesús, el verdadero templo del
verdadero Dios, el templo del Dios viviente.
Pero, además, la unción del Antiguo Testamento era una promesa, porque
anticipaba otro gran ministerio del Espíritu Santo. Mediante la unción con
aceite (Éx. 30:22-23) Dios estaba anticipando la misión que siglos más tarde
haría el Espíritu Santo, el Consolador, cuando sería derramado sobre la
iglesia para dar vida, habitar, calificar, capacitar, sellar, santificar, fortalecer,
unir a todos los creyentes en unidad, y para consagrarlos para Dios. Es nada
menos que Dios en contacto con las suyos.
3. ¿Qué es la unción? ¿De dónde procede?
La unción con el Espíritu se refiere al acto de Dios el Padre, aplicado al
creyente, por el cual envía al Espíritu Santo, en respuesta a la oración de Dios
el Hijo, para que haga su residencia permanente en el creyente (Jn. 14:6). El
Espíritu Santo no es el que realiza la unción. Él mismo es la unción.
En Tit. 3:4-6, leemos que:
«Dios... derramó en nosotros abundantemente (el Espíritu Santo) por
Jesucristo nuestro Salvador».
Pero hay que notar que la Escritura también atribuye el envío del Espíritu
al Hijo de Dios. El mismo Señor lo prometió:
«... os conviene que Yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador
no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré» (Jn. 16:7).
Y Pedro lo dice claramente en Pentecostés, refiriéndose a Cristo (Hch.
2:32):
«Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre
la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y
oís» (Hch. 2:33).
Existe, sin duda, una conexión estrecha entre la unción del creyente y la
unción que Cristo mismo recibió del Espíritu Santo. Este aspecto, por su

100
importancia, lo estudiamos separadamente, como apéndice B, al final de este
capítulo.
4. Esta unción es universal en la Iglesia.
La unción del Espíritu significa que el Espíritu Santo ha venido a habitar
en el creyente, para hacer su residencia permanente.
Hay un problema textual, cuando nuestra versión de 1960 dice en 1 Jn.2:20
que «conocéis todas las cosas». Los dos manuscritos del siglo IV tienen el
vocablo PANTES y no PANTA, lo que determinaría que el pasaje diga: «todos
vosotros lo sabéis».
Así lo traducen algunas versiones recientes (BAS, BJ, CI). Notemos que
según la nueva lectura se subraya también aquí la universalidad de la unción,
por cuanto se asegura que todos los creyentes la han recibido. Se trata de una
dotación que caracteriza al creyente sacerdote del Nuevo Testamento.
La enseñanza es que la unción del Espíritu Santo está abierta a todos los
creyentes, no a un grupo selecto.
El escritor inspirado ha dicho antes que los creyentes han conocido a Dios,
todos ellos. Ahora subraya que también todos ellos han sido ungidos.
En el Antiguo Testamento eran ungidos los vasos sagrados, el
Tabernáculo, los sacerdotes, algunos profetas y los reyes. Eso significaba que
todo era separado para el servicio exclusivo de Dios.
Pero en Lv. 14:14-15 vemos algo muy sorprendente; también el leproso
era ungido, y lo era mediante un ritual semejante al de la consagración del
sacerdote. Es que el leproso es un tipo de nosotros mismos, impuros por el
pecado, limpiados por la sangre de Cristo y ungidos por el Espíritu Santo.
Los leprosos que eran declarados limpios eran admitidos a la sangre y al
aceite, lo mismo que los sacerdotes. Aquellos que Cristo declara limpios, son
limpios en verdad y admitidos al sacerdocio cristiano. Nada más, pero nada
menos. El que antes estaba excluido del campamento, muerto socialmente,
volvía de nuevo a ocupar su lugar en el pueblo de Dios.
Aquí brillan la gracia y la omnipotencia de Dios en el Evangelio. El
leproso es una figura del pecador. Y el leproso limpiado es una figura del

101
pecador perdonado. Cristo lo perdona y lo purifica (1 Jn. 1:9); pero además
el pecador que cree es restaurado y es consagrado. El leproso era limpiado
con sangre y consagrado con aceite.
La restauración del leproso tenía tres etapas: a) primero, en una ceremonia
fuera del campamento (Lv. 14:3) era readmitido a su estado civil; b) luego
venía su restauración física (Lv. 14:8); c) tercero, a la puerta del tabernáculo
(Lv. 14:11) era restaurado como adorador.
Esto se aprecia mejor al analizar el pasaje de 1 Jn. 2:12-29. En el v. 12 el
apóstol se dirige a todos los creyentes como a «hijos» cuyos pecados han
sido perdonados. En el v. 13 divide a los creyentes en tres grupos, no según
sus edades, sino según su madurez espiritual. Hay «padres», «jóvenes» e
«hijitos» (o infantes). Es a los infantes que se refiere en el v. 20 para decirles:
«... vosotros tenéis la unción del Santo».
Y otra vez en el v. 27, dirigiéndose a los más jóvenes y más débiles, les
dice:
«Pero la unción que vosotros recibisteis de Él...»
Por tanto, la unción es la porción del niño en Cristo; con más razón lo es
de los jóvenes y de los padres. De modo que todos los cristianos son ungidos.
¿Cuál es la reflexión? Todo creyente es un sacerdote porque ha sido limpiado
y ha sido ungido con el Espíritu Santo.
III - PROPÓSITOS DE LA UNCIÓN DEL CREYENTE SACERDOTE
1. Separación para Dios.
El primer efecto consiste en que, mediante su participación en esta unción,
los creyentes participan del mismo Espíritu con que el propio Cristo fue
ungido.
Al participar de la unción que Él ha recibido, los creyentes han sido hechos
por Dios «reyes y sacerdotes» (Ap. 1:5-6). Lo importante es que mediante la
unción ellos han sido dedicados y consagrados a Dios. La unción del Antiguo
Testamento hacía al sacerdote santo, lo segregaba, lo separaba del mundo,
para Dios.

102
El propósito fundamental de la unción del Nuevo Testamento procede del
sentido que tenía en el Antiguo Testamento, es decir, dedicar a ciertas
personas o cosas; santificarlas en el sentido de separarlas para el servicio de
Dios. «La unción del Santo» los hace santos, los separa para Dios.
Las palabras de Dios a Moisés son definitivas:
«y los ungirás y los consagrarás y santificarás, para que sean mis
sacerdotes».
«... y su unción les servirá por sacerdocio perpetuo, por sus
generaciones» (Éx. 28:41; 40:15).
2. La unción enseña, confiere el conocimiento de Dios.
a) La unción y el ministerio de la palabra.
Otro efecto de la unción consiste en la enseñanza, porque capacita al
creyente para tener un conocimiento salvador y un conocimiento que le
puede guardar del error. La misma unción que lo separa para Dios es el medio
todosuficiente para capacitar a los creyentes para que posean un
conocimiento de la verdad. La consecuencia es una penetración espiritual en
las cosas divinas. Se trata de conocimiento, de la fuerza del conocimiento.
La unción confiere algo, y algo muy importante, porque confiere el
conocimiento de Dios. Pero ella no libera al creyente del trabajo ni del
estudio serio de las Escrituras. La unción capacita al creyente para conocer a
Dios y a sus cosas, pero hay que notar que la unción no excluye, como
algunos se han imaginado, ni el trabajo ni el estudio. La Biblia nos exhorta
en todas partes: «ocúpate, escudriña, medita de día y de noche», «aplícate a
estas cosas»; todas las facultades intelectuales del creyente tienen que
movilizarse si quiere adquirir conocimiento espiritual. Hay recetas baratas,
que no pasan por la disciplina del estudio, pero conducen a la pobreza del
púlpito, y a la flaqueza de la vida. Además «la unción nos aporta la radiación
y el gozo comunicativo, sin los cuales nuestro ministerio carecería de
atractivo».
Los creyentes en Cristo tienen dentro de sí la capacidad para descubrir a
falsos enseñadores, es decir, para discernir entre la verdad y el error. La

103
expresé «no tenéis necesidad de que nadie os enseñe» (1 Jn. 2:27), ha sido a
veces entendida erróneamente. Este pasaje no enseña que el cristiano sea un
ser autosuficiente, sino que no está a la merced de falsos enseñadores. Antes
ha dicho en el v. 26: «Os he escrito esto sobre los que os engañan».
«No tenéis necesidad de que nadie os enseñe»... es seguido por la
importante expresión «pero la unción misma os enseña...». La conclusión es
clara: «No tenéis necesidad de que ningún falso maestro os enseñe, porque
la enseñanza es tarea del Espíritu Santo». Él «os enseña». Se trata de una
enseñanza presente y continuada de la verdad de la Sagrada Escritura. Éste
es el único antídoto contra las herejías en la Iglesia, y ésta es la única garantía
si queremos vivir gobernados por la autoridad de Dios.
Todos los comentaristas de la primera carta de Juan advierten que la
expresión «no tenéis necesidad de que nadie os enseñe» debe ser entendida
en su contexto. De ninguna manera debe conducir a nadie a que se
independice del ministerio de la Palabra que se presta en la Iglesia o del que
se presta en otra forma, como el de los libros. Juan de hecho está enseñando,
y todos los escritores bíblicos lo hacen.
«Vosotros tenéis la unción del Santo» es una manera de decir que todo
creyente ha recibido el don del Espíritu Santo.
Esta carta fue escrita para combatir una enseñanza errónea, que pretendía
que en la Iglesia había una minoría iluminada. La iluminación del Espíritu
Santo es brindada a todos y por tanto en el cristianismo no hay una élite
iluminada de quien todos deban depender, como pretendían los herejes que
la carta combate; ellos pretendían ser una minoría de iluminados. Contra esto,
Juan enseña que todo creyente tiene algún conocimiento de Dios, y al
momento de la conversión eso se llama «la unción del Espíritu».
La verdadera unción hace algo, imparte conocimiento espiritual. La
unción, el Chrisma, confiere el conocimiento de Dios; además previene
contra el veneno de las enseñanzas falsas que siempre han acompañado a la
Iglesia, en su lucha por mantener su fidelidad a las Escrituras.
Cabe pues subrayar que cuando 1 Jn. 2:27 dice «no tenéis necesidad de
que nadie os enseñe; ...la unción misma os enseña...», el pasaje establece el

104
derecho de todo creyente al juicio privado, porque el Espíritu ilumina la
mente para que entienda la Palabra de Dios. Pero esto no excluye lo que la
Escritura revela en otras partes, puesto que Dios ha instituido en su Iglesia el
ministerio de la Palabra.
Hay que advenir pues contra dos errores:
Uno, que consistiría en declararse independiente de la enseñanza que se
imparte en las congregaciones, o de la que se puede recibir de los buenos
libros.
El otro, que consiste en decir que los enseñadores, los maestros, reciben
un don especial de «iluminación», según el cual ellos podrían, sin estudio y
sin disciplina, captar el sentido original del texto. Los que así opinan se
asocian, sin saberlo, a una de las ideas contenidas en la herejía que Juan
combate.
En la Iglesia no existe una élite de iluminados. Los enseñadores no tienen
otro camino para cumplir su ministerio que el estudio serio, sistemático,
profundo; esto significa consultar las enciclopedias bíblicas, los diccionarios
expositivos de palabras bíblicas y, fundamentalmente, la lectura de los
exegetas del pasado y del presente. Además, también el evangelista debe ser
un lector ávido de buenos libros, y todo creyente lo debe ser. La unción no
estimula jamás la pereza. Todo creyente que quiera ministrar a los santos
debe interesarse en averiguar qué dice el texto original, qué ha dicho Dios.
b) La unción y la guía del Espíritu Santo.
Dentro de su tarea como maestro, el Espíritu Santo revela a Cristo a
nuestras almas. Es fundamental entender que éste es el método divino para
hacernos crecer. ¿Cuál es el método de Dios? Para hacerlo crecer Dios
concede al creyente la habilidad no natural de penetrar en el significado
espiritual de las Escrituras.
Se trata de crecer en cuanto a los tesoros de sabiduría y de conocimiento
que están escondidos en Cristo. El texto de Col. 2:2-3 es elocuente:
«... a fin de conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo, en quien
están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento».

105
Estos tesoros de conocimiento están escondidos en Cristo, pero están
escondidos para ser revelados; por lo tanto, el creyente tiene que profundizar
en las Escrituras, porque estos tesoros deben ser buscados diligentemente, y
tienen que ser asimilados por medio de la meditación y la reflexión. La
meditación en las Escrituras forma parte esencial de nuestra formación
espiritual, porque no todas las riquezas se encuentran en la superficie.
Es tarea del Espíritu Santo, y es tarea gloriosa del Espíritu Santo, exaltar a
Cristo. El Espíritu revela a Cristo en la palabra. Así, revelándolo, lo glorifica
en nuestras almas.
La consecuencia de esto es enorme. Todo creyente que venga a la Biblia
con corazón abierto, puede ver cómo el Espíritu le enseña por la propia
Escritura. Puede extraer «verdad inmutable directamente de la fuente».
La unción del Espíritu Santo que ya ha recibido significa que Él ha entrado
en su vida para guiarlo a toda verdad. ¿Por qué dice «a toda la verdad»?
Porque se refiere a toda la verdad que el creyente necesita para su ministerio.
El vocablo «guiará» sugiere una obra gradual, progresiva; esto requiere
que el creyente tenga un espíritu receptivo, que se deje afectar por las
demandas siempre crecientes del ministerio de la Palabra. El ministerio de la
Palabra es la forma que toma el ministerio del Espíritu Santo, Por tanto, el
sacerdote no tiene alternativa; tiene que sumergirse en la Palabra.
¿Cómo podemos hacer? Podemos estudiar las palabras bíblicas hebreas y
griegas que ha pronunciado Dios; las estudiamos para percibir los matices de
riqueza doctrinal que contienen; una vez que conocemos su nuevo
significado, así enriquecidas, podemos repetirlas y, por este camino,
podemos hacerles retomar su fuerza original.
Todo creyente ha recibido la unción del Espíritu para eso. Si se somete a
esta obra del Espíritu Santo, el propio Espíritu apoyará su ministerio, cuando
de testimonio de la verdad.
c) ¿Cómo permanece la unción?
Hay dos salvaguardas contra el error:
a) La palabra apostólica.

106
b) El Espíritu de la unción.
Ambos se reciben en la conversión y ambos son herencia de todo creyente.
El antídoto para la falsa enseñanza es la recepción interior de la Palabra de
Dios, administrada y confirmada por el Espíritu Santo.
Esto tiene que ser enfatizado porque siempre ha habido, en la historia de
la Iglesia, el mismo problema de hoy:
a) Hay quienes pretenden honrar a la Palabra, peto menosprecian al
Espíritu, que es el único que realmente puede interpretarla.
b) otros honran al Espíritu, pero menosprecian la Palabra, que es la que Él
enseña.
Por esto Juan dice que en esto debemos permanecer. Se trata de tener
permanentemente, dentro de nosotros, la Palabra que oímos desde el
principio, y de tener la unción que hemos recibido de Él. Así podemos
permanecer en la verdad.
Aquí se nos recuerda la importancia suprema de la verdad de Dios. Todos
necesitamos aquella actitud del corazón que se sumerge en las Escrituras para
buscar a Dios. Campbell Morgan ha dicho que «si no tenemos tiempo para
buscar a Dios en las Escrituras, no tenemos tiempo para nada más».
Nuestras almas necesitan hoy, como siempre, la consolación, la luz de las
Escrituras, el alimento de las Escrituras, la fortaleza de las Escrituras. Y el
que puede dar la iluminación interior para entenderlas es el Espíritu Santo.
El Espíritu trabaja con la verdad de Dios, busca constantemente las
profundidades de Dios. Las revela, las interpreta a nuestros corazones.
A veces se menosprecian los elementos doctrinales, porque se ignora que
sin doctrina no hay iglesia y que sin doctrina no hay vida.
En ocasiones se dice que «si no hay mucha doctrina pero hay vida, esto es
lo importante». Cuando así se habla se plantea un falso dilema entre doctrina
y vida, y se comete un grave error, por ignorar las Escrituras. La doctrina no
se opone a la vida. La doctrina es enseñanza para la vida Pablo dice en Ef.
4:24:

107
«y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y
santidad de la verdad».
A la luz de este texto de Pablo, y de muchos otros, constituye un grave
error relegar las doctrinas a los estudiosos, a los especialistas. Las cartas
apostólicas, que son monumentos de riqueza doctrinal, no fueron dirigidas a
estudiosos sino a congregaciones locales. Pablo está enseñando aquí que la
justicia en lo íntimo y la santidad de corazón no existen aparte de la verdad,
sino que son el producto de la verdad. Hay tal cosa como «la justicia y
santidad de la verdad».
La verdad de las Escrituras tiene que tomar al hombre y tiene que mover
al hombre. Pero solamente lo mueve en la medida en que lo atrapa. La verdad
tiene que atrapar al hombre, a todo el hombre.
Esto no indica que el creyente sea infalible, ni que la Iglesia toda lo sea,
como lo prueba la Escritura y lo corrobora la historia. Pero esta unción está
dada en la medida necesaria para guardar a cada uno del error que destruye
el alma.
Esta unción no es repetida, lo mismo que en el caso del sacerdote del
Antiguo Testamento.
Pero esta unción por sí misma no es todo. Debe ser seguida por la plenitud,
por el control pleno del Espíritu Santo, el cual control depende de que el
creyente se rinda a la voluntad de Dios y confíe en Él para que le enseñe, en
toda circunstancia, Todo creyente necesita ser «enseñado por Dios» (Jn.
6:45).
Queda claro que la unción, según 1 Jn. 2:27, se refiere al Espíritu Santo
que viene para enseñar al creyente y para guiarle a toda verdad. La unción es
denominada «Chrisma», la gracia iluminadora del Espíritu Santo para que
nuestras mentes capten la verdad de Dios.
La verdadera unción, entonces, ¿cuál es? La verdadera unción es la
imparte conocimiento espiritual. Este conocimiento puede permitirnos que la
Palabra permanezca en nosotros. Se trata de una tarea del Espíritu Santo, que
quiere iluminar nuestra mente espiritual cuando estudiamos el texto bíblico.

108
Por tanto, la unción se concreta en la Palabra enseñada a los convertidos y
aprendida por ellos mediante una obra del Espíritu Santo en sus corazones (1
Pe. 1:5).
La unción obra mediante la Palabra de Dios, cuando es recibida por la fe
en nuestros corazones, y cuando permitimos que esta palabra permanezca
gracias a la obra del Espíritu Santo.
El antídoto contra la enseñanza falsa no consiste en que en la congregación
tengamos uno o dos hermanos conocedores de la Escritura; eso es bueno,
pero no es suficiente. El antídoto reside en que todos los creyentes, por haber
recibido la unción, la concreten en su experiencia. ¿Cómo? Mediante una
recepción interior de la Palabra, administrada por el Espíritu Santo, y
confirmada por Él. Toda la congregación debe estar envuelta en la tarea del
estudio serio, profundo, sistemático de las Escrituras. Éste es el camino por
el cual permaneceremos en la verdad.
3. Ser ungido significa ser calificado para una tarea, para ministrar con
poder.
En el Antiguo Testamento los hombres eran ungidos para ser reyes,
sacerdotes o profetas. Esto da el propósito de la unción; significaba la venida
del Espíritu Santo sobre ellos para capacitarles para un ministerio que se les
asignaba; se les separaba para una función específica. Todo era separado para
el servicio exclusivo de Dios. El hombre era calificado para una tarea,
mediante una influencia divina En el Antiguo Testamento la unción
significaba que se daba al ungido un poder especial, o se le asignaba una
misión por parte de Dios. En el Nuevo Testamento se trata de una
capacitación que conduce a toda verdad, es decir, a toda la que el creyente
sacerdote necesita para cumplir su ministerio.
Notemos que esta unción es dada como lo era en el Antiguo Testamento,
antes de que el sacerdote entrara a su ministerio. Ninguno es consagrado en
razón de su capacidad personal. El lector creyente, aunque todavía no
conozca cuál será su ministerio, ya ha sido consagrado. Se trata de un acto
de Dios, y por esta razón ningún creyente puede renunciar al privilegio de
ministrar a Cristo, porque ha recibido al propio Espíritu, y en Él ha recibido

109
la unción que consagra. En cierta manera, el sacerdocio del creyente cristiano
no es optativo. Es un acto de Dios soberano y solo sabio.
En el caso de David, la unción fue acompañada de una capacitación
especial para llevar a cabo la misión que se le había encomendado (1 S.
16:13; 1 S. 10:6-8, en el caso de Saúl).
En el Antiguo Testamento la unción investía con autoridad y con poder
para la misión que se encargaría al ungido; éste sigue siendo el significado
hoy.
En 2 Co. 1:21 leemos que «el que nos ungió es Dios». Literalmente es «(el
Padre, Dios) hizo que compartiéramos la unción».
Esta unción que ha recibido el creyente, con el mismo Espíritu de Cristo,
el Ungido, lo capacita para ministrar en su nombre. En todo lo que el creyente
hace tiene que verse que esta unción está actuando.
El mismo Espíritu eterno mediante el cual el Señor se ofreció a sí mismo
a Dios como un sacrificio sin mancha (He. 9:14) es todavía hoy el poder para
el servicio que debemos prestar en «el tabernáculo no hecho de manos».
El texto de 2 Co. 1:21-22 dice:
«Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es
Dios, el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu
en nuestros corazones».
La enseñanza es que ha sido Dios, primeramente, quien ha establecido a
los creyentes en Cristo. Esta palabra «en» (o hacia) es muy expresiva en el
original. Los verbos ungir, sellar y dar están en tiempo presente, lo que indica
una experiencia constante.
¿Qué es lo que sigue en 2 Co. 1:21-22? Que todos aquellos a quienes Dios
comisiona para que sean sus testigos y siervos, a todos ellos Dios les ha
concedido la unción del Espíritu. Esto los capacita para ministrar con poder
en su nombre. Así Dios ha podido decir en el Salmo 105:15, lo mismo que
en 1 Cr. 16:22:
«No toquéis, dijo, a mis ungidos».

110
En estas citas del Antiguo Testamento hay que tener en cuenta que en la
Septuaginta los rabinos traducen «mis ungidos». Los creyentes de hoy, todos
ellos, son ungidos por Dios, y así debemos verlos, por encima de sus
debilidades y flaquezas, porque así los ve Dios.
La unción de Cristo con el Espíritu le señala como el que tiene autoridad
divina, y significa que Dios pondría sobre Él su marca, dándole el Espíritu
Santo sin medida
Los creyentes en Cristo tienen un CHRISMA o unción del Santo (1 Jn.
2:20-27). Esta unción los capacita para servir a Dios y a su iglesia; pero
además la unción implica aquella morada y aquella presencia activa del
Espíritu Santo que el creyente recibe del Padre, a través del Hijo.
Dios ha ungido a todos los creyentes, y los ha consagrado al servicio de
Cristo. Él pone su sello sobre ellos, los marca para distinguirlos del resto de
los hombres, como aquellos que realmente le pertenecen a Él y que son
eternalmente el objeto de su cuidado y de su amor.
Todavía más, Dios ha dado al apóstol y a todos los que son de Cristo «las
arras» del Espíritu Santo en sus corazones. Esto implica como un pago a
cuenta, pero en garantía de que la suma total será completada posteriormente.
La cosa que se nos asegura es una parte del todo, esto es, se nos asegura
que en la eternidad habrá una plenitud del Espíritu, del mismo Espíritu que
ya el creyente ha recibido. La vida espiritual del cristiano en la actualidad es
la misma en calidad que la vida futura glorificada,
El creyente se encuentra ya sentado a la diestra de Dios, en los lugares
celestiales. Sin embargo, el don presente del Espíritu, que él tiene, es una
pequeña fracción de lo que le será concedido en el estado eterno.
En el pensamiento del Nuevo Testamento las experiencias de ungimiento,
de sello y de recibir las «arras» están todas asociadas con la operación del
Espíritu. La unción lleva la idea de separación y de ser comisionado para un
servicio; el sello es un signo de que somos propiedad de Dios y es garantía
de cuidado; las «arras» son la garantía de la herencia de gloria, cuya plenitud
todavía tiene que ser revelada.

111
En el original griego estos hechos gloriosos del ungimiento, del sello y de
las «arras» aparecen en la forma aoristo, que indican un evento o
acontecimiento del pasado. Los tres verbos llevan nuestro pensamiento a
aquel punto crucial de la conversión. El ungimiento, el sello y el recibir las
arras del Espíritu Santo son, en conjunto, la experiencia de todo hombre
convertido a Cristo.
Esto es todo creyente a la vista de Dios, y conforme a la revelación de la
Sagrada Escritura. Esto es todo hermano, toda hermana, ante Dios.
4. El propósito del Espíritu puede ser impedido.
El aceite no era puesto nunca sobre carne de hombre (Éx. 30:32). La
lección es solemne. La energía natural no puede ser usada por el Espíritu
Santo para glorificar a Dios.
La carne tiene que ser dejada a un lado. La carne nunca es tan peligrosa
como cuando pretende servir a Dios. Siempre hay que estar alertas contra
todo lo que surge de nuestra naturaleza, porque todo eso es pecaminoso y
corrupto. Cuando uno actúa en la iglesia, ¿se puede ver algo de la unción
espiritual, o se manifiesta una actitud carnal?
Todo, todo indica en nuestro sacerdocio cuánto tenemos que desconfiar de
nosotros para aprender a depender de Dios el Espíritu Santo. Para oficiar
como sacerdotes es esencial tener sujeto al hombre natural.
En el ministerio del Señor Jesucristo vemos que en todo obraba según la
autoridad de la Palabra de Dios, y en todo se movía por la potencia del
Espíritu Santo.
Tenemos que entender claramente que no hay que confundir actividad con
espiritualidad. Un hombre puede hablar aparentemente de manera aceptable,
pero si sus labios y su corazón no evidencian la unción y la dependencia del
Espíritu, su palabra no echará raíces en los corazones.
Aquí aparece un gran principio espiritual. Para que esta unción sea efectiva
en la práctica se necesita que el Espíritu Santo pueda obrar en nosotros, antes
de que pueda obrar a través de nosotros. Se necesita que el creyente se
despoje de su suficiencia y que aprenda la lección: la dependencia de Dios el

112
Espíritu Santo. Mucho de nuestro ministerio se caracteriza por una actividad
visible pero no siempre santificada, que surge de una naturaleza no juzgada
en la presencia de Dios. Este punto es fundamental en nuestro sacerdocio;
todo lo que surge de la naturaleza es carne; tiene que ir a la cruz. La carne no
mejora; no se transforma en Espíritu. La carne no se convierte. ¿Cuánto
conocemos, hermanos, de juzgarnos en la presencia del Señor?
Hay un peligro, aun entre los hijos de Dios, que consiste en dar por seguro
que en todo cuanto hacen están bajo el poder y la dirección del Espíritu Santo,
cuando en realidad puede que sean indulgentes con la energía de la carne o
con la influencia del mundo.
Una iglesia del Nuevo Testamento recibió esta carta:
«... unge tus ojos con colirio, para que veas» (Ap. 3:18).
¿Reconocemos el lenguaje, verdad?, y reconocemos al firmante de la carta.
El vocablo «ungir» (griego EGCHRIO) indica lo que se hace «penetrar por
los poros», ungir por dentro. Lo que tenía que ser corregido en Laodicea era
su autosuficiencia, producto de su falta de discernimiento espiritual. ¿Cuál
es el consejo para Laodicea, y para nosotros? Es doble.
Por un lado, hay una ceguera espiritual que nace de la autocomplacencia y
de la autosuficiencia. Una mente autosuficiente no es nunca la mente de
Cristo.
Por otro lado, Laodicea enseña que el único remedio contra la ceguera
espiritual es el contacto frecuente con el Espíritu Santo. La ceguera es lo
opuesto al discernimiento.
El aceite del Antiguo Testamento penetraba en todo, incluso en las piedras.
El vocablo Chrisma significa aquella obra que penetra, y es típica del poder
del Espíritu Santo cuando nos consagra. ¿Cuál es la consecuencia? La
consecuencia de esta unción tiene que ser una penetración espiritual en las
cosas divinas; es lo que la Escritura denomina «discernimiento espiritual».
Ante este cuadro, cabe una pregunta: ¿Queremos nosotros un leve toque,
apenas un barniz dominical, o queremos un trabajo del Espíritu de Dios que
penetre hasta por los poros? El único que puede oponerse a la carne es el

113
Espíritu. Todos los demás métodos para luchar contra la carne están
destinados al fracaso, o método es «por el Espíritu».
Dios no puede bendecir ninguna obra nuestra que se apoye en la energía
carnal o en la sabiduría carnal. Una mente autosatisfecha no es nunca «la
mente de Cristo». El aceite de la unción no se puede mezclar con la carne,
porque Dios dice:
«Mi aceite de la santa unción... no será derramado sobre carne de
hombre» (Éx. 30:31-32).
Todo lo que exalte al hombre en la Iglesia, todo lo que coloque en primer
lugar al hombre, está de más en la Iglesia.
REFLEXIONES
1. El símbolo exterior del Antiguo Testamento, el aceite de la unción, se
menciona para significar el don del Espíritu, que procede del Santo, y que
constituye la dotación que caracteriza al creyente sacerdote del Nuevo
Testamento.
La unción consiste en la morada del Espíritu Santo en el creyente, y en su
presencia activa.
La unción del Espíritu se refiere al acto de Dios el Padre, aplicado a un
hombre pecador pero creyente, por el cual envía al Espíritu Santo, en
respuesta a la oración de Dios el Hijo, para que haga su residencia en el
creyente. Esta residencia del Espíritu Santo en el creyente es permanente.
2. La unción obra mediante la Palabra de Dios, cuando esta Palabra
permanece activa, debido a la obra del Espíritu Santo.
El sacerdote creyente es equipado para su ministerio en la medida en que
dependa del Espíritu Santo para que le enseñe a penetrar en la Sagrada
Escritura.
3. Ser ungido significa ser calificado para una tarea mediante una
influencia divina. La unción capacita para ministrar con poder en el nombre
de Cristo.

114
Aquellos que han sido unidos a Cristo por la fe sencilla, que han sido
hechos participantes del don del Espíritu Santo, y aquellos que caminan en
cercanía habitual con Cristo, ésos son los que pueden evidenciar esa unción
del Espíritu Santo en su servicio y en su testimonio (2 Co. 2:15). Pero todo
creyente ha recibido esta unción (1 Jn. 2:13, 20, 27). El Espíritu Santo ha
sido otorgado a cada uno de los hijos de Dios.
4. Esta unción procede de Cristo, la Cabeza, y alcanza a todos, y por tanto
a cada uno de los miembros de su cuerpo, la Iglesia. La unción es universal,
en el sentido de que abarca a todos los creyentes.
5. La unción separa al creyente y lo consagra, enteramente, para Dios. Esto
ocurre cuando el pecador viene por primera vez a Cristo, aun cuando ese día
no percibe la grandeza, la inmensidad de la obra de Dios en el alma.
Ha sido ungido por Dios, para Dios. El creyente no elige ser un sacerdote.
Lo es por decisión de Dios. En la consagración Dios ha procedido como el
Señor soberano, y al creyente le corresponde apreciar la grandeza de su
privilegio. El creyente en Cristo, a semejanza del leproso limpio de Israel,
entra a ocupar un lugar como sacerdote, en un reino de sacerdotes.
6. El ministerio del creyente ungido como sacerdote consiste en impartir
conocimiento espiritual. Recuerde que la interpretación de la verdad de la
Sagrada Escritura es tarea gloriosa del Espíritu Santo. Esta tarea es continua,
y está disponible para todo aquel que quiera escudriñar la Palabra, en
dependencia del Espíritu.
El enseñador, el gran maestro de la Iglesia es el Espíritu Santo. Su gran
tarea consiste en hacernos conocer más y más del significado infinito de
Jesucristo, de su persona gloriosa, de su sacrificio y de su sacerdocio.
7. También es tarea gloriosa del Espíritu Santo la aplicación de la verdad
al corazón. Dependemos del Espíritu Santo:
a) Para que nos enseñe a penetrar en la Sagrada Escritura.
b) Para que nuestro mensaje llegue al espíritu del oyente. La verdadera
unción imparte conocimiento espiritual. Si actuamos como sacerdotes
ungidos, nuestro ministerio consistirá en impartir conocimiento espiritual. Si

115
queremos ministrar con poder, tenemos que aprender a depender del Espíritu
Santo, para captar su enseñanza y para transmitirla.
8. El sacerdote ungido tiene que despojarse de toda suficiencia personal.
Ésta es la clase de predicadores y de enseñadores que la Iglesia necesita hoy
y siempre. El hermano lector puede ser uno de ellos, porque para esto, para
ministrar, ha sido ungido como sacerdote. Pero recuerde que todo servicio en
la carne es rechazado.
9. ¿De qué depende que uno actúe como un sacerdote que evidencie que
ha sido ungido?
Depende de la morada no impedida del Espíritu Santo en él.
El Espíritu Santo no impedido es el que capacita al creyente para que
reconozca la voz de Dios.
Hay una fuente de fortaleza espiritual. ¿Cuál es? Es la recepción de las
palabras de Dios. El Espíritu Santo no impedido capacitará al creyente para
que reconozca, en las Escrituras, o en el ministerio de otro, la voz de Dios.
Hay una fuente de fortaleza espiritual para sus oyentes. ¿En qué consiste? En
que cada uno aprenda a transmitir lo que ha captado de Dios.
Esta unción el Espíritu Santo la da para que el creyente escudriñe el texto
bíblico, lo entienda, lo incorpore y lo haga la materia de su mensaje.
Por lo tanto no pierda tiempo, en sus mensajes, con lo que distrae, o con
lo que entretiene. Nosotros debemos estudiar las palabras originales que ha
pronunciado Dios, para percibir los matices de riqueza doctrinal que
contienen; así enriquecidas, podemos repetirlas y, por este camino, podemos
hacerles retomar fuerza original.
No pierda tiempo. Concéntrese en la exposición del texto. Concéntrese en
las grandes ideas de Dios. El texto bíblico tiene que ser la materia de su
meditación y la materia de su mensaje.
¿Cuál es la razón de ser de los ministros de la Palabra en la Iglesia? La
razón de ser de los ministros de la Palabra consiste en la exposición rigurosa
del texto revelado por Dios. Todo creyente que quiera ministrar a los santos
debe interesarse en averiguar qué dice el texto original, qué ha dicho Dios.

116
10. La instrucción el Espíritu Santo la da mediante maestros que poseen,
ellos mismos, esta unción. Ésta es la clase de predicadores que la Iglesia
necesita imperiosamente. Para actuar como sacerdote ungido, se requiere que
todo creyente tenga un espíritu receptivo, un espíritu que se deje afectar por
las demandas del ministerio de la Palabra.
11. Entre las varias razones que lo constituyen sacerdote, el creyente del
Nuevo Testamento es sacerdote debido a la unción del Espíritu Santo. La
unción hace al sacerdote santo, en el sentido de que lo segrega, lo separa del
mundo, para Dios La unción consagra; la unción lo constituye un sacerdote.

117
APENDICE B
CRISTO, EL UNGIDO DE DIOS

I - LA UNCIÓN DE AARÓN
En Levítico capítulo 8 se aclara que la unción con aceite tuvo lugar con
estos propósitos:
a) En el caso del Tabernáculo y sus utensilios, Moisés «los santificó» (Lv.
8:10).
b) En el caso del altar y sus utensilios, «para santificarlos» (8:11).
c) En el caso de Aarón, «lo ungió para santificarlo» (8:12).
El aceite, en las Escrituras, es símbolo del Espíritu Santo, por lo cual la
enseñanza clara es que la santificación o consagración es asegurada a través
del ungimiento con el Espíritu Santo.
La referencia típica es primeramente a Cristo, porque la unción de Aarón
era tipo de la unción de Cristo por el Espíritu. Hay también una referencia,
cuando se ungía a los hijos de Aarón, al creyente del Nuevo Testamento en
su carácter de sacerdote.
II - LA UNCIÓN DEL SEÑOR JESUCRISTO
1. ¿Por qué tenía que ser ungido?
Podemos preguntamos: ¿Por qué el Señor Jesucristo, la Segunda Persona
de la bendita Trinidad, tenía que ser ungido por el Espíritu Santo? Si Él tiene
toda autoridad, ¿por qué la unción del Espíritu Santo?
Entendemos que hay por lo menos dos razones:
a) No se trata de que el Hijo tuviera alguna incapacidad para cumplir su
tarea, sino que así se enfatiza «la obra conjunta del Trino Dios como un
todo». Ninguna persona de la Trinidad actúa independientemente, sino en
armonía y comunión con las otras personas Divinas.

118
b) La otra razón, también importantísima, es que Cristo, como hombre,
enseña aquí a los suyos cuál es el camino para una vida de poder. Aunque Él
era y es el Hijo de Dios; aunque en Él habita la plenitud de la deidad,
corporalmente, aunque es Dios sobre todos las cosas, bendito por los siglos,
Él enseña al creyente el camino de la dependencia, que se opone al camino
de la suficiencia. Cuando Él sanaba a los enfermos, cuando caminaba
buscando las almas para Dios, cuando elegía a los apóstoles, cuando
predicaba y enseñaba a las multitudes, todo lo hacía por la potencia del
Espíritu.
¡Qué lección! ¡Qué lección para nosotros, los creyentes que nos sentimos
suficientes! Si Él, que era y es sin pecado y que es el solo sabio, si Él tenía
que depender del Espíritu Santo, ¿habrá para nosotros un camino distinto?
2. La unción caracteriza todo su ministerio.
El mismo Cristo cita las palabras de Is. 61:1-2:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar
buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados
de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a
poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del
Señor» (Lc. 4.18).
Pedro enseñaría más tarde (Hch. 10:38) que Dios «ungió con el Espíritu
Santo y con poder a Jesús de Nazaret».
El título que el Nuevo Testamento asigna a «Cristo» es el griego Christos,
que es el equivalente al hebreo Mashiach, que proviene de la idea de «untar
con aceite». Así, el término «Cristo» enfatiza la unción especial de Jesús de
Nazaret, según se le conocía, para que cumpliera su misión como el elegido,
el ungido de Dios.
El Nuevo Testamento, cada vez que utiliza la expresión «Cristo», o «Cristo
Jesús», o «Jesucristo», da testimonio del cumplimiento, en Él, del tipo que
presenta la unción de Aarón como sacerdote y, más tarde, la unción de David
como Rey.

119
En Lv. 8:12 la unción de Aarón fue hecha mediante el derramamiento del
aceite sobre su cabeza; en cambio, la correspondiente a sus hijos se hizo
mediante rociamiento (8:20). Esto es así porque Aarón prefiguraba a Cristo,
que recibiría el Espíritu sin medida. Sobre Aarón el aceite era derramado en
tal abundancia que descendía «sobre la barba» y bajaba «hasta el borde de
las vestiduras» (Sal. 133:24). Así, leemos en Jn. 3:34: «...Dios no da el
Espíritu por medida». Además la unción con aceite se hizo, a diferencia de
la de sus hijos, antes de que la sangre fuera derramada. Esto es así porque
Aarón es un tipo de Cristo, que fue ungido del Espíritu sin necesidad de
ninguna purificación previa.
Jesucristo enseña la posición del Espíritu diciendo en Lc. 4:18 que Dios
colocó el Espíritu Santo sobre Él, para equiparlo para su ministerio de
predicar el Evangelio. De modo que, en el caso del Señor, la unción se refiere
a la Persona del Espíritu Santo viniendo sobre Él, para equiparlo para su
ministerio.
En el caso del creyente, el Espíritu Santo es colocado dentro de él (Jn.
14:17), es decir, para morar allí. Su ministerio en el creyente es para el
servicio y, además, para la santificación, tarea que ciertamente no era
necesaria en el Señor.
3. Ungido como siervo.
En el Antiguo Testamento eran ungidos algunos de los profetas, los
sacerdotes y los reyes. Las tres funciones de profeta, sacerdote y rey han sido
unidas en la persona de Cristo, el Mesías, título éste que deriva del vocablo
hebreo «ungir». El Señor conocía desde siempre su propia divina y absoluta
autoridad. Sin embargo, asumió su rol como Mesías, como aquel que había
sido ungido por el Espíritu de Dios, y a esto sujetaba todo.
Hablar entonces de Jesús el Señor como el «Mesías», el ungido, el
«Cristo» significa reconocerlo a Él como el elegido de Dios, el largamente
prometido Mesías, quien sería ungido no meramente con aceite, como en el
Antiguo Testamento, sino más particularmente con el Espíritu Santo (Mt.
3:16; Lc. 4.1, Jn. 1:32-33). Pero también sería ungido como siervo.

120
El Señor de la gloria ha querido tomar para sí mismo el rol en que Isaías
el profeta lo había presentado, es decir, toma el rol de «siervo de Jehová».
Todo lo haría como siervo, como «Servum servorum Dei», «el siervo de los
siervos de Dios». Esto caracterizaría su ministerio, que se iniciaría y sería
fortalecido solamente sobre la base de su unción con el Espíritu de Dios.
El evangelista Mateo lo presenta en el mismo carácter como siervo.
«He aquí mi siervo, a quien he escogido...» (Mt. 12:18, en cita de Is.
42:1).
Ésta es una lección suprema. Dotado, fortalecido, divinamente ungido,
Supremamente dotado, pero siervo.
El que había venido al mundo mediante la concepción inmaculada, la
única de que habla la Escritura, la concepción en el seno de la virgen por el
Espíritu Santo, sería investido con el propio Espíritu al comienzo de su
ministerio público. Todos los evangelistas atestiguan esta circunstancia
fundamental.
Al momento de su bautismo en el Jordán, encontramos que el Señor está
orando. Allí acontece algo absolutamente excepcional: el cielo se abre y el
Espíritu desciende sobre Él en forma de paloma. El que había sido santificado
en su humanidad al ser engendrado por el Espíritu, en su bautismo fue
consagrado para su función, como Mesías, por el mismo Espíritu.
Más todavía, una voz especial y única, la del Padre, se oye, y expresa la
aprobación sobre su Hijo Amado (Lc. 3:21-22). La unción de Cristo es un
acontecimiento importantísimo, porque la Santa Trinidad participa para
llevar adelante la redención. Como indica Mt. 12:18, en cita de Is. 42:1-4,
Dios el Padre había dicho de su Hijo:
«Pondré mi Espíritu sobre Él...»
Más tarde acontecería algo también maravilloso, que es el punto de
contacto entre la unción de Cristo y nuestro tema, el sacerdocio del creyente.
Lo que crecería sería que el Espíritu Santo no solamente vendría sobre Cristo,
sino que permanecería en Él, y de esta manera le constituiría a Él para que
bautizara «con el Espíritu Santo» (Jn. 1:32-33). Es fundamental observar la

121
insistencia de Juan el Bautista de que el Espíritu Santo «permaneció» sobre
el Señor (Jn. 1:22) y que amanece» sobre Él (Jn. 1:33). Esto había sido
predicho en Isaías 11:2. El descenso del Espíritu sobre el Señor es la unción
profetizada.
Queda claro que el Espíritu Santo no ha sido dado a Cristo en porciones
cuidadosamente medidas. Él ha recibido el Espíritu en total plenitud, sin
medida; lo ha recibido como el Padre lo profetizó en Isaías y lo anunció al
Bautista, es decir, que lo ha recibido para que el Espíritu permaneciera en Él.
Ahora, sigue el argumento, el que ha recibido en tal medida y en tal carácter
es aquel «que bautiza con el Espíritu Santo» (Jn. 1:33).
Lo que Juan el Bautista vio fue la manifestación visible del ungimiento de
Jesús el Señor por el Espíritu Santo.
Vemos, pues, que aquel que solamente comenzaría su ministerio después
de ser ungido por el Espíritu, aquel que todo lo haría en el poder del Espíritu,
compartiría parte de su tarea gloriosa con los suyos, enviando el Espíritu a
ellos, dentro de ellos; los bautizaría, los sumergiría «en el Espíritu» (1 Co.
12:13) como destacan la V. 1977 y la BAS. Así hemos venido a participar de
su unción, mediante nuestra unión con Él. Ningún rito humano, ninguna
imposición de manos, puede otorgar la unción que solamente podemos
recibir, y que todo creyente ha recibido, de Cristo, mediante la unión de fe
con Él, el ungido de Dios.
La unción de los creyentes viene inmediatamente, sin intermediarios, de
Él, del Señor, mediante esta unción ellos son dedicados y consagrados a Él.
Los creyentes participan de la unción del propio Cristo y, mediante esta
participación, son hechos reyes y sacerdotes, o un sacerdocio real (1 Pe. 2:4),
porque participan del mismo Espíritu Santo con el cual el Señor fue ungido.
Para que los hombres pudieran recibir los beneficios de la obra suprema
de la cruz, el propio Señor enviaría al Espíritu, porque es a través de la obra
del Espíritu que podemos hacer nuestra la obra de Cristo. Cuando el pecador
coloca su fe en El para salvación, recibe vida de Dios, regeneración, el sello
del Espíritu, el bautismo en el Espíritu.

122
El milagro del bautismo en el Espíritu ocurrió en el Día de Pentecostés.
Abarcó a toda la Iglesia, de todos los tiempos, porque, como indica 1 Co.
12:13, se trató de la introducción de «todos» en «un solo Espíritu», para
formar «un solo cuerpo». Ninguno fuera del Mesías, el Cristo de Dios, podía
bautizar de esta manera, con el Espíritu, en el Espíritu. Este bautismo, una
vez cumplido, no se repite. Pero una característica de este bautismo es que
tiene, dentro de la Iglesia, carácter universal. Todo hijo de Dios, cualquiera
que sea el grado de su desarrollo espiritual, ha recibido la unción del Espíritu,
y la ha recibido de su Salvador y Señor; la ha recibido de Cristo el Ungido.
El ungüento hecho con ingredientes muy costosos era rociado sobre la
cabeza de los sacerdotes del Antiguo Testamento, precisamente por la ense-
ñanza que el Nuevo Testamento despliega, para tipificar el ungüento
espiritual que procede de Cristo, la cabeza, y que alcanza a cada uno de los
miembros de su Cuerpo, la Iglesia.
Cristo, el ungido de Dios, recibió el Espíritu en plenitud, y con este mismo
Espíritu que posee sin medida, Él unge a los que están unidos a Él por la fe.
Hay que destacar que, en 1 Jn. 2:20, cuando dice «vosotros tenéis la unción
del Santo», el texto en castellano no es suficientemente enfático. El original
destaca que la unción que se recibe procede del Santo, viene «desde el
Santo». Así se destaca la importancia de ser dotado divinamente, porque «el
conocimiento espiritual no es solamente un conocimiento de las cosas
divinas sino que además es un conocimiento divinamente impartido».
Aquí, el símbolo externo del Antiguo Testamento, el aceite sagrado, se
menciona para significar el Don del Espíritu Santo que proviene del Santo, y
que es la dotación característica de un creyente. La unción es típica de un
sacerdote.
¿Quién es el Santo? Los comentaristas difieren; algunos señalan que la
referencia es al Padre, basándose en Tit. 3:6.
«(Dios) derramó en nosotros abundantemente (el Espíritu Santo) por
Jesucristo nuestro Salvador».

123
Ésta es una primera interpretación. La segunda interpretación señala que
la referencia parece ser más bien al Hijo (Jn. 6:69; Hch. 3:14; 4:27, 30). No
hay que olvidar que Cristo mismo «envía» al Paracleto (Jn. 16:7).
«...os conviene que Yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador
no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré».
Dios el Padre puso su marca sobre Cristo, dándole a Él el Espíritu sin
medida. Sí, la unción del creyente es en el ungido de Dios, nuestro
representante en el cielo, nuestra cabeza entronizada. Toda fundición, toda
gracia, todo don, que el Padre quiera conceder a su pueblo, es otorgada no
aparte de Cristo sino en comunión con Él. Sólo aquellos que han sido unidos
a Cristo por la fe, que han sido hechos participantes del don del Espíritu
Santo; aquellos que como creyentes caminan en cercanía habitual con Cristo,
esos son los que pueden disfrutar de la fragancia de Cristo el ungido, y son
los que pueden, en alguna medida, emitir esa fragancia; esos son los que
pueden evidenciar esa unción del Espíritu Santo en su testimonio y en su
servicio (2 Co. 2:15). Pero todo creyente posee esa unción, aunque no todos
la evidencien.
Coincidimos con la segunda interpretación, en parte por el hecho de que
la iglesia iba a recibir el Espíritu Santo descendiendo sobre ella; pero la
iglesia no hubiera podido recibir la unción del Espíritu Santo «sin que antes
su jefe resucitado hubiese ascendido al cielo, y hubiese depositado sobre el
trono de la majestad el testimonio de su sacrificio».
«A este Jesús resucitó Dios...
... y habiendo recibido del Padre Ja promesa del Espíritu Santo, ha
derramado esto que vosotros veis y oís» (Hch. 2:32-33).
La unción subraya la conexión que los creyentes tienen con su cabeza,
Cristo Jesús. La enseñanza de 1 Juan sobre la unción es paralela a la del
propio Señor sobre el Espíritu Santo, el Consolador, el PARACLETO, en Jn.
14:17; 15:26; 16:13.
En el Antiguo Testamento ciertos hombres eran ungidos para cumplir una
misión.

124
Dios ha acreditado a Jesús como el CHRISTOS, el Mesías. Esta
designación, que es un título, ha venido a ser un nombre. Él es Cristo, el
Cristo, Jesucristo, Cristo Jesús; todos estos vocablos tienen una fuerza
semejante. Él es aquel en quien tiene cumplimiento toda la expectación
mesiánica de Israel y en quien se concentra todo el mensaje de la profecía.
Pablo utiliza ambas expresiones, CHRISTOS IESOUS y IESOUS
CHRISTOS, con frecuencia; esa doble forma la emplea en pasajes
significativos, por ejemplo en los saludos o al final de sus cartas, y en
declaraciones doctrinales vitales. La forma «Cristo Jesús» subraya que Jesús
es el Salvador. La forma «Cristo» destaca la dignidad del título. Cuando
decimos «Jesucristo» apreciamos quizá más claramente que el crucificado
Jesús es ciertamente el Mesías, el ungido con el poder de Dios (1 Co. 1:24).
El sagrado nombre humano «Jesús» es asociado así con el título que indica
que Él es el ungido, que sufrió por su pueblo y que es el conquistador de la
muerte. Es el que ha entrado por su sangre al Lugar Santísimo; es el que ha
entrado por los suyos, libres ahora de la condenación del pecado. Es el que
vendrá otra vez en gloría. Al Jesús que los hombres crucificaron «Dios le ha
hecho Señor y Cristo» (Hch. 2:36).

125
CAPITULO VII

LOS SACRIFICIOS Y LA
UNCIÓN CON SANGRE

I – LOS SACRIFICIOS EN LA CONSAGRACIÓN DEL ANTIGUO


TESTAMENTO
La cuarta parte de la ceremonia de consagración eran los sacrificios (Lv.
8:14-22). Eran tres:
1. El sacrificio de un becerro como ofrenda por el pecado.
2. El sacrificio de un carnero como holocausto.
3. El sacrificio del «carnero de las consagraciones».
1. El primer sacrificio era el becerro como ofrenda por el pecado.
Aquí queda reflejada la necesidad de una convicción profunda de nuestra
culpa personal. Esto es lo que hacía el sacerdote del Antiguo Testamento.
Había allí dos ideas:
a) Él traía un animal para que fuera aceptado como una satisfacción. ¿Por
qué se habla así? Se ha discutido por 1.000 años sobre cuál es el significado
esencial del sacrificio de Cristo. En los 10 primeros siglos del cristianismo
se aceptó en general que en la cruz Cristo habría pagado un precio a Satanás,
para que éste dejara libre al pecador. Esta idea errónea subsistió hasta que
surgió Anselmo, quien hacia el final del siglo XI elaboró una explicación
acorde con la Escritura. Él señaló que la muerte de Cristo es primero y
principalmente una satisfacción rendida al honor de Dios, que había sido
agraviado por el pecado del hombre. ¿Qué era lo que tenía que ser satisfecho?
Era el principio eterno de justicia en Dios. Todo pecado tiene que recibir su
justo castigo. Este es tal vez el sentido más profundo de la cruz. La muerte
de Cristo no fue un pago a Satanás sino que es primero y principalmente una
satisfacción rendida al honor de Dios.
126
b) La segunda idea era la sustitución. ¿Qué significa? Es la idea, que todo
el Nuevo Testamento subraya, de que la culpa era transferida. La vida del
animal era aceptada en sustitución, en reemplazo, en lugar de la vida del
culpable. Hay que destacar que los vocablos «satisfacción» y «sustitución»,
como tales, no están en la Biblia. Pero las ideas sí están, claramente.
La noción de sustitución implica que todo el valor, todo el mérito de la
víctima, era atribuido por Dios al oferente. Desde ese momento su condición
ante Dios ya no era la misma, porque su condición ante Dios ya no quedaba
determinada por lo que él era, sino por lo que era su ofrenda. El pecador es
aceptado en su ofrenda, en su representante.
2. El segundo sacrificio era el de un carnero para holocausto.
Hay aquí dos lecciones:
a) La característica distintiva del holocausto es que era todo para Dios.
¿Cuál es el significado aquí? ¿Qué presenta esta figura del Antiguo
Testamento? El holocausto presenta en figura la devoción plena de Cristo al
Padre, consagrado enteramente a Dios. Sólo el Padre pudo apreciar, en su
verdadero valor, cuánto significa el sacrificio del Hijo. «Holocausto»
significa «totalmente quemado». El vocablo indica además «lo que
asciende». Era una «ofrenda ascendente». Todo ascendía «en olor grato a
Jehová» (Lv. 1:9). Solamente Dios mismo puede entender plenamente el
amor de Cristo y el mérito infinito de su ofrenda de la cruz.
Sí, el primer significado tiene que ver con Cristo mismo. Pero tiene que
ver con nuestra aceptación delante de Dios; este punto es fundamental en
toda nuestra concepción del sacerdocio del creyente.
Dice Pablo:
«Andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí
mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef.
5:2).
La ofrenda fue «a Dios» y no a Satanás.
b) La segunda lección es que este animal, quemado totalmente, era una
clara señal de que el sacerdote israelita se dedicaba a sí mismo, enteramente,

127
a Dios. Notemos que primero venía la ofrenda por el pecado y después el
holocausto. Mientras no se quite la culpabilidad que pesa sobre la conciencia
no se puede presentar ningún sacrificio aceptable. No se puede oficiar en el
santuario. Pero para aquellos que ya somos de Cristo queda la gran
enseñanza; del creyente cristiano se espera que, como sacerdote, se dedique
a sí mismo, enteramente a Dios. Esto significa consagrar el tiempo, el
corazón, la vida toda.
3. El tercer sacrificio era el del «carnero de la consagración» o sacrificio
de paz (Éx. 29:19-22).
Después de los dos sacrificios mencionados, en éste los sacerdotes
declaraban el placer, el agrado que sentían al oficiar en el Tabernáculo, y al
entrar en comunión con Dios, como ministros en el santuario.
De estos sacrificios participaban el altar, el sacerdote y el donante. En este
caso hay que señalar que estos sacrificios se denominaban «de paz» porque
en estas ofrendas Dios participaba junto con su pueblo en señal de amistad.
Estas ofrendas se hacían para hacer peticiones por vía de acción de gracias.
La paz con Dios, que se fundamenta en la sangre de Cristo, reside en que el
pecador que cree en la obra de la cruz, demuestra estar satisfecho con la
misma gran obra que ha dado satisfacción a Dios Santo.
Hay que señalar que posiblemente no todos estos significados estuvieran
claramente presentes en la mente de los sacerdotes israelitas del Antiguo
Testamento. Pero viviendo nosotros en el tiempo «después de la cruz», y
apoyados por la enseñanza del Nuevo Testamento, podemos entender mejor
aquello que estaba detrás de las ceremonias y de las figuras.
El sacrificio del «carnero de las consagraciones» llevaba la idea de la
admisión de los sacerdotes a su oficio, y les confería autoridad para
desarrollarlo.
Ahora que hemos visto los tres sacrificios ligados a la consagración
tenemos que detenernos, para apreciar un detalle fundamental que ocurría en
el hecho de que los sacerdotes ponían las manos sobre las víctimas (Lv. 8:14-
22), en los tres casos:

128
sobre el becerro, en la ofrenda por el pecado;
sobre el camero, en el holocausto, y
sobre el camero de la consagración.
Pero tenemos que distinguir entre las ofrendas por el pecado y las ofrendas
de olor suave.
a) En el caso de las ofrendas por el pecado, al poner la mano sobre la
cabeza de la víctima, el oferente venía como pecador. ¿Qué hacía?; transfería
a la víctima su indignidad y su culpa. En cierto sentido, la víctima, la ofrenda,
quedaba identificada con el oferente y, por tanto, llevaba su culpa. La figura
es directa. Sin vacilar se puede decir de Jesucristo que Él se ha identificado
con el hombre, en su responsabilidad por el pecado. Algunos pretenden decir
que Cristo se identifica con el cristiano como hombre nuevo. Pero esto no es
lo que enseña la Escritura, porque en Ro. 6:6 leemos que nuestro viejo
hombre fue crucificado juntamente con Él.
b) En cambio, en las ofrendas de olor suave (el holocausto y la ofrenda de
paces lo eran) al poner las manos sobre el animal, el oferente adorador, se
identificaba con la perfección de la víctima.
Podemos ilustrar lo que ocurría por medio de un esquema:
OFRENDA ¿Cómo venía? ¿Qué hacía?
1. Por el pecado Como pecador Transfería a la víctima
su dignidad y culpa
2. Olor suave Como adorador Se identificaba con la
perfección de la víctima

Esta identificación implicaba que el oferente no tenía ni devoción ni


pureza por sí mismo, pero presentaba una víctima que sí era pura, sin culpa.
Así sigue siendo en toda la enseñanza del Nuevo Testamento. El pecador,
cuando confía en Jesucristo, está confesando que se refugia en la perfección
de la víctima, porque no puede refugiarse en sus méritos personales, que no
existen.

129
La lección es fundamental. El pecador creyente no se presenta con las
manos vacías, sino que por la fe se apropia de la ofrenda de Jesucristo, y la
hace suya. Esto le da salvación. Además, él no tiene devoción propia, pero
se presenta para adorar porque se refugia en la perfección de Cristo, Cordero
de Dios.
Cuando queremos adorar no se trata de ninguna manera de un nuevo
sacrificio, sino de la identificación plena del creyente con la ofrenda del
cuerpo de Jesucristo en la cruz. Éste es el invariable orden divino. Primero,
antes de disfrutar de otras bendiciones, el hombre necesita regocijarse en el
perdón.
Aquí se encuentra uno de los secretos de toda adoración verdadera.
¿Cuándo hay adoración? La adoración se verifica cuando el creyente se
regocija en lo que ha hallado en Cristo. Y esto nos conduce a un punto
definitivo.
Siempre, siempre, el alma tiene que volver a la contemplación de la cruz,
y las congregaciones tienen que ser llevadas, por el ministerio de la Palabra,
a la contemplación de la cruz, porque éste es el medio para apreciar al Señor
sufriendo por el hombre, pagando el precio, llevando el pecado, en toda
aquella inmensidad de dolor que sólo Dios pudo medir.
Más de una vez, agradecemos a Dios por los bienes que nos da. No está
mal. Pero para adorar se necesita algo más que esto. Para adorar se necesita
participar en algún grado de la apreciación que Dios hace de su Amado Hijo,
y de la ofrenda de sí mismo. Por esta razón Levítico es un manual de
adoración, porque la adoración surge de valorar el sacrificio. No lo
olvidemos.
Estamos rodeados de todo tipo de limitaciones, pero en toda alma redimida
hay aquella luz, aquel discernimiento, por pequeño que sea, que le permite
apreciar algo de lo mucho que el Padre estima la ofrenda y la persona del
Hijo bienamado. Al mirar los sacrificios y el ceremonial del Antiguo
Testamento hay que subrayar que el sacerdote cristiano del Nuevo
Testamento no ofrece sacrificios por el pecado, ni siquiera simbólicamente.
Es un sacerdote espiritual, adora en un templo espiritual y ofrece sacrificios
espirituales.
130
La noción de alabanza ¿qué es? Es todo aquello que enaltece a Dios debido
a un profundo sentido de gratitud en el alma por la obra redentora de Cristo
en la cruz, y en razón de nuestro reconocimiento de las excelencias de la
persona de Cristo.
La actitud de adoración se advierte cuando el hombre se acerca para
expresar cuánto ha encontrado en Cristo.
II - LA UNCIÓN DE LOS SACERDOTES CON SANGRE
En Lv. 8:23 vemos que Aarón era ungido con sangre; en Lv. 8:24 vemos
que y los hijos de Aarón lo eran. Ésta era la quinta parte de la ceremonia.
Todo el ceremonial subraya la eficacia de la sangre. Aquí es la sangre que
santifica, que separa para Dios.
La mano de los sacerdotes era rociada, para ejecutar los trabajos del
santuario. El pie también era teñido con sangre, para un andar santificado por
los atrios de Dios.
El derramamiento de sangre es fundamental; es la esencia del sacrificio, y
estaba relacionado con todos los vasos del ministerio y con todas las
funciones del sacerdote.
«Casi todo es purificado según la ley con sangre». Israel tenía que ser una
nación santa, y de ahí que la sangre le daría pureza y santidad. Además, toda
el área del Tabernáculo tenía que ser consagrada, antes de que la adoración
aceptable a Dios pudiera ser ofrecida.
Aquí hay una lección, que debe ser subrayada: la separación de lo
inmundo, la santidad del carácter, sigue siendo esencial para servir a Dios.
Esta santidad interior es esencial, porque cualquier deformidad descalifica;
esta santidad es esencial, porque «un poco de levadura leuda toda la masa».
La intrusión de la carne ha hecho, y puede seguir haciendo, mucho daño a
nuestro servicio y a nuestro testimonio.
Las cosas de Dios, el pueblo de Dios, el nombre de Dios tienen que ser
tratados con reverencia y no con superficialidad. Los creyentes, los hijos de
Dios, deben ser tratados con amor.

131
Al sacerdote levítico se le aplicaba la sangre sobre la mano, sobre el pie y
sobre la oreja. ¿Por qué sobre la oreja y no sobre la boca? Aquí se esconde
un gran secreto; para servir a la Iglesia y para trabajar no es tan importante
cómo hablamos. Algunos gastan tiempo en aprender a hablar. No está mal
querer servir mejor, corrigiendo nuestros muchos defectos, pero, para servir
a la Iglesia y para trabajar, el aprender a oír es más importante que aprender
a hablar. Lo fundamental es oír lo que Dios dice. No es fundamental saber
hablar, pero es fundamental saber oír. Éste es el método de Dios. El oír, el
escuchar a Dios es fundamental, porque por este medio Dios santifica el
corazón. Si el corazón está santificado, separado para Dios, pronto las manos
y los pies también lo estarán. ¿Cuál es la lección? No deje que penetre en su
alma todo lo que nuestro mundo le ofrece. Sea selectivo; la manera más
elevada de santificar el oído consiste en emplear tiempo con la Escritura, para
escuchar a Dios.
Tenemos un pie consagrado. ¿Tenemos el hábito, hemos tomado la
decisión de rechazar toda compañía con la cual no podamos andar con
nuestro pie consagrado con sangre?
El oído del creyente ha sido consagrado. Lo ha sido para aprender a
escuchar a Dios. Este punto es fundamental. Su significado espiritual es muy
rico, porque subraya que todo creyente ha sido consagrado por la sangre de
Cristo para escuchar cuando Dios habla en su Palabra. El cristiano tiene que
tener un oído selectivo; debe elegir aquello que escucha y tiene que tener un
oído sordo como el del Señor para lo que no procede de Dios.
El siervo perfecto del Señor fue ciego y sordo, como vemos en Is. 42:19-
20
«¿Quién es ciego, sino mi siervo?
¿Quién es sordo, como mí mensajero que envié?
¿Quién es ciego como mi escogido, y ciego como el siervo de Jehová,
que ve muchas cosas y no advierte, que abre los oídos y no oye?»
Cuando iba a ser muerto Él fue mudo, no abriendo su boca cuando fue
abofeteado, burlado y crucificado. Este anuncio en el caso del Señor es

132
presentado delante de nosotros para que recordemos que tenemos un oído
circuncidado para lo malo y un oído consagrado, para escuchar a Dios. Ésta
es nuestra necesidad más apremiante.
III - LA CULMINACIÓN DE LA CEREMONIA
La sexta parte de la ceremonia consistía en la unción de los sacerdotes con
aceite. Hemos visto este punto anticipadamente, al tratar juntas la unción de
Aarón con la de sus hijos, ambas con aceite.
La séptima parte de la ceremonia consistía en que las manos de los
sacerdotes eran llenadas con varias porciones de las ofrendas. Aquí tenemos
una explicación del vocablo «consagrar», que en hebreo significa
literalmente «llenando» (las manos). Así lo aclaran, al margen de Éx. 29:24,
varias traducciones y comentarios.
Las manos de los sacerdotes eran llenadas con partes de los sacrificios y
con tortas hechas sin levadura. Los sacerdotes tenían así en sus manos las
partes más preciosas de los sacrificios.
Hay que observar el detalle de las manos. Estas manos primero, poco
tiempo antes, habían sido colocadas sobre las cabezas de las víctimas, y por
este medio el pecado de los oferentes había sido transferido a los animales.
En segundo lugar las manos recibían el rociamiento con sangre, indicando
que quedaban consagradas para ser santas. Las manos quedaban así vaciadas
de sus pecados.
Y ahora, en tercer lugar, eran llenadas con porciones especiales de
sacrificios. Aquí hay un hecho importantísimo porque, como hemos visto,
ésta es una figura de una transferencia a los sacerdotes de los méritos de la
víctima inocente.
Los sacerdotes tenían que mecer sus manos llenadas. Así tenían que
presentar estas cosas como ofrendas mecidas delante de Dios. La vista del
Señor era puesta sobre estas porciones. Es como si con ese movimiento los
sacerdotes estuvieran invitando a Dios a contemplarlos, a ellos, los
sacerdotes, no por lo que eran sino por lo que había en sus manos, que habían

133
sido llenadas con sacrificios costosos. Los sacerdotes se identificaban con las
ofrendas.
Ellos mecían delante de Dios porciones interiores de los sacrificios,
simbolizando aquello que era más profundamente interior en el sacrificio que
Cristo ha presentado a Dios (Ef. 5:2). Así, el creyente del Nuevo Testamento,
cuando se acerca a Dios como adorador lo hace reconociendo, en su devoción
a Dios, los varios aspectos que, según la palabra, constituyen las excelencias
de los oficios de Cristo y de su persona gloriosa.
2. El sacerdote aceptado.
Leemos en Lv. 8:28:
«Después tomó aquellas cosas Moisés de las manos de ellos, y las hizo
arder en el altar sobre el holocausto; eran las consagraciones en olor
grato, ofrenda encendida a Jehová».
Los sacerdotes eran por este acto identificados con la ofrenda de
holocausto, y eran aceptados delante de Dios según el sabor agradable que
Dios percibía en la ofrenda. Así leemos en Lv. 8:28: «...eran las
consagraciones en olor grato...».
Es fundamental que aprendamos que la única base para nuestra aceptación
por parte de Dios es Cristo mismo y su muerte absolutamente meritoria. El
creyente es llamado a vivir una vida santa porque pertenece a Dios, pero no
para que su vida santificada le haga de alguna manera mejor aceptado delante
de Dios. El creyente ha sido aceptado «en el Amado» (Ef. 1:6). A esta
posición de aceptación no se le puede agregar nada. El pecador creyente es
aceptado en su ofrenda; ha sido redimido con sangre, «para Dios» (Ap. 5:9).
¿Cuál es la lección? El sacerdote creyente tiene que estimar por sí mismo
el valor del único gran sacrificio que le da salvación, y tiene que aprender la
preciosa, la fundamental lección de cómo su alma se acerca a Dios y le adora.
Así aprende por qué puede estar en ese lugar de privilegio.
Parafraseando al autor a los Hebreos podemos decir (He. 8:1), junto con
los otros escritores inspirados del Nuevo Testamento, que el punto principal
de lo que venimos diciendo es éste: tenemos tal Sumo Sacerdote, el cual se

134
sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos; en Él hemos sido
aceptados (Ef. 1:6); en Él estamos completos (Co. 2:10), hemos sido hechos
«la justicia de Dios en Él» (2 Co. 5:21); Él ha obtenido «eterna redención»
(He. 9:12).
3. El ungimiento con aceite y con sangre.
Queda por considerar otro aspecto de la ceremonia:
«Luego tomó Moisés del aceite de la unción, y de la sangre que estaba
sobre el altar, y roció sobre Aarón, sobre sus vestiduras, sobre sus hijos,
y sobre las vestiduras de sus hijos con él...» (Lv. 8:30).
Esta unción de Aarón y sus hijos incluía el rociamiento sobre sus
vestiduras. Se hacía con el aceite de la unción y con la sangre de los
sacrificios.
Este rociamiento con aceite es significativo. Es una figura de la grande y
sorprendente realidad del Nuevo Testamento; todos los hijos de Dios por la
fe en Cristo han sido consagrados, lo mismo que fue su propio Señor,
mediante la unción del Espíritu Santo. Son consagrados con uno y el mismo
Espíritu.
Notemos el vocablo «santificó» en Lv. 8:30. La santificación significa
separación «de» algo, «para» alguien. El creyente ha sido separado a través
de «la gracia santificadora del Espíritu Santo». Pero en Lv. 8:30 vemos que
el rociamiento también se hacía con sangre, la que había sido rociada sobre
el altar (Lv. 2). Los sacerdotes habían sido traídos a una relación de pacto
con Dios, con respecto a su oficio como sacerdotes. El pacto está garantizado
por la sangre de Cristo (He. 7:22; 9.16-21). Esto está indicado por el detalle
significativo de que el rociamiento con ambos elementos, con aceite y con
sangre, se hacía no solamente sobre las personas sino también sobre las
vestiduras, porque éstas eran la insignia de su oficio sacerdotal.
Los símbolos del aceite y de la sangre son expresivos. El aceite recuerda
al creyente que su unción procede «del Santo», y la sangre le recuerda el
amor de Cristo al morir por el hombre.

135
En conexión con esta unción, hay que subrayar la lección que sugiere Lv.
8:31, 32. Las porciones más preciosas de los sacrificios eran quemadas sobre
el altar. Pero la mayor parte de la carne era utilizada para una «comida de
comunión». Una parte se asignaba a Moisés, y el resto era comido por Aarón
y sus hijos «a la puerta del Tabernáculo de reunión».
Los sacerdotes se juntaban unos con otros, en presencia de Aarón, que
comía con ellos. ¿No vemos aquí la figura preciosa del creyente junto con
sus hermanos, todos en comunión con Cristo, nuestro Sumo Sacerdote?
Hay otra idea. Los sacerdotes se alimentaban del altar. Esto es simbólico
de «la impartición de fuerza para el trabajo». El cuadro completo es
impresionante. Los creyentes, como sacerdotes espirituales, tienen comunión
unos con otros; se reúnen teniendo como centro a la gran cabeza de la Iglesia,
siempre presente (Mt. 18:20), y así la comunión es plena. Todos los creyentes
sacerdotes del Nuevo Testamento festejan juntos, en paz con Dios, todos
ellos participando, mediante la palabra, de la plenitud de Cristo. La parte final
de la ceremonia de Levítico 8 destaca, pues, que mediante ella los sacerdotes
eran traídos a una relación de comunión con Dios, como ministros del
santuario, para ofrecer sacrificios y para ser alimentados.
La comunión con Cristo y con su Palabra nutre al creyente. La comunión
se fundamenta en el aprecio de la persona y del sacrificio de Cristo; esto es
lo que se presenta en figura, al comer los sacerdotes israelitas porciones de
los sacrificios, en la ceremonia de consagración.
Este último aspecto destaca que la fuerza, la fortaleza para el sacerdote le
era suplida por Aquel mismo a quien tenían que servir, porque se alimentaban
del altar. Así podían participar con regocijo, en gratitud por haber sido
separados para ese servicio santo y exaltado.
En Levítico 8 Aarón era consagrado y también sus hijos lo eran, éstos para
ser sacerdotes bajo Aarón. ¿Cuál es la contrapartida de todo esto para el
creyente sacerdote del Nuevo Testamento?
«... teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de
Jesucristo...
... y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos...»
136
No hay duda. La consagración de los sacerdotes del Antiguo Testamento
es típica de la consagración de todos los creyentes para ejercer un sacerdocio
bajo Cristo mismo.
El poder para su servicio viene de la unción con el Espíritu Santo, como
está prometido por el mismo Señor:
«... y recibiréis poder...» (Hch. 1:8).
4. Siete días separados.
Según Lv. 8:33-35, los sacerdotes eran confinados a permanecer durante
siete días en el Tabernáculo. Todo subraya que un elemento esencial de la
consagración es la separación para Dios.
La parte final de Levítico 8 tiene un mensaje múltiple: Habla de la
identificación de ellos con los sacrificios (v. 15); además el pasaje habla de
aquello que asciende, una figura preciosa de Cristo aceptado en la presencia
del Padre, y aceptado no sólo personalmente, sino también nosotros
aceptados en Él.
En Lv. 8:31-32 aprendemos que los sacerdotes participaban de una fiesta;
comían parte de la carne, junto con Aarón, que representa a Cristo. Esto es
una figura de los sacerdotes cristianos, juntos en regocijo y en paz con Dios,
pero sobre todo en comunión con Cristo. Es en comunión unos con otros y
en la comunión con el Señor que los creyentes se apropian de la plenitud de
Cristo. «De su rebosante plenitud todos hemos tomado, y gracia sobre
gracia» (Jn. 1:16).
Sí, el día de las consagraciones era también un tiempo y una ocasión para
la unción, para la separación, para el alimento; todo esto capacitaba a los
sacerdotes para cumplir con sus funciones Esta fiesta señalaba la gratitud de
los sacerdotes por haber sido elegidos, por haber sido alimentados y
equipados para su ministerio sacerdotal.
¿Qué es, entonces, la consagración?
En el Antiguo Testamento, la noción de «consagración» abarca dos
aspectos: por un lado la esencia misma de la consagración es la separación
para Dios; por otro, consagrar significa «llenar las manos». La consagración

137
era literalmente el llenado de las manos. Parte del sacrificio era puesto en las
manos de los sacerdotes; eso era mecido, presentado delante de Dios, y luego
era llevado al altar.
Recordemos otra vez el detalle de las manos, puestas primero sobre las
cabezas de los animales, rociadas luego con sangre; así eran llenadas. Las
manos tenían que estar vacías antes de ser llenadas.
Esta revelación es definitiva y altamente consoladora. Todo creyente en
Cristo, cualquiera sea su experiencia actual, tiene que animarse. Tiene que
responder de corazón ante lo que la Escritura revela. El creyente se dedica,
pero es Dios el que consagra, y Dios consagra llenando las manos. Esto
revela cuál es la gran condición para ser un sacerdote. Nosotros venimos
vacíos, pero Dios llena las manos. Ésta es la consagración. El sacerdocio
verdadero no se funda en la capacidad humana, sino en lo que Dios provee.
Si alguno se siente vacío, cumple la gran condición para el sacerdocio.
Nosotros venimos vacíos, porque estamos vacíos, pero Dios llena las manos.
Todo creyente, por simple o inútil que se sienta, debe encontrar en esto
una nota de regocijo. Que cada uno se levante de su impotencia, o de su
indiferencia. Es Dios el que llena las manos, y si el llena las manos no las
tenemos más vacías.
Más todavía; las manos eran llenadas con porciones de los sacrificios que
se ofrecían a Dios. La figura apunta a Cristo, a su plenitud, a lo que Cristo es
para el alma y para Dios. La lección es que la capacitación para servir como
sacerdote consiste en un conocimiento pleno del Señor, como Él se revela en
las Escrituras, Dios llena nuestras manos cuando gana el oído y cuando
conquista el corazón para que se regocije con la plenitud de la Biblia. Esto
es básico si queremos acercamos al concepto pleno de sacerdocio cristiano.
Todo creyente es sacerdote, sin duda. Pero no todos ejercen su sacerdocio
en plenitud. Nada menos que una Biblia plena puede hacernos sacerdotes
plenos, en el sentido de serviciales. Nada menos que un ministerio de la
Palabra en profundidad puede hacernos sacerdotes profundos.
No hay otro método ni hay otro camino. Dios solamente puede utilizar
hombres y mujeres vacíos, que carecen de recursos.

138
Cuando Dios consagra, Dios santifica, separa, y Dios llena las manos. Las
manos tienen que ser llenadas con la plenitud de Cristo, y esto nos es
impartido mediante la plenitud de la Biblia.
El sacerdote cristiano es un hombre muy ocupado. Tiene mucho que hacer.
Pero el fruto no depende del trabajo. El fruto depende de su vida de comunión
con la Palabra. La comunión es el fundamento del sacerdocio, y esta
comunión nos es impartida en la plenitud de la Biblia. En la consagración no
es importante lo que uno es ni lo que uno trae. Lo importante es que Dios lo
consagra, y lo consagra llenando sus manos. Para que el creyente cumpla su
sacerdocio en plenitud, el camino pasa por un ministerio en profundidad de
la Palabra. No busque otro camino más corto, porque no lo hay.

139
TERCERA PARTE

ELTABERNÁCULO

CAPÍTULO VIII – Una visión general del Tabernáculo.


CAPÍTULO IX – El altar de bronce.
APÉNDICE C – Los sacrificios en el Antiguo Testamento.
APÉNDICE D – Diferencias entre el sacrificio de expiación por el pecado
y el de holocausto.
CAPÍTULO X – El lavacro.
CAPÍTULO XI – El candelero.
CAPÍTULO XII – La mesa con los panes de la proposición.
APÉNDICE E – Cristo, el pan de vida.
CAPÍTULO XIII – El altar de oro.
CAPÍTULO XIV – El velo.
CAPÍTULO XV – El arca.
CAPÍTULO XVI – El propiciatorio.
CAPÍTULO XVII – Los querubines.
CAPÍTULO XVIII – El Lugar Santísimo.

140
CAPÍTULO VIII
UNA VISIÓN GENERAL DEL
TABERNÁCULO

Este capítulo presenta algunas características generales sobre el santuario


en su conjunto, que no pueden atribuirse a uno solo de los objetos del
Tabernáculo.
El verdadero significado del Tabernáculo sólo puede ser entendido ahora,
a la luz de la obra de Cristo. ¿Por qué lo estudiamos? Estudiamos el
Tabernáculo porque este santuario terrenal es figura del verdadero. El
tabernáculo original es el cielo.
I - ES DE DISEÑO DIVINO
1. El Tabernáculo de Dios en el desierto de Sinaí es la primera habitación
que el Dios viviente ordenó que se construyera para Él. Era la primera
morada de Dios sobre la tierra. De ahí la orden:
«Y harán un santuario para mí, y habitare en medio de ellos» (Ex. 25:8).
Durante los 40 días en que Moisés estuvo en la montaña santa, él recibió
no solamente las tablas con los mandamientos de Dios sino que también
recibió instrucción divina para este edificio único. Todo fue de diseño divino;
nada quedó librado a la imaginación de los artesanos, y ni siquiera de Moisés,
el patriarca, o de Aarón, el sumo sacerdote.
Dios Todopoderoso testimonió su agrado con esta habitación porque
manifestó su presencia en la columna de nube brillante.
En 144 lugares la Biblia denomina a este edificio como «la tienda de
reunión». También se le llama «la tienda del encuentro». Esto indica sin duda
alguna que el deseo de Dios de tener comunión con el hombre encontró su
cumplimiento allí. El cumplimiento pleno es y será una realidad en el Ungido
de Dios, el Señor Jesucristo.
141
Durante alrededor de 500 años se celebraron los servicios por medio de
sacerdotes, que eran de la familia de Aarón. Si se toma el Pentateuco, más la
carta a los Hebreos, se tiene que hay menciones del Tabernáculo en 50
capítulos de la Biblia.
El Tabernáculo era la casa de Dios. Por esta razón, Él ordenó cómo tenía
que ser hecha. Moisés, como siervo, obedeció. Es bueno que recordemos que
el Señor no ha sido menos cuidadoso en cuanto a la construcción de Su
iglesia.
Él ha dado el diseño y las instrucciones más minuciosas, ha hecho conocer
su voluntad irrevocable acerca de la Iglesia, para que sea obedecida a través
de los siglos. Las cosas que los hombres han agregado o desvirtuado no
cuentan para nada con la aprobación divina.
El primer bosquejo del Tabernáculo, el diseño y sus especificaciones, todo
fue dado minuciosamente desde el cielo. Dios mismo fue el Arquitecto, y
concedió la plenitud o la ayuda del Espíritu Santo a ciertos artífices que lo
llevaron a cabo.
Posiblemente no existe otro símbolo de la Escritura que sea más rico en
significado, más amplio en su enseñanza sobre Cristo, que este edificio
portátil, de designio divino. Todos los detalles del Tabernáculo permiten
apreciar, en su conjunto, la revelación de Jesucristo, en su Persona, en su
sacrificio y en su sacerdocio.
II - PROPÓSITOS DEL TABERNÁCULO
La carta a los Hebreos explica el significado simbólico del orden de
adoración en el Tabernáculo, y señala que aquello era
«figura y sombra de las cosas celestiales» (He. 8:5).
El mismo pasaje agrega que le fue dicho a Moisés:
«Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado
en el monte» (He. 8:5).
El Nuevo Testamento revela el significado simbólico de la tienda de
reunión, destacando que el Tabernáculo terrenal habla de cosas aún mayores,
en el plano celestial.
142
Entre los varios propósitos de la edificación del Tabernáculo hay que
mencionar.
1. Era el lugar de morada de Dios en medio de su pueblo Israel.
El Tabernáculo era la morada de Jehová, Dios de Israel. A través de las
Escrituras se advierte un progreso en la manera en que Dios se ha revelado a
Sí mismo al hombre. Primeramente, Dios aparece caminando en el jardín del
Edén, en contacto con las criaturas humanas que había creado.
En segundo lugar, Dios se manifestó a sí mismo a Moisés, en la zarza
ardiendo (Éx. 3:4) y dio además instrucciones acerca de la liberación de
Israel con respecto a Egipto (Éx. 3:5-12).
En tercer lugar, una vez que los israelitas habían sido liberados de Egipto,
Dios se reveló a ellos en una columna de nube y en una columna de fuego
(Ex. 13:21).
En cuarto lugar, cuando Moisés hubo acabado el Tabernáculo tal cual el
Señor le había indicado, la gloria de Dios se apareció en la misma nube.
«Entonces una nube cubrió el Tabernáculo de reunión, y la gloria de
Jehová llenó el Tabernáculo» (Éx. 40:34).
Más tarde, el movimiento de la misma nube correspondía con la marcha
de Israel en el desierto. Dios hablaba con Moisés desde la misma nube.
En quinto lugar, Dios se reveló a Sí mismo en el templo construido por
Salomón. Cuando el templo fue dedicado leemos:
«Cuando Salomón acabó de orar, descendió fuego de los cielos, y
consumió el holocausto y las víctimas; y la gloria de Jehová llenó la
casa» (2 Cr. 7:11).
Por último, tuvo lugar el acontecimiento más maravilloso de todos, en
cuanto a la habitación divina, cuando Dios habitó entre nosotros en la
Persona de Jesucristo.
«Y aquel verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros...» (Jn. 1:14).
El vocablo «Habitó» es el griego Skenoo, que significa «tienda»,
«tabernáculo». Dios puso su Tabernáculo entre nosotros.
143
2. El Tabernáculo presenta una visión anticipada de la cruz y de las
glorias que vendrían después.
Típicamente, el Tabernáculo señalaba a Cristo, en todas sus glorias, y a la
inmensidad de su obra. Es el mayor de todos los tipos de Cristo que presenta
al Antiguo Testamento.
Cuando el Señor Jesucristo terminó su obra en la tierra, Él ascendió al
Padre, y envió al Espíritu Santo para que habitase y habite en todo creyente.
Así, leemos:
«... Mora con vosotros, y estará en vosotros» (Jn. 14:17).
Hoy, cuando un pecador confía en Cristo como su Salvador personal, el
Espíritu Santo le es dado como una garantía de todo cuanto Dios va a hacer
con ese hombre (Ef. 1: 14), a partir de su conversión a Cristo.
Y ocurre entonces otro hecho maravilloso. Debido a que el Espíritu Santo
vive dentro de todo creyente, su cuerpo humano pasa a ser un templo del
Espíritu de Dios. Esta enseñanza es sorprendente, pero es inequívoca. Lo dice
Pablo:
«¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo...?» (1
Co. 6:19).
Hay que destacar que cuando Dios comenzó su obra de creación tuvo en
su mente el propósito de estar en medio de sus criaturas. Así leemos en Pr.
8:23-31 de Uno que habla, que es Llamado la Sabiduría, que existía antes de
la Creación, antes de que los montes fuesen formados. Él estaba por siempre
con Dios, era uno en quien Dios se deleitaba. Pero agrega:
«Me regocijo en la parte habitable de la tierra; y mis delicias son con
los hijos de los hombres» (Pr. 8:31).
La enseñanza es inconfundible; antes de que la creación existiera, el Hijo,
la Segunda Persona de la Santa Trinidad, se regocijaba en sus criaturas, y su
deseo era habitar con ellas.
El Evangelio según Juan nos dice:

144
«Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su
gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de
verdad» (Jn. 1:14).
Él había dicho de sí mismo:
«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn. 2:19).
Hemos llegado a la cumbre. Dios mismo ha venido. Finalmente Dios había
encontrado un Ser para habitar con el hombre. Esto es lo que el Tabernáculo
tipificaba. Siendo el lugar de la morada de Dios sobre la tierra, el
Tabernáculo vino a ser un tipo de Cristo mismo, como aquel ser en quien
Dios habitó en medio de los hombres, corporalmente.
El Tabernáculo presenta además a Cristo en otros sentidos, porque casi
todos los detalles del santuario apuntan a algún aspecto de su persona o de
su obra, pero el hecho de que en Cristo Dios se nos ha acercado, y se ha hecho
hombre, es un acontecimiento de primera magnitud.
El Tabernáculo era una figura anticipada del Cristo de Dios, de Dios y de
su agrado por habitaren medio de su pueblo redimido. Presenta en figura una
visión anticipada de la cruz de Cristo.
Presenta asimismo al Señor en gloria, y anticipa el hecho no menos
glorioso de que, por el velo de su carne (He. 10:20), los que confían en Cristo
tienen ahora acceso, y acceso pleno, al trono de gracia (He. 4:16) y a Dios
mismo (He. 10:19).
En la carta a los Efesios Pablo habla también del «misterio de Cristo», que
es la Iglesia, formada por todos aquellos que han sido sellados por el Espíritu
Santo:
«…podéis entender cuál sea mi conocimiento en el misterio de Cristo»
(Ef. 3:4).
Así, el Tabernáculo permite al creyente de discernimiento espiritual
indagar en su significado, y penetrar más en los secretos del propósito de
Dios.

145
Los diferentes objetos, o muebles, o vasos del Tabernáculo son indicativos
de los atributos gloriosos de Jesucristo. Esto se apreciará al estudiar cada uno
de esos vasos, en los capítulos siguientes.
3. El Tabernáculo presenta una lección sobre la santidad de Dios y
sobre la pecaminosidad del hombre.
Este es otro aspecto fundamental del propósito de Dios al erigir el
santuario del desierto. La santidad de Dios y la pecaminosidad del hombre
se encuentran en extrema oposición. Éste es el gran conflicto entre el hombre
y su Dios.
«El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la
carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis»
(Gá. 5:17).
El Tabernáculo enseña en figura cómo el conflicto se resuelve, El hombre
puede acercarse a Dios, pero no de cualquier manera. Sólo puede
aproximarse a través del camino indicado por Él. No se admite ninguna
excepción.
Esto es de interés principalísimo para nuestro mundo, porque mucha gente
piensa que, «al fin y al cabo, todas las religiones son buenas». Tenemos que
rechazar de plano esta proposición vaga; primero, porque no especifica que
el propósito sea el de acercarse a Dios; pero principalmente debemos
rechazarla porque la Biblia enseña precisamente lo opuesto. En el tiempo
actual, todas las religiones excepto la cristiana conforme al Nuevo
Testamento, tienen por inspirador, en diferente grado, al propio Satanás, y
no a Dios. Ni esas religiones proceden de Dios ni ninguna de ellas conduce
a Dios.
El camino indicado por Dios para que el hombre se le acerque no es la
religiosidad, entendida ésta como el esfuerzo del hombre para acercarse a la
divinidad mediante rituales, ceremonias, limosnas, sacrificios que Dios no ha
pedido ni quiere; el camino no es ése. Hay un solo camino establecido por
Dios; es Cristo y su cruz, Cristo y su amor, como está prefigurado en el
Tabernáculo, como está predicho en las profecías, como está confirmado por
el mismo Señor y sus apóstoles. Hay un solo camino (Jn. 14:6) y hay un solo

146
mediador (l Ti. 2:5); hay un solo sacrificio, que ha obtenido «eterna
;
redención» (He. 9:12).
4. El Tabernáculo subraya la importancia de la doctrina bíblica sobre
la sangre.
En el Tabernáculo había una puerta y dos velos. Estos tres elementos
hablan de la exclusión del hombre. Se trata de la exclusión con respecto al
santuario, es decir, de lo lejos que el hombre debiera haberse mantenido de
su Creador, si no hubiera sido por los sacrificios.
El camino hacia Dios es el que presenta el Tabernáculo; es un camino a
través del derramamiento de sangre de una víctima inocente. Éste es un tipo
de Cristo, que derramó su sangre sobre la cruz. Así, Él abrió el camino hacia
Dios. El Tabernáculo constituye una representación inconfundible del
camino de acceso del pecador a Dios. Hay un solo camino hacia Dios, y es
un camino rociado con sangre.
Por su importancia, el tema de los sacrificios y el de la doctrina sobre la
sangre lo trataremos con algún detalle, al considerar el altar de bronce, en
otro capítulo. Dedicaremos el Apéndice C al estudio de los cinco sacrificios
que se describen en Levítico.
La enseñanza bíblica sobre la sangre tiene que ser enfatizada en el día de
hoy. ¿Por qué? Porque Satanás, conociendo su valor, se opone a ella, y
desearía verla eliminada de nuestra doctrina, de nuestro vocabulario y de
nuestra predicación. Esto es lo que intenta el modernismo.
5. El Tabernáculo, un lugar para la manifestación de Dios.
Leemos en Nm. 7:89:
«Y cuando entraba Moisés en el Tabernáculo de reunión, para hablar
con Dios, oía la voz que le hablaba...»
El Tabernáculo era también el centro de las manifestaciones de Dios a su
pueblo terrenal, Israel. Dios se manifestó a sí mismo allí, y proclamó sus
pensamientos y su consejo por medio de Moisés (Éx. 25:22). Ciertamente,
Dios habló desde el Tabernáculo y, por su enseñanza típica, continúa
hablando hoy.

147
En Jn. 14:16 leemos:
«Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con
vosotros para siempre».
Estas palabras de Cristo parecen un eco de aquellas de Nm. 7:89;
enseñando que el creyente que ama al Señor y que, porque le ama, lo
obedece, es el destinatario de la gran promesa del Señor.
Es importante distinguir, como lo ha hecho Spink, que en los vasos
sagrados del Tabernáculo encontramos tres que hablan de la manifestación
de Dios y otros tres que se refieren al acercamiento a Dios.
En el primer sentido, como manifestación de Dios tenemos el arca, el
candelero y la mesa con los panes de la proposición; cada uno despliega
aspectos distintos de la gloria de Cristo, y están poniendo énfasis en que el
Tabernáculo es morada de Dios.
En el segundo sentido, como símbolo del acercamiento a Dios, tenemos el
altar de bronce, el lavacro y el altar de oro; cada uno es un vaso para nuestro
acercamiento a Dios, y están poniendo énfasis en que el Tabernáculo es un
lugar de encuentro entre Dios y el hombre.
6. Un lugar para la adoración.
Para la nación de Israel, el Tabernáculo era el centro de adoración. La
adoración surge cuando el pecador reconoce la significación espiritual del
sacrificio de la cruz. Este aspecto se verá al tratar el altar de bronce. Pero
anticipemos que en el Nuevo Testamento el lugar de adoración es ahora una
persona, el propio Señor Jesucristo. En esa persona Dios y el hombre se han
encontrado.
En el día de hoy no hay una iglesia que salve, sino una sola persona que
salva (Jn. 14:6). Y no hay un templo sobre la tierra donde una persona deba
entrar para acercarse a Dios. Hemos sido «hechos cercanos (a Dios) por la
sangre de Cristo» (Ef. 2:13). Hay un solo nombre que podemos invocar para
ser salvos. «En ningún otro hay salvación; ... no hay otro nombre... en que
podamos ser salvos» (Hch. 4:12). Y no hay ningún otro fundamento de

148
congregación, para el servicio y para la adoración, que la invocación del
mismo sagrado nombre de Cristo el Señor (Mt. 18:20).
III- EL TABERNÁCULO ERA EL LUGAR PARA LOS
SACRIFICIOS
Aquí sólo anticipamos, sucintamente, algunos aspectos que se tratan con
más detalle en capítulos posteriores.
1. Mediante los sacrificios Dios estaba enseñando cómo su pueblo
podría acercarse a Él.
Los primeros adoradores que aparecen en la Biblia conocían el camino
hacia la vida de Dios. Abraham entendió que no podía acercarse al Señor,
excepto mediante un sacrificio. La Pascua y las ofrendas enseñaban lo
mismo, pero el Tabernáculo fue la más amplia expresión de esa enseñanza,
el símbolo más elaborado que otro precedente cualquiera. Todo el sistema
levítico, y toda la vida del Tabernáculo giraban alrededor de los sacrificios.
Hay enseñanza sobre cada paso que debía darse para ofrecer el sacrificio
según el sistema levítico; la orden era ofrecer una víctima; ésta debía ser de
cierta calidad, por lo que prefiguraba.
La finalidad de los sacrificios era lograr el acceso a Dios. El Tabernáculo
enseña que este acceso sólo podía alcanzarse entrando con una ofrenda a
través de la puerta, para refugiarse por la fe en la sangre del sustituto.
Un aspecto fundamental de los sacrificios es que la santidad de Dios tenía
que ser respetada. ¿En qué consiste este aspecto? En que todo pecado tiene
que recibir su justo castigo. La santidad de Dios no hubiera quedado
satisfecha si un solo pecado hubiese quedado pendiente, sin castigo.
Pero además tiene que ser subrayado que en los sacrificios también el amor
de Dios hacia su criatura perdida recibía satisfacción. Sí, entre las cosas que
debían quedar satisfechas en la cruz, el gran amor de Dios hacia el hombre
tenía que ser satisfecho. El santo deseo de Dios de rescatar al hombre tenía
que ser atendido.

149
La revelación que Dios ha dado de sí en el Tabernáculo constituye el
testimonio de su santidad incambiable, y al mismo tiempo constituye un
testimonio de Su gracia (Ef. 2:4).
La puerta exterior siempre abierta del Tabernáculo, y el fuego siempre
ardiendo del altar de los sacrificios, constituyen un signo claro de la intención
de Dios. Él estaba siempre dispuesto a recibir las ofrendas voluntarias de su
pueblo, aparte de las que había indicado como obligatorias para ciertas horas
del día. Él está todavía hoy anhelando que el hombre vuelva.
2. El alto costo de la salvación.
Este punto subraya el alto precio que los israelitas debían dar a la sangre.
Ellos no podían comer ni beber la sangre. En los sacrificios, la sangre era
tomada aparte; una porción era utilizada para rociar con sangre diversas
personas y varios objetos del santuario, y la sangre que sobraba era
derramada en la tierra, al lado del altar de los holocaustos.
Nada menos que la preciosa sangre de Cristo sería suficiente. Dios ha
valuado nuestra salvación a un costo nada menor que ése, el «derramamiento
de su alma» hasta la muerte (Is. 53:10). Esto muestra cuán valioso es todo
creyente para Dios.
3. Sobre la base de los sacrificios podía haber un encuentro entre Dios
y el hombre.
Esta era la finalidad última de los sacrificios, a saber.
a) Mediante los sacrificios, el hombre culpable podía aproximarse a Dios,
porque era aceptado no por lo que él era en sí mismo sino por lo que era su
ofrenda.
b) Mediante ellos, era posible que Dios Santo habitara en medio de un
pueblo pecador.
4) El sacrificio de la cruz despliega la gloria del carácter de Dios.
No es fácil ver gloria en la obra de la cruz, pero Dios ha sido glorificado
en la muerte de su Hijo; los atributos gloriosos de Dios han sido desplegados
en su armonía y unidad.

150
Esta verdad tendría cabida en el hombre una vez que la obra de la
redención estuviera terminada. Por esta razón, este aspecto vinculado con el
carácter de Dios sería materia de las cartas apostólicas (Ro. 3:25-26; 2 Co.
5:21; Gá. 2:19-20; 3:13- 14; Ef. 2:4-10; 1 Pe. 3:18; 1 Jn. 4:10 y otros pasajes).
La cruz despliega la gloria del amor de Dios en la salvación del pecador
culpable. Es que el pecado planteó un problema a Dios; la cuestión era cómo
justificar, cómo declarar justo al impío. El hombre está separado, alienado de
Dios, a causa del pecado. Y Dios está separado del hombre a causa de su ira.
La sabiduría de Dios ha obrado junto con el amor de Dios. En la muerte
sustitutiva de Cristo el pecado ha sido destruido, y la ira ha sido desviada. La
muerte sustitutiva de una víctima inocente es lo que también prefiguraba el
sistema sacrificial del Tabernáculo.
Sin ignorar el hecho del pecado, el amor de Dios ha encontrado la manera
de tratar con el pecado para destruirlo; y esto porque quería salvar al pecador.
La única vía fue la propiciación de Cristo. Ahora Dios puede llamar a cada
uno para que acepte esta ofrenda por medio de la fe. La fe tiene un lugar, y
un lugar decisivo, porque por medio de la fe el hombre recibe lo que Dios
ofrece. La fe recibe (Jn. 1:12) y la incredulidad rechaza (Jn. 5:40).
IV - LECCIONES QUE SURGEN DEL ORDEN Y DE LA
ESTRUCTURA DEL TABERNÁCULO
El santuario portátil de los hebreos estaba compuesto de tres partes:
a) El Lugar Santísimo.
b) El Lugar Santo.
c) El atrio.
Hay dos maneras de ver esta estructura, desde el punto de vista de Dios o
desde el punto de vista del hombre. Dios comienza describiendo el Lugar
Santísimo, porque Él siempre procede Igual, va al corazón de las cosas. Dios
obra desde adentro hacia afuera.
Pero desde el punto de vista de la experiencia del creyente, el orden es el
inverso, éste es el orden de exposición que seguiremos. En este caso, el
camino que recorrían los sacerdotes desde la puerta hasta el lugar Santísimo

151
presenta una figura de la salvación, que comienza al pie de la cruz y otorga
el acceso a Dios. Recorriendo el mismo camino, vemos un cuadro de los
privilegios y las responsabilidades del sacerdocio del cristiano.
V - ¿DÓNDE HABITA DIOS AHORA?
Los hombres construyen en todas partes santuarios, en un esfuerzo por
multiplicar la presencia de Dios. Pero la Escritura es categórica, pues a través
del apóstol Pablo dice:
«Dios... no habita en templos hechos por manos humanas» (Hch.
17:24).
1. La iglesia como morada de Dios.
En los días de su carne, en el cuerpo humano de Cristo habitaba la plenitud
de la Deidad, corporalmente:
«Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad» (Col.
2:9).
El cuerpo humano de Jesucristo vino a ser un santuario. Él mismo se refirió
a su cuerpo como un templo.
Después de su pasión, el Señor resucitado estuvo un tiempo con los suyos
sobre la tierra y luego ascendió a los cielos. Desde allí ha enviado al otro
Consolador, el Espíritu Santo. Mediante el descenso de la Tercera Persona
de la bendita Trinidad fue formada la Iglesia; no se trata de que el Señor haya
construido santuarios determinados para manifestar su presencia; tampoco se
trata de estructuras jerárquicas, o de grandes organizaciones para regir o
gobernar a la Iglesia.
Conforme al Nuevo Testamento cada iglesia local o asamblea es
autónoma; reconoce como autoridad a la Sagrada Escritura y no recibe
instrucciones más que de Cristo, el Señor de la iglesia. Él, el Señor Jesucristo,
es la única Cabeza de la iglesia. La distinción entre una Cabeza invisible y
una cabeza visible no tiene fundamento en la Escritura, y se opone al Señorío
de Cristo y a la autonomía de las iglesias. Las Asambleas reconocen como
fundamento de su reunión al nombre de Cristo. Así mismo reconocen la

152
autoridad final, en doctrina y practica de las Sagradas Escrituras, los 66 libros
inspirados por el Espíritu Santo.
El Señor no ha delegado en nadie ni su Señorío sobre cada Asamblea ni su
carácter de Sumo Pontífice, Sumo Sacerdote único y eterno de su pueblo
redimido,
La iglesia es una casa espiritual, un templo santo, edificado con piedras
vivas (l Pe. 2:4-9), Ésta es la morada actual do Dios en la tierra. «Ninguna
caía, no importa cuán magnífica, ningún templo hecho de manos, no importa
cuán grandioso, puede reclamar el honor de ser la casa de Dios. Él no mora
en templos o santuarios hechos de mano (Hch, 17:24), Pero Cristo sí ha
asegurado que Él estaría en medio de «dos o tres» de sus redimidos que se
congregasen en su nombre (Mt. 18:20).
Este concepto aparece confirmado en las últimas páginas del último libro
de la Biblia. Una vez vencido el último adversario, Dios será todo en todos,
y entonces estará
«el Tabernáculo de Dios con los hombres, y morará con ellos; y ellos
serán su pueblo» (Ap. 21:3).
Dios ama morar en medio de las alabanzas de su pueblo, Él solo puede
habitar allí donde es conocido, «y Él solo puede ser conocido sobre la base
de la redención».
De acuerdo con su naturaleza Dios sólo puede tratar con el hombre
pecaminoso sobre la base de su justicia. Él tiene que revelarse como
supremamente justo y santo. Es en este contexto donde brilla la misericordia
revelada en Cristo, porque en su amor Dios ha provisto un refugio con
relación a su justicia. El refugio es la sangre de Cristo.
La iglesia está segura en los brazos de su Señor. Todo enemigo ha sido
derrotado en la cruz.
Es más; constituida como está, por piedras vivas, la iglesia es un edificio
que va creciendo para ser un templo santo en el Señor. Este edificio crece; la
iglesia crece, aunque no siempre la vemos crecer. Aun cuando a nosotros nos

153
parece que nada ocurre, la Escritura asegura que Dios no está inactivo. Dios
es el que trabaja para hacer crecer, para edificar la Iglesia.
Y todo esto ¿para qué? Para que ella sea la morada de Dios en Espíritu (Ef.
2:22). Ésta es una de las glorias que distinguen a la Iglesia de todo otro
organismo en el mundo, que Dios mora en ella.
¿Dónde mora hoy Dios? En la Iglesia. Esta revelación es nueva, en el
sentido de que no aparece en el Antiguo Testamento.
2. El creyente como morada de Dios.
El Tabernáculo, según hemos visto, es un anticipo del Cristo de Dios, y
del deleite que Él tiene en su pueblo redimido.
Es también un tipo de la Iglesia que, en unión con Cristo, es la habitación
de Dios mediante el Espíritu. Más aun, dado que todo creyente es
denominado una «piedra viva», edificado como casa espiritual y sacerdocio
santo, el Tabernáculo es simbólico de todo creyente.
Fue hacia el final de su ministerio terrenal que el Señor Jesucristo reveló
lo concerniente a la venida del Espíritu Santo. Entre esas revelaciones, hay
una que es sorprendente. El Señor dice en Jn. 14:16-17:
«Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con
vosotros para siempre: el Espíritu de verdad...»
Esto es también absolutamente nuevo. Quedaría para Cristo el revelar este
gran propósito de Dios. En el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió
y formó, de aquellos creyentes dispersos, y de varios orígenes, la Iglesia, el
cuerpo de Cristo.
Cada individuo que recibe a Cristo como Salvador pasa a ser habitado por
el Espíritu Santo. El nuevo creyente recibe el sello del Espíritu.
«... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras
de vuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para
alabanza de su gloria» (Ef. 1:13-14).
El vocablo «arras» significa «garantía», de modo que el texto puede leerse
así:

154
«... fuisteis sellados con el Espíritu Santo... que es la garantía de vuestra
herencia, hasta que toméis posesión de ella».
El creyente en Cristo no solamente es sellado sino que además es
bautizado en el Espíritu. Este bautismo se produce al momento mismo en que
la persona deposita su confianza en Cristo.
El creyente es además ungido por el Espíritu Santo, y esto también ocurre
de manera simultánea con su conversión.
Esto es algo, y algo muy importante, de la obra que el Espíritu Santo
realiza en el creyente. Lo que importa es subrayar que ahora esta morada se
concreta en una habitación en cada uno de los miembros de la Iglesia.
En el Antiguo Testamento este hecho no aparecía anticipado con la
claridad con que aparece en el Nuevo. Ni aun Filón, el sabio rabino de
Alejandría, pudo imaginar que Dios se humanaría; tampoco pudo pensar en
Dios viniendo a habitar en los corazones de los hombres. La gloria de este
anuncio quedó reservada para Jesucristo.
Pero notemos que Dios no puede habitar en medio de aquel que continúa
amando sus pecados. Sólo a su pueblo y a sus individuos separados del
pecado y del mundo puede Dios iluminar en cuanto a verdades registradas
en su Palabra.
«¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo...?» (1
Co. 6:19).
Este pensamiento bíblico es sublime. No deja ninguna duda de que
nuestros cuerpos son la habitación de Dios por medio del Espíritu Santo, que
ha hecho su morada allí, sobre la base de la obra de la redención terminada
por Cristo en la cruz.
Cuando el Espíritu Santo viene a habitar en un nuevo creyente, la Escritura
lo exhorta a encarar de plano el conflicto que se plantea entre el Espíritu y la
carne, conflicto que antes no existía. Pablo lo expresa así:
«Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es
contra la carne» (Gá. 5:17).

155
Cómo enfrentar este conflicto es la materia del capítulo sobre «El
lavacro».
VI - LA GRAN LECCIÓN
El Tabernáculo es, supremamente, un tipo de Cristo. Todo en el
Tabernáculo apunta hacia su persona y su obra. El santuario en el desierto
prefigura la persona única en la cual se han unido la deidad plena con la
humanidad plena, sin pecado. Sin duda alguna, el Tabernáculo está incluido,
y en primerísimo lugar, en el pensamiento del que dijo:
«Moisés escribió de mí» (Jn. 5:46).
El Tabernáculo presenta también en figura a la iglesia, porque ella es la
habitación de Dios ahora, en el Espíritu. Y presenta también en figura al
creyente en Jesucristo. El santuario es simbólico de cada hijo de Dios. Tanto
la iglesia como el creyente individual están tipificados en el santuario en
razón de su unión con la gloriosa persona que el Tabernáculo tipifica.
*****************
Este capítulo ha presentado una visión de conjunto, antes de pasar a
considerar las lecciones que presenta cada objeto y cada parte del ritual del
santuario.
El Tabernáculo atroja luz sobre el crecimiento espiritual que espera al
creyente, después de la conversión.
Presenta en figura el comienzo de la vida espiritual, y presenta los nuevos
pasos que el cristiano puede dar en su vida de santidad y de servicio
consagrado. Con esa finalidad, para aprender esos nuevos pasos, ahora
haremos lo que hacían en el Antiguo Testamento los sacerdotes levíticos; una
vez que eran consagrados, ellos entraban en el santuario, para ejercer su
oficio sacerdotal. Nosotros, ahora, para aprender lecciones sobre nuestro
sacerdocio, haremos lo mismo, porque ahora, en los capítulos siguientes,
entraremos al Tabernáculo. Que cada uno lo haga con el propósito claro,
supremamente importante, de ser «enseñado por Dios» (Jn. 6:45)

156
Vista general del Tabernáculo en el desierto

157
CAPÍTULO IX
EL ALTAR DE BRONCE

(Éx. 27:1-6; Lv. 4:14, 17-18)


I. LA SOMBRA Y LA SUSTANCIA
Este altar de bronce era el objeto más grande del Tabernáculo y el primero
que aparecía una vez que se entraba al santuario.
¿Por qué estudiamos este altar, con sus sacrificios?
Hay una diferencia fundamental entre el sacrificio de Cristo y el de los
cristianos. Cristo se ofreció a sí mismo, en un sacrificio que, como vemos en
todo el Nuevo Testamento, es final y no necesita repetición. Por esta razón
el creyente no es exhortado en ninguna parte de la Escritura a presentar
sacrificios redentores. Los sacrificios que se piden de él son espirituales, que
más adelante veremos. Pero anticipemos que estudiamos todo este ritual del
Antiguo Testamento, no porque tengamos que ofrecer nuevamente estos
sacrificios, sino porque tenemos que entender que aquello era una sombra,
que apuntaba hacia la sustancia. La sustancia es Jesucristo y su muerte de
cruz. Se trata de la gloria de su persona y de la gloria de la cruz.
No estudiamos la tarea de los sacerdotes del Antiguo Testamento porque
tengamos que repetirla. De ninguna manera; la estudiamos porque ahora
tenemos que desplegar ante nuestras almas la persona de Cristo, y la plenitud
de su sacrificio; el Tabernáculo y su servicio sacerdotal eran una sombra de
esa persona y de esa plenitud.
1. Necesidad de los sacrificios.
El altar de bronce era, como vimos, el primer objeto sagrado en el
Tabernáculo. Era el primero en el orden de la experiencia del pecador y el
primero en importancia.

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Todo nuestro acercamiento a Dios tiene que tener como fundamento un
sacrificio. El hombre moderno, lo mismo que el del pasado, tiene que ser
enseñado sobre el sentido de los sacrificios.
El sacrificio era necesario porque el pecado es una realidad, y porque la
santidad de Dios también es una realidad. Este punto es fundamental en la
Biblia. Dios desea perdonar, pero no puede pasar por alto, indefinidamente,
el pecado. La justicia suma, la de Dios, tiene que ser satisfecha. Mediante los
sacrificios Dios estaba enseñando cómo su santidad tiene que ser honrada.
Los sacrificios muestran que Dios es un Dios misericordioso. Pero la
justicia divina brilla en los sacrificios no menos que su misericordia.
Esto se aprecia examinando este altar. Según Ex. 27:4-5, el altar era un
objeto sin tapa, y tenía en total 3 codos de altura (aproximadamente 1,50
metros) (Éx. 27:1); en la mitad de su altura tenía un enrejado de bronce, a75
centímetros de altura, y en ese enrejado estaba el fuego que consumía a las
víctimas.
La altura de ese enrejado, 1 1/2 codos, era también la altura del
propiciatorio. ¿Cuál es la lección? El lugar del fuego tenía el mismo nivel
que la sede de la misericordia. La lección es que la justicia de Dios y la
misericordia de Dios tienen la misma dimensión. En la cruz de Cristo los dos
atributos divinos, la justicia y la misericordia, han sido satisfechos. No había
en el Antiguo Testamento, ni hay ahora, ningún perdón aparte de la justicia
de Dios satisfecha. Pablo lo dice claramente en Ro. 5:21.
2. El sacrificio era provisto por Dios.
Toda la vida del Tabernáculo se basaba en los sacrificios, porque ellos
enfatizan que, antes que nada, están los derechos de Dios, el carácter de Dios.
La justicia suma tiene que ser satisfecha. La majestad del trono de Dios
tiene que ser sostenida. Este punto es fundamental en la Biblia.
El Antiguo Testamento enseña que para acercarse a Dios el hombre no
debe hacerlo con las manos vacías. El Nuevo Testamento enseña que puede
acercarse mediante el Don de Dios, su propio Hijo. Así, en el Evangelio Dios
demanda lo que Dios provee.

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Ninguna de nuestras bendiciones descansa en el mérito personal ni en
nuestras obras, sino sobre Cristo, sobre su sacrificio y sobre su sacerdocio.
Es el mérito infinito de su ofrenda de la cruz lo que brinda todo acceso a
Dios.
Los sacrificios son la provisión de Dios, y son la provisión de un Dios de
gracia. No hacemos sacrificios para mover el corazón de Dios. Este punto es
fundamental. Los sacrificios no hacen a Dios misericordioso. Porque Dios es
un Dios de gracia, Él provee un sacrificio. Mucha gente hoy hace sacrificios,
hace promesas, para ganar el favor de Dios, para merecer el favor de Dios,
para «congraciarse» con Dios. Pero Dios no pide lo que el hombre no puede
dar. Dios, al contrario, es el que provee el sacrificio.
3. ¿Qué finalidad tenían los sacrificios?
Tenían como hemos visto dos grandes finalidades:
a) Que el hombre pudiera acercarse a Dios (Lv. 16:1 -2).
b) Que Dios Santo pudiera habitar en medio de gente pecadora (Lv. 16:15-
20).
Aquí estamos frente a un gran propósito de Dios. La Biblia lo expresa de
muy diversas maneras, en profecías, en figuras, en declaraciones abiertas, en
los Salmos, en parábolas, y finalmente en Apocalipsis 21:3.
«Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el Tabernáculo de Dios
con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios
mismo estará con ellos como su Dios».
El altar de bronce tipifica la cruz de Cristo y su muerte allí, en un sacrificio
hecho una vez y para siempre.
La justicia divina es de tal severidad que conecta al pecado con la muerte,
y todos hemos entrado al mundo como pecadores. Pero el mensaje de la
Biblia no termina allí. El gran apóstol, que anuncia que «la paga del pecdo
es muerte» (Ro. 6:23), anuncia en el mismo texto:
«pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro».
Todo esto es solemne. Es solemne el hecho del pecado. El pecado trajo la

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muerte al mundo. Y es solemne el hecho de Cristo. Cristo trajo, al mismo
mundo, la vida de Dios.
Es que ser pecador significa estar en la distancia, en la oscuridad. Para
anular este distanciamiento Dios ha dado a su Hijo.
4. El pecador tiene que entenderse con Dios Santo.
El primer objeto que aparecía al trasponer la entrada era el altar de bronce
o de metal. Allí algunos de los animales muertos eran quemados (ver
Apéndice E), y por tanto reducidos a cenizas. Este altar es un símbolo de la
cruz; constituye el paso esencial del hombre. El asunto del pecado tiene que
ser resuelto. En este altar el fuego ardía constantemente, y el sacrificio era
renovado día tras día. Dios estaba enseñando a su pueblo que Él estaba
siempre dispuesto a aceptar sus ofrendas (Lv. 9:23-24).
Éste es el invariable orden divino. Primero, antes de que pueda disfrutar
de otras bendiciones de Dios, el hombre necesita regocijarse en el perdón.
La primera lección es clara para nosotros. Cuando testificamos, o cuando
predicamos, no perdamos tiempo. El hombre tiene que enfrentarse con la
cruz.
5. Dios ha descendido hasta el nivel del hombre pecaminoso.
El altar de bronce yacía en el suelo, sobre la arena. Daba igual oportunidad
a todos. Estaba al alcance de todos. No había escalones que subir, la
enseñanza es que no hay la posibilidad de acercarse progresivamente, por
nuestros méritos ni por nuestras obras. Ninguna preparación de nuestra parte
nos puede ayudar para venir a Dios. La salvación es una obra enteramente de
Dios. Nadie se puede acercar más que por la sangre derramada de Cristo. No
hay capacidad salvadora aparte de esta sangre.
6. En Cristo tiene cumplimiento el significado esencial de los
sacrificios del Antiguo Testamento.
Los escritores del Nuevo Testamento, lejos de menospreciar el sistema
sacrificial del Antiguo Testamento, enseñan que todo aquel ceremonial era
figura de una gran realidad futura; esta realidad es Cristo y su obra redentora.
Esto puede verse sobre todo en He. 9:1-10 y He. 10:1-12.

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Todo el Nuevo Testamento señala que la esencia de los sacrificios antiguos
se cumple en la muerte de Cristo. Las citas de Escrituras como Isaías 53, los
salmos mesiánicos, las profecías de Jeremías, van en ese sentido.
Además hay que citar Ro. 3:25; 5:6-8; 8:3-10; Ef. 1:7; 2:12; 5:2; 5:12; 1
Co. 15:1-2; Jn. 1:29. Hay que destacar, en cuanto a los sacrificios del Antiguo
Testamento, que en ellos se hacía recordación pero no remoción de los
pecados, hasta que Cristo los quitó en la cruz (He. 9:26). Los muchos
sacrificios señalaban hacia el Calvario. Cuando el Nuevo Testamento destaca
el carácter expiatorio de la muerte de Cristo, indica el cumplimiento de
cuanto estaba anticipado con relación a un Mesías sufriente, en la cruz, y a
un Mesías victorioso, en la resurrección.
7. La selección de las ofrendas.
Según el ritual del Antiguo Testamento, establecido por Dios, no cualquier
animal podía servir para el sacrificio.
Aunque el animal estaba destinado a morir, se seleccionaba una víctima
sin defecto. No podía ser un animal enfermo ni defectuoso. ¿Cuál es la
lección? Que Dios ha descendido al nivel del hombre, pero las condiciones
para el perdón no las fija el hombre; son fijadas por Dios.
Había en esta selección de animales sin defecto dos ideas:
a) Primero, una idea que debería presidir nuestras ofrendas, y es que sólo
lo mejor es digno de ser ofrecido a Dios. La lección es que nuestras
responsabilidades se miden según nuestros privilegios. No podemos dar más
que lo que tenemos, ni menos de los que tenemos, pero siempre debemos dar
lo mejor que tenemos.
b) La segunda idea es más importante aún; es la noción de que este animal
prefiguraba la pureza inmaculada de Cristo. Por eso tenía que ser sin defecto.
Prefiguraba la perfección de Cristo como cordero de Dios. En ocasiones se
habla en la Biblia de corderos como «cosa sagrada», o «santa». Era «santa»
a pesar de que llevaría el pecado. Es santa «porque realiza la función más
santa».
II - CONCEPTO BIBLICO DE SACRIFICIO

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1. Primero estaba la idea de «traer cerca» (Lv. 4:3).
Todo acercamiento de la criatura a Dios tiene que tener como fundamento
un sacrificio. El sacrificio es el medio para acercarse a Dios.
Aunque este término «sacrificio» en el uso actual significa desprenderse
de algo, en su sentido doctrinal significa ofrecer a Dios una víctima inocente.
En medio de otros significados del concepto de sacrificio, hay que subrayar
uno fundamental. El sacrificio es el medio para acercarse a Dios. Los
israelitas tenían que ofrecerlo en la puerta del Tabernáculo, reconociéndose
indignos de entrar, a no ser mediante un sacrificio. La primera parte del libro
de Levítico instruía a los hebreos sobre cómo acercarse a Dios.
Junto con la noción de acercamiento había otras ideas incluidas. Una era
que el oferente quería verse libre de las consecuencias de sus pecados.
Seguramente también el israelita piadoso se acercaba con la intención de
reverenciar a Dios, de vivir en buena relación con Él. Pero la idea más
elevada es que el oferente venía también con la intención de adorar a Dios.
La honra de Dios, adorarlo por lo que Él mismo es y por lo que ha hecho en
Cristo, debe ser siempre el motivo más elevado para acercamos a Dios.
2. En segundo lugar venía la imposición de manos (Lv. 4:4).
En este punto hay que destacar tres ideas fundamentales; algunas de ellas
las hemos mencionado ya, pero aquí subrayaremos su importancia.
a) La noción de identificación.
La imposición de manos implicaba la identificación del oferente con su
ofrenda, o bien la representación del oferente en su ofrenda.
El animal iba a ser muerto, pero antes de eso el oferente se identificaba a
sí mismo con la criatura viviente, porque también quedaría identificado con
el animal muerto. En otras palabras, el oferente estaba reconociendo que él
era quien debía morir, y que este animal ocupaba su lugar.
El punto importante es que, con la imposición de sus manos sobre la
cabeza del animal, y con la simultánea confesión de sus pecados, el oferente
hacía que el animal sacrificial viniera a ser uno con él. Por este acto tan
expresivo de poner sus manos en la cabeza de la víctima, la ofrenda y el

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oferente se hacían uno. En el holocausto esta unión hacía agradable a los ojos
de Dios a aquel que lo ofrecía. Ésta es una preciosa figura de Cristo; el
pecador es aceptado según el valor infinito de su ofrenda.
El Padre nos ha aceptado no por lo que somos sino que nos ha aceptado
«en el Amado Hijo» (Ef. 1:6). La aceptación está fundada en el mérito
infinito de la ofrenda de Jesucristo.
b) La noción de imputación o de transferencia de la culpa.
La imposición de manos consistía no en un leve toque del animal sino en
apoyarse con las dos manos sobre la cabeza del animal, presionándolo.
Aquí yace la idea fundamental de que el oferente transmitía a la víctima
su indignidad y su culpa. El altar de bronce ha sido llamado «el lugar de
transferencia». Allí la culpa del oferente era transferida en figura a la ofrenda,
en tanto que la excelencia, el mérito de la ofrenda, era atribuido al oferente.
Leemos en Lv. 1:4:
«Y pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto, y será aceptado
para expiación suya».
Los israelitas piadosos ofrecían sus sacrificios porque creían en la palabra
divina que les enseñaba que sus pecados eran pasados desde ellos hacia el
animal de modo que, cuando éste moría, lo hacía en lugar del oferente.
El propio israelita tenía que matar al animal; el oferente era aquel que
había pecado y por tanto era el responsable por la muerte del animal.
c) La noción de sustitución.
Aunque el vocablo «sustitución» no aparece en la Biblia, el concepto sí
aparece. Algunos comentaristas modernistas lo niegan, pero la sustitución
aparece claramente en la Biblia, sea porque se encuentra prefigurada, porque
está profetizada, y porque está enseñada por el propio Señor y por los
apóstoles.
El hombre es el que ha caído en el pecado. Y se requería que fuera un
hombre el que viniera a ser el sustituto del pecador. En este sentido, el Nuevo
Testamento enseña claramente que era necesario que viniera Uno que

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estuviera libre del pecado, si había de haber un sacrificio expiatorio
definitivo, que fuera aceptable a Dios.
Uno que sería el verdadero altar debía venir con capacidad para morir; éste
era Jesucristo nuestro Salvador. Hay que destacar que Él no tuvo nuestra
naturaleza mortal.
El altar de bronce tipifica este aspecto, en cuanto estaba hecho de madera
de acacia y de bronce. La madera de acacia era incorruptible, y así
representaba la humanidad incorruptible de Cristo. Él no vino a estar, en su
humanidad sin pecado, sujeto a la muerte, pero tuvo capacidad para morir.
Tomó una naturaleza humana semejante en todo a nosotros, con excepción
del pecado. Esto era esencial, pero también era esencial que fuera Uno sobre
el cual la muerte no tuviera ningún reclamo que hacer.
La sustitución de uno por otro es una idea fundamental. En 2 Co. 5:21
leemos «al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él».
En ese capítulo el apóstol habla de la reconciliación con Dios (una de las
grandes palabras del Evangelio), y allí la proclamación de estas «buenas
nuevas» va acompañada por una declaración acerca del fundamento de la
reconciliación. Un autor (Hughes) subraya que la predicación que omita una
exposición de este fundamento no es escritural ni evangélica. Coincidimos
plenamente.
Juan Calvino ha subrayado, en un pasaje famoso, que una vez que un
hombre ha sido traído bajo convicción de pecado, «el único lugar de
seguridad se encuentra en la misericordia de Dios, como aparece manifestada
en Cristo...; como todos los seres humanos son, a la vista de Dios, pecadores
perdidos, sostenemos que Cristo es su sola justificación puesto que, mediante
su obediencia, Él ha barrido nuestras transgresiones; mediante su sacrificio
ha pacificado la ira divina; mediante su sangre ha limpiado nuestras manchas;
mediante su cruz llevó nuestra maldición, y mediante su muerte hizo
satisfacción por nosotros. Mantenemos que por este camino el hombre es
reconciliado en Cristo con Dios el Padre, mediante ningún mérito de su parte,
mediante ningún valor de sus obras, sino sólo mediante la misericordia libre
y gratuita».
165
Cristo es descrito en 2 Co. 5:21 como no teniendo pecado. Lo que es de
fundamental importancia para nuestra reconciliación es que como hombre,
es decir, en su estado encarnado, Él no conoció el pecado.
Pero enseguida la Escritura agrega que «... lo hizo pecado por nosotros».
Son varios los autores que señalan que el sentido de la palabra «pecado» aquí
es de ofrenda por el pecado, lo mismo que en Ro. 8:3 y He. 9:28 (Cantera -
Iglesias, p. 1320).
Ésta es una de las declaraciones más profundas del Nuevo Testamento. A.
T. Robertson hace la importante observación de que el vocablo «pecado» allí
es un sustantivo y no un verbo; no lo hizo «pecar».
A Él le fue imputado el pecado, y siempre hay que distinguir que la
imputación transmite la culpabilidad pero no la contaminación. De ninguna
manera podría hallarse fundamento bíblico para la noción equivocada de que
Cristo haya cargado durante toda su vida con el pecado.
Pedro enseña que Él llevó nuestros pecados sobre el madero, no al madero.
Ni siquiera en Getsemaní Él cargó con el pecado. Eso ocurrió en la cruz, y
sólo en la cruz. «... llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el
madero» (1 Pe. 2:24).
Los escritores inspirados del Nuevo Testamento claramente enseñan esta
doctrina de la sustitución, es decir, el reemplazo de uno por otro; uno que
ocupa el lugar de otro.
Este sentido está claramente expresado en la VM:
«Pues a aquel que no conoció pecado, lo hizo pecado, a causa de
nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él».
La idea es que Dios trata a Cristo sin pecado como si fuera el responsable
del pecado, pero además lo hace pecado en el sentido legal del término, al
entregarlo a la muerte de la cruz.
La idea se completa cuando aprendemos que los que son de Cristo vienen
a ser «justicia de Dios en él». Lo que Pablo claramente enseña es que la obra
de la cruz es un juicio de Dios sobre el pecado; esto equivale a decir que en
el Calvario Dios ha enjuiciado el pecado y lo ha condenado; lo ha condenado

166
sobre Otro, que ha reemplazado al reo. Por esta razón es un juicio que
justifica y absuelve al culpable.
El resultado es que la expiación sustitutiva es el fundamento de la
reconciliación. La cruz es el lugar en que Dios en pura gracia trata con el
misterio del pecado en una manera digna de su santidad y de su justicia.
La idea central de la sustitución es la remoción de la culpabilidad que se
origina en el pecado. El sacrificio es la provisión mediante la cual esta
culpabilidad es quitada, es el sufrimiento sustitutivo de la penalidad y la
transferencia de esta culpabilidad desde el oferente a la víctima que es
sacrificada. Tiene como propósito no solamente el de justificar sino el de
colocar al hombre en la plena comunión con Dios.
La inmensidad del amor de Dios debe ser aquí destacada, porque la Biblia
revela que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores. La
atención de nuestras almas es dirigida así hacia la obra de Dios en Cristo,
hacia lo que Dios ha hecho cuando aún estábamos en nuestra condición
pecaminosa y cuando estábamos por tanto alejados, alienados de Él.
Como hemos visto, el concepto de sustitución aparece en la Biblia
claramente. Vale la pena destacarlo, por cuanto ha surgido desde hace años
una cantidad de comentaristas, algunos de ellos modernistas, que lo niegan.
Sin embargo, hay que destacar que la sustitución, como doctrina bíblica, se
prueba de varias maneras, entre ellas porque está prefigurada; está
profetizada; aparece enseñada por el mismo Señor; aparece en el uso de
ciertas preposiciones y, además, es inseparable de los hechos.
3) En tercer lugar, el que adoraba sacrificaba a la víctima; la sangre
era derramada.
Esta parte de la ceremonia era fundamental, porque en los sacrificios del
Antiguo Testamento la vida que la sangre portaba era el medio de expiación
(Lv. 17:11).
Se ha desatado una discusión teológica acerca de la doctrina sobre la
sangre. Se intenta decir que la sangre es usada para denotar la vida que es
liberada de la carne. Se agrega que el manejo de la sangre en los sacrificios
indicaría que se ofrece a Dios una vida pura. Según estas teorías el sacrificio
167
de Cristo habría sido esencialmente el de una vida. Adviértase que en ese
caso su muerte no sería la esencia del sacrificio.
Para refutar esos puntos de vista erróneos, corresponde citar varios
argumentos: uno fundamental, es que, según la evidencia bíblica, la sangre
es mencionada en relación con una vida entregada a la muerte.
Hay que citar la opinión de A. T. Robertson, quien señala que para la
mente judía «la sangre» no era meramente, ni aun principalmente, la vida que
fluía en las venas del ser viviente; era especialmente la vida derramada en
una muerte; y aún más particularmente en su aspecto religioso era el símbolo
de muerte sacrificial. La sangre sugiere directamente la noción de muerte,
particularmente de una muerte violenta.
En una obra fundamental Stibbs señala que la sangre es el signo visible de
una vida dada a la muerte, o tomada de la muerte. Entre otros significados de
la sangre, dicho autor indica que Dios ha dado la sangre para hacerla
expiación. Esto es sólo posible mediante un don de Dios. El sacrificio es el
fruto pero no la raíz de la gracia.
Más todavía, cuando el Señor ha declarado que ha venido «para dar su
vida en rescate por muchos» (Mc. 10:45), Él estaba señalando al
cumplimiento de aquello que era tipificado en el derramamiento de sangre
en los sacrificios.
Es Jesús el Hijo encarnado, Dios en persona, quien vino para dar como
hombre la única sangre que pudo hacer la expiación. La iglesia de Dios es,
por ese medio, comprada con sangre.
Stibbs concluye que varios significados que menciona en su obra sobre la
sangre derramada se encuentran en la cruz de Cristo. «Allí el Hijo del
Hombre es nuestra carne y sangre; por nosotros los hombres y por nuestra
salvación, hizo la más grande ofrenda. Él dio su vida».
Por nuestra parte, deseamos subrayar que el altar de bronce era un altar de
juicio. La justicia de Dios no hubiera quedado satisfecha si un solo pecado
hubiera quedado sin castigo.

168
Cuando la ira de Dios visita la impiedad del hombre el juicio se torna
inevitable. Cuando la justicia de Dios visita al culpable se plantea un dilema:
o el hombre tiene que morir o Cristo tiene que morir. Este es el dilema que
ha sido resuelto por la justicia de Dios.
La cruz es la expresión de este juicio, pero este juicio no se ha concretado
en el castigo del pecador culpable, sino que ha caído en la cabeza de Cristo,
Cristo que se ha identificado con el hombre en su responsabilidad por el
pecado.
Hay que destacar que el liberalismo teológico ha puesto y pone énfasis en
luchar contra lo que ellos denominan despectivamente la «teología de la
sangre». Ellos dudan incluso acerca de la moralidad de la expiación.
Nuestra respuesta a la enseñanza modernista consiste en desarrollar la
enseñanza que surge del Tabernáculo, incluyendo en primer lugar el altar de
bronce. La expiación es enseñada en toda la Biblia. La sangre aparece a
través de todas sus páginas. El Espíritu Santo enseña a través de la Escritura
que la expiación es el único camino para reconciliar al hombre con Dios. Es
cierto que hay un solo camino, pero hay uno, y ese camino ha sido abierto
por uno que soportó todo el peso del juicio divino contra el pecado del
mundo.
La dación de la vida es fundamental. Es el supuesto necesario para el
perdón. Lo que el Antiguo Testamento así prefiguraba ha tenido
cumplimiento en Cristo. La sangre de Cristo es supremamente importante en
el desarrollo doctrinal del Nuevo Testamento. Se trata de su derramamiento
en muerte violenta, en favor del culpable y en lugar del culpable.
4. En cuarto lugar, intervenía el sacerdote, quien recogía la sangre y
la separaba.
Aquí hay cuatro ideas:
a) Esta sangre era aceptada por Dios.
Es interesante notar el orden en que procedía el sacerdote. En el caso de la
ofrenda por el pecado a favor de un sacerdote o de la congregación tomaba
la sangre y entraba con ella al Lugar Santo; la expresión de que rociaba «7

169
veces delante del Señor, frente al velo» (Lv. 4:17), sugiere que eso
significaba la aceptación de Dios. Notemos otra vez que Dios acepta lo que
Él mismo provee.
b) La sangre que era aceptada por Dios era la que se aplicaba.
El orden en que aplicaba la sangre es significativo: primero delante del
Señor, frente al velo; después sobre el altar del incienso, y después ante el
altar de \ bronce; el resto de la sangre se derramaba al pie del altar (Lv. 4:13-
18).
La sangre se aplicaba cuando el sacerdote salía hacia afuera, y no cuando
entraba al Lugar Santo. ¿Cuál es la enseñanza? Que la salvación viene del
Señor. Era la sangre aceptada la que se aplicaba. El camino hacia Dios está
ahora abierto, pero ha sido abierto desde adentro hacia afuera.
Fue abierto por nuestro Sumo Sacerdote, Jesucristo. Fue abierto por su
sangre. El camino ha sido abierto desde Dios hacia el hombre, pero a través
de este camino el hombre camina desde afuera hacia adentro, hacia la
presencia misma de Dios.
Primero vemos, en el ceremonial, el camino de los derechos divinos.
Después viene, como consecuencia, el camino de la experiencia del hombre.
Pero la salvación viene de arriba, del cielo; viene de Dios. Es la gloria de
Cristo haber abierto este camino hacia Dios (He. 10:19).
c) La sangre era aplicada según el Señor lo había dispuesto.
Siempre se debe recordar que el israelita piadoso no podía disponer de la
sangre. No podía ni bebería ni comerla. Lo que sobraba después de ser
utilizada en la aplicación a varios objetos era derramada al pie del altar de
los holocaustos. La vida está en la sangre; la sangre era derramada como una
evidencia de que la vida era derramada.
Es fundamental apreciar los diferentes lugares y objetos sobre los cuales
se ha aplicado la sangre, según las Escrituras.
a) En primer lugar, la sangre aparece en las puertas de las casas de los hijos
de Israel en Egipto (Éx. 12). La sangre así aplicada trajo salvación a los
judíos. Esto subraya el carácter redentor de la sangre.

170
b) En segundo lugar, vemos la sangre en el altar (Lv. 4). Aquí se destaca
el carácter purificador de la sangre.
c) En tercer lugar, vemos la sangre en el leproso (Lv. 14). Aquí tenemos
el carácter restaurador de la sangre.
d) En cuarto lugar, apreciamos que la sangre se aplicaba sobre el Libro de
la Ley (He. 9:19). Esto representa a la sangre del pacto, es decir, que aquí
tenemos el carácter de garante que tiene la sangre. Esta sangre sella el pacto;
esto significa que las promesas y bendiciones del pacto han de cumplirse
indefectiblemente porque la sangre asegura su cumplimiento. «Jesús es
hecho fiador de un mejor pacto» (He. 7:22). Es Dios el que se ha
comprometido. La sangre garantiza las promesas, está más allá de nuestros
fracasos y asegura que Dios fiel no dejará caer al suelo ninguna de sus
palabras.
e) En quinto lugar, encontramos la sangre en los sacerdotes (Lv. 8) y en
los utensilios del santuario. Así se destaca que la sangre que expía nuestros
pecados es también la sangre que nos consagra y que nos aparta para Dios.
f) En sexto lugar, la sangre la hallamos en el Lugar Santísimo, en la
cubierta de oro, en el propiciatorio, bajo las alas de los querubines (Lv. 16);
allí la sangre estaba en el lugar más sagrado de todos. Aquí se destaca el
carácter expiatorio de la sangre.
g) En séptimo lugar, vemos la sangre en la cruz de Cristo (Col. 1:20).
Todas las aplicaciones precedentes de la sangre sacrificial se fundamentaban
en la eficacia eterna de la sangre por la cual Cristo «entró una vez para
siempre en el lugar santísimo, habiendo obtenido eterna redención» (He.
9:12).
Eterna redención, eterna salvación, eterna entrada. Todo estaba
prefigurado en el ceremonial del Antiguo Testamento y todo prefiguraba el
amor misericordioso, porque fue «por amor» (2 Co. 8:9) que Cristo se hizo
pobre, en la pobreza extrema de la cruz.
La obra de la cruz encuentra su explicación última en el insondable deseo
de Dios hacia su criatura arruinada. A Él le ha placido, por razones que
solamente Él conoce, derramar su amor sobre los que nada merecen. La
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Escritura nos ilumina también aquí, para nuestra consolación y para nuestro
regocijo, porque enseña que el derramamiento de su amor en nuestros
corazones por el Espíritu Santo (Ro. 5:5) ha sido precedido por el
derramamiento de su vida (Is. 53) y por el derramamiento de la sangre de su
Hijo, en la cruz. La sangre señala a su vida entregada a la muerte.
5. En quinto lugar, el sacerdote tomaba ciertas partes del animal y las
quemaba en el altar de bronce.
En esta etapa el sacerdote tomaba partes determinadas del animal (en el
holocausto tomaba todo el animal) y las quemaba en el altar.
El fuego que consumía a la víctima es una figura de la aceptación que Dios
hacía del sacrificio, porque cuando el Tabernáculo fue inaugurado todo fue
traído por Moisés, excepto el fuego. El fuego vino del cielo, de Dios (Lv.
9:24) y significó aceptación.
El altar era un lugar donde una vida inocente era entregada, y donde el fuego
de la santidad divina consumía a la víctima.
El fuego es un símbolo del juicio de Dios; expresa el carácter santo de
Dios, en contra de toda maldad. Dios es un fuego consumidor pero no para
consumirnos a nosotros sino para consumir el pecado que hay en nosotros.
Ésta es la maravilla que el Evangelio proclama. ¿Cómo lo ha hecho?
Cargándolo sobre sí mismo.
Esto puede explicar la intensa agonía a la cual el Santo Hijo de Dios se
sometió. El pecado no es un asunto menor. El pecado no es una cosa externa,
que sólo toque la exterioridad del hombre. El pecado tiene su fuente en el
corazón, en el centro de la naturaleza humana; y el sufrimiento expiatorio
ocurrió en el corazón de Cristo.
Todo el rigor de la santidad divina, expresado en el juicio contra el pecado,
penetró hasta el alma santa de Jesucristo, que en ese momento llevaba el
pecado del mundo. Sólo los Salmos inspirados y las profecías nos pueden dar
un vislumbre de aquel dolor.
Esto explica la naturaleza de su padecimiento; sus dolores no fueron
personales, sus dolores fueron redentores. En el Salmo 51:17 se utiliza el

172
plural con sentido superlativo, porque cuando dice: «los sacrificios de Dios
son el espíritu quebrantado», lo que significa es que «el gran sacrificio de
Dios es un corazón quebrantado». Se vistió de un corazón humano para poder
ofrecerlo como un sacrificio a Dios.
El fuego habla de energía intensa. Dios debe consumir en juicio todo
aquello que es opuesto a su voluntad justa. Lo que hay que destruir es todo
aquello que se opone a Dios en el pecador.
Este concepto de juicio les parece, a muchos, como extraño al carácter de
Dios. Sin embargo, la Biblia enseña que Dios no ha renunciado a ser el Juez
moral del universo.
El juicio es la obra extraña de Dios. Pero el pecado tiene que ser juzgado
hasta lo último para agotar el pecado, para no dejar al hombre sometido bajo
el poder del pecado. Por esta razón, el primer objeto que vemos es el altar.
Dios es un Dios de amor, pero el amor en Dios es un amor santo. No puede
tolerar el pecado, indefinidamente; no puede tranzar con el pecado.
III - EN LA CRUZ DIOS HA HECHO UN SACRIFICIO DE AMOR
1. El amor de Cristo y el consejo de la Trinidad.
Aquí tratamos con el tremendo pensamiento de que, en el consejo de la
Santa Trinidad, Dios ha tomado sobre sí mismo el pecado del mundo.
Aquí tenemos que subrayar que en todo el mundo evangélico existe hoy
un gran peligro; es el peligro de querer simplificar el evangelio. Hay quienes
quieren eliminar de sus mensajes todo elemento doctrinal. Quieren hablar del
amor y muy poco del pecado.
Pero esto sería predicar un mensaje sin ideas. Las presentaciones
superficiales del amor, que no tienen en cuenta su relación con el pecado del
hombre, constituyen una defraudación (Ap. 1:5).
Esto nos conduce a una reflexión fundamental: toda predicación del
evangelio que no exponga ante los pecadores que el amor de Dios cubre
nuestras faltas sobre la base de la obra de Cristo, no es evangélica, ni es
escritural. Tenemos que predicar un mensaje que conduzca el pensamiento
hacia la cruz.
173
Al contemplar la cruz estamos pisando terreno santo, porque estamos
tratando de penetraren el sufrimiento de Dios. Los griegos pensaban que Dios
no puede sufrir, pero la cruz revela que Dios está apasionadamente envuelto
en el conflicto del hombre.
Los clavos de la cruz, la lanza del soldado, y aun la befa del pueblo, no
expresan la esencia profunda de los sufrimientos del Señor. Sólo Dios, que
pesa los corazones, ha podido conocer lo que aquel sufrimiento significó. Y
eso sólo el Padre el que puede apreciar cabalmente el valor inmenso del
sacrificio de su Hijo.
Para salvar al mundo pecador Dios ha provisto un sacrificio de pureza
inmaculada, «sin mancha», de mérito infinito. Él, «mediante el Espíritu
eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios». No es un sacrificio de
duración infinita, porque como tal ha terminado; pero es de eficacia infinita.
¿Qué es lo que da valor al sufrimiento de la cruz?
Lo que da valor a la sangre de la cruz es que era poseída por una Persona
eterna, de naturaleza divina, gloriosa en su preexistencia, que es un Ser
infinito, de carácter absolutamente santo, perfectamente justo.
La gloria esencial de la persona de Cristo constituye la base del Evangelio.
Cristo comunica esta dignidad y esta gloria a todo cuanto hace.
La Escritura no coloca en primer plano los sufrimientos físicos del Señor;
más bien destaca la disposición del corazón del Señor, que le condujo a la
cruz.
El testimonio invariable de la Sagrada Escritura es que los sufrimientos
del Señor fueron vicarios, es decir, representativos, sustitutivos, en lugar de
otro; los soportó en lugar de los hombres culpables, para que ellos no
debieran soportarlos.
Satisfizo Él la demanda que
Dios en la ley dictó,
cuando dióse por ofrenda
y con sangre nos compró.

174
Todo ha consumado ya y
Dios satisfecho está.
James Denney ha destacado que allí, en la cruz, Cristo no es solamente
una persona que nos está prestando un servicio; Él nos está prestando un
servicio, en la cruz, ocupando nuestro lugar y muriendo nuestra muerte.
2. La gloria del carácter de Dios.
Dios ha sido glorificado en la cruz (Jn. 17:1). ¿Por qué? Porque los
atributos gloriosos del carácter de Dios brillan en el Calvario.
Su justicia fue mantenida, porque en la cruz la ley ha sido magnificada y
no abrogada. La maldición ha sido quitada, y esto ha sido hecho sin mancha
para el carácter santo de Dios. La santidad de Dios ha sido honrada en la
cruz. Por tales razones, Dios puede ahora ser el justo y el justificador del
impío que cree (Ro. 3:26; 4:4).
La ofrenda voluntaria de sí mismo, hecha por Cristo, es expresada
mediante la idea de su sangre sacrificial. Para sus destinatarios, esto es gracia,
gracia infinita. Pero se trató de una ofrenda y sacrificio a Dios, en olor
fragante (Ef. 5:2), porque el fin supremo de Cristo en su muerte es el honor
de Dios.
Éste es el orden que la Escritura subraya; el sacrificio de holocausto es el
primero que se describe en el libro de Levítico. Una vez que el honor de Dios
ha quedado a salvo, una vez que Dios ha sido glorificado, el hombre puede
ahora ser bendecido. La salvación solamente puede fundarse en la gloria de
Dios.
Es en la cruz donde la gloria del carácter de Dios brilla en forma suprema,
porque en ella el juicio santo de Dios ha encontrado expresión no en la muerte
eterna del culpable sino en el derramamiento del juicio sobre el sustituto sin
pecado. Así, la cruz ha magnificado la gloria del carácter de Dios en nuestra
salvación. Su amor y nuestra salvación sólo podían fundarse en la gloria de
Dios que Cristo ha establecido para siempre con su muerte.
Esto Pablo lo expresa en Ro. 5:20-21: «La gracia reina por medio de la
justicia».

175
En ocasiones predicamos que la justicia condena pero la gracia salva. Se
trata de un error. Porque la gracia del evangelio no está en oposición a la
justicia. Pablo dice claramente que debido a la obra de la cruz la gracia reina
«por» la justicia, es decir, mediante la justicia y no en oposición a la justicia
(Ro. 5:21).
«La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se
besaron» (Sal. 85:10).
3. La satisfacción del Padre.
La palabra hebrea que se traduce «expiación» significa «cubrir» el pecado,
de modo que Dios no lo vea. El propósito es la «aceptación», o la «satisfac-
ción».
Hemos señalado ya que el primer objetivo de Cristo al morir en la cruz ha
sido el de dar satisfacción a los requisitos del carácter de Dios. Cristo ha
tenido como objetivo supremo, en nuestra salvación, preservarla santidad del
carácter de Dios.
Además, en la cruz, las demandas insalvables de la justicia de Dios han
sido satisfechas y plenamente satisfechas.
También el honor de Dios ha quedado satisfecho plenamente en la cruz de
Cristo.
Pero ahora hay que destacar que un elemento más del carácter glorioso de
Dios debía ser satisfecho; en el Calvario debía ser satisfecho el amor de Dios
al hombre pecador. El amor es un impulso eterno en Dios. Lo grande de este
hecho eterno es que, al satisfacer Jesucristo el amor de Dios, ha satisfecho al
mismo tiempo la necesidad más profunda del hombre.
El altar de bronce presenta en figura cómo la insondable profundidad del
amor de Dios ha podido obrar para cubrir al más miserable pecador.
Dado que Cristo buscaba hacer que el Padre fuera conocido, entonces la
cruz ha venido a ser absolutamente necesaria para manifestar, en plenitud,
ese amor. El altar de bronce, con los sacrificios, fue instituido para satisfacer
las ansias más profundas del corazón de Dios.

176
Esto subraya un hecho glorioso: es el hecho glorioso del amor que reina
por siempre entre las personas de la bendita Trinidad.
Otro detalle más tiene que ser enfatizado. A la mañana y al atardecer debía
ser ofrecido el holocausto; así se enfatizaba en una manera intensa que la
satisfacción de Dios ante la muerte sacrificial de su amado Hijo no tiene fin.
De esto deriva todo lo demás.
IV - EL SIGNIFICADO DEL ALTAR DE BRONCE PARA EL
CRISTIANO
1. Este altar tiene una importancia suprema, porque prefigura a Cristo y a
su cruz. Allí encontramos una figura de la satisfacción eterna que él Padre
encuentra en la ofrenda de su amado Hijo; esta satisfacción del Padre no tiene
fin.
2. Vemos que para quitar el pecado fue necesario derramar sangre
preciosa.
3. Hay una provisión continua de misericordia para el pecador arrepentido.
Al pie de la cruz hay aceptación continua delante de Dios.
4. Hay consolación para el creyente que sufre, porque la cruz es un
testimonio de que todo hombre es amado por un amor eterno. Esto significa
que no va a cambiar, a pesar de lo que somos; viene de lejos, y durará hasta
la eternidad.
5. Sí, el altar de bronce es una figura de la cruz. Vemos aquí que el hecho
glorioso del amor que reina por siempre en la bendita Trinidad no está
desvinculado de nuestro destino. Todo lo contrario. Toda bendición en el
presente, y en la eternidad, proceden de la obra de la cruz. El Padre no era un
espectador indiferente en el Calvario. La palabra inspirada enseña que «Dios
estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo». Toda bendición,
toda gloria, toda gracia, tienen origen en aquel único sacrificio por el pecado,
ofrecido por el Hijo para satisfacer el corazón del Padre. Éste era el primer
objetivo de Cristo, «Todo ha resultado de una sola consagrada vida».
6. El altar era un lugar de sufrimiento y de sangre, y esto enseña cómo
Dios Santo tiene que tratar con el pecado y con el pecador.

177
7. El altar tipifica el sacrificio de Cristo, el único medio para recibir el
perdón de los pecados, y el único camino de acceso a la comunión con Dios.
El altar de bronce era el primer vaso sagrado que aparecía en el atrio. Es
primero por su orden, y es primero por su importancia.
8. Hay que subrayar dos aspectos fundamentales sobre la muerte de Cristo.
El primero es que este altar de bronce es una figura de Cristo llevando el
pecado de todos, y muriendo bajo la ira y el juicio de Dios. Así lo presenta
el sacrificio de expiación por el pecado. El segundo aspecto es que este altar
de bronce anticipa la santa obediencia de Cristo en su muerte, es decir, su
sometimiento pleno, con todo el poder de su voluntad, al Padre. Su mente, su
voluntad y sus afectos, todo fue presentado en humilde y completa devoción
«como ofrenda de olor fragante». Dios recibió plena satisfacción en la muerte
de la cruz, y por ella fue glorificado. La cruz es el lugar donde el amor de
Cristo por el Padre se expresó de manera suprema, y se manifestó en un
lenguaje tal que sólo el Padre podía comprender. Así lo presenta sobre todo
el sacrificio de holocausto, que subraya el agrado del Padre en la ofrenda de
su propio bendito Hijo, y la fragancia de su obediencia en la muerte. El
agrado del Padre, la satisfacción del Padre por este sacrificio, no tiene fin. El
primer aspecto que hemos mencionado (Cristo llevando el pecado de todos)
representa la muerte de Cristo como la vía de escape del juicio; el segundo
(Cristo ofrecido en sumisión al Padre) presenta la misma muerte de la cruz,
pero allí como el medio por el cual los creyentes, todos ellos, han sido hechos
adoradores aceptables a Dios. En esta ofrenda que ha glorificado tan
cabalmente al Padre, el creyente es aceptado (Ef. 1:6). Esto estaba también
prefigurado en el altar de bronce, porque ése era el lugar de encuentro entre
el Dios santo y el pecador. Al final de este capítulo el lector encontrará dos
apéndices. El Apéndice C se titula «Los sacrificios en el Antiguo
Testamento»; el D presenta «Diferencias entre el sacrificio de expiación por
el pecado y el de holocausto».
9. Nuestra responsabilidad como sacerdotes no consiste en repetir el
sacrificio de Cristo ni en actualizarlo, porque la cruz no admite repetición.
«Ocurrió una vez para siempre» (He. 9:26). Nuestra tarca consiste en
recordarlo, como Él lo pidió, y consiste en proclamarla gloria y la eficacia
eterna del sacrificio de la cruz. Los «hijos de Aarón» no representan al mundo

178
incrédulo, a los pecadores, sino a los santos rindiendo culto. Es como
sacerdotes que tienen que intervenir en el holocausto. Como pecadores que
hemos sido convictos de pecado por el Espíritu Santo, hemos venido un día
a la cruz; allí hemos encontrado la paz como consecuencia de la sangre que
ha sido derramada. Ahora debemos presentamos como sacerdotes, no para
repetir el sacrificio sino para recordarlo, para contemplar el holocausto
rendido por Cristo al Padre. La necesidad inmensa de nuestras almas tiene su
lugar en la obra de la cruz, pero en primer lugar están aquellos aspectos de la
cruz que tienen como su primer destinatario al mismo Dios.
10. Nuestra responsabilidad consiste en meditar al escudriñar las
Escrituras, para penetrar más y más en el pleno significado de la cruz. Somos
salvos por la muerte y no por la vida santa de Cristo. Muchos, hoy, hablan
de la perfección de la vida de Cristo; admiran sus enseñanzas y sus virtudes.
Pero no atribuyen ninguna significación redentora a su muerte. Olvidan lo
fundamental; olvidan que podemos ser reconciliados con Dios por la muerte,
y no por la vida inmaculada de su Hijo. La suprema importancia de la cruz
no puede ser dejada de lado. Sin la cruz sería imposible el acercamiento a un
santo Dios viviente. Es por tanto fundamental subrayar que somos salvos no
por la vida y la muerte del Hijo de Dios, sino por la muerte y por la vida
resucitada del Hijo de Dios, en ese orden. Esta distinción en el orden es
fundamental, porque así la presenta la Escritura (Ro, 5:10). El poder de su
vida de resurrección después de su muerte es el poder de la vida que el
creyente ha recibido (Ef. 1:19-20). Dios nos ha dado vida «juntamente con
Cristo» (Ef. 2:5). Él ha hecho que participemos desde ahora, y para siempre,
de la vida resucitada de su Hijo.
11. Nada menos que la sangre preciosa de Cristo podía ser suficiente pan
salvar al pecador. Dios ha evaluado nuestra salvación a un precio no menor
que el derramamiento del alma de su Hijo, hasta su muerte. Esto conduce al
gran pensamiento de cuán valioso es el creyente para Dios. Sólo la reverencia
y la adoración caben ante este hecho sorprendente. Ésta es una parte de la
lección del altar de bronce. Es una figura de que todo cristiano, como
creyente, es valioso para Dios.

179
El altar de bronce

12. En cierto sentido, el altar es el fin de todas las cosas. «Todo está
consumado» (Jn. 19:30); la obra redentora de Cristo está terminada, y para
siempre. El precio, todo el precio, ha sido pagado. Ésta es la gran lección del
altar, pero desde el punto de vista de la experiencia cristiana, este altar no es
el final sino el comienzo. El altar de bronce tiene que enseñarnos el fin de la
vida vieja. En este sentido, el altar es apenas el comienzo; el comienzo de
una obra del amor de Dios en nuestros corazones. «El altar de bronce es,
pues, el primer paso en un nuevo camino». La cruz está al comienzo de la
vida cristiana, porque la cruz tiene grandes bendiciones que darnos. La
aceptación de las consecuencias de la cruz en la vida cristiana tiene grandes
demandas que hacernos. Ahora, a partir de aquí, y comenzando con el
lavacro, tenemos que aprender el nuevo camino de santidad que espera al
sacerdote creyente. La cruz no es el final sino el comienzo del camino,
porque la cruz enseña que la vida vieja ha terminado, pero ahora comienza
un camino nuevo. La cruz indica para Ud. el fin de la vida vieja. Pero ahora
prepárese para ver, en el resto del Tabernáculo, la gloria de la vida nueva.
*****************

180
Advertimos al lector que el tema de los vasos del Tabernáculo continua en
el capítulo titulado «El lavacro». Pero antes incluimos el Apéndice C, sobre
los sacrificios del Antiguo Testamento, apéndice que es relativamente
extenso.

181
APÉNDICE C
LOS SACRIFICIOS EN EL
ANTIGUO TESTAMENTO

Las órdenes sobre estos sacrificios fueron dadas por Dios desde el trono
de gloria, en medio de los querubines.
En el Antiguo Testamento el sistema sacrificial era completo y estaba
constituido principalmente por cinco ofrendas, divididas en dos categorías,
«de olor suave» y «no de olor suave», a saber:

I - OFRENDAS DE OLOR SUAVE


1. El sacrificio de holocausto (Lv. 1:1-17)
2. La ofrenda de cereal, o vegetal (Lv. 2:1-16)
3. La ofrenda de paz (Lv. 3:1-17)

II - OFRENDAS NO DE OLOR SUAVE


1. La expiación por el pecado (Lv. 4:1-5:13)
2. La expiación por la culpa (Lv. 5:14-6:7)

Éste es el orden en que aparecen en el libro de Levítico, y en ese orden los


estudiaremos.
Entendemos que el punto fundamental consiste en que todos estos
sacrificios constituyen figuras del único gran sacrificio de Cristo.
Seguramente, en esos sacrificios aparecen nítidamente varios principios
generales que Dios deseaba inculcar a Israel para que fuera «un reino de

182
sacerdotes» (Éx. 19:6). Dichos principios constituyen una enseñanza de valor
permanente y por tanto pueden tener aplicación al creyente sacerdote del
Nuevo Testamento aunque él viva en otra dispensación. Pero el propósito
importante de las ofrendas del libro de Levítico es señalar a Cristo y a su
cruz.
Esto aparece corroborado por las frecuentes referencias que los escritores
del Nuevo Testamento hacen de aquellos sacrificios, vinculándolos con la
muerte de Cristo. Son frecuentes las citas del Nuevo Testamento relativas a
la Pascua, a Isaías 53, a Salmos y otras porciones proféticas del Antiguo
Testamento. Hay referencias directas, entre otros, en los siguientes pasajes:
Jn. 1:29; Ro. 3:25; 5:6, 8-9; 8:3-10; 12:1; Ef. 1:7; 2:13; 5:2, 12; 1 Co. 5:7;
10:16; 15:1- 3; 2Co. 5:21; He. 9:1-10; 10:1-12; 1 Pe. 1:18-19; 1 Jn. 1:7; 2:2;
5:6-8; Ap. 1:5. Como hemos mencionado en otro capítulo, el sentido
primario de todo sacrificio en el Antiguo Testamento es el de «acercarse» a
Dios, con el fin de traer algo. El vocablo hebreo korban (Mt. 7:11) se utiliza
con mucha frecuencia en el Antiguo Testamento; no se refiere a un sacrificio
determinado, sino que indica que el oferente encontraba así un camino de
acceso a Dios y de aceptación por parte de Dios.
En el Nuevo Testamento leemos de «la introducción de una mejor esperan-
za, por la cual nos acercamos a Dios» (He. 7:19). En 1 Pe. 3:18 Pedro declara:
«Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para
llevamos a Dios». «Llevamos» es el griego prosago, que también puede in-
dicar «ofrecer, sacrificar». Uno de sus derivados se utiliza en Ro. 5:2, Ef.
2:18 y 3:12 con el sentido de introducimos o aproximamos a Dios, y esto por
medio déla sangre de Cristo. El creyente «se mueve hacia» Dios, y así es
«guiado». El sentido claro es el de «acceso» a Dios, porque Cristo mismo es
nuestro acceso, la puerta (Jn. 10).
En Hebreos 4:16 y 10:22 el vocablo «acerquémonos» es el original
proserchomai, indicando la aproximación del adorador, para llegar cerca de
Dios mediante una ofrenda. En el Nuevo Testamento la enseñanza definitiva
es que esta ofrenda es la de Cristo mismo, ofrenda que no admite repetición.
Queda clara la noción general sobre los sacrificios, que imparte el Antiguo
Testamento. La idea básica es la que después el Nuevo Testamento expresa

183
en vocablos griegos, esto es, la noción de que se abre un camino de acceso a
Dios, ahora mediante Cristo y por medio solamente de Él.
Las Escrituras del Antiguo Testamento han encontrado en el sacrificio de
Cristo un cumplimiento total; las profecías están cumplidas, el consejo de
Dios se ha concretado. «Todo está consumado» (Jn. 19:30).
La carta a los Hebreos señala que Cristo es el cumplimiento de los
sacrificios presentados en el Antiguo Testamento. Indica además el carácter
único e irrepetible del sacrificio de Cristo, que trasciende y ha abolido al
ritual antiguo, porque enseña que el Hijo eterno de Dios, sin mancha,
incorruptible, se ha entregado a sí mismo, y una vez para siempre. Con esa
ofrenda de sí mismo ha alcanzado el objetivo original del Antiguo
Testamento, que era llevar al hombre a la comunión con Dios. El objetivo ha
sido logrado porque su obra ha trascendido a las ofrendas del Antiguo
Testamento, dado que la limpieza del pecador es ahora interior y la redención
que ha obtenido tiene un carácter eterno (He. 9:12). «No hay más ofrenda
por el pecado» (He. 10:18).
I - OFRENDAS DE OLOR SUAVE
Estas ofrendas eran llamadas así porque comportaban actitudes de
sumisión, amor y obediencia.
1. El sacrificio de holocausto (Lv. 1:1-17).
Lo prescrito por Dios en el caso del holocausto era lo siguiente;
1. El animal tenía que ser ofrecido voluntariamente.
2. Debía ser macho, sin defecto alguno, porque prefiguraba la pureza de
Cristo como cordero de Dios.
3. El oferente debía ofrecerlo en la puerta del Tabernáculo, reconociendo
su indignidad para ser admitido a la comunión con Dios, a menos que lo
hiciera por medio de un sacrificio.
4. Debía ponerla mano sobre la cabeza de la víctima que ofrecía,
significando con ello que el animal había venido a ser el sustituto o
representante de la persona que ofrecía el sacrificio. Pero hay que destacar
que el sentido del v. 4 «para expiación» no se refiere al hecho de hacer
184
expiación por el pecado, porque esta función la cumplían las dos últimas
ofrendas. La palabra «pecado» no aparece en Levítico 1. El oferente, al poner
las manos sobre esta última, no venía como pecador sino como adorador, y
se identificaba con la perfección de la víctima. La idea del v. 4 es la de «dar
satisfacción». En el caso de la expiación se daba satisfacción a la justicia de
Dios; pero aquí el sentido parece ser más bien el rendir satisfacción a la
santidad de Dios. Así, este aspecto del ceremonial representa a Cristo que, al
morir por nosotros, resuelve el problema de nuestra falta de devoción a Dios.
5. Eran varios los animales que podían ser ofrecidos en holocausto. Dios
tenía en cuenta al pobre, porque los de esa condición podían traer animales
menos costosos, como ciertas aves (Lv. 1:14). «El sacrificio del que se hizo
pobre (2 Co. 8:9) vino a ser el sacrificio del pobre (Lc. 2:24)». Este hecho,
unido al detalle muy significativo de que la puerta del Tabernáculo estaba
siempre abierta y que el fuego del altar de bronce estaba siempre encendido,
subraya que Dios está siempre dispuesto a aceptar la adoración de los suyos,
y de cada uno de los suyos.
6. El propio oferente, probablemente con la ayuda del sacerdote o de un
levita, tenía que degollar a la víctima (Lv. 1:5-l 1). El animal era degollado
por el oferente «en la presencia de Jehová» (v. 4), es decir, en el lado norte
del altar, cerca de la entrada al Tabernáculo. En el caso de la ofrenda de
expiación por el pecado, el cuchillo era puesto en manos del judío oferente
porque en ese caso él reconocía que el pecado trae muerte, y que el animal
moría en su lugar. La sangre recibía, en la expiación, un tratamiento
detallado, que veremos oportunamente, y que incluía su aspersión sobre el
velo, el que separaba al Lugar Santo del Santísimo (Éx. 26:33); la sangre era
llevada a un lugar bien próximo al propiciatorio, y así quedaba subrayado el
carácter expiatorio de esa ofrenda. En cambio aquí, en el holocausto, si bien
el oferente no era un espectador pasivo, degollaba también al animal pero la
sangre era rociada «alrededor sobre el altar» (Lv. 1:5), no poniendo el énfasis
sobre la idea de propiciación, por cuanto no era aplicada sobre el velo.
7. El holocausto presenta típicamente a Cristo «ofreciéndose a Sí mismo
sin mancha a Dios» (He. 9:14). La ofrenda de holocausto era una «totalmente
quemada». El vocablo hebreo para esta ofrenda es olah, con el sentido
indicado de «ofrenda totalmente quemada», y que expresaba la entrega total
185
del corazón y de la vida del oferente a Dios. El vocablo olah se deriva del
verbo alah, hacer arder. Tiene también el sentido de «ascender», porque la
ofrenda era levantada hasta el altar, y porque el humo se elevaba como olor
grato a Dios. Este aspecto de ofrenda «totalmente quemada» da un carácter
singular al holocausto. En otras ofrendas el sacerdote recibía una parte de la
carne del animal, y aun el oferente otra parte. Pero no era así en el holocausto;
con excepción de la piel, era toda para Dios. Así, el holocausto presenta en
figura la plena consagración de Cristo a Dios.
Al hecho de que se ofrecía un macho sin defecto se agrega que este tipo
de ofrenda era más examinada y preparada que ninguna otra. Si ningún
defecto era encontrado, las partes interiores y las patas eran lavadas,
subrayando así que el animal era ceremonialmente puro. El agua habla de la
Palabra de Dios, señalando que todo el andar de Cristo estaría gobernado por
ella. Así, la Escritura destaca que Jesucristo era «sin pecado» (He. 4:15), y
que «no hizo pecado» (1 Pe. 2:22). La pureza de su vida y de su carácter le
constituyeron a Él como la única víctima inocente que quitaría el pecado para
siempre. Se le llamaba ofrenda encendida de olor grato para «Jehová» (Lv.
1:9). La carne quemada no produce un olor agradable, pero se denomina así
porque simbolizaba la devoción y la sumisión absoluta de Jesucristo a Dios.
El vocablo hebreo para holocausto es olah, que significa ascender. Pablo
puede decir que Cristo se ofreció a Sí mismo por nosotros, «ofrenda y
sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:2).
8. No hay duda de que en esta ofrenda el concepto de expiación estaba
presente, porque a la víctima inocente le era transferida la culpa del oferente,
y por esa razón la sangre era rociada o era derramada sobre el altar, el
concepto de expiación estaba presente, y así el pecado quedaba «cubierto»,
en el sentido de que quedaba cubierto de los ojos de Dios, para que ya no lo
viera. Así se daba «satisfacción» a Dios. Pero la idea relevante de ella no era
la expiación sino la consagración, o dedicación. La vida entregada, y el hecho
de que después la víctima era dividida en piezas y colocada sobre el altar
para ser totalmente quemada, así como el hecho de que era considerada «de
olor grato a Jehová», todo indica el sentido más elevado del holocausto, que
es el mensaje claro de la dedicación plena de Cristo a Dios.

186
Es importante el detalle de que la piel, lo superficial del animal, era
entregada al sacerdote. Probablemente esto simboliza el hecho de que el
hombre nosotros sólo puede apreciar con cierta superficialidad la magnitud
del sacrificio de Cristo.
Nosotros apenas si entendemos lo que la redención representa para las
personas de la Santa Trinidad, pero esta ofrenda expresa en figura la
profundidad de la devoción de Cristo al Padre en la cruz, y la profundidad
del sacrificio ofrecida sobre ella, profundidades éstas que solamente el Padre
puede apreciar cabalmente en la ofrenda del Hijo.
9. La muerte de Cristo está tipificada en el holocausto, pero este sacrificio
no manifiesta el carácter ofensivo del pecado, sino que expresa la plena
devoción del Hijo al Padre. El holocausto presenta pues, típicamente, a Cristo
dándose a sí mismo como una ofrenda «enteramente quemada» en el altar de
la cruz (Ef. 5:2; He. 9:14). Dado que su ofrenda era grata al Padre, el Señor
tomó voluntariamente la copa que le había dado a beber, y la vació, por
nosotros.
10. Esa es la lección más importante del holocausto. Pero el holocausto
presenta también enseñanzas fundamentales para el sacerdote creyente del
Nuevo Testamento. Excepto ciertas partes del animal, que eran colocadas
aparte, el animal que había sido ofrecido era quemado totalmente. En el
holocausto no volvía a manos del oferente ninguna porción de su ofrenda, en
contraste con otros sacrificios, en que sí recibía ciertas partes. El israelita
piadoso había ofrecido antes el sacrificio de expiación, pero ahora, al añadir
esta ofrenda en holocausto reconocía que su vida humana no le pertenecía.
La totalidad del sacrificio expresado al quemar totalmente el animal,
mostraba la plenitud de la consagración del oferente, que había quedado
identificado con su ofrenda.
Pablo ha tenido este sacrificio en mente cuando ha escrito Ro. 12:1-2;
estaba pensando en el holocausto cuando ha exhortado a presentar nuestros
cuerpos en sacrificio vivo y santo a Dios, porque el holocausto simboliza
también la dedicación plena del creyente a Dios. El pasaje de Ro. 12:1-2 lo
analizaremos en el último capítulo de este libro, pero anticipemos que la
dedicación, que a veces llamamos «consagración» de nuestras vidas, tiene

187
como base «las misericordias de Dios»; nos entregamos a Dios, no para que
Él nos ame o nos otorgue el perdón, sino porque Él nos ha amado, nos ha
perdonado y ha dado a su Hijo en sacrificio por nosotros.
El apóstol habla allí de un sacrificio «vivo», lo que está indicando que se
trata de una ofrenda constante, y en contraste con los sacrificios paganos de
víctimas humanas. Así aparece prefigurado en Lv. 6:8-13; estaba establecido
que este sacrificio se ofrecería cada mañana y cada tarde, y que el fuego del
altar de bronce no debía apagarse (Lv. 6:9). Por tanto, llegó a denominarse
«holocausto continuo» Hay que señalar que en ese pasaje del libro de
Levítico se fijan reglas exclusivas para los sacerdotes, de modo que la
aplicación de la figura a nosotros es directa. En este sacrificio se aceptaban
diversas clases de animales, desde los más costosos hasta los de precio más
bajo. Dios proveía para que aun el más pobre de su pueblo pudiera ofrecer
esta ofrenda de gratitud, que era voluntaria.
La enseñanza de la figura es fundamental. La consideración por los pobres,
por parte de Dios, va unida con una enseñanza sobre la integridad del carácter
de Dios. Él espera una ofrenda continua, permanente. El Señor espera del
creyente, hoy, que cada día mortifique la carne para servirle (Ro. 8:12-13),
que cada día tome su cruz para seguir a Cristo (Lc. 9:23). La dedicación
comienza con un acto inicial de entrega, pero debe ser expresada en una
consagración continua, renovando constantemente la devoción de corazón,
como una llama que necesita ser animada por el poder de la Palabra y por la
gracia del Espíritu.
La enseñanza coincide con la de la viuda, que expresó su devoción dando
todo cuanto tenía (Mr. 12:44). El acto de darnos a nosotros mismos es más
importante que el valor de toda ofrenda material; los macedonios se dieron a
sí mismos, primeramente, al Señor (2 Co. 8:5). Dios no pone el énfasis sobre
los bienes materiales, pero sí demanda todo el corazón, toda la vida, toda la
vitalidad. Menos que eso no es consagración. La entrega a Dios debe ser
total, y para que sea total debe ser continua. Aun en medio de los problemas
y de las crisis, que toda vida espiritual tiene, podemos reconocer el Señorío
de Cristo, y el derecho que Él tiene para ordenar nuestros caminos como Él
quiera. Éste es el privilegio del sacerdote creyente, hoy. Ésta es nuestra
ofrenda continua, que tiene como modelo y fundamento a Cristo como siervo
188
de Dios. Toda nuestra ofrenda a Dios tiene como fundamento aquella sola
vida consagrada.
2. La ofrenda de cereal o vegetal (Lv. 2:1-16; 6:14-18).
Ahora entramos a otra ofrenda, que presenta otros aspectos del sacrificio
de Cristo.
1. Esta ofrenda puede recibir varios nombres (de cereal, de harina, de
alimento, de presente, de pan); pero no debe denominarse «de carne» (como
alimento). El vocablo hebreo es Minjah, que significa «ofrenda de cereal»;
el vocablo «oblación» indica «ofrenda vegetal».
2. Esta ofrenda difería de las otras en cuanto a los materiales que se
empleaban. Eran flor de harina, aceite e incienso (Lv. 2:1). En ella no se
incluía nada de carne y por lo tanto ésta era la única en que no se derramaba
sangre. Según Números 15 esta ofrenda podía acompañar a otros sacrificios,
que eran el holocausto y el sacrificio de paces.
3. Ésta también era una ofrenda «de olor grato». Como en todas las que
reciben este calificativo, la cuestión del pecado del oferente nunca aparece;
esto puede apreciarse en el hecho de que no había sangre, así como en el
hecho de que una parte de este sacrificio era quemado en el altar de bronce,
en tanto que las ofrendas que hacen referencia al pecado eran quemadas fuera
del campamento (Lv. 4:11-12; He. 13:11). La parte que no se quemaba se
entregaba al sacerdote, y ninguna parte retornaba al oferente.
4. Se trata de otra de las ofrendas voluntarias, y era «cosa santísima» (Lv.
6:17). Además, eran de las menos costosas.
5. De los elementos que la integraban surge que esta ofrenda representa a
«Jesucristo Hombre». En el holocausto vemos representado a Cristo en su
muerte en cambio, en ésta lo vemos representado en su vida. La ofrenda de
cereal es mi tipo del Hijo del Hombre, Jesús el Mesías, el Ungido, el Cristo
de Dios.
La doctrina de la encarnación del Hijo de Dios es fundamental, y por esta
razón Satanás ha intentado pervertirla desde el principio.

189
Así como el holocausto presenta a Cristo entregado totalmente a Dios
hasta la muerte, esta ofrenda de cereal presenta otro aspecto de la misma
bendita persona, dedicada enteramente a Dios y a su voluntad. Como
consecuencia, presenta también a Jesucristo en su vida dedicada al hombre.
La harina, de la mejor calidad, señala la vida pura que Él vivió sobre la
tierra.
Esta ofrenda era una de las «de olor grato» a Dios, sugiriendo la plena
devoción de Cristo al Padre, su disposición de agradarle en todo. La vida
encarnada de Dios el Hijo satisfizo al Padre como lo había satisfecho el Hijo
por toda la eternidad, en su estado preencarnado.
6. La levadura estaba prohibida en este sacrificio, porque ella tiene en la
Biblia el simbolismo de la maldad que corrompe. También estaba prohibida
la miel, porque es símbolo de una dulzura natural. Además, la miel era muy
usada en los sacrificios de los gentiles como un alimento para los dioses, y
por esta razón su eliminación impedía que los israelitas compartieran la
noción pagana de que los sacrificios puedan ser el alimento de Dios.
La sal se requería en estas ofrendas (Lv. 2:13), como símbolo de la
fidelidad en los pactos y como símbolo de la verdad divina, que neutraliza la
acción de la levadura. La sal presenta la idea de la incorrupción. Así, es una
figura de Cristo que es santo, incorruptiblemente santo.
7. Los elementos que integraban o que no debían integrar esta ofrenda son
sugerentes: nada de levadura, nada de miel, fuego, olor grato. ¿Qué sugieren?
La falta de levadura indica la ausencia de la corrupción del pecado; la
prohibición de miel señala que nada había de la carne; el fuego señala la
aceptación de Dios; el olor grato indica la complacencia de Dios.
8. Hay que destacar aún otro elemento en esta ofrenda de presente o de
cereal, que es la presencia del aceite, como un tipo del Espíritu Santo. El
aceite aparece aplicado en dos modos: la ofrenda era amasada con aceite (Lv.
2:4); y se vertía aceite sobre ella (v. 6). ¿No sugiere esto a Cristo «concebido»
por el Espíritu Santo y más tarde «ungido» por el Espíritu Santo? La
presencia de Dios, tipificada en el aceite del sacrificio, aparece
continuamente en la vida y en el ministerio del Señor. Todo era de la

190
complacencia del Padre (Mt. 3:17). En los Evangelios leemos del Espíritu
«descendiendo» sobre Él; que Él, «lleno del Espíritu Santo, volvió del
Jordán»; leemos de Él volviendo a Galilea «en el poder del Espíritu». Lo
vemos en la sinagoga de Nazaret cuando se cumple la Escritura que proclama
«el Espíritu del Señor es sobre mí...». El Señor es el ungido de Dios, y su
unción fue mediante el Espíritu Santo.
Todos los elementos de esta ofrenda señalan a Cristo, pero no a Él
muriendo en la cruz, sino a Cristo viviendo, sirviendo, desplegando la gloria
del Padre, aquí sobre la tierra.
El Espíritu Santo se ocupa, en un ministerio supremo, de presentar las
glorias de Cristo. Y por medio de los elementos de esta ofrenda de granos
subraya el carácter santo de su vida, aprobada por el Padre. En otras ofrendas,
que no son de olor grato, el Espíritu Santo presenta a Cristo cargando con el
pecado del mundo, muriendo en nuestro lugar. Pero en ésta lo presenta
viviendo, viviendo aquella vida sin mancha, en medio de la contradicción de
pecadores como nosotros.
9. La ofrenda que consideramos señala a Cristo en su vida inmaculada.
Complementariamente, el creyente sacerdote extrae de ella enseñanzas
vitales. Una de ellas está figurada en la ausencia de miel en este sacrificio,
porque ella, como vimos, es figura de la dulzura natural.
En la vida de Cristo sobre la tierra no hubo nada de la dulzura natural, nada
que apelara a lo natural en el hombre. Estaba escrito: «verle hemos, pero sin
atractivo» (Is. 53:2).
La prohibición aquí tiene su sentido. Hay cosas en nuestro mundo que no
son pecaminosas en sí mismas, pero que utilizadas equivocadamente lo son.
En nuestro tiempo se pondera al hombre, los logros del hombre, la
personalidad atractiva, la dulzura personal; cuando estos criterios mundanos
se quieren aplicar en la obra de Dios, los resultados son penosos. Hay el
peligro de que queramos aparecer nosotros ante el mundo incrédulo,
exhibiendo nuestros supuestos talentos o aun nuestros supuestos éxitos. La
carne puede ser sometida por el Espíritu Santo, pero siempre está en nosotros,
pronta para evidenciarse.

191
Es bueno tener un carácter afable cuando presentamos el Evangelio, pero
las sonrisas, las bromas, lo que entretiene, y aun lo mejor del talento natural,
sirven de muy poco cuando se trata de «edificar» espiritualmente.
Estas ofrendas de granos eran las menos costosas monetariamente, pero
enseñan al creyente sacerdote que hay algo costoso en el renunciamiento a
todo lo que provenga de la carne. Que esta lección penetre profundamente en
nuestras almas. La unción del Espíritu no santifica la dulzura natural. El
Espíritu y la carne están en oposición mortal (Gá. 5:17). Es la unción del
Espíritu lo que hay que apreciar.
10. Según Lv. 2:2-3 una parte de esta ofrenda era entregada a los
sacerdotes, quienes la hacían arder sobre el altar. El resto era de los
sacerdotes. La porción de Dios viene primero; después, la de los sacerdotes.
Esta ofrenda podía acompañar al holocausto o a la ofrenda de paces (Nm.
15:8-9). El sacerdote tomaba «un puñado» de ella y la arrojaba sobre el
sacrificio, en el altar de bronce. Posiblemente significa que la sublimidad de
la vida y de la ofrenda de Cristo son el deleite y el aprecio de Dios, en grado
sumo.
Ninguna parte del cereal volvía al oferente; todo era ofrecido a Dios. El
Señor consideraba como si el oferente hubiera entregado todo su ser, es
interesante que el vocablo «alguna» (persona) de Lv. 2:1 es el hebreo nepes,
que es literalmente «alma». Toda la Escritura subraya que Dios desea del
hombre no tanto sus recursos sino la consagración de sí mismo, totalmente
(Sal. 40:7; Lv. 10:7). Esta ofrenda, como vimos, podía acompañar al
holocausto. Primero viene la dedicación del ser a Dios; luego, la dedicación
del fruto del trabajo.
11. Otra enseñanza para el sacerdote del Nuevo Testamento surge del
hecho de que a estas ofrendas se les añadía incienso, y que éste debía arder
sobre el altar, desplegando así su aroma plenamente.
Esto significa la oración de Cristo. Ése era el vínculo invisible con el
Padre. De Él, el Señor recibía su fortaleza, su orientación, su luz.

192
La lección es grande, porque apunta a la gran riqueza del Hijo, que es la
comunión con el Padre; y esto señala así mismo al gran secreto de su vida,
que es la dependencia del Padre.
Para seres indefensos e incapaces, como somos nosotros fuera de la gracia,
esta lección es fundamental. Dios cuenta con los que son suyos, y solamente
con ellos, para iluminar a los hombres. Nuestro mensaje tiene un carácter
muy elevado. La trascendencia de la vida humana, el drama que el pecado ha
introducido, la gloria de la cruz, tienen que ser transmitidos con poder
espiritual, para que lleguen a los corazones. ¿Quién será suficiente para esta
tarea gigantesca?
El incienso como figura de la oración de Cristo indica el camino, el único
posible.
La comunión con Dios y la dependencia de Dios son la fuente de todo
fortalecimiento espiritual para nosotros, como fueron la fuente de aquella
vida única y trascendente, tipificada en esta ofrenda.
3. La ofrenda de paz (Lv. 3:1-17).
La palabra original es neder, que indica una ofrenda en cumplimiento de
un voto. Esta ofrenda es muy significativa, y presenta características
particulares Es el último aspecto de la ofrenda de Cristo que el creyente viene
a apreciar, esto es, las consecuencias para nosotros del sacrificio de Cristo
prefigurado en las dos ofrendas anteriores, de holocausto y de cereal.
1. El vocablo hebreo para esta ofrenda es shelom, que se distingue de las
ofrendas expiatorias, y que hace referencia a una fiesta sacrificial. Se
denominaban ofrendas «de paz» porque en ellas Dios y su pueblo
participaban juntos en señal de amistad. El fundamento para esta paz lo
veremos más adelante.
Se ofrecían por tres motivos, expresados en vocablos hebreos diferentes:
a) En acción de gracias por una bendición recibida (Lv. 7:12-15). Aquí el
vocablo hebreo es todah, representando agradecimiento, b) Acompañando a
un voto vinculado con alguna bendición, voto que era un compromiso (Lv.
7:16). La palabra original es neder, que indica una ofrenda en cumplimiento
de un voto, c) En un acto voluntario, con el sentido de «espontáneo» (Lv.
193
7:16), es decir, cuando no se originaba en agradecimiento por un acto pasado
de la bondad de Dios sino cuando surgía naturalmente del corazón del
israelita creyente. El vocablo hebreo era aquí nadaba, que señalaba un acto
de homenaje.
2. Varios aspectos de esta ofrenda eran los mismos que aquellos
correspondientes al holocausto:
a) era de carácter voluntario (Lv. 3:1);
b) los animales debían ser sin defecto (Lv. 2:1 -6);
c) el oferente ponía sus manos sobre la cabeza de las víctimas (Lv. 3:2;
8:13);
d) los animales podían ser elegidos en conformidad a la capacidad
económica del oferente;
e) el propio oferente debía dar muerte al animal (vv. 2, 8, 13).
Se destacan la pureza del animal, así como la identificación entre el hebreo
oferente y la víctima, pero hay que señalar que la víctima no aparece en esta
ofrenda haciendo expiación por el pecado.
El motivo fundamental de este sacrificio era expresar gratitud a Dios. El
israelita piadoso reconocía, mediante esta ofrenda voluntaria de cereal, que
su alimento lo había recibido de Dios; en respuesta, debía a Dios su vida
como un tributo; éste es el sentido del vocablo hebreo para esta ofrenda. La
muerte del animal y el derramamiento de sangre tenían por finalidad crear
«un espíritu quebrantado» (Sal. 51:17), que es uno de los frutos más
preciosos que debe caracterizar al creyente.
3. Había elementos distintivos de esta ofrenda, lo cual se aprecia en algunos
detalles del ceremonial:
a) Las cuatro primeras etapas del ceremonial eran las mismas que las del
holocausto, a saber: la presentación, el colocar las manos sobre el animal, la
muerte de la víctima y el derramamiento de sangre.
El significado típico y simbólico es el mismo que hemos visto en la
ofrenda de holocausto. Una víctima inocente era una figura de Cristo, el

194
verdadero cordero de Dios; era presentado por el oferente en un acto de fe, y
en reconocimiento del carácter sustitutivo de esa muerte. La sangre era
aplicada por el sacerdote, figura de Cristo que ha entrado al Lugar Santísimo
«por su sangre» (He. 9:12), es decir, por la eficacia de su sangre. Así se
proclamaba, en figura, el perdón del pecado, mediante la sangre del cordero
inmolado.
Sólo la adoración reverente cabe aquí, cuando contemplamos la gracia y
sabiduría divinas, que han querido prefigurar así la obra redentora de Cristo.
b) Había otra etapa de la ceremonia en que el ritual difería de otras
ofrendas. En el holocausto, prácticamente todo el animal era quemado; en
cambio, aquí solamente lo eran algunas partes de los animales. La grosura
era para Dios, simbolizando que aquello más profundamente interior de la
ofrenda de Cristo, aquella riqueza interior como víctima, es solamente
captada por Dios.
En la quema de la grosura vemos representado a Cristo aceptado por
nosotros, cuando Él ofreció a Dios, en nuestro favor y en nuestro lugar,
aquello que era lo mejor que tenía para ofrecer.
En esta ofrenda vemos, pues, no solamente lo completo de la consagración
de Cristo sino también la grandeza de la ofrenda que fue hecha para nuestra
redención.
c) En el holocausto no había más etapas, pero en la ofrenda de paces, una
vez quemada la grosura seguía, como etapa culminante del ritual, la comida
de una porción del sacrificio. Esto es lo que veremos en el punto siguiente.
4. Se trataba de un aspecto festivo, en el que el oferente reconocía la
bendición de Dios sobre él:
a) En esta comida participaban el oferente, el sacerdote y Dios mismo, que
estaba presente, aunque en forma invisible. Ésta era la única ofrenda en la
que el oferente recibía una porción de ella.
La presencia de Dios en esta comida habla claramente de la satisfacción
que Él ha encontrado en la ofrenda de su Hijo. Pablo lo expresa así:

195
«...Andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo
por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Ef. 5:2).
Algunos autores hablan de esta ofrenda como «el alimento» de Dios, pero
entendemos que ese concepto proviene de las religiones paganas, porque la
Escritura no enseña que los sacrificios constituyeran un alimento para Dios;
la noción que estimamos adecuada es que Dios encuentra «satisfacción» en
su Hijo y en la ofrenda que Él ha hecho en la cruz. Su ofrenda fue hecha «a
Dios» y subió a su presencia como «olor fragante».
b) El oferente comía su parte de la ofrenda de paz en el atrio del
Tabernáculo, «delante de Jehová».
c) Tenían que participar los miembros directos de su familia, y cualquier
levita que estuviera de paso en su casa.
d) Tenía que celebrar esta fiesta con un regocijo santo, delante del Señor.
Aquí aparece la gran idea de la reconciliación que el oferente había
alcanzado con Dios, en razón de que Dios había aceptado el sacrificio. Es
cierto que esta ofrenda de paz podía ser traída aisladamente, pero cuando era
traída junto con otras ofrendas, esa otra se ofrecía en primer lugar (Lv. 6:12).
Esto sugiere que solamente una vida consagrada (tipificada por el holocausto,
en Lv. 6:12) conduce a la paz. Otra vez vemos a Cristo tipificado como
nuestra paz, nuestra reconciliación. Solamente por la obra de su cruz tenemos
comunión con Dios.
Hay que subrayar, por su importancia doctrinal, que el israelita creyente
no traía esta ofrenda para buscar la paz con Dios, ni para pedirla. Él venía
porque ya estaba en paz con Dios. El perdón del pecado, la paz con Dios, no
es nunca una conquista del hombre sino una provisión divina.
En el paganismo, los sacrificios significaban que el hombre hacía una
fiesta a su Dios, y de ahí que se pensara que el sacrificio era «el alimento»
de los dioses; esta noción pagana no tenía cabida en el ceremonial hebreo.
En la ofrenda de paz es Dios el que prepara la fiesta de reconciliación para el
hombre. La salvación proviene del trono de Dios; la salvación es obra de
Cristo, y solamente de Cristo, único Mediador, único Salvador, único Sumo
Sacerdote.
196
5. En Lv. 7:13 leemos que «con tortas de pan leudo presentará su ofrenda
en el sacrificio de acciones de gracias de paz». ¿Por qué la diferencia con el
v. 12, en donde se prohíbe la levadura? Porque en el v. 12 la noción es la de
exaltar a Dios, y entonces la levadura es excluida. En cambio, el v. 13
muestra al oferente dando gracias por su participación en la paz con Dios; la
levadura permitida aquí sugiere que, aun cuando el oferente posee para
siempre la paz con Dios, todavía el pecado reside en él. Esta lección debe
estar bien presente en el corazón de todo hijo de Dios.
6. La enseñanza típica es que Cristo es «nuestra paz» (Col. 1:20). Cristo,
el Príncipe de paz (Is. 9:6), ha hecho la paz para nosotros por medio de su
muerte. El mismo es nuestra paz (Ef. 2:14). La paz con Dios se fundamenta
en la sangre de Cristo, que ha efectuado la reconciliación con Dios (Ro. 5:1).
La paz reside en que el pecador arrepentido, que se apropia de Cristo por la
fe, demuestra estar satisfecho con la misma obra de la cruz que ha dado
satisfacción a Dios. En Cristo, Dios y el pecador se encuentran en paz. Dios
ha sido hecho propicio y el pecado ha sido reconciliado «por la sangre de la
cruz». Así leemos en grandes palabras:
«Agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud, y por medio de Él
reconciliar todas las cosas... haciendo la paz mediante la sangre de su cruz»
(Col. 1:19-20).
El principal objeto de esta ofrenda era expresar la noción de amistad, de
paz y de comunión con Dios, aseguradas mediante el derramamiento de la
sangre expiatoria. La ofrenda consistía en un sacrificio, que culminaba en
una fiesta de comida sacrificial.
La aplicación al cristiano sacerdote es directa, porque esta ofrenda de paz
presenta a Cristo el cordero de Dios, el alimento para el alma del creyente,
mediante una participación por la cual tenemos comunión con Dios.
En todas las ofrendas, y también en ésta, vemos representado a Cristo «por
nosotros». Él aparece «por nosotros» en la ofrenda que es quemada fuera del
campamento, en el sacrificio de expiación; aparece «por nosotros» puesto
sobre el altar del holocausto; «por nosotros» lleva el pecado, «por nosotros»
es aceptado. Y cuando leemos «por nosotros», lo que significa es que Él hizo

197
todo «en vez de nosotros», «en lugar de nosotros», es decir, «como
nosotros», en nombre de nosotros.
No siempre nos damos cuenta de cuánto significa que Dios nos «hizo
aceptos en el amado» (Ef. 1:6). Pero la suficiencia de su aceptación por
nosotros no depende de nuestra comprensión, sino de la satisfacción plena
que el Padre ha encontrado en Él y en la ofrenda de su cuerpo.
El propio Señor que se ofreció en la cruz recibe satisfacción por su obra,
según estaba profetizado. «Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará
satisfecho» (Is. 53:11).
7. Los detalles del ceremonial señalan al punto principal de esta ofrenda,
que es la comunión del adorador. Ella presenta a Cristo como el objeto de
regocijo para el creyente que adora, en comunión con Dios.
La idea de la comunión con Dios es prominente en la Escritura y por esta
razón aparece frecuentemente en nuestro estudio. Volveremos a verla en
otros capítulos, principalmente cuando consideremos la mesa con los panes
de la proposición, en el capítulo 12 de este libro.
La comunión, ¿qué es, sino compartir algo con otro? Tener comunión es
tener con otra persona algo en común. Pues bien. El creyente comparte con
Dios a su propio Hijo. Lo comparte porque Él es Dios «dado» a nosotros, el
Hijo «dado» (Is. 9:6; Jn. 3:16). El Padre «da» el verdadero pan, pero hay que
destacar que Dios sólo puede tener comunión con un pueblo redimido de su
pecado. Toda la Escritura señala lo que esta ofrenda señala: que la comunión
tiene como fundamento la sangre del sacrificio.
8. El lenguaje del Evangelio es claro:
«Venid, que ya está todo preparado» (Lc. 14:17).
«Todo está dispuesto, venid...»
«Las bodas a la verdad están preparadas; ...llamad a las bodas a cuantos
halléis» (Mt. 22:4,8,9).
Éste es el mensaje del Evangelio, «Es la ofrenda de paz traducida en
palabras», y el que las traduce es el que ha hecho la paz.

198
El pródigo ha vuelto a la casa del padre, y es el padre el que quiere la fiesta
«Hagamos fiesta» (Lc. 15:23).
La verdadera fiesta para el creyente es el recuerdo de nuestra relación con
Dios ganada y asegurada por Cristo para nosotros, a un precio costoso para
Él.
9. Toda la familia sacerdotal participa de estos sacrificios de paces. Aarón
y sus hijos recibían para comer el pecho que se mecía y la espaldilla derecha
que se elevaba a Dios (Lv. 7:28-36). Era una figura de que todo creyente hoy,
en su carácter de sacerdote, se nutre de los afectos y de la energía de Cristo,
nuestro verdadero sacrificio de paz. Hay que notar que no es en la soledad
que nos nutrimos de alimento espiritual. Lo comemos en comunión con Dios
y en comunión con nuestros cosacerdotes. Este aspecto no debe ser
descuidado, porque es la voluntad de Dios que todo creyente se congregue
con sus hermanos en la fe, y que comparta con ellos sus luchas, sus conflictos
y debilidades, como ha de compartir con ellos su destino y su gloria, por pura
gracia.
II - OFRENDAS NO DE OLOR SUAVE, O SACRIFICIOS
EXPIATORIOS
Los tres sacrificios que hemos visto eran denominados «de olor grato al
Señor». Ahora pasamos al cuarto sacrificio, que pertenece a los denominados
«no de olor grato».
1. La expiación por el pecado (Lv. 4:1-5:13).
Hay varios puntos que deben señalarse con relación a esta ofrenda:
1. La ofrenda de expiación por el pecado, así como la de expiación por la
culpa, era obligatoria. Era el primer sacrificio que se debía ofrecer, no había
otra manera de acercarse a Dios si este sacrificio hubiera faltado. Sin él, todos
los demás sacrificios hubieran carecido de sentido. El problema del pecado
tiene que estar resuelto antes de que el hombre pueda prestar cualquier
servicio a Dios. Ningún progreso en nuestra relación con Dios es posible si
el gran problema del pecado sigue pendiente, o si queremos encararlo de una
manera diferente de la que Dios ha establecido.

199
2. Había un ritual muy detallado para que el pecado fuera expiado, para
impresionar al oferente con la noción de la seriedad y gravedad de su
condición.
3. El fuego del altar de bronce estaba siempre encendido (Lv. 6:13) y la
puerta primera del Tabernáculo estaba siempre abierta, en figura clara de que
Dios siempre ha querido que el hombre tuviera acceso a Él, acceso que ahora
es pleno, en virtud de la obra de Cristo (He. 12:19-22).
4. El oferente, en el lado norte del altar, ponía sus manos sobre la cabeza
del animal (Lv. 4:4, 15, 24, 29). Aquí se subrayan varias ideas. Una es la de
identificación entre el oferente y la víctima, porque el hombre transfería su
culpa al animal inocente. El reconocimiento de nuestra condición
pecaminosa es siempre difícil. Pero el reconocimiento de nuestra culpa
personal y de nuestra necesidad de venir a Dios por el camino que Él ha
establecido El vocablo hebreo para esta ofrenda es Jatáh, con la idea clara de
ofrenda por el pecado.
5. El propio culpable tenía que degollar a la víctima, el sacerdote, en Lv.
4:4; los ancianos, en el v. 15; un jefe, según el v. 24, y algún hombre del
pueblo según el v. 29. Este detalle minucioso ¿a qué obedece? ¿No hubiera
sido práctico que un sacerdote o un levita se especializara en esta tarea tan
ingrata? No. El cuchillo era puesto en manos del hebreo oferente porque Dios
quería enseñarla lección de la responsabilidad del hombre por su pecado. El
israelita piadoso reconocía que el pecado trae muerte, y aprendía que el
animal inocente moría en lugar de él. La noción de sustitución, que hemos
observado ya en otros capítulos, aparece como una lección fundamental en
este aspecto impresionante del ritual. El oferente permanece con vida porque
otro muere por él.
6. Luego venía la manipulación de la sangre. La sangre no podía ser
comida ni bebida. Era rociada, según de quién proviniera la ofrenda, sobre
diferentes lugares.
En el caso de que el oferente hubiera sido un sacerdote ungido, rociaba
siete veces hacia el velo que estaba delante del propiciatorio, aunque
permaneciendo dentro del Lugar Santo; luego ponía de esa sangre sobre los

200
cuernos del altar de oro, y finalmente el resto de la sangre la derramaba al
pie del altar de bronce (Lv. 4:5-7).
Cada uno de estos tres lugares tienen su significación propia, porque, en
primer lugar, se ofrecía la sangre en el lugar más próximo posible al
propiciatorio, aunque sin entrar al Lugar Santísimo, privilegio del sumo
sacerdote una vez al año, el Día de la Expiación. Así, se simbolizaba el
carácter expiatorio de la sangre.
En segundo lugar, al rociar el altar de oro se simbolizaba la restauración
de la comunión con Dios. Esta comunión tiene como fundamento la
expiación. En tercer lugar, al derramar la sangre alrededor del altar de bronce
se reconocía que el pecador hubiera tenido que derramar la suya propia, de
no haber habido un sustituto.
7. Como ocurría con otras ofrendas, varios animales podían ser
presentados en expiación por el pecado. El sacerdote ungido, lo mismo que
los ancianos que representaban a la nación, debían presentar un becerro; un
jefe presentaba un macho de las cabras; y el hombre del pueblo podía traer
un animal menos costoso, una cabra o una oveja (Lv. 4:28-32); aun si esto
no estaba a su alcance, podía ofrecer «dos tórtolas o dos palominos». Pero
todavía más, si hubiera sido tan pobre que ni aun eso podía ofrecer, traía la
décima parte de una efa (la efa=37 litros) de flor de harina.
Se destaca claramente que Dios tenía en cuenta la extrema pobreza de
alguno, pero nadie, ni siquiera el más pobre, quedaba eximido de ofrecer por
la expiación. El perdón es una necesidad primordial, y es una necesidad
universal. Es un bien muy preciado, y nadie tiene excusas para no recibirlo.
Ninguna persona es tan insignificante como para que su pecado pase
desapercibido, y ninguno es tan importante como para que su pecado pueda
ser perdonado sin la presentación de un sacrificio. Este detalle de la variedad
de ofrendas subraya la gran provisión que se ha hecho, para todos los
hombres, en la cruz de Cristo. Todos estamos igualados en la ruina, pero Dios
ha tenido «misericordia de todos» (Ro. 11:32).
8. La parte principal de estos sacrificios era sacada «fuera del campamento
a un lugar limpio» y quemada allí.

201
No debe pensarse que esta ofrenda expiatoria era sacada fuera porque,
estando asociada con el pecado, no pudiera ser consumida dentro del
Tabernáculo. La Escritura de Lv. 6:17 y otras afirman que esta ofrenda era
«cosa santísima». Así, la figura anticipaba un aspecto esencial de la gran
ofrenda de Cristo, porque esta ofréndalo representa a Él. Como sustituto del
pecador, Él llevó nuestros pecados, y fue «hecho pecado por nosotros» (2
Co. 5:21); pero el pecado no era propio de Él. El pecado le fue imputado.
Esta imputación transmitió la culpa del pecado pero no la contaminación
del pecado. La imputación implicó que el Señor se haría responsable del
pecado de otros, y por esta razón sufriría la pena de muerte que corresponde
al pecado. Es esencial destacar ante nuestras almas, como lo hace el Nuevo
Testamento, y como lo anticipan las figuras que estamos estudiando, la
santidad esencial de Cristo como cordero de Dios, «sin mancha y sin
contaminación».
Él «no conoció el pecado» (2 Co. 5:21). Él es por siempre «santo, inocente,
sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos»
(He. 7:26).
La ofrenda por el pecado era quemada fuera del campamento, no porque
hubiera algún defecto en ella, sino para distinguirla del holocausto. La
primera significaba expiación, y la otra dedicación. Pero ambas eran «cosa
santísima», y ambas recibían, por parte de Dios, plena aceptación. La
santidad singular de la ofrenda por el pecado tiene por eso que ser enfatizada.
Esta ofrenda era quemada fuera del campamento porque era una figura de
Cristo, que padeció fuera del real. Esto era además una profecía de que ese
sacrificio del Calvario sería de bendición fuera de Israel, alcanzando a los
gentiles. Esa ofrenda tendría alcance universal.
8. Las ofrendas de expiación por el pecado se realizaban diariamente,
como mínimo dos veces al día. Pero aun así, una vez al año, en el gran Día
de la Expiación, se sacrificaba una víctima cuya sangre era llevada al Lugar
Santísimo, y era rociada sobre el propiciatorio, más allá del velo. Así se hacía
expiación por los pecados de la nación. En esta ofrenda Cristo es nuestro
sustituto, eso lo fue únicamente en la cruz; en cambio, en el holocausto Él es

202
nuestro representante, mostrando una consagración plena a Dios, en todo
momento.
9. Esta ofrenda era «no de olor grato». Ella representa a Cristo en su tarea
de hacerse cargo de todo el demérito del pecador. Esta ofrenda tiene un
carácter vicario.
También el holocausto tiene carácter vicario. En él Jesucristo, al morir por
nosotros, suple nuestra carencia de devoción. Por decirlo así, el creyente del
Nuevo Testamento se acerca a Dios reconociendo que no tiene devoción ni
pureza por sí mismo, pero se acerca confiadamente, porque se refugia en la
perfección de Cristo, tipificada en el holocausto.
En cambio, las ofrendas expiatorias son de carácter vicario, pues Jesucristo
sufre en razón de nuestra rebeldía y de nuestra culpa.
No había nada agradable para Dios en el pecado que esas ofrendas
representaban, y por esta razón no se habla de algo que ascendiera al Señor
como olor grato.
10. El sacrificio de expiación por el pecado tiene una importancia enorme
en toda la revelación de la Escritura. En el centro de todo el cuerpo doctrinal
del Antiguo Testamento aparece el concepto de pecado. Solamente mediante
un entendimiento claro de la naturaleza del pecado se puede apreciar la
magnitud de la obra redentora de Dios, para liberar al hombre de su mal. El
carácter expiatorio de la muerte de Cristo pasa a constituir otro concepto
doctrinal de gran importancia, porque es solamente a través de esa expiación
que Dios puede otorgar perdón al culpable.
Otro punto básico desde el punto de vista doctrinal es el carácter
sustitutivo de la muerte de Cristo. El oferente era llevado mediante el ritual
a reconocer que por su pecado merecía la muerte, pero que las consecuencias
no caían sobre el culpable sino sobre el sustituto del culpable. Ésta es una de
las grandes lecciones del libro de Levítico y de toda la Sagrada Escritura: que
el perdón involucra un costo, y este costo es la ofrenda de una vida. Esta
noción a su vez le conducía a apreciar que Dios, al aceptar el sacrificio
sustitutivo, estaba revelando su gran amor. Y éste es ciertamente otro de los

203
grandes puntos doctrinales, que permiten entender algo de la naturaleza de
Dios. No hay nada más elevado que la naturaleza de Dios, el carácter de Dios.
En Ro. 3:25 hay una declaración muy importante. Allí aprendemos que,
hasta que llegó el día de la muerte de Cristo, Dios había «pasado por alto»
los pecados pasados. La expresión «pasado por alto» es el griego paresis, que
significa la postergación del juicio, o la retención del castigo. La noción es
que Dios postergaba el castigo, pero no indefinidamente.
Los pecados cometidos con anterioridad al sacrificio de Cristo eran
pasados por alto, no porque Dios no prestase atención a ellos, sino debido a
su paciencia. Esta paciencia podía ser entendida como indiferencia en Dios
con respecto al pecado; este agravio al carácter santo de Dios es lo que Pablo
rechaza, diciendo o ahora ha llegado el momento para vindicar el carácter de
Dios. Ahora que Cristo ha derramado su sangre en propiciación por el
pecado, ya no queda ningún lugar para aquella pretensión.
Ciertamente, Pablo no dice que no hubiera castigo por el pecado durante
el período del Antiguo Testamento; lo que afirma es que Dios no trató con el
pecado, en forma plena y definitiva, hasta la muerte expiatoria de Cristo.
Aquel «pasar por alto» terminó en el Calvario, y así la cruz ha mostrado la
justicia inflexible de Dios, en el propio medio por el cual el pecado ha sido
perdonado.
Dios es justo, pero su justicia es una expresión de su gracia, porque Dios
ha desplegado su justicia en la forma del acto expiatorio de la cruz. Esa
justicia y esa gracia han actuado, en el Calvario, en el nivel más profundo, y
han cubierto, en su eficacia, todos los tiempos. El único sacrificio de Cristo,
efectuado «una sola vez en la consumación de los siglos» (He. 9:26), ha
quitado de en medio, para siempre, el pecado. No ha habido un nuevo «pasar
por alto» sino un tratamiento radical, definitivo, del problema del hombre,
para que la gracia pudiera alcanzarle.
Pero para que pudiera haber gracia plena tuvo que haber un despliegue no
menos pleno del poder condenatorio de la ley sobre el sustituto del pecador.
En la cruz se han desplegado plenamente los atributos del carácter de Dios.

204
Su justicia ha sido satisfecha, su honor ha recibido satisfacción, y ahora hay
una rebosante plenitud de gracia, de la cual «todos» pueden tomar (Jn. 1:16).
11. Por lo menos tres pasajes del Nuevo Testamento pueden referirse al
sacrificio de Cristo como una ofrenda por el pecado (Ro. 8:3; 2 Co. 5:21; He.
9:28). Veamos Ro. 8:3: «Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto
era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de
pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne.»
La expresión «a causa del pecado» es en griego peri hamartias, «por el
pecado», término que utiliza la LXX para traducir el hebreo hatta'th,
«ofrenda por el pecado», que es el sentido aquí. La traducción correcta puede
ser «como una ofrenda por el pecado» o «como un sacrificio por el pecado».
En la carne de Cristo, en su cuerpo humano, la sentencia contra el pecado
fue dictada y fue ejecutada. Por lo tanto, para aquellos que están por la fe
unidos a Cristo, el poder del pecado ha sido quebrantado.
Esta ofrenda presenta típicamente a Cristo como ofrenda por el pecado (1
Pe. 2:24). Su muerte ha satisfecho todas las demandas de Dios en cuanto al
pecado. La conciencia del pecador que confía en Él está completamente
tranquilizada. ¿Por qué? ¿Qué prueba existe? La prueba es el gran hecho de
la resurrección. Un Cristo resucitado proclama la entera liberación del
creyente y su perfecta absolución de todo cargo posible.
El pecado del oferente ha sido expiado en la cruz; ha sido agotado. Nada
ha quedado pendiente. La deuda está cancelada, y completamente cancelada.
Ciertamente, «todo está consumado».
El sacerdote del Antiguo Testamento derramaba la sangre al pie del altar.
Esto era tipo del Señor, que derramó su alma hasta la muerte (Is. 53:12).
El gran mensaje de la ofrenda por el pecado es un mensaje de expiación,
de perdón. Es un mensaje de gracia, dado que anunciaba que Dios proveía lo
que necesitaba un pueblo que, como nosotros, era rebelde y culpable.
El gran mensaje de esta ofrenda es que presenta en figura a Cristo
muriendo por nosotros, llevando el pecado y sufriendo en nuestro lugar.

205
A esta ofrenda lo debemos todo. Hay gracia, y gracia plena, para el que,
mediante la fe, reciba la ofrenda de sí mismo que Jesucristo ha hecho por
todos los hombres en la cruz.
2. La expiación por la culpa (Lv. 5:14-6:7).
Ésta es la última ofrenda que estudiamos. Su descripción comienza en Lv.
5:14 y se extiende hasta Lv. 6:7; hay prescripciones adicionales en Lv. 7:1-
7.
1. Aquí se trata de una clase especial de ofrenda, o más bien de una ofrenda
por una clase particular de pecado. Aun cuando ésta era, como la anterior, de
carácter expiatorio, difería de ella en que en ésta debía además hacerse una
restitución, una reparación. El vocablo hebreo es aquí asham, ofrenda de
culpa, don de restitución.
Esto era así porque este sacrificio tenía en cuenta aquellos pecados en los
cuales se invade o se afecta el derecho de otra persona.
La muerte de una víctima, representando al transgresor, no era suficiente,
sino que además debía hacerse restitución o reparación por el daño infligido.
Ello implicaba que el culpable tenía una doble responsabilidad. Por un
lado debía traer la ofrenda y por otro debía reparar el daño, en la forma que
veremos.
2. Había dos clases de ofrendas de este tipo. Una tenía que ver con «las
cosas santas de Jehová» (Lv. 5:14-19); la otra tenía que ver con la violación
del derecho de algún hombre (Lv. 6:1-7);
a) las «cosas santas» se referían a diezmos, ofrendas y cosas dadas en
juramento. Si había un pecado en esta materia, debía ofrecerse este sacrificio
de expiación por la culpa;
b) la violación del derecho de una persona ocurría cuando la falta se
relacionaba con un depósito entregado en custodia, con algún negocio, con
el robo o con la opresión de los pobres.
c) Cualquiera fuera la persona afectada, es decir, tanto si se trataba de un
pecado contra la persona santa de Dios o contra un semejante, la ofrenda que
hacía expiación por la culpa era la misma, un carnero.
206
Estos carneros eran de una calidad especial, de Basán (Dt. 32:14), que
estaban entre los más costosos en Israel; el animal más caro de todos era el
buey. Éste es un tipo que apunta a un elemento fundamental. Pedro habla de
la «preciosa sangre de Cristo» (1 Pe. 1:19), indicando que el perdón ha sido
costoso, y costoso para Dios.
Como aparece en Lv. 7:1-7, solamente una parte de esta ofrenda era
quemada sobre el altar de bronce; se quemaba la grasa. El resto era comido
por el sacerdote «en lugar santo», porque era «cosa muy santa» (Lv. 7:6).
Había diferencia entre la ofrenda de expiación por el pecado y esta que
analizamos. En aquélla prácticamente todo el animal era quemado, porque el
concepto de expiación era el más destacado. En cambio, en la ofrenda de
expiación por la culpa, el concepto de expiación está presente, pero el
ceremonial subraya las ideas de satisfacción y de reparación. Este énfasis se
aprecia además en el hecho de que la sangre era solamente rociada sobre el
altar de los holocaustos; no era aplicada sobre los cuernos de dicho altar, ni
tampoco era introducida al Lugar Santo, como sí lo era en el sacrificio por el
pecado. En la ofrenda por la culpa, lo mismo que en la de holocausto, la
noción de expiación no aparece en primer lugar. En el caso que
consideramos, el sacrificio subraya más bien la idea de la satisfacción que
debía darse a la persona perjudicada o agraviada.
4. Esta ofrenda tipifica claramente a Cristo, quien ha dado plena
satisfacción a los requerimientos de la santidad y de la justicia de Dios.
La Escritura se refiere en profecía a dos aspectos del sacrificio de Cristo.
Esto surge de analizar Is. 53:6 y 53:10:
a) En Is. 53:6 la referencia es al sacrificio de expiación por el pecado.
b) En cambio, en Is. 53:10 la muerte del Señor se visualiza como una
ofrenda de expiación por la culpa. El vocablo que indica la ofrenda allí es el
mismo que aparece en Lv. 5:14 - 6:7 y en todo el libro de Levítico para
indicar la ofrenda por la culpa. El Diccionario Teológico del Antiguo
Testamento destaca que en Is. 52:12 no solamente se compara al siervo con
una oveja llevada al matadero (53:7), sino que se puede decir que Él entregó

207
su vida como asham, como ofrenda por la culpa. El sufrimiento vicario del
justo es el sacrificio por la culpa de muchos.
5. Veamos el aspecto de la restitución, o reparación del daño:
a) ¿Cómo se hacía restitución? El israelita pagaría lo que hubiere
defraudado, fuera contra Dios o contra un hombre, pero «añadiendo a ello la
quinta parte» (Lv. 5:16; 6:5). Así, el judío piadoso aprendía una lección que
nuestros débiles corazones tardan mucho en aprender, y es que el pecado
nunca aprovecha al que lo practica; el pecado promete la dicha, pero trae la
ruina.
b) Hay otra lección. Nuestros corazones se regocijan en el hecho de que
Cristo ha dado plena satisfacción a Dios. Pero esta ofrenda debe constituir
una enseñanza de que «todos ofendemos muchas veces» (Stg. 3:2). El daño
que una persona puede hacer a otra es inmenso. Abarca no solamente el área
del perjuicio patrimonial, sino que además es grande el daño que pueden
hacer el odio, la maledicencia, el atribuir intenciones. Estas cosas pueden ser
más dañinas que el daño físico.
Si hemos ofendido a un semejante, o si tenemos alguna deuda impagada,
nuestra obligación clara es hacer restitución. Debemos confesar el pecado o
la ofensa a la persona afectada, y debemos pedirle perdón. Pero no termina
ahí nuestra obligación, porque debemos hacer una plena reparación del daño
cometido.
El orden del pasaje de Lv. 5:4-6 es muy significativo. En ese caso, que
trata de una transgresión con un semejante, el orden es primero restituir,
reparar el daño con la persona, y después presentar la ofrenda a Dios.
La ofrenda a Dios viene en ese orden, pero no puede faltar. Ello implica
que toda ofensa que hacemos a un hombre constituye también una ofensa al
propio Dios; por esta importante razón el perdón también debe ser requerido
de Él. El adorador era enseñado que, por encima aún de la restitución, estaba
y está la majestad y la santidad de Dios, y por esa razón debía presentar la
ofrenda, después de la reparación.
El creyente sacerdote del Nuevo Testamento debe tomar debida nota de
este orden del ritual. Cualquier falta que hayamos cometido contra una
208
persona, sea que le debamos reparación material o que le hayamos ofendido,
requiere primero pedir perdón a dicha persona, hacer reparación, y después
pedir perdón al Señor, si apreciamos, como seguramente apreciamos, nuestra
comunión con Dios.
c) En el concepto reparación hay un detalle significativo; según Lv. 5:15,
la medida de la restitución era la medida del santuario. El «siclo» de plata de
que habla Lv. 5:15 no era una moneda sino una unidad de peso, que indicaba
de 10 a 13 gramos, generalmente de plata. Un esclavo era valuado 30 siclos
de plata (Éx. 21:32), el precio que le fue pagado a Judas por su traición. En
el tiempo del Nuevo Testamento un siclo de plata era equivalente al jornal
diario de un obrero.
Era el sacerdote, representando a Dios, el que tenía que hacerla evaluación
de la ofrenda (Lv. 5:15; 6:6) según la norma del santuario.
La lección es fundamental. Da la idea de que cuando medimos nuestras
faltas no es suficiente la luz de nuestra conciencia; el patrón con que debemos
medirlas es la verdad de Dios y no nuestro criterio propio, siempre deficiente,
porque está inclinado hacia la gratificación de la carne. La evaluación debe
ser la de Dios, y no la del hombre; es la evaluación «del santuario».
La importancia de esta ley no debe ser olvidada; tenía como propósito
educar la conciencia, puesto que enseñaba al pueblo a ser muy escrupuloso
en cuanto a la menor ofensa al Señor en las cosas santas, así como en cuanto
a una persona, afectando sus bienes o cualquiera de sus derechos.
El creyente no debe olvidar que pertenece a una «nación santa» (1 Pe. 2:9)
y que, como miembro de ella, tiene obligaciones para no ofender a ninguna
conciencia (Hch. 24:26; 2 Co. 6:3; Fi. 2:14). Lamentablemente, no siempre
nos damos cuenta de esto, porque olvidamos que hay lecciones que aprender
de este ceremonial tan minucioso. Aun las ofensas a los hombres se deben
encarar, delante de Dios y de su Palabra, en actitud de arrepentimiento, de
confesión a los hombres y a Dios, y de restitución; en este último caso, la ley
obligaba a adicionar una quinta parte. Proceder con ligereza en este punto
puede significar un quebrantamiento en la comunión con Dios, y la
consiguiente falta de poder en nuestro testimonio.

209
6. Hay todavía otra lección fundamental. Si tenemos, como hemos visto,
que ser celosos en cuanto a no dejar pendiente ninguna reparación a un
semejante, ¿qué diremos de nuestras transgresiones en «las cosas santas del
Señor»?
¿Quién no se siente enormemente en deuda con Dios por tantas faltas de
comisión y de omisión? Las faltas y transgresiones pueden aflorar aun en
medio del servicio a Dios, cuando la carne surge con su vanidad, con su gloria
vana. Todos estamos ciertamente expuestos a «robar al Señor» en nuestras
ofrendas (Mal. 3:8-9); estamos expuestos a pagar algún tributo a la carne, a
pesar de que a la carne no le debemos nada (Ro. 8:12-13).
Cuando se trata de las cosas santas, los errores, aunque fueren
involuntarios, no pueden pasarse por alto, debido a la integridad del carácter
de Dios. «Su gracia es perfecta y por consiguiente puede perdonarlo todo. Su
santidad es perfecta y por consiguiente no puede dejar pasar nada». Debemos
alabar a Dios por el hecho de que aun los pecados de ignorancia estaban
cubiertos por esta ofrenda; ella tipifica la magnitud de la ofrenda de Cristo,
que ha cubierto toda transgresión. De otra manera, ¿quién podría permanecer
en su presencia?
Que el Señor misericordioso no nos permita proceder livianamente ni en
asuntos en que estamos debiendo reparación a un hombre, ni tampoco en lo
mucho que le debemos a Él en fidelidad y en servicio.
7. Hay que distinguir que en la ofrenda de expiación por el pecado el
énfasis está puesto en el aspecto propiciatorio por el agravio que el pecado le
ha inferido.
En cambio, en la ofrenda de expiación por la culpa había algo más. La
maldad era remediada, una reparación era hecha y, todavía más, una quinta
parte era añadida. El daño inicial era reparado, pero más que reparado, por el
añadido de la quinta parte. En esta ofrenda se destaca, pues, no solamente el
concepto de satisfacción, sino también el de reparación. «El derecho del cual
alguno había sido privado es satisfecho; la falta es plenamente compensada».
8. Vemos, pues, la amplitud de la ofrenda por la culpa. La ley la prescribía
para pecados que involucraban una defraudación o perjuicio a Dios o al

210
hombre, fueran estas ofensas conocidas o no. El perdón se alcanzaba, pero a
condición de que hubiera plena restitución del daño hecho, y ofreciendo un
sacrificio; éste debía I un sacrificio costoso, apreciado como tal por el
sacerdote, quien actuaba representando a Dios, conforme a la medida del
santuario (Lv. 5:15; 6:6).
Esta ofrenda demandaba del oferente un arrepentimiento sincero, que lo
conducía a la restitución y a presentar un sacrificio. El Nuevo Testamento
demanda del creyente «frutos dignos de arrepentimiento» (Mt. 3:8).
La ofrenda subraya un aspecto esencial de la cruz, y es que Cristo dio,
mediante su muerte, plena satisfacción a Dios. En todo, en su vida y su
muerte, Dios tiene plena complacencia en el carácter y en la obra del Hijo
(Mt. 3:17).
Él ha sido aceptado por el Padre, y plenamente aceptado. El creyente ha
sido «acepto» en Él, con la misma plenitud. La medida en que Él es aceptado
es la medida en que nosotros lo somos.
El texto de 2 Co. 5:21, «... lo hizo pecado», indica que Dios trató con Cristo
como debe tratar con el pecado, y que Cristo cumplió aquello que estaba
tipificado en la ofrenda por la culpa.
En la mente del apóstol Pablo, la doctrina de un Mesías crucificado, que
al comienzo fue una piedra de tropiezo, llegó a ser más tarde la piedra
principal de su fe y de su predicación. Y esto probablemente le fue sugerido
por el cuadro del Siervo suficiente de Isaías, quien, en Is. 53:10-12, entrega
su vida como ofrenda por la culpa de otros, «llevando el pecado de muchos».
La enseñanza típica es que Cristo es nuestra expiación por la culpa (Col.
2:13-14; 2 Co. 5:19).
El creyente sacerdote del Nuevo Testamento se regocija al contemplar esta
ofrenda a la luz de la cruz de Cristo; se regocija en el hecho de que Dios no
puede pasar por alto ninguna de nuestras transgresiones, ni aun las
involuntarias, pero ha hecho provisión en el sacrificio de Cristo para
perdonarlas todas.

211
La ofrenda de Cristo en la cruz ha hecho la reconciliación entre nosotros
y Dios, y ha constituido la restitución hecha a Dios, a causa de nuestras
transgresiones.
El sentimiento de culpa es algo que todo hombre tiene, o debería tener.
Aunque no se trate de creyentes, muchos sienten culpa por no haber orientado
sus vidas en cierto sentido, o por haber fracasado en su vida matrimonial, o
por otras razones. La idea de la culpa preocupa a científicos, a psicólogos, a
psiquiatras.
Debemos agradecer a Dios por el hecho de que había en el Antiguo
Testamento un sacrificio por la culpa.
La sabiduría infinita de Dios ha provisto este sacrificio para que nuestras
almas puedan apreciar la amplitud y la suficiencia plena del sacrificio de
Cristo, porque esta ofrenda de expiación por la culpa prefigura un aspecto
altamente consolador de la obra del Calvario, mostrando que esa obra, que
ha dado plena satisfacción a Dios, tiene el efecto de quitar para siempre la
culpa del pecador. La culpa ha sido transferida al sustituto que murió en la
cruz, y así ha sido quitada para siempre.
El creyente puede ocupar su lugar de privilegio como sacerdote; puede
regocijarse en el hecho de que, por encima de sus fracasos y de su fragilidad
extrema, la culpa por el pecado ha sido quitada para siempre de nuestras
conciencias y de los registros de Dios. Los derechos de Dios han sido
instaurados, y plenamente restaurados, como lo tipifica esta ofrenda.

212
APÉNDICE D
DIFERENCIAS ENTRE EL SACRIFICIO
DE EXPIACIÓN POR EL PECADO
Y EL DE HOLOCAUSTO

En el Apéndice C se han señalado algunas diferencias entre las dos


ofrendas citadas en el título. Aquí veremos otras diferencias, que están
relacionadas con el lugar en que se las quemaba y con la forma en que se
quemaba a las víctimas. El lugar y la forma eran diferentes, según se tratara
de los sacrificios de expiación por el pecado, o que se tratara de los
holocaustos.
I - SEGÚN EL LUGAR EN QUE SE LOS QUEMABA
1. En el caso del sacrificio de expiación por el pecado, las víctimas no eran
quemadas sobre el altar que se encontraba en el atrio sino que, una vez
inmoladas, eran sacadas friera del campamento y quemadas afuera, como
malditas por Dios. Un maldito por Dios moría afuera porque era execrado
del pueblo.
2. En cambio, en el sacrificio del holocausto, éste era quemado en el altar
de bronce, que se encontraba en el atrio del Tabernáculo.
II - SEGÚN LA FORMA EN QUE SE LOS QUEMABA
Aquí se aplican vocablos que nunca son intercambiables:
1. En el caso del sacrificio de expiación por el pecado, el vocablo hebreo
que se traduce «quemar» es saraph, «consumir», que sugiere el fuego
devorador; la idea que acompaña a la palabra es la de fuego con fuerza
consumidora. Su utilización está vinculada con la consumición de la ofrenda
fuera del campamento (Lv. 4:12, 21; 16:27-28).

213
El simbolismo es claro. El juicio debido al pecado cae sobre la víctima.
Esta ofrenda se quemaba, como vimos, fuera del campamento.
2. En cambio, en el caso del holocausto, la palabra hebrea «quemar» es
diferente de la anterior, patar, con el sentido de «transformar en humo», y
significa «quemar como incienso»; «quemar incienso» es el pensamiento de
un olor agradable que asciende hacia Dios. Aparece en Lv. 1:9; 2:2; 9:16;
4:10.
El simbolismo aquí es el de la aceptación plena del sacrificio. Estas
ofrendas se quemaban en el altar de bronce.
No hay duda de que el Espíritu Santo ha inspirado «las palabras mismas»
(1 Co. 2:13), ha destacado, por una parte, que la ofrenda por el pecado era
quemada en un lugar diferente al del holocausto; por otra parte, ha
distinguido las palabras hebreas para indicar el acto por el que las víctimas
eran quemadas.
El sacerdote creyente del Nuevo Testamento tiene que tener presente los
dos aspectos en que la muerte de Cristo aparece prefigurada en estos
sacrificios.
Por un lado, el sacrificio de expiación es una figura que muestra a Cristo
llevando el pecado del culpable (1 Pe. 2:24), y muriendo una muerte en lugar
del culpable. Presenta a Cristo hecho maldición por nosotros (Gá. 3:13) y por
tasto muriendo «fuera del campamento» (He. 13:12).
Por otro lado, el sacrificio de Cristo, como el holocausto, es una ofrenda
grata al Padre; así lo expresan claramente textos como Ef. 5:2: «... ofrenda y
sacrificio a Dios, en olor fragante», y como He. 9:14: «... mediante el Espíritu
eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios...»
No sabemos medir cuánto el Padre aprecia el sacrificio de su Hijo. Pero sí
sabemos que Cristo ha llevado la maldición del pecado, tal como lo ha
medido el santo Juez.
Tampoco podemos captar en toda su plenitud cuánto el Padre ha mirado
con agrado la ofrenda del cuerpo de Jesucristo; pero sí sabemos que en esta

214
ofrenda Dios nos ha aceptado (Ef. 1:6). El mérito infinito de su sacrificio es
atribuido per Dios al pecador que se refugia en Cristo.
Otra vez quedamos admirados ante la precisión de la Escritura. Ella, en
figuras, y en las palabras mismas, presenta detalles preciosos que conducen
al creyente a la adoración, al contemplar la magnitud y la gloria del sacrificio
de la cruz.
El sacerdote del Nuevo Testamento, cuando se presenta para adorar, viene
con la certeza de que Cristo, en su muerte, tuvo que ver con dos sentidos, uno
representativo y otro personal:
a) Representativamente, fue hecho pecado (2 Co. 5:21), fue hecho
maldición por nosotros (Gá. 3:13). Ésta es la ignominia que Cristo ha
soportado.
b) Pero personalmente era el Santo, ofrecido «sin mancha a Dios» (He.
8:26) y su ofrenda subió al cielo como incienso, como un sacrificio aceptable
a Dios. Éste es el agrado que el Padre siente por siempre.
Ciertamente, a pesar de las dificultades que experimentamos al leer
apresuradamente el libro de Levítico, reconocemos que Levítico es «un
manual para la adoración».

215
CAPÍTULO X
EL LAVACRO

«También hizo la fuente de bronce y su base de


bronce, de los espejos de las mujeres que velaban
a la puerta del tabernáculo de reunión» (Éx. 38:8).

I. EL LAVACRO CONSTRUIDO CON LOS ESPEJOS DE LAS


MUJERES
No se dan instrucciones en cuanto a la forma ni a la dimensión de este
objeto. El vocablo hebreo Kiyor, lavacro, es literalmente un recipiente para
contener agua. Tenía como complemento una base de bronce, lo que ha dado
lugar a suponer que se trataba de una taza, con la cual el agua sería tomada
del lavacro para los usos determinados. Es decir, que los lavamientos no se
habrían hecho introduciendo las manos y los pies en el lavacro, sino tomando
el agua en un pequeño recipiente, desde el lavacro.
En la consagración de los sacerdotes Aarón y sus hijos eran primeramente
bañados completamente (Lv. 8.6); esto se hacía una sola vez para siempre.
Así se encaraba de pleno la cuestión de cómo tenían que estar equipados para
el servicio. Pero en su ministerio los sacerdotes tenían que lavarse cada día
las manos y los pies.
El orden de los muebles en el Tabernáculo presenta una figura adecuada
del desarrollo de la vida del cristiano. El altar de bronce representa a Cristo
y a su cruz, donde la fe se coloca en un sustituto. Allí se recibe la salvación.
Pero luego viene la separación, la santificación del que ya es salvo. El lavacro
habla de este punto.
En cuanta ocasión los sacerdotes entraban al Lugar Santo, para poder
ordenar los panes de la proposición, para purificar las lámparas del candelero

216
o para ofrecer incienso en el altar de oro, primero que nada tenían que pasar
por el lavacro de bronce. Y cuando salían del Lugar Santo para ministrar en
el altar de bronce, la misma acción era repetida, de modo que los sacerdotes
estaban continuamente lavándose.
El altar de bronce era accesible a todos, pero el lavacro sólo a los
sacerdotes. El lavacro sólo tiene sentido cuando una persona ha recibido la
salvación en Cristo.
La vida de santidad es posible, y deseable. Pero no es por el hecho de tratar
de vivir en ese estado que la salvación pueda ser alcanzada, como si se tratara
de un premio. La vida de santidad es posible sólo cuando el pecador recibe
primeramente a Cristo como su salvador personal; así recibe la vida, la vida
de Dios. A este hombre, y sólo a éste, la Biblia le exhorta a vivir en santidad,
mediante el camino simbolizado por el lavacro.
El inconverso es siempre exhortado a encontrar la purificación espiritual,
una vez y para siempre, en la sangre de Cristo. El creyente, en cambio, es
exhortado a encontrar su santificación de cada día en la Palabra de Dios, que
limpia su vida.
Hay varias lecciones escondidas en el hecho de que las mujeres israelitas
dieran sus espejos para construir el lavacro:
1. En primer lugar, como un espejo, la Palabra de Dios revela nuestras
impurezas. La Palabra revela nuestra incapacidad para vivir la vida cristiana
en nuestra propia fuerza. Una lección, que abarca también a los hombres,
consiste en recordar que si nos miramos en nuestro propio espejo, es decir,
conforme a nuestro propio criterio, llegaremos a tener una buena opinión de
nosotros mismos, y «aun un deseo de mejorar nuestra apariencia externa».
Pero si nos miramos en el espejo de la Palabra, llegaremos a decir como
Isaías:
«¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios
y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto
mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:5).
¿En cuál espejo solemos mirarnos? ¿En el nuestro propio o en el de la
Palabra de Dios?
217
2. En segundo lugar, hay que destacar que las mujeres dieron lo mejor que
tenían. Siempre es así. Dios merece lo mejor. La reflexión es ésta: ¿Hemos
renunciado a algo para servir al Señor? ¿Cuánto nos cuesta nuestro
sacerdocio? ¿O acaso no nos cuesta nada?
3. Lo tercero es que aquello que era para la glorificación de la carne y para
la gratificación de la vanidad, eso entregaron a Dios,
Seguramente tenemos entre nosotros a muchas mujeres así. Éste es un
triunfo de la piedad sobre la vanidad femenina. Las mujeres hebreas
renunciaron a la vanidad humana. Esto encierra una gran lección para todos,
porque ellas entregaron lo que pertenecía a su vida vieja. La lección es que
sin un apartamiento consciente de la vieja vida no puede haber comunión, ni
puede haber servicio efectivo.
Hay que notar que en el lavacro los sacerdotes del Antiguo Testamento
recibían dos lavados; uno ocurría en la consagración, cuando eran bañados
completamente (Éx. 29:4). Este lavamiento de todo el cuerpo no volvía a
repetirse.
El otro lavado era solamente el de las manos y los pies, y este tenían que
hacerlo continuamente. Sin alguno de estos lavamientos no hubieran podido
ministrar en el Tabernáculo.
Esta lección objetiva del lavacro coincide plenamente con la gran
enseñanza del Señor en Jn. 13:8-10, cuando lava los pies de sus discípulos y
dialoga con Pedro. El lavacro es una figura de una necesidad extrema de todo
cristiano, y esto es lo que veremos seguidamente.
II. LA LECCIÓN DEL SEÑOR A PEDRO
El pasaje de Jn. 13:1-10 es fundamental; en esta enseñanza, impartida en
la sombra de la cruz, el Señor habla de dos aspectos de la limpieza espiritual.
En el verso 10, que es la clave de este pasaje, dice: «El que está lavado, no
necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio». Aquí la Escritura
utiliza, en la lengua original, dos verbos distintos, lo que permite leer así: «El
que está bañado, no necesita sino lavarse los pies…». El Señor se refiere sin
duda a dos lavamientos espirituales diferentes.

218
Probablemente se toma como referencia la costumbre de aquel entonces
de bañarse en los baños públicos, dado que no existían las comodidades que
hay ahora en las casas. Cuando un hombre salía de un baño público se calzaba
las sandalias y volvía por los caminos de polvo. Cuando entraba en su casa
era un acto de servicio que alguien de la familia, o un esclavo, le trajera una
palangana con agua para lavarse los pies; con ello quedaba totalmente limpio,
porque su cuerpo había recibido ya un baño.
Es probable que el Señor haya tomado esta figura para dar una enseñanza
de sentido espiritual, que cubre 2 aspectos:
a) El baño del cual Él habla es el lavado que tiene que tener el pecador
cuando por primera vez viene al Señor.
La vida cristiana comienza con esta limpieza del corazón del pecador, y la
Escritura llama a esto la regeneración. Es el perdón; es la completa
absolución del pecador. Toda la naturaleza interior del hombre, su
inteligencia, sus afectos y su voluntad tiene que ser lavada. La inteligencia
del hombre ha caído, y ha quedado oscurecida; los afectos tienen que ser
purificados, la voluntad tiene que ser vigorizada. Por esta razón, el baño tiene
que ser completo.
b) A esta primera limpieza espiritual le sigue una segunda. «El que está
bañado no necesita sino lavarse los pies».
Aquí se hace referencia al hecho de que el creyente cae en el pecado; y
aquí estamos frente a una de las grandes riquezas de la vida cristiana. Se trata
de la santificación del que ya es salvo. La primera preocupación de Cristo,
antes de ir a la cruz, es la restauración del creyente que ha caído.
Hay una gran lección escondida en las palabras del Señor a Pedro en Jn.
13:8. Él se refiere a este segundo lavado como un asunto fundamental en la
vida del apóstol, porque le dice «si no te lavare, no tendrás parte conmigo»,
es decir, que sin este lavado espiritual Pedro no podría tener comunión con
Cristo. El Señor está pensando en la comunión de Pedro y no en la salvación
de Pedro. Por no entender este paso fundamental de restauración a la plena
comunión con Cristo, muchos cristianos viven en la derrota permanente, o
en la resignación. La enseñanza aquí es fundamental: el Señor se refiere a

219
este lavado, que todo cristiano necesita, como una cosa distinta al primer
«baño» de la regeneración.
Ahora, el mejor comentario a las palabras del Señor a Pedro lo
constituye el pasaje de 1 Jn. 1:7–2:2:
«... si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos comunión unos
con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.
Sí decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos,
y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es
fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda
maldad. Sí decimos que no hemos pecado, le hacemos a Él mentiroso,
y su palabra no está en nosotros. Hijitos míos, estas cosas os escribo
para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para
con el Padre, a Jesucristo el justo. Y Él es la propiciación por nuestros
pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo
el mundo.»
Vale la pena mirar con algún detalle este pasaje.
1. Una de las primeras enseñanzas de esta carta joanina es que la confesión
es cosa de creyentes; es el que ya conoce a Cristo como Salvador el que es
exhortado a confesar su mal. Si admitimos nuestros pecados estamos
enfrentando la realidad, en lugar de pretender una inocencia que no tenemos.
Esta exhortación a confesar el pecado es absolutamente necesaria en vista de
la tentación que sentimos, tanto incrédulos como creyentes, de negar nuestros
pecados.
2. La enseñanza del pasaje puede tener una aplicación general, ya que
muestra cuál es el camino que debe seguir todo pecador para recibir el
perdón; el pecado tiene que ser confesado a Dios, a quien hemos ofendido,
pero el propósito del escritor es tratar más bien con el perdón que necesita el
cristiano, cada día.
3. La confesión del pecado se expresa con el griego Homologeo, que
significa «decir, hablar la misma cosa» que Dios dice acerca del pecado;
equivale a «estar de acuerdo con Dios» con relación al pecado. Esta

220
confesión incluye el sentimiento de culpabilidad, el arrepentimiento y,
principalmente, una determinación de abandonar el pecado.
En 1 Juan 1:7 la enseñanza es que la sangre de Cristo limpia el pecado, en
el sentido de que está continuamente limpiando; es decir, se trata de una
limpieza constante del cristiano con relación al pecado, mediante la sangre
de Cristo. Y la expresión de 1 Jn. 1:9 «si confesamos nuestros pecados»,
implica también acción continua. Aquí vemos cuál será la actitud hacia el
pecado por parte de aquel creyente que se ejercita en la confesión. Habrá una
actitud constante de confesión a Dios, que debe surgir de un corazón contrito,
y que debe producir un deseo de que, por la obra del Espíritu Santo, quede al
descubierto todo pecado, para rechazarlo por el poder del propio Espíritu.
4. Pero hay más. Notemos que el autor no dice que la sangre de Jesucristo
limpia cuando no andamos en luz sino, al contrario, dice que limpia cuando
andamos en luz. Claramente se enseña que necesitamos ser limpiados cuando
andamos en comunión con el Señor, y no solamente cuando estamos fuera
de comunión con Él. «Si andamos en luz... la sangre de Jesucristo su Hijo
nos limpia…»
¿Qué significa esta enseñanza sorprendente? Que cuando andamos en luz
se iluminan pliegues muy escondidos de nuestra personalidad, que también
necesitan ser sometidos a la luz de Dios, para ser limpiados. El andar en la
luz aporta más luz; una luz intensa hace falta para descubrir pecados más
sutiles, que escapaban antes a nuestra vista, pero que surgen como tales
cuando se vive en la cercanía de Dios. Los grandes santos han sido aquellos
que han confesado su impiedad, y no han ocultado el sentido de indignidad
que les ha invadido cuando han frecuentado el trono de la gracia. Esto es
absolutamente necesario si queremos crecer.
Por tanto, andar en la luz no significa ser un cristiano perfecto. Andar en
la luz es cuestión de estar dispuesto a hacer ajustes en la vida, según el Señor
lo vaya reclamando. Se nos exhorta a que andemos en luz «como Él está en
luz»; la medida del ajuste es infinita, porque es la medida de la santidad de
Dios. Sí, hay pecados que sólo se descubren en la presencia de Dios, porque
en la cercanía de Dios se adquiere una sensibilidad hacia el mal que no se

221
puede tener por otro camino. Ésta es una de las más importantes revelaciones
de este pasaje.
5. En el capítulo 2 el escritor se dirige afectuosamente a sus lectores para
subrayar que esta enseñanza no constituye una licencia para continuar en el
pecado; en este aspecto parece advertir contra un argumento semejante al que
Pablo refuta en Ro. 6:1. El propósito es claramente subrayar que el pecado
sin confesar es una anormalidad, incompatible con la plena comunión con
Dios. La intención era claramente que sus lectores reconocieran el pecado,
lo confesaran, y que además buscaran sinceramente vivir sin pecado; por esto
dice «estas cosas os escribo para que no pequéis». Una vez que ha salvado
este principio fundamental, pasa a explicar que hay un remedio para aquellos
creyentes que han caído y que confiesan el pecado. Este remedio reside en
su «abogado», Jesucristo el justo. La expresión «abogado» en el griego es
Parakletos, «uno llamado al lado», para atender la causa del cristiano que ha
pecado.
«Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre». Este
vocablo «con» implica que el abogado está «cara a cara» con el Padre;
Jesucristo, nuestro abogado, está siempre en comunión con el Padre, de
manera que si la comunión del cristiano se interrumpe a causa de un pecado
no confesado, Cristo aboga su causa, sobre la base de su sangre preciosa.
Hay que subrayar que el vocablo Parakletos, abogado o consolador, se
refiere tanto al Espíritu Santo (en Ro. 8:26-27) como al Señor Jesucristo (Jn.
14:16; 1 Jn. 2:1). Lo que debe subrayarse es que tenemos un abogado dentro
de nosotros, y tenemos un abogado por encima de nosotros.
6. El pecado en la vida del cristiano es una cuestión no tanto entre uno que
quebranta la ley y el Juez, sino entre un hijo y su Padre. Cuando un hijo de
Dios peca entristece el corazón del Padre. Ambas ideas, la de un Padre, y la
de un hijo que confiesa el pecado directamente a Dios, aparecen claramente
en el pasaje. «Hijitos míos...» (2:1); «abogado tenemos para con el Padre»
(2:2). Cuando el pecado se interpone en esta relación entre el Padre Santo y
su hijo que ha caído, nada menos que la confesión de un corazón quebrantado
es la que restablece la relación. Esto trae, pues, el solemne pensamiento, que
sólo podemos expresar con gran temor, de que cuando el cristiano peca hiere

222
el corazón del Salvador, y lo fuerza a presentarse delante del Padre por aquel
que ha caído. Esto ocurre conmigo cada vez que retengo un pecado sin
confesar. Esto ocurre con nosotros cada vez que hacemos planes para pecar.
7. El autoexamen de cada uno.
A medida que andamos en la vida cristiana nos contaminamos con el
pecado. El lavacro enseña que hay la necesidad de limpieza; esta limpieza
tiene que ser diaria. ¿Cómo descubriremos el pecado? A través del
autoexamen. Y el único elemento de ayuda es que ese autoexamen lo
hagamos en la presencia de Dios. ¿Cómo lo haremos? Examinándonos a la
luz de la Palabra de Dios, porque ella es una autoridad superior a la
conciencia.
8. La carta presenta al Señor abogando nuestra causa. «Si alguno hubiere
pecado, abogado tenemos...», y ésta es una fuente de consolación para toda
alma cristiana; la consolación reside en que el alma, vencida una y otra vez
por el pecado, encuentra refugio en Jesucristo. La consolación reside en lo
que la Escritura revela. Él no está abogando para decir que somos inocentes,
sino para asegurar el perdón para un culpable. Aquí hay pues la idea preciosa
de que Cristo se ha lomado el trabajo de cuidar a los suyos. Notemos que no
los cuida alegando la inocencia del que ha caído, sino que Él defiende a un
culpable que ha ofendido a Dios.
En la medida en que confesamos el mal, somos perdonados, y el pecado
ya no permanece más en contra nuestra. Perdonar el pecado significa remitir
el pecado, ponerlo lejos, es decir, alejarlo del pecador. Ser limpio del pecado
significa que se restablece la comunión con Dios; el perdón implica la
restauración a una comunión plena con Dios, del hombre que ha caído. Ésta
es la más grande riqueza de la vida cristiana. Esto es lo que capacita al
cristiano para servir a Dios y para cumplir él mismo su tarea como sacerdote,
porque ¿cómo podría servir a Dios con una conciencia contaminada?
9. Hay un objetivo para la vida.
En medio de las dificultades y de los problemas que caracterizan a toda
vida espiritual, la identificación del creyente con Cristo consiste en
establecer, como objetivo de la vida, la búsqueda de la comunión con Dios.

223
Sí, el objetivo en la vida cristiana no es tanto el éxito, según nosotros lo
medimos; no es tampoco aprender a resolver lodos nuestros problemas sino,
por el contrario, ajustar, día tras día, nuestra relación con Dios. Se trata de no
permitir que nada en la vida, ni aun el pecado, ni los problemas, perturben
este objetivo. Sin un lavamiento diario, constante, ningún cristiano puede
tener comunión con Cristo. Nos contaminamos cada día, pero para la
contaminación diaria hay la limpieza diaria.
La aplicación de Primera de Juan no deja ninguna duda; ningún creyente
debe privarse de la gran riqueza de la comunión con su Salvador y Señor.
Ningún hijo de Dios debe resignarse a vivir en la derrota, porque hay un
Abogado que intercede por él; el Señor puede sostenerle sin caída y, cuando
ha caído en el pecado, hay restauración para él. Hay la posibilidad cierta de
una comunión plena con el Señor; hay la posibilidad cierta de volver a
colocarse en la luz, y de andar en la luz. Este andar es, en sí mismo, la victoria
sobre el pecado. El secreto reside en que el creyente mantenga esta actitud
de confesión y de dependencia para efectuar los ajustes en la vida, a medida
que Dios indique.
El secreto consiste en que el creyente aprenda a valorar el oficio sacerdotal
que Jesucristo realiza hoy, en la presencia del Padre, por hombres débiles
como nosotros.
III - EL MENSAJE DEL LAVACRO
La enseñanza del Señor en Juan 13 debe conducirnos a la alabanza y a la
reflexión. Junto con la gratitud por el perdón tenemos que preguntamos, en
nuestra lucha contra el pecado: ¿Estamos viviendo en derrota permanente, o
atamos aprendiendo a confiar en la restauración que Cristo ofrece?
1. La palabra del Señor a Pedro es siempre actual y ciertamente puede
aplicarse a cada cristiano, hoy; es como si el Señor dijera a cada uno: «Si no
te lavare de tus pecados y de tu tendencia a imponer tu voluntad no puedes
tener comunión conmigo. Si no te lavare de tu energía carnal, de tu sabiduría
personal, de tus planes, de tus esquemas mentales, no puedes tener parte
conmigo.»
2. ¿Cuál es el mensaje de esta fuente de bronce, del lavacro?

224
a) En la consagración de los sacerdotes Aarón y sus hijos eran bañados
completamente. Aquel baño los capacitó para el servicio de Dios. Pero luego
cada día, aquí se lavaban las manos y los pies. Hay un baño completo, que es
el de la regeneración. Es el nuevo nacimiento. Este baño completo no admite
repetición. Una vez salvos, estamos para siempre salvos.
b) Pero después, a medida que caminamos, nuestros pies y nuestras manos
se contaminan. El lavacro nos enseña que hay la necesidad de una limpieza
diaria, constante, del creyente sacerdote. La confesión de un corazón
quebrantado, la restauración, es el resultado del contacto constante con la
Palabra de Dios.
El autoexamen no es solamente un asunto de conciencia. Es un asunto
vinculado con una conciencia iluminada por la Palabra de Dios.
c) Los sacerdotes no podían entrar al Lugar Santo sin limpieza. Sin
comunión no hay servicio.
d) Muchos creyentes no pasan más allá del altar de bronce. No saben que
ahora hay un camino de santidad, hay un camino de crecimiento, hay una
vida como sacerdote. El poder para servir viene con la limpieza.
3. Siempre se nos tiene que recordar que el pecado del creyente debe ser
encarado, antes de que él pueda entrar en comunión y realmente pueda adorar
a Dios. La santidad de Dios demanda que toda mancha sea quitada antes de
que nos ocupemos en adorar.
«Todos aquellos que amamos al Señor conocemos muy bien que cuando
somos negligentes en la lectura y en el estudio de la Santa Palabra, nuestras
vidas se ven privadas del gozo en el Señor, privadas del fruto en la
proclamación del Evangelio». Nuestras manos, que hablan de servicio,
vienen a quedar manchadas por el pecado. Nuestros pies, figura de nuestro
peregrinaje diario, pueden llevarnos a lugares y a circunstancias en que,
como Pedro, seguimos al Señor, pero «de lejos» (Mt. 26:58).
Si entristecemos al Espíritu de Dios nos vemos privados de poder para
hacer su voluntad y para servirle con alegría. Pero hay un camino, del cual el
lavacro habla, que permite la restauración para todo aquel hijo de Dios que
haya caído.
225
4. El trabajo de lavarse las manos y los pies debía ser hecho por los propios
sacerdotes. Cada uno tenía que hacerlo por sí mismo.
La lección es directa. Cada creyente tiene que examinarse delante de Dios
por sí mismo. El creyente del Nuevo Testamento es un sacerdote, y por tanto
debe aplicar la Palabra de Dios en todos sus actos.
El lavacro presenta en figura la obra del Espíritu Santo. El Espíritu que
mora en el creyente le convence de todo aquello que está en contra de su
voluntad. Ésta es la tarea de identificar el mal. Luego, el mismo Espíritu
Santo, a través de la Palabra, provee el medio para que el creyente rechace el
pecado. Otra vez aparece en primer plano la Palabra de Dios. El mensaje para
el sacerdote del día de hoy es claro. El Espíritu Santo desea conducirlo a la
comunión y a la adoración, y para eso siempre utiliza la verdad de Dios.
5. Todo creyente debe ser enseñado que en el altar de bronce hay salvación
y en el lavacro hay purificación.

El lavacro
Las tareas diarias, los negocios y aun el servicio cristiano, pueden empañar
nuestra comunión con Dios, o pueden absorber el tiempo que requiere el
tiempo a solas con el Señor. Para esto, la única salida consiste en lavar los
pies constantemente. Uno hasta podría servir al Evangelio pero, si no ha ido

226
frecuentemente al Señor por limpieza, puede estar prestando un servicio en
la carne, que el Señor no aprueba.
Necesitamos la acción de la Palabra Santa aun en conexión con el servicio
cristiano. Cada uno necesita luchar contra el pecado, el pecado de la
autosuficiencia y el de la autocomplacencia.
Necesitamos constantemente el trabajo de nuestro Abogado Jesucristo y
necesitamos el ministerio del Espíritu Santo.
Ningún culto era celebrado ante este lavacro; ninguna sangre era
derramada, ningún perfume era quemado. Sin embargo, la gran lección que
surge del lavacro es que el servicio y la adoración son imposibles sin el uso
de la fuente. Lo fundamental no es el trabajo, lo fundamental es la comunión
con Dios.

227
REFLEXIONES

1. Muchos creyentes nunca han aprendido la lección más profunda de la


cruz. Aprenda, hermano, la gran doctrina bíblica de la unión del creyente con
Cristo. El punto de partida es ese elemento doctrinal. Es fundamental conocer
qué ha ocurrido con cada uno en la cruz de Cristo. La cruz es el fin de la vida
vieja.
2. Cada vez que el creyente emprende un servicio para el Señor debe
buscar su comunión y clamar por limpieza. Los sacerdotes aarónicos tenían
que lavarse cada vez que se acercaban al santuario y al altar. El sacerdocio
antiguo significaba un servicio consagrado; pero ¿tendremos que buscar esta
limpieza solamente para servir? De ninguna manera. Tenemos que buscarla
para vivir, y no solamente para servir.
3. Es sorprendente que también tuvieran que lavarse al salir del Lugar
Santo. La vieja naturaleza puede aflorar aun en medio del servicio sincero
para Dios. La autocomplacencia es muy frecuente en todos. Permita,
hermano, que el cuchillo de Dios penetre profundamente, a través de las
Escrituras.
La presencia del lavacro en el Tabernáculo del desierto enseña que Dios
sólo puede habitar en medio de un pueblo que no tenga confianza en la carne.
El lavacro es un recordatorio permanente de que si queremos vivir como
sacerdotes la carne tiene que quedar afuera.
4. Muchos de los hijos de Dios nunca pasan más allá del altar de bronce.
Parecen ignorar que ese altar es solamente un primer paso. Ignoran que en la
cruz llegamos al fin de la vida vieja. Ahora viene un nuevo camino de
santidad, de alegría, de crecimiento. La santidad es esencial para crecer. Esta
santidad nos es impartida, no es nuestra, y nos es impartida en la comunión
con Cristo. El lavacro es para el creyente como sacerdote, porque el lavacro
no es para el pecado antes de la conversión sino para el pecado después de la
conversión. El pecado obra a través de la carne. El remedio contra el dominio
de la carne consiste en morar cada día en la presencia de Dios. En la lección

228
anterior hemos visto que hay un objetivo: la comunión con Dios.
Necesitamos vivir en comunión con Dios también para luchar contra la carne.
5. Hay una bendición escondida en el hecho de que el lavacro viniera
después del altar de bronce. Nosotros hubiéramos pensado que primero el
hombre debería purificarse y entonces venir a Cristo. Pero Dios lo ha
dispuesto en el orden en que aparece, porque esto presenta un cuadro bello:
Dios desea que todo creyente crezca.
El lavacro no aparecía al final sino al comienzo del servicio de los
sacerdotes en el Lugar Santo.
El que descuida la Palabra de Dios, el que descuida examinarse en la
presencia de Dios, el que no se alimenta, el que anda en pecado no juzgado
y no confesado, malgasta su vida, no puede tener capacidad alguna para vivir
su vida cristiana ni para servir. Todos, todos sin excepción, tenemos que
abandonar nuestros criterios y entregarnos al examen del Señor. Ninguno de
nosotros ha llegado a una etapa en la que pueda pensar que ya la obra de
purificación en él está terminada.
6. La lección del lavacro es lo que cada uno necesita para vivir como
sacerdote.
Recordemos otra vez lo que pasaba en este pequeño lavacro. Primero, en
la ceremonia de consagración de los sacerdotes, aparece Moisés bañando a
los sacerdotes enteramente; así presentan un cuadro de Otro lavándoles una
vez para siempre en su preciosa sangre; este otro es el gran Sumo Sacerdote,
el Señor Jesucristo. Este baño no era repetido, y así es una figura de la
regeneración. Una vez salvos, estamos para siempre salvados. La
regeneración no se repite.
Pero en el lavacro tenemos también una figura de Cristo como el abogado
del creyente, junto al Padre, lavando las manos y los pies de sus discípulos
de las impurezas diarias del pecado.
Estos dos lavamientos se refieren a obras distintas de Jesucristo por
nosotros. Él murió para limpiarnos; ahora Él vive para mantenernos limpios.

229
7. ¿Para qué el lavacro? Para que el creyente aprenda que hay restauración
para el que ha caído. Para que el creyente aprenda qué es la confesión, y la
restauración a la comunión con Cristo.
Podemos, entonces, preguntarnos; ¿Para qué el lavacro? Para que el
creyente aprenda tres nuevas lecciones:
a) El autoexamen de cada uno, por medio de la Palabra.
b) La crucifixión de las obras de la carne.
c) La entrega total a Dios.
¿Por qué para esto hace falta la entrega total a Dios? Para ser mantenidos
limpios necesitamos una constante comunión con la Biblia, necesitamos la
confesión, pero necesitamos además una entrega de todo aquello que
pertenece a la vida vieja. ¿Cuál es el método de Dios para que vivamos así?
El método de Dios consiste en la residencia no resistida del Espíritu Santo en
el creyente. Necesitamos la entrega total para depender del poder del Espíritu
Santo.
Que el Señor anime a todo hijo suyo con el gran pensamiento bíblico de
que en el altar de bronce hay salvación y en el lavacro hay crecimiento.
Aprenda la lección del lavacro y del lavado de pies del Señor a Pedro.
Si usted se apropia la lección del lavacro, entonces ¡prepárese para crecer!
Prepárese para examinarse cada día a la luz de la Palabra. Prepárese para
entregar todo lo que es de la vida vieja. Prepárese para recibir todo lo que
Dios quiere darle para que usted viva como un sacerdote. Prepárese para
entrar al Lugar Santo; prepárese para contemplar la gloria de Cristo.

230
CAPÍTULO XI
EL CANDELERO

(Éx. 25:31–40; Lc. 1:17–79; Jn. 1:4-5; 9-10)

El candelero estaba formado por una columna central de oro, y de ella


procedían tres brazos a cada lado. En su construcción se destacan tres
aspectos
a) Era de una sola pieza;
b) Era labrado a martillo;
c) Era de oro.
Era una pieza de artesanía, ricamente elaborada. Constaba de siete diferen-
tes lámparas, que pertenecían a un solo candelero.
I - EL CANDELERO REPRESENTA A CRISTO LA LUZ DEL
MUNDO
Dejemos hablar a la palabra inspirada:
«Yo soy la luz del mundo» (Jn. 8:12).
«Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo» (Jn. 9:5).
Cuando llegamos a este vaso dejamos el bronce del altar y del lavacro,
para encontrarnos con el oro. Nos encontramos con la gloria de Cristo,
porque el oro habla de la deidad y de la gloria eterna de Cristo.
Las propias palabras del Señor, y las de Zacarías, el padre de Juan el
Bautista (Lc. 1:67-79), dicen claramente que aquí estamos frente a una gran
revelación. Cristo, la luz del mundo desde Génesis hasta Apocalipsis; desde
la primera promesa de un redentor, en Gén. 3:15, hasta la escena final en
Apocalipsis, con la gloriosa figura del cordero de Dios como la luz del cielo

231
(Ap. 21:22-23), Jesús, el Hijo de Dios, es presentado a un mundo oscurecido
por el pecado.
«La ciudad no tiene necesidad de sol, ni de luna que brillen en ella,
porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera» (Ap.
21:23).
Ésta era la única fuente de luz en el lugar sagrado de la morada de Dios.
Esto es una figura de que las deducciones del hombre son nada más que luz
natural. «El hombre natural no entiende las cosas de Dios». No había luz
natural en el Tabernáculo. No hay otra luz espiritual que la que Dios ha
provisto. Dios ha provisto, en su Palabra, toda la luz que el hombre necesita
para conocerlo.
Esta luz ha brillado para el hombre desde aquel gran día en que Dios dio,
en Génesis 3, la primera promesa de un redentor; ha brillado en el libro del
Éxodo 12 con la enseñanza sobre el cordero; ha brillado en Levítico 16 con
el derramamiento de sangre; ha brillado en Números 21 con la serpiente de
metal. La luz brilla en todo esto y en los libros históricos. Lo que brilla es la
luz de las profecías. Es la luz de la grande, la incomparable Palabra que Dios
ha dado al mundo, que ha culminado en el Nuevo Testamento. Desde el
primer libro basta el último, todas las Escrituras revelan a Dios en su ser
resplandeciente, porque lo revelan en sus atributos gloriosos, como la luz de
todo el universo.
1. Cristo es la luz del mundo porque la luz que irradia es aquella que
constituye a todo hombre en un ser responsable.
Varios pasajes en Juan nos ayudan a entender el candelero,
Jn. 1:4; «...la vida era la luz de los hombres».
1:9: «Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este
mundo.»
8:12: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida,»

232
Cada criatura racional es iluminada moralmente por Él. «La luz que
alumbra a todo hombre» se refiere a la relación que tiene el Creador con los
hombres; por tanto, Cristo parece decir aquí: «Yo soy la luz del mundo, Yo
soy aquel que ha otorgado inteligencia y sensibilidad moral a todos los
hombres». Jesucristo, como Dios creador, es la luz de sus criaturas.
2. El Señor, primero se ha proclamado la vida antes de proclamarse
la luz.
En Jn. 8:12 Cristo declara que, a menos que un hombre le siga, andará en
tinieblas. Notemos que no basta oír la verdad. No constituye ninguna ventaja
el oír la verdad de Dios si no se la obedece. A nuestro entender, aquí se
encuentra un argumento afirmativo de que Cristo es la luz del mundo, porque
el Señor está llamando a los que están en tinieblas. Ésta es la experiencia de
Pablo: «de repente me rodeó mucha luz del cielo» (Hch. 22:6).
En 8:12 a) Cristo habla de sí mismo como la luz moral de los hombres,
pero en 8:12 b) se refiere a la luz espiritual que es posesión sólo del creyente.
«El que me sigue» da idea de progreso. El que le sigue no tendrá sólo luz,
aquella luz que todas las criaturas racionales poseen, sino que tendrá la luz
de la vida; se trata de aquella luz espiritual, la luz de Dios, que sólo tienen
«los que me siguen», dice el Señor.
Los hombres no regenerados tienen algo de luz, pero carecen de luz
espiritual; tienen una conciencia que los hace inexcusables. Se trata de la luz
intelectual y moral, la razón y la conciencia. Pero la Escritura destaca que la
razón está oscurecida debido a la caída en el pecado. El «hombre natural» no
tiene luz para comprender a Dios ni sus propósitos eternos, y la propia
palabra de la cruz le resulta una locura (1 Co. 2:14-15; 1:18). Para este
hombre enceguecido por Satanás (2 Co. 4:4) Cristo es la luz de Dios.
La luz verdadera no está ligada solamente con el intelecto sino con el
Espíritu, que los creyentes reciben en la conversión. La luz verdadera es una
persona, y es una persona divina (Jn. 1:6-12). El evangelista pone la luz en
relación con la vida. «La vida era la luz de los hombres» (Jn. 1:4). Aquí hay
una gran verdad doctrinal; el individuo regenerado recibe una luz interior,
que surge de la vida de Dios. No hay luz para el hombre fuera de la vida de
Cristo en el alma.
233
3. Jesucristo es la luz del mundo como el Verbo encarnado.
Cristo es la luz del mundo porque la vida, la plena vida de Dios, la bendita
vida de Dios, ha estado presente en el Verbo preencarnado, desde la eternidad
y a través de las edades. «En el Verbo estaba la vida, y la vida era la luz de
los hombres» (Jn. 1:4). Toda forma de vida procede del Verbo; todo cuanto
existe en el universo le debe su existencia. Cuando la vida se manifiesta se
llama luz. ¿Por qué? Porque es característico de la luz resplandecer. Esta luz
«ilumina a todo hombre...». Esta luz no sólo brillaba a través de las edades.
La luz que brilló aquella noche en Belén, esa luz continúa brillando.
4. Cristo es la luz del mundo porque vino para abrir, para los
pecadores, los misterios de Dios.
Cristo abre los misterios de Dios, porque la Palabra encarnada es una
palabra reveladora. Él es la luz del mundo porque revela, a las criaturas, el
significado del Creador.
Notemos que para los israelitas el Dios de la ley era inaccesible y, desde
luego, no podía ser visto. Cristo es la luz del mundo porque Él revela a Dios.
«Revelar» significa «correr el velo». Él ha «declarado a Dios». Él expresa,
en plenitud, la esencia de Dios. Jesucristo es el despliegue de Dios; Jesucristo
es la exégesis de Dios (Jn. 1:18). «Exégesis» es el método de estudio de la
Biblia por el cual se explica, en detalle, el texto. Quiere decir que el Señor
encarnado ha desplegado los atributos de la persona de Dios el Padre, y esto
en términos que personas finitas pueden entender.
«El que me ha visto, ha visto al Padre».
Cristo es la exégesis de Dios. Él lo ha explicado. Él es el discurso de Dios
5. Cristo es la luz del mundo porque en Él Dios ha hecho la revelación
suprema, final, definitiva.
Dios ha dado su revelación a través de palabras, pero finalmente ha
hablado a través de la Persona del Hijo. Es una revelación hecha mediante
uno que en todo lo que es, en lo que hace y en lo que dice nos muestra al
Padre. Cristo es la suma total de las palabras de Dios. Por lo tanto Cristo es

234
el Verbo en lo que es, en lo que hace y en lo que dice. En estos postreros días,
Dios nos ha hablado en el Hijo.
Jesucristo es la luz. del mundo porque Él es la luz del conocimiento de
Dios. Él es el que da, al hombre, ese conocimiento de Dios. ¿Qué es la vida?
El concepto de vida en las Escrituras se refiere básicamente a la plenitud de
la esencia de Dios, a sus atributos gloriosos: santidad, verdad, amor,
fidelidad, omnipotencia, sabiduría, gracia, justicia.
Cuando esta vida se manifiesta, se la llama luz; «en Él estaba la vida, y la
vida era la luz de los hombres»; es la vida de Dios en Cristo a la cual todas
las cosas y todos los seres deben su existencia. Cristo es la luz del mundo
porque esta vida es la fuente de la iluminación de todo hombre, y
principalmente es la fuente de la salvación eterna de los hijos de Dios.
6. Jesucristo es la luz del mundo porque Él es la mente de Dios,
encarnada.
Él es el Verbo, es la representación de todo lo que Dios tiene que decir, a
todos los hombres. Cristo habla para revelar, habla para iluminar. En la
Palabra que se ha encarnado están escondidos todos los tesoros de la
sabiduría de Dios. Cristo es la mente de Dios porque expresa el propósito de
Dios para sus criaturas. Él es la verdad eterna, revelada por Dios. Él mismo
es el mensaje que Dios tiene para dar. Jesucristo como la luz es la suma total
de las palabras de Dios. Resume su pensamiento, encarna su mensaje. Por Él
Dios creó el universo y por Él lo sostiene. Por Él revela sus propósitos
eternos; expresa el sentido del universo, desarrolla el plan que tiene para el
mundo. Por Él revela su gracia redentora.
El Ser que se encarnó compartió, antes de todo, de manera única, la
naturaleza y el esplendor de la divinidad Exhibe, en sí mismo, la gloria, la
majestad del Ser de Dios Desde siempre, eternamente, Cristo es la gloria del
mismo Dios, la irradiación del Ser divino; por eso es la luz del mundo; y
cuando se encarnó para hablarnos y para morir, trajo en su humanidad, nada
menos que la plenitud de su deidad.

235
Ciertamente, no hemos dicho todo lo que hay que decir de esta Persona
gloriosa. Pero ésta es la luz del mundo. Ésta es la primera lección del
candelero, en el Lugar Santo.

El candelero de oro de siete brazos

236
REFLEXIONES

1. El ministerio de Cristo es un ministerio de luz, para que


enfrentemos las tinieblas.
Al hombre perdido, pecador, la Biblia lo sitúa en las tinieblas. La Biblia
enseña que las tinieblas no están ociosas, ni son neutrales. La tiniebla es una
entidad activa y, además, perversa. Pretende extinguir la luz que es Dios (Jn.
1:5). Pretende impedir la visión del proyecto de Dios para el hombre, porque
«el proyecto contenía vida» (Jn. 1:4).
2. El creyente como sacerdote debe dar luz, pero debe saber que la
tiniebla deforma la imagen de Dios.
Más todavía, la Escritura habla del poder de las tinieblas; literalmente
habla de «la jurisdicción de las tinicblas», lo que indica un terrible dominio
usurpador, esclavizante, oscurantista. Las tinieblas representan el
alejamiento de Dios; deforman la imagen de Dios porque proponen un Dios
exigente, que no ama al hombre.
3. El candelero presenta a Cristo en su ministerio actual.
Para salvar a un alma no hay solamente que ponerla a la luz; hay que hacer
dos cosas. Hay que sacarla de las tinieblas, del poder de las tinieblas, y hay
que trasladarla al reino del Amado Hijo, al reino de la luz. La obra de Dios
en el Evangelio es una conquista. Cristo ha derrotado las tinieblas.
Apóyese, cuando predica, en la Palabra revelada. Recuerde que el que
salva a la gente es Cristo. El ministerio actual de Cristo consiste en sacar, en
rescatar al hombre de aquel dominio y transferirlo, de una vez por todas, a la
esfera de su luz, al reino de Él mismo, el Hijo del amor del Padre. Nos ha
conducido más allá de la frontera. Pero más todavía, el ministerio actual de
Jesucristo consiste en mantener al creyente en esa esfera luminosa, porque
Cristo ha sacado nuestras vidas del poder del pecado y las ha traído bajo el
poder de su vida resucitada.

237
La palabra de Cristo es la única suficiente para iluminar las tinieblas
morales del pecador. «Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he
hablado». La obra de Cristo es definitiva.
No se trata de una tarca a medio hacer, que haya de culminar cuando el
creyente pase por la muerte. No, de ninguna manera. El lenguaje apostólico
es categórico:
«Nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de
su amado Hijo» (Col. 1:13).
El tiempo de los verbos «librado» y «trasladado» (griego aoristo) indica
que se trata de hechos decisivos, terminados. Todo ha cambiado. Las
relaciones se han invertido, el rescate está terminado. Somos trasladados a
un reino de luz, a un reino de amor.
4. Para que la luz de Cristo brille, no hay que encandilarse con
presentaciones superficiales del Evangelio.
Todo sacerdote del Nuevo Testamento debe iluminar con la plenitud de la
verdad de Dios. Debe predicar que no hemos sido trasladados de las tinieblas
a una especie de semitinieblas, sino de la oscuridad tenebrosa a la luz plena.
¿Para qué? Hemos sido sacados de la esclavitud a la libertad; a la «luz
maravillosa», «a su luz admirable» (1 Pe. 2:9). Del dominio de Satanás a la
devoción a Cristo.
Nos sacó del poder de la noche espiritual. Esto significa que nos sacó de
la esfera de los deseos pervertidos, de la voluntad egocéntrica, para que
aprendamos a mortificar a la carne, y a destronar a la voluntad egoísta.
Esto es lo que algunos estudiosos llaman acertadamente «escatología
realizada», el futuro anticipado; el futuro glorioso, anticipado.
Todo esto está incluido en el Evangelio que debemos anunciar. Todo esto
tiene como fundamento el acto de Dios que introduce al pecador que cree en
una unión vital con Cristo; esta unión es la cosa que nos da salvación; pero
además Dios la ha efectuado para que el creyente aprenda que el poder de su
vieja naturaleza ha sido quebrantado, y para que entienda que la naturaleza
divina ha sido implantada en Él. Se trata de la unión del creyente con Cristo.

238
Se trata de introducirlo en una nueva situación, el reino de Dios. El amor del
Padre, que reposa sobre su Amado Hijo, reposa también sobre aquellos que
son uno con Él.
La luz, esta luz que es Cristo, no puede ser ocultada. La obra de la
salvación es la obra de Él. Es Él el que se compromete a hacer este traslado
transformador de las tinieblas a la luz, en toda persona que crea a la luz.
II - EL CANDELERO ES TAMBIÉN UNA FIGURA DE LA IGLESIA
1. Es una figura del origen de la iglesia.
El candelero o la lámpara era uno de los objetos más elaborados del
santuario, en cuanto era una pieza de artesanía, ricamente ornamentada. El
obrero que lo elaboró debe haber sido un eximio artesano, para ejecutar
minuciosamente su trabajo. Hay que recordar que en Éx. 31:1 -6 el Señor dio
instrucciones a Moisés sobre la elección, llamamiento y dotación que Dios
haría sobre dos hombres, Bezaleel y Aholiab, quienes serían preparados, uno
mediante la plenitud del Espíritu y otro mediante una sabiduría especial, para
que hicieran los trabajos más delicados.
Esto constituye una ilustración de la maravillosa gracia desplegada por
Cristo para edificar su iglesia; ella es hechura de sus manos, levantada junto
con su Señor al salir de la tumba. La iglesia es el resultado del eterno consejo
de Dios, es la grande manifestación de su multiforme sabiduría, de las
abundantes riquezas de su gracia (Ef. 2:7). El Señor mismo utiliza la figura
del candelero para referirse a las iglesias locales, en Ap. 1:20.
El candelero estaba formado por una columna central, y de ella procedían
tres brazos a cada lado. Esto presenta a Cristo como la fuente de la cual la
iglesia, procede y en quien ella mora unida al Señor.
Cristo es la piedra angular, el soporte de la iglesia; todo se fundamenta en
Él, todo procede de Él, su vida, su fortaleza, su firmeza, su gloria... «En
bendita dependencia de Él, y debiendo su existencia a Él, la iglesia habita
indisolublemente unida a la gloriosa Cabeza; una vida lo anima todo; un
espíritu corre a través de todos sus miembros, una gloria y una belleza es así
mismo la porción de cada uno de sus miembros». Todo está ligado a su centro

239
y a su fuente, Cristo, «de quien todo el cuerpo... recibe su crecimiento» (Ef.
4:16).
Sí, la iglesia nace de un propósito eterno de Dios. Los creyentes fueron
escogidos en Cristo desde antes de la fundación del mundo. Y esta elección
tiene que ver con el propósito de Dios de «reunir todas las cosas en la
dispensación del cumplimiento de los tiempos».
Tres aspectos se destacan, como hemos dicho, en la construcción de este
objeto:
a) Era de una sola pieza;
b) Era labrado a martillo;
c) Era de oro.
a) Era de una sola pieza.
Dios considera a la iglesia, por siempre, ligada a Cristo. En el centro había
un brazo central, que representa a Cristo; y los 6 brazos a la iglesia, con sus
miembros. Representa, pues, la unión entre Cristo y la iglesia. Esta unión ha
sido formada por el Espíritu Santo y es, por tanto, indisoluble.
El cuerpo, unido a la Cabeza, muestra la unidad. Los siete brazos muestran
la plenitud de la luz. Por lo tanto el candelero completo muestra la unidad en
plenitud.
Éste es otro aspecto en que podemos apreciar la gran doctrina bíblica de la
unión del creyente con Cristo. Esta doctrina aparece en todo el Nuevo
Testamento, principalmente en Romanos 6, en Efesios 2 y en Juan 15.
«Dios... nos dio vida juntamente con Cristo... y juntamente con Él nos
resucitó, y así mismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con
Cristo Jesús...» (Ef. 2:4-6).
Dios considera a la iglesia, por siempre, ligada a Cristo. Y más todavía, Él
ha cumplido su promesa de enviar a otro Consolador, y con ello nació, el día
de Pentecostés, un Cuerpo glorioso, la amada Iglesia de Cristo. Este cuerpo
glorioso está constituido por creyentes, que son miembros plenos de la
iglesia.

240
Pero más aún. El creyente como sacerdote ha tenido y tiene parte en los
grandes hechos redentores. El Señor vivió sobre la tierra una vida gloriosa.
Su cuerpo humano fue un cuerpo glorioso. Su muerte fue una muerte
victoriosa, su resurrección fue llena de fruto, y aquí se aplica la idea de que
el candelero era de una sola pieza. En todo esto el creyente como sacerdote
tiene un lugar propio, que la Escritura le asigna (Ef. 2:4-6).
El candelero estaba formado por una columna central, y de ella procedían
seis brazos, tres a cada lado. Esto presenta un tipo de Cristo mismo, fuente
de toda luz.
Algunos autores piensan que la columna central era más alta que las
restantes, con lo cual la figura vendría a ser más expresiva aún, al destacar el
lugar central y más elevado del brazo de oro, como figura de Cristo. Lo cierto
es que doce veces la Escritura presenta al Señor Jesucristo «en el medio», sea
sobre la cruz o sobre el trono.
Los brazos laterales estaban unidos al central; así Dios ve al creyente
identificado con Cristo, en su muerte y en su resurrección, en su ascensión y
en su glorificación.
Los creyentes, mediante su unión con Cristo, han sido hechos completos
en Él, como lo expresa Pablo:
«Y vosotros estáis completos en Él» (Co. 2:9).
La enseñanza de la figura es directa. Todo creyente como sacerdote, tiene
un vínculo directo con la gran cabeza de la Iglesia y debe aprender a verse
como Dios lo ve; es uno de los brazos del candelero. Toda bendición se
deriva de este hecho glorioso, de este milagro de unión con Cristo,
prefigurado en el candelero. La iglesia universal está por siempre unida a
Cristo; cada asamblea local está por siempre unida a Cristo; como sacerdote,
todo creyente está por siempre unido a Cristo.
La iglesia entera es hechura de sus manos. Pero ahora, para todo servicio
a la iglesia, Cristo sigue el mismo método. Él utiliza a hombres y mujeres
que Él mismo llama y prepara, para que vivan identificados con Él, en
comunión con Él.

241
b) ¿Por qué un candelero labrado a martillo?
Era así labrado porque seguramente se sugiere el dolor y el sufrimiento de
la cruz.
Otros pasajes de la Escritura pueden ayudarnos a entender por qué esta
figura se aplica a la iglesia. El sueño que el Señor hizo caer sobre Adán para
tomar de su costado a Eva, es sugestivo de la experiencia del Segundo Adán,
que recibe a su esposa como resultado del sueño de muerte del Calvario. La
iglesia, por así decir, fue formada del costado herido del Salvador. De Él, de
su sufrimiento, ella ha nacido.
Otra figura de interés es la del grano de trigo que cae en tierra para morir
y llevar fruto (Jn. 12:24). Y ahora el candelero labrado a martillo. Estas
figuras de Adán, del grano de trigo y del candelero labrado a martillo nos
orientan para presentarnos al Señor, que fue
«herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados» (Is.
53:5).
La aplicación de esta figura es tremenda. La iglesia local, esa asamblea en
la que Dios ha colocado a cada uno, es el fruto del Calvario. Aprenda a
valorarla como Dios la valora, porque ella también ha nacido del costado
abierto del Salvador.
La iglesia nunca debe olvidar su origen. La iglesia nunca debe olvidar la
cruz. No es casualidad que las dos ordenanzas (el bautismo por agua, y la
cena del Señor) constituyen un recordatorio de que todo se fundamenta en la
cruz. La iglesia no debe permitir que ninguna cosa oscurezca la centralidad
de la cruz.
c) Todo el candelero era de oro.
Esto muestra cuán preciosa la iglesia es para Dios. La iglesia recibe la
plenitud de Cristo, porque el Señor la sustenta y regala. Pero no sólo eso; la
iglesia es la plenitud de Cristo. El texto de Ef. 1:23, que dice:
«la cual (la iglesia) es su cuerpo, la plenitud de aquel que todo lo llena
en todo»,
se puede también expresar así:
242
«Es designio divino que la iglesia sea expresión plena de Cristo, siendo
llenada por Aquel cuyo destino es llenarlo todo».
Aquí hemos llegado a la cumbre; la iglesia sale de Cristo, es expresión de
Él. Posee su vida y está adornada con su belleza.
Él es el primogénito de los muertos; ellos son sus hermanos. Él es el Hijo
de Dios; ellos son hijos de Dios. Ella es llamada coheredera con Él. Ella es
la segunda Eva del postrer Adán. Ella ha sido vivificada, levantada y sentada
en los cielos juntamente con Él, participando de su vida, habitada por su
Espíritu, dotada como ningún organismo humano está dotado, por el Señor
exaltado; y ella está próxima a participar de su gloria.
La misma vida de Dios es la que circula por el miembro más débil de la
iglesia, una vida que no puede perecer, porque el que está unido a Cristo está
eternamente unido a Él.
Él acepta llamarnos «sus hermanos», pero nosotros le llamamos «Señor».
Así, en Apocalipsis, cuando Él dice:
«ciertamente vengo en breve»,
la iglesia le responde:
«Amén; sí, ven, Señor Jesús» (Ap. 22:20).
Sí, aquí en esta pieza, en esta una sola pieza de oro, vemos cuán preciosa
la iglesia es para Dios.
2. El candelero es además una figura de la vitalidad de la iglesia.
La iglesia tiene un gran privilegio. Su gran privilegio consiste en que ella
se vea a sí misma como el Cuerpo de Cristo. De Él recibe su sustento y sus
dones. Así puede dar luz. En unión con su Señor ella encuentra la manera de
dar luz. La iglesia debe permanecer unida a Cristo para dar luz.
El candelero es además una figura de la tarea de la iglesia. Muchos
discuten hoy cuál tiene que ser la función de la iglesia. Están confundidos
porque no tienen en claro qué es la iglesia. La función de la iglesia se deriva
de la naturaleza. La iglesia está en el mundo para proclamar la gracia
redentora de Cristo. Esta percepción de la iglesia es definitiva. Lo más

243
importante es percibir la naturaleza de la iglesia. Es fundamental verla como
una nave en medio del mundo, pero separada del mundo. Es fundamental
verla así. Lo fundamental es que la iglesia es santa.
Es santa porque es la morada de Dios sobre la tierra. Pero además es santa
en cuanto a su mensaje. Si la iglesia confunde su mensaje, el mundo se queda
sin luz, y la propia vitalidad de la iglesia se desvanece.
La iglesia no se define socialmente, sino cristológicamente. La iglesia no
debe estar a la defensiva. Su vigoroso mensaje es su mejor defensa.
El vocablo mismo «iglesia» significa «llamada», y por tanto no puede
confundírsela mezclada con el mundo. La iglesia no debe permitir que el
mundo decida lo que ella debe creer. Tampoco debe someterse al capricho o
señorío humano, sino que debe sostener la autoridad de la Sagrada Escritura
por encima de cualquier otra autoridad.
Lo fundamental, en la iglesia, es su mensaje. Aun los ángeles quieren
entender la lección que surge de la vida toda de la iglesia, porque es en la
iglesia donde los ángeles captan el supremo punto de vista del amor de Dios,
que ha congregado a pecadores salvados por gracia, y que los ha levantado a
lugares celestiales en Cristo.

244
REFLEXIONES

1) Siempre es bueno que nos preguntemos para qué la iglesia está en la


tierra.
a) Su primera responsabilidad es que ella sea digna de esparcir el
Evangelio. Que viva separada del mundo, que tenga un mensaje claro para
dar. Algunos dicen que nuestro mensaje es «demasiado del otro mundo».
Contestamos con Campbell Morgan: «Si la iglesia no tiene un mensaje para
el otro mundo no tiene mensaje».
b) Además, está la segunda responsabilidad de la iglesia: siempre hay que
preguntarse si está produciendo santos, porque la santidad de la iglesia es
esencial.
Tiene que producir santos, siervos; y si no produce santos, siervos, fracasa.
La iglesia es la congregación de los santos. Si nuestro mensaje no es claro en
cuanto a lo que significan la cruz, el recibir a Cristo, el seguir a Cristo, el
estar separados del mundo, el estar identificados con Cristo en su muerte, el
vivir en comunión con Cristo; si esto no se anuncia y no se vive, estaremos
produciendo hombres sin fibra espiritual. Para esto, la enseñanza es
fundamental. La enseñanza tiene que presentar a un Cristo pleno. No las
bendiciones primero sino la cruz primero. No el bienestar primero sino la
santidad primero.
2. Muchas congregaciones que en su tiempo tuvieron la luz de la Palabra
y la predicaron fielmente están ahora siendo invadidas por un énfasis
exagerado que se coloca en otras áreas de la actividad humana. Se pretende
así introducir en la iglesia nuevos elementos, para desplazar o para
complementar a la fe. En lugar de predicar a la sangre como el único remedio
para el pecador, se intenta introducir la religiosidad, la moralidad, la
educación, y hasta la sicología. Estos últimos elementos, la educación y la
sicología, son útiles y muy necesarios en su lugar y cuando son aplicados por
profesionales, que conocen las limitaciones de cada rama del conocimiento
y que respetan, por tanto, las jurisdicciones de otros campos, como el
espiritual. El creyente debe procurar la mejor educación posible, y debe ver

245
los avances de la educación y de las disciplinas científicas como una
bendición de Dios para todos los hombres.
Pero esto está muy lejos del intento que el enemigo está haciendo para
colocar estos elementos humanos al mismo nivel que la revelación bíblica.
3. La función esencial de la iglesia es predicar la regeneración del pecador
y no la reforma del hombre mediante la educación o la legislación. Estas
cosas están bien en su propio lugar, pero no pueden sustituir a la redención,
no pueden reemplazar la obra del Espíritu Santo, ni constituyen el llamado
de la iglesia.
Pablo no quería eliminar a la filosofía de las escuelas sino del pulpito.
«Que los muertos entierren a sus muertos; pero que no pretendan impartir la
vida». La vida es el privilegio de Dios.
4. La tercera responsabilidad de la iglesia es permanecer unida a la Cabeza,
y esto significa dependencia y sumisión a Cristo.
La iglesia está para siempre unida a Cristo. En virtud de esta unión en una
vida de resurrección, la iglesia es santa. De ahí se deriva una responsabilidad
para cada individuo y para cada congregación.
La lámpara de oro en el Tabernáculo es una figura del ministerio prestado
por cada miembro, y por el cuerpo todo; recordemos que había aceite, y que
había un brazo central. Esto subraya que este ministerio incluye dos
requisitos muy elevados; primero, que debe ser prestado en el poder del
Espíritu de Dios, y segundo, que debe tener a Cristo como su centro, como
la materia de su mensaje y como la fuente única de autoridad.
El mundo está en tinieblas. Solamente la iglesia, a través de la Palabra,
puede brillar y revelar a Cristo. Pero no la iglesia como maestra por encima
de la Palabra, encerrando a la Escritura en los decretos de los Concilios. Es
la iglesia sometiéndose a la Palabra, predicando la Palabra, y no la iglesia
reemplazando a la Palabra. Los catecismos, las historias sagradas, pretenden
definir la verdad de Dios en términos más claros que la palabra revelada.
Algunos hombres pretenden lo mismo, sin proponérselo, cuando colocan en
primer lugar sus propias «brillantes» ideas, en lugar de exponer el texto
bíblico.
246
La sumisión a Cristo no existe aparte de la obediencia a la Palabra de Dios.
5. El sacerdote creyente no debe interponerse entre un alma y Dios.
El Señorío que Cristo tiene sobre la iglesia toda, sobre cada asamblea local
y sobre la vida de cada uno de sus hijos, Él no lo comparte con nadie en la
tierra. Ningún hombre puede interferir entre un alma y Dios; no puede ser
intermediario de bendiciones ni de perdón en la relación entre una persona y
Dios, ni puede ser el canal exclusivo para transmitir órdenes de Dios.
Cristo es y permanece siendo por siempre el único Sumo Pontífice, Sumo
Sacerdote de su pueblo, el único gran Pastor de las ovejas, el único amado
Señor, la única Cabeza de la Iglesia en su conjunto, y de cada asamblea local,
la única cabeza de cada creyente que ha sido comprado con sangre. El
Señorío de Cristo no es delegable.
La aplicación del símbolo del candelero a la iglesia es de una significación
enorme. El candelero representa el lugar de privilegio y de honor que la
iglesia tiene por gracia. Representa la posición santa y gloriosa que tiene la
iglesia de Dios. «Ella tiene su lugar, su hogar, en la presencia de Dios, está
bajo la mirada de sus ojos y habita en la luz de la gloria de Dios».
La iglesia manifiesta que reconoce el señorío de Cristo de diversas
maneras, pero principalmente mediante su sometimiento a la autoridad de las
Escrituras. Esta autoridad es final, definitiva. El creyente sacerdote debe
aceptar su sometimiento a Cristo. En algunos grupos se pretende «liberar» a
la mujer cristiana, y se la insta a que desobedezca a las Escrituras. Pero las
hermanas espirituales saben que ellas deben a Cristo la devoción de su
sometimiento. La sujeción a Cristo carece de sentido si no se concreta en un
sometimiento a la Palabra de Dios.
Notemos que no son solo las mujeres las que deben someterse a la
autoridad de las Escrituras. También los varones deben someterse, Todos,
también los varones, llevamos sobre los hombros una carga pesada. No es la
carga del ministerio. Es la carga de la naturaleza vieja, que todavía reside en
nosotros, que se levanta contra toda autoridad. ¿Qué espera Dios de cada
creyente en cuanto a esto? Dios espera en esto nuestro sometimiento; pero

247
no una actitud de resignación sino un sometimiento, lleno de regocijo, a la
gran Cabeza de la Iglesia.
6) Toda vida espiritual es una vida «labrada a martillo».
Todo creyente es un sacerdote, Pero el candelero «labrado a martillo»
indica que la vida espiritual más elevada posible se explica en términos de
lucha, de conflicto. Los jóvenes y las jóvenes creyentes de hoy tienen que
soportar una tremenda presión del mundo, que bombardea a todos con sus
criterios falsos y con su mentalidad caída.
Todo joven es llamado a un sometimiento voluntario y confiado a la
autoridad de las Escrituras. No renuncie a sus privilegios como creyente
sacerdote. Rechace toda invitación a someterse a un yugo desigual, rechace
toda insinuación para vivir una vida mediocre. Su vida espiritual es también
una vida labrada a martillo; pero recuerde que Dios aplica el martillo porque
quiere producir una pieza de oro.
Dedíquese a ocupar su lugar como sacerdote. Aprenda a valorar que tiene
un acceso continuo a la presencia de Dios. Aprenda a recorrer el camino del
lavacro. Practique la confesión a Dios para mantener su comunión con Él.
Apóyese en el hecho de que todo cristiano tiene el oído ungido para que Dios
continúe hablándole. Prepare su corazón para buscar a Dios. Prepare su
corazón para escuchar a Dios. Mientras espera en Dios, sométase en todo a
la disciplina de la Escritura.
Ocupe su lugar como sacerdote en medio de su congregación, y deje el
futuro de su vida en las manos únicamente sabias de Dios. Ore, espere,
busque, clame. A su tiempo, alguna respuesta vendrá. Dios es fiel. Alguna
respuesta vendrá.
III - EL CANDELERO PRESENTA TAMBIÉN UNA FIGURA DEL
ESPÍRITU SANTO
El candelera tenía un combustible, que era el aceite. El aceite es figura del
Espíritu Santo.
En Ap. 4:5 leemos: |

248
«... y delante del trono ardían siete lámparas de fuego, las cuales son
los siete espíritus de Dios».
Este texto ayuda a explicar el símbolo. El Espíritu de Dios obra en medio
de los santos. La luz del candelero es una figura de la luz del Espíritu Santo.
Presenta una de las funciones del Espíritu, porque aquí se subraya su tarea
de iluminación a nuestras almas para que comprendamos la verdad de las
Escrituras.
Es el Espíritu Santo el que da al creyente iluminación, en el sentido de
entendimiento, de inteligencia espiritual, de discernimiento de las cosas de
Dios, de dar la mente de Cristo.
Tenemos ahora el Espíritu morando en nosotros. Estamos unidos a Cristo
así como los brazos laterales estaban unidos al brazo central; la iglesia
depende de Cristo, y está salva, segura, al lado de Cristo mismo.
La luz que surgía del aceite es un tipo del trabajo y del testimonio del
Espíritu Santo, basado en la obra expiatoria de Cristo.
El punto que importa subrayar es que es tarea del Espíritu Santo arrojar
luz. El Espíritu Santo realiza una función de iluminación. Esto no quiere
decir, como algunos pretenden, que exista tal cosa como un don exclusivo de
unos pocos para que, sin estudio y sin disciplina, capten el sentido del texto.
Esta noción carece de fundamento bíblico y, además, ignora que sin
disciplina no se aprende nada serio. La función que sí cumple el Espíritu de
Dios es la de iluminar el entendimiento para que capte la revelación objetiva
y perciba el significado espiritual del texto original, porque «toda Escritura
tiene el soplo de Dios» (2 Ti. 3:16).
El Señor aplica esta figura a sí mismo, porque Él es la luz suprema. Las
Escrituras lo revelan a Él, según le place presentarlo, como igual al Padre,
como Dios el Hijo, el Ser resplandeciente, como la luz de todo el universo
visible e invisible.
Cristo aplica después la figura de la luz a sus propios discípulos, cuando
les dice que ellos son «la sal de la tierra» y «la luz del mundo».

249
Aquí, pues, nos interesa ver al Espíritu de Dios en esta función de arrojar
luz. Ésta quizá es la función más importante de todas, porque aun la función
vitalizadora, la de dar vida, el Espíritu la realiza por medio de la verdad y
nunca aparte de la verdad.
Si la iglesia puede dar luz, lo puede únicamente por la energía del Espíritu;
y esta energía está fundada sobre Cristo, que ha venido a ser, mediante su
sacrificio y mediante su sacerdocio, el manantial y el poder de todas las cosas
para su iglesia.
El Espíritu de Dios ha venido al mundo para arrojar luz. Esto abarca tres
esferas de actividad:
a) Con relación al mundo.
b) Con relación al creyente.
c) Con relación al Señor mismo.
a) Con relación al mundo.
La primera obra del Espíritu Santo para que una persona sea salva consiste
en darle convicción de pecado, de justicia y de juicio.
«Y cuando él (el Espíritu Santo) venga, convencerá al mundo de
pecado, de justicia y de juicio» (Jn. 16:8).
b) Con relación al creyente.
El testimonio del Espíritu al mundo es un testimonio de Cristo. Para los
creyentes es el mismo testimonio, pero la tarea del Espíritu no termina en la
conversión sino que entonces recién comienza. El Espíritu continuará
obrando en el nuevo creyente para que nuevos despliegues de la verdad de
las Escrituras y de la gloria de Cristo penetren en su alma. Esto es lo que todo
creyente puede esperar del ministerio del Espíritu Santo para él.
«Dios... mandó que... resplandeciese la luz... para iluminación del
conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Co. 4:6).
El testimonio más amplio del Espíritu Santo a los santos consiste en
guiarlos al conocimiento de la plenitud de Cristo (Ef. 4:13). Pablo dice:

250
«Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en
vosotros...» (1 Co. 6:19).
Así vemos reafirmado en las Escrituras un punto fundamental en el
sacerdocio de todo creyente. El cuerpo físico del creyente es ahora el
santuario donde el Espíritu de Dios vive para revelar a Cristo. El Espíritu se
deleita en honrar y magnificar a Cristo en toda su gracia y en toda su gloria,
a los corazones de los que le pertenecen.
c) Con relación al Señor mismo.
Leemos en 2 Co. 4:6:
«Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es
el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del
conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.»
Wickham destaca que en la creación original Dios mandó que hubiese luz,
mientras que en la nueva creación «Él mismo vino como luz de los hombres».
La obra del Espíritu Santo tiene términos concretos. Ilumina al pecador
revelando a Cristo en su gracia que rescata; regenera al pecador que cree.
Obra para impartirle nueva vida; y escribe la ley de Dios en el corazón.
En Gá. 1:15-16 Pablo dice:
«... agradó a Dios... revelar su Hijo en mí, para que yo le predicase...»
En la misma carta agrega:
«Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que
Cristo sea formado en vosotros» (Gá. 4:19).
Ésta es la mayor aspiración de un apóstol para una congregación y para
cada uno de sus miembros. Aquí hemos llegado otra vez a la cumbre. Esta es
una manera concreta de entender el símbolo del candelero: que los creyentes
conozcan así, cada uno, al Señor, mediante una obra interior del Espíritu en
sus almas, formando a Cristo en ellos. Éste es otro punto fundamental en el
sacerdocio universal de los creyentes. El Espíritu vive en cada cristiano para
revelar a Cristo y para formar a Cristo dentro de él.

251
Ya hemos visto que cuando llegamos a este objeto dejamos el bronce del
altar y del lavacro, para encontramos con el oro. Aquí nos encontramos con
la gloria de Cristo. Esto es lo que el Espíritu quiere revelar. El Espíritu Santo
glorifica a Cristo revelándolo a nuestras almas, mediante la Escritura (Jn.
16:14).
La gloria esencial de la Persona de Cristo forma la base del Evangelio.
Cristo comunica esta dignidad y esta gloria a todo lo que hace y a cada una
de las funciones que desempeña.
Todo hijo de Dios tiene el Espíritu Santo morando en Él, porque ha sido
bautizado en el Espíritu en el momento en que ha creído. Sin embargo, es
una cosa distinta el ser llenado con el Espíritu Santo. No estamos más que
mencionando el punto, porque no lo tratamos aquí, pero esta diferencia es la
que explica el crecimiento y la fortaleza de la iglesia primitiva. Para servir a
las mesas en la primera iglesia eligieron varones llenos del Espíritu Santo.
Éste era el nivel de exigencia; así, fue la iglesia que conmovió al mundo.
El Espíritu es «la promesa del Padre», es el maravilloso don del amor de
Dios. Ésta es la razón por la cual Dios llama a todos sus hijos para que sean
«llenos del Espíritu Santo». Ésta es su voluntad indudable para cada creyente
para un servicio fructífero y, principalmente, para un discernimiento
espiritual creciente.
Así ocurrió con el apóstol Pablo. Él vio «una luz más brillante que el sol»
en el camino a Damasco. Este vaso escogido del Señor recibió aquella luz
que le permitió verse como un pecador perdido, y aun como el primero de
los pecadores (1 Ti. 1:15); vio también que todas sus obras y méritos vividos
bajo la ley eran como basura, y su alma fue absorbida por Cristo (Fi. 3:4-7);
sus ojos quedaron cerrados para todo lo demás.
Hay un rasgo definitivo, que caracteriza a uno que ha recibido luz. Los
santos llenos del Espíritu no se exhiben a sí mismos; no hablan de sus méritos
o de sus experiencias autoglorificantes. Exaltan la dignidad de Cristo. Él es
el único que debe recibir honor en la Iglesia.
El tiempo para la glorificación del creyente no ha llegado todavía. El
candelero arrojaba su luz sobre sí mismo, y así desplegaba su propia belleza

252
(Éx. 25:27; Nm. 8:2-3); arrojaba su luz sobre el Lugar Santo entero, en donde
todo es oro, todo habla de la gloria de Cristo. Y arrojaba su luz delante del
Señor (Éx. 40:25). ¿Cuál es la reflexión? Que recordemos que la sustancia
de la comunión en la presencia de Dios reside en ocuparse de la gloria del
Señor.
Un autor, al señalar que la luz destacaba la belleza del candelero en una
manera única, agrega que «el Espíritu Santo es contristado cuando los
cristianos se consideran a sí mismos como si fueran importantes y cuando se
colocan a sí mismos en una posición prominente». No habrá
autocomplacencia en el cielo, porque «la carne» será para siempre cosa del
pasado. Una corona podrá ser recibida, pero no para ser exhibida en
vanagloria, sino para ser arrojada a los pies del único ser digno de recibir
honor.

253
REFLEXIONES

1. El Espíritu ilumina, como prefigura el candelero, porque se comunica


el espíritu del hombre.
El testimonio del Espíritu Santo se requiere para llegar al nivel más
elevado del hombre, su espíritu. Se concreta en una voz interior a nuestro
espíritu humano, pero esa voz es impulsada por el Espíritu Santo.
Nuestro propio espíritu nos dice que somos hijos de Dios, pero la voz con
la cual habla es impulsada, es inspirada por el Espíritu Santo.
Algunos, cuando predican, están interesados en llevar a la gente a una
decisión rápidamente. No ponemos en duda la genuinidad de conversiones
en esos casos. Pero cabe preguntar. ¿Hemos dado tiempo al Espíritu Santo
para que haga una obra de convicción? El Señor ha dicho: «Ya vosotros estáis
limpios por la Palabra que os he hablado.» ¿Somos conscientes de esto? Toda
la gloria de la salvación se atribuye a la palabra de Cristo y no a la nuestra.
La predicación tiene que alcanzar al hombre en su espíritu.
Se trata del testimonio interior del Espíritu, que se comunica con el espíritu
humano. El Espíritu Santo obra en el corazón del hombre, obra dando
testimonio de Jesucristo, de su filiación divina, de la justicia de su causa, del
mérito infinito de su sacrificio, del precio que pagó para rescatarnos para
Dios, y, como expresa admirablemente Pablo: «El Espíritu mismo da
testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro. 8:16). Newell
y otros traducen: «El Espíritu mismo testifica juntamente con nuestro espíritu
que somos hijos de Dios».
Es decir, que nuestro espíritu humano, energizado, vitalizado por el
Espíritu Santo, nos da la conciencia de que, como creyentes, somos hijos de
Dios. Sin duda «tú eres su propio hijo», dice el Espíritu Santo; sin duda «El
es mi Padre», dice nuestro espíritu.
2. ¿Cuál es la finalidad de este testimonio?

254
Este testimonio tiene por finalidad asegurarnos que tenemos vida eterna:
«Os he escrito... para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Jn. 5:13). El
escritor inspirado destaca que esta vida eterna no es un premio que ganamos,
sino un don que recibimos inmerecidamente, aparte de nuestros méritos, que
no existen. «Dios nos ha dado vida eterna...». Además, destaca que esta vida
está en Cristo. «Esta vida está en su Hijo». Y destaca que el don de la vida
es una posesión presente, esto es, algo que el creyente tiene ahora y no el día
en que muera. «El que tiene al Hijo tiene la vida». El Padre mismo da
testimonio a nuestros corazones mediante el Espíritu Santo. Esto provee el
gran pensamiento de que el creyente recibe una confirmación interior de su
fe, confirmación que proviene de Dios.
3. Este testimonio consiste en un discernimiento espiritual, que solamente
es patrimonio de los creyentes.
Aquí se trata de un testimonio que sólo los que han recibido a Cristo
pueden tener. Se trata de un poder vivo en hombres vivos. El Espíritu es el
que enseña al pecador creyente a pensar espiritualmente.
4. El discernimiento espiritual continúa obrando después de la conversión.
En Jn. 16:13 el Señor declara que el Espíritu «guiará a toda verdad».
El vocablo «guiará» sugiere una obra gradual, progresiva, para que el
nuevo creyente aprenda cuánto ha recibido en Cristo. Esta percepción es
progresiva. La regeneración, y la renovación por el Espíritu que acompaña y
sigue a la regeneración (Tit. 3:5), son el fundamento de este discernimiento.
Aquí hay que subrayar.
a) Que no todo se percibe el primer día. Se requiere tener un espíritu
receptivo, capaz de recibir instrucción; se requiere un espíritu quebrantado,
para que se deje afectar por las demandas, siempre crecientes, del ministerio
de la Palabra.
b) Esta percepción es gradual y progresiva por otra razón más; porque
nuestra capacidad es limitada, pero nuestra necesidad es creciente. Porque
nuestra capacidad es limitada, no percibimos todo cuanto Dios ya nos ha
dado. Porque nuestra necesidad es creciente, sabemos que Dios seguirá
proveyendo todo.
255
5. El Espíritu Santo continuará obrando en el creyente como sacerdote.
Dios no permanecerá callado. El Espíritu Santo anhela algo para él. Anhela
revelarle nuevos despliegues de la verdad de las Escrituras, nuevos
despliegues, a su alma, de la gloria de Cristo.
El testimonio del Espíritu Santo consiste en guiar a los santos al
conocimiento de la plenitud de Cristo.
6. En Éx. 30:7 leemos que para las lámparas había una tarea de limpieza.
«Y Aarón quemará incienso aromático sobre él (el altar de oro); cada
mañana cuando aliste las lámparas lo quemará.»
¿Quién hacía este trabajo? ¿Ha leído bien? Lo hacía Aarón, el sumo
sacerdote. Nosotros hubiéramos designado a un sacerdote cualquiera para
efectuar esta tarea, aparentemente de poca importancia. Pero Dios determinó
que fuera Aarón. ¿Por qué? Porque prefiguraba que la purificación del alma
es tarea de Cristo y solamente de Cristo.
Las lámparas en cada brazo del candelero presentan a cada creyente como
sacerdote, dando testimonio. Pero advirtamos que Aarón hacía dos cosas
simultáneamente: quemaba incienso y limpiaba las lámparas. Hacía esto en
dos vasos distintos del Lugar Santo, según veremos cuando estudiemos el
altar de oro. Ninguno ayudaba a Aarón en esta tarea, cada mañana. La
enseñanza es grande; Cristo comparte con ninguno su gloria ni como
Salvador ni como Mediador.
¿Para qué había que limpiar las lámparas? Para que el aceite pudiera
correr. La figura es directa, Cristo limpia el alma de cada uno de los suyos.
Tiene que hacerlo cada mañana; lo hace cada día, para que el Espíritu Santo
corra en su vida, en su ministerio, en su testimonio. Otra vez hemos llegado
a la cumbre. Aquí está la fuente de poder para un siervo inútil. Aquí está la
plenitud para hombres vacíos.
7. «Una lámpara de oro en el Tabernáculo»; los seis brazos unidos al brazo
central, limpiados por Aarón, son una figura del ministerio que le espera a
cada cristiano como sacerdote. Es un ministerio, en el poder del Espíritu, en
comunión con Cristo, teniendo a Cristo como su centro y como la materia de

256
su mensaje. Aarón limpiando las lámparas presenta a Cristo en su tarea
actual, sosteniendo y purificando a siervos débiles como nosotros.
Cristo como sacerdote limpia su lámpara, Cristo como sacerdote intercede
por su ministerio, hermano, para que, como sacerdote, cumpla su ministerio
en la plenitud del Espíritu.
IV- EL CANDELERO ES TAMBIÉN UNA FIGURA DEL
CREYENTE, EN DOS ACTITUDES FUNDAMENTALES
Antes de desarrollar este punto corresponde formular una reflexión.
Algunos autores no encuentran tipificado, en la figura del candelero, al
creyente cristiano, considerado individualmente. El argumento consiste en
que el candelero no arrojaba luz fuera del Lugar Santo, es decir, no iluminaba
al mundo. Varios otros, y el autor, no coinciden con esa opinión. Aunque es
cierto que el candelero no era expuesto fuera, los sacerdotes israelitas, que
tipifican al creyente cristiano, ellos sí salían para servir a Dios y para bendecir
al pueblo.
Compartimos la opinión de que Moisés no encendió el candelero delante
del mundo. Sí, pero él mundo supo que el candelero estaba encendido; por
tanto, podemos ver en este objeto la unión entre Cristo y sus miembros. Otro
argumento que, a nuestro entender, avala la representación del creyente,
reside en que se hacía provisión para la limpieza diaria de las lámparas, y
esto carecería de sentido si no se refiriera a individuos. Asi lo entiende, entre
otros, De Haan, quien señala que el candelero habla de la iglesia y que «los
siete brazos son los hombres y mujeres, jóvenes y chicos, unidos a Cristo
mediante la fe, y hechos uno en Él. Siete brazos, pero un candelero. El
candelero, entendemos, es una figura de la iglesia, de Cristo como la Cabeza
y de nosotros como los miembros, uno en Cristo, y uno con Cristo. Es
solamente en la comunión con el Señor que el creyente puede ser luz del
mundo.
1. El candelero debía alumbrar delante de Dios.
Leemos en Éx. 40:25:
«Y encendió las lámparas delante de Jehová, como Jehová había
mandado a Moisés.»
257
Lo mismo aparece en Éx. 27:21 y en Lv. 24:4.
El candelero arrojaba su luz en la presencia de Dios. Dado que iluminaba
toda la escena del Lugar Santo, se puede decir que esto era un símbolo de
que Dios podía mirar su perfección y belleza. Dios, que «es luz, y no hay
ninguna tiniebla en Él» (1 Jn. 1:5), podía encontrar agrado en la luz que
arrojaban las siete lámparas.
La aplicación de este símbolo es doble. Por un lado, hemos visto su
aplicación a la iglesia. Por otro, hay que recordar que también el creyente
debe vivir en la presencia de Dios. Nuestro único gran propósito debe ser
vivir con un sentimiento profundo de la compañía del Señor, guiados por su
mano poderosa, conducidos por su corazón misericordioso.
Es posible que estemos, sin embargo, buscando la aprobación de los
hombres y aun el aplauso de los hombres. Pero la vida delante de Dios es lo
que importa; se trata de la vida devocional, del uso que hacemos de nuestro
tiempo, sobre todo para buscar al Señor en su Palabra y en la oración.
El servicio, el trabajo en la obra, vienen después. Nuestro servicio será
inútil si no andamos en la luz «como Él está en luz» (1 Jn. 1:7). El orden para
nosotros es seguir el camino que seguían los sacerdotes en el Tabernáculo;
primero la cruz, es decir, la cruz como está simbolizada en el altar de bronce;
en segundo lugar, la enseñanza que surge del lavacro; luego, todo lo que
encontramos en el Lugar Santo. Es tarea del Espíritu Santo iluminar el
corazón del cristiano para que se regocije con lo que Cristo es para Dios, para
la iglesia y para el alma. Éste es el camino para una verdadera santificación,
y éste es el camino para iluminar a otros.
Sí, primero viene el altar de bronce, que prefigura a Cristo muriendo bajo
el santo juicio de Dios por el pecado del mundo, pagando el precio para
rescatar al hombre. El primer paso es la cruz, porque la cruz tiene que marcar
el fin de la vida vieja. Pero la cruz marca también el comienzo de la vida
nueva, la vida que viene de Dios.
El segundo paso está prefigurado en el lavacro. Allí aprendemos que hay
restauración para el creyente que ha caído. Hay restauración plena del alma
a la comunión con Dios. En el lavacro aprendemos que el sacerdote creyente

258
necesita la comunión con Dios también para luchar contra la carne. El lavacro
es un recordatorio de que, para seguir creciendo, hace falla la entrega a Dios
de todo aquello que pertenece a la vida vieja. Para seguir creciendo, la carne
tiene que ser mortificada.
El tercer paso es el candelero en el Lugar Santo. Allí vemos a Cristo en su
ministerio de luz. Prefigura a Cristo que saca nuestras vidas del pecado
porque las trae bajo el poder de su vida resucitada.
En el candelero vemos también a la iglesia, la iglesia que nace, como el
candelero, labrada a martillo, unida para siempre a su Señor, y hecha la obra
de sus manos. Vemos a la iglesia en dependencia de Cristo, rindiéndole su
devoción mediante un sometimiento pleno de regocijo a la autoridad de la
Palabra. En este tercer paso vemos al creyente sacerdote recibiendo la
bendición del Espíritu Santo en una de sus funciones más gloriosas, en la
función de iluminar nuestras almas, estableciendo su santuario en el cuerpo
físico del creyente, con una finalidad: la de revelar a Cristo.
2. El candelero debía iluminarse a sí mismo y a los demás objetos del
Lugar Santo.
Leemos en Núm. 8:2 y en Éx. 40:24:
«... las siete lámparas alumbrarán hacia adelante del candelero» (Núm.
8:2).
« Puso el candelero en el tabernáculo de reunión, enfrente de la mesa,
al lado sur de la cortina» (Éx. 40:24).
Las lámparas arrojaban su luz sobre el candelero, sobre la mesa y sobre el
altar de incienso. Aquí aparece la gloria de Cristo, porque vemos a Cristo la
luz del mundo, Cristo el Pan de Vida, Cristo el Sumo Sacerdote (o Sumo
Pontífice) Intercesor. En Él encontramos toda la luz, todo el alimento, todo
el sustento que nuestra alma necesita. Otra luz, otro alimento, u otro
intercesor, no aparecen en la Palabra de Dios. ¿Cuál es la reflexión? Ninguno
puede compartir la gloria de Cristo, como único Redentor, único alimento y
como único Intercesor de su pueblo.
«... a otro no daré mi gloria» (Is. 42:8).

259
Cristo es presentado en cada uno de los objetos del Lugar Santo, en el
candelero, en la mesa y en el altar de oro. Es tarea del Espíritu Santo revelar
esto al creyente, glorificando a Cristo.
La enseñanza es clara. Consiste en que cada creyente debe dirigir su
testimonio hacia Cristo, como hizo el Bautista:
«He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. l:29).

260
REFLEXIONES

1. El candelero presenta una figura del creyente, pero el creyente unido a


la iglesia y en unión con Cristo. Solamente así el sacerdote cristiano puede
dar a otros la luz del conocimiento de Dios.
Un detalle más debe ser observado, que permitirá apreciar la afirmación
anterior. Leemos en Éx. 27:20:
«Y mandarás a los hijos de Israel que te traigan aceite puro de olivas
machacadas, para el alumbrado, para hacer arder continuamente las
lámparas».
En el original de esta Escritura se habla de «la lámpara», en singular, así
lo traduce la BAS. Lo mismo se aprecia en Lv. 24:2.
¿Qué importancia tiene este detalle? La luz que arrojaba este objeto,
aunque procedía de siete lámparas, era una sola luz. Es una enseñanza que
indica la i estrecha asociación entre Cristo y su iglesia y que además subraya
que cada miembro de la iglesia, aunque distinto en sí mismo y brillando con
su propia luz, es uno con Cristo y arroja esta luz como parte del cuerpo de
Cristo.
2. El creyente como sacerdote tiene que iluminar a otros. Para eso, tiene
que permanecer unido al Señor, mediante una comunión viva con Él, y tiene
que aprender a depender del Espíritu Santo. Si queremos iluminar a otros,
ése es el camino. Sí, el candelero es una figura del creyente en dos actitudes
fundamentales: una, es la actitud de procurar una comunión viva con Cristo;
la otra, es la actitud de una dependencia continua del Espíritu Santo.
3. Debemos apreciar el pertenecer a una congregación, en la ciudad donde
el Señor nos haya puesto. La asamblea local es el ámbito natural de acción
para nuestro servicio y para el ejercicio de nuestros dones, de todos los dones
que el Señor ha dado a su amado pueblo. Constituye una de las glorias de la
iglesia que reconozca siempre, en medio de ella, presidiéndolo todo, a su
única Cabeza, al único Señor soberano de la iglesia, siempre presente en
medio de los suyos. Todo creyente debe participar de este reconocimiento.

261
4. Cada cristiano es un sacerdote. En el hombre nuevo que Dios ha creado
circula una nueva energía espiritual, que es el propio Espíritu de Dios. El
aceite es una figura de esto.
5. Hay una sola fuente de luz. Cristo mismo es la luz de la vida. Pero más
todavía. Él es la luz que dispensa la vida, que otorga la vida. Por tanto, el que
vive en Él y que participa de la vida de Él, él mismo viene a ser «luz en el
Señor» (Ef. 5:8).
6. En medio de tanta oscuridad, el creyente lleva la luz. Es luz, pero el
candelero le recuerda que no es luz separado de Cristo. El Señor es la luz en
cuanto a lo más importante; lo más importante, lo que más necesitamos, es
conocer algo acerca de la naturaleza espiritual del hombre, para entender cuál
es su relación con Dios. Cuando en una conversación se mencionan estas
cosas, se produce un gran silencio. A pesar de todos los esfuerzos y de los
descubrimientos de la ciencia, a pesar de todo el avance de la educación, las
grandes multitudes todavía permanecen en tinieblas. No conocen nada del
carácter de Dios, de una vida trascendente. No conocen nada de la eternidad,
del sentido de la vida, de la naturaleza espiritual del hombre ni de su relación
con Dios.
Estas cosas le resultan a nuestro mundo oscuridad total. Para este mundo,
así entenebrecido, Cristo es la única esperanza.
Pero ¿cómo podremos nosotros iluminar a este mundo oscurecido? Esto
conduce al punto siguiente.
7. ¿Qué hicieron los apóstoles? ¿Cuál fue la materia de su ministerio?
¿Qué vemos en el ministerio de Pablo?
El gran tema de su ministerio eran las glorias de Cristo. En Romanos, el
tema era la gloria de Cristo en la justificación por la fe; en Gálatas, la
liberación de la ley, mediante Cristo; en Efesios, nosotros en los cielos, en
Cristo; en Colosenses, las glorias del Señor resucitado. Así podríamos seguir.
Esto se suma a la gloria que despliegan los cuatro Evangelios cuando
presentan, en sus relatos, la sublimidad de aquel carácter, la suprema tarea
de revelar al Padre la grandeza de su sacrificio.

262
Vemos entonces que el candelero tiene una enseñanza en cuanto al
ministerio del creyente sacerdote.
Los escritos de Pablo, de Lucas, de Pedro, Santiago, Juan, Judas, son la
luz del Espíritu Santo glorificando a Cristo. Sin duda aquí estamos frente a
otro punto fundamental. Ésta tiene que ser su gran tarea, hermano, como
sacerdote: hacer que la gente vea a Cristo, como Él se revela en la Palabra.
Para esto, la vida de devoción personal es básica. Pero no hay devoción a
Cristo, si no hay devoción a la Palabra.
Recuerde que la luz no se lleva sin esfuerzo. Pablo habla del creyente como
un soldado (2 Ti. 2:3), como un labrador (v. 5) y como un atleta (v. 6). Al
soldado lo caracteriza la obediencia; al labrador, el trabajo; al atleta, la
disciplina. Obediencia, trabajo, disciplina. De estas palabras se escucha poco
hoy, pero Dios no las ha borrado de su libro.
Hoy, como ayer, se requiere que nuestra alma reciba un mensaje vital.
Algunos están preocupados porque la gente reciba un mensaje práctico; pero
no hay que olvidar que sólo lo vital es práctico.
Hoy, como ayer, se requiere que demos un mensaje vital. Pero si queremos
que nuestro mensaje sea vital, tiene que ser un mensaje doctrinal, escritural.
No nos dejemos engañar: lo único que llena el alma, lo único que llega al
alma, es la plenitud de Cristo, a través de la Biblia.
8. Sólo por la obra del Espíritu Santo no impedido cada uno puede entrar
en los propósitos de Dios, y puede descubrir el plan para su vida. Este plan
se concreta en sus oraciones, en su consagración a la Palabra, en el fruto, en
sus dones.
¿Queremos que nuestras oraciones sean inspiradas por el Espíritu Santo?
¿Queremos que en nuestro ministerio el fruto sea el del Espíritu Santo?
¿Queremos que los dones se desarrollen? El Espíritu es el que debe dar vigor
a todo lo que hacemos. La vida tiene que estar controlada por el Espíritu.
Pero recuerde la lección del lavacro: la carne tiene que estar sujeta,
mortificada.
A ninguno, en la iglesia primitiva, se le permitía servir si no estaba lleno
del Espíritu Santo. Ésta es la iglesia que conmovió al mundo.
263
9. Si uno es llamado a ministrar, recuerde que el gran tema de los apóstoles
eran las glorias de Cristo. Y esto coincide con la revelación profética.
«... el Espíritu de Cristo que estaba en ellos (los profetas)... anunciaba de
antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos» (1
Pe. 1:10-12).
Esto es lo que hay que predicar. ¿Cómo lo puede hacer uno tan limitado
como nosotros? Por la acción del Espíritu Santo.
La plena luz del candelero iluminaba toda la escena del Lugar Santo. Se
puede decir que la plena luz del Espíritu caerá sobre el ministerio de un siervo
de Dios cuando este ministerio exalte a Cristo. Este pensamiento debería
hacernos temblar, y debería hacernos regocijar.
Los creyentes llenos del Espíritu no se exhiben a sí mismos ni hablan de
sus éxitos. Exaltan la dignidad de Cristo. Todo creyente es un sacerdote.
Como tal, recuerde que debe ser materia esencial de su predicación y de su
enseñanza la gloria del carácter de Dios, la gloria de Cristo en todos sus
títulos, en todas sus funciones.
El Señor ha dicho en Jn. 16:14, refiriéndose al Espíritu Santo: «Él me
glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber».
10. Una de las tareas más gloriosas del Espíritu Santo consiste en tomar
las cosas de Cristo para mostrarlas a su pueblo. Esta tarea la cumple abriendo,
para cada uno, las Escrituras.
Para que uno como sacerdote pueda entender el sentido espiritual de las
Escrituras se requiere un acto de Dios; el Espíritu Santo, que inspiró el texto,
iluminará nuestro entendimiento para que entendamos su significado
espiritual. También para esto cada uno tiene que depender del Espíritu Santo,
que es el gran maestro de la iglesia.
La única manera de dar luz es que nosotros vivamos delante del Señor, y
así seamos un reflejo de su luz (2 Co. 3:18).
11. El camino del sacerdote cristiano está tipificado en el servicio del
sacerdote levítico.

264
Después de la conversión, hay un lavado diario; este lavado diario consiste
en la limpieza del pecado que nos mancha cada día. También esto es
fundamental en el sacerdocio: no hay otro camino para la bendición, ni para
el poder espiritual, que la potencia purificadora de la Palabra de Dios,
aplicada por el Espíritu Santo. Esto está simbolizado en el lavacro. Pero en
el candelero aprendemos que la plena luz del Espíritu de Dios es
fundamental, para dar testimonio o para predicar. Sólo la Palabra de Dios,
aplicada por el Espirita Santo, se abre camino hacia el alma de nuestros
oyentes.
Aarón y sus hijos tenían que encontrarse con Dios en el altar de sacrificio,
antes de que pudieran aproximarse al lavacro, y sólo siguiendo este camino
del altar y del lavacro podían entrar al Lugar Santo. Una vez allí, para
ministrar delante del Señor los sacerdotes caminaban a la luz del candelero.
Desde este lugar de comunión salían para servir a Dios ante el altar de
bronce y para servir al pueblo, como sus representantes.
Todo esto tiene una gran lección, que se aplica a nosotros como sacerdotes
del Nuevo Testamento. ¿Cuál es la lección? Que sin limpieza y sin la
presencia del Espíritu no podemos vivir, ni podemos ministrar, ni podemos
servir.
Ésta es una de las grandes lecciones del Tabernáculo. Los que trabajan
tienen que ser hombres de comunión con Dios y tienen que aprender a
depender del Espíritu Santo.
Siempre hay que preguntarnos si además de querer ser trabajadores
queremos ser hombres dependientes. Aquí encontramos cuál es el camino del
poder en el testimonio personal o en la predicación. El camino para el poder
es uno solo. No hay poder en el testimonio aparte de la comunión con el
Señor y de la dependencia del Espíritu de Dios.

265
CAPÍTULO XII
LA MESA CON LOS PANES
DE LA PROPOSICIÓN

(Éx. 25:23–30; LV. 24:5–9)

I – ESTA MESA Y ESTOS PANES REPRESENTAN A CRISTO


COMO EL PAN DE VIDA
La mesa estaba hecha de madera de acacia y revestida de oro. Sobre ella
se ponían doce panes hechos de flor de harina, y cubiertos de incienso limpio;
estaban allí por una semana.
Estos panes, pasado ese período, eran la comida de los sacerdotes, en un
lugar santo, porque eran «cosa muy santa para él» (Lv. 24:9). Esta comida se
celebraba mientras el incienso era quemado delante del Señor, en el altar de
oro.
No sabemos cuánto del precioso simbolismo de esta mesa y de estos panes
el propio sacerdote israelita podía comprender. Pero viviendo nosotros de
este lado de la cruz, nosotros sí podemos apreciar mejor que ellos su enorme
significado, guiados por la revelación plena de las Sagradas Escrituras.
Cristo es el pan del cielo porque aquella vida, aquel carácter son, antes que
nada, la satisfacción de Dios.
Los panes tenían que estar en la presencia de Dios, y esto de continuo. La
mesa estaba allí, presentando el pan santo delante de Dios.
Esta mesa representa a Cristo como el pan de vida, aquel pan que había de
venir para satisfacer el hambre espiritual del hombre. Pero antes de venir a
ser esto, esta mesa muestra otro aspecto. Muestra la satisfacción que el Padre
ha encontrado por siempre en su Hijo; la que encuentra hoy en su Hijo

266
glorificado en los cielos. No podemos medir en toda su extensión este hecho
insondable del amor del Padre hacia su Hijo, pero podemos compartirlo.
«Para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos» (Jn.
17:26).
Cristo, el pan de vida, estuvo expuesto, presentado por 33 años sobre la
tierra, y a la vista del cielo. El sería más tarde el asombro de los suyos. Los
ángeles quieren mirar sus padecimientos y sus glorias. Sería más tarde el
asombro de los suyos y la admiración de los ángeles, pero primero que nada
está la apreciación del Padre. Esta apreciación continuó en la vida encamada.
Aquella vida en la tierra fue tan gloriosa para el Padre como lo había sido
desde la eternidad.
Es posible ver aquí aquella parte de la obra de Cristo que tiene en cuenta
el carácter de Dios. «Estaba el corazón del Padre que merecía el amor y la
bendición de una raza que Dios había creado a su imagen. Cristo vino para
responder a esos requerimientos divinos», en nombre de la raza.
Es cierto que también vino para proveer al hombre con multitud de
bendiciones, pero los requerimientos de Dios estaban primero. En primer
lugar, la obra de Cristo constituye una ofrenda a Dios; en segundo lugar es
la provisión para la necesidad espiritual de su pueblo.
Es fundamental tener presente que el Tabernáculo fue provisto por Dios
para Israel durante el viaje por el desierto, y esto se pudo ver principalmente
en la mesa de los panes, que simbolizan el alimento espiritual. Los panes no
eran una comida para Dios, sino un símbolo del pan espiritual de Israel.
Estaban presentados continuamente en su presencia, como símbolo del
agrado que el Padre encuentra siempre en el Hijo. Porque simbolizan el
alimento, señalan hacia Cristo.
Este pan, llamado también «pan de la presencia», aparecía siempre delante
de Dios (Ex. 25:30). En Núm. 4:7 se le llama el «pan continuo». Estos
nombres hacen referencia al lugar que ocupaban en el santuario. Por así decir,
se le presentaba a Dios, continuamente, el pan santo. El ojo santo de Dios
siempre lo miraba, participando de él con satisfacción. Estaba siempre en la
presencia del Señor, delante de su faz.

267
Ahora bien. El significado espiritual de esta mesa aparece en el capítulo 6
del Evangelio según Juan. Dada la extensión y la importancia suprema de los
temas cubiertos por el discurso del Señor, tratamos ese capítulo en el
Apéndice E, que figura al final de este capítulo.
II - LAS LECCIONES DE ESTA MESA
1. El oro sugiere la idea de la gloria eterna de Cristo.
La mesa del Lugar Santo era hecha de madera, y cubierta con oro. El oro
es figurativo. El concepto de aquel pan «que descendió del cielo» nos hace
pensar en la deidad de nuestro Señor. Esto es lo que el oro prefiguraba.
En Jn. 6:51-53 el Señor dice:
«Yo soy el pan vivo que descendió del ciclo; si alguno comiere de este pan,
vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la
vida del mundo».
«Entonces los judíos contendían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos
a comer su carne? Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la
carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros».
¿Qué significa «comer la carne y beber la sangre de Cristo»? Este aspecto
también lo consideramos en el mencionado Apéndice E.
Evidentemente allí el Señor está hablando de su muerte. Pero su muerte
presupone su encarnación. Él tenía que venir a hacerse hombre para que
pudiera morir.
La madera de acacia, según traduce la Septuaginta, era incorruptible y esto
es una figura de su humanidad sin mancha. Pero el oro es una figura de su
deidad y de su eterna gloria. Así vemos en esta mesa los dos aspectos de la
verdad de la deidad del Señor y de su humanidad, aspectos que aparecen
ligados en el capítulo 6 de Juan, donde Él se presenta como el Pan de Vida.
El pensamiento es notable. El Señor vino como Pan del ciclo; descendió
del lugar de su morada, se hizo hombre, aunque sin pecado, y descendió al
más bajo nivel que se pueda imaginar, cuando «fue hecho pecado por
nosotros».

268
2. Los sacerdotes.
Los sacerdotes del Antiguo Testamento son figura del creyente sacerdote
del Nuevo Testamento. Todo creyente en Jesucristo es sacerdote, para
ofrecer sacrificios espirituales.
Cuando una persona ha venido a Cristo para ser salvo ¿qué ha hecho Dios?
Dios lo ha recibido. Le ha dado vida eterna; lo ha bautizado en el Espíritu, lo
ha incorporado a la iglesia universal. Dios ha hecho otra cosa más. Lo ha
unido con Cristo. Ésta es una de las grandes doctrinas del Nuevo Testamento.
3. La unidad del pueblo de Dios.
Había doce de estos panes, lo que es sin duda una referencia a las tribus
de Israel. Era el número que se refiere a la unidad nacional, combinada con
el pensamiento del gobierno divino. Eran así un símbolo de la unidad del
pueblo de Dios.
El número recuerda a las doce piedras en el pecho del Sumo Sacerdote, en
una referencia especial a la nación de Israel. ¿Cuál es la enseñanza? Que cada
tribu estaba en un mismo plano de aceptación delante de Dios. Los panes
eran un memorial perpetuo de la aceptación. Así ocurre con la iglesia. Si
miramos a nuestra posición delante de Dios, vemos que todos hemos sido
aceptados no por lo que somos en nosotros mismos sino en Cristo; todos
estamos igualados en bendición y en gracia. Pablo no tiene un Cristo
Salvador más grande que el que tiene el ladrón de la cruz. Todos hemos sido
hechos aceptos «en el Amado» (Ef. 1:6).
La carta a los Hebreos, que desarrolla magistralmente la función sacerdotal
de Cristo, enseña que más allá del velo «... Jesús entró por nosotros, hecho
Sumo sacerdote para siempre...» (He. 6:20). Éste es quizá el aspecto que más
se destaca en la mesa con los panes. En el altar de bronce vemos representado
a Cristo en pureza de su vida y en su camino aquí abajo; en cambio, en los
panes vemos a la misma gloriosa Persona, pero presente delante de Dios, en
los lugares celestiales, por nosotros.
El débil lo mismo que el fuerte; el que es poco fiel lo mismo que el que le
sigue de cerca, todos estamos en un mismo nivel de plena aceptación. En ese

269
estado exaltado, el Señor no está solo, porque Él entró como representante
de su pueblo.
A ese nivel de aceptación Él ha elevado a su pueblo comprado con su
sangre.
Debemos alabar a Dios por su sabiduría infinita en este punto. Él ha obrado
de modo que haya en el terreno espiritual dos grandes elementos igualadores,
es decir, dos elementos que colocan a todos los hombres en un plano de
igualdad.
El primer elemento igualador de los hombres aparece en la declaración
que hace Pablo en Ro. 3:9:
«... ya hemos acusado a judíos y a gentiles que todos están bajo pecado».
Y en Ro. 11:32 declara también:
«... Dios sujetó a todos en desobediencia...»
El Señor colocó a todos en un mismo plano; todos en desobediencia, todos
bajo pecado.
Pero el segundo elemento igualador aparece enseguida:
«sujetó a todos en desobediencia para tener misericordia de todos» (Ro.
11:32).
Todos igualados en la ruina; todos igualados en la misericordia. ¿Cuál es
la reflexión aquí? No cabe lugar para la gloria humana. Ningún santo ocupa
un mejor lugar que otro en la presencia de Dios. Ninguno es acepto por lo
que es, ni por lo que hace. Ninguno, sin excepción. Aquellos que pertenecen
al Señor se encuentran delante de Dios según el valor de Cristo mismo y de
su obra terminada. A esta posición de aceptación en Cristo no es posible
agregarle nada. El creyente está completo en Él.
La unidad del pueblo de Dios es importante para Él. El creyente es
exhortado en Ef. 4:3 a guardarla unidad que Dios ha creado. Los que dividen
a la iglesia no saben lo que hacen. La comisa de oro alrededor de la mesa
protegía a los panes, para que no se desparramasen, y los doce panes sobre
ella sugieren la plenitud en la cual el pueblo amado de Dios es presentado

270
delante de Él en Cristo; sugieren además que ese pueblo es mantenido delante
de Dios por el hecho de que Cristo está ahora coronado de gloria, pero como
representante de aquellos que Él ha redimido. Éste es el sacerdote. Uno que
está en los cielos, por medio de su representante.
Hay que destacar que cuando el pueblo de Israel se dividió en dos partes,
igualmente tenían que colocar doce panes. La reflexión importante es que
para Dios seguía habiendo un solo pueblo. Esto es una figura de la realidad
actual, cuando para Dios hay un solo rebaño y un solo Pastor, Jesucristo.
4. La mesa con los panes era el lugar de la comunión.
En cuanto a las dimensiones de la mesa, hay que señalar que su altura era
de un codo y medio (aproximadamente 75 cm.); era de la misma altura que
tenía el arca, en el Lugar Santísimo. El símbolo es claro; esto sugiere que el
pan de la comunión está al mismo nivel que el propiciatorio. La base de la
comunión se encuentra en la obra de la cruz, en la propiciación; la mesa de
los panes era tan alta como lo era el arca.
Encima de la mesa estaban los panes. La base de nuestra comunión es la
sangre sobre el propiciatorio, pero la sustancia de la comunión es el pan sobre
la mesa, es Cristo mismo.
Ya hemos visto, cuando tratamos el altar de bronce, que el propiciatorio
se encontraba a la misma altura del suelo que el enrejado de bronce, dentro
del altar.
Ahora vemos que también la mesa del Lugar Santo se encontraba a la
misma altura.
¿Cuál es la reflexión? El altar era el altar de los sacrificios. El propiciatorio
era el símbolo del trono de Dios. La reflexión es que el sacrificio de Cristo
ha dado satisfacción a todas las demandas del trono de Dios. En la cruz, Dios
ha sido satisfecho. Los querubines miraban al propiciatorio. Veían cómo la
sangre cubre al pecador que ha quebrantado la ley. Dios ha sido glorificado
porque, al salvar al culpable, la ley ha sido honrada y no abrogada.

271
Pero ahora se agrega que la persona de Cristo que se ha sacrificado en el
Calvario, y que constituye la satisfacción del Padre, esa misma persona
constituye el alimento espiritual del creyente.
Podemos, pues, señalar:
a) En el altar de bronce vemos en figura la presentación del sacrificio de
Cristo.
b) En el propiciatorio vemos en figura la aceptación del sacrificio de
Cristo.
c) En la mesa vemos en figura el resultado del sacrificio de Cristo.
La mesa con los panes del Lugar Santo era el lugar de la comunión. Los
hijos de Aarón se encontraban alrededor de la mesa, cada día. Es fundamental
que Aarón estaba presente. La mesa señala así a Cristo, Cristo como el centro
y la base de la comunión.
Juan 6 no nos deja ninguna duda. Estos panes son una figura de la persona
viviente de Cristo, el pan de vida, «el verdadero pan del cielo» (Jn. 6:32).
a) Este pan era hecho sin levadura.
La levadura es en la Escritura una figura del pecado. Así este pan sin
levadura es un tipo de Cristo en quien no se encuentra maldad alguna. Por
tanto, el pan es una figura de la humanidad sin mancha de Cristo.
b) Los panes estaban por siete días en la presencia de Dios.
Se les llama también «los panes de la presencia». Por decirlo así, se le
presentaba a Dios, continuamente, el pan santo.
Esto es una figura de la satisfacción que Dios el Padre ha encontrado por
siempre en su amado Hijo; la que encuentra hoy en su Hijo glorificado en los
cielos.
La complacencia que el Padre siente por el Hijo tiene raíces profundas.
Viene de la eternidad. El Padre abrió los cielos para que su voz fuese oída:
«Éste es mi Hijo, el amado, en quien tengo complacencia.»
5. La mesa con los doce panes.

272
Esta mesa sugiere el pensamiento del agrado del corazón de Dios. Señala
a aquel que ha sido dado por el Padre para que viniera a ser el pan del cielo,
y que descendió a la tierra. Y señala así mismo a Aquel que Dios provee para
el alimento de los suyos. Dios provee para que los creyentes participen de
aquel ser que ha sido la satisfacción de Él.
Al comer el pan que había estado en la presencia de Dios los sacerdotes
tenían su parte en la propia satisfacción que Dios había tenido en el pan. Esto
es una figura del regocijo que encuentran en Cristo aquellos que le
pertenecen.
El pan representa a la misma gloriosa persona de Cristo, que está presente
hoy, delante del Padre, en los lugares celestiales, por nosotros.
6. Los sacerdotes comían el pan puestos de pie y en comunión con
Aarón.
El pan renovado recordaba a los israelitas que dependían de Dios para su
alimento.
El pan sobre la mesa con el incienso era todo el alimento de los sacerdotes.
El pan era reemplazado cada 7 días; esto simboliza nuestra necesidad de
venir cada día a la Palabra divina para recibir alimento fresco.
Una vez por semana los sacerdotes se alimentaban del pan; había un
alimento continuo; sobre el pan se ponía incienso puro. El alimento que
sustenta al creyente es la Palabra de Dios, la Palabra Viviente y la Palabra
Escrita. Ésta es una gran lección de la mesa. La Biblia y el propio Señor
representados por el pan y la intercesión de Cristo, representada por el
incienso.
III - LA LECCIÓN DE ESTA MESA PARA EL CREYENTE
SACERDOTE
1. La escena subraya que la casa de Dios es un lugar para el alimento.
A este cuadro se agregaba la comida. Hay que notar que los sacerdotes
comían este pan puestos de pie, porque no había asientos en el Tabernáculo.
La casa de Dios no es el lugar para el entretenimiento sino un lugar de trabajo
y de servicio. Pero la casa de Dios tiene que ser, en primer lugar, un lugar

273
para el alimento. Los sacerdotes tenían que servir al pueblo, pero primero se
alimentaban.
La escena es grande. Los sacerdotes alimentándose. Los sacerdotes en
comunión con el Sumo Sacerdote.
2. Todo creyente sacerdote tiene el privilegio del alimento.
El pan era comido solamente por los sacerdotes. Éstos tipifican al
verdadero creyente de hoy, porque todos los cristianos pueden alimentarse
de Cristo. La Palabra de Dios, absorbida por el alma cada día, nos conduce a
la presencia de Dios. El maná era un milagro, cada día. Este milagro se repite
en nosotros, si deseamos tomarlo de la Palabra.
3. El creyente es un sacerdote para alimentar a otros.
El creyente sólo puede dar en la medida en que recibe. El principal objetivo
de nuestro ministerio debe ser presentar a Cristo para la gloria de Dios y para
la iluminación espiritual de los hombres.
Cuando predicamos, cuando enseñamos, o cuando damos testimonio
personal, nuestra preocupación debe ser que nuestros oyentes tengan un
contacto directo con la Palabra de Dios. ¡Cuánto perdemos del valioso
tiempo de nuestros oyentes! Lo más valioso es que ellos aprendan a escuchar
a Dios. Lo más valioso es que ellos sean «enseñados por Dios». Una sola
verdad de la Biblia es suficiente para iluminar a un alma.
IV - ¿CÓMO ES QUE CRISTO VIENE A SER PAN DE VIDA?
Aquí nos hacemos dos preguntas fundamentales: ¿Qué quiere decir que
Cristo es el pan de vida? ¿Qué quiere decir «alimentar el alma»?
1. Cristo es el pan de vida cuando el pecador viene por primera vez a Él
para recibir salvación. El alma que viene a Cristo por la fe recibe vida eterna.
Esta vida está en el Hijo de Dios. Es inútil buscar esta vida en otro lado o en
otra persona.
Esa vida que el nuevo creyente recibe es la propia vida de Cristo. Recibe
el perdón del pecado, la adopción como hijo, la paz con Dios; recibe el acceso
al trono de gracia, y es hecho destinatario del amor de Dios.

274
Esto es comida y bebida para nuestras almas; se trata de Cristo impartido
al alma. Cristo impartido, y no un sacramento impartido. ¿Por qué esto es
alimento para el alma? Porque el alma humana necesita paz, necesita perdón,
necesita amor. Cristo es para el alma lo que el pan es para el cuerpo. Él nos
brinda paz, perdón, amor.
2. ¿Y cómo es que seguimos alimentándonos? En el ministerio de la
Palabra, en la obediencia a la Palabra, en seguirle a Él en el camino, en la
oración, en la comunión con los suyos, en la meditación, en la lectura de
buenos libros, que nos ayudan a entender el texto bíblico.
¿De qué otra manera seguimos alimentándonos? ¿Qué otras cosas son
comida y bebida para nuestras almas? Está el ministerio del Espíritu Santo,
tan vasto que no lo podemos resumir. Está su ministerio de consolación, de
enseñanza, para revelamos más y más a Cristo, para fortalecemos.
Está la paz para nuestras almas, aun en medio de la adversidad. Está el
amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Ro.
5:5).
3. El alimento es, básicamente, la enseñanza de la Palabra. En la primera
etapa de la vida espiritual este alimento es llamado «la leche».
Posteriormente, el alimento es otro llamado «vianda firme», alimento sólido,
es decir, la enseñanza de las cosas profundas de Dios.
Notemos que todo esto es alimento para nuestras almas porque la Palabra
de Dios le asegura al creyente que todas estas riquezas «están escondidas en
Cristo» (Col. 2:3). Todo esto no tiene relación ni con ceremonias ni con
sacramentos, sino con Cristo, pan de vida. El alimento consiste básicamente
en ir entendiendo, en un sentido cada vez más profundo, cuál es la identidad
divina de su persona y la naturaleza redentora de su obra. Esto es lo esencial.
4. Sigamos pensando en el alimento espiritual. ¿Cómo podemos hacer
frente al hambre espiritual? Esta mesa trae la respuesta. Es la palabra la que
regenera y trae paz (Fi. 4:6-7); ella trae iluminaciones al alma cuando el
Espíritu nos permite ver la riqueza de la Palabra escrita; ella trae visiones de
verdad, de consolación, de quebrantamiento, revelaciones de la naturaleza de
Dios; y éstos son grandes canales por los cuales la gracia enriquece nuestros

275
espíritus. Éste también es el sacerdote que hay en cada creyente. Dios tiene
para cada uno grandes canales, en la Palabra, por los cuales la gracia
enriquece su espíritu, y así el creyente se alimenta.
Esta comunión no significa tener los pies fuera de la realidad, ni gozar de
una tranquilidad imperturbable. Significa, sí, dirigirse corriendo al Señor
Jesucristo ante cada caída; consultarle ante cada paso en la vida, apelar a su
auxilio misericordioso ante cada crisis, derramar el corazón delante de Él
ante cada aflicción, hacer todo como ante su vista, aprendiendo a depender
de Él, y mirándolo a Él. Éste es el contacto estrecho con Él, que la Biblia
llama la comunión. Para esto todo creyente es un sacerdote.
5. El creyente sacerdote debe advertir que el alimento está vinculado con
la comunión. La comunión con Cristo no existe aparte de la comunión con la
Palabra.
La Palabra de Dios no admite sustitutos. Los catecismos, las historias
sagradas, son malos sustitutos de la Biblia.
La lección es definitiva. Nosotros somos sacerdotes del Nuevo
Testamento, ministramos al Señor. El pan expresa gráficamente que la
satisfacción y la provisión para las necesidades más profundas del alma es
Cristo mismo. Esto es lo que el Evangelio proporciona.
La Palabra nos ha ministrado a Cristo y lo hemos recibido a Él (Jn. 1:12)
para ser salvos. Ahora, como sacerdotes debemos «ministrar» a Cristo.
Somos sacerdotes también para eso, para ministrar al Señor.
Pero ¿qué es el «ministerio de la Palabra»? Ministerio significa «servicio».
Ciertamente, está el concepto de que la Palabra presta un servicio. Cumple
las funciones para las cuales Dios la ha dado.
La Escritura habla de «ministrar» la Palabra. ¿No está implícito en esto
que nosotros debemos «servir a la Palabra»? Ciertamente, somos llamados a
someternos a la Palabra, y no a servirnos de ella. Pero antes de que podamos
hablar de un ministerio a través de nosotros, tiene que haber primero un
ministerio de la Palabra a nosotros.

276
Cabe otra idea. ¿No está esto enseñando que lo que debemos suministrar,
lo que debemos ofrecer como alimento es la Palabra de Dios, y solamente
esa Palabra? Lo que debemos ofrecer, lo que debemos dar, lo que debemos
ministrar, es la Palabra.
Éste es el propósito de Dios. La misión de un predicador surge de este
propósito de Dios.
Sí, si queremos que nuestro ministerio sea «didáctico», que sea un
ministerio que enseñe, dependemos de la Palabra. Es ella, la Palabra de Dios
y no la nuestra, la que hace la obra en los corazones.
6. Nos alimentamos mediante la comunión. La comunión tiene dos
aspectos.
En primer lugar, es una comunión con Cristo. El creyente ha sido unido a
Cristo. Es una rama, unida al tronco. Es una oveja que sigue al Pastor. Pero
en segundo lugar, se trata de la comunión con los hermanos, con un
propósito, el de adorar a Dios.
Cada hijo de Aarón se juntaba con sus hermanos en el Lugar Santo, que
bien puede representar a las asambleas de creyentes. Aquí está claramente la
idea de la identificación del creyente con el pueblo de Dios. El creyente no
puede moverse en forma independiente del cuerpo de Cristo. Esta mesa en el
Lugar Santo habla de ambas comuniones. Habla de la comunión de cada
creyente con Aquel que es el pan vivo. Y habla también de la comunión entre
nosotros, que es posible porque cada uno tiene comunión con Cristo.
La comunión es con la Palabra viviente, que es Cristo.
La Persona que ha ocupado la cruz es la misma Persona que ha sido
glorificada en la presencia de Dios. Ésta es la Persona que ahora constituye
el alimento espiritual del creyente. Y es la Persona que constituye el centro
de la comunión entre todos los hijos de Dios.
Más aún, la base de la comunión para los sacerdotes era la mesa de los
panes. Alrededor de ella se encontraban diariamente; así, la mesa señalaba al
Señor Jesucristo, nuestro Salvador. El pan era la persona viviente, como está
revelado en la Palabra escrita. La comunión con la Palabra viviente, la

277
comunión con Cristo, no existe aparte de una comunión con la Palabra
escrita.
7. Destaquemos otra vez el orden en cuanto a la mesa. Ella tiene en primer
lugar un lado hacia Dios, y luego hacia el hombre. Una vez que el pan había
permanecido presentado a Dios, la mesa venía a ser el lugar donde el
sacerdote se alimentaba Aquí tenemos el cuadro completo de esta mesa, con
los panes en la presencia de Dios. Ella representa todo lo que Cristo es para
Dios. Representa al Señor resucitado, Cristo glorificado en los cielos,
apareciendo ahora en la presencia de Dios.
Los panes simbolizan el hecho de que, sobre la base del sacrificio
expiatorio de la cruz, los creyentes son aceptados por Dios y son nutridos por
Él en la persona de Cristo.
El pan era comido solamente por los sacerdotes. Éstos tipifican al
verdadero creyente de hoy, porque todos los cristianos, y solamente ellos,
pueden alimentarse de Cristo; los otros no lo entienden, no lo desean.
El creyente debe vivir para alimentar a otros. Pero sólo puede dar en la
medida en que recibe. El principal objetivo de nuestro ministerio debe ser
presentar a Cristo para la gloria de Dios, y para la iluminación espiritual de
los hombres.
Pero miremos más sobre el orden. Cada sábado un nuevo pan era
presentado a Dios; y cada sábado el pan viejo el sacerdote lo recibía de Dios;
era el pan de Dios para su alimento.
¿No es esto una figura de que el sacerdote creyente del Nuevo Testamento
es llamado a participar de la satisfacción y del regocijo que Dios tiene en su
Amado Hijo? Ésta es también la manera de alimentarse de Él. Todo lo
recibimos de Dios. Éste es nuestro alimento, Cristo mismo.
Lo que recibimos, Cristo el Señor, es lo que presentamos a Dios. Ésta es
nuestra adoración. No podemos presentar a Dios nada que le satisfaga tanto
como le satisface la persona y el nombre de su Hijo. Al propio tiempo, Dios
nos presenta a su Hijo como el pan que es alimento para el alma. Esto también
es el mensaje de esta mesa. Para que capte este mensaje, Dios ha hecho de
cada creyente un sacerdote.
278
APÉNDICE E
CRISTO EL PAN DE VIDA

Tratamos ahora el gran discurso del Señor en Juan 6 sobre el pan de vida.
Todo parte de la mención del maná. El discurso comienza con un reproche y
con una provisión.
En Jn. 6:26-27 hay un claro reproche:
«... me buscáis... porque comisteis el pan...»
«Trabajad no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna
permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a éste es a quien el
Padre, Dios, ha marcado con su sello» (BAS).
Y en el v. 33 hay una gran provisión:
«Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo.»
Hay un exegeta que traduce así:
«El pan de Dios es el revelador, que viene del cielo, y da la vida al mundo».
Los judíos responden:
«... danos siempre este pan» (6:34).
Pero todavía están pensando en el pan material.
Entonces, cuando oyen que Él se ofrece como alimento, los judíos suscitan
el tema del maná y piden una señal. ¿Por qué la piden? Probablemente porque
había una tradición entre los rabinos que decía que el Mesías, cuando viniera,
repetiría el milagro del maná.
El Señor, que ha venido al mundo para ser testigo de la verdad, responde
aclarando dos aspectos:
a) Que en realidad Dios y no Moisés es el dador del maná.
b) Que el maná no era verdadero alimento espiritual, pero que el Padre
Dios ahora da el que sí es el verdadero pan del ciclo.

279
El Señor les habla de otra manera, para hacer más claro su pensamiento, y
les hace la declaración fundamental del v. 35:
«Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre...»
Hay pues, desde el comienzo, la idea de alimento espiritual. Hay un deseo,
y un deseo ardiente en Dios, de que todo hombre reciba este alimento
espiritual.
En lo que sigue tratamos en detalle casi todo el pasaje, procurando seguir
el discurso del Señor.
I - EL ALIMENTO PARA EL ALMA ES UNA PERSONA DIVINA
Cristo no sólo se presenta como el dador del pan, sino que se identifica Él
mismo como el pan. Hay alimento para el alma. El alimento es una persona
divina, que es el señalado por el Padre (6:27).
En seguida el Señor declara (6:29) que para participar de ese pan de vida
ellos tienen que venir a Él, tienen que creer en Él. Este hecho de
encomendarse uno a Cristo, este apropiarse de Él mediante la fe, es el secreto
de la vida eterna y de un perpetuo fortalecimiento del alma. Este tema aparece
a través de todo el capítulo 6 de Juan.
Que haya alimento para el alma es una prueba de la misericordia divina.
Es además una prueba del carácter singular de la Biblia, que es la que anuncia
que tal cosa existe. Y es asimismo una señal del origen divino del hombre.
De todos los seres creados, el único que puede tener un alimento no material
es el hombre.
En Jn. 6:32 leemos:
«... mi Padre os da el verdadero pan del cielo.»
Y en Jn. 6:38:
«... he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del
que me envió.»
Se destacan varias ideas:

280
1. La primera es que se enfatiza la idea de procedencia: «He descendido
del cielo». Se subraya así la divinidad de Cristo; siempre es fundamental
dejar en claro la naturaleza gloriosa del Hijo de Dios.
2. La segunda es la idea de llenar un vacío espiritual, porque se habla de
«pan del cielo» (v. 32). El Señor se ha valido de la idea del maná, que era un
alimento material, para elevar la conversación al plano espiritual.
3. Hay una tercera idea, que está implícita, y es la idea del sacrificio del
Hijo de Dios. El descenso no se mide por kilómetros, se mide por su entrega
sin límite. «He descendido... para hacer la voluntad del que me envió.» Es la
idea de dejar el cielo para venir a ofrecer su vida en la cruz.
II - CRISTO, LA OFRENDA DEL PADRE
Leemos en el v. 32:
«... mi Padre es el que os da el verdadero pan».
Aquí aprendemos que la Persona divina, que es el alimento del alma, es al
mismo tiempo la ofrenda del Padre.
Aquí hay también dos ideas fundamentales:
1. La primera es que el Padre no solamente envía al Hijo; Dios da a su
Hijo. Ésta es una de las ideas más luminosas de la Biblia. Dios ha dado a su
Hijo. Cuando Dios hace algo, lo hace de manera infinitamente gloriosa.
Cuando leemos en Jn. 3:16 «...que ha dado a su Hijo unigénito...».
Literalmente el original dice «...que a su Hijo, el Unigénito, dio». La
expresión es vigorosa, porque subraya la grandeza de lo que Dios ha dado.
La misma noción aparece en Is. 9:6: «... un niño nos es nacido, Hijo nos es
dado». El niño nace, pero el Hijo no nace, porque preexiste. El Hijo es dado.
Dios amó tan profundamente al mundo que lo amó hasta el sacrificio. Porque
amó, dio al Hijo.
2. La segunda idea es que lo ha dado como ofrenda por el pecado. Cuando
Cristo dice que el Padre «da» al Hijo, lo que está diciendo es que no lo envía
para exhibirlo, lo envía para entregarlo a la muerte. Lo entrega por nosotros.
Éste es sin duda el lenguaje sacrificial. Esta persona gloriosa, la Segunda
Persona de la Santa Trinidad es, por encima de todo, la ofrenda de Dios al

281
mundo. Por eso, cuando viene a la tierra nace en Belén, porque Belén
significa «la casa del pan».
III - HAY UNA SOLA MANERA DE ALIMENTARSE; CONSISTE EN
«VENIR» A CRISTO (Jn. 6:35-37)
Aquí nos preguntamos: ¿Qué significa «venir a Cristo»? El Señor lo
enseña. Lo revela a través de una asociación importante (v. 35); revela que
el venir a Él, y el creer en Él, son sinónimos, espiritualmente hablando,
porque producen el mismo resultado:
«el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed
jamás».
Hay en ambas expresiones la idea clara de una satisfacción espiritual, en
la figura del hambre satisfecha y la sed saciada. No queda duda alguna.
«Venir» a Él significa creer en Él, porque ambas cosas producen el mismo
resultado. El hecho de «venir» a Cristo es el hecho de confiaren Él. Éste es
el medio, el único, para que el alma encuentre perdón y paz.
Vemos por las palabras del Señor que hay dos aspectos que destacar:
1. Primero hay una invitación a venir (v. 37). La invitación al principio es
general: «Todo lo que el Padre me da...» Pero enseguida aparece la
preocupación de Cristo por cada creyente, individualmente. «Y al que a mí
viene, no le echo fuera». Éste es un punto de gran interés. Ninguno quedará
perdido entre la multitud.
2. En segundo lugar, Cristo hace una revelación sorprendente y
consoladora. El Señor afirma que ninguno será rechazado. ¿Por qué? Porque
los creyentes constituyen un don de Dios el Padre a su Hijo Jesucristo. Sí,
hay aquí dos I pensamientos notables; uno es el hecho de que todo creyente
ha sido dado por el Padre al Hijo. Ha sido objeto, y es objeto hoy, de un
cuidado especial por parte de Dios. Ha sido dado por el Padre al Hijo. Cristo
le ha recibido así, como un don de su Padre a Él mismo. «Todo lo que el
Padre me da, vendrá a mí» (v. 37).
El otro pensamiento notable es «y al que a mí viene, no le echo fuera».

282
Esto echa por tierra la supuesta necesidad de otros intercesores para llegar
a Cristo. No hace falta que otro interceda porque Cristo está dispuesto a
recibir al pecador. Y si el hombre viene, jamás será rechazado. La gloria de
Cristo como Salvador brilla en estas glandes palabras. «Venir» a Cristo, ser
«recibido» por El, constituyen sin duda grandes conceptos del evangelio de
gracia.
La consecuencia de esto es enorme. En primer lugar, queda enfatizado
cuánto aprecia Dios al alma humana En segundo lugar, se destaca que cada
creyente es un don del Padre al Hijo. En tercer lugar, queda claro que el
pecador tiene que dirigirse directamente a Cristo, ponqué Él lo invita a venir,
sin intermediario alguno.
IV - LA ARMONÍA QUE REINA EN LA DEIDAD
Tres veces en este discurso el Señor menciónala voluntad del Padre y tres
veces habla del que le envió, en los vv. 38 al 40.
a) Ya hemos visto que en el v. 38 está presente no solamente la idea de
procedencia, sino también la idea de sacrificio.
Hemos visto que Él es la ofrenda del Padre al mundo (v. 32). Se trata de
una ofrenda porque se trata del sacrificio del Hijo.
Pero ahora vemos además que, en la obra de salvación, el Padre y el Hijo
son uno. El Padre aparece dando al Hijo, que es el objeto supremo de su
amor. El Hijo aparece en su devoción plena a esa voluntad del Padre. «...He
descendido del ciclo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió».
b) En el v. 39 Cristo revela que Él recibe y guarda a aquellos que vienen a
Él, también aquí con relación a la voluntad del Padre, porque la decisión de
su corazón es hacer esa voluntad, recibiendo y guardando a los que el Padre
le ha dado.
Notemos que este hecho de guardar abarca la vida del creyente y abarca
también la resurrección, «en el día postrero». La salvación no es una cuestión
efímera. Es definitiva y final. Cristo, que es el que salva, es el que sustenta
la vida del creyente hasta el día final, hasta el día postrero.

283
Dios ha expresado su amor y su voluntad, Ha querido que disfrutemos
desde ahora la posesión de la vida eterna y la esperanza cierta de la
resurrección.
Es que cuando se refiere a la salvación, la Biblia no escatima palabras para
que tengamos seguridad y para que seamos consolados. La salvación aparece
en las Escrituras, como Hendriksen ha destacado, como un llamamiento que
no se puede revocar (Ro. 11:29), como una herencia que no se puede
contaminar (Ef. 1:14), como un fundamento que no se puede mover (Ef.
2:20), como un sello que no se puede quebrar (Ef. 1:13), como una vida que
no se puede perder (Jn. 5:24).
Citamos otra vez las palabras del Señor:
«Y esta es la voluntad del Padre, que me envió: que de todo lo que me diere,
no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero» (Jn. 6:39).
Cuando se trata de la seguridad que tiene el creyente, está en juego el
propósito de Dios y está en juego la gloria de Cristo como Salvador. «Esta
es la voluntad del Padre»; este el propósito del Padre. «Que no pierda yo
nada»; esta es la gloria de Cristo.
c) En el v.40 aparece otra vez la voluntad de Dios.
«Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo,
y cree en Él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.»
En 6:40 la voluntad de Dios incluye aquí otra idea sublime; es la idea de
«ver al Hijo». Es la noción de que la contemplación del Hijo y el creer en Él
traen vida eterna Vemos también que son sinónimos el acto de ver y el de
creer, estos actos van juntos. F. y B. traducen: «Y esta es la voluntad del que
me ha enviado: Que todo aquel que viendo al Hijo cree, tenga vida eterna».
No son dos etapas. Se trata de una sola mirada a la cruz.
Los hombres pueden llegar a la fe solamente si contemplan a Cristo en la
predicación. Contemplar significa una visión que da una captación del
significado de una cosa y es, por tanto, aquella visión de Cristo que precede
a la fe. «Ver» es aguí sinónimo de creer, ver pues con los ojos de la fe.

284
Este es un punto definitivo para la predicación, porque para venir a Cristo
el alma tiene que contemplarle.
Todo en este discurso es enriquecedor. El Señor derrama sus palabras de
gracia, plenas de significado. En este corto pasaje de 3 versículos vemos:
a) La devoción de Cristo al Padre (v. 38).
b) El propósito de Dios (v. 39).
c) La gloria de Cristo (v. 39).
d) La bendición eterna del que ve al Hijo y cree en Él (v. 40).
Éste pasaje de Jn. 6:38-40 muestra que la voluntad del Padre está asociada
con el Hijo en tres sentidos: a) Está asociada con la devoción del Hijo en la
cruz (v. 38); b) está asociada con la gloria del Hijo como Salvador (v. 39); y
c) está asociada con la exaltación del Hijo en la predicación (v. 40).
Así deberían ser nuestras reuniones de predicación: una oportunidad única
para la contemplación de la cruz y por tanto para la adoración de Cristo.
V - JUAN 6 REVELA CÓMO DIOS GUÍA NUESTRAS ALMAS
HACIA SU HIJO
Ahora consideramos Jn. 6:44-45. Hay que destacar también aquí varias
etapas en el pensamiento del Señor.
1. El acercamiento de un alma a Cristo requiere la actividad de Dios.
En Jn. 6:44 leemos:
«Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere».
Para que el hombre pueda venir a Cristo es necesario que el Padre lo traiga
a su Hijo.
Éste es otro punto sorprendente. El acercamiento de un alma a Dios no se
inicia en el hombre sino en un movimiento de la gracia divina.
Podemos preguntarnos: ¿Qué hace falta para traer a los hombres hacia
Cristo? Nosotros podemos entender algo de cuánto cuesta traer un alma al
Salvador. Hace falta el trabajo personal, la oración, la predicación. Hace falta

285
toda la actividad misionera y evangelística de la iglesia. Pero hace falta,
supremamente, la actividad de Dios. No lo olvidemos.
2. Dios atrae a las almas hacia Cristo mediante la influencia de su
verdad.
Traer a los hombres hacia Cristo comprende la intervención del Espíritu
Santo, porque hace falta el poder del Espíritu para vencer el sentido de
justicia propia que tiene todo hombre, y para convencerlo de su condición
perdida. Vemos pues que si queremos responderá la pregunta de qué hace
falta para traer a los hombres hacia Cristo no hay una sola respuesta. Se
requiere una obra del Espíritu Santo para despertarlo a su sentido de
necesidad. El hombre tiene que venir como un necesitado. Esto es humillante
para la carne.
Este acto de Dios de «traer» o de «atraer» consiste en el poder del Espíritu
Santo para vencer el orgullo del hombre natural, de manera que esté
dispuesto a venir a Cristo con las manos vacías, es decir, como pecador
perdido. Consiste también en la obra del Espíritu de Dios que genera, que
produce un hambre por el pan de vida. Toda la enseñanza bíblica sobre la
evangelización coloca sobre cada hombre la responsabilidad de reconocer su
pecado, de confesarlo, de arrepentirse y de confiar plenamente en el
Salvador. Pero para venir a Él, la gente tiene que verle en la predicación.
La verdadera atracción es un impulso interior hacia Cristo; se trata de una
atracción porque es la inclinación del corazón, inducida por la Palabra de
Dios.
3. Esta actividad culmina en la enseñanza que Dios imparte en la
predicación.
¿Cuál es esa actividad de Dios? El Señor la describe en el v. 45:
«Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que todo
aquel que oyó al Padre, y aprendió de Él, viene a mí».
Aquí se subrayan dos ideas:
a) El valor fundamental de la enseñanza en la predicación.
b) Que se trata de una enseñanza impartida divinamente.
286
La actividad de Dios para traer un alma toma diversas formas, pero
siempre aparece la enseñanza. Dios no fuerza al hombre. Más bien utiliza la
suave presión de su gracia.
Jesucristo el Señor expresa claramente que solamente aquellos que son
enseñados vienen a Él. Pero también señala que todos aquellos que son así
enseñados, aquellos que oyen a Dios, y que aprenden lo que oyen, éstos
ciertamente vendrán a Él. No hay duda pues de que la declaración del v. 45
se refiere a aquella enseñanza que todo hombre debe recibir para venir al
Salvador, la primera vez.
La enseñanza es fundamental, porque la salvación no se concede mediante
ceremonias, sino que Dios la otorga alimentando el espíritu del hombre. Éste
es uno de los puntos más elevados del Evangelio.
Se trata de la enseñanza de la predicación. ¿Cómo lo sabemos? Por la
palabra del Señor:
«Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al Padre, y
aprendió de Él, viene a mí» (Jn. 6:45).
Él ya había hecho un contraste entre los v. 36 y 40. En el v. 36 Cristo hace
referencia a una mirada superficial, al hecho de mirarle a Él, sin fe:
«... aunque me habéis visto, no creéis.»
En cambio, en el v. 40 se trata de una visión que es divinamente impartida,
que discierne la gloria de Dios en el Verbo hecho carne.
¿Qué implica que este conocimiento sea «divinamente impartido»? Signi-
fica que este conocimiento debe surgir de la predicación del Evangelio. De
este hecho surge la responsabilidad del hombre pecador y el privilegio del
creyente.
El incrédulo que «ve» así al Señor debe responder en fe, viniendo a Él. El
privilegio del creyente surge de un punto textual. El vocablo «ve» al Hijo
está en una forma que muestra que el acto de contemplar y de confiar no es
momentáneo ni es un acto del pasado, es continuo. El creyente continúa por
toda su vida contemplando a Cristo, y esto a través del ministerio de la
Palabra.

287
Lo que queremos subrayar son varios puntos relacionados con la
predicación:
a) Es la predicación la que despierta la fe.
b) Se trata de una predicación didáctica, para que todos sean enseñados
por Dios.
c) Esta enseñanza la da el que predica si su mensaje expone el texto
bíblico; pero la verdadera enseñanza, la que convierte el alma, es impartida
divinamente; el verdadero maestro es el Espíritu Santo, cuando aplica la
Palabra de Dios, para que ella atraviese el alma y el espíritu del hombre (He.
4:12).
d) Aquellos así enseñados, que responden en fe, ésos vienen a Cristo. El
orden del Señor es importante: oír, aprender, venir. Un orden semejante
aparece en Ef. 1:13: oído, creído, sellado.
Aquí pues el Señor anticipa algo esencial: el que oye tiene que contemplar
a Cristo en la predicación. Todo, todo subraya la enorme importancia de la
predicación del Evangelio. Y todo subraya la importancia de una predicación
didáctica, que enseñe. Esto ha hecho decir a un comentarista: «Es una cala-
midad cuando el predicador no es más un maestro sino solamente un
exhortador».
La Escritura subraya en todas partes la tarea del predicador, porque es en
la predicación que Dios completa su milagro.
Aquí subrayamos lo que el Señor subraya. El Padre «trae» a los hombres
hacia Cristo (6:44), capacitándoles para que aprecien quién es Cristo. Lo
esencial es conocer la identidad divina de su persona y la naturaleza
sacrificial de su muerte; se trata de que el alma contemple la gloria de su
persona y la trascendencia de su obra. Éstos tienen que ser los grandes temas
de la predicación.
El que predica es un siervo. En el mejor de los casos, si todo lo hubiéramos
hecho bien, seríamos «siervos inútiles». Pero el predicador tiene que
sostenerse en el gran pensamiento de que detrás de sus palabras tiene que
haber algo divinamente impartido. A pesar de nuestra total incapacidad,

288
podemos anhelar que nuestros oyentes todos, ellos también sean «enseñados
por Dios»; para que esto ocurra el mensaje debe consistir en una exposición
del texto bíblico.
VI - ¿QUÉ SIGNIFICA «COMER LA CARNE Y BEBER LA
SANGRE» DE CRISTO?
Dado que el catolicismo enseña que este pasaje se refiere a lo que
denomina «el sacrificio de la misa», nos extenderemos a varios otros
aspectos.
El Señor ha dicho en su discurso sobre el pan de vida:
«El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré
en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es
verdadera bebida» (Jn. 6:54-55).
Entre otros argumentos, la doctrina católica se basa en una interpretación
literal de las palabras del Señor, esa interpretación literal ha dado lugar a que
la Iglesia católica haya transformado a la cena del Señor en el ritual
denominado «la misa».
La refutación a ese punto de vista puede hacerse señalando diversos
argumentos, aunque en este apéndice sólo citaremos algunos.
Un primer argumento consiste en que Cristo no se refiere en Juan 6 a la
cena del Señor, por cuanto ésta no había sido aún instituida. Otro argumento
reside en que Cristo habla de dar su carne por nosotros y no a nosotros.
La refutación más amplia de los errores vinculados con la misa debe
hacerse tomando diversos pasajes donde aparece la institución de la Cena
(Mt. 26:26-29; Mr. 14:22-25; Lc. 22:12-20 y 1 Co. 11:23-26), así como Jn.
6:51-55, que no se refiere a esa institución. Así mismo deberíamos analizar
los vocablos griegos Hapax y Ephapax, que, aplicados a la muerte de Cristo,
subrayan que Él se ofreció a sí mismo «una sola vez», «una vez para
siempre», mediante «una sola ofrenda» (He. 7:26-27; 9:11-12; 9:26-28; 10:9-
12). Así, Cristo ha obtenido «eterna redención» (He. 9:12); ahora «no hay
más ofrenda por el pecado» (He. 10:18).
Trataremos pues algunos puntos.

289
1. Definición de la misa.
La Iglesia católica define la misa así: «Es el sacrificio incruento de la ley
de gracia, en que, bajo las especies de pan y vino, ofrece el sacerdote al eterno
Padre el cuerpo y la sangre de Jesucristo».
En la pág. 210 de Instrucción Religiosa leemos esto; «La santa misa es el
sacrificio del cuerpo y alma de nuestro Señor Jesucristo ofrecido en nuestros
altares debajo de las especies del pan y del vino». «La misa en su esencia es
el mismo sacrificio de la cruz.»
El Concilio de Trento dice: «Si alguno dijere que el sacrificio de la misa
es solamente un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, o una mera
conmemoración del sacrificio hecho en la cruz, y que no es propiciatorio, o
que aprovecha solamente al que lo recibe y que no debe ser ofrecido por los
vivos y por los muertos, por sus pecados, castigos, satisfacciones, u otras
necesidades, sea anatema».
El Concilio de Trento definió que si alguno dijere que en la misa no se
ofrece a Dios un sacrificio propio y verdadero, o que el ofrecerse no es otra
cosa que el dársenos Cristo como comida, sea anatema (Denz. 1751). Según
el Tridentino, la misa es conmemoración, representación y aplicación del
Calvario, de tal manera que el mismo Cristo que se ofreció a sí mismo en el
Calvario de un modo cruento, se ofrece también en la misa de un modo
incruento por manos de los sacerdotes. Ésta es la razón por lo que la misa, en
el concepto del catolicismo, es un sacrificio propiciatorio, lo mismo que el
Calvario. Así que puede ofrecerse legítimamente por vivos y difuntos, de
acuerdo con la tradición apóstolica (V. Denzinger, 1740, 1743 y 1753).
2. La transustanciación.
La doctrina católica consiste en este punto en expresar que las especies de
pan y de vino se convierten en el cuerpo y la sangre del Señor Jesucristo,
mediante la consagración.
Citemos para nuestro objeto un artículo del credo del papa Pío IV,
proclamado el 9 de diciembre de 1564, credo que deben jurar los sacerdotes
y obispos al ser consagrados. Dice así:

290
«Confieso, asimismo, que en la Misa se ofrece a Dios un verdadero,
propio, y propiciatorio sacrificio por los vivos y por los difuntos, y que en el
Santísimo Sacramento de la Eucaristía están verdadera, real y
sustancialmente, el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo; y que se verifica una conversión de toda la
sustancia del pan en el cuerpo del Señor, y de toda la sustancia del vino en
su sangre, a cuya conversión llama transustanciación la Iglesia Católica.
También confieso que bajo cualquiera de ambas especies se recibe a Cristo
total y cumplidamente, y un verdadero sacramento.»
Sin embargo, del estudio exegético de los pasajes vinculados con la cena
del Señor, la teoría de la transustanciación no encuentra base alguna ni en el
lenguaje ni en la intención de los escritores del Nuevo Testamento.
El concepto de «transustanciación», que significa «cambio de sustancia»,
se expone en el libro titulado Instrucción Religiosa, en estos términos: «La
hostia, antes de la consagración es pan. Después de la consagración, la hostia
es el verdadero cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, bajo las apariencias de
pan». «En el cáliz, antes de la consagración, hay un poco de vino con algunas
gotas de agua Después de la consagración, en el cáliz hay la verdadera sangre
de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las apariencias de vino.»
3. Origen de estos errores.
Francisco Lacueva señala los orígenes de estos errores doctrinales, cuando
indica que es en los escritos de Cipriano (hacia 258) donde encontramos por
primera vez términos como «altar», «sacrificio», «sacerdocio ministerial»,
en relación con la Eucaristía, juntamente con el creciente poder del
episcopado. Sin embargo, ya se encuentran en Ireneo (hacia 202) algunas
expresiones que parecen indicar que, en la Eucaristía, no sólo se recibe algo,
sino que también se ofrece a Dios algo.
A lo largo de la Edad Media va incrementándose el carácter sacrificial de
la Eucaristía, se introduce el término «Misa» y se establecen los diversos
ritos o modos peculiares litúrgicos de celebrarla, como el rito romano,
bizantino, ambrosiano, mozárabe.

291
El Concilio de Trento definió que en el sacramento de la Eucaristía se
contienen verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente
con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo (Denz. 1651).
El modo de hacerse presente Cristo, según el Concilio de Trento, es por
«transustanciación», es decir, por el cambio de toda la sustancia del pan en
el Cuerpo de Cristo, y por el cambio de toda la sustancia del vino en su
sangre, quedando solamente las apariencias (o accidentes) del pan y del vino
(Denz. 1652).
Los luteranos hablan de la consustanciación, error doctrinal que consiste en
decir que el pan es el cuerpo de Cristo, porque éste está presente en el pan y
con el pan. Según ellos, la consustanciación significa que las sustancias de
pan y de vino permanecen, pero que además vienen a ser el cuerpo de Cristo.
Con las citas de autores y documentos católicos que hemos hecho, tenemos
fundamento para tratar este punto aquí. Nuestro tema general es «El
sacerdocio del creyente» y, dentro de este tema, veremos oportunamente los
sacrificios espirituales que el creyente debe ofrecer. Dado que la doctrina
católica considera que la misa constituye un sacrificio, «el sacrificio de la
cruz» misma, nuestro estudio es pertinente. En la enseñanza del catolicismo,
serían de aplicación las palabras de Cristo en Jn. 6:53:
«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis
vida en vosotros.»
La hostia es «lo que se ofrece en sacrificio». En el credo antes citado de
Pío IV, los sacerdotes y obispos declaran:
«También confieso que bajo cualquiera de ambas especies se recibe a Cristo
total y cumplidamente, y un verdadero sacrificio».
La «hostia», en latín significa «víctima ofrecida al enemigo». Y se dice
además que todo el que recibe una partícula de la hostia recibe al Cristo
completo.
Según el dogma del Concilio de Letrán de 1215, el sacerdote, mediante la
consagración, cambia la hostia eucarística, que es simple masa de harina, en
el cuerpo material de Cristo, carne, huesos, nervios, sangre y alma. Como

292
hemos visto, Trento declara, siglos más tarde, que en el sacramento «están
verdadera, real y sustancialmente, el cuerpo y la sangre, juntamente con el
alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo...»
Con el propósito de refutar los errores vinculados con la misa,
destacaremos la enseñanza del Señor en Juan 6.
4. El fundamento de todo es la muerte sacrificial de Cristo.
Este discurso del Señor es muy extenso. Hasta aquí ha indicado que Él no
solamente es el dador del pan sino que es el Pan vivo en persona; queda luego
claro que lo que da es Él mismo; ahora va a revelar cómo es que hace esto,
porque aclara que lo hace dando su vida «por la vida del mundo» (Jn. 6:51).
«...El pan que Yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo».
Aquí el Señor define el panqué Él da como su carne. Utiliza el tiempo futuro,
«Yo daré», porque esto apunta al don, a la ofrenda que sería hecha en el
Calvario. Y además porque esto subraya que el Pan de vida que Él da no es
algo sin costo para Él. Su «dar» envuelve su muerte.
Pero hay que subrayar que en Juan capítulo 6 Cristo no se refiere a la cena
del Señor, que no había sido instituida aún.
Cristo habla de dar su carne por nosotros y no a nosotros. Así, el Señor se
refiere a su propia muerte. Él daría su cuerpo a la muerte y sugiere su muerte
sacrificial, dándose a sí mismo, en sacrificio por el pecado. Y esto lo haría
para la vida del mundo.
Él mismo es la vida espiritual, la vida eterna de los hombres, en virtud de
su muerte sacrificial. Lo que da valor a todo lo demás es su vida encarnada,
y lo que da valor a su ministerio para nosotros como pecadores es su muerte
de la cruz.
En el v. 53 el pensamiento del v. 51 es desarrollado. La carne es presentada
en su doble aspecto, de «carne» y de «sangre»; mediante esta separación se
indica la idea de una muerte violenta. Dar su carne y dar su sangre no puede
referirse más que a su muerte, y una muerte violenta, en la cual su sangre
sería derramada. Para el judío no había duda; la sangre vertida era el símbolo
de una vida entregada a la muerte, en sacrificio,

293
Jesucristo es pan de vida porque su cuerpo humano sería sacrificado y su
sangre sería derramada para que Él pudiera venir a ser el alimento espiritual
que es vida eterna.
5. El propio Señor define el sentido de «comer» y «beber».
Nos preguntamos pues qué significa «comer la carne» y «beber la sangre»
de Cristo. ¿Quién contestará? El mismo Señor da la respuesta. La respuesta
surge de comparar los vv. 54 y 40 de Juan 6. En el v. 54 se hace la misma
promesa que en el v. 40, a saben
«Tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.»
Esta es la gran bendición que el Señor asegura. ¿Quién es el destinatario?
En el v. 54 el destinatario es «el que come mi carne y bebe mi sangre»; en el
v. 40 es «todo aquel que ve al Hijo y cree en Él». Por tanto, aquellos que
«comen su carne» y «beben su sangre» son aquellos que lo ven a Él y creen
en Él. Son ellos los que tienen vida eterna, y son ellos los que serán
resucitados en el día postrero.
Dado que en ambos versículos, el 40 y el 54, se promete la misma
bendición, entonces el «comer» y «beber» es lo mismo que ver y creer en
Cristo. El que cree en Él (v. 40) es el que come su carne y bebe su sangre (v.
54).
En sus palabras tan expresivas hay una forma gráfica de «denotar el venir
a Él, el creer en Él, el apropiárselo a Él mediante la fe».
¿Queremos saber qué significa «comer la carne» y «bebería sangre» de
Cristo? El mismo Señor lo explica.
Este argumento es el más importante de todos para entender qué quiso
decir Cristo. La asociación que también aquí hace el Señor no deja ninguna
duda En este trabajo proporcionamos otros argumentos, que se oponen a una
interpretación literal de sus palabras en cuanto a comer su carne y beber su
sangre, pero deseamos subrayar el valor fundamental de las propias palabras
del Señor en los vv. 40 y 54 para entender su pensamiento. Ésta es otra
manera en que podemos comprobar cómo la Biblia explica a la Biblia. La
Biblia es el diccionario de la Biblia. El método exegético de estudiar en

294
detalle el texto, atendiendo a su contexto, nos ha conducido a clarificar un
punto que ha dado lugar a un largo debate.
La Iglesia católica tardó hasta el siglo XVI, en el Concilio de Trento, para
definir el concepto completo de la misa, que en parte había sido tratado en el
siglo XII, en el concilio de Letrán. Aun cuando aquí en Juan 6 el Señor no
estaba instituyendo la Cena del Señor, queda claro que Él dejó bien definidos
estos conceptos de «comer su carne» y «beber su sangre», desde el primer
momento.
La Iglesia del siglo I no permaneció en oscuridad sobre esta enseñanza
Tampoco quedó en oscuridad acerca del sentido de la cena, que el Señor
instituiría más tarde, y no en Juan 6. Cuando se hace referencia en el Nuevo
Testamento a la cena, lo que la caracteriza es su sencillez y su carácter
memorial, recordatorio, estaba desprovista de todo ceremonialismo y no
había sacerdotes oficiantes.
En cuanto a este gran asunto de la cena del Señor, lo consideraremos más
adelante, al final del capítulo, en el Apéndice G, titulado «La cena del Señor
según las Escrituras».
6. El Señor subraya la importancia suprema de la fe.
Aquí estamos frente a una gran doctrina bíblica, la unión entre Cristo y el
creyente. Se trata de la unión mediante la fe; se trata de permanecer en Cristo.
Ocho veces, en sentido positivo o negativo, el concepto de «creer» aparece
en este pasaje (vv. 29, 30, 35, 36, 40, 47, 64 y 69).
Hay que notar el tiempo de los verbos «coméis» y «bebéis» en 6:53,
cuando el Señor, expresando el pensamiento negativo, declara: «Si no coméis
la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros».
Ambos verbos están en el aoristo, denotando una acción una vez y para
siempre. No se trata, pues, de una repetida comida y bebida, como si se tratara
de un sacramento; se trata, en cambio, de una acción, de una vez y para
siempre, de recibir a Cristo. Este comer y este beber es absolutamente
necesario para tener vida eterna. Y es una manera gráfica de decir que los
hombres deben tomar a Cristo en lo más profundo de sus seres. El hombre
que recibe a Cristo por la fe, le recibe a Él, participa así de Cristo. Tiene
295
dentro de él aquella vida que es eterna. El propio Señor es, pues, el que
destaca la importancia suprema de la fe.
Cuando Él dice «Yo soy el pan de vida» lo que quiere decir es que Él
puede comunicar la vida y sustentarla. Él ha traído, por medio de su pasión,
aquella vida infinita, aquella bendita vida de Dios que se denomina la «vida
eterna».
La enseñanza es «Yo soy el pan de vida». No es en el pan de la cena que
encontramos a Cristo, sino en Cristo que encontramos el pan. La
interpretación literal material invierte la idea sublime expresada por el Señor.
Cristo enseña que el creyente no ha entrado a un estado temporal, sino a
un estado eterno de salvación; y la nota predominante es la comunión con su
Señor. Es Cristo el que subraya la importancia suprema de la fe. El Señor
quiso enseñar que el alma necesita alimento, y que para eso lo que todo
hombre necesita es vincularse a su gloriosa persona, por medio de la fe.
7. La apropiación de Cristo es por la fe.
Es por la fe que el alma «recibe» a Cristo. Lo enseña Juan:
«A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder
de ser hechos hijos de Dios» (Jn. 1:12).
El «comer» y el «beber» es una manera enérgica de decir que no se trata
de una fe teórica, de la fe en el credo, sino que los hombres deben tomar a
Cristo en lo más profundo de su ser. La fe así concebida es un vínculo, y un
vínculo eterno, entre el alma y Cristo.
Por medio de la fe el hombre se encomienda a Cristo, se compromete con
Él, y se apropia de Él. Éste es el secreto de la vida eterna y es la clave para
un continuo crecimiento espiritual.
La enseñanza del Señor primero, y la de los apóstoles después, es clara. El
perdón de los pecados no se obtiene participando de un Cristo que se
ofrecería nuevamente, sino creyendo en el Cristo que se ofreció una sola vez,
una vez para siempre, en la cruz. La figura de beber que utiliza el Señor
presenta, por comparación con el beber natural, un aspecto clave de la fe, que
es el recibir; la fe recibe aquello que da vida, que es Cristo mismo.

296
El apropiarse de Cristo está asegurado, en todo el Nuevo Testamento, y en
este discurso del Señor, a la fe. Se trata de eso, de apropiárselo a Él, al
Salvador y Señor, en toda la plenitud de su gracia, como la Escritura lo
presenta. Esa apropiación es la que hace que la vida eterna constituya la
herencia de su pueblo, para que sea disfrutada aquí y ahora por los que
confían en Él. Aquel ser de quien los creyentes se apropian es el que ha
entregado su vida, en sacrificio por ellos.
Cuando el discurso del Señor en Juan 6 termina, vuelve a aparecer, otra
vez, la fe como elemento decisivo.
«Muchos discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con Él» (Jn. 6:66).
Entonces el Señor pregunta: «¿Queréis acaso iros vosotros también?»
Pedro responde:
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6:68).
Pedro no le dice «Tú tienes un sacramento para nosotros», ni «Tú nos has
dado tu cuerpo para que lo comamos...». Pedro subraya lo que el Señor ha
subrayado un momento antes, que la vida se encuentra en las palabras de
Cristo.
Pero no termina allí Pedro, porque agrega:
«... y nosotros hemos creído, y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente» (Jn. 6:69).
Pedro ha entendido la lección. La lección subraya la importancia suprema
de la fe, porque por medio de la fe el hombre recibe a Cristo. Éste es el acto
espiritual más trascendente de nuestra vida.
Lo que importa al Señor es que los hombres vengan a Él para tener vida
eterna. El Señor no está hablando literalmente, porque enseña que la manera
de dar vida a un hombre consiste en alimentarlo espiritualmente. Es
fundamental su declaración de que «serán todos enseñados por Dios», en este
mismo discurso.
Esta declaración tiene que aplicarse dentro del contexto del pasaje. El
pasaje entero enseña que el hombre no puede venir a Cristo a menos que
reciba una influencia espiritual. Esta influencia espiritual no consiste en un
297
sacramento sino en la enseñanza, y en una enseñanza impartida por Dios (Jn.
6:45). Para que sea eso, «impartida por Dios», tiene que tratarse de la Palabra
de la Sagrada Escritura, aplicada al alma por el Espíritu Santo. El Señor se
refiere a aquella enseñanza primera que todo hombre debe recibir para venir
a Cristo.
Todo está ligado, en este discurso, con la actividad de Dios el Padre, para
darnos el verdadero pan del cielo»; el Padre ha enviado a su Hijo; el Padre
ha ofrendado al Hijo; el Padre nos trae hacia el Hijo, pero no hace esto
arbitrariamente. El Padre dice esto haciéndonos «oír» y «aprender» (v. 45).
¿Puede quedar alguna duda de que lo fundamental no es un sacramento
sino la recepción de Cristo por medio de la fe? ¿Queda alguna duda de que
evangelizar es enseñar? Si quedara, habría que leer la gran comisión:
«Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y haced
discípulos... enseñándoles...» (Mt. 28:19).
Detrás de esta orden hay una gran realidad: la Palabra de Dios es una
simiente, va a germinar. Y es un alimento, satisface al corazón. La salvación
Dios la otorga no mediante una ceremonia, sino alimentando el espíritu del
hombre.
La enseñanza es la influencia espiritual. Esa influencia espiritual debe ser
respondida mediante un acto que también es espiritual. Este acto espiritual
es la fe. No se trata de comer materialmente a Cristo; se trata de recibir
espiritualmente a Cristo. Lo primero es una ceremonia. Lo segundo es la fe,
la fe que salva.
Esto es lo que el Señor ha enseñado en el v. 35; allí ha enseñado que para
alimentarse espiritualmente, para no tener hambre nunca más, para no tener
sed nunca más, el hombre tiene que venir a Él, creyendo en Él. El pan expresa
que la satisfacción de la necesidad más profunda del alma es Cristo mismo.
Notemos el orden del pasaje:
a) El pan de Dios desciende del cielo y da vida al mundo.
b) Los hombres le dicen: «Señor, danos siempre este pan.»

298
c) El Señor responde «Yo soy ese pan; el que a mí viene, y el que en mí
cree, será saciado».
Será saciado espiritualmente. El Señor ha reprochado antes (vv. 26-27)
que los hombres buscaran el pan material. Todo el discurso apunta a
conceptos espirituales y no a actos literales. A Cristo, como pan de vida, no
se le recibe comiendo el pan de la misa, ni el pan de la cena, sino mediante
un acto de fe.
No hay duda de lo que el Señor ha dicho en Jn. 6:56. Equivale a decir «el
que, por medio de la fe, se apropia y asimila mi sacrificio como el único
fundamento de su salvación, permanece en mí, y yo en él».
Hay que subrayar que la fe es un acto espiritual, y tiene efectos
espirituales. La fe es un acto de apropiación personal y de comunión
personal. El comer y el beber son aquí una actitud espiritual.
El Señor ha dicho: «El que come mi carne... en mí permanece, y Yo en
él»; ésta es la comunión. «El que me come... vivirá por mí»; ésta es la
apropiación personal.
El resultado de la fe se compara con el comer porque el que recibe a Cristo
tiene dentro de él aquella vida que es eterna.
¿Por qué entonces la fe tiene importancia suprema? Porque es el medio,
establecido por Dios, para que el hombre se apropie de Cristo.
8. Las opiniones de Agustín y de Bernardo.
La autoridad de todo pasaje de la Escritura surge de ella misma, y no de
las opiniones de los hombres. Una vez que hemos comentado la Escritura y
esclarecido su significado, vale la pena citar opiniones de hombres del
pasado. Bruce cita a Agustín de Hipona, quien explica que el lenguaje del
Señor aquí constituye «una figura, invitándonos a tener comunión con la
pasión de nuestro Señor, y celosamente y con bendición atesorar en nuestras
memorias el hecho de que por nuestra causa él fue traspasado y crucificado».
En otra obra Agustín resume esta verdad en latín, en un epigrama inmortal:
«Crede, et manducasti»: «Cree, y has comido», o «si crees, has comido». La

299
frase de Agustín sintetiza la asociación que el propio Señor ha hecho entre
los vv. 40 y 54 de su discurso.
El propio Agustín proporciona otro argumento, pues ha señalado que si se
tratara de comer física o materialmente la carne del Señor, también habría
que entender materialmente el beber su sangre, lo cual estaba expresamente
prohibido en la ley (Lv. 3:17; Dt. 12:16). Este punto no carece de
importancia. No se podría atribuir al Señor haber sugerido quebrantar un solo
mandamiento de la ley ni tampoco un aspecto del ceremonial vinculado con
la sangre, qué reiteradamente prohibía beberla o comerla.
Continuando con este argumento de Agustín, tenemos que decir que, si las
declaraciones de Trento, reafirmadas en el Valicano II, fueran válidas,
entonces el feligrés católico, al recibir la hostia, estaría bebiendo la sangre de
Crisio, en toda la literalidad con que Trento la define. En ese caso, queremos
recordar a esa persona la Palabra divina que dice claramente «ninguna sangre
comeréis» (Lv. 3:17). Es evidente que el lenguaje del Señor es simbólico y
no literal.
Bruce también cita a Bernardo de Clairvaus, quien comenta sobre las
palabras «el que come mi carne...» como significando «el que reflexiona
sobre mi muerte y siguiendo mi ejemplo mortifica sus miembros que están
sobre la tierra, tiene vida eterna; en otras palabras, si sufres por mí, tú reinarás
conmigo».
Bruce cita la exposición de Bernardo simplemente para demostrar que un
místico del siglo XII y que, lo mismo que Agustín, ha sido declarado por la
Iglesia católica «doctor de la iglesia», mostró no tener ninguna necesidad de
tomar las palabras de Cristo en un sentido literal o corpóreo.
La reflexión es también aquí concluyente. El Señor explica sus propias
palabras y los autores citados se fundan en ellas. Siempre es importante
escudriñar el texto bíblico, como el mismo Señor enseña (Jn. 5:39), así como
estudiar a los autores que pueden ayudarnos a entenderlo.
9. El Señor habla aquí con oponentes y no con discípulos.
El Señor dialoga con oponentes y no con seguidores. Una audiencia de ese
carácter no hubiera podido entender su enseñanza si Él hubiera querido
300
instituir aquí una ordenanza que estaba destinada solamente a creyentes
comprometidos con Cristo. Además, tampoco los propios seguidores de Él
hubieran podido entender sus palabras si se hubiera referido a una ordenanza
que aún no había sido instituida. La reflexión clara es que en Juan 6 el Señor
no está instituyendo la cena, ni está anticipando nada sobre ella.
10. El Señor habla aquí figuradamente, y no literalmente.
Otra razón adicional reside en que los judíos frecuentemente utilizaban la
metáfora de comer y de beber para significar el tomar algo dentro de lo más
profundo del ser, se podía referir a recibir la ley, o a un alimento celestial.
No se refiere el Señor a la recepción de algo físicamente, sino que sus
palabras se refieren a la recepción de una redención espiritual. El comer y el
beber no contienen el pensamiento de un acto sacramental, sino que
significan la recepción de Cristo en su ofrenda de sí mismo.
Notemos otros argumentos en contra de una interpretación literal,
ceremonial o sacramental de las palabras del Señor
a) El comer y beber aquí en Juan 6 dan vida eterna; las enseñanzas
ceremoniales (que son sin fundamento bíblico) se repiten, señal de que lo que
dan no es eterno. En He. 10:1-2 el escritor inspirado, refiriéndose a los
sacrificios levíticos, señala que su repetición indicaba su ineficacia.
b) Si el resultado es espiritual (vida eterna) parece razonable que también
la causa sea espiritual y no literal. Según el Señor, el resultado de «comer» y
«beber» es vida eterna, que es un concepto espiritual; el medio, el comer y
beber, es también un concepto espiritual. Por lo tanto, el comer y el beber se
refiere a la fe, que recibe a Cristo. Éste es el camino para tener vida eterna.
Toda la Escritura del Nuevo Testamento lo afirma categóricamente. El
Señor lo dice en el capítulo anterior del Evangelio según Juan:
«...el que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no
vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24).
El apóstol Pablo lo reafirma en otro pasaje inmortal, cuando dice cuál es
la esencia «de la fe que predicamos». Dice:

301
«Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que
Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos,
serás salvo» (Ro. 10:8-9).
El carcelero pregunta: «¿Qué debo hacer para ser salvo?» La respuesta
apostólica es: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo...» (Hch. 16:30-31).
Toda la enseñanza de la Escritura es concordante en que a Cristo se le
recibe, no mediante el comer del pan de la cena del Señor o de la hostia de la
misa, sino mediante un acto de fe del corazón.
VII - LA COMUNIÓN DEL ALMA CON DIOS SE ALCANZA
RECIBIENDO A CRISTO COMO SALVADOR, POR MEDIO DE LA
FE
Aquí nos planteamos la pregunta: ¿Cómo se alcanza la comunión del alma
con Dios? ¿Cómo se mantiene?
1. En primer lugar está el hecho de venir a Cristo para ser salvo.
Esta unión con Cristo se verifica cuando una persona «viene a Cristo».
¿Qué significa «venir a Cristo»? Significa el acto del hombre que, con plena
conciencia de su culpabilidad como pecador delante de Dios, confía en Cristo
y se encomienda enteramente a Él para la salvación eterna de su alma.
Esto significa que el que viene a Cristo se reconoce como pecador, y cree
que Cristo murió sobre la cruz llevando nuestros pecados. «Dios cargó sobre
su Santo Hijo el pecado de todos nosotros». Para poder ser alimento, Cristo
tuvo que ser primero la ofrenda, en el sacrificio de la cruz.
Dios recibe a los pecadores como nosotros, por amor a su santo Hijo. Tener
fe en Jesucristo significa que la persona recibe a Cristo en su corazón (Jn.
1:12). ¿Qué hace Dios con la tal persona? Le da vida eterna. Esto es lo que
significan las palabras del Señor:
«El que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida» (Jn. 6:47-48)
Notemos que no se trata de un sacramento impartido sino de Cristo
impartido. A Él se le recibe por la fe, y se le rechaza por la incredulidad. La
comunión con Cristo comienza allí, cuando el alma lo recibe a Él, por la fe.

302
2. Dios hace otra cosa más con esta persona. La une con Cristo. Esta unión
con Cristo es una de las grandes doctrinas de la Biblia.
¿Qué significa? Que cuando Cristo murió, el creyente murió. Y cuando
Cristo resucitó, el creyente resucitó. El creyente comparte la muerte de
Cristo, y comparte la vida resucitada de Cristo. Esto es lo que le da salvación.
3. Nuestra comunión con Dios se mantiene por el contacto diario con la
Biblia Las Escrituras limpian la vida del creyente. El creyente tiene el
privilegio de alimentarse de Cristo, el pan de vida; se trata del bendito
privilegio de alimentarse de aquel ser que satisface el corazón de Dios.
4. Otro aspecto fundamental de la comunión es la oración. Cristo ha dado
a todo creyente el derecho de entrar a la presencia de Dios en oración. El
creyente tiene en la oración un gran privilegio: el de orar «en el nombre de
Cristo». Significa que oramos con los derechos de Cristo; significa que
tenemos la misma entrada a Dios que Cristo tiene.
5. ¿Qué pasa cuando el creyente cae en el pecado? La unión con Cristo es
indestructible. La salvación es eterna, pero la comunión con Dios se
interrumpa Esta comunión solamente se restablece por la confesión de un
corazón arrepentido. En ese caso el Señor continúa purificándolo, sobre la
base de su sangre (1 Jn 1:7-9).
6. La comunión con Cristo es una comunión con la Palabra. La mesa con
los panes dé la proposición simboliza varios hechos:
El pan viene del cielo, de Dios; el pan «desciende» y esto habla del
sacrificio de la cruz. El sacrificio del Hijo es la ofrenda del Padre.
El mismo Señor ha enseñado: «Si permanecéis en mí, y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho» (Jn.
15:7); La enseñanza es que las palabras de Cristo permaneciendo en nosotros
son el equivalente de Él mismo permaneciendo en nosotros.
La comunión con Dios se mantiene por el estudio de la Palabra de Dios,
por la obra del Espíritu Santo que nos permite entenderla, y por la acción
intercesora de Cristo.

303
La vida espiritual depende del alimento que viene del cielo. El alimento es
Cristo mismo.
VIII – SON LAS PALABRAS DE CRISTO Y NO UN SACRAMENTO
LAS QUE COMUNICAN LA VIDA DE DIOS
Cerrando su enseñanza, dice el Señor:
«El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que
yo os he hablado son Espíritu y son vida» (Jn. 6:63).
¿Qué cosas son comida y bebida para nuestras almas? El perdón del
pecado, la aceptación por Dios, la adopción como hijo, el acceso al trono de
gracia, la promesa del pacto eterno, la vida eterna; esto es comida y bebida
para nuestras almas. Pero también es alimento la propia Palabra de Dios. Y
todo está asociado directamente con el Señor. Todo aquello que puede calmar
la conciencia, hacer arder el corazón, promover verdadera santidad, todo está
relacionado con Jesucristo Nuestro Redentor, Dios Encarnado. Y todo está
relacionado con la Sagrada Escritura.
El mismo Señor explica que sus palabras deben entenderse
espiritualmente. Tratar de tomar sus palabras en un sentido material, sin
intentar penetrar en el sentido que el Señor les ha dado, es torcer la Escritura.
El comer alimento material no imparte vida espiritual. El comer su carne y
el beber su sangre deben ser entendidos como una actitud y una actividad del
reino espiritual.
Aquí llegamos a una gran reflexión, que tiene fundamento doctrinal y
sentido práctico: Cristo es el pan de vida cuando nuestras reuniones tienen
como objetivo la exposición del texto bíblico, porque solamente la
predicación expositiva es la permite que las almas puedan contemplar al
Señor.
El alma pecadora nace a la vida cuando «viendo, cree», cuando contempla
a Cristo en la predicación. E1 creyente sigue alimentándose de Cristo cuando
lo contempla en la Palabra escrita o predicada.
La expresión «mis palabras» se aplica más allá que a los vocablos en sí de
su discurso, porque hay que recordar que en toda su enseñanza Jesucristo

304
enfatiza la obra del Espíritu Santo en los suyos. Él no está preocupado por lo
bueno que los hombres puedan producir según los mejores esfuerzos de su
carne. Toda la enseñanza del Señor presupone la necesidad de una obra del
Espíritu Divino dentro del hombre. En la comunicación de vida espiritual el
agente de la impartición de la vida es el Espíritu Santo y no un sacerdote.
Ya hemos visto que «todos serán enseñados por Dios», es decir, que Dios
enseñará a su pueblo ÉL mismo. Dios enseñará a su pueblo dentro de su
corazón. Cristo continúa aún más, porque identifica sus palabras con espíritu
y con vida. ¿Qué significa? Esto significa que las palabras de Él son
declaraciones creativas. No sólo hablan de vida; ellas traen vida. Sus palabras
son vida, es decir, pertenecen esencialmente al ámbito del Ser eterno, y así
tienen la capacidad de transmitir aquello que realmente son, vida.
La palabra de Cristo es dicha por uno que, en el sentido más pleno, conoce
la verdad y es realmente la verdad. Entonces, está impulsada por la energía
pensamiento creador de Dios. Es la misma Palabra que se ha expresado a Sí
misma en la creación.
Ellas son además espíritu, es decir, un alimento y un lenguaje que le
comunica con el espíritu del hombre. Las palabras que Cristo ha hablado
están cargadas de espíritu y de vida.
Toda la historia de la iglesia cristiana muestra que el poder regenerador
reside en las palabras de Cristo. Toda la gloria de la salvación se asigna a la
palabra de Cristo, y no a la nuestra. Sus palabras, cuando se reciben mediante
la fe, son el instrumento de la salvación. Esto es lo que ha asegurado su éxito,
a través de los siglos, hasta el fin de los tiempos, hasta el día postrero.
Dios ha expresado su amor y su voluntad, Ha querido que disfrutemos
desde ahora la posesión de la vida eterna y la esperanza cierta de la
resurrección.
Es que cuando se refiere a la salvación, la Biblia no escatima palabras para
que tengamos seguridad y para que seamos consolados. La salvación aparece
en las Escrituras, como Hendriksen ha destacado, como un llamamiento que
no se puede revocar (Ro. 11:29), como una herencia que no se puede
contaminar (Ef. 1:14), como un fundamento que no se puede mover (Ef.

305
2:20), como un sello que no se puede quebrar (Ef. 1:13), como una vida que
no se puede perder (Jn. 5:24).
Citamos otra vez las palabras del Señor:
«Y esta es la voluntad del Padre, que me envió: que de todo lo que me
diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero» (Jn.
6:39).
Cuando se trata de la seguridad que tiene el creyente, está en juego el
propósito de Dios y está en juego la gloria de Cristo como Salvador. «Esta
es la voluntad del Padre»; este el propósito del Padre. «Que no pierda yo
nada»; esta es la gloria de Cristo.
c) En el v.40 aparece otra vez la voluntad de Dios.
«Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve
al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día
postrero.»
En 6:40 la voluntad de Dios incluye aquí otra idea sublime; es la idea de
«ver al Hijo». Es la noción de que la contemplación del Hijo y el creer en Él
traen vida eterna Vemos también que son sinónimos el acto de ver y el de
creer, estos actos van juntos. F. y B. traducen: «Y esta es la voluntad del que
me ha enviado: Que todo aquel que viendo al Hijo cree, tenga vida eterna».
No son dos etapas. Se trata de una sola mirada a la cruz.
Los hombres pueden llegar a la fe solamente si contemplan a Cristo en la
predicación. Contemplar significa una visión que da una captación del
significado de una cosa y es, por tanto, aquella visión de Cristo que precede
a la fe. «Ver» es aguí sinónimo de creer, ver pues con los ojos de la fe.
Este es un punto definitivo para la predicación, porque para venir a Cristo
el alma tiene que contemplarle.
Todo en este discurso es enriquecedor. El Señor derrama sus palabras de
gracia, plenas de significado. En este corto pasaje de 3 versículos vemos:
a) La devoción de Cristo al Padre (v. 38).
b) El propósito de Dios (v. 39).

306
c) La gloria de Cristo (v. 39).
d) La bendición eterna del que ve al Hijo y cree en Él (v. 40).
Éste pasaje de Jn. 6:38-40 muestra que la voluntad del Padre está asociada
con el Hijo en tres sentidos: a) Está asociada con la devoción del Hijo en la
cruz (v. 38); b) está asociada con la gloria del Hijo como Salvador (v. 39); y
c) está asociada con la exaltación del Hijo en la predicación (v. 40).
Así deberían ser nuestras reuniones de predicación: una oportunidad única
para la contemplación de la cruz y por tanto para la adoración de Cristo.
V - JUAN 6 REVELA CÓMO DIOS GUÍA NUESTRAS ALMAS
HACIA SU HIJO
Ahora consideramos Jn. 6:44-45. Hay que destacar también aquí varias
etapas en el pensamiento del Señor.
1. El acercamiento de un alma a Cristo requiere la actividad de Dios.
En Jn. 6:44 leemos:
«Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere».
Para que el hombre pueda venir a Cristo es necesario que el Padre lo traiga
a su Hijo.
Éste es otro punto sorprendente. El acercamiento de un alma a Dios no se
inicia en el hombre sino en un movimiento de la gracia divina.
Podemos preguntarnos: ¿Qué hace falta para traer a los hombres hacia
Cristo? Nosotros podemos entender algo de cuánto cuesta traer un alma al
Salvador. Hace falta el trabajo personal, la oración, la predicación. Hace falta
toda la actividad misionera y evangelística de la iglesia. Pero hace falta,
supremamente, la actividad de Dios. No lo olvidemos.
2. Dios atrae a las almas hacia Cristo mediante la influencia de su
verdad.
Traer a los hombres hacia Cristo comprende la intervención del Espíritu
Santo, porque hace falta el poder del Espíritu para vencer el sentido de
justicia propia que tiene todo hombre, y para convencerlo de su condición

307
perdida. Vemos pues que si queremos responderá la pregunta de qué hace
falta para traer a los hombres hacia Cristo no hay una sola respuesta. Se
requiere una obra del Espíritu Santo para despertarlo a su sentido de
necesidad. El hombre tiene que venir como un necesitado. Esto es humillante
para la carne.
Este acto de Dios de «traer» o de «atraer» consiste en el poder del Espíritu
Santo para vencer el orgullo del hombre natural, de manera que esté
dispuesto a venir a Cristo con las manos vacías, es decir, como pecador
perdido. Consiste también en la obra del Espíritu de Dios que genera, que
produce un hambre por el pan de vida. Toda la enseñanza bíblica sobre la
evangelización coloca sobre cada hombre la responsabilidad de reconocer su
pecado, de confesarlo, de arrepentirse y de confiar plenamente en el
Salvador. Pero para venir a Él, la gente tiene que verle en la predicación.
La verdadera atracción es un impulso interior hacia Cristo; se trata de una
atracción porque es la inclinación del corazón, inducida por la Palabra de
Dios.
3. Esta actividad culmina en la enseñanza que Dios imparte en la
predicación.
¿Cuál es esa actividad de Dios? El Señor la describe en el v. 45:
«Escrito está en los profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así
que todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de Él, viene a mí».
Aquí se subrayan dos ideas:
a) El valor fundamental de la enseñanza en la predicación.
b) Que se trata de una enseñanza impartida divinamente.
La actividad de Dios para traer un alma toma diversas formas, pero
siempre aparece la enseñanza. Dios no fuerza al hombre. Más bien utiliza la
suave presión de su gracia.
Jesucristo el Señor expresa claramente que solamente aquellos que son
enseñados vienen a Él. Pero también señala que todos aquellos que son así
enseñados, aquellos que oyen a Dios, y que aprenden lo que oyen, éstos
ciertamente vendrán a Él. No hay duda pues de que la declaración del v. 45
308
se refiere a aquella enseñanza que todo hombre debe recibir para venir al
Salvador, la primera vez.
La enseñanza es fundamental, porque la salvación no se concede mediante
ceremonias, sino que Dios la otorga alimentando el espíritu del hombre. Éste
es uno de los puntos más elevados del Evangelio.
Se trata de la enseñanza de la predicación. ¿Cómo lo sabemos? Por la
palabra del Señor:
«Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al
Padre, y aprendió de Él, viene a mí» (Jn. 6:45).
Él ya había hecho un contraste entre los v. 36 y 40. En el v. 36 Cristo hace
referencia a una mirada superficial, al hecho de mirarle a Él, sin fe:
«... aunque me habéis visto, no creéis.»
En cambio, en el v. 40 se trata de una visión que es divinamente impartida,
que discierne la gloria de Dios en el Verbo hecho carne.
¿Qué implica que este conocimiento sea «divinamente impartido»? Signi-
fica que este conocimiento debe surgir de la predicación del Evangelio. De
este hecho surge la responsabilidad del hombre pecador y el privilegio del
creyente.
El incrédulo que «ve» así al Señor debe responder en fe, viniendo a Él. El
privilegio del creyente surge de un punto textual. El vocablo «ve» al Hijo
está en una forma que muestra que el acto de contemplar y de confiar no es
momentáneo ni es un acto del pasado, es continuo. El creyente continúa por
toda su vida contemplando a Cristo, y esto a través del ministerio de la
Palabra.
Lo que queremos subrayar son varios puntos relacionados con la
predicación:
a) Es la predicación la que despierta la fe.
b) Se trata de una predicación didáctica, para que todos sean enseñados
por Dios.

309
c) Esta enseñanza la da el que predica si su mensaje expone el texto
bíblico; pero la verdadera enseñanza, la que convierte el alma, es impartida
divinamente; el verdadero maestro es el Espíritu Santo, cuando aplica la
Palabra de Dios, para que ella atraviese el alma y el espíritu del hombre (He.
4:12).
d) Aquellos así enseñados, que responden en fe, ésos vienen a Cristo. El
orden del Señor es importante: oír, aprender, venir. Un orden semejante
aparece en Ef. 1:13: oído, creído, sellado.
Aquí pues el Señor anticipa algo esencial: el que oye tiene que contemplar
a Cristo en la predicación. Todo, todo subraya la enorme importancia de la
predicación del Evangelio. Y todo subraya la importancia de una predicación
didáctica, que enseñe. Esto ha hecho decir a un comentarista: «Es una cala-
midad cuando el predicador no es más un maestro sino solamente un
exhortador».
La Escritura subraya en todas partes la tarea del predicador, porque es en
la predicación que Dios completa su milagro.
Aquí subrayamos lo que el Señor subraya. El Padre «trae» a los hombres
hacia Cristo (6:44), capacitándoles para que aprecien quién es Cristo. Lo
esencial es conocer la identidad divina de su persona y la naturaleza
sacrificial de su muerte; se trata de que el alma contemple la gloria de su
persona y la trascendencia de su obra. Éstos tienen que ser los grandes temas
de la predicación.
El que predica es un siervo. En el mejor de los casos, si todo lo hubiéramos
hecho bien, seríamos «siervos inútiles». Pero el predicador tiene que
sostenerse en el gran pensamiento de que detrás de sus palabras tiene que
haber algo divinamente impartido. A pesar de nuestra total incapacidad,
podemos anhelar que nuestros oyentes todos, ellos también sean «enseñados
por Dios»; para que esto ocurra el mensaje debe consistir en una exposición
del texto bíblico.
VI - ¿QUÉ SIGNIFICA «COMER LA CARNE Y BEBER LA
SANGRE» DE CRISTO?

310
Dado que el catolicismo enseña que este pasaje se refiere a lo que
denomina «el sacrificio de la misa», nos extenderemos a varios otros
aspectos.
El Señor ha dicho en su discurso sobre el pan de vida:
«El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le
resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y
mi sangre es verdadera bebida» (Jn. 6:54-55).
Entre otros argumentos, la doctrina católica se basa en una interpretación
literal de las palabras del Señor, esa interpretación literal ha dado lugar a que
la Iglesia católica haya transformado a la cena del Señor en el ritual
denominado «la misa».
La refutación a ese punto de vista puede hacerse señalando diversos
argumentos, aunque en este apéndice sólo citaremos algunos.
Un primer argumento consiste en que Cristo no se refiere en Juan 6 a la
cena del Señor, por cuanto ésta no había sido aún instituida. Otro argumento
reside en que Cristo habla de dar su carne por nosotros y no a nosotros.
La refutación más amplia de los errores vinculados con la misa debe
hacerse tomando diversos pasajes donde aparece la institución de la Cena
(Mt. 26:26-29; Mr. 14:22-25; Lc. 22:12-20 y 1 Co. 11:23-26), así como Jn.
6:51-55, que no se refiere a esa institución. Así mismo deberíamos analizar
los vocablos griegos Hapax y Ephapax, que, aplicados a la muerte de Cristo,
subrayan que Él se ofreció a sí mismo «una sola vez», «una vez para
siempre», mediante «una sola ofrenda» (He. 7:26-27; 9:11-12; 9:26-28; 10:9-
12). Así, Cristo ha obtenido «eterna redención» (He. 9:12); ahora «no hay
más ofrenda por el pecado» (He. 10:18).
Trataremos pues algunos puntos.
1. Definición de la misa.
La Iglesia católica define la misa así: «Es el sacrificio incruento de la ley
de gracia, en que, bajo las especies de pan y vino, ofrece el sacerdote al eterno
Padre el cuerpo y la sangre de Jesucristo».

311
En la pág. 210 de Instrucción Religiosa leemos esto; «La santa misa es el
sacrificio del cuerpo y alma de nuestro Señor Jesucristo ofrecido en nuestros
altares debajo de las especies del pan y del vino». «La misa en su esencia es
el mismo sacrificio de la cruz.»
El Concilio de Trento dice: «Si alguno dijere que el sacrificio de la misa
es solamente un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, o una mera
conmemoración del sacrificio hecho en la cruz, y que no es propiciatorio, o
que aprovecha solamente al que lo recibe y que no debe ser ofrecido por los
vivos y por los muertos, por sus pecados, castigos, satisfacciones, u otras
necesidades, sea anatema».
El Concilio de Trento definió que si alguno dijere que en la misa no se
ofrece a Dios un sacrificio propio y verdadero, o que el ofrecerse no es otra
cosa que el dársenos Cristo como comida, sea anatema (Denz. 1751). Según
el Tridentino, la misa es conmemoración, representación y aplicación del
Calvario, de tal manera que el mismo Cristo que se ofreció a sí mismo en el
Calvario de un modo cruento, se ofrece también en la misa de un modo
incruento por manos de los sacerdotes. Ésta es la razón por lo que la misa, en
el concepto del catolicismo, es un sacrificio propiciatorio, lo mismo que el
Calvario. Así que puede ofrecerse legítimamente por vivos y difuntos, de
acuerdo con la tradición apóstolica (V. Denzinger, 1740, 1743 y 1753).
2. La transustanciación.
La doctrina católica consiste en este punto en expresar que las especies de
pan y de vino se convierten en el cuerpo y la sangre del Señor Jesucristo,
mediante la consagración.
Citemos para nuestro objeto un artículo del credo del papa Pío IV,
proclamado el 9 de diciembre de 1564, credo que deben jurar los sacerdotes
y obispos al ser consagrados. Dice así:
«Confieso, asimismo, que en la Misa se ofrece a Dios un verdadero,
propio, y propiciatorio sacrificio por los vivos y por los difuntos, y que en el
Santísimo Sacramento de la Eucaristía están verdadera, real y
sustancialmente, el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo; y que se verifica una conversión de toda la

312
sustancia del pan en el cuerpo del Señor, y de toda la sustancia del vino en
su sangre, a cuya conversión llama transustanciación la Iglesia Católica.
También confieso que bajo cualquiera de ambas especies se recibe a Cristo
total y cumplidamente, y un verdadero sacramento.»
Sin embargo, del estudio exegético de los pasajes vinculados con la cena
del Señor, la teoría de la transustanciación no encuentra base alguna ni en el
lenguaje ni en la intención de los escritores del Nuevo Testamento.
El concepto de «transustanciación», que significa «cambio de sustancia»,
se expone en el libro titulado Instrucción Religiosa, en estos términos: «La
hostia, antes de la consagración es pan. Después de la consagración, la hostia
es el verdadero cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, bajo las apariencias de
pan». «En el cáliz, antes de la consagración, hay un poco de vino con algunas
gotas de agua Después de la consagración, en el cáliz hay la verdadera sangre
de Nuestro Señor Jesucristo, bajo las apariencias de vino.»
3. Origen de estos errores.
Francisco Lacueva señala los orígenes de estos errores doctrinales, cuando
indica que es en los escritos de Cipriano (hacia 258) donde encontramos por
primera vez términos como «altar», «sacrificio», «sacerdocio ministerial»,
en relación con la Eucaristía, juntamente con el creciente poder del
episcopado. Sin embargo, ya se encuentran en Ireneo (hacia 202) algunas
expresiones que parecen indicar que, en la Eucaristía, no sólo se recibe algo,
sino que también se ofrece a Dios algo.
A lo largo de la Edad Media va incrementándose el carácter sacrificial de
la Eucaristía, se introduce el término «Misa» y se establecen los diversos
ritos o modos peculiares litúrgicos de celebrarla, como el rito romano,
bizantino, ambrosiano, mozárabe.
El Concilio de Trento definió que en el sacramento de la Eucaristía se
contienen verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente
con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo (Denz. 1651).
El modo de hacerse presente Cristo, según el Concilio de Trento, es por
«transustanciación», es decir, por el cambio de toda la sustancia del pan en
el Cuerpo de Cristo, y por el cambio de toda la sustancia del vino en su
313
sangre, quedando solamente las apariencias (o accidentes) del pan y del vino
(Denz. 1652).
Los luteranos hablan de la consustanciación, error doctrinal que consiste en
decir que el pan es el cuerpo de Cristo, porque éste está presente en el pan y
con el pan. Según ellos, la consustanciación significa que las sustancias de
pan y de vino permanecen, pero que además vienen a ser el cuerpo de Cristo.
Con las citas de autores y documentos católicos que hemos hecho, tenemos
fundamento para tratar este punto aquí. Nuestro tema general es «El
sacerdocio del creyente» y, dentro de este tema, veremos oportunamente los
sacrificios espirituales que el creyente debe ofrecer. Dado que la doctrina
católica considera que la misa constituye un sacrificio, «el sacrificio de la
cruz» misma, nuestro estudio es pertinente. En la enseñanza del catolicismo,
serían de aplicación las palabras de Cristo en Jn. 6:53:
«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros.»
La hostia es «lo que se ofrece en sacrificio». En el credo antes citado de
Pío IV, los sacerdotes y obispos declaran:
«También confieso que bajo cualquiera de ambas especies se recibe a
Cristo total y cumplidamente, y un verdadero sacrificio».
La «hostia», en latín significa «víctima ofrecida al enemigo». Y se dice
además que todo el que recibe una partícula de la hostia recibe al Cristo
completo.
Según el dogma del Concilio de Letrán de 1215, el sacerdote, mediante la
consagración, cambia la hostia eucarística, que es simple masa de harina, en
el cuerpo material de Cristo, carne, huesos, nervios, sangre y alma. Como
hemos visto, Trento declara, siglos más tarde, que en el sacramento «están
verdadera, real y sustancialmente, el cuerpo y la sangre, juntamente con el
alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo...»
Con el propósito de refutar los errores vinculados con la misa,
destacaremos la enseñanza del Señor en Juan 6.
4. El fundamento de todo es la muerte sacrificial de Cristo.

314
Este discurso del Señor es muy extenso. Hasta aquí ha indicado que Él no
solamente es el dador del pan sino que es el Pan vivo en persona; queda luego
claro que lo que da es Él mismo; ahora va a revelar cómo es que hace esto,
porque aclara que lo hace dando su vida «por la vida del mundo» (Jn. 6:51).
«...El pan que Yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo».
Aquí el Señor define el panqué Él da como su carne. Utiliza el tiempo futuro,
«Yo daré», porque esto apunta al don, a la ofrenda que sería hecha en el
Calvario. Y además porque esto subraya que el Pan de vida que Él da no es
algo sin costo para Él. Su «dar» envuelve su muerte.
Pero hay que subrayar que en Juan capítulo 6 Cristo no se refiere a la cena
del Señor, que no había sido instituida aún.
Cristo habla de dar su carne por nosotros y no a nosotros. Así, el Señor se
refiere a su propia muerte. Él daría su cuerpo a la muerte y sugiere su muerte
sacrificial, dándose a sí mismo, en sacrificio por el pecado. Y esto lo haría
para la vida del mundo.
Él mismo es la vida espiritual, la vida eterna de los hombres, en virtud de
su muerte sacrificial. Lo que da valor a todo lo demás es su vida encarnada,
y lo que da valor a su ministerio para nosotros como pecadores es su muerte
de la cruz.
En el v. 53 el pensamiento del v. 51 es desarrollado. La carne es presentada
en su doble aspecto, de «carne» y de «sangre»; mediante esta separación se
indica la idea de una muerte violenta. Dar su carne y dar su sangre no puede
referirse más que a su muerte, y una muerte violenta, en la cual su sangre
sería derramada. Para el judío no había duda; la sangre vertida era el símbolo
de una vida entregada a la muerte, en sacrificio,
Jesucristo es pan de vida porque su cuerpo humano sería sacrificado y su
sangre sería derramada para que Él pudiera venir a ser el alimento espiritual
que es vida eterna.
5. El propio Señor define el sentido de «comer» y «beber».
Nos preguntamos pues qué significa «comer la carne» y «beber la sangre»
de Cristo. ¿Quién contestará? El mismo Señor da la respuesta. La respuesta

315
surge de comparar los vv. 54 y 40 de Juan 6. En el v. 54 se hace la misma
promesa que en el v. 40, a saben
«Tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.»
Esta es la gran bendición que el Señor asegura. ¿Quién es el destinatario?
En el v. 54 el destinatario es «el que come mi carne y bebe mi sangre»; en el
v. 40 es «todo aquel que ve al Hijo y cree en Él». Por tanto, aquellos que
«comen su carne» y «beben su sangre» son aquellos que lo ven a Él y creen
en Él. Son ellos los que tienen vida eterna, y son ellos los que serán
resucitados en el día postrero.
Dado que en ambos versículos, el 40 y el 54, se promete la misma
bendición, entonces el «comer» y «beber» es lo mismo que ver y creer en
Cristo. El que cree en Él (v. 40) es el que come su carne y bebe su sangre (v.
54).
En sus palabras tan expresivas hay una forma gráfica de «denotar el venir
a Él, el creer en Él, el apropiárselo a Él mediante la fe».
¿Queremos saber qué significa «comer la carne» y «bebería sangre» de
Cristo? El mismo Señor lo explica.
Este argumento es el más importante de todos para entender qué quiso
decir Cristo. La asociación que también aquí hace el Señor no deja ninguna
duda En este trabajo proporcionamos otros argumentos, que se oponen a una
interpretación literal de sus palabras en cuanto a comer su carne y beber su
sangre, pero deseamos subrayar el valor fundamental de las propias palabras
del Señor en los vv. 40 y 54 para entender su pensamiento. Ésta es otra
manera en que podemos comprobar cómo la Biblia explica a la Biblia. La
Biblia es el diccionario de la Biblia. El método exegético de estudiar en
detalle el texto, atendiendo a su contexto, nos ha conducido a clarificar un
punto que ha dado lugar a un largo debate.
La Iglesia católica tardó hasta el siglo XVI, en el Concilio de Trento, para
definir el concepto completo de la misa, que en parte había sido tratado en el
siglo XII, en el concilio de Letrán. Aun cuando aquí en Juan 6 el Señor no
estaba instituyendo la Cena del Señor, queda claro que Él dejó bien definidos

316
estos conceptos de «comer su carne» y «beber su sangre», desde el primer
momento.
La Iglesia del siglo I no permaneció en oscuridad sobre esta enseñanza
Tampoco quedó en oscuridad acerca del sentido de la cena, que el Señor
instituiría más tarde, y no en Juan 6. Cuando se hace referencia en el Nuevo
Testamento a la cena, lo que la caracteriza es su sencillez y su carácter
memorial, recordatorio, estaba desprovista de todo ceremonialismo y no
había sacerdotes oficiantes.
En cuanto a este gran asunto de la cena del Señor, lo consideraremos más
adelante, al final del capítulo, en el Apéndice G, titulado «La cena del Señor
según las Escrituras».
6. El Señor subraya la importancia suprema de la fe.
Aquí estamos frente a una gran doctrina bíblica, la unión entre Cristo y el
creyente. Se trata de la unión mediante la fe; se trata de permanecer en Cristo.
Ocho veces, en sentido positivo o negativo, el concepto de «creer» aparece
en este pasaje (vv. 29, 30, 35, 36, 40, 47, 64 y 69).
Hay que notar el tiempo de los verbos «coméis» y «bebéis» en 6:53,
cuando el Señor, expresando el pensamiento negativo, declara: «Si no coméis
la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros».
Ambos verbos están en el aoristo, denotando una acción una vez y para
siempre. No se trata, pues, de una repetida comida y bebida, como si se tratara
de un sacramento; se trata, en cambio, de una acción, de una vez y para
siempre, de recibir a Cristo. Este comer y este beber es absolutamente
necesario para tener vida eterna. Y es una manera gráfica de decir que los
hombres deben tomar a Cristo en lo más profundo de sus seres. El hombre
que recibe a Cristo por la fe, le recibe a Él, participa así de Cristo. Tiene
dentro de él aquella vida que es eterna. El propio Señor es, pues, el que
destaca la importancia suprema de la fe.
Cuando Él dice «Yo soy el pan de vida» lo que quiere decir es que Él
puede comunicar la vida y sustentarla. Él ha traído, por medio de su pasión,
aquella vida infinita, aquella bendita vida de Dios que se denomina la «vida
eterna».
317
La enseñanza es «Yo soy el pan de vida». No es en el pan de la cena que
encontramos a Cristo, sino en Cristo que encontramos el pan. La
interpretación literal material invierte la idea sublime expresada por el Señor.
Cristo enseña que el creyente no ha entrado a un estado temporal, sino a
un estado eterno de salvación; y la nota predominante es la comunión con su
Señor. Es Cristo el que subraya la importancia suprema de la fe. El Señor
quiso enseñar que el alma necesita alimento, y que para eso lo que todo
hombre necesita es vincularse a su gloriosa persona, por medio de la fe.
7. La apropiación de Cristo es por la fe.
Es por la fe que el alma «recibe» a Cristo. Lo enseña Juan:
«A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
poder de ser hechos hijos de Dios» (Jn. 1:12).
El «comer» y el «beber» es una manera enérgica de decir que no se trata
de una fe teórica, de la fe en el credo, sino que los hombres deben tomar a
Cristo en lo más profundo de su ser. La fe así concebida es un vínculo, y un
vínculo eterno, entre el alma y Cristo.
Por medio de la fe el hombre se encomienda a Cristo, se compromete con
Él, y se apropia de Él. Éste es el secreto de la vida eterna y es la clave para
un continuo crecimiento espiritual.
La enseñanza del Señor primero, y la de los apóstoles después, es clara. El
perdón de los pecados no se obtiene participando de un Cristo que se
ofrecería nuevamente, sino creyendo en el Cristo que se ofreció una sola vez,
una vez para siempre, en la cruz. La figura de beber que utiliza el Señor
presenta, por comparación con el beber natural, un aspecto clave de la fe, que
es el recibir; la fe recibe aquello que da vida, que es Cristo mismo.
El apropiarse de Cristo está asegurado, en todo el Nuevo Testamento, y en
este discurso del Señor, a la fe. Se trata de eso, de apropiárselo a Él, al
Salvador y Señor, en toda la plenitud de su gracia, como la Escritura lo
presenta. Esa apropiación es la que hace que la vida eterna constituya la
herencia de su pueblo, para que sea disfrutada aquí y ahora por los que

318
confían en Él. Aquel ser de quien los creyentes se apropian es el que ha
entregado su vida, en sacrificio por ellos.
Cuando el discurso del Señor en Juan 6 termina, vuelve a aparecer, otra
vez, la fe como elemento decisivo.
«Muchos discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con Él» (Jn.
6:66).
Entonces el Señor pregunta: «¿Queréis acaso iros vosotros también?»
Pedro responde:
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6:68).
Pedro no le dice «Tú tienes un sacramento para nosotros», ni «Tú nos has
dado tu cuerpo para que lo comamos...». Pedro subraya lo que el Señor ha
subrayado un momento antes, que la vida se encuentra en las palabras de
Cristo.
Pero no termina allí Pedro, porque agrega:
«... y nosotros hemos creído, y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo
del Dios viviente» (Jn. 6:69).
Pedro ha entendido la lección. La lección subraya la importancia suprema
de la fe, porque por medio de la fe el hombre recibe a Cristo. Éste es el acto
espiritual más trascendente de nuestra vida.
Lo que importa al Señor es que los hombres vengan a Él para tener vida
eterna. El Señor no está hablando literalmente, porque enseña que la manera
de dar vida a un hombre consiste en alimentarlo espiritualmente. Es
fundamental su declaración de que «serán todos enseñados por Dios», en este
mismo discurso.
Esta declaración tiene que aplicarse dentro del contexto del pasaje. El
pasaje entero enseña que el hombre no puede venir a Cristo a menos que
reciba una influencia espiritual. Esta influencia espiritual no consiste en un
sacramento sino en la enseñanza, y en una enseñanza impartida por Dios (Jn.
6:45). Para que sea eso, «impartida por Dios», tiene que tratarse de la Palabra
de la Sagrada Escritura, aplicada al alma por el Espíritu Santo. El Señor se

319
refiere a aquella enseñanza primera que todo hombre debe recibir para venir
a Cristo.
Todo está ligado, en este discurso, con la actividad de Dios el Padre, para
darnos el verdadero pan del cielo»; el Padre ha enviado a su Hijo; el Padre
ha ofrendado al Hijo; el Padre nos trae hacia el Hijo, pero no hace esto
arbitrariamente. El Padre dice esto haciéndonos «oír» y «aprender» (v. 45).
¿Puede quedar alguna duda de que lo fundamental no es un sacramento
sino la recepción de Cristo por medio de la fe? ¿Queda alguna duda de que
evangelizar es enseñar? Si quedara, habría que leer la gran comisión:
«Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id y
haced discípulos... enseñándoles...» (Mt. 28:19).
Detrás de esta orden hay una gran realidad: la Palabra de Dios es una
simiente, va a germinar. Y es un alimento, satisface al corazón. La salvación
Dios la otorga no mediante una ceremonia, sino alimentando el espíritu del
hombre.
La enseñanza es la influencia espiritual. Esa influencia espiritual debe ser
respondida mediante un acto que también es espiritual. Este acto espiritual
es la fe. No se trata de comer materialmente a Cristo; se trata de recibir
espiritualmente a Cristo. Lo primero es una ceremonia. Lo segundo es la fe,
la fe que salva.
Esto es lo que el Señor ha enseñado en el v. 35; allí ha enseñado que para
alimentarse espiritualmente, para no tener hambre nunca más, para no tener
sed nunca más, el hombre tiene que venir a Él, creyendo en Él. El pan expresa
que la satisfacción de la necesidad más profunda del alma es Cristo mismo.
Notemos el orden del pasaje:
a) El pan de Dios desciende del cielo y da vida al mundo.
b) Los hombres le dicen: «Señor, danos siempre este pan.»
c) El Señor responde «Yo soy ese pan; el que a mí viene, y el que en mí
cree, será saciado».

320
Será saciado espiritualmente. El Señor ha reprochado antes (vv. 26-27)
que los hombres buscaran el pan material. Todo el discurso apunta a
conceptos espirituales y no a actos literales. A Cristo, como pan de vida, no
se le recibe comiendo el pan de la misa, ni el pan de la cena, sino mediante
un acto de fe.
No hay duda de lo que el Señor ha dicho en Jn. 6:56. Equivale a decir «el
que, por medio de la fe, se apropia y asimila mi sacrificio como el único
fundamento de su salvación, permanece en mí, y yo en él».
Hay que subrayar que la fe es un acto espiritual, y tiene efectos
espirituales. La fe es un acto de apropiación personal y de comunión
personal. El comer y el beber son aquí una actitud espiritual.
El Señor ha dicho: «El que come mi carne... en mí permanece, y Yo en
él»; ésta es la comunión. «El que me come... vivirá por mí»; ésta es la
apropiación personal.
El resultado de la fe se compara con el comer porque el que recibe a Cristo
tiene dentro de él aquella vida que es eterna.
¿Por qué entonces la fe tiene importancia suprema? Porque es el medio,
establecido por Dios, para que el hombre se apropie de Cristo.
8. Las opiniones de Agustín y de Bernardo.
La autoridad de todo pasaje de la Escritura surge de ella misma, y no de
las opiniones de los hombres. Una vez que hemos comentado la Escritura y
esclarecido su significado, vale la pena citar opiniones de hombres del
pasado. Bruce cita a Agustín de Hipona, quien explica que el lenguaje del
Señor aquí constituye «una figura, invitándonos a tener comunión con la
pasión de nuestro Señor, y celosamente y con bendición atesorar en nuestras
memorias el hecho de que por nuestra causa él fue traspasado y crucificado».
En otra obra Agustín resume esta verdad en latín, en un epigrama inmortal:
«Crede, et manducasti»: «Cree, y has comido», o «si crees, has comido». La
frase de Agustín sintetiza la asociación que el propio Señor ha hecho entre
los vv. 40 y 54 de su discurso.

321
El propio Agustín proporciona otro argumento, pues ha señalado que si se
tratara de comer física o materialmente la carne del Señor, también habría
que entender materialmente el beber su sangre, lo cual estaba expresamente
prohibido en la ley (Lv. 3:17; Dt. 12:16). Este punto no carece de
importancia. No se podría atribuir al Señor haber sugerido quebrantar un solo
mandamiento de la ley ni tampoco un aspecto del ceremonial vinculado con
la sangre, qué reiteradamente prohibía beberla o comerla.
Continuando con este argumento de Agustín, tenemos que decir que, si las
declaraciones de Trento, reafirmadas en el Valicano II, fueran válidas,
entonces el feligrés católico, al recibir la hostia, estaría bebiendo la sangre de
Crisio, en toda la literalidad con que Trento la define. En ese caso, queremos
recordar a esa persona la Palabra divina que dice claramente «ninguna sangre
comeréis» (Lv. 3:17). Es evidente que el lenguaje del Señor es simbólico y
no literal.
Bruce también cita a Bernardo de Clairvaus, quien comenta sobre las
palabras «el que come mi carne...» como significando «el que reflexiona
sobre mi muerte y siguiendo mi ejemplo mortifica sus miembros que están
sobre la tierra, tiene vida eterna; en otras palabras, si sufres por mí, tú reinarás
conmigo».
Bruce cita la exposición de Bernardo simplemente para demostrar que un
místico del siglo XII y que, lo mismo que Agustín, ha sido declarado por la
Iglesia católica «doctor de la iglesia», mostró no tener ninguna necesidad de
tomar las palabras de Cristo en un sentido literal o corpóreo.
La reflexión es también aquí concluyente. El Señor explica sus propias
palabras y los autores citados se fundan en ellas. Siempre es importante
escudriñar el texto bíblico, como el mismo Señor enseña (Jn. 5:39), así como
estudiar a los autores que pueden ayudarnos a entenderlo.
9. El Señor habla aquí con oponentes y no con discípulos.
El Señor dialoga con oponentes y no con seguidores. Una audiencia de ese
carácter no hubiera podido entender su enseñanza si Él hubiera querido
instituir aquí una ordenanza que estaba destinada solamente a creyentes
comprometidos con Cristo. Además, tampoco los propios seguidores de Él

322
hubieran podido entender sus palabras si se hubiera referido a una ordenanza
que aún no había sido instituida. La reflexión clara es que en Juan 6 el Señor
no está instituyendo la cena, ni está anticipando nada sobre ella.
10. El Señor habla aquí figuradamente, y no literalmente.
Otra razón adicional reside en que los judíos frecuentemente utilizaban la
metáfora de comer y de beber para significar el tomar algo dentro de lo más
profundo del ser, se podía referir a recibir la ley, o a un alimento celestial.
No se refiere el Señor a la recepción de algo físicamente, sino que sus
palabras se refieren a la recepción de una redención espiritual. El comer y el
beber no contienen el pensamiento de un acto sacramental, sino que
significan la recepción de Cristo en su ofrenda de sí mismo.
Notemos otros argumentos en contra de una interpretación literal,
ceremonial o sacramental de las palabras del Señor
a) El comer y beber aquí en Juan 6 dan vida eterna; las enseñanzas
ceremoniales (que son sin fundamento bíblico) se repiten, señal de que lo que
dan no es eterno. En He. 10:1-2 el escritor inspirado, refiriéndose a los
sacrificios levíticos, señala que su repetición indicaba su ineficacia.
b) Si el resultado es espiritual (vida eterna) parece razonable que también
la causa sea espiritual y no literal. Según el Señor, el resultado de «comer» y
«beber» es vida eterna, que es un concepto espiritual; el medio, el comer y
beber, es también un concepto espiritual. Por lo tanto, el comer y el beber se
refiere a la fe, que recibe a Cristo. Éste es el camino para tener vida eterna.
Toda la Escritura del Nuevo Testamento lo afirma categóricamente. El
Señor lo dice en el capítulo anterior del Evangelio según Juan:
«...el que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y
no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (Jn. 5:24).
El apóstol Pablo lo reafirma en otro pasaje inmortal, cuando dice cuál es
la esencia «de la fe que predicamos». Dice:
«Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca
que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de
los muertos, serás salvo» (Ro. 10:8-9).

323
El carcelero pregunta: «¿Qué debo hacer para ser salvo?» La respuesta
apostólica es: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo...» (Hch. 16:30-31).
Toda la enseñanza de la Escritura es concordante en que a Cristo se le
recibe, no mediante el comer del pan de la cena del Señor o de la hostia de la
misa, sino mediante un acto de fe del corazón.
VII - LA COMUNIÓN DEL ALMA CON DIOS SE ALCANZA
RECIBIENDO A CRISTO COMO SALVADOR, POR MEDIO DE LA
FE
Aquí nos planteamos la pregunta: ¿Cómo se alcanza la comunión del alma
con Dios? ¿Cómo se mantiene?
1. En primer lugar está el hecho de venir a Cristo para ser salvo.
Esta unión con Cristo se verifica cuando una persona «viene a Cristo».
¿Qué significa «venir a Cristo»? Significa el acto del hombre que, con plena
conciencia de su culpabilidad como pecador delante de Dios, confía en Cristo
y se encomienda enteramente a Él para la salvación eterna de su alma.
Esto significa que el que viene a Cristo se reconoce como pecador, y cree
que Cristo murió sobre la cruz llevando nuestros pecados. «Dios cargó sobre
su Santo Hijo el pecado de todos nosotros». Para poder ser alimento, Cristo
tuvo que ser primero la ofrenda, en el sacrificio de la cruz.
Dios recibe a los pecadores como nosotros, por amor a su santo Hijo. Tener
fe en Jesucristo significa que la persona recibe a Cristo en su corazón (Jn.
1:12). ¿Qué hace Dios con la tal persona? Le da vida eterna. Esto es lo que
significan las palabras del Señor:
«El que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida» (Jn. 6:47-
48)
Notemos que no se trata de un sacramento impartido sino de Cristo
impartido. A Él se le recibe por la fe, y se le rechaza por la incredulidad. La
comunión con Cristo comienza allí, cuando el alma lo recibe a Él, por la fe.
2. Dios hace otra cosa más con esta persona. La une con Cristo. Esta unión
con Cristo es una de las grandes doctrinas de la Biblia.

324
¿Qué significa? Que cuando Cristo murió, el creyente murió. Y cuando
Cristo resucitó, el creyente resucitó. El creyente comparte la muerte de
Cristo, y comparte la vida resucitada de Cristo. Esto es lo que le da salvación.
3. Nuestra comunión con Dios se mantiene por el contacto diario con la
Biblia Las Escrituras limpian la vida del creyente. El creyente tiene el
privilegio de alimentarse de Cristo, el pan de vida; se trata del bendito
privilegio de alimentarse de aquel ser que satisface el corazón de Dios.
4. Otro aspecto fundamental de la comunión es la oración. Cristo ha dado
a todo creyente el derecho de entrar a la presencia de Dios en oración. El
creyente tiene en la oración un gran privilegio: el de orar «en el nombre de
Cristo». Significa que oramos con los derechos de Cristo; significa que
tenemos la misma entrada a Dios que Cristo tiene.
5. ¿Qué pasa cuando el creyente cae en el pecado? La unión con Cristo es
indestructible. La salvación es eterna, pero la comunión con Dios se
interrumpa Esta comunión solamente se restablece por la confesión de un
corazón arrepentido. En ese caso el Señor continúa purificándolo, sobre la
base de su sangre (1 Jn 1:7-9).
6. La comunión con Cristo es una comunión con la Palabra. La mesa con
los panes dé la proposición simboliza varios hechos:
El pan viene del cielo, de Dios; el pan «desciende» y esto habla del
sacrificio de la cruz. El sacrificio del Hijo es la ofrenda del Padre.
El mismo Señor ha enseñado: «Si permanecéis en mí, y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho» (Jn.
15:7); La enseñanza es que las palabras de Cristo permaneciendo en nosotros
son el equivalente de Él mismo permaneciendo en nosotros.
La comunión con Dios se mantiene por el estudio de la Palabra de Dios,
por la obra del Espíritu Santo que nos permite entenderla, y por la acción
intercesora de Cristo.
La vida espiritual depende del alimento que viene del cielo. El alimento es
Cristo mismo.

325
VIII – SON LAS PALABRAS DE CRISTO Y NO UN SACRAMENTO
LAS QUE COMUNICAN LA VIDA DE DIOS
Cerrando su enseñanza, dice el Señor:
«El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las
palabras que yo os he hablado son Espíritu y son vida» (Jn. 6:63).
¿Qué cosas son comida y bebida para nuestras almas? El perdón del
pecado, la aceptación por Dios, la adopción como hijo, el acceso al trono de
gracia, la promesa del pacto eterno, la vida eterna; esto es comida y bebida
para nuestras almas. Pero también es alimento la propia Palabra de Dios. Y
todo está asociado directamente con el Señor. Todo aquello que puede calmar
la conciencia, hacer arder el corazón, promover verdadera santidad, todo está
relacionado con Jesucristo Nuestro Redentor, Dios Encarnado. Y todo está
relacionado con la Sagrada Escritura.
El mismo Señor explica que sus palabras deben entenderse
espiritualmente. Tratar de tomar sus palabras en un sentido material, sin
intentar penetrar en el sentido que el Señor les ha dado, es torcer la Escritura.
El comer alimento material no imparte vida espiritual. El comer su carne y
el beber su sangre deben ser entendidos como una actitud y una actividad del
reino espiritual.
Aquí llegamos a una gran reflexión, que tiene fundamento doctrinal y
sentido práctico: Cristo es el pan de vida cuando nuestras reuniones tienen
como objetivo la exposición del texto bíblico, porque solamente la
predicación expositiva es la permite que las almas puedan contemplar al
Señor.
El alma pecadora nace a la vida cuando «viendo, cree», cuando contempla
a Cristo en la predicación. E1 creyente sigue alimentándose de Cristo cuando
lo contempla en la Palabra escrita o predicada.
La expresión «mis palabras» se aplica más allá que a los vocablos en sí de
su discurso, porque hay que recordar que en toda su enseñanza Jesucristo
enfatiza la obra del Espíritu Santo en los suyos. Él no está preocupado por lo
bueno que los hombres puedan producir según los mejores esfuerzos de su
carne. Toda la enseñanza del Señor presupone la necesidad de una obra del
326
Espíritu Divino dentro del hombre. En la comunicación de vida espiritual el
agente de la impartición de la vida es el Espíritu Santo y no un sacerdote.
Ya hemos visto que «todos serán enseñados por Dios», es decir, que Dios
enseñará a su pueblo ÉL mismo. Dios enseñará a su pueblo dentro de su
corazón. Cristo continúa aún más, porque identifica sus palabras con espíritu
y con vida. ¿Qué significa? Esto significa que las palabras de Él son
declaraciones creativas. No sólo hablan de vida; ellas traen vida. Sus palabras
son vida, es decir, pertenecen esencialmente al ámbito del Ser eterno, y así
tienen la capacidad de transmitir aquello que realmente son, vida.
La palabra de Cristo es dicha por uno que, en el sentido más pleno, conoce
la verdad y es realmente la verdad. Entonces, está impulsada por la energía
pensamiento creador de Dios. Es la misma Palabra que se ha expresado a Sí
misma en la creación.
Ellas son además espíritu, es decir, un alimento y un lenguaje que le
comunica con el espíritu del hombre. Las palabras que Cristo ha hablado
están cargadas de espíritu y de vida.
Toda la historia de la iglesia cristiana muestra que el poder regenerador
reside en las palabras de Cristo. Toda la gloria de la salvación se asigna a la
palabra de Cristo, y no a la nuestra. Sus palabras, cuando se reciben mediante
la fe, son el instrumento de la salvación. Esto es lo que ha asegurado su éxito,
a través de los siglos, hasta el fin de los tiempos, hasta el día postrero.

327
CAPÍTULO XIII
EL ALTAR DE PROPOSICIÓN

(Éx. 30:1–10)

I – INTRODUCCIÓN
1. Este altar de incienso, o de oro, o altar «del perfume», es llamado
también «el altar de delante del Señor» (Lv. 16:12). Era de dimensiones
pequeñas, y estaba ubicado delante del velo que separaba el Lugar Santo del
Lugar Santísimo.
El único objeto que lo acompañaba era un incensario de oro o sartén, en el
cual se prendería luego el incienso. Estaba en la categoría de las cosas
santísimas (Éx. 30:10).
Según el Sal 141:2, Lc. 1:10, Ap. 5:8 y 8:3, el incienso es una figura de la
oración, y en este capítulo veremos el desarrollo de este pensamiento.
En dos pasajes (Lv. 16:13 y Nm. 16:46-48) se sugiere que la nube del
incienso quemado servía para proteger al pueblo del peligro inherente de
entrar en contacto con las cosas santas.
Hay que señalar un detalle en cuanto a la orden para construir este objeto
del Tabernáculo. El detalle consiste en que ninguna orden fue emitida sino
después de que fuera revelada la enseñanza concerniente a la consagración
de los sacerdotes.
Así, el capítulo 25 de Éxodo describe lo relativo al arca, la mesa y el
candelero. Enseguida el tema cambia súbitamente, y en lugar de que se
describa lo vinculado con el altar de oro, el capítulo 26 da detalles sobre la
construcción del Tabernáculo, luego siguen otros capítulos con las
descripciones sobre el altar de bronce y el atrio. Después figuran dos

328
capítulos con directrices divinas para elaborar la vestimenta de gloria y
hermosura de los sacerdotes, y lo vinculado con la consagración de ellos.
Entonces, en el capítulo 30 de Éxodo el relato vuelve el pensamiento hacia
el interior del Lugar Santo y entonces se describe lo relativo al altar de oro.
Esto otorga a este altar una significación especial, porque se indica así cuál
sería el lugar en que el sacerdocio recién reglamentado debería ser ejercido.
Del altar surgiría una nube de fragancia constante, representando un
ministerio constante, en el cielo mismo, con lo cual era una figura sobre la
Persona y la obra de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote entronizado, visto en la
gloria de la resurrección, siempre viviente para ejercer su ministerio.
¿Por qué se le llama «altar», si ninguna víctima era sacrificada allí? Se le
llama así porque este nombre establece la relación con el primer altar, en el
sentido de que el altar de oro era el resultado de un sacrificio ya presentado;
el fuego santo que daba lugar a que el perfume ascendiera era aquel fuego
que primero había descendido para consumir la víctima en el altar de los
holocaustos.
II - ¿POR QUÉ DOS ALTARES?
¿Por qué había dos altares, uno de bronce y otro de oro? Hay varias
razones. Las lecciones que surgen de cada uno de estos altares son tan
importantes que la sabiduría eterna ha querido seguramente separarlos para
que pudiéramos apreciarlas mejor.
1. El altar de bronce aparece separado para que apreciemos la grandeza
única de la obra de la cruz, los sufrimientos de Cristo y las glorias que
vendrían tras ellos (1 Pe. 1:11). La cruz es un acontecimiento sin paralelo;
no hay nada semejante en la historia ni en el universo.
Dios no puede aceptar el culto de personas que no confían plenamente, y
únicamente, en la obra de la cruz de Cristo para su salvación, porque nada
puede compararse con la cruz.
2. Otra razón reside en que el altar de bronce habla de la muerte de Cristo;
el de oro habla del Señor viviente resucitado y ascendido. Los dos altares

329
hablan, pues, de la muerte y de la resurrección y constituyen el pleno mensaje
del Evangelio. Lo declara Pablo en Corintios:
«... os declaro, hermanos, el Evangelio...; que Cristo fue muerto por
nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que
resucitó al tercer día. conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:1-3).
La muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo son hechos distintos
pero constituyen un solo acto redentor. Cristo nos salva muriendo en la cruz;
nos salva al levantarse de la tumba, y nos salva porque está entronizado en
los cielos. De esto último habla en el altar de oro.
Su resurrección tuvo lugar así mismo porque si hubiera permanecido en la
tumba nosotros seríamos muy pobres; no tendríamos ahora un intercesor,
ninguno para representamos delante de Dios.
El primer altar era un lugar de sufrimiento, y tipifica a Cristo como
Salvador. El segundo altar era un lugar de triunfo, y tipifica a Cristo como
nuestro Mediador.
3. Otra razón para diferenciar los altares reside en que todo Israel tenía
acceso al primer altar, pero sólo los sacerdotes podían aproximarse al
segundo. En el de bronce había un perpetuo memorial de muerte, a través de
sacrificios continuos; en el de oro no se sacrificaban víctimas, pero la
fragancia de las especies tenía que ascender continuamente hacia Dios.
La oración y la alabanza, tipificadas en el altar de oro, solamente se
aceptan de aquellos que primero han venido a la cruz, tipificada en el altar
de bronce. La alabanza tiene como fundamento el sacrificio de Cristo.
El intento de pedir cosas a Dios aparte de la fe en Cristo crucificado sería
como ofrecer fuego extraño en este altar. La conversión viene antes que la
petición; la salvación viene antes que la adoración.
4. Hay todavía una razón más para distinguir entre los dos altares. En un
sentido general, el de bronce señala a lo que Cristo ha hecho en la tierra, en
tanto que el de oro indica lo que está haciendo ahora por su iglesia en los
cielos, donde está en gloria, sentado a la diestra del Padre, y donde la iglesia
y cada uno de sus miembros están, también, sentados. Lo dice Pablo:

330
«nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:6).
Aunque los altares presentan estas distinciones plenas de enseñanza, hay
que señalar que ellos estaban de todas maneras estrechamente ligados, como
veremos hada el final de este capítulo.
III - ESTE ALTAR REPRESENTA A CRISTO COMO INTERCESOR
El oficio sacerdotal de Cristo se puede dividir en dos grandes áreas:
a) La función sacrificial. Esta tarea la cumplió en la cruz.
b) La función intercesora. Ésta es su tarea actual.
En el gran Día de la Expiación el humo del incienso acompañaba al Sumo
Sacerdote en su primera entrada al Lugar Santísimo. Lo que las figuras del
Antiguo Testamento simbolizaban, Cristo lo ha cumplido realmente en el
santuario celestial.
El incienso es una figura de la oración, pero aquí lo estamos viendo en su
más elevada expresión, cuando el que ora es el Hijo de Dios. El altar del
incienso representa, pues, a Cristo en su tarea actual. Habiendo terminado la
Redención, Él ha penetrado en el Lugar Santísimo, en el Santuario verdadero,
para constituirse en el grande y Único Mediador que el Nuevo Testamento
presenta entre Dios y el hombre (1 Ti. 2:5).
Este gran intercesor está oyendo nuestro clamor y está abogando nuestra
causa.
La tarea que el Señor realiza como Sumo Sacerdote de su pueblo podemos
dividirla así:
1. Cristo ha asegurado, para los que confían en Él, el acceso al Lugar
Santísimo, donde Él mismo está.
El creyente en su situación actual sobre la tierra tiene este acceso; lo tiene
ahora, y no cuando se muera. Pero lo tiene «por la sangre» (He. 10:19), es
decir, en virtud del mérito infinito del sacrificio de Cristo. El sacrificio de
Cristo fue hecho una sola vez, pero su efecto es eterno.

331
Aquí es como si contempláramos el altar de bronce, y su resultado, que era
la escena gloriosa del Sumo Sacerdote de Israel entrando, una vez al año, al
Lugar Santísimo.
Aquí brilla la primera gran palabra de la Biblia, que aprendemos cuando
escuchamos el Evangelio; aquí brilla la salvación. El primer altar habla de
SALVACIÓN.
Sólo uno que no conoció el pecado pudo tomar sobre sí mismo la
responsabilidad de los hombres por el pecado y pudo crear una nueva
situación para los pecadores. Su sacrificio fue una respuesta a la santidad de
Dios y a los requerimientos de su santidad con relación al pecado. Su
sacrificio fue la respuesta final, definitiva, una respuesta espiritual, una
respuesta de amor a la santa voluntad de Dios, plena de gracia, para atender
a la terrible situación del hombre.
¿Cuál es la reflexión aquí? Es que por medio de su sangre, Cristo ha
asegurado el acceso al Lugar Santísimo, donde El mismo habita, porque Él
ha instalado a su pueblo redimido en la presencia de Dios.
La carta a los Hebreos presenta a Cristo entronizado por Dios eternamente
en el puesto de poder, en la sede del poder, en la sede de la misericordia; por
esta razón puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios.
2. Cristo intercede porque, como Sumo Sacerdote, representa a los
hombres delante de Dios.
Sobre la base de su obra de la cruz, el Señor ha ocupado su asiento en el
Trono; ha entrado, en su humanidad gloriosa, en el disfrute pleno de los
privilegios que ha ganado mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios.
De ahí en adelante Él aplica, para el bien de los hombres, los frutos de la
expiación. Éste es el aspecto de su obra actual que la epístola a los Hebreos
desarrolla magistralmente: el trabajo actual de Cristo como Sumo Sacerdote.
Esto es lo que la carta desarrolla magistralmente, pero que nosotros
conocemos escasamente. Por esta razón vivimos deficientemente.
El regreso a los cielos por parte del Señor es el regreso de un hombre
resucitado, y esto ha añadido un sabor nuevo y agradable al lugar de la
morada de Dios.
332
Esta intercesión reviste un triple carácter:
a) Es una intercesión autoritativa; el Salvador no ora como otro cualquiera,
sino que Él lo hace con la conciencia plena de su dignidad sacerdotal, con el
conocimiento del mérito infinito de su sacrificio y de la fuerza todopoderosa
de su vida resucitada. El Salvador sabe que el Padre «siempre le oye». Su
intercesión es una intercesión autoritativa (Jn. 11:42).
b) Su intercesión es misericordiosa. Ha venido a ser «misericordioso y fiel
Sumo Sacerdote» (He. 2:17).
c) Su intercesión es omnipotente. «El que está a la diestra de Dios...
intercede por nosotros» (Ro. 8:34).
Es fundamental que la Escritura revele que «abogado tenemos para con el
Padre» (1 Jn. 2:1). Cristo, como intercesor, está siempre en una relación
activa con Dios, inclinado, orientado hacia Dios en devoción no
interrumpida, mirando a Dios. Lo que es fundamental es que la Escritura lo
presenta en esa actitud para interceder por nosotros.
IV - ESTE ALTAR REPRESENTA TAMBIÉN LA ORACIÓN
Este pequeño altar de oro representa la intercesión de Cristo en favor de
su pueblo, pero representa también nuestra oración en el nombre de Cristo.
Representa a Cristo a la diestra del Padre y también representa el gran
privilegio que todo creyente tiene: su comunión espiritual con Dios. Éste es
el oficio que debe caracterizar al creyente como sacerdote.
El problema de muchos creyentes es que nunca pasan más allá del primer
altar en su experiencia, es decir, no entran en el espíritu de su oficio
sacerdotal.
Según Sal. 141:2; Lc. 1:10, Ap. 5:8 y 8:3, el incienso es una figura de la
oración. Allí leemos:
Sal. 141:2: «Suba mi oración delante de Ti como el incienso, el don de
mis manos como la ofrenda de la tarde».
Lc, 1:10 «Y toda la multitud del pueblo estaba afuera orando a la hora
del incienso».

333
Ap. 5:8: «Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y
los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero; todos tenían
arpas, y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los
santos».
Ap. 8:3: «Otro ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un
incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las
oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante
del trono.»
Podemos entonces extraer varias lecciones.
1. La disposición del altar.
Cuando el sacerdote ministraba en este altar, aunque no podía ver el
propiciatorio miraba hacia él y presentaba el incienso hacia allí. Esto sugiere
que tenemos que presentar nuestras oraciones mirando hacia el trono de
gracia. Esto es fundamental en nuestro sacerdocio. Que el alma contemple
algo de un Señor victorioso, sentado en el trono. Lo esencial cuando oramos
no es mirar hacia dentro, sino hacia arriba. Lo esencial no es mirar a nosotros
sino mirar al Señor entronizado.
Bajo la dispensación de la gracia todo creyente es sacerdote porque tiene
libre acceso a Dios.
Antes había un velo grueso entre Aarón y la gloria de la presencia de Dios,
pero ahora no hay velo alguno entre el Señor y el creyente cuando se
encuentran en el trono de gracia (He. 4:14-16).
Aquí hay un concepto nuevo, que no era conocido en el Antiguo
Testamento. Era inconcebible para un judío que los prosélitos, es decir,
hombres que provenían de los gentiles y que abrazaban la fe judía, pudieran
venir a ser sacerdotes. Tampoco podían serlo todas las familias sino sólo una.
Pero ahora, en el Nuevo Testamento, el sacerdocio y el ministerio son un
privilegio que puede disfrutar todo creyente.
2. El oficio de los sacerdotes.
El Tabernáculo no solamente habla de Cristo sino también de los que están
«en Cristo» y que, por ello, han entrado a la presencia de Dios. Nosotros

334
también, como los sacerdotes del Antiguo Testamento, tenemos un
ministerio de intercesión, y tenemos un ministerio de adoración. Todo
creyente es un sacerdote, y por tanto tiene un ministerio de intercesión y tiene
un ministerio de adoración.
Dios se agrada más de nuestra adoración que de nuestro servicio porque
no puede haber un servicio aceptable hasta que nos hayamos detenido
primero ante el altar de oro para aprender a adorar.
El orden divino es conversión, adoración, servicio.
Marta, en la casa de Lázaro, fue reprendida; lo fue no porque servía, sino
porque intentaba servir sin detenerse primero para escuchar a Cristo y para
adorarle.
¿Está claro? El ministerio de la Palabra que tenemos que recibir, y la
adoración, están antes de nuestro servicio. No hay dos clases de mujeres
creyentes, unas como Marta y otras como María. El servicio no se opone a la
adoración y a la meditación. El servicio requiere meditación y adoración.
Esta tarea solamente es para creyentes. Es que tenemos que orar por aquellos
que no saben orar, y que no pueden orar. Los incrédulos no pueden tener la
bendición del altar de oro si antes no pasan por el altar de bronce, es decir,
no pueden pensar en un Intercesor si no vienen antes a los pies de Cristo para
encontrar en El un Salvador.
En el primer altar se subraya la idea de la expiación del pecado, de la
aceptación delante de Dios por medio de una víctima; en el segundo se
enfatiza el alto llamamiento y el «status», la condición de los santos, y se
enseña así mismo cómo pueden mantenerse en ese estado, para que puedan
ofrecer la adoración en el Santuario Celestial.
3. El incienso se quemaba cuando las lámparas eran limpiadas.
Esta limpieza de las lámparas se hacía dos veces por día. En Éx. 30:7
leemos: «Y Aarón quemará incienso aromático sobre él; cada mañana
cuando aliste las lámparas lo quemará». Esta quema del incienso en conexión
con el arreglo de las lámparas tiene un mensaje vital para nosotros como
sacerdotes. ¿Porqué? Poique habla de la intercesión de Cristo en conexión
con el testimonio de los suyos.
335
¿Quién hacía este trabajo? Nada menos que Aarón, el Sumo Sacerdote.
Esto es muy significativo. Ésta es la gran tarea que Cristo cumple hoy, en
favor de todo creyente. ¿Qué está haciendo Cristo hoy? Él intercede por los
suyos. Su trabajo hoy consiste en limpiamos, para así permitir que corra más
y más de su Espíritu. Aquí se esconde un pensamiento grande. La
purificación de nuestras almas es tarea de Dios y solamente de Dios. ¿La
estamos permitiendo?
Hay aún otra lección. La limpieza es la que da fortaleza para dar luz.
Las iglesias del Asia, de Apocalipsis 2 y 3, son una prueba de este trabajo.
No estaban en el cielo sino en la tierra. Ellas tenían que dar luz en aquel
mundo, que era, igual que el de hoy, un mundo de tinieblas. Dios ha
establecido la iglesia para que ella sea el medio supremo de revelar su gracia.
Cristo no tiene otro plan para salvar a las almas. Como Él ha resplandecido
en nuestros corazones, así el Señor que nos rescató, espera que lo revelemos
a Él a las almas que están en las tinieblas.
Notemos que a algunas de esas iglesias sólo les da una palabra de
aprobación; a otras, una palabra de adoración junto con el reproche; a otra
sólo una advertencia.
Cristo quiere limpiar la vida de todo hábito, de toda práctica que, aunque
legítima, puede ensombrecer el testimonio al nombre santo de Dios. ¿Estáis
permitiendo esto? Puede ser un pecado sin confesar. Puede ser el surgimiento
de la voluntad propia. Puede ser negligencia.
En lo que se relaciona con la iglesia, ella no podía recibir al Espíritu antes
de que el Señor ascendiera. Pero una vez que ha ascendido. Él no permanece
inactivo.
Lo que Juan vio fue aquella visión profética de las condiciones que
prevalecerían en la iglesia profesante desde los días apostólicos hasta el
retorno del Señor. Y allí, en Apocalipsis 2 y 3, lo que se nos da es una visión
del exaltado Hijo de Dios en gloria, caminando en medio de los candeleros.
Éste es un pensamiento sublime. Hoy está haciendo lo mismo. ¿Qué está
haciendo? Él está constantemente limpiando las lámparas, para que el
Espíritu Santo pueda correr libremente. El creyente, como sacerdote, puede
336
dar luz. Pero esta luz es posible porque el Sumo Sacerdote limpia su lámpara,
y limpia porque intercede. La figura no podría ser más expresiva. Aquí brilla
la gloria de Cristo como Sumo Sacerdote.
4. La devoción de Cristo al Padre.
Consideramos ahora el texto de Ef. 5:2, que es una presentación de la
muerte de Cristo en el lenguaje del ritual del Antiguo Testamento. Antes
hemos visto su relación con el holocausto; ahora vemos otro aspecto. Dice
Pablo:
«Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí
mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante».
«Ofrenda y sacrificio». El segundo término explica el primero. La
naturaleza de su ofrenda era que fuera un sacrificio. La ofrenda envuelve la
idea de una entrega y el sacrificio envuelve la idea de una víctima. La víctima
era no sólo inmolada sino que además era presentada a Dios. Por tanto, el
sacrificio era la ofrenda de una víctima.
El apóstol Pablo introduce aquí este concepto con el propósito de enfatizar
que el amor divino tan ampliamente desplegado en Cristo, debe ser el motivo
y el modelo del amor que debe marcar nuestra senda. Aunque éste es el
sentido de la enseñanza en el contexto, lo que queremos destacar, en
conexión con este capítulo, es que el apóstol ve ese amor de Cristo en el
sometimiento de sí mismo a la muerte.
Cristo nos salva mediante un acto como el que hacía el sacerdote, es decir,
mediante un sacrificio. Cristo se dio a sí mismo como un sacrificio en el
sentido más completo, como una víctima santa, cuya sangre fue derramada
al presentarse ante Dios. El sufrimiento envuelto en el sacrificio, el
sufrimiento sin paralelo, que Él soportó como nuestro sacrificio, prueba la
profundidad y el fervor de su corazón, y hace resplandecer que fue por amor,
ese amor que el apóstol presenta delante de los efesios, «...en olor fragante».
El agrado por el humo del incienso quemado, tan fragante para los orientales,
es aplicado a Dios. Aquella muerte fue un acto de obediencia sin paralelo,
pero fue además una ofrenda propiciatoria.

337
Esta expresión significa «un sabor de reposo», o sabor «de descanso», de
satisfacción que sacia el corazón de Dios. Todo esto expresa su aceptación
por parte de Dios como una ofrenda por el pecado, en una acción que «llenó
el cielo con su fragancia».
El incienso de este altar tiene una enseñanza trascendente en cuanto a la
vida de oración, porque subraya cuál tiene que ser nuestra actitud cuando
contemplamos el amor y la devoción de Cristo hacia el Padre. En la oración
del sacerdote creyente debe haber el sentido de entrega total a Dios. A
nosotros no se nos pide una entrega para morir. Pero sí se requiere que haya,
en nuestra oración, «el mismo espíritu de dependencia y sumisión que le
señaló a Él».
5. El uso exclusivo del perfume del incienso.
El incienso muestra las excelencias, los atributos que el Padre ve en su
amado Hijo; muestra también cómo nuestras oraciones son aceptadas en Él,
pero este dulce perfume era solamente de uso santo, para el Señor.
El incienso que ascendía era un memorial del agrado con que el Padre mira
a su amado Hijo, y del deleite con que aprecia su obra terminada de la cruz.
La oración es la expresión vital más importante de la fe cristiana. La
oración expresa que entre el Señor y el creyente existe un vínculo vital,
personal. Todo eso pone de relieve la importancia de concebir a la oración
no tanto como un monólogo sino como un diálogo entre el alma y Dios. La
auténtica oración consiste en establecer con Dios un contacto vivo, personal;
se establece un diálogo con Dios a través de la Palabra.
El Señor es un oyente paciente de sus hijos. Él siempre tiene tiempo para
nosotros. «Pero no olvidemos de darle a Él la oportunidad de que nos hable».
Ciertamente, lo que Él tenga para decimos hoy es infinitamente más
importante que todo cuanto nosotros podamos decir o pedir.
El incienso no podía ser destinado a otros fines. Hay algo en Cristo y en
su ofrenda que sólo el Padre puede apreciar. El cielo es el lugar en que su
fragancia se aprecia en perfección absoluta.

338
Notemos que ninguna imitación debía hacerse de este perfume. Esto es un
aviso de alarma, frente a los intentos que hoy se hacen para imitar la obra de
Dios, ofreciendo a la gente un evangelio de bendiciones sin cruz, de
renunciamiento a la carne.
El hombre y la carne; el hombre y su vanidad tienen que quedar anulados.
El verdadero Evangelio no deja lugar para la exaltación del hombre ni para
alimentar su vanidad. Es un mensaje que, por el contrario, habla de una
regeneración y de una renovación como obra del Espíritu Santo, para reparar
lo que el pecado ha destruido, para mortificar a la carne, para limpiamos,
para que el Espíritu, que es Santo, pueda correr.
6. El incienso es una figura de Cristo entronizado.
El único perfume que sube al cielo es el de la persona y la ofrenda de
Cristo.
No hay lugar para la gloria humana ni en la iglesia ni en el cielo. Solamente
cuando el ego, el yo, está sobre la cruz, podemos decir que, en nuestra
experiencia, Cristo ocupa el trono. Cuando decimos que Cristo reina o
cuando cantamos que Cristo reina deberíamos reflexionar seriamente. Cristo
no reina hoy en el mundo; sobre él reina el usurpador, el príncipe de este
mundo. El Señor reinará sóbrela tierra en el milenio, y hoy reina en la gloria.
En cuanto a los creyentes, es un error dar por ganado, con gran ingenuidad,
lo que para los apóstoles era un gran conflicto, que significa negarse a uno
mismo, tomarla cruz, en una tarea que dura toda la vida. Para que Cristo reine
en nosotros la carne debe ser mortificada. Esto es lo que la Escritura reclama.
De lo contrario, el que reina es el pecado (Ro. 6:12).
Ciertamente, hay victoria sobre el pecado; cada día puede haberla, pero si
hablamos de victoria la cruz tiene que ser mencionada, porque el mensaje de
la cruz tiene que hacer su obra en nosotros.
Hay victoria, pero la victoria viene en medio de un conflicto, de una lucha.
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
cada día, y sígame» (Lc. 9:13).

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Toda la exhortación del Nuevo Testamento es para que aprendamos que la
carne tiene que ser mortificada y no gratificada.
Las obras de la carne alcanzan también a tendencias muy sutiles dentro de
todos nosotros. Las enemistades, la confianza en nosotros mismos, la
suficiencia, la afirmación de nuestra personalidad caída, la imposición de
nuestra opinión, el orgullo, los celos. También sobre estas cosas, que
conocemos tanto, está escrito: «el deseo de la carne es contra el Espíritu»
(Gá. 5:17).
Donde Cristo habita, Él debe ser Señor. Esto trae sobre cada creyente el
pensamiento solemne de que, para oficiar como sacerdote, necesitamos tener
sujeto al hombre natural.
Este tema es recurrente en las Escrituras. El altar de oro era un recordatorio
permanente para los sacerdotes de que llevaban en sí mismos su vieja
naturaleza. En el gran Día de la Expiación de Levítico 16, el Sumo Sacerdote,
llevando un incensario encendido y arrojando el polvo de incienso, entraba
al Lugar Santísimo. Tenía que hacerlo así para no morir.
La aplicación a nosotros es directa. Necesitamos la realidad que el incienso
simbolizaba; necesitamos la intervención de Cristo porque sin ella no
podríamos permanecer delante de Dios, ni podríamos oficiar como
sacerdotes.
Y tenemos que recordar que Cristo como Sumo Sacerdote siente
compasión por nuestras debilidades, pero no por nuestros pecados. El ego, el
yo, nuestra naturaleza vieja, ha sido condenada, y ha sido puesta a un lado.
El ministerio de Cristo como Sumo Sacerdote restaura y purifica. Nuestro
Sumo Sacerdote dedica su amor hasta lo sumo para mantener a los suyos
completamente protegidos en medio de los peligros de este mundo; para eso
tiene una tarea especial que cumplir dentro de nosotros, para que aprendamos
la penosa disciplina de mortificar las obras de la carne. Aun en el caso de que
hayamos caído, Él está pronto para restaurarnos, pero llevándonos al
arrepentimiento y a la confesión de nuestros pecados, y nunca a la
complacencia en ellos.

340
Necesitamos el oficio sumo sacerdotal de Cristo para mortificar la carne,
porque sólo en este caso estamos limpios para oficiar como sacerdotes
espirituales.
Hay un ministerio restaurador, cuando Cristo restaura, Él purifica. «Él es
fiel y justo para perdonarnos» y para limpiarnos (1 Jn. 1:9), como hemos
visto en el Lavacro.
La reflexión es grande. Dada nuestra debilidad, dadas las enormes
impurezas que caracterizan nuestro testimonio, es nada menos que la plenitud
de Cristo como Sumo Sacerdote lo que necesitamos para nuestro ministerio.
Nuestra condición de debilidad, de flaqueza y de maldad, requiere nada
menos que el poder vivo e incesante de la Intercesión del Señor, para limpiar
nuestras lámparas.
Hay que añadir otra reflexión. Si alguna parte de nuestro servicio a Cristo
recibe bendición, eso es solamente producto de su gracia, la gracia que
acompaña siempre al interminable trabajo del Señor para corregimos y para
purificarnos.
Que el Señor bendice a su iglesia, no hay duda. Pero no nos bendice como
prueba de que le estemos agradando; más bien nos bendice para que le
agrademos.
7. La oración del Salmo 141:2.
Aquí nos ocupamos con un pasaje difícil del Antiguo Testamento pero que
arroja luz sobre el significado del incienso en las Escrituras.
«Suba mi oración delante de Ti como el incienso, el don de mis manos
como la ofrenda de la tarde» (Sal. 141:2).
Cada mañana y cada tarde, un cordero era quemado en el altar de bronce,
como una ofrenda por toda la nación, una ofrenda de holocausto. Como
hemos visto, ésa era «una ofrenda ascendente».
Por otro lado, el humo del incienso que se quemaba en el altar de oro era
continuo en el sentido de que estaba ascendiendo a la mañana y a la tarde.
El sacrificio de que aquí se habla consiste en la ofrenda «de flor de harina»
Lv. 2:1-11, sobre la cual se echaba aceite e incienso, todo lo cual se hacía
341
arder sobre el altar. Eso se agregaba sobre el holocausto, el cordero que se
ofrecía cada mañana y cada tarde (Ex. 29:34-42).
Todos los vasos en el Lugar Santo tipifican la posición actual de Cristo y
su servicio en los cielos, y este altar de oro en particular es un tipo de Cristo
en su intercesión como Sumo Sacerdote, en un ministerio celestial.
Los ingredientes requeridos para preparar el incienso debían ser puros.
¿Por qué? Porque el incienso es figura de ese ministerio celestial. El incienso
es una figura de la vida fragante del Señor delante del Padre. Y es una figura
de su ofrenda de la cruz, «en olor fragante» (Ef. 5:2). El perfume de la
ofrenda de Cristo «llenó el cielo con su fragancia», y podemos decir que el
sacrificio, así aceptado, llenó aquel ambiente de paz.
La reflexión para que podamos entender el texto del Sal. 141:2 debemos
basarla en el holocausto, que era la ofrenda de la tarde, y en el incienso. La
reflexión es que toda la fragancia de la persona de Cristo, aquella que fue
manifestada en su consagración total a Dios, hasta la muerte (porque de eso
habla el holocausto) y todo el poder infinito de su intercesión (porque de eso
habla el incienso) quedan desplegadas ante el trono.
El incienso es figura de la oración, y así lo indica nuestro texto. El salmista
compara su oración con el incienso, porque él ve que la nube fragante es
aceptada. Así quiere ver que su oración sea aceptada.
El incienso requería una preparación cuidadosa, y esto señala que la
oración es más que petición; la oración consiste en levantar nuestras almas
enteramente hacia Dios. La expresión «delante de Ti» indica «dirigida hacia
Ti».
La lección es preciosa. El levantamiento de las manos indica que el
corazón es levantado. El salmista ofrece su corazón a Dios en oración, y
ruega que su oración sea aceptada.
Todavía hay otra lección. La idea del texto es que el salmista ofrece el
sacrificio con sus manos vacías.
Esto es una confesión de impotencia y por tanto de dependencia. Es como
si el salmista dijera: «Dado que no traigo nada en mis manos, acéptame tú,

342
Señor, como si trajera mis manos cargadas con ofrendas». La idea es, pues,
que nuestra oración y aun nuestra adoración no consiste en traer nada porque
venimos vacíos, sino en tomar, en invocar el valor infinito de la ofrenda de
Cristo, único fundamento para que nuestra petición sea aceptada.
Pablo dice en Atenas que
«(Dios) no es honrado por manos de hombres, como si necesitase de
algo; pues Él es quien da...» (Hch. 17:25).
¿Qué dice, pues, el salmista? Dice:
«(Señor) que la aceptación que das al incienso puro (y la aceptación
que das) a la ofrenda del holocausto sean la medida de la aceptación
que das a mis oraciones».
Nada más, pero nada menos. Este hombre, guiado por la inspiración,
demuestra un discernimiento espiritual único.
Hay una diferencia entre el salmista y nosotros. La diferencia es de
posición, o de dispensación.
El salmista pedía que eso fuera así. El creyente del Nuevo Testamento se
presenta para orar sabiendo que esa petición ya está concedida. ¿Por qué?
Porque toda aquella fragancia de la persona de Cristo queda ahora desplegada
ante el trono, y queda desplegada por nosotros, es decir, en favor de nosotros.
¿Cómo lo sabemos?
a) Porque Cristo está presente delante de Dios, por nosotros. Él podía
haber entrado al trono en virtud de la gloria eterna de su persona; podía haber
regresado allí, sin haber pasado por la cruz. Pero en He. 9:12 vemos que entró
allí «por su sangre». ¿Por qué? Tuvo que entrar «por medio de su sangre»
porque no regresó solo, sino llevando consigo «muchos hijos a la gloria». Si
hubiera regresado solo hubiera podido hacerlo sin sangre. Si entró «por su
sangre» es porque no entró solo, sino que entró también por otros,
acompañado por otros que no tienen su pureza y su santidad.
b) Esto es lo que dice He. 9:24. Cristo está delante de Dios. Está allí no
solamente por sí mismo, sino que está como Sumo Sacerdote de su pueblo,
es decir, está allí «por nosotros», representándonos a nosotros.

343
Por tanto, aquí hay otro gran estímulo para orar. La oración que elevamos
al trono tiene aceptación delante de Dios. La medida de la aceptación es la
medida en que el Padre acepta a la persona y al sacrificio de su Hijo. Todo
es «por nosotros». La fragancia de aquella persona y la fragancia del
sacrificio de la cruz quedan desplegadas cuando nosotros oramos.
Hemos llegado a la cumbre, otra vez. Nuestro derecho para entrar a la
presencia de Dios es el derecho de Aquel que nos autoriza a invocar su
nombre para eso, para entrar.
Los sacerdotes en el Tabernáculo ofrecían incienso por el pueblo de Israel,
y así nosotros tenemos hoy, en el cielo, un Sumo Sacerdote que está allí,
viviendo siempre para interceder.
El sacerdote cristiano es uno que trabaja, ciertamente. Pero es al mismo
tiempo uno que coloca la oración y la adoración en primer lugar, en cuanto a
su servicio. Si queremos ser trabajadores primero tenemos que ser
adoradores. Las batallas espirituales que forman el carácter son ganadas en
tiempos de prueba y de oración más bien que en el tiempo de servicio. Aun
una buena predicación por sí sola no es suficiente para ganar almas, porque
siempre hace falta la oración.
Si podemos ofrecer alguna nota de alabanza, eso no tiene origen en
nuestros sentimientos, siempre variables, ni tampoco en alguna estimación
de nuestra cercanía a Dios; si podemos acercarnos es porque confesamos el
nombre de Cristo, y esto produce regocijo en el corazón del adorador, que es
un pecador salvado por pura gracia. Así, en nuestra adoración tenemos que
tener el Calvario delante de nuestra vista. «Un Cordero como inmolado» en
medio del trono es el objeto de la adoración.
Este altar de oro no solamente marca el lugar adonde el Señor ha ido, y
donde ahora está, sino que también señala a aquel lugar donde Él nos ha
llevado y donde, representativamente, nosotros estamos en Él. Todos
aquellos cuyas conciencias han sido purificadas por la sangre de Cristo
forman parte de un sacerdocio santo, y todos tienen igualmente libertad para
entrar y oficiar como adoradores en el Lugar Santísimo. Esto sobrepasa con
mucho nuestra aspiración más elevada; pero así debemos tomarlo, porque así
está revelado.
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Lo que está anticipado en el Salmo es la aceptación plena que el creyente
tiene delante de Dios, «en Cristo».
Lo que está anticipado en el salmo es que la fragancia de aquella Persona
y la fragancia del holocausto de la cruz, todo se despliega en el santuario
celestial para que seamos aceptados cuando oramos.
Miremos otra vez las grandes palabras del salmista:
«Que la aceptación que das al incienso puro, y (que la aceptación que
das) a la ofrenda de holocausto sean la medida de la aceptación que des
a mis oraciones.»
8. El ángel de Ap. 8:3.
Hay otra lección fundamental que da la Sagrada Escritura, y que revela
que la oración del creyente no es una tarca solitaria. En Ap. 8:3 leemos que
«otro ángel vino... con un incensario de oro... y se le dio mucho incienso para
añadirlo a las oraciones de todos los santos...».
Hay posiblemente una sugerencia a que este ángel sea el mismo Señor
Jesucristo.
En todo este ministerio de oración el creyente tiene que sostenerse porta
gran visión que da la Sagrada Escritura.
El simbolismo del incienso es claramente el de una oración presentada;
allí en esa escena el altar de oro se halla delante de la presencia de Dios, y el
lugar del sacerdote es ocupado por un ángel.
El altar de incienso permanece delante de Dios; allí, lo mismo que en el
antiguo Tabernáculo terrenal, hay un lugar en que sube el olor fragante hacia
Dios, y Ap. 8:3 no deja ninguna duda; se trata de las oraciones de los santos
que en un momento se encuentran en la tierra.
Allí, dos verdades quedan establecidas una vez más en el Nuevo
Testamento:
a) La expiación que se ofrecía en el altar de bronce ha cesado, porque ha
sido cumplida una vez y para siempre mediante el sacrificio del Hijo de Dios.

345
b) Pero el papel del altar más pequeño, el del incienso, continuará por la
eternidad.
Notemos que, según Ap. 8:3, «otro ángel vino entonces, y se paró ante el
altar, con un incensario de oro...». Hay, pues, una figura angélica que se
acerca al altar, para oficiar como sacerdote y como intercesor. ¿Quién puede
ser? Hay uno solo que responde a estas características, y es nuestro propio
Salvador y Señor. Oficia como Sacerdote-Mediador, aunque vemos que aquí
se presenta como ángel.
Vemos, pues, al Señor Jesucristo en medio de una escena futura de juicios
que son administrados por ángeles. ¿Qué está haciendo? Está escuchando las
oraciones de su pueblo que está en la tierra, pero hace más que escuchar,
porque leemos que a este ángel «se le dio mucho incienso para añadirlo a las
oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del
trono». Su oración, hermano, no es una tarea solitaria. ¿Por qué? Porque el
Señor toma la oración que el creyente hace y agrega la propia de Él. Así su
oración sube al cielo, como si fuera la del mismo Señor. «Y de la mano del
ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de
los santos». Estas oraciones no suben directamente, sino que el Señor añade
la suya propia y así perfecciona las peticiones de los suyos aquí abajo.
¿Cuál es la reflexión? Si el Señor obrará en esta forma en la tribulación,
en una época futura, cuya fecha no se nos ha revelado, ¿no debe esto
estimularnos a nosotros que estamos aquí abajo, ahora, el hecho de saber que
Él añade su oración todopoderosa a nuestra débil petición? Nuestras
oraciones pobres son mezcladas con las oraciones del mismo Señor de la
gloria. Las oraciones de su pueblo suben al trono como si fueran las de Él.
Éste es otro pensamiento cumbre, altamente consolador, de la Escritura.
V - EL CREYENTE Y EL ALTAR DE ORO
Todo creyente es sacerdote, y lo es también para vivir la experiencia del
altar de oro.
Hoy, nuestro acercamiento a Dios es posible porque «...ahora, en la
consumación de los siglos, (Cristo) se presentó una vez para siempre por el
sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado» (He. 9:26), La

346
revelación no puede ser más terminante. El acercamiento es posible porque
lo que ha sido quitado mediante el sacrificio de Cristo es aquello que se opone
a Dios, en nosotros.
Notemos la comparación implícita con la entrada del sumo sacerdote
levítico. Él entraba al Lugar Santísimo, que era un lugar oscuro. Según Lv.
16:12-13, después de degollar el becerro de la expiación, tomaba un
incensario lleno de brasas del altar y con sus puños llenos del perfume molido
entraba detrás del velo. Ponía el perfume sobre el fuego delante de Jehová, y
la nube del perfume «cubrirá el propiciatorio... para que no muera».
La oscuridad y las nubes del incienso estaban destinadas a velar la
indignidad del sacerdote al presentarse delante de Dios. Pero además aquella
oscuridad velaba, para el sacerdote, la gloria de Dios. La oscuridad y la nube
ocultaban la pecaminosidad del hombre, para que no muriera ante la gloria
del Dios Santo.
La gran lección del Nuevo Testamento es que ahora no hay nubes entre el
hombre y Dios. Cristo se ha presentado delante de Dios, cara a cara con Dios,
sin nube que lo interfiera. Él se presenta ahora, en la presencia de Dios, no
sólo en su propio nombre, sino también en nombre de otros, y estos otros son
pecadores redimidos. Él ha entrado, y es por nosotros que ha entrado.
Todo creyente está llamado a servir a Dios con alegría (Sal. 100:2) y a
adorarle con fervor. Ambas tareas, el servicio y la adoración, se denominan
en el Nuevo Testamento como «sacrificios espirituales». El creyente es
llamado a ofrecer ese servicio y esa adoración. Pero lo único que puede
sostener, en esta responsabilidad sobrehumana, al que siente su debilidad
intrínseca, es la convicción profunda, arraigada en el alma, de que la plena
manifestación de la gracia en nuestras vidas sin mérito está asegurada por el
Sacerdocio de Cristo, a pesar de lo que somos. Nada que nuestras almas
necesiten está excluido de su provisión generosa, a pesar de lo que somos.
Nada se nos otorga porque lo merezcamos sino en razón de que Dios nos ha
unido a Cristo, a pesar de lo que somos.
El santuario en que Cristo oficia está en los ciclos. Desde allí Él administra
las realidades espirituales del cielo. En ese ambiente celestial, Él se
manifiesta a los que le adoran. El sacrificio de Cristo ha transformado
347
completamente el método para acercarnos a Dios. Él, en su misericordia, no
ha entrado allí solo, y a ese ambiente celestial el creyente es exhortado a
acercarse. Ningún creyente debe quedarse a mitad de camino porque, como
sacerdote, debe vivir la experiencia del altar de incienso.
De todos los privilegios del sacerdote cristiano, el más elevado es la
adoración. Es nuestra responsabilidad más trascendente; pero seguramente
es la responsabilidad más descuidada. Notemos qué pedían los creyentes bajo
la ley.
«Bienaventurado el que Tú escogieres y atrajeres a Ti, para que habite
en tus atrios» (Sal. 65:4).
«Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová...
Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en
las moradas de maldad» (Sal. 84:2,10).
Ésta era la máxima ambición de un judío piadoso; él sólo podía pensar en
el atrio de la casa de Dios. Por su parte, los sacerdotes podían oficiar en el
Lugar Santo.
Pero ahora, bajo la gracia, todos, todos los que confían en Jesucristo son
invitados a entrar a la presencia de Dios, para orar y para adorar.
¿Por qué vivir en el atrio si podemos vivir más adentro, en el santuario, en
plena comunión con Dios? No hay en la gloria un Sumo Sacerdote que esté
solo con Dios. El Lugar Santísimo es hoy el ámbito de la adoración de los
hombres redimidos.
El mismo Señor que primero liberta al hombre de la culpa de su pecado
ahora lo conduce, mediante la sangre redentora, hasta el Lugar Santísimo.
Cristo lo ha introducido allí; lo ha introducido para que ore, para que clame,
para que llore y para que adore a Dios. Ésta es la base de nuestro regocijo, y
ésta es la fuente de nuestra consolación.
VI - LA RELACIÓN ENTRE LOS DOS ALTARES
Este altar de oro es un tipo del Señor de la gloria en su ministerio más
elevado, como Sumo Pontífice, Sumo Sacerdote en favor de los que le
pertenecen.

348
Que la obra de intercesión de Cristo está ligada a la obra sacrificial es un
concepto que aparece varias veces en las Escrituras, en pasajes
fundamentales. En el Antiguo Testamento aparece en Is. 53:12 y en el Nuevo
Testamento en Ro. 8:34, en He. 7:25-27; 9:24-28 y 1 Jn. 3:1-2.
Además, aquella interrelación entre los dos aspectos de la obra del Mesías
como Sumo Sacerdote estaba prefigurada en el ritual del Tabernáculo y del
templo. En el santuario había dos altares: el de bronce, donde se ofrecían las
víctimas de los sacrificios, y el de oro, el altar de los perfumes que estaba
dentro del Lugar Santo, al lado del velo que lo separaba del Lugar Santísimo.
Desde ese altar de los perfumes se elevaba cada día el incienso. Con esto
terminaba la tarea diaria en el templo.
El incienso tenía que ser quemado dentro del Lugar Santo, pero con las
brasas que se tomaban del altar de los holocaustos. Esta era una indicación
clara: la intercesión está basada en el sacrificio. Éste es el vínculo entre los
dos altares. La enseñanza del símbolo es directa. La intercesión de Cristo en
el cielo, como Sumo Sacerdote, tiene como fundamento su obra terminada
como Sumo Sacerdote en la cruz.
El trabajo sacerdotal de Cristo hoy incluye su oración incesante. La
presencia del Hijo delante del Padre es una intercesión permanente, porque
«vive para orar». «Vive siempre para interceder». «Con todo su ser, su
presencia delante de Dios es una intercesión permanente», en favor de los
suyos. La vida del Señor en el cielo es su oración. Es una vida de oración.
¿Qué relación existe entre los dos altares del Tabernáculo?
1. El primero recuerda a Cristo en la cruz, en un holocausto a Dios. El
segundo habla de Cristo resucitado y glorificado.
2. El primero nos coloca en relación con Dios. En el segundo vemos a
Cristo manteniéndonos en comunión. Esta es la visión que necesita el alma
para orar contemplar al Señor entronizado, en la gloria de la resurrección,
siempre viviente para orar «por» los que le pertenecen. Cristo ora «por»
nosotros. Dios está «por» nosotros y no en contra de nosotros. Esto aparece
en el segundo altar, pero el fundamento está en la cruz, tipificada por el
primero.

349
3. En el primer altar Cristo aparece bajo el fuego de la justicia divina; en
la cruz Cristo apagó ese fuego. En el segundo altar Cristo aparece
satisfaciendo al corazón de Dios; el fuego del culto sacerdotal está
encendido.
4. En el altar de bronce había un derramamiento continuo. En el altar de
oro había un perfume perpetuo.
5. En ambos altares vemos prefigurado a Cristo. En uno aprendemos para
qué muere y en el otro vemos para qué vive. En el primer altar vemos el valor
de su sacrificio. En el segundo vemos el valor de su intercesión.
6. En ambos altares brilla la gloria sacerdotal de Cristo. En el primero es
la ofrenda, la única; en el segundo es el Sumo Sacerdote, el único. Jesucristo
no comparte con nadie la gloria de la cruz ni la gloria de su mediación ante
el Padre. En la cruz murió por nosotros. En la presencia del Padre vive para
interceder por nosotros.
Lo que todos necesitamos para cumplir nuestra función como sacerdotes,
¿qué es? Es un ministerio de la Palabra en profundidad, para que a través de
ese ministerio el alma aprecie lo que el Espíritu Santo quiere revelar. El
Espíritu Santo quiere revelar la gloria de Cristo.
Este punto es fundamental para todo sacerdote: que su alma contemple, en
las Escrituras, la gloria de Cristo.

El altar del incienso


350
CAPÍTULO XIV
EL VELO

(Éx. 26:33; Mt. 27:50-51; He. 10:19-20)

I – UNA BARRERA EN EL TABERNÁCULO


El velo hace referencia a la cortina del Tabernáculo que separaba el Lugar
Santo del Santísimo, y que se describe en Éx. 26:31, 36:35 y 2 Co. 3:14.
Leemos en Éx. 26:33:
«Y aquel velo hará separación entre el lugar santo y el santísimo.»
Se trataba de una tela de lino blanco, sobre la cual se entretejían hilos de
azul, púrpura y escarlata, formando el dibujo de querubines. La cortina es
descrita también por Josefo.
El vocablo hebreo para «velo» es paroketh, de una raíz que significa
«separar». En el Nuevo Testamento se utiliza el vocablo griego katapetasma,
que representa siempre el velo interior, la cortina que había entre el Lugar
Santo y el Lugar Santísimo.
¿Cuál es el significado de este elemento? Antes de entrar al Lugar
Santísimo había una barrera, un pesado velo, que prohibía la entrada a todos
los israelitas, excepto al Sumo Sacerdote, un día en el año. Cualquier otra
entrada significaba la muerte. Este velo era, pues, una puerta y una barrera.
Era una puerta para el Sumo Sacerdote, una vez al año. Era una barrera para
cualquier otro, en todo momento. ¿Qué era el velo, entonces? El velo era un
testigo de la distancia que había entre el hombre y Dios.
Como expresa Gooding, Dios había dicho: «Pon un velo en mi santuario
para que mi presencia inmediata sea escondida, y mi pueblo podrá acercarse
a mí, aunque tendrán que permanecer al otro lado del velo».

351
En Levítico 16 se utiliza una terminología distinta al resto de los pasajes.
Allí se denomina al compartimiento exterior, en otra parte llamado el «Lugar
Santo», como el «tabernáculo de reunión» (Lv. 16:17); al otro
compartimiento interior, llamado «el Lugar Santísimo», se le denomina
como el recinto «dentro del velo» (Lv. 16:12). En He. 9:2, el velo interior es
llamado el «segundo velo».
II - EL VERDADERO VELO, EL MISTERIO DE LA PIEDAD
La interpretación indudable consiste en ver en el vocablo «velo» de He.
10:20 un tipo del cuerpo de Cristo. El velo representa a Cristo en su
humanidad sin pecado, el Hijo de Dios encarnado, cuando Él tomó en Sí
mismo un cuerpo humano. Esta es la interpretación que da, en He. 10:20, el
Espíritu Santo, cuando dice:
«... por el camino nuevo y vivo que Él abrió para nosotros a través del
velo, esto es, de su carne» (V. 1977).
Así como el velo en el Tabernáculo, cuando no había sido rasgado, era una
barrera para el acceso del hombre a Dios, así la humanidad de Cristo, antes
que fuera rasgada en la cruz, impedía el acceso del hombre a Dios. Los
hombres se sintieron rechazados por la presencia del Santo de Dios, antes
que atraídos por Él.
Encontramos en este velo dos propósitos. Uno era revelar la santidad de
Dios, y el otro era revelar la pecaminosidad del hombre.
El autor a los Hebreos miraba el velo como un símbolo de la vida humana
de Cristo, presentada a Dios cuando Él padeció una sola vez por los pecados,
el justo por los injustos, para llevamos a Dios (1 Pe. 1:3-10).
Hay además otro sentido, y es que el Señor se veló a sí mismo en su carne
humana. No todos vieron en su humanidad su majestad y su gloria como
Dios. Desde Belén hasta nuestros días el mundo celebra la Navidad sin
comprenderlo más importante. Lo más importante de Belén es entender cuál
es la identidad del niño.
«Grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne» (1
Ti. 3:16).

352
En cierta medida, su carne velaba su deidad.
El misterio de la piedad es aquello que es lo único que puede producir una
vida piadosa en nosotros, Cristo mismo. Aquí está el secreto de la piedad. No
se trata de algo que ya hubiera dentro de nosotros, antes de venir a Cristo. El
Espíritu Santo nunca pone el ojo sobre nosotros, ni sobre nuestros supuestos
éxitos, sino sólo sobre Cristo.
Dios habitaba en aquel cuerpo humano. Los que pudieron tocarlo
físicamente estaban tocando el velo que velaba la presencia de Dios
omnipotente.
Si el Señor hubiera quedado en su humanidad sin ofrecerse en sacrificio,
eso hubiera puesto más de relieve el abismo insalvable entre la
pecaminosidad del nombre y la santidad de Dios. Si el velo había de
convertirse en un camino, tenía que ser sacrificado, tenía que ser rasgado.
No quedan dudas de que el velo es considerado como excluyendo al
hombre de la presencia de Dios, porque detrás del velo estaba el arca, el
símbolo del Trono de Dios Todopoderoso.
Hay un sentido en que la iglesia ha visto siempre a Cristo como revelador
del ser de Dios; pero al mismo tiempo la carne, en este caso el cuerpo humano
de Cristo, veló a Dios para los hombres. Para el ojo común del hombre
natural, el cuerpo humano de Cristo velaba a Dios para los hombres. Su
naturaleza humana y divina es el más grande misterio que el mundo ha
conocido. Pero este misterio explica todo lo demás en el Evangelio. Es en
este sentido que se puede afirmar que fue mediante el rasgado del velo de su
carne, esto es, de su cuerpo ofrecido en la cruz, que el camino hacia Dios fue
abierto.
En el Tabernáculo, las tres cortinas subrayan la misma cosa, la exclusión
del hombre, el alejamiento del hombre. Pero de las tres cortinas, dos (la de la
puerta del Tabernáculo y la que daba acceso al Lugar Santo) permitían cierto
acceso a los sacerdotes. En cambio, el velo segundo era una barrera
infranqueable para el israelita y aun para los sacerdotes. En tanto ese velo
permaneciera intacto, el sacerdote común estaba excluido de la presencia de
Dios. Un autor considera a las dos primeras cortinas como cortinas de

353
invitación, en el sentido de que invitaban a entrar primero al altar de los
sacrificios y después al lugar de adoración. En cambio, el velo hacia el Lugar
Santísimo excluía aun a los sacerdotes comunes, a los hijos de Aarón, porque
el camino no había sido abierto todavía por Jesucristo.
La misma idea de separación aparece en otro detalle de la Escritura. Es
que los querubines estaban bordados sobre el velo, y eran así visibles desde
el Lugar Santo. En conexión con el Trono de Dios, los querubines hablan de
juicio, poniendo una barrera, cerrando el camino hacia la presencia de Dios.
III - EL VELO RASGADO INDICA GRANDES CAMBIOS
En Mt. 27:50-52 leemos:
«Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu.
Y he aquí, el velo del templo se partió en dos, de arriba abajo; y la tierra
tembló, y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros, y muchos
cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron».
Un autor dice muy bien: «Jesús está muerto, sus labios están en silencio;
ahora Dios habla en su propio lenguaje», porque Dios produce entonces
varias señales. El velo rasgado, el terremoto, los sepulcros abiertos y la
resurrección de muchos. Sólo tratamos aquí la primera señal, la del velo, pero
todo el cuadro subraya la significación tremenda de la muerte del Salvador,
y los efectos gloriosos de su sacrificio.
El rasgado del velo es un milagro, y no la consecuencia del terremoto, que
se describe como un hecho simultáneo pero independiente.
El rasgado del velo indica grandes cambios:
1. El camino hacia Dios está abierto.
El autor a los Hebreos está diciendo lo mismo que dicen los Evangelios,
cuando refieren que el velo del templo «se rasgó en dos, de arriba abajo»,
cuando Cristo murió (Mt. 27:51; Mr. 15:38; Lc. 23:45).
Con el simbolismo del velo rasgado se subraya el efecto de la muerte
expiatoria de Cristo, que consiste en abrir, para todos los hombres, el camino
de acceso a Dios.

354
Siempre hay que destacar que la Encarnación de Cristo, por sí sola, no nos
da salvación. Si el Señor se hubiera encarnado pero no se hubiera ofrecido
como sacrificio por el pecado en la cruz, esa vida de Él, perfecta como era,
no nos hubiera llevado al Padre sino que, por el contrario, hubiera señalado
por siempre la distancia abismal que existe entre el hombre caído y su Dios.
Esto es así porque el Señor, aun estando sobre la tierra, y habitando entre
nombres de naturaleza caída, estaba siempre «en el seno del Padre» (Jn.
1:18); en cambio, el hombre es un ser caído. Esto lleva a la reflexión de que
la vid a del Señor era un reproche si se compara lo que cada hombre debía
haber sido y lo que realmente es delante de Dios. Lo que Cristo fue en la
tierra «manifestaba lo que nosotros debiéramos haber sido para que Dios
pudiera admitimos en su santa presencia».
El autor a los Hebreos había puesto su vista, en He. 9:8, en el camino al
Lugar Santísimo, para decir que
«aun no se había manifestado el camino hacia el Lugar Santísimo».
Pero el velo fue rasgado precisamente en el momento en que Cristo murió.
El significado claro es que mediante esa muerte, simbolizada por la rotura
del velo, queda abierto el camino hacia Dios, para todos los hombres.
Este camino en He. 10:19-20 se define como «nuevo y vivo...».
Durante treinta y tres años su cuerpo había servido como velo, pero cuando
fue a la cruz lo convirtió en sacrificio. Lo ofreció sin mancha, a Dios. El
camino es nuevo porque mediante su cruz Cristo ha creado una situación
completamente nueva. Y es nuevo también porque retiene su frescura, no
puede envejecer.
El camino es además «vivo», porque es la persona viviente de Cristo
mismo, podemos tener comunión con esa Persona.
Cristo ha instituido este camino a través del verdadero velo, su cuerpo,
«esto es, de su carne». Él ha inaugurado el camino. Ha hecho disponible para
otros el camino que Él mismo atravesó. No solamente Él es el constructor
del camino, sino que lo utilizó. Él abrió la puerta, y la ha dejado abierta para
los que son suyos.

355
El camino, en última instancia, es Cristo mismo, como Él lo anunció en
Jn. 14:6:
«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por
mí».
Sí, Jesucristo es el camino nuevo, el sacrificio recién inmolado, que abre
el camino hacia Dios.
El vocablo «carne» de He. 10:20 se refiere, pues, al cuerpo de Cristo, que
Él entregó para que fuera crucificado. Así proveyó, mediante su muerte
expiatoria, el medio para el acceso espiritual del creyente a la presencia de
Dios. El sentido doctrinal es que el camino de acceso a Dios está
definitivamente, plenamente abierto.
Es notable la paráfrasis de Lenski sobre Jn. 14:6:
«nadie viene al Padre sino mediante mí, mediante mi sangre, mediante mi
carne, mediante este velo».
2. El pecado quitado de en medio.
Hay en las palabras de He. 10:20 una alusión a la rajadura del velo de
arriba hacia abajo en el momento de la muerte de Cristo. En ese momento,
en que los sacerdotes en el templo de Jerusalén estaban ofreciendo los
corderos pascuales, ocurrió un milagro: el velo fue rasgado de arriba abajo.
Ésta es una figura expresiva de la obra de la reconciliación, terminada a
satisfacción de Dios. Cristo tomó nuestros pecados, que eran la verdadera
barrera entre Dios y el hombre, y los llevó sobre sí mismo en su cuerpo, en
el Calvario. Así ha quitado de en medio el pecado (He. 9:26); la causa del
delito del hombre ha sido eliminada.
El que entonces se partió era el segundo velo, y los Evangelios sinópticos
asignan a ese rasgado un origen sobrenatural. Esto es un evento de
significado doctrinal; debido a la muerte de Cristo una mano no humana ha
rasgado el velo desde arriba hacia abajo. El mismo Dios rasgó el velo para
revelarse a sí mismo. Él ha sido manifestado para nosotros.
«A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del
Padre, Él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18).
356
En Is. 53:10 leemos:
«...Jehová quiso quebrantarlo.»
El tipo explica la realidad, porque es como si se dijera: «agradó al Señor
rasgar el velo».
Se ve, pues, aquí una relación estrecha entre la frase «el velo, esto es, su
carne» y la referencia en Mt. 27:50-51 cuando, al momento en que Cristo
moría y entregaba su espíritu al Padre, el hecho extraordinario ocurrió:
«Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo».
No de abajo hacia arriba, porque no fue la mano del hombre sino la de
Dios la que hizo el trabajo. La santa humanidad del Señor, en sacrificio
voluntario, se había «rasgado» en la cruz, y en ese momento los sacerdotes
en el templo vieron asombrados cómo el velo se rasgaba.
El simbolismo es claro; lo que antes había constituido una barrera ahora
había llegado a ser
«el camino recien sacrificado y vivo que Él nos abrió a través del velo,
este es, de su came».
Los sacerdotes comunes pudieron ver que el camino de acceso no estaba
más obstruido.
La muerte del Señor ha quitado para siempre el pecado de la presencia de
Dios, y ha abierto el camino hacia Él. Ésta es la lección del velo rasgado. La
cuestión del pecado está definitivamente terminada.
La opinión del autor a los Hebreos parece ser entonces que el velo, por un
lado, mantenía al hombre separado de Dios, pero por otro lado lo reúne con
El. Fue «uno y el mismo velo que de un lado estaba en contacto con la gloria
de Dios y del otro con la necesidad del hombre». «Él es el verdadero árbitro
que puede colocar sus manos sobre ambos porque Él comparte la naturaleza
de los dos».
3. La era de la ley ha llegado a su fin.
En Ro. 3:21 leemos:

357
«... ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios...».
Esto puede ser traducido así: «Pero ahora (es decir, bajo la presente
dispensación), un método de justificación preparado por Dios, sin referencia
a la obediencia a la ley (literalmente, aparte de ella), de cualquier clase que
ella sea, es revelado».
Notemos que se trata no solamente de perdón sino de justificación. El
creyente en Cristo es perdonado. Pero además es justificado. ¿Qué significa
esto? Significa ser declarado justo delante de Dios; ser justificado significa
tener la absolución legal de toda culpa por parte de Dios como Juez; el
pecador es declarado justo al confiar en Jesucristo.
La ley demandaba una obediencia que era imposible para el hombre caído;
pero la gracia suple el poder para obedecer.
Pablo enseña en Romanos 6 que ni la ley ni el pecado tienen ya derechos
sobre nosotros. La salvación que Cristo provee es una condición en que Dios,
al pecador que cree, lo coloca fuera de su naturaleza malvada, y lo coloca en
la esfera del Espíritu Santo, que es una esfera de poder y de amor.
Notemos que esto no quiere decir que tengamos libertad para vivir de
cualquier manera, ni que la ley moral haya perdido significado. Todo lo
contrario. El creyente está ahora en condiciones de someterse a Dios y,
mediante el poder del Espíritu Santo en su vida redimida, cumplir con la ley,
en el sentido de desear ardientemente cumplir sus mandamientos. Pero
notemos que puede hacer esto porque es salvo, y no para serlo.
El creyente obedece a la ley por gratitud, por amor. Pero ha sido librado
de la ley en un sentido fundamental, que hay que tener bien claro. Ha sido
librado de la ley como un código de reglas y prescripciones, como un medio
de obtener la salvación eterna y como una maldición que amenazaba
destruirle.
4. El acceso a Dios es «por su sangre».
En He. 9:11-12 dice la Escritura:

358
«Pero estando ya presente Cristo, Sumo Sacerdote (Sumo Pontífice)...
por su propia sangre, entró una vez para siempre (ephápax) en el Lugar
Santísimo, habiendo obtenido eterna redención.»
El autor a los Hebreos continúa mostrando los contrastes que existen entre
Aarón, como sumo sacerdote, y Cristo como Sumo Sacerdote único y eterno
de su pueblo redimido. Aarón llevaba la sangre sacrificial dentro del Lugar
Santísimo, en el Tabernáculo terrenal. El escritor evita deliberadamente decir
que Cristo haya entrado «con» su sangre al santuario celestial. Aclara que lo
hizo «por» su sangre, es decir, por la eficacia de su sangre.
El argumento que debe ser subrayado es que el mérito infinito del
sacrificio de Cristo determina su eficacia eterna. Ha entrado al Lugar
Santísimo. Su sacrificio ha sido presentado una vez para siempre, y una vez
para siempre ha sido aceptado.
Entró a la presencia divina no para apresurarse a salir, como hacía Aarón,
sino para permanecer allí. Esto subraya otra vez el carácter único de su
sacrificio. Ha entrado al santuario verdadero porque lo ha hecho por medio
de lo único que verdaderamente ha expiado los pecados del pueblo. Ha
entrado definitivamente, una vez para siempre, con el resultado de que
«ha obtenido eterna redención» (He. 9:12).
Literalmente el original dice «asegurando eterna redención». Se trata de
una frase enfática.
No se podría pedir un lenguaje más categórico, más absoluto. «Eterna»
significa que «no necesita repetición», como también que «no está limitada
a esta creación».
En este contexto el autor inspirado ha explicado grandes diferencias entre
el sacerdocio de Aarón y el sacerdocio de Cristo. Una de ellas es que los
Tabernáculos en que ofician son diferentes (He. 9:11). Pero ahora agrega que
también la sangre que ofrecieron es diferente.
La sangre vertida en la cruz pertenecía a una persona infinita, de naturaleza
humana y divina, que es un ser glorioso en su preexistencia, infinitamente

359
justo, incorruptiblemente santo, apartado de los pecadores y hecho más
sublime que los cielos.
Esta sangre ha obtenido eterna redención, al ser derramada en la cruz. El
que tenía derecho a ser el Juez ha descendido de su trono de juicio para tomar
sobre sí mismo la culpa y la penalidad del pecador. De este modo la justicia
de Dios está satisfecha; la santidad de Dios ha sido mantenida, y sobre esta
base, Dios puede ahora ser
«... el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Ro. 3:26).
¿Cuál es la consecuencia? Que el pecador que deposita su confianza en
Cristo como su Salvador y Señor es liberado para siempre de la penalidad del
pecado. Esto es asegurado por la palabra «eterna» de He. 9:12.
El pecador salvado por la sangre de Cristo es salvo por el tiempo y por la
eternidad. Es decir, Cristo ha derramado su sangre por él, ha logrado para él,
no un estado de prueba sino una salvación y esta salvación es eterna.
Así la Escritura no sólo enseña que no es necesario repetir o renovar el
sacrificio de la cruz sino que se opone a la idea misma, porque ello implicaría
poner en duda la eficacia todosuficiente de la muerte de Cristo en el Calvario.
La expresión «habiendo obtenido» significa tanto «encontrar» como
«obtener». El contexto indica su interés personal en nosotros, su inalterable
amor por nosotros. Es un amor que ha derribado todas las barreras, que ha
«superado toda dificultad, que ha derrotado toda oposición, que rechazó
volver atrás, que sobrellevó todo el juicio divino, toda la agonía de la cruz,
para asegurar para nosotros eterna redención». La magnitud y suficiencia del
sacrificio de Cristo son insondables y en extremo maravillosos; regocijan la
fe, y dan al creyente completa satisfacción y paz.
5. El ceremonial levítico ha sido declarado viejo.
El pasaje de He. 10:19-20 muestra el cuadro glorioso de todos los
creyentes en Jesucristo recibiendo una invitación a entrar en el Lugar
Santísimo, que ya no está más reservado a un sumo sacerdote humano.
El velo rasgado inauguró así una dispensación, que dura hasta nuestros
días. El pasaje de Hebreos expresa un cambio de dispensación, porque el

360
camino del ceremonial del pacto anterior ha sido declarado viejo, y uno
nuevo ha quedado inaugurado.
El Señor ha dicho:
«Y Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Jn.
12:32).
Si Él iba a traer pecadores a Dios, sería a través de su muerte, llevando la
penalidad por sus pecados. Se reafirma así el concepto de que, aparte de la
cruz, la perfección y santidad de la vida de Cristo hubiera retenido al hombre
lejos de Dios. Un Señor no crucificado no hubiera podido ser nuestro
Salvador. Lo inevitable de la muerte del Mesías es doctrina clara de toda la
Escritura, sobre todo aquí, cuando aparece en boca del mismo Señor.
Fue la entrada al Lugar Santísimo en los cielos lo que Cristo, el Mesías,
ha consagrado para nosotros. El vocablo «consagrado» (egkainizo) significa
dedicar, iniciar, incorporar. Es el vocablo utilizado en la LXX para la
inauguración del reino, del templo o del altar.
Si, con relación a este pasaje, al autor a los Hebreos le hubieran hablado
de repetir o renovar el sacrificio de Cristo, hubiera podido utilizar los
argumentos que ha dado, y hubiera podido responder: Si Cristo nuestro Sumo
Sacerdote ha entrado al Lugar Santísimo por la eficacia de su sangre, ¿qué
sentido tiene repetir o renovar su sacrificio? Si la sangre es plenamente
eficaz; si ella ha obtenido eterna salvación, ¿queda algo por hacer?
Hubiera podido agregar que Cristo ha entrado al cielo, al verdadero Lugar
Santísimo, en su carácter de Sumo Sacerdote, Sumo Pontífice de su pueblo
redimido. Eso significa que Él representa a su pueblo delante de Dios. Lo
que Dios declara «eterna» es la redención del pecador. El Espíritu Santo, en
Hebreos no nos exhorta a repetir ni a renovar el sacrificio sino a regocijarnos
por su eficacia imperecedera.
6. El camino nuevo conduce hacia Dios, a través de otro velo.
El ceremonial antiguo, el levítico, ha sido declarado viejo, pero no ha sido
reemplazado por otro ceremonial. El antiguo camino del Tabernáculo

361
conducía al Lugar Santísimo por un velo. El camino nuevo conduce hacia
Dios, a través de otro velo.
Hay una diferencia entre estos velos. El primero, el del Tabernáculo, hacía
separación entre el Lugar Santo y el Lugar Santísimo. En cambio, el último,
el velo del cuerpo del Señor, establece ahora el acceso pleno del creyente a
la presencia de Dios. Así como el velo del templo fue rasgado, así también
fue molido y roto el cuerpo humano de Cristo cundo Él lo hizo una ofrenda
por el pecado del mundo.
Este punto tiene que ser enfatizado, porque algunos autores modernistas
pretenden enseñar que estamos unidos a Cristo en la encarnación, y que Dios
es el Padre de todos los hombres, hayan nacido de nuevo o no. Enseñan así
una salvación universal que es falsa, porque no pasa por la cruz ni por el
nuevo nacimiento.
Lo que la Escritura enseña es que estamos unidos a Él en su muerte y en
su vida resucitada, pero no lo estamos en su vida antes de la cruz. El apóstol
Pablo dice en Ro. 6:6:
«... nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él».
Toda enseñanza que nos robe la gloria de la cruz tiene que ser rechazada.
La Persona de Jesucristo y la ofrenda de su cuerpo en sacrificio constituyen
el camino que Él nos abrió. Su Encarnación asombrosa fue una necesidad,
pero lo fue para que pudiera morir.
El cuerpo que le fue preparado fue asumido por Él para que pudiera ofrecer
un sacrificio por nuestros pecados; «este es el significado del rasgamiento
del velo, su carne». Cuando eso tuvo lugar, el velo del templo fue rasgado en
el centro.
El camino de acceso a Dios no reside ya más en ceremonias sino que el
creyente en Cristo tiene acceso a Dios «por la sangre de Cristo» (Ef. 2:13).
La obra expiatoria de Cristo, el derramamiento de su sangre, se hace eficaz
no mediante ceremonias sino, como traducen Cantera-Iglesias, «eficaz
mediante la fe» (Ro. 3:25).

362
Este camino que ahora está disponible para la fe, es nuevo, no solamente
por contraste con el antiguo, sino porque literalmente se trata de «un camino
recientemente sacrificado». Un Cristo crucificado es el velo rasgado a través
del cual nos acercamos a Dios.
Pero además de nuevo este camino es único. Pedro lo dice claramente:
«Y en ningún otro hay salvación: porque no hay otro nombre bajo el
cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hch. 4:12).
Aarón se presentaba delante de Dos una vez al año, porque la sangre estaba
allí; la sangre le abría el camino. Y lo abría una vez al año. Nosotros estamos
delante de Dios continuamente. Tenemos acceso porque Cristo está allí por
nosotros, está allí «por su sangre». Abrió el camino para siempre (He. 9:12).
La palabra de Dios que no puede mentir nos exhorta a venir, a acercarnos,
con entera libertad (He. 10:22). Antes había un velo grueso entre Aarón y la
gloria de la presencia de Dios. Pero ahora no hay velo alguno entre el Señor
y el creyente, cuando se encuentran en el trono de gracia.
Ahora no hay más velo, ni más templo, ni más sacerdocio restringido a
una familia. Y esto es un testigo de la cercanía que existe por siempre entre
el creyente y Dios. Ahora es posible la comunión más amplia, la cercanía
más estrecha entre el hombre y Dios. Y esto es posible a través del velo, a
través del sacrificio de Cristo, a través de su sangre, a través de su cruz.
7. Hay ahora un nuevo Sumo Sacerdote.
El velo rasgado indica el fin del oficio del sumo sacerdote terrenal y el
comienzo de otro sacerdocio. Mediante este rasgado Dios proclama que el
ministerio del sumo sacerdote judío había llegado a su fin. Ahora el Sumo
Sacerdote celestial, Jesucristo, ha llegado y ha hecho su entrada al Lugar
Santísimo mediante su propia sangre expiatoria.
Con la muerte de Jesucristo y con el velo rasgado, la dispensación de la
ley, que incluía el Tabernáculo primero y el templo después, así como los
sacrificios, las ceremonias y, principalmente, el sacerdocio aarónico, había
llegado a su fin.

363
La muerte de Cristo ha tenido así dos grandes efectos; por un lado, fue
«para llevarnos a Dios», creando una relación eterna; por otro lado, ha traído
a Dios a nosotros, en la suficiencia de su gracia.
El camino seguido por Cristo desde la tumba hacia la gloria fue una sola
etapa. Así, el pecador no es traído a la presencia de Dios gradualmente, por
etapas de perfeccionamiento en la carne, sino mediante la sangre, a través del
velo. La muerte de Jesucristo no abrió el camino hacia el arca, sino hacia
Dios mismo. Esto subraya que el sacrificio de Cristo es todosuficiente,
porque a través de Él los hombres, todos los hombres que lo reciben por la
fe, pueden acercarse al mismo trono de Dios por sí mismos, sin otro
intermediario.
8. Estamos ahora en la dispensación de la gracia.
Una dispensación es un modo de tratar Dios al hombre, con respecto a la
obediencia que éste presta al propósito que Dios tiene en mente. Una
dispensación es, pues, la manera en que Dios presenta su gracia, en su trato
con los hombres. En la dispensación mosaica Dios había provisto los
sacrificios, el altar y el sacerdocio levítico; mediante esas provisiones Dios
aceptaba a los fieles del Antiguo Testamento, y prefiguraba la obra de Cristo.
Éste es el enfoque de la carta a los Hebreos, que se concentra en Cristo como
sumo sacerdote.
El gran Sumo Sacerdote ha ofrecido un gran sacrificio. Con él ha
apaciguado para siempre la justa ira de Dios contra el pecado. Éste es el
manantial abierto tanto para la casa de Israel como para la gentilidad. A todo
hombre que se reconozca pecador y que deposite su fe en Cristo le espera, en
lugar de un tribunal de juicio, un trono de gracia.
Hay que notar el sentido totalmente único, sorprendente, de la exhortación
que dice:
«Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar al Lugar Santísimo
por la sangre de Jesucristo... acerquémonos...» (He. 10:19,22).
Aquí vemos la diferencia entre la ley y la gracia. La ley decía: apártate, «no
traspases los límites» (Éx. 19:17-21); la gracia dice «acerquémonos». La carta
a los Hebreos fue dirigida a judíos cristianos. Para ellos tiene que haber sonado

364
como algo sorprendente, revolucionario, que se exhortara a quienes no eran
hijos de Aarón a acercarse más allá del altar de bronce. Pero, más todavía, deben
haber contenido el aliento cuando escucharon por primera vez que la invitación
era la de acercarse al Santo de los Santos, al Lugar Santísimo.
La exhortación es «acerquémonos». Éste es un vocablo utilizado en el
Antiguo Testamento para el servicio de los sacerdotes en el santuario; significa
en He. 4:16 «acerquémonos continuamente a Dios por nuestro Sumo
Sacerdote». La búsqueda de Dios, y la sed de Dios, es cosa de creyentes. La
manera de aproximarse a Dios es siempre sobre la base del sacrificio de Cristo.
El tiempo presente del verbo sugiere que el privilegio de acercarse está siempre
a la disposición del creyente.
Dice «acerquémonos confiadamente». Ésta es una gran palabra. La fe es un
gran concepto en la Biblia. No quiere decir que podemos acercamos
descuidadamente, o de cualquier manera. Acercarse confiadamente tampoco
significa presunción, sino todo lo opuesto. Significa acercarse «diciendo todo».
Aquí hemos arribado a otro gran pensamiento bíblico, con relación a la oración.
El creyente tiene que aprender a percibir la grandeza del sacerdocio de Cristo,
que le invita a acercarse sin reservar nada; no tiene que esperar a ser un cristiano
perfecto para orar, porque la Escritura le exhorta a acercarse como está y desde
donde está.
La invitación es a acercarse. Es un acercarse a Dios; ésta es la experiencia
más profunda de la oración. «Acerquémonos, pues, confiadamente al Trono de
la Gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro».
«Alcanzar» significa tomar. Todo creyente está libre para ir al Señor y tomar la
misericordia comprada para él. No hay clamor que Cristo no escuche. No hay
dolor que Él no comprenda. «Hallar gracia» es la experiencia del que se acerca
a Cristo en tiempo de necesidad. Gracia es otra palabra mayor de la Biblia; es
la cualidad del carácter de Dios que es especialmente importante para el hombre
pecador. Aquí la referencia es a una ayuda sobrenatural, una provisión que no
siempre apreciamos en su riqueza plena; es la suministración espiritual, o
material, que ciertamente no merecemos, pero que consiste en un «socorro
oportuno». Esta gracia fluye de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. La gracia es lo
que le inclina a Él a salvar su pueblo y a protegerlo por siempre. Hay un trono
de gracia. Acerquémonos, pues, confiadamente.

365
REFLEXIONES

El sentido doctrinal del velo es muy rico:


1. El velo del templo es figura del cuerpo de Cristo mismo, el Hijo de
Dios encarnado. Pero la vida encarnada de Cristo no nos da salvación. Por el
contrario, su vida encarnada era un reproche sobre lo que cada hombre debía
haber sido para Dios. Fue necesario que Jesucristo ofrendara su cuerpo, el
velo verdadero, en sacrificio por el pecado, para abrir el camino hacia Dios.
2. El velo rasgado es Cristo crucificado. Mediante su muerte, es decir,
mediante el rasgado de su cuerpo en la cruz, Él ha quitado para siempre el
pecado de la presencia de Dios. Cristo es el velo que, de un lado, estaba en
contacto con la necesidad humana y, por otro, con la gloria de Dios. El velo
rasgado es una referencia directa a su muerte en la cruz.
3. El camino de acceso a Dios está abierto, pero para ello fue necesario el
sacrificio de Cristo (He. 10:8-10).
4. Dios mismo ha rasgado el velo. El camino hacia Dios no es una
conquista del hombre sino una provisión divina.
5. Se trata de un camino nuevo, y de un camino vivo. Este camino es una
Persona Divina, y con ella podemos tener comunión espiritual. El camino ha
quedado abierto definitivamente, y es accesible «por medio de la fe» (Ro.
3:25).
6. ¿Para qué hay acceso?
a) Para la salvación. Jesucristo es el Mediador, el único (1 Ti. 2:5).
c) Para la oración y para la adoración. Como único Mediador, Cristo es el
camino para el pecador. Como único Sumo Sacerdote, es el camino para el
creyente.
Aquello que impedía el acceso ha sido quitado de en medio (He. 9:26).
7. El camino del Tabernáculo conducía hacia el Lugar Santísimo, a través
del velo. Él camino nuevo conduce hacia Dios, a través de otro velo, que es
Cristo crucificado.
366
8. Estamos ahora en la dispensación de la gracia. A todo pecador que
quiera refugiarse en Cristo, le está esperando una gran salvación y un gran
Salvador (He. 7:25). Él es «grande para salvar» (Is. 63:1). La cruz lo ha
transformado todo; ha transformado lo que tenía que ser un tribunal de juicio
en un trono de gracia.
9. El Tabernáculo y el templo han cesado. Los sacrificios del ceremonial
antiguo han cesado porque el gran Sumo Sacerdote ha ofrecido un gran
sacrificio, que ha obtenido «eterna redención» (He. 9:12). Dios ya no
requiere ni acepta ningún otro sacrificio. Ya «no hay más ofrenda por el
pecado» (He. 10:18).
Hay ahora, en Cristo, eterna salvación (He. 7:25), eterna seguridad (Ro.
8:34), eterna entrada (He. 9:24; 10:19-22).
10. El pecador no es traído a la presencia de Dios gradualmente, por etapas
de perfeccionamiento en la carne, sino mediante la sangre, a través del velo.
11. Ha llegado a su fin el sacerdocio aarónico. Esto tiene dos
repercusiones:
a) La primera es que el Señor Jesucristo mismo ha tomado el oficio de
único Sumo Sacerdote, único Sumo Pontífice de su pueblo; Él es ahora el
único Salvador (Jn. 14:6), el único Mediador (1 Ti. 2:15), el único Intercesor
(He. 7:25). Su sumo sacerdocio se caracteriza por ser eterno e intransferible
(He. 4:16; 8:2; 10:19-20). No lo ha delegado en nadie (He. 4:14; 6:20; 7:3;
8:17; 21:25).
b) La segunda repercusión es que en la nueva dispensación, todo creyente
ha sido constituido sacerdote, para ofrecer a Dios sacrificios espirituales, no
redentores (1 Pe. 2:5).
La Escritura no menciona a ningún otro mediador o intercesor, ni en el
ciclo ni en la tierra. Cristo invita a todos a venir a Él directamente (Mt.
11:28). «Y al que a Mí viene no le echo fuera» (Jn. 6:37).
12. El Señor otorga al hombre perdonado una nueva actitud con respecto
a la presencia de Dios, porque Él abrió el camino, lo consagró, pero al entrar
ha dejado la puerta abierta para que nosotros entremos.

367
Aquí brilla para el creyente sacerdote un privilegio fundamental, la
comunión con Dios. Dios mismo rasgó el velo con un propósito, el de
revelarse a sí mismo. El velo daba acceso al propiciatorio y al arca. Todo
creyente es sacerdote porque tiene ahora acceso a lo que el propiciatorio
simbolizaba, el trono de Dios (He. 4:14-16), que es un trono de gracia.
Y esto ¿qué representa para el creyente? El hecho de que el velo esté ahora
abierto, significa que el creyente puede entrar a la morada de Dios; tiene
acceso al lugar de la manifestación de su gloria.
13. Hemos recorrido hasta aquí el camino que recorrían los sacerdotes del
Antiguo Testamento. Hemos seguido sus pasos a través de los vasos sagrados
del atrio y del Lugar Santo, pero cuando llegaban al velo tenían que
detenerse, no podían pasar. Lo que era imposible para el israelita y aun
imposible para los sacerdotes, es el privilegio de todo creyente en Jesucristo.
También por esta razón fundamental, porque tiene acceso a Dios, todo
creyente es un sacerdote. «Acerquémonos...» (He. 4:16). «Acerquémonos...»
(He. 10:22).

368
CAPÍTULO XV
EL ARCA

(Éx. 25:10-16; He. 10:5-6, 11-17)

I – EL VASO MÁS ALTO EN EL LUGAR MÁS SANTO


1. El arca y el propiciatorio unidos.
El arca y el propiciatorio formaban una unidad. Los veremos
separadamente para facilitar su comprensión.
El arca del Pacto o «arca de Dios», o «del testimonio», era hecha de
madera de acacia y recubierta de oro por dentro y por fuera. Encima del arca
había una cubierta, una plancha de oro puro, llamada el propiciatorio. Este
último vocablo viene del hebreo kapporeth, que significa una «cubierta».
Debemos pensar del arca y del propiciatorio como formando una unidad,
por cuanto ambos juntos constituían una sola pieza en el Lugar Santísimo, o
el Santo de los Santos, en el Tabernáculo hebreo.
Hay que notar que el arca ocupa el primer lugar en la descripción que el
Señor le dio a Moisés para levantar el Tabernáculo.
El arca aparece como el más elevado de todos los vasos del Tabernáculo,
su tesoro más apreciado, y es el objeto hacia el cual conducen todos los
demás rituales del santuario. Nosotros hubiéramos dejado esta descripción
para el último lugar, pero éste no ha sido el orden de Dios, porque Él ha
decidido guiarnos primero y directamente hacia el objeto más elevado y más
santo, al lugar más alto y más sagrado. Era sobre esta arca, en el propiciatorio
que la cubría, que la sangre de la expiación era presentada y era aceptada
(Lv. 16:2).
Dios siempre procede igual, porque va al corazón de las cosas. Va de
adentro hacia afuera. La obra de Cristo en la cruz ha dado, primero y
369
principalmente, satisfacción a la justicia y a la santidad de Dios. Como
consecuencia de esto, toda bendición es concedida al pecador que cree.
El arca representa la Persona de Cristo, mientras el propiciatorio
representa el Trono de Dios en medio de su pueblo. El Lugar Santísimo era
el lugar de la morada de Dios entro su pueblo. Así mismo, era el lugar de la
manifestación de su gloria. «Siempre ha sido el propósito de Dios para el
hombre el hacerse conocer a sí mismo y traerlo hacia su propia presencia y
hacia su propia gloria; la fe no ha tenido nunca un objetivo más bajo, ni ha
esperado un final menos elevado».
El propiciatorio revela la misericordia de Dios hacia un pueblo pecador, y
es denominado también como el asiento o la sede de la misericordia.
Cristo mismo es el arca y al propio tiempo es el propiciatorio, porque es
nuestro Dios delante del trono de gracia. Jesús el Señor, nuestro Gran Sumo
Sacerdote, está allí para interceder por nosotros delante del trono de gracia,
después de haber pagado el precio de nuestra redención. En el Lugar
Santísimo vemos, pues, a Cristo como nuestro Sumo Sacerdote. Así se
cumple el propósito de Dios, que es la glorificación de su Amado Hijo.
Uno de los propósitos esenciales para el arca era que contuviera el
propiciatorio, o la sede de la misericordia. En otras palabras, el arca hubiera
quedado incompleta sin el propiciatorio.
Jesucristo anduvo todo el camino que había entre el propiciatorio y el altar
del holocausto. Fue sin duda enorme la distancia que recorrió, desde la gloria
eterna hasta Belén, pero fue aún mayoría distancia espiritual que va de la
sublimidad de su santidad hasta la humillación extrema del Calvario.
2. La morada de Dios.
El arca era un símbolo de que Dios, por medio de Cristo, estaba presente
en medio de su pueblo. Representa la presencia de Dios. Hay que subrayar
que los demás objetos del Tabernáculo representan a Cristo en su obra, pero
el arca representa más bien a Cristo en su Persona. El arca es el primer vaso
descrito y el más importante de todos, y era el último vaso que alcanzaba el
adorador que se acercaba. Es «el primero y el último». Además es el único
rodeado de oro por dentro y por fuera.
370
Es notable que el propiciatorio no era una representación de Dios, ni podía
ser utilizado como una imagen o ídolo, porque esto estaba absolutamente
prohibido por Dios.
Aarón podía entrar en este recinto una sola vez al año, en el gran Día de la
Expiación, o Día del Perdón; allí podía tener contacto con Dios Santo
solamente sobre la base de la sangre derramada. Esto es una figura que
anticipaba al Salvador que habría de venir, el Señor Jesucristo.
Juan dice que el Verbo encarnado «habitó entre nosotros», literalmente
«puso su Tabernáculo entre nosotros».
Así, el arca se constituyó en uno de los tipos más completos que la Biblia
presenta sobre Cristo, entre otras razones porque Él vino para morar entre los
hombres.
El arca iba además delante del pueblo en sus peregrinaciones. La
enseñanza es preciosa. Cristo va delante de su pueblo en su camino, y está
en medio de su pueblo en la adoración de los suyos.
No había ventanas en el Lugar Santísimo, ni tampoco había un candelero;
la gloria llamada de la Shekinah, la columna de nube y fuego, era «la luz
Shekinah». Solamente el «Dios de la Gloria» (Hch. 7:2) sobre el
propiciatorio, y en medio de los querubines de oro, brillaba con resplandor y
una belleza increados. Nos recuerda la visión celestial:
«La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella;
porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera» (Ap.
21:23).
El oro que cubría la madera dentro y fuera nos ilumina en cuanto a otro
aspecto fundamental de la persona de Cristo, porque es una figura de su
eterna Deidad. Él es, en su encarnación, «hombre plenamente hombre, Dios
plenamente Dios». Así, al reunir su humanidad y su Deidad en su persona
pudo ser el mediador entre Dios y el hombre. Éste es nuestro Salvador y
Señor, «Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos»
(Ro. 9:5).

371
En el Antiguo Testamento hay mencionadas tres arcas: a) el arca de Noé;
b) el arca de Moisés; c) el arca del Pacto.
Es muy significativo que las dos arcas anteriores a la que estamos
estudiando fueran arcas de refugio. En el primer caso se trata del arca de Noé,
por la cual fueron salvas ocho personas. En el segundo se trata de la cesta de
juncos por la que fue salvada la vida del niño Moisés (Éx. 2:1-10). Aquí fue
salvada una criatura; y es no menos significativo que esas dos arcas fueran
cubiertas de brea. El vocablo para «brea» es el hebreo kaphar, que es la
palabra utilizada para designarla expiación. Pero la expiación fue siempre
hecha mediante sangre. Un autor señala que tanto el arca de Noé como la de
Moisés fueron hechas lugares de refugio, típicamente, mediante la aplicación
de «sangre típica», representada por kaphar; la expiación protegía a aquellas
arcas.
II - CONTENIDO DEL ARCA
Este mueble contenía tres objetos: la urna con el maná, la vara de Aarón
que reverdeció, y las tablas no quebradas de la ley.
Así, contenía los memoriales de grandes actos de Dios. Cuando el
santuario fue erigido, las dos tablas de la Ley, que evidenciaban la redención,
fueron colocadas en el arca, que fue llamada «el arca del Testimonio» (Éx.
25:22).
1. El maná.
La urna del maná era un memorial de la fidelidad de Dios al proveer
alimento a su pueblo en el desierto. Éste es un gran concepto de la Escritura;
Dios es fiel.
En Éx. 16:34 Dios había mandado a Moisés que tomara una porción del
maná para que fuera guardada en el arca. Dado que el maná había sustentado
la vida de los israelitas en el desierto, era un símbolo de Cristo, que sustenta
nuestra vida espiritual. Como hemos visto al considerar Juan 6, el mismo
Señor hizo un contraste entre el maná y el pan del cielo. Así, el maná
contenido en el arca presenta a Cristo como el gran proveedor y sustentador
de la vida.

372
2. La vara de Aarón.
La vara surgió de una rebelión entre el pueblo, cuando una familia, la de
Coré, pretendió el sacerdocio. La respuesta divina se manifestó en juicio, y
así la vara es una figura de la autoridad divina que respaldaba al sacerdocio
aarónico.
La rebelión de Coré fue principalmente contra el sacerdocio de Aarón,
pero detrás de todo había una rebelión contra Dios (Nm. 16:11; Jue. 11).
La historia de la rebelión termina con la aparición de la vara de Aarón que
reverdeció (Nm. 17), y así la vara vino a constituir un símbolo del gobierno
y de la autoridad que tienen origen en Dios.
3. Las tablas de la ley.
Las primeras tablas de la ley fueron quebradas muy pronto después de que
la ley fue promulgada. Así, aquellas tablas representan el continuo
quebrantamiento de la ley divina por parte del hombre.
El segundo conjunto de tablas que Dios entregó a Moisés no fue quebrado,
y es el que era guardado en el arca. ¿Por qué esta distinción? Porque esta arca
representa sin duda a Cristo, que no quebrantó en lo más mínimo la santa Ley
de Dios.
¿Cuál es la lección aquí? Un arca está destinada a conservar intacto lo que
se encierra en ella. Los requerimientos elevados de la justicia divina aparecen
representados aquí; estos niveles no pueden ser disminuidos. El hecho de que
las tablas hieran colocadas en el arca en el Lugar Santísimo muestra que esos
requerimientos, esas exigencias, son protegidos por Dios mismo. El arca es,
pues, un símbolo del alto nivel de justicia que Dios mantiene en todos sus
actos, incluso cuando provee salvación al hombre.
Pero aun el mejor esfuerzo del hombre no es suficiente para guardar la ley.
Ninguna persona será salvada porque guarde la ley, porque nadie puede
cumplirla completamente. Dice claramente Stg. 2:10:
«Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un
punto, se hace culpable de todos.»

373
La Ley de Dios no ha sido honrada por el hombre. Pero la Escritura, por
medio de este símbolo de las tablas en el arca, nos introduce a un gran
pensamiento. Fue el propósito divino que el arca fuera un depósito adecuado
para la ley, simbolizando así que no ha habido ningún santuario para la ley
de Dios, excepto en Aquel que es la verdadera arca, es decir, en Aquel que
pudo decir:
«He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad
del que me envió» (Jn. 6:38).
Es fundamental que los mandamientos estuvieran en el lugar más sagrado
del culto. No puede haber verdadera alabanza ni adoración a menos que la
persona esté atenta para percibir la voluntad de Dios, para vivir en efectiva
separación del mundo y de la carne.
III - LA ENSEÑANZA PARA EL SACERDOTE CREYENTE
1. El arca del Pacto en el Lugar Santísimo habla de la seguridad plena del
creyente. El juicio divino sobre el pecado, que está pendiente sobre el
incrédulo, no alcanzará al creyente, porque ha caído sobre Cristo, el sustituto
del pecador.
2. El arca habla de lo que Cristo es para el alma del creyente. Hoy en día
se habla mucho de lo que Cristo ofrece, más bien que de lo que Él es.
Naturalmente, lo que hace es fundamental y vital para nuestro mundo, pero
lo que el Señores, esto es sumamente importante. El creyente tiene en Cristo
ascendido y glorificado un refugio seguro en medio de las tormentas de la
vida.
3. Al creyente sacerdote el arca le enseña que hay un lugar supremo de
comunión espiritual con Dios.
En los varios objetos del Tabernáculo se aprecia, por un lado, la figura de
Cristo en su obra de redención y, por otro lado, se tiene una figura del
creyente en Jesucristo, en su experiencia desde la salvación en adelante. En
todos los objetos o vasos podemos apreciar cómo el creyente participa de la
obra de Cristo, y cómo es exhortado a alabar a Dios y a regocijarse en Cristo.
Pero el lugar de adoración suprema está detrás del velo, en la presencia de
Dios, porque ése es el lugar de comunión espiritual, a solas con Dios. El
374
Sumo Sacerdote entraba solo al Lugar Santísimo; allí estaba a solas con Dios.
Los pocos instantes que estaba allí eran lo más importante en toda su vida de
servicio. ¿Entendemos la aplicación a nosotros?
El propiciatorio era el trono de Dios, el lugar donde Él se encontraba con
su pueblo y tenía comunión con él. No había asientos en el Tabernáculo, pero
éste es el único lugar de descanso, llamado el asiento de la misericordia,
donde la misericordia reinaba. «Él está sentado sobre los querubines…» (Sal.
99:1). Is. 37:16 (BAS).
El Lugar Santísimo venía a ser, pues, un tipo del cielo mismo.
Repetidamente se adviene esto en la carta a los Hebreos.
Se habla de
«la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como segura
y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús
entró por nosotros como precursor, hecho Sumo Sacerdote para
siempre según el orden de Melquisedec» (He. 6:18-20).
La comunión con Dios no surge de la nada, ni mucho menos del corazón
natural. La comunión con Dios está ligada con una enseñanza fundamental
del Señor en Juan 15; está ligada con la permanencia de la Palabra de Él en
nuestros corazones, que equivale a la permanencia de Él mismo en nosotros
(Jn. 15:5-7).
La pregunta que cabe es ésta: ¿Cuánto tiempo invertimos en comunión con
Dios?
Esta pregunta conduce a otra, que tiene contenido doctrinal y que por lo
tanto es muy práctica. ¿Hemos aprendido que la comunión con Dios no existe
aparte de la comunión con la Palabra? (Jn. 15:7).
Muchos creyentes emplean tanto tiempo en su ministerio que no tienen
tiempo para un contacto con la Biblia, para un estudio serio, sistemático, de
ella. Están tan ocupados con su ministerio sirviendo al Señor, incluso
predicando, que no tienen tiempo para la comunión, a solas con Dios, que es
el único lugar de fortaleza espiritual. «Cualquiera que habite en la presencia
de Cristo glorificado, reflejará la naturaleza de Él. Esto es una ley espiritual».

375
Dios se ha presentado siempre a Sí mismo como el objeto de la fe.
Solamente sobre Dios el alma descansa para su salvación, para su paz, para
su regocijó.
El arca y el propiciatorio, es decir, el Trono de la gracia de Dios y el Trono
de poder supremo en medio de su pueblo, es el primer vaso que se describe.
El arca era hecha de madera de acacia y cubierta totalmente de oro. En la
LXX la palabra acacia significa «madera incorruptible». Es un emblema que
caracteriza a Cristo en su humanidad sin mancha, incorruptible. Para que Él
pudiera venir a ser un canal de toda bendición de Dios hacia el hombre, para
que Él pudiera ser el camino de acceso del hombre a Dios, era necesario que
tomara una naturaleza humana, en todo semejante a nosotros, con excepción
del pecado.
4. También el contenido del arca tiene lecciones para el sacerdote creyente
Leemos en Sal. 40:6-8:
«... has abierto mis oídos»
«... y tu ley está en medio de mi corazón».
Aquí hay que destacar varias ideas:
a) Una gran lección es la que vemos en el Salmo 40, que hemos anticipado
en la consagración de los sacerdotes; reside en el hecho de que cuando Dios
quiere conquistar el corazón, comienza por el oído. Éste es, invariablemente,
el método Dios. Lo que importa hoy y aquí, es escuchar a Dios. Nuestra gran
necesidad, la necesidad más grande que nuestro mundo tiene hoy, es la
necesidad de escuchar a Dios. Ciertamente, el obedecer... y el prestar
atención; el prestar atención cuando Dios habla, es mejor que cualquier
sacrificio que queramos ofrecer (1 S. 15:22).
b) Esto fue especialmente cierto de nuestro Señor. La Sagrada Escritura
estaba en medio de su corazón. El Salmo lo revela porque pone en boca del
Mesías estas palabras: «Tu ley está en medio de mi corazón». En todo su
ministerio sobre la tierra es notable el uso frecuente, constante, que Él hace
de la Escritura. Ese hecho de la ley morando en el Mesías estaba profetizado
en el Salmo 40. Aun en la cruz, cita las Escrituras; en la cuarta palabra de la

376
cruz cita el Salmo 22; y también lo cita indirectamente en la expresión
«consumado es» de Jn. 19:30.
c) Lo que estaba profetizado en el Salmo estaba prefigurado en el
Tabernáculo. En el arca, en el lugar más sagrado del Tabernáculo, estaban
guardadas las tablas de la ley. Así, las Sagradas Escrituras estaban escondidas
y guardadas en el corazón del Hijo de Dios. Su corazón fue, ciertamente, un
santuario.
Ciertamente, el Señor es quien puede decir con toda propiedad:
«Tu ley está en medio de mis entrañas».
Éste es el significado más importante de las tablas de la ley en el arca. La
ley estaba entronizada en su corazón. Las tablas en medio del arca
constituyen un cuadro expresivo de Cristo llevando y guardando la ley en
medio de su corazón.
Allí, y solamente allí, la voluntad de Dios tenía su morada. Estas dos tablas
sin quebrar eran, pues, un tipo claro de la perfecta obediencia de nuestro
Señor al Padre.
Pero hay que subrayar que éste es también el propósito de Dios para su
pueblo. En Jeremías 31:33, citado en Hebreos 10, Dios había prometido una
gran bendición:
«... pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré»
(He. 10:16).
Éste es el fruto de la gracia a través de la redención; es un privilegio que
puede ser disfrutado ahora por todo corazón regenerado por el Evangelio.
Es notable observar que el Señor no solamente llevaba la ley en su corazón,
sino que además estuvo dispuesto a llevar sobre sí, en la cruz, la penalidad
que la propia ley descargaba sobre los culpables. El mismo Ser que mantuvo
la ley sin quebrantarla, es el que ha recibido la penalidad que debía caer en
contra de aquellos que la habían quebrantado.
5. Estaba profetizado que Dios pondría su Espíritu en los suyos:
«... y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros...»

377
«... y pondré dentro de vosotros mi espíritu...» (Éx. 36:26-27).
Ahora el velo está rasgado, y el camino de acceso a Dios está libre. Ahora
puede tener cumplimiento la promesa de Jer. 31:33-34, que había sido citada
en He. 10:16-17:
«Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y Yo seré a ellos
por Dios, y ellos me serán por pueblo; y no enseñará más ninguno a su
prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque
todos me conocerán».
Esta profecía, ligada con la de Ezequiel 36:26 - 27, deja en claro un hecho
fundamental. Cuando Dios escribe su ley en nuestros corazones, al mismo
tiempo asocia al creyente con una nueva fuente de energía espiritual. Queda
claro otra vez que nada de esto es posible por la vía de un perfeccionamiento
en la carne.
La referencia es a la regeneración, como obra del Espíritu Santo; sería Dios
el que haría una obra profunda en las mentes y en los corazones. Aquí hay
una idea sublime. Dios colocaría un espíritu de obediencia en los corazones
de los hombres. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de que ellos también
pudieran anhelar, en razón de su regeneración, lo que el Mesías pudo decir
en razón de su pureza inmaculada:
«El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio
de mi corazón» (Sal. 40:8).
Este deseo de obedecer a Dios está ligado con la enseñanza de Juan 15;
allí el Señor habla de la permanencia de su palabra en los suyos.
Él revela que hay tres cosas que dependen de esta permanencia de su
palabra en nosotros y de nosotros en Él: a) El fruto (Jn. 15:5); b) La respuesta
a nuestras oraciones (Jn. 15:7); c) El gozo (Jn. 15:11). ¿Es posible pensar en
una vida más elevada que ésta? Ésta es la vida que Dios tiene para todo hijo
suyo.
La profecía de Jeremías 31 incluye un aspecto sumamente importante para
todo creyente en Jesucristo. ¿Por qué? Porque se refiere a una actividad

378
divina dentro del pueblo de Dios. Los apóstoles encontraron el cumplimiento
de esto en la actividad del Espíritu Santo en los corazones de los creyentes.
El pacto del Sinaí y el Nuevo pacto representan dos actitudes o modos de
vivir espirituales del hombre hacia Dios. En el primero, el hombre depende
de sí mismo, de sus recursos, que no existen. En el segundo, depende de los
recursos de la gracia de Dios. En el primer caso, el fracaso es seguro. En el
segundo, el hombre se asocia con una fuente de energía espiritual, cuando
aprende a depender del Espíritu Santo.
Pablo habla en Fi. 3:10 de «conocerle a Él». Es mediante el conocimiento
de Cristo, y no mediante el mirar adentro, a nosotros mismos, como Dios
puede hacernos vencedores del pecado. Aquí hay otra lección fundamental
para el creyente sacerdote; la lección consiste en que el poder para luchar
contra el pecado viene de arriba, y no de adentro.
Surge otra vez la pregunta: ¿Para qué fue dada la ley? No fue dada para
que diera vida. La ley declaraba lo que el hombre debía ser y hacer, pero ella
no comunicaba ningún poder para cumplirla. La ley demandaba, aconsejaba,
pero no podía dar nada. Podía condenar, pero no podía salvar.
Para el creyente sacerdote hay una enseñanza en Ro. 8:3-4:
«... Dios... condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley
se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino
conforme al Espíritu.»
¿Cuál es la enseñanza? La única manera de que la justicia de la ley se
cumpla en nosotros consiste en mortificar las obras de la carne, pero esto sólo
es posible en la medida en que andamos conforme al Espíritu.
6. Todos los significados del arca que hemos citado son importantes. Pero
el arca es, por encima de todo, figura de Cristo glorificado.
Cristo no nos salva cumpliendo la ley por nosotros. La salvación es «aparte
de la ley». Cristo cumplió la ley por sí mismo, y así vino a quedar calificado
para morir, el justo por nosotros los injustos.
El Señor ha cumplido con toda justicia, y ha llevado la maldición de la ley,
en la cruz; así, ha quitado para siempre de en medio a la ley con sus

379
demandas, requerimientos y penalidades. Ahora Él está en la presencia de
Dios como nuestro camino hacia Dios. Cristo es el único Ser por medio del
cual Dios ha quedado capacitado para ser justo y al mismo tiempo ser el
justificador de todo aquel que cree (Ro. 3:26).
Porque Él encontró deleite en hacer la voluntad del Padre, pudo constituir
un sacrificio perfecto, el sustituto del pecador sobre la cruz. Así vino a ser el
maná celestial para nuestros corazones, y así vino a ser, mediante su muerte
y su resurrección, nuestro siempre viviente Sumo Sacerdote. Éste es también
el mensaje del arca.
Y esto es fundamental para nuestro sacerdocio. Lo fundamental es que el
alma contemple más allá del velo, en el verdadero Lugar Santísimo, al Señor
entronizado.

380
CAPÍTULO XVI
EL PROPICIATORIO

(Éx. 25:17-22; Nm. 7:89)

I – SIGNIFICADO DEL SÍMBOLO


Como hemos anticipado, el arca y el propiciatorio formaban una unidad.
Los hemos separado para enfatizar la enseñanza que arrojan.
El arca sin el propiciatorio no hubiera tenido sentido; la ley hubiera
quedado sin cubrir en cuanto a sus requerimientos. Colocado como estaba
encima del arca del Pacto, el propiciatorio revelaba que Dios podía cubrir el
arca, que contenía los símbolos de la rebelión del pueblo, y que contenía una
figura de sus elevados requerimientos; Dios podía hacer esto y mostrar
misericordia, a través del derramamiento de sangre sobre el propiciatorio.
Fue llamado así porque era el lugar donde estaba simbolizada la misericordia.
La importancia del propiciatorio es doble. Es el lugar de la revelación de
la Palabra de Dios a Moisés (Éx. 25:22; Nm. 7:89), y el lugar donde la sangre
era derramada una vez al año. En el Día de la Expiación, el Sumo Sacerdote
entraba al Lugar Santísimo para rociar la sangre de los sacrificios sobre el
propiciatorio, y así los pecados del pueblo eran perdonados por un año más.
Dios podía encontrarse con el hombre pecador solamente sobre la base de
atender, por un lado, a su justicia y, por otro, a su gracia. El propiciatorio era
un símbolo del Trono de gracia en el santuario de Dios, en el cielo.
Esto era una figura del lugar de encuentro con Dios por parte del pecador,
la cruz de Cristo. Una vez que el Señor ha pagado enteramente el precio de
rescate, una vez que ha derramado su sangre, aquello por cuya eficacia ha
atravesado el velo, ahora Él, el Señor, ha venido a ser no solamente el camino
hacia Dios sino que Él es, además, la persona en quien podemos acercamos
a Dios.
381
Todas las ofrendas del Antiguo Testamento sólo podían cubrir el pecado
temporalmente, de modo que así Dios podía tratar con su pueblo. Pero eso
significaba remitir el pecado, transferirlo hacia la cruz de Cristo. Mientras
tanto, Dios difería su juicio, lo postergaba, y perdonaba al judío oferente y al
pueblo porque tenía en vista la cruz. Los sacrificios del Antiguo Testamento
no quitaban el pecado sino que solamente lo cubrían transitoriamente.
En su vida, Cristo magnificó la ley y la mantuvo honorablemente, sin
quebrantar. Así pudo constituirse Él mismo como la ofrenda por el pecado,
Mediante su muerte, Él vino a ser la propiciación que permite a Dios extender
su misericordia a la humanidad.
Aarón se presentaba ante la gloria de Dios entre los querubines, y
derramaba la sangre sobre el propiciatorio. Dios veía esta sangre, que cubría
las demandas de la ley, y así protegía al pecador.
En la propiciación Dios, mediante una acción vicaria, sustitutiva, separa el
pecado del pecador, porque Cristo carga, vicariamente, con el juicio divino.
Es en ese sentido que Cristo es nuestro propiciatorio, o nuestra Sede de la
misericordia; todo, todo se fundamenta en su sangre derramada.
El propiciatorio es un memorial de la gracia. Es el trono del Dios de gracia,
en medio de su pueblo. Dios ha desplegado públicamente a Cristo como la
propiciación en su sangre, mediante la fe.
Ahora no enfrentamos un Tribunal, porque la cruz ha transformado lo que
debió ser un Tribunal de Juicio en un Trono de Gracia. Ahora
«la gracia reina mediante la justicia» (Ro. 5:21).
Esta gracia ha sido derramada sobre los que nada merecen.
En el Tabernáculo, el Lugar Santísimo era el recinto del trono de Dios y el
vaso sagrado allí era el trono de Dios en la tierra.
El propiciatorio ha venido a ser ahora representativo del descanso, del
reposo de Dios. La muerte de Cristo ha vindicado la santidad y la justicia de
Dios, de un modo que ha dado plena respuesta a sus demandas. ¡Cuánto nos
hace falta meditar en el hecho glorioso del descanso definitivo, eterno, que

382
Dios mismo ha hallado en la ofrenda de su Amado Hijo! Dios no podría
encontrar reposo si el pecado estuviera todavía pendiente.
La sangre derramada ha hecho posible para Dios santo habitar en medio
de un pueblo injusto. Así, el pecador, por medio de la sangre de la cruz, puede
encontrar misericordia.
II - DOCTRINA BÍBLICA DE LA PROPICIACIÓN
La propiciación representa la obra de la cruz desde el punto de vista de la
satisfacción que Dios ha de recibir, antes de que pueda extender su
misericordia a los hombres.
Estos sacrificios del Antiguo Testamento destacan verdades de valor
eterno; la propiciación está vinculada con la expiación, pero es más amplia
que ésta como veremos.
1. Los sacrificios incluían la confesión del pecado. Toda gran doctrina
bíblica parte de la base de que el pecado es una realidad, y no un asunto para
ser discutido. El pecado es un asunto para ser confesado; el reconocimiento
del pecado, la confesión del pecado, es esencial para volverse hacia Dios.
2. La expiación subraya que la ley de Dios tiene que ser cumplida y no
puede ser dejada de lado. El perdón no significa que Dios pueda ser
negligente con el pecado, como nosotros solemos ser, ni el perdón puede
verse como debilidad en Dios. Dios nos perdona sobre la base de su justicia;
su ley tiene que ser cumplida y no puede ser dejada de lado.
3. La expiación requería un sacrificio. Una víctima inocente tenía que
ocupar el lugar del culpable. En el gran Día de la Expiación, del cual habla
el libro de Levítico, el sumo sacerdote hacía traer un animal, ponía su mano
sobre él y confesaba los pecados del pueblo. Este animalito tenía que ser sin
tacha; no podía estar enfermo, no podía faltarle una parte de su cuerpo. Esto
era así porque esos animales eran una figura de Cristo, que se ofreció sin
mancha a Dios.
4. En cuarto lugar, había derramamiento de sangre. La sangre era aplicada;
el pecado era cubierto por la sangre.

383
5. La culpa del pecador era transferida; había una víctima inocente que
recibía la culpa del culpable. Todo esto nos conduce a encontrar consuelo y
paz en el hecho de la cruz. Hasta aquí hemos caracterizado la expiación.
6. La propiciación incluye todo lo anterior, pero abarca además el concepto
de la pacificación de la ira de Dios. Esto es lo que veremos enseguida.
III - LA IRA DE DIOS
Pablo enseña que lo que Cristo hizo mediante su muerte en la cruz fue
pacificar la ira de Dios. Cristo, cubierto con su propia sangre, desempeña
ahora el papel del propiciatorio en el gran Día de la Expiación.
La muerte de Cristo fue propiciatoria, en el sentido de que, en su muerte,
Cristo sufrió el justo juicio de Dios por el pecado del hombre.
En el mundo pagano, el concepto era el de apaciguar la ira de los dioses
mediante una ofrenda o sacrificio que procuraba hacerles cambiar de actitud.
Es este aspecto del problema el que induce a escritores modernos a rechazar
el concepto «propiciación» porque, dicen, si se acepta que Dios puede ser así
propiciado se estaría tomando al Dios de amor de la Biblia en una deidad
caprichosa y vengativa, que infligiría castigos a quienes no le sobornaran con
sus dones y ofrendas.
Ello lleva a Dodd y a Westcott a afirmar que el vocablo griego hilasmós,
que se traduce «propiciación», no contiene la idea de una acción por la cual
se propicia a Dios sino que, según ellos, en la propiciación el hombre es
purificado y su pecado «neutralizado».
Desde luego, los conceptos paganos no se corresponden con la sublimidad
del Dios que la Biblia revela.
Leon Morris ha destacado que, desde el punto de vista bíblico, un elemento
de ira es inherente a la naturaleza divina, pero que, mediante la propia
provisión de Dios, esta ira puede ser evitada, apaciguada. Este
apaciguamiento podemos entenderlo propiamente como propiciación, si este
vocablo es entendido con la exclusión de la idea pagana de un proceso de
soborno a la deidad. El término «propiciación» debe, pues, ser utilizado con
cuidado, pero no existe ninguna razón para rechazarlo en su totalidad.

384
Sí, no hay duda de que la ira es la obra «extraña» de Dios y que la
misericordia es su propia obra. De todas maneras siempre hay que subrayar
la conexión en que la Sagrada Escritura presenta estos conceptos. La ira
procede de El, pero Dios es «lento para la ira y grande en misericordia» (Sal.
103:8).
La reflexión, pues, es terminante. Entre los paganos, el concepto de
propiciación era que mediante un sacrificio se inducía un cambio de mente
en los dioses. En lenguaje franco, el hombre sobornaba al dios para que le
fuera favorable.
Por ello, cuando estos vocablos fueron introducidos en la Biblia, esas ideas
burdas e indignas fueron abandonadas y sólo fue retenida la verdad central,
es decir que la propiciación significa el apaciguamiento de la ira mediante
una ofrenda.
Para evitar errores, debemos analizar entonces qué cosa es la ira de Dios,
y debemos tratar de explicitar qué cosa no es esta ira.
1. La ira de Dios, según la vemos en las Escrituras, es una cualidad
personal sin la cual Dios dejaría de ser plenamente justo, y su amor
degeneraría transformarse en sentimentalismo. Lo que hay que subrayar es
que la ira de Dios es su deliberada oposición a toda maldad, y que esto surge
de la propia naturaleza del ser divino.
2. La ira de Dios no es una pasión irritada, no es una venganza exagerada;
no está manchada, como lo está a veces la ira del hombre. La ira en Dios es
una reacción natural, transparente, de su santidad.
¿Qué es, entonces, la ira de Dios? Es su resistencia contra el pecado. Es su
reacción contra el pecado. Es la reacción invariable de su santidad.
3. Todavía más; conforme a Romanos 1:18 esta ira procede del ciclo. Es
activa ¿Contra qué? «Contra toda impiedad e injusticia de los hombres que
detienen con injusticia la verdad».
El apóstol Pablo, en Romanos 1 y 2 prepara la escena para declarar el
Evangelio, y habla largamente sobre la ira de Dios. Enseña que ella es
operativa en el mundo. Enseña que la ira, en Dios, no es una actitud pasiva;

385
es efectivamente operativa en el mundo, y procede del cielo, del trono de
Dios.
Que la ira de Dios es activa se ve en la propia obra de la cruz. Toda la obra
de la cruz es una acción contra el pecado, pero en bien del pecador.
Si Dios tolerase el pecado, si Dios no castigase el pecado, ¿qué pasaría?
Pronto Dios perdería su trono, y el pecado ocuparía ese lugar. Pero las
normas de Dios no pueden degradarse. Dios no pasa por alto el pecado,
indefinidamente. Dios no tranza con el pecado.
Dice el apóstol en Ro. 1:24-28 que Dios en su ira entregó al hombre; lo
entregó a la concupiscencia de su corazón (v. 24); lo entregó a pasiones
desenfrenadas (v. 26) y lo entregó a una mente reprobada (v. 28). Pero
también dice por qué esto es así; el hombre ha elegido este camino, cuando
eligió no tener en cuenta a Dios (v. 28), no tener en sus caminos a Dios,
cuando eligió rechazar la verdad (v. 25) y cuando eligió sustituir al Creador
por la criatura (v. 23). Si miramos aun hoy la degradación en que han caído
muchas religiones, algunas de ellas denominadas cristianas, nos damos
cuenta de lo que han hecho; han sustituido la gloria del Dios Creador y la han
reemplazado por la gloria de la criatura (Ro. 1:23-25).
4. De modo que llegamos aquí a una gran conclusión. Todo hombre, por
estar bajo pecado, está expuesto a la ira de Dios. La realidad definitiva de su
vida, bien que él sea consciente o no, es que se encuentra bajo el furor activo
de Dios.
IV - CON ESTA ESCENA DE FONDO SOBRE LA IRA, PABLO
PRESENTA EL EVANGELIO DE LA GRACIA DE DIOS
1. Gracias a Dios, el mensaje del Evangelio no termina aquí, y nos dice la
gloriosa verdad de que, a aquellos que estaban sujetos a su ira, Dios los ha
hecho objeto de su gracia.
2. Las buenas nuevas del Evangelio son que una propiciación ha sido
provista. Algo ha ocurrido. Algo ha sido hecho por Dios. Ese algo es la gran
obra de la cruz. Y, como resultado, la honra de Dios ha sido vindicada. La
ira de Dios ha sido aplacada. Como ha dicho Monod: «Salva la santa ley de
mi Dios, y después podrás salvarme a mí».
386
Algunos críticos dirán que estamos diciendo que Cristo ha cambiado la
mente de Dios. Pablo no dice esto. Lo que Pablo dice es que Dios mismo, el
Padre mismo, ha hecho esto. En la cruz vemos a Dios obrando, junto con el
Hijo. Vemos a Dios mismo proveyendo la propiciación en su propio Hijo,
mediante su sangre.
Cristo el Señor soportó la ira de Dios, y no contra Él como persona, sino
porque fue el sustituto del pecador. Él entró, en la cruz, en la posición del
hombre culpable. Allí fue hecho pecado, por nosotros. Allí soportó la muerte,
que es la paga por el pecado y es la expresión de la ira de Dios.
La propiciación lleva esta noción: a) Hay alguien que ha sido ofendido; b)
Hay alguien que es ofensor; c) Hay algo que debía ser hecho, y que ha sido
hecho.
Y esta grande y gloriosa doctrina nos enseña que Dios a quien hemos
ofendido, ha provisto, Él mismo, el medio del perdón. Él mismo tomó la
carga; se puso debajo de la carga.
Su enojo, su ira, ha sido satisfecha, pacificada. Por esto Él puede ahora
reconciliar al hombre consigo mismo. Cuando Pablo dice en Romanos 3:25
que Dios puso a Jesucristo «como propiciación por medio de la fe, mediante
su sangre», lo que quiere decir es que apagó la ira de Dios, y con ello nos
redimió de la muerte. No fue la vida pura de Jesucristo, ni su enseñanza, ni
su santidad, como tales, sino el derramamiento de su sangre al morir, lo que
nos ha traído vida El sacrificio de Cristo es de mérito infinito. El valor del
sacrificio de Cristo reside en el valor infinito de su propia persona.
Como resultado de la obra de Jesucristo se puede ahora llamar a los
hombres, se les puede rogar que se reconcilien con Dios. Dios ha sido hecho
propicio. Sobre esta base el pecador es reconciliado con Dios, es decir, es
introducido a una i posición de amistad con Dios. Esta posición es definitiva,
eterna.
V - LA PROPICIACIÓN Y LA JUSTICIA DE DIOS
(Ro. 3:21-26; l Jn. 4:8-10)
1. La importancia de la sangre.

387
El pasaje de Ro. 3:21-26 es fundamental para la fe cristiana. El apóstol va
a demostrar, hasta el final del cap. 5 de Romanos, que Dios concede el perdón
del culpable por pura gracia, sobre el principio de la fe. Se trata de gracia y
se trata de fe. ¿Por qué esto es importante? Porque la gracia y la fe se oponen
a las obras y al mérito personal como fundamento de la salvación. Veamos
el pensamiento bíblico con algún detalle.
Una misericordia que fuera concedida sin atender a los requerimientos de
la justicia degeneraría en un sentimentalismo superficial, que socavaría el
orden moral. Pero una justicia sin misericordia terminaría en un tratamiento
severo, que no dejaría esperanza al hombre. El Evangelio presenta la
combinación divina de estos dos atributos de Dios, la justicia y la
misericordia.
La propiciación es por medio de la fe, sobre el fundamento de la sangre
derramada. Para el autor a los Hebreos (9:22) lo decisivo en la realización
del sacrificio es el derramamiento de la sangre de la víctima. La entrega de
la vida es la condición indispensable para la concesión del perdón.
2. Un ajuste textual.
Hay que señalar que en el original griego los cuatro versículos que van del
v. 23 al v. 26 constituyen una sola frase. Los traductores suelen volcar el
pensamiento original en más de una frase, para hacerla comprensible en cada
idioma.
Son varios los exegetas que señalan que la expresión griega que se traduce
«en su sangre», o «por su sangre», o «mediante su sangre» está conectada en
el texto original con «propiciación» y no con «la fe», Por esta razón parece
oportuno insertar una coma después del vocablo «fe», lo que separaría los
conceptos:
«... a través de la fe, mediante su sangre»,
Este punto de vista coincide con lo que Pablo enseña en Ro. 5:8-9:
«cuando éramos pecadores, Cristo murió por nosotros... estando ya
justificados en (por) su sangre, por Él seremos salvos de la ira».

388
La sangre de Cristo es mencionada aquí no simplemente para aludir al
elemento físico que integra el cuerpo sino para indicar el carácter sacrificial
de la muerte de Cristo bajo el juicio de Dios, mediante el derramamiento de
su sangre. No indica solamente que la muerte ha tenido lugar, sino que fue
una muerte como víctima, como sacrificio para expiar el pecado. No es su
muerte corno un ejemplo sino su muerte como un sacrificio lo que ha expiado
el pecado, quitándolo de en medio.
Sí, la justificación es «por la fe», y es «por su sangre». Lo primero no se
opone a lo segundo. La frase «por la fe» indica cómo la propiciación es
apropiada. La frase «por» o «mediante» su sangre señala al fundamento de
la justificación. La fe descansa en la persona; la justificación se apoya en su
sangre.
Otros pasajes muestran también el vínculo entre la fe y la sangre de Cristo.
E1 acceso al Padre es por la fe (Ef. 2:18), El mismo acceso a la presencia de
Dios, en el Lugar Santísimo, es por la sangre de Jesucristo (He. 10:19).
La sangre derramada es la provisión divina; la fe es la respuesta que
definitivamente se requiere por parte del hombre.
La fe es la reacción de todo el ser hacía Dios y hacía su Palabra. La fe es
más que la creencia intelectual; es una convicción. Es la convicción,
divinamente obrada, acerca de la verdad de Dios, que envuelve una
aceptación de corazón, y que mueve al creyente a la obediencia y a la
sumisión a Dios.
La sangre de Cristo justifica ante Dios a todo el que reivindica para sí, de
un modo personal, el sacrificio de Cristo, y esto se hace a través de la fe.
Se vinculan la fe y la sangre, porque es la sangre la que ha quitado de en
medio el pecado. La sangre simboliza la muerte violenta; por lo tanto, hablar
de la sangre de Cristo que quita el pecado equivale a decir que la muerte de
Cristo lo quita. La «fe en su sangre» significa, pues, la fe en la muerte de
Cristo como el fundamento único, eterno, de la salvación del pecador que
cree.
El vocablo «sangre» hace referencia a la muerte violenta que padecían los
animales sacrificados según el Antiguo Testamento. Pablo subraya en este
389
pasaje de Ro.3:21-26 que lo que apaciguó la ira de Dios no es la vida
inmaculada de Cristo sobre la tierra sino el derramamiento de su sangre al
morir. Esto explica la propiciación en términos de sustitución representativa,
pues el inocente recite el castigo judicial correspondiente al pecado, en
nombre del culpable y en lugar del culpable.
Esta noción es fundamental en la Sagrada Escritura, y aparece prefigurada
en el ceremonial del sacrificio por el pecado, en Lv. 4:4-24. Allí el pecador
oferente ponía su mano sobre la cabeza del animal, la víctima inocente, que
se constituía así en su representante; así identificado con el culpable, aquel
animal moría en sustitución, en reemplazo del hombre pecaminoso.
Esta enseñanza fundamental aparece, pues, en este pasaje que subraya el
efecto del pecado sobre el hombre. De modo que es el propósito de Dios que
el pecador vea la necesidad de la sangre, porque ella provee a una necesidad
de la conciencia del hombre.
Para que la gran obra de la cruz no quede, en cierto sentido, incompleta,
debe ser aplicada por medio de una obra de Dios en el corazón del pecador.
Cuando un hombre lo comprende así, la muerte de Cristo alcanza su objetivo.
3. Cristo y el propiciatorio.
El concepto «propiciatorio» se vincula con Jesucristo de dos maneras;
a) Según Ro. 3:25, el Señor Jesucristo hizo un sacrificio propiciatorio.
b) Pero además significa también que Cristo mismo es el propiciatorio, es
decir, que Él es aquel en quien pueden encontrarse Dios en toda su santidad
y el pecador en toda su culpabilidad.
Esto último se fundamenta en que la sangre rociada sobre el propiciatorio
(Lv. 16:14) indica que el sacrificio proveía una base y una base justa a la
reconciliación. Así se manifiesta la justicia de Dios, por lo que bien puede
leerse que «Dios manifestó al Cristo propiciatorio», manifestándose así justo,
«leal a su eterna ley», a la vez que justificador de los pecadores, por su gracia.
Esta idea fundamental, prefigurada en el propiciatorio, aparece también en
la carta a los Hebreos, que alude frecuentemente a la aspersión de la sangre

390
de la víctima sacrificada en el Antiguo Testamento, para mostrar cuán grande
es la virtud purificadora de la sangre de Cristo.
Vemos, pues, en el vocablo «propiciación» un sacrificio propiciatorio que
ha expiado la culpa; la cruz es el propiciatorio, porque es el lugar en donde
Dios, permaneciendo en toda su santidad, puede aceptar a los pecadores
culpables a su santa presencia.
El punto de vista consistente de la Escritura es que el pecado del hombre
ha dado lugar a la ira de Dios. Esta ira es apaciguada o desviada solamente
por la ofrenda expiatoria de Cristo. Desde este punto de vista su obra salvífica
es llamada apropiadamente propiciación. La propiciación no altera la
naturaleza de Dios, pero sí altera la relación de Dios con la criatura
pecaminosa.
La función del propiciatorio era evitar que la ley de Dios puesta en su
interior estuviese en contacto directo con el ambiente del pueblo pecador,
porque lo hubiese consumido. De manera que el propiciatorio con la sangre
puesta encima apagaba las demandas de esa ley. Por este medio la justicia de
Dios satisfacía lo que las tablas de la ley representaban; podía morar en
medio de un pueblo transgresor sin darle muerte; por el contrario, permitía el
acceso del hombre a la misma presencia de Dios para tener comunión con Él.
El pecado del hombre recibe su debido castigo no en razón de alguna
retribución impersonal, como si se tratara de seguir el curso natural de las
cosas, sino debido a que la ira de Dios está dirigida contra él (Ro. 1:18-28).
Por esta razón, cuando Pablo habla de la salvación, piensa en la muerte de
Cristo como hilasterion (Ro. 3:25), el medio de reconocer o quitar la ira de
Dios; éste es el vocablo que es utilizado en la LXX para indicar el «lugar de
la propiciación», puesto que ese vocablo designaba a la cobertura del arca.
Cristo, cubierto con su propia sangre, representa ahora el papel que
desempeñaba el propiciatorio en el ceremonial del Antiguo Testamento.
El arca era una caja que no tenía tapa, en tanto que el propiciatorio o
cubierta era una plancha de oro que servía de tapa para el arca. A los dos
extremos de esta plancha había dos querubines, labrados a martillo; esto
formaba parte de la cubierta. Esta cubierta estaba entonces encima de las

391
tablas del pacto, la ley de Dios. Con esto se daba a entender que la
propiciación descansaba sobre el Pacto de Dios con su pueblo. La función
del «propiciatorio» no es sólo la de tapar el arca sino que su significado
doctrinal es el de «cubrir el pecado», en el sentido de que ya no constituya
una barrera entre el hombre y Dios. La sangre cubre nuestras transgresiones.
No queda duda de lo que la Escritura revela: que Cristo ha sido investido
con una capacidad propiciatoria, en virtud de su muerte. Es su sangre la que
cubre el pecado. En la mente de Pablo la idea de sangre con capacidad
propiciatoria y la de sangre sacrificial son la misma cosa, porque la Escritura
no atribuye aquella capacidad más que a la sangre del sacrificio.
La propiciación se hace eficaz por medio de la fe. El apóstol corona este
pensamiento subrayando que Dios ha desplegado así, maravillosamente, sus
atributos de justicia y de misericordia, «a fin de que Él sea el justo y el que
justifica al que es de la fe de Jesús» (Ro. 3:26).
La salvación del pecador es «por medio de la fe». No se trata de fe en el
credo, o de aquella creencia de que Dios existe, o que la Sagrada Escritura es
la verdad. Es más que eso. Es aquella fe de la cual Cristo es el objeto.
Se trata entonces de la fe como aquel acto que se requiere del pecador para
hacerlo participante de la justificación. Este acto consiste en creer en Cristo;
consiste en recibirle a Él como es revelado en el Evangelio, como el eterno
Hijo de Dios, que se vistió de nuestra naturaleza, excepto el pecado, que nos
amó hasta lo sumo y se entregó como una propiciación por nuestros pecados.
¿Cuál es la gran consecuencia? Dios declara justo al impío que cree. No
declara justo al impío que permanece en la impiedad, sino que declara justo
al impío que deja sus obras, que no confía en sus propios méritos.
Dios no declara justo al hombre piadoso, hecho bueno, ni hecho religioso,
ni hecho cristiano, sino «al impío que cree» (Ro. 4:5). La justicia de Dios
sólo alcanza al pecador que cree.
Se puede afirmar categóricamente que lo que Dios ha dado al mundo en
Cristo tan infinitamente grande, y tan absolutamente libre como es, carece
totalmente de valor si no es aceptado. La fe tiene un lugar, y un lugar
decisivo, porque por medio de la fe el hombre lo recibe.
392
Ro. 3:25 subraya, pues, cuál es el único medio de apropiación de la obra
de Jesucristo, la única condición dejada al hombre, la fe. Es por la fe que el
pecador encuentra descanso y paz en su Salvador y Señor.
En Ro. 3:21-26, que es el pasaje central de la carta, Pablo explica el
evangelio valiéndose del lenguaje que proviene de tres categorías de
pensamiento:
a) Aplica el lenguaje de la corte de justicia: «justicia», «justo»,
«justificación». Este enfoque es el que domina toda la carta. El concepto con
que culmina aquí es el de absolución, o remisión.
b) Utiliza así mismo el lenguaje del mercado de esclavos: «redención». El
concepto culminante aquí es la libertad.
c) Y utiliza también el lenguaje del templo: «propiciación», o «sede de la
misericordia». El concepto culminante aquí es la expiación.
Todo esto hacía falta en la mente del apóstol inspirado para explicar la
grandeza del evangelio: absolución, libertad, expiación; «todo esto está
disponible para los hombres por la libre iniciativa de Dios, y puede ser
apropiado por la fe».
La fe es aceptación. El acto de fe indica receptividad, indica que recibimos
lo que Dios ofrece, y esto implica que el pecador renuncia a su propia justicia
y a sus propios méritos, pasado y futuros.
El pecador no está en condiciones de dar nada a Dios. La fe no trae nada,
pero toma lo que Dios ofrece. La fe es la mano del corazón que recibe lo que
Dios da. La justicia de Dios se revela a la fe.
La justicia de la ley dice que Dios castiga a los pecadores y a los injustos.
Pero ahora hay otra justicia, y de ésta habla el apóstol en Ro. 3:21-26.
¿Cuál es el pensamiento allí? El pensamiento central de Pablo surge de
contemplar la cruz. La muerte de Cristo es la prueba final del desagrado de
Dios con el pecado. Pero al mismo tiempo muestra el medio por el cual su
justicia se ha desplegado, no para condenar sino para justificar al impío que
cree.

393
El mensaje del Evangelio muestra cómo se transfiere la justicia de Dios al
hombre; este mensaje nos enseña el proceso por el cual la justicia pasa de su
fuente, que es Dios, a su destinatario, que es el hombre.
La justicia del Evangelio no es solamente un don de Dios sino que es la
propia justicia de Dios. Pablo combina ambas ideas en Ro, 3:26:
«A fin de que Él sea el justo, y el que Justifica al que es de la fe de
Jesús.»
Éste es el evangelio que procede de Dios. Dios es ambas cosas, es justo en
sí mismo y es el justificador del pecador que cree.
VI - NUESTRA RESPONSABILIDAD COMO SACERDOTES
Es difícil enumerar las bendiciones que surgen de la obra de Cristo en la
cruz y en el trono. Dios ha hablado por medio del Tabernáculo, pero la
dificultad consiste en que hay allí una multitud de revelaciones. Aquí
señalamos solamente algunas.
1. El propiciatorio era el lugar donde Dios se encontraba con el pecador,
a través de un representante; éste era Aarón, el Sumo Pontífice o Sumo
Sacerdote. Cristo ocupa ese lugar glorioso como Sumo Sacerdote, Sumo
Pontífice, después de haber obtenido, en la cruz, eterna redención. No ha
delegado esta tarea como Sumo Sacerdote en nadie sobre la tierra, porque su
sacerdocio es eterno, como estaba profetizado (Sal. 110:4; He. 5:6; 7:23-28).
2. Debido a la obra de la cruz, lo que tenía que haber sido una corte de
justicia ha venido a ser un Trono de intercesión. Esto constituyó una
transformación maravillosa, única, milagrosa, y ha tenido lugar mediante la
sangre del sacrificio. Pero el punto principal es que el propiciatorio es una
figura de cuál es el camino de acceso de los pecadores a Dios. Hay un
camino, y hay uno solo. Es un camino rociado con sangre. Cristo mismo es
ese camino (Jn. 14:6).
3. El propiciatorio era una plancha, toda ella de oro puro. Así, es un
símbolo de la justicia divina, y la sangre sobre él enseña que sus demandas
han sido plenamente satisfechas mediante la expiación obrada por Cristo. La
sangre de Cristo no solamente nos ha traído a la presencia gloriosa de Dios

394
sino que nos mantiene allí. Se cumple en Cristo la gran bendición anunciada
en el Salmo.
«Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros
nuestras rebeliones» (Sal. 103:12).
Esto implica separar al pecador de su pecado.
4. El Tabernáculo era el lugar de la morada de Dios en medio de su pueblo.
Ha sido siempre el propósito de Dios morar con el hombre; pero Cristo ha
revelado además que Dios quiere morar en el hombre, para siempre. Este
sublime pensamiento apenas si cabe en nuestras mentes, pero así está
revelado, principalmente por el Señor en su discurso de Jn. 14:16-17 y 14:20-
23. Lo mismo enseña Pablo en 1 Co. 6:19-20 y en otros varios pasajes. Si el
Señor hubiera retornado al cielo en virtud de su Deidad, hubiera permanecido
aparte de su pueblo. Pero habiendo entrado en virtud de su sangre, Él está allí
con el título que puede compartir con su pueblo. Por lo tanto, Él es el
propiciatorio, el lugar de encuentro entre Dios y el hombre.
5. Otra de las lecciones del propiciatorio consiste en que Dios no ha tenido
que violentar su justicia al perdonarnos. Todo sacerdote debe contemplar lo
que los querubines contemplaban. Ellos veían cómo la gracia ha desviado el
castigo.
6. Otra de las bendiciones está constituida por la gran lección sobre la
sangre, como hemos visto al estudiar el altar de bronce, así como los
sacrificios. Recordemos aquí solamente que el propiciatorio rociado con
sangre era la base del perdón y de la paz para el pueblo. Así, viene a ser un
símbolo del creyente del Nuevo Testamento, que encuentra esas grandes
bendiciones sobre la base de la sangre de la cruz.
Una de las funciones del arca era que contuviera el propiciatorio, porque
allí la sangre sería derramada y sería aceptada.
Ya hemos visto que la sangre era aplicada sobre los muebles no cuando el
sacerdote entraba al santuario sino cuando salía. La sangre tenía que ser
primero aceptada, antes de que fuera aplicada. ¿Cuál es la reflexión? La
salvación proviene de Dios. No es el resultado del esfuerzo humano sino de
la provisión divina.
395
Debido al Calvario, podemos permanecer delante de Dios para siempre,
sin temores, porque hemos sido vestidos con la justicia de Cristo.
Ahora, aunque posicionalmente estamos vestidos de Cristo, en nosotros
hay todavía mucho que es contrario a la santidad infinita de Dios. ¿Cómo
podemos permanecer allí? Es por la eficacia de la sangre. Hay poder en esa
sangre para; liberamos de todo hábito pecaminoso.
7. El propiciatorio presenta además, en figura, el alcance cósmico de la
reconciliación. La sangre era derramada también sobre la tierra. Así se
sugiere que el poder salvador de la sangre de Cristo no es solamente para el
beneficio del hombre, porque afecta también a todo el universo creado.
En Col. 1:19-20 leemos:
«por cuanto agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud, y por
medio de Él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la
tierra como las que están en los ciclos, haciendo la paz mediante la
sangre de su cruz».
Aquí el apóstol añade una dimensión cósmica a la reconciliación obrada
por Cristo.
El apóstol es enfático en su uso de la expresión «todas las cosas», que
normalmente significa el cosmos, pero allí evidentemente incluye los
principados y potestades. Es probable que los principados y poderes hayan
sido reconciliados en el sentido de que hayan sido «desarmados» por Cristo,
conforme al v. 15, que destaca que Él los despojó, los exhibió públicamente,
triunfando sobre ellos en la cruz.
Probablemente se trata de una «pacificación» de seres cósmicos,
sometiendo esos poderes a un poder superior, el de Cristo, que aquéllos no
pueden resistir.
Hay que tener presente que Pablo escribió la carta a los Colosenses para
hacer frente a una falsa enseñanza, que decía que Cristo había efectuado una
reconciliación parcial entre Dios y el hombre, y que hacía falta una
mediación angelical. El apóstol habla de una reconciliación absoluta,
completa, entre el universo entero y Dios, efectuada a través de la mediación

396
de la Palabra Encarnada. Aquellos supuestos mediadores angelicales eran
incapaces, pues no eran ni humanos ni divinos. Fue necesario que en Cristo
habitara toda la plenitud de Dios, y fue además necesario que Él debiera nacer
en el mundo y que debiera sufrir como hombre, y representando al hombre,
en la cruz.
La reconciliación del mundo abarca al universo entero de cosas, tanto
materiales como espirituales; todas serán restauradas a la armonía con Dios,
sobre la base de la misma obra que rescata al ser humano.
8. Todo creyente es un sacerdote, porque tiene acceso a lo que el
propiciatorio simboliza. Tiene acceso al trono de Dios (He. 4:14-16), en la
oración.
9. El propiciatorio simboliza, así mismo, la adoración del creyente,
cuando contempla cómo la sabiduría divina ha encontrado la manera de
atender a todos los atributos gloriosos del carácter de Dios. El propiciatorio
anticipaba cómo Dios habría de remover su ira.
10. El propiciatorio era el lugar de la manifestación de Dios. Este aspecto
lo veremos en el capítulo titulado «El Lugar Santísimo».
No se trata, en ninguna manera, de un soborno a Dios, porque la remoción
de la ira es debida, en última instancia, a Dios mismo.
¿Qué enseña entonces la Escritura? La propiciación combina el más
profundo amor de Dios hacia el pecador junto con su invariable reacción
contra el pecado.
La cruz revela ambas cosas:
a) Revela que la ira de Dios, la invariable reacción de Dios contra el
pecado, ha caído sobre Cristo.
b) Revela que el amor de Dios, la invariable inclinación del corazón de
Dios en favor del pecador, se derrama sobre nosotros (Ro. 5:5).
Cuando Pablo enfoca la salvación, piensa en la muerte de Cristo como una
propiciación, el medio para apaciguar la ira divina.

397
La paradoja del Antiguo Testamento se repite en el Nuevo Testamento, en
el sentido de que Dios mismo provee el medio para remover su propia ira.
Nos falta ver otros puntos vinculados con el propiciatorio, pero lo que
hemos visto hasta aquí debe conducir a nuestras almas a la reflexión y a la
adoración, al contemplar, en el propiciatorio, tanta riqueza.
Todo creyente, como sacerdote, debe recordar que no todos son llamados
a ser predicadores, pero todos somos llamados a ser adoradores. Como
sacerdote, la adoración es el más elevado servicio que puede prestar a Dios.
Éste es su privilegio. Su responsabilidad surge de su privilegio.
VII - LA CRUZ Y EL AMOR DE DIOS
«... Dios... nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por
nuestros pecados» (1 Jn. 4:10).
El pasaje de 1 Jn. 4:8-10 se abre con la frase «Dios es amor». Ésta es una
de las tres grandes expresiones de Juan acerca de la naturaleza de Dios. Las
otras son «Dios es luz» y «Dios es espíritu». Se trata de una de las más
sublimes y completas de las afirmaciones bíblicas sobre Dios.
Enseguida notamos que Juan no trata del amor en un sentido teórico o
abstracto, sino que él ve el amor en acción. Enfatiza que este amor se ha
demostrado, se ha manifestado en un hecho histórico; este hecho es la venida
de Cristo al mundo.
«En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios
envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él» (1 Jn.
4:9).
La venida de Cristo es la indicación visible, en nuestra experiencia, del
amor escondido de Dios. El amor emana de Dios, surge de Él.
Notemos además que existe un abismo entre el amor como nosotros lo
practicamos y el amor en Dios. La clase de amor que Juan tiene en mente no
existe entre los hombres.
Dice:

398
«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación
por nuestros pecados» (lJn. 4:10).
¿Cuál es la reflexión aquí? Muy grande.
1. El amor hace a la esencia misma de la naturaleza de Dios. Dios ama, no
porque encuentre seres dignos de su amor, sino porque el amar hace a su
naturaleza. La cruz de Cristo es la aparición visible en este mundo de un amor
que va mucho más allá de nuestra visión, porque penetra en las profundidades
de la eternidad.
2. Juan enseña que dos factores determinan la naturaleza del amor de Dios;
ambos factores aparecen vinculados al concepto de que Dios «envió a su
Hijo» (1 Jn. 4:9-10):
a) El primero es que este amor se sacrifica («envió a su Hijo en
propiciación...») (v.10).
b) El segundo es que este sacrificio se hace para dar vida al hombre
(«envió a su Hijo... para que vivamos por él») (v. 9).
Notemos que en ambos versículos el origen de la acción de Dios es el
amor.
3. La vida humana puede ser rescatada por el poder de un amor infinito.
Esto es fundamental, porque el hombre se orienta por el amor.
Cristo ha realizado la obra de la cruz siguiendo un plan divino. Este plan
divino envuelve un sacrificio supremo y manifiesta que hay poder en el amor
de Dios.
El Evangelio es un mensaje para hombres derrotados por el pecado, pero
que pueden ser rescatados por el poder de un amor infinito.
4. La propiciación expresa la profundidad del amor de Dios. Si queremos
entender algo del amor no podemos seguir el camino de considerar nuestro
amor, lo que hay que ver es el amor como el acto previo de Dios, que se ha
expresado al enviar a su Hijo.

399
Toda la actividad de Dios está presidida por su amor, y por lo tanto, aun
cuando Dios juzga el pecado, lo juzga en amor, porque lo juzga cargando Él
mismo con la culpa.
En 1 Jn. 2:2 se indica que Cristo es la propiciación; no dice que ha hecho
propiciación sino que Él mismo lo es. ¿Por qué habla así? Porque el escritor
quiere subrayar que el Salvador no ha llevado a cabo nuestra reconciliación
con Dios por ningún medio externo, sino que Él mismo es la propiciación.
¿Cuál es el más profundo significado del amor de Dios? El amor significa el
perdón de los pecados del ser amado, y esto incluye el hecho de no
recordarlos más.
La cruz de Cristo manifiesta claramente el amor de Dios. La gracia «sin
costo» no existe en la Biblia. La cruz manifiesta que el perdón no significa
que haya debilidad en Dios, sino que este perdón procede de la fuerza que
vence a la muerte.
Vemos, pues, cómo ha obrado la sabiduría de Dios en el Evangelio. Lejos
de encontrar alguna forma de contraste entre el amor y la propiciación, el
apóstol no puede transmitir la idea de amor a nadie, excepto señalando a la
propiciación.
¿Cómo podemos ver ahora el pasaje de Ro. 3:21-26, que declara que Dios
«puso» a Cristo como propiciación?
a) Por un lado, que Dios puso esta propiciación delante de sí mismo, como
un propósito suyo.
b) Por otro lado, Dios puso esta propiciación delante del mundo entero.
Cristo crucificado es el regalo inmortal del amor divino para la salvación de
los hombres.
5. La propiciación ha resuelto el gran problema de Dios.
En ninguna parte Pablo ha expuesto más agudamente el problema de Dios
¿Cuál era? Era el de justificar al impío. ^
En el pensamiento de Pablo el hombre está separado, alienado de Dios, a
causa del pecado, y Dios está separado del hombre a causa de su ira. En la

400
muerte sustitutiva de Cristo el pecado ha sido destruido y la ira ha sido
desviada.
Lejos de ignorar el pecado, el amor de Dios ha encontrado la manera de
exponer el pecado ante su vista, para destruir al pecado y salvar así al
pecador.
La única vía para salvar al hombre fue la ofrenda propiciatoria de Cristo.
Ahora Dios puede llamar a cada uno para que acepte esta ofrenda por medio
de la fe.
Vemos, pues, cómo esta doctrina sobre la propiciación se entronca con las
verdades fundamentales del Evangelio. La propiciación ha sido necesaria
porque el pecado provoca la ira de Dios. Pero al mismo tiempo la
propiciación subraya la ofensa del pecado, que ha impuesto el costo del
sacrificio de Cristo.
El amor no podía ser prefigurado; la doctrina del amor de Dios quedaría
para que fuera expuesta por el Señor y por los apóstoles.
Nosotros estábamos bajo la santa ira de Dios. Dios ha ejecutado su juicio,
pero la gracia ha desviado el castigo. Esto es lo que los querubines veían, en
el Tabernáculo. Miraban al propiciatorio. Miraban cómo la sangre cubría las
transgresiones del pueblo.
¿Qué es la propiciación? Es un sacrificio provisto por Dios, que agota la
ira por medio de la expiación del pecado, y por medio de la anulación de la
culpa.
La propiciación revela que el verdadero significado del amor, del amor
que necesitamos, se descubre supremamente en la cruz.
6. La cruz de Cristo expresa tanto la justicia como el amor de Dios. Dice
Pablo que Dios puso como propiciación, públicamente, abiertamente, a
Cristo. Lo puso delante de los ojos de todos, no como ocurría con el arca,
que quedaba velada. Dios lo ha presentado, lo ha propuesto, lo ha puesto al
frente, como propiciación. La BJ traduce «a quien exhibió Dios como
instrumento de propiciación».
Por tanto, Ro. 3:25 puede parafrasearse así:

401
«Jesucristo, a quien Dios presentó de antemano como el medio de
propiciación sobre la condición de la fe, y a través del derramamiento
de su sangre».
Cristo es nuestra propiciación por la fe. Esto significa que nosotros nos
asociamos de corazón y mente con la condenación objetiva que Dios ha
ejecutado sobre nuestro pecado.
Esto implica que todo aquél que reciba al Salvador crucificado como su
Señor realmente se somete a la sentencia divina sobre el pecado.
La muerte de Cristo es la señal de la justicia que juzga, tanto como del
amor que perdona; es señal tanto de la ira de Dios... como de su misericordia
incomprensible.
Nunca encontraremos el amor de Dios si lo buscamos en otro lado. El
sentido más elevado del amor de Dios es que Él nos amó a nosotros, y envió
a su Hijo. Dios tu dado a su Hijo. Lo ha dado para que muriera, para que
muriera por nosotros.
Dios envió a su Hijo al mundo. Su propiciación alcanza hasta donde
alcance el pecado.
El amor es la cualidad del carácter de Dios que más nos conmueve, porque
es aquella cualidad que cubre nuestras faltas. Ésta es una de las grandes
enseñanzas que surgen del propiciatorio.
Para entender este amor tenemos que vemos como somos, como Dios nos
ve, como pecadores, objetos de la ira de Dios. Pero también tenemos que
vemos como el propiciatorio nos anuncia, como los destinatarios del amor
de Dios, expresado en el derramamiento de la sangre de su Hijo, sangre ésta
que cubre para siempre al impío que cree.

402
El propiciatorio

403
REFLEXIONES

1. Es fundamental apreciar en el propiciatorio el concepto de sustitución


representativa. Esto significa que el inocente recibe el castigo
correspondiente al pecado, en nombre del culpable, en favor del culpable y
en el lugar del culpable. Cuando la justicia de Dios visita al hombre, el
castigo se torna inevitable. Pero este castigo, en lugar de caer sobre el
hombre, ha caído sobre Cristo, el sustituto del pecador.
2. Cristo nos salva muriendo por nosotros y resucitando por nosotros, pero
no nos salva cumpliendo la ley por nosotros. La salvación que Él provee es
«aparte de la ley» (Ro. 3:21). Cristo cumplió ciertamente con la ley, con toda
ella. Pero no somos salvos por la vida santa, inmaculada de Cristo, sino por
su muerte en la cruz. El propiciatorio prefiguraba lo que el mismo Señor y
los apóstoles enseñan, por cuanto lo que apaciguó la ira de Dios (esto es, la
propiciación) fue el derramamiento de la sangre de Cristo al morir. Cristo,
cubierto con su propia sangre, representa ahora el papel del propiciatorio.
3. No es correcto decir que la justicia de Dios condena pero la gracia
perdona. En el Calvario Dios ha enjuiciado al pecado y lo ha condenado. Es
un juicio que ha caído sobre otro y por esta razón es un juicio que justifica y
absuelve al culpable. El perdón se concede porque Cristo murió bajo el peso
condenatorio de la ley, y la justicia divina ha quedado satisfecha. Dios nos
perdona ahora por un acto de justicia (Ro. 3:26). Somos salvos por la muerte
y por la vida de Jesucristo, en ese orden (Ro. 5:10). Ahora recibimos los
beneficios de su muerte y de su vida resucitada. Ahora, «la gracia reina» (Ro.
5:21) no en contra de la justicia sino «mediante la justicia».
4. La propiciación se hace eficaz por medio de la fe. No es fe en cualquier
persona. Es aquella fe de la cual Cristo es su objeto. Lo que Dios ofrece
carece de eficacia para el hombre si no es aceptado. La fe tiene un lugar
decisivo, porque por medio de la fe el hombre recibe. Por este mismo acto
por el que recibe, el pecador tiene que renunciar a su propia justicia y a sus
propios méritos, pasados o futuros.

404
5. La muerte de Cristo es la prueba final del desagrado de Dios con el
pecado, pero al mismo tiempo revela el medio por el cual la justicia de Dios
se ha desplegado para cumplir su gran objetivo. ¿Cuál es? Justificar al impío
que cree.
6. El mensaje del propiciatorio revela cómo se transfiere la culpa del
pecador a una víctima inocente y cómo se transfiere la justicia de Dios al
hombre. El propiciatorio anticipa en figura el proceso por el cual la justicia
pasa de su fuente, que es Dios, a su destinatario, que es el hombre.
Pablo lo dice bellamente en 2 Co. 5:21:
«Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él.»
«Lo hizo pecado»; así la culpa se transfiere del pecador a Cristo. «Para que
... fuésemos hechos justicia de Dios...»; así la justicia de Dios pasa al hombre.

405
CAPÍTULO XVII
LOS QUERUNINES

(Éx. 25:19-22)

I – EL SÍMBOLO
Se ha discutido mucho acerca del significado de estas figuras.
Los querubines eran testigos de la santidad de Dios cuando otorgaba
misericordia al hombre, como puede verse en el propiciatorio. En las
Escrituras los querubines parecen ser seres angelicales, que están asociados
con la vindicación de la santidad divina contra el orgullo del hombre
pecaminoso.
Dios ordenó a Moisés hacer estos querubines sobre el propiciatorio para
que simbolizaran su santidad y su majestad.
Ellos podían ver que Dios no ponía a un lado su justicia ni su santidad al
perdonar al culpable. Y veían que Dios mismo ha tomado el lugar del
pecador. La sangre derramada de la víctima mostraba que la santidad y la
justicia divina habían quedado satisfechas. Así se presenta una lección sobre
la santidad de Dios y la pecaminosidad del hombre.
En el Edén los querubines impedían la entrada al jardín. La misma lección
vemos aquí. Ellos guardaban el camino hacia Dios, en tanto que el velo no
fuera rasgado. Pero una vez que lo fue, los querubines cubren el
propiciatorio, ya no más impidiendo la entrada del hombre a la presencia de
Dios.
Es muy diversa la interpretación que se asigna a estos seres. Newberry
entiende que toda la compañía de los redimidos en la gloria eterna y celestial
está representada por los dos querubines del Lugar Santísimo en el templo
de Salomón (1 Re. 4:23-28; 2 Cr. 3:10-13).

406
Posiblemente el significado de estos querubines debe ser extraído no tanto
de sus nombres sino de la función que cumplían, que era la de ser guardianes
del camino a la presencia de Dios. Se trata de seres inteligentes, que adoran
a Dios, que son poderosos para cumplir juicios pronunciados en el Trono de
Dios.
El autor desea agregar su interpretación acerca de ellos. ¿Por qué no
considerarlos, junto con los matices indicados, como representantes de todas
las huestes angélicas no caídas, que desean mirar los sufrimientos de Cristo
y las glorias que vendrían tras ellos? (1 Pe. 1:10-12). Naturalmente, no deben
ser, como ninguna criatura debe ser, objeto de adoración. Ellos, los
querubines son adoradores.
Algunos comentaristas observan que es imposible no conectar a los
querubines del Tabernáculo con los serafines que Isaías vio sobre el trono de
Cristo en gloria, o con los seres vivientes de Ezequiel capítulo 1, o con los
seres vivientes de Apocalipsis capítulos 4 y 5. Los querubines y los serafines
aparecen siempre como fervientes adoradores, tomando un lugar como
criaturas, de naturaleza celestial. Ellos se inclinan en humilde adoración
delante del Creador. Aunque seguramente existen diferencias entre los
querubines y los serafines, en Apocalipsis esos seres aparecen unidos.
Estos seres tienen por misión no solamente la adoración y la alabanza, sino
también el cumplimiento de los propósitos de Dios en la tierra.
II - UNA ACTITUD DE ADORACIÓN
¿Por qué razón había querubines en el Lugar Santísimo? Posiblemente
porque representaban a todo el mundo angélico, que está siempre en la
presencia de Dios.
Los ángeles contemplan lo mismo que los querubines veían en el Lugar
Santísimo. Al ver la sangre derramada, que cubría los pecados, contemplaban
cómo la gracia había desviado el castigo. En lugar de que el israelita culpable
muriera, los querubines podían ver que la sangre derramada cubría al
pecador. Los querubines, con sus alas desplegadas, cubrían el propiciatorio.
Miraban hacia esa cubierta de oro, y podían ver cómo la sangre cubría a la
ley.

407
Los querubines aparecen uno enfrente del otro, pero con sus rostros
mirando hacia el propiciatorio. Esto da una idea de que se inclinaban para
mirar. No podían haber mirado hacia ningún otro lado.
Eran testigos de la santidad de Dios, de su justicia y bondad. Esto nos es
recordado en el pasaje de 1 Pe. 1:12:
«... cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles».
El vocablo «mirar» quiere decir «encorvarse». Así se nos revela, en la
actitud de los ángeles, que hay que encorvarse para contemplar, para meditar
con asombro en lo que Dios ha hecho para perdonarnos.
Lo que estaba así prefigurado en el propiciatorio, Pablo lo explica en
términos doctrinales, cuando en la carta a los Romanos presenta la enseñanza
sobre la ira de Dios como telón de fondo del Evangelio.
La cruz revela la gloriosa verdad de que, a aquellos que estaban sujetos a
su ira, Dios los ha hecho objeto de su gracia. Todos los hombres son iguales
frente a la cruz; son iguales en el pecado, pero también son iguales en la
gracia. Ninguno es suficientemente bueno como para no necesitar perdón;
ninguno es suficientemente malo como para quedar excluido de la gracia.
Notemos también aquí la sabiduría de la cruz; aun la condenación del
pecado es un acto de gracia. Es un acto de gracia porque por esa obra Dios
perdona a un culpable, agracia a un condenado. La condenación del pecado
en la cruz es un acto de gracia porque Dios acepta el sacrificio de su eterno
Hijo, y así permite que el transgresor siga viviendo.
Esta es una actitud digna de ángeles y querubines, y ciertamente digna de
quienes no lo somos. Los querubines expresaban un sentido de reverencia,
de temor reverencial, de adoración. Tenemos que inclinamos, en reverencia
y quebrantamiento, para contemplar cómo la sangre derramada ha cubierto
nuestras faltas.
III - EL GLORIOSO PODER DE DIOS
Hemos señalado que estos querubines simbolizaban la santidad y la
majestad de Dios. Al mismo tiempo, las Escrituras presentan en otras partes
a estos seres como una figura del glorioso poder de Dios.

408
El propiciatorio y los querubines, formando una sola pieza, representan a
Cristo como aquel que atesora todo el poder glorioso de Dios asociado con
la misericordia. Dios despliega su poder y su justicia en el Evangelio, y esto
no para destruir al hombre culpable, sino para asegurarle misericordia y
gracia.
Este poder de Dios obra en nosotros en diferentes maneras, pero donde
primero lo vemos es en nuestra redención. «La redención que Dios ha obrado
en Cristo ha transformado los atributos de Dios, como su poder y su justicia,
que antes estaban en contra de los pecadores, para que ahora sean nuestro
refugio y la seguridad de nuestra bendición eterna».
Así lo destaca Pablo en un pasaje que se refiere a la diestra de Dios, es
decir, a la sede del poder divino, y que habla en términos expresivos de la
seguridad de la salvación del creyente en Cristo:
«¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que
también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también
intercede por nosotros» (Ro. 8:34).
«En el Edén, los querubines cerraban el camino, pero aquí, en el
propiciatorio, dan la bienvenida al pecador que se acerca».
Al desplegar en el Evangelio lo que hay desde siempre en su corazón, Dios
ha exhibido sus atributos gloriosos. «Dios nunca ha probado delante de Sí
mismo ser más santo que cuando Él perdona al pecador». Y Dios nunca ha
demostrado delante de Sí mismo ser un Dios misericordioso como cuando
perdona al pecador.
Sí, el poder divino está asociado estrechamente con la seguridad de la
salvación. Así lo afirma el Señor, refiriéndose a las ovejas:
«Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede
arrebatar de la mano de mi Padre» (Jn. 10:29).
La Escritura también asocia el poder de Dios con la salvación del creyente
y con la santidad de su vida.

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La iglesia es la escuela de los ángeles. Entre las cosas que miran en la
iglesia, quizá contemplan asombrados la gloria de la vida cristiana, porque
esta gloria resulta de revestir la vida de la energía del poder de Dios.
La Escritura revela en Ef. 1:20 que todo el poder de Dios, la supereminente
grandeza de su poder, fue empleada para levantar a Jesucristo de los muertos.
Enseguida enseña que ése es el poder que actúa en nosotros. Es que hace falta
una fuerza divina para salvar a un alma. No hay solamente que ponerla a la
luz; hay que sacarla de las tinieblas y trasladarla al reino de la luz. Hay que
sacarla del poder del pecado y traerla bajo el poder de la vida resucitada de
Cristo. Hay pocas cosas tan importantes como el poder divino que se expresa
en vidas que se levantan del pecado, para seguir a Cristo. Esta es la gran
riqueza del Evangelio: la energía del poder de Dios obrando en hombres
caídos. Cristo rescata nuestras vidas del poder del pecado porque las trae bajo
el poder de su vida resucitada (Ef. 1:19-20; Ro. 6:1 - 6; Gá. 2:20).
IV - LOS QUERUBINES DE GLORIA
Llama la atención este calificativo «de gloria». No se refiere a una gloria
inherente a los propios querubines, sino posiblemente a que se encontraban
en el lugar en que la gloria divina se manifestaba. Se sugiere en He. 9:5 que
se trata de seres que ministran para la manifestación de la gloria de Dios.
Dado que están a cargo de servir a Dios, son en cieno modo sus
representantes, y por tanto están acompañados de la majestad que forma parte
del despliegue de la presencia de Dios mismo.
Los ángeles son «mensajeros», ministros, siervos. Han estado asociados
con la promulgación de la ley, en medio de una densa oscuridad, de truenos
y rayos en el Sinaí. Contemplaron muchas escenas grandiosas, y seguramente
se admiran de la propia creación.
Pero es sobre la sangre del propiciatorio donde los querubines concentran
su mirada. La sangre del gran Día de la Expiación era el objeto de la mirada
de los querubines, según Levítico capítulo 16, Esto es figura de la gran
realidad que pueden mirar ahora. Pueden contemplar la justicia de la cruz, la
sabiduría, el amor que está envuelto en la cruz. Pueden ver, en una palabra,
cómo en la cruz se despliegan los atributos gloriosos del carácter de Dios.

410
¿No será ésta una de las razones para que sean designados como querubines
«de gloria»?
La cruz es una escena dramática, ciertamente. Un ser inocente y sublime
ha padecido la ignominia suprema. Así apreciado, el Calvario presenta una
escena terrible.
Pero la cruz tiene también un sentido en que puede verse en ella la gloria
de Dios.
Podemos preguntamos: ¿Cómo es que la cruz pudo en algún modo traer
gloria a Dios? Solamente pudo hacerlo a través de la vindicación de los
atributos esenciales del carácter de Dios. Pues bien, la cruz en primer lugar,
por encima de todo, significa que la justicia y la santidad de Dios han
quedado establecidas, a satisfacción del requerimiento más exigente posible,
que es el nivel absoluto de Dios.
La cruz, antes que todo, glorifica a Dios, y porque lo glorifica a Él puede,
como consecuencia, representar lo que representa para el hombre culpable.
El carácter glorioso de la obra de Cristo en la cruz es tan amplio que no
admite una síntesis; aquí solamente tratamos algunos aspectos.
La extrema gravedad del pecado no puede ser exagerada, por sus
consecuencias sobre el hombre y sobre el mundo creado. Pero lo más grave
del pecado es que constituyó un desafío al gobierno moral de Dios. El pecado
intentó destronar a Dios; intentó comprometer el cetro y el trono de Dios.
Todos los atributos gloriosos de Dios aparecen cuestionados por el pecado.
Por esa razón el gran objetivo de la obra de Cristo ha sido el vindicar para
Dios el lugar del cual el pecado había intentado destronarlo.
La obra de Cristo en la cruz ha vindicado todos los atributos gloriosos de
Dios.
Como ha señalado Mackintosh, «es en la cruz donde Dios recoge su más
rica cosecha de gloria». De ninguna otra manera hubiese podido ser
glorificado como lo ha sido en la muerte de Cristo. Es en la entrega voluntaria
que Cristo hizo de sí mismo a Dios que la gloria divina brilla en todo su
fulgor, y «es mediante esta ofrenda que Cristo ha hecho de sí mismo, que fue
puesto el sólido fundamento de todos los consejos divinos...»
411
«El pecado ultrajó la santidad de Dios. Insultó su majestad. Desafió la
justicia de su gobiemo». Pero en la cruz Dios ha sido glorificado porque su
justicia ha sido vindicada y no violentada, su ley ha sido respetada y no
abrogada, su santidad ha sido satisfecha y no soslayada, su amor ha sido
desplegado y no pisoteado. Cristo glorificó a Dios desplegando los atributos
gloriosos del Padre y haciendo su voluntad en la tierra.
Estamos acostumbrados a ver en el Calvario la fuente inagotable de toda
bendición para el hombre, pero nunca debemos perder de vista que atender a
la honra y al honor de Dios ha sido el primer y principal objetivo de la obra
de Jesucristo. La obra de la cruz ha nacido de una necesidad impuesta por el
carácter santo de Dios. Lo que maravilla es que, a pesar de la maldad humana
y de la conjura de las fuerzas satánicas contra su Ungido, Dios ha llevado
adelante su plan redentor, aun en medio de aquel drama. Posiblemente esto
también sea materia de contemplación y de admiración por parte del mundo
angélico (1 Pe. 1:21).
Los ángeles contemplan la gloria de Dios en la cruz. ¿Cómo pueden ver
gloria en una escena de ignominia? Pueden verla porque contemplan aquella
muerte como la consumación de un servicio glorioso al Padre.
En el Tabernáculo, el propiciatorio rociado con sangre era el testimonio
del gran atributo de justicia en Dios. Lo que aquello simbolizaba, la sangre
de Cristo lo ha logrado para siempre. Notemos que no sólo importan las
consecuencias de la cruz, benditas en grado infinito, sino que el carácter de
Dios ha aparecido en primer lugar. La sangre de Cristo es la justificación del
pecador, pero es, al mismo tiempo, la que ha respondido a todas las demandas
de la santidad y la justicia de Dios.
La gloria del Evangelio consiste en que la obra de Cristo ha capacitado a
Dios para que pueda mostrar gracia y misericordia hacia aquellos que nada
merecen, hacia aquellos que han quebrantado su ley, hacia aquellos que no
buscan a Dios. Así, Dios se ha dejado encontrar por los que no lo buscaban.
El pecado que nos había contaminado a nosotros no ha podido contaminar
el carácter santo, incorruptible, de Dios. El trono de Dios está firme. La
vindicación del carácter de Dios, esto también es lo que los ángeles
contemplan.
412
Ésta puede haber sido una de las razones de que allí estuvieran los
querubines. El lugar de los querubines de gloria es el lugar en que los
atributos del carácter de Dios se han desplegado en la plenitud de su gloria.

413
CAPÍTULO XVIII
EL LUGAR SANTÍSIMO

Una vez que hemos considerado los vasos y objetos sagrados del Lugar
Santísimo, subrayemos otros aspectos generales.
I - NUESTRA DEPENDENCIA DEL GRAN MAESTRO DE LA
IGLESIA
El Espíritu Santo que inspiró a Moisés guió a dos artesanos para tareas
vinculadas con la preparación del santuario.
Necesitamos que el mismo Espíritu que inspiró a Moisés, y que descendió
sobre Bezaleel y Aholiab, artesanos que fueron llenos del Espíritu y de
sabiduría de corazón para toda labor (Éx. 35:30-35), sea el Espíritu al que
nos sometamos para que Él nos ayude a mirar al Santuario Terrenal de Dios.
Nuestra capacidad es limitada, y necesitamos auxilio del gran Maestro de la
iglesia, el Santo Espíritu, porque aquí estamos pisando terreno santo.
II - EL LUGAR SANTÍSIMO ES FIGURA DEL TRONO ANTE EL
CUAL CRISTO OFICIA COMO SUMO SACERDOTE
El pecador necesita un sacrificio; el creyente necesita un sacerdote. Cristo
es ambas cosas. En el primer carácter ocupó la cruz; en el segundo ocupa el
trono.
Esta figura es fundamental; el cielo y no la tierra es el ámbito del ministerio
sacerdotal de Cristo.
Él está continuamente delante de Dios por nosotros. Somos representados
por Él. Tenemos seguridad de que nuestros pecados han sido perdonados y
de que Dios nos ha aceptado en Cristo, su Hijo amado (Ef. 1:6).
Cristo ocupa nuevamente el Trono de Dios, pero ahora exaltado como
único Sumo Sacerdote de su pueblo redimido.

414
En la resurrección el Padre saluda a su Hijo como Sumo Sacerdote, como
Sumo Pontífice. En el Salmo 110 el Mesías era invitado a sentarse en el
Trono de Dios.
La carta a los Hebreos revela que, habiendo cumplido con su obra de la
cruz, ahora el Mesías se ha sentado en su Trono. La profecía del Salmo 110
ha tenido cumplimiento.
Esto subraya dos pensamientos:
a) Que su obra sacrificial está terminada. No había asientos en el
Tabernáculo, el santuario terrenal. Pero hay uno en el santuario celestial; el
Señor no se sienta porque esté cansado, sino como signo de que su obra
sacrificial está terminada. Todo está consumado.
b) Que Él comparte con el Padre el lugar de señorío universal y eterno.
La cruz lo ha transformado todo, en virtud de la sangre derramada.
Hay que subrayar que el reino y el sacerdocio eran incompatibles en el
régimen antiguo de la ley; un rey no podía ser al mismo tiempo sacerdote.
Pero ahora en Cristo estas dos condiciones se presentan unidas.
El sacrificio de Cristo ha transformado completamente el método para
acercarse a Dios. Esto es lo que todo creyente necesita aprender hoy, porque
la gran finalidad del sacerdocio es asegurar un acceso, continuo y confiado,
a Dios.
Pero además el sacrificio de Cristo transforma totalmente nuestro enfoque
sobre la oración y sobre la adoración a Dios. Para ninguno de estos
acercamientos necesitamos ningún otro sacrificio ni ningún otro
intermediario, pero necesitamos a Cristo en su amplio oficio sacerdotal.
En todo el ministerio de oración el creyente tiene que ser sostenido por la
visión que da la Sagrada Escritura. Ella enseña que la tarea actual del Señor
como Sumo Sacerdote es la base de nuestra confianza para acercamos a Dios,
porque Cristo ejerce el ministerio de presentar nuestras oraciones ante Dios.
El mismo Sacerdocio del Señor, en su función intercesora, es el que nos
permite permanecer delante de Dios, a pesar de nuestras caídas, y en medio

415
de nuestras caídas. La garantía no está en nosotros, ni en nuestra supuesta
fidelidad, sino que está en su sacrificio y en su sacerdocio.
La figura del Sumo Sacerdote aarónico no puede ser más expresiva.
Llevaba sobre su pecho, muy cerca de su corazón, el nombre de las tribus de
Israel.
La lección es grande. Cristo toma nuestras oraciones y las presenta delante
del Trono. Se hace cargo de nuestras oraciones porque antes Él ha decidido
cargar con nosotros, delante de Dios.
Es como Sumo Sacerdote que Cristo ha hecho la ofrenda de sí mismo en
la cruz, y es la cruz la que revela la inmensidad de su sacrificio. Y es como
Sumo Sacerdote que permanece en el trono celestial, delante del Padre, como
representante de su pueblo redimido. Está allí para interceder. Vive siempre
para interceder.
La Sagrada Escritura no enseña que el Hijo tenga que orar para vencer una
supuesta resistencia del Padre. No hay tal cosa como una persuasión que deba
ejercer ante un Padre reticente. Todo lo contrario. El mismo Padre nos ama,
y porque nos ama ha enviado al Hijo, para que fuera el Salvador del mundo.
El Padre otorga lo que el Hijo solicita, según la armonía que reina por
siempre en la Santa Trinidad.
Jesucristo no presenta allí la petición de una criatura al Creador, sino la
súplica del Hijo al Padre. Cristo ora no como uno más entre nosotros; su
oración es la de un sacerdote entronizado.
¿Qué es lo que pide? Pide el cumplimiento de todas las promesas para el
pueblo de Dios; la concesión de todo bien que el alma creyente pueda
necesitar (Ro. 8:34); la provisión de toda gracia y de todo don, asegurado por
su propia ofrenda como Sumo Sacerdote.
III - UN LUGAR PARA LA MANIFESTACIÓN DE DIOS
El alma queda impresionada por todo cuanto ocurría en el Lugar
Santísimo, y por todo lo que había allí, representativo de tanta gloria. Uno no
sabe qué cosa considerar primero, si el sacrificio provisto por Dios y
aceptado por Él; o si debe subrayarse la importancia de la sangre derramada,

416
o si lo más trascendente es el amor de Dios desplegado hacia el hombre en la
cruz. Todo brilla con una luz refulgente. El alma contempla a Cristo exaltado
a la diestra del Padre y a Cristo como la ofrenda propiciatoria que ha abierto
el camino hacia Dios. Todo se ilumina con la gloria de Cristo.
Es que el Lugar Santísimo transmite un mensaje múltiple, según hemos
visto en capítulos anteriores. Lo transmite porque ése era el lugar de la
presentación del sacrificio y de su aceptación; era el lugar de la presencia de
Dios y de comunión espiritual entre el hombre y Dios. Era el lugar de la
manifestación divina; y ése era el lugar en que se oía la voz del Señor, en
medio de los querubines de gloria. Aarón consultaba al Señor, y Él respondía
en medio de su gloria.
Era la sede de la misericordia y del trono de Dios. Todo esto fundado sobre
la base de la santidad de Dios honrada y de su justicia satisfecha. Todo, todo,
es una figura de la eficacia de la sangre de Cristo. Sobre la base del sacrificio
Dios podía encontrarse con el pecador, a través de Aarón su representante.
El Sumo Sacerdote israelita no solamente oficiaba en cuanto a la
expiación; también comunicaba a la congregación el dictamen del Señor
sobre los puntos en que se lo consultaba. «Nosotros no tenemos necesidad de
sueños ni de visiones, con tal que andemos según el Espíritu». El Espíritu
Santo nos comunica el consejo de Dios en todo aspecto de nuestra vida en
que estemos dispuestos a escucharle a Él, a través de la Palabra escrita.
El Lugar Santísimo en el Tabernáculo presenta la figura de un gran
acontecimiento que tiene lugar hoy, por nosotros, en el cielo, porque presenta
la visión anticipada de Cristo, a la diestra del Padre, como Sumo Sacerdote
entronizado.
Pero además el Lugar Santísimo es el lugar de revelación de la persona y
de la palabra de Dios.
El estudio del Tabernáculo debe conducirnos a eso, a entender más y más
la persona de Dios y la palabra que ha revelado. Así leemos en Éx. 25:22:
«Y de allí me declararé a ti, y hablaré contigo de sobre el propiciatorio, de
entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio, todo lo que
yo te mandare para los hijos de Israel».
417
Y en Nm. 7:89 vemos que «...cuando entraba Moisés en el tabernáculo de
reunión, para hablar con Dios, oía la voz que le hablaba de encima del
propiciatorio que estaba sobre el arca del testimonio, de entre los dos
querubines y hablaba con él».
Dios declara aquí en Éxodo capítulo 25 y en Números capítulo 7 el
designio de descender del lugar de juicio para tomar un lugar encima del
propiciatorio. Este viene a ser así el lugar del perdón y el lugar de la
manifestación de Dios.
Dios puede sentarse en un trono de gracia porque este trono está fundado
sobre la justicia divina. La base de toda obra de gracia es la persona y la obra
de Cristo, porque Él ha venido a ser, por su muerte, una propiciación, un
propiciatorio (Ro. 3:25) para todos los que confían. Cuando el hombre toma
el lugar que le corresponde como pecador, Dios puede tomar el suyo como
Salvador; cuando el hombre acepta el lugar que la verdad de Dios le asigna,
entonces puede experimentar el perdón, un perdón que lo purifica porque
destruye el pecado y porque le comunica la vida de Dios (l Jn. 4:9). «Dios
envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él».
Cuando el hombre acepta escucharle, Dios puede tomar el lugar de
maestro. Algunos autores expresan la opinión, que compartimos, de que en
Nm. 7:89. en ocasión de la dedicación del Tabernáculo, hay una promesa
especial hecha por el Ángel del Pacto, el mismo Señor Cristo, en su estado
preencarnado, de hablar a su pueblo. De manera semejante, a todos aquellos
que le aman y guardan sus mandamientos, Él se manifestará (Jn. 14:21).
La figura del Antiguo Testamento, que representa a Dios hablando en
medio de los querubines de gloria, sobre el propiciatorio, nos ayuda a
entender el lugar de toda autoridad que Cristo ocupa hoy para su pueblo. En
el pasado, Dios ha hablado muchas veces, de muchas maneras. Hoy habla
por el Hijo. En medio de tantas voces disonantes que el mundo pretende
arrojar sobre la iglesia de Cristo para hacerle tomar criterios y señoríos
mundanos, la voz de Dios, que proviene del Trono de Gracia, parece
repetirnos «éste es mi Hijo amado; a Él oíd».
El creyente, y la Iglesia entera, tienen hoy un sacerdote entronizado. Este
Sumo Sacerdote entronizado se deleita en hablar a su pueblo con una voz
418
autoritaria, definitiva. Es el privilegio de cada creyente reconocer esta voz. y
obedecerla, cuando Él habla por medio de la Sagrada Escritura.
El mismo Señor crucificado que ha llevado el pecado es el Sumo Sacerdote
entronizado. Hay en el cielo un Sacerdote que, al mismo tiempo, es Rey. Así
lo presenta la carta a los Hebreos en 1:1-3. Él ha terminado su tarea sacrificial
como Sacerdote: «habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados
por medio de sí mismo»; ocupa ahora su lugar como Rey: «se sentó a la
diestra de la Majestad en las alturas»; en Él, Dios ha enviado a un profeta:
«en estos postreros días Dios nos ha hablado por el Hijo». Él es el revelador
de todo el designio de Dios.
La presencia de Dios, su manifestación al hombre, es lo fundamental. Los
israelitas tenían un vocablo para expresarla, Shekinah, que, aunque no
aparece directamente en la Escritura, proviene del hebreo Serkiná, que quiere
decir «habitar». Esa presencia divina era la garantía del pacto (Éx. 29:45), e
indicaba la protección de Dios.
El Nuevo Testamento no deja duda de la asociación de la Shekinah con el
Señor Jesucristo. El verbo de Jn. 1:14, «habitó», es el griego Skenöo, cuya
raíz representa el sentido original de «tienda». Cristo «refleja la gloria de
Dios y lleva la estampa de su naturaleza, sosteniendo el universo por la
palabra de su poder» (He. 1:3).
El cuadro que presenta Nm. 7:89 es expresivo. En medio de una escena
que presenta, en esos capítulos, todo el ritual sacrificial, se destaca el hecho
de que Moisés «oía la voz que le hablaba de encima del propiciatorio». El
sacrificio del corazón y la adoración serían el resultado de oír a Dios. Esto es
siempre lo importante, supremamente importante.
IV - UN LUGAR DE COMUNIÓN ESPIRITUAL Y DE
COMUNICACIÓN CON EL HOMBRE
Dios se había comunicado con el hombre en diversas maneras,
comenzando con el jardín del Edén. Después del pecado, el Señor comunicó
a los profetas sus visiones y anticipos de que vendría un Varón de dolores
para hacerse cargo de la injusticia y llevar la iniquidad.

419
Más tarde, en el cumplimiento de los tiempos, Cristo Jesús vino a la tierra
para revelar a Dios al hombre. Sin embargo, en el tiempo del Antiguo
Testamento, Dios se comunicó con el hombre a través del Tabernáculo, desde
el propiciatorio.
El propiciatorio era el lugar donde Moisés recibiría la revelación divina.
¿Cuál es la reflexión para nosotros como sacerdotes? Que el lugar de la
comunión con Dios es el lugar de visión espiritual, de discernimiento
espiritual.
El Señor dice en Jn. 14:21: «El que tiene mis mandamientos, y los guarda,
ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le
amaré, y me manifestaré a él». Y agrega en el v. 23: «El que me ama, mi
palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada
con él».
Notemos que el Señor no está hablando sólo de tener los mandamientos,
sino también de guardarlos, es decir, observarlos en la vida diaria, que es más
que conocerlos mentalmente. Aquí vemos que la prueba del verdadero amor
es la obediencia. Es como si el Señor dijera que todas las expresiones
externas de amor no le interesan si falta la obediencia de corazón.
Esa enseñanza aparece en el contexto de la venida del Espíritu Santo para
hacer su morada en el creyente. El contexto muestra que la obediencia de
corazón es una gran riqueza, pero nadie sino el Espíritu Santo puede hacer
esta tarea imposible. Esta tarea es digna de Dios.
El Espíritu Santo está en nosotros para cumplir varias gloriosas funciones,
entre ellas la de movernos a la obediencia. Es la obediencia como principio,
aquel principio que hace que el corazón humano responda, por amor, al amor
de Dios.
En respuesta al corazón que le ama, dice el Señor: «Me manifestaré a él»
Este «manifestarse» de Cristo es hecho a aquel que realmente le ama, y que
demuestra que le ama mediante el guardar sus mandamientos, en sumisión a
su voluntad.

420
Tenemos entonces que preguntarnos: ¿Cómo Cristo se manifiesta hoy?
Cristo se manifiesta cuando habla. Él se manifiesta al alma por las Escrituras.
El mismo se revela cuando implanta motivos espirituales:
a) El alma recibe una impresión de la condescendencia de Cristo cuando
contempla el misterio de la encarnación. Él vino al mundo para poner su
tienda entre nosotros. ¿Hemos escudriñado las Escrituras para comprender el
gran misterio de la encarnación?
b) El alma queda impresionada de la enormidad del pecado cuando
aprecia la pasión, cuando aprecia cuánto ha costado salvar al pecador.
¿Estamos meditando en la Palabra para comprender mejor lo que significa
que Él quiso «gustar la muerte por todos»? (He. 2:9).
c) El alma comprende el valor del perdón cuando aprecia sus efectos;
cuando aprende que el perdón borra el pecado y restaura la relación con Dios.
El alma avanza cuando surgen, dentro de ella, deseos hacia la santidad;
cuando aprende del gran misterio de la vida que Dios da, en Jesucristo. El
alma se regocija cuando contempla aquella vida poderosa revelada en Cristo,
y cuando entiende que El reclama el primer lugar en la vida.
Notemos la importancia de esta enseñanza para el creyente sacerdote. No
hay duda de que todo creyente desea amar al Señor así, pero ninguno cumple
esto plenamente. Muchas veces hemos tomado resoluciones de seguir en
fidelidad al Señor, y al cabo de cierto tiempo hemos tenido que reconocer
que, en el mejor de los casos, si hemos avanzado algo, lo hemos hecho muy
imperfectamente. Sin embargo, aquí hay un pensamiento consolador, porque
este permanecer en su amor es para hombres como nosotros, imperfectos en
grado sumo, pero que se confían al cuidado del gran amor de Cristo. La
consolación proviene de que Cristo mira detrás, más allá de nuestros
fracasos. Él mira el corazón; aprecia los deseos dentro de nosotros, a pesar
de nuestros fracasos. Aun cuando constantemente fallamos, vuelve ese
anhelo interior para decirle otra vez al Señor que queremos seguirle en mayor
fidelidad que antes.
El creyente que ama al Señor no es indiferente a la Palabra. Este creyente,
que escucha para obedecer, es el destinatario de una gran promesa del Señor:
la de manifestarse a su corazón.
421
Cristo ha prometido manifestarse Él mismo. La Escritura, y la propia
historia de la iglesia, muestran que el Señor ha estado presente como el
Salvador lleno de gracia, como el esposo, el maestro de la iglesia. «Cristo ha
sustentado, a través de los siglos, a sus débiles siervos» (Crisóstomo). Los ha
sustentado mediante su propia presencia. A través de tales manifestaciones,
la fe, el amor, la consagración, todo esto crece en el corazón como resultado
de la presencia del Señor. Pero notemos que es a través de la Palabra escrita
que la Palabra encarnada se revela al corazón.
Así Él se manifiesta al corazón del hombre, a aquel que le ama, y que
muestra que le ama porque le obedece de corazón. Todo creyente recibe aquí
una exhortación. El día de la obediencia plena ha llegado. Comience a
obedecer en los más mínimos detalles; no demore su acatamiento a Dios,
porque sin obediencia no habrá poder en medio del conflicto. En 1 Jn. 2:5
hay un punto que debe ser destacado. Juan dice que «... el que guarda su
palabra, en éste verdaderamente el amor se ha perfeccionado». La revelación
de ese pasaje es que el amor divino se despliega obrando dentro del creyente
que obedece a Dios.
Digámoslo de otra manera. La enseñanza de 1 Jn. 2:5 es que si guardamos
sus mandamientos eso puede ser un signo de que el amor de Dios ha hecho
un trabajo pleno en nosotros. El creyente que obedece es presentado por esa
Escritura como el destinatario de un trabajo que tiene a Dios por autor. Es un
trabajo que tiende a crearen nosotros la obediencia de corazón, para cumplir
sus mandamientos. Es el trabajo del amor de Dios, es decir, que en este
trabajo Dios se deleita.
El Señor escudriña el corazón. Él conoce si hay en nosotros este deseo de
obedecerlo en todo. Él aprecia la intención, ese anhelo profundo de ser
conformado progresivamente a su voluntad. Esto es lo que el Señor desea ver
en cada hijo suyo. El aprecia la obediencia en todo. Si es una obediencia de
corazón, es decir, aquella que Él puede ver, el Señor dice: «Éste es el que me
ama». A éste Él ha prometido manifestarse.
Las palabras del Señor en Jn. 14:21 son:
«Me manifestaré a él...»

422
Así, resultan el eco mismo de las oídas acerca del Tabernáculo:
«Y de allí me declararé a ti, y hablaré contigo de sobre el
propiciatorio...» (Éx. 25:22).
«Moisés... oía la voz que le hablaba...» (Nm. 7:89).
El mensaje del Lugar Santísimo es siempre actual. En el santuario terrenal
Dios hablaba con Moisés. Ahora, para todo creyente, habla por medio de la
palabra escrita. Es la misma voz inconfundible. El que pastoreó a Israel por
el desierto, el que seguía a su pueblo como la toca (1 Co. 10:4), el gran pastor
de las ovejas (He. 13:20), el mismo Señor que se manifestaba en medio de
los querubines, es el que ahora promete manifestarse.
Todo, todo, subraya la responsabilidad de cada creyente, para que tenga
un oído atento para escuchar «al que habla desde los ciclos» (He. 12:25).
Escuche, hermano querido, al que habla desde el trono, y al que ha hablado
desde el Tabernáculo, sobre el propiciatorio, en medio de su gloria. Éste es
su privilegio, y ésta es su responsabilidad.
El que así se ejercite para buscar al Señor por medio de la Palabra podrá
experimentar la cercanía de Él. Éste es el creyente sacerdote que será
conducido a la contemplación del Señor, por medio de la Palabra.

423
CUARTA PARTE

LOS SACRIFICIOS ESPIRITUALES


DEL CREYENTE

CAPÍTULO XIX – Características de estos sacrificios.


CAPÍTULO XX – La alabanza y la adoración.
APÉNDICE G – La Cena del Señor según las Escrituras.
CAPÍTULO XXI – El privilegio de ofrendar.
CAPÍTULO XXII – El sacrificio espiritual de intercesión.
CAPÍTULO XXIII – La predicación, una función sacerdotal.
APÉNDICE H – Los dones espirituales. Características generales.
CAPÍTULO XXIV – Otros dos sacrificios espirituales.
CAPÍTULO XXV – La entrega de la vida.

424
CAPÍTULO XIX
CARACTERÍSTICAS DE
ESTOS SACRIFICIOS

I – SU CARÁCTER DE «NO REDENTORES»


Hay una diferencia fundamental entre el sacrificio de Cristo y el de los
cristianos. Cristo se ofreció a sí mismo, en una ofrenda que ha obtenido
eterna redención, y que no necesita repetición. Por esta razón el creyente no
es exhortado en ninguna parte de la Escritura a presentar sacrificios
redentores. Los sacrificios que se piden de él son «espirituales» (1 Pe. 2:9).
La palabra «espirituales» (pneumatikos) antes de «sacrificios» (thysía),
indica claramente que no se trata de sacrificios de animales. La Sagrada
Escritura emplea el lenguaje de los sacrificios para referirse al sacerdocio del
creyente. Veremos qué significa, siguiendo estrictamente a la Escritura.
El carácter único del sacrificio de Cristo no significa que los creyentes no
tengan sacrificios que ofrecer, pero éstos son distintos, en cuanto a su
naturaleza y a su finalidad, del sacrificio de la cruz.
No son materiales sino espirituales, y su finalidad no es propiciatoria sino
eucarística, es decir, la expresión de gratitud a Dios. El único sacrificio
redentor fue ofrecido por Cristo en la cruz, y fue hecho «una vez para
siempre» (He. 7:27; 9:12; 9:26; 10:10).
El Nuevo Testamento habla de un sacerdocio Santo y de un sacerdocio
Real, en el cual todo el pueblo de Dios, todos los creyentes participan como
«sacerdotes». Ésta es la doctrina bíblica del sacerdocio universal de los
creyentes, según la hemos desarrollado en este libro. Todos los creyentes han
sido ungidos y consagrados.
Además, es notable que el sacerdocio no aparece nunca en el Nuevo
Testamento en la lista de los dones espirituales. Esto se debe a que los dones
son otorgados por Dios selectivamente, es decir, se otorgan, unos, a ciertos
425
hombres; otros, a otros hombres, diferentes de los anteriores; en cambio, el
sacerdocio ha sido conferido universalmente, es decir, no a algunos sino a
todos los creyentes en Jesucristo. Véase el apéndice «Los dones
espirituales».
II - UNA RECAPITULACIÓN
A título recordatorio, veamos algunos de los aspectos que caracterizan a
cada creyente en Cristo como sacerdote, según ha sido desarrollado hasta
aquí.
Esto equivale a preguntarse cuál es el fundamento bíblico de la doctrina
del sacerdocio universal de los creyentes; o equivale a preguntarse qué
implica que cada creyente sea un sacerdote.
1. El pasaje más ilustrativo es el de 1 Pe. 2:4-9, que se ha considerado en
el capítulo I.
El apóstol Pedro califica a todo creyente con un título semejante al que
utiliza para el Señor Jesucristo. Al Señor lo denomina «piedra viva» y a los
creyentes como «piedras vivas» (1 Pe 2:4-5). El fundamento para el
sacerdocio del creyente es el acto de Dios por el cual Él ha unido a cada
creyente con Cristo mismo.
Fue previsto y fue preordenado por Dios que su amado Hijo fuera la piedra
fundamental de la nueva casa de Dios y de un nuevo sacerdocio. La expresión
«vosotros también» del v. 5 incluye a todos los destinatarios de la carta y,
por tanto, los que son edificados «como casa espiritual y sacerdocio santo»
son todos los creyentes en Jesucristo (1 Pe. 2:4-5). El sacerdocio abarca a
todos los creyentes, por un acto de Dios, que los ha unido para siempre con
su amado Hijo.
2. Este sacerdocio universal es «santo» (v. 5). Todo creyente ha sido
santificado, ha sido separado por Dios, para Dios. El origen y la finalidad del
sacerdocio están en Dios.
En el sacerdocio de cada uno brilla la soberanía de Dios. El cristiano no
ha elegido ser sacerdote. Ha sido designado en ese carácter por Dios mismo.

426
3. Todo creyente es sacerdote porque comparte, delante de Dios, la misma
aceptación que Cristo Jesús tiene, delante de Dios. «Nos hizo aceptos en el
amado» (Ef. 1:6). El creyente es acepto según la medida infinita de la
satisfacción que el Padre encuentra en el Hijo ofrecido en la cruz. El Padre
nos ve en su Hijo y no aparte de Él.
4. Todos los creyentes son sacerdotes porque ellos, como cuerpo,
constituyen el santuario en medio del cual la presencia de Dios se manifiesta.
No hay ninguna piedra muerta en la casa de Dios. Cada uno, como creyente,
tiene una vitalidad espiritual y una dignidad sacerdotal, que proviene de que
está unido para siempre a Cristo el Señor.
Las piedras vivas, unidas a la gran piedra angular que es el Señor,
constituyen un sacerdocio santo. El santuario de Dios es su propio pueblo.
5. El creyente es sacerdote porque tiene acceso a Dios (He. 4:16; 10:22).
Tiene este acceso en virtud del sacrificio de Cristo, Sumo Sacerdote, único y
eterno, de su pueblo redimido.
6. El sacerdocio del creyente es «real», en el sentido de realeza. Jesucristo
es ahora, conforme a lo profetizado en el Salmo 110, un Sacerdote que al
mismo tiempo es Rey. Que el creyente sea sacerdote se ve en Ap. 1:6:
«Hizo de nosotros un reino, sacerdotes para Dios, su Padre» (RV 1977).
Esto indica que, por gracia infinita, el Señor comparte con los que le
pertenecen sacerdocio real. Pedro dice:
«Vosotros participáis del honor que merece la piedra elegida» (1 Pe.
2:7).
«Hizo de nosotros un reino de sacerdotes» (Ap. 1:6).
El creyente es sacerdote porque comparte con el Señor los privilegios de
Él de un Sacerdocio Real (1 Pe. 2:5-9), a la diestra de Dios.
Por medio de su sacrificio Cristo ha formado, en medio de una raza caída,
un reino de sacerdotes. Así debemos mirar a cada creyente, porque así está
revelado.

427
7. Solamente el creyente en Jesucristo el Señor, es decir, el que ha nacido
de nuevo, es sacerdote.
8. Es sacerdote porque está cubierto, eternamente, con la justicia de
Cristo.
9. Es sacerdote porque ha sido ungido con el Espíritu Santo. Es
fundamental el concepto del Antiguo Testamento de que la unción consagra
(Ex. 40:13, 15; 1 Jn. 2:20).
10. Es sacerdote porque Dios lo ha consagrado mediante sangre. Es
sacerdote porque tiene la oreja ungida, para escuchar a Dios (Lv. 8:24), en
su palabra escrita.
11. El creyente es un sacerdote porque Dios «llena sus manos» (Lv. 8:33,
BAS).
12. Todo creyente es sacerdote porque, debido a la obra de la cruz, el
problema del pecado está eternamente cancelado, a satisfacción de Dios.
13. El creyente sacerdote puede ahora disfrutar de la mayor riqueza de la
vida cristiana, que es la comunión con Dios.
14. El creyente sacerdote está unido a Cristo, la luz del mundo.
15. El creyente puede alimentarse de Cristo, y debe, a su vez, alimentar a
otros.
16. Es sacerdote porque tiene acceso al trono de Dios, en la oración y en
la adoración; porque es sacerdote la Escritura lo exhorta a acercarse al trono
de gracia (He. 4:16), a través del velo, que es el cuerpo rasgado de Cristo
(He. 10:19-22; Mt. 27:51). La cruz ha transformado el tribunal de juicio en
un trono de gracia.
17. El creyente es sacerdote porque en Cristo, que desempeña ahora el
papel del propiciatorio, Dios y el hombre pueden encontrarse, en razón de la
eficacia eterna de la sangre de la cruz.
18. El sacerdote del Nuevo Testamento es un adorador. Así como el arca
del Testimonio, en el Tabernáculo, iba adelante del pueblo, en su

428
peregrinación, así Cristo está en medio de su pueblo en la adoración de los
suyos.
La enumeración que hemos hecho es parcial; el desarrollo de esos aspectos
se encuentra en los capítulos precedentes. Pero, aunque parcial, esa
enumeración permite vislumbrar la inmensidad de la gracia en aquellos que
están, por la fe, unidos por siempre a su Salvador y Señor.
Uno podría preguntarse: ¿Para qué es sacerdote?, es decir, cuál es la
finalidad del sacerdocio, hoy. Esto será respondido en las páginas siguientes.
Son numerosos los textos del Nuevo Testamento que describen la función
sacerdotal de todo creyente, y esto constituye una evidencia adicional de que
esta doctrina tiene fundamento bíblico amplio.
III - NO EXISTE UN CUERPO DE SACERDOTES SEPARADO DEL
PUEBLO DE DIOS
1. No existe en el Nuevo Testamento un privilegio sacerdotal.
En el mundo religioso de hoy no se entiende claramente qué es un
sacerdote. Se piensa en un hombre «ordenado» por la iglesia, que tiene un
acceso privilegiado a Dios, y que puede conceder el perdón en el nombre de
Dios.
Pero éste no es el concepto del Nuevo Testamento. En el Nuevo
Testamento hay un concepto nuevo, que no era conocido en el Antiguo
Testamento. Era inconcebible para un judío que los prosélitos, es decir,
hombres que provenían de los gentiles y que abrazaban la fe judía, pudieran
venir a ser sacerdotes. Tampoco podían serlo todas las familias, sino sólo
una. Pero ahora, en el Nuevo Testamento, el sacerdocio es un privilegio que
puede disfrutar todo creyente.
En la antigua dispensación, hemos visto, el sacerdocio constituía un grupo
aparte, y así había sido establecido por Dios, entonces.
Pero bajo la nueva dispensación no existe en todo el Nuevo Testamento
un cuerpo aparte de sacerdotes; cada individuo creyente, hombre o mujer, es
un sacerdote. Así ha sido establecido por Dios, ahora. Todos los creyentes

429
son sacerdotes porque han sido constituidos por el Señor Jesucristo un cuerpo
de reyes sacerdotes.
Cuando pensamos en la iglesia, constituida como está por seres débiles,
apenas si entendemos la gran realidad que es la iglesia de Cristo. Nos
desanimamos, nos desalentamos. Este desánimo proviene del hecho de que
miramos lo que nosotros hacemos.
Sin embargo, la iglesia no debe ser mirada así. La iglesia es el edificio que
Dios está levantando. A nosotros nos parece que nada está ocurriendo, pero
Dios está obrando. Él está levantando un edificio que es hecho de seres
humanos, como piedras vivas.
Se trata de un edificio que está siendo construido para morada de Dios en
la tierra, y ésta es la gloria de la iglesia. Esto es la iglesia desde que fue
creada. La gloria de la iglesia es que tiene en medio, para siempre, a la
cabeza, su fundador y único Señor.
Esto otorga a la iglesia toda su trascendencia; esto establece su destino y
determina su tarea.
Así, la iglesia es el ámbito de un sacerdocio no limitado para ofrecer
sacrificios espirituales.
Ya hemos destacado que el creyente no ofrece sacrificios redentores; pero
también hay que destacar que la Escritura no habla nunca del sacerdocio de
la iglesia. El sacerdocio es una responsabilidad individual, que no puede ser
transferida.
2. Un privilegio universal, intransferible.
Nuestra tarea como sacerdotes es personal, indelegable. Pero el ámbito
para este desarrollo es la iglesia local; si queremos vivir este sacerdocio,
dejemos las actitudes vacilantes con respecto a la iglesia, porque nuestra
actitud no puede ser otra que la de una identificación plena con el pueblo de
Dios, con sus luchas, con su destino y con su gloria.
La Escritura habla de «sacrificios espirituales». Hay dos elementos que
destacar:

430
a) El primero es que Dios encuentra satisfacción en la espiritualidad de su
pueblo. Dios encuentra satisfacción en una actividad del espíritu humano,
cuando éste recibe la influencia del Espíritu Santo.
b) El segundo es que se trata de una actividad que tiene que surgir de un
corazón consagrado. La entrega de uno mismo es, como en el caso de Cristo,
el verdadero sentido del sacrificio.
El corazón es lo importante. La consagración del corazón es lo importante.
El énfasis en el sacerdocio del creyente no está sólo en el tiempo consagrado,
ni en el dinero consagrado, ni en los talentos consagrados. Lo que da valor a
todo esto es el corazón consagrado. Para que haya «sacrificio espiritual» esto
es lo esencial. Por encima de todo, Dios desea conquistar el corazón del
hombre.
El verdadero templo no son las paredes. El verdadero templo, la verdadera
iglesia, es la congregación de adoradores espirituales. Los lugares de culto
cristiano (hablamos de culto conforme al Nuevo Testamento) no son
propiamente templos en el sentido del Antiguo Testamento, cuando el templo
era el lugar para el sacrificio. Lo que caracteriza al verdadero templo
cristiano es el ejercicio de esta función sacerdotal de ofrecer sacrificios
espirituales. Estos sacrificios son presentados a Dios por todos los creyentes,
que constituyen un cuerpo universal de sacerdotes. La distinción entre
sacerdotes y laicos no existe en el Nuevo Testamento.
Ahora, la Escritura del Nuevo Testamento provee un medio que permite
identificar cuáles son las funciones que el creyente debe cumplir como
sacerdote. Ese medio consiste en que en general utiliza el lenguaje de los
sacrificios. A través de ese lenguaje sacrificial podemos reconocer cuáles son
los sacrificios espirituales; eso es lo que hacemos en los capítulos siguientes.

431
CAPÍTULO XX
LA ALABANZA Y LA ADORACIÓN

I – CONCEPTO
Comenzamos por este concepto porque éste es el sacrificio espiritual más
elevado que se puede ofrecer a Dios.
«Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de
alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre. Y de hacer
bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se
agrada Dios» (He. 13:15-16).
El sacerdocio es universal porque todo creyente en Jesucristo puede alabar
y adorar a Dios.
¿Qué necesita el sacerdote para adorar? Para adorar se necesita participar
en algún grado de la apreciación que Dios hace de su Amado Hijo, y de la
ofrenda de sí mismo. La adoración incluye la meditación en el ser de Dios y
en su gloria.
Estamos rodeados de todo tipo de limitaciones, pero en toda alma redimida
hay aquella luz, aquel discernimiento que le permite apreciar algo de lo
mucho que el Padre estima la ofrenda y la persona del Hijo Bienamado. En
todo esto, al mirar los sacrificios y el ceremonial del Antiguo Testamento,
hay que subrayar que el sacerdote cristiano del Nuevo Testamento no ofrece
sacrificios por el pecado, ni siquiera simbólicamente. Es un sacerdote
espiritual; adora en un templo espiritual y ofrece sacrificios espirituales.
¿Cuándo se advierte la actitud de adoración? La actitud de adoración se
advierte cuando el hombre se acerca para expresar cuánto ha encontrado en
Cristo. Así la alabanza es el fruto de labios que confiesan su nombre (o que
«celebran» su nombre). Esa ofrenda de gratitud será aceptada. La adoración
alaba a Dios porque reconoce que la fuente de toda gracia se encuentra en el
corazón de Dios mismo. La adoración es la máxima reverencia que expresa

432
la criatura creyente ante Dios, prosternándose de corazón en su presencia, y
es sólo ante Él que cabe esta actitud.
Para adorar a Dios podemos traer lo que hemos encontrado de Cristo en la
Palabra: algún pensamiento de la Escritura que el Espíritu de Dios nos ha
dado Puede ser un salmo mesiánico, una figura del Antiguo Testamento.
Traemos ese pensamiento en el corazón y eso, en lo cual nos regocijamos,
eso traemos. Ese regocijo del alma ante una revelación de la Biblia sobre
Cristo, eso es la adoración.
La pregunta es ésta: ¿Estamos ejerciendo este privilegio de ser adoradores
espirituales? Sosténganse cada uno, en medio de su flaqueza, por el gran
pensamiento de que adoramos a Dios, privadamente o en público, cuando
surge en nosotros un sentido profundo de gratitud en el alma, por el lugar que
Dios nos ha dado en Cristo.
La vitalidad de la Iglesia de Cristo no se advierte en ninguna otra actividad
como se advierte en la adoración. Cuando hay hombres y mujeres deseosos
de alabar a Dios y de adorarle, allí hay una iglesia vital. El Señor se deleita
en las reuniones de alabanza en las asambleas de sus hijos.
Erich Sauer distingue entre la acción de gracias, y la adoración. La primera
la refiere a los dones y bendiciones individuales que Dios concede, en tanto
que la adoración no se concentra sobre los bienes sino sobre la naturaleza y
la persona de Dios mismo.
El ser que realmente adora, estima, desde luego, las bendiciones que
recibe, pero más bien las considera como manifestaciones siempre renovadas
de la naturaleza plena de gracia que reside en Dios. «La acción de gracias,
pues, subraya el resultado glorioso de los actos redentores divinos para la
criatura; la adoración alaba su fuente y fundamento divinos en el corazón de
Dios mismo».
Por su parte, Gibbs señala que la alabanza es la ocupación del alma con
sus bendiciones, en tanto que la adoración es la ocupación del alma con Dios
mismo. Pero aclara que esto es así, hablando en un sentido amplio. La obra
de Gibbs es excelente, y explica el concepto «adoración» con abundante
apoyo bíblico.

433
A nuestro entender, también aquí es conveniente analizar los vocablos
originales para «acción de gracias», «alabanza» y «adoración».
II - VOCABLOS ORIGINALES
1. Acción de gracias.
Es el vocablo griego Eucharistía, que en el Nuevo Testamento está
reservado casi exclusivamente para la acción de gracias a Dios. El vocablo
es utilizado también en los prólogos de las cartas a Pablo para referirse al
agradecimiento por los dones de gracia personales o generales, por la
participación en la herencia celestial (Col. 1:12), y por la comunión en el
evangelio (Fi. 1:3-5), entre otros usos. El Señor utilizó este vocablo al
instituir la cena (Lc. 22:17; 1 Co. 11:24). Vemos, pues, que la acción de
gracias se utiliza para agradecer por bienes recibidos de Dios, pero también
se aplica al don precioso de la ofrenda de Jesucristo por nosotros.
2. Alabanza.
En He. 13:15 se utiliza el vocablo griego Ainesis, donde se habla
metafóricamente de una ofrenda sacrificial. Otro vocablo es Epainos, que se
utiliza con respecto a la alabanza a Dios, en razón de su gloria, es decir, en
el despliegue de su carácter y de sus obras. Este vocablo se utiliza en Ef. 1:6
para referirse a «la alabanza de la gloria de su gracia». Aun otra palabra, la
griega Doxazo, que se traduce «alabar», «glorificar», «exaltar», se utiliza
especialmente de glorificar a Dios, de reconocerle en cuanto a su ser y obras,
esto es, su gloria. Dar gloria a Dios implica reconocer la importancia de su
deidad.
También se utiliza el verbo griego Aineo, con el sentido de alabar a Dios
(Lc. 2:20).
El concepto «alabanza» es por cierto muy importante en el Antiguo
Testamento. El término «aleluya», del hebreo Hallelu-jah, significa «alabad
a Jehová».
La alabanza a Dios es un tema destacado a través de las Escrituras, porque
se trata de la respuesta de la criatura a Dios en razón de su majestad y de sus
hechos redentores. En el Antiguo Testamento se alaba a Dios por su

434
fidelidad, por su justicia, por el amor desplegado por Él en los actos
salvadores, en favor de su pueblo (Sal. 9:1, 11, 14; 71:14-16; 106:1; Is. 63:7).
La alabanza en ninguna parte del Antiguo Testamento es más evidente que
en el libro de los Salmos. El nombre hebreo para el libro de los Salmos es el
equivalente de la palabra «alabanzas». El Mesías dice proféticamente «en
medio de la congregación te alabaré» (Sal. 22:22).
En el Nuevo Testamento la alabanza resuena en el nacimiento del Señor
(Lc. 2:13,20), y en su entrada a Jerusalén.
El vocablo «alaban» es aquí Aineo. La alabanza en el Nuevo Testamento
surge reiteradamente en Apocalipsis (4:8-11; 5:9-14; 15:3; 19:1-8), en las
varias doxologías.
Vemos, pues, que tampoco el vocablo «alabanza» se aplica
exclusivamente a la gratitud por los bienes que se reciben de Dios, pues el
término también se utiliza con relación al ser de Dios.
3. Adoración.
El vocablo griego más utilizado para adoración en el Nuevo Testamento
es Proskuneo, que significa reverenciar, o rendir homenaje, postrándose
como besando la tierra. Viene de Pros, hacia, y Kuneo, besar. Vine destaca
que la adoración a Dios no se define en ningún pasaje de las Escrituras. Gibbs
destaca que, conforme a la ley de la primera mención de este vocablo en la
Biblia, ley que determina su significado a través de toda la Escritura, hay
varios significados importantísimos vinculados con la adoración. Entre ellos,
que la adoración se basa en una revelación de Dios (Gé. 22:1-2); se encuentra
condicionada por la fe y la obediencia a esa revelación divina (v. 3), y que la
adoración es algo costoso. Es costosa por el tiempo invertido para la
preparación espiritual, por el esfuerzo en el estudio bíblico, por la disposición
de nuestros bienes y por el renunciamiento a lo camal. «Pero la energía
utilizada para ofrecer la verdadera adoración trae placer y gloria para Dios».
La adoración resulta, sin dudas, en bendición para el creyente que adora.
Del estudio de los vocablos originales parece surgir con nitidez que los
términos «acción de gracias», «alabanza» y «adoración», y especialmente los
dos últimos, están relacionados con el ser glorioso e infinito de Dios y no
435
solamente con los bienes que nos da. Alabamos a Dios, y le adoramos por lo
que es, así como por lo que nos ha dado en Cristo. Pero le alabamos y le
adoramos principalmente por el «don inefable» de su Hijo, porque su Hijo
vino en carne, siendo «Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos»
(Ro. 9:5); porque no solamente lo ha enviado sino que lo ha «dado» al
mundo, al entregarlo a la muerte por nosotros. Alabamos a Cristo y le
adoramos porque se hizo igual a nosotros en todo, excepto el pecado, porque
descendió hasta la cárcel del hombre, porque nos compró con su sangre, y
nos rescató para Dios (Ap. 1:5-6). En la comunión de amor que existe ahora
entre el Creador y la criatura, la adoración del creyente en Jesucristo es «la
cumbre del amor» de la criatura, en respuesta al gran amor de Dios en Cristo.
«La adoración es el objeto primero y más importante de la vocación eterna
del hombre».
Coincidimos con Pereyval Hamilton, que destaca que alabanza es «todo
aquello que enaltece a Dios en razón de sentido reconocimiento y gratitud en
el alma, como también en razón de la maravillosa obra divina cumplida por
la persona de Cristo Jesús y sus excelencias personales».
Sí, lo que Dios es determina nuestra alabanza y nuestra adoración. La
naturaleza de Dios, el carácter de Dios, es lo supremamente importante, en
la vida y en el universo todo.
Lo más importante que este mundo necesita conocer es el Dios que tiene.
Y lo que Dios es, determina lo que hace. Por eso, Dios «dio al Hijo» (Jn.
3:16).
III - LA PARTICIPACIÓN EN LA CENA DEL SEÑOR
Por razones de método dejamos para un apéndice, que lleva la letra F, lo
relativo a la enseñanza bíblica sobre la cena del Señor. Sin embargo, por
tratarse de una reunión de alabanza y de adoración algunas consideraciones
son pertinentes aquí.
No debe pensarse que la reunión de la «cena del Señor», o del «partimiento
del pan», o «la mesa del Señor», como también se la denomina en el Nuevo
Testamento (1 Co. 11:20; Hch. 2:42; 20:7; 1 Co. 10:21), sea el único
momento en que el creyente pueda adorar a Dios.

436
El creyente que se ejercita en la oración y en la meditación de la Palabra
experimentará la presencia de Dios y tendrá la vivencia de momentos en que
su corazón se inclina a la alabanza y a la adoración. En cierto modo, toda la
vida del creyente debe ser concebida como una adoración espiritual a Dios.
Hecha esta salvedad, debemos sin embargo advertir contra todo aquello
que pudiera, indirectamente, desvalorizar la importancia suprema de la
ordenanza del Señor. La mesa del Señor, la cena del Señor, fue instituida por
el Hijo de Dios. La iglesia apostólica la tenía entre sus prácticas
fundamentales (Hch. 2:42) y, por tanto, ningún argumento debe servir de
excusa para que el creyente deje de asistir regularmente a esta reunión
semanal. La expresión que a veces se oye de que «yo puedo adorar
igualmente a Dios en mi casa, sin asistir a las reuniones», carece de sentido
frente a la indicación certera y cariñosa del Señor al instituir esta ordenanza,
para todos los suyos, en memoria de Él.
El creyente ferviente que alaba al Señor en su casa encontrará en ello un
motivo adicional para asistir regularmente a las reuniones, y no una excusa
para dejar de hacerlo. Más aún. Aquellos hermanos que se inclinan a alabar
a Dios deben confirmar su deseo mediante una participación activa en la cena
del Señor, y no solamente mediante una presencia pasiva. La alabanza es una
actitud que debe ser estimulada, pero hay que recordar a nuestros corazones
olvidadizos que la alabanza se integra con oraciones, con la lectura de un
pasaje bíblico por parte de los hermanos, y no solamente con cantos.
La cena es una reunión comunitaria: todo el que participa entra en
comunión con el resto de los que participan.
El pan y el vino simbolizan la obra cumplida por el Señor cuando se dio a
sí mismo por nosotros en la cruz. Al participar de ellos manifestamos nuestra
participación espiritual, por medio de la fe, en todo el enorme significado del
sacrificio del Calvario.
El pan es «la comunión del cuerpo de Cristo» (1 Co. 10:16), con lo que se
subraya la manera en que Dios proveyó el cuerpo santo de su Hijo (He. 10:5),
para que pudiera ofrecerlo, ofrendarlo una vez para siempre (He. 10:10). «El
énfasis recae sobre el pan que partimos como símbolo de la entrega del
precioso cuerpo a la muerte».
437
Este concepto aparece unido, en 1 Co. 10:16, al de la sangre, que era la
vida derramada «como ofrenda de expiación» (BAS, en Is. 53.10).
Fue una vida de valor infinito la que fue ofrendada por nosotros en la cruz.
Es interesante que Pablo sigue diciendo enseguida «porque (vemos) un
solo pan (comprendemos) que nosotros, siendo muchos, somos un solo
cuerpo» (traducción de Trenchard). Al ver un pan en la mesa apreciamos que
nuestra comunión con el Señor es la garantía de una comunión con todos los
hijos de Dios por todo el mundo.
El pan entero, sin romper, habla de la unidad de la asamblea como cuerpo
místico de Cristo.
«Siendo uno solo el pan» nosotros, con ser muchos, somos un solo
cuerpo pues todos participamos de aquel mismo pan» (1 Co. 10:17).
El pan, antes de ser fraccionado, es el símbolo de este cuerpo, es el pan
«que partimos» (1 Co. 10:16); por tanto, no debe ser partido con anterioridad
a la reunión en sí.
Nuestra unión con Cristo como miembros de su cuerpo está, pues,
representada en el pan de la cena; pero también damos testimonio de nuestra
unión unos con otros. Esto subraya que nadie participa de esa ordenanza en
forma aislada, como individuo aislado. El concepto de cuerpo está vigente.
El propósito del apóstol es mostrar que todo el que participa de la cena del
Señor entra en comunión con el resto de los que participan. Constituyen un
cuerpo en virtud de su participación conjunta de Cristo. Se reconoce así, en
la cena, la unidad del cuerpo de Cristo.
Los símbolos del pan y del vino representan la muerte sacrificial de Cristo
y, por tanto, la comunión con el cuerpo y con la sangre de Cristo significa
compañerismo o comunión con el Señor en su muerte.
El participar en estos emblemas expresa esta comunión. Pero como los
emblemas son símbolos, no el cuerpo real y la sangre real del Señor, nuestro
comer y beber son actos simbólicos que representan la fe por la cual esta
comunión se efectúa.

438
Es interesante la explicación que brinda Vine. La comunión significa en 1
Co. 10:16 el hecho de compartir en la conciencia «los efectos de la sangre
(es decir, la muerte) de Cristo y de su cuerpo, como ello es proclamado por
los emblemas en la cena del Señor».
A una conclusión semejante arriba Hodge, pues señala que el pasaje de 1
Co. 10:16 no ofrece la menor base para las doctrinas católica o luterana de
una participación de la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo. Señala
que cuando en 1 Co. 1:9 se dice que «somos llamados a la participación de
su Hijo», no es de la sustancia de la divinidad de lo que participamos. Y
cuando Juan dice «tenemos comunión unos con otros» (es decir, somos
participantes unos de otros, en 1 Jn. 1:7) no quiere decir que compartamos la
sustancia corporal de otros. Compartir o participar en un sacrificio ofrecido
a favor nuestro es compartir o participar en su eficacia.
La mesa del Señor tiene un carácter conmemorativo. El ejercicio de la fe
se requiere cuando, al participar de los símbolos de la cena, podemos
recordar la bendita promesa del Señor de que «donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
Es fundamental discernir que el Señor está presente por comunicación
espiritual, y no porque los elementos materiales experimenten una
transustanciación que es ajena a la Escritura.
Esta presencia de Él es lo que importa, porque «si Él no está presente no
hay verdadera conmemoración». No se evoca a un Señor distante sino a un
Cristo presente por su Espíritu, y que al mismo tiempo está sentado en el
trono.
La cena tiene carácter eucarístico, lo cual quiere decir que constituye la
ocasión para dar gracias, para agradecer a Dios por la ofrenda del cuerpo de
Jesucristo en la cruz. El dar gracias y la adoración está limitado a lo que Dios
es, y a lo que ha hecho mediante el sacrificio y la obra redentora de Cristo.
El agradecimiento por otros bienes materiales o espirituales no corresponde
hacerlo en la cena del Señor, sino en otras ocasiones.

439
El rompimiento del pan celebra un triunfo, y no rememora a un muerto,
sino a un Señor viviente y presente. Porque está presente rodeamos a la gran
cabeza de la iglesia y le adoramos.
Al adorar, meditamos no solamente en lo que nosotros hemos recibido por
medio de la muerte de Cristo, sino principalmente en lo que Dios mismo ha
recibido. En la cruz la santidad y el honor de Dios han recibido satisfacción:
su justicia ha sido vindicada, y Cristo ha restaurado al Padre la obediencia y
consagración que nosotros le debíamos.
En la cena el creyente rinde culto de adoración a Dios; la adoración es el
sacrificio espiritual más elevado que puede ofrecer a Dios.

La mesa de los panes

440
APÉNDICE F
LA CENA DEL SEÑOR,
SEGÚN LAS ESCRITURAS

I – LA CENA ES EL ACTO CENTRAL DE LA IGLESIA


La importancia que cabe atribuir a la cena del Señor, y a una celebración
que se ajuste a las Escrituras, aparece reflejada en el hecho de que Pablo
criticó la manera desordenada en que los corintios la celebraban, y de que dio
instrucciones precisas (1 Co. 11:22).
Sus palabras a los corintios quieren decir esto: «No puedo alabaros, porque
vuestra manera de celebrar la cena del Señor es absolutamente incompatible
con su institución original».
Pablo asegura que el relato de la cena le había sido dado por el mismo
Señor, por lo cual queda claro que su enseñanza no era válida solamente para
los corintios, sino para la iglesia entera.
En este apéndice señalaremos las características distintivas de la cena del
Señor.
1. Fue instituida por el propio Señor.
La cena debe hacerse para hacer memoria de Él mismo y de su obra
redentora, en cumplimiento del mandato del propio Señor.
Se la denomina «La cena del Señor» (1 Co. 11:20); el «partimiento del
pan» (Hch. 2:42; 20:7) y la «mesa del Señor» (1 Co. 10:21). No se registra
la expresión «santa cena».
2. Constituye la continuación de una práctica apostólica.
La cena no es un invento de los hombres. Fue instituida por el propio Señor
y practicada por los apóstoles, que se reunían para partir el pan (Hch. 2:42).
3 La reunión es presidida por el Señor mismo.
441
Esta reunión no es presidida por ningún anciano ni por ningún otro
miembro de la iglesia. La preside el propio Señor. El mismo Jesucristo que
es cabeza de la iglesia universal es la cabeza de cada asamblea o iglesia local.
Darse cuenta de la presencia del Señor en la cena es fundamental, y
requiere un ejercicio de corazón, que debe hacer cada uno, antes de concurrir
a la cena. Debe concurrir con el corazón así ejercitado. Cuando el Señor es
reconocido, la práctica de la cena está rodeada de sencillez, pero también de
profunda reverencia.
Es importantísimo que no se requiere, para celebrar la cena, de sacerdotes
consagrados que puedan tener un supuesto acceso privilegiado a Dios. La
asamblea tiene una razón poderosa para reunirse; el solo nombre de
Jesucristo, como centro, es el fundamento de reunión.
4. Todo creyente debe participar.
En 1 Co. 11:27-32 Pablo advierte contra el peligro de tomar parte de esta
reunión indignamente. Dice que cada uno debe examinarse, antes de
participar. Se entiende que esto cada uno debe hacerlo en su casa, y no en la
reunión misma.
Este examen no tiene por finalidad que el creyente se pregunte si es o no
es digno de participar de los símbolos, porque la Escritura dice claramente
«pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa» (1
Co. 11:28).
Ejercicio de corazón se requiere para «discernir el cuerpo del Señor,
investigando personalmente lo que representa el pan y el vino, a fin de comer
y beber dignamente. En realidad, nos sentimos indignos en nosotros mismos,
y, al reconocerlo que somos, participamos dignamente. Es fundamental
reconocer que todo, en el Evangelio, es para pecadores.
5. El Señor sanciona al que se obstine en participar indignamente.
No es válida la excusa de decir que uno no se encuentra en condiciones
para participar, porque bien pueda ser que esa persona se esté negando a
confesar su pecado y abandonarlo. El mandato es «Examínese... y coma».

442
Tampoco es excusa no asistir porque subsista una enemistad con algún
hermano. El mandato del Señor es que se reconcilie con su hermano. Este
mandato no admite ninguna excepción. Si abrigamos alguna raíz de amargura
nuestra responsabilidad es pedir perdón, aun cuando pensemos que la culpa
es ajena Si dejamos que una rencilla con un hermano subsista, podemos
impedir la bendición de Dios sobre nosotros y sobre todo el cuerpo de Cristo
que se congrega en una iglesia.
Dice el Señor en Mt. 5:23:
«... Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene
al contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate
primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.»
No existen reglas fijas para esta reunión, porque es el Espíritu Santo el que
debe guiar las alabanzas, los himnos, el mensaje.
No hay reglas fijas, pero todo debe hacerse en sencillez y en orden. Todo
hermano de madurez espiritual puede elegir los himnos, orar para alabar al
Señor, dar un mensaje, y distribuir el pan y la copa. El mensaje no es de
carácter exhortativo sino devocional, con fundamento en las Escrituras.
Hay, sin embargo, instrucciones divinas en cuanto a que el pan debe ser
partido en la reunión, y comido por todos; todos participan del vino. Además
hay evidencias de que se celebraba todos los domingos (Hch. 20:27).
Al instituir la cena, el Señor ha deseado que su pueblo recordara su
sacrificio y lo amara, reflexionara sobre ese sacrificio de la cruz y mirara al
futuro con una viva esperanza, hacia su glorioso regreso.
Trenchard señala que la cena del Señor, también denominada en las
Escrituras como «la mesa del Señor» y como «el partimiento del pan», es el
acto central de la vida y de la adoración de la iglesia.
II - LA PRÁCTICA APOSTÓLICA
1. El Señor Jesucristo instituyó dos ordenanzas.
Cristo el Señor instituyó dos, y solamente dos, ordenanzas para su iglesia:
el bautismo, y la cena del Señor.

443
Aunque aquí tratamos solamente de la segunda, cabe subrayar que las dos
están vinculadas con la muerte y la resurrección del Hijo de Dios.
El bautismo se realiza una sola vez, en tanto que la cena constituye un acto
repetido.
2. Frecuencia de la cena.
Según Hch. 20:6-7, se ve que la cena se celebraba el primer día de la
semana. El primer día de la semana es el Domingo, el Día de la resurrección
del Señor. El hecho de la frecuencia de esta reunión no aparece en el Nuevo
Testamento como un mandamiento; pero es fundamental señalar que, según
el mismo pasaje de Hch. 20:6-7, hay otro indicio sobre este punto. Es que
Pablo se quedó siete días en Troas; la interpretación más probable es que se
quedaba hasta ese día para participar de la reunión de la cena con los
hermanos de allí; inmediatamente partió (Hch. 20:11). No fue, pues, el
primer día del mes ni del trimestre sino el primer día de la semana.
No necesitamos un día especial para conmemorar el nacimiento del Señor,
y otro para su muerte y otro para su resurrección, porque es voluntad del
Señor que nos acordemos de todo esto cada primer día de la semana. Hay un
testimonio extra-bíblico. Justino mártir (siglo II) dice: «... escuchamos la
lectura de los profetas y apóstoles... y luego conmemoramos la santa cena...».
Destaca que la reunión era conmemorativa (Dwight, CDS, p. 63).
3. No hay mandamientos, pero hay instrucciones precisas.
Según el relato que Pablo hace en 1 Co. 11:20-21, parece que los corintios
mezclaban el ágape con la cena. El ágape era una comida común en la que
los creyentes participaban juntos.
Dado que esto condujo a desórdenes que desvirtuaban el significado
esencial de la cena, Pablo dio instrucciones precisas. Estas instrucciones el
apóstol las recibió del propio Señor, quien le dio para ello una revelación
especial (1 Co. 11:23-29). La revelación subraya el propósito de la cena y la
manera de celebrarla. Hay, pues, instrucciones; dado que son divinas, estas
instrucciones tienen carácter permanente y universal; es decir, son aplicables
en todos los tiempos de la iglesia y a toda la iglesia.

444
El Señor instituyó la cena en el tiempo de su humillación, pero los detalles
que aporta Pablo provienen del Señor en el trono de gloria.
4. El título de Cristo en 1 Co. 11:23-29.
Este pasaje contiene varias menciones de Jesucristo, y en todos estos casos
se señala su carácter de «Señor»: «Yo recibí del Señor»; «el Señor Jesús»;
«la muerte del Señor»; la «copa del Señor»; el castigo del «Señor».
¿Queda alguna duda acerca del carácter divino de las instrucciones de
Pablo, de su permanencia y de su universalidad? ¿Queda alguna duda de que
el propósito de la cena es esencialmente conmemorativo, «en memoria de
Él»?
5. La sencillez como característica.
Según los pasajes que se refieren a la cena, la nota distintiva es la sencillez.
No se requiere de clérigos o funcionarios de la Iglesia. Nadie preside sino el
Señor, nadie guía sino el Espíritu Santo.
No hay sacerdotes ni pastores que oficien. La elección de los himnos, las
oraciones, la lectura bíblica, el mensaje, todo puede ser hecho por cualquier
hermano que se encuentre en comunión con la iglesia. El pan partido es el
pan de que todos «participamos» (1 Co. 10:16). Ni en los pasajes que narran
la institución de la cena ni en 1 Corintios 10 y 11 hay ninguna referencia a
que la ordenanza fuera un sacrificio redentor, ni a que se ofreciera sobre un
altar.
No hay cambio de una sustancia en otra. No hay tal cosa como «la
consagración» de los elementos, ni mucho menos la «adoración» de los
elementos del pan y del vino.
Lo que hay es una mesa sencilla, y sobre ella un pan y una copa de vino.
Hay además la presencia de la familia sacerdotal, compuesta por todos los
creyentes, como sacerdotes adoradores. La cena es celebrada por ellos, por
todo el pueblo de Dios, y no para ellos, por algún oficiante.
Pero dentro de esta sencillez, en obediencia a la Palabra, hay la promesa
de la presencia majestuosa del Señor de la iglesia, en medio de los suyos.

445
Esta presencia no se concreta por medio de elementos transustanciados
sino por el Espíritu. Es debido a esta presencia de Él que la reunión se
denomina la cena «del Señor», la mesa «del Señor». Él es el que invita; Él es
el que preside; Él es el que está siempre presente.
III - LA CENA ENFATIZA LA IDEA DE LA COMUNIÓN
1. El concepto «comunión».
El vocablo «comunión» (Koinonía, en griego) es uno de los más típicos de
la Biblia. Se deriva del adjetivo Koinos, que significa «común». La idea es
la de compartir algo en común con otro; tener una parte, en alguna cosa; tener
participación en algo incluye la idea de compartir ideas, o compartir la
propiedad de algo.
Es debido al concepto «comunión» que existe unidad entre los creyentes
verdaderos, principalmente por lo siguiente:
1. Los creyentes participan de la naturaleza divina (2 Pe. 1:4).
2. Participan de Cristo (He. 3:14).
3. Participan del Espíritu Santo (He. 6:4).
4. Participan de un llamamiento celestial (He. 3:1).
5. Participan de la disciplina del Padre (He. 12:8).
6. Participan de los sufrimientos de Cristo (Fi. 3:10; He. 10:33).
7. Participan de la gloria futura (2 Co. 1:7; 2 Tes. 1:10).
La Koinonía es un vínculo viviente que une a los cristianos.
Los creyentes tienen comunión con Cristo (Ro. 6:6; 6:8; 2 Ti. 2:12; 2 Co.
7:33; Ef. 2:5-6). Se destacan dos aspectos de esta comunión. El primero es
una comunión con su humillación, y el segundo es una comunión con su
exaltación. Se trata de la participación en los sufrimientos de Cristo y se trata
de compartir su vida de resurrección».
Todo comienza con una comunión con el Padre y con el Hijo (1 Jn. 1:3-
6). La comunión de la cena del Señor es fundamental como expresión de
comunión con Jesucristo. El creyente comparte en la conciencia los efectos

446
de la muerte de Cristo, según es proclamado por los símbolos del pan y de la
copa en la cena.
2. «La comunión del cuerpo de Cristo» (1 Co. 10:16).
El pan y el vino simbolizan la obra cumplida por el Señor cuando se dio a
sí mismo por nosotros en la cruz.
Al participar de ellos manifestamos nuestra participación espiritual, por
medio de la fe, en todo el enorme significado del sacrificio del Calvario. En
ese sentido nos identificamos con Cristo, como estamos identificados con Él
en su muerte y en su resurrección (Ro. 6:1-6; Gá. 2:20; Ef. 2:5-6; Fi. 2:8-10).
El pan es «la comunión del cuerpo de Cristo», lo que subraya la manera
en que Dios proveyó el cuerpo santo de su Hijo (He. 10:5), para que pudiera
ofrecerlo, ofrendarlo una vez para siempre (He. 10:10). «El énfasis recae
sobre el pan que partimos como símbolo de la entrega del precioso cuerpo a
la muerte».
Este concepto aparece unido, en 1 Co. 10:16, al de la sangre, que era la
vida derramada «como ofrenda de expiación» (BAS, en Is. 53:10).
Fue una vida de valor infinito la que fue ofrendada por nosotros en la cruz.
3. La comunión unos con otros.
Es interesante que Pablo sigue diciendo enseguida «porque (vemos) un
solo pan (comprendemos) que nosotros, siendo muchos, somos un solo
cuerpo» (traducción de Trenchard). Al ver un pan en la mesa apreciamos que
nuestra comunión con el Señor es la garantía de una comunión con todos los
hijos de Dios por todo el mundo. Ello, a pesar de las divisiones que se
evidencian entre los creyentes.
El pan entero, sin romper, habla de la unidad de la asamblea como cuerpo
místico de Cristo. El pan entero, sin romper, subraya que la iglesia es un solo
cuerpo, compuesto por todos los creyentes.
«...siendo un solo cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo
pan» (1 Co. 10:17).

447
Otra traducción es: «puesto que es un pan, nosotros los muchos somos un
cuerpo; pues somos todos participantes de un mismo pan».
El pan, antes de ser fraccionado, es el símbolo de este cuerpo. Es el pan
«que partimos» (1 Co. 10:16); por tanto, no debe ser partido con anterioridad
a reunión en sí.
La reflexión es que todos los que participan de la cena constituyen un
cuerpo en virtud de su participación conjunta de Cristo.
Nuestra unión con Cristo como miembros de su cuerpo está, pues,
representada en el pan de la cena; pero también damos testimonio de nuestra
unión unos con otros. Esto subraya que nadie participa de esa ordenanza en
forma aislada, como individuo aislado. El concepto de cuerpo está vigente.
La palabra «comunión» «comporta siempre, en el Nuevo Testamento, un
participar con otros, conjuntamente, de los bienes salvíficos...».
El propósito del apóstol es mostrar que todo el que participa de la cena del
Señor entra en comunión con el resto de los que participan. «Constituyen un
cuerpo en virtud de su participación conjunta de Cristo». Se reconoce así, en
la cena, la unidad del cuerpo del Señor.
Los símbolos del pan y del vino representan la muerte sacrificial de Cristo
y, por tanto, la comunión con el cuerpo y con la sangre de Él significa
compañerismo o comunión con el Señor en su muerte.
El participar en estos emblemas expresa esta comunión. Pero como los
emblemas son símbolos, no son el cuerpo real y la sangre real del Señor,
nuestro comer y beber son actos simbólicos que representan la fe por la cual
esta comunión se efectúa.
La comunión significa en 1 Co. 10:16 el hecho de compartir en la
conciencia «los efectos de la sangre (es decir, la muerte) de Cristo y de su
cuerpo, como ello es proclamado por los emblemas en la cena del Señor».
A una conclusión semejante arriba Hodge, pues señala que el pasaje de 1
Co. 10:16 no ofrece la menor base para las doctrinas católica o luterana de
una participación de la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo. Cuando
en 1 Co. 1:9 se dice que somos «llamados a la participación de su Hijo», no

448
es de la sustancia de la divinidad de lo que participamos. Y cuando Juan dice
«tenemos comunión unos con otros» (es decir, somos participantes unos de
otros, en 1 Jn. 1:7) no quiere decir que compartamos la sustancia corporal de
otros. «Compartir o participar en un sacrificio ofrecido a favor nuestro es
compartir o participar en su eficacia.»
4. La comunión práctica.
Leemos en 1 Co. 16:1-2:
«En cuanto a la ofrenda para los santos... cada primer día de la semana
cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado...»
Acerca de las ofrendas no existen en el Nuevo Testamento mandamientos
precisos. Sin embargo, parece claro que los creyentes consideraban el día y
la ocasión de la cena como los más convenientes para reconocer sus ofrendas.
Aquí se trata de una colecta para los creyentes de Judea. No es conveniente,
como principio, que se levanten ofrendas en reuniones en que están presentes
personas no creyentes.
También parece claro que Pablo no quiso imponer el diezmo ni ninguna
forma rígida; una imposición cualquiera es contraria a la libertad del Espíritu
en esta dispensación. Pero esto no debe ser ocasión para que prevalezca la
mezquindad. El creyente debe guiarse por lo que la Escritura enseña aquí y
en otros pasajes: debe apartar según como ha sido prosperado, porque el
Señor Dios ama al dador alegre. No debe ofrendar en la medida que quisiere,
sino «en la medida que pudiere».
En otro capítulo de esta obra se destaca que la ofrenda misionera no es una
cuestión de caridad hacia los necesitados sino, por el contrario, un privilegio;
un privilegio sacerdotal.
5. La dignidad sacerdotal de todo creyente.
Lo que cada cristiano es para Dios lo ha recibido de Dios. Si nos atrevemos
a tener en poco a algunos porque no los vemos actuar publicamente, o por
cualquier otra razón, o si tenemos una cuestión pendiente con alguno,
estamos faltando gravemente.

449
¿Cuál es la curación para esto? Es aprender a considerar a nuestros
queridos hermanos en su plena dignidad como sacerdotes; es verlos a todos
ellos con sus cabezas coronadas y todos ellos ungidos por Dios, en su carácter
de sacerdotes. Otra vez subrayamos el énfasis de la Escritura:
«Hizo de nosotros un reino, sacerdotes, para Dios su Padre» (Ap. 1:6).
Hizo de nosotros, que éramos totalmente indignos, un reino de sacerdotes.
Siempre hay que tener en cuenta qué ha venido a ser todo creyente, para Dios.
Los creyentes son todos ellos, sin excepción, ungidos por Dios, reyes y
sacerdotes. Así debemos verlos, por encima de sus debilidades y flaquezas,
porque así los ve Dios.
En la cena del Señor el concepto de comunión es fundamental. Se trata de
una ocasión para reconocer y para celebrar el parentesco espiritual y la
unidad de todos los que participan; lo esencial es reconocer a los hermanos
como lo que son ahora ante Dios.
IV - ¿ES ACASO LA CENA UN SACRAMENTO?
1. Concepto católico de sacramento.
El catolicismo define a un sacramento como «una señal externa y visible
de una gracia interna y espiritual». También como «la forma visible de una
gracia invisible». Así, se habla del sacramento de la misa que, en esa
confesión, es el sacrificio del cuerpo y alma de nuestro Señor Jesucristo
ofrecido en nuestros altares debajo de las especies del pan y del vino».
Para muchos, un sacramento es parte de una serie de ceremonias que la
iglesia administra para impartir bendiciones a los fieles. Este concepto no
aparece en el Nuevo Testamento. La sencillez original que los símbolos
tenían en la iglesia apostólica debe ser mantenida.
a) Origen del vocablo.
El Nuevo Testamento utiliza el vocablo «misterio» (griego misterion) para
designar aquello que sólo puede ser conocido mediante una revelación
divina, porque no puede ser conocido por medios naturales. Significa la
revelación, por medio del Nuevo Testamento, de verdades antes escondidas
en el antiguo régimen.

450
En el Nuevo Testamento se habla de diversos misterios, entre ellos el
misterio de Cristo (Co. 2:2) y el misterio de la Iglesia (Ef. 5:32).
La palabra del Evangelio entregó a los hombres el misterio del reino de
Dios; el Evangelio era anunciado en el poder del Espíritu, y los hombres
podían recibir su eficacia solamente a través de la fe.
El vocablo griego Misterion se tradujo al latín con la palabra
Sacramentum, y más tarde los ritos mismos vinieron a ser conocidos como
«sacramentos». Así, la cena del Señor y el bautismo comenzaron a ser
designados como sacramentos. Pero el vocablo latino Sacramentum, en su
origen, se utilizaba, entre otros conceptos, para indicar el juramento de
fidelidad que prestaban los soldados romanos al ingresar a las filas.
b) Uso posterior.
Lo que es de lamentar es que el uso del vocablo sacramento para el
bautismo y la cena del Señor diera lugar, siglos después de la iglesia
apostólica, a la tendencia de considerar a estas dos ordenanzas como
«comunicadores de gracia», como «medios de gracia», en lugar de su
carácter simbólico.
¿Qué es lo que está detrás de las ordenanzas? ¿Qué quiso subrayar el
Señor? Son los acontecimientos redentores los que están detrás, tanto del
bautismo como de la cena del Señor. Estos acontecimientos son la muerte,
sepultura, resurrección y glorificación de Cristo (1 Co. 15:1-3; Ef. 2:5-6; Ro.
8:34); ellos deben ser apropiados espiritualmente y no ceremonialmente;
deben ser apropiados mediante la fe, en razón de una obra del Espíritu de
Dios en el corazón del pecador que confía en Cristo. Es el Espíritu el que da
vida. Es por medio de la fe que el hombre es salvo.
Pero al asignarse a las ordenanzas la denominación de «sacramentos» se
atribuyó a lo que es un símbolo la capacidad de transmitir bendiciones. Más
adelante, el sacramento vino a ser definido, siguiendo a Agustín, como «una
señal externa y visible de una gracia interna y espiritual». Se lo definió como
«la forma visible de una gracia invisible».
Así, hoy en día, para la Iglesia católica, lo mismo que para la Iglesia Alta
Anglicana, los sacramentos son «los medios por los cuales la unión de Dios
451
y del hombre, que surge de la encarnación, se perpetúa en el cuerpo místico
de Cristo, su iglesia, siendo los miembros incorporados en Cristo y, a través
de Él, unidos los unos a los otros».
c) Errores implícitos.
El principal error de este punto de vista consiste en que la virtud resida en
los elementos y en los actos mismos, cuando son celebrados legítimamente.
A esto se llama «ex opere operato», o sea que la gracia surge de la misma
obra. El error se ha difundido a otros campos de la práctica de la Iglesia
profesante; el error reside en que el hombre siempre quiere convertir en
ceremonias lo que solamente puede ser una obra espiritual, una obra del
Espíritu Santo, que se realiza en aquellos que depositan su confianza en
Cristo para ser salvos.
Así lo enseñan los apóstoles:
«... también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio
de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el
Espíritu Santo de la promesa...» (Ef. 1:13).
Adviértase el orden divino. Primero viene el oír el Evangelio. Después
viene la fe («Habiendo creído en él»); la consecuencia es el sello del Espíritu
Santo.
En 1 Corintios leemos:
«Y esto erais algunos (idólatras, ladrones, avaros, maldicientes...); mas
ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido
justificados en . el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro
Dios.»
«¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual
está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?» (1 Co.
6:11,19).
En otra carta Pablo declara:
«... ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?»
(Gá. 3:2).

452
«Y la Escritura previendo que Dios había de justificar por la fe a los
gentiles…»
«pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gá. 3:26).
Toda bendición, en las Escrituras, se recibe por medio de la fe.
Hay otro error implícito en la afirmación que dice que la unión de Dios y
el hombre «surge de la encarnación».
No somos salvos por la vida encarnada de Cristo sino por su muerte en la
cruz. Somos salvos «mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una
vez pan siempre» (He. 10:10).
Jesucristo no puede transmitirnos su vida encarnada porque nuestra
naturaleza humana está caída e irremisiblemente degradada (Gn. 6:5).
Jesucristo nos salva muriendo en la cruz y resucitando por nosotros, porque
es su vida resucitada la que nos es impartida. Esto es lo que Pablo enseña en
Ro. 5:10:
«Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos
por su vida.»
Notemos que la vida viene después de la muerte. «Es a la vida de Cristo
resucitado de entre los muertos, y no a su vida en la tierra, que el apóstol hace
alusión en Ro. 5:10». Somos salvos por su muerte y por su vida, en ese orden.
Si la encarnación fuera el med iode nuestra salvación, entonces (lo
decimos con temor) la cruz estaría de más. Se podría llegar «al extremo de
vaciar la muerte de su significado salvífico...».
La unión del creyente con Cristo es una de las grandes doctrinas del Nuevo
Testamento.
No puede haber unión con Él excepto en la resurrección, y no podemos
tener parte ninguna en su vida sobre la tierra sino que primero hemos sido
hechos uno con Él en aquella muerte que redime. Pero, una vez unidos a Él,
permanecemos en esa posición de aceptos en toda la perfección de lo que Él
es, y en todo lo que la redención ha obrado en Él y a través de Él. Ésta es la
justicia de Dios en el Evangelio. Es la justicia que ha establecido una nueva
453
relación del creyente con Dios. Hemos sido unidos con Cristo en aquella
muerte que redime y en aquella resurrección que justifica.
Todo es sublime aquí, porque nos introduce a la idea fundamental de que
el Hijo eterno de Dios, mediante su encarnación y su mediación, ha exaltado
a su pueblo a una posición mucho más elevada que la que hubiera podido
ocupar nuestra raza si no hubiera caído. Cristo, por su muerte y resurrección,
ha logrado mucho más que el reverso de los efectos de la caída. Las
bendiciones que recibimos del segundo Adán están en proporción inversa al
desastre que hemos heredado del primer Adán. Toda bendición es prometida
por Dios a aquellos que están en Cristo. Esta corta expresión, «en Cristo»,
define la nueva relación con Dios que el Evangelio proclama.
En 2 Co. 5:21 leemos que Cristo fue «hecho pecado», y que lo fue «por
nosotros». En Gá. 3:13 vemos que fue «hecho maldición», y esto también
«por nosotros». Ambas cosas acontecieron en la cruz, y en ningún otro
momento.
Vemos, pues, que tanto en el pasaje de 2 Co. 5:21, lo mismo que en el de
Gá. 3:13, subyace una de las nociones fundamentales del Nuevo Testamento,
que es el hecho de la unión del creyente con Cristo. «Ambos versículos
indican que cuando somos unidos a Cristo un misterioso intercambio tiene
lugar; Él tomó nuestra maldición, para que nosotros pudiéramos recibir su
bendición; Él vino a ser pecado con nuestro pecado, para que nosotros
viniéramos a ser justicia con su justicia».
Los hombres, aunque en nosotros mismos somos seres pecaminosos,
podemos ahora ser declarados justos debido a nuestra unión con Cristo. Pero
esta unión no tiene lugar en su vida encarnada sino en su vida resucitada.
2. El comer el pan y beber la copa.
Leemos en 1 Co. 11:24:
«Y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed: esto es mi
cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí.»
La interpretación literal del catolicismo romano sobre estas palabras es,
como vimos en el Apéndice E, que el pan es el cuerpo de Cristo, porque toda

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su sustancia se convertiría en la sustancia de su cuerpo. Según dicha doctrina,
el mismo Señor está presente en la hostia con que comulga el feligrés
católico.
Como hemos visto en el citado Apéndice E, esa interpretación carece
totalmente de fundamento bíblico.
En cambio, es necesario enfatizar que cuando el Señor habla de su cuerpo
que sería «partido» (en Lc. 22:19 dice que su cuerpo es «dado»), lo que quiere
enseñar es que significa muerto, o «entregado a la muerte por nosotros».
El carácter sacrificial de la muerte de Cristo forma parte esencial del
Evangelio y esto es lo que los símbolos señalan; es la conmemoración de Él
mismo, no como Maestro, ni como benefactor, sino como ofrenda. Esto es lo
fundamental.
Es como si el Señor hubiera dicho: «Para que yo sea recordado como el
que ha muerto por vuestros pecados». Este es el objeto específico y concreto
de la cena del Señor. Ello implica que creemos en Él como víctima
propiciatoria por nuestros pecados; que le hemos recibido como tal, y que
como tal le recordamos cuando participamos de la cena del Señor.
Es importante notar que en su oración de Juan cap. 17 Cristo no da gracias
por haber dado su presencia real en los símbolos del pan y del vino. Si Él
hubiera querido decir lo que los ritualistas pretenden hubiera dicho: «Ahora
ellos... saben que yo soy el pan de vida porque se lo he dado como manjar,
dándoles a comer mi propio cuerpo».
No hace esto el Señor, en cambio, da gracias al Padre por haber dado a los
suyos sus palabras («las palabras que me diste les he dado»). No se gloría
Cristo ni hace alusión alguna a haberle dado su carne como manjar sino de
haberles dado sus palabras. Estas son Espíritu y son vida, porque ellas
comunican a las almas la eterna vida de Dios.
El hecho de que el mismo Señor estuviera corporalmente presente al
instituir la cena y distribuir el pan, hace imposible que los discípulos pudieran
confundir el símbolo con el cuerpo que tenían delante de ellos.

455
Es importante destacar que el literalismo, que pretende transformar el pan
en el verdadero cuerpo de Cristo mediante el pronunciamiento, por un
sacerdote, de la frase «esto es mi cuerpo» como si se tratara de una fórmula
mágica, es no solamente contrario a todo el simbolismo bíblico, sino que es
también contrario a la doctrina de la salvación que aparece en las cartas
apostólicas.
3. El pan de la cena no es el «Pan de Vida».
Vemos la importancia que debe asignarse a nuestra participación en la
cena del Señor, y al hecho de comer el pan y de beber la copa.
Pero siempre conviene distinguir entre el símbolo y la realidad. La
enseñanza de la Escritura es que, en la misma forma en que el cuerpo físico
se sostiene por medio del comer, «así se mantiene la vida espiritual del
creyente, al alimentarse por fe del pan vivo». Pero hay que advertir que el
pan vivo es Cristo mismo, y no el pan del que participamos en la cena del
Señor. No debe confundirse el símbolo con la realidad.
Algunos hermanos piensan que es pertinente cantar, al momento de partir
el pan, el corito llamado «Padre Benigno», que dice:
«Padre benigno, que en el cielo estás,
gracias hoy te damos por el pan que das;
gracias te damos, Padre Celestial,
por el pan del cielo, pan que es eternal.»
Entendemos que incluir este corito en la cena constituye un error. El corito
se refiere a dos panes: a) el pan cotidiano, por el cual damos gracias en
nuestras comidas; b) el pan del cielo, que es Cristo el Señor.
El pan que partimos en la reunión de la cena no es ninguna de las dos
cosas. No lo comemos para alimentamos físicamente, ni es el «pan de vida».
Por tanto, el corito «Padre benigno» no tiene aplicación en la mesa del Señor.
La idea de que el pan de la cena sea Cristo mismo es un concepto que viene
del ritualismo, y que no tiene sustento en la Escritura. El pan de la cena
simboliza el cuerpo de Cristo pero no es su cuerpo.

456
Vemos, pues, que el pan de la cena del Señor tiene un significado
simbólico doble. Antes hemos visto que simboliza la unidad de todos los
creyentes; aquí vemos que simboliza a Cristo mismo, pero es el propio Señor,
y no el pan, el que es «pan de vida» (Jn. 6:35).
Sin embargo, no hemos de desvalorizar el símbolo. El símbolo actúa como
un permanente recordatorio a nuestras almas del gran precio que ha sido
pagado por nuestro rescate. El símbolo tiene por finalidad «traer delante de
la visión de los que adoran» el misterio insondable de la cruz.
En el pasaje de Juan capítulo 6 Cristo no estaba instituyendo la cena del
Señor, lo cual sí hizo en otros pasajes, entre ellos el de Mt. 26:26-29.
Sobre este último Hendriksen destaca que a una cierta altura de la
celebración de la Pascua, el Señor instituyó la cena. «Al vincular
históricamente... la Pascua y la cena, Él «dejó en claro que lo que era esencial
en la primera no se perdió en la segunda.» La Pascua señalaba adelante hacia
este sacrificio; la cena del Señor señala hacia atrás, hacia Él.
Cuando Él dice «esto es mi cuerpo» el sentido original es «esto es mi morir
por la multitud».
También vale la pena señalar que el cuerpo y el pan eran claramente
distintos y así permanecieron. Ninguno se cambió al otro, ni tomó las
propiedades del otro. Por tanto, la interpretación literal pasa por alto el hecho
de que el Señor muy elocuentemente ha utilizado un lenguaje simbólico. En
cada caso en que esto ocurrió los oyentes interpretaron sus palabras
literalmente y en cada caso Cristo el Señor corrigió inmediatamente el error.
La cena del Señor tiene carácter eucarístico, lo cual quiere decir que
constituye la ocasión para dar gracias, para agradecer a Dios por la ofrenda
del cuerpo de Jesucristo en la cruz. El dar gracias y la adoración está limitado
a lo que Dios es, y a lo que ha hecho mediante el sacrificio y la obra redentora
de Cristo. El agradecimiento por otros bienes materiales o espirituales no
corresponde hacerlo en la cena.
4. ¿Es la cena del Señor un medio de gracia?
a) Al instituir la cena, el Señor bendijo a Dios y no a los símbolos.

457
En las narraciones de los Evangelios se utilizan diversos vocablos que
expresan el carácter de acción de gracias o de alabanza que tiene la cena.
Hamilton destaca que el sentido correcto es que el Señor bendijo a Dios
no a los símbolos. Bendijo a Dios, dándole alabanza. En Mt. 26:26-27 y en
Mr. 14:22-23 se utiliza el vocablo griego Eulogeo referencia al acto del Señor
respecto del pan, y se utiliza Eucharisteo con relación a la copa. Por su parte,
Lucas solamente utiliza Eucharisteo. El primer vocablo citado, Eulogeo,
significa alabar, reconocer la bondad de Dios. Enfatiza la alabanza. El otro,
Eucharisteo, pone énfasis en la acción de gracias. Los dos verbos tienen un
significado similar. Ninguno de esos términos del original griego comunica
el pensamiento de que el Señor haya impartido alguna bendición sobre los
símbolos. La bendición que menciona no se refiere a una bendición de la
copa sino a la gratitud a Dios.
b) Los elementos de pan y de vino no cambiaron su sustancia.
La exégesis es la que puede solucionar toda dificultad aquí. Con respecto
a la acción de gracias, en Mt. 26:26 y Mr. 14:22 se dice «y bendiciendo». En
Lc. 22:19, en cambio, al igual que en 1 Co. 11:24, dice «y habiendo dado
gracias». No se indica cuáles fueron las palabras para dar gracias.
Las dos expresiones significan lo mismo. Permite también entenderlo así
el hecho de que el mismo verbo se utiliza en Mt. 14:19, en la multiplicación
de los panes. Mirando al cielo, el Señor «bendijo» (así, literalmente). Juan
dice, en 6:11, «habiendo dado gracias»; por tanto, «bendijo» significa «dio
gracias».
Por nuestra parte, agregamos que si se pretendiera atribuir a la institución
de la cena del Señor un carácter sacramental, para decir que allí se produjo
la transustanciación, también obligaría a otorgar el mismo carácter
sacramental al pan de la alimentación de los cinco mil, lo cual nadie afirma.
El argumento es por tanto que el Señor bendijo los símbolos del pan y del
vino en el sentido de dar gracias a Dios por ellos, sin haberles conferido
mediante esta acción de gracias ningún sentido sacramental.
«El Señor no impartió una bendición sobre los elementos; Él dio gracias
por ellos» (Vine).
458
Lacueva, en la R77, traduce Mt. 26:26 así:
«... tomó Jesús el pan y, tras pronunciar la bendición, lo partió, lo dio...»
Y en Lc. 22:19:
«Y tomando el pan, dio gracias, lo partió...»
Cantera - Iglesias traducen así:
«... rezó la bendición...» (Mt. 26:26).
«... rezó la acción de gracias...» (Mc. 14:22).
En 1 Co. 11:24 leemos:
«y habiendo dado gracias...»
Esta acción de gracias no cambió la sustancia del pan. Es importante notar,
además, que en ninguno de los relatos se indican cuáles fueron las palabras
del Señor, lo que hubiera sido una omisión incomprensible de los
evangelistas y de Pablo si se hubiera tratado de una consagración.
Todo subraya el carácter que el Señor quiso dar a la cena. En 1 Co. 11:24-
25 leemos dos veces «en memoria de mí», más exactamente «haciendo
recordación consciente» de mí. No se trata, pues, de una repetición del
sacrificio del Señor; su carácter es eucarístico, es decir, de acción de gracias
por el sacrificio efectuado por Él, en bien de nosotros, en la cruz.
Queda claro el carácter memorial y no repetitivo del sacrificio de la cruz;
además, queda claro que no debemos pedir a Dios que bendiga el pan de la
cena del Señor, por cuanto la expresión que dice «y bendijo» (Mt. 26:26) no
tenía ese carácter, sino que significa que «dio gracias».
No se ve en las palabras del Señor ni en la enseñanza apostólica ningún
sentido sacramental en el pan o en la copa.
No hay vestigio alguno en el Nuevo Testamento de que en la cena del
Señor se hiciera ningún pedido, ninguna impetración ni por los vivos, ni
mucho menos por los muertos, lo cual está prohibido en las Escrituras.
Además, no hay mención alguna en la Escritura de que los símbolos fueran
objeto de adoración; los que han creído y son, por ello, salvos, participan de

459
los símbolos en la cena del Señor. Su participación solamente constituye un
medio de gracia «en la medida en que el creyente se deja llevar por el Espíritu
de Dios, quien toma de las cosas de Cristo, dándolas a conocer. Pero eso es
algo muy diferente de creer que el símbolo y el acto tengan virtud en sí
mismos para transmitir la gracia divina». Este aspecto tiene que ser
enfatizado.
Tiene que ser enfatizado que lo fundamental es la obra del Espíritu Santo
en los corazones, obra que se realiza en aquellos que responden en fe a la
palabra de Dios proclamada. En el Antiguo Testamento los profetas
constantemente fustigaron a aquellos que colocaban el énfasis sobre la acción
externa visible, sobre las ceremonias, y no sobre el corazón quebrantado y la
fe.
5. El Señor dijo «haced esto» y no «ofreced esto» ni «decid esto».
Un exegeta destaca agudamente que el Señor no ha dicho «esto ha venido
a ser o se ha transformado en», sentido que tienen sus vocablos griegos
correspondientes, según la clasificación de Strong, sino que empleó el
vocablo «ser» (es) con el significado «esto representa o significa»;
literalmente «es un signo de».
«Esto» se refiere al pan que el Señor tenía en sus manos, y la expresión
«por vosotros» deja claro que su cuerpo era ofrecido por otros, por los
discípulos. La expresión «esto es mi cuerpo» no significa identidad sino
representación.
El Señor aclara el sentido de la cena, porque añade enseguida:
«…esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en
memoria de mí».
«Haced esto» es una ordenanza, una institución perpetua. «En memoria de
mí», indica «para recordarme», y así deja claro que se trata del cuadro vivo
de Cristo y de su obra.
Notemos que en 1 Co. 11:26 Pablo no dice «la muerte del Señor repetís o
actualizáis, o realizáis otra vez», sino que dice «la muerte del Señor
anunciáis…». Notemos además que esto no implica un memorial de un

460
hombre muerto, sino un memorial del que vive, que fue muerto por nosotros
y que resucitó para no morir jamás.
Aquel creyente que viene a la mesa del Señor «declara no sólo que cree
que Cristo murió para pagar por los pecados de su pueblo, sino que además
cree que Cristo vive y que su muerte tiene significación por todas las edades».
Se anuncia, se predica, se proclama, mediante esta celebración, el mérito
infinito y la eficacia eterna del único sacrificio del Calvario. La cena fue
instituida para recordar a la persona dc Cristo y para proclamar su muerte.
Así, cuando el creyente participa dc la cena, es llamado, por medio dc los
símbolos, a recordar los fundamentos esenciales dc la fe; que Jesucristo es el
Hijo de Dios, que nos amó y se entregó por nosotros (Gá. 2:20), que su sangre
nos limpia de todo pecado (1 Jn. 1:9); que se levantó dc la tumba por el
glorioso poder del Padre (Ro. 6:4), que ahora está entronizado en los cielos
como único sumo sacerdote de su pueblo, que desde allí vendrá para
tomarnos a Él.
V - LA PRESENCIA DEL SEÑOR
1. La promesa a los que se congregan en su nombre.
El ejercicio de la fe se requiere cuando, al participar dc los símbolos dc la
cena, podemos recordar su bendita promesa dc que «donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18:20).
Es fundamental discernir que el Señor está presente por comunicación
espiritual y no porque los elementos materiales experimenten una
transustanciación que es ajena a la Escritura.
No se trata de su presencia en el pan sino su presencia espiritual en medio
de su pueblo. La presencia espiritual es una presencia real. Esta presencia de
Él es lo que importa, porque «si Él no está presente no hay verdadera
conmemoración».
No menos importante es discernir que la cena del Señor constituye un acto
que celebra un triunfo y que no rememora a un muerto. Jesucristo sacó a la
luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio.

461
La cena del Señor celebra nuestra relación con Dios. Esto es fundamental,
porque implica que, pase lo que pasare con nosotros o con nuestras
circunstancias, la relación que ahora tenemos con Dios es eterna,
indestructible. Estamos unidos a Cristo y lo estamos para siempre.
2. El carácter festivo de la cena.
La mesa del Señor tiene un carácter festivo y no necrológico; celebra el
triunfo de Cristo sobre todo enemigo de Dios y del hombre redimido. No se
evoca a un Señor distante sino a un Cristo presente por su Espíritu, que, al
mismo tiempo, está sentado, entronizado (Ro. 8:34).
Jesucristo no era para la Iglesia apostólica un muerto, sino el Kyrios, el
Señor eternamente viviente. No lloramos a un Cristo ausente, porque no lo
está. El rompimiento del pan celebra un triunfo, a un Señor viviente y
presente. Porque está presente rodeamos a la gran cabeza de la iglesia y le
adoramos.
3. La satisfacción del Padre.
Al adorar, meditamos no solamente en lo que nosotros hemos recibido por
medio de la muerte de Cristo, sino principalmente en lo que Dios mismo ha
recibido. En la cruz la santidad y el honor de Dios han recibido satisfacción;
su justicia ha sido vindicada, y Cristo ha restaurado al Padre la obediencia y
consagración que nosotros le debíamos.
En la cena el creyente rinde culto de adoración a Dios; la adoración es el
sacrificio espiritual más elevado que puede ofrecer a Dios.
4. La cena tiene también un carácter escatológico.
Esta celebración anticipa una consumación profundamente anhelada por
el Señor (1 Co. 11:26). Es sobre todo una fiesta recordatoria, «en cuanto a la
persona del Señor, quien se entregó a sí mismo por nosotros, pero también
sirve para proclamar su muerte como hecho central de la vida de la iglesia
toda. Simboliza nuestra comunión o participación en todo el significado de
su muerte; ilustra la unidad de toda la iglesia universal en Cristo», y anticipa
su segunda venida, en persona, para buscar a su iglesia.

462
La cena tiene en este sentido un carácter profético. Hacemos esto «hasta
que venga» (1 Co. 11:26). Este mirar hacia adelante a su segunda venida, al
significado profético del acto, aumenta la solemnidad con la que el apóstol
quiso investirlo La cena que, desde un punto de vista, es un memorial, es,
desde otro punto de vista, un acto anticipatorio de un hecho glorioso. Mira
hacia atrás y hacia adelante. Mira hacia la cruz y anticipa el Reino futuro. La
cena constituye así una acción profética, «hasta que él venga», en su segunda
venida. Este gran acontecimiento del futuro está vinculado, en la cena, con
el gran evento del pasado. Así, la cena apunta a su muerte, a su resurrección
y a su vuelta otra vez.
La Pascua conmemoraba la liberación de Egipto y era también una
predicción de la venida y muerte del cordero de Dios; así, la cena es a la vez
la conmemoración de la persona de Cristo, la proclamación de su muerte y
el anuncio de su segunda venida en gloria (Lc. 22:16).
VI - LA CENA DEL SEÑOR REMEMORA EL ESTABLECIMIENTO
DE UN NUEVO PACTO
1. Concepto de Pacto.
El Señor dice: i
«porque esto es mi sangre del Nuevo Pacto, que por muchos es
derramada, para remisión de los pecados» (Mt. 26:28).
En general un pacto es un acuerdo o convenio celebrado entre dos partes,
que caracteriza ciertos beneficios, obligándose las dos partes a cumplir las
obligaciones estipuladas; los pactos se ratificaban de maneras diversas; una
de ellas fue el arco iris; otra, el derramamiento de sangre de víctimas (Gn.
15:9-18; Éx. 24:6-8). La sangre sella el compromiso, lo garantiza. En el
Antiguo Testamento se utiliza el vocablo hebreo Berit, que parece provenir
de una raíz semítica que significa «atar», por cuanto se subraya que lo
acordado obligaba a las partes como una atadura inalterable y permanente.
En la LXX el vocablo hebreo citado fue traducido 270 veces con el griego
Diatheke.
En Éx. 24:8 leemos:

463
«... (dijo Moisés) he aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con
vosotros...»
Así, un pacto bíblico es una declaración expresa del propósito de Dios, que
implica el compromiso de Dios, bajo juramento, de que ha de cumplir lo que
ha prometido.
La idea básica es que Dios está dispuesto a actuar para dar paz a su pueblo;
la sangre constituía el signo de compromiso de Dios; es un anuncio divino
de la voluntad de Dios para bendecir a su pueblo. Dios se da a ellos sin
reservas y ellos, a su vez, se entregan sin reservas así mismo a Dios, y le
pertenecen. Son su «especial tesoro» (Éx. 19:5). Dios dice «me seréis por
pueblo, y yo seré a vosotros por Dios» (Je. 11:4).
El Antiguo Testamento indica que hay varios pactos; el más importante de
ellos es el de Dios con Abraham, aun cuando no carecen de importancia el
davídico y el noético (Génesis 9). Esos pactos revelan que, a través de
circunstancias históricas distintas, Dios actúa teniendo en vista como
objetivo supremo el cumplimiento de un propósito de gracia ya determinado
en Cristo desde antes de la fundación del mundo.
La ley, que es introducida en el Sinaí con posterioridad al pacto
abrahámico, no fue algo añadido al pacto, sino que tuvo un carácter
subordinado. La ley, con sus demandas de cumplimiento riguroso, no tuvo
como propósito constituir un camino de salvación sino el de conducir hacia
Cristo.
El pacto del Sinaí presenta precisamente un agudo contraste con los pactos
de gracia, puesto que Dios exige condiciones y el hombre se obliga a
cumplirlas. Los israelitas aceptan las condiciones, cuando dicen
temerariamente, en Éx. 19:8 y 24:3:
«Y todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha
dicho, haremos» (Éx. 19:8).
«Y Moisés vino y contó al pueblo todas las Palabras de Jehová, y todas
las leyes; y todo el pueblo respondió a una voz, y dijo: Haremos todas
las Palabras que Jehová ha dicho» (Éx. 24:3).

464
En la antigüedad, los pactos se inauguraban mediante la ofrenda de
sacrificios. Aquí en Éxodo 24 los israelitas vienen a ser el pueblo de Dios;
vienen a estar en una relación especial con Él.
El pacto legal estaba basado en las obras, y el nuevo pacto encuentra su
fundamento en la gracia. No tratamos aquí en detalle la antítesis entre la fe y
las obras, pero el punto tiene que ser señalado, porque es fundamental.
Pablo enseña reiteradamente que la ley tenía una finalidad disciplinaria y
docente. Ponía al descubierto el pecado y revelaba así la incapacidad total
del hombre para cumplir con la exigencia divina. La ley no desplazaba ni
complementaba el pacto de gracia; cumplió su misión al señalar hacia uno
que cumpliría en su persona y en su obra el gran propósito eterno de Dios
para el hombre.
Los israelitas atribuyeron a la ley un propósito que no tenía, y como
consecuencia se sintieron con privilegios en relación con los demás pueblos,
y procuraron establecer «su propia justicia». Cupo a los apóstoles y
discípulos mostrar al mundo judío y gentil que el Evangelio traía a todos una
nueva justicia, la justicia de Dios en el Evangelio, esta justicia que ha
provisto un sacrificio expiatorio en Cristo, y puede ser recibida por la fe.
La profecía de Jeremías abre el camino de la esperanza, porque habla de
un pacto futuro, cuando Dios daría su ley, la escribiría en el corazón de los
suyos (31:33). Ezequiel habla de un corazón nuevo y de un «espíritu nuevo»
(36:26). Estas profecías se cumplen en Cristo. Mediante la expiación quita el
pecado (He 9:26) y mediante su ascensión envía el Espíritu Santo (Hch.
2:33).
2. El pacto está ligado a la sangre.
El vínculo entre el pacto y la sangre en el Antiguo Testamento aparece en
Éx. 24:8; en el Nuevo Testamento el propio Señor lo establece en Mt. 26:28.
Además, en He. 13:20 vemos el mismo vínculo, cuando se habla de «la
sangre del pacto eterno». Se trata de una expresión preñada de significado.
Éste es el único lugar en el Nuevo Testamento donde el «Pacto» se llama
«eterno». El pacto de gracia era inmutable y, por tanto, eterno.
El sacrificio de Cristo es el que inaugura el Nuevo Pacto.
465
La sangre de Cristo, su preciosa sangre, es la energía vital mediante la cual
Él consumó su obra. Así, cuando fue levantado de los muertos, el poder de
su vida ofrecida por el mundo fue, por decirlo así, la atmósfera que lo rodeó
cuando se levantó triunfalmente.
La mención de su sangre en relación con el pacto eterno subraya que su
resurrección es la demostración de que no murió como un pecador condenado
sino que el sacrificio que hizo de sí mismo fue aceptado, y que el nuevo pacto
ha sido establecido sobre la base de su sacrificio.
3. La gracia brilla en este pacto.
Sobre este punto del nuevo pacto, el Nuevo Testamento interlineal arroja
una luz muy interesante, pues aclara que se utiliza un vocablo griego que no
implica un convenio bilateral, pactado con otro (lo que requeriría el uso de
Synthéke), sino que se trata del vocablo Diathéke, que implica que sólo Dios
es el que pacta, y sólo el hombre es el beneficiario. El pacto se formaliza
mediante la sangre de la víctima.
En el griego secular Diatheke significaba claramente «testamento»,
indicando la disposición de la última voluntad. Pero el uso en el Nuevo
Testamento favorece en casi todos los casos la traducción «pacto» y no
testamento.
Este pacto es nuevo con relación al mosaico, que fue ratificado por la
sangre de animales. En cambio, el Nuevo ha sido ratificado por la sangre del
eterno Hijo de Dios. El pacto fue contratado entre el Padre y el Hijo, no entre
Jesús y nosotros, pues somos beneficiarios, no co-autores del pacto.
El concepto central de la carta a los Hebreos es el del «nuevo pacto». Este
nuevo reemplaza al antiguo, que había sido dado en el Sinaí (He. 9:20). Trae
el don de Salvación, que está garantizada. Su sangre, entonces, es la sangre
del pacto (He. 10:29; Éx. 24:8).
Cuando el Señor utiliza en Mt. 26:28 y otros pasajes el vocablo Diatheke,
no hay la idea de una última voluntad y de testamento. Es la idea de pacto la
que sobresale, porque «expresa la voluntad salvadora de Dios, que constituye
su propósito y que asegura su validez». Así pasamos de la profecía, en el
Antiguo Testamento, a su cumplimiento, en el Nuevo Testamento. «El pacto
466
(Diatheke) es la disposición de Dios, la declaración de su soberana voluntad
en la historia, por el cual Él establece la relación entre sí mismo y nosotros,
según su propósito salvador, este pacto tiene la autoridad de lo que está
ordenado divinamente».
Este nuevo pacto no ha de fracasar. Éste es uno de los puntos que trata el
autor a los Hebreos, al referirse al Sumo Sacerdocio de Cristo. La
designación del Hijo como sacerdote se ha hecho mediante juramento (He.
7:21). «Los otros ciertamente sin juramento fueron hechos sacerdotes; pero
éste, con el juramento del que le dijo:
Juró el Señor, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según
el orden de Melquisedec.»
Este argumento del juramento de Dios sirve de plataforma al escritor para
decir en He. 7:22: «Por tanto, Jesús es hecho fiador de un mejor pacto». El
nombre humano de nuestro Señor aparece aquí. «Jesús» ha sido exaltado a la
diestra de Dios, donde ha sido establecido como Rey y Sacerdote. Él
garantiza la salvación. Mediante su sacerdocio celestial el Señor Jesucristo
cumple los requerimientos del pacto.
Dos aspectos deben señalarse:
a) Un fiador es uno que garantiza que algo será hecho. Pero aquí el Cristo
ascendido, como fiador, da testimonio de que algo es; garantiza algo que ya
está presente, aunque aún no se vea.
b) No se dice aquí, a nuestro entender, que Cristo sea un fiador de los
hombres hacia Dios, sino que el énfasis se pone en que es fiador de un pacto
de Dios con el hombre. Este pacto no puede fracasar, porque no depende,
como el del Sinaí, de que el hombre cumpla su parte. En este pacto el único
que se compromete es Dios.
El nuevo pacto es válido porque la muerte de Cristo garantiza todas sus
condiciones.
Lo fundamental ¿qué es? Lo fundamental es que este juramento
compromete a Dios. Sólo con reverencia podemos hablar así. Pero el Señor
ha querido comprometerse para que no vacilemos, sino para que confiemos.

467
Esto significa que el destino eterno del alma, y el acceso del creyente al
Trono están asegurados, no por lo que somos, ni por lo que hacemos, sino
por el compromiso irrevocable de Dios.
La cena del Señor rememora este pacto. Las ideas bíblicas que hemos visto
asociadas con él, todas grandes, deben ser también materia de nuestra
meditación y de nuestro mensaje, cuando participamos de la cena. «Lo que
Dios garantiza por medio del juramento, Cristo lo asegura como fiador del
Nuevo Pacto». Esto es gracia, y gracia infinita.
VII - LA CENA DEL SEÑOR ES UN CULTO DE ALABANZA Y
ADORACIÓN
La cena del Señor, conforme indican las Escrituras del Nuevo Testamento,
no repite el sacrificio de Cristo, pero lo anuncia. La cena en sí no transmite
vida eterna, como intentan decir los ritualistas. El pan y el vino son símbolos
representativos, conmemorativos, y así deben ser considerados.
Que la cena sea un recordatorio es además importante desde el punto de
vista doctrinal, porque sólo aquella persona que ya ha recibido a Cristo por
la fe como Salvador puede recordarle, es decir, «puede volver su
pensamiento al Amado meditando especialmente en el acto de su entrega
vicaria en la cruz».
No se trata de ninguna manera de que, por participar de la cena del Señor,
una persona reciba la salvación. El creyente participa de la cena porque es
salvo, y no para serlo. Lo mismo ocurre con el bautismo por inmersión en
agua: «los que recibieron (primero) su palabra fueron bautizados» (Hch.
2:41).
El bautismo por el agua es la proclamación pública de la relación espiritual
interior con Cristo que el creyente ha obtenido antes del bautismo.
La cena rememora el sacrificio de Cristo, pero de ninguna manera lo repite
ni lo actualiza.
Lo esencial no es repetir la expresión «esto es mi cuerpo» sino subrayar al
mismo tiempo que Él dijo «haced esto en memoria de mí»; esto equivale a
«reuníos y partid el pan y el vino entre vosotros».

468
Tampoco se nos ha ordenado que levantemos los símbolos para la
adoración de los fieles. Este ritual es idolátrico y por tanto está en contra de
las Escrituras.
En He. 9:26 leemos que Cristo «...se presentó una vez para siempre por el
sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado».
«Se presentó», indica una expresión vigorosa; no de una persona que obra
por timidez, sino de uno que se aproxima a su obra consciente de su
capacidad infinita para cumplir su tarea hasta lo sumo, de manera que jamás
fuese necesaria repetición.
Se presentó en la cruz «para quitar de en medio el pecado», es decir, para
eliminar todo aquello que se opone a Dios en nosotros. Su presentarse fue
«por el sacrificio de sí mismo».
Queda claro otra vez que la cena constituye un sacrificio espiritual del
creyente como sacerdote. Pero esto no quiere decir que en la cena exista
ningún vestigio de sacrificio redentor ni en la acción de dar gracias, o de
comer o de beber.
Hay que subrayar que el de Cristo es un sacrificio de eficacia eterna. En
ninguna parte del Nuevo Testamento hallamos ninguna idea que enseñe que
Él se esté ofreciendo eternamente a sí mismo en el cielo ni de que pueda ser
ofrecido nuevamente en la tierra; esto estaría en contra de la enseñanza
enfática de todo el Nuevo Testamento. Lo que sí asegura la Escritura es que
el Señor aparece eternamente en el cielo por su pueblo sobre la base del
«sacrificio de sí mismo» presentado y aceptado «una vez para siempre».
El Señor entró por su propia sangre en la presencia de Dios, como Sumo
Sacerdote de su pueblo, redimido por sangre. El carácter santo de su persona
y el mérito infinito de su ofrenda llenaron la gloria de perfume cuando Él
entró por el sacrificio de sí mismo.
Cuando el escritor a los Hebreos añade, en He. 10:9-10, «... quita lo
primero, para establecer esto último. En esa voluntad somos santificados
mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre»,
está otra vez poniendo énfasis en la singularidad del sacrificio de Jesucristo,
y declarando al mismo tiempo que después de ése «no habrá otro; ése fue el
469
último sacrificio; no se le añade ni se le puede disminuir». Dios «quita lo
primero», la ley de los sacrificios, «para establecer esto último», el sacrificio
de su Hijo.
La presentación de la vida de nuestro Señor a Dios fue un sacrificio tan
pleno que no es posible ni necesaria ninguna repetición; fue ofrecido «una
vez para siempre». «La santificación que su pueblo recibe en consecuencia
es su purificación interior del pecado y su preparación para estar en la
presencia de Dios... Es una santificación que ha tenido lugar una vez para
siempre; en este sentido es tan irrepetible como el sacrificio que la efectúa».
Aquí la obra de santificación se refiere al acto de Dios por el cual Él coloca
al pecador que cree en el estado de una persona salva, con todas las
bendiciones y la capacitación que acompaña a ese acto. El tiempo verbal
muestra en la manera más fuerte posible el estado permanente y continuo de
salvación al cual el creyente es traído y en el cual vive.
Toda bendición está disponible para la fe. Toda bendición procede de la
cruz, de la obra de Cristo definitivamente terminada. Todo está consumado.
Todo se debe a la eficacia infinita de una sola ofrenda como consecuencia
del único sacrificio que Cristo consumó; Él está entronizado y seguro de su
completa victoria.
Que el Señor haya hecho «perfectos para siempre a los santificados»
significa que Él ha logrado colocar, en forma continua, permanente, en
relación correcta con Dios, a todos aquellos a los cuales su sacrificio les ha
limpiado sus pecados y los ha dedicado como pueblo de Dios, santificado. El
acto redentor de Cristo es en sí mismo totalmente suficiente, absolutamente
final.
El autor a los Hebreos está expresando, pues, otro de los grandes alcances
del sacrificio de Cristo. Su eficacia gloriosa reside en que purifica finalmente
a los suyos y, al purificarlos, los consagra para Dios.
La cena del Señor no es una ocasión para hacer ningún tipo de peticiones
en oración, ni para dar gracias a Dios por los bienes recibidos durante la
semana precedente, lo cual debe hacerse en otras ocasiones.

470
La mesa del Señor es una reunión de alabanza y adoración, principalmente
para expresar a Dios nuestra gratitud por lo que hemos encontrado en Cristo.
Le alabamos y adoramos porque su Hijo tomó un cuerpo para hacerlo una
ofrenda por el pecado del mundo.
Meditamos en las Escrituras que revelan que el Hijo de Dios ha obrado
nuestra redención sin menoscabo para el honor del Padre, y por esto también
le alabamos. Al recordar así la gran obra de Dios en Cristo, nuestro corazón
renueva su entrega total al Señor que nos rescató. «Las alabanzas y las
acciones de gracias y el hacer mención de los atributos de Dios y de sus obras
constituyen lo que es adoración». Adorar «en verdad», es adorarle según la
revelación que Dios ha dado de sí mismo.
Alabamos y adoramos a Dios por la profundidad de su gracia, por el lugar
que nos ha dado en Cristo, por la manera gloriosa en que sus atributos de
santidad y justicia han brillado en la cruz y en la tumba vacía.
Sí, la nota saliente de la cena es la alabanza y la adoración por la naturaleza
del ser de Dios, como se aprecia en la persona y en la obra de Cristo.
2. Constituye una proclamación de la muerte del Señor, y esto nos
recuerda su gran amor.
Cada domingo, por disposición de Dios, recordamos al Señor y al hecho
central de la cruz. En la cruz las demandas de la santidad de Dios han
quedado satisfechas, y ésta es la fuente de consolación para nuestras almas.
No deberíamos perder de vista que nuestras almas necesitan ser
consoladas, también cuando venimos a reunimos para partir el pan. La fuente
de consolación, la más grande de todas, es refugiamos en el gran amor con
que hemos sido amados, y con que somos amados, eternamente. Hay grandes
himnos que han surgido del corazón de hermanos que se han sentido
envueltos en el gran amor de Cristo por su iglesia. Este punto fundamental
no puede faltar. No puede faltar porque la cruz es la expresión más elevada
del amor de Dios hacia todos los hombres, también hacia nosotros.
Hay que poner atención en 1 Co. 11:26:

471
«Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta
copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga».
Aquí se subraya que la celebración de la cena del Señor es un acto de
proclamación del evangelio. El vocablo «anunciáis» es el griego Katangello,
que indica «proclamar solemnemente». Como enseña Vine, «pone muy en
claro que la participación en la cena del Señor es una proclamación, un
anuncio (un evangelio) de la muerte del Señor».
«El acto de comer y beber proclama la importancia primordial de la muerte
del Señor. Todas las miradas se dirigen a los símbolos, que proclaman que
nuestra salvación depende únicamente de aquella muerte».
El autor sostiene, como opinión personal, que debido a ello es conveniente
que el pan y el vino no estén cubiertos durante la reunión en sí, porque es
hacia los símbolos que la mirada debe ser dirigida, para que el pensamiento
sea orientado hacia la persona que los símbolos representan.
La bendición se recibe por un acto de comprensión y de fe. En la cena se
simboliza la muerte violenta del Señor, pero también se reconoce, con
gratitud y asombro, el cumplimiento del designio de Dios en la muerte de su
Hijo (Hch. 2.22).
La cena constituye una proclamación de la muerte de Cristo. Muchos han
conocido al Señor asistiendo a esta fiesta. El autor de este libro comenzó su
contacto con una iglesia evangélica asistiendo únicamente a la cena del
Señor. Quedaron grabadas en su alma las palabras «La cruz sangrienta al
contemplar...»
No es correcto decir que en la cena del Señor nosotros presentamos a
Cristo, o a su sacrificio, al Padre. Nos presentamos a nosotros mismos.
Anunciamos, proclamamos la muerte del Señor. En palabra y en los
símbolos, la muerte de Cristo por los hombres es presentada delante de ellos.
La cena del Señor es una predicación, una proclamación de su muerte, hasta
que el Señor venga.
El sacrificio del Calvario tiene una importancia y una vigencia
extratemporal, «en la consumación de los siglos» (He. 9:26). Todas las
edades que precedieron al sacrificio del Calvario miraban hacia ese evento;
472
todas las que les siguieron miran atrás hacia él. Notemos que es hacia la cruz
y no hacia los símbolos de institución de la cena, ni mucho menos hacia
nuevos sacrificios, que se dirige nuestra atención. La cruz estuvo en vista en
el eterno consejo de Dios en el pasado; ella siempre está delante de Él, y
siempre lo estará, en las edades por venir.
La frase «en la consumación de los siglos» apunta el único gran momento
de la cruz, cuando fue ofrecido el único gran sacrificio que quitaría de en
medio el pecado.
En el discurso de Hch. 2:22-23, Pedro dice, refiriéndose a «Jesús
nazareno»;
«A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado
conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos,
crucificándole...»
La cruz estaba en el horizonte de Dios. La cruz no es un accidente de la
historia. Hubo en ella todo lo vil y lo degradado del mundo, cuando crucificó
al Señor de la gloria, pero la cruz es, por encima de todo, el despliegue de un
poder infinito, de un propósito inquebrantable, de un amor eterno en Dios.
Que este pensamiento quede en nuestra mente y en nuestro corazón cuando
participamos de la cena del Señor: que la cruz estaba en el horizonte de Dios.
Esto también es lo que la cena celebra.
La cena nos recuerda el gran amor con que hemos sido amados, y esto es
lo que despierta en nosotros la gratitud y la adoración a Dios.
Cuando la iglesia se congrega ante la mesa del Señor, alabando el
sacrificio del Calvario, la adoración sacerdotal de sus miembros se eleva
«hasta el santuario celestial, coronando así el privilegio del sacerdocio
general de la iglesia».

473
CAPÍTULO XXI
EL PRIVILEGIO DE OFRENDAR

(He. 13:16)

I – LA COMUNIÓN PRÁCTICA
También aquí aparece el lenguaje sacrificial.
El sacerdocio universal debe incluir este sacrificio espiritual. La Escritura
advierte que la alabanza de labios no es suficiente, porque agrega; «y de hacer
el bien, y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se
agrada Dios» (He. l3:16). Este es el segundo sacrificio espiritual. Es la
comunión práctica con los hermanos en necesidad. La ayuda aquí, no hay
duda, se refiere al hecho de compartir, con los hermanos que no pueden
recompensarnos, dones materiales, incluyendo dinero.
Pablo subraya, en un pasaje inmortal (2 Co. 8:1-10) varias características
de las ofrendas. Mencionaremos sólo dos:
1. (Procurad) «también sobresalir en esta gracia de dar» (2 Co. 8:7). El
hecho de dar es una gracia que Dios concede al dador.
2. «El año pasado vosotros fuisteis los primeros no solamente en dar sino
además en tener el deseo de hacerlo» (8:10).
Y así continúa en este pasaje que tiene su culminación en la gracia
suprema, en la ofrenda suprema, en la del que «se hizo pobre» para
«enriquecernos con su pobreza» (2 Co. 8:9). Éste es el alto nivel de la palabra
inspirada. Y éste era el nivel de la iglesia primitiva.
No hay reglas fijas en el Nuevo Testamento acerca de cuánto tenemos que
dar. Esto es así porque la ofrenda no es un mandamiento; es un privilegio, es
una gracia.
II - LA OFRENDA MISIONERA

474
La comunión práctica, tal como aparece en He. 13:15-16 no menciona
específicamente las ofrendas para la obra misionera. Pero es notable que al
final de la carta a los Filipenses el apóstol Pablo agradece una ofrenda que
había recibido; nuevamente aparece allí el lenguaje de los sacrificios, porque
dice: «he recibido de Epafrodito lo que enviasteis; olor fragante, sacrificio
acepto agradable a Dios» (Fil. 4:16-19).
Los filipenses habían enviado ofrendas a Pablo en varias ocasiones (Fi.
4:16-19).
Él dice «no que busque dádivas, sino que busco fruto que abunde en
vuestra cuenta». Éste es un término comercial, de la contabilidad. ¿Qué
significa?; que «el donativo era realmente una inversión en la cuenta de los
filipenses, una inversión que les producía crecidos y ricos dividendos».
Esto, y no el dinero en sí, era lo que interesaba a Pablo.
Toda la Escritura enseña que «lo que se da de corazón enriquece al dador».
«A Jehová presta el que da al pobre (Pr. 19:17).
Lo mejor que se puede decir de estas ofrendas es que Pablo las describe
en el lenguaje de los sacrificios, como «un olor fragante, un sacrificio
aceptable, agradable a Dios». Este «olor fragante es utilizado en la LXX del
aroma de los sacrificios levíticos».
Estas ofrendas que damos al Señor, cuando las damos a sus hijos, son «olor
de suave perfume», «una ofrenda presentada a Dios, grata y muy agradable
a él». Se puede hablar de «la grata fragancia de un sacrificio».
Pablo agrega en Fi. 4:19: «mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta
conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús».
Es decir, Dios retribuirá, y lo hará en una escala digna de su riqueza. Esto
se puede traducir «y mi Dios os dará gloriosamente todo lo que necesitáis,
según sus riquezas en Cristo Jesús». Es una riqueza, una fortuna infinita. Por
todo esto, uno de los sacrificios espirituales del sacerdote creyente es el
privilegio de ofrendar para la obra misionera, y el privilegio de ayudar a los
hermanos en necesidad. Las ofrendas misioneras son una respuesta a las

475
bendiciones espirituales que hemos recibido. Son depósitos en el banco del
cielo.
III - LA ENSEÑANZA PARA EL CREYENTE DEL NUEVO
TESTAMENTO
1. La «ayuda mutua» significa ayuda en bienes materiales, incluyendo
dinero, a hermanos en la fe, principalmente a aquellos que no pueden
recompensarnos.
2. El hecho de dar es una gracia. Todo aquello en que Dios nos permite
participar en su obra es una gracia de su parte.
3. Una norma que debe guiar nuestras ofrendas es que cada uno dé no
según lo que quisiere sino «según haya prosperado» (1 Co. 16:2).
4. La ayuda que damos a un hermano son ofrendas al Señor, que son para
Él como «la dulce fragancia de un sacrificio». Dios ha prometido retribuir al
oferente; y esto según la escala de bendiciones dignas de la riqueza divina.
«Dios dará gloriosamente todo lo que necesitáis, según sus riquezas en Cristo
Jesús». La enseñanza clara de la Escritura es que la ofrenda enriquece al
dador. Los hermanos no pueden devolver, pero Dios devuelve por ellos.
5. ¿Qué es ofrendar? Es hacer un pago parcial de la deuda de amor que
tenemos con el Señor. Nuestras ofrendas al Señor, cuando las damos a sus
hijos, son una respuesta a las bendiciones que hemos recibido de quien es
realmente el dueño de todo.
6. Todo creyente debe ofrendar:
a) Regularmente.
b) Alegremente.
c) Calladamente.
d) Sacrificadamente.
7. ¿Estamos ofrendando individualmente a la obra misionera, todos los
meses? Nuestra congregación, ¿lo está haciendo?

476
¿Sabemos qué cosa es ofrendar para el sostén de los hogares de niños y de
ancianos, de las escuelas evangélicas, de la obra de literatura, de la obra radial
y televisiva?
8. Otra vez nos preguntamos: ¿Qué es ofrendar? Las ofrendas son una
gracia que Dios concede al dador (2 Co. 8:1). Son el resultado de haberse
uno entregado primeramente al Señor (2 Co. 8:5). Así mismo, son un
depósito en el banco del cielo, que no olvida la retribución, porque Dios no
es deudor de nadie.
Pero el punto más elevado es que las ofrendas no son una cuestión de
caridad o de beneficencia, sino que tienen un carácter sacerdotal. Éste es el
modelo de la Sagrada Escritura. La ofrenda, en cualquiera de sus formas, es
un privilegio; y es un privilegio sacerdotal. También para ofrendar todo
creyente es un sacerdote.

477
CAPÍTULO XXII
EL SACRIFICIO ESPIRITUAL
DE INTERCESIÓN

I – UNA FUNCIÓN TÍPICA DEL SACERDOTE


Lo que caracteriza al sacerdote es su libre acceso a Dios. Por eso puede
interceder.
Esta tarea es fundamental en el sacerdocio del cristiano. El sacerdocio es
universal porque todo creyente puede interceder (He. 4:14-16 y 10:19-22).
¿Qué es interceder, según las Escrituras? Significa tratar con Dios con
relación a otra persona. Esto ya es en sí un gran privilegio que caracteriza al
sacerdote, porque el creyente, como sacerdote, goza de libre entrada a la
presencia de Dios.
El vocablo «interceder» es traducción del hebreo Palal, que en un sentido
positivo significaba «asaltar con peticiones»; cuando este ruego era hecho en
favor de otro, su sentido era «interceder». El sentido es el de aproximarse a
Dios, buscando la presencia de Él, una audiencia con Dios en favor de otro.
El apóstol Pablo exhortaba a los efesios: «Orando en todo tiempo, con toda
oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y
súplica por todos los santos; y por mí, a fin de que me sea dada palabra para
dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio» (Ef. 6:18-19).
Hay que subrayar los cuatro «todos» de Ef. 6:18, sugestivos de la
intensidad, el fervor, la insistencia y la universalidad que debe caracterizar a
la oración.
Varios otros aspectos tienen que ser destacados. En primer lugar, que la
oración es una cuestión de disciplina. «El poder en la oración se gana
mediante disciplina sistemática». En segundo lugar, que la verdadera oración
es «en el Espíritu» (v. 18), es decir, en la energía del Espíritu y como una
478
expresión de nuestra dependencia de Dios; ése debe ser uno de los resultados
más importantes del «don del Espíritu», esto es, que nuestra oración contenga
el espíritu de sumisión que caracterizó al propio Señor (Mt. 11:26), para que
la potencia de su vida resucitada se manifieste.
Aún otras lecciones surgen de este pasaje. Es que Pablo mismo, el gran
apóstol, estimula la oración intercesora. Pide oraciones «por todos los
santos» y por él mismo, que se encontraba en la prisión. Pero notemos que
este preso ilustre («preso en el Señor», Ef. 4:1), no pide por su liberación de
la cárcel; pide que los efesios intercedan por el gran ministerio de la Palabra
que tenía todavía por delante.
Lo que Pablo parece querer es «que al abrir mi boca tenga un mensaje, y
que lo pueda dar con valentía».
El creyente sacerdote del Nuevo Testamento considera a la oración como
lo que es, un privilegio concedido por Dios. Aun los pecados ajenos ya no
son objeto de crítica sino ocasión para una tarea de oración intercesora
amante».
El apóstol es consciente de que, aun en la predicación del evangelio, había
fuerzas que vencer. Una lección para nosotros es sin duda que no siempre
somos conscientes del conflicto espiritual que está involucrado en el servicio
a Dios. Muchas vidas cristianas se encuentran en la esterilidad porque ese
conflicto no es entendido ni encarado con «toda la armadura de Dios» (Ef.
6:11).
El reconocimiento de nuestro conflicto es esencial, y debe ir acompañado
por la encomendación de nosotros mismos y de nuestros asuntos a la
fidelidad de Dios. La intercesión significa repetir esa actitud, para
encomendar a nuestros hermanos y a los que no lo son a Dios misericordioso.
II - CRISTO, SUMO PONTÍFICE, SUMO SACERDOTE ÚNICO DE
SU PUEBLO
Nuestro propio acercamiento a Dios es posible porque el Señor Jesucristo
nos ha dado este acceso. El problema que impedía el acceso ha sido
arreglado. El velo que impedía la entrada ha sido rasgado por Él. ¿Qué
significa, en términos de nuestra actividad como sacerdotes, el hecho de la
479
cruz? Significa que el sacrificio de Cristo ha transformado completamente el
método para acercamos a Dios.
Cristo, como Sumo Sacerdote único y eterno, ejerce el ministerio de
presentar nuestras oraciones ante Dios. Este concepto aparece reiteradas
veces en la Escritura.
En He. 9:24-28 el autor inspirado subraya el carácter único, definitivo,
absolutamente eficaz, del sacrificio de Cristo. Presenta una escena grandiosa,
la más grande que se pueda contemplar. Pero además muestra, para el
regocijo del creyente, que Dios ha dado un lugar en esa escena a los que son
de Cristo. Esto es lo que aparece en He. 9:24:
«Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del
verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros
ante Dios.»
Sigamos los pasos del pensamiento aquí:
1. Cristo ha entrado «en el cielo mismo». Esto destaca la condición
infinitamente superior del santuario en que Él oficia. La referencia a la
entrada del sumo sacerdote israelita al Lugar Santísimo, en el Día de la
Expiación, es indudable; sólo ha cambiado el Sumo Sacerdote, que ahora es
eterno, y ha cambiado el carácter del santuario, porque el «santuario
verdadero» es el cielo mismo.
2. Ha entrado «para presentarse». Así se subraya la eficacia eterna del
sacrificio de la cruz. Se presenta Él mismo, no para repetir, ni tampoco para
«actualizar» su sacrificio, sino que se presenta en virtud de la eficacia eterna
del sacrificio de la cruz, hecho una vez, y que no admite repetición (He. 9:12;
10:10).
3. Él ha entrado para presentarse «ahora». Esto indica que el Sumo
Sacerdocio de Cristo, y la salvación que su sacerdocio asegura, constituyen
un bien eterno y de eficacia actual, «ahora». Desde el momento en que entró
como Sumo Sacerdote, ejerce sin discontinuidad su oficio glorioso.
4. Cristo ha entrado para presentarse ahora «por nosotros». Aquí aparece
Dios misericordioso haciendo participar a los que son suyos en la obra actual

480
de su amado Hijo. Aquí se destaca que los destinatarios de aquel sacrificio
son los hombres pecadores, y que los destinatarios de su sacerdocio son los
pecadores redimidos.
El aparece ahora «por nosotros». Se presenta ahora en la presencia de
Dios, no sólo en su propio nombre, sino también en nombre de otros, y estos
otros son pecadores redimidos.
5. Todo esto ocurre hoy «ante Dios». Ocurre ante el ser más sublime. Aquí
se destaca que, aunque nosotros estamos hoy sobre la tierra y no en el cielo
de Dios, Cristo está allí como nuestro representante. Ciertamente, es
imposible imaginar escena más grande, que muestra que tenemos un Gran
Sumo Sacerdote, que se presenta ante el Trono más elevado posible, sobre la
base del sacrificio más grande que se pueda imaginar, en una ofrenda de
eficacia actual y eterna, en bien del hombre pecador.
La finalidad de todo el ministerio sumosacerdotal de Cristo es lograr
acceso a la presencia de Dios y la aceptación del pecador allí; el pecador que
cree disfruta de este acceso (Ro. 5:2).
El autor inspirado presenta la aparición del Señor delante del Padre
haciendo un contraste con la aparición del Sumo Sacerdote en la oscuridad
del santuario, velado por la nube del incienso (Lv. 16:12-13). Pero ahora ya
no hay más nubes entre el hombre y Dios.
El concepto de que Cristo se presenta se registra en el original en un tiempo
verbal que indica un hecho definitivo, y que contiene la idea de una
comunicación entre el Hijo entronizado y el Padre; pero es una comunicación
que se refiere también a aquellos que Él representa. El oficio sacerdotal de
Jesucristo es un oficio representativo; es «por nosotros».
Este oficio asegura dos cosas. Asegura que el perdón es definitivo. En la
cruz Él ha obtenido «eterna redención» (He. 9:12). Pero además este Sumo
Sacerdocio es la base para el mantenimiento de la comunión con Dios. Así
como el Sumo Sacerdote de Israel portaba la sangre al Lugar Santísimo, así
Cristo ahora en la presencia del Padre, en razón de la eficacia eterna de la
sangre derramada en el Calvario.

481
Todo perdón, toda bendición, toda gracia, se nos otorga en unión con Él,
juntamente con Él (Ro. 8:32), porque al darnos a su Hijo, Dios no se ha
reservado nada. El oficio Sumosacerdotal de Cristo tiene como fundamento
el mérito infinito de su sacrificio.
¿Qué relación tiene esta gran enseñanza de la Escritura con nuestra
oración? Es que, conforme a He. 4:14-16 y He. 10:19-22, somos exhortados
a acercamos, y acercamos «al Trono de la gracia»; se trata de aproximarse al
centro de la soberanía y del amor de Dios. Se trata de acercarse a la sede del
poder omnipotente, a la fuente de la que emana todo bien, a la sede de la
suprema autoridad, en la tierra y en el cielo.
Para orar, y para adorar, nos acercamos «por medio de Él». ¿Qué significa?
Que somos dependientes de su mediación para ofrecer nuestra oración y
nuestra adoración, así como lo somos para obtener el perdón. Como nuestro
Sumo Sacerdote, Cristo es Ministro del Santuario (8:2). «Él nos encuentra a
la puerta del templo celestial; ponemos nuestra oración y nuestra alabanza en
sus manos, pan que Él, en la plenitud de su dignidad sacerdotal, la presente
para la aceptación por parte de Dios». Es por medio de Él que podemos
ofrecer estos sacrificios.
Los sacrificios espirituales del creyente son aceptados por Dios, y esto es
una prueba de su aceptación como sacerdote. Estos sacrificios son
«aceptables a Dios» por dos razones:
a) Porque constituyen la expresión de una devoción personal, elegida
libremente; la libertad del hombre constituye un bien altamente apreciado.
La Biblia habla de libertad. Cristo habla de libertad (Jn. 8:32).
b) Porque aquellos hombres que están ahora unidos a Cristo, presentan
estas oraciones por medio de Él.
La figura del Sumo Sacerdote aarónico no puede ser más expresiva.
Llevaba sobre su corazón y en sus hombros el nombre de las tribus de Israel.
La lección es grande. Cristo toma nuestras oraciones y las presenta delante
del trono. Se hace cargo de nuestras oraciones porque antes Él ha decidido
cargar con nosotros delante de Dios. La grande, la preciosa lección es que,

482
en Cristo, la preocupación de Dios ha venido a ser la iglesia, el hombre
redimido.
Cuando la Escritura dice en He. 9:24 que ha entrado «ahora» hace
referencia a una manifestación continuada, no interrrumpida, y cuando aclara
que es «por» nosotros utiliza la preposición «huper», que aquí significa «a
favor de nosotros».
El Sumo Sacerdocio de Cristo refiere todo lo nuestro a Dios.
Cristo se manifiesta ahora abiertamente, por nosotros, «delante del rostro de
Dios». En la revelación del Antiguo Testamento el pensamiento sobre «el
rostro de Dios» ocupa un lugar significativo, porque expresa la revelación de
su presencia. Para cada uno hoy, desanimado, y tal vez destruido
anímicamente por el pecado, amenazado por la enfermedad, angustiado por
la muerte de un ser, atormentado por la angustia, se pronuncia aquella
bendición sacerdotal, que refiere todo al rostro de Dios:
«El Señor te bendiga, y te guarde; el Señor haga resplandecer su rostro sobre
ti, y tenga de ti misericordia; el Señor alce sobre ti su rostro, y ponga en ti
paz» (Nm. 6:24-26).
Cristo se presenta, por nosotros, delante de Dios, porque, finalmente, todo
tiene que ser referido a Dios. Ahora, la presencia de Dios ha sido hecha
accesible a los roedores redimidos. Ésta es una de las mayores riquezas del
hombre, porque es la única que hace posible, para un pecador, la vida
espiritual. Esta riqueza nos es prevista en el Sumo Sacerdocio de Cristo.
Esto presenta un contraste marcado con el mundo incrédulo. Los hombres
están acostumbrados a referir todo a Dios en la hora de la muerte, pero el
creyente en Jesucristo es guiado por la Palabra revelada a referir todo, aun
ahora, al cuidado y a la provisión del Dios eterno.
Hoy, nuestro acercamiento a Dios es posible porque «... ahora, en la
consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio
de sí mismo para quitar de en medio el pecado» (9:26). La revelación no
puede ser más terminante. El acercamiento es posible porque lo que ha sido
quitado mediante el sacrificio de Cristo es aquello que se opone a Dios, en
nosotros.
483
III - LA ENSEÑANZA PARA EL SACERDOTE CRISTIANO
1. Lo que caracteriza al sacerdote es su libre acceso a Dios. Interceder
significa tratar con Dios con relación a otro.
2. Hay un ministerio de oración para cada creyente. Todo creyente lo debe
encarar, como parte esencial de su sacerdocio. ¿Tenemos una lista de
oración? ¿Oramos por los débiles siervos de Dios?
3. En ese ministerio todo creyente debe sostenerse por la visión, que da la
Sagrada Escritura, de que Cristo ejerce el ministerio de presentar nuestras
oraciones ante Dios. El mismo Sumo Sacerdocio de Cristo, en su función
intercesora, es el que nos permite permanecer delante de Dios a pesar de
nuestras caídas, y en medio de nuestras caídas. La garantía para esta tarea
sacerdotal no está en nosotros, ni en nuestra supuesta fidelidad, sino que está
en su sacrificio y en su sacerdocio.
4. ¿Tenemos, como tenía el Sumo Sacerdote de Israel, el nombre de los
hermanos sobre nuestro corazón?
Nuestro ministerio como sacerdotes intercesores significa:
a) Identificamos con Cristo como intercesor.
b) Llevar sobre el corazón al pueblo de Dios. Sufrir, alegramos, con sus
penas y con sus alegrías.
c) Orar por los que no oran, orar por los que no saben orar.
5. Cada creyente es hoy el objeto de intercesión de Cristo.
Todos los redimidos pertenecen al Señor, pero no todos están aprendiendo,
en igual medida, la plenitud del amor de Cristo. Algunos lo siguen de cerca
y otros de lejos. Sin embargo, todos hemos sido cargados sobre sus hombros,
y, todos estamos igualmente en su corazón. Ésta es una gran revelación de la
Escritura. Ninguno merece este cuidado, pero todos lo necesitan.
6. El santuario al que el creyente es exhortado a acercarse es el cielo
mismo, la presencia de Dios. Puede acercarse porque el creyente presenta sus
oraciones por medio de su Sumo Sacerdote, Jesucristo, el Señor entronizado.
Cristo ha entrado allí, y es «por nosotros» que ha entrado (He. 9:24).

484
7. La aceptación que Dios hace de los sacrificios espirituales del creyente
constituyen una prueba de su aceptación como sacerdote. La oración
intercesora, lo mismo que la adoración, son una demostración de que el
creyente está llamado a vivir en el santuario. También para esto es sacerdote.
La intercesión es otro privilegio sacerdotal.

485
CAPÍTULO XXIII
LA PREDICACIÓN, UNA
FUNCIÓN SACERDOTAL

El cuarto sacrificio espiritual del creyente consiste en hacer el trabajo que


Israel no hizo, de iluminar a las naciones con la luz de Dios.
Notemos, en 1 Pe. 2:9, el vínculo entre el sacerdocio y la predicación del
Evangelio.
«Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa,
pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que
os llamó de las tinieblas a su luz admirable».
Este punto tiene que ver con el mensaje que el creyente sacerdote debe
dar. Como Él ha resplandecido en nuestros corazones, así el Señor que nos
rescató espera que nosotros lo revelemos a Él a las almas que están en la
oscuridad. Esto estaba tipificado en el candelero, en el Lugar Santo, y en el
Nuevo Testamento aparece como otro sacrificio espiritual.
Éste es un privilegio sacerdotal, que impone una obligación. Nosotros
somos responsables de dar a los hombres del mundo la respuesta a sus
problemas más profundos, «y nosotros somos los únicos que tenemos la
respuesta».
Pablo utiliza el lenguaje de los sacrificios cuando se refiere a su trabajo:
«... por la gracia que de Dios me es dada para ser ministro de Jesucristo a los
gentiles, ministrando el Evangelio de Dios, para que los gentiles le sean
ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Ro. 15:15-16).
La palabra «ministrar» de Ro. 15:16 es el griego Hierourgeo, que significa
«ministrar como sacerdote», «ministrar cosas santas»; Pablo lo utiliza para
referirse a su ministerio del Evangelio. El apóstol previene contra un uso

486
cúltico erróneo del vocablo porque enseña que el verdadero sacrificio,
santificado por el Espíritu, es la ofrenda de la vida en obediencia.
Así mismo, el vocablo «ofrendar», del griego Prosphorá, es una expresión
tomada del servicio sacerdotal del templo. Los gentiles mismos son el
sacrificio ofrecido por Pablo a Dios. Se trata de la presentación que los
gentiles hacen, de sí mismos, a Dios.
Esto subraya otra característica de un sacerdote; ser sacerdote significa ser
un hombre que tiene una misión.
Pablo utiliza una expresión mediante la cual ve su propio apostolado como
un servicio sacerdotal. Él es el ministro oferente; los gentiles son la oblación
del sacrificio, dirigida a Dios Padre por la mediación de Cristo, y santificada
por el Espíritu Santo.
Denney dice: «La ofrenda de la cual Pablo se concibe a sí mismo como
presentando a Dios es la iglesia gentil; y la función sacerdotal en ejercicio de
la cual esta ofrenda es hecha, es la predicación del Evangelio».
Todo creyente sacerdote debe ministrar el Evangelio. El concepto de
ministre del Evangelio (Ro. 15:16) está, pues, lleno de dignidad celestial;
pero se trata siempre de la dignidad de vaciarse de uno mismo, nunca de
engrandecerse.
Además, el creyente sacerdote debe ministrar a los santos; en un sentido
general, este ministerio se ejerce a través de los dones (ver Apéndice G).
En Nm. 6:27 leemos:
«Y pondrán mi nombre sobre los hijos de Israel, y yo los bendeciré.»
El acto de bendecir es equivalente a «poner el nombre de Dios» sobre
alguien. Somos un medio de bendición para otras almas. ¿Cómo? En la
medida en que las ayudamos a entrar en contacto con Dios. Éste es el objetivo
del ministerio de la palabra predicada o testificada: traer a los hombres a la
presencia de Dios.

487
REFLEXIONES

1. El sacerdote cristiano tiene que hacer el trabajo que Israel no hizo, de


iluminar a las naciones con la luz de Dios. Como sacerdote tiene la
responsabilidad de iluminar a incrédulos y a creyentes con la luz de Dios.
2. La luz no se lleva sin esfuerzo. «Sufre trabajos como fiel soldado»,
como labrador, como atleta. Esto significa obediencia, trabajo, disciplina.
Para esto, para la obediencia, para el trabajo, para la disciplina, todo creyente
es un sacerdote.
3. El sacerdote creyente necesita que las almas de sus oyentes aprecien lo
que el Espíritu Santo quiere revelar; el Espíritu quiere revelar la gloria de la
cruz, la de Cristo como Señor victorioso, como Sacerdote, sentado en el
trono. La luz de Dios es al mismo tiempo alimento para el espíritu del
hombre, y así alimenta a otros. Esta tiene que ser la gran tarea del creyente
sacerdote: hacer que la gente vea a Cristo, como Él se revela en la Palabra.
4. La evangelización del mundo no es una idea moderna; es una idea de
Cristo el Señor. Su orden nunca ha sido anulada. Junto con el mandamiento
de ir, el Señor ha prometido su presencia: «He aquí estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Ser sacerdote significa tener una
misión, ser testigo del Cristo que está presente. El sacerdocio y la vocación
misionera, evangelizadora, son una sola cosa. El trabajo misionero es parte
integral del sacerdocio universal.

488
APÉNDICE G
LOS DONES ESPIRITUALES
CARACTERÍSTICAS GENERALES

(Ef. 4:7-11)
Buena parte del sacerdocio del creyente se manifiesta a través de los dones.
No es el propósito de este apéndice analizar cada uno de los dones, sino sus
características generales. En el pasaje de Ef. 4:7-11 Pablo enseña algo que
forma parte, indirectamente, de la doctrina bíblica del sacerdocio universal
de los creyentes.
I - TODO CREYENTE, HOMBRE O MUJER, TIENE ALGÚN DON
ESPIRITUAL
En Ef. 4:7 leemos:
«Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida
del don de Cristo.»
1. Estos dones se otorgan por gracia.
El vocablo original que se utiliza generalmente para «dones» es el griego
Charismata. Aunque dicho término no es utilizado en Ef. 4:7 (el que sí
aparece en Ro. 12:6 y en Co. 12:4), claramente es al concepto de la gracia
que capacita a lo que Pablo está haciendo referencia. Ayuda a entenderlo así
el hecho de que Pablo ha dicho con anterioridad: «...la gracia de Dios que me
fue dada» (3:2); ello con la finalidad de «anunciar entre los gentiles el
evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo» (3:8). Esta identificación
entre la misión especial de Pablo con el don de gracia ilustra nuestro pasaje
de Ef. 4:7. Por tanto, se aprecia que Pablo no habla allí, en Ef. 3:2, de gracia
como la actitud de Dios de pleno amor, favor inmerecido que caracteriza a la
salvación, sino que expresa ese amor en una forma concreta, en un don para
proclamar el evangelio.

489
Es conveniente distinguir tres vocablos griegos:
Charis, que se traduce «gracia», es una de las grandes palabras de la Biblia.
Charisma, que se traduce «don»; el vocablo indica, pues, un don que
involucra la gracia de parte del dador que es Dios.
Charismata, indica el plural de Charisma. Por tanto es «dones».
Este último es el vocablo que frecuentemente se utiliza en el Nuevo
Testamento para hacer referencia a los dones espirituales.
También hay otro vocablo griego, Doma y su plural Domata, que también
se traduce «don» y «dones»; en Ef. 4:8 señala a las personas que el Señor ha
dado a la Iglesia, como don de Él. Doma destaca el carácter concreto del don,
más que su naturaleza benéfica.
Pablo expresa en Ro. 12:6:
«De modo que teniendo diferentes dones (Charismata), según la gracia
(Charis) que nos es dada...»
El uso de los vocablos es claro. La gracia que salva (Charis) es dada a todo
aquel que cree, pero lo que puede ser denominado la «gracia para el
servicio», es decir, los dones (Charismata), son otorgados en grado
diferenciado.
Así lo dice también Pedro: «...cada uno según el don (Charisma) que ha
recibido, minístrelo... según la gracia (Charis) que nos es dada» (1 Pe. 4:10).
La gracia de Ef. 4:7 es, pues, aquella que se relaciona con el ejercicio de
dones especiales para el servicio, y no la gracia para la vida diaria del
creyente. El contexto (Ef. 4:11-12) es uno de servicio, y no de la experiencia
cristiana.
Todo esto aparece vinculado estrechamente con el concepto de la unidad
de la iglesia. «La unidad de la iglesia es debida a la Charis, a la gracia de
Dios que nos ha reconciliado consigo mismo; pero la diversidad de la iglesia
es debida a la Charismata, los dones de Dios distribuidos a los miembros de
la iglesia».

490
Esto contribuye a la unidad en la iglesia. Ninguno puede invocar una mejor
posición que otro para su salvación porque ninguno puede invocar mérito
alguno. Todos somos salvos por el único gran sacrificio del Calvario. Y
ninguno puede sentirse superior a otro con relación a los dones porque
ninguno ha ganado sus dones. Los que tiene los ha recibido sólo por gracia.
Hay que destacar, como lo hace Trenchard, que el don del Espíritu es su
misma bendita persona, que se entrega al creyente como fuente de toda
verdadera vida y como potencial de todo servicio genuino. Los «dones» del
Espíritu surgen del Don, siendo «manifestaciones de poder que capacitan al
siervo de Dios para su variado ministerio».
¿Qué es lo que fue dado así, de gracia? Es la gracia que capacita. Así lo
reitera Pablo en 1 Co. 1:4, 5, 7: «Cristo Jesús, poique en todas las cosas
fuisteis enriquecidos en él... de tal manera que nada os falta en ningún don
(Charisma)».
2. El que distribuye los dones es el Señor de la iglesia.
Esa gracia se otorga «conforme a la medida del don de Cristo» (Ef. 4:7).
El concepto «el don de Cristo» no significa «el don que Cristo posee» sino
«el don que Cristo concede».
Todo es grande aquí. El don se otorga «en una medida digna de la riqueza
de Cristo». El significado categórico es que aquel don que cada creyente tiene
es determinado por la generosidad de Cristo. Una traducción alternativa es
«... la grandeza de este don habla de cuán generoso es Cristo cuando da».
Ciertamente, Él no solamente da de sus riquezas sino que da en conformidad
con sus riquezas, en una medida digna de su riqueza.
Otra vez brilla aquí la gracia, tanto por la calidad de los dones, que
proceden de la riqueza de Cristo, como por la amplitud con que el Señor los
otorga.
Por lo tanto, lo que Pablo destaca es que cada creyente ha recibido por lo
menos un don especial, que enriquece su espíritu. Este don proviene de una
fuente infinita, que es el mismo Señor. Así debemos valorar los dones, sean
propios o ajenos.

491
Lo que regula la distribución de los dones no es el mérito personal, ni la
capacitación previa, ni la elección personal. Lo que regula la asignación de
los dones es la voluntad del dador.
El don tiene una sola procedencia: se asigna conforme a la voluntad del
soberano Señor, se otorga, por tanto, a quien Él quiere. Y porque viene de
Él, el don tiene una sola medida; es la medida generosa del Señor.
3. El ejercicio de los dones y la unidad de la iglesia.
Al principio del capítulo 4 de Efesios Pablo ha comenzado a hablar de la
unidad la iglesia; en los vv. 4-6 señala los siete fundamentos de esa unidad.
En el v. 6 habla de Dios como el Padre de todos, que está sobre todos, y
por todos, y en todos.
En el v.7 se refiere a cada uno. Por tanto, pasa de «todos a cada uno»; pasa
de la unidad en cuanto a sus fundamentos a la unidad, dentro de la diversidad
que existe en la iglesia, en materia de dones.
La unidad de la Iglesia es consistente con la gran diversidad de dones,
porque la unidad no debe ser confundida con la uniformidad, ni con la
concentración de funciones en manos de pocas personas.
Hay, pues, una consecuencia fundamental de esto. Es la maravillosa
diversidad dentro de la diversidad que Pablo describe.
La unidad de la Iglesia no debe ser creada, sino «guardada» (Ef. 4:3). La
unidad ya existe, como obra divina; es «la unidad del Espíritu».
Aunque esos dones puedan parecer grandes o pequeños, todos son
igualmente el don de Cristo; todos son igualmente indispensables para la
unidad, para la edificación del cuerpo de Cristo. Cada uno en el lugar
asignado por Cristo completa la unidad.
4. Los dones son dados selectivamente.
Este concepto aparece en Ef. 4:11:
«Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelistas; a otros, pastores y maestros.»

492
La misma enseñanza aparece en 1 Co. 12:7-10. En este pasaje, el vocablo
«otros» significa uno distinto del otro.
La enseñanza de la Escritura es que no todos los creyentes reciben los
mismos dones, y además que algunos reciben un don en una medida diferente
a la de otro hermano.
5. Los dones capacitan.
Aquí nos preguntamos qué es un don.
Un don espiritual es una capacitación sobrenatural que Dios concede. No
se trata del aumento del talento natural, aunque no hay duda de que Dios
puede usar a estos talentos naturales.
El don es una «manifestación del Espíritu de Dios», sobrenatural. Tiene el
propósito de capacitar a quien lo recibe.
El don así recibido debe ser ejercido en dependencia del Espíritu Santo, y
en la forma y lugar que el Señor indique.
Con lo que hemos visto hasta aquí podemos indicar algunas características
de los dones, a saber:
a) Los dones espirituales son dados por el Señor Jesucristo. Otras
Escrituras enseñan que los dones están vinculados con la Santa Trinidad (1
Co. 12:4-6).
b) Los dones son dados:
i) Soberanamente, y no según la elección personal.
ii) Generosamente, según una riqueza infinita.
iii) Selectivamente, y no masivamente.
iv) Armoniosamente, para guardar la unidad del cuerpo de Cristo.
c) Los dones capacitan.
d) La iglesia local y los ancianos pueden reconocer los dones, pero no
pueden asignarlos.

493
e) El estudio bíblico es fundamental para ejercitar los dones, pero ningún
entrenamiento ni ninguna escuela asigna dones. Una iglesia o un creyente
formado escrituralmente dependerá del Espíritu de Dios para descubrir sus
dones y para desarrollarlos.
f) Así como nadie puede elegir los dones que ha de tener, así tampoco
puede elegir el lugar de ejercicio. Lo normal es que la asamblea local sea el
ámbito de ejercicio de los dones; en todo es necesario reconocer el señorío
de Cristo.
La unidad de la iglesia solamente puede ser guardada cuando los dones
son ejercidos en sumisión al Señor que los ha dado.
g) Esta gracia el Señor la concede a unos en mayor medida que a otros,
pero todos son el don de Cristo. Todos los creyentes reciben los dones de la
misma mano y con el mismo propósito.
¿Cuál es el propósito de los dones? No se asignan para la gratificación
personal, ni para la edificación personal. Los dones se otorgan para servir a
otros. Así lo dice la Escritura:
«... a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho»
(1 Co.l2:7).
Hay acuerdo entre los comentaristas en que el texto lleva implícita la idea
de «para provecho común», «para el bien común», para provecho de toda la
compañía de los santos.
La «manifestación» de que habla el texto no se refiere a la
«autoglorificación del poseedor del don» (Vine); no se trata de manifestar la
habilidad humana sino de la manifestación de la morada y del poder del
Espíritu Santo.
h) Pablo exhorta a su discípulo:
«No descuides el don que está en ti... ocúpate de estas cosas» (1 Ti.
4:14-15).
Es como si Pablo le dijera: «Timoteo, ocúpate, preocúpate». «En estas
cosas sé absorbido». «Tienes que poner en ellas todo tu corazón; envuélvete
completamente en este asunto del don».
494
i) El énfasis de la Escritura debe ser mantenido. El énfasis reside en «cada
uno» (Ef. 4:7; 1 Co. 12:7).
La consecuencia es que ningún creyente, por débil que parezca, puede ser
dejado de lado en materia de dones, porque ninguno ha sido dejado de lado
por el Señor.
A cada uno, a cada creyente, hombre o mujer, le ha sido dada la gracia
para desarrollar un don, para cumplir una tarea. Cada uno la recibe en la
proporción en que el dador ha querido darla, y cada uno la recibe para servir
y no para servirse de los dones.
II - LA ASCENSIÓN DE CRISTO AL TRONO NO QUIERE DECIR
QUE ÉL HAYA ABANDONADO A LA IGLESIA
1. El descenso del Señor «a las partes más bajas de la tierra».
En Ef. 4:8-9 leemos:
«Por lo cual dice: Subiendo a lo alto llevó cautiva la cautividad, y dio
dones a los hombres. Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también
había descendido primero a las partes más bajas de la tierra?»
No consideraremos, por exceder el campo de este apéndice, la expresión
que se refiere al descenso del Señor a «las partes más bajas de la tierra». El
estudio de este aspecto no hace a las reflexiones que continúa expresando
Pablo sobre los dones; además, ha dado lugar a puntos de vista diversos, que
sería largo exponer. El lector podrá encontrar una exposición de ese aspecto
en las obras sobre Efesios de Trenchard y Wickham, Hodge, Moule, Bruce,
Wuest, Ironside, Hendriksen, Lloyd-Jones, Stott, Kent y Matthew Henry.
2. El ascenso de Cristo.
a) La cita del Salmo 68:18.
El texto de Ef. 4:8 es una cita del Salmo 68:18, que formaba parte de las
lecturas en las sinagogas, en la fiesta de Pentecostés. El salmo describe al
Mesías triunfante que asciende al monte Sión, después de derrotar a sus
enemigos.

495
El apóstol Pablo ve varios aspectos en el salmo. En primer lugar ve que
Cristo asciende al cielo, después de haber descendido primero.
En segundo lugar Pablo ve que una multitud de prisioneros sigue al Mesías
en su procesión triunfal, y ve a muchos que lo aclaman. En tercer lugar Pablo
se ve a sí mismo entre los que aclaman al Mesías. En cuarto lugar, ve que el
Mesías otorga dones a muchos.
Aquí hay un asumo en el que los comentaristas difieren. El primer punto
de vista es sostenido por Stott y otros.
Stott piensa que la columna de cautivos son los principados y potestades
que Cristo ha derrotado, destronado y desarmado (Ef. 1:20-22; Col. 2:15).
Vine señala que probablemente la cita se refiera a la victoria de Cristo, por
medio de su muerte, sobré los poderes hostiles de las tinieblas. El segundo
punto de vista estima que los propios prisioneros son los que ahora reciben
dones. Hendriksen piensa que estos prisioneros estaban como encadenados
al carro triunfal; Foulkes ve a los que antes eran enemigos, como Pablo
mismo lo había sido, llevados «en triunfo en Cristo Jesús» (2 Co. 2:14), que
son ahora el don de Cristo a la iglesia.
Westcott hace el comentario de que la presencia de los cautivos implica la
victoria de Cristo sobre sus enemigos, y mucho más que eso, porque Él hace,
de aquellos que derrotó, ministros suyos a los hombres.
Por su parte, Hodge ve en los cautivos, o bien a los enemigos derrotados
como Satán, el pecado y la muerte, o bien al pueblo redimido por Cristo, y
sometido a Él por su gracia.
Entendemos que Pablo se refiere a los cautivos de Satanás y del pecado, y
que ahora participan del triunfo de Cristo y reciben dones de Él. Éstos son
los que están sentados con Él en lugares celestiales. A éstos, que constituyen
la iglesia, Él les da dones.
De toda la cita que hace, Pablo solamente comenta las expresiones
«ascendió» y «dio».
El salmo dice «tomaste dones para los hombres, y también para los
rebeldes (Sal. 68:18), Es fundamental, como lo aclara Lacueva, que el verbo

496
hebreo Laqaj significa recibir para dar. Ascendió para dar. Estaba
profetizado del Mesías sufriente que
«... con los fuertes repartirá despojos» (Is. 53:12).
b) Un problema textual.
Hay que advertir que la cita que Pablo hace del salmo no coincide
exactamente con el texto del salmo. No se trata de un error, sino de un aspecto
que es bastante frecuente en el Nuevo Testamento.
La cita de Pablo es tomada no del texto hebreo del Antiguo Testamento
(Masorético) ni del griego (Septuaginta) que dicen «recibió dones entre los
hombres», sino que Pablo dice «Dio dones a los hombres». Este texto se halla
en la versión Siríaca (Pesita) y en la paráfrasis aramea (Targum) del Salterio.
Los comentaristas destacan que la diferencia no es importante. Ambos
sentidos se complementan, en cuanto a su aplicación; el Mesías, al «llevar
cautivos», recibe dones y los asigna a quienes ahora son sus súbditos. El
Mesías recibe dones, como profetiza el salmo, para darlos, como dicen las
versiones del salmo que Pablo cita. El Mesías recibe dones para dar dones.
Ambos sentidos son igualmente válidos, porque el Espíritu Santo, cuando
toma una parte de una traducción del Antiguo Testamento y la incorpora al
Nuevo Testamento, canoniza esa parte de la traducción. Este método de
incorporar una parte de traducciones del Antiguo Testamento al texto del
Nuevo Testamento es frecuente.
c) La aplicación que hace Pablo.
El salmista dice «tomaste dones para los hombres». Alude al tributo que
le ofrecen, sean los enemigos derrotados, sean otros que vienen adelante
espontáneamente para aclamar al vencedor...». En la procesión triunfal del
Salmo 68 se ve al Rey victorioso seguido por cautivos, recibiendo tributos
de nuevos súbditos, u otorgando dones a la multitud que se alinea en su ruta.
Bevan destaca que «ser llevados cautivos por Él significa que nuestro
cautiverio del pecado y de Satanás ha terminado para siempre». Pablo cita el
salmo porque en él visualiza a Cristo ascendido recibiendo dones dc su Padre,
los cuales dones el Señor procede a otorgar entre los hombres.

497
El salmo está vinculado con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés,
pues los dones vinieron después dc la ascensión del Señor. Él descendió a la
cruz para libertamos, y ascendió para enriquecernos. El Señor no se
conformó con liberar. Cumplió una función más amplia que la de recibir
dones, pues además de recibirlos los da, y en gran abundancia, en una escala
que, como vimos, es digna de su riqueza. Descendió a lo más profundo,
porque no hay nada más profundo que la cruz, para liberarnos, y ascendió a
lo más elevado, para enriquecernos.
Es ciertamente grande que el conquistador divino devolviera a los hombres
aquello que tomó de ellos, después de prepararlos para su más elevado uso.
Dado que este salmo es mesiánico, entonces David es considerado
típicamente, representando al gran Hijo de David, cuya pasión victoriosa fue
seguida por su ascensión.
Esto lo indica el v.10: «...subió por encima de todos los cielos para llenarlo
todo». «El que descendió» es el mismo «que también subió...», quizá al tercer
cielo de 2 Co. 12:2. El primer cielo es el atmosférico. El segundo es el astral,
el lugar de los astros, el límite del universo. El tercer cielo es la morada de
Dios.
La enseñanza del salmo es vital. La inspiración de la Escritura alcanza aquí
una altura sublime, dentro de un texto en principio oscuro.
El salmo anticipa lo que sería una función esencial del Mesías entronizado.
El salmo anticipa un hecho general y un hecho particular. El hecho general
es que la iglesia recibiría su dotación espiritual del Señor ascendido en
Pentecostés; Pablo ve el derramamiento del Espíritu prefigurado en el cántico
triunfal del rey mesiánico. Pablo enseña lo que el salmo profetiza.
El hecho particular es que «a cada uno», y a cada creyente en esta era de
la gracia, le alcanzaría una dotación espiritual incalculable, para servir a la
iglesia. Pablo subraya otra vez la importancia suprema de los grandes hechos
redentores. Enseña que Cristo descendió hasta la cruz para liberarnos, y que
ascendió a la gloria para enriquecernos.
Cuando el Señor ascendió, en su humanidad glorificada, para ocupar otra
vez su lugar en el trono del Padre, los suyos ascendieron con Él, y fueron
498
dotados. Una vez así dotados, ellos fueron dados como dones de Cristo a la
iglesia, para el ministerio a los hombres.
El don, pues, es doble. Primero Cristo da dones a ciertos hombres. Después
Él, a esos hombres así dotados, los da a la iglesia, como un don de Cristo a
la iglesia. Así debe verse cada creyente, porqué así lo ve la Escritura.
Un exegeta traduce el texto de Ef. 4:19 así:
«Él mismo, de su propio libre amor, dio...»
El Señor sigue dando a la iglesia a estos hombres y mujeres. Usted, amado
lector creyente, debe verse como uno de estos hombres. Si ha confiado en Él,
usted es uno de los dones que Cristo ha dado a la iglesia.
3. ¿De dónde proceden los dones?
Éste es un punto fundamental. Lo fundamental es que la dotación de la
iglesia está vinculada con la ascensión de Cristo.
No hay duda de que cuando Cristo hizo su entrada de nuevo a la gloria
todo el cielo se regocijó (Ap. 12:5,10). Todo el cielo se llenó del perfume de
su persona y de su obra redentora. De ese lugar de perfección infinita, de ese
ambiente celestial, pleno de regocijo; de esa persona sublime, exaltada por el
Padre a lo sumo; de ese ambiente, de ese ámbito y de esa inigualable persona
proceden nuestros dones. Pablo enseña lo que el salmo profetiza. Enseña que
estaba profetizado que d Mesías entronizado otorgaría dones.
¿De dónde proceden los dones? Cada creyente ha recibido sus dones del
Señor glorificado. Por eso los dones son tan grandes, y por eso enriquecen
nuestros espíritus. El dador de los dones es el soberano del universo.
Pedro dice del Señor en su discurso del día de Pentecostés:
«Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre
la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y
oís» (Hch.2:33).
Esto es algo que todo creyente debe aprender. Que los dones no los otorga
la iglesia organizada sino el Señor glorificado.
4. Por qué Cristo no ha permanecido en el mundo.
499
Hemos visto que en el Salmo 68 el ascenso del rey en Sión, hacia el
santuario, es una figura del ascenso de Cristo al trono del Padre.
Por lo que hemos considerado después vemos que en ese ascenso el Señor
otorga dones.
Detengámonos un momento. Que Dios se interese por los hombres, y que
Dios los busque, es una idea original de Cristo, que no tiene precedente en
toda la literatura de los rabinos. Pero que el Señor otorgue dones desde su
gloria, es algo también enteramente nuevo, absolutamente único. Sólo
nuestra adoración reverente cabe aquí, ante esta nueva manifestación de
gracia.
Cristo ha recibido todo honor, todo le pertenece. Está sentado a la diestra
de la majestad en las alturas. Pero aquí aprendemos que Cristo ha recibido
para dar. Ha ganado para conceder.
La iglesia ha sido dotada, extraordinariamente dotada. Solamente a través
del descenso del Hijo a la tierra y a la cruz; solamente mediante la
resurrección plena de gloria y la ascensión no menos gloriosa, pudo la iglesia
ser dotada con los dones del Espíritu, ya que el Espíritu procede de la primera
y de la segunda persona de la Sama Trinidad.
El Salmo 68 es una figura de la ascensión de Cristo al trono del Padre.
Ahora tenemos una iglesia colmada de Cristo. Ascendió por encima de todo
para colmar a la iglesia con su plenitud.
Cristo Jesús «llena toda la iglesia con su Espíritu, con su presencia y con
sus operaciones» (Wesley).
No tenemos una iglesia abandonada, sino una iglesia colmada.
La idea grande es que el Señor llena, colma a la iglesia con su plenitud. Lo
fundamental es lo que dice Pablo:
«... subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo» (Ef. 4).
El vencedor ha recibido el botín. Lo ha ganado para darlo a otros. Cuando
Cristo retornó a los cielos no volvió con las manos vacías. Al contrario,
retornó al cielo en triunfo. Su pueblo estaba con Él, acompañándole en su
procesión triunfante.
500
Éste es el cuadro glorioso del Señor regresando al trono. El cuadro se
completa cuando Pablo ve que el Señor victorioso derrama dones a los suyos
que están aquí abajo.
Los creyentes tenemos facultades naturales creadas por Dios pero que, por
razón de la caída, han estado bajo el poder del adversario. ¿Qué enseña el
Salmo 68? ¿Por qué Pablo lo cita? Porque el salmo anticipa la gran realidad
actual, cuando Cristo victorioso puede ahora devolver esas capacidades, ya
redimidas y santificadas, a los que se entreguen a él.
III - LA PLENITUD DE CRISTO
1. Concepto de plenitud.
¿Quién es el gigante que podrá definir o describir la plenitud de Cristo?
Podemos acercamos a este concepto, pero ciertamente no podemos
agotarlo. La plenitud de Cristo es la totalidad de la esencia divina y del poder
divino que reside en Cristo. La plenitud es la suma de sus atributos y de sus
oficios, desplegados en la creación y en la redención; desplegados en los
cielos desde la eternidad, en la tierra en los días de su carne y ahora en la
vida de la iglesia, a través de los siglos. Es la plenitud que presentan de Él
las Sagradas Escrituras; es la plenitud que Él derrama.
«En otras palabras, Él es el único mediador entre Dios y el mundo de los
humanos; en Él se despliegan todos los atributos y actividades de Dios, su
Espíritu, su palabra, su sabiduría y su gloria».
El vocablo griego que se traduce plenitud en Ef. 1:23 y 4:13 es Pleroma,
que significa «lo que llena, cumple o completa»(36). La palabra griega
Pleroo se utiliza para indicar el cumplimiento de la profecía.
En el Antiguo Testamento hay varios vocablos que expresan un
pensamiento similar. El hebreo Male, «plenitud», aparece en Je. 23:24, en
donde la omnipresencia de Dios anuncia que el Señor llena el cielo y la tierra.
2. Tres pasajes importantes.
Hay que subrayar la importancia doctrinal del concepto «plenitud». El
punto alcanza su nivel más elevado cuando el vocablo Pleroma es utilizado

501
para hacer referencia a la plenitud de Cristo y a la plenitud de Dios (Col.
1:15-20; 2:10, 16-22; Ef. 1:23; 3:19; 4:13).
Veamos los pasajes de Colosenses y Efesios, en ese orden.
a) Colosenses 1:15-20.
El pasaje de Co. 1:15-20 afirma la naturaleza y la supremacía de Cristo en
su carácter divino:
«... agradó al Padre que en él (en Cristo) habitase toda plenitud».
«Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col
1:19; 2:9).
Y esto para decir enseguida, refiriéndose a los creyentes colosenses:
«y vosotros estáis completos (Pleroó) en él» (Col. 2:10).
Un autor traduce:
«A vosotros ha sido dada la plenitud de Cristo»; y aun otra versión dice:
«Habéis venido a la plenitud de vida en él».
Se aprecia claramente que no tiene sentido buscar esta plenitud en el
ceremonialismo; la plenitud espiritual, la madurez, se encuentra solamente
en la relación personal con el Señor. Desde Él, Jesucristo, en quien reside la
plenitud de la deidad, fluye un poder vital hacia la iglesia, para que la iglesia
pueda ser llenada por Él.
b) Efesios 1:23 y 4:10-11.
Pasando ahora a la carta a los Efesios, vemos que Efesios enfatiza ij
relación que Cristo mantiene con su iglesia.
En Ef. 1:23 aprendemos que la iglesia recibe la plenitud de Cristo. Más
aún, ella está destinada a ser la plenitud de Cristo. Lo dice Pablo claramente:
«La cual (la iglesia) es su cuerpo, la plenitud (Pleroma) de aquel que
todo lo llena en todo.»
Una traducción posible es: «Es designio divino que la iglesia sea expresión
plena de Cristo, siendo llenada por aquel cuyo destino es llenarlo todo.»

502
Éste es el alto destino de la iglesia, del cual destino se deriva su misión y
su propósito. Ella está destinada a ser expresión plena de Cristo, y para esto
es llenada por quien tiene como destino «llenarlo todo».
En Ef. 1:23 la iglesia es la plenitud de Cristo. Es la Ekklesia, la iglesia
universal, la iglesia mirada colectivamente, pero esto abarca a cada asamblea
local.
No se trata de ver solamente el número, sino de apreciar la unidad del
cuerpo de Cristo. Dos o tres iglesias no hacen la iglesia, ni hay muchas
iglesias. Hay una iglesia en muchos lugares.
Lo que importa es la naturaleza de esta iglesia. Lo que importa es que es
la asamblea de quienes son congregados, unidos, juntados, llamados por su
Señor. Lo que importa es quién los convoca y para qué los convoca. En el
caso de la iglesia es el Señor quien convoca a su pueblo, de modo que se trata
de la iglesia de Dios, que consiste de todos aquellos que pertenecen a Él (Hch.
5:11; 15:22). El término iglesia es un término calificativo: «es la asamblea
de aquellos que Dios mismo reúne alrededor de su Hijo. Es la comunión
completa de creyentes a través del mundo entero. Eso es la iglesia.
Pues bien; ésta es la iglesia que es su cuerpo. De este cuerpo dice Pablo en
Ef. 1:23 que es la plenitud de Cristo, y que es así llenado por su trabajo
poderoso. En Ef. 3:19 la enseñanza es similar.
A la gran idea que define a la iglesia como «la asamblea de aquellos que
Dios mismo reúne» alrededor de su Hijo, se añade la noción de la unidad,
vinculada vitalmente a Cristo, incorporada a Él, y teniendo su vida en Él.
3. La plenitud de Cristo y los dones de Cristo.
Toda esta explicación sobre la naturaleza de la iglesia, a que nos ha
conducido el estudio de los pasajes de Colosenses y Efesios, se vincula ahora
con los dones.
El vínculo aparece en el pasaje de Efesios 4; en el v. 10 el apóstol ha dicho:
«... subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo».

503
Esta expresión «para llenarlo todo» alude a la plenitud de la que Pablo ha
hablado en 1:23. Bien. De inmediato, en el versículo siguiente, de Ef. 4:11,
Pablo vincula esta idea con los dones, porque dice:
«Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros,
pastores y maestros.»
La conjunción «y» con que comienza indica claramente que existe un
vínculo entre la plenitud y los dones; el v. 11 se refiere a los dones del
ministerio de la Palabra. En realidad los dones son aquí hombres; han sido
dotados y, así dotados, ellos constituyen el don de Cristo a la iglesia. El
contexto, en el v. 13, no deja duda de que todo esto es para conducir hacia la
«plenitud de Cristo».
Como ha señalado Lightfoot, la idea de la plenitud (Pleroma) de Cristo
aparece en la carta a los Colosenses vinculada con la supremacía de la
persona de Cristo; en cambio, en Efesios la plenitud está vinculada con el
tema de la vida y la energía de la iglesia; la idea es la dependencia de Él, que
la iglesia ha de reconocer.
Así, la plenitud de Cristo es vista aquí en relación con la iglesia. Es aquella
plenitud del Señor, la plenitud de su gracia, la plenitud de sus virtudes, la
plenitud de su sacrificio, la plenitud de su palabra, la plenitud de su
sacerdocio, la plenitud de su amor, la que es comunicada por Cristo a la
iglesia. Las gracias que residen en Él son impartidas a la iglesia. «Su plenitud
es comunicada a ella; y así se puede decir de ella que es su plenitud, su
Pleroma».
Hay que notar que esta plenitud que el Señor imparte a la iglesia es en
realidad comunicada a individuos.
Cristo concede estos dones con varios propósitos, según veremos en otro
punto; pero todo esto para conducir a los suyos a la plenitud de Cristo (Ef.
4:13). Lo que hay que subrayar es que el Señor comunica esta su plenitud en
maneras muy diversas. Una de esas maneras reside en que Cristo otorga
dones a los suyos. Y estos dones se conceden a individuos, a hombres y
mujeres como nosotros, sin mentó y sin causa de nuestra parte.

504
Hemos cubierto, pues, un campo fértil del pensamiento bíblico. No
intentamos ahora resumir la enseñanza, pero sí destacar que esto exige que
cada creyente haga un esfuerzo deliberado para captar los matices de ese
pensamiento.
Esto exige entender mejor la naturaleza de la iglesia, tanto en su expresión
y universal como en su expresión local, en cada asamblea. Si no se entiende
cuál es la naturaleza de la iglesia no se entenderá cuál es su misión, para qué
está sobre la tierra.
La iglesia está destinada a nada menos que ser la plenitud de Cristo.
Las consecuencias son enormes:
a) Nosotros, por pura gracia y no por mérito, pertenecemos a la iglesia.
La iglesia es el pueblo más privilegiado que existe sobre la tierra, porque
ningún organismo humano tiene un jefe como la iglesia tiene.
b) Este jefe no solamente es jefe para dar órdenes. Él es el Señor también
para comunicar su plenitud. La iglesia recibe esta plenitud de Él mismo.
Cristo encarna la plenitud de la deidad; pero además Él imparte su plenitud
a su pueblo. Sin Él, seríamos «fragmentos incompletos. Pero incorporados a
Él, participamos de una vida común...». De Cristo fluye un poder vital hacia
la iglesia. Es la plenitud de su gracia, la plenitud de sus atributos, la plenitud
de su sacrificio, la plenitud de su amor, de su sacerdocio y de su Palabra.
c) Descendió para salvarnos, y ascendió para enriquecernos. Como
resultado de su descenso y de su posterior ascensión, Cristo llena al universo
y a la iglesia mediante bendiciones y mediante dones.
d) La iglesia no solamente recibe la plenitud sino que ella es la plenitud
de Cristo. Cristo como cabeza transmite al cuerpo su propia plenitud.
En Ef. 4:15-16 leemos:
(de) «la cabeza..., Cristo, de quien todo el cuerpo... recibe su
crecimiento».
La iglesia no recibe esta plenitud mediante ceremonias ni mediante
sacramentos. Recibe su plenitud de la cabeza, mediante el contacto espiritual
con Él.
505
e) Los hombres y mujeres dotados mediante dones por el Señor
constituyen el don de Cristo a cada asamblea local y a la iglesia toda.
f) El énfasis está en «cada uno» (Ef. 4:7). Cristo comunica su plenitud.
Cristo se imparte Él mismo a los que le pertenecen.
Sí, la iglesia es la plenitud de Cristo. Esta revelación es sorprendente. Pero
no menos sorprendente es el hecho de que cada creyente forma parte de esa
plenitud. Cada creyente debe estimarse, a pesar de sus debilidades, como lo
que es, como un don de Cristo a la iglesia. Así debemos tomarlo, porque así
está revelado.
IV - HAY UN MINISTERIO QUE ES SUPREMO
1. Otros puntos textuales.
En Ef. 4:11-12 leemos:
«Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelistas; a otros, pastores y maestros».
«A fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para
la edificación del cuerpo de Cristo.»
El primer punto textual es de puntuación. En traducciones anteriores de la
Biblia, como la V. 1909, aparecía una coma después de la palabra «santos»,
en el v. 12. Ello hacía entender que los dones del ministerio de la palabra,
que aparecen en el v. 11, tenían tres finalidades, a saber: a) perfeccionar a los
santos; b) cumplir la obra del ministerio; c) edificar a la iglesia, al cuerpo de
Cristo.
Otro punto textual tiene que ver con el sentido de la palabra
«perfeccionar». Se trata del vocablo griego Katartismós, que denota
equipamiento para cumplir un ministerio, crecimiento hacia la madurez,
llenar o completar. La frase se puede, pues, leer «a fin del pleno equipamiento
de los santos».
¿Y qué significa «edificación»? El vocablo griego es Oikodome, que viene
de casa, y Domé, construcción. En un sentido espiritual, edificar es como
construir una casa. La iglesia existe para eso, para edificar a los santos, y para
inducirlos a un estado de plena madurez. Por tanto, «edificar» a alguno
506
significa «fortalecerlo espiritualmente». Esto debe ser subrayado en el siglo
XX: «el efecto fortalecedor de la enseñanza» de la Palabra de Dios.
Los dones permanentes han sido dados para edificación. Ha habido otros
dones, que fueron temporales, cuyo propósito fue el de ser «señales», para
autenticar a los mensajeros divinos, pero este aspecto no lo tratamos aquí.
2. La finalidad del ministerio de la Palabra.
Las traducciones más recientes omiten la coma después de la palabra
«santos», porque éste es el sentido que se acerca más al original. El
significado del pasaje es que el v. 11 enuncia los dones del ministerio de la
Palabra, y el v. 12 explica su finalidad. Por tanto, el ministerio de la Palabra
tiene por finalidad «equipar a los santos, para que ellos (todos ellos) cumplan
el ministerio que edifica a la iglesia».
La consecuencia es que no debe entenderse que «la obra del ministerio»
del v. 12 que edifica al cuerpo de Cristo quede reservada solamente a los
evangelistas, pastores y maestros.
El punto es fundamental. Antes del ajuste de la coma mencionada podía
interpretarse que «la obra del ministerio» era responsabilidad de los
predicadores y maestros; pero ahora, al eliminarse la coma, queda claro que
el ministerio de la palabra tiene por finalidad «perfeccionar» en el sentido de
equipar a todos los creyentes, para que ellos cumplan el ministerio que
edifica la iglesia.
Quedan claros entonces varios puntos:
a) La edificación de la iglesia es tarea de todos los creyentes; «la obra del
ministerio» que edifica es una responsabilidad y privilegio de todo hijo de
Dios.
b) Para cumplir cada uno de los ministerios, que son varios, cada creyente
puede ser equipado.
c) Este equipamiento es el objetivo del ministerio de la Palabra en la
iglesia Esto subraya la importancia de la función de los que «ministran», es
decir, de los que «sirven» a la Palabra.

507
Éste es el plan de Dios. No hay otra esperanza, no hay otro plan, ni hay
otro método. Hay que restaurar el ministerio de todos los creyentes.
Pablo no enseña que solamente los ministros de la Palabra edifican la
iglesia. Son todos los cristianos los que son así preparados para la obra del
ministerio, es decir, para que cumplan los diversos ministerios que edifican
a la iglesia. Esta tarea es impuesta a todo discípulo, y forma parte del gran
principio del sacerdocio universal de los creyentes.
Sí, una iglesia sin dones, y un creyente, hombre o mujer, sin dones,
constituyen una anormalidad. El propósito de Dios es que todos los santos,
todos por igual, han de ser preparados para que ejerzan sus dones dentro de
un cuerpo que va creciendo
Notemos que esto va totalmente en contra de la idea que algunos tienen de
que sería mejor tener un enseñador o «pastor» de tiempo completo,
remunerado, para que él pudiera atender las principales tareas en la
congregación. La idea del pastorado único o muy concentrado no es bíblica.
Si no hay dones de pastores o de maestros, lo que hay que hacer no es
quebrantar la Escritura; hay que clamar al Señor para que los levante.
Hay que restaurar un principio fundamental de la Escritura. Hay que
restaurar el ministerio de todo el pueblo de Dios. Éste es el principio bíblico,
y notemos que indica precisamente lo opuesto de lo que algunos quieren.
Algunos quieren un ministerio concentrado. La Escritura quiere un
ministerio generalizado, porque Dios quiere dar dones en abundancia. La
solución no consiste en restringir los dones sino en desarrollarlos.
El ministerio de los ministros de la Palabra no cumple su finalidad si deja
a los demás inactivos, si es un ministerio monopolístico. El ministerio de la
Palabra tiene que estimular y despertar en otros un interés nuevo por el
estudio de la Palabra, porque es a través de la Palabra que se despierta a los
demás miembros de la asamblea, para levantarlos al nivel de sus privilegios
y de sus responsabilidades, como siervos, como sacerdotes.
Nunca exageraremos la importancia de los maestros de la Escuela
Dominical, de los obreros en la extensión misionera, radial, literaria; de los
que hacen la obra personal; de los que distribuyen las Escrituras, de los que

508
visitan las cárceles y los hospitales, de los miles de testigos de Cristo, que
son los exponentes vivos de la gracia de Dios. Éstos son los que edifican la
iglesia, junto con los que predican y enseñan la Palabra.
3. ¿Qué significa asistir a la iglesia y ser miembro de una asamblea?
Asistir a la iglesia, ser miembro de una asamblea, significa mucho más que
presentarse como espectador y escuchar lo que otros dicen. Implica una
participación de todo corazón, en un espíritu de adoración a Dios, de
expectativa, en actitud de sometimiento a aquello que el Espíritu Santo
indique.
Cada creyente debe venir a las reuniones para recibir el equipamiento que
necesita; así podrá cumplir el ministerio que Dios le asigne. Esto se hará
llevando la palabra, sembrándola con oración a los hijos de Dios que sufren;
esto se hará evangelizando, distribuyendo folletos, abriendo los hogares para
predicar, todo según el Señor de la iglesia le indique.
¿Qué reflexiones podemos extraer de este gran pasaje de Efesios 4?
1. Cada creyente debe ser un participante activo en su asamblea local. La
asamblea local es el ámbito natural para el ejercicio del ministerio, que el
Señor ha dado «a cada uno» (Ef. 4:7).
2. Cada iglesia local debe funcionar como un cuerpo de ministros de
Cristo, que mutuamente se sirven unos a otros, y que sirven al mundo
perdido, mediante el empleo de muy diversos dones (Ef. 4:12). Cada
miembro de la iglesia es un ministro, es decir, un siervo.
3. Es fundamental percibir la doctrina de la Escritura, que establece que
la congregación entera debe estar comprometida en la gran tarea espiritual
de la iglesia. Es fundamental que cada creyente entienda claramente que el
pleno ministerio de la iglesia sólo puede ser cumplido por toda la iglesia.
4. Cristo llama a todos a algún ministerio que edifique la iglesia. El
llamamiento a todos es el llamamiento a cada uno. El énfasis está en cada
uno. Todo el párrafo puede expresarse así:
«A cada uno, como santos que constituimos la iglesia, Cristo ha dado, a
algunos, como predicadores; a otros, como pastores y maestros, con el

509
propósito de proveer la preparación necesaria, el equipamiento necesario,
para que todos trabajen en la bendita tarea de servirse unos a otros, y así
construir, edificar este cuerpo, la iglesia misma».
5. Ninguno puede seguir escuchando a Dios distraídamente. Cristo
promete sustentar a los suyos, y promete equiparlos. Cristo llama a todos a
un ministerio espiritual. Él quiere conceder a todos una capacitación
sobrenatural.
6. ¿A quiénes puede utilizar el Señor para cumplir sus grandes propósitos?
El Señor no se propone utilizar a hombres capaces, porque la tarea es
espiritual, y ninguno tiene por naturaleza ninguna capacidad. El Señor quiere
tomar a hombres y mujeres como nosotros, muy imperfectos, para equiparlos
con sus grandes riquezas. Dentro de estas grandes riquezas están los
preciosos dones espirituales.
7. Una iglesia sin dones o un creyente sin dones, constituyen una
anormalidad.
Si alguno no tiene por lo menos uno de los dones enumerados en la
Escritura del Nuevo Testamento, entonces hay que revisar la vida y hay que
replantearlo todo.
8. Hay un ministerio que es supremo. Es el ministerio de la Palabra. No
todos son llamados a dar este ministerio, pero todos son llamados a recibirlo.
No se trata del ministerio de los hombres sino del ministerio de la Palabra.
Esto es lo que da la preparación que cada uno necesita para desarrollar todos
los otros ministerios
Es aquí donde muchos se equivocan. Entienden que como no están
llamados al ministerio público de la Palabra sino a otros ministerios, entonces
piensan que pueden prescindir del estudio bíblico serio.
Nadie puede prescindir del ministerio de la Palabra, porque, aun para
desarrollar todos los demás dones, el siervo de Dios necesita del alimento
constante de las cosas profundas de Dios. Todos tienen que trabajar con su
Biblia.

510
La Escritura advierte solemnemente adónde conduce la falta de alimento
sólido:
a) Conduce a la infancia espiritual prolongada (He. 5:11-6:2).
b) Conduce a que algunos sean «llevados por todo viento de doctrina» (Ef.
4:14).
c) Conduce a la apostasía o a la deserción (He. 6:4-9).
d) Conduce a que el creyente permanezca en una experiencia de
carnalidad, porque nunca está en condiciones de recibir vianda sino leche (1
Co. 3:1-3).
9. ¿Cuál es el método de Dios?
El método de Dios para hacernos crecer siempre pasa por la disciplina del
aprendizaje; siempre pasa por una enseñanza que fortalece. Es la enseñanza
la que fortalece.
El método divino no es uniforme para todos.
El método de Dios es el hombre, es la mujer. Es el hombre dotado por
Cristo (Ef. 4:7), enseñado por el propio Dios (Jn. 6:45).
El propósito del ministerio de la Palabra con relación a la predicación
¿cuál es? Consiste en traer a los hombres a su verdadero destino, en los planes
y en las intenciones de Dios. El hombre tiene que ser traído delante de Dios
y no delante del predicador, para que vea lo que Dios ha hecho por él, y lo
que Dios tiene para él, en Cristo.
¿Cuál es el método de Dios? El verdadero instrumento de evangelización,
y de edificación de la iglesia, ordenado por Dios, es una iglesia constituida
por hombres y mujeres formados a través de un ministerio de su Palabra en
profundidad.
Este es el ministerio supremo, y es el que todos necesitamos. Si alguno
descuida el ministerio de la Palabra, malgasta su vida.
El trabajo para Dios es importante y, desde luego, no todos son llamados
a ser predicadores. Pero, cualquiera sea el lugar de trabajo, y cualquiera que
sea el don que uno tenga, todos son llamados a trabajar con su Biblia. Cuánto
511
un hombre o una mujer creyentes trabajan con la Biblia, eso es lo que
importa.
V – MUCHOS CREYENTES PIENSAN QUE NO HAN RECIBIDO
NINGÚN LLAMAMIENTO DE DIOS
De hecho, muchos creyentes no han percibido ningún llamamiento, pero
¿es acaso verdad que no han recibido ningún llamamiento de Dios?
Muchos cristianos pasan su vida en forma intrascendente. Muchos no
avanzan; se detienen en su edad espiritual infantil, y algunos tienen miedo de
crecer. Se están conformando con apenas un poco de la plenitud de Cristo,
se están conformando con menos que con los beneficios totales del
Evangelio.
¿Por qué esto es así?
La respuesta es que muchos cristianos sinceros no han escuchado ningún
llamamiento de Dios porque ignoran algo fundamental; ignoran que el
descubrir el don y el cultivarlo es esencial para entrar en el propósito de Dios.
Todo creyente ha recibido un llamamiento de Dios, pero no todos lo han
percibido.
Sobre la base de la enseñanza de la Escritura, se puede afirmar que si un
creyente quiere recibir un llamamiento de Dios, tiene que pedirle a Dios que
le enseñe cuál es el don que le ha dado. En otras palabras, dado que todo
creyente ha recibido por lo menos un don, el tal ha recibido un llamamiento
de Dios. La posesión de un don implica llamamiento. La ignorancia con
respecto al don implica privarse a uno mismo del llamamiento de Dios. Nada
más, pero nada menos.
¿Qué podemos hacer?, se preguntan muchos hermanos.
La respuesta es variada:
1. Invierta tiempo en oración para descubrir cuál es su don.
Todo creyente debe comprender que no hay fórmulas uniformes. Los
dones no vienen prefabricados. El método de Dios, hemos visto, es el
hombre, es la mujer. Es el hombre formado por Dios.

512
La Escritura no exhorta al creyente a que pida determinados dones, porque
los dones se asignan soberanamente. Pero es una buena práctica orar y
depender de Dios para consultarle acerca de qué don, o dones, nos ha dado.
Deje de quejarse de su incapacidad. Descubra sus dones. Pero si uno ha
recibido un don, tiene que confirmarlo por el estudio de la Palabra. Dios no
habla de otra manera.
2. Dios le capacitará. Pero recuerde que el don de la predicación, o el de
la enseñanza, exigirán una dedicación seria y sistemática al estudio de las
cosas profundas de Dios. El don tiene que ser cultivado. Recuerde que es
aquí donde muchos fracasan. Ningún siervo de Dios, por dotado que sea, ha
agotado jamás el contenido y el profundo sentido de los oráculos de Dios
escritos. Pero anímese, porque hay tal cosa como una iluminación al
entendimiento espiritual, para que el creyente descubra su don, y para que lo
cultive.
Todos tienen dones, pero no todos los han descubierto, ni todos los
cultivan. Esto quiere decir que muchos descuidan el ocuparse en aquello para
lo cual han sido llamados por Dios.
3. Es el plan de Dios que cada creyente se sumerja en la profundidad de
su vida espiritual.
¿Cómo se hace esto? Sumergiéndose en la profundidad de la Biblia. No
hay profundidad de pensamiento, de ambición legítima, ni de sufrimiento, ni
de bendición, que no esté encarada en la Biblia.
Cada creyente debe enfrentar los conflictos de su vida espiritual para que,
en medio de sus conflictos, aprenda a desarrollar su don.
4. No demore su servicio a Dios. No espere un solo llamamiento, el
definitivo.
Comience a obedecer en lo que ya conoce de la voluntad de Dios.
No se desanime por años perdidos, ni aun por su vida arruinada. Esa vida
puede llegar a ser un monumento de la gracia.
5. Otra vez, no olvide el método de Dios. Este método pasa por el estudio
serio, disciplinado, de la Escritura. El método de Dios pasa por un ministerio
513
de la Palabra, en profundidad. Hay una Biblia plena para formar un hombre
pleno.
6. Pregunte dónde hay alimento, y venga a recibirlo. Venga a la iglesia el
domingo para recibir la capacitación, para recibir el equipamiento, el
llamamiento de Dios. Así será fortalecido para comenzar, el día lunes, a vivir
el propósito de Dios.
Hay un propósito de Dios para cada creyente, y el camino para conocerlo
consiste en descubrir el don, y en ejercitarlo, desarrollarlo.
Si alguno quiere recibir un llamamiento de Dios, pregúntele a Él cuál es el
don que le ha concedido.
VI – ¿CÓMO SE DESCUBRE EL DON?
Éste es un punto definitivo, porque el «cómo se hace» una cosa es siempre
decisivo. Intentamos aquí proporcionar algunas sugerencias.
1. Mediante la oración y la dependencia.
No hay un método uniforme para todos los creyentes; Dios tiene maneras
diferentes de tratar a cada uno, pero siempre sobre la base de su amor y de su
sabiduría, que es una sabiduría de recursos infinitos.
Podemos pedir luz de Dios, pero Él concede dones según su soberanía.
Dios no cede en esto. Deje de quejarse de su incapacidad. Descubra sus
dones.
2. Cada uno ha de sentir inclinaciones hacia determinada tarea.
Dios no dará dones para hacer algo para lo cual sintamos falta de atractivo,
porque el servicio a Dios debe hacerse «con alegría» (Sal. 100:2).
3. Hay una responsabilidad de cada creyente hacia la congregación y hacia
los ancianos o pastores.
El creyente tiene una nueva relación con el pueblo de Dios, y con los
hombres que Él ha colocado en la iglesia (1 Co. 12:28).
La consulta a los ancianos y a otros hombres y mujeres espirituales es
fundamental.

514
Cuando una persona desea sugerir ideas, cambios, debe hacerlo en
humildad, y con fundamento claro en las Escrituras. Si queremos ser útiles
en la iglesia, aprendamos a ser hombres humildes, guiados por la paz de Dios.
Todo debe hacerse para «guardar la unidad del Espíritu» (Ef. 4:3). Pero
recordemos que solamente pueden guardar la unidad los que aprenden a
depender del ministerio del Espíritu Santo en ellos. En la casa de Dios no
reina la confusión, sino el orden. El orden de Dios consiste en reconocer a
los ancianos, y procurar que toda la actividad se haga en comunión con ellos.
4. Advertir una necesidad puede constituir un llamado de Dios.
Si uno advierte que hay lugares vacíos, tareas que no se cumplen, eso
puede ser una indicación del Espíritu de Dios.
Cada creyente debe preguntar al Señor cuál es el lugar que Él le tiene
asignado en la congregación local. Y cada uno debe ocupar su lugar en la
obra de Dios.
No se sienta desamparado. Ocupe su lugar, que es un lugar de servicio y
de privilegio.
Comience a obedecer a Dios en todo, y Dios abrirá nuevas áreas de
servicio y de devoción personal a Cristo.
5. Un principio fundamental consiste en dejar que otros juzguen nuestros
dones (1 Co. 14:29).
Los demás hermanos pueden sugerir a alguno que realice determinada
tarea, porque pueden haber visto que uno tiene don para cumplirla.
El creyente debe ser un trabajador con su Biblia. Trabaje y deje el resultado
a Dios. Él se encargará de mostrar su aprobación. La respuesta de Dios
vendrá, y suele venir por el juicio que otros se forman sobre nuestros dones.
6. Hay una actitud definitiva con respecto a los dones. Aparece en 2 Co
8:5:
«Se dieron ellos a sí mismos primeramente al Señor, y después a
nosotros».

515
Los macedonios habían hecho llegar una ofrenda a Pablo, y el apóstol, en
su comentario, subraya un principio, que es fundamental.
El principio es que el ejercicio de un don, como el de ofrendar, que habían
ejercido los macedonios, requiere no tanto la entrega de un talento, sino que
demanda la entrega de la vida a Dios. Pablo destaca que los creyentes de
Macedonia, antes de ofrendar «se dieron ellos a sí mismos primeramente al
Señor...». Lo importante no es que dieron su dinero sino que se dieron, ellos
mismos, a Dios.
El punto es fundamental; la Escritura inspirada lo ha registrado, porque
ésta es la actitud del propio Señor. El sometimiento a Dios es esencial. El
hombre entero, la mujer entera, debe entregar su vida a Dios, también para
el ejercicio de cualquier don espiritual.
¿Queremos los dones? Hacemos bien en quererlos. Pero hay un precio que
pagar, es la entrega de la vida.
La contrapartida de esta entrega ¿cuál será?
Primeramente, Dios le dirá cuál es su don, y cuál es su tarea; en segundo
lugar, cada uno recibirá la gracia para cumplirla; y en tercer lugar, Dios
confirmará el don. Él dará evidencias de su aprobación. Alguna respuesta
vendrá.
VII – TODO CREYENTE DEBE ANHELAR LOS MEJORES DONES
Vale la pena citar a un autor que, refiriéndose a los dones, dice:
«No debemos despreciar ningún don. Pero a la vez debemos anhelar
ardientemente “los mejores dones” (1 Co. 12:31). ¿Cómo hemos de
evaluar su importancia relativa? La única respuesta posible es: “según
el grado en que edifiquen”. Y a que todos los charismata tienen el
propósito de edificar al creyente individual y a la iglesia en su totalidad,
en cuanto más edifiquen más valiosos serán.
«Si seguimos este criterio resultará que el don de la enseñanza es el de
mayor valor, porque nada contribuye más a la edificación de los
cristianos que la verdad de Dios. No podemos sorprendernos, pues, al
ver que un don, o dones, de enseñanza se encuentra a la cabeza de las

516
cinco listas de dones en el Nuevo Testamento. Esta insistencia
apostólica en la prioridad de la enseñanza tiene considerable
pertinencia para nuestra iglesia contemporánea. Por todo el mundo hay
iglesias espiritualmente malnutridas por la escasez de expositores
bíblicos. Y esta escasez de maestros hace que nos sintamos
entristecidos al ver a tantos interesados en dones de menor importancia
e incluso hasta distraídos por éstos».
Hay que citar estas palabras, porque parecen escritas para nuestra realidad,
pero además hay que citarlas para estimular a los creyentes para que se
pregunten si no están llamados al ministerio de la palabra, a ser enseñadores,
maestros en las Escrituras.
La Biblia, desde hace 20 siglos, le da prioridad a la enseñanza en la iglesia.
¿Se la damos nosotros? ¿Percibe alguno el llamamiento de Dios para que sea
un maestro de la Palabra? ¿Está alguno distraído cultivando un don de menor
importancia?
Este asunto de los dones no es un asunto sin importancia. El creyente tiene
que realizar un esfuerzo deliberado para captar el mensaje de la Escritura
sobre este punto.
Cada generación de cristianos, cada congregación y cada creyente tiene
que apreciar por sí mismo la trascendencia de los dones. Tiene que
descubrirlos por sí mismo; tiene que apreciar su grandeza y tiene que percibir
su gloria.
En el pasaje de 1 Co. 12:4-6 Pablo utiliza algunos términos que permiten
entender esta grandeza y esta gloria.
a) «... hay diversidad de dones...» (v. 4).
b) «... hay diversidad de ministerios...» (v. 5).
c) «... hay diversidad de operaciones...» (v. 6).
Aquí el apóstol utiliza tres vocablos para referirse a los dones.
a) En el v. 4 habla de diversidad de Charismata, que significa que se trata
de dones que se reciben por gracia.

517
b) En el v. 5 los llama Diakonai, que indica formas de servicio. Se habla
de diversidades de «ministerios», que significa «servir».
c) En el v. 6 los denomina Energemata, que señala energías, poderes,
actividades que el Espíritu Santo inspira o energiza. Los dota de energía.
Habla de diversidad de «operaciones».
Se destacan pues, en los dones, la gracia, el servicio y la energía.
Ahora que hemos estudiado los términos de la Escritura, podemos
comprender mejor qué son los dones espirituales. «Son ciertas capacidades
otorgadas por la gracia y por el poder de Dios que capacitan a los creyentes
para un servicio específico».
Tomando el pasaje mencionado, podemos definirlo con mayor precisión.
Se trata de habilidades, de capacidades sobrenaturales, que provienen de
Dios, que son concedidas por gracia, y para que tengan eficacia capacitante
deben ser controladas por el Espíritu Santo; se conceden con el propósito de
servir a la iglesia como un cuerpo; los dones reciben su energía del Espíritu
Santo, y por tanto están por encima de la capacidad natural de las personas.
Lo que es fundamental es darse cuenta de que todo creyente, cualquiera
que sea su grado de desarrollo espiritual, tiene algún Carisma, tiene algún
don espiritual dentro de sí mismo; este don tiene toda la fuerza capacitante
que la gracia de Dios quiere darle.

518
REFLEXIONES

1. A cada uno, a cada creyente, hombre o mujer, le ha sido dada la gracia


para desarrollar un don; cada uno recibe sus dones en la proporción en que
el gran dador ha querido darlos, pero cada uno los recibe de la mano del
Señor de la iglesia.
2. La ascensión de Cristo al trono del Padre no quiere decir que Él haya
abandonado a la iglesia, sino que ascendió para colmarla de su plenitud.
«Subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo» (Ef. 4:10).
Todo creyente ha recibido dones, y los ha recibido del Señor glorificado.
3. ¿Qué es y qué debe ser la iglesia? Es designio divino que la iglesia sea
expresión plena de Cristo, siendo llenada por aquel cuyo destino es llenarlo
todo.
La idea grande es que el Señor llena, colma a la iglesia con su plenitud y
esto lo hace, entre otras maneras, concediendo dones. La iglesia es la plenitud
de Cristo porque el Señor se imparte Él mismo a los que le pertenecen.
4. Todos los miembros de la congregación han sido ungidos por Dios, y
todos han recibido dones.
Así los ve la Sagrada Escritura. ¿Se ven ellos así? Para que se vean así,
para que sean equipados hace falta la tarea del ministerio de la Palabra que
nosotros tenemos que dar.
Pero que quede claro que este ministerio de la Palabra debe realizarse para
que todos los miembros de una congregación queden equipados para
cumplirla obra del ministerio que edifica a la iglesia. La edificación de la
iglesia, conforme a la Escritura, no está reservada solamente a los que
predican o enseñan, porque es tarea de todos los creyentes.
Vivimos en días cuando se multiplican doctrinas heréticas, y esto exige
que surjan maestros de la Palabra, hombres que den formación bíblica a
otros, para que aprendan a discernir espiritualmente. Para que aprendan a
luchar, por sí mismos, contra «todo viento de doctrina» (Ef. 4:14).
519
En la formación bíblica, se trata de capacitar a los convertidos todos, para
que ellos, y no solamente los predicadores y enseñadores, desarrollen el
ministerio que edifica a la iglesia. Se trata de un equipamiento pleno, que
tienen que recibir todos los santos.
5. Todos los dones promueven la edificación de la iglesia, es decir, la
salud y la fortaleza de todo el cuerpo; por lo tanto, ninguno puede ser
omitido; ningún hermano debe privarse de conocer su don, y de cultivado
responsablemente.
6. El creyente no administra los dones ni administra el poder de Dios.
Todos los dones, para ejercerse con todo su poder, dependen de su plenitud;
por lo tanto, deben ser utilizados en estrecha dependencia del Espíritu Santo.
7. El Señor quiere utilizar a hombres muy imperfectos, como nosotros.
Para hombres tan imperfectos Cristo cumple la función de «llenarlo todo»
con su plenitud.
8. Hay un ministerio que es supremo. Es el ministerio de la palabra. El
método de Dios no ha cambiado. El verdadero instrumento para la
evangelización y para la edificación de la iglesia, ordenado por Dios, sigue
siendo el de formar a los hombres a través de un ministerio de la Palabra, en
profundidad. No todos tienen que impartir este ministerio, pero todos
tenemos que recibirlo, permanentemente, hasta el día postrero, porque la
meta es la plenitud de Cristo (Ef. 4:13).
9. Muchos cristianos no han percibido nunca un llamamiento de Dios.
Esto es porque no saben qué hacer para conocer el don y para desarrollarlo.
Si alguno quiere recibir un llamamiento de Dios, pregunte a Dios cuál es
su don. Si ha recibido un don ha recibido un llamamiento de Dios.
10. Para descubrir el don, y para desarrollarlo, lo esencial es la entrega de
la vida a Dios.
Una vez que ha descubierto su don, dedique su vida toda a desarrollarlo, y
deje el resultado en las manos de Dios.
11. Todo creyente debe concebir a su asamblea local como una forma
plena de la iglesia de Cristo.

520
La iglesia es la plenitud de Cristo, y cada uno de sus miembros forma parte
de esa plenitud.
12. Todo creyente tiene que apreciar la grandeza y la gloria de los dones
espirituales. Y tiene que verse a sí mismo como un don de Cristo a la iglesia.
Cada cristiano debe ser un participante activo en su iglesia local.
Cada asamblea debe funcionar como un cuerpo de ministros de Cristo,
mediante el empleo de los dones de todos. Así se edifica este cuerpo que va
creciendo, la iglesia.
También para ejercer sus dones en plenitud todo creyente en Cristo es un
sacerdote. El ejercicio de los dones de cada uno forma parte del sacerdocio
universal.
13. Cada creyente debe leer de rodillas las listas de dones que da la
Escritura, que aparecen en Ro. 12.6-8, 1 Co. 12.8-28, 1 Co. 14:1-5 y 1 Pe. 4:
10-11, dentro de las limitaciones que aparecen en 1 Co. 14:34-35 y en 1 Ti.
2:11-12. Cada uno debe tener por lo menos uno de los dones que están
vigentes, dentro de los enumerados en la Escritura que, a nuestro entender,
son principalmente los siguientes: servicio o ayuda, enseñanza, exhortación,
repartir, hacer misericordia, palabra de sabiduría, fe, ayuda, administración,
evangelista, pastor. Si no lo tiene, hay que revisarlo y replantearlo todo, a la
luz de la Escritura, en dependencia de Dios. Es un buen principio buscar uno
de los dones enumerados, y es un buen criterio que ese don debe «edificar»
a otros, es decir, debe «fortalecerlos espiritualmente».

521
CAPÍTULO XXIV
OTROS DOS SACRIFICIOS ESPIRITUALES

Tenemos que recordar que para identificar algún sacrificio espiritual en el


Nuevo Testamento debe aparecer el lenguaje sacrificial. Por este camino
seguro, que no deja lugar a la imaginación, podemos identificar dos nuevos
sacrificios espirituales. Uno es el sentido de la muerte para Pablo, y el otro
es la fe considerada como sacrificio espiritual. Ambos aspectos aparecen en
Fi. 2:17:
«Y aunque sea derramado en libación sobre el sacrificio y servicio de
vuestra fe, me gozo y regocijo por todos vosotros».
I. EL SENTIDO DE LA MUERTE PARA PABLO
Este pasaje se refiere a dos sacrificios espirituales, que se agregan a los
cuatro que hemos visto en los capítulos XX a XXIII.
El vocablo «derramado» es el griego que se utiliza aquí y en 2 Ti. 4:6 para
hacer referencia a la muerte de Pablo como testigo de Cristo. Los enemigos
del apóstol podían ver su muerte como una derrota, pero él la ve como la
coronación de una vida derramada en servicio a Cristo.
El texto dice literalmente «derramada mi sangre en libación» (VM, BJ).
El primer sacrificio espiritual de Fi. 2:17, que es el quinto que
consideramos en esta obra, es la vida del creyente derramada como libación,
incluso hasta la muerte.
Pablo está haciendo referencia a su propia muerte utilizando un lenguaje
de culto, pero solamente en un sentido subordinado, porque la libación era
un agregado secundario a la ofrenda principal. Está pensando en otro
sacrificio más importante, que veremos como el sexto sacrificio espiritual.
El apóstol visualiza la fe de los filipenses como un sacrificio espiritual a
Dios.

522
El apóstol habla de su muerte como una libación de vino, algo que se
añadía al sacrificio principal. La libación era una ofrenda líquida que se
derramaba sobre el sacrificio y que cerraba, como un «broche de oro», la
presentación del sacrificio.
Aquí en Fi. 2:17 Pablo visualiza otro aspecto de su ministerio sacerdotal,
posiblemente considerándolo como una ofrenda secundaria, al lado de la que
ofrecen los filipenses. La humildad del apóstol brilla otra vez aquí, al pensar
de su vida y de su muerte como una ofrenda menos significativa.
II - LA FE COMO SACRIFICIO ESPIRITUAL
Pablo destaca «el sacrificio y servicio que surgen de vuestra fe». El
vocablo «servicio» es el griego leitourgia, que se traduce como servicio o
como «ministrar» (en Hch. 13:2). El sentido es el de prestar un ministerio o
servicio sacerdotal. Originalmente designaba el servicio que se prestaba al
Estado, pero en el Nuevo Testamento indica el trabajo del cristiano para
Dios.
Aquí estamos frente a lo que probablemente consideraba como sacrificio
importante que el de su muerte como libación. El apóstol aprecia que los
filipenses ofrecen a Dios el sacrificio espiritual de una fe viva. «Es la fe que
se manifiesta en medio de la persecución y la prueba». Pablo se regocija
porque él los ha conducido a entregar sus vidas a Cristo.
Él escribe a creyentes que han captado, y ahora comparten con él, su visión
sobre el sentido sacerdotal de la vida de servicio a Dios del creyente. El que
ha concebido su apostolado como un sacrificio espiritual, se regocija por
culminar su vida con una ofrenda que acompaña al sacrificio espiritual, que
es la fe viva de los filipenses. Esta última es el segundo sacrificio espiritual
que está implícito en Fi. 2:17, y es el sexto de nuestro trabajo. La fe es
denominada como «sacrificio y servicio». El servicio se presta a los hombres,
y se lo presta por el amor de Cristo que lo impulsa.
Los filipenses aparecen como los que ofrecen el sacrificio; lo que importa
a Pablo es la vida consagrada de ellos, cada uno siendo «un sacrificio vivo»,
y esto en razón de su fe.

523
El pensamiento parece dividirse en tres partes, como lo ha señalado
Lightfoot; «los filipenses son los sacerdotes; su fe (o sus obras, según surgen
de su fe) es el sacrificio; la vida y la sangre de Pablo la libación que lo
acompaña».
Pablo se regocija de derramarse así. Y se regocija de ver a los destinatarios
de su caita viviendo plenamente su fe.
Esto ocurre en la carta del regocijo, escrita, como otras, desde la prisión.
En pocas palabras el apóstol sugiere mucho. Al presentar con lenguaje
sacrificial el sentido de su muerte y, con el mismo lenguaje, la fe de los
filipenses, está subrayando el carácter sacerdotal de la muerte de él y de la
vida de otros, porque todos ellos son, como Pablo, creyentes sacerdotes.

524
REFLEXIONES

Nos sentimos muy pequeños para reflexionar sobre las grandes palabras
del apóstol.
1. Pablo, que ha concebido toda su vida como un sacrificio espiritual,
concibe también su muerte como una ofrenda a Dios. Ha hecho de su vida y
de su muerte «un continuo sacerdocio, una adoración espiritual» (Neander).
¿Qué diremos ante esta enseñanza del apóstol? ¿Cómo concebimos nuestra
vida?
2. Hay tal cosa en la Escritura como «el sacrificio y servicio de la fe» (Fi.
2:17). Es la vida consagrada, definida en términos de fe, de confianza en la
fidelidad de Dios, de entrega total, sin reservas.
La fe viva constituye un sacrificio espiritual.
3. El pasaje de Fi. 2:17 presenta dos sacrificios espirituales. El primero la
vida del creyente, que debe ser derramada, invertida, para servir a Dios,
segundo es la fe, la vida de fe, a la que también es llamado el creyente
sacerdote.
El hecho de derramar la vida hasta el punto de la muerte, es un sacrificio
espiritual. El hecho de que cada uno «viva su fe» es también un sacrificio
espiritual. Ambas cosas agradan a Dios, le satisfacen en grado sumo.

525
CAPÍTULO XXV
LA ENTREGA DE LA VIDA

I – EL SÉPTIMO SACRIFICIO ESPIRITUAL ES LA


PRESENTACIÓN DE UNO MISMO
Pablo dice en Ro. 12:1-2:
«Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que
presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios,
que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino
transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento,
para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y
perfecta».
Este pasaje exhorta al creyente a adoptar una actitud de entrega de la vida
a Dios para llegar a conocer su voluntad. Estos dos conceptos, el de una
dedicación de todo el ser a Dios, y el del conocimiento de la voluntad divina,
están estrechamente vinculados, y lo están a través de un proceso espiritual
que todo creyente está llamado a vivir si quiere realmente conocer «la buena
voluntad de Dios, agradable y perfecta».
1. El mundo tiene sobre la voluntad de Dios una idea sombría. El incrédulo
piensa en la voluntad de Dios y se estremece, pero el creyente encuentra que
en la Sagrada Escritura la voluntad de Dios está asociada con sus
misericordias. El apóstol se ha referido a ellas en los 11 capítulos anteriores
de la carta.
2. Hay ideas equivocadas sobre la voluntad de Dios:
a) Esta voluntad suele ser invocada en los hospitales y en las crisis
extremas. No está mal apelar a Dios en esas situaciones; lo que está mal es
apelar a Dios como último recurso. El creyente no debe considerar a Dios
como último recurso, sino como el primero y el único.

526
b) La voluntad divina no debe ser confundida con el destino; no es todo
lo que pasa en la vida, ni hay en la Biblia un sentido fatalista de la vida.
Muchas cosas ocurren que no son la voluntad de Dios. ¿Por qué? Porque Él
las permite pero no las aprueba.
c) Un error bastante frecuente es confundir la voluntad de Dios con la
nuestra, o asociarla sólo con lo que nos agrada. Ciertamente nos han sido
otorgadas muchas cosas agradables, que están dentro de la voluntad de Dios,
pero el peligro es asociarla solamente con lo que nos agrada.
d) Otro error consiste en pensar que si no conocemos su voluntad es porque
no hay un esfuerzo, un anhelo ardiente, por conocer esta voluntad.
e) Hay otro desconcepto que es todavía mayor. Es el de pedir el
conocimiento de la voluntad de Dios solamente para cosas aisladas.
Constituye un grave error que un creyente pretenda consultar al Señor sólo
sobre un área determinada, mientras sigue reteniendo el resto de su vida bajo
su control. Así procedemos cuando queremos conocer la voluntad de Dios
sólo en casos aislados.
Pablo es categórico para mostrarnos que no hay nada sombrío en la
voluntad de Dios. Los hechos de la cruz son luminosos y no sombríos. La
misericordia de Dios ha actuado cuando estábamos en tinieblas. Ro. 12:1-2
revela que el punto de partida para conocer la voluntad de Dios, es apreciar
sus misericordias.
Pablo enseña que, si queremos conocer la voluntad de Dios, tenemos que
aprender a esperado todo de Dios misericordioso. Fuera de esta base Pablo
no tiene ninguna exhortación que hacer.
II - ES PRIVILEGIO DE TODO CREYENTE QUE ÉL SEA
ENSEÑADO POR DIOS
1. Dice Pablo: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de
Dios…»
El fundamento de todo consiste en apreciar las misericordias de Dios. A
quienes aprecian estas misericordias, es decir, a sus hermanos en Jesucristo,
Pablo les exhorta a que «presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo,

527
agradable a Dios...». Notemos que el punto de partida es el lugar donde
fracasamos. Pedimos cosas, pero el punto de partida para un progresivo
despertar sobre la voluntad de Dios es la entrega de la vida.
Todo comienza con la entrega de nuestro cuerpo. Esta entrega de la vida
no es para que seamos salvos, sino para que entremos más plenamente en los
propósitos de Dios. La dedicación de la vida la pide Pablo sólo al que ya ha
entrado en los propósitos de Dios, habiendo recibido sus misericordias
mediante la salvación en Cristo.
La presentación de nuestros cuerpos a Dios tiene dos finalidades; una,
última, final; otra, inmediata. La finalidad última es que «comprobemos»
cuál sea la voluntad de Dios. Pero antes de que alcancemos este conocimiento
Pablo habla de «no conformarse a este siglo» (no adaptarse al mundo), y
habla de ser transformado por la renovación del entendimiento. Ésta es la
finalidad inmediata de la entrega de la vida.
Esquemáticamente, la enseñanza de Ro. 12:1-2 es ésta:
a) El conocimiento de la voluntad de Dios es posible para el que aprecia
las misericordias de Dios, que el apóstol ha descrito en los capítulos
anteriores.
b) Pablo exhorta a estos creyentes a que presenten sus cuerpos en
sacrificio, con la finalidad de que entren en un proceso que tiene dos fases:
1) La no conformidad con el mundo.
2) La transformación de la mente.
c) La participación en este proceso conduce al conocimiento de la voluntad
de Dios, que es buena, agradable y perfecta.
2) Habiendo presentado el esquema de este pasaje, pasamos a exponerlo.
«Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que
presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, agradable a Dios…»
La importancia de este pasaje reside en su riqueza doctrinal como
fundamento de la acción práctica.

528
Notemos que se utiliza el lenguaje de los sacrificios. «Os ruego… que
presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios…» El
pasaje no enseña que tengamos que entregar nuestros cuerpos para que estos
sean sacrificados, sino para que sean santificados. ¿Qué significa
concretamente? Se trata de una cuestión de sacrificio, no porque haya dolor
ni porque en esta entrega haya mérito redentor. Entonces ¿por qué se habla
de sacrificio? Se habla así porque se trata de hacer la voluntad de otro, en
este caso la voluntad de Dios.
Se trata de una entrega completa a Dios. No tenemos que entregarle
solamente lo que nos desagrada, o lo que está fuera de nuestro control, lo que
no podemos dominar. La entrega abarca todo lo que sabemos, e incluye
también el futuro desconocido.
3. Con frecuencia pensamos que la entrega de la vida es para el servicio.
Este aspecto está incluido, pero el pasaje enseña que la dedicación es para
ser separado del mundo y para ser enseñados. Estos dos aspectos constituyen
un proceso transformador, que tiene que reemplazar a los criterios falsos que
prevalecen en el mundo y que tienen que desplazar a nuestra mente carnal.
La dedicación a que se refiere el apóstol en Romanos capítulo 12 no está
referida pues, a cuestiones aisladas, o a áreas limitadas, sino que se refiere al
dominio de la vida. No nos enfrenta con preguntas específicas, sino con la
gran pregunta de quién va a ser el dueño de los años de vida que Dios nos va
a dejar aún sobre la tierra.
El apóstol exhorta a que presentemos nuestros cuerpos en sacrificio. El
sacrificio que se requiere del creyente es el de su ser entero y se realiza
mediante la presentación, que es un vocablo que describe el acto del
sacerdote del Antiguo Testamento, que significa «ofrecer, poner a
disposición de otro». Es el término que se utiliza para presentar las ofrendas,
en el libro de Levítico.
El vocablo «presentéis» (griego Parastesaí) es vívido, y algunos lo
traducen «que hagáis una dedicación decisiva», «una vez para siempre».
Todo comienza con una presentación definitiva. La idea es la entrega de
la vida a Dios, la dedicación de todo el ser a Dios.

529
Significa estar disponible para Dios, para lo que Él quiera. Es la
disposición para ser lo que el Señor haya decidido que seamos, y para hacer
lo que haya decidido que hagamos. Lo que somos es más importante que lo
que hacemos. Nuestra voluntad se mueve por una convicción interior, de
modo que la entrega de la voluntad a Dios no significa la pérdida de nuestra
capacidad de decisión, sino su enriquecimiento. El intelecto del creyente se
ilumina cuando va comprendiendo la voluntad del Señor. Su voluntad se
libera cuando recibe impulsos para actuar en conformidad con la verdad
revelada en la Palabra. Su corazón se regocija en 1a obediencia a Dios.
Que el sacrificio sea vivo indica que la ofrenda es permanente, es decir,
que se trata de una dedicación constante. El sacrificio es además santo, es
decir, puesto aparte para Dios. Una idea fundamental aparece aquí, porque
se trata de una dedicación de corazón a Dios, de manera que el espíritu del
creyente sea santificado, en una conformidad progresiva con la voluntad de
Dios.
Sin embargo, no debemos confundir santificación progresiva con
consagración incompleta. Los avances que hacemos son siempre, debido a
nuestra imperfección, graduales, pero la exhortación es a una entrega total,
incondicional. El requisito de que nuestra vida debe ser vivida en
conformidad con la voluntad de Dios no es optativo, es imperativo.
4. Esta ofrenda del cuerpo del creyente es hecha a Dios, infinitamente puro
y santo. Por tanto, el concepto aquí es que el cuerpo físico del cristiano,
puesto a disposición de Dios, presentado a Él, es santo tanto en el sentido de
estar separado para Dios, como por el hecho de que habrá de ser utilizado
para propósitos ordenados por Él.
Además, el apóstol habla de un sacrificio «agradable a Dios, que es vuestro
culto racional». El concepto aquí es que esta ofrenda del cuerpo del creyente
satisface a Dios, le complace en grado sumo.
Seguramente había en la mente del apóstol inspirado un contraste entre los
sacrificios del Antiguo Testamento con éste que él ahora exhorta a hacer.
Aquéllas eran ofrendas que los hebreos hacían aparte de sí mismos, en tanto
que la ofrenda del cristiano consagrado es más plena; exige la ofrenda de sus
miembros físicos, puesto que se trata de la ofrenda de uno mismo, y
530
totalmente. Esta ofrenda es un «culto racional» en un sentido interior y
espiritual, no meramente externo y material. O surge del corazón del creyente
adorador, o carece totalmente de valor. Aquello era la sombra; esto es la
sustancia. Las sombras han pasado. La sustancia es la entrega total, que debe
surgir de la devoción a Dios.
Vemos, pues, lo mucho que este pasaje tiene para decir con respecto al
estado del alma de todo aquel que quiera conocer el propósito de Dios para
la vida. Incluye la entrega al servicio del Señor pero, por encima de todo,
significa la dedicación de la vida entera, en una actitud de devoción personal
a Dios. La entrega del cuerpo, así concebida, es el sacrificio espiritual que se
requiere de todos nosotros. ¿Cuál es la reflexión aquí? El llamamiento de la
Escritura es a una dedicación de la vida toda a Dios como una ofrenda de
gratitud, en respuesta a sus misericordias, y haciendo de la vida un sacerdocio
continuo.
III - NINGÚN CONOCIMIENTO DE LA VOLUNTAD DE DIOS ES
POSIBLE SI EL CREYENTE HACE CONCESIONES A LOS
CRITERIOS DEL MUNDO
1. El vocablo griego Suschematizo («conforméis»), no quiere decir
resignación sino adaptación, «tomar la forma». Se aplica a aquello que es
transitorio, mutable. El creyente está en el mundo, tiene que vivir su vida en
un mundo de hombres que, como él, son pecadores; pero no puede compartir
el pecado del mundo.
Algunos pretenden seguir métodos y modelos del mundo, con et pretexto
de alcanzarlo con el mensaje cristiano, pero hay que advertir que las
concesiones que hacemos a la mentalidad del mundo son prueba de flaqueza
y no de fortaleza.
La exhortación es categórica, en el sentido de no adaptarnos al mundo, con
sus criterios falsos En el mundo prevalece un enfoque de las cosas que
excluye a Dios de la vida, sobre todo porque insiste en ignorar la revelación
que Dios ha dado en su palabra y porque no cuenta con los recursos de la
gracia de Dios. Este punto es fundamental. Nuestro mundo es un mundo
ciego, porque se apoya en una mentalidad satánica y no en la revelación de
Dios, y es un mundo pobre, porque depende de sí mismo y no de la gracia de
531
Dios. Es a este enfoque anticristiano y antiescritural de la vida a lo que el
creyente debe oponerse. Ningún progreso sobre el conocimiento de la
voluntad de Dios es posible si el creyente no define claramente su ruptura
con el mundo.
2. El vocablo «siglo» o mundo no se refiere al mundo constituido por los
seres humanos. A este mundo debemos amarlo, porque es el mundo que es
el objeto del amor de Dios, según Jn. 3:16: «De tal manera amó Dios al
mundo...». El mundo cual se refiere aquí la Escritura en Ro. 12:2 es «AION»,
el mundo alejado, enajenado de Dios. Bengel lo define como «el espíritu sutil
que informa al cosmos, o el mundo de los hombres que están viviendo
alienados y aparte de Dios».
El mundo es la vida de la sociedad humana tal como está organizada bajo
el poder del mal. Este mundo puede también ser definido como «toda aquella
masa flotante de pensamientos, opiniones, máximas, especulaciones,
esperanzas, impulsos, intenciones, aspiraciones, corrientes en el mundo en
todo momento, que puede ser imposible definir con precisión, pero que
constituyen un poder real, efectivo, que es la atmósfera moral o inmoral que
en todo momento inhalamos, y que inevitablemente exhalamos».
Contra esta clase de mundo el sacerdote cristiano tiene que luchar,
reflexión se impone aquí. Si uno no lucha contra el mundo, sepa que el
mundo lucha contra él.
IV - EL CREYENTE PUEDE ADQUIRIR LA MENTE DE CRISTO
Dice Pablo:
«...transformaos por medio de la renovación de vuestro
entendimiento…»
El vocablo «transformaos» es el griego Metamorphóo, que indica cambio
de forma; en Ro. 12:2 destaca el cambio interno. En ese versículo el verbo es
imperativo.
No todos se dan cuenta de que, para conocer la voluntad de Dios, el
creyente está envuelto en un conflicto entre su propia mente carnal y la mente
de Cristo.

532
Si el creyente quiere adquirir la mente de Cristo tiene que entrar
profundamente en la experiencia del arrepentimiento. ¿Por qué es importante
tratarlo aquí? Porque estamos hablando de un cambio de mentalidad. Y
arrepentirse es eso; un cambio de mentalidad.
Hay varios elementos que intervienen en esta experiencia:
1. La convicción de pecado.
Ningún predicador puede convencer a nadie de su pecaminosidad, ni
puede convertir a nadie. La convicción de pecado es una obra de Dios, el
Espíritu Santo. Esta convicción es el punto de apoyo en que Dios se basa para
hablar al hombre. Esta convicción no viene por pecar, sino por escuchar la
palabra de Dios, aplicada por el Espíritu Santo. Cuando se escucha el
Evangelio la conciencia de pecado se intensifica. El pecador llega a ver su
pecado como realmente es, como algo hecho contra Dios. El pecado es un
agravio a Dios; es una ofensa, es un delito contra el amor de Dios. Por esta
razón la confesión del pecado es tan importante; confesar el pecado implica
identificarse con la opinión que Dios tiene sobre nuestro pecado.
Notemos que la más profunda conciencia de pecado no es cosa de
incrédulos sino más bien de creyentes. Siempre hace falta algún grado de
convicción sobre nuestro mal para venir a Cristo, pero la más profunda
conciencia de pecado puede venir después de la conversión. Todo creyente
tiene que cultivar una conciencia sensible hacia su propio pecado, porque
ninguno se arrepiente verdaderamente hasta que llega a darse cuenta de cuál
es la naturaleza de su pecado.
2. El amor al pecado tiene que morir.
Este segundo elemento no es tan fácil de percibir ni de vivir, pero este
punto es esencial. Hay una tristeza que Pablo menciona en 2 Co. 7:10 como
«la tristeza el mundo». Esta tristeza no conduce a nada. ¿Por qué? Porque el
solo sentido de culpabilidad no ayuda a nadie, no libera. El pecador en ese
caso sigue quejándose de la falta de paz, porque está triste en un mundo sin
Dios.
Pero hay otra tristeza, la única valiosa. Pablo la menciona en 2 Co. 7:8-10.
La idea allí es que la primera carta había producido tristeza en sus
533
destinatarios. El apóstol no se lamenta de esto, porque destaca que «fuisteis
contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según
Dios...» La enseñanza es, otra vez, sorprendente. Cuando Dios comienza a
obrar en un corazón, sea de un incrédulo o de un creyente, surge una tristeza
que obra arrepentimiento. El arrepentimiento verdadero es una tristeza del
alma, detrás de la cual está Dios. Éste es un punto fundamental.
¿Conocemos algo de esta tristeza que conduce al arrepentimiento?
¿Conocemos algo de esta turbación detrás de la cual está Dios?
Notemos la importancia de esta enseñanza. El arrepentimiento no es
solamente un pasaporte; no es un cheque en blanco. El Espíritu de Dios
transmite algo al alma del creyente que se ejercita; Dios, que es fiel, no dejará
esta obra inconclusa. Esta obra no cesa hasta que el creyente llega a odiar su
propio pecado.
En el arrepentimiento Dios se apodera de la conciencia del pecador. Esto
significa que, en el arrepentimiento, Dios transmite al hombre su propia
reacción contra el pecado. Sí, en todo arrepentimiento genuino el amoral
pecado tiene que morir. Y esto sólo puede ser la obra de Dios el Espíritu
Santo.
3. El renunciamiento al pecado.
El arrepentimiento no produce todos sus frutos hasta que, por una decisión
de su voluntad, el creyente rechaza el pecado. Vemos hasta dónde nos ha
llevado la enseñanza de Ro. 12:1-2.
Tenemos que advertir que, en nosotros, este renunciamiento al pecado es
siempre imperfecto. Pero este renunciamiento, aunque sea imperfecto,
importa como actitud. ¿Qué es una actitud? Es un acto repetido, una
disposición repetida. Y ésta, aunque sea imperfecta, es otra actitud
fundamental del creyente como sacerdote.
Ahora estamos en condiciones de definir el arrepentimiento. ¿Qué es
arrepentirse? Es recapacitar sobre cómo hemos llevado nuestra vida. Es un
cambio de mentalidad, que revoluciona la vida del creyente en relación con
su pecado. El arrepentimiento es una gran riqueza de la vida cristiana, y tiene
por finalidad llevarnos a una crisis en relación con nuestros males, y no con
534
nuestros éxitos. Es un cambio que revoluciona la vida del creyente en
relación con el propósito de Dios para su vida. Ya estamos llegando a un
punto esencial para comprender a Pablo cuando dice «transformaos por
medio de la renovación de vuestro entendimiento». Arrepentirse no es sólo
el repudio del acto. Se trata de que tenemos que enjuiciar la razón del pecado
que mora dentro nuestro. Hay un hombre en la Biblia que dice «en mí, esto
es, en mi carne, no mora el bien». Hay otro que dice a Dios: «Ahora mis ojos
te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza».
¿Qué es, entonces, el arrepentimiento? Es el repudio de mí mismo, y no
sólo de mi pecado.
Se trata del repudio de uno mismo; se trata de llegar al fin de uno mismo.
Cuando uno confiesa su pecado lo que está confesando es su insolvencia
moral, su bancarrota moral. Y esto implica llegar a escudriñar, en la presencia
de Dios, aquello que le llevó al pecado. Éste es el quebrantamiento de
corazón, que todo creyente necesita. Ciertamente estamos en un terreno muy
serio, que debe llevar a cada uno a la oración y a la meditación. O hacemos
del perdón una cuestión de quebrantamiento o perdemos los mejores frutos
del arrepentimiento. Con menos que esto avanzaremos muy poco.
Cuando damos estos pasos, cuando estas ideas de Dios se arraigan, cuando
el Señor, por su Palabra y por la iluminación de su Espíritu Santo, graba estas
ideas en el corazón, entonces se forma la convicción interior, entonces la
transformación tiene lugar.
Éste es un hombre renovado; éste es un hombre que va siendo renovado.
A este hombre Dios le irá mostrando cuál es su voluntad, cuáles son sus
planes. ¿Por qué a éste y no a otro? Porque este cristiano, que va siendo
renovado en su mente, éste está preparado para entender a Dios.
V - LA RENOVACIÓN DE LA MENTE
La Escritura demanda del creyente la renovación de su mente. Esta
renovación es un proceso espiritual. Y el pasaje de Ro. 12:1-2 muestra que
este proceso requiere el darnos nosotros mismos a Dios, para ser enseñados.
1. ¿Qué es la mente? Por mente se entiende en general la facultad de
pensar, la capacidad mental que llamamos el entendimiento. Representa la
535
facultad intelectual, la capacidad reflexiva del hombre, aquello que inicia su
pensamiento y que formula sus planes.
En las Escrituras la mente no es solamente esto sino que, además, es la
capacidad de reconocer el bien y, sobre todo, es la capacidad de reconocer la
verdad espiritual.
2. Pablo exhorta en Ro. 12:2 a ser transformados por medio de la
renovación del entendimiento. En Ef. 4:23 expresa un pensamiento
semejante sobre esta renovación, porque dice «renovaos en el espíritu de
vuestra mente». Esta renovación aparece en medio de dos exhortaciones. La
de desvestirse del viejo hombre (4:22) y la de vestirse del nuevo (4:24). En
el medio de ellas figura el v. 23, «renovaos en el espíritu de vuestra mente».
Lo primero que hay que destacar es el significado de «renovar» en el
Nuevo Testamento.
Renovar no consiste en remendar, o en reparar. Tampoco consiste en
mejorar lo bueno que pudiera haber en el hombre. «Renovar» significa «ser
hecho de nuevo» y desde lo alto, desde Dios.
Esta revelación de la Escritura es complementaria de la de Romanos 12.
La Biblia habla de un corazón limpio y de una vida limpia, pero aquí habla
también de una mente renovada.
La renovación es «en el espíritu de nuestra mente». Pablo no se está
refiriendo aquí al espíritu humano en general, como una parte constitutiva de
nuestro ser, sino al espíritu de la mente. A la mente se le atribuye un espíritu.
Significa el principio interior que realmente gobierna y controla, y que
maneja a la mente misma. De modo que, además del poder y de la habilidad
intelectual, hay un espíritu de la mente. Se trata de lo más íntimo, de lo más
profundo de nuestro ser interior. No habla, pues, sólo de la capacidad de la
mente, sino del poder que la controla.
Ya hemos visto que el creyente que quiera conocer la voluntad de Dios
necesita esta mente renovada para no adaptarse a los criterios del mundo.
El lenguaje de la Escritura es vigoroso. Hay un abismo de diferencia entre
tomar la forma del mundo (ser «conformados» al mundo) y el ser

536
«transformados». El vocablo utilizado para «conformarse» expresa
fuertemente la idea de similitud de carácter. Y el vocablo «transformaos»
expresa, con igual fuerza, la idea totalmente opuesta. Es como si el apóstol
dijera no seáis externamente conformados, adaptados, sino internamente
transformados».
En Efesios 4 vemos además que el creyente necesita esta renovación del
espíritu de su mente por otra razón más; la necesita para desvestirse, para
despojarse del viejo hombre. Y la necesita para vestirse del nuevo hombre.
Aquí vemos otra aplicación concreta de esta gran enseñanza. En el v. 22
exhorta: «En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo
hombre», y esto implica una actitud distinta hacia el pecado.
En el v. 24 dice «vestíos del nuevo hombre», y esto implica una actitud
hacia Dios. Estas dos actitudes determinan todo el curso de la vida espiritual,
pero el creyente no podrá tomar ninguna de estas dos actitudes si no va siendo
renovado en el espíritu de su mente. Se trata de que en la conversión
recibimos una nueva actitud mental, una nueva disposición con respecto al
pecado y, sobre todo, con respecto a Dios.
4. Como complemento del mandato a que rehúse tomar la forma del
mundo, está el mandato a ser transformado. Se trata de un proceso
demoledor. Esta transformación culmina en la renovación de la mente, pero
es un proceso demoledor, porque enseña que una mente autosatisfecha no es
nunca la mente de Dios.
Además, el original significa «continúe siendo renovado». No es algo que
ocurre de una vez para siempre; éste es un proceso constante, debido a que
también es continuo el intento de nuestra mente caída para retomar el control.
Esta renovación es un acto del espíritu de Dios, que obra en el creyente.
Es la obra del Espíritu de Dios, pero el cristiano puede impedida, o
entorpecerla.
Ahora, que sea una tarea del Espíritu Santo indica que esta renovación es
más que una actividad intelectual.

537
Además, que sea una obra divina no implica que el creyente pueda mirar
pasivamente este proceso, porque la Escritura enseña que todas las facultades
del alma tienen que ser ejercitadas para buscar a Dios.
Pocas cosas son más solemnes en la vida de un creyente que la posibilidad
dc| estar impidiendo la obra del Espíritu Santo en él mismo, o en los demás.
El espíritu del mundo nos transfiere constantemente criterios y patrones de
conducta, que son radicalmente falsos.
El espíritu de la mente es su vida interior. Es el principio interior que está
detrás de todo lo que hacemos. Esto es lo que tiene que ser renovado.
5. Siempre tenemos que tener presente la enseñanza troncal de Ro. 12:1-
2; todo comienza con la entrega de la vida para participar de un proceso.
Se trata de una entrega con el propósito de atender, de escuchar cuando
Dios habla, por su Palabra o por sus siervos. El creyente suficiente sólo se
oye a sí mismo. El cristiano carnal hace muchos planes, pero no percibe las
señales espirituales que Dios le envía. No discierne la enseñanza más
profunda de la Escritura. Es que esta enseñanza profunda no penetra sin
ejercicio de corazón. No se alcanza si el creyente rehúsa entrar a este proceso
transformador.
Esta visión de las realidades espirituales, esta mente espiritual, no viene si
uno se deja llevar por su propio criterio carnal, y no hace un esfuerzo por
conocer, en cada asunto, cuál es la mente de Cristo. En cada aspecto de la
vida, Cristo tiene una opinión, y ésta es la opinión que, con frecuencia, no
conocemos.
Dios no ha prometido escuchar al que le invoca livianamente, sino al que
lo busca de corazón. «Me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré;
me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón»
(Jer. 29:13). Sí, la renovación de la mente es más que una tarea intelectual,
porque demanda un ejercicio del alma en la búsqueda de la mente de Dios.
Con menos que esto avanzaremos muy poco.
En la base de la enseñanza del apóstol hay la noción bíblica fundamental
de la tragedia que ha significado, para todos nosotros, la caída del pecado.

538
La Biblia subraya la esencia de la caída. Cuando el hombre pecó, pasó a estar
bajo el dominio satánico. Nada es más importante que conocer la doctrina de
la caída del hombre; esto es la llave para entender toda la Biblia. Nada es más
importante que conocer la doctrina de la caída del hombre; es la llave para
entender toda la Biblia.
Nada es más importante que conocer en qué consiste la depravación total
del hombre.
Esta palabra «renovar» nos ilumina. La mente del hombre necesita ser
renovada. Porque los hombres no se dan cuenta de esto, viven como viven.
El ser humano toma el pecado con suma liviandad, pero lo cierto es que,
cuando el hombre peca, se mete en un mundo tenebroso.
El problema con todos nosotros es ése: que hemos nacido con una
naturaleza manchada. La esencia de nuestro problema no es sólo si lo que
hacemos está mal o no. Hay algo mucho más grave. El problema más grave
es lo que hemos venido a ser por naturaleza. Nuestro enfoque total es
equivocado. Es el espíritu de nuestra mente lo que está mal.
La máquina de fabricar ideas las fabrica, pero la historia humana muestra
que algo anda mal. El mundo está como está porque el hombre no sabe cómo
pensar rectamente, y el primer llamado del Evangelio es a que piense dónde
está y cómo está delante de Dios.
No es la mente como instrumento lo que anda mal. Si le pedimos que haga
números, que calcule fórmulas complejas, lo hace bien. La mente como
órgano, como máquina del pensamiento, razona, calcula, piensa y produce
resultados notables, pero lo que ha andado mal, lo que sigue andando mal, es
el poder que la gobierna desde atrás.
Lo que al principio fue gobernado por el espíritu, ahora está gobernado
por la carne Esto es lo que hay que cambiar.
El hombre tiene todavía capacidad para recibirse de médico, de ingeniero,
pero llega un momento en que todo comienza a andar mal. Puede llegar a la
luna, pero falla en lo que es vital. Cuando llegamos a las cosas que realmente
importan, a la naturaleza espiritual del hombre, a su relación con Dios, a la
noción de eternidad, al sentido de nuestra existencia, en estos puntos vitales
539
el pensamiento del hombre fracasa completamente, porque el espíritu de su
mente se ha extraviado. Esta parte de la revelación bíblica sobre el hombre
es categórica y penetrante, porque esto ocurre en el punto más elevado de su
ser, en el centro de su personalidad, en el espíritu de su mente.
Por eso, porque el hombre está caído, la única solución es crearlo de nuevo,
regenerarlo, y Dios es el único que puede levantarlo. ¿Qué es lo que hace la
regeneración? En la regeneración recibimos un nuevo espíritu, una nueva
disposición que gobierna, un nuevo principio de vida, que comienza a obrar.
En el hombre que nace de nuevo no se verifica ningún cambio físico; su
cerebro sigue siendo el mismo, pero lo que recibe es este nuevo espíritu, que
controla. Todo su enfoque es hecho completamente nuevo. La renovación no
tiene lugar en la mente, sino en el espíritu de la mente. Ésta permanece como
antes, pero su espíritu, su parte más elevada, va siendo renovada.
Notemos que la realidad de esta renovación sólo ha de manifestarse si
alcanzamos un conocimiento más pleno de la voluntad de Dios y lo
expresamos en una conformidad progresiva. Nada menos que esto es lo que
Pablo espera de los destinatarios de su carta a los Efesios.
Pablo exhorta a la acción del hombre, como expresa en los vv. 22 y 24,
pero se apoya en lo que Dios ha hecho, dentro de nosotros. Habla de
desvestirse y vestirse (un hecho de todos los días) porque el creyente se
enfrenta a cada paso con opciones, con conflictos, y estos conflictos sólo
puede enfrentarlos si, en medio de ellos, el espíritu de su mente va siendo
renovado por Dios. Pero nadie podrá despojarse del viejo hombre si no es un
hombre renovado; nadie podrá hacer esto sin la fuerza de Dios. Sólo a un
hombre que va siendo así renovado se le puede exhortar a cambios tan
sustanciales; es nada menos que despojarse del viejo hombre... viciado... para
vestirse del nuevo hombre «creado según Dios en la justicia y santidad de la
verdad».
Un punto fundamental es que la mente, si fuera solamente un instrumento
del pensamiento, sería neutral pero, sin embargo, tal neutralidad no existe,
porque la cualidad moral de la mente se determina según el poder al cual se
subordina. La mente no es neutral porque se sujeta, se subordina, a un poder.
Su cualidad moral depende de a qué poder se subordina.
540
La Escritura adjudica la perversión de la mente más bien a los no
convertidos, pero señala que aun la mente del creyente puede estar controlada
por la carne. Aquí está el poder al cual se subordina. La mente del cristiano
puede estar sometida a la carne y entonces deja de ser neutral, porque está
subordinada a la carne. Éste es un llamado de atención para todo creyente,
porque la mente puede estar controlada sutilmente por la naturaleza caída.
Esto hace que el proceso sea penoso, y que demande la actividad intensa del
alma.
Pablo utiliza el vocablo «transformaos», que aparece en Mt. 17:2 para
describir la transfiguración del Señor. En aquel caso lo que brilló no fue una
luz de afuera, sino la brillantez de su propia gloria esencial, aquella que
moraba dentro. ¿Cuál es la enseñanza, aplicable a nuestro texto? La
transformación a la cual somos exhortados no es un cambio exterior, ni la
puede producir el creyente. Es algo que sólo puede producir el Espíritu Santo
que mora adentro. Aquí enfrentamos una de las funciones esenciales del
Espíritu de Dios en el creyente, porque la entrada del Espíritu Santo en
nuestra vida es el medio para la renovación de nuestra mente.
Esta transformación mediante la renovación del entendimiento es colocada
en Ro. 12:1-2 en oposición a la mentalidad del mundo, y constituye el aspecto
positivo de un proceso que tiene por finalidad cambiar el enfoque total de
nuestra vida. Notemos que el énfasis de la entrega no está en el servicio, sino
en la renovación del espíritu de la mente. No deberíamos desanimar a
ninguno que desee trabajar en la obra del Señor, pero hemos de subrayar la
necesidad de la renovación. Un creyente que va siendo renovado será un
hombre activo, porque el conocimiento de Dios no le dejará ocioso (2 Pe.
1:8). Pero si esta renovación no tiene lugar, el servicio será prestado en la
carne. Si el proceso mental que controla todo no es transformado, el creyente
será salvo, pero consciente o inconscientemente, seguirá viviendo controlado
por criterios mundanos y pos su mente carnal.
Toda nuestra manera de actuar revela quién domina la vida. Nuestra
actitudes, más que nuestras palabras; nuestro proceder íntimo, más que
nuestras acciones externas, revelan si estamos bajo el control del Espíritu
Santo.

541
Sí, esta transformación sólo se consigue mediante el ministerio no
impedido del Espíritu Santo que mora en el corazón y requiere la sumisión
del creyente a su influencia controladora. El Espíritu Santo hace esto si le
permitimos controlar el proceso mental que gobierna nuestra vida.

542
REFLEXIONES

1. El creyente es un sacerdote también para alcanzar un conocimiento


claro de la voluntad de Dios para su vida.
La enseñanza de Ro. 12:1-2 y de Ef. 4:23 subraya que no hay verdades
sintéticas que permitan conocer la verdad de Dios sin disciplina, porque sin
disciplina no se aprende nada serio.
2. El creyente sacerdote no podrá evitar la disciplina transformadora. Para
conocer los caminos de Dios no hay caminos cortos. La entrega de la vida,
el no adaptarse al mundo, la transformación del entendimiento, todo esto
viene primero. Todo este proceso es para ser «enseñados por Dios» (Jn.
6:45), y culmina en que el creyente compruebe «cuál sea la voluntad de Dios,
agradable y perfecta» (Ro. 12:2).
3. El creyente entrega todo a Dios, y el Señor le irá dando una mente
espiritual. Le dará discernimiento espiritual para que entienda lo que Dios
quiere: la transformación ocurre en el más profundo nivel del creyente.
4. Dios puede tomarse tiempo antes de contestar. El Señor se toma
tiempo, no porque Él lo necesite sino porque nosotros lo necesitamos. Antes
de revelarnos sus planes, quizá tiene que mostramos aspectos de nuestra vida
que requieren limpieza, o algún otro ajuste. Dios no cede en esto, porque es
fiel a sí mismo, y no es complaciente con nuestro mal.
Hace falta tiempo, además, porque Dios no nos empuja, nos atrae. Quizá
ya ha mostrado su voluntad, pero nosotros estamos distraídos. La
indiferencia es mortal. La negligencia es culpable.
5. Para que la mente entienda la verdad de Dios, el corazón tiene que estar
entregado a la verdad. Tiene que haber «amor por la verdad» (2 Ti. 2:10). La
referencia a la mente es fundamental, porque la transformación tiene lugar
mediante la renovación de la mente.
6. El camino para conocer la verdad de Dios es tener la disposición de
obedecerla antes de que sea revelada. Una mente que quiere percibir nuevas

543
señales divinas es aquella que vive en sumisión, en sometimiento a la
voluntad ya conocida de Dios. No se trata de una decisión de un momento,
sino de una actitud que mantiene el espíritu de consagración a Dios. Se trata
de un proceso continuo, y no de una actitud pasajera.
7. No se puede llegar a conocer la mente de Cristo con oraciones pasajeras,
ni con un estudio superficial de las Escrituras, Aquí es donde muchos se
equivocan. Piensan que si no son predicadores pueden dejar el estudio
personal de la Biblia, para dedicarse a ser activos en el trabajo.
Nuestra escasa disposición a ser renovados en nuestro enfoque carnal de
las cosas, pone límites a Dios. Solamente una voluntad rendida a Dios puede
elegir la voluntad divina. Y todo esto es un proceso, que para algunos tiene
que comenzar hoy. Lo fundamental no es cuánto planificamos nuestra vida,
ni cuánto trabajamos para Dios. La gran cuestión es cuánto permitimos, en
dependencia genuina, en humillación, que Dios trabaje dentro de nosotros.
Dios obra dentro de aquel cristiano que trabaja seriamente con la Biblia. El
que descuida el estudio serio y personal de la Escritura malgasta su vida, y
no podrá entender a Dios en cuanto a su servicio de cada día.
8. Ser sacerdote implica cultivar una actitud; es la actitud de entrega de
uno mismo para ser gobernado, para ser humillado y, sobre todo, para ser
enseñado, hasta que Dios comience a revelar sus planes. Dios está dispuesto
a revelar sus caminos no al cristiano indolente, pero sí al que anhele,
profundamente, conocer cuál es, en la tierra, su responsabilidad y su
privilegio como sacerdote.
Lo fundamental en nuestro sacerdocio no es cuánto podemos enseñar sino
cuánto estamos dispuestos a aprender. Lo fundamental, hoy, es cuánto
estamos dispuestos a ser «enseñados por Dios», en la plenitud de la Escritura.

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corresponden a la versión Reina Valera, revisión 1960, a menos que se
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