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En mi familia nunca tomábamos café; para mi madre no era algo bien visto.

Creía que los niños no debían hacerlo. Así que, para mí, esa siempre fue una bebida
prohibida. Por varios años estuve sin atreverme a tomarlo, pero una cálida tarde de
enero no pude resistir el impulso. 
Había salido con una chica, que invité a salir algunos días antes; y ella me dijo
que le encantaba el café, que era lo mejor que había podido probar en la vida. Yo no
pude más que sentir una enorme curiosidad por el sabor de dicha bebida, y su dulce
aroma siempre me había acariciado el olfato. Así que decidí pedir una taza, para al fin
poder saciar mi curiosidad. Lo primero que noté es que me dejé engañar por mi olfato:
el café era demasiado amargo para mi paladar, pero era muy extraño, pues su sabor
me agradó; es como la primera vez que pruebas la cerveza, que pierdes la virginidad
en la lengua y su sabor te desagrada; entonces después, cuando te das cuenta, no
puedes dejar de tomarla. Me pasó lo mismo con el café, y ya no puedo dejarlo.
Lo único que diré es que me arrepiento; ojalá le hubiera hecho caso a mi madre.
Ahora soy la persona más desgraciada en el mundo.
Cuando la cafetera suena, saco el recipiente con café y me sirvo una taza. Me
encanta su aroma por la mañana, hace que me quite el sopor. Y más cuando pasé una
noche en la que no pude dormir del todo bien. Eso es lo único bueno que tiene, pues
sus efectos secundarios en mí son devastadores, aunque me ayudan en mi trabajo.
Supongo que mi madre lo sabía.
Termino de desayunar, me lavo los dientes y salgo de mi casa para ir al trabajo.
El transporte público es un desastre; no me gusta acercarme a la gente, ni que
ellos se me acerquen. Pero es el resultado de beber café.
El bus tarda un rato en pasar, como de costumbre. Por suerte el trayecto de mi
casa al trabajo no es largo, y suelo pasarlo mirando por la ventana, perdido en mis
cavilaciones. No suelen ser pocas, y menos cuando una persona se sienta demasiado
cerca junto a mí. Es como que la señal aumenta, y puedo percibir el punto. Me gusta
imaginarlo como una gran torre de radar, en la que estás más cerca las ondas se
pueden sentir con más claridad.
A veces me ayuda. 
Por ejemplo, cuando conseguí mi actual trabajo. Supe con exactitud que tenía
que hacer y cómo hacerlo. Y eso es bueno. Pero no siempre es así.
Tomo asiento en el bus, junto a la ventanilla; no me gusta estar al lado del
asiento, las personas suelen hacerme mala cara o se me acercan mucho.
Transcurren un par de minutos; paramos y los pasajeros suben y bajan, y así se
repite el proceso varias veces. Hasta que la veo subir: es la chica más hermosa que he
visto en mi vida, y parece que se va a sentar junto a mí. Me gusta eso, pero no quiero
saber que cosas pasen por su cabeza. Es lo que más odio. Puedo ver la bruma negra
que rodea su rostro; ya sé lo que eso significa.
Se sienta junto a mí, y sucede de inmediato. Puedo sentir el punto. Cada vez
que pasa es una sensación rara, que no puedo describir del todo bien. Es como que mi
mente es arrancada de mi cuerpo y una multitud de imágenes diferentes pasan frente
mis ojos a toda velocidad, de forma muy vívida.
El bus se pone en movimiento de nuevo, y miro por la ventana, consternado. He
sentido el punto antes multitud de veces, pero es la primera vez que me siento en
verdad frío. Empiezo a cuestionarme si aún debiera ir al trabajo. Esa chica necesita mi
ayuda, ¿pero podré ser útil? Está muy decidida a hacerlo. Cuando estamos decididos a
hacer algo con vehemencia, ¿acaso alguien nos hace cambiar así de fácil? Yo creo
que no. En mi caso al menos no, pero nunca he estado en una situación como la de
esa chi... ¿Mariana? ¿Marisol? ¿María? Percibo que puede ser María.
Podría hablarle, pero siempre he sido tímido. De hecho, por eso la chica que me
indujo a tomar café no quiso salir conmigo de nuevo; conversaciones aburridas en
medio de un ambiente exótico. Lo único bueno de aquella vez es que percibí el punto y
nunca me había pasado. Al principio fue magnífico. Luego perdió bastante la gracia.
También podría bajarme del bus en el mismo lugar que ella. Sé con exactitud
donde va, pero ¿y luego qué? Si la sigo y se da cuenta podría ponerse en guardia.
Mejor aguardaré un poco mientras se me ocurre algo; de todas formas, aún no se va a
bajar.
Mientras el bus avanza, puedo darme cuenta de que dos lágrimas se deslizan
por sus mejillas; normal, entiendo la razón. Puedo sentir su tristeza, y se nota que ella
ya no aguanta más. Siento la necesidad de ayudarla. Pero no quiero verme raro. Se me
ocurre una idea, y la usaré, aunque en el fondo sepa que no va a servir de mucho.
Tomó mi bolso, lo abro y sacó de él servilletas; llevan tiempo ahí y supongo que
ya nos las necesitaré. Volteó a ver a la chica, que sigue con la mirada perdida y
borrosa, y le extiendo las servilletas con una tímida sonrisa. Ella no se da cuenta, y
pasa un instante en el que todo se vuelve muy incómodo.
—Oiga, tome —digo en voz baja—. Para que se limpie.
Soy consciente que me oigo cortante, pero ¿qué puedo decir? Soy tímido.
La chica voltea a ver. Primero vacila si agarrarlas o no, pero al final toma las
servilletas, nerviosa, y se limpia con suavidad.
—Gracias —dice débilmente—. Es que no tuve una muy buena mañana.
Y una mierda, pienso. Yo sé lo que te pasa en realidad. Tu mañana ha sido
normal, lo puedo percibir. No es por eso.
—Con gusto —me limito a decir—. Toda va a estar mejor.
Me quedo sorprendido. A pesar de hace algunos segundos ella estaba llorando,
ahora sale de su garganta una risita seca, como sarcástica. Viendo como tiene los ojos
vidriosos, su sonrisa solo parece una mueca de desdén pintada en una cara.
《Claro. Todos me dicen eso. Y nunca mejora 》, la oigo pensar. A veces odio
oír pensar a las personas. A diferencia de percibir el punto, no tengo que estar tan
cerca para oír los pensamientos, y suele pasarme de forma involuntaria; muchas veces
me ayuda en el trabajo, pero a veces detesto enterarme de cosas que no debería
saber.
Me cuesta elegir si intentar ayudarla o no. Es una desconocida, pero lo que
quiere hacer es grave y parece muy joven. Sé lo que quiere hacer, pero no lo
comprendo. Si le hablo puede ser que sea en vano, y podría alarmase. Sin embargo,
trataré de hablar de otro tema para empezar.
—Disculpe, ¿qué hora es? —Ya sé, no sé hablar con las personas, aparte de
que es una pregunta absurda—. Es que creo que voy tarde.
Ella se ve la muñeca, donde tiene un reloj pequeño y plateado. Dice:
—Faltan diez para las ocho.
Voy a tiempo, lo sé, pero necesitaba alguna forma de hablarle. Pasan unos
instantes, en los que ninguno de los dos dice nada, y luego digo:
—¡Lindo reloj! ¿Te lo regaló tu madre?
Ella me voltea a ver y entrecierra los ojos, sorprendida. No dice nada, pero no
necesita hacerlo, puesto veo todo en sus pensamientos. Y desde luego que ese dato
que mencioné también lo saqué de allí. No habla, pero por la mirada que lanza no
necesito telepatía para saberlo, pues es como si dijera: ¿Cómo sabes eso?
—Tranquila, las madres suelen ser así.
—¿Nos conocemos? —pregunta ella extrañada.
—No creo. Es solo que tengo buena intuición. Me lo dicen a menudo.
—Es casi telepatía.
Reprimo una sonrisa, y ella se me queda viendo raro.
—Esas cosas no existen —digo, serio, y luego pregunto—: ¿En serio estás
bien? Si no, conozco alguien que puede ayudarte.
《 Otro estafador que se hace llamar psicólogo. Estoy jodida. Nadie puede
ayudarme》
—Estoy bien. No necesito ayuda —se limita a decir, y esboza una sonrisa
forzada—. Creo que te estás preocupando demasiado por mí sin conocernos.
Y hace una mueca de miedo. Tengo que pensar rápido, pero la idea me llega de
inmediato, y hablo antes de contenerme:
—Un gusto, soy Fabián. ¿Ves? Ya nos conocemos.
Ella arruga la nariz, y después frunce la boca. 《Esta es la forma más rara que
han intentado de ligarme. Claro, sin contar el que me dijo que le encantaba mi olor
porqué era parecido al de su abuelita. Locos por todas partes》
A pesar de que puedo ver lo mucho que piensa, no dice nada, así que agrego:
—No te estoy ligando. —A veces me gusta leer los pensamientos y usarlo,
cuando queda bien—. ¿Cómo te llamas?
El bus pega un frenazo, y tengo que agarrarme del asiento de en frente para no
salir disparado hacia delante; todas las personas exclaman breves gritos de sorpresa,
incluida la chica que va a mi lado. Pienso que se le va a olvidar contestar, pero
entonces dice:
—Me llamo María —y vuelve a forzar una sonrisa. Al momento la sonrisa
desaparece, y vuelve a poner la misma cara de preocupación de antes.
«Me da miedo, aunque parece simpático. Pero esto sigue siendo demasiado
raro. Que suerte que me bajo en la siguiente parada.»
Se va a bajar en la siguiente parada, así que necesito actuar rápido. Si es
necesario, me bajo con ella del bus; falta muy poco para llegar, pero tengo que tratar
de convencerla que no haga lo que quiere hacer. Es mejor salvarla, y luego llamo a mi
trabajo para explicar que llegaré tarde.
—Lindo nombre —digo con amabilidad, y sonrió—. Así se llamaba una tía mía.
María se ríe mentalmente y piensa: «Claro, como si le hubiera preguntado. Me
siento incomoda». Sé que es incómodo, pero quiero convencerla.
El bus se detiene, ella sonríe a modo de despedida y se levanta de la silla para
irse. Yo también me levanto, camino detrás de ella y ambos nos bajamos del bus.
María voltea a ver y me ve con detenimiento a la vez que el bus vuelve a arrancar y se
va, con un murmullo del motor.
—¿Puedes dejarme en paz? —dice, harta—. No sé qué quieres, pero no te
conozco y no me importa.
Yo veo alrededor, y me doy cuenta de que la calle está casi desierta. Así que
puedo hablar; no me gusta que los demás se enteren de lo que puedo hacer.
—Se lo que vas a hacer —digo en voz baja y con mucho cuidado—. Y por eso te
hable. Todo va a estar mejor, y poco a poco también te sentirás mejor.
Conforme hablo, sus ojos se van abriendo. Su cara se convierte en una
expresión de sorpresa incontenida.
«No entiendo. ¿Qué le pasa? Claramente está loco, pero es imposible que haya
deducido todo eso con solo verme llorar. ¿Podrá oír lo que piensa de verdad?»
—Sí, sí puedo. Y no deduje todo eso con solo verte llorar. Pero no importa,
quiero ayudarte.
«Así que puedes oírme. No sabía que había gente como yo. También me pasa,
pero cuando solía tomar alcohol. Siempre pensé que era porque estaba borracha, pero
ya veo que no.»
Me quedo de piedra. ¿Hay más como yo en el mundo? Es un dato que me
resulta increíble y fantástico, pero también un poco perturbador.
«Sí hay más.», piensa María.
—¿Hay más?
—Sí. —Y María se encoge de hombros—. Mi madre era así. Me lo contó una
vez, pero no le creí. Ahora ya sé que era verdad. Por eso ella trató de que no tomara
alcohol cuando cumplí la mayoría de edad.
—Entiendo. Mi madre también me prohibía el café. En mi caso es el café.
—Curioso. Debo irme.
—No puedo dejar que te vayas. Ya sé lo que vas a hacer.
—No hay remedio.
—Sí lo hay.
—En mi caso, no.
—¿Por qué?
—Da igual.
María baja la mirada y se queda viendo el suelo unos instantes. «No hay
remedio ahora»
—Tal vez sí —digo, y trato de sonreír, pero ella no me devuelve el gesto.
—No creo. Hasta luego.
María se voltea para irse, pero no camina aún.
—Al menos, dime la razón.
—Da igual.
Ella empieza a caminar, y la veo unos segundos mientras se va. No sé qué
hacer. No quiero seguirla, pero quiero ayudar, aun cuando sé que no me hará caso.
Debería darme por vencido. Así que supongo que la tendré que dejar ir y que haga lo
que va a hacer, aun cuando siento un gran pesar en el estómago. Suspiro y veo como
ella se va a alejando poco a poco. Pero noto algo raro antes que se aleje más.
Percibo dos pensamientos: el de su cabeza, pero otro más primitivo, como si
solo pudiera pensar en imágenes. Ese pensamiento que percibo proviene de su vientre.

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